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Crescendo

Dino Buzzati

La señorita Annie Motleri oyó llamar a la puerta y fue a abrir. Era el notario, doctor
Alberto Fassi, viejo amigo suyo. Ella observó que su abrigo estaba mojado, señal de
que afuera llovía. Dijo:
—¡Oh, qué alegría, querido doctor Fassi! Pase, pase.
Él, sonriendo, entró y le tendió la mano.

A la señorita Annie le dio un vuelco el corazón cuando oyó que alguien llamaba a la
puerta. Se levantó prontamente de la butaquita donde estaba bordando y corrió a
abrir. Vio al viejo notario Fassi, amigo de la familia, que desde hacía muchos meses
no daba señales de vida. Parecía más pesado y mucho más corpulento de como ella
lo recordaba. Quizá también porque llevaba un impermeable negro demasiado
largo, que le caía a grandes pliegues, brillante por la lluvia, chorreando lluvia.
Annie hizo un esfuerzo y sonrió, diciendo:
—¡Oh, qué agradable sorpresa, querido doctor Fassi!
El hombre entró a pasos lentos y le tendió la robusta mano para saludarla.

Ya marchita, la señorita Motleri, que estaba bordando en el salón iluminado por la


lívida luz de aquella tarde lluviosa, se arreglaba con la mano izquierda un mechón
de cabellos grises que le había caído sobre la frente, cuando oyó unos impetuosos
golpes en la puerta. Tuvo entonces un violento estremecimiento nervioso en la
butaquita, se levantó con brusquedad y se precipitó a abrir la puerta. Se encontró
ante un hombre robusto que llevaba un impermeable de hule negro, con escamas,
duro y viscoso, rezumando agua. Así de pronto creyó reconocer al viejo doctor
Fassi, notario, un amigo de los viejos tiempos, y forzando sus labios en una sonrisa
dijo:
—¡Oh, qué agradable sorpresa, qué agradable sorpresa! Pero pase, por favor,
entre.
A lo que el visitante se introdujo en el vestíbulo con gran retumbar de pasos
como si fuese un gigante y le tendió la mano ancha y musculosa para saludarla.

En la suave somnolencia de la casa a aquellas primeras horas de la tarde, los


insistentes golpes en la puerta sobresaltaron violentamente a la señorita Motleri,
enfrascada en un complicado bordado. A pesar suyo, dio un brinco en la butaquita,
escapándose de las manos el mantel que bordaba y que fue a parar al suelo
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mientras ella, con ansiedad, se apresuraba a ir hasta la puerta. Cuando abrió, se
halló ante una silueta negra, corpulenta y brillante que la miraba fijamente. A lo
que ella dijo:
—¡Pero usted... pero usted...!
Y retrocedió mientras el visitante entraba en el pequeño vestíbulo, con sus
pesados pasos retumbando de forma incomprensible en el vasto edificio.

Fue rapidísima, Annie Motleri, en llegar hasta la puerta, mechones despeinados de


cabellos grises cayéndole sobre la frente, cuando resonaron repetidos golpes de
alguien que quería entrar. Con mano temblorosa dio vuelta a la llave y bajó la
manija, abriendo la puerta. En el rellano había una forma viva, robusta y poderosa
de color negro, cubierta de escamas, con dos ojitos penetrantes y una especie de
viscosas antenas que se inclinaban hacia ella, palpándola. A lo que ella gimió:
—No, no, por favor... —y retrocedía asustada, mientras el otro avanzaba con
pasos de plomo y todo el edificio retumbaba.

Cuando la señorita Motleri, solicitada por insistentes golpes en la puerta, corrió a


abrir, se halló ante un ser negro cubierto de una coraza negra y brillante que la
miraba fijamente, tendiendo hacia ella dos patas negras que terminaban cada una
en cinco garras blancuzcas. Annie instintivamente retrocedió, procurando no
obstante cerrarle la puerta y gimió:
—¡No, no! Por la misericordia de Dios...
Pero el otro, abalanzándose con su descomunal masa sobre la puerta, la abría
cada vez más, hasta que consiguió una abertura por la que poder entrar, y el
parquet crujía bajo su gigantesca mole.
—Annie... —susurraba el intruso—. Annie... uh, uh...
Y tendía hacia ella sus blancas y horribles zarpas.

La señorita Annie Motleri se quedó sin fuerzas para pedir auxilio cuando, requerida
por enérgicos golpes en la puerta, que instantáneamente la habían puesto en un
estado de excitación difícilmente explicable, se precipitó a abrir y vio un tenebroso
inmundo y mastodóntico coleóptero, escarabajo, araña, consistente en relucientes
placas unidas entre sí hasta formar un poderoso monstruo, que la miraba fijamente
con dos minúsculos ojos fosforescentes (en los que se hallaban contenidas todas las
profundidades fatales de nuestra penosa vida), y tendía hacia ella decenas y
decenas de antenas rígidas que terminaban en ganchos sanguinolentos.
—No, no, doctor Fassi... —suplicó, retrocediendo, y fue todo lo que pudo decir.
Entonces el bestial la aferró con sus horribles garras.

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La jovencita Annie Motleri oyó llamar a la puerta y fue a abrir. Era el monstruo, el
infierno, el antiguo reptil divino, el cual la taladraba con la mirada de sus ojillos de
fósforo y de fuego. Y antes de que ella tuviese tiempo ni siquiera mínimamente para
retirarse, se abalanzó sobre ella con sus tenazas de hierro, hundiendo sus uñazas en
el tierno cuerpecito, en la carne, en las entrañas, en el ánimo sensible y doliente.

¿La conocéis a la señorita Annie Motleri? No, qué va, nada de 45, estáis de broma.
Claro, vive sola. ¿Quién va a querer a estas alturas...? Borda, borda incesantemente,
en la casa silenciosa. ¿Pero qué le pasa ahora para que dé ese brinco en su
butaquita? ¿Tal vez alguien ha llamado a la puerta? Imagínate. No, nadie ha
llamado, nadie, nadie. ¿Quién podría llamar a su puerta?
Sin embargo, la señorita ha corrido con una lacerante agitación, tropezando
con la alfombra, dándose un golpe con el canto del trumeau, jadeante. Ha dado
vuelta la llave, ha bajado la manija, ha abierto. El rellano está vacío. Los mosaicos
del rellano vacíos, con aquella luz gris que procede de la claraboya gris y que a
nadie perdona, la barandilla negra e inmóvil, vacío y perdido para siempre. No hay
nadie. Nada de nada de nada.
La antigua nostalgia sí. La aflicción incurable, sí. La maldita esperanza de los
años lejanos, sí. El invisible monstruo, sí. Una vez más la ha capturado.
Lentamente hunde sus aguijones en el solitario corazón.

* Dino Buzzati (1906-1972). Abogado, periodista y escritor italiano, autor de


obras como El desierto de los tártaros (1940) y Siete mensajeros (1942).

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