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CAPÍTULO 6

«UNA LECCIÓN VIVA EN EL MUSEO DEL ORDEN»: EL CASO


DEL MUSEO REAL PARA ÁFRICA CENTRAL, BRUSELAS

Mucho antes de ser concebido como un objeto de ciencia, se sueña al crimi-


nal como elemento de instrucción... ahora se ha soñado en esas visitas de
niños que acuden a aprender cómo el beneficio de la ley viene a aplicarse al
crimen: una lección viva en el museo del orden [Foucault 1977: 112].
[La cárcel moderna] no está sola, sino ligada a toda una serie de otros dispo-
sitivos «carcelarios», que son en apariencia muy distintos... pero que tienden
todos como ella... a ejercer un poder de normalización... Que estos dispositi-
vos se aplican no sobre las trasgresiones respecto de una ley «central», sino
en torno del aparato de producción —el «comercio» y la «industria»—... fi-
nalmente, lo que rige todos estos mecanismos no es el funcionamiento unita-
rio de un aparato o de una institución, sino la necesidad de un combate y las
reglas de una estrategia...
En esta humanidad central y centralizada, efecto e instrumento de relaciones
de poder complejas, cuerpos y fuerzas sometidos por dispositivos de «encarce-
lamiento» múltiples, objetos para discursos que son ellos mismos elementos
de esta estrategia, hay que oír el estruendo de la batalla [Foucault 1977: 308].
Los museos son una de las principales entidades de la sociedad para definir
la cultura, en gran medida a través de su determinación de qué elementos del
pasado son valiosos, memorables y dignos de conservación. Esta actividad
define el presente tanto como lo hace el pasado. El significado de esta tarea,
no menor para la estabilidad social, podría ser en sí mismo suficiente para
explicar por qué los gobiernos han jugado papeles de liderazgo para estable-
cerlos y mantenerlos [MacDonald y Alsford 1995: 15].
El golpe más serio sufrido por los colonizados se está quitando de la historia
y de la comunidad. La colonización usurpa cualquier papel libre, ya sea de
guerra o de paz, cada decisión contribuye a su destino y al del mundo, y a la
de toda responsabilidad cultural y social [Memmi 1991: 91].

Introducción: el espacio civilizado contemporáneo, ejerciendo y expurgando


el poder de normalización

Lleva menos de tres horas viajar por Eurostar de Londres a Bruselas, sede del
Parlamento Europeo y capital administrativa de la Unión Europea (UE).* El Channel

* [N. del T.] Si bien la sede del Parlamento Europeo se encuentra en Estrasburgo, el autor hace
referencia a uno de sus lugares de trabajo que funciona en Bruselas, cuyo edificio es conocido como
«Espacio Leopoldo».

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Tunnel es un testamento de la modernidad tardía para disminuir los temores de la
contaminación y las esperanzas de una integración europea. También puede aparecer
como un conducto del delito:

Un hombre del Congo, que viviendo en Bruselas viajaba regularmente a Londres en


Eurostar para recoger su subsidio de vivienda, oyó hoy un jurado en Old Bailey.
Ngolompati Moka, de 33 años, que es de nacionalidad belga, utilizó contratos de
arrendamiento falsos para persuadir a los municipios de Hounslow y Haringey de que le
pagaran un total de 4.653,36 libras, dijo la parte acusadora. La Corte dijo que Moka, que
había nacido en el Congo, utilizó diversas identidades para reclamar el dinero. Después
de ser arrestado en un centro laboral en Hounslow, en agosto pasado, la policía encontró
varios documentos que lo incriminaban. Éstos incluían los contratos de arrendamiento
fraudulentos, una credencial de identidad belga falsa y billetes de los trenes Eurostar.
«Esto demuestra que él estaba haciendo viajes desde Bruselas a reclamar beneficios en
este país», dijo el abogado [Evening Standard, 28 de enero de 1999].

Para los medios masivos de información, esto fue un delito cotidiano, uno que apor-
tó mayor evidencia sobre la necesidad de reforzar el control de inmigración y la vigilan-
cia de la frontera. Hacer justicia significaba castigar a un individuo. Esto no invita a un
análisis con respecto a la compleja intervención del Congo y Bruselas, ni de la explota-
ción pasada, la justicia y las reparaciones. En este ejercicio de la justicia —con respecto
a «un hombre del Congo, que vive en Bruselas»—, estamos tratando con la política de lo
visible y de lo invisible.
Bruselas ofrece un ritmo más tranquilo que el de la posmoderna y cosmopolita
ciudad de Londres. El rugir de la batalla, por cierto, parece lejano desde las idílicas
escenas del urbano y majestuoso Parc du Cinquantenaire de Bruselas, con su imponen-
te Arc de Triomphe y su Monumento al Congo, aunque ellos estén conmemorados en el
Musée Royal de l’Armée et d’Histoire Militaire (Museo Real del Ejército y la Historia
Militar) cuyo edificio en expansión toma la mayor parte del lado norte. Pero la imagen
de las campañas militares que se celebran allí, como la librada contra los traficantes
árabes de esclavos de África Central en la década de 1890, no fueron lo que Foucault
quiso decir con el rugir de la batalla. De hecho, la disciplina, la dominación, la vigilan-
cia y el espectáculo no vienen a la mente cuando uno viaja por el tramo tranquilo a
unos 10 km del centro de Bruselas hacia los impresionantes edificios neo-clásicos y
parques del Museo Real para África Central en Tervuren. Tampoco estos espacios ur-
banos parecen tener relación alguna con la historia de la prisión moderna; por cierto,
no se inmiscuye ningún otro imaginario de prisiones u otros lugares de castigo, sino
complejos juegos de poder que enlazan a estas instituciones aparentemente separadas
con las prácticas que constituyen el espacio civilizado de la Europa contemporánea.

La normalidad de la Bruselas contemporánea

El Parlamento Europeo y su mezcla siempre creciente de edificios administrativos


comprenden un área que ahora se denomina el barrio de la UE.* En un costado de dicho
barrio se encuentra el Parc du Cinquantenaire. Aquí encontramos esa combinación de
espacio civilizado y esplendor edificado por varias empresas bajo la dirección del rey de
Bélgica Leopoldo II como tardía celebración del 50 aniversario del Estado de Bélgica.

* [N. del T.] El autor se refiere al comúnmente denominado «Barrio Europeo de Bruselas».

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En Heart of Darknesss, Conrad hizo que su narrador describiera la ciudad como
«un sepulcro blanqueado», en referencia a Mateo 23: «¡Ay de vosotros, escribas y fari-
seos, hipócritas! Porque vosotros sois como sepulcros blanqueados que de hecho pare-
cen hermosos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos...». Éste no
es el mensaje que se exhibe. El Arco del Triunfo es más grande que su similar en París,
los paseos que lo atraviesan están bien organizados, hay árboles altos que refrescan, y
el parque aloja un buen número de monumentos y pabellones.
Uno de éstos está ahora bastante desmoronado y se encuentra dedicado a los pio-
neros belgas en el Congo, «quienes llevaron la civilización al Congo». Cerca de él, una
leyenda explicativa dice:

El Monumento al Congo (1911-1921) es típico del espíritu colonial de la época, que desde
entonces ha sido cuestionado por la Historia. En la sección de abajo, un joven negro
representa al río Congo. Él está rodeado por dos grupos: a la derecha, un soldado belga se
sacrifica por su capitán fatalmente herido; a la izquierda, otro soldado belga somete a un
traficante de esclavos. En la franja central, el continente africano, ahora abierto a la civi-
lización, avanza hacia el grupo de soldados que rodean a Leopoldo II. Arriba, Bélgica
recibiendo a la raza negra se describe como una orgullosa jovencita.

La literatura popular belga conmemoró el destino de los oficiales belgas caídos (no
los soldados mercenarios que sirvieron en el Congo) y trajeron la idea de sacrificio por
una causa grande. Un caso fue Charles-Eugene de le Court, joven teniente que murió con
valor mientras cubría la retirada de una columna de la Force Publique (ver Figura 6.1).

La situación era desesperada. Todo parecía perdido. Pero el valiente De le Court saltó a la
brecha. Junto con otros dos oficiales belgas y el remanente de sus pelotones, inmovilizó a los
demonios negros que se habían abalanzado en persecución de la columna. Siniestras cabe-
zas negras surgían de los cuatro costados, rechinando sus blancos dientes... Era una pesadi-
lla negra, demoníaca, fantástica... Un oficial belga ya había fracasado. Y De le Court com-
prendió que había llegado el supremo momento de la muerte... Sonriente, desdeñoso, subli-
me, pensando en su rey, en su bandera... buscó su último instante en el aullido de la horda de
demonios negros... y se derrumbó. De este modo, Charles de le Court murió en la plenitud de
su juventud enfrentándose al enemigo [citado por Gann y Duignan 1979: 62-63].

Como para aplacar los sentimientos contemporáneos de cualquiera que esté fami-
liarizado con la «realidad» del Congo, para quien esto pueda parecer propaganda, el
texto sugiere que es típico del espíritu colonial de la época, que la Historia ha cuestiona-
do. Sin embargo, se debe recordar que el trabajo de dicho monumento comenzó nueve
años después de que se publicara Heart of Darkness, siete años después del informe de
Casement, y seis años después de que el Parlamento Belga había forzado a Leopoldo a
instituir una comisión de investigación independiente que, a pesar de los grandes esfuer-
zos del rey, había confirmado el informe de Casement. La historia ya era conocida en
1911, al menos para quienes la querían conocer. Más aún, la finalización del monumen-
to, en 1921, tras los sufrimientos de Bélgica debidos a la ocupación alemana durante la
Primera Guerra Mundial, puede ofrecer un testamento adicional para la normalización
de un espíritu que impulsaba tal conocimiento hacia fuera del espacio civilizado.
Se puede aportar evidencia adicional con referencia a la constitución del espacio
civilizado en Bruselas, comparando el monumento con el destino del cerrado Pabellón
Horta neoclásico que se encuentra junto al monumento. El nombre correcto del pabe-
llón es Pavillon des passions humaines y el cartel explicativo explica su destino.

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FIGURA 6.1. Monumento al Congo (1911-1921), Parc du Cinquantenaire (foto Wayne Morrison): un soldado
belga se sacrifica por su capitán fatalmente herido.

Bajorrelieve en mármol de Carrara sobre el tema de los placeres y las desgracias de la


humanidad desenfrenada, representada por la fantasmagórica figura de la Muerte, alada
y envuelta en una mortaja. Concebido en 1886 y comprado por el Gobierno belga en 1890,
éste fue el primer monumento realizado por el joven arquitecto Victor Horta, quien creó
el pabellón en el cual se exhibe la pieza. Nunca se terminó. Inaugurado oficialmente en
1899, el monumento se cerró permanentemente al público tres días después, debido al
escándalo y la controversia que generó. El monumento le valió a su autor el sobrenombre
de «Miguel Ángel del desagüe».

Una fotografía de un pequeño trozo de la escultura, que muestra manos sobre el


pecho y las nalgas, es todo lo que uno puede ver todavía. Las guías turísticas sugieren que
la razón contemporánea puede deberse a la consideración por la nueva mezquita que se
encuentra aledaña. Puede que no importe si hoy está cerrado por razones económicas o
por deferencia hacia quienes llegan a orar a la mezquita. El hecho de que haya sido
cerrado tres días después de su inauguración, al ser considerado escandaloso en tanto
que el Monumento al Congo fue alabado como testamento de los esfuerzos nacionales,
demuestra las demarcaciones dentro de las sensibilidades culturales europeas. Demar-
caciones que colocan ciertas imágenes y memorias como material de cultura para ser

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preservado y presentado al público, en tanto que otros se reprimen, se convierten en
invisibles y poco efectivos para la conciencia social y política contemporánea.
En el extremo este del parque, se encuentra el espectacular e imponente Arc de Triom-
phe (llamado oficialmente Arcade du Cinquantenaire), rodeado de columnatas, y enla-
zando los museos de las dos alas de Le Cinquantenaire. Éstos son los resultados de un
plan para erigir algo que Leopoldo describió vagamente como Walhalla, para conmemo-
rar los heroicos esfuerzos de los muertos del pasado belga.1 Sobre el lado norte se en-
cuentra el Musée Royal de l’Armée et d’Histoire Militaire. Dentro de él, se describe la histo-
ria de las fuerzas armadas belgas a través de la exhibición de armamentos, uniformes,
vehículos y aviones. La Revolución de 1830, que creó una Bélgica independiente, ocupa
un lugar central, pero hay varias colecciones que están de cierta forma poco focalizadas.
Hay escasas intenciones de ofrecer cualquier tipo de narrativa, y lo que se exhibe se
encuentra arreglado en la distintiva costumbre de nuestros días, como trofeos pasados
de moda; el efecto, sin embargo, consiste en mantener a distancia al observador que
pueda sentirse seducido. Bélgica se halla ubicada en el centro de la historia de Europa, y
su futuro es el de la personificación del proyecto de la integración europea; en tanto que
su pasado se presenta como uno de trabajo y sacrificio. Bélgica la valiente, cuya neutra-
lidad fue completa y fácilmente superada por la duplicidad y el poderío alemanes en dos
guerras mundiales, y cuyo pueblo sufrió terriblemente a manos de los ocupantes alema-
nes. Bélgica, un Estado de cierta forma híbrido que contenía una diversidad de pueblos
divididos entre los francoparlantes y los flamencos, pero unidos en sus deseos de norma-
lidad —un Estado que deseaba reconocimiento, que deseaba paz, que fue víctima. De-
jando el lugar de estas imágenes para ir a los pacíficos alrededores, uno puede percibir el
mensaje de que la Europa contemporánea constituye una política de paz y justicia, y
Bruselas es la localización justa para la administración de ese proyecto, pues Bélgica
nunca fue un agresor. Pero tanto las exposiciones, como el parque exterior, son espacios
constituidos, que requieren descoserse para apreciar los flujos de poder y complicidad
con el deseo subjetivo. Considérese la presentación de la Campaña Árabe de 1892-1897.
En 2003 y nuevamente en 2005, me encontré con estos trofeos orgullosamente acomoda-
dos y, en el centro, el busto de Leopoldo (Figura 6.2).2
El éxito de las campañas árabes implicó que una inmensa extensión de territorio
—las costas de Tanganica, el territorio de los manyemas, el Ituri y la cuenca del río Loma-
mi— quedara efectivamente bajo la autoridad del Estado Libre del Congo. Después de
1894, los hombres que habían librado los compromisos más decisivos de la Campaña
Árabe, se dedicaron a transformar esta anterior «zona árabe» en la Province Orientale
del Estado del Congo. Primero Dhanis, y más tarde Lothaire, fueron puestos al mando
de la nueva provincia, cuyos beneficios fueron a parar directamente a Leopoldo. Por
cierto, existen buenas razones para que el busto de Leopoldo ocupe un lugar de orgullo
ante los maniquíes de soldados, los retratos y las colecciones de armas; ¿pero dónde
están las explicaciones de los oficiales belgas (y demás oficiales europeos y soldados
africanos de la Force Publique) acerca de cómo fueron estas campañas, no para la na-
ción de Bélgica, sino para el Estado personal del rey de los belgas, Leopoldo II?
No se ofrecían narrativas explicativas alguna, ni tampoco las investigaciones de
los libros sobre la Campaña Árabe del puesto de ventas del museo daban alguna res-
puesta positiva. Al examinar las experiencias de los jóvenes oficiales belgas de la Cam-
paña Árabe, debemos referirnos a varios periódicos y diarios publicados, ahora fuera
de impresión y de las historias. Uno de dichos oficiales fue Emile Lémery, cuyas cartas
escritas a su familia desde Nyangwe no tenían la intención de hacerse públicas (poste-

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FIGURA 6.2. Representación de la Campaña Árabe, 1892-1897; Musée Royal de l’Armée et d’ Histoire
Militaire (foto: Wayne Morrison).

rior discusión y notas de Slade 1962: 114-116). Tras su entrenamiento militar, Lémery
ingresó en la Force Publique en 1892, pasó seis meses en la zona del río Congo Inferior
antes de ser enviado al Este, donde se necesitaban hombres desesperadamente una vez
comenzadas las campañas árabes. Él vio poco de la lucha principal, pues Dhanis lo
emplazó en Nyangwe, junto con otro belga, para ponerse a cargo de las tropas nativas
que custodiaban el puesto y para evitar que los aliados rumaliza dispersos se pudieran
reunir con su líder. En agosto de 1893, Lémery se había establecido en Nyangwe: «La
ciudad debió haber sido muy grande, hoy sólo quedan ruinas y hay esqueletos por las
calles». Él describió a Dhanis como una persona encantadora y, aunque «un poco ex-
traño a veces», era un veterano africano, muy inteligente y capaz de hablar varias
lenguas del país como si fueran la suya propia. «Esto constituye una inmensa ventaja,
y creo que gran parte de su éxito se debe a esto». Lémery escribió que él mismo estaba
en posesión de muchas mujeres bonitas (árabes), un leopardo, un mono y 24 loros. A
principios de septiembre, tenía la esperanza de dejar Nyangwe para marchar contra
Rumaliza, que pensaba ofrecería «una famosa masacre, pues todos los nativos van por
nosotros y nos persiguen». Más tarde ese mes, se desilusionó al enterarse que se espe-
raba que permaneciera en Nyangwe, y sacó el mejor partido de la situación estudiando
las costumbres árabes, explorando los alrededores y haciendo mapas. No obstante
haber sido oficialmente pacificado, él describió a Nyangwe como «un país reciente-
mente conquistado», su suelo es un «cementerio de huesos»:

No podemos dar más de diez pasos aquí sin soldados armados, y de noche dormimos con
nuestros revólveres cargados. Los traidores abundan en este país recientemente conquista-
do. El suelo se puede comparar a un cementerio de huesos. En Nyangwe hubo una conspi-
ración para asesinar a los blancos. Se descubrió, y el mismo día comenzó una masacre de

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San Bartolomé. De hecho, unas mil personas fueron asesinadas en unas pocas horas. Feliz-
mente, los hombres del Congo, caníbales por excelencia, se los comieron a la misma veloci-
dad. Es horrible, aunque en exceso útil e higiénico... Es imposible detener esto; ustedes sólo
tienen que cerrar los ojos y fingir no ver... ¡Yo me hubiera horrorizado con esta idea en
Europa!, pero aquí me parece bastante natural. No le muestres esta carta a nadie que sea
indiscreto, porque te estoy contando cosas que debería callarme.

Lémery alabó a los árabes por conseguir focos de civilización en esta tierra, como
las plantaciones de arroz, las patatas y la caña de azúcar en Kasongo, y por desarrollar
rebaños de ovejas y de cabras, y los hatos de ganado y los burros que los europeos
habían heredado de los árabes. Lémery se dio cuenta de que la condena de Ngongo
Lutete «por traición», que había provocado la confrontación que sirvió como excusa
para librar la guerra, fue casi con seguridad equivocada. Sin embargo, esto no afectó a
su deseo de ver acción, pues en octubre expresó su desilusión de no haber podido
unirse a la expedición de Tanganica:

¡¡¡Adiós a las condecoraciones!!! En consuelo, me estoy diciendo que muestra gran con-
fianza el hecho de haberme dejado en Nyangwe... Y por otra parte, uno puede comprar
mucho marfil aquí, y si me quedo, es probable que al cabo de dos años, haya logrado una
muy buena comisión. Y eso no es para despreciar.

En diciembre, Lémery retransmitió las noticias de la muerte de Ponthier y expresó


su arrepentimiento por no haber estado en el frente de la batalla:

[...] una buena muerte, para la causa lo es. Me arrepiento de no haber estado en la batalla,
aunque Dhanis dice que yo he estado en gran peligro aquí... Muchas noches he pasado en
vigilia; me pudieron haber atacado en cualquier momento y yo sólo tenía un centenar de
hombres.

En enero de 1894, sus cartas revelaban una perspectiva modificada:

Vive le Congo, ¡no hay nada como él! Tenemos libertad, independencia y una vida de
amplios horizontes. Aquí eres libre y no un mero esclavo de la sociedad.

Una vez que el transporte en el Congo estuviera mejor organizado, él opinaba,


sería posible la colonización europea a gran escala; hasta entonces, se debería conse-
guir el dinero a través del marfil, del cual, dijo, él estaba recolectando 2.000 libras al
mes. Para mayo, las batallas principales habían finalizado, y los árabes que había sido
responsables del asesinato de europeos estaban siendo juzgados y condenados a muer-
te. Lémery relató cómo estaba cuidando a los niños de dichos líderes árabes:

He adoptado a un hijo de Miserera, a quien van a colgar mañana; tú sabes, Miserera fue
el principal asesino de blancos en Riba-Riba. El hijo en cuestión tiene 5 años, es comple-
tamente blanco y muy inteligente y de buen aspecto. Yo intento llevarlo a Europa y ver
por su educación. He juntado en Nyangwe a todos los niños de la clase alta árabe, los
hijos de Sefu, Miserera, Bwana Zige, Mulenda, etc. Tengo nueve niños de Miserera, todos
completamente blancos, siete de ellos son niñas muy bonitas, como verás en las fotografías.

Ésta fue una administración transformadora: reconstruyendo la ciudad, pacifi-


cando el campo en los alrededores y organizando transportes regulares por río entre

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Nyangwe y Riba-Riba —además de la valiosa colección de marfil y algo de caucho.
También era tiempo de felicitarse por el «completo éxito» de sus «relaciones políticas»
con los «nativos».

Espero que más adelante me agradezcan todos los esfuerzos que he hecho aquí por el
bien del Estado... ¡Aquí uno es todo! ¡¡¡Guerrero, diplomático, mercader!!! ¿Por qué no?,
digan lo que digan, yo estoy aquí por el bien del Estado... y todos los medios que empleo
son permisibles si son honestos.

¿Pero cuáles son los patrones de la honestidad? Los agentes del Estado del Congo
desempeñaron todas las funciones, proporcionaron todos los controles y los balances.
Los soldados fueron también administradores, ya que los tenientes o capitanes eran a
la vez commissaires de district —y la política estatal los convirtió además en mercade-
res. Conrad lo había expresado sucintamente: «allí fuera, no había controles externos».
Nada de esto se menciona o sugiere: no hay visión alguna que se pueda obtener de este
museo sobre la complejidad histórica de la participación militar en el Congo; o de la
victoria militar de la Force Publique en los sucesos de la Primera Guerra Mundial que
condujeron a que Bélgica asumiera responsabilidad colonial sobre Ruanda. ¿Jugó este
cambio un papel en las masacres posteriores a la Independencia y en el genocidio de
1994? No hay pista alguna de los complejos legados. Un siglo antes, Conrad estructuró
Heart of Darkness de tal modo que el verdadero mensaje se localizara en Bruselas; él
finalizó su narrativa con una escena que indicaba que su audiencia prefería no conocer
sus verdades. Hoy, al hacer que las verdades sean invisibles con referencia al costo de
construir esos grandes monumentos, en los procesos por los cuales el espacio civiliza-
do del centro de Bruselas excluye exitosamente las visiones molestas o los conocimien-
tos sobre el Congo, podemos entender que se necesita repetir el mensaje de Conrad.
Nuevamente el silencio resulta victorioso, y el mayor silencio que yo encontré al visitar
la civilizada Bruselas en 2002 y 2003 fue el de las instituciones dedicadas al estudio
científico de África, el Museo Real para África Central (MRAC) en Tervuren.3

El Museo Real para África Central en Tervuren

En 1897, Leopoldo estaba recibiendo los beneficios del comercio del caucho con la
esperanza de obtener una cuantiosa riqueza. Para contrarrestar los crecientes rumores
sobre el trato a los nativos africanos, Leopoldo se preocupó por que el pueblo belga
apreciara su labor como rey-soberano del Estado Libre del Congo y de los beneficios
de allí derivados. En 1897, él fue la fuerza impulsora detrás de la exhibición temporal
sobre el Congo como constituyente de la Sección Colonial de la Feria Mundial de Bru-
selas. De ella sobreviven los frutos, como el maravillosamente restaurado Museo Na-
cional, el Museo Real para África Central, situado en Tervuren, cerca de 10 km del
centro de Bruselas. Para apreciar el estatus de esta institución, primero apreciemos su
autodescripción de 2003.

La exhibición colonial desarrollada se transformó en un «escaparate» para «su» Congo, y


tuvo la intención de generar más interés entre los belgas sobre ese país. Los objetivos de
la exposición eran tanto propagandísticos y comerciales como científicos. Para albergar
este gran evento, Leopoldo tenía el edificio del «Palacio de las Colonias» en la hacienda
real en Tervuren. Más de un millón de visitantes acuden fascinados y se familiarizan con

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los pueblos, la fauna, la flora y los recursos del Congo. Para facilitar la entrada de los
visitantes sin demoras, Leopoldo había tendido un acceso de dos carriles —el que a día de
hoy se denomina Tervurenlaan— a través del bosque de Zonien. Un año después, la exhi-
bición temporal tomó carácter de permanente y se creó el Museo del Congo. Su propósito
no era exclusivamente museológico, la nueva institución cumplía una tarea científica
también. Sin embargo, muy pronto se hizo evidente que el «Palacio de las Colonias» era
demasiado pequeño para sus crecientes colecciones, y en 1902 el rey decidió construir un
museo más grande. El arquitecto francés Charles Girault confeccionó los planos, y en
1904 comenzó la construcción del museo actual. Originalmente, el museo pretendía ser
parte de un complejo que también incluiría una Escuela Mundial, un restaurante, una
sala de conciertos y de espectáculos deportivos, además de un museo japonés y uno chi-
no. Sin embargo, se tuvo que detener este ambicioso proyecto cuando Leopoldo murió,
en 1909. En 1908, Leopoldo había vendido su colonia al Estado Belga. En 1910, el rey
Alberto I inauguró el edificio de Girault como el MUSÉE DU CONGO BELGE —EL MUSEO
DEL CONGO BELGA. En 1952, se le agregó la apelación «Real». Cuando el Congo obtuvo
su Independencia, en 1960 —marcando el final de la era colonial belga—, el nombre
cambió una vez más, y el museo de Tervuren se pasó a llamar MUSEO REAL PARA
ÁFRICA CENTRAL.4

La declaración de 2003 sobre su misión dice:

El museo debe ser un centro mundial de investigación y difusión del conocimiento sobre
las sociedades pasadas y presentes y los ambientes naturales de África, en particular
África Central, para promover —en el público en general y en la comunidad científica—
un mejor conocimiento e interés en esta área y, a través de asociaciones, contribuir sus-
tancialmente a su desarrollo sostenible. De este modo, la tarea medular de esta institu-
ción orientada a África consiste en adquirir y manejar colecciones, realizar investigación
científica, implementar los resultados de la investigación, y presentar al público una se-
lección de sus colecciones.

El complejo del museo consta de cinco edificios. El edificio central y principal, un


hermoso e imponente ejemplar del estilo Luis XVI, contiene la exposición permanente. A
la derecha de este edificio (visto desde la estatua del elefante), se encuentra el Pabellón
Administrativo, y a la derecha, el Pabellón Stanley, donde se guarda el archivo de Stanley
completo. El Palacio de las Colonias al final de Tervurenlaan y el edificio del CAPA sobre
Leuvensesteenweg alberga varios departamentos científicos, laboratorios y reservas.
Esto es parte de la herencia cultural contemporánea; una herencia construida com-
binando los atractivos clásicos de los fundamentos de la Ilustración, aunque con los
beneficios del posicionamiento global. Durante el siglo XIX y comienzos del XX, se
extendieron impresionantes edificios neoclásicos para museos por toda Europa. Ha-
bía comenzado la edad de oro de los museos, dándonos espacios cultos —similares a
templos— para exhibir ya sea el proceso de edificación de una nación (Anderson 1981),
historia natural o la «religión del arte». Después de la Revolución Francesa, el gran
estilo o «arquitectura de palacio» se volvió preponderante en la arquitectura, para en-
fatizar la perdurable naturaleza del modelo cultural occidental.

La edificación que el arquitecto francés CHARLES GIRAULT creó entre 1904 y 1910 es
un clásico ejemplo de arquitectura de museo imponente. Inspirado por el Palacio de
Versalles y el Petit Palais, el edificio del museo resaltó el prestigio del aún joven Estado
belga y contribuyó a la promoción de la entonces colonia. El EXTENSO PARQUE CON
SUS LAGOS Y JARDINES FRANCESES se agregaba al efecto. El EDIFICIO PRINCIPAL

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es rectangular en planta y está estructurado alrededor de un gran patio abierto. Ha sopor-
tado sólo una modificación importante desde que fue construido —la clausura de las
arcadas alrededor del patio central para crear un nuevo espacio de exposición. Al costado
del parque del edificio, una escalera de imponente vuelo conduce al visitante a la presti-
giosa ROTONDA con su altísima cúpula de cristal de 28 m. Al igual que varias otras
galerías del museo, las paredes de la rotonda están adornadas con mármol en un fino
diseño geométrico. El motivo de una estrella y una corona —símbolos del Estado Libre del
Congo— se incorporan al diseño del piso. Para diseñar el JARDÍN FRANCÉS, Leopoldo II
llamó al francés ELIE LAINE, quien optó por un austero pero armonioso modelo de parte-
rres, césped y senderos, embellecidos en varios lugares por estatuas moldeadas en hierro y
colocadas sobre zócalos. La fachada señorial del jardín del edificio principal se refleja en el
agua de un estanque que oficia de espejo. Más allá, hay regulares cursos de agua que condu-
cen al gran lago del parque. La armoniosa integración de la arquitectura con el entorno
urbano es un tour de force del diseño arquitectónico y paisajístico [MRAC 2002: 14].

Este tono festivo no se preocupa por la supervivencia de los hermosos edificios de


un desacreditado tirano colonial de la historia revisionista; lejos de ello, en 1997, se
instaló en los jardines un tributo escultórico en hierro hecho por el artista Tom Frant-
zen, para honrar a Leopoldo y su labor (Figura 6.3).

La experiencia de su visita

El museo es un lugar para cotidianos rituales del turismo o una experiencia de fin
de semana.5 Como lo dice el folleto/mapa de la oficina de información al turista: «Ter-
vuren, un paraíso de paz a sólo unas millas de Bruselas, le invita a explorar su parque,
el bosque, el arbolario y sus muchos caminos de campo. En sus museos, usted encon-
trará el glorioso pasado de Tervuren. El Museo de África... contiene varias colecciones
destacadas, casi todas ellas conectadas con África, incluyendo los testimonios de la
antigua presencia de Bélgica en el Congo. Su espléndida fachada frente a los Jardines
Franceses y el parque, gradualmente conduce a los bosques Soignes» (Tervuren, guía
turística, enero de 2000).
Los jardines son el lugar favorito de las parejas para sus fotos de boda (Figura 6.4),
en tanto que en el interior adultos y niños disfrutan mirando las artesanías africanas y
los miles de animales embalsamados, pasean a lo largo de las estatuas de mujeres
protegidas de los traficantes de esclavos árabes (primer molde para la exposición de
1897), y se admiran de los recuerdos de Livingston y Stanley, observan los nombres de
más de 1.500 héroes belgas muertos en acto de servicio allá, que están inscritos sobre
las paredes de un pasaje dedicado al cuadro de honor, y se maravillan de la longitud de
la gran canoa. No hubo en mis visitas de 2002 y 2003 poco más que hacer, dado que los
cartelitos de las piezas no constituyen narrativa sustancial alguna —no hay carteles
sobre historia social, no hay confrontaciones entre diferentes narrativas o perspecti-
vas. Se presenta una gran cantidad de material etnográfico, con simples cartelitos, sin
ofrecer comentarios sobre la posición social... es como si el suelo, los animales y los
nativos fueran variaciones de lo mismo, luego alzado a la civilización (o casi) por la
misión del hombre blanco. Ésta era, casi de hecho, la organización narrativa de este
lugar, pero sin expresarlo claramente, el punto organizativo desaparece, la colección
perece desarticulada, falta de armonía, un tratado de imaginería... pero sin ninguna
coherencia con la que poder establecer combate.

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FIGURA 6.3. Leopoldo y tres caciques guerreros (foto: Wayne Morrison).

FIGURA 6.4. Un ejemplo del espacio civilizado: el parque frente al Museo Real para África Central ofrece un
gran telón de fondo para las fotos de bodas (de mi visita en 2003, foto: Wayne Morrison).

184
Revisando... localizando...

Treinta años atrás, sólo un escaso número de hombres había pisado el Congo: allí el
hombre era un lobo para el hombre... En los cientos de millones de km2 que representaba
la misteriosa África, no había nada que siquiera se asemejara a un trabajo de civilización.
Sólo a través de Stanley, quien siguió el largo serpentear del río Congo, uno supo que
había millones de seres humanos allí, caníbales, esclavistas, víctimas de las inmundas
enfermedades y costumbres bárbaras horribles. ¡Han pasado treinta años! África Central
ya no es misteriosa, está surcada de caminos, vías férreas, líneas telegráficas, con ciuda-
des desparramadas, reinos de justicia, las guerras tribales han desaparecido, el tráfico de
esclavos se ha extirpado del territorio, numerosas fábricas concentran la riqueza de las
selvas y los bosques y mantienen a miles de nuestros campesinos [barón A. de Haulleville,
director del Museo Real para África Central desde 1910 hasta 1927].

El hecho de que los museos sean personificaciones de la «cultura pública» de un


grupo determinado —que presenta institucionalmente un conjunto de supuestos como
si fueran compartidos por todo el mundo, con el mencionado grupo en el centro de
éste— es una propuesta central de perspectivas revisionistas. Los museos son sitios
institucionalizados para ver, para capturar la mirada, y luego presentarla como si fuese
un simple hecho. Podemos contar la historia positivista de este proceso: los museos
modernos se crearon a partir de la transformación de las prácticas de recolección ori-
ginadas después de la Revolución Francesa. Se abrieron galerías principescas para
exhibir el poder de las élites: «El asunto de tal espectáculo consistía en deslumbrar y
abrumar tanto a los visitantes extranjeros como a los dignatarios locales con la magni-
ficencia, el lujo y lo poderoso de la soberanía y, a menudo —a través de iconografías
especiales—, la corrección o legitimidad de su gobierno» (Duncan 1995: 22). Hooper-
Greenhill indica cómo la «cultura» se convirtió en una esfera particular de un nuevo
poder gubernamental.

En el lugar de colecciones privadas intensamente personales alojadas en palacios de prín-


cipes y hogares de los eruditos, se establecieron colecciones públicas en espacios abiertos
a toda la población... Ahora, la mirada [gubernamental] que examinó un extenso espacio
geográfico inicialmente dedicado a propósitos militares, destinó tal espacio para propósi-
tos culturales. Las cosas materiales, «las obras de arte» (objects d’art) se desplegaron de la
misma manera que otros productos básicos estratégicos [Hooper-Greenhill 1992: 167].

Además, los museos necesitaban ser descritos como un signo de progreso del co-
nocimiento y como parte del proceso civilizador; a la vez de evidencia de gran refina-
miento y de difusión de prácticas elitistas. Bajo la influencia de la obra de Foucault
sobre la clasificación, sobre los epistemes y su metodología para identificar la mirada
del poder, los académicos se involucraron en estudios revisionistas de museos, con la
intención de descubrir el significado de la emergente mirada curatorial, que se consti-
tuyó mediante una red de instituciones y tecnologías para agrupar colecciones, filtran-
do y (re)organizando sus objetos. Estaba en juego más que cierto propósito abstracto
por buscar la verdad de la condición humana, cuando se utilizaron los espacios y las
cosas que «pertenecían» al rey, la aristocracia y la Iglesia para establecer los nuevos
museos (el MRAC ocupa el terreno que anteriormente pertenecía a un castillo). En
parte, para conmemorar las nuevas formas de «utilidad pública»: en parte para asegu-
rar la tranquilidad. Los gobiernos (y los Consejos de Administración casi gubernamen-

185
tales) presentaron la alteridad —«aspectos» de la diferencia y cosas como «diferen-
tes»— demostrando que las condiciones de vida estaban mejorando para los ciudada-
nos del espacio civilizado, la gente que se reunía para ver las exposiciones y las «ferias
mundiales». El espectador —en ciertos aspectos un sujeto de la modernidad autoselec-
cionado (en el hecho de que él/ella había decidido ir a la gran exhibición, era curioso,
estaba motivado)— participaba en una exhibición orientada alrededor de aceptar que
su vida se incrementaba en seguridad y en riqueza en la medida en que uno consumía,
esto es como una mirada sobre la variedad de exhibiciones que el/los modelo(s) habían
traído, algunas veces de los confines del planeta, y arregladas especialmente para ser
vistas. Esta seducción de intentar situarse dentro del poder favoreció al mismo para
organizar exposiciones, categorías, exhibiciones, objetos y sus «verdades»; para locali-
zar. Aceptar estas exposiciones como algo normal implicaba maravillarse del creciente
poder que expresaban y aumentaban las nuevas tecnologías, ubicadas en grandes va-
riaciones de efectos, haciendo la vida transparente, casi democrática para nuestra com-
prensión (occidental) de sus efectos.

La identificación con el orden simbólico a través de la rutinización del ritual

La arquitectura neoclásica de los grandes museos invita a rituales seculares (Carol


Duncan). Refiriéndose al mundo preclásico de instituciones cívicas altamente evolu-
cionadas, edificios de aspecto clásico sugieren principios y propósitos de la Ilustración
secular. Sin embargo, las formas clásicas monumentales traen con ellas el espacio de
los rituales —corredores atiborrados por procesiones y santuarios interiores para asom-
brosas y potentes efigies.

Los museos no se parecen simplemente a los templos en su forma arquitectónica; funcio-


nan como templos, santuarios, y otros monumentos similares. Los visitantes de los mu-
seos, en la actualidad, al igual que los visitantes de otros sitios, llevan con ellos la volun-
tad y la capacidad de desplazarse a cierto estado de receptividad. Y como los sitios ritua-
les tradicionales, el espacio de los museos está cuidadosamente delimitado y culturalmente
diseñado como especial, reservado para una clase particular de experiencia de contem-
plación y aprendizaje, y demanda una calidad especial de atención [Duncan 1991: 91].

Como puestas en escena o instalaciones de las exhibiciones para los visitantes, los
museos se estructuran alrededor de escenarios rituales, que reflejan creencias y valores
sobre la identidad social, sexual y política, permitiendo experiencias visuales y direc-
tas. A través de toda la última parte del siglo XIX, muchos paladines (por ejemplo, Cole
1894) opinaron que los museos podían civilizar a la población en general ofreciendo
una nueva clase de ritual cívico, educativo y reflexivo, abstraído de las presiones de los
ambientes o de los confines del estrecho espacio de vida. Esas necesidades pueden
haber cambiado, pero los rituales siguen ahí, adaptados. Al ser conducido dentro de
este espacio organizado, uno ve las cosas en forma de una prioridad prescrita, ideal-
mente excluyendo nuestra conciencia de lo exterior. Los rituales de las exhibiciones
culturales y el consumo disciplinan incluso, quizás, mientras uno se rebela; pues rebe-
larse sería reaccionar en contra, y de esta forma también moverse dentro de las redes
de la influencia, de los modelos y de la capacitación (y, por lo tanto, en este lugar, de la
trampa de y para el neo-colonialismo).

186
El MRAC es un sitio de poder activo, sutil e ideológico, que impone una experien-
cia cultural que demanda, para su proceso de poder, la condición de simples hechos
(o «artefactos»)* y un conocimiento objetivo, dado que excluye la comparación con
todo lo que no presenta. «Controlar un museo implica precisamente controlar la
representación de una comunidad en sus valores y verdades más elevados» (Duncan
1991: 8). El MRAC civiliza, su distanciamiento de la batalla significa que nosotros
estamos en un sitio completa y totalmente de confianza en su poder de servirnos. Se
invoca (en la tienda del museo) la postura relativa de los individuos dentro de la comu-
nidad, a través de representaciones coloniales de negros caricaturizados, que han adop-
tado la «vestimenta» de sus «amos» (ver Figura 6.5).
Mientras deambulaba por allí en 2002 y 2003, me pregunté si comer en el museo
implicaba aceptar esta jerarquía. Si me quejaba, ¿era eso prueba de que yo era un
extraño, un generador de conflictos, un «problema»? Tal vez los que están mejor prepa-
rados para llevar a cabo sus rituales —aquellos que son más capaces de responder a sus
varias pistas— son también esos a cuyas identidades (social, sexual, racial, etc.) se

FIGURA 6.5. Foto de la cafetería del museo, 2003 (foto: Wayne Morrison).

* [N. del T.] Aquí el autor juega con dos palabras, fact significa «hecho», en inglés; y artefact significa
«artefacto» o «artesanía». Esto implica, figurativamente, adjuntarle el prefijo art («arte») a fact.

187
ajusta mejor el ritual del museo. «Observar las vistas según las prioridades prescritas (y
dejando de lado todo lo demás), es uno de los rituales modernos más disciplinados. La
agenda ceremonial puede incluso guiarnos a ver una escena de un lugar especial» (Horne
1984: 11). ¿Quién era yo? ¿Presentaba mi desubicación un impedimento para mi per-
tenencia; podía yo, con mi pasado forjado lejos de Europa, sentirme familiarizado
aquí? ¿Era esto una maldición o una bendición? ¿Quiénes o qué procesos determinan
presencia? ¿Son las mismas formas las que dictan sobre qué términos y por medio de
qué autoridad nos vemos o no trabajando en preguntas sobre quién constituye la co-
munidad de la Europa moderna y quién define su identidad? ¿Ha venido aquí alguna
vez la persona que tomó el Eurostar a Londres y fue hallado culpable de beneficiarse
de un fraude? Resulta difícil, inclusive para quien ha leído los relatos de la historia del
Congo de Leopoldo, concentrarse en cuál es el estatus de los siguientes pensamientos:

En el paseo por estos espacios se filtra el crimen, inclusive en aquellos que sólo se han
creado para exhibir el crimen, son producto del crimen.

Estos pensamientos no pueden formar parte de una amable conversación, son una
intromisión carente de cultura —la atención que se le presta a la naturaleza ceremonial
del espacio de este museo y la necesidad de distinguirla, y el tiempo que se pasa en ello
en el devenir cotidiano y el espacio exterior no se malgastó. De este modo, pensar se
inmiscuye en la tranquilidad, en el espacio civilizado del parque, las fuentes y las esta-
tuas adornadas, a modo de preparar a los visitantes antes de que ingresen al edificio
principal que los conduce a apreciar los objetos, alentándolos a prestar una atención
especial. Una que se enfoque en los objetos, que no ingrese en los laberintos de otro
tiempo y lugar. ¿Qué ocurre con los objetos y su disposición? Muchos de ellos fueron
depositados por los misioneros que hicieron mucho por civilizar el Congo. Como lo
explicó el barón A. de Haulleville, director del Museo de 1910 a 1927:

¡Ciento cincuenta mil caníbales han sido domesticados por la cruz, hablan como noso-
tros, piensan como nosotros, y adoran a nuestro mismo Dios! Ninguna otra nación colo-
nizadora de África, ni siquiera aquellas que se han establecido en los territorios que con-
trolan hace más de cien años, pueden mostrar los resultados tan considerables que he-
mos alcanzado entre los nativos [citado en Wastiau 2000: 20].

El museo se benefició por el hecho de que la «conversión implicó el renunciamiento


—voluntario o de otra manera— a los “fetiches” (máscaras, amuletos y otro tipo de obje-
tos paganos), antes de su destrucción» (Wastiau 2000: 21). Muchos fueron destruidos
(como en la gran quema de los escudos en 1909), pero los misioneros se llevaron una
buena cantidad, que en su momento fueron a parar al museo. Sin embargo, para su
presentación, la práctica europea de colocar los objetos en arreglos diseñados para la
contemplación es, históricamente hablando, relativamente reciente. En el siglo XVIII, las
obras de arte empezaron a darles a los museos el poder de transformar espiritual, moral
y emocionalmente a sus observadores. Este aspecto de la experiencia visual reciente-
mente descubierto, fue extensamente explorado en una nueva disciplina de crítica y filo-
sofía del arte. Aunque puede que no preocupados por la experiencia del arte como tal,
sino en aspectos etiquetados como cuestiones de gusto y percepción de la belleza, los
papeles cognitivos de los sentidos y la imaginación abrieron un nuevo terreno para la
crítica del arte. El surgimiento de los museos artísticos «es corolario de la invención
filosófica de la estética y los poderes morales de los objetos de arte» (Duncan 1991: 14).

188
Pero, ¿es éste un museo de arte? Si alguna vez fueron vistos como fetiches, ¿hubo arte en
el (K)(C)ongo? La ambigüedad resulta aún inherente a la presentación de los objetos.

La experiencia de la visita de 2003: lo visible del museo

La forma de templo resulta apta (Cameron 1972: 201, 197). Como templo, el mu-
seo «cumple una función eterna y universal, el uso de una muestra estructurada de
realidad, no sólo una referencia, sino un modelo objetivo contra el cual comparar las
percepciones de los individuos» (en contraste con la idea de un foro, un lugar para la
«confrontación, la experimentación y el debate»).
Por lo tanto, el neoclásico MRAC representa la arquitectura de una racionalidad
secular moderna. La entrada principal frente a los jardines y el parque que se extien-
de más allá y, por medio de una escalera de gran vuelo, da acceso a un «espacio
ceremonial» en la parte superior, una glorieta con una altísima cúpula de cristal de
28 m —el templo, un santuario. La glorieta formó parte de un estilo popular a co-
mienzos del siglo XX, como memoriales para los donantes cuyas colecciones de arte
privadas fueron legadas a la nación, y las «formas prístinas del mausoleo derivan de
una variedad de fuentes —templos circulares (incluyendo el Panteón)—» (Duncan
1995: 88). Al entrar desde el jardín, uno camina hacia la gran glorieta, cuyas paredes
de mármol forman el área de recepción principal con un vistoso diseño geométrico,
con estatuas doradas situadas en sus trabajados nichos que ofician de pedestales.
Estas estatuas, temáticamente organizadas, celebran la civilización, la salvación, la
piedad y la justicia que Bélgica llevó al Congo. Colocadas con sus espaldas contra el
semicírculo frente a la entrada, las estatuas que representan a Bélgica se encuentran
en el nivel más alto y están recubiertas con oro; por debajo, en el suelo, frente a los
redentores, hay figuras representativas del Congo sentadas en el suelo; éstas están
modeladas en negro (ver Figura 6.6). Las leyendas en los zócalos del conjunto de las
estatuas, que describen a belgas y congoleños, son:

La Belgique apportant la civilisation au Congo —Un artista del Congo.


La Belgique apportant la securité au Congo —El cacique de la tribu.
La Belgique apportant le bien-être au Congo —El fabricante de ídolos.
L’esclavage —Libertad de la esclavitud.

De este modo, encontramos la representación material del poder europeo con su


gracia redentora, sus acciones ilustradas, portador de la igualdad, la justicia, la educa-
ción... la razón.
Más allá de la glorieta, se extienden los pasajes y corredores, las salas de investiga-
ción y exhibición, donde de allí en adelante se presentan los objetos traídos desde el
Congo. Ésta es una mezcla que representa una superposición de objetos; como si todas
las narrativas estuvieran ahora desacopladas y hubiera escasas indicaciones... como si
uno pudiese romper las reglas, adoptar espacios fuera del orden; pues, ¿cuál es el or-
den de la Ilustración para el Kongo / Estado Libre del Congo / Congo Belga / Congo /
Zaire / RD del Congo? Considérese la Figura 6.7; ésta representa una simple colección
de utensilios de los nativos del Congo. Éstos no tienen su espacio individual, ni tampo-
co extensas etiquetas explicativas. Aquí encajan muy bien las palabras de Duncan:

189
FIGURA 6.6. Una de las esculturas de uno de los cuatro conjuntos contrastantes. El grupo superior fue
encargado entre 1910 y 1922 como grupo de esculturas alegóricas en bronce dorado para los nichos de la
glorieta; el tema fue la relación entre el Estado de Bélgica y su colonia —lo breve tenía que ser positivo. El
conjunto se denomina «Bélgica lleva la civilización al Congo» (por Arsene Matton) en la glorieta, en tanto
que debajo, y empequeñecido por el predicador blanco, se encuentra el «nativo» semidesnudo (el artista).
Esta figura fue moldeada en yeso por el escultor, escritor y coleccionista británico Herbert Ward (1863-
1919), quien se consideraba un «antropólogo visual». Ward veía al nativo como el ocupante de un peldaño
más bajo de la escalera de la evolución, esta imagen celebra lo primitivo como lo inalcanzado por la civili-
zación, y de este modo capaz de generar «arte» primitivo. En los cuatro grupos de las figuras de arriba, que
representan el nuevo orden llevado por Bélgica, se empequeñece la figura inferior que claramente adopta
una posición de sumisión (foto: Wayne Morrison, 2003).

La distinción arte/artefactos marca la división entre las disciplinas de la antropología, por


una parte, y la historia y la crítica del arte, por la otra. Al mismo tiempo, la dicotomía ha
ofrecido una base de razonamiento para situar a las sociedades occidentales y no-occi-
dentales sobre una escala jerárquica, con las occidentales (más unas pocas culturas ele-
gantes del Lejano Oriente) en la cima como generadoras de arte, y a las no-occidentales
como creadoras de artefactos. Esta escala se construye bajo el supuesto de que sólo las
obras de arte son lo suficientemente ricas filosófica y espiritualmente como para merecer
una aislada contemplación estética, en tanto que los «artefactos», como productos de
sociedades presumiblemente menos evolucionadas, carecen de tal riqueza [1995: 5].

190
FIGURA 6.7. Disposición del espacio de exhibición para las artesanías nativas, visita de 2003. En mi visita de
2005 al Seminario Internacional «Violencia colonial en el Congo», pasé cierto tiempo en las exposiciones
con un participante del Congo que argumentaba que éste nunca podría tener paz mientras los espíritus del
pasado del Congo estuvieran atrapados, encarcelados, en estas cajas de exhibición.

Por lo tanto, el arte pertenece al espacio contemplativo del museo artístico, en


tanto que los artefactos están colocados en las colecciones antropológicas, etnográficas
o de historia natural, donde se pueden apreciar como especímenes científicos. Nos
encontramos frente a una versión de un complejo de colecciones que se extienden
desde Darwin a través de Lombroso hacia dentro de los fallidos deseos del museo nazi
para los judíos europeos desaparecidos. La aceptación de Darwin de la unidad de la
evolución de la humanidad (como opuesta a la poligénesis) implicó, tal como se atesti-
guó a través de las manos de Lombroso, que los pueblos primitivos o salvajes se podían
ver (injustamente para lo que Darwin realmente escribió en su texto más importante)
como ejemplos de una etapa anterior del desarrollo de las especies a través de la cual
las sociedades occidentales habían progresado desde entonces (aunque Lombroso nos
había asegurado, en el caso de los delincuentes y los gitanos, y otros más, que nosotros
teníamos ejemplos de desarrollo estancado). La antropología conectó las historias de
las culturas de Occidente con las de las regiones que hoy están sometidas a las acciones
imperiales y a miradas que al mismo tiempo parecen negarles una historia socio-polí-
tica: «Negarle cualquier historia de su propia realidad era el destino de los “pueblos
primitivos” que iban a quedar fuera del fondo de la historia, para que ellos pudieran
servir, de manera representativa, como su soporte; subrayando la retórica del progreso
a través de servir como contrapunto, representando el momento en el que la historia
humana surge de la naturaleza, pero que no ha comenzado aún su curso adecuada-
mente» (Bennett 1988: 94).
La disociación de las historias resulta evidente en las distinciones de las galerías,
donde los animales y los artefactos nativos se presentan a partir de las que celebran los

191
FIGURA 6.8. Cabeza de la reina madre, Benín, bronce (MRAC, foto: Wayne Morrison). Las cabezas de reinas
madres se han dado en dos estilos, las primeras datan del siglo XVI, cuando a Idia, la madre de Oba Esigie,
se le garantizó el derecho de establecer su propio palacio y altares ancestrales como recompensa por usar
sus poderes místicos para darle la victoria a Benín en la guerra contra los igalas. Las cabezas de bronce
con el alto tocado de cuentas de coral que cubre el peinado de la reina madre fueron moldeadas para esos
altares. Esta pieza, con su largo cuello, es del estilo de finales del siglo XVIII.

esfuerzos humanos de la exploración del «descubrimiento» y el papel de honor para


los colonialistas belgas. Inclusive, a veces uno tiene una sacudida de reconocimiento y
disgusto ante la no-narrativa, ante la ausencia. En una caja de cristal, en medio de una
colección de «piezas de bronce de Nigeria», se encuentra una Cabeza de la reina madre,
de Benín (Figura 6.8).6 ¿Pero qué está haciendo esto aquí? ¿Cómo llegó a estar esta
pieza, casi con seguridad traída (¿robada?) por la fuerza expedicionaria «punitiva»
británica de 1897 (para más sobre los antecedentes, ver Capítulo 7), cómo vino a parar
a este museo de África Central? No hay explicaciones, no existen narrativas que con-
fronten los hechos, no se elevan preguntas por parte de los observadores con respecto
al poder estatal, la victimización, o la imputación de civilizado y bárbaro o de crimen y
acciones para proteger a los «sufrientes nativos». Nuevamente, yo no pude evitar pre-
guntarme: «¿Dónde estoy? ¿Qué clase de lugar es éste? ¿Dentro de qué narrativas estoy
siendo inscrito?».

192
La ubicación por parte de la historia institucional

Los silencios y las incompatibilidades de las exhibiciones son rastreables hasta los
orígenes, como deseo de Leopoldo para emular las grandes Exposiciones Imperiales
que se desplegaron por toda Europa después de la Gran Exposición del Palacio de
Cristal, de 1851. Hobson comprendió parcialmente el complejo en 1902:

Resulta bastante evidente que el placer del espectador es uno de los factores más serios
del imperialismo. La dramática falsificación, tanto de la guerra como de toda la política
de expansión imperial, requerida para alimentar esta pasión popular, forma una parte no
pequeña del arte de los verdaderos organizadores de las hazañas imperialistas, los peque-
ños grupos de hombres de negocios y los políticos que saben lo que quieren y cómo
conseguirlo [Hobson 1968: 215 (1.ª ed. 1902)].

Ya no puede defenderse más la ideología que apuntaló estas exhibiciones pero su


ethos organizativo sigue vivo.
Considérese la aldea nativa que se construyó en el sitio actual del lago frente al
gran edificio (Figura 6.9). Contemplar las imágenes de aquel tiempo implica ingresar a
otro reino, pero éste era real.
Hoy, los únicos remanentes se encuentran al visitar el atrio de la iglesia de Tervu-
ren, donde contra una de las paredes de la iglesia se alinean siete lápidas idénticas. Un
cartel de la oficina de turismo en la pared de arriba sirve como un simple memorial:

FIGURA 6.9. Tarjeta postal del siglo XIX que muestra la aldea nativa para la Exposición Universal de Bruselas
de 1897. Compárese con la FIGURA 6.4, el mismo escenario en 2003.

193
Exposición Universal de Bruselas 1897. En ocasión de dicha exposición, se levantaron
tres aldeas africanas a lo largo del lago de Tervuren. Durante el día, estas aldeas estaban
habitadas por 267 congoleños. Siete de ellos —EKIA, GEMBA, KITUKWA, MPEIA, ZAO
y MIBANGE— no sobrevivieron al helado verano, y yacen enterrados aquí.

¿Cuáles eran las reglas y los propósitos de esta exposición? Algunos nativos some-
tidos al imperio británico estuvieron presentes en la exposición de 1851, pero los pue-
blos nativos tuvieron un «papel» central en el complejo de exhibición de la Exposición
Universal de París, de 1867. La exhibición de París de 1878 destacaba un gran bazar
argelino y una calle de El Cairo; y en la Exposición de París de 1889, los pueblos colo-
niales fueron traídos no solamente para servir como camareros y otras cosas similares,
sino para ser vistos en sus «entornos naturales» (Greenhalgh 1988: 85). Un visitante
estaba preocupado por saber si ellos eran o no un artículo genuino:

Un rasgo popular del espectáculo es la calle, no de una antigua ciudad civilizada, sino una
de los aborígenes salvajes. En los asentamientos traseros, por detrás del asombroso refi-
namiento de las pagodas y los palacios del Lejano Oriente, el ingenio francés ha estable-
cido colonias de salvajes que los franceses están intentando civilizar. Ellos son el artículo
genuino y no cometen error alguno, viviendo, trabajando y divirtiéndose, como si fueran
parientes originarios de su país. Cierto día, un entusiasta nos promete que veremos una
gran exposición antropológica de muestras vivientes de todas las naciones, tribus y pue-
blos que habitan el planeta. Puede que ésta sea la próxima Exposición Universal. Sobre el
hecho de que esto no carecerá de profundo interés y de información, esta calle de colo-
nias de nativos es prueba suficiente. Cada aldea está construida en su propio terreno,
cerrada por una cerca, y habitada por sus propios nativos... Todos estos nativos han sido
importados específicamente para la exposición. Han traído con ellos los materiales para
sus chozas, sus herramientas, y todo lo necesario para que ellos construyan, en la capital
del mundo civilizado, la vida diaria de África, el Pacífico y el Lejano Oriente. Para agregar
más al atractivo de esta colección antropológica, cerca de las calles de los aborígenes, hay
un restaurante anamita [París y su Exposición, Pall Mall Gazette Extra, n.º 49, viernes 26
de julio de 1889, citado por Greenhalgh 1988: 88].

Por lo tanto, la imagen presentada debe ser genuina, al menos en la medida de que
se puede representar, pero está desprovista de contexto; la autenticidad yace en el pro-
pio objeto, no en el proceso que lo rodea (Greenhalgh 1988: 82). Entre 1889 y 1914, las
exposiciones se convirtieron en muestras humanas, cuando pueblos de todo el mundo
fueron llevados a diversas sedes para ser vistos por otros para su gratificación y educa-
ción. «El método normal de exhibición consistía en crear un telón de fondo en un estilo
aproximado de tableau-vivant —pintura viviente—, y situar a la gente en ella, haciendo
lo que se suponía como su actividad diaria. La concurrencia pagaría para venir y obser-
var. A través de este periodo de 25 años, no existiría exageración alguna al decir que,
como aspectos de exhibición, los objetos se consideraban menos interesantes que los
seres humanos, y por medio de las exposiciones, los seres humanos se transformaban
en objetos». Estos exhibidores humanos no conocían el discurso de los derechos hu-
manos y el tratamiento de otras culturas como iguales. Esquimales, ceilandeses, indios
americanos y otros, eran exhibidos junto a los animales. La consideración de los disca-
pacitados, deformes, animales y otras culturas como más bajos/inferiores justificaba el
control sobre ellos. Comparable con las exposiciones de los circos humanos del freak-
show, estas exhibiciones/objetos debían, podían y tenían que ser disciplinadas y casti-
gadas donde fuera adecuado (Greenhalgh 1988: 86).

194
En 2003, vi un museo contemporáneo que todavía seguía un sistema de exposi-
ción en donde las exhibiciones iban a hablar a la gente belga, a hacer visible la gloria
del desarrollo del Estado belga. La colección de «cultura material» —no simples he-
chos, sino objetos y formas—, estaba organizada en una vívida materialización del
poder retórico de persuasión. El Estado Libre del Congo no sólo era cualquier cosa
menos libre, sino que era el Estado* personal de Leopoldo, un dominio personal en un
reino de Estados-nación cada vez más racionalizado. Más aún, para el visitante había
un incentivo entre las obras en juego; uno podía sentirse orgulloso de las cosas hechas
en nombre del soberano de Bélgica. Los ciudadanos, súbditos constitucionales de Leo-
poldo, se podían ver a sí mismos como partícipes de aquellos hechos que los ciudada-
nos del Estado francés o británico, con su grandeza imperial, estaban experimentando
con sus magnas exposiciones. De aquí el poder constitutivo del imperialismo; para
aquellos que celebraban las exposiciones, de allí en adelante se desplegaban los traba-
jos «morales» de la historia; la nación podía contar con evidencia por medio de la cual
examinar su conciencia y sentirse contenta.

La vigilancia y la creación del espacio civilizado

El pueblo es para la Legislatura lo que un niño para su padre [Colquhoun 1797: 242-243].
Y no constituye un hecho de poca consideración en la ciencia de la Policía estimular, proteger
y controlar, como tendencia a la recreación inocente, preservar el buen humor del Pueblo, y
dar a las mentes de las personas un sesgo correcto... Dado que la recreación es necesaria para
la Sociedad Civilizada, todas las Exposiciones públicas deberían subordinarse a mejorar la
moral, y a los medios para infundir en las mentes el amor por la Constitución, así como
reverencia y respeto por las Leyes... Cuán superior es esto a la odiosa práctica de embriagarse
en las cervecerías, de incubar designios sediciosos y traicioneros, o de participar en activida-
des de vil libertinaje, destructoras de la salud y la moral [Colquhoun 1806: 347-348].

En el desarrollo de las disciplinas académicas, a veces se olvidan los viejos concep-


tos; del mismo modo ocurre con la vigilancia —policing. Las narrativas contemporá-
neas sobre la vigilancia, el castigo y la supervisión tienden a olvidar la amplitud de lo
que significó la primera para los eruditos clásicos del siglo XVIII, como Beccaria. El
siglo XIX atestiguó la desaparición del castigo público y la creación de varias medidas e
instituciones que apuntaban a la creación de una conducta nacional civilizada. En los
discursos de la criminología o la sociología del castigo, la obra de Michel Foucault
aporta mucho para explicar la desaparición del espectáculo público del dolor del casti-
go. Gran parte del legado de Foucault se expresa en términos del surgimiento de una
sociedad disciplinaria con tecnologías asociadas de disciplina y normalización que
actúan sobre el cuerpo humano, de modos particularmente «modernos». Al tomar
Vigilar y castigar como el texto ejemplar, la metanarrativa de Foucault se ve excesiva-
mente reducida a un relato pesimista de la difusión del poder para castigar y controlar
a través de formas sutiles cada vez más crecientes mediante una sociedad carcelaria.
La tesis es comprometedora, pero exagerada, y pierde la capacidad seductora, o lo que
podríamos llamar el efecto retórico, de gran parte del espectáculo moderno.

* [N. del T.] Aquí el autor juega con dos palabras, «state» (Estado) y «estate» (patrimonio,
posesión, bienes raíces).

195
En primer lugar, para reafirmar la narrativa foucaultiana, Foucault abre Vigilar y
castigar con el contraste entre la ejecución pública y los horarios de un reformatorio
juvenil, enfatizando que cada uno de ellos define cierto estilo penal (1977: 7). El casti-
go, paulatinamente, fue dejando de ser un espectáculo «y cualquier tipo de elementos
teatrales que éste retenía, fueron ahora degradados». El poder de castigar estaba sien-
do «redefinido por el conocimiento». En los escritos reformistas del siglo XIX, Foucault
discierne la utopía de la ciudad punitiva. Uno debe «imaginarla» como exponiendo
«mil pequeños teatros de castigos. Para cada delito, su ley; para cada criminal, su pena.
Será un castigo visible, un castigo que nos cuente a todos, que explique, que se justifi-
que a sí mismo... el gran ritual aterrador de los suplicios, al hilo de los días y de las
calles, ese teatro serio, con sus escenas múltiples y persuasivas» (p. 113). Pero el casti-
go no siguió esta senda pública.

El cadalso donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente manifestada del
soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se ofreciera permanentemen-
te al cuerpo social, está sustituido por una gran arquitectura cerrada, compleja y jerarquizada
que se integra en el cuerpo mismo del aparato estatal. Una materialidad completamente
distinta, una física del poder completamente distinta, una manera de dominar el cuerpo de
los hombres completamente distinta... surgió... El alto muro... cerrado, infranqueable en uno
y otro sentido, y que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo... [convirtiéndose en] la
monótona figura, a la vez material y simbólica, del poder para castigar [p. 116].

¿Por qué el castigo tomó esta senda escondida con el desarrollo del sistema carcela-
rio? Una narrativa, tomada de Foucault, sostiene que extraído de la mirada pública, al
ser representado detrás de las paredes cerradas de la penitenciaría, el castigo se enfocó
no en la producción de signos para una sociedad, sino en la corrección del transgresor.
Ya no más arte de los efectos públicos, el castigo apuntó a una transformación calculada
de la conducta del sentenciado. El cuerpo del transgresor, ya no más un medio para la
retransmisión de los signos del poder, fue zonificado como el blanco para tecnologías
disciplinarias, que buscaban modificar la conducta a través de la repetición:

Finalmente lo que se trata de reconstituir en esta técnica de corrección, no es tanto el


sujeto de derecho, que se encuentra prendido de los intereses fundamentales del pacto
social; es el sujeto obediente, el individuo sometido a hábitos, a reglas, a órdenes, a una
autoridad que se ejerce continuamente en torno suyo y sobre él, y que debe dejar funcio-
nar automáticamente en él [p. 128].

Tenemos dos figuras: nuestra atención a la tradición legal con su énfasis sobre la
restitución del sujeto jurídico del pacto social no debería cegarnos ante los procesos
modernos de formar un sujeto obediente, de acuerdo con formas generales y detalla-
das del desarrollo de poderes (tales como el bio- o el socio-poder).
El relato ha sido muy influyente; aunque también se ha aplicado mal. Aplicado
como una narrativa del desarrollo del sistema penal de las sociedades occidentales
modernas, el temor ha radicado en «el enjambre de mecanismos disciplinarios», o
tecnologías disciplinarias y formas de observación desarrolladas en el sistema carcela-
rio —y especialmente el principio del panóptico, que hace que todo sea visible para el
ojo del poder— que despliega una tendencia «para “de-institucionalizarse”, para emer-
ger de la fortaleza encerrada en la cual ellos cierta vez funcionaron, y para circular en
un Estado “libre”» (p. 211). De este modo, estamos sometidos a sistemas de observa-

196
ción, de mapeo del cuerpo social a fin de hacerlo conocible y dócil para la regulación
social, que constituye «una sociedad disciplinaria», una sociedad que «no es la del
espectáculo, sino la de la vigilancia». Mientras «la antigüedad había sido una civiliza-
ción del espectáculo», haciendo accesible para una multitud de personas la inspección
de un pequeño número de objetos, en la modernidad, la individualidad ha reemplaza-
do a la comunidad y la vida social, «las relaciones sólo se pueden regular de una forma
que es exactamente la inversa del espectáculo». En lugar de esto, el Estado debe inter-
venir «en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social» y desarrollar «edifi-
cios que tienen la intención de observar a una gran multitud de hombres a la vez».

No estamos ni en el anfiteatro ni sobre el escenario, sino en la máquina panóptica, inves-


tidos de sus efectos de poder, que atraemos hacia nosotros, pues somos parte de su meca-
nismo [pp. 216-217].

Para todo este poder, esta imaginería es parcial. Podemos notar que la mutilación
del cuerpo, en el caso de Bélgica, tuvo lugar entonces en sus espacios coloniales. Este
desplazamiento necesita un análisis; sin embargo, inclusive en los confines del espacio
europeo civilizado, no es simplemente que en un mundo de comunicaciones globales
el espectáculo gane en importancia, sino que dicho espectáculo siempre estuvo allí. La
debilidad del relato de Foucault no reside tanto en su negativismo, sino en minimizar
las nociones del sujeto que desea, quien puede ser seducido, si bien sutilmente, en
lugar de ser coaccionado. Una teoría acerca del sujeto que se enfoque predominante-
mente en la sociedad como el locus de represión y restricción, necesariamente niega la
naturaleza transformadora del deseo, en tanto que lo contrario intenta negar restric-
ciones que sólo pueden producir una concepción de libertad que es vacía y abstracta.
El surgimiento de un sujeto laico refleja el proceso por el cual la trascendente autori-
dad de los ideales religiosos llegó a ser reemplazada por una serie de prácticas sociales
cada vez más normativas, que se juntan por medio del sujeto del discurso racional,
recientemente formado. El desencanto del mundo se hace sostenible y soportable gra-
cias a la secularización de la cultura; esto permite una multiplicidad de formas cultura-
les, y este proceso coloca constantemente al sujeto en el orden simbólico de la socie-
dad, en formas en que el sujeto parece reconocer su «yo» como enlazado con la conse-
cución de sus esperanzas, estableciendo el deseo como fuerza transformadora.
¿Qué puede entonces controlar o restringir este deseo? En parte, esto es cuestión de
los límites del mundo imaginario. Considérese cómo, escribiendo a la sombra de la Fran-
cia post-revolucionaria, De Maistre (1791) pudo adelantar la figura del ejecutor como
central de una metafísica de una humanidad delimitada —a través de la verdadera reli-
gión—, pero, a pesar de eso, universal. De ahí en adelante, el poder del ejecutor denotó
una realidad de sumisión y totalidad. De Maistre opinaba que los seres humanos necesi-
taban cierta imaginería fundacional de la totalidad. En el siglo XX, esto encontró su
realidad en el fascismo y en un impresionante conjunto de dictaduras. Sin embargo, la
modernidad civilizada o liberal estaba produciendo cada vez más una subjetividad loca-
lizada e inclusive dislocada. Los incrementos en el transporte y las comunicaciones, la
gran migración a la vida urbana, el/los conocimiento(s) traídos del extranjero (o de ultra-
mar, según el habla británica), ofrecieron la conciencia de una «localidad» propia que no
se había experimentado antes. El poder del espectáculo que el castigo público había
codificado, un terrible poder de subordinación y ubicación, estaba perdiendo su signifi-
cado en estos procesos de incremento de complejidad y expansión de la información.

197
FIGURA 6.10. Parte de la colección de mascarillas fúnebres en cera conseguida por Lombroso, que hoy en
día forma parte de la colección del Museo de Antropología «Cesare Lombroso» en Turín, Italia (foto: Wayne
Morrison). Estas mascarillas fueron hechas a partir de los convictos ejecutados, ahora tras los muros de la
prisión, y cuyos cuerpos fueron registrados como «hechos» materiales para ser inscritos en un nuevo
régimen de conocimiento criminológico (véase más en Morrison 2004b; y también en Leong 2004).

Había incluso más necesidad de espectáculos de despliegue del poder; sin embargo,
ambas relaciones de clase dentro de las cuales se iba a ejercer el poder, cambiaron, tal
como lo hicieron las modalidades de representación y de comunicación.
La clave para el funcionamiento de la cárcel, tal como lo explicaron, a finales del
siglo XVIII y comienzos del XIX, James Mill y John Austin, la iba a situar en los límites
de la política económica. La cárcel estableció los límites de una coacción moderniza-
dora, pero el sujeto progresista tenía que ser inducido al trabajo, a producir, a repre-
sentar las verdades de la política económica. El museo podría ofrecer una nueva
relación pedagógica con la prisión, otro aspecto para los nuevos poderes: la cárcel y
las grandes exposiciones crecieron juntas (véase Figura 6.10). En Inglaterra, Greame
Davison sugiere que el Palacio de Cristal podría servir como emblema de una serie
arquitectónica que se podría comparar con la del asilo, la escuela y la cárcel en cuan-
to a su continua preocupación por exhibir los objetos a una gran multitud: «El Pala-
cio de Cristal revirtió el principio del panóptico fijando los ojos de la multitud sobre
un conjunto de productos glamorosos. El Panóptico se diseñó para que todos pudie-

198
ran ser vistos; el Palacio de Cristal se diseñó para que todos pudieran ver» (Davison
1982/1983: 7). De hecho, como lo sugiere Tony Bennett, la oposición es exagerada,
pues «una de las innovaciones arquitectónicas del Palacio de Cristal consistía en la
organización de las relaciones entre el público y las exhibiciones, de modo tal que,
mientras todos podían ver, había puntos de mira desde los cuales todos podían ser
vistos; combinando de este modo las funciones del espectáculo con las de la vigilan-
cia» (Bennett 1995: 65). Bennett opina que incluso un estudio superficial de la litera-
tura del siglo XIX, demuestra que tenía «pocos precedentes en el esfuerzo social que
le dedicaba a la organización de los espectáculos previstos para públicos cada vez
más grandes e indiferenciados». En primer lugar, la propia sociedad —en sus partes
constitutivas y como un todo— estaba siendo transformada en un espectáculo. La
ciudad se iba a hacer visible, y de ahí conocible, como una totalidad. «Las ciudades
abrieron cada vez más y por completo sus procesos a la inspección pública, mostran-
do sus secretos a la mirada del poder pero, en principio, también a la de todos; ha-
ciendo, por cierto, que el espectacular dominio del ojo del poder estuviera disponible
para todo el mundo». Contemplamos el desarrollo de los recorridos por las ciudades,
que van desde la bolsa de valores al sistema de alcantarillado. En segundo lugar, el
Estado se comenzó a involucrar cada vez más, aunque a menudo de manera indirec-
ta, en la creación de espectáculos públicos masivos a través del desarrollo de grandes
exposiciones, museos y galerías de arte —espectáculos que asumían una función
educativa y civilizadora. En tercer lugar, éstos adoptaron una cualidad permanente,
ofreciendo exhibiciones de actualidad sobre el poder/conocimiento. Bennett llama a
esto complejo de exhibición, de lo cual los museos demostraron ser el mejor ejemplo
conocido. El museo se desarrolló con reglas de conducta y rituales de visita que dis-
tinguían «al público burgués del público general de modales toscos y vulgares». A
través de la experiencia de la visita, los toscos y vulgares «podrían aprender a civili-
zarse modelando su conducta con base en los códigos de conducta de la clase media»
(1995: 28). Si eso era disciplina mediante el seguimiento de modelos, la invitación a
unirse a la exposición del poder resultaba evidente. Este nuevo poder-conocimiento
ni aterrorizaba ni «situaba a la gente del otro lado del poder como sus potenciales
receptores, sino más bien buscaba colocar a las personas —concebidas como ciuda-
danía nacionalizada— en el lado del poder, tanto como su súbdito, cuanto como su
beneficiario». Los objetos se transformaron «en significativos materiales de progreso
—pero del progreso como logro nacional colectivo con el capital como el gran coordi-
nador—» (Bennett 1995: 67). Bennett capta este uso del poder con respecto a las
redes imperiales que llevaron a lo «otro» a estar cerca para que los súbditos naciona-
les lo pudieran observar en sus cajas de exhibición.
De tal manera, este poder subyugó por medio de la adulación, situándose del lado
de la gente, ofreciéndole un lugar dentro de su funcionamiento; un poder que colocó a
la gente detrás de él, engañado en complicidad con ella en lugar de acobardarse en
sumisión ante ella. Y este poder delimitó la distinción entre los sujetos y los objetos de
poder, no dentro del cuerpo nacional, sino como algo organizado por las diversas retó-
ricas del imperialismo, entre ese cuerpo y lo «otro», pueblos «incivilizados» sobre cu-
yos cuerpos se desataron los efectos de poder con gran fuerza y teatralmente tal como
se había hecho manifiesto en el patíbulo. Éste era, en otras palabras, un poder que
apuntaba a un efecto retórico a través de la representación de la alteridad, más que a
cualesquiera efectos disciplinarios (Bennett 1995: 67).

199
El espectáculo de la seducción

El efecto de generar lealtad de tal exhibición no es la menor de sus recomendaciones


morales. Cada persona que la visitara vería en sus tesoros el resultado del orden social y
la reverencia a la majestad de la ley (columna de opinión de 1849 de la revista Art Union,
al discutir la propuesta de la Gran Exposición de 1851, citado por Greenhalgh 1988: 30).
Para recapitular: la decadencia y la estilización del espectáculo de coacción represi-
va estaba acompañada por el florecimiento del «espectáculo de la seducción». Como lo
ha argumentado Norbert Elias ([1939] 1983), entre otros autores, el proceso civilizador
implicó la extensión de la «alta cultura» desde la corte a la sociedad en sentido más
amplio, un proceso donde estas formas y prácticas culturales ayudaron a formar y mol-
dear las características de conducta, morales y mentales de la población. Los gobernan-
tes, en 1600, ya se habían apoderado del «arte del festival» como «instrumento de gobier-
no» (Roy Strong 1984: 19). Las máscaras de la corte, el ballet, el teatro y los espectáculos
musicales exhibían aspectos del poder real ante la sociedad cortesana y, a finales del siglo
XVII, la arena de esta exhibición comenzó a incorporarse a un público más amplio, las
masas de los emergentes Estados-nación, cuya relación con la corte necesitaba nuevas
formas de hegemonía. El poder necesitaba ser exhibido, pero también enlazarse con las
masas, no simplemente como objetos de ese poder, sino como participantes.

Imagínese un área del tamaño del centro de una ciudad pequeña, erizada de docenas de
amplios edificios situados en hermosos jardines; llene los edificios con cualquier tipo
concebible de objetos y actividades conocidos, en las mayores cantidades posibles; ro-
déelos de milagrosas piezas de la tecnología de la ingeniería, de tribus de pueblos primi-
tivos, de reconstrucciones de calles antiguas y exóticas, restaurantes, teatros, estadios
deportivos y estrados para orquestas. No escatime gastos. Invite a todas las naciones del
planeta a participar enviando objetos para exhibir y erigiendo edificios por su cuenta.
Después de seis meses, arrase esta ciudad hasta el nivel del suelo y no deje nada detrás,
salvo uno o dos puntos prominentes.
Las exposiciones internacionales realizadas alrededor del mundo entre 1851 y 1939
fueron acontecimientos como éstos, gestos espectaculares que capturaron brevemente la
atención del mundo antes de desaparecer en un abrupto olvido, víctimas de su planifica-
da temporalidad [Greenhalgh 1988: 1].

Por temporales que pudieran haber sido, millones de visitantes arribaron a ellas
(6,5 millones sólo en la Exposición de 1851); visitantes a los que se les «enseñó, adoctri-
nó e hipnotizó». Greenhalgh señala que ellas fueron las concentraciones más grandes
de gente —en tiempo de guerra o paz— de todas las épocas en las sociedades occiden-
tales, en verdad a nivel alto o popular se posicionaron entre los eventos más importan-
tes llevados a cabo en los siglos XIX y XX: «no siendo superadas en su escala, opulencia
y confianza». Comenzando como exposiciones de artesanía y productos industriales
de Francia y luego de Gran Bretaña, las exposiciones nacionales de arte e industria se
extendieron por toda Europa y a través del océano hasta Nueva York, durante la prime-
ra mitad del siglo XIX. La Gran Exposición llevada a cabo en Londres (bautizada como
Palacio de Cristal) se convirtió en símbolo de un impresionante festival internacional
dedicado a los nuevos dioses del capital y la tecnología.

La mezcla de exposiciones fue extraordinaria, pasando de la escultura clásica a trozos


gigantescos de carbón, de la corte de Nubia a hogares de hierro forjado, de máquinas de

200
vapor a miniaturas indias, de árboles de caucho a ventanas de vidrio coloreado. Los arte-
factos pródigamente orquestados en esta francachela sólo tenían una cosa en común, el
asombroso poder de las tecnologías que los habían llevado hasta allí [p. 13].

París asumió el desafío y Francia permaneció en el predominio del juego interna-


cional, que entre 1855 y 1914 vio un evento que involucraba a más de veinte naciones,
y que se celebraba en algún lugar del mundo cada dos años. Las exposiciones de 1851
y 1862 en Londres, y la de 1855 en París, atrajeron a millones, principalmente debido
a su novedad y a la completa escala de su avance tecnológico, pero en la medida en que
las exposiciones se hicieron más comunes, no se podía confiar en la sola tecnología
para llenar un sitio, entonces el entretenimiento creció como factor socioeconómico.
Así también lo hizo la educación, particularmente orientada a mostrar «el progreso
que la civilización está logrando en todo el planeta». Las primeras cuatro Expositions
Universelles francesas desarrollaron esta idea hasta que «la última de ellas fue conside-
rada por muchos como un museo de explicación global». Los organizadores incluye-
ron influyentes saintsimonianos, quienes buscaban presentar una imagen social y pa-
ternal de la historia mundial, visiones de «conocimiento total». Por lo tanto, la ubica-
ción individual en la familia, en el trabajo y en la historia podía presentarse en una
«exhibición total», como en la History of Human Habitation, de la Exposición de 1889.
El lado oscuro de esto era la «vulgar propaganda del gobierno». La educación... el
comercio... la totalidad; colocados en un mundo que en gran medida gira en torno a la
visión del mundo imperialista reforzada por la tecnología militar. Si el comercio había
creado el poder de Occidente, el hecho de que aquél fuese permitido por la ventaja
militar no se podía festejar directamente en las exposiciones. La bibliografía sobre las
exposiciones fue a menudo clara en explicar «la hegemonía de los europeos y sus des-
cendientes en términos de su habilidad para controlar y manipular los sistemas de
comercio». Inclusive esto se adornaría también con un místico elogio donde el comer-
cio uniría pueblos, solucionaría los problemas del mundo y generaría felicidad (p. 22).
La terminología de apertura mundial al comercio conllevaba conquista y control.
Las inversiones para las exposiciones podían por sí mismas generar beneficios, pero
eran también los medios principales por los cuales el gobierno y los organismos priva-
dos presentaban su visión del mundo a las masas, aquellos que pagaban inevitable-
mente tenían motivos no explicados en la literatura oficial. La Gran Exposición, por
ejemplo, se hizo internacional por una variedad de razones: para celebrar el liderazgo
imperial e industrial británico; el libre comercio demandaba una audiencia internacio-
nal como lo hacían los fabricantes británicos ansiosos de pedidos del extranjero, pero
la población local tenía que hacer su rol. La exposición fue diseñada para mostrar a la
población indígena el alcance del poder británico y, en consecuencia, su papel dentro
de él. El año 1848 estuvo marcado por actividad revolucionaria por toda Europa, reve-
lando la inestabilidad de los regímenes: de este modo, la Gran Exposición fue una
medida contrarrevolucionaria gigante, infundiendo admiración y también cierto te-
mor, al igual que orgullo, en el público británico.
Para recapitular una vez más sobre el proyecto de Leopoldo: tenemos aquí en este
museo la manifestación completa del ejercicio del poder, una calculadora habilidad del
rey para construir espacios de placer, de instrucción, de catalogar y educar. Sin embar-
go, dicha habilidad del rey para sancionar la felicidad y la instrucción de sus súbditos
es solamente la firma del poder de esta manifestación del proceso civilizador para
inspirar la sumisión voluntaria a sus leyes y procesos de ordenamiento. El orden cons-

201
truido se debe aceptar como interno (en tanto que incluye elementos claramente im-
puestos desde arriba) y consensuar por parte de los propios sujetos del deseo. Se cons-
truye un imaginario —donde los deseos de los súbditos encuentran una promesa de
satisfacción— que actúa tanto para ocultar la estructuración de un orden(amiento)
«más amplio» a partir del sujeto que es a la vez influido (controlado), como para con-
tribuir con ello. Las crecientes satisfacciones internas del espacio de lo civilizado, paci-
ficado y adinerado, se prometen a quienes construyen sus técnicas de auto-restricción
y de capital social. Más aún, al reconocer los sacrificios y privaciones de quienes vivie-
ron y murieron en la civilización del Congo, estos súbditos asumen su parte de la
deuda del soberano con el orden simbólico. Una heroica identificación que no puede
solamente residir a nivel del individuo noble, sino que se transfiere al orden del Esta-
do-nación y su autonomía.

¿Un proceso continuo?

¿Qué lección se puede obtener de este cálculo de presencia y de ausencia? Según


las opiniones de historiadores contemporáneos (por ejemplo, Nelson 1994; Ascherson
[1963] 1999; Anstey 1966; Edgerton 2002) Bélgica no sólo heredó una colonia, sino un
sistema de explotación al que le cambió su forma, pero no la esencia.
Leopoldo quería beneficios de las posesiones coloniales para reforzar la seguridad
financiera y la capacidad de ofrecer defensa militar para una nación insegura de su
identidad y su supervivencia futura; su deseo era ser confirmado en medio de dos
desastrosos conflictos europeos, que se convertirían en guerras mundiales. En 1916,
las fuerzas de la ofensiva belga (Force Publique) ocuparon con éxito un área de casi
180.000 km2, incluyendo Ruanda y Burundi, que pasaron al fideicomiso belga tras la
Primera Guerra Mundial. Esto constituyó un sustancial estímulo moral para una tie-
rra natal ocupada. En una Bélgica mayoritariamente invadida, la ocupación alemana
fue dura, con bastantes sufrimientos graves, con mano de obra reclutada, confiscación
de la propiedad, y muchas acciones «punitivas» llevadas a cabo para reprimir la resis-
tencia. Todo esto es todavía una parte de Bélgica atesorada por la memoria colectiva.
Se recuerda menos que, aunque era un país ocupado, los belgas pudieron confiar en
sus posesiones coloniales como base territorial, además de como recurso económico.
En la Segunda Guerra Mundial, durante la ocupación nazi de Europa, el Estado
belga operó desde Londres. Sólo él finalizó la guerra con saldo positivo. ¿Cómo fue
posible esto? Robert Godding, el ministro de Asuntos Coloniales de Bélgica en 1945-
1946, explicó con orgullo:

Durante la guerra, el Congo fue capaz de financiar todos los gastos del Gobierno belga en
Londres, incluyendo el servicio diplomático, además del costo de nuestras Fuerzas Arma-
das en Europa y África, algo así como 40 millones de libras. De hecho, gracias a los
recursos del Congo, las reservas belgas de oro se pudieron mantener intactas [citado en
Rodney 1974: 172].

Para financiar esto, se instituyó otro sistema de trabajo neo-forzado. Nzongola-


Ntalaja (2003: 23) lo resume así: «El Congo es un ejemplo clásico de una colonia que
financia su propio sometimiento». Este autor pregunta:

202
El hecho de que una parte significativa del crecimiento y el desarrollo de la economía
belga estuviese basada en el Congo hace surgir la cuestión de las indemnizaciones econó-
micas por el saqueo económico y la represión política sufridas por los africanos para
beneficio de los europeos. Si se considera que es moralmente correcto que Alemania
pague a Israel por las atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos y los pueblos
que fueron coaccionados a ser mano de obra esclava durante la Segunda Guerra Mun-
dial, y si Irak debería ser obligado a pagar indemnizaciones a algunos países del Golfo
Pérsico debido a las consecuencias de su invasión a Kuwait, ¿por qué es incorrecto que
los antiguos poderes coloniales, como Bélgica, paguen indemnizaciones por los atroces
crímenes cometidos en los territorios africanos que administraban?

Pero, por supuesto, este escrito puede ser (y será) desechado de consideración
alguna, pues su uso del término «crimen» es sólo un estallido emocional; fuera del
discurso racional de la criminología, y no reconocido por el poder. Inclusive a día de
hoy, el Congo conoce escasa paz, disfruta de muy poca seguridad, a su pueblo se le
niega la justicia, mientras que «Occidente» ni conoce ni se preocupa por sus guerras/
pillajes/violaciones... Esto se mantiene en efecto apartado de la mirada de quienes es-
tán en el poder, así como de quienes trabajan —el maravilloso barrio de Bruselas de la
UE. El espacio civilizado excluye.
La forma que adoptó el MRAC, con una continuidad relativamente confortable hasta
2004-2005, con sus exclusiones, representó el poder (de la realidad) del espacio civilizado.
El hecho de que se haya comenzado un proceso de replanteamiento de sus exhibidores e
investigaciones para una nueva misión, puede hacer de él una metáfora para el cambio,
para desarrollar una ética global. Incluso las preguntas que ellos se imponían tan fuerte-
mente durante mis visitas previas siguen estando: ¿cómo podría este museo conseguir de
manera realista alguna forma de justicia para la historia del (K)Congo, y de Bélgica, su
amo colonial y formador de su presente? ¿Cuál sería su criminología, en caso de existir
alguna? ¿Aquélla del hecho de que los beneficios de la «pacífica» sociedad occidental se
deriven de un conjunto de relaciones con su periferia —que en la realidad puede estar en
su corazón—? Pero esto haría que luego el Estado permitiera a una de sus mayores insti-
tuciones culturales comprometerse en una confrontación con su propio poder estatal
constitutivo. Una vez más, ¿no estaríamos viviendo una fábula?
Sin embargo, la historia se sigue moviendo, eludiendo la captura, e incluso siem-
pre es registrada parcialmente. Si este museo se fundó sobre la base de grandes com-
plejos de exhibición, deberíamos recordar que aquéllos perdieron sus propósitos. El
World Trade Center de Nueva York fue un equivalente moderno, conectado con las
masas comerciantes a través de las tecnologías de la comunicación, el mercado accio-
narial, los precios del Dow Jones y Nasdaq. Su destrucción (que en su escala escondió
la masacre de los que estaban dentro) fue realmente un espectáculo con cierto poder
seductor. No hay duda de que el WTC tendrá su propio museo... sería un testamento
para la Ilustración, si estimulara el debate.

Apéndice
Contrastando la imaginería: la batalla por la verdad

¿Puede un Estado-nación investigar las condiciones de su propia justicia o deben


ser las fuerzas exteriores las que quiten los velos de la Ilustración? Daniel Goldhagen
(1998b) sugiere que en el caso de la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial,

203
un proceso de «internacionalización de la “historia nacional”», es decir, un proceso por
el cual el pasado del país ha sido sujeto de considerable escrutinio exterior, ha evitado
la «autoexaltación colectiva y narcisista» que a menudo se encontraba (y se esperaba)
para las historias nacionales. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial han llevado
a este enorme interés, y han evitado que la historia alemana sea propiedad exclusiva de
los alemanes. De este modo, la historia alemana ha sido una empresa internacional
con el resultado, según opina Goldhagen, que los alemanes tienen una historia más
rica (y más veraz) de aquella a la que pudieran acceder de otro modo.
Sin embargo, se debería recordar que un importante motivo para los tribunales
internacionales (primero Nuremberg y luego Tokio), después de la Segunda Guerra
Mundial, consistía en que Alemania no había tratado a sus «criminales de guerra» desde
la Primera Guerra Mundial bajo la autoridad dada por los arts. 228 y 229 del Tratado de
Versalles para enjuiciar y castigar. De los 901 individuos sobre los cuales los Aliados
ofrecieron evidencia, 888 fueron absueltos por Cortes alemanas y sólo se impusieron
sentencias simbólicas sobre los 13 restantes, varios de los cuales, poco tiempo después,
«pudieron escapar de la prisión por intermedio de los oficiales penitenciarios, que fue-
ron públicamente felicitados por ayudarlos» (Robertson 2000: 210-211; revisar también
Golt 1966).
La justicia demanda conocimiento. En el caso del Estado Libre del Congo / Congo
Belga, en principio la maquinaria propagandística de Leopoldo condujo a evitar que se
conociera un panorama minucioso; y más tarde, el ethos del Estado colonial ofreció la
hipótesis incorporada de que la historia oficial de la misión civilizadora y la prepara-
ción del Congo para formar parte del orden mundial regido por los europeos, eran
correctas. En tanto que existía cierta oposición interna, fue gracias a los esfuerzos de
misioneros y activistas externos, por ejemplo, Alice Harris y Morel, que se presentaron
las imágenes que quebraron la hegemonía de la historia oficial (ver Hochschild 1998:
296-299 para el relato del que había sido diplomático belga, Jules Marchal, quien se
volvió curioso y luego, de cara al silencio oficial, escribió la más extensa historia, de
4 vols., del Congo Belga [en holandés y en francés]). En King Léopold’s Soliloquy, de
Mark Twain, un monólogo imaginario protagonizado por Leopoldo e ilustrado con foto-
grafías de la colección Harris, Leopoldo declara que la cámara Kodak fue el único testigo
que él no pudo sobornar. Incluso, se debe situar este supuesto realismo para la fotografía.
Una revista popular, Le Congo Illustré. Voyages et Traveaux des Belges dans l’Etat indé-
pendent du Congo, que funcionó de 1892-1895, desplegaba muchas de las imágenes que
establecerían el marco de referencia fotográfico de la representación del proyecto del Con-
go (ver Geary 2002, para una discusión amplia con varias imágenes de África Central).
Esto fue posteriormente reforzado por un conjunto de volúmenes de Etat Independent du
Congo, publicados por el Musée du Congo (precursor del MRAC) en 1903/1904.
Publicadas en 1904 como una serie de anexos a los Anales del Museo del Congo
bajo el título L’Etat Independent du Congo: Document sur le pays et ses habitants, las
series utilizaron alrededor de 1.500 fotografías. Las notas preliminares establecen el
objetivo de llevar la realidad al pueblo. Aquí se usa la Kodak como instrumento de
confianza y garantía. Estas fotos son fragmentos de complejos procesos con muchas
determinantes que se entrecruzan, pero están abstraídas de este complejo, cuya natu-
raleza «real» no está abordada, sino asumida como de ningún interés. Reagrupadas,
ellas se juntaron para constituir una nueva entidad, una que está estampada con la
autenticidad «científica» del Museo. En su totalidad, ellas van a constituir la evidencia
de la naturaleza saludable del proyecto colonial humanitario del Estado Independiente

204
FIGURA 6.11. La imagen oficial: agricultura sos-
tenible (imagen: cortesía de Anti-Slavery In-
ternational, reproducida a menudo en tarjetas
postales oficiales y en los Anales).

FIGURA 6.12. Una realidad diferente (imagen


cortesía de Anti-Slavery International). Bajo
extrema presión para producir caucho, este
joven ha cortado secciones de la enredadera
silvestre del caucho; esto tendrá un máximo
de ganancia esta vez, pero lo condenará a él
a una ganancia decreciente. Incapaz de repro-
ducir esta ganancia, en realidad ha firmado
su sentencia de muerte.

205
del Congo. El texto ofrece la narrativa de un proceso civilizador, que convierte a los
nativos de África en un cuerpo disciplinado, capaz de funcionar en el rutinizado y bien
trazado espacio geo-social que fue capaz de ser el Estado civilizado. El texto opera
como institución de la autoridad occidental. A través del instrumento de la tecnología
de Occidente —la fotografía—, la «realidad» de la vida del Congo es retratada; a través
de la escritura, dichas fotografías están imbuidas de una narrativa.
A través del museo y estos textos, Leopoldo buscaba reconocimiento de los belgas;
mediante este mecanismo, las masas belgas pudieron ser apropiadas para la causa. El
lector se ve seducido por la retórica del autoelogio. Si, y eso no era realmente probable
—dadas las medidas que sofocaron la publicación—, un miembro de la audiencia hu-
biese oído rumores de la «realidad» del Congo y las medidas adoptadas para producir
caucho, hubiese existido un auténtico rechazo. Considérense dos imágenes contras-
tantes sobre la recolección del caucho. La Figura 6.11, «Nativos recolectando caucho,
Lusambo», y la Figura 6.12, sin etiqueta, que muestra a un joven con numerosas sec-
ciones de la enredadera del caucho que ha cortado, y está esperando mientras la savia
drena dentro de la vasija que ha colocado debajo. En sí mismas, escapan a la compren-
sión. Sin embargo, la Figura 6.11 es una de las imágenes del Congo más reproducida a
nivel oficial, sobre la producción sostenible. La Figura 6.12 es de la colección Harris;
ella prefigura la muerte.
En los textos oficiales, tenemos la apropiación de la alteridad; vemos la «eviden-
cia» de que la «ley y el orden» de la expansión europea funciona para producir huma-
nismo desarrollado. Los Anales son el testamento del proceso civilizador. En ellos, se
presenta la prueba del funcionamiento de diferentes categorías: justicia, educación (en
particular cristiana), industria, construcción, iglesias, progreso en las ciencias y las
artes, y producción de música y fiestas. La complejidad ha reemplazado la supuesta
simplicidad de lo africano; el progreso no es sólo técnico (en la construcción de los
edificios vemos un desplazamiento desde las toscas estructuras de madera a la produc-
ción de estructuras de ladrillos), sino también espiritual (en la centralidad de lugares
de culto cristiano, en el cambiado reconocimiento del estado del matrimonio «legaliza-
do»). Los Anales eran una serie de seis volúmenes delgados que contenían ensayos
breves y más de 1.200 fotografías. Estos nuevos volúmenes reciclaron muchas fotogra-
fías. Cada volumen estaba presentado con un diseño art nouveau que reflejaba la idea
de que el proyecto colonial era progresista. Los primeros dos volúmenes trataban so-
bre la creación del entorno construido, describiendo la generación de edificios de pie-
dra y crecientes ciudades coloniales que se construyeron sobre la base de las líneas de
la arquitectura belga. La segunda sección contrastaba imágenes de las aldeas africanas
con los nuevos asentamientos establecidos por los colonizadores para los trabajadores
africanos. El volumen sobre agricultura versa sobre los diferentes cultivos e ilustra
granjas modelo con imágenes de la prominente producción de caucho. El volumen
cuatro refleja el establecimiento de redes de comunicación y transporte y sus caracte-
rísticas, imágenes repletas del realismo de la superioridad, como las que ilustran los
primeros modos de viajar de los europeos, concretamente, cargados en hamacas por
los nativos. Los proyectos de obras más intensos eran los de la construcción de vías
férreas. En el volumen llamado La protección y moralización de los nativos, los compi-
ladores ofrecen la historia del establecimiento belga de un nuevo orden moral en el
Congo. El volumen se inicia con la descripción del sistema legal y las prisiones. Las
fotografías de los juicios en las cárceles y de africanos encadenados eran comunes en
las publicaciones oficiales, al igual que los grupos de tarjetas postales producidas de

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FIGURA 6.13. Portada de la respuesta de Leopoldo a la Asociación para la Reforma del Congo (imagen
cortesía de la Anti-Slavery Society of London). Aquí el proyecto de un Congo ilustrado y civilizado contrasta
con su pasado.

manera privada, que siguieron siendo un asunto popular mucho tiempo después de
que Bélgica se hizo cargo del Estado Libre del Congo en 1908. Más aún, 1904 fue la
fecha del Informe Casement; en 1905, Mark Twain publicó su libro titulado Crime of
the Congo, que durante cierto tiempo vendió 25.000 copias a la semana. Leopoldo se
movió contra Morel y Twain publicando un breve folleto titulado An Answer to Mark
Twain (portada reproducida en la Figura 6.13). El folleto retrataba un nuevo Congo del
orden, del trabajo y de la razón, contra un Congo de superstición, vicio e indolencia. El
folleto cuestionaba específicamente la realidad de las imágenes de Twain y de Morel,
atribuyendo la mutilación a los actos de animales salvajes. La cubierta posterior (Figu-
ra 6.14) destacaba dos imágenes: se decía que una era de «Alfareros trabajando en el
Congo» —era una imagen de tres mujeres trabajando varias vasijas; la segunda decía

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FIGURA 6.14. El supuesto descubrimiento de un fraude intelectual (imagen cortesía de la Anti-Slavery So-
ciety of London).

ser «La misma foto en Liverpool». En la segunda imagen, las vasijas habían sido reem-
plazadas por cráneos humanos. La implicación consistía en que la Asociación para la
Reforma había adulterado la imagen para producir propaganda anti-leopoldiana; sin
embargo, no se han encontrado rastros de esta supuesta imagen. Se trataba más bien
de un ejemplo de la forma en que los agentes de Leopoldo adulteraban una imagen
reclamando que habían descubierto un fraude intelectual.

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