You are on page 1of 3

USTA. HIA II. RADA PARDO, Juan Camilo. 03.05.2018.

6
ADOPCIÓN DE LA FILOSOFÍA EN EL MÉTODO TEOLÓGICO.
En un primer tiempo, que se inicia ya muy claramente en pleno siglo XVIII y que
Europa occidental se acelera en virtud de la Revolución francesa, se había visto caer la vieja
sociedad aristocrática, que aceptaba como de derecho divino la desigualdades de condiciones
fundada en la estirpe y aceptaba como de derecho divino la desigualdad de condiciones
fundada en la estirpe y aceptaba la conducta de un código en que el honor contaba más que el
dinero. En lugar de aquella, impulsada por el progreso del comercio tanto como por el de las
ideas liberales, ascendía una sociedad burguesa que no aceptaba otra jerarquía que la del
dinero y los cargos públicos. En esta sociedad utilitaria, volcada toda ella hacia el progreso
material, se hace difícil conseguir un auditorio para la predicación del evangelio.
Aquella revolución económica y social que iba transformando la sociedad occidental
habría de tener también enormes repercusiones a escala mundial; en virtud del propio
impulso, Europa se adelantaba de manera decisiva a las restantes partes del mundo, y este
desequilibrio habría de traducirse en un expansionismo que implantaría por todo el planeta el
reinado del hombre blanco.
La revolución intelectual, que habría precedido, facilitado y acompañando la revolución
política, había alejado a las Iglesias a un gran número de sus bautizados. Desde la reforma
protestante, la Iglesia católica nunca había sufrido una defección tan masiva. Esta defección
era motivada por una alienación grave de otro tipo muy diferente. Los protestantes habían
combatido contra la Iglesia católica en nombre de un cristianismo más puro; entre ellos y los
católicos seguía habiendo un cuerpo de creencias comunes; su acción había provocado
incluso una profundización del pensamiento católico y un saneamiento de su disciplina. Pero
la ideología revolucionaria del siglo XVIII atacaba las mismas bases del cristianismo.
La Iglesia católica se perfilaba hacia finales del siglo XIX como una fortaleza
desmantelada a trozos, perdidas muchas de sus defensas avanzadas, sospechando apenas las
nuevas tempestades y las trampas mortales que contra ella se preparaban; conservando a
pesar de todo sus estructuras esenciales, y brillando con más fuerza al viento de las
tempestades, bien resguardada en el centro de su fortaleza, la llama eterna.
Pio VII demostró su sagacidad en la elección del hombre que habría de ser su brazo
derecho hasta el final de su pontificado, monseñor Ercole Consalvi, nombrado al principio
prosecretario y, más tarde, secretario de estado y cardenal. La firmeza de Pio VII se
manifestó ya en sus primeras decisiones. A pesar de todas las presiones del emperador de
Austria, que hubiera deseado verle en Viena o, por lo menos, quedar acogido a su protección,
decidió regresar a Roma, a donde llegó el 3 de julio. Consalvi puso manos a la obra
inmediatamente a don de restablecer la administración pontificia en la ciudad, materialmente
arruinada y moralmente desquiciada tras treinta meses de ocupación por los franceses, a la
que siguió la de los napolitanos.
Así pues, después de llegar al término de sus razonamientos, Bonaparte aprovechó el
prestigio que le reportaba su nueva campaña en Italia durante la primavera del 180 para
aclarar la puesta en marcha de sus ideas. El 5 de junio dirigió al estupefacto clero de Milán
una alocución en que proclamaba abiertamente su voluntad de reconciliación religiosa. Al
regreso se detuvo en Vercelli y conversó con el cardenal Matiniana sobre su deseo de abrir
negociaciones con Pio VII cuanto antes. Puede imaginarse la emoción del papa al recibir
estas noticias. Dada la situación de Europa en aquellos momentos, la suerte del catolicismo
dependía realmente de la posición que adoptara Francia, y de ahí el extraordinario espíritu de
conciliación desplegado por el pontífice en las negociaciones que se iniciaron.
La aplicación del convenio con Roma no fue menos dispendiosa que su gestación. En
Roma la reacción fue mucho mejor de lo que se había temido Consalvi. Cierto que en la
congregación cardenalicia encargada de pronunciarse en última instancia sólo hubo catorce
votos sobre veintiocho a favor de una aceptación sin restricciones; Pio VII zanjó la cuestión,
y el 15 de agosto de 1801 la encíclica Eclessia Christi daba al mundo católico la gran noticia
de la aceptación formal del tratado del 16 de julio.
Si Bonaparte se había mostrado tan intolerante en este asunto, ello era debido a que no
podía por menos que ontar con la fuerte oposición a que hemos aludido en las asambleas
legislativas y, dentro de su mismo gobierno, con la de sus ministros Talleyrand y Fouché. El
primer cónsul se sirvió de subterfugio para presentar los acuerdos del 16 de julio de forma
que pareciesen lo menos favorabes posible a la Santa Sede. Hizo que Portalis y el Consejo de
Estado redactaran un conjunto de reglamentos que, bajo el monre de Artículos orgánicos,
fueron incorporados al proyecto de la ley sobre la organización de los cultos. Con sus 77
artículos, era un estatuto completo impuesto a la Iglesia de Francia, que la subordinaba al
Estado, de acuerdo con la más pura tradición regalista y galicana. Ni este artículo onsiguió
desarmar toda oposición, pues en la votación final del 8 de abril de 1802 toda original
impostura hacía imposible para siempre la leal ejecución del tratado, ya que la ley francesa
concedía el mismo valor a los artículos añadidos que a los del Concordato, mientras que la
Santa Sede, en estricta justicia, no podía atenerse a otra cosa que a los artículos por ella
suscritos. Pio VII lo subrayó, en términos tan firmes como moderados, en una alocución
consistorial el 27 de mayo de 1802.
Posteriormente, durante el año 1804 Bonaparte había tomado una serie de decisiones
que podían mejorar la situación de la Iglesia en Francia, concretamente la creación de diez
seminarios mayores metropolitanos dotados por el Estado; la Dirección de cultos pasada a
convertirse en Ministerio; un decreto del 13 de julio señaló el lugar que correspondía a
cardenales, arzobispos y obispos en la jerarquía del protocolo; finalmente, el 17 de julio se
creaba la Gran Capellanía de la corte imperial, cuyo titular fue el cardenal Fesch, arzobispo
de Lyon.
L nueva Iglesia galicana nacida de la aplicación del concordato se presenta haia 1801
muy diferente de la Iglesia del Antiguo Régimen. En sus cuadros geográficos ante todo: el
antiguo mapa religioso de Francia, resultado de un proceso secular, es brutalmente alterado;
en su lugar queda una estructura clara y racional, ajustada, para comodidad de todos, a las
divisiones administrativas de la nueva Francia. También el episcopado tiene un aire
completamente distinto: en lugar de reclutarse únicamente entre la aristocracia, deja in amplio
espacio a los elementos procedentes de las demás clases sociales. Se acaban los obispos
mundanos, fastuosos, absentistas. No pueden faltar de sus diócesis sin autorización del
ministro de cultos, y la parquedad de sus dotaciones, unida a las cargas de todo género que
sobre ellos recaes, sólo les permite un tren de vida muy modesto. Lo aceptan todo con una
generosidad que les atrae inmediatamente la veneración de los fieles. El Estado les otorga un
puesto decoroso en la jerarquía de las dignidades oficiales, pero el ministro de cultos controla
muy de cerca todos los actos de su administración, pretende incluso dictarles el sentido de su
enseñanza religiosa. Frente al poder civil, el obispo se encuentra aislado, pues no hay un
cuerpo episcopal, ni asambleas de clero, ni organismos permanentes que le representen; se
procura que los obispos no puedan reunirse en la capital; ellos por su parte, ni siquiera se
atreven a ponerse de acuerdo por escrito.
A falta de instrucciones detalladas del emperador, el papa fue llevado, primero a
Florencia; después, a Génova, y, finalmente, a Grenoble, donde permaneció del 21 de julio al
1 de agosto. El emperador se disgustó al principio y calificó esta acción de una gran locura,
pero luego aceptó los hechos consumados, respaldó a sus subordinados y ordenó, finalmente,
que el papa fuera instalado en Savona.
El asunto de las investiduras agotaría Napoleón en vano todos los procedimientos para
doblegar la voluntad del papa. A fines del 1809, un primer consejo eclesiástico integrado por
personas cuidadosamente seleccionadas salió del paso sugiriendo la convocación de un
concilio nacional. Entre tanto, la situación se complicó con la muerte del cardenal De Belloy,
que dejaba vacante la sede arzobispal de París. El emperador eligió para sucederle al cardenal
Maury, al que su ambición y su falta de dignidad hacían poco respetable. Pio VII consiguió
hacer llegar al vicario general D´Astros una carta en que negaba toda potestad al nombrarlo
obispo. La policía se apoderó de esta correspondencia y el arzobispo fue enviado a prisión.
Los canónigos de París, aterrorizados, consintieron en dar a Maury una delegación de poderes
que le permitiera administrar provisionalmente la arquidiócesis a título de un vicario
capitular.
A todos los males de orden económico que afectaron a los Estados Pontificios, venía a
añadirse otro de carácter más bien político y de fuerza realmente explosiva, que no había
dejado de minar la clase burguesa desde que esta conoció, bajo el régimen napoleónico, una
situación más de acuerdo con sus aspiraciones. Cuando en toda Europa, y de manera más
notoria en el estado Piamontés, la clase media ascendía a los puestos de gobierno, en los
Estados Pontificios se encontraba excluida por la norma que cerraba todos los puestos
importantes de la administración a los eclesiásticos. Para la juventud del Estado romano,
condenada a una degradante inactividad o en todo caso a un servilismo humillante, la
gerontocracia vaticana, el gobierno de los curas, no podía presentarse sino como un
indignante anacronismo.
El anticlericalismo a ultranza de Mazzini, sus continuas llamadas a la revolución, sus
repetidos fracasos, tenía que disgustar a una parte de la burguesía ilustrada. Esta halló un
cauce de expresión en el movimiento neogüelfo, que proclamaba su respeto hacia la Iglesia y
hasta reservaba un puesto de honor al papado en la nueva Italia. Heraldo de esta tendencia es
el abate Gioberti, sacerdote piamontés de una cultura universal; desde su destierro en
Bruselas había lanzado en 1843 su manifiesto que tuvo in éxito internacional. Veía al santo
padre como presidente y arbitro de una conferencia de príncipes italianos. Finalmente, es
estado de salud del papa, que seguía manteniéndose a pesar de la edad y de su mal, ahora
extendió pare del rostro, se abatió repentinamente el 25 de mayo de 1846 cuando su espíritu
regresó a la casa del Padre.

You might also like