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(CEPA 2003)
1. Principio inspirador
2. Mística
“Estando allí sentado, se le empezaron a abrir los ojos del entendimiento..., con
una ilustración tan grande que le parecían todas las cosas nuevas” (A 30)
3. Esta experiencia del Dios que se arriesgó a entrar en nuestra historia en su Hijo
Jesús, no se da en un lugar aséptico, sino en medio de nuestra realidad
fragmentada, en la que se mezclan visiones religiosas venidas hasta aquí desde
distintos horizontes. Cuando nos asaltan desde la cultura global el agnosticismo
moderno y el “retorno de los dioses” en una “mística salvaje” que busca nuevas
formas de experiencia religiosa, no sólo se encuentran aquí con la experiencia
cristiana, sino también con un sincretismo religioso muy resistente a todos los
cambios, y con el ateismo ya sea vivido como ignorancia de Dios o como
militancia contra él.
Esa experiencia se realiza en la soledad última sobre la que “hay que echar la
llave” (Mt 6,6) para protegerla como el gran tesoro de la vida. Desde nuestro
centro, este encuentro único implica la persona entera: cuerpo, razón, fantasía,
afectividad, decisión, la memoria del pasado que nos ha construido, y las rutas del
porvenir que movilizan nuestras mejores posibilidades creadoras. Cuando nos
acercamos a Dios heridos por los golpes de nuestra propia historia personal, y por
los efectos de estructuras sociales que mutilan dimensiones importantes del ser
humano, la persona entera se va sanando y se integra en torno a este encuentro
con Dios sin fin y sin medida (“Místicos de ojos cerrados”).
San Ignacio tiene interés en situar cada una de las contemplaciones de los
Ejercicios en un momento determinado de la historia (“traer la historia”), y en un
lugar preciso (“composición de lugar”), para descubrir a Dios actuando ahí. En
estas contemplaciones no nos acercamos a los misterios de la vida de Jesús
como a hechos simplemente pasados, sino como a momentos de salvación
eternamente vivos, que encierran una oferta de gracia para nosotros en nuestras
circunstancias concretas de hoy. Jesús no vivió cada paso de su vida sólo para el
pequeño número de testigos que lo rodeaban fascinados, sino para todos los que
lo contemplamos hoy a través de nuestros sentidos (1 Jn 1,1-4), haciéndonos
presentes a la escena (Ej 114).
Nosotros somos relación, como Dios mismo, y la hondura de nuestra relación, con
Dios y entre nosotros, de manera especial con los más desposeídos de la tierra
(Mt 25,31-46), expresa la calidad de nuestra vida, pues lo que hacemos a otra
persona, se lo hacemos a Dios mismo. Estamos ante el misterio insondable de un
Dios que ama este mundo en su totalidad, pero desde lo más destruido y
necesitado, identificándose con los últimos de la tierra.
Hay que tener en cuenta que Ignacio realizaba este discernimiento sobre la
pobreza en medio de todas sus actividades normales, con jornadas llenas de
responsabilidades y trabajos.
“El modo que el Padre guardaba cuando hacía las Constituciones era decir misa
cada día y representar el punto que trataba a Dios” (Au 101).
“una ilustración tan grande que le parecían todas las cosas nuevas, de tal manera
que mirando ese momento y las otras gracias recibidas desde el final de su vida,
piensa que “aunque las ayunte todas en uno, no le parece haber alcanzado tanto
como de aquella sola vez” (Au 30).
Es posible nacer de nuevo, y ver cómo Dios transforma el mundo para unirse a su
acción salvadora. “El penitente solitario se decide por la vida apostólica” (J.
Osuna, Amigos en el Señor, ed. Sal Terrae-Mensajero, p. 28). Cuando esta
ilustración germine en la vida de Ignacio y florezca en toda su novedad, nacerá la
Compañía de Jesús.
“Haciendo oración, sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios le
ponía con Cristo, su Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto” (Au 96).
La ascética, al ayudarnos a salir de nuestro propio amor, querer e interés (Ej 189),
en la abnegación de no poner el yo en el centro de la vida, nos hace disponibles
para Dios en medio de la historia. Esto supone “ejercitarse”. Pero no es un
voluntarismo, ni puede vivirse con la dureza de la “piedra” crispada sobre su
esfuerzo (Ej 113), como si uno necesitase palpar la tensión de su cuerpo para
sentirse seguro. Sólo se puede acoger el don de Dios con la apertura flexible de la
“esponja” (Ej 113) sumergida en el agua. Por sus poros abiertos, para recibir gratis
y para no cerrarse posesivos sobre el don recibido, el agua del Espíritu puede
entrar y salir “dulce, leve y suavemente” (Ej 335). También la ascesis es don, y
debe vivirse ungida por el sabor de la mística. “Todo es don y gracia” (Ej 322).
También es ascética la disposición para la celebración festiva y el juego en medio
de la lucha cotidiana para conducir toda la realidad a su destino último, a la
reconciliación de todas las cosas en Cristo, que ya empezó al resucitar en él un
pedazo de nuestra historia.
3. Más (Magis).
“Solamente deseando eligiendo lo que más conduce para el fin que somos
criados” (EE 23)
“por su infinita y suma bondad a todos nos quiera dar su gracia cumplida para que
su santísima voluntad siempre sintamos, y aquélla perfectamente la cumplamos”
(Carta a Juan de Vega, Virrey de Sicilia. Roma, 31 de mayo 1550).
3. La persona que hace los Ejercicios y que lee los demás documentos
fundamentales de la espiritualidad ignaciana se encuentra con mucha frecuencia
estas palabras: “más”, “mejor”, “mayor”..., y otras emparentadas con ellas,
como “todo”, “sólo”, “ninguna”, “Lo que más conduce” (Ej 23). “El mayor servicio”
(Ej 98). “Mayor y mejor humildad” (Ej 168). “Todo mi haber y mi poseer” (Ej 234).
“Sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor” (Ej 169). “Ninguna cosa me
debe mover... sino sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor” (Ej 169).
Pero nuestro deseo es ambiguo pues nace desde nuestra libertad seducida desde
siempre. Por eso el deseo que se “enciende” al comprender el plan de Dios en el
Principio y Fundamento, tiene que irse purificando cada vez más a lo largo de la
oración y del discernimiento. La contemplación, con su acción misteriosa en los
repliegues últimos de nuestro ser, donde ya no alcanza nuestro análisis, va
configurando nuestro deseo según el corazón de Dios.
Pero nosotros no somos los que nos asignamos a nosotros mismos la tarea. Es
Dios mismo el que nos ofrecerá la colaboración justa y precisa, la que respeta
plenamente lo que somos, y la que es conveniente en cada momento
determinado. Sin embargo el deseo cultivado y profundamente asentado en el
corazón de padecer realmente en nosotros, en seguimiento de Jesús, lo mismo
que él sufrió al ser llevado hasta la cruz y la sepultura (Ej 98,167), nos va
disponiendo para acoger tanto las propuestas repentinas y arriesgadas, como los
golpes imprevisibles de cualquier tipo que caigan sobre nosotros, sin que se nos
amargue el corazón y sin que el espanto nos desvíe de nuestra ruta ni un
milímetro para escapar a la pasión. “Yo os digo que no hay tantos grillos ni
cadenas en Salamanca, que yo no deseo más por el amor de Dios” (Au 69), dirá
Ignacio a los que vienen a visitarle a la cárcel.
6. Este “más” de Ignacio preso nos abre a la locura por Cristo dentro de la locura
de Cristo (1 Cor 2,14), a desear “más de ser estimado por vano y loco por Christo,
que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo”(Ej 167).
Este horizonte hacia el que nos moviliza el Espíritu, es la manifestación de Dios en
el amor crucificado, que es “la gloria de Dios” (Jn 12, 28), la máxima revelación de
su amor por nosotros que hace palidecer nuestras maneras encogidas de amar.
Los dos palos desnudos de la cruz revelan más el amor de Dios, la gloria de Dios,
que las líneas maestras de las más bellas catedrales. Pero esto es una “locura”, la
del amor humilde de Dios.
“Así pues, en una gran diversidad de vocaciones y misiones, locas y locos por
Cristo participan en la manifestación del amor loco de Dios, del que la tradición
oriental ha dicho que “tal vez, sólo este anonadamiento incomprensible de una
persona divina en la cruz puede convencer al hombre del amor loco que Dios le
tiene” (P. Kolvenbach, Decir al Indecible, ed. Sal Térrae-Mensajero, 1999, p. 131).
“En sí mismo es ya una locura el que el ser humano pierda radicalmente su deseo
en el deseo de Dios para su gloria. Es el sentido ignaciano de una fórmula
lapidaria que repetía gustosamente la edad media atribuyéndosela a san Agustín:
“Ipse ibi modus est sine modo amare” (“La medida es amar sin medida”) (P.
Kolvenbach, Decir al “Indecible”, ed. Sal Terrea-Manresa, 1999, p. 127).
Sólo el discernimiento, teniendo delante de los ojos al Jesús pobre y humillado del
evangelio, puede ayudarnos a descubrir por dónde pasa en cada situación el más
al que Dios nos invita, y que puede ser juzgado locura por los paganos y
escándalo por los creyentes. Pero para nosotros puede tener el sabor del poder y
de la sabiduría de Dios, que no es otro que el de un amor sin medida (1 Cor 1,23-
24).
8. El deseo de vivir el “más” que Dios nos presenta en nuestra vida, exige el
propósito de llevar a cabo el cumplimiento de la misión recibida sin decaer del
“fervor primero”. Sabemos que cuando hacemos opciones que marcan la vida de
manera definitiva, no asumimos esas opciones con toda nuestra persona. En
nuestra libertad hay reductos de ambigüedad, de pecado, o de fragilidad herida
que pueden haber quedado fuera de la decisión por no haber sido tomados en
cuenta, y que si no son advertidos en el momento oportuno, pueden lastrar
nuestro proyecto y herirlo de muerte.
9. Por esto mismo, para que el “más” ignaciano pueda durar y crecer con el
tiempo, sólo puede ser hijo de la humildad que pone su consistencia en Dios
desde la clara consciencia de la fragilidad original personal, no admitida en
abstracto, sino con la lista de nombres concretos situados en el mapa de cada
biografía. El sentirse “todo impedimento” de Ignacio, le produce “contentamiento y
gozo espiritual en el Señor nuestro, por no poder atribuir a mí cosa alguna que
buena parezca” (Carta a San Francisco de Borja, Roma, 1555). Esta afirmación no
es una fórmula vacía, sino una constatación lúcida y agradecida de cómo, a pesar
de nuestras fragilidades conocidas o desconocidas, Dios nos es fiel y nos ayuda a
asumir enteramente nuestra opción en los momentos de crisis cuando
descubrimos que nuestra debilidad es más profunda y tiene más nombres de lo
que nosotros conocíamos cuando hicimos nuestro compromiso por el “más” que
Dios nos propuso.
Pero no hay que confundir ese sentimiento con el del mal espíritu que trata de
“poner impedimentos” a los que van “en el servicio de Dios nuestro Señor de bien
en mejor subiendo” (Ej 315). Lo propio del buen espíritu es “dar ánimo y fuerzas,...
quitando todos impedimentos, para que en el bien obrar proceda adelante” (Ej
315).
El crecimiento espiritual nos aporta al mismo tiempo una lucidez mayor de nuestra
fragilidad, de los momentos pasados en que bordeamos inconscientes el abismo
en la oscuridad de la noche, y de la certeza que nos pacifica porque Dios nos es
fiel tal como somos, con nuestros límites como remiendos al aire que ya nos es
imposible ocultar a los ojos de los demás y de nosotros mismos.
4. Servicio
Esto sólo es posible vivirlo cuando nosotros hemos contemplado a Dios nuestro
Señor, y hemos visto en él a Dios nuestro Servidor. Dios en la historia se ha
revelado como nuestro servidor en Jesús de Nazaret. El Maestro y Señor sirve (Jn
13, 13-14). El que sirve es maestro y señor.
“En este tiempo le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de
escuela a un niño, enseñándole” (Au 27). Ignacio señala que una de las cosas que
aprende en esta “escuela” es el servir a Dios en las personas que encuentra, y
que ese es el criterio que ajusta sus penitencias: “Vio el fruto que hacía en las
almas tratándolas, dejó aquellos extremos que antes tenía; ya se cortaba las uñas
y los cabellos” (Au 29). Ya desde el comienzo de su estancia en Manresa ayudaba
a las almas que acudían a él, en las conversaciones espontáneas que estaban
teñidas por la experiencia que vivía intensamente. Pero es en la decisiva
experiencia del Cardoner donde empieza a clarificarse formalmente en Ignacio la
opción apostólica. El penitente se transforma en el apóstol.
Comprende su misión como ayuda, “ayudar a las almas” (Au 26,45,50), que es un
término lleno de respeto a la autonomía de las personas y de sencillez en el modo
de acercarse a ellas. Su buen deseo choca con la Inquisición en Alcalá de
Henares y en Salamanca. Al salir de la cárcel, constató que
“le cerraban la boca para que no ayudase a los prójimos en lo que pudiese” (Au
70), “Y ansí se determinó de ir a París para estudiar” (Au 71).
Somos servidores juntamente con Dios, que es nuestro Señor siendo nuestro
servidor. Esta increíble revelación de Dios se comprende plenamente en Jesús
que es el verdadero Servidor, con el delantal a la cintura, para servirnos a la mesa
cuando llega en medio de nuestra noche (Lc 12, 37), para lavarnos los pies antes
de comer (Jn 13, 4), o para prepararnos pan y pescado sobre brasas, una comida
de amigos sobre la playa del lago (Jn 21,9) después de la resurrección.
El “mayor servicio” (Ej 98) al que uno se ofrece en la meditación del reino, es para
realizarlo con Jesús, para trabajar con él siguiéndolo en la pena y en la gloria.
Enviado por el Padre para salvarnos (Ej 102), bajará hasta lo más hundido de la
humanidad, para que toda persona pueda reconocerlo como hermano con sólo
voltear la cabeza. Los que están situados en los márgenes de las ciudades, los
llevados hasta cárceles y patíbulos, los degradados hasta la esclavitud, podrán
descubrir a Dios como servidor suyo.
Mientras que los poderes de este mundo apresan con redes engañosas primero y
con cadenas manifiestas después (Ej 142), Jesús envía amigos “que a todos
quieran ayudar” (Ej 145), sin trampas y sin imposiciones, “esparciendo” la palabra
con la misma libertad con la que los granos de trigo vuelan en el aire y caen sobre
la tierra abierta para la siembra.
La manera de salvar es servir. Esto choca tanto y siempre con los criterios de este
mundo, que el ejercitante deberá revisar su libertad y su disposición para recorrer
este camino de “vida verdadera” que se nos revela en Jesús. “Binarios” y “tres
maneras de humildad”, de amor, nos emplazan con una claridad meridiana ante
este servicio que nos puede llevar a ser juzgados como “vanos y locos” como
Cristo. (Ej 167). Lo que sólo puede ser vivido como gracia, sólo podemos pedirlo y
acogerlo en la medida que se nos regala.
En la pasión se ve con claridad por dónde pasa este camino. Hasta Dios mismo
parece ocultarse en la pasión de Jesús. En realidad, no se esconde, se manifiesta
como es, amor servicial en la debilidad de un ser humano arrollado por los que se
han apoderado de este mundo. La humildad de Dios nos abisma.
Jesús resucitado sigue siendo el servidor. “Mirar el officio de consolar que Christo
nuestro Señor trae” (Ej 224). Jesús no llega a la plenitud de la resurrección sólo
para sí mismo, sino también para nosotros, para seguir sirviéndonos en el “officio
de consolar”, como causa de nuestra alegría, pues ya no será posible contemplar
a Jesús resucitado (Ej 222), sin contemplarnos a nosotros también resucitados
junto a él. “Dios, rico en misericordia,... nos dio vida con el Mesías –están
salvados por pura generosidad-, con él nos resucitó y con él nos hizo sentar en el
cielo, en la persona del Mesías Jesús” (Ef 2, 4-6).
Esta cercanía con los pobres y oprimidos nos permitirá comprender mejor el
evangelio pues Jesús fue “un judío marginal”, las primeras comunidades se
movieron en los márgenes de la sociedad judía y del imperio, y escribieron los
evangelios desde esa realidad. Cuando leemos los evangelios desde la
marginalidad y la pobreza, desde la amistad y la comunión con los pobres,
entonces se inicia un doble proceso. Por un lado conocemos mejor el peso
existencial de lo que se afirma del Jesús pobre, y por otro nuestra realidad
también aparece mejor iluminada por las palabras y gestos del Galileo de Nazaret.
5. En el cuerpo eclesial
3. Las comunidades eclesiales, en todas partes donde surgen son un signo claro
del Espíritu que se encarna en comunidades e instituciones para la transformación
de este mundo, dándole corporalidad al encuentro con Dios en el Espíritu
liberador que nos ha sido comunicado. La comunión entre las personas que crean
la comunidad, se hace posible porque desciende de Dios, y es participación
gratuita de la comunión que es la Trinidad.
Por esto, a partir del Concilio Vaticano II, recogiendo las mejores aspiraciones
humanas de una apertura a Dios que crea verdadera comunidad en medio de un
mundo tan dividido y enfrentado, la Iglesia se concibe a sí misma como “Pueblo de
Dios” (LG, c.2), que es en la historia “Sacramento, o sea signo e instrumento de la
unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG,1). Es “signo”
no sólo por la unión de las personas, sino por ser “instrumento” de reconciliación
desde la solidaridad con los más pobres y oprimidos.
Desde las dificultades para mantener siempre ágiles y limpios los canales de
comunión y participación, inducidas desde fuera por la sociedad en que vivimos, o
alimentadas desde dentro por nuestras propias limitaciones, necesitamos
mantener siempre vivos los cauces de la comunicación intra eclesial, urgidos por
el amor a la Iglesia que el mismo Espíritu infunde en todos nosotros.
Jesús atrae enseguida las multitudes de Galilea, pero presas de su imagen previa
del Mesías no logran captar lo que significan sus palabras y sus signos. La
“levadura de los fariseos” todavía fermenta sus sueños. Sus expectativas suenan
como un ruido de fondo que impide escuchar con claridad la propuesta de Jesús.
Pronto llegará a su punto álgido este desencuentro y Jesús, después de alejarse
hasta Cesarea de Filipo, toma la decisión de subir a Jerusalén para anunciar la
llegada del reino con su acento de galileo, moviéndose entre los grandes edificios
de las instituciones oficiales del poder judío y del Imperio. La comunidad
apostólica se transforma en unacomunidad de destino. El que quiera seguir a
Jesús tiene que estar dispuesto a perderlo todo, hasta la propia vida, como un
verdadero servidor. El que rechace este camino, es Satanás, el tentador, como el
mismo Pedro, y hay que apartarlo de nuestro camino (Mc 8, 27-33).
“El hombre de Iglesia que es, redescubre su vida como camino para llegar a ella.
Por eso, sin duda, él se llama “peregrino”, y su libro “diario de un peregrino” que
acaba no sólo en Jesús, ni en el Padre, sino también en la Iglesia” (Corella,
Reglas para Sentir la Iglesia, ed. Sal Térrea-Mensajero, p. 25)
El amor lúcido y libre a la Iglesia real, queda reflejado en las “Reglas para el
verdadero sentido que en la Iglesia militante debemos tener” (Ej 352-370). Son
llamadas reglas “para sentir con la Iglesia”, “para sentir la Iglesia”, “para sentirse
Iglesia”.
“Separar de ellas lo caduco, lo que ya se fue de una Iglesia que por vocación va
ligada a la historia humana, a la vez que va ligada a Jesús resucitado, es darles la
posibilidades de seguir siendo inspiradoras de un sentido de Iglesia actualizado y
creador de futuro”. (J. Corella, “Sentir la Iglesia, ed. Sal Terrae-Mensajero, p. 18)
El Espíritu busca encarnarse en la historia para edificar el cuerpo de Cristo, y
debemos amar ese cuerpo, “la vera sposa de Cristo nuestro Señor, que es la
nuestra sancta madre Iglesia hierárquica” (Ej 353). Amamos no sólo a la jerarquía
de la Iglesia, sino a toda una Iglesia que es jerárquica. El Espíritu es el que rige la
Iglesia y nos enseña a movernos con creatividad en medio de nuestros aciertos y
desaciertos. El amor a la Iglesia debe ser lúcido, y por eso mismo capaz de
apuntar a la raíz de los problemas y de las soluciones. En Cuba es especialmente
importante alimentar y transmitir este amor a la Iglesia, ante las nuevos creyentes
que se acercan a nuestras comunidades.
“¿Cómo no mencionar siquiera, para terminar, algo que, de puro obvio, parecería
superfluo? Sentid la Iglesia. Conoced amorosa y comprometidamente esa
comunidad plural de hombres y mujeres que os sabéis remitidos a un Salvador,
que nos salvó a los que formamos ya esa “ingente muchedumbres de testigos”
(Hebr. 12,1) y os está salvando a todos. Acoged, por de pronto, conscientemente
la confianza que os hace el Señor de “necesitaros” para que le ayudéis a salvar, y
vivid de esa confianza”.
Aunque nosotros no somos movidos siempre por este mismo Espíritu, él siempre
queda ofertado a todos como el dinamismo último y transformador al que siempre
podemos retornar.
“Yo me siento más que nunca, en las manos de Dios. Eso es lo que he deseado
toda mi vida, desde joven. Y eso es también lo único que sigo queriendo ahora.
Pero con una diferencia: Hoy toda la iniciativa la tiene el Señor. El ha sido
infinitamente generoso para conmigo. Les aseguro que saberme y sentirme
totalmente en sus manos es una profunda experiencia.
“Al final de estos 18 años como General de la Compañía, quiero y sobre todo, dar
gracias al Señor. Yo he procurado corresponderle sabiendo que todo me lo daba
para la Compañía, para comunicarlo con todos y cada uno de los jesuitas. Lo he
intentado con todo empeño.
Durante estos 18 años mi única ilusión ha sido servir al Señor y a su Iglesia con
todo mi corazón. Desde el primer momento hasta el último. Doy gracias al Señor
por los grandes progresos que he visto en la Compañía. Ciertamente, también
habrá habido deficiencias, las mías en primer lugar, pero el hecho es que ha
habido grandes progresos en la conversión personal, en el apostolado, en la
atención a los pobres, a los refugiados. Mención especial merece la actitud de
lealtad y de filial obediencia mostrada hacia la Iglesia y el Santo
Padre particularmente en estos años. Por todo ello, sean dadas gracias al Señor”
... “Mi mensaje final es que estén a la disposición del Señor. Que Dios sea siempre
el centro, que le escuchemos, que busquemos constantemente qué podemos
hacer en su mayor servicio, y lo realicemos lo mejor posible, con amor,
desprendidos de todo. Que tengamos un sentido muy personal de Dios”.