de Gustavo Bueno a “Astrología. El mito de las estrellas”, de Isaac
Amigo.
El lector tiene en sus manos un libro bien planteado y bien desarrollado mediante una argumentación sólida y pertinente y, a la vez, extraordinariamente amena.
Podría decirse que el autor parte de un hecho: el auge del interés por la astrología (por los horóscopos, por las cartas astrales, etcétera) en nuestra sociedad contemporánea; un auge favorecido por el desarrollo de los medios de comunicación (prensa diaria o semanal, radio y televisión) y, últimamente, por las nuevas tecnologías (sobre todo los ordenadores).
Pero este hecho, no por serlo, deja de ser paradójico cuando presuponemos que la astrología carece de todo fundamento científico, cuando decimos, por descontado, que los astrólogos, en sus diferentes especialidades, proceden apoyados en principios ridículos. Precisamente, el hecho es paradójico en función de nuestra suposición. Si los fundamentos de la astrología fueran serios, y no ridículos, lo extraño sería que la gente no hiciera caso de ella. Este desinterés “ilógico” sería lo que el psicólogo tendría que explicar (si puede afirmarse, como lo afirmaba Ribot, que la psicología se ocupa de los “cursos ilógicos del pensamiento”, a diferencia de la lógica, que se ocuparía, “como su propio nombre indica”, de los “cursos lógicos del pensamiento”). Pero si los principios de la astrología son verdaderamente ridículos, ¿no es paradójico –por no decir ilógico- el auge de la astrología en una sociedad urbanizada y democrática en la que los individuos están acostumbrados al razonamiento, al cálculo y al análisis (por ejemplo al análisis del recibo de la luz), así como también al debate y a la crítica?
No se trata, por lo tanto, de “denunciar” la falta evidente de fundamento de la astrología “judiciaria”; esto no es asunto de un psicólogo, y en España, por otra parte, contamos con un reciente libro de Manuel Toharia (Astrología: ¿ciencia o creencia?) que está al alcance de cualquiera que desee información sobre “el estado de la cuestión”. Pero una cosa es que no sea cuestión del psicólogo entrar en el debate entre astronomía y astrología y otra que un psicólogo riguroso pueda volverse de espaldas a este debate, ya que el juicio sobre el mismo se considera imprescindible para el planteamiento de su problema: “¿Por qué cree la gente en la astrología?”. Isaac Amigo, que cultiva una metodología verdaderamente científica, se hace cargo, desde luego, de la situación, pero, además, mediante una “estrategia” muy sutil y, por decirlo así, elegante: acudir a los argumentos del padre Feijoo, cuya actualidad en este punto (como en otros muchos) no deja de producir asombro. La elegancia a la que me he referido acaso pudiera consistir en haber advertido el autor que, para formar un juicio moderno sobre la inadecuación de los principios astrológicos, ni siquiera es necesario regresar a los principios matemáticos de la mecánica celeste, porque es suficiente mantenerse a la escala de sus aplicaciones, que es aquella escala que utilizó el autor del Teatro crítico universal hace más de dos siglos.
El análisis psicológico de Isaac Amigo es muy sutil y convincente; es, además, un análisis que solo desde la perspectiva del psicólogo puede adoptarse en confluencia con la del etólogo. La fe en la astrología es una superstición; pero esta condición no habrá de tomarse (al menos formalmente) como un insulto, sino como una comparación de la “conducta de la gente” con la conducta de las palomas que Skinner llamó precisamente “supersticiosa”. La confianza otorgada por la gente al horóscopo, o a la carta astral, no será una confianza científica, pero tampoco es gratuita, o fruto de una simple “equivocación”.
La “gente” tiene sus motivos, y precisamente porque sus motivaciones pasan por encima de los conocimientos científicos habrá que considerarla “indocta”: la motivación no es una justificación, pero los motivos de la conducta (los “objeta motivos” que los escolásticos ya anteponían a los “objeta terminativos”) tienen que ser explicados por la psicología. Quienes acuden al horóscopo, o al astrólogo, están sin duda motivados –como lo está un orangután cuando hace alarde de sus colmillos, o como lo está un delantero centro cuando insulta al árbitro en el campo de fútbol-. Isaac Amigo ofrece explicaciones certeras: el “efecto Barnum”, la teoría del placebo, incluso la semejanza entre los métodos genetlíacos de la astrología y los del psicoanálisis.
Por mi parte, y en la medida en que soy un lector más de su libro, no tengo más que agradecer a Isaac Amigo los análisis tan precisos que nos ofrece, su claridad y su amenidad.
Pero quiero terminar expresando una idea que la lectura de este mismo libro me ha sugerido y que se refiere, no tanto a la “gente” acude al astrólogo, sino al astrólogo mismo. Así como la “gente” tiene sus “motivaciones” para acudir a los servicios del astrólogo, así también el astrólogo tendrá sus “motivaciones” para ofrecerlas. Si, como nos demostró Amigo, no es la estupidez (al menos en su forma genérica, puesto que habrá de estar especificada a través de las motivaciones) lo que explica la “demanda astrológica” de la “gente”, tampoco sería la impostura (al menos en su forma genérica, puesto que habrá de estar especificada a través de las motivaciones) lo que explica la “oferta” de los astrólogos. Ocurrirá aquí, acaso, lo que ocurre entre el “pueblo de Dios” y los “especialistas religiosos” que alimentan su fe: que no pueden separarse, aunque haya que reconocer una variable disociabilidad entre el ritmo de los creyentes y el ritmo de los teólogos. Y algunas de las motivaciones de los astrólogos habrá que ponerlas en los propios fieles, y no solo porque estas sean, en definitiva, las que contribuyen a que los astrólogos puedan “vivir del altar”. Sencillamente, ocurre aquí algo similar a lo que, según nos contó Boas, le ocurrió al hechicero Quesalid entre los Kwakutl: que, siendo un individuo “inicialmente escéptico en materia de chamanismo”, entró en la cofradía movido por el deseo de desenmascarar las supercherías, averiguando los trucos del oficio (fingimiento de desmayos, empleo de espías encargados de escuchar las conversaciones privada o el disimulo de un gusano ensangrentado en la boca para expulsarlo en la sesión chamánica como si fuese el mal extraído del cuerpo del paciente). Pero Quesalid el escéptico comenzó a intervenir en sesiones chamánicas seguidas de éxitos espectaculares: se diría que el hechicero no comprende (causalmente) la razón de los éxitos. Es suficiente aplicar la “ley del refuerzo”: el chamán realmente sigue (es decir, revive su impostura) a sus propios éxitos y a partir de ellos neutraliza su conciencia de impostor con las teorías míticas más extravagantes. Con estas explicamos la conducta del chamán en relación con su cliente, pero no la justificamos, aunque tampoco podemos condenarla en abstracto (la “condenación” del chamán ha de tener lugar solidariamente con la “condenación” de sus clientes).
Y acaso fuese posible decir, a título de explicación de la conducta del astrólogo, independientemente del refuerzo que recibe de su público, esa suerte de goce “puramente intelectual” que sin duda experimenta todo aquel que, en posesión de un conjunto de reglas, aunque en sí mismas sean ridículas, procede a combinarlas, explicarlas, debatirlas con quien las combina torpemente o de manera estéril, etcétera. Este “goce intelectual” se encuentra más próximo al del matemático que demuestra un teorema o que resuelve problemas; la diferencia es que en un caso estamos ante un nuevo proceso de “logorrea” y en el otro ante un proceso de construcción científica. No obstante, psicológicamente, la semejanza en abstracto de ambos parece que no podría mantenerse y, por lo tanto, tampoco la semejanza entre el astrólogo y el astrónomo. Pero no soy yo, simple lector del magnífico libro de Isaac Amigo, quien debe opinar sobre el particular. Doctores tiene la Psicología que os sabrán responder.
Gustavo Bueno Catedrático Emérito de Filosofía de la Universidad de Oviedo