You are on page 1of 7

¿Qué está pasando con los Pueblos Originarios?

Dra. Diana Lenton 1

Diariamente recibimos noticias de reclamos y conflictos relacionados con los Pueblos


Originarios en todo el país. Los más generalizados son los que tienen relación con la propiedad
o el manejo de la tierra y sus recursos. Diariamente también nos enteramos de la represión,
generalmente violenta, con que se quiere acallar estos reclamos –que ya ha costado muertos y
heridos, uno de los más recientes el asesinato de Chocobar en Chuschagasta, Tucumán, el
pasado 12 de octubre-. Y cotidianamente también, de la protesta que algunos políticos,
comunicadores o simples ciudadanos lanzan contra los argumentos de las comunidades y
organizaciones indígenas. Es decir, la protesta contra la protesta, que generalmente se hace en
nombre de un supuesto conocimiento “experto” que en la mayoría de los casos no es tal, y que
parece lógico sólo en función de un conjunto de errores y falacias con los que la escuela nos ha
educado muy mal, acompañada por la historiografía y la etnología clásica y los mismos medios
de difusión, que han tenido su cuota de responsabilidad.

Ante todo esto, en mi carácter de investigadora de estas cuestiones, y con el sincero objetivo de
contribuir a esclarecer algunos puntos y especialmente apaciguar temores infundados, me dirijo
a los lectores de este diario con lo que espero que constituya un aporte.

La explosión de conflictos en todo el país en relación al uso y posesión de la tierra que


reclaman los pueblos originarios tiene varios orígenes.

Uno inmediato, que es la agresividad de la expansión de la frontera forestal y agrícola, a partir


del uso de tecnologías transgénicas que permite cultivar para el mercado en tierras que antes
no eran utilizadas, sino para la subsistencia, o para otras clases de producción. El llamado
“modelo sojero” es el mejor ejemplo, aunque no el único. De la misma manera, la expansión de
la explotación minera e hidrocarburífera, que al igual que la soja y el monocultivo forestal,
implica grandes perjuicios para las poblaciones a las que les toca vivir en las cercanías,
produce el aumento de estos conflictos territoriales. El avance de la explotación turística, que
combina su faz de extrema amabilidad hacia el visitante con una cara muy diferente para el
habitante local, complementa este factor que es responsable en gran medida de los problemas
que hoy atraviesan no sólo los Pueblos Originarios sino también grupos campesinos no
indígenas, que ven seriamente amenazada su subsistencia, y, aunque no parece haber gran
conciencia de ello, también los habitantes de las ciudades en tanto y en cuanto se modifica el
espacio y el ambiente habitual.

El origen mediato de la problemática, en cambio, remite al que puede considerarse como el


“pecado original” de la República Argentina, que es la construcción de un orden legal que no
sólo desconoció a los pueblos indígenas con los que esa sociedad republicana en ciernes
convivía, sino que se constituyó a partir de la desaparición, la muerte y la miseria de aquellos.
No son otra cosa las llamadas Campañas al Desierto, Campañas al Chaco, Campañas de los
Andes y otras, que se extendieron por cien años, desde el gobierno de Martín Rodríguez en
Buenos Aires, hasta el de Roque Sáenz Peña en el nivel nacional. El detalle de las diferencias
entre esta clase de avanzada territorial y otras políticas previas y simultáneas requeriría un
espacio que no pretendo apropiar, pero es necesario dejar en claro que al menos hasta 1870,
los encuentros violentos eran matizados con una gran cantidad de intercambios comerciales,
sociales y políticos pacíficos a lo largo de toda la frontera interior, y que fue el estado argentino
en formación el que decidió, coincidiendo con un cambio ideológico feroz al interior de la elite
ilustrada, borrar unilateralmente con el codo la experiencia de conocimiento y trato mutuo, los
acuerdos que se habían firmado con las naciones indias, y las prioridades que su gobierno se
daba para llegar a ser una “sociedad civilizada”. A partir de allí, todo cambiaría, y los
sobrevivientes y descendientes de aquellos pueblos autónomos conocieron la esclavitud, la
trata de blancas, los fusilamientos masivos, las torturas (entre muchos otros procedimientos que
habían sido prohibidos por la Asamblea de 1813 y por la Constitución de 1853, y que como
denunciaban pública y cotidianamente la prensa, la Iglesia y el Congreso Nacional, fueron
“resucitados” para los indígenas); y especialmente la expropiación de sus territorios. Cualquier
persona puede acercarse a los archivos y verificar esto; los documentos no son difíciles de
hallar. Sin embargo, el trabajo eficaz de una serie de intelectuales orgánicos, secundados por

1
La autora es Dra. en Antropología, especialista en temas de Antropología história y política indígena. Es
investigadora del CONICET y docente de las Universidades Nacionales de Buenos Aires, Santiago del Estero y
Córdoba. Nota publicada en la página web de la Confederación Mapuche Neuquina
http://www.confederacionmapuce.com.ar/index.php?option=com_content&view=article&id=164:ique-esta-pasando-
con-los-pueblos-originarios&catid=38:fp-items

1
décadas de educación oficial, se encargó de tergiversar los conceptos para llegar a un esquema
de pensamiento bastante común, que consiste en ignorar estos hechos o en juzgarlos como un
“mal menor” frente al “peligro” representado por los indígenas.

¿Son originarios los Mapuche?

La situación de los mapuche no es diferente a la de los otros Pueblos Originarios del territorio
que hoy es argentino. Sin embargo, me interesa encararla un poco más centralmente debido a
la región particular en la que este Diario tiene mayor influencia.

En el conjunto de los Pueblos Originarios que hoy habitan el territorio argentino, los mapuche
sufren, al igual que otros pueblos, la agresión y la prepotencia de empresas y particulares que
aprovechan la vulnerabilidad que provoca el vacío legal para hacer con sus vecinos originarios
lo que tal vez no harían con otros vecinos. Sin embargo, se da una situación especial en
relación a la imagen que muchos argentinos se forman acerca de la relación entre los
mapuches y la argentinidad.

El último Censo Nacional de Población realizado en 2001, a través de la Encuesta


Complementaria de Población Indígena (ECPI)2, permite verificar que un 3,7 % de las personas
mapuches censadas en el país han nacido fuera del territorio argentino, mientras que un 96,3%
de los mapuche son considerados argentinos por haber nacido dentro de las fronteras de la
Argentina. El 89 % de los mapuche, además, ha nacido en la misma provincia en la que fueron
censados. Esto nos dice que a pesar de que muchas personas -algunas de buena fe y otras no-
, argumentan que los mapuche son “esencialmente” chilenos, la realidad es otra muy diferente:
el 96 % de ellos no es chileno, y más aun, casi todos viven y permanecen en el pago donde han
nacido.

Estos porcentajes de “natividad” son mayores que los de otros pueblos, según la misma ECPI.
Sin embargo, mientras no es común que se crea que se puede ser Qom (mal llamados tobas) o
Wichi (mal llamados matacos) y no ser argentinos, en la misma proporción muchos
compatriotas sostendrían que la condición de mapuche implica automáticamente la de chileno,
es decir, extranjero.

¿A qué se debe este error?

Antes que nada debemos advertir que desde el punto de vista de la ciencia antropológica más
rigurosa, es un sinsentido pretender hacer coincidir variables de pertenencia étnica y de
nacionalidad en sentido moderno, dado que son conceptos colectivos de diferente tipo, que no
se afirman ni se niegan mutuamente. En otras palabras, ser mapuche no contradice ni impide el
ser argentino o el ser chileno, como tampoco lo obliga, ya que son pertenencias de distinto
orden.

Por otra parte, desde el punto de vista histórico, pensar que ser mapuche es ser chileno es un
anacronismo, es decir un grave error científico, dado que los sentidos de pertenencia indígena
se remontan a una antigüedad mayor a la del trazado de las fronteras internacionales. Esto es,
los individuos que hoy son considerados chilenos o argentinos según hayan nacido más allá ó
más acá de la Cordillera, tienen como familia un origen enraizado en alguna de las pertenencias
antiguas (pehuenche, guluche, puelche, huilliche, moluche, picunche, waizufche, chaziche,
lafkenche, furilofche,wenteche, nagche, mahuidache, etc.) que hoy componen en conjunto la
ancestralidad mapuche y que antes de la consolidación de las fronteras estatales eran
soberanas en un territorio compartido bajo sus propias reglas. Ningún investigador que trabaje
con fuentes antiguas puede negar la presencia de estas pertenencias en el territorio pampeano
y patagónico desde varios siglos atrás. No hay dudas de la preexistencia al Estado nacional, por
ejemplo, de los pehuenche o de los huilliche, nombrados en infinidad de documentos
virreinales, crónicas de viajeros, etc., desde tiempos coloniales. Más aun, como demuestra la
historiadora Florencia Roulet, fue la presencia ancestral de los Pehuenches en lo que hoy son
las provincias cuyanas y el Neuquén lo que decidió la pertenencia de esta región a la égida del
Río de la Plata y no de Chile, en el siglo XVIII, ya que los mismos tenían mayores relaciones
económicas y políticas con Buenos Aires que con Santiago3. Y sin embargo, cuando hoy los
2
Fuente: www.indec.mecon.gov.ar. Según la ECPI, en nuestro país habitan, sobre un total de algo más de 600.000
personas que se reconocieron como pertenecientes a Pueblos Originarios: 113680 “Mapuches”, 10590 “Tehuelches”,
y varias identificaciones relacionadas, como “Pampas” (1585 hab.), “Rankulches” (10149).
3
Ver Florencia Roulet, “Guerra y diplomacia en la frontera de Mendoza: la política indígena del Comandante José F.
de Amigorena”. En Lidia Nacuzzi, (comp.) Funcionarios, diplomáticos, guerreros. Miradas hacia el otro en las
fronteras de Pampa y Patagonia (siglos XVIII y XIX). Sociedad Argentina de Antropología, Buenos Aires, 2002.

2
dirigentes agrupados en los Consejos Zonales Pehuenche o Huilliche, que a veces hasta portan
los mismos apellidos que esos antiguos habitantes, toman la palabra, nunca falta el que pone
en duda su derecho al reclamo con el argumento de que son “extranjeros”.

El panorama etnohistórico de Pampa y Patagonia es muy complejo, y no puede reducirse al


esquema binario mapuches (o araucanos) / tehuelches (o gününa kena, o aoniken, etc.) con el
que ciertos “expertos” simplificaron la cuestión para consumo popular. A la alta movilidad de las
sociedades prehispánicas y a su modalidad particular de uso compartido del territorio, no
siempre bien comprendida, debe agregarse una larga historia de variaciones en los etnónimos –
es decir en los nombres que los grupos se dan a sí mismos, o los que otros les dan.

Las variaciones a través del tiempo en los nombres de los pueblos no necesariamente significan
cambios en su identidad. En todo caso, son índice de nuevas formas de relacionarse con los
otros grupos, resultado del contexto histórico concreto. Por ejemplo, es obvio que para 1810 no
existía una sociedad que se presentara a sí misma con el nombre de “República Argentina”, aun
cuando en 1602 Del Barco Centenera había publicado su poema “La Argentina” para referirse a
la región que se extendía entre el Río de la Plata (que llamó “Argentino”), y el Pacífico. A
comienzos del siglo XIX lo “argentino” se reducía a la Ciudad de Buenos Aires. Los patriotas de
mayo lucharon en nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata y declararon la
Independencia en nombre de las Provincias Unidas de Sud América, no de la Argentina. Y sin
embargo, para 2010 nos preparamos a celebrar el Bicentenario del “nacimiento de la patria”, sin
poner en duda que el cambio de denominación no impide que nos reconozcamos como
herederos de aquéllos. Más aún, aquellas Provincias Unidas ni siquiera estaban constituidas
por todos los pueblos (hoy provincias) que siguiendo a diferentes caudillos, sucesivamente se
aliaban o se enfrentaban. En la firma de la Constitución de 1853 no participaron los distritos
más poblados de la actual República. Y sin embargo, a la hora del festejo no hilamos tan fino
como para destacar quién “era parte” y quién no lo era, de aquellos acuerdos que permitieron la
evolución social y política hacia lo que hoy somos. El nombre “Argentina”, derivado de la lectura
poética de un español acerca de la lucha colonial, no es inmemorial ni esencial sino
contingente, como todos los etnónimos, y ello no afecta ni la “identidad” ni el sentimiento
nacional.

En efecto, una de las premisas básicas del conocimiento etnológico es la de que las identidades
viven en proceso de cambio, con nuevas agregaciones y desagregaciones que cambian sus
ejes de alineación, y que las identidades cambiantes no son menos reales ni más espurias que
si permanecieran inmutables, como a veces pareciera que se les demanda... a los otros. Estas
premisas son básicas e irrefutables, como sabe cualquier antropólogo o sociólogo profesional,
por lo menos desde la década de 1970, con la publicación de los imprescindibles ensayos de
Fredrik Barth y Roberto Cardoso de Oliveira4.

Volviendo al panorama etnohistórico del sur argentino, su complejidad resulta también de la


escasez de fuentes claras, en las que la mención de etnónimos sea confiable, producto del
conocimiento real y objetivo de los grupos en cuestión. Por otra parte, todos estos pueblos se
mezclaban permanentemente, por medio de la circulación de personas y de productos
comercializables, de alianzas militares y de matrimonios mixtos, hasta llegado un punto en que
resulta artificial y alejado de la realidad intentar analizarlos por separado.

El investigador Miguel Angel Palermo demostró, sobre la base de documentos coloniales, cómo
en un mismo individuo podían converger, por vía del parentesco, varias líneas étnicas. Hemos
tomado de sus estudios los ejemplos que siguen: En 1750, por ejemplo, el cacique “Bravo” o
Cacapol, tehuelche septentrional “serrano” (de las sierras del sur de la actual provincia de
Buenos Aires), tenía por pariente “muy cercano” al cacique Ayalep, jefe de un grupo conocido
como picunche o pampa de los llanos de Córdoba y el sur de Cuyo; poco después se tiene
noticias de sus planes matrimoniales con una mujer tehuelche meridional de una tribu de la
zona del golfo de San Julián. Otro buen ejemplo es el del cacique “Negro” o Chanel, del río
Colorado, que hacia 1780 tenía una esposa auca, y un primo cacique en el golfo de San Julián,
territorio tehuelche meridional. En 1783, el cacique tehuelche septentrional Chulilaquin tenía un
yerno emparentado con los aucas del lago Huechulafquen, y diez años después se lo registra
con una esposa araucana. Un paso más avanzado al respecto es la formación de grupos
étnicamente mixtos. Su forma más elemental fue la asociación temporaria de partidas o tribus
de gente de distinta raíz étnica para un fin determinado: guerra, arreo de ganado, etc, situación
frecuentemente reflejada por las fuertes del siglo XVIIII. Pero en una segunda instancia algunas
de estas asociaciones tendían a hacerse estables bajo la forma de confederaciones como la de
los pampas bonaerenses con algunos caciques serranos de habla y vestimenta araucana en

4
Ver F. Barth Los grupos étnicos y sus fronteras. México: Fondo de Cultura Económica, 1976; R. Cardoso de
Oliveira, “Articulación interétnica en Brasil”, en Hermitte, E. y L.Bartolomé (comps.), Procesos de articulación social.
Amorrortu, Buenos Aires, 1977; ver también Claudia Briones, “La alteridad del <<Cuarto Mundo>>. Una
deconstrucción antropológica de la diferencia”. Ediciones del Sol, Buenos Aires, 1988.

3
1745, o la de los pampas del oeste o picunches con los araucanos instalados en sus territorios
hacia 1750. Las alianzas políticas, comerciales y matrimoniales involucraban movimiento de
personas hacia uno y otro lado de la cordillera, en ambas direcciones.

Uno de los indicadores más inmediatos de este permanente flujo de personas y grupos por el
territorio es el lingüístico: hay evidencias acerca del manejo de distintas lenguas en un mismo
grupo, a partir del siglo XVII y adquiriendo máximo vigor en el XIX, con casos de individuos que
hablaban hasta cuatro lenguas –incluido el castellano-, como el referido para la zona de
Carmen de Patagones por el viajero D´Orbigny en 1829, o las tribus trilingües –tehuelche
meridional y septentrional, y araucano- registradas por el viajero Cox en 1863, en el Neuquén.

¿Quiénes son los Araucanos?

Cuando Alonso de Ercilla escribió su poema “La Araucana”, a mediados del siglo XVI, para
describir la guerra de conquista en el centro-sur de Chile, no habrá estimado los efectos
políticos que tendría el mismo. Como Del Barco Centenera, eligió un nombre poético para la
región circundante a la Plaza de Arauco, que extendió a sus habitantes. Ercilla no pretendía que
todos los grupos emparentados con aquellos a quienes bautizó “araucanos” en español –sin
averiguar cómo se nombraban a sí mismos- fueran también araucanos. Simplemente estaba
describiendo los acontecimientos históricos en una fracción del territorio. Mucho menos estaba
en condiciones de afirmar que los habitantes de las regiones al este de la cordillera, que desde
tiempos inmemoriales compartían lengua, costumbres –con variaciones regionales- y tenían
redes parentales y comerciales con los transcordilleranos, tuvieran que ser denominados
“araucanos”. Sencillamente, no se ocupó de ellos. Pero los pueblos asentados a uno y otro lado
de los Andes, como consta en muchos documentos coloniales, reivindicaban identidades
locales que los diferenciaban al interior de este conjunto, y a la vez, sostenían una identidad
común en virtud de aquellas características compartidas.

A partir del siglo XVI se produce un cambio en esta situación, cuando aumenta el movimiento
de personas y familias que desde el oeste de los Andes se trasladan y se instalan al este de los
mismos, produciéndose también un aumento en la influencia de sus pautas culturales sobre las
de los grupos receptores. Aquellas prácticas tradicionales de asociaciones temporarias y
matrimonios interétnicos son las que permitieron la penetración cultural “araucana”, ya que no
hubo acciones de conquista militar ni de imposición cultural forzada5.

Este fenómeno fue advertido y documentado por cronistas, exploradores, militares y


misioneros, que enfatizaron el carácter “araucano” de la nueva configuración por sobre los
demás elementos existentes. Sin embargo, la imagen de lo “araucano” –trátese de emigrados o
de grupos locales influidos por su cultura- no se equiparó a “peligro extranjero” hasta mucho
después. El interés por atribuir una u otra nacionalidad a los indígenas patagónicos, surgió a
fines del siglo XIX como parte del movimiento ideológico que derivó en la consolidación de
ambos Estados. Es decir, lo que cambió abruptamente a fines del siglo XIX, coincidiendo con
nuestra “Generación del 80”, no fue tanto la realidad de los grupos indígenas, como la
perspectiva de los observadores.

La conformación del Estado nacional, a fines del siglo XIX, coincidió con un tipo de discurso
autoritario que luchaba por hegemonizar el cuerpo de discursos sobre la población. En 1878
Estanislao S. Zeballos, promotor e “intelectual orgánico” del roquismo, escribió por encargo y
pagado por el Ministerio de Guerra, y para acompañar el proyecto que se convirtió en Ley 947
/1878 de establecimiento de la frontera interior en el Río Negro, un alegato titulado “La
conquista de quince mil leguas”. Esta obra, donde Zeballos describió a su conveniencia un
territorio y una población que no conocía, presentó varios postulados que si bien fueron puestos
en cuestión por otros expertos de la época como Lucio V. Mansilla y Nicolás Calvo, confluyeron
en la justificación ideológica de las campañas militares. Entre ellos, que las “quince mil leguas”
eran un territorio valioso para el Estado en formación y que valía la pena intentar su apropiación
antes de que lo hiciera el Estado chileno; que los pobladores indígenas de dicho territorio
representaban la “barbarie” que amenazaba a la nación “civilizada”; que la subsistencia
independiente de los indígenas de la región representaba un perjuicio para la economía
“nacional” tanto por las “depredaciones” que sufrían las estancias como por el “tributo” (las
raciones) que el gobierno se había obligado a pagar a algunos de ellos; y, como frutilla del
postre, que el origen (y el destino) de estos indígenas eternamente “belicosos” estaba en Chile.
Al crear un enemigo “extranjero”, el Ministerio de guerra lograba así debilitar la oposición que

5
Ver con mayor detalle en Miguel Angel Palermo, “Mapuches, Pampas y Mercados Coloniales”. En Etnohistoria, ed.
digital de Noticias de Antropología y Arqueología. Buenos Aires, 1999.

4
desde muchos sectores se hacía a la política expansionista de Avellaneda y Roca.
Contrariamente a lo que algunos sostienen, la política de Roca no era un deseo generalizado ni
era la única política posible, sino que muchas voces que no pueden ser tachadas de
sensibleras, como Sarmiento y Mitre, acusaban al gobierno de cometer “crímenes de lesa
humanidad” en perjuicio de habitantes pacíficos6 y le reprochaban que no utilizara los recursos
que la legalidad le proveía. Por ello, a partir de allí, en sus obras posteriores, Zeballos
argumentará cada vez con mayor énfasis en la supuesta raíz chilena de los indígenas de la
Pampa y la Patagonia; idea que será rescatada por la etnología política nacionalista a partir de
1920 y difundida como verdad “científica”, aunque la raíz de su argumento no estuvo nunca en
el ámbito de la ciencia, sino de la política parlamentaria y militar, y el éxito en la difusión del
error no se debe a sus virtudes etnohistóricas sino a sus conotaciones políticas.

De hecho, en Chile, las tesis formuladas en la década del '20 por Ricardo Latcham y Francisco
Encina, que atribuyen a los araucanos un origen prehistórico pampeano (“argentino”)
emparentado con los guaraníes, fueron apropiadas rápidamente, por idénticos motivos, por el
discurso hegemónico y pasaron a dominio público a través de los textos escolares de Historia,
de manera que también en Chile los araucanos se convirtieron en “extranjeros”.

Se sabe que en los años contemporáneos e inmediatamente posteriores a las campañas


militares en la Patagonia –sólo por dar una fecha, recordemos que el combate de Apeleg (Río
Senguerr), se produjo en 1883- numerosas familias mapuche y tehuelche huyeron hacia Chile,
donde algunas de ellas se establecieron definitivamente, pero otras regresaron al oriente de los
Andes, de donde eran originarias, cuando las condiciones fueron propicias. Este origen
“argentino” de algunas familias aparentemente “chilenas”, está documentado en fuentes
militares de la época7 y en numerosos registros de historia oral8.

El territorio original de los actuales pueblos patagónicos se extendía a ambos lados de lo que
hoy es la frontera internacional. Dado que las migraciones, intercambios matrimoniales y el
nomadismo tradicional hacen imposible verificar una fijación territorial a uno u otro lado de la
cordillera, son tan falaces las afirmaciones que pretenden asignar origen trasandino a los
mapuche o araucanos, como las afirmaciones acerca de un origen “argentino” de los tehuelche.

Las migraciones afectaron a la totalidad de los pueblos originarios. Ni los Mbya Guaraní
pueblan hoy el mismo territorio que en tiempos previos a la Conquista9 ni los Ava-Guaraní,
Chiriguanos ni Chané10, ni los Wichi11, ni siquiera los pueblos reconocidamente sedentarios y
agricultores del NOA, que por situaciones de emergencia relacionadas con el Incanato primero
y con el dominio español y republicano después, modificaron drástica y repetidamente sus
espacios de establecimiento12. Sin embargo, todos los pueblos mencionados son originarios y
preexistentes, pero no porque sean “originarios” de un territorio totalmente incluido en lo que
hoy es territorio argentino y hayan permanecido estáticamente dentro de sus fronteras, sino
porque en su carácter de Pueblo preexistente al Estado argentino, son originarios de un
territorio que también es preexistente al trazado de las fronteras internacionales, y es en ese
carácter de preexistentes que se hacen merecedores de derechos constitucionales específicos.

Pretender negar esta clase de preexistencia es no sólo ignorar los procesos ancestrales de
poblamiento nómade, sino eludir la responsabilidad del propio Estado nacional, que luego de las
campañas militares escindió a la totalidad de la población originaria de sus territorios
ancestrales para confinarlos en otros, en función de políticas que no tuvieron nada que ver con
las preferencias o propuestas autóctonas. La única salida ética para esta historia es entonces
reconocer las responsabilidades históricas, disponernos a encontrar formas de reparación que,
si bien nunca podrán retrotraernos a tiempos pasados, al menos intenten cierta justicia, y
empezar para ello reconociendo la pertenencia de las familias originarias, independientemente
de su ser mapuche o tehuelche, a un territorio ancestral sobre el cual se instaló el Estado
argentino, pero que fue mapuche y tehuelche antes de ser argentino.

6
Valen como muestra el editorial de La Nación de los días 16 y 17 de noviembre de 1878, y las intervenciones de
Sarmiento en el Congreso Nacional, durante 1878 y 1879.
7
Ver por ejemplo en Juan C. Walther, La conquista del desierto: años 1527-1885. Círculo Militar, Buenos Aires,
1947.
8
Ver Walter Delrio, Memorias de expropiación. Sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia, 1872-1943.
Buenos Aires: Ed. de la Universidad Nacional de Quilmes, 2005; también Norma Sosa, Mujeres indígenas en la
Pampa y la Patagonia. Ed. Emecé, Buenos Aires, 2001; y Lucía Golluscio, El Pueblo Mapuche: poéticas de
pertenencia y devenir. Ed. Biblos: Buenos Aires, 2006.
9
Ver Pierre Clastres La sociedad contra el Estado. Caracas: Monte Avila Ed., 1978.
10
Ver Guillermo Magrassi Los Aborígenes de la Argentina. Editorial Galerna – Búsqueda de Ayllu, Buenos Aires,
1989.
11
Ver Pastor Arenas Etnografía y alimentación entre los Toba-Ñachilamole#ek y Wichí-Lhuku’tas del ChacoCentral
(Argentina). Buenos Aires, 2003.
12
Ver Ana M. Lorandi y Roxana Boixadós “Etnohistoria de los Valles Calchaquíes en los siglos XVI y XVII”. En RUNA
Vol. 17, UBA, Bs. As, 1987.

5
En cuanto a la tan debatida antigüedad del término mapuche, Francisco P. Moreno verificó en
1876 su utilización –bajo la forma mapunche- para denominar a algunos de los participantes de
un Parlamento reunido tiempo atrás en el área de influencia de Sayhueque13. Manuel
Olascoaga también lo mencionó en algunos de sus escritos. Con el tiempo este término se fue
extendiendo para abarcar al conjunto de subgrupos que comparten una cultura, y
especialmente una lengua (el mapudungun), aun con variaciones dialectales. En esta acepción
extendida –lengua “mapuche” para aplicar a todo este conjunto de gente- lo recogieron los
sacerdotes en dos catecismos escritos a fines del siglo XIX, tal como lo demostraron la
historiadora María Andrea Nicoletti y la etnolingüista Marisa Malvestitti.

¿Qué pasó entre mapuches y tehuelches?

El otro argumento que Zeballos propuso en 1878 es el de la “natural” diferencia entre los
indígenas que residían en la Pampa –objetivo de la Ley 947-, a los que señalaba como
extranjeros y bárbaros, de los “originarios del país” que habitaban al sur del Río Negro, donde la
incorporación de sus territorios al Estado aún no se presentaba como un proyecto inmediato, y
por lo tanto no debían ser (por el momento) atacados. Afirmaba también que estos pobladores,
a los que denominaba tehuelches por ignorar sus etnónimos propios, “derramarían su sangre en
defensa de la colonización del Chubut y de Carmen de Patagones”. Es decir, que la
clasificación propuesta por Zeballos entre tehuelches (civilizables) y araucanos (no civilizables)
tenía como corolario la propuesta de integración provisoria de los indios “más civilizables” para
emplearlos en combatir a los “no civilizables”. Más aún, a lo largo de su obra, Zeballos señalaba
las vías previstas para la efectivización de esta integración estratégica de los tehuelche, que
consistían en el “fomento de sus vicios”. Así, acompañando este cinismo político, se originó la
línea de pensamiento que insiste en una supuesta “amistad” entre el estado argentino y los
tehuelche que habría sido arruinada por la intromisión de los araucanos/mapuches, que habrían
provocado la extinción de los primeros, ya sea involuntariamente (por la araucanización) o
adrede (por genocidio).

Si bien es cierto que en tiempos históricos hubo enfrentamientos militares entre tehuelches y
mapuches, ello no significa que unos defendieran y otros invadieran una soberanía “nacional”
que no existía, sino que la presión de la frontera criolla que avanzaba potenció la competencia
por el control de un recurso cada vez más escaso. Y aun así, eran más usuales los encuentros
pacíficos, ya fuera para el comercio y los matrimonios, como ya mencionamos, como para la
acción política, como lo manifiesta la larga tradición de Füta Trawün (Parlamentos Generales)
en los que interactuaban tehuelches y mapuches desde por lo menos el siglo XVIII, cuestión
documentada entre otros por Moreno, Musters y Onelli14.

Será el Ejército Argentino –y no los mapuche o araucanos- el que acabe con la libertad y la
vitalidad de la nación tehuelche, muy pocos años después, cuando sus prioridades territoriales
se modifiquen. El Combate de Apeleg fue decisivo para la derrota definitiva de mapuches y
tehuelches -que lucharon aliados- a la vez. Los principales jefes tehuelche Inacayal, Foyel y
Orkeke sufrieron el ostracismo y la muerte bajo la égida republicana. Orkeke, paseado por la
Ciudad de Buenos Aires como curiosidad viviente, poco después de su derrota, murió en ella en
septiembre de 1883 y sus restos fueron expuestos al público en el Hospital Militar. Inacayal vivió
varios años prisionero y reducido a la servidumbre en el Museo de La Plata hasta su muerte, y
sus restos corporales fueron ignominiosamente desguazados y repartidos por diferentes
depósitos. Toda su familia, así como la familia de Foyel, sufrió la misma suerte. Esta barbarie
no provino del “desierto” ni de los araucanos, sino de la sociedad “civilizada”.

Hasta muy recientemente, los tehuelche abandonaban sus pautas culturales en pro de la
adopción de la cultura “blanca”, mucho más que a favor de la mapuche. La extinción de las
lenguas del extremo sur patagónico –aonikenk, günuna kena, tchonek, selknam, etc.- se
produce cuando, cansados de la persecución y la discriminación, sus hablantes se pasan al
castellano, no al mapudungun. Quiero decir, que la responsabilidad decisiva en el etnocidio y el
genocidio de los tehuelche le cabe indudablemente al Estado nacional y a los particulares que a
su sombra no tuvieron reparos en acabar con ellos.

Lo que suceda de ahora en adelante tendrá que ver con las decisiones que como ciudadanos
tomemos, manteniendo por default discursos y políticas generados en tiempos de injusticia, o

13
F.P. Moreno, “Viaje a la Patagonia Septentrional”, Anales de la Sociedad Científica Argentina, tomo 1, Buenos
Aires 1876.
14
W. Delrio y A. Ramos “‘Reunidos en Füta Trawün’ Agencias políticas y alianzas identitarias desde los parlamentos
mapuche-tehuelche”. Actas del VIII Congreso de Antropología Social, 2006. Universidad Nacional de Salta.

6
buscando una nueva ética que comience a reparar los daños, sobre la base del conocimiento
informado y objetivo de nuestra historia. En esto, todos somos responsables.

You might also like