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HISTORIA DE L A CIENCIA

«Natura enim non nisi parendo vincitur»


(«Sólo someterá a la Naturaleza quien se someta

Tienta el hombre primitivo con magias y hechizos


fertilizar la tierra,
proteger sus ganados de la peste,
reproducir sus crías.

Luego vuelve sus ojos a dioses caprichosos,


para escapar al fuego, a la riada:
en las aras las víctimas humean,
los altares se bañan de sangre.

Filósofos y sabios—osados, pretenciosos—


dictan estatutos categóricos:
y prueban por razón y libros sacros
lo que debe ser Natura.

Y Natura sonríe su esfíngica sonrisa,


y contempla su efímero apogeo,
esperando paciente— un breve tiempo—
a ver cuál se disipan sus castillos de viento.

Luego Uegan los hombres de corazón humilde,


sin esquemas ni diseños prefijados,
contentos con su módico papel de observadores
—observación, comprobación, experimentación, hipótesis-

Van saltando a la vista del fondo del caos


claros fragmentos de un grandioso Todo;
el hom o va venciendo a la Natura,
aprendiendo y siguiendo sus caminos.

Ya brilla en lontananza el cambiante diseño:


mas, ¡ahí, sus fugaces destellos
nos silencian las esencias entrañables de sus piezas,
el sentido del sutil rompecabezas.

Y Natura sonríe, y no traiciona


el secreto que guarda en sus entrañas,
donde veta y oculta celosa
el enigma inescrutable de ¡a Esfinge.

Hilfield, Dorset.
Septiembre 1929.
Sir W ILLIAM CECIL DAMPIER

HISTORIA
DE LA

CIENCIA
Y SUS RELACIO NES
CON LA F IL O S O F IA Y LA RELIGION

rCUARTA EDICION

temos
Los derechos para la versión castellana de la obra
A History o f Science and its relation to Philosophy and Religión
publicada por The Syndics o fT h e Cambridge University Press
son propiedad de Editorial Tecnos

Traducción de la reim presión de la 4.a edición inglesa por


Cecilio Sánchez Gil

Diseño de cubierta:
CD Form, S. L.
Servicios editoriales

1 a edición, 1972
4.a edición, 2008

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la
Ley, que establece penas de prisión y/o m ultas, adem ás de las correspondientes
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jad a en cualquier tipo de soporte o com unicada a través de cualquier m edio, sin
la preceptiva autorización.

© EDITORIAL TECN OS (GRUPO ANAYA, S. A.), 2008


Juan Ignacio L uca de Tena, 15 - 28027 M adrid
ISBN: 978-84-309-4707-2
Depósito Legal: M. 23.194-2008

P rinted in Spain. Im preso en España p or Closas-Orcoyen, S. L.


P rólogo Pág.

I n t r o d u c c ió n ................................................................................................... .....................................

Los ORÍGENES.........................................................................................................................................

Documentos geológicos.—Instrumentos de pedernal.—Edades glaciares.—


Tiempos paleolíticos.—Tiempos neolíticos.—La Edad de Bronce.—La
Edad de Hierro.—Pueblos ribereños y nómadas.—Las razas de Europa.—
Magia, religión y ciencia.

C a p . I.—í a c ie n c ia e n e l m u n d o a n t i g u o ..........................................................................

Los albores de la civilización.—Babilonia.—Egipto.—India.—Grecia y los


griegos—Los orígenes de la religión y filosofía griegas.—La religión y
la filosofía en los tiempos clásicos.—Los filósofos ionios.—La escuela de
Pitégoras.—-El problema de la materia.—Los atomistas.—La medicina
griega.—Desde los atomistas hasta Aristóteles.—Aristóteles.—Civilización
helénica.—Geometría deductiva.—Arquímedes y los orígenes de la mecá­
nica.—Aristarco e ííff>arco.—La escuela de Alejandría.—Los orígenes de
la alquimia.—La edad romana.—Decadencia y ocaso de la cultura.

C a p . II.— E dad M e d ia ....................................................................................................................

La Edad Media.—Los Padres de la Iglesia.—La Edad oscura.—La recons­


trucción de Europa.—La escuela árabe.—El resurgimiento de la cultura
en Europa—El siglo xiii.—Tomás de Aquino.—Roger Bacon.—Decaden­
cia del escolasticismo.

C a p . III.— E l R e n a c im ie n t o .........................................................................................................

Orígenes del Renacimiento.—Leonardo da Vinci.—La Reforma.—Copér­


nico.—Historia natural, medicina y química.—Anatomía y fisiología.—-
Botánica.—Gilbert de Colchester.—Francisco Bacon.—Kepler.—Galileo.—>
De Descartes a Boyle.—Pascal y el barómetro.—Hechicería.—Matemáti­
cas.—Los orígenes de la ciencia.

C ap , IV.—Los tie m p o s d e N e w t o n .........................................................................................

Estado de la ciencia en 1660.—Academias científicas.—Newton y la gra­


vitación—Masa y peso.—Adelantos en matemáticas.—Optica física y teo­
rías sobre la luz.—Química.—Biología.—Newton y la filosofía.—Newton
en Londres.
8 HISTORIA DE LA CIENCIA

C ap. V.—E l s i g l o xV iii 205

Matemáticas y astronomía.—Química.—Botánica, zoología y fisiología.—


Descubrimientos geográficos.—-De Locke a Kant.—Determinismo y ma­
terialismo.

C ap. VI.— L a f í s i c a e n e l s i g l o x ix 227

La edad científica.—Matemáticas.—Fluidos imponderables.—Unidades.—


La teoría atómica.—La corriente eléctrica.—Efectos químicos.—Otras pro­
piedades de las corrientes.—Teoría ondulatoria de la luz.—Inducción
electromagnética.—KDampo de fuerzas electromagnético.—Unidades elec­
tromagnéticas.—-El calor y la conservación de la energía.—Teoría ciné­
tica de los gases.—Termodinámica.—Análisis del espectro.—Ondas eléc­
tricas.—-Acción química.—Teoría sobre la solución.

C ap . VII.—L a b i o lo g ía e n e l s i g l o x i x ............................................................................ 278

Significado de la biología.—Química orgánica.—Fisiología.—Microbios y


bacteriología.—'Los ciclos del carbono y del nitrógeno.—-Geografía fí­
sica y exploración científica.—<Jeología.—Historia natural.—La evolución
anteriormente a Darwin.—-Darwin.—Evolución y selección natural.—An­
tropología.

C ap . VIII.— C ie n c ia y f i l o s o f í a e n e l s i g l o x i x ....................................................... 314

Tendencias generales del pensamiento científico.—Materia y fuerza —


La teoría de la energía.—Psicología.—Biología y materialismo.—Ciencia y
sociología.—-Evolución y religión.—Evolución y filosofía.

C ap . IX.—N u e v o s a v a n c e s e n b i o lo g ía y a n t r o p o l o g í a .......................................... 347

El estado de la biología.—Mendel y la herencia.—-El estudio estadís­


tico de la herencia.—Conceptos posteriores sobre la evolución.—Heren­
cia y sociedad.—Biofísica y bioquímica.—Los virus.—Inmunidad.—Ocea­
nografía.—^Genética.—-El sistema nervioso.—Psicología.— ¿Es el hombre
una máquina7—Antropología física.—Antropología social.

Cap. X.— L a n u e v a e r a d e l a f í s i c a .................................................................................... 394

La nueva física.—Rayos catódicos y electrones.—Rayos positivos y ató­


micos.—Radiactividad.—Rayos X y números atómicos.—La teoría cuán­
tica.—Estructura del átomo.—Teoría de Bohr.—Mecánica cuántica.—
Relatividad. — Relatividad y gravitación. — La física reciente.—Atómica
nuclear.—-Química.

Cap. XI.— E l u n i v e r s o e s t e l a r ................................................................................................ 456

El sistema solar.—Las estrellas.—Estrellas dobles.—Estrellas variables.—


La galaxia.—'Naturaleza de las estrellas.—Evolución estelar.—La relati­
vidad y el universo.—Astrofísica reciente.—Geología.
INDICE GENERAL 9

C a p . X II.— L a f il o s o f ía c ie n t íf ic a y s u s p e r s p e c t i v a s ....................................... 480

La filosofía en el siglo xx.—Lógica y matemáticas.—Inducción.—Las leyes


naturales.—La teoría del conocimiento.—Matemáticas y naturaleza.—La
desaparición de la materia.—Determinismo y libre albedrío.—El concepto
de organismo.—Física, conciencia y entropía.—Cosmogonía.—Ciencia,
filosofía y religión.
A p é n d ic e , por I. Bernard C o h é n ............................................................................ 527
I n d ic e d e a u t o r e s y m a t e r ia s .................................................................................................. 545
PROLOGO

Tal vez la realización más maravillosa de la mente humana sea el com­


plejo estructural tan vasto como imponente de la ciencia moderna. En cam­
bio, su origen, desarrollo y conquistas constituyen una de las partes menos
conocidas de la historia, y apenas si han entrado en la corriente de la lite­
ratura general. Los historiadores relatan las guerras, la política, la economía;
pero nos dicen poco o nada sobre la génesis y desarrollo de esas actividades
que sorprendieron los secretos del átomo, que descorrieron ante nuestros
ojos los misterios profundos del espacio, que revolucionaron las categorías
filosóficas y nos proporcionaron los medios de elevar nuestro bienestar ma­
terial a un nivel que está por encima de cuanto pudieron soñar las genera­
ciones pretéritas.
Los griegos identificaron la filosofía y la ciencia; la Edad Media incor­
poró las dos a la teología. El método experimental, aplicado al estudio de
la Naturaleza después del Renacimiento, condujo al divorcio entre unas y
otras. En efecto, mientras la filosofía natural se basó en la dinámica de
Newton, los discípulos de Kant y Hegel aislaron la filosofía idealista de la
ciencia contemporánea; y ésta, en justa reciprocidad, optó bien pronto por
prescindir de la metafísica. Luego la biología transformista y la matemática
y la física modernasTpor una parte, profundizaron el pensamiento cientí­
fico, y, por otra, obligaron a los filósofos a tener en cuenta a la ciencia;
y así ésta vuelve a tener sentido para la filosofía, la teología y la religión.
Entretanto la física, que por tanto tiempo buscó y halló los moldes mecá­
nicos de los fenómenos sometidos a su observación, parece como si al fin
hubiese llegado a los umbrales de un santuario en el que fallan los moldes,
a la entraña de cosas fundamentales que «ciertamente no son mecánicas»,
como dijo Newton.
Los hombres de ciencia, acostumbrados en su mayoría a dar por supuesto
con toda ingenuidad que manipulan las realidades últimas, empiezan a en­
trever con más claridad el verdadero carácter de su obra. Los métodos
científicos son primordialmente analíticos, y tienden en lo posible a plasmar
y expresar los fenómenos en fórmulas matemáticas y en conceptos físicos.
Pero hoy día se ha llegado a comprender que los conceptos fundamentales
de las ciencias físicas representan abstracciones elaboradas por nuestra mente
para reducir a orden y simplificar el caos aparente de los fenómenos.
Así la ciencia, en su afán de captar la realidad, sólo nos ofrece algunos de
sus aspectos, y esos esquematizados, pero no la realidad misma. Aun así, los
mismos filósofos empiezan a darse cuenta de que para el estudio metafísico
de la realidad no hay mejor base documental disponible que los métodos
12 HISTORIA DE LA CIENCIA

y resultados de la ciencia, y que sobre éstos debe construirse un nuevo rea­


lismo, suponiendo que ello sea posible.
Simultáneamente se despertó un interés nuevo por la historia de la cien­
cia y por sus repercusiones e interacciones con otras líneas de pensamiento.
La primera publicación de la revista Isis, aparecida en Bélgica en 1913, y
posteriormente la fundación de la Sociedad para la Historia de la Ciencia,
que es una organización internacional con su centro en América, marcaron
una época en el desarrollo de esta materia. Probablemente van de la mano
la renovación filosófica y la histórica, pues así como el matemático o el
experimentador que se concentra en algún problema concreto sólo necesita
conocer la labor realizada por sus predecesores inmediatos, así, por el con­
trario, el que trata de captar el sentido profundo de la ciencia en general
y sus repercusiones en las otras categorías del pensamiento debe tener una
idea de su genética.
Hace ya cerca del siglo que Whewell escribió sus libros sobre la historia
y filosofía de las ciencias inductivas; pero sus apreciaciones, tan matizadas
y ponderadas, conservan aún su valor y pueden ser de utilidad. Desde los
tiempos de Whewell no sólo se ha producido una exuberante floración de
conocimientos científicos, sino que muchos estudios especializados han arro­
jado nueva luz sobre el pasado. Ha llegado el momento de intentar escribir
otra historia general de la ciencia siguiendo las líneas de Whewell, y de pre­
sentar, no una monografía detallada de un período o tema particular, sino
un croquis completo del desarrollo del pensamiento científico. Estimo que
semejante historia de la ciencia tiene mucho que enseñarnos sobre el sentido
íntimo de la misma ciencia y sobre sus implicaciones en el terreno de la
filosofía y de la religión.
Los humanistas del Renacimiento resucitaron el estudio del griego no
sólo por su valor lingüístico y literario, sino porque las obras de los filósofos
griegos constituían la mejor fuente de información sobre la Naturaleza. Así
la educación clásica de entonces comprendía todos los conocimientos natu­
rales. Pero eso se acabó hace mucho tiempo; hoy día la cultura basada en las
lenguas de hace dos mil años sólo refleja de una manera muy inadecuada el
verdadero espíritu griego, a no ser que, estudiando simultáneamente los mé­
todos y las adquisiciones científicas del pasado y del presente, avizore con
entusiasmo el horizonte en busca de un conocimiento creciente de la Natu­
raleza en el futuro.
El plan general de este libro se basa en un esbozo del mismo tema que
publicamos mi mujer y yo en Longmans en 1912, bajo el título de La ciencia
y la mente humana. También he aprovechado y ampliado ideas aparecidas
en otros escritos míos, especialmente en los siguientes: The Recent Develop-
ment of Physical Science (Murray, cinco ediciones, 1904 a 1924); el capí­
tulo sobre «La era científica» en el volumen X II de la Cambridge Modem
History (1910); el artículo «Science» en la undécima edición de la Encyclo-
paedia Britannica; Ja colección de clásicos científicos en el volumen Cam­
bridge Readings in the Literature of Science, 1924 y 1929; una alocución
presidencial a la Devonshire Association en 1927 sobre la época de New-
PROLOGO 13

ton, y el capítulo sobre «El nacimiento de la ciencia moderna» en la Uni­


versal History de Harmsworth— 1928— . Mi agradecimiento a los editores
respectivos de estas obras.
Naturalmente es imposible especificar todas las fuentes en donde se han
inspirado los siguientes capítulos. Pero debo mencionar la ayuda que me ha
prestado la obra histórica del Dr. George Sarton y los escritos científicos
y filosóficos de mis amigos el Dr. A. N. Whitehead y el profesor Eddington.
El volumen I de ¡a monumental Introduction to the History of Science del
doctor Sarton apareció en 1927, de forma que pude aprovechar su maravi­
lloso arsenal para mis capítulos sobre la antigüedad y el primer período
medieval. Esperamos con ilusión los demás volúmenes.
También agradezco ¡a inapreciable ayuda personal que me han prestado
los amigos que vieron partes del manuscrito o de las pruebas y me honraron
con sus observaciones. El profesor D. S. Robertson leyó el capítulo I sobre
«La ciencia en el mundo antiguo»; el Dr. H. F. Stewart, el referente a «La
Edad Media»; Sir Ernest— luego lord—Rutherford, «La nueva era de la
Física»; el profesor Eddington, las secciones sobre la relatividad y la astro­
física y el último capítulo sobre «La filosofía científica y sus perspectivas»,
mientras que mi hija Margaret, Mrs. Bruce Anderson, revisó las partes rela­
tivas a la biología y la introducción. Miss Christine Elliott hizo la mayor
parte del trabajo propid'de secretaria: copió y recopió el manuscrito unas
cinco veces por término medio, y me ayudó con innumerables observaciones
y sugerencias. Mi hermana y mi hija Edith compartieron la fastidiosa tarea
de preparar el índice. A todos ellos mi más cordial agradecimiento; a su
ayuda se debe en gran parte cualquier mérito que pueda tener este libro.
Yo emprendí el «tíudio de lo que luego constituiría este volumen en un
esfuerzo por aclarar mis propias ideas sobre los temas importantísimos que
se abordan en él. Este libro lo escribí principalmente para mi propia satis­
facción y entretenimiento, pero confío que alguno de mis lectores pueda
sacar de él algún provecho.

W. C. D. D.-W.

PROLOGO A LA SEGUNDA EDICION

El hecho de que a los pocos meses de publicarse este libro haga falta
una nueva edición demuestra que los temas que aborda interesan no sólo
a los hombres de ciencia, sino a un círculo más amplio de lectores.
No hay historia que tanto fascine como la evolución del pensamiento
científico, que representa el esfuerzo vitalicio del hombre por comprender
el mundo en que se halla. Esta historia adquiere especial interés ahora que
se está realizando ante nuestros ojos una verdadera síntesis histórica del
conocimiento y que presagiamos el alborear de grandes acontecimientos.
Creo firmemente que la ciencia suministra un tema apasionante para la hts-
14 HISTORIA DE LA CIENCIA

toria y un incentivo para la literatura, y tengo la satisfacción de haber ins­


pirado a otros la misma fe.
Quiero expresar mi agradecimiento a los diversos revisores y comunican­
tes que me hicieron una critica competente de algunos puntos concretos de
la primera edición. No siempre he podido adoptar todas sus sugerencias,
pero al menos les he dedicado atenta consideración. En particular, debo re­
conocer con gratitud la ayuda que me han prestado mis amigos Sir James
Jeans y el profesor E. D. Adrián.
W. C. D. D.-W.

PROLOGO A LA TERCERA EDICION

Han transcurrido once años entre la segunda y tercera edición de este


libro. Por algún tiempo ha estado agotado. El retraso inevitable en la publi­
cación de esta edición se debió a la acumulación de otros trabajos inapla­
zables antes de estallar ¡a segunda guerra mundial, y más aún una vez decla­
rada.
Durante el decenio 1930-40 se ha avanzado mucho en la investigación
científica y se han hecho muchos descubrimientos impresionantes. Además,
durante ese tiempo ¡a misma historia de la ciencia se ha impuesto como
tema de estudio, y, como resultado de una investigación más sistemática, se
ha hecho nueva luz sobre el pasado. Las prensas han volcado una cantidad
enorme de literatura, pero bastará citar los libros siguientes entre los que
tratan de la historia de la ciencia en general: Greek Mathematics, 1931, y
Greek Astronomy, 1932, de Sir Thomas Heath; las dos partes del volumen
segundo de la Introduction to the History of Science, del Dr. G. Sarton
— publicada en 1931—, que llega hasta el siglo X III inclusive; la History
of Science, Technology and Philosophy, del profesor A. Wolf— publicadas
en 1934 y 1938—, que comprende los siglos X V I, X V II y X V III; Mathema­
tics for the Million, 1937, del profesor L. Hogben, lo mismo que su Science
for the Citizen, en 1940; el volumen de las conferencias de Cambridge ti­
tulado The Background to Modern Science, 1938, y Science since 1500,
publicado en 1939. La revista Isis ha ido publicando periódicamente nú­
meros dedicados especialmente a la historia de la ciencia, proporcionando
así ininterrumpidamente una mina de información casi inagotable. Esto nos
ha obligado a refundir ampliamente el texto primitivo y a componer un
capítulo sobre las adquisiciones de estos últimos diez años. De aquí ha re­
sultado un nuevo libro.
Una vez más he podido beneficiarme, gracias a su bondad, de los cono­
cimientos y experiencias de mis amigos, a los que envío mi más sincero y
cordial agradecimiento. El profesor Cornford leyó el capítulo primitivo sobre
«La ciencia en el Mundo Antiguo» y me sugirió muchas mejoras. En cuanto
al material nuevo de los últimos años me han asesorado en Física los docto­
res Aston y Feather; en Química, el Dr. Mann; en Geología, el Dr. Elles,
PROLOGO 15

y en Zoología, el Dr. Pantin. Mi hija Margaret escribió el apartado sobre


bioquímica, y su marido, el Dr. Bruce Anderson, el relativo a la inmuniza­
ción. La señorita Christine Elliott descifró y mecanografió mi manuscrito
un tanto caótico, y mi hermana, señorita Dampier, introdujo las adiciones
obligadas en el índice, mientras que la Cambridge University Press realizó
su labor como impresora y editora con la cortesía y habilidad que la carac­
terizan.
W. C. D.

PROLOGO A LA CUARTA EDICION

A l preparar esta cuarta edición he repartido entre los capítulos anterio­


res la mayor parte de los temas que aparecieron en la tercera edición bajo
el epígrafe «1930 a 1940». Algunos trabajos nuevos, realizados especial­
mente en América e Inglaterra, para resolver determinados problemas béli­
cos contribuyeron incidentalmente a incrementar el stock de conocimientos
científicos. He procurado dar cuenta de los descubrimientos más importantes
que se han publicado.
A la lista de libros ''(fue mencioné en el último prólogo deben añadirse
ahora la Modern Chemistry, de Mr. A. /. Berry; la tercera edición de The
Atom, de Sir George Thomson, y The Atom and Its Energy, del profesor
Andfetde.
Desde que apareció la última edición he tenido que deplorar la muerte
de tres amigos q uente ayudaron en la composición de este libro en una
u otra fase: Lord Rutherford, Sir Arthur Eddington y Sir ]ames Jeans.

W. C. D.
INTRODUCCION

La palabra latina scientiq—de scire, saber, conocer—significa en su


sentido más amplio toda clase de conocimiento. Pero generalmente suele
restringirse al conocimiento de las ciencias naturales, si bien el término
equivalente alemán que más se le acerca, Wissenschajt, comprende todo gé­
nero de estudios sistemáticos, no sólo de las materias que nosotros catalo­
gamos como ciencias, sino también de otras como la historia, la filología y la
filosofía. Así, pues, nosotros podemos definir la ciencia como el conoci­
miento organizado de los fenómenos naturales y el estudio racional de las
relaciones existentes entre los conceptos con los que expresamos esos fenó­
menos.
Podemos fijar el origen de la ciencia física en la observación de ciertos
sucesos recurrentes de la Naturaleza, como el movimiento aparente de los
cuerpos celestes, y en la invención de ciertos instrumentos rudimentarios
con que intentaron los Tibmbres mejorar su nivel de vida a base de mayor
seguridad y comodidad. Parecidamente debieron empezar las ciencias bioló­
gicas con la observación de las plantas y animales y con la medicina y
cirugía primitivas,
Pronto tomaron los hombres, casi sin excepción, un camino equivocado.
Basándose en la ideewle que similis similem generat—de que la semejanza
produce semejanza— , intentaron provocar las lluvias y el sol y la fertilidad
y fecundidad de la tierra imitando a la naturaleza mediante ciertos ritos
de magia simpática. Algunos, no satisfechos con los resultados obtenidos,
avanzaron un paso más y desembocaron en el animismo, en la creencia de
que la naturaleza está sometida a ciertos seres, caprichosos como ellos, pero
más poderosos. El sol se convirtió en la carroza llameante de Febo; el trueno
y el relámpago en las armas de Zeus o Thor. Los hombres intentaron tener
propicios a esos seres, posiblemente recurriendo a ritos idénticos o derivados
de los practicados en la otra fase más primitiva. Otros, al observar las
estrellas fijas y los movimientos regulares de los planetas, concibieron la
idea de un Hado inmutable que regía los destinos humanos, los cuales, por
consiguiente, podían leerse en el cielo. Es evidente que hay que integrar
el estudio de la magia, astrología y religión en el del origen de la ciencia,
por más que desconozcamos aún las relaciones históricas concretas que
existieron entre ellas entre sí y con la ciencia.
En los documentos de Babilonia y del antiguo Egipto encontramos cierta
estructuración de conocimientos empíricos: unidades y reglas de medición,
aritmética elemental, calendario del año, comprobación de la periodicidad
de ciertos acontecimientos astronómicos y hasta de los eclipses. Pero los
primeros que sometieron esos conocimientos al análisis racional y trataron
18 HISTORIA DE LA CIENCIA

de establecer las relaciones causales que los enlazaban, y, en realidad, los


primeros que crearon ciencia, fueron los griegos, en concreto los filósofos
naturalistas de Jonia. El primero de estos intentos coronados con el mayor
de los éxitos Fue el de convertir las reglas empíricas para la medición de
terrenos, derivadas en su mayor parte de Egipto, en la ciencia deductiva
de la geometría, cuyos principios se atribuyen tradicionalmente a Tales de
Mileto y a Pitágoras de Samos, aunque su formulación definitiva en la
Antigüedad la establecería tres siglos después Euclides de Alejandría.
Los filósofos naturalistas buscaron la realidad en la materia y gradual­
mente desarrollaron la teoría de un elemento primario, que culminó en el
atomismo de Leucipo y Demócrito. En cambio, los pitagóricos del sur de
Italia, más místicos, buscaron la realidad en la forma y el número y no
en la materia. Aunque su propio descubrimiento— de que el lado y la dia­
gonal de un cuadrado era inconmensurable en unidades finitas—resultaba
difícil de armonizar con la id e a d e que los números integrales constituyen
las unidades fundamentales de la existencia, sobrevivió esa idea y se la
vio reaparecer de tiempo en tiempo a través de los siglos.
Con la aparición de la escuela ateniense de Sócrates y Platón la filosofía
naturalista jonia cedió el puesto a la metafísica. La mente griega se auto-
hipnotizó con sus propias elucubraciones y apartó la vista del estudio de la
naturaleza para fijarla en el intenórTLas doctrinas pitagóricas llegaron a
la conclusión de que sólo las ideas o «formas» poseen plena realidad, de la
cual carecen, en cambio, los objetos sensibles. Aristóteles volvió a la obser­
vación y experimentación en el terreno de la biología, pero en física y as­
tronomía siguió demasiado ceñido a los métodos de su maestro Platón.
Las conquistas de Alejandro llevaron la civilización helénica al Oriente,
y surgió un nuevo centro intelectual en Alejandría. Aquí se descubrió un
nuevo procedimiento, al mismo tiempo que en "Sicilia y en el sur de Italia.
En vez de trazar esquemas filosóficos globales, Aristarco, Arquímedes e Hi­
parco desarrollaron problemas concretos y limitados, resolviéndolos mediante
procesos científicos análogos a los de los tiempos modernos. Hasta la astro­
nomía acusó el cambio. Para los^ggipcios y babilonios el universo era un
cajón, cuyo fondo era la tierra. Los jonios comprobaron que la tierra flo­
taba libremente en el espacio; los pitagóricos la concibieron como una bola
girando en tomo a un fuego central. Aristarco estudió los problemas geomé­
tricos concretos que presentaban el sol, la tierra y la luna, y vio que lo
más sencillo era imaginar que ese fuego central era el sol, y calculó su
volumen a base de su geometría. Pero la mayoría encontraron inaceptable
esta teoría, e -Hiparco volvió a la creencia de que la tierra ocupaba el centro
del sistema y que los cuerpos celestes giraban alrededor de ella en una serie
complejísima de ciclos y eniciclos: éste fue el sistema que recogió Tolomeo
y transmitió a la Edad Media.
Los romanos fueron unos genios en estrategia, derecho y administración,
pero en filosofía demostraron muy poca originalidad, y aun antes de la
caída de Roma ya la ciencia se había estancado. Entretanto los primeros
Padres de la Iglesia amalgamaron las doctrinas cristianas con la filosofía
INTRODUCCION 19

neoplatónica y con elementos derivados de las religiones orientales de mis­


terio, y de ahí salió la primera gran síntesis cristiana, predominantemente
platónica y agustiniana.fLa Edad Media occidental sólo conoció la cultura
griega a través de resúmenes y comentarios, aunque surgió una escuela árabe
que, inspirándose en las fuentes helénicas, hizo sus propias aportaciones
al conocimiento natural.
En el siglo x m volvieron a descubrirse y a traducirse al latín las obras
completas de Aristóteles, primero de versiones arábigas y luego directa­
mente del original griego. Así surgió una nueva síntesis complementaria
con el escolasticismo de Santo Tomás de Aquino, el cual construyó un
esquema completo, racional, del conocimiento, en el que armonizó las ense­
ñanzas cristianas con la filosofía y la ciencia aristotélicas: fue una tarea
ímproba, realizada con suma habilidad.
AiT como la supervivencia del derecho romano mantuvo vivo el ideal
del orden a través de los tiempos caóticos y de la Edad Media, así el esco­
lasticismo sostuvo la supremacía de la razón, enseñando que la mente hu­
mana puede captar a Dios y al universo, aunque sólo los comprenda imper­
fectamente. Con esto preparaba el camino a la ciencia, la cual ha de partir
del supuesto de que la naturaleza es inteligible: este supuesto se lo debie­
ron a los escolásticos logjiombres del Renacimiento que echaron los funda­
mentos de la ciencia moderna.
Pero la esencia del nuevo método experimental consistió en apelar de un
sistema puramente racional al tribunal de los hechos brutos: unos hechos
que no tenían la menor conexión con ninguna síntesis filosófica entonces
posible. Las ciencias naturales pueden utilizar el razonamiento deductivo en
una fase intermedia cK sus investigaciones, lo mismo que las teorías induc­
tivas forman parte esencial de sus técnicas; pero primordialmente son de
carácter empírico, y han de recurrir en última instancia a la observación
y experimentación; no pueden, como hacía la escolástica medieval, aceptar
un sistema filosófico por argumentos de autoridad, para deducir luego de
ese sistema lo que debe ser, las realidades y los hechos. Al revés de lo
que se piensa a veces, la filosofía y la teología medievales hacían pleno
uso de la razón, y obtenían sus resultados por procedimientos lógicos, dedu­
ciéndolos de lo que ellos aceptaban como premisas ciertas de autoridad:
las Escrituras, interpretadas por la Iglesia, y las obras de Platón y Aristó­
teles. En cambio, la ciencia se guía por la experiencia y emplea unos mé­
todos explorativos, algo así como quien trata de componer las piezas de un
rompecabezas. Se echa mano de la razón para solucionar los problemas
concretos del jeroglífico y para construir las teorías y las síntesis definidas,
únicas posibles; (pero el punto de partida de la investigación y su árbitro
supremo es la observación y experimentación.)
El escolasticismo, tal como lo presentó Tomás de Aquino, preservó la
creencia en la inteligibilidad de la naturaleza en medio del caos de magia,
astrología y superstición, reliquias en gran parte del paganismo, en que se
debatía la mente del hombre medieval. La filosofía tomista incluía la astro­
nomía geocéntrica de Tolomeo y la física antropomórfica de Aristóteles con
20 HISTORIA DE LA CIENCIA

sus múltiples ideas erróneas, como la de que el movimiento implica la apli­


cación continua de una fuerza externa y de que las cosas son por su esencia
pesadas o ligeras y buscan su sitio natural. De aquí que los escolásticos se
opusieran a la teoría de Copémico, se negasen a mirar por el telescopio de
Galileo y no admitiesen que las cosas pesadas y ligeras esencialmente pu­
dieran caer a tierra a la misma velocidad, aun después de haber demos­
trado el hecho experimentalmente Stevin, de Groot y Galileo.
Bajo estas diferencias late una divergencia aún más profunda. Para
Aquinate y sus contemporáneos, lo mismo que para Aristóteles, el mundo
real era el que les ofrecían los sentidos: el mundo del color, del sonido,
del calor; de la belleza, de la verdad y de la bondad, y, también a veces, de
la fealdad, la malicia y el error. Ante el análisis de Galileo el color, el so­
nido y el calor se resolvieron en meras sensaciones, y el mundo real pareció
reducirse a un remolino de partículas materiales en movimiento que al pa­
recer no tenían nada que ver con la belleza, la bondad, la verdad, ni con
sus contrarios. Entonces se revelaron por primera vez las perplejidades de
la teoría del conocimiento y las dificultades inherentes a la percepción de
la materia en movimiento por una mente inmaterial e inextensa.
Newton dio cima a la obra que comenzara Galileo, al demostrar que la
hipótesis de unas masas que se movían en virtud de sus propias interatrac-
ciones bastaba a ¿xplicar todas las majestuosas evoluciones del sistema solar.
Así se logró formular de una manera coherente la primera gran síntesis
física, si bien indicó el mismo Newton que se desconocía la causa de la
fuerza de gravedad. Pero sus discípulos, sobre todo los filósofos franceses
del siglo xviii, haciendo caso omiso de ese espíritu de sabia cautela del gran
físico inglés, convirtieron su ciencia en una filosofía mecanicista, en la que
podía calcularse teóricamente todo el pasado y el futuro, y en que el hombre
quedaba reducido a máquina.
Algunas inteligencias clarividentes se dieron cuenta de que la ciencia
no revela necesariamente la realidad, mientras que otros, guiados por una
sabiduría práctica, aceptaron el determinismo como una hipótesis operante
en la investigación científica— de hecho la única hipótesis posible por aquel
tiempo— , pero en la vida ordinaria trataban al hombre como a un agente
libre y responsable, y continuaron practicando su religión tranquilamente.
La totalidad de la existencia es algo demasiado grande para que se puedan
captar sus secretos cuando se la estudia sólo en uno de sus aspectos. Los
discípulos de Kai)t y Hegel siguieron otro camino para escapar al mecani­
cismo; fue el idealismo germano, una filosofía que construyeron en último
término con materiales de Platón y que se desvinculó casi por completo de
la ciencia contemporánea.
A pesar de estas reacciones, la dinámica de Newton siguió reforzando la
filosofía determinista y el materialismo crudo. Para ciertas mentes, más ló­
gicas que profundas, parecía inevitable el paso de la ciencia a la filosofía,
un paso que venía a legitimar cada nuevo avance de las ciencias físicas.
I.jyoisier hizo extensiva a las transformaciones químicas la prueba de la
permanencia de la materia; 4?alton estableció definitivamente la teoría ató­
INTRODUCCION 21

mica, y joule demostró el principio de la conservación de la energía. Es


cierto que permanecía indeterminado el movimiento de cada partícula in­
dividual, pero estadísticamente podía calcularse y predecirse el comporta­
miento de las miríadas de moléculas que constituyen una cantidad finita de
materia.
En la segunda mitad del siglo xix creyeron algunos que las perspectivas
mecanicistas invadían también el campo de la biología. Darwin acreditó la
antigua teoría de la evolución exponiendo los hechos de la geología y de las
variaciones de las especies y aventurando la hipótesis de la selección na­
tural. El hombre, ese ser «apenas inferior a los ángeles», que había con­
templado la creación desde su mismo centro, la tierra, se convertía ahora
en un mero eslabón en la cadena del desarrollo orgánico dentro de un pla­
neta minúsculo y casual que gira en torno a una de las infinitas estrellas
del cielo: un ser insignificante, juguete de unas fuerzas ciegas e irresistibles,
independientes de sus deseos y de sus conveniencias.
También la fisiología vino a ampliar el campo de la investigación, en el
cual podían utilizarse principios físicos y químicos para explicar las fun­
ciones de los organismos vivos. La biología presenta problemas que obligan
a considerar el organismo como un todo, lo cual tiene su importancia filo­
sófica. Pero la ciencia, *gpr su misma naturaleza, es analítica y abstracta, y
necesita expresar en términos físicos la mayor cantidad posible de conoci­
mientos, ya que la física es la más abstracta y fundamental de las ciencias
naturales. Al comprobarse que cada vez podían expresarse de esa manera
mayor cantidad de conocimientos, se fue acreditando el método hasta des­
pertar la fe en la posibilidad teórica de llegar a formular una explicación
física o mecanicista''?ompleta de la existencia.
Así se concede una importancia suprema a aquellos conceptos físicos
que se consideran en cualquier época dada como los más fundamentales
alcanzados hasta entonces, por más que los filósofos los adoptasen a veces
demasiado tarde. Los materialistas alemanes del siglo xix basaban su filo­
sofía en la energía y materia— Kraft und Stoff—precisamente cuando los fí­
sicos estaban comprobando que la energía no era más que la versión antro-
pomórfica de la aceleración de la masa, mientras que la materia por su
parte se sublimaba, transformándose de aquellas partículas duras y macizas
de Demócrito y de Newton en remolinos de átomos girando en un medio
etéreo. Young y Fresnel describieron la luz en forma de ondas mecánicas
vibrando en un éter material y semirrígido; Maxwell la convirtió en ondu­
laciones electromagnéticas dentro de un algo desconocido, lo cual signi­
ficaba una simplificación para los matemáticos, pero una confusión y pér­
dida de inteligibilidad para el experimentador.
~ A pesar de estas indicaciones, la mayor parte de los hombres de ciencia,
fj en particular los biólogos, se aferraron durante aquel tiempo a un mate­
rialismo de «sentido común», creyendo que las ciencias físicas revelaban
yla realidad de las cosas. No leían filosofías idealistas, y en todo caso no se
hubiesen dejado convencer por ellas. Pero en 1887, hablándoles en un len­
guaje que les era familiar, vino Mach a resucitar la antigua teoría de que
22 HISTORIA DE LA CIENCIA

la ciencia sólo nos informa sobre los fenómenos tal como los perciben los
sentidos, y de que la naturaleza íntima de la realidad escapa al poder de
nuestra inteligencia. Otros sostuvieron la opinión de que si bien lo más
a que puede llegar la demostración científica es a damos noticia de ese
fenomenalismo, pero el hecho de haber logrado estructurar un modelo cohe­
rente de los fenómenos naturales es una prueba t^etafísica cierta de que
bajo esas apariencias late una realidad en consonancia con ellas. Pero las
diferentes ciencias sólo tienen valor analógico para trazar los diagramas
que sirvan de base para la construcción de los modelos; así que, por ejem­
plo, el determinismo implicado por la mecánica es sólo un efecto de núes
tros procedimientos y de las definiciones que subtienden dicha ciencia. Pare­
cidamente, ciertos principios, como la permanencia de la materia y la con­
servación de la energía, son inevitables, porque, al construir una ciencia
natural extrayéndola del maremagno de los fenómenos, la mente escoge, de
una manera inconsciente y por razones de conveniencia, las cantidades que
permanecen constantes y forja sus modelos a base de ellas. Luego, más
adelante y tras un trabajo ímprobo, viene a descubrir su constancia el expe­
rimentador.
Pero eran pocos los hombres de ciencia del siglo xix a quienes intere­
sase la filosofía, ni siquiera la de Mach. La mayoría daba por supuesto que
manipulaban realidades y que se habían establecido de una vez para siempre
las líneas fundamentales de toda investigación científica posible. Les parecía
que lo único que tenían que hacer los físicos en adelante era perfeccionar
cada vez más los instrumentos de medición, hacer mediciones cada vez más
exactas e inventar un mecanismo inteligible para explicar la naturaleza del
éter luminífero.
Entretanto la biología había aceptado la selección natural de Darwin como
una explicación adecuada del origen de las especies, y se consagró al estudio
de otros problemas. Sólo cuando se volvió a descubrir en 1900 el trabajo
olvidado de Mendel es cuando se planteó de nuevo la cuestión, y se utilizó
una vez más el método experimental de Darwin. Si bien es verdad que re­
sultan convincentes los hechos generales que suponen la evolución en los
tiempos geológicos pretéritos, algunos se permitieron dudar de que la selec­
ción natural, que actúa hoy día en un campo de pequeñas variaciones, sea
causa bastante a producir nuevas especies.
Entonces, y a partir de 1895, se produjo la nueva revelación en el terre­
no de la física. UJ^Thonison descompuso los átomos en corpúsculos aún
más menudos, y éstos, a su vez, en unidades eléctricas, y expuso que su
masa no era más que un factor de un momento electromagnético. Empezó
a parecer como si la «electricidad» hubiera de llegar a ser la última palabra,
capaz de explicar por sí sola toda la física. JLutJhierford describió la radiacti­
vidad como un fenómeno de desintegración atómica, e ideó el átomo como
un núcleo positivo cercado de una corona de electrones negativos girando
en torno a él. La materia dejó de ser un conglomerado denso y compacto
para convertirse en una estructura abierta, en la que el elemento material,
aun concebido como cargas eléctricas descamadas, era casi una cantidad
INTRODUCCION 23

despreciable comparada con los espacios vacíos. Además se descubrieron los


principios estadísticos de la desintegración atómica. Se pudo calcular el
número de átomos de un miligramo de radio que explotarían en un segundo,
aunque aún no puede predecirse cuándo terminará su vida un átomo dado.
Si las ondas lumínicas son eléctricas deben partir de cargas eléctricas
en movimiento, y así pareció a primera vista que se había hallado una
teoría eléctrica sobre la materia plenamente satisfactoria en el recién descu­
bierto electrón, moviéndose de acuerdo con la dinámica de Newton. Pero
si los electrones giran en torno al núcleo del átomo igual que los planetas
lo hacen alrededor del sol, deberían emitir radiaciones en todas las longi­
tudes de onda, aumentando la energía de una forma calculable a medida
que disminuye la longitud de onda. Pero no ocurre así. La necesidad de
explicar estos hechos indujo a Planck a suponer que la radiación se emitía
y absorbía en unidades definidas o quanta, en las que cada «cuanto»
representaba una cantidad fija de «acción», equivalente a la energía multi­
plicada por el tiempo. El éxito que tuvo esta teoría en otros sectores de la
física distintos del campo en que nació contribuyó a prestigiarla enorme­
mente; pero tampoco pudo dar una explicación fácil y natural de los hechos
de difracción ni de otros fenómenos debidos a la interferencia de la luz,
lo mismo que no pudo hacerlo la teoría clásica de las ondas continuas.
Hubimos de contentamos con recurrir a la teoría clásica para ciertos aspec­
tos y a la teoría cuántica para otros, a pesar de que parecen incompatibles;
lo cual constituía una componenda insólita en física, que había sido hasta
entontes la ciencia experimental más sólidamente coherente y racionalizada
de todas.
Había otra dificultad, y era la constancia de la velocidad medida de la
luz, independiente del movimiento del observador. Pero se aclaró cuando
Einstein indicó que ni el espacio ni el tiempo son cantidades absolutas,
síncf que siempre están en relación con alguien que las mide. Cuando se
quieren sacar las consecuencias de este principio de relatividad se ve que
representa una revolución no sólo en las teorías físicas, sino en los supuestos
implícitos del pensamiento de los antiguos físicos. Con él se explica la
materia y la gravitación como consecuencias necesarias de algo análogo a la
curvatura en un continuo cuatridimensional de espacio-tiempo. Esa curva­
tura llega a poner límites al espacio, y así puede ocurrir que la luz, avan­
zando siempre de frente, pueda volver a su punto de partida después de
millones de años.
No sólo desaparecen así las partículas materiales duras y compactas, sino
que filosóficamente ha quedado aniquilado el antiguo concepto metafísico
de materia como elemento extenso en el espacio y permanente en el tiempo,
ya que ni el tiempo ni el espacio son ya valores absolutos, sino puras fic­
ciones de la imaginación, así como las partículas no son más que series de
acontecimientos ocurridos en el espacio-tiempo. La relatividad refuerza las
conclusiones de la física atómica.
Bohr desarrolló el sistema atómico de Rutherford siguiendo las líneas
de la teoría cuántica, y así explicaba muchos hechos suponiendo que el
24 HISTORIA DE LA CIENCIA

único electrón que compone el átomo de hidrógeno sólo puede circular en


cuatro órbitas determinadas, y sólo irradia en el momento en que salta de
pronto de una órbita a otra. Pero esto es incompatible con la dinámica
newtoniana, lo mismo que lo es la teoría del quantum, por lo menos mien­
tras se considere el electrón como una partícula simple.
Durante algún tiempo se impuso como plenamente convincente la es­
tructura atómica concebida y desarrollada en sus detalles por Bohr y com­
pañía; pero en 1925 se vio que no explicaba algunas de las rayas más de­
licadas del espectro de hidrógeno. Al año siguiente abrió un nuevo capítulo
en la física la obra de Heisenberg. Expuso éste que cualquier teoría sobre
órbitas electrónicas rebasaba los hechos y lo que éstos podían garantizar.
Sólo podemos estudiar los átomos observando lo que ocurre en ellos o lo
que emiten: radiaciones, electrones y, a veces, partículas radiactivas; pero
no es posible asegurar lo que ocurre en otros momentos. La teoría de las
órbitas resulta una hipótesis inconsciente e infundada; sólo se basa en la
analogía de la dinámica de Newton. Por tanto, Heisenberg abandonó esta
teoría sobre la estructura atómica reduciéndola a ecuaciones diferenciales,
sin intentar ninguna explicación física.
Entonces se presenta Schrodinger: recogiendo la mecánica ondulatoria
de Broglie, expone una nueva hipótesis, según la cual los electrones poseerían
algunas propiedades de las partículas y algunas de las ondas. Esta idea se
vio confirmada con la comprobación experimental. Schrodinger la expresó
en ecuaciones equivalentes’ a las de Heisenberg, de forma que ambos sis­
temas son idénticos desde el punto de vista matemático. En la teoría de
Heisenberg es imposible construir un modelo físico, y en la de Schrodinger
muy difícil. De hecho se presentó un principio de incertidumbre, según
el cual resulta imposible fijar simultáneamente la posición y la velocidad de
un electrón. La física había ido hallando sucesivamente muchos elementos
últimos—partículas gravitatorias, átomos, electrones— , y cada vez avanzaba
más ideando modelos que explicasen esos últimos elementos a base de algo
más fundamental todavía. Pero al llegar al cuanto de «acción» y a las ecua­
ciones de las ondas y partículas indeterminadas, aparecen conceptos difíciles
de estructurar figurativamente. Acaso pueda construirse una vez más un
nuevo modelo atómico satisfactorio, pero posiblemente estamos ya tocando
realidades fundamentales, imposibles de reducir a términos mecánicos.
Entretanto adquirieron una importancia práctica especial dos ramos de
la física reciente: empezando con la prueba de Maxwell de que las ondas
eléctricas son de la misma naturaleza que las de la luz, fue ganando terreno
su teoría y multiplicándose sus aplicaciones hasta obtener el «radar» me­
diante la reflexión de las señales eléctricas. El átomo nuclear de Rutherford,
junto con los elementos isotópicos de Aston, abrieron un campo inmenso al
desarrollo de la ciencia pura y proporcionaron un procedimiento para li­
berar la energía nuclear con la «bomba atómica» y con otras aplicaciones
más pacíficas, según cabe esperar.
Después de un período de separación— entre un crudo materialismo, por
una parte, y, por otra, un idealismo alemán un tanto nebuloso—volvieron
INTRODUCCION 25

a entrar en contacto una vez más la ciencia y la filosofía, primero en ciertos


procesos de evolución del pensamiento y luego a base de un análisis más
profundo y de nuevos avances en matemáticas y física. Algunos estudios
recientes sobre los principios matemáticos y lógicos arrojaron nueva luz
sobre la teoría del conocimiento y condujeron a un nuevo realismo, el cual
optó por abandonar los sistemas filosóficos generales y estudiar los pro­
blemas filosóficos concretos igual que la ciencia estudia sus propios proble­
mas científicos concretos, intentando captar la realidad metafísica latente
en el fenomenalismo científico.
Algunos filósofos modernos estiman que el determinismo de la ciencia
se debe a su método de abstracción. Sus conceptos, equivalentes modernos
de las ideas platónicas, se ocupan exclusivamente de teorías y razonamientos
abstractos, llegando a consecuencias lógicas que naturalmente resultan inelu­
dibles y determinadas por la misma naturaleza de los conceptos. Pero se
somete una extrapolación al querer aplicar ese determinismo a los objetos
concretos de los sentidos. Por su parte el «vitalismo» sostuvo que en la
materia viva interviene un factor superior que suspende las leyes físico-quí­
micas. Hoy día se abandona también esta idea, pero algunos fisiólogos ob­
servan que los organismos biológicos muestran una coordinación y una in­
tegración de sus funcionas físicas y químicas que rebasan el ámbito actual
de las explicaciones puramente mecánicas. Sin embargo, otros pretenden que
hay que suponer el mecanicismo en cada fase de la investigación fisico­
química; y Schrodinger sugiere la posibilidad de que ciertas leyes fisico­
químicas, desconocidas hasta hoy, terminen por explicar los fenómenos vi­
tales, aunque sin excluir la posibilidad de que el mecanicismo desemboque
al fin en un principio'ultimo de incertidumbre física. Para que la teleología
resulte convincente habrá de tomar en cuenta la totalidad de la existencia y
no sólo los organismos individuales. Puede ser que el universo resulte com­
pletamente mecánico contemplado desde el mirador abstracto de la mecá­
nica y totalmente espiritual mirado a través de la mente. La física podrá
trazar la trayectoria de un rayo de luz desde su fuente lejana hasta su
reacción en el nervio óptico, pero cuando la conciencia capta su brillo y su
color y siente su belleza, existe indudablemente la sensación de ver y la
percepción de belleza, y estos fenómenos no son de orden mecánico ni físico.
La ciencia física representa un aspecto analítico de la realidad: traza
una carta que, como la experiencia nos muestra, nos permite predecir y a
veces controlar la actividad de la naturaleza. De cuando en cuando se cons­
truyen grandes síntesis conceptuales. De pronto vemos que encajan ciertas
piezas del rompecabezas; pasa un genio integrando en un conjunto armo-
'inioso una serie de conceptos dispares y esporádicos, y alumbrando magní­
ficas perspectivas, como la cosmogonía de Newton, la coordinación luz-
jplectricidad de Maxwell, la reducción de la gravitación a una propiedad
W>mún del tiempo y del espacio, ideada por Einstein. Todos los indicios
apuntan hacia otra síntesis análoga que abrace en la unidad de un concepto
fundamental la relatividad, la teoría cuántica y la mecánica ondulatoria.
En esos momentos históricos la física parece escalar sus máximas cum­
26 HISTORIA DE LA CIENCIA

bres. Pero la visión clara que nos da de su sentido la filosofía científica


moderna nos muestra que esa ciencia no es más que una abstracción por su
misma naturaleza y sus definiciones básicas, y que nunca podrá representar
la totalidad de la existencia a pesar de su fuerza cada vez mayor. La ciencia
puede trascender su propia esfera natural y criticar provechosamente otras
modalidades del pensamiento moderno y algunos de los dogmas en que
los teólogos formularon sus creencias. Pero para contemplar la vida de una
manera coherente e integral necesitamos mirarla no sólo a través de la
ciencia, sino del arte, de la ética y de la filosofía; necesitamos la aprehensión
de un misterio sagrado, la sensación de comunión con un Poder divino, que
es lo que constituye la base fundamental de la religión.
LO S ORIGENES

Documentos geológicos,

Los orígenes de la ciencia han de buscarse en los datos que nos propor­
cionan sobre el hombre primitivo los geólogos, que estudian la estructura
y la historia de la tierra, y los antropólogos, que observan los caracteres fí­
sicos y sociales de la humanidad.
Actualmente parece probable que la corteza de la tierra se solidificó
hace unos mil millones de años o mil seiscientos millones, según un cálculo
reciente (1,6 X 109). Los geólogos clasificaron las fases siguientes en seis
períodos: 1) arcaico, edad de rocas ígneas formadas de materia fundida;
2) primario o paleozoico, en que apareció por primera vez la vida; 3) secun­
dario o mezozoico; 4) terciario o neozoico; 5) cuaternario; 6) reciente. La
sucesión de estos períodos puede apreciarse por la posición relativa de sus
sedimentaciones en los estratos terrestres, pero no puede calcularse su edad
en años.

Instrumentos de pedernal

Algunos autores competentes sostienen que pueden apreciarse los pri­


meros signos de la obra manual humana en las capas del terciario, sedimen­
tadas tal vez hace de uno a diez millones de años más o menos. Presentan
la forma de instrumentos labrados toscamente de pe­
dernal o de otras piedras duras. Los más antiguos, lla­
mados eolitos, no es posible distinguirlos ciertamente de
productos naturales, formados por la acción y el movi­
miento de la tierra o del agua; pero el grupo siguiente,
denominado paleolitos, son evidentemente de origen hu­
mano. La figura adjunta muestra una herramienta co­
rriente paleolítica para toda clase de usos, conocida
ahora con el nombre de «hacha de mano». Sostienen
algunos arqueólogos que la hechura de los instrumentos
más antiguos demuestra la existencia de los primeros
seres merecedores del nombre de hombres. Pero el paso
más importante en el desarrollo humano debió ser la
transformación de los sonidos animales en habla ar­
ticulada, aunque este paso, por su misma naturaleza,
no ha dejado huellas, salvo los cambios estructurales del cráneo y de las
mandíbulas que hicieron posible el habla.
28 HISTORIA DE LA CIENCIA

Edades glaciares

Es cosa sabida que en épocas remotas Europa pasó por ciertos períodos
sucesivos de hielo—posiblemente cuatro— . Opinan algunos que ciertos ins­
trumentos encontrados en el Anglia oriental son anteriores al primero de
estos períodos fríos. Pero sea de esto lo que fuere, el pedernal labrado apa­
rece en los intervalos más templados. Se conocen dos procedimientos usados
para trabajarlos: o haciendo saltar pedazos hasta dejar un núcleo central
dándole forma de herramienta, como en el grabado—que era el método ca­
racterístico de Africa— , o utilizando los mismos trozos, como se observa
particularmente en Asia. Europa constituye una zona en que se entrecruzan
ambos métodos, que parecen haberse desarrollado en un principio por dos
troncos raciales distintos.

Tiempos paleolíticos

Durante la mayor parte de la época paleolítica las hachas de mano se


fueron haciendo constantemente cada vez más ligeras y cortantes, y otros
instrumentos gradualmente más variados y delicados. Es probable que los
usasen gentes que vivían de la caza y de plantas comestibles silvestres.
Acaso el representante más antiguo que se conoce en Inglaterra de pueblos
con instrumentos de núcleo fue el hombre de Piltdown, descubierto en
Sussex, y después el del cráneo encontrado en Swanscombe en Kent.
Al finalizar la época glacial los hombres del Neanderthal combinaron
los dos sistemas—de núcleo y de trozos— . Posteriormente las herramientas
adoptaron forma de hoja hasta lograr un filo cortante, que les permitió tra­
bajar el hueso para hacer arpones y otros instrumentos.
Aunque el fuego era cosa conocida muy de antiguo, los primeros indi­
cios que tenemos de que se lo encendiese deliberadamente frotando peder­
nal contra mineral datan de estas fechas. El fuego fue el primer descubri­
miento químico—y el más sorprendente— .
Las primeras civilizaciones paleolíticas, que comprenden el comienzo
de la era cuaternaria hasta las proximidades de la última época glacial,
debieron cubrir un inmenso lapso de tiempo, durante el cual parece haberse
producido cierto progreso en la cultura, lento, pero constante.
Suele asociarse la edad paleolítica media con la civilización llamada
musteriense por el sitio en que se descubrió—Moustier, cercá de Les Eyzies— .
La raza que formó esa civilización, el hombre Neanderthal, era de tipo bajo,
que se cree no pertenecía a la línea directa de la evolución humana.
El hombre del paleolítico último, o neoantrópico, apareció, en el país
que ocupa actualmente Francia, al finalizar la última época glacial, aunque
la mezcla de renos y ciervos que acusan los huesos hallados demuestra
que el clima era todavía frío. Estos hombres viviendo comunitariamente
alcanzaron un nivel más alto en la escala de la humanidad que todas las
razas anteriores. Se mejoró mucho el trabajo del pedernal, y surgió una
LOS ORIGENES 29

verdadera industria de huesos en que se fabricaban objetos para usos do­


mésticos, como agujas perforadas.

Tiempos neolíticos

Saliendo del período interminable de los tiempos paleolíticos pasamos


al neolítico, en que se producen grandes avances culturales. Parece que los
hombres del neolítico invadieron Europa desde el Este, llevando consigo
vestigios de las civilizaciones de Egipto y Mesopotamia. Criaban anímales
domésticos y cultivaban granos. Hacían objetos pulimentados de pedernal
o de otras piedras duras, lo mismo que de hueso, cuerno y marfil. También
se encuentran fragmentos de alfarería, en que aparece la creación cons­
ciente de objetos nuevos, lo cual representa un gran progreso sobre la
simple adaptación de un material ya existente. Igualmente, ciertas estruc­
turas, como los «goznes de piedra» o Stonehenge, en que una piedra señala
como un puntero la posición del sol naciente en el solsticio de verano,
responden a ciertas prácticas religiosas, pero además a ciertas funciones
astronómicas, que demuestran una observación exacta.
Encontramos entierros prehistóricos hasta finales del período neolítico.
La cremación no aparece hasta más tarde, y aun entonces principalmente
en Centroeuropa, donde los bosques suministraban combustible abundante.
En las tumbas neolíticas se hallan con frecuencia objetos de piedra que
parecen indicar la creencia de que semejantes objetos serían útiles al
muerto en otro mundo—lo cual implicaba la fe en la supervivencia— .

La Edad de Bronce

En algunas partes del mundo encontró el hombre neolítico cobre, y


además halló la manera de fundirlo y endurecerlo mezclándolo con estaño,
haciendo así el primer experimento metalúrgico, y pasando de la Edad
de Piedra a la del Bronce. El uso generalizado del metal hizo posible una
civilización más elevada, con sus hachas y dagas, y con sus derivados las
lanzas y espadas y otros instrumentos caseros para usos más pacíficos.

La Edad de Hierro

El bronce, a su vez, debido a la escasez relativa de sus elementos,


cedió el puesto al hierro, el cual se encontraba en mayor abundancia en
la tierra y se prestaba a la fabricación de armas más eficaces en la guerra
y en la caza. Por eso, en cuanto los hombres descubrieron el procedimiento
para extraer el hierro de su mineral, lo emplearon para cubrir los usos
indicados de los otros metales. Con el advenimiento de la Edad del Hierro
el hombre se acerca y entra bien pronto en la fase histórica, en la que
puede componerse una verdadera historia empalmando los retales de d*
30 HISTORIA DE LA CIENCIA

cumentos escritos én piedra, arcilla, pergamino o papiro que han llegado


hasta nosotros.

Pueblos ribereños y nómadas


Parece que la vida sedentaria, con la agricultura primitiva y las artes
industriales, apareció por primera vez en las cuencas de los grandes ríos
—el Nilo, el Eufrates y Tigris, y el Indo— , siendo probable que también
la civilización china hubiese comenzado a la orilla de sus ríos. En contraste
con esta población ribereña seguían sobreviviendo las tribus nómadas
—pueblos de pastores trashumantes que recorrían cori sus ganadosy re-
bafios las estepas 'cubiertas de hierba o los desiertos salpicados de oasis
ocasionales^. En los tiempos ordinarios los grupos urntánoTcTé- esta gente
>nómada se mantenían apartados de los demás, buscando cada cual el forraje
para sus animales:
También Lot, que iba con Abraham, tenía sus ganados y rebaños y tiendas.
Pero la tierra no daba para que pudiesen convivir... Así que Abraham dijo a Lot:
“...A h í tienes toda la tierra ante tu vista. Sepárate de mí, te lo ruego: si tú te
tiras a la izquierda, yo me echaré a la derecha; y si tú tomas la derecha, yo cogeré
la izquierda” (Gén., 13, 5-9).

Con esta mentalidad y costumbres aislacionistas era imposible la civili­


zación y la ciencia. Más aún, sólo cuando se presentaba una finalidad con­
creta—como la caza de bestias salvajes peligrosas o la guerra con otras
tribus— se establecía la colaboración entre los diversos grupos patriarcales.
Pero a veces, debido a una sequía prolongada o tal vez a cambios perma­
nentes climatológicos, faltaba la hierba, se hacían inhabitables las estepas
y los oasis, y los pueblos nómadas se desbordaban, inundando como hordas
incontenibles de conquistadores bárbaros las tierras de las poblaciones se­
dentarias. Podemos seguir la trayectoria de varias de esas irrupciones de
semitas de Arabia, de asirios procedentes de los confines de Persia y de
moradores de las llanuras abiertas y feraces de Asia y Europa.
Es inútil buscar entre los nómadas grandes adelantos en las artes y me­
nos los orígenes de las ciencias aplicadas. Pero el Antiguo Testamento,
además de referirnos en sus primeros capítulos la vida nómada, más ade­
lante refiere las leyendas de los reinos sedentarios del Próximo y Medio
Oriente—Egipto, Siria, Babilonia y Asiría— , proporcionándonos con ello
una buena introducción a los conocimientos más recientes obtenidos gra­
cias a las excavaciones de edificios y al descubrimiento de esculturas y ta­
blillas, unos conocimientos que dependen de una doble coincidencia: de
su supervivencia y de su hallazgo.

Las razas de Europa

Aquí es necesario decir unas palabras sobre las razas de los hombres,
cuyos hechos vamos a historiar. Desde la última época de la Edad de
LOS ORIGENES 31

Piedra aparecen pobladas las islas del Egeo y las costas del Mediterráneo
y del Atlántico, principalmente por homBris de corta estatura con cabezas
alargadas y color oscuro; a esta raza mediterránea se debe el progreso de
la civilización prehistórica. Tierra adentro, especialmente entre las mon­
tañas, los principales habitantes eran y siguen siendo de la raza llamada
alpina, gente maciza, de mediana estatura y color, cráneo amplio y re­
dondeado, que penetró en Europa procedente del Nordeste. En tercer lugar
encontramos una raza que podemos llamar Nórdica, establecida en las cos­
tas del Báltico e irradiando desde ellas: altos, ruFios de pelo y de cabezas
oblongas, como los mediterráneos.

Magia, religión y ciencia

En los últimos tiempos paleolíticos encontramos también los primeros


ejemplos de dibujos y pinturas en las paredes de' las cavernas en que
vivían. Muchos de éstos poseen gran mérito artístico, y algunos, que se
cree representan demonios y hechiceros, nos dan luz sobre las creencias
primitivas, lo mismo que las tallas no poco frecuentes, que simbolizan los
cultos y la magia de la fertilidad.
Podemos hacernos una idea más clara sobre esas creencias comparán­
dolas con las de los primeros tiempos históricos, tal como las describen
los autores griegos y latinos, y con las que vemos todavía entre los pueblos
primitivos en. varias partes de nuestro mundo actual. Sir James Frazer
recogió una gran cantidad de información de este género en su libro
( The Golden BougftjNAlgunos antropólogos opinan que la magia condujo
directamente, por una parte, a la religión y, por otra, a la ciencia; pero
Frazer cree que la magia, la religión y la ciencia derivaron una de otra
por este mismo orden. Otro antropólogo, Rivers, sostiene que la magia
y la religión primitiva surgieron simultáneamSnfe de la sensación vaga de
terror y roisterio que experimenta el salvaje en presencia del mundo.
Malinowski, por su parte, estima que los pueblos primitivos sabían
distinguir entre los fenómenos simples asequibles a la observación cientí­
fica empírica o a la tradición, y los cambios misteriosos e imprevisibles
que escapaban a su comprensión y a su control. Los primeros condujeron
a la ciencia, los segundos a la magia, los mitos y los ritos. Sostiene en
concreto Malinowski que el origen de la religión primitiva debe buscarse
en la actitud que adoptó el hombre ante la muerte, en su esperanza de
Una supervivencia y en su creencia en una providencia ética.
Otros, en cambio, indican que la magia supone la existencia de leyes
naturales que el hombre puede utilizar con actos apropiados para controlar
sus efectos; así, desde este punto de vista, la magia es un sistema bastardo
de la ley natural. La magia imitativa se basa en la creencia de que la se­
mejanza engendra semejanza. El hombre primitivo representa de muchas
maneras el drama del año, pensando infundir con ello fecundidad a sus
granos, ganados y rebaños. De aquí salen los ritos, y posteriormente el
32 HISTORIA DE LA CIENCIA

dogma y la mitología para explicarlos. Podríamos aducir muchos ejemplos


parecidos de imitación. Por otra parte, afirma la magia contagiosa que las
cosas que estuvieron en contacto alguna vez conservan una conexión sim­
pática permanente: la posesión de un trozo de tela del vestido de una per­
sona, y más aún de una parte de su cuerpo— como su cabello o sus ufias— ,
la pone en poder del posesor: basta quemar su cabello para que el hombre
se arrugue.
A veces puede darse la coincidencia de que a esas prácticas mágicas
respondan hechos que parezcan confirmarlas; pero lo más frecuente es
que no den el resultado apetecido, y entonces el mago corre el riesgo de
enajenarse a sus devotos; éstos pueden perder la fe en el control de la
naturaleza por los hombres y volverse a aplacar a los incalculables espí­
ritus del mundo supernatural—dioses o demonios— para obtener de ellos
lo que necesitan, pasando así a cierta forma de religión primitiva.
Entretanto el desarrollo de las artes elementales, el descubrimiento y
obtención del fuego, el perfeccionamiento de las herramientas, va desbro­
zando el camino de modo menos romántico, pero más seguro, hacia otras
bases, acaso las únicas, de la ciencia. IPero el hombre necesita creencia?
flías píoftffldas paíá sátfsfácér el'étéTmo afán y curiosidad de su espíritu;
y así la ciencia, en vez de germinar y desarrollarse en los prados abiertos
y saludables de la ignorancia, fue creciendo en la jungla rumorosa de la
magia y de la superstición, en donde una y mil veces se ahogó la semillé
del conocimiento.
CAPITULO I

LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO

Los albores de la civilización

Las primeras civilizaciones que aparecen en el cielo de la historia


surgen de la noche en China y en los valles de los ríos Eufrates y Tigris,
Indo y Nilo. Entre los pueblos que habitaron esos valles nos resultan
mucho más conocidos los egipcios y babilonios, principalmente por las
noticias que encontramos sobre ellos en los escritos de los historiadores
griegos. Pero esta fuente de información, bien pobre en sí, ha visto muy
aumentado su caudal en estos últimos años con el descubrimiento de los
restos de muchos de sus edificios, esculturas y tablillas, y por las excava­
ciones de las tumbas reales, en las que se han hallado objetos domésticos,
decorativos e inscripciones. Este conocimiento es naturalmente fragmen­
tario, ya que depende de una doble coincidencia: la supervivencia de los
documentos antiguos y su hallazgo e interpretación acertada por los ar­
q u e ó lo s de nuestro tiempo; pero ya se ha logrado mucha información,
y cada día se está descubriendo más.

Babilonia

La base más segura para el origen de la ciencia en su aspecto práctico


se encuentra en la coordinación y estandardización de los conocimientos
del sentido común y de la industria. Podemos localizar un primer síntoma
de esa coordinación en los edictos de los gobernantes babilónicos hacia
los años 2500 antes de Cristo, cuando viendo la importancia de tener
unas unidades fijas de medidas físicas, la autoridad real estableció unos
patrones oficiales de longitud, peso y capacidad.
La unidad babilónica de longitud era el dedo, equivalente a 1,65 cen­
tímetros, unos 2/3 de pulgada; el pie contenía 20 dedos, y el codo, 30; la
pértica, 12 codos, y la cuerda, 120 codos; la legua era una distancia de 180
cuerdas, es decir, de 6,65 millas. En las medidas de peso el grano valía
0,046 gramos; el shekel, 8,416, y el talento, 30,5 kilogramos o 67 libras
y 1 /3 '.
Parece que el primer medio de intercambio usado en los más remotos
tiempos de que existen documentos fue la cebada. Hacia el tercer milenio
1 L. J. D e l a p o r t e , La Mésopotamie, París, 1923. Trad. ingl. Londres, 1925, pá­
gina 224.
34 HISTORIA DE LA CIENCIA

antes de Cristo se usaron lingotes de cobre y de plata, si bien continuó


empleándose comúnmente la cebada. El valor del oro correspondiente a
igual peso de plata osciló, según las épocas, entre seis y doce veces más.
Los elementos de matemáticas e ingeniería, al parecer, llegaron a Babi­
lonia de la Sumeria no semita, que predominó en el país durante el milenio
anterior a 2500 antes de Cristo. En las tablillas babilónicas se han hallado
las tablas de multiplicar y de los cuadrados y cubos. Existía un sistema duo­
decimal, que facilitaba los cálculos fraccionarios, junto con un sistema de­
cimal derivado de los diez dedos; el número 60 revestía especial impor­
tancia por representar la confluencia de los dos sistemas. El empleo para­
lelo de esta doble numeración constituyó la base para pesos y medidas:
el círculo con sus subdivisiones de medida angular, la braza, el pie y su
cuadrado, el talento y el celemín.
También los comienzos de la geometría nos ilustran sobre el origen
de una ciencia abstracta derivada de las necesidades de la vida diaria;
la encontramos aplicada a la '^griniensurg con números y fórmulas rudi­
mentarias. La planificación de los terrenos condujo a la planificación más
complicada de las ciudades y hasta al trazado de mapas del mundo tal
como se conocía entonces. Pero los conocimientos reales estaban enmara­
ñados ^nextricablemént£> con concepciones mágicas, y ambos pasaron de
Babiloiíta^íf Occidente. Durante siglos estuvo dominado el pensamiento
europeo por la idea de que ciertos números especiales poseían virtudes
particulares, estaban relacionados singularmente con los dioses y de que
ciertos ^ i a ^ Sás^geom étricos}podían aplicarse para predecir el futuro.
También empezó en BaEnlonia en fecha temprana la medición sistemá­
tica del tiempo. El conocer las estaciones adquiere cada vez más impor­
tancia en los pueblos primitivos a medida que se desarrolla la agricultura.
El trigo y la cebada parecen originarios de la cuenca del río Eufrates; y
sabemos que en tiempos remotos se los cultivaba allí con destino a la ali­
mentación, ya que se los menciona en las tablillas de arcilla, así como
figura el arado entre las pinturas del arte babilónico. El cultivo de cereales
requiere un tratamiento acomodado a cada estación y abundancia de agua
disponible, y necesita casi por necesidad imperiosa contar con un almana­
que; esto pudiera explicar el hecho de que los primeros tanteos en la
exploración astronómica se hiciesen en las cuencas del Eufrates y el Nilo.
El hombre se encontró con una unidad de tiempo que le proporcionaba
la misma naturaleza: el día. Cuando se sintió la necesidad de una unidad
mayor se recurrió primeramente al mes, el cual empezaba con la aparición
de la luna nueva. Entonces se intentó determinar el númerode meses
correspondientes al ciclo de las estaciones, lo cual ocurrió en Babilonia
hacia el año 4000 antes de Cristo y poco después en China. Hacia el
año 2000 antes de Cristo aproximadamentehabía quedado fijado el año
babilónico en trescientos sesenta días, repartidos en doce meses; de cuando
en cuando se hacían los reajustes necesarios intercalando algún mes extra.
Se dividió el día en horas, minutos y segundos, y se inventó la esfera solar
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 35

en forma de una simple caña vertical o manecilla para señalar el paso


de las horas.
Se observó el movimiento aparente del sol y de los planetas entre las
estrellas fijas, y al nombrar siete días con los nombres del sol, la luna y
los cinco planetas conocidos quedó establecida la semana como una uni­
dad más de tiempo. Se trazó el recorrido del sol a través del espacio en
doce divisiones correspondientes a los doce meses. A cada una de estas
divisiones se le dio el nombre de alguna deidad o animal míticos, y se las
representó con un símbolo adecuado. Así se empezó a asociar determi­
nadas partes del cielo con Aries, Cáncer, Escorpión y otros animales, a
los que después se vinculó a determinados grupos de estrellas que aún
se denominan con esos nombres.
Los babilonios se figuraban el universo como una cámara o caja ce­
rrada, cuyo fondo era la tierra. En el centro se erguía ésta para formar
las regiones nevadas, en cuyo corazón estaban los manantiales del Eufra­
tes. La tierra estaba cercada por un foso de agua, y circundando el foso
se alzaban las montañas celestes que sostenían el firmamento2. Sin em­
bargo, algunos astrónomos babilónicos comprobaron que la tierra era un
globo3.
Podemos localizar t e observaciones astronómicas de los babilonios
anteriormente al siglo xx antes de la era cristiana; los primeros datos
exactos que conocemos se refieren a la salida y puesta del planeta Venus.
Desd*. estos tiempos remotos los sacerdotes, favorecidos por la transparen­
cia de la atmósfera, observaban el panorama del cielo noche tras noche
y anotaban sus observaciones en tablillas de barro. Gradualmente fueron
constatando la periodicidad de los fenómenos astronómicos hasta que,
según un documento del siglo vi a. de C., pudieron calcular con anticipa­
ción las posiciones relativas del sol y la luna y hasta predecir los eclipses 4.
Esto puede considerarse como el origen de lá astronomía científica, cuyo
mérito puede reclamar Babilonia con sus tres escuelas de Uruk, Sippar y
Babilonia, junto con Borsippa.
^ Sobre esta base de conocimientos concretos se pudo construir un cua­
dro astrológico fantástico, que los babilonios consideraron de hecho como
el objeto principal y más digno de la ciencia latente en ellos5. Sin duda,
empezó la cosa con ciertas coincidencias casuales; y de ahí surgió la
creencia de que los astros fijaban y pronosticaban el curso del acontecer
humano. Gracias a esas observaciones e interpretaciones de los cielos los
astrólogos babilónicos adquirieron un influjo realísimo sobre la mente de
los hombres. «La astronomía entendida así fue, más que la reina de las
ciencias, la dueña del mundo.» En cada templo se montaba una biblioteca
de literatura astronómica y astrológica, donde se podían aprender los

! G. M a s p e r o , The Daum of Civilizarían, trad. ingl., 5.* ed., 1910.


3 E. G. R. T a y l o r , Historical Association, Pamphlet, núm. 126.
' G . S a r t o n , Introduction to the History of Science, vol. 1, Washington y Bal­
timore, 1927, pág. 71, citando a L. W. K in g , A History of Babylon, Londres, 1915.
s J. C . G r e g o r y , Ancient Astrology, Nature, vol. 153, 1944, pág. 512
36 HISTORIA DE LA CIENCIA

métodos de la adivinación. Una de estas bibliotecas, que contenía unas


70 tablillas de arcilla, gozaba de fama especial en el siglo vn a. de C., y
se cree que poseía datos que se remontaban a unos tres mil años antes.
La astrología obtuvo su cénit en Babilonia hacia el año 540 a. de C., des­
pués de que los /caídeoy se apoderaron del país; dos siglos después se
difundió por Grecia y luego por todo el mundo conocido, si bien es ver­
dad que para entonces presentaba síntomas en su misma patria de que
se estaba orientando hacia una astronomía más racional. Con todo, los as­
trólogos caldeos siguieron siendo famosos y muy solicitados, mientras que
los hechiceros y los exorcistas hacían de médicos, pese a su desconoci­
miento de la medicina.
Los estudios modernos sobre los pueblos primitivos nos muestran que
la magia empieza generalmente en su forma «simpática», con que los
hombres intentan controlar la naturaleza remedando mímicamente los fe­
nómenos que desean producir, o representando un drama en el que los
intercalan. Así, para no citar más que un ejemplo entre tantísimos como
hay, cuando las ranas croan se observa que llueve; el hombre primitivo
imagina poder hacer lo mismo, y al efecto se viste de rana y empieza
a croar para atraer la deseada lluvia. De aquí surgieron los ritos y los
cultos de misterio antes que se inventasen el dogma y la mitología para
explicarlos. Luego, en una fase posterior, cuando es fuerza dar razón
de los rituales y ritos, se imaginan que las fuerzas de la naturaleza son
seres animados, y entonces los ritos mágicos de origen inmemorial adoptan
la forma de ceremonias propiciatorias, tal vez conservando las fórmulas
primitivas o acaso introduciendo determinadas modificaciones.
Parece que este último tipo de magia se practicó en Babilonia antes
de comenzar la época de la que conservamos documentos. Aunque se con­
sideraban como bienhechores6 algunos dioses, como Oannes, fuente de
todo conocimiento humano, la magia babilónica sugería a los que la prac­
ticaban la idea de que los dioses eran por lo general enemigos del hombre.
Hubo un elemento que pudo contribuir a reforzar esta prevención y a
provocar, de hecho, la magia correspondiente, y es la inseguridad en que
se vivía a las márgenes del Tigris y del Eufrates, donde se desataban
de pronto tormentas e inundaciones, dispuestas a arramblar con el hom­
bre y con sus mezquinas labores, sin contar con las frecuentes invasiones
de extranjeros hostiles. La idea de que el destino de los hombres estaba
escrito en los astros, una idea que surgió en Babilonia ya en los primeros
tiempos, condujo al concepto de una Fatalidad inexoráble e inhumana.
La magia negra y la naturaleza mortal indicaban que los dioses eran ene­
migos, e indudablemente, a su vez, la idea de unos dioses hostiles inten­
sificaba los elementos salvajes de la magia y de la astrología babilónicas.
Con todo, los edificios babilónicos y asirios patentizan notables adelantos
en las artes prácticas, junto a ciertos conocimientos biológicos, incluso la
fecundación sexual de las palmeras1.
* C. T. G a d d , The History and Monumenls of Ur, Londres, 1929.
7 G. S a r t o n , Isis, núm. 60, 1934, pág. 8 y núm. 65, 1935, págs. 245, 251.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 37

Egipto

Cuando volvemos nuestra atención a la otra gran civilización de los


primeros tiempos—la de Egipto— se aprecia cierta diferencia en la actitud
religiosa. En Egipto los poderes divinos eran en su mayoría amigos y ve­
laban por el hombre dispuestos a protegerle y a guiarle en la vida, en la
muerte y en el otro mundo.
Es posible que esta diferencia se debiese, desde luego en parte, a cir­
cunstancias de orden físico. Egipto goza de un clima más igual que Caldea;
y el Nilo, con sus crecidas y decrecidas regulares e indefectibles, fuente
de toda fertilidad, era un amigo leal, constante y digno de confianza,
símbolo de los poderes sobrenaturales.
La civilización egipcia alcanzó un nivel comparativamente adelantado
ya en tiempos remotísimos. Se facilitó el transporte con la invención de la
rueda y del barco de vela; el peso, con la balanza; el tejido, con el telar.
Parece que se estableció un almanaque preciso anual. Pero las realizacio­
nes más apreciables en las artes prácticas se produjeron bajo la dinas­
tía XVIII, allá por los años 1500 a. de C. Pero la mente humana aún
no había imaginado la posibilidad de que el hombre fuese adquiriendo
lenta y gradualmente los conocimientos por sí mismo. Les parecía claro
que, abandonados a sus propias fuerzas, sus antepasados nunca hubieran
podido descubrir cosas como el habla y la escritura, la construcción y el
cálculo: era precisa una intervención divina. Los egipcios, lo mismo que
los babilonios, atribuyeron a revelación de los dioses el origen de todos
los conocimientos; éíltre esos dioses figuraba especialmente Thot, repre­
sentado por el ibis y el mandril, y su aliada Maít, la diosa de la verdad.
Thot fue uno de los soberanos o legisladores legendarios de raza divina;
fue esencialmente un dios lunar, que medía el tiempo, contaba los días
y registraba los años. Pero además fue el rey de la palabra, el gran biblio­
tecario y el inventor de la escritura. Y para más abundamiento estableció
en los templos los servicios de aquellos «vigías de la noche», encargados
de registrar los acontecimientos astronómicos de generación en generación.
En aritmética los egipcios estaban aproximadamente al nivel de los
caldeos. Contaban siguiendo una numeración decimal. Los números hasta
diez los representaban con palotes colocados en fila india, y las decenas
con unos símbolos parecidos a una U invertida. Apenas puede dudarse de
que las inundaciones del Nilo, al cubrir y borrar las señalizaciones de los
terrenos, estimuló el desarrollo de la agrimensura, si bien los mismos egip­
cios atribuían su origen a la bondadosa intervención de Thot.
Parece que desde fecha muy remota los agrimensores o «tiradores de
cuerda» medían los terrenos con cuerdas y apuntaban los resultados. Pero
las pruebas documentales de la historia de la aritmética y geometría em­
piezan con un papiro que forma parte de la colección de Rhind conser­
vada en el British Museum. Lo escribió entre 1600 y 1800 a. de C. un
sacerdote llamado Ahmóse, el cual afirma que era copia de un rollo más
38 HISTORIA DE LA CIENCIA

antiguo que se remonta a los tiempos de un rey que se sabe perteneció a


la dinastía X II, es decir, anteriormente a 2200 a. de C. Allí se dan algu­
nos detalles de cantidades fraccionarias y de las operaciones corrientes de
la aritmética; la multiplicación se hace a base de sumas repetidas. Tam­
bién da reglas para m edirB.
La astronomía egipcia pudo rivalizar con la caldea en antigüedad, pero
nunca alcanzó un grado tan alto de desarrollo. La importancia que daban
los caldeos a la astronomía estimulaba poderosamente la investigación
astronómica. La riqueza y el poder de que podía disponer un astrólogo de
éxito podían proporcionarle probablemente los recursos pecuniarios que
necesitaba para sus observaciones astronómicas, que acaso constituían su
verdadero interés. Esto lo comprobó Kepler incluso en plenos tiempos mo­
dernos.
Los egipcios identificaron las constelaciones con las deidades de su
mitología, y así las representaban en los frescos de los techos y en el in­
terior de las tapas de los ataúdes. Desde una época remota se supuso que
el año empezaba con la inundación anual del Nilo, pero cuando se com­
puso un almanaque exacto se lo hizo coincidir con el día en que salía el
sol con la estrella Sotkis, que era el Sirio de los griegos y el nuestro.
El año estelar de trescientos sesenta días constaba de treinta y seis semanas
de diez días cada una; y se registraban los cambios observados de semana
en semana en la configuración del cieló9.
La idea que se formaban los egipcios del universo se parecía mucho
en lo esencial a la que predominaba en Babilonia. Se lo representaba como
una caja rectangular, en la que los lados más largos corrían de Norte a
Sur. Tenía un fondo ligeramente cóncavo, en cuyo centro estaba situado
Egipto. El cielo formaba un techo plano o abovedado sostenido por cua­
tro columnas o picos montañosos; las estrellas eran lámparas colgadas
del artesonado por unos cables. Alrededor del borde de la caja corría un
gran río, en el que bogaba un barco llevando al sol. El Nilo era un
afluente de este río ,0.
Si bien en astronomía se quedó Egipto a la zaga de los caldeos y no
contó con astrólogos tan prestigiosos, en medicina, en cambio, ocurría lo
contrario. Se han descubierto y descifrado importantes papiros egipcios que
contienen verdaderos tratados sobre medicina. Los mejores informes pro­
ceden del papiro Ebers, que data aproximadamente de 1600 a. de C., y del
que descubrió Edwin Smith que se remonta más o menos al 2000 antes
de C risto". El primer médico, no sabemos si real o mítico, cuyo nombre
se nos ha conservado, se llamaba I-am-hotep o Imhotep, «el que viene en
* W . W . R o u s e B a l l , History of Mathematics, 3.* ed., Londres y Cambridge,
1901, pág . 3: T. E. P e e t , en Cambridge Ancient History, 1923-1928, vol. II, pá­
ginas 216-220.
* L. S. B u ll, ‘‘An Ancient Egyptian Astronomical Ceiling Decoration”, Bulletin
Metro. Museum of Art, U. S. A., vol. XVIII, 1923, pág. 283; resumido en Isis, nú­
mero 22, 1925, pág. 262.
10 M a s p e r o , loe. cit.
" Edición de I. H. B r e a s t e d , Univ. de Chicago, 1930.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 39

paz». Posteriormente se lo divinizó como dios de la medicina ,2. Babilonia


no tenía escuelas de medicina racional: todas las enfermedades se atribuían
exclusivamente a la acción de los poderes malignos, y sólo recurrían para
tratarlas a la hechicería y al exorcismo. También los egipcios utilizaban los
hechizos, pero su medicina era más racional y alcanzó un alto grado de
especialización. La práctica de embalsamar a los muertos les obligaba a
adquirir ciertos conocimientos elementales de anatomía, aunque parece que
sólo describieron los órganos mayores del cuerpo y que tuvieron ideas to­
talmente equivocadas sobre sus funciones ’3. Con todo, empezó la cirugía;
y en tallas, cuya fecha se calcula hacia el 2500 a. de C., podemos seguir
la marcha de las operaciones realizadas por cirujanos egipcios. Había mé­
dicos formados en las escuelas sacerdotales, especialistas de huesos, duchos
en el ajuste de huesos y en el tratamiento de fracturas, lo mismo que
oculistas especializados en curar las afecciones oculares, tan frecuentes siem­
pre en Egipto. Parece que las enfermedades mentales corrían a cargo de
los exorcistas; se creía que éstos, con sus amuletos y hechizos, podían
expulsar a los malos espíritus, causantes de esos trastornos. Llevaron a
gran perfección la administración de drogas y esencias; y muchos remedios
egipcios adquirieron fama mundial. La medicina egipcia se extendió hasta
Grecia, tal vez vía Creta, y desde Grecia y Alejandría pasó a la Europa
occidental.
Las pinturas de las tumbas egipcias demuestran interés por los dife-
rentes^tipos humanos: egipcios, rojos; semitas, amarillos; libios, blancos,
y negros, de su color: un primer brote de antropología.

India

Al comienzo del tercer milenio antes de Cristo existía la cultura en el


valle del Indo, en Mohenjo-daro, Harappa y otros sitios; se ha encontrado
una escala en que se indica el uso de los decimales,4. Es difícil localizar
detalles de actividad científica mucho antes del tiempo de Alejandro15.
Pero, desde luego, sobresale el nombre de Buddha— 560-480 a. de C.—en
filosofía moral; también para entonces existían ya escuelas de medicina.
Según la tradición, ya en tiempos del mismo Buddha enseñaba en Kasi
o Benarés el médico Atreya, y en Taksasila o Taxila el cirujano Susruta '6.
En todo caso parece ser histórica la obra atribuida a este último; de ella
se conserva un texto en sánscrito, aunque su fecha puede oscilar hasta en
un siglo. Describe cierto número de operaciones, como las de cataratas y
hernia; da ciertas nociones de anatomía, fisiología y patología, y mencio­
na más de 700 plantas medicinales. Caraka de Cashmir preservó el re­
11 C. S in g e r , A Short History of Medicine, Oxford, 1928.
11 P e e t , loe. cit.
“ G. S a r t o n , Isis, núm. 70, 1936, pág. 323, citando a Sir J o h n M a r s h a l l , Lon­
dres, 1931.
1! I. B u r n e t , Greek Philosophy, Pt. I, Londres, 1914, pág. 9.
“ G. S a r t o n , loe. cit., pág. 76 (citando a H o e r n l é y a otros).
40 HISTORIA DE LA CIENCIA

cuerdo de Atreya, gracias al compendio que escribió hacia 150 antes de


Cristo del sistema médico del maestro, tal como lo había transmitido su
discípulo Agnivesa.
Dada la incertidumbre que existe sobre las fechas es difícil determinar
la antigüedad relativa de la medicina griega e hindú y sus influencias
recíprocas.
Puede ser que se deba en parte a la religión hindú el hecho de que la
India contribuyese poco a las demás ciencias. Buddha fundó su sistema
sobre el amor y el conocimiento, y sobre el respeto a la razón y a la ver­
dad; pero estos artículos, que hubieran podido fomentar la ciencia, se
vieron neutralizados por otros factores de su filosofía. Acentuaba ésta la
fugacidad y vanidad de la existencia personal; establecía el autoaniquila-
miento y la pérdida de la individualidad como condición síne qua non
para alcanzar la plenitud espiritual. Esta actitud mental tiende a apartar
la atención de cuanto nos rodea y a frenar ese afán de mejoras materiales,
que constituye muchas veces el incentivo para progresar en los conoci­
mientos científicos prácticos. En cambio, el arte amable de curar enca­
jaba perfectamente en la religión budista, y acaso por eso sobrevivieron las
obras de Atreya y Susruta con su arsenal de conocimientos médicos y
quirúrgicos.
Hubo un punto en que la filosofía budista de la India tocó un pro­
blema francamente científico. Formuló una teoría atómica primitiva, no
sabemos si independientemente o por filtraciones del pensamiento griego;
y hacia el siglo i o n a. de C. hizo extensiva al tiempo la idea de discon­
tinuidad. «Según esta teoría, las cosas existen sólo un momento; al mo­
mento siguiente viene a sustituirlas un facsímil de ellas, igual que en una
película. La cosa no es más que una serie de semejantes existencias mo­
mentáneas. Aquí el tiempo viene como a resolverse en átomos» ,7. Al pa­
recer debió inventarse esta teoría para explicar lo que suponían ser el
cambio perpetuo de las cosas a base de un proceso de creación constante.
Hay un dato notable en la aritmética india, y es que, según ciertos
indicios bien probados, se usaba ya en el siglo m a. de C. un sistema de
numeración, del que se derivó después el sistema numeral que utilizamos
hoy día.
Es posible que el pensamiento indio influyese en las escuelas del Asia
Menor, y a través de ellas en Grecia. En todo caso es cierto que en tiempos
muy posteriores, cuando los árabes dominaban las tierras del Mediterráneo
oriental, se mezclaron restos de las matemáticas y medicina de la India
con lo que se había salvado de la cultura grecorromana, y todo ello pasó
a las escuelas de la Europa occidental a través de España y Constantinopla.
Así se explica que cuando la numeración india sustituyó la torpe notación
de los números romanos, se olvidase su origen indio y se la nombrase
equivocadamente «arábiga».

17 H a s t i n g s ’, Encyclopaedia of Religión and Ethics; Art. Atomic Theory, Indian;


H . Ia c o b i.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 41

Grecia y los griegos

Todas las comentes separadas de conocimiento del mundo antiguo con­


fluyeron en Grecia, donde fueron filtradas, purificadas y canalizadas en
cauces nuevos y mucho más aprovechables, gracias al genio maravilloso de
aquella raza que fue la primera de Europa que salió de la oscuridad.
Para comprender los orígenes de la filosofía natural de los griegos,
que llegó a formular tantos problemas que después abordaría la ciencia y
propuso tantas soluciones, debemos considerar brevemente el pueblo grie­
go, su religión y las condiciones físicas y sociales de su existencia.
Parece que la civilización más antigua de las tierras sitas en el mar
Egeo y en torno a él empezó en Creta, y probablemente tuvo su centro en
Knossos, cuyas ruinas descubrió Sir Arthur Evans. Creta sufrió la influen­
cia de Egipto, y más tarde ella influyó a su vez en Micenas. Transcurrió
un intervalo de algunos siglos entre la destrucción de Knossos y Micenas
y el comienzo de la nueva y más ruda cultura de los tiempos homéricos.
Hay indicios de que debió producirse algún cataclismo social.
Algunos arqueólogos, como Sir William Ridgeway, y antropólogos, como
el doctor Haddon, opiqan que los aqueos de Homero fueron una tribu de
conquistadores pertenecientes a una raza alta y de pelo rubio procedente
del Norte, acaso del valle del D anubio18. Dice Haddon: «El primer des­
plazamiento que conoce la historia de esta raza fue el de los aqueos, los
cuales hacia 1450 a. de C. dominaron con sus armas de hierro a los habi­
tantes de Grecia que las usaban de bronce.»,
Pero, a pesar debías indicaciones terminantes y autorizadas de este es­
critor, algunos especialistas en clásicos señalan el hecho de que no aparece
en la literatura griega la menor indicación de su origen norteño ’9, y que
Herodoto en concreto habla de los aqueos como de nativos de Grecia.
Pero estas indicaciones son de carácter principalmente negativo y así no
parecen tener gran valor frente a los indicios positivos de su procedencia
norteña.
Homero, que escribió probablemente en el siglo ix a. de C., atribuye a
los aqueos epítetos como rubio o moreno; los pueblos mediterráneos en­
terraban a sus muertos, mientras que los héroes de Homero pasaban al
otro mundo entre las llamas de la pira fúnebre; usaban hierro en vez del
bronce que utilizaban los primitivos pueblos griegos; los dioses olímpicos
de la mitología clásica aparecieron en escena por primera vez en los es­
critos de Homero y Hesíodo.
Los aqueos se vieron arrollados a su vez por los dorios, que invadieron
el Peloponeso en el siglo x i i u x i a. de C. También aquí hay indicios de
que los dorios descendieron del Norte en esta incursión, que fue la última
antes de los tiempos claramente históricos.
'• Sir W i l l i a m R id g e w a y , The Early Age of Greece, 1901; A. C. H a d d o n , The
Wanderings of Peoples, Cambridge, 1911, pág. 41.
” J. B. B u ry , en Cambridge Ancient History, vol. II, pág. 474.
42 HISTORIA DE LA CIENCIA

Se ve, pues, que los habitantes de Grecia pertenecían a razas dife­


rentes, si bien es cierto que, una vez instalados los dorios, el pueblo ad­
quirió un sentido de su unidad y de una cultura nacional en una Hélade
común, a pesar de los particularismos de las ciudades y Estados indivi­
duales. Probablemente obedecía a diferencias raciales la distinción que en­
contramos en algunos Estados entre clases dirigentes y serviles, siendo
así que había otros esclavos que eran originariamente «bárbaros» del Este
o del Norte.
En los poemas homéricos, en que se canta a los héroes de una raza
conquistadora, hallamos un clima de euforia que demuestra se había aca­
bado con la tiranía de la magia primitiva y se había creado un ambiente
de relaciones amistosas con unos poderes divinos plenamente desarrollados.
Concebían a estos seres sencilla y naturalmente como superhombres y super-
mujeres, interesados siempre por la humanidad, partidarios y políticos de
lo más «enragé», y que compartían la vida de la nación con sus guerras,
sus calamidades y sus éxitos. Vemos también que atribuían, como los egip­
cios, la invención de las artes y ciencias a los dioses y semidioses, los cua­
les estaban siempre dispuestos a presentarse entre los hombres, construirles
ciudades, engendrar héroes que fuesen los padres de las naciones y desha­
cer el embrujo de los antiguos poderes tenebrosos que relampagueaban
siniestramente en el transfondo.
Ya en el siglo vi antes de Cristo reconocía el poeta-filósofo Jenófanes
de Colofón que, sea cierto o no que Dios hizo al hombre a su imagen,
es indudable que el hombre hace a los dioses a la suya. A través de los
dioses de la antigua mitología griega podemos penetrar en el genio de los
griegos mejor que mediante ningún otro documento. Ahí vemos retratada
una raza, acaso falsa, presumida y licenciosa, pero dotada de un sentido
de belleza, de una confianza alegre en la vida, de un afecto, de una cordia­
lidad que delatan a un pueblo valeroso y cortés, vigoroso, abierto, generoso
y conquistador: un pueblo de cualidades intelectuales extraordinariamente
brillantes, establecido en una tierra de radiosa belleza, por cuyos mares
color vino tinto oscuro arribaba a sus puertos el comercio y los conoci­
mientos del mundo entero, donde el clima sonreía sobre sus villas fortifi­
cadas, donde un buen surtido de esclavos proporcionaba una vida fácil
y ocio abundante para el cultivo de las más altas formas de la filosofía,
literatura y a rte 20.

Los orígenes de la religión y filosofía griegas

Hasta hace poco se entendía por religión griega la mitología vista a


través de la literatura, y nadie se propuso en serio estudiar el ritual griego.
Pero ahora que los antropólogos han hecho ver que el rito tiene una im­
portancia más fundamental que las creencias, se ha podido apreciar la de-

30 Véase, por ejemplo, G. L o w e s D ic k in s o n , The Greek View of Life, 1896.


LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 43

formación y desorientación de semejantes perspectivas literarias. «El primer


paso para comprender científicamente la religión griega consiste en el exa­
men minucioso de sus ritos... los dioses olímpicos de Homero son tan poco
primitivos como sus hexámetros. Bajo esa espléndida superficie yace un
estrato de conceptos religiosos, de ideas acerca del mal, de purificación,
de expiación, que Homero optó por ignorar o eliminar, pero que reaparecen
en los poetas posteriores y especialmente en Esquilo» 21.
Los mismos griegos de los tiempos clásicos reconocieron dos formas de
ritos: olímpico y ectónico, así como dos tipos de mitología. Bajo los dioses
amigos del Olimpo se movía un submundo de espíritus, de intenciones equí­
vocas, ya que no hostiles, hacia los humanos. Y todavía por debajo de
éstos había vestigios de ritos y creencias, restos de aquel sistema más pri­
mitivo de magia que surge espontáneamente de la confusión entre la vida
de la naturaleza y la de la tribu, y que es más fundamental que todas las
mitologías dogmáticas. Probablemente tenemos aquí el influjo de la men­
talidad religiosa que atraía aún a la masa de la población; una mentalidad
primitiva, con sus ritos tradicionales para fomentar la fecundidad mediante
la purificación, la aplacación de los espíritus y la propiciación de dioses
y demonios12.
Los escasos documentos que poseemos del siglo vi a. de C. demues­
tran el predominio de dos cultos primitivos: los misterios eleusinos y los
órficos; y de ese fondo oscuro surgen, por una parte, la mitología olím­
pica y, por otra, la primera filosofía y ciencia.
Al parecer, los misterios eleusinos pretendían garantizar la fertilidad
de la tierra y la d e^u s habitantes mediante ritos mágicos en los que se
pintaba la labranza y siembra de otoño y la nueva vida y crecimiento de
la primavera. Eran ritos secretos, y sólo podemos deducir su carácter por
ciertas alusiones fortuitas de autores muchas veces hostiles o de fuentes,
como el himno homérico a Deméter, en el que se relacionan los misterios
con la esperanza en la supervivencia después de la muerte.
Según Herodoto, el orfismo fue importado de Egipto. En él se inte­
graron los ritos místicos consabidos para el fomento de la fecundidad
mediante la celebración del ciclo anual de la vida y de la muerte. Tenía su
cosmogonía, en la que se describía una noche germinal incubadora de un
huevo-mundo, que se dividía en Cielo y Tierra, y representaban al padre
y a la madre de la vida. Entre ellos volaba un espíritu alado de Luz, al
que llaman a veces Eros, el cual unía a los padres cósmicos, y de ese ma­
trimonio salía el Hijo Divino, Dioniso o Zeus. Con este simbolismo el
misticismo de la época tanteaba el camino hacia la unión con el Invisible.
En su forma más depurada las ideas órficas penetraron en la filosofía
idealista griega, y a través de ésta en el cristianismo; y en sus formas más

21 I a n e E. H a r r i s o n , Prolegómeno to the Study of Greek Religión, Cambridge,


1903 (3.® ed., 1922).
21 Véase, v. g r., Cambridge Ancient History, W. R . H a l l i d a y , v ol. II, p á g . 602, y
F. M. C o r n f o r d , v o l. IV, p á g . 522.
44 HISTORIA DE LA CIENCIA

groseras fueron a reforzar durante siglos todas las supersticiones e igno­


rancias.
De este manantial primitivo de ideas brotaron dos corrientes distintas
de pensamiento filosófico, separadas por su origen y por su tendencia:
la filosofía jónica del Asia Menor, naturalista-racionalista, y el pitago-
reísmo místico de Italia del Sur. Ahora debemos señalar sus relaciones
mutuas y con las religiones de misterios y la mitología olímpica.

La religión y la filosofía en los tiempos clásicos23

La función principal de la religión griega, como de otras muchas, una


vez que la magia y los ritos cristalizaron en la mitología, consistió en in­
terpretar la naturaleza y sus procesos en términos inteligibles: en hacer que
el hombre se sintiese en el mundo como en su casa. Las concepciones ani-
mistas, en las que vino a encarnar la mitología, eran de una belleza y
clarividencia extraordinarias. Las fuentes eran ninfas animadas; los bos­
ques, dríadas. Deméter personificaba a la tierra de pan llevar, y Poseidón,
el dios que sacude la tierra, era la imagen viva del indómito mar.
Generación tras generación se multiplicaban las figuras divinas, se per­
filaban sus contornos, se les atribuía nuevos atributos y se forjaban mil
historias en tomo a cada nombre. Fue un proceso de constante evolución.
Todo poeta gozaba de libertad para adaptar los mitos a su propósito, para
introducir una leyenda rescatada al olvido, para tejer una nueva alegoría
y para reinterpretar a su capricho. A medida que pasaba el tiempo y la
inteligencia se imponía a las emociones, se sintió el deseo de un credo
más depurado, hasta que por fin Esquilo, Sófocles y Platón extrajeron del
crudo politeísmo de antaño la noción de un Zeus único, supremo y justo.
Todo esto lo fueron elaborando con toda naturalidad, y casi sin ninguna
idea de innovación, los hombres encargados de preservar, depurar y expo­
ner las creencias antiguas. Coincidió esto con el cambio en las concepciones
filosóficas, en que los hombres abandonaron la fe de que las cosas ocurrían
caprichosamente por la voluntad casual de unos dioses irresponsables, para
contemplar la uniformidad de una naturaleza regida por leyes divinas y
universales.
Junto con este proceso de evolución religiosa de tipo conservador se
fue desarrollando una crítica de tono escéptico. Una religión tan netamente
antropomórfica como la del Olimpo hablaba más a la imaginación que
al entendimiento; y a medida que las dudas crecientes se fueron expre­
sando con más franqueza, quedó al descubierto su inconsistencia ante el
análisis filosófico. Pero el ocaso de la mitología olímpica provocó un recru­
decimiento de los antiguos ritos mágicos y una invasión de cultos nuevos.
“ Véase un resumen en F. M. C o r n f o r d , Cambridge Ancient History, vols. IV
y VI; citas en S a r t o n , loe. cit. Para detalles cfr. Ed. Z e l l e r , History of Greek
Philosophy, trad. ingl., 1881; T . G o m p e rz , Griechische Denker, Leipzig, 1896, tra­
ducción inglesa, Londres, 1901, y J. B u r n e t , loe. cit., y Early Greek Philosophy,
Londres, 1892 y 1908.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 45

Por ese tiempo el culto de Dionisos era esencialmente la adoración del


«entusiasmo», que conducía a la unión con la divinidad a través de la
intoxicación física y del éxtasis espiritual. A esto añadió el orfismo la as­
cética, y elevó los ritos primitivos de iniciación y comunión de cruda magia
simpática a la altura de valores espirituales.
La misma inconsistencia de la religión olímpica ortodoxa, unida a la
libertad esencial de pensamiento en el mundo griego, condujo a una filo­
sofía natural y metafísica que desde sus mismos principios se vio casi total­
mente libre de prejuicios teológicos.
Dieciocho siglos después, pasada la confusión de la Edad Media y la
reestructuración del conocimiento en la síntesis filosófico-teológica del Es­
colasticismo medieval, los pioneros de la ciencia moderna hubieron de
trabajar bajo la presión y el clima adverso de un sistema de conocimiento
racionalizado, en que se habían incorporado los dogmas corrientes de la
teología y la filosofía nuevamente descubierta de Aristóteles. Este sistema
dominaba todas las inteligencias y aprontaba a los problemas físicos y bio­
lógicos, lo mismo que a los metafísicos y religiosos, unas soluciones que
no era lícito discutir. Después del Renacimiento, la filosofía y las ciencias
naturales hubieron de sostener una lucha a muerte por la libertad cuando
se apercibió la gente de su efecto disolvente sobre la escolástica.
Muy otras fueron f e circunstancias en que se desarrolló la filosofía
natural griega. Cierto que no faltaron obstáculos externos; el pueblo to­
maba en serio a sus dioses: así, Anaxágoras fue desterrado de Atenas por
«ateS», y éste fue también uno de los cargos que hicieron contra Sócrates
los jueces que le condenaron, a pesar de que éste se oponía a las ideas de
aquél y acaudillaba"1^ resurgimiento religioso. Aristófanes disparaba sus
chistes inimitables contra las especulaciones físicas tan en boga por en­
tonces, las cuales, a juicio del público, eran de inspiración atea. Sin em­
bargo, la fluidéz de la religión griega, la variedad siempre cambiante de
sus mitos, su adaptabilidad a las exigencias estéticas de la poesía y del arte,
lo mismo que su propensión a asimilar y adornar nuevas ideas, permitieron
una libertad y franqueza en las concepciones intelectuales completamente
extrañas a la mentalidad medieval.
Al expansionarse los Estados griegos y desbordar sus fronteras primi­
tivas, debido a la situación geográfica del país y a sus necesidades econó­
micas, su población entró en contacto con otras civilizaciones más antiguas.
Los primeros filósofos griegos sacaron su información de fuentes extrañas:
su astronomía de Babilonia y su medicina y geometría de Egipto, posible­
mente en parte a través de Creta. A esos hechos ellos añadieron otros, y
entonces, por primera vez en la historia, los sometieron a un análisis filo­
sófico racional24. Esta amalgama de ideas se fue moviendo gradualmente
hacia Occidente. Sus primeros efectos se acusaron en las costas jónicas
del mar Egeo, cuando los griegos, basándose probablemente en tradiciones

2* W . W h e w e l l , History of the Inductive Sciences, vol. I, 3.a ed., Londres, 1857,


página 25, y J. B u r n e t , Early Creek Philosophy, Introducción.
46 HISTORIA DE LA CIENCIA

de la pretérita civilización minoica y también inspirándose en las doctrinas


de Babilonia y Egipto, concibieron las ideas de una geometría deductiva
y el estudio sistemático de la naturaleza. Grecia alcanzó el cénit de su des­
arrollo filosófico—más metafísico que científico— en Atenas bajo Platón
y Aristóteles, y en las ciudades continentales hacia 350 a. de C. Su in­
fluencia se extendió a las colonias griegas del sur de Italia y de Sicilia,
donde un siglo más tarde lograría su más alta realización en el campo de
la física el genio matemático y práctico de Arquímedes. De ahí pasó nue­
vamente hacia el Este, a la nueva ciudad de Alejandría.

Los filósofos ¡onios

La primera escuela de pensamiento que rompió en Europa definitiva­


mente con las tradiciones mitológicas fue la de los filósofos naturalistas
de Jonia, en el Asia Menor. El más antiguo que conocemos de ellos es
Tales de Mileto— c. 580 a. de C.— ; fue comerciante, estadista, ingeniero,
matemático y astrónomo. La importancia de esta escuela filosófica de
Mileto reside en el hecho de haber sido la primera que consideró el uni­
verso entero como un gran complejo de orden natural y que, por consi­
guiente, en principio podía explicarse a base de conocimiento normal y de
investigación racional, con lo que desaparece automáticamente todo el
mundo sobrenatural fantaseado por la mitología25. Brota entonces la idea
de un movimiento cíclico de aire, tierra y agua, que circula a través de
los cuerpos de plantas y animales, repitiéndose indefinidamente. Observó
Tales que las plantas y los animales se alimentaban de la humedad, y
resucitó la antigua teoría de que el agua ó la humedad constituyen la esen­
cia de todas las cosas. Esta idea de reducirlo todo a un elemento primario
tendía a estimular el escepticismo filosófico, pues si resultaba que la ma­
dera y el hierro no se diferenciaban esencialmente del agua, entonces no se
podía confiar en la evidencia de los sentidos.
Aristóteles y Plutarco nos han transmitido ciertas anécdotas tradiciona­
les sobre Tales. Se dice que giró una visita a Egipto y que partiendo de
ciertas reglas empíricas para la medición de tierras inventó la ciencia de
la geometría deductiva, estableciendo las líneas básicas que más tarde des­
arrollaron otros y que terminó por sistematizar Euclides. Se refiere tam­
bién que predijo un eclipse—el de 610 o el de 585 a. de C.— , sirviéndose
probablemente de tablas babilónicas. Sostuvo que la tierra era un disco
plano flotante en el agua.
Le siguió Anaximandro— 610-545— 26, que parece fue el primer griego
que trazó un mapa del mundo desconocido. También fue el primero que
observó que los cielos giran en tomo a la estrella polar y que sacó la con­
clusión de que la bóveda visible del firmamento forma media esfera com­
pleta, cuyo centro está ocupado por la tierra. Hasta que Tales y Anaxi-
8 F. M. C o r n f o r d , Before and after Sócrates, Cambridge, 1932.
“ Sir ThoS. H e a t h , Greek Astronomy, Londres, 1932.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 47

mandro propusieron esta nueva teoría, se creía que la tierra formaba como
un piso firmemente asentado en una cimentación sólida de profundidad
ilimitada. Ahora se la imaginaba como un cilindro finito, aplastado o pla­
no, cercado originalmente por envolturas de agua, aire y fuego, y flotando
dentro de la esfera celeste. Se pensaba que el sol y las estrellas eran frag­
mentos desprendidos de la envoltura de fuego original, y que ahora estaban
prendidos en unos círculos celestes con los que giraban en tomo a la tierra,
que constituía el centro de todas las cosas. Por la noche el sol pasaba por
debajo de la tierra, y no bordeando el mundo como suponían los sistemas
antiguos.
Según la cosmogonía de Anaximandro, los mundos brotaron por esci­
sión de elementos contrarios de la materia caótica primordial en una for­
ma que supone actuando ya desde el principio las mismas fuerzas ordi­
narias que vemos actuar cada día en la naturaleza. De aquí se fue des­
arrollando una filosofía mecanicista racional.
En el reino de las artes plásticas habla la tradición de ciertas figuras
vaporosas, como Anacarsis—c. 592— , que se dice inventó la rueda de al­
farero; Glauco—c. 550— , el primero que aprendió a soldar hierro, y
Teodoro—c. 530— , que ideó el nivel, el tomo y el cartabón27. Se dice
que Anaximandro importó de Babilonia el «estilo» o «gnomon», que era
una varilla que se colocaba verticalmente sobre un terreno horizontal y
hacía de reloj de sol. También servía para determinar el meridiano y el
tiemup del año cuando el sol alcanzaba su cénit al mediodía. Pero la abun­
dancia de esclavos reducía los incentivos para inventar máquinas.
Respecto a la nqjuraleza orgánica enseñó Anaximandro que los prime­
ros animales brotaron del limo marino y los hombres de las entrañas de
los peces. Creía que la materia primaria era eterna, pero que todas las cosas
creadas, incluso los cuerpos celestes, estaban condenados a la destrucción
y a reabsorberse en la unidad indivisa del ser universal.
Anaximenes— t c. 526—se apartó aún más del misticismo órfico. Sos­
tuvo que la primera materia o elemento del mundo fue el aire, el cual se
convierte en fuego al enrarecer, y al condensarse se hace primero agua y
después tierra. La tierra y los planetas flotan en el aire; el brillo de la
luna se origina por reflexión de la luz solar.

La escuela de Pitágoras

En contraste con la tendencia racionalista de los filósofos jónicos, Pi­


tágoras y sus seguidores adoptaron una actitud mental mística derivada
directamente del orfismo, marcada además por una decidida inclinación a
la observación y experimentación. Decía Heráclito: «Pitágoras de Samos
fue el hombre que más practicó la investigación y la observación, y cons­
truyó su sabiduría a base de una erudición polifacética y de las malas
” G. S a r t o n , History of Science, vol. I, Baltimore, 1927, pág. 75.
48 HISTORIA DE LA CIENCIA

artes.» Pitágoras nació en Samos, pero se trasladó al sur de Italia hacia


530 a. de C.
Pitágoras y sus discípulos renunciaron a la idea de un único elemento.
Sostuvieron que la materia se componía de tierra, agua, aire y fuego. Su­
ponían que estos elementos procedían de la combinación binaria de cuatro
cualidades subyacentes: calor y frío, humedad y sequedad; así, el agua,
por ejemplo, era húmeda y fría, mientras que el fuego era caliente y seco.
Ampliaron la geometría deductiva científica y estructuraron en orden lógico
algo así como lo correspondiente a los dos primeros libros de Euclides.
El teorema 47 del primer libro de Euclides se llama teorema de Pitágoras.
La «regla de la cuerda» para trazar ángulos rectos posiblemente se inventó
empíricamente en Egipto y en la India, pero es probable que Pitágoras
fuese el primero en demostrar deductivamente que el cuadrado de la hi­
potenusa de un triángulo rectángulo era igual a la suma de los cuadrados
construidos sobre los otros dos lados.
Los pitagóricos fueron también los primeros que dieron relieve a la
idea abstracta de número. A nosotros nos resulta familiar la noción de
número; estamos acostumbrados a operar con cantidades abstractas, con
un tres o un cinco, independientemente de que sean dedos, manzanas o
días. Por eso difícilmente podemos damos cuenta del gran paso que
supuso tanto para las matemáticas prácticas como para la filosofía el ais­
lar por primera vez el concepto genérico esencial cinco, diez, etcétera,
común a grupos de cosas totalmente heterogéneas. En la matemática prác­
tica este descubrimiento fue el que hizo posible la aritmética, y en filo­
sofía indujo a creer que el número constituye la base del mundo real.
Dice Aristóteles: «Al parecer, los pitagóricos consideraron el número como
el principio y, por decirlo así, como la materia de que se componen los
seres reales.» Semejantes ideas de que las entidades fundamentales estaban
formadas de unidades definidas e indivisibles parecían incompatibles con
otro gran descubrimiento pitagórico, cual fue el de la existencia de canti­
dades inconmensurables—véase el capítulo XII— ; pero se vieron fuerte­
mente reforzadas cuando los pitagóricos empezaron a hacer experiencias
con el sonido y demostraron que la longitud de una cuerda al dar la nota
base, su quinta y su octava, guardaba una relación fija de 6 : 4 : 3. En­
tonces se intentó construir la teoría del universo basándose en este esquema
de números relativos, los cuales, según sostenían, correspondían a unidades
indivisibles del espacio. También creían que la distancia entre los planetas
y la tierra debía de conformarse a una progresión musical, que es la que
debía producir «la música de las esferas». El 10 era el número perfecto
por ser igual a la suma de los cuatro primeros números— 10 = 1 + 2 4 -
+ 3 + 4— ; por eso los astros del cielo tienen que ser diez. Pero como
sólo veían nueve, deducían que debía haber una «contratierra» invisible.
Posteriormente Aristóteles criticó con mucha razón toda esta cábala reba­
tiéndola con hechos.
Con todo, les pitagóricos avanzaron positivamente la cosmogonía. El
conocimiento que tenemos de ello procede principalmente de las obras de
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 49

Filolao, que escribió hacia mediados del siglo v. Se dieron cuenta de que
la tierra es esférica, y con el tiempo observaron que la aparente rotación
de los cielos podía explicarse, y por cierto mucho más obvia y sencilla­
mente, suponiendo que la tierra giraba. Pensaron que la tierra giraba, pero
no sobre su propio eje, sino en tomo a un punto fijo en el espacio, con­
trarrestada por la contra tierra; algo así como lo haría una piedra soste­
nida en el extremo de una cuerda giratoria; de esta manera presentaría
sucesivamente su cara exterior habitada a cada zona del firmamento en­
volvente. En ese punto fijo ardía un fuego central, que era el altar del
universo, y que el hombre nunca alcanzaba a ver. Esta idea dio origen
años más tarde a la creencia errónea de que los pitagóricos elaboraron
una teoría heliocéntrica del universo, adelantándose con ello a Aristarco y
Copérnico.
La concepción mística de la naturaleza, que aparece claramente en su
doctrina sobre los números, muestra además en la noción pitagórica sobre
la importancia fundamental de los principios contrastados—como amor y
odio, bien y mal, luz y oscuridad—una idea que recurrió con frecuencia
en el pensamiento griego, a saber: que pueden deducirse del significado
de las palabras ciertos hechos reales. La concepción mística reapareció en
los escritos de Alcmeói^ el médico, concretamente en su idea de que el
hombre es el microcosmo, como un Universo en miniatura; su cuerpo re­
fleja la estructura del mundo, y su alma es una armonía del número. La
escuela pitagórica preconizó una filosofía de la forma en contraposición
a la filosofía de la materia sostenida por los jonios. A principios del siglo v
se bifurcó: una rama se convirtió en una hermandad religiosa, mientras
que la otra desarrollóla teoría del número con una orientación cuasi cien­
tífica.
La esencia de la filosofía pitagórica, incluida su teoría de que la última
realidad consta de números y de sus relaciones, la describiré en este libro
al exponer la doctrina de las ideas desde Platón hasta los neoplatónicos
y San Agustín. Bajo la influencia de éste, la esencia de la filosofía pitagórica
contribuyó a formar el marco platónico del pensamiento medieval que
sobrevivió como una alternativa frente al sistema escolástico derivado de
Aristóteles. Incluso dentro del escolasticismo la idea pitagórica de que el
número es el elemento ordenador en geometría, aritmética, música y astro­
nomía, impuso estas cuatro asignaturas en la instrucción de la Edad Media
bajo el título de quadrivium. Después del Renacimiento resucitaron la idea
de la importancia del número Copérnico y Kepler, que hicieron especial
hincapié en la armonía y simplicidad matemática de la hipótesis heliocén­
trica como la mejor prueba de su verdad28. Hasta en nuestros propios días
vemos cómo científicos de renombre reavivan ciertas ideas que ya tocaron
los filósofos pitagóricos, aunque en formas más rudimentarias y elemen­
tales: así, Aston, con sus pesos atómicos integrales; Moseley, con sus

21 E. A. B u r t t , Metaphysical Foundations of Modern Science, Londres y Nueva


York, 1925, págs. 23, 44. Véase también el capítulo III del presente libro.
50 HISTORIA DE LA CIENCIA

números atómicos; Planck, con su teoría cuántica, y Einstein, con su afir­


mación de que los hechos físicos, como la gravitación, son demostraciones
de propiedades locales espacio-temporales 'a .

El problema de la materia

Los fenómenos astronómicos por ser los más impresionantes son tam­
bién los primeros que llaman la atención del pensador. Pero también el
problema de la naturaleza de la materia intriga igualmente a las inteli­
gencias reflexivas, invitándolas a buscar una explicación. El origen de la
química arranca de unas artes tan antiguas como la humanidad, especial­
mente del descubrimiento y uso del fuego. Entre las realizaciones prehis­
tóricas se encuentra el cocimiento, la fermentación del mosto, la fusión
de metales, la alfarería. Los egipcios eran técnicos en tintorería, en tem­
plar el hierro, en la fabricación del vidrio y del esmalte y en el uso de
compuestos metálicos, como corrosivos, pigmentos y cosméticos, mientras
que los tirios producían ya unos mil quinientos años antes de Cristo su
famoso tinte púrpura extraído del molusco del mismo nombre.
Parece que los griegos fueron los primeros que teorizaron sobre el pro­
blema de la materia, lo mismo que fueron los primeros en geometría.
Como desconocían la gran cantidad de conocimientos que tenían al alcance
de la mano en las artes mecánicas que ellos consideraban poco nobles,
razonaban únicamente a base de lo que saltaba a la vista de cualquier
caballero griego. Los filósofos jónicos trazaban los cambios que experimen­
taban las sustancias pasando de tierra y agua a formar el cuerpo de ani­
males y plantas hasta volver a transformarse en tierra y agua. Así empe­
zaron a formarse idea de la indestructibilidad de la materia, y, a partir
de Tales, especularon sobre la posibilidad de que existiese un único ele­
mento—agua, aire o fuego—como base común de todas las cosas, a pesar
de las claras diferencias superficiales que presentaban los distintos cuerpos.
A principios del siglo v la filosofía se transformó en controversia;
jónicos y pitagóricos fueron objeto de ataques desde dos frentes. Todos los
interesados demostraron el amor característico de los griegos a dogmatizar
sobre los fenómenos y a teorizar partiendo de los primeros principios.
Heráclito—c. 502—fue poeta y filósofo, y manifestó menosprecio por
las tendencias materialistas de Anaximandro y Anaximenes. Según él, el
elemento o realidad primordial era el fuego etéreo, una especie de materia
anímica, de la que está hecho todo y a la que todo vuelve. El perpetuo
vaivén de los fenómenos contrarios que se advierte en este mundo—como
sueño y vigilia, vida y muerte— constituye el ritmo incesante del fuego
siempre vivo. Todas las cosas se mueven ordenadamente y todas están en
constante flujo—pánta reí—. La verdad sólo puede encontrarse reflexio­
nando sobre el Logos o razón universal.

x A. N. W h i t e h e a d , Science and the Modem World, Cambridge, 1927, pág. 36.


LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 51

Los filósofos de Elea, en Italia del Sur, desarrollaron otro tipo de fi­
losofía crítica, también a priori. Su jefe fue Parménides, que floreció hacia
el año 480.
Fascinado por las operaciones de la mente humana, Parménides llevó
hasta el extremo el axioma griego de que lo que es inconcebible es impo­
sible, por más que los sentidos aseguren que se da de hecho. Argüía así:
la creación es imposible, porque no se puede concebir que salga algo de la
nada o el ser del no-ser; y, por supuesto, el no-ser no puede ser. E inver­
samente, también la destrucción es imposible, porque una cosa no puede
esfumarse en «nada». El mismo cambio es imposible, porque una cosa
no puede brotar de otra que es esencialmente diferente de ella. Por tanto,
las apariencias de cambio, diversidad y multiplicidad, de tiempo y espacio
que vemos o creemos ver en la naturaleza, no son más que falsas impresio­
nes de los sentidos, que la razón demuestra ser contradictorias en sí mismas.
De aquí que los sentidos no puedan guiamos hacia la verdad; sólo el pen­
samiento la puede encontrar. Las percepciones sensoriales son irreales, no-
ser; sólo el pensamiento es real, verdadero ser. Dicho en otros términos:
para llegar a la realidad hemos de eliminar todas las diferencias corpo­
rales hasta quedamos con una única esencia uniforme. Esta es la única
realidad, eterna e inmutable, limitada por sí misma, extendida por igual
y, por consiguiente, esférica. Dentro del mundo aparente de los fenómenos
el universo irreal, aunque todavía se lo sigue percibiendo, es una serie de
globos de fuego y tierra, si bien esto es pura «opinión» que puede no ser
nece£triamente verdad.
Zenón de Elea desarrplló más ampliamente algunas de esas ideas. Fue
Zenón contemporáneas* de Parménides, aunque más joven que él; combatió
la doctrina pitagórica de que todas las cosas están hechas de números in­
tegrales, y pensó haber desacreditado la multiplicidad con su famosa serie
de paradojas. Lo múltiple debe ser divisible hasta el infinito, y, por con­
siguiente, tiene que ser él mismo infinito; pero al intentar reconstruirlo
de nuevo se ve que no hay modo de formar un todo finito con un número
infinito de partes pequeñas. Cuando el «rápido» Aquiles persigue a una
tortuga y llega al punto de donde partió ésta, la tortuga se ha trasladado
ya a otro punto; para cuando Aquiles se presenta allí, ya la tortuga ha
avanzado algo m ás...; y así indefinidamente: total, que Aquiles nunca
le da alcance.
Parménides parece discutir sobre el sentido atribuido accidentalmente
a las palabras, sentidos que resultan siempre arbitrarios y con frecuencia
cambiantes, y las paradojas de Zenón se fundan en conceptos erróneos
sobre la naturaleza de lo infinitesimal y sobre las relaciones de tiempo y
espacio, que han esclarecido los matemáticos modernos. En todo caso Zenón
demostró ciertamente que era incompatible con la experiencia la idea de
una división ilimitada en unidades infinitesimales, tal como entonces se la
entendía. Sólo se pudo resolver esta discrepancia definitivamente cuando
en el siglo xix se estableció la distinción entre diferentes clases de infi­
nitos, que no se equivalen recíprocamente.
52 HISTORIA DE LA CIENCIA

Sin embargo, la filosofía eleatense tiene su importancia para nosotros


desde un doble punto de vista. Primero, al desacreditar las percepciones
sensoriales contribuyó a que los atomistas buscasen la realidad en cosas
imperceptibles a los sentidos y a que explicasen como puras percepciones
de los sentidos lo que más adelante se dio en llamar cualidades secunda­
rias o separables de los cuerpos, como el calor y el color. Y segundo, la
búsqueda de una única unidad, que representase la realidad subyacente en
todas las cosas, por una parte, estimuló a los físicos a buscar un elemento
químico único, y, por otra, indujo a los filósofos a separar la sustancia
—ousía—de las cualidades o accidentes—páze—. Esta idea sobre la natu­
raleza de la materia, reducida a fórmula definitiva por Aristóteles, do­
minó el pensamiento medieval.
Anaxágoras fue otro filósofo jónico; nació cerca de Esmirna hacia
el año 500 a. de C. Cuarenta años más tarde llevó consigo a Atenas las
ideas filosóficas jónicas, de carácter más materialista. Anaxágoras veía
en la materia un conglomerado de entidades diversas, cada una con dife­
rentes cualidades y accidentes, como las perciben los sentidos. Por mucho
que se divida la materia, siempre contienen sus partes cosas fracciones del
todo, aunque pueden surgir diferencias por razón de la distinta propor­
ción de sus ingredientes. El movimiento lo puso en marcha originaria­
mente la Mente— noús— , que consiste en un fluido sutil, el cual produce
un movimiento de rotación que se propaga, originando y ordenando el
mundo. La materia de los cuerpos celestes es de la misma naturaleza
que la de la tierra; el sol no es el dios Helios, sino una piedra incan­
descente; la luna tiene montes y valles. Aparte de estas elucubraciones,
Anaxágoras hizo algunos progresos reales en los conocimientos exactos.
Disecó animales, tuvo algunos vislumbres sobre la anatomía del cerebro
y descubrió que los peces respiran por sus branquias.
Encontramos otras ideas sobre la materia en la famosa hipótesis de los
cuatro elementos, que defendieron los pitagóricos, y que elaboró en forma
más definida el filósofo siciliano Empédocles— 450 a. de C.— . Enseñó
que las «raíces» o elementos eran tierra, agua, aire y fuego; un sólido,
un líquido, un gas y un tipo de materia más sutil aún que el gas. Estos
cuatro elementos se hallaban combinados a través de todo el universo en
proporciones diferentes, bajo el influjo de dos fuerzas divinas equilibra­
das, una de atracción y otra de repulsión, que a los ojos del hombre de
la calle actúan entre los humanos en forma de amor y de odio. Estas
ideas recuerdan las concepciones de Pitágoras. Todos los múltiples tipos
de materia se forman por combinación variada de los cuatro elementos, a
la manera como el pintor forma todos los matices y colores combinando
los cuatro pigmentos.
Ya Parménides había combatido la existencia de espacios vacíos que
los hombres se figuran percibir en el aire. Anaxágoras y Empédocles de­
mostraron la naturaleza corporal del aire, y este último hizo ver mediante
experimentos realizados con un reloj de arena que el agua sólo puede
entrar en un recipiente a medida que escapa el aire. Este experimento
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 53

demostró dos cosas: que el aire es distinto tanto del espacio vacío como
del vapor.
Parece que la idea de que todas las cosas estaban compuestas de los
cuatro elementos se debió a una falsa concepción de la acción del fuego
—una mala interpretación por lo demás natural— . Se pensaba que al que­
marse una sustancia debía resolverse en sus elementos; la materia com­
bustible es compleja, mientras que la escasa cantidad de ceniza que deja
al quemarse es simple. Por ejemplo, al arder la madera verde se ve el
fuego a su propia luz, el humo se disuelve en el aire, por los extremos de
la madera se evapora el agua y las cenizas pertenecen claramente al ele­
mento tierra.
En tiempos posteriores surgieron otras teorías basadas en esta misma
concepción del fuego. Esta fue la primera gran idea orientadora de la quí­
mica. Dice Marsh: «Las teorías sobre el fuego son: la teoría griega de
los cuatro elementos, la teoría de la alquimia sobre la composición de
los metales, la teoría «yatroquímica» de los principios hipostáticos y la
teoría flogística»so, desarrollada en el siglo xvm . En los últimos capítulos
de este libro expondré el origen, desarrollo y ocaso de estas teorías.

Los atomistas

Se figuró Empédocles que por suponer que sus cuatro elementos se


comfiínaban en distintas proporciones podía explicar la infinidad de es­
pecies diferentes de sustancias que conoce el hombre. Leucipo y Demócrito
simplificaron aún nrSe la cosa, construyendo su teoría de los átomos a báse
de la hipótesis antigua, que servía de alternativa, sobre un único elemento31.
Los fundamentos en que basaron su teoría atómica los griegos fueron
muy diferentes de los hechos experimentales concretos y precisos que cono­
cían Dalton, Avogadro y Cannizzaro cuando formularon las teorías atómicas
y moleculares de hoy día. Los químicos modernos tenían ante sus ojos medi­
ciones cuantitativas exactas de las proporciones de peso y volumen en que
se combinaban los elementos químicos. Estos hechos concretos y definidos
condujeron irresistiblemente a la idea de los átomos y moléculas y a darles
automáticamente pesos atómicos y moleculares relativos. Se vio que la teoría
así formulada se ajustaba a otros muchísimos hechos aislados o entrelazados
y a las demás relaciones que constituían ya la herencia común de la ciencia;
se vio que venían a confirmarla nuevas experiencias, y que prestaba esplén­
didos servicios como guía útil en el estudio y hasta en la predicción de nue­
vos fenómenos. Aunque la teoría tenía alcance filosófico, como cualquier
otra generalización científica, no se había deducido ni se hallaba necesaria­
* J. E. M arsh, The Origins and Growth of Chemical Science, Londres, 1928.
51 Véanse las obras ya mencionadas, esp. B u r n e t ; además, J. M a s s o n , The
Atomic Theory of Lucretius, Londres, 1884; P a u l T a n n e r y , “Démocrite et Archy-
tas”, Bull. des Sciences math., vol. X, 1886, pág. 295; F . A. L a n g e , Geschichte
des Materialismus, 1866 y 1873, trad. ingl., Londres y Nueva York, 1925; C yril
B a i le y , The Greek Atomists and Epicurus, Oxford, 1928.
54 HISTORIA DE LA CIENCIA

mente vinculada a ninguna teoría filosófica completa sobre el Universo. Sus


propósitos eran más humildes, pero más prácticos.
Los griegos, en cambio, no contaban con hechos concretos, observados,
que apuntasen en principio a una teoría limitada y exacta, y aun después
de haberla forjado no tenían medios para comprobar experimentalmente sus
consecuencias. La teoría griega se basó en un esquema filosófico sobre el
cosmos, en el que quedaba integrada ella misma, y permaneció en estado de
doctrina, igual que los sistemas metafísicos de los tiempos antiguos y mo­
dernos, dependientes de la actitud mental de sus inventores y secuaces, y
expuestos a que cualquier filósofo rival viniese a echarla por tierra y a erigir
sobre sus ruinas un sistema nuevo. Y eso es lo que ocurrió precisamente.
Los filósofos jónicos fundaban sus razonamientos en los conocimientos
generales de su tiempo interpretados a la luz de las ideas metafísicas predo­
minantes. ¿Qué pasa al dividir y subdividir la materia? ¿Permanecen sus cua­
lidades idénticas? ¿Sigue la tierra siendo tierra y el agua agua por mucho
que se continúe el proceso de subdivisiones cada vez más pequeñas? En
otras palabras: ¿constituyen las propiedades de los cuerpos ciertos hechos
últimos de los que no se puede dar una explicación ulterior ni reducirse a
otros más simples, o podemos simplificarlos y avanzar con ello un palmo más
en la conquista de nuestros conocimientos, reduciendo otro tanto los límites
de nuestra ignorancia?
Este intento de buscar una explicación racional a base de simplificar los
términos, según ellos creían, confiere verdadera importancia en la historia
del pensamiento científico a los esfuerzos realizados por los griegos con vistas
a resolver el problema de la materia. Según las ideas predominantes antes de
las elucubraciones de estos filósofos, y después del ocaso de su filosofía
atómica, se pensaba que las cualidades de las sustancias pertenecían a su
esencia; la dulzura del azúcar y el color de las hojas eran tan reales como
la misma azúcar y las mismas hojas, y no podían explicarse en función de
otros hechos ni como variedades de la sensación humana.
Es interesante trazar los orígenes de la teoría atómica griega. Tales tomó
como elemento primario el agua; Anaximenes, el aire, y Heráclito, el fuego.
El elemento de Anaximenes, el aire, se condensaba o espaciaba sin variar de
esencia. La teoría de Heráclito sobre el perenne fluir sugería la idea de co­
rrientes de partículas invisibles en movimiento, como podía apreciarse en
la evaporación del agua y en la expansión del aroma. Esto les llevó a la
antigua doctrina pitagórica de que las mónadas integradas, de acuerdo con
las leyes de los números, constituían la realidad última. También sostuvieron
los pitagóricos la concepción de espacios vacíos, carentes de materia, si bien
los confundían con el aire. Parménides combatió esta teoría, pero los ato-
mistas la resucitaron, movidos por la dificultad de explicar el movimiento
de las partículas en un medio totalmente compacto. Como ahora ya se sabía
que el aire era corporal, el espacio vacío de los atomistas representaba un
auténtico vacío.
Tales fueron las corrientes de pensamiento que sugerían la teoría de que
la materia consta de partículas elementales esparcidas por el vacío; una teoría
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 55

que explicaba todos los hechos salientes conocidos entonces, como la evapo­
ración, la condensación, la moción y el incremento de material nuevo. Es
cierto que subsistía el problema fundamental, como pusieron de relieve otros
filósofos griegos. ¿Eran los mismos átomos divisibles in infinitum? Los ato-
mistas soslayaron el dilema lógico, afirmando que los átomos eran física­
mente indivisibles porque dentro de ellos no había vacío.
Los atomistas más antiguos cuya fama ha llegado hasta nosotros son:
Leucipo, figura simbólica del siglo v, que, según la tradición, fundó en Tra-
cia la escuela de Abdera, y Demócrito, nacido en Abdera el año 460 antes
de Cristo. Conocemos sus ideas por algunas referencias encontradas en las
obras de escritores posteriores, como Aristóteles, y por la obra de Epicuro
—341-270— , que adoptó y enseñó en Atenas la teoría de los átomos como
parte de un curso completo de filosofía—ética, psicológica y física— , que
el romano Lucrecio desarrolló nuevamente dos siglos más tarde en su cé­
lebre poema.
Leucipo estableció la idea básica del atomismo junto con el principio
de causalidad: «Nada sucede sin el influjo de una causa; todo ocurre cau-
salmente y por necesidad.» Lo mismo él que Demócrito continuaron des­
arrollando ulteriormente el intento de los filósofos jónicos de explicar las
propiedades de la m a te r ia base de elementos más simples. Se dieron cuenta
de que si se admitían las cualidades de los cuerpos como algo fundamental
e inexplicable, se cerraba con ello el paso a toda ulterior investigación.
En contraposición con esta idea enseñó Demócrito: «Se cree rutinariamen­
te que existen cualidades dulces y amargas, calientes y frías; y se cree ruti­
nariamente que existen colores. La verdad es que sólo hay átomos y vacíos.»
Demócrito se opuso iFla concepción relativista de Protágoras, según la cual
«el hombre es la medida de todas las cosas», de forma que, por ejemplo,
la miel puede ser dulce para mí y amarga para ti; pero Demócrito vio
además que no podíamos llegar a la realidad por sólo los sentidos.
Los átomos de Demócrito eran increados, existían desde la eternidad,
y nunca se aniquilaban: «fuertes en su maciza unicidad». Su forma y vo­
lumen eran variadísimos, pero su sustancia era idéntica. Por tanto, sus
diferencias cualitativas se deben al distinto volumen, forma, posición y mo­
vimientos de las partículas, que sustancialmente son de la misma naturaleza.
En la piedra y el hierro los átomos sólo pueden vibrar u oscilar, mientras
que en el aire y el fuego pueden saltar a mayores distancias.
Al moverse en todas direcciones en el espacio infinito los átomos chocan
entre sí, produciendo movimientos laterales y remolinos, que ocasionan a su
vez la concreción de átomos similares; con ellos se forman los elementos
y comienzan a constituirse innumerables mundos, los cuales crecen, decaen
y terminan por descomponerse; sólo sobreviven los sistemas adaptados a su
ambiente. Aquí vemos un débil esbozo de la hipótesis de la nebulosa ori­
ginal y de la teoría darviniana de la selección natural.
Esta teoría en su forma original no reconoce un arriba ni un abajo abso­
lutos, ni pesadez ni ingravidez. Además, el movimiento continúa mientras
no encuentra resistencia. Aristóteles encontró increíbles estas ideas tan
56 HISTORIA DE LA CIENCIA

acertadas, por lo que posteriormente parece que se modificó la teoría de


Demócrito para responder a las críticas del Estagirita. Tuvo que venir Ga­
lileo para desenterrar la verdad. En astronomía los atomistas se mostraron
reaccionarios, presentando la tierra como plana; pero en otros aspectos iban
muy por delante de sus contemporáneos y de sus sucesores.
Tal como nos la transmitió Lucrecio, la doctrina de Demócrito simpli­
ficó de manera maravillosa la visión que se tenía de la naturaleza antes
de él. De hecho, la visión que él nos presenta es demasiado simple. Los
atomistas se saltaban inconscientemente ciertas dificultades que aún conti­
núan sin resolver después de un lapso de veinticuatro siglos. Aplicaban
intrépidamente su teoría a ciertos problemas de la vida y de la conciencia,
que siguen desafiando cualquier intento de explicación mecanicista. Abri­
gaban la confianza de haber acabado con todos los misterios, como si estu­
vieran ciegos al gran misterio que subtiende y envuelve toda existencia:
un misterio no menos profundo hoy día que cuando se formuló por pri­
mera vez la teoría atómica.
La cuestión filosófica que se ventilaba entre los atomistas y sus contra­
rios era la misma que reapareció en el siglo xvm cuando los discípulos
franceses de Newton intentaron convertir la física de este gran matemático
en base de su filosofía mecanicista. ¿Cuál es la realidad latente en la natu­
raleza? ¿Es algo parecido esencialmente a la naturaleza tal como aparece
a la mente humana, o es sólo una inmensa máquina indiferente al hombre
y a su bienestar? Una montaña, por ejemplo, ¿es en realidad una masa
rocosa, vestida con su manto verde vegetal y con su capuchón de nieves
perpetuas, o es esencialmente nada más que un conglomerado de partículas
microscópicas desprovistas de cualidades humanas, pero que de alguna ma­
nera producen en la mente humana la ilusión de la forma y del color?
Loá físicos descomponen la materia en partículas y se encuentran con que
sus fuerzas y movimientos pueden traducirse en fórmulas matemáticas. Los
materialistas transforman estos resultados científicos en filosofía y aseguran
que no existe más realidad que esa. Los idealistas se revuelven contra la
idea de un cosmos inhumano; y así Grecia rechazó la filosofía atomicista,
que parecía exigir un cosmos de esas características. Pero en el siglo xvm
la ciencia de Newton estaba demasiado sólidamente asentada para que se la
pudiese echar por tierra, y entonces hubo que buscar otras salidas a través
del dualismo de Descartes o del idealismo de Berkeley.
Prescindiendo del valor que pueda tener en filosofía la teoría atómica
de Demócrito, en ciencia se acerca más a las ideas actuales que cualquiera
de los otros sistemas que la precedieron o la reemplazaron, y desde un
punto de vista científico debe considerarse como un lamentable desacierto
el que quedase virtualmente eliminada bajo las críticas destructoras de Pla­
tón y de Aristóteles. Para las generaciones futuras el platonismo en sus
varias formas vino a representar el pensamiento griego, y ese hecho fue una
de las razones de que desapareciese del mundo el espíritu científico durante
un milenio. Platón fue un gran filósofo, pero en la historia de la ciencia
experimental debe considerarse como una verdadera calamidad.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 57

La medicina griega

La medicina griega32 contenía muchos elementos derivados directa o in­


directamente de Egipto. Las dos escuelas griegas más famosas fueron las
de Cos y Cnidos. Aquélla trataba las enfermedades como trastornos del
cuerpo normal y sano, y confiaba el alivio a la vis medicatrix tiaturae; la de
Cnidos estudiaba cada enfermedad y buscaba remedios específicos.
Por lo que hace a los primeros tiempos históricos, es interesante obser­
var que en la Ilíada de Homero se describen con precisión los efectos de
las diferentes heridas, y se prescriben tratamientos sencillos y expeditivos,
en que se manifiesta la sana tradición de un espíritu racional aplicado a la
medicina y a la cirugía entre la raza de los héroes homéricos. Pero, al pa­
recer, esa tradición no era general. En la Odisea aparece la magia, y entre
la masa del pueblo, lo mismo en Grecia que en otros países del Sur y del
Este, el tratamiento predominante era a base de hechizos y embrujos. Aun
en tiempos posteriores se entrecruzaban ambos modos de pensar. Hacia
fines del período clásico, cuando los conocimientos médicos griegos habían
alcanzado ya su cénit, todavía se practicaba ampliamente la magia y la
brujería en el tratamiento médico que se impartía en los templos de Escu­
lapio—el dios de las curaciones—en Epidauro, Atenas y en otros sitios.
Hasta en nuestros días se sigue creyendo en los hechizos en algunas partes
de Inglaterra y de Gales.
A medida que se desarrollaba la medicina se fue introduciendo el mé­
todo deductivo, tan del gusto de los griegos; conforme a él se tomaron
como base del tratáSiiento médico determinadas nociones preconcebidas
sobre la naturaleza del hombre o sobre el origen de la vida; un procedi­
miento que costó indudablemente la vida a muchos pacientes. Mientras el
prurito de teorizar se mantuvo dentro de los debidos límites, la medicina
hizo rápidos progresos; con ello subió la categoría del médico y se adoptó
un excelente código profesional que después cristalizó en el famoso jura­
mento de Hipócrates33. En él se obligaban los médicos a actuar solamente
en beneficio de sus pacientes y a llevar una vida y una práctica profesional
pura y santa.
La mayoría de los filósofos griegos abordaron la teoría de la medicina,
al menos incidentalmente. A ella aplicaron los pitagóricos sus artículos
especiales. Alcmeón de Crotón— c. 500 a. C.—fue probablemente el pri­
mero que practicó la disección y el principal embriologista presocrático;
descubrió el nervio óptico y comprobó que el cerebro es el órgano central
de la sensación y de la actividad intelectual. Anaxágoras hizo experimentos
con animales y estudió su anatomía a base de disección. Empédocles enseñó
que la sangre circula por el corazón y que la salud dependía del debido
equilibrio en que se mantenían en el cuerpo sus cuatro elementos.
31 C. S in g e r , A Short History of Medicine, Oxford, 1 9 2 8 ; R . O. M oon, Hippo-
crates and his Successors, Londres, 1923.
31 S in g e r , loe. cit., p á g . 17.
58 HISTORIA DE LA CIENCIA

La medicina griega culminó en la escuela de Hipócrates— c. 420 a. C.— .


Esta escuela adoptó una teoría y una práctica médicas parecidas hasta cierto
punto a las que hoy se estilan y muy superiores a las ideas de cualquier
otra época intermedia hasta el amanecer de los tiempos modernos. Su fisio­
logía no se entretenía con las causas finales— como hacía Aristóteles y Ga­
leno— , sino que iba al grano investigando preferentemente el cómo y el
porqué para buscar el remedio adecuado; tenía, pues, un espíritu moderno.
Se ve que recurrían a los experimentos: así, por ejemplo, el escritor hipo-
crático dedicado a la embriología advierte al observador que abra los huevos
de la gallina día a día a medida que avanza el proceso de incubación. Se
consideraba la enfermedad como un proceso sujeto a las leyes naturales.
Se insistía en la observación minuciosa y en la cuidadosa interpretación
de los síntomas, con lo que señalaban el camino a la moderna medicina
clínica; lograron describir con precisión muchas enfermedades e indicar el
tratamiento apropiado. También practicaron la anatomía hasta cierto punto,
pero la disección sistemática del cuerpo humano aún tardaría en echar las
firmes bases de la anatomía y fisiología humanas a base de hechos compro­
bados— lo que ocurrió probablemente en Alejandría bajo el influjo de los
Tolomeos— .

Desde los atomistas hasta Aristóteles

La filosofía atomista marca la culminación del primer gran período de


la ciencia griega. A éste siguió una pausa y hasta un retroceso, como para
indicar el peligro de recurrir a métodos filosóficos apriorísticos en el trato
con la naturaleza. Tal vez se debió a que al emerger Atenas como Estado
democrático, las principales energías de los ciudadanos fluyeron por los
cauces de la retórica y de la política. La fluidez de dicción constituyó el
único camino hacia el poder, y los filósofos se inclinaron más al estudio
de la economía y de la ética que al de las matemáticas y ciencias naturales.
En los escritos de los primeros historiadores se advierte un nuevo ade­
lanto en los conocimientos. El primero probablemente fue Hecateo—540-
475 a. C.— ; luego siguió Herodoto— 484-425— , que viajó por países le­
janos y nos legó valiosas descripciones de la gente y de las tierras que visitó.
Demostró una laudable curiosidad, como puede apreciarse en sus investi­
gaciones y elucubraciones sobre las posibles causas de las riadas regulares
del Nilo. En Tucídides— 460-400—observamos un espíritu más meticuloso
y crítico; analizó el período mítico de la historia de Grecia con el espíritu
de un historiador científico, describió la guerra del Peloponeso como tes­
tigo de vista y nos dejó un relato sobre la peste de Atenas y sobre el eclipse
solar del año 431 a. C.
También se acusa la influencia que ejerció el atomismo en el escepticis­
mo de algunos de sus rivales, los cuales dudaban, igual que los atomistas,
sobre la capacidad de los sentidos para informarnos sobre el mundo externo.
Sólo que sacaban una conclusión contraria. Los atomistas atribuían realidad
a la materia con preferencia a la mente, mientras que la escuela rival sos­
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 59

tenía que la sensación es la única realidad, ya que es indudable que existe


la sensación y en cambio son muy discutibles sus mensajes sobre el mundo
exterior. En época posterior reaccionó de manera correlativa la filosofía
mecanicista frente al fenomenalismo.
En Sócrates aparece el tipo crítico de la reacción. Adoptando una acti­
tud inquisitiva examinaba a fondo a los sofistas, a los políticos, a los filó­
sofos; ponía de manifiesto la ignorancia, la estolidez y la chulería donde­
quiera las descubría. Preconizó la supremacía de la mente por la sencilla
razón de que percibe las verdaderas «formas» e ideales, mientras que los
objetos de los sentidos sólo tienden hacia ellas en un intento de aproxima­
ción. La perfección moral es un ideal; la igualdad es un ideal; pero dos
huevos, por muy parecidos que sean, nunca pueden hacer más que aproxi­
marse a la igualdad, que está en el límite. Sócrates estimaba que el único
objeto digno de estudio era la mente, y afirmaba que el verdadero «yo» nb
lo constituye el cuerpo, sino el alma y la vida interior. Su influjo, pues,
tendía a apartar la atención de los hombres del estudio de la naturaleza.
De hecho, desde determinado punto de vista, Sócrates acaudilló una reac­
ción religiosa contra la actitud materialista de los filósofos naturalistas de
Jonia, aunque paradójicamente el rumor popular le acusaba de ateo. Platón
explica por qué rechaza-el determinismo mecanicista en la famosa escena
del Fedón, en que Sócrates está aguardando en la cárcel el momento de
beber la cicuta. Platón nos lo presenta explicando a sus amigos que, según
Anaxágoras, la causa de que él esté sentado allí pudiera ser la naturaleza
de sus huesos y tendones; pero que la causa real era que:
"una vez que los ateáWnses prefirieron condenarme, pensé que era mejor y más
justo quedarme aquí sentado y someterme al castigo que me han impuesto; pues,
creo, por el can, que estos tendones y estos huesos hace tiempo que estarían en
Megara o en Beocia, a donde los habría trasladado yo dejándome llevar de cierta
opinión sobre lo que es mejor, de no haber considerado yo más justo y honroso
someterme a cualquier sentencia, que pudiera pronunciar en contra mía la ciudad,
que escaparme y huir subrepticiamente”.

Aquí muestra Sócrates una reacción natural contra una filosofía mecani­
cista prematura, y acaso cierta incomprensión y antagonismo frente a la
postura científica racional. Es cierto que hizo girar el enfoque de la filo­
sofía centrándolo más que en el estudio del pasado y del presente en el del
futuro, es decir, en el fin para que fue creado el mundo. Pero, según afirma
Aristóteles, pueden atribuirse a Sócrates con razón dos aportaciones cientí­
ficas: las definiciones universales y el razonamiento inductivo.
Su discípulo Platón— 428-348 a. C.—fue el más ilustre exponente del
idealismo; en él se daban la mano el escéptico con el místico. Platón de­
ducía sus ideas sobre la naturaleza a priori, de las necesidades y preferen­
cias humanas. Dios es bueno, la esfera es la forma más perfecta; luego el
universo tiene que ser esférico. La materia prima se identifica con el espacio
extenso; los cuatro elementos no son letras del alfabeto de la naturaleza,
ni siquiera sílabas de sus palabras. Dios imprimió movimiento circular a
60 HISTORIA DE LA CIENCIA

los cuerpos celestes, y así se mueven en ciclos marcando el tiempo. En Pla­


tón se acusa claramente el influjo de la doctrina mística pitagórica sobre la
forma y el número, y aunque sus aplicaciones a la astronomía resultan
menos modernas que las de los pitagóricos, creía con todo que las estrellas
flotaban libremente en el espacio movidas por sus propias almas divinas.
Pero pudieran combinarse los ciclos de Platón para representar la trayec­
toria aparente que sigue el sol alrededor de la tierra; este sistema astronó­
mico lo desarrollaron posteriormente con detalle Hiparco y Tolomeo, aun­
que se dice que ya en su ancianidad reconoció Platón que se explicarían
mucho más sencillamente los fenómenos suponiendo que la tierra se movía.
La física y la biología de Platón tenían carácter antropomórfico y hasta
ético. Mientras los jonios propugnaban una cosmogonía de evolúción, Platón
establecía la creación. Su cosmos era un organismo viviente con su cuerpo,
alma y razón. De esta teoría deduce en el Timeo una concepción de la na­
turaleza y estructura del universo, e incluso de la fisiología humana, basada
en la analogía fantástica entre el cosmos y el hombre, entre el macrocosmo
y el microcosmo—una idea que sostuvo también Alcmeón y que subsistió
a lo largo de la Edad Media— .
Construida sobre tales ideas, la ciencia de Platón fue en su mayor parte
pura fantasmagoría. Condenó rotundamente la experimentación como impía
o como arte mecánica ruin. En cambio, estimaba altamente las matemáticas
por ser ciencia deductiva. El mismo Platón formuló la idea de los números
negativos y consideró la línea como «fluyendo» de un punto—que contenía
en germen el «método de las variaciones», o cálculo diferencial e integral,
desarrollados por Newton y Leibniz— . En matemáticas sometió a análisis
lógico ciertos conceptos mentales, tal vez sugeridos por la observación, pero
en todo caso purificados por la razón, y desarrolló sus consecuencias. In­
dudablemente esto constituía un placer y una tarea digna de un filósofo.
Estas concepciones condujeron a Platón a estructurar la teoría de las
«formas inteligibles». Según esta doctrina, sólo las «formas» o ideas poseen
la plenitud del ser y de la realidad, de que, según Platón, carecen los indi­
viduos. Posteriormente se aplicó esta teoría al problema de la clasifica­
ción. En la naturaleza encontramos una infinidad de grupos más o menos
parecidos; por un lado, por ejemplo, triángulos, y por otro, especies anima­
les y vegetales. Ni los griegos ni los medievales distinguieron nunca entre
estos dos aspectos del problema ni se dieron cuenta de las dificultades
inherentes a la clasificación de seres vivos naturales. Consideraban cada clase
absolutamente separada de la otra, como las palabras con que se las de­
signa, y procedían a estudiar a priori las semejanzas encontradas en los
individuos de cada clase.
Para explicar esas semejanzas imaginó Platón la existencia de un proto­
tipo al que de algún modo se conformarían o aproximarían los individuos.
Platón se encontró con que al intentar construir mentalmente una definición
o razonar sobre ella en términos generales aplicables a cada caso particular,
esas definiciones y raciocinios aparecían relacionados con esos tipos hipo­
téticos. Todos los objetos naturales están en constante estado de cambio;
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 61

sólo los tipos son reales y permanecen constantes e invariables. De aquí


sacó Platón su idealismo característico, conocido en la posteridad como
«realismo», dado que, según esta teoría, las ideas platónicas tienen exis­
tencia real y, de hecho, constituyen las únicas realidades. Los individuos,
lo mismo en estado cadavérico que en estado vivo, son puras sombras
y carecen de realidad hasta que la mente capta su esencia, descubriendo
con ello las clases o los universales. Sólo las ideas o los universales son
reales, y sólo ellos se prestan al análisis racional.
La escuela de Platón, de la Academia de Atenas, funcionó durante nue­
ve siglos, hasta que la cerró el emperador Justiniano en 529 p. C.

Aristóteles34

Aristóteles nació en Estagira, Calcídica, el año 384 a. C., y murió en


Eubea el 322; fue hijo del médico de Filipo, rey de Macedonia; él mismo
fue más tarde institutor de Alejandro Magno. Después de estudiar durante
muchos años como discípulo de Platón fundó una nueva escuela filosófica,
conocida con el nombre de «peripatética», porque maestro y alumnos soban
pasear juntos por los jardines del Liceo en Atenas.
Aristóteles fue el mayor coleccionista y sistematizador de conocimientos
que produjo el mundo antiguo. Su incomparable importancia en la historia
de la ciencia radica en el hecho de que desde sus días hasta el Renaci-
mienfo cultural en la Europa moderna, a pesar de que algunos individuos
particulares hicieron apreciables adelantos en el conocimiento de partes
especiales de la natdf&leza, no hubo quien se le pudiera comparar ni de
lejos en integrar sistemáticamente en un cuerpo completo y armónico los
conocimientos de su tiempo. Una de las tareas de la primera Edad Media
consistió en asimilar de sus obras todo cuanto podía espigar de ciertos
compendios imperfectos e incompletos; luego, los escritores medievales pos­
teriores consagraron sus energías a rehacer su sentido, una vez que empezó
a circular por Occidente el texto completo de sus obras. Estas constituyen
una verdadera enciclopedia de los conocimientos del mundo antiguo, y, si
se exceptúa la física y la astronomía, es probable que Aristóteles imprimió
un adelanto real a todos los temas que tocó. Fue además uno de los funda­
dores del método inductivo, y el primero que concibió la idea de organizar
la investigación. Pero lo que le confiere su más alto título a la fama son
sus trabajos en la ciencia y en la clasificación de los conocimientos.
Entre los muchos escritos que nos quedan de él figura el tratado de
Física; en él aborda la filosofía de la naturaleza, los principios de la exis­
tencia, materia y forma, movimiento, tiempo y espacio, la esfera del cielo
exterior, siempre en continuo movimiento, y el motor inmóvil, cuya exis­
tencia es necesaria para mantenerlo en movimiento. Sostiene Aristóteles que
para mantener un cuerpo en movimiento es preciso que la causa esté ac­
M Hay una traducción inglesa de las obras de A r is t ó t e l e s publicada por Ox­
ford University Press, 1908. Véase también W. D. Ross, Aristotle, Londres, 1923.
62 HISTORIA DE LA CIENCIA

tuando continuamente en él, mientras que Platón parece suponer que sólo
hace falta la intervención de una causa para desviarlo de su camino recto.
En el libro Sobre los cielos, Aristóteles desciende gradualmente de la región
superior a la material y perecedera, y esto le lleva a discutir la generación
y la destrucción, en las cuales los principios opuestos—caliente y frío, hú­
medo y seco—producen por su acción mutua en parejas los cuatro elemen­
tos—fuego, aire, tierra y agua— . A estos elementos terrestres Aristóteles
añadió el éter, el cual se mueve circularmente y así forma los cuerpos ce­
lestes, perfectos e incorruptibles.
Su Meteorología trata de la región situada entre el cielo y la tierra: es
el mundo de los planetas, cometas y meteoros; recoge también ciertas teorías
antiguas sobre la vista, la visión del color y el arco iris. El libro IV nos
suministra noticias de las ideas primitivas sobre la química, aunque parece
que no lo escribió el mismo Aristóteles, sino su sucesor Estratón. De las
dos exhalaciones que hay aprisionadas en el seno de la tierra, una, el vapor
o la humedad, origina los metales, mientras que la otra, humo o sequedad,
forma las rocas y minerales inderretibles. Emite ciertas ideas sobre soli­
dificación y solución, sobre generación y putrefacción, y sobre las propie­
dades de los cuerpos compuestos. La meteorología aristotélica, que a nos­
otros nos resulta mucho menos satisfactoria que su biología, ejerció con­
siderable influjo en la Baja Edad Media.
Acaso las aportaciones más grandes que realizó Aristóteles en el campo
de los conocimientos exactos sean las que hizo en biología. Definió la
vida como «el poder de autonutrición y de crecimiento independiente y
de degeneración». Dividió la zoología en tres partes: 1) Noticias sobre los
animales, referentes a los fenómenos generales de la vida animal, es decir,
historia natural. 2) Partes de los animales, sus órganos y funciones, es de­
cir, anatomía y fisiología general. 3) Generación y reproducción de los
animales, y embriología. Menciona uaos 500 animales diferentes, algunos
con una precisión y unos detalles que demuestran su observación personal,
y 50 en que ostenta unos conocimientos obtenidos por disección e ilustra­
dos con diagramas. En sus noticias sobre otros animales se remitía a los
informes obtenidos de pescadores, cazadores, pastores y viajeros.
Naturalmente que semejante arsenal de información tiene un valor des­
igual; pero Aristóteles refiere muchos hechos que no se volvieron a ob­
servar y comprobar hasta estos últimos siglos. Comprobó que las ballenas
son vivíparas; distinguió entre peces cartilaginosos y vertebrados; describió
el desarrollo del pollito en su estado embrionario, descubrió la formación
del corazón y lo estuvo observando mientras latía cuando todavía estaba
en el cascarón.
En embriología general sus ideas marcan un adelanto importante. Anti­
guamente se tenía la noción, derivada posiblemente de Egipto, de que el
padre era el único progenitor real y que la madre no hacía más que
alojar y nutrir el embrión. Semejantes creencias estaban muy difundidas
y en gran parte constituían la base de ciertas costumbres patriarcales, no
sólo en el mundo antiguo, sino hasta en el moderno. Aristóteles reconoció
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 63

y sostuvo que la hembra contribuía a la generación y que proporcionaba


sustancia para la formación del principio activo masculino. Consideró el
embrión como un mecanismo automático que sólo necesita lo pongan en
marcha.
En la clasificación de los animales, Aristóteles descartó el antiguo prin­
cipio de la dicotomía, en virtud del cual se catalogaban los animales en
grupos opuestos, como animales terrestres y acuáticos, alados y desalados.
Observó que este principio conducía a separar ciertos animales íntima­
mente emparentados, como hormigas con alas y sin ellas. Vio que era
necesario echar mano de todas las cualidades diferenciales posibles, y, gra­
cias a este método, trazó un paradigma de las diferentes clases, que se
aproxima mucho más a los sistemas modernos de clasificación que cuantos
se habían adoptado previamente.
En la misma fisiología, donde fallan con frecuencia sus teorías y con­
clusiones, parece practicó la vivisección, y sus métodos en general signi­
fican un gran avance. Así, por ejemplo, después de referir las ideas que
tenían sobre la respiración los naturalistas anteriores, observa que «la
razón principal por la que estos autores no refieren debidamente los hechos
es porque no tenían conocimiento de los órganos interiores y porque no
aceptaban la doctrina de que cuanto hace la naturaleza se ordena a un
fin. Si se hubiesen preguntado qué finalidad tiene la respiración en los
animales y la hubiesen contrastado con la función de los órganos, con
las agallas y los pulmones, por ejemplo, hubiesen descubierto la razón más
pronfe». Aquí está acertado en insistir sobre la necesidad de observar la
estructura anatómica antes de formar ninguna teoría sobre las funciones
orgánicas; en cambíüf, resulta peligrosa su insistencia en la consideración
de las causas finales. A continuación pasa revista Aristóteles a la constitu­
ción de cierto número de animales y describe el funcionamiento de sus
pulmones o branquias. Pero a la hora de sacar conclusiones poco podían
ayudarle sus escasos conocimientos químicos; no se tenía idea de ningún
gas fuera del aire, y en el mismo aire no se les ocurría que pudiera ocurrir
más cambio que el de calentarse o enfriarse. La teoría de Aristóteles de
que la respiración tenía por objeto enfriar la sangre al contacto con el
aire ni que decir tiene que hoy sabemos que es equivocada, pero acaso
era la mejor que en su época podía elaborarse. Por otra parte, no deja de
extrañar que el Estagirita resucitase la creencia de que el corazón es la
sede de la inteligencia y de que el cerebro era puramente un órgano de
refrigeración, a pesar de que ya Alcmeón e Hipócrates habían establecido
que la inteligencia residía en el cerebro. Además, con haber negado la
sexualidad de las plantas contribuyó a que se tardase mucho tiempo en
descubrirla y aceptarla al fin.
En lo que hoy llamamos física, lo mismo que en astronomía, estuvo
Aristóteles menos feliz que en biología, que hasta hace poco era principal­
mente una ciencia de observación. El éxito que tuvieron sus ataques contra
la filosofía atomista demuestra la inseguridad de las teorías físicas cuando,
incluso siendo acertadas, no tienen por fundamento una amplia y bien
64 HISTORIA DE LA CIENCIA

detallada base de hechos experimentales. Aristóteles repudió totalmente la


teoría atomista porque sus consecuencias no armonizaban con sus demás
ideas sobre la naturaleza, y, a falta de pruebas comprobatorias conclu­
yentes, logró imponer sus puntos de vista.
Como ejemplo de los procedimientos críticos de Aristóteles es instruc­
tivo el modo como aborda el problema de la caída de los cuerpos. Había
enseñado Demócrito que en el vacío los cuerpos pesados caen a mayor
velocidad que los ligeros. En cambio, Aristóteles sostuvo que deben caer
a la misma velocidad, pero para argüir luego que como esta conclusión
es absurda se sigue que el vacío es imposible.
Al rechazar la posibilidad de espacios vacíos rechazó todos los demás
conceptos afines de la teoría atomista. Objetó además que si todas las
sustancias estuvieran compuestas de los mismos elementos últimos, todas
serían pesadas por naturaleza, y no podría haberlas ligeras por sí mismas
ni podrían tender a elevarse espontáneamente. En ese caso una gran masa
de aire o de fuego pesaría más que un puñado de tierra o de agua, y ade­
más ni la tierra ni el agua se hundirían en el aire ni en el fuego, como es
sabido que se hunden.
La equivocación de Aristóteles partía de que, al igual que otros muchos
filósofos anteriores a Arquímedes, no tenía idea de la densidad ni del
peso específico, conceptos hoy tan conocidos; no vio que lo que deter­
mina la caída o el flotar de los cuerpos es su peso relativo por unidad
de volumen, comparado con el del medio ambiente, y, siguiendo la doc­
trina de Platón, atribuyó el movimiento a un instinto innato que impulsa
a cada ser a buscar su propio lugar de reposo natural. Los escolásticos y
teólogos de la Alta Edad Media aceptaron, junto con el resto de la filo­
sofía aristotélica, esta doctrina de que los cuerpos son por esencia pesados
o ligeros. Así continuó el Estagirita cerrando el paso a la ciencia aun
después de muerto, hasta que, hacia 1590, demostró Stevinus experimen­
talmente que, aparte de la diferencia que pueda producir la resistencia del
aire, caen a la misma velocidad los cuerpos pesados y los ligeros; y así,
una vez que se conoció su descubrimiento y lo repitió Galileo, cayó por
su base la concepción aristotélica sobre el carácter esencial de la pesadez
o ligereza de los cuerpos.
También sostuvo Aristóteles la teoría geocéntrica que consideraba la
tierra como el centro del universo— aunque por otra parte aceptó la forma
esférica de nuestro globo— ; y también aquí pesó mucho su autoridad,
disuadiendo a los astrónomos a aceptar el sistema heliocéntrico propuesto
por Aristarco, hasta que vino Copémico diecisiete siglos más tarde.
Al rechazar la teoría atomística, Aristóteles recurrió a la antigua con­
cepción pitagórica de que la esencia de la materia estaba constituida por
cuatro cualidades primarias y fundamentales, las cuales se dan en parejas
opuestas y compensadas, que son: caliente y fría, húmeda y seca. Estas
cualidades se combinan binariamente para formar los cuatro elementos:
tierra, agua, aire y fuego, los cuales constituyen a su vez diferentes especies
de materia, según las varias proporciones en que entren. El agua es húmeda
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 65

y fría; el fuego, caliente y seco, y así sucesivamente. Algunos escritores


posteriores combinaron esta teoría con la doctrina hipocrática de que el
cuerpo se componía de cuatro líquidos o «humores»: sangre, flema, bilis
negra para la melancolía y bilis amarilla para la cólera. Se supuso que su
diversa composición determinaba la constitución corporal, y que del pre­
dominio de uno u otro humor resultaban los temperamentos: sanguíneos,
flemáticos, melancólicos o coléricos. Creían que la sangre estaba relacio­
nada con el fuego, la flema con el agua, la bilis amarilla con el aire y la
bilis negra con la tierra.
Todo esto, que para nosotros resulta una solemne majadería, es nece­
sario para comprender el pensamiento antiguo y medieval, y hasta para
conocer las fuentes etimológicas y doctrinales de algunas palabras corrien­
tes aún en nuestra lengua. La doctrina sobre los cuatro elementos perduró
hasta el siglo xvn, y todavía hoy utilizamos su terminología «humorística»
para describir el temperamento de nuestros amigos.
Aparte de su labor en diferentes ramas de la ciencia, Aristóteles es­
cribió sobre muchos temas filosóficos, y en todos ellos imprimió una
huella profunda y ejerció un fuerte influjo en su generación y en las épocas
sucesivas. Tomó muchas ideas metafísicas de su maestro de filosofía,
Platón, si bien modificando algunas de ellas de acuerdo con sus mejores
conocimientos en las ciencias naturales. Platón no comprendía el sentido
de la ciencia experimental; su interés se centraba en la filosofía. Acaso
explique esto el hecho de que, tomada en conjunto, la teoría sobre ia
naturaleza de Platón, e incluso la de su discípulo Aristóteles, diste más
de nuestros conocimientos actuales que las conclusiones de los anteriores
filósofos naturalistas,TRmque Platón profundizó más en metafísica, y Aris­
tóteles los aventajó a todos en erudición sobre puntos científicos concretos.
Los aspectos más metafísicos del pensamiento griego nos interesan aquí
poco. Con todo, teniendo en cuenta la importancia que tuvieron en las con­
troversias medievales y en el desarrollo de la ciencia moderna posrenacen­
tista, tengo que tocar nuevamente la doctrina de Platón sobre las ideas
y las variantes que introdujo Aristóteles.
Como vimos, Platón no concede plena realidad a las cosas o seres in­
dividuales, a los pedruscos reales, a las plantas y animales concretos. Sólo
son plenamente reales las formas «universales» de cada clase de cosas del
reino mineral, vegetal o animal.
Este idealismo a rajatabla no era la mejor actitud mental para un hom­
bre como Aristóteles, tan metido muchas veces en el estudio detallado de
animales individuales y de otros objetos concretos, y, en consecuencia,
lo abandonó. Pero continuó trabajándole el influjo de su maestro, y hasta
fue más marcado en sus últimos años, si bien nunca volvió a la postura
extremista de Platón. Así, por una parte, admitió la realidad de los objetos
individuales y concretos de los sentidos, y, por otra, admitió también cierta
realidad secundaria a las ideas o universales. En tiempos posteriores esa
desviación de Aristóteles del «realismo» de Platón desembocó en lo que
se llamó «nominalismo», según el cual los seres individuales constituyen
66 HISTORIA DE LA CIENCIA

la única realidad, mientras que los universales sólo son nombres o con­
ceptos mentales. Volveremos a tratar toda esta cuestión cuando abordemos
el pensamiento medieval.
Prescindiendo de la verdad que pueda haber en la doctrina platónica
de las ideas desde un punto de vista metafísico, la actitud mental inhe­
rente a ella y que le dio origen no es la más a propósito para fomentar
la causa de las ciencias experimentales. Parece claro que mientras la filo­
sofía seguía ejerciendo influjo predominante en la ciencia, el nominalismo,
consciente o inconscientemente, fue más favorable al desarrollo de los
métodos científicos. Pero tal vez podamos considerar el afán de Platón
por buscar las «formas de las cosas inteligibles» como una especie de ex­
ploración conjetural sobre las causas de los fenómenos visibles. Nosotros
hemos llegado a comprender ahora que la ciencia no puede abordar las
últimas realidades; lo único que puede hacer es trazar un cuadro de la
naturaleza tal como la ve la mente humana. En cierto sentido nuestras
ideas son reales en esa pintura ideal del mundo, pero hay que tener en
cuenta que las cosas individuales representadas son pintura y no realidad.
De aquí pudiera deducirse que una concepción moderna del realismo de
las ideas puede estar más cerca de la verdad que un crudo nominalismo.
Sin embargo, en las fáciles suposiciones latentes en la mayoría de los expe­
rimentos se da por supuesto que las cosas individuales son reales, y la
mayor parte de los científicos hablan «en nominalismo» sin darse cuenta,
igual que monsieur Jordán hablaba «en prosa» sin advertirlo.
Cuando examinamos la forma de proceder de los pensadores griegos
nos explicamos la debilidad característica de sus ciencias inductivas. Aristó­
teles, por ejemplo, que desarrollaba hábilmente la teoría del paso de los
casos particulares a las proposiciones generales, en la práctica no pocas
veces patinaba lamentablemente. Basándose en unos pocos hechos que
tenía al alcance, se lanzaba sin más a generalizar de lo lindo. Naturalmente,
el batacazo1era seguro. No disponía de datos suficientes ni de una base
científica adecuada en que encuadrarlos. Aparte de que Aristóteles con­
sideraba que esta labor inductiva no era más que un requisito preliminar,
una introducción a la verdadera ciencia, que debía ser de tipo deductivo,
la cual tiene por objeto deducir por pura lógica las consecuencias que
fluyen de las premisas obtenidas por el proceso inductivo.
Aristóteles fue el creador de la lógica formal, con su forma silogística
y su aparato demostrativo. Fue un gran descubrimiento, que por sí sólo
bastaría a elevar a la celebridad a un hombre de menor categoría. Aristó­
teles aplicó su descubrimiento a la teoría científica, eligiendo como ejem­
plos temas matemáticos, y sobre todo la geometría, que ya había superado
su primera fase de exploración y tanteo—en la que posiblemente estaba
intentando Tales racionalizar las reglas empíricas de la agrimensura— , y
había llegado a una forma deductiva más completa.
Lo malo es que la lógica silogística no tiene nada que hacer en las
ciencias experimentales, cuyo principal objetivo es el descubrimiento y no
la prueba formal deducida de unas premisas aceptadas previamente. El
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 67

empezar con la premisa de que un elemento no puede descomponerse en


cuerpos más simples pudo conducir a establecer una lista correcta de los
elementos conocidos en 1890, pero ya para el año 1920 hubiesen quedado
excluidos todos los radiactivos. Por eso ha habido que modificar la pre­
misa y consiguientemente el significado de la palabra «elemento». Pero
este hecho no quita su utilidad ni el valor de la física moderna.
Afortunadamente, los científicos modernos dedicados a la experimen­
tación no se han preocupado poco ni mucho por las reglas formales de la
lógica; pero el prestigio de que gozaban las obras de Aristóteles contri­
buyó en gran parte a orientar la ciencia griega y medieval hacia la inves­
tigación de premisas absolutamente ciertas y hacia el empleo prematuro
de los métodos deductivos. Los resultados fueron que se atribuyó la infali­
bilidad a muchas «autoridades» sumamente falibles y que se abusó del
razonamiento falso o sofístico en forma engañosamente lógica. Dice el doc­
tor Schiller:
“Lo mismo la interpretación de toda la teoría de la ciencia como la construc­
ción de toda la lógica conducían a tomar como ideal la ciencia demostrativa, la
cual, a su vez, se basaba en una falsa analogía que la asimilaba a la dialéctica
de la demostración. ¿No es cierto que esta equivocación explica en grandísima
parte el descuido en que^gp tuvo la experimentación y la experiencia, y el estan­
camiento de la ciencia por cerca de dos mil años después de Aristóteles?” 35

A Aristóteles le sucedió como jefe de la Escuela Peripatética su dis­


cípulo Teofrasto, nacido hacia el 370 a. C.; su obra principal versó sobre
mineralogía y botánica, tanto sistemática como fisiológica. Afirman algu­
nos que Teofrasto Utilizó los informes recogidos por el personal científico
que acompañó a Alejandro en sus campañas; de hecho, describió y clasi­
ficó las plantas, y adquirió cierto conocimiento sobre sus órganos y fun­
ciones. Así, por ejemplo, distinguió entre las verdaderas raíces y los bulbos,
tubérculos y rizomas, y comprendió la reproducción sexual de las plantas
más nobles— si bien este conocimiento quedó relegado al olvido, debido
al escepticismo de Aristóteles sobre ese punto, hasta que en la época del
Renacimiento vino a resucitar la obra de Teofrasto, Andrea Casalpini— .
A Teofrasto le sucedió Estratón. Fue éste un físico que intentó recon­
ciliar las opiniones de Aristóteles con las de los atomistas, aunque él
personalmente profesaba una filosofía mecanicista radical. Para entonces
empezó a perder importancia la escuela del Liceo, y para mediados del si­
glo in había concluido su obra.
En el intervalo comprendido entre Platón y Aristóteles, hacia el año
367 a. C., Eudoxo de Cnidos realizó una buena labor en astronomía, si
bien su cosmogonía representó un retroceso con respecto a las ideas pita­
góricas sobre el movimiento de la tierra. Eudoxo afirmaba que la tierra
constituía el centro de todas las cosas, y que el sol, la luna y los planetas
giran en torno a ella en esferas concéntricas cristalinas. Este fue el primer
” Studies in the History and Method of Science, ed. C. S in g e r , Oxford, 1917,
página 240.
68 HISTORIA DE LA CIENCIA

intento serio de explicar el movimiento aparentemente irregular de estos


cuerpos. El sistema de Eudoxo condujo a los paradigmas más elaborados
de Hiparco y Tolomeo, con cuyos ciclos y epiciclos se dieron por satis­
fechos los astrónomos hasta que vino Copérnico. Aunque la teoría geo­
céntrica está hoy totalmente desacreditada, en su tiempo representó un
inmenso avance sobre las ideas que se tenían anteriormente; por lo menos
esa teoría daba una explicación cuantitativa de los fenómenos. Una hipó­
tesis falsa que alumbra el camino hacia una investigación ulterior puede
ser de más utilidad para su tiempo que otra más verdadera, pero que no
cuenta en su apoyo con pruebas comprobables.

Civilización helénica36

El matiz literario que ha caracterizado los estudios modernos sobre


los tiempos antiguos ha concentrado nuestra atención principalmente en
las épocas en que crearon sus obras maestras los poetas y los escultores
de Atenas. Sería injusto afirmar que el período clásico griego no produjo
ciencia. Ya antes de Euclides se conocía la geometría; la medicina de
Hipócrates y la zoología de Aristóteles se basaban en observaciones bien
orientadas. Con todo, el enfoque filosófico era más metafísico que cien­
tífico; la misma teoría atomística de Demócrito tenía más de filosofía
especulativa que de ciencia.
Con las campañas de Alejandro Magno entramos en una nueva época.
El Macedón llevó al Este aquella cultura griega que se estaba ya exten­
diendo por el Mediterráneo, al mismo tiempo que estrechaba los contactos
de Babilonia y Egipto con Europa, mientras que los científicos de su sé­
quito recogían una vasta colección de hechos relativos a la geografía y a
la historia natural. Así comenzaron aquellos tres siglos de helenismo com­
prendidos entre la muerte de Alejandro en 323 y el establecimiento del
Imperio romano por Augusto en el año 31 a. C. Durante esos siglos la
cultura griega, que había alcanzado su cénit en su suelo patrio, se difundió
por otros países hasta dominar el mundo conocido. Se impuso una lengua
griega «común», la koiné, que se habló o se entendía «desde Marsella
hasta la India y desde el Caspio hasta las Cataratas»; mientras que las
clases altas desde Roma hasta el Asia aceptaban la filosofía griega y su
concepción de la vida. Se internacionalizó el comercio y se gozó de una
libertad de pensamiento que no volvería a conocerse hasta nuestros días
en algunas naciones del mundo occidental.
Los nuevos conocimientos sobre la tierra estimularon la curiosidad por
las cosas naturales y crearon una mentalidad más científica. Notamos en
seguida que aquí reinaba una atmósfera más afín a la nuestra; de hecho,
aquellos tiempos se parecían mucho a los nuestros, a pesar de que entonces

» w . y ; T a r n , Hellenistic Civilization, Londres, 1927; W. H. S. J o n e s y Sir


T. L. H e a t h , “Hellenistic Science and Mathematics”, en Cambridge Ancient His­
tory, vol. VIÍ, pág. 284
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 69

había pocas máquinas y muchos esclavos. Se produce un cambio en el


método. Los sistemas filosóficos generales y los tratados enciclopédicos
van cediendo el paso a una mayor especialización en sentido moderno. Se
aíslan ciertos problemas concretos y definidos, bien delimitados, de otras
cuestiones generales, y se los aborda por separado; se nota un verdadero
progreso en los conocimientos naturales. De hecho, ese viraje de las filo­
sofías sintéticas de Atenas a la ciencia analítica de Arquímedes y de los
primeros alejandrinos ofrece marcado paralelismo con el cambio de la
escolástica de los escritores de la Alta Edad Media a la ciencia moderna
de Galileo y de Newton.
En la cultura helenística predominaba el elemento griego, pero no fal­
taban otras influencias. La astronomía babilónica, que precisamente por
entonces estaba realizando progresos bajo Kidinnu— o Kidenas— de Sip-
par, empezó a divulgarse en traducciones griegas, importando con ella las
fantasías de la astrología caldea. El estoicismo, que representó el más im­
portante esfuerzo en filosofía, fue obra de Zenón de Chipre, a quien se
consideraba como fenicio.
El período helénico comprendió dos fases: la primera de expansión
y creación en el terreno político, literario, filosófico y científico; la se­
gunda, en que parece haberse agotado el impulso creador y en que se
produce una reacción del Este sobre el Oeste: «El mundo greco-macedó­
nico se ve cogido entre esa reacción y Roma, hasta que ésta, después de
derribar el sistema estatal helenístico, se ve por fin impulsada a ocupar su
puesto como portaestandarte de la cultura griega.» Pero el período griego
del helenismo se hundió en las guerras civiles de Roma; el Imperio, por
su parte, desarrolló una cultura, esencialmente grecorromana, pero que
no pudo eliminar por mucho tiempo las influencias asiáticas.
Ya en el primer período, poco después de la muerte de Alejandro,
empezaron a difundirse ciertas ideas orientales. La adoración de los astros
empezó en Babilonia en época muy remota; la ¡dea de que existía una
correspondencia entre los cielos allá arriba y los hombres de aquí abajo
llevó a suponer que los planetas, que siguen trayectorias fijas, determinan
los actos de los hombres, ya que el hombre como microcosmo que es repre­
senta una réplica del macrocosmo; su alma no es más que una centella
del fuego que fulgura en las estrellas. De aquí surgió el espectro babiló­
nico, terrífico del Hado, que rige por igual a las estrellas, a los dioses y a
los hombres.
Ya Platón había oído hablar de la astronomía, pero el primero que la
dio a conocer de hecho a los griegos fue Beroso hacia 280 a. C. En el
siglo i i , coincidiendo con la decadencia de la ciencia, se extendió rápi­
damente la astrología, y bajo el influjo de Posidonio comenzó una carrera
peligrosa que ni siquiera lograron detener los trabajos de Copérnico y
Newton.
En su afán de encontrar un medio de escapar a la fatalidad, los hom­
bres volvieron sus ojos ante todo a los mismos cielos, donde un número
incalculable de cuerpos, como los cometas, parecía sugerir que había lugar
70 HISTORIA DE LA CIENCIA

para la libertad. Pero todavía parecían ofrecer perspectivas más halagüe­


ñas los tres caminos abiertos por la magia, por las religiones de misterios
y por el «gnosticismo», como se lo llamó en los primeros tiempos del cris­
tianismo.
Afirmaban los gnósticos que cierto dios había revelado una llave secreta
para abrir el universo a cierta alma escogida, y que el hombre que logra
encontrarla asegura la libertad de su alma, porque el Conocimiento está
por encima del Hado.
Aunque la magia pertenece a todos los tiempos y lugares, en el siglo n
se produjo una nueva oleada, que penetró en Europa procedente de Asia,
siguiendo la expansión de la astrología, y despertando en la gente la es­
peranza de controlar a la naturaleza, a los dioses y a los astros. Los papiros
de esta época están llenos de recetas de hechizos y encantamientos.
Las religiones de misterios se basaban en los ritos prehistóricos de ini­
ciación y comunión, y en su mayor parte buscaban la salvación mediante
la unión personal con un dios-salvador, conocido bajo muchos nombres,
y que se suponía haber muerto y resucitado. Como vimos, estas religiones
habían existido desde muy antiguo en Grecia, pero ahora invadieron el
mundo al derrumbarse las deidades locales de la mitología olímpica en la
atmósfera internacional de los tiempos helénicos. A partir del siglo n
ahondó el sentimiento religioso de la gente, y hasta que apareció el cris­
tianismo, los hombres buscaron preferentemente en las religiones de mis­
terio la satisfacción de sus anhelos místicos.
Mientras que la astrología, la magia y la religión encuentran eco en
todos los hombres, la filosofía y la ciencia son patrimonio de pocos. La
filosofía más importante y más característica del mundo helénico fue el
estoicismo. Zenón empezó a enseñar en Atenas poco después del año 317
antes de Cristo, y desde entonces se fue difundiendo su doctrina hasta
convertirse en la principal filosofía de Roma. Aunque en teoría el estoi­
cismo tomó la física como base de la lógica y de la ética, en realidad
estableció poco contacto directo con la ciencia física. Su teología se re­
ducía a una especie de panteísmo; su verdadero sentido y su fuerza real
residían en su concepto elevado y austero de la moralidad.
Más importancia tiene en la historia de la ciencia el sistema de Epi-
curo, y la razón es porque, aunque su interés se cifraba más en la filosofía
que en la ciencia, se basaba en el atomismo de Demócrito. Con ello man­
tuvo en vigencia la teoría atomística hasta que vino Lucrecio a engastarla
en su Poema como en un relicario para uso de la posteridad.
Epicuro nació en Samos en 342 a. C., y murió en Atenas en 270. Acau­
dilló una reacción contra la filosofía idealista de Platón y de Aristóteles;
esa reacción implicaba la creencia en cierto dualismo entre el cuerpo y la
mente. Según Epicuro, todo cuanto existe es corporal, aunque hay algunas
cosas tan pequeñas, como los átomos, que escapan a la percepción directa
de los sentidos. Hay dioses, pero también ellos son, como el hombre, pro­
ducto de la naturaleza, y no sus creadores; viven perfectamente felices
y tranquilos, y se los ha de adorar sin miedo ni esperanza:
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 71
“No se preocupan de la humanidad,
pues abunda el néctar en su mesa,
y los rayos caen muy por debajo de ellos, en los valles,
las nubes se enroscan juguetonas en torno a sus mansiones doradas,
mientras coronan sus torreones los mundos luminosos.”

La única prueba de la realidad es la sensación; las ideas no son más


que imágenes sin relieve, producidas mediante la repetición de sensaciones,
almacenadas en la memoria y evocadas al conjuro de sus respectivos nom­
bres. Los fenómenos naturales menos patentes deben esclarecerse por analo­
gía con los que nos son más familiares. La naturaleza está hecha de átomos
y vacío, como en el sistema de Demócrito. Nuestro mundo es uno de
tantos como han surgido por mil combinaciones casuales de los átomos
en la infinidad del espacio y del tiempo interminable.
El hombre no está sujeto ni a la tiranía de dioses caprichosos ni a la
Fatalidad inmutable y ciega que imaginaron los babilonios y algunos filó­
sofos griegos, sino que es tan libre como cree serlo. El hombre puede sus­
traerse a las perturbaciones exteriores a la manera de un dios y gozar
de una felicidad reposada y solemne en la plácida serenidad del corazón.
La sabiduría del hombre prudente es más que la pura filosofía. Así uti­
lizó Epicuro una m ezck.de la teoría atomística y del sensacionalismo pri­
mitivo como base para la construcción de un sistema de optimismo boyante,
si bien superficial. Su física está al servicio de su ética37.

Geometría deductiva

El hecho de que Aristóteles atribuyese mayor valor al razonamiento


deductivo que al inductivo se debió a la circunstancia de que el producto
de la inteligencia griega que mayor éxito tuvo fue la geometría científica
deductiva38. No entra dentro de la finalidad de este libro el reseñar los
detalles de su historial, pero cualquier compendio científico debe mencio­
narla, aunque se la considere exclusivamente como uno de los instrumentos
que ha utilizado la ciencia natural con más libertad.
La geometría, como sugiere su etimología, nació de la necesidad prác­
tica de la agrimensura; una necesidad que se hizo sentir en Egipto más
que en ninguna parte, pues las inundaciones del Nilo borraban periódica­
mente las lindes de las tierras, así como fue Egipto el país que mejor
supo resolver este problema. Según la tradición, Tales de Mileto, el más
antiguo de los filósofos jónicos, fue quien, después de una visita a Egipto,
concibió la idea de elaborar una ciencia ideal de la forma y del espacio
basada en las reglas empíricas de la agrimensura. El siguiente paso impor­
tante parece lo dieron Pitágoras y sus discípulos con la demostración de
nuevos teoremas y con la ordenación más o menos lógica de los ya co­
nocidos.
17 C yril B a il e y , The Greek Atomists and Epieurus, Oxford, 1928.
“ Cfr. W h e w e l l y R o u se B a l l , loe. eit. Y G . J. A llm a n , Greek Geometry,
Dublín, 1889.
72 HISTORIA DE LA CIENCIA

Hacia 320 a. C. escribió una historia de la geometría Eudemo de Rodas.


Se conservan algunos fragmentos de esta obra; de ellos puede formarse
uno cierta idea de las adiciones graduales con que se fueron incremen­
tando las proposiciones geométricas. Euclides de Alejandría recogió, des­
arrolló y sistematizó los conocimientos ya existentes: esto fue hacia el
año 300 a. C. Partiendo de unos pocos axiomas, considerados como pro­
piedades autoevidentes del espacio, fue deduciendo por razonamiento ló­
gico una maravillosa serie de proposiciones, de una manera tan definitiva
que hasta hace bien pocos años se impuso como único método aceptable
y aceptado.
Hoy día podemos considerar la geometría bajo dos aspectos. Primero
como proceso deductivo aplicado a una de las ciencias de observación y
experimentación. Basándose en ciertos hechos empíricos de la agrimensura
egipcia, se establecen ciertos axiomas y postulados. Dan la impresión de
ser hechos evidentes por sí mismos, pero en realidad no son más que hipó­
tesis sobre la naturaleza del espacio, ideadas mediante un proceso de ima­
ginación inductiva fundado en ciertos fenómenos de observación. Partiendo
de estas hipótesis, la geometría matemática va deduciendo lógicamente in­
numerables consecuencias, como las que figuran en los libros de Euclides
y en la astronomía geométrica. Hasta hace muy poco se podía comprobar
que todas esas conclusiones coincidían con las observaciones y experimen­
tos practicados en la naturaleza. Particularmente se vio esto en la astro­
nomía geométrica de Newton y de sus discípulos hasta los tiempos de
Adams y Leverrier; esta astronomía, que se basaba en el espacio eucli-
diano, comprobaba esas hipótesis con un alto grado de precisión. Desde
este punto de vista, como digo, la geometría no es más que la parte deduc­
tiva de una ciencia experimental.
Pero podemos enfocar la cosa desde otro punto de mira. La observación
corriente sugiere un espacio de cierta clase. La mente adopta esa suge­
rencia y define un espacio ideal que coincide perfectamente con las aparien­
cias del espacio observado. En una fase posterior la mente define otras
clases de espacio no-euclidiano, tal vez imposible de representar física­
mente. Una vez elaboradas sus definiciones, la mente puede desarrollar li­
bremente sus consecuencias lógicas, sin atender a que coincidan o no con
la naturaleza. Si definimos un espacio tridimensional se deduce una serie
de conclusiones. Si suponemos que el espacio, o lo que corresponde a él,
tiene n dimensiones, fluyen diferentes consecuencias. Ello constituye un
bonito entretenimiento intelectual, pero en sí nada tiene que ver directa­
mente con la naturaleza ni con la ciencia experimental, aunque posterior­
mente puedan resultar de utilidad los métodos aprendidos en ese juego
mental.
Estos dos puntos de vista son esencialmente modernos. Los matemáticos
y filósofos griegos aceptaban implícitamente la idea intuitiva en toda su
simplicidad, tomando los axiomas geométricos como hechos evidentes por
sí mismos. Pero sea cual sea el conceptp que pueda merecemos hoy día su
significado filosófico, es claro que la geometría deductiva se adaptaba
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 73

especialmente al genio griego, y, a diferencia de otros productos del pen­


samiento griego, constituyó un paso decisivo y permanente en el progreso
del conocimiento, un paso que nunca hubo que desandar. En realidad,
bien podemos considerar que la geometría griega comparte con las ciencias
experimentales modernas el más alto puesto entre los triunfos de la inte­
ligencia humana.

Arquímedes y los orígenes de la mecánica

Los orígenes de la mecánica y de la hidrostática hay que buscarlos


más bien en las artes prácticas que en los escritos de los primeros filósofos
griegos, pero se las estableció sobre bases sólidas al combinar la obser­
vación con los métodos deductivos aprendidos en geometría. El primero
que lo hizo, según nuestros conocimientos, fue Arquímedes de Siracusa
—287-212 a. C.— , cuya obra supera a la de cualquier otro griego en el
arte verdaderamente moderno de combinar las matemáticas con la investi­
gación experimental; en esa combinación se abordan problemas definidos,
concretos y limitados, y se proponen hipótesis con el único objeto de dedu­
cir primero sus consecuencias lógicas y comprobarlas después con la obser­
vación o experimentacién 39.
Arquímedes fue el primero que formuló claramente la idea de las
densidades relativas de los cuerpos, idea que, como vimos, desconoció
Aristóteles; también descubrió el principio conocido con ese nombre, según
el cual el peso de un cuerpo flotando en un líquido es igual al peso del
líquido que desaloja y el de un cuerpo inmerso disminuye en la misma
proporción. Se cuenta que cuando el rey Hierón entregó oro a los aurífices
encargados de hacer su corona, sospechó que lo aleaban con plata, y rogó
a Arquímedes que comprobara su sospecha. Mientras rumiaba este pro­
blema observó Arquímedes que al bañarse desplazaba un volumen de agua
igual al de su cuerpo, y comprendió al punto que, en igualdad de peso, la
aleación menos densa desalojaría mayor cantidad de agua que el oro, que
es más pesado. La ráfaga de esta intuición puso a Arquímedes en la pista
de su principio; pero entonces procedió a deducirlo matemáticamente de
su concepto fundamental de fluido, considerándolo como una sustancia que
cede al más pequeño impulso que tiende a separarla, o como una fuerza
que tiende a hacer que una capa se deslice sobre la otra.
También estudió Arquímedes el principio teórico de la palanca, cuya
utilización práctica debe remontarse a tiempos inmemoriales, y aparece ya
ilustrada en las esculturas de Asiría y Egipto unos dos mil años antes de
Arquímedes. Hoy día utilizamos la ley de la palanca para determinaciones
experimentales y deducimos otros resultados más complicados de ella.
Pero, dada la afición de los griegos por el razonamiento abstracto, Arquí­
medes dedujo esa ley de ciertos axiomas que él consideraba autoevidentes
39 Sir T. L. H e a t h , Works of Archtmedes, Cambridge, 1897; E. M ach , Díú
Mechanik in ihrer Entwickelung; J o h n C o x , Mechanics, Cambridge, 1904.
74 HISTORIA DE LA CIENCIA

o de ciertas proposiciones que podían comprobarse con sencillos experi­


mentos: 1) que pesos iguales colocados a iguales distancias del punto de
apoyo se equilibran; 2) que pesos iguales colocados a desiguales distancias
no se equilibran y que el que está a mayor distancia cae. Con todo, ya
en estos axiomas se contiene implícitamente el principio de la balanza o
del centro de gravedad, que es equivalente al de la balanza. En todo caso,
el coordinar la ley de la balanza con ciertas ideas que entonces parecían
más sencillas representó un adelanto. En realidad, ese es el tipo caracte­
rístico de la mayor parte de las explicaciones científicas que, por lo ge­
neral, se reducen esencialmente a describir nuevos fenómenos en términos
de otros que son más familiares a nuestra mente.
El interés principal de Arquímedes se centraba en la geometría pura;
a su juicio, su mayor éxito lo constituyó el descubrimiento de la relación
entre el volumen de un cilindro y el de la esfera inscrita en él. Midió el
círculo a base de polígonos inscritos y circunscritos, aumentando progresi­
vamente el número de sus lados hasta coincidir casi con el círculo. Me­
diante este procedimiento exhaustivo demostró que la razón entre la cir­
io 1
cunferencia y el diámetro era mayor que 3 - ■ y menor que 3 — . En
cambio, consideró como simples entretenimientos de geómetra ciertos me­
canismos que le hicieron famoso, como la polea compuesta, el tomillo
hidráulico, el espejo para quemar...
Arquímedes no fue un simple compilador. Casi todos sus escritos se
reducen a describir sus propios descubrimientos. Un indicio de su menta­
lidad moderna lo tenemos en el hecho de que el renacentista más insigne,
Leonardo da Vinci, buscó ejemplares de las obras de Arquímedes con
mayor empeño que las de cualquier otro filósofo griego. Y, en realidad,
sus escritos estuvieron a punto de perderse. Parece que hubo un tiempo
en que sólo existía un manuscrito, probablemente del siglo ix o x, el cual
desapareció'hace mucho. Afortunadamente se hicieron tres copias, que aún
se conservan, y que sirvieron de base para las ediciones impresas.
Arquímedes fue el primero y más insigne de los filósofos, al estilo
moderno, que produjo el mundo antiguo. Con sus máquinas de guerra
contribuyó a mantener a los romanos a raya durante tres años, pero vino
a morir a manos de un soldado cuando asaltaron a Siracusa el año 212.
Su tumba fue descubierta y restaurada piadosamente por Cicerón, que era
cuestor de Sicilia en aquel año de 75 a. C.

Aristarco e Hiparco

En el siglo iv a. C. se avanzó notablemente en los descubrimientos


geográficos. Hannón pasó las columnas de Hércules y navegó descendiendo
a lo largo de la costa occidental de Africa; Piteas se dirigió hacia los
mares polares rodeando Inglaterra; además, relacionó las fases lunares con
las mareas; Alejandro avanzó hasta la India. Se sabía que la tierra era
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 75

esférica y empezaba a tenerse alguna idea de su volumen real. Estos ade­


lantos en los conocimientos no favorecían precisamente las ideas de la
contratierra ni del fuego central que imaginó Filolao, por lo que cayeron
en desprestigio esas partes de la astronomía pitagórica. Pero los conoci­
mientos adquiridos sobre las variaciones que presentaba la duración del
día y de la noche en relación con la distinta latitud condujo a Ecfanto
—uno de los últimos pitagóricos—a elaborar una concepción que simpli­
ficaba las cosas, a saber: que la tierra giraba sobre su propio eje en el
centro del espacio. Lo mismo enseñó Heráclides de Ponto hacia 350, el
cual afirmó que, mientras que el sol y los planetas mayores giran alre­
dedor de la tierra, Venus y Mercurio giran en tomo al sol a medida que
éste se mueve.
Aristarco de Samos dio un paso mucho más audaz; vivió entre 310
y 230 a. C., aproximadamente fue contemporáneo de Arquímedes, aun­
que algo más viejo; en la obra que se nos ha conservado de él Sobre las
dimensiones y distancias del Sol y de la Luna, aplicó a este problema una
geometría sumamente acertada. Considerando primero los fenómenos que
se observan en un eclipse de luna, y luego los que se advierten cuando la
luna está a la mitad de su plenitud, llegó a la conclusión de que la razón
entre el diámetro del sq¡l_y el de la tierra tiene que ser mayor que 19 : 3
y menor que 43 : 6, es decir, alrededor de 7 : 1. Naturalmente, esta cifra
es demasiado pequeña, con mucho, pero el principio de su investigación
es correcto, y la misma observación de que el sol es mayor que la tierra
representaba por sí solo una notable aportación.
Según Arquímedes, Aristarco propuso también la hipótesis de que «las
estrellas fijas y el soF'permanecen quietas, que la tierra gira alrededor del
sol siguiendo la circunferencia de un círculo, y que el sol ocupa.el centro
de la órbita». También Plutarco menciona esta teoría de Aristarco. Para
explicar la inmovilidad aparente de las estrellas fijas ante el movimiento
de la tierra, Aristarco llegó a la acertada conclusión de que sus distancias
tenían que ser enormes comparadas con el diámetro de la órbita terrestre.
Esta concepción heliocéntrica del Cosmos era demasiado avanzada para
aquellos tiempos, de forma que no podía conquistar el asentimiento ge­
neral. Según Plutarco, Seleuco el Babilonio profesó esta creencia, como
cosa segura, en el siglo xi a. C.; se esforzó por encontrar nuevas pruebas
y la defendió a capa y espada. Pero el resto de la humanidad, incluidos
los mismos filósofos, seguían creyendo que la tierra ocupaba el centro del
universo, lo mismo los que la concebían como un globo flotante, en torno
al cual giraban los cielos, como los que la consideraban como esta masa
sólida, sin fondo, fija y estable, tal como aparece a los sentidos.
El peso del «sentido común», reforzado por el de la «autoridad», pe­
saba demasiado para que se inclinase la balanza a favor de la concepción
revolucionaria de Aristarco. Como ya vimos, Eudoxo de Cnidos, allá por

40 Sir T. L. H e a t h , Aristarchus of Samos, the Ancient Copernicus, a History


of Greek astronomy to Aristarchus, texto griego y trad. ingl.v Oxford, 1913.
76 HISTORIA DE LA CIENCIA

los años 370-360 a. C., había explicado el movimiento aparente del sol,
luna y planetas, presentándolos como transportados circularmente en es­
feras de cristal, todas ellas concéntricas con la tierra. Esta concepción re­
sultó ser la base sobre la cual pudieron elaborar los astrónomos posteriores
la teoría geocéntrica. Hacia el 130 a. C. la desarrolló Hiparco dándole una
forma, que más tarde expuso Tolomeo de Alejandría hacia los años 127-151
después de Cristo, y que se impondría inapelablemente hasta el siglo xvi de
nuestra era.
Hiparco nació en Nicea de Bitinia, y trabajó primero en Rodas y des­
pués en Alejandría de 160-127 a. C. Sólo se conservan fragmentos de sus
escritos, pero Tolomeo presentó su obra completa. Utilizó los informes de
Babilonia y de la Grecia antigua; inventó muchos instrumentos astronó­
micos, con los que obtuvo muchas observaciones bastante afinadas; fue el
primer griego que dividió en 360 grados el círculo de semejantes instru­
mentos, al estilo babilónico41. Se le suele atribuir el descubrimiento de
la precesión de los equinoccios, si bien Schnabel42 reclama ese mérito
para Kidenas el Babilonio, y desde luego es cierto que Hiparco conoció
la obra de Kidenas. Hiparco calculó la precesión en treinta y seis segundos
de arco por año, aunque su valor real es de unos cincuenta segundos.
2
Calculó que la distancia de la luna era de 33 — el diámetro de la tierra,

y su diámetro - y del de la tierra; las medidas exactas son 30,2 y 0,27.


Inventó la trigonometría plana y esférica, y enseñó a fijar la posición de
un punto cualquiera de nuestro planeta midiendo su latitud y longitud.
En cosmogonía la labor de Hiparco adoleció de error en su principa]
supuesto básico y de la consiguiente complicación en los detalles, pero
tuvo éxito en representar los hechos. Tomando la tierra como centro, in­
tentó hacer ver Hiparco que los movimientos aparentes del sol, la luna
y los planetas1podían explicarse suponiendo que cada uno de esos cuerpos
celestes se transportaba circularmente en una órbita o epiciclo, mientras
que esa misma órbita giraba compactamente alrededor de la tierra en un
círculo u órbita circular inmensamente mayor. Se podían determinar por
observación directa las posiciones y dimensiones de dichos ciclos y epici­
clos. Se levantaron tablas, con las que se podía predecir la posición del
sol, la luna y los planetas para cualquier momento futuro; también podían
pronosticarse con notable precisión los eclipses solares y lunares.
La gran dificultad con que se enfrentaban los astrónomos desde los
tiempos de Aristóteles hasta que Galileo descubrió el principio de la
inercia fue cómo explicar el movimiento continuo de los cuerpos celestes.
Según la concepción de Aristóteles, que suplantó a la de Platón, el movi­
miento continuado exigía la aplicación constante de una fuerza motora.
Por eso, Aristóteles postuló la existencia de un Motor Inmóvil, mientras

*' Sobre instrumentos astronómicos, cfr. W h e w e l l , loe. cit., vol. I, pág. 198.
“ Tarn, loe. cit., pág. 241.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGÜO 77

que los pensadores de mentalidad más mecanicista consideraron necesario


suponer que los cielos estaban llenos de esferas de cristal, las cuales trans­
portaban los cuerpos celestes circularmente en sus ciclos y epiciclos.
Es fácil sonreír despectivamente ante esta astronomía a la luz de los
conocimientos modernos, pero subsiste el hecho de que con todas sus
complicaciones esta teoría sirvió durante muchos siglos para explicar con
éxito los fenómenos celestes y orientó los trabajos de muchos astrónomos
competentes desde Tolomeo hasta Tycho Brahe. El mérito principal de su
desarrollo ha de atribuirse a Hiparco. Desgraciadamente, la teoría geocén­
trica que sostuvo con el peso de su gran autoridad y renombre dio pie a
las locuras de la astrología. Mientras la Tierra ocupase el centro y el Sol
y las estrellas girasen en torno a ella, eran inevitables esas creencias.
Según una leyenda, había un cristal en Faros que permitía ver a través
de él los barcos situados más allá del alcance normal de la vista humana.
A este propósito sugiere Cornford que si esto es cierto y que si algún
filósofo griego, superando sus prejuicios contra las artes mecánicas, hu­
biera construido un telescopio, entonces se hubiera visto que Aristarco
tenía razón, y hubiera cambiado el curso de la historia de la ciencia.

La escuela de Alejandría

Hacia fines del siglo iv o principios del m a. C. el centro de gravedad


intelectual del mundo se había desplazado desde Atenas hacia Alejandría,
ciudad fundada por Alejandro Magno en 332. Uno de los generales de
Alejandro, llamado'tfolomeo—distinto del astrónomo— , fundó allí una
dinastía griega, que se extinguió con la muerte de Cleopatra en el año 30
antes de Cristo. Entre los que dieron lustre a las escuelas de Alejandría
durante el reinado del primer Tolomeo, entre 323 y 285, figuran el geó­
metra Euclides y el anatomista y médico Herófilo.
En la civilización griega de Alejandría se nota un espíritu nuevo y más
moderno, como ocurría en otros países helenizados. Dando de mano a los
sistemas intelectuales de conjunto en los que cifraban su preeminencia
los filósofos de Atenas, los hombres de Alejandría, siguiendo la dirección
de Aristarco de Samos y de Arquímedes de Siracusa, emprendieron inves­
tigaciones limitadas y especializadas, con lo que lograron adelantos cien­
tíficos más definidos.
Hacia mediados del siglo m se fundó en Alejandría el famoso «Mu­
seo», o lugar dedicado a las Musas. Las cuatro secciones de literatura,
matemáticas, astronomía y medicina funcionaban a manera de institutos
de investigación al mismo tiempo que como escuelas, y tenían a su dispo­
sición la mayor biblioteca del mundo antiguo con un total de 400.000
volúmenes o rollos. El obispo cristiano Teófilo destruyó hacia el 390 una
parte de la biblioteca, y después de la toma de Alejandría por los muslimes,
los mahometanos terminaron de destruir, no se sabe si accidental o deli­
beradamente, lo que habían respetado los cristianos. Durante varios siglos
78 HISTORIA DE LA CIENCIA

la Biblioteca de Alejandría constituyó una de las maravillas del mundo


y su destrucción constituyó uno de los desastres culturales más catastró­
ficos de la historia.
Ya antes analizamos la obra de Euclides bajo el epígrafe de geometría
deductiva. Euclides sistematizó los escritos de los geómetras anteriores y
añadió muchos teoremas nuevos de su propia cosecha. También estudió
la óptica, comprobó que la luz avanza en líneas rectas y descubrió las
leyes de la reflexión.
Dos hombres contribuyeron principalmente a establecer la escuela ale­
jandrina de medicina: Herófilo y Erasístrato. Herófilo nació en Calcedonia
y floreció en Alejandría bajo Tolomeo I. Fue el primer anatomista humano
ilustre y el médico más competente desde los tiempos de Hipócrates. Cul­
tivó una medicina empírica, casi libre de prejuicios teóricos. Presentó
buenas descripciones del cerebro, nervios, ojos, hígado y otros órganos in­
ternos, y de las arterias y venas; sostuvo que la sede de la inteligencia es
el cerebro y no el corazón, como pretendía Aristóteles.
Erasístrato fue contemporáneo de Herófilo, aunque más joven que él;
practicó la disección en el cuerpo humano y experimentó con animales.
Mostró especial interés por la fisiología y fue el primero que la estudió
como rama especial separada. Aportó nuevas adquisiciones al conocimien­
to del cerebro, nervios y sistema circulatorio, afirmando que hay en el
cuerpo y en el cerebro vasos especiales para la sangre y para el «espíritu»
de vida—pneuma sotikón— , que él identificaba con el aire. Haciendo suyos
los principios de la teoría atomística de Epicuro, Erasístrato se opuso al
misticismo médico, aunque creía que la naturaleza actuaba como una fuer­
za extrínseca formando el cuerpo humano para los fines que debe realizar.
Entre Herófilo, Erasístrato y el anatomista Eudemo hicieron ilustre su
siglo en la historia de la medicina.
En la segunda mitad del siglo m a. C. aparece otra constelación de
hombres brillantes, contemporáneos de Arquímedes, aunque más jóvenes
que él. Entre ellos estaba Eratóstenes, que nació en Cirene hacia 273 y
murió en Alejandría hacia 192. Fue bibliotecario del Museo y el primer
gran geógrafo físico. Sostuvo que la Tierra era esferoidal, y calculó su cir­
cunferencia midiendo por separado las latitudes y distancias de Siene y
Meroe, dos localidades comprendidas casi bajo el mismo meridiano. El re­
sultado arrojaba 252.000 estadios, o sea, unas 24.000 millas. Calculó en
92 millones de millas la distancia al Sol. Estas cifras son de una aproxi­
mación sorprendente, comparadas con los cálculos modernos que dan 24.800
y 93 millones de millas, respectivamente. Observando el parecido de las
mareas de los océanos Indico y Atlántico dedujo que esos mares debían
estar comunicados y que el complejo euro-afro-asiático constituía una isla,
de forma que tenía que ser posible navegar desde España hasta la India
bordean^° sur de Africa. Probablemente fue él quien conjeturó que el
Atlánt' co P°día estar dividido por un continente que lo cortase de Norte
a S111"’ ^ e' <?ue Aspiró la profecía de Séneca sobre el descubrimiento de
un nuevo mundo. Posteriormente Posidonio rechazó esta idea, y afirmó,
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 79

subestimando el volumen de la Tierra, que navegando 70.000 estadios ha­


cia el Oeste se llegaría a la India. Esta afirmación infundió confianza a
Colón.
En la segunda mitad del siglo n a. C., Apolonio de Perga dio un avance
impresionante a las matemáticas en Alejandría. Recogió los conocimientos
sobre secciones cónicas, debidos a Euclides y a sus predecesores, y avanzó
mucho más en esa dirección con su trabajo personal. Apolonio demostró
que todas las figuras cónicas podían considerarse como secciones de un
mismo cono; introdujo los términos de parábola, elipse e hipérbola; trató
las dos ramas de la hipérbola como una sola curva, poniendo así de mani­
fiesto las analogías entre las tres clases de sección. Logró solucionar la
ecuación general de segundo grado por medio de la geometría cónica y
determinar la evoluta de cualquier figura cónica. Toda esta temática la
desarrolló a base de geometría pura.
En el siglo 11 volvemos a encontrarnos en Alejandría con Hiparco, cuya
notable contribución a la astronomía quedó descrita anteriormente. Para
estas fechas Alejandría estaba perdiendo su supremacía en la cultura grie­
ga, que iban a compartir más tarde Roma y Pérgamo. En una fase muy
incierta, comprendida entre el siglo i a. C. y el m p. C., encontramos a
Herón— Hron o mejanieás— , matemático, físico e inventor. Descubrió so­
luciones algebraicas de las ecuaciones de segundo y primer grados, y con­
feccionó múltiples fórmulas para la medida de áreas y volúmenes. Indicó
que 1^ línea de un rayo de luz reflejado sigue el camino más corto 43. Pero
se le recuerda sobre todo por sus ingenios mecánicos, como el sifón, el
termoscopio, la bomba impelente y la primera máquina de vapor, en la
cual al retroceder el vapor a través de una válvula de escape hace que el
brazo que sostiene el propulsor gire sobre su eje, presagiando así el avión
de propulsión a chorro.
El nombre más sonado como exponente de la ciencia greco-romano-
alejandrina de la segunda época es el del astrónomo Claudio Tolomeo44,
que no hay que confundir con los reyes de Egipto del mismo nombre. En­
señó e investigó en Alejandría entre los años 127 a 151 p. C. Su magna
obra Megale suntaxis tes astronomías, que después se conoció por su nom­
bre arábigo contracto Almagesto, es una enciclopedia astronómica que se
basaba en la obra de Hiparco, a la vez que la exponía, y se impuso como
el tratado estándar hasta los tiempos de Copérnico y Kepler. Aunque trata
la materia de una manera más completa e introduce observaciones nuevas,
como una segunda irregularidad en el movimiento de la Luna, sustancial­
mente no cambia las teorías elaboradas por los astrónomos anteriores, y pa­
rece que el único instrumento nuevo que describe es un cuadrante de
pared. Siguiendo el ejemplo de su maestro, Tolomeo mejoró y amplió la
ciencia de la trigonometría, con el propósito de basar su obra «sobre las es­
tructuras incontrovertibles de la aritmética y de la geometría». Reafirmó
41 G. S arton , History of Science, vol. I, 1927, pág. 208; Isis, núm. 16, 1924.
u G. J. A l lm a n , Sir E. H. B u n b u r y y C. R. B e a z l e y , art. “Ptolomy”, en Ency-
clopaedia Britannica.
80 HISTORIA DE LA CIENCIA

el principio de que al explicar los fenómenos lo correcto es adoptar la


hipótesis que coordine los hechos de la manera más simple, un principio
que constituiría con el tiempo el arma más poderosa de los opositores de
la teoría geocéntrica a la que Tolomeo había dado la última mano.
Tolomeo fue geógrafo además de astrónomo45, y también en este ramo
del saber se notó su influjo, que sólo fue cediendo gradualmente con los
descubrimientos marítimos de los siglos xv y xvi. En el conjunto de esta
obra resulta difícil determinar la parte alícuota de mérito que corresponde
al mismo Tolomeo y a su precursor Marino de Tiro, cuyos escritos no han
sobrevivido en copias aparte. Es indudable que Tolomeo estableció la
geografía sobre bases sólidas al insistir en que la correcta observación de
la latitud y longitud debe preceder a cualquier intento serio en la medición
de tierras y en el trazado de mapas; pero los medios de que disponía él
mismo para poner en práctica esas directrices eran sumamente inadecuados,
ya que no existía por entonces ningún procedimiento para determinar las
longitudes con la mínima garantía de precisión. Con todo, los mapas de
Tolomeo conservan su interés. Los fue empalmando guiándose por los in­
formes que le daban mercaderes y exploradores; en ellos quedó dibujado
un mundo que se extendía desde las costas de la península de Malaya y de
China hasta el estrecho de Gibraltar y las Islas Afortunadas, y desde In­
glaterra, Escandinavia y las estepas rusas hasta una tierra imprecisa de
lagos en las fuentes del Nilo. El enfoque que da a toda la materia refleja
más al astrónomo que al geógrafo, pues no hace el menor esfuerzo por
describir el clima, los productos naturales, ni siquiera aquellos aspectos que
hoy incluye la geografía física; como tampoco aprovecha, ni siquiera con
un mínimum de amplitud, las descripciones ni relatos de las tierras com­
prendidas dentro del Imperio romano, que sin duda podía haber encon­
trado en los «itinerarios» militares.
También se atribuye a Tolomeo un libro sobre óptica. Sólo nos ha lle­
gado en una traducción latina del árabe del siglo x ii; el libro puede ser
auténtico o no serlo. Contiene un estudio sobre la refracción, incluso sobre
la refracción atmosférica, que Sarton 46 califica como «la investigación ex­
perimental más notable de la Antigüedad». El autor llega a la conclusión
de que cuando pasa la luz de un medio a otro son proporcionales los
ángulos de incidencia y de refracción: en realidad, esa proporción resulta
aproximadamente exacta tratándose de ángulos pequeños.
Es curioso que en medio de toda esta labor auténticamente científica
incurriese Tolomeo en la tentación de escribir, como parece, un libro sobre
astrología. Pero el caso es que para entonces los dioses clásicos habían
trasladado su domicilio del Olimpo al cielo, desde donde continuaban
gobernando los destinos humanos desde sus respectivos planetas—Júpiter,
Saturno, Marte, Mercurio y Venus— . Los astrólogos naturales, es decir,
los astrónomos, se dedicaban a observar el cielo y a consignar sus informes
“ Cfr. en Isis, núm. 58, 1933, las recensiones de las ediciones del texto y de
los mapas de Tolomeo hechas por J. Fischer, S. J. y E. L. Stevenson.
“ History of Science, vol. I, 1927, pág. 274; Isis, núm. 16, 1924, pág. 79.
L A C IE N C IA EN E L MUNDO AN TI CÚ O 81

astronómicos, mientras que los astrólogos judiciarios se entretenían hacien­


do horóscopos y deduciendo del estudio de las estrellas los planes divinos
sobre los asuntos humanos. Probablemente la astrología de Tolomeo tuvo
no poca parte en la continuada influencia que ejerció el célebre astrónomo
en la Europa medieval; en realidad, tratándose de una época nada cien­
tífica, era imposible asegurar, a menos de probarlo experimentalmente,
que las estrellas no influían en la historia humana.

Los orígenes de la alquimia

Podemos situar los orígenes de la alquimia entre las actividades prác­


ticas e intelectuales de la Alejandría helénica. Los primeros alquimistas
griegos vivieron probablemente en el siglo i de nuestra era, pero los tra­
tados más antiguos que conocemos sobre la materia son los del llamado
seudo-Demócrito, de fecha incierta, y de Zósimo, que floreció en el Alto
Egipto en el siglo n i o iv después de Cristo. Hay también ciertos escritos,
probablemente del siglo m , atribuidos a Hermes Trismegisto, que es el
equivalente griego del dios egipcio Thoth. Versan principalmente sobre fi­
losofía platónica y estoica, pero contienen también mucha astrología y
alquimia, y posteriormente fueron muy conocidos a través de sus versiones
latinas.
Para comprender los orígenes de la alquimia debemos tener en cuenta
el eftado de las artes y el ambiente filosófico de Alejandría47. En los siglos
precedentes había surgido en todos los países mediterráneos una industria,
derivada de ciertos procesos químicos anteriores, con que se obtenían imi­
taciones de artículos que resultaban demasiado caros para la masa del
pueblo: perlas de imitación, tintes baratos que competían con la costosa
púrpura tiria, aleaciones que semejaban plata y oro: todo se convirtió en
artículo comercial.
La alquimia estuvo relacionada ya de antiguo con otras corrientes pre­
dominantes de pensamiento, sobre todo con la astrología. El Sol, que da
vida a toda la naturaleza, genera también el oro—que es su imagen o anti­
tipo— en las entrañas de la Tierra. La blanca Luna representa la plata;
Venus, el cobre; Mercurio, el azogue; Marte, el hierro; Júpiter, el estaño,
y Saturno, que es el más lejano y por lo mismo el más frío de los cinco
planetas, el plomo pesado y gris.
La filosofía platónica, tal como se expone en el Timeo, presentaba un
idealismo monista completo, y ponía de relieve la teoría de que la materia,
que constituía un elemento esencialmente sin importancia, pero necesario
dentro del mundo sensible, era fundamentalmente de una misma especie.
Nada existe sino en la medida en que encarna un ideal, en virtud del cual
constituye un bien; toda la naturaleza tiene vida y— según las aclaraciones
posteriores del gnosticismo—-lucha por mejorar. Los alquimistas creían que

47 A. J. H o p k in s , en Isis, núm. 21, 1925, pág. 58.


82 HISTORIA DE LA CIENCIA

la materia en sí misma carece de importancia, pero que sus cualidades


son algo real. Todos los cuerpos humanos están hechos del mismo material,
y los hombres se hacen buenos o malos no cambiando sus cuerpos, sino
sus almas. Así se pueden transformar los metales alterando sus cualidades,
como saben muy bien los artesanos— decían los alquimistas— ; de hecho,
la cualidades son los metales. Los metales luchan por mejorar en una serie
de transformaciones hacia el espíritu ideal del oro, hecho a prueba de
fuego; por tanto, tiene que ser fácil ayudarles a realizar ese empeño innato.
Se sabía que las sales fijadoras en el tinte podían grabar los metales al
aguafuerte, de forma que añadiendo una pequeña cantidad de oro a un
metal base se podía grabar al aguafuerte la aleación, produciendo una
superficie dorada. De esta manera, pensaban ellos, el metal más noble
actuaba como fermento o levadura para sublimar la bajeza de la masa
hasta darle la cualidad espiritual del oro.
La propiedad principal de los metales nobles reside en su color: blan­
co en la plata y amarillo en el oro. El cobre puede tomarse amarillo por
tratamiento químico, con lo que puede transformarse en oro. Esto podía
hacerse, pensaban ellos, o eliminando la tierra innoble, y con ella la ten­
dencia a perder el brillo, o reforzando los elementos nobles, como el aire
y el fuego, mejorando sus cualidades ígneas, es decir, su color. Cuando la
materia muerta recibe el espíritu del color, pasa a ser viva, lo mismo que
el hombre al recibir el alma.
En la alquimia práctica se recomendaban y seguían generalmente estos
cuatro pasos: 1) Se fundían juntamente estaño, plomo, cobre y hierro hasta
lograr una aleación negra en la que cada metal perdía su individualidad
para fundirse en la «unicidad» de la materia prima de Platón. 2) Se añadía
mercurio, arsénico o antimonio para blanquear el cobre y darle la aparien­
cia de plata. 3) Entonces se le echaba como «fermento» un poco de oro, al
mismo tiempo C[ue se trataba la aleación blanquecina con agua sulfurosa
—es decir, sulfito cálcico— o con sales fijadoras. Así adquiría la aleación
el color del oro, lo que equivalía para el alquimista alejandrino a conver­
tirse en oro. Para él la esencia de la materia no consistía, como para nos­
otros, en su masa, en sus propiedades físicas específicas ni en sus reac­
ciones químicas, sino en las cualidades aristotélicas, como el color, que
pueden cambiar con facilidad. De forma que con darle a un metal color
amarillo y brillo, que son las cualidades esenciales del oro, se convertía
automáticamente en el noble metal. El alquimista alejandrino no era nin­
gún loco ni ningún charlatán, como lo fueron algunos de sus sucesores;
era un científico que hacía sus experimentos de acuerdo con la mejor filo­
sofía de su época; la culpa era de la filosofía.
La alquimia floreció en Alejandría por espacio de unos tres siglos, hasta
que, según una versión, dejó de existir por orden del emperador Diocle-
ciano, el cual mandó quemar en el año 292 p. C. todos los libros que
tratasen sobre esta materia. Cuando volvió a resucitar la alquimia en otras
partes, primero entre los árabes y después en Europa, se había modificado
la filosofía bajo cuyo signo había nacido, y los escritores posteriores no
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 83

entendían ni la terminología ni el espíritu de los alejandrinos. Intentaron


fabricar oro a base de las recetas antiguas, sin darse cuenta de que entre
tanto había cambiado con la nueva filosofía el sentido de las palabras
«oro» y «transmutación». Generalmente camuflaban su fracaso en torren­
tes de verborrea mística, hasta que empezó a surgir de las ruinas de su
desprestigiada alquimia la verdadera ciencia química.
La astrología y la alquimia tienen en el fondo una base de observación
de la naturaleza y de pensamiento racional, aunque las más de las veces
equivocado; por eso representaron un papel real y no despreciable en el
desarrollo inicial de la astronomía y de la química. Por otra parte, salvo
entre los pueblos primitivos, nunca ha gozado la magia de prestigio, y lo
único que le da vida es su influjo psicológico sobre la credulidad humana
y sobre el afán de los mortales de disponer de un poder inmediato e irres­
ponsable. Aunque la magia está relacionada hasta cierto punto con los
orígenes de la ciencia, su espíritu es decididamente anticientífico, pues la
verdadera ciencia se muestra siempre lenta, cautelosa y humilde en la in­
vestigación de la verdad. En la época helénica coincide el desarrollo de las
supersticiones mágicas con la decadencia de la ciencia antigua; luego, en
épocas posteriores renació la ciencia no en virtud de la fe del hombre en
las fuerzas y artes mágicas, sino a pesar de esa f e 48.

La edad romana

Efr el mundo antiguo el pensamiento científico original fue patrimonio


casi exclusivo de los griegos. Cabría esperar naturalmente que la compo­
sición de la poblaciólr de Italia hubiese de presentar un carácter parecido
a la de Grecia. En realidad, los habitantes de ambos países manifestaron
diferencias notables en su desarrollo y en sus realizaciones, lo cual parece
indicar que pertenecen a razas diferentes. Los romanos estaban dotados
del sentido de la exaltación estatal, de aptitudes excepcionales para la
estrategia, la administración y la jurisprudencia; en cambio, poseían poca
fuerza creadora intelectual, si bien las numerosas compilaciones que vieron
la luz parecen indicar que sentían notable curiosidad por los objetos natu­
rales. Sus artes, su ciencia y hasta su medicina eran de importación griega;
y cuando Roma se convirtió en señora del mundo, los filósofos y los mé­
dicos de Grecia fueron a establecerse a orillas del Tíber, si bien no llega­
ron a fundar escuelas nativas de filosofía dignas de suplantar a las de
Atenas. Parece que los romanos sólo se interesaron por la ciencia en cuanto
que veían en ésta un medio de realizar obras prácticas en medicina, agri­
cultura, arquitectura e ingeniería. Empezaron a beneficiarse de las co­
rrientes del pensamiento sin preocuparse por repostar sus depósitos y ma­
nantiales—que es el amor de la cultura por sí misma— , por lo que dentro
de unas pocas generaciones se secó la fuente y con ella la corriente.
* L ynn T h o r n d ik e , A History of Magic and Experimental Science, 2 vols. Nue­
va York, 1923. Véase la recensión que hace G. S a r t o n , en Isis, núm. 16, 1924,
página 74.
84 HISTORIA DE LA CIENCIA

La oposición que despertó en los romanos conservadores la inminente he­


gemonía del pensamiento griego aparece en el libro de Catón el Censor
—234-149 a. C.— , que fue bisabuelo del otro Catón, más famoso en la
historia. Catón el Viejo escribió en su ancianidad el primer tratado latino
sobre la agricultura, en el que de paso nos proporciona información sobre
la medicina romana. Por aquella misma época Diógenes el babilonio im­
portó a Roma la filosofía estoica; y este sistema, reforzado posteriormente
con elementos platónicos incorporados a la doctrina de Posidonio, llegó
a ser la filosofía característica de los romanos por espacio de trescientos
años, y alcanzó su más alta expresión en los escritos del emperador Marco
Aurelio. También merece Posidonio especial mención como explorador,
astrónomo, geógrafo y antropólogo. Explicó las mareas, atribuyéndolas a
la acción conjunta del Sol y de la Luna; de hecho, parece que condensó
la esencia de su filosofía en la influencia que ejercen los cielos sobre los
asuntos humanos. Puso a Zeus por encima del Hado; tenía una mentalidad
religiosa, pero creía en la adivinación y en la astrología, y acaso fue el
hombre que más contribuyó a difundir semejantes ideas en Europa. Escri­
bió un comentario sobre el Timeo de Platón, y, al igual que Platón, dedujo
su ciencia de la filosofía y Ja puso al servicio de ésta.
Dos generaciones después, en el siglo i a. C., los romanos habían con­
quistado el mundo, mientras que la cultura griega había conquistado a los
romanos. M. T. Cicerón, el conocido estadista y orador forense— 106-43
antes de Cristo— , hizo una gran labor creando un lenguaje filosófico latino
y popularizando la filosofía griega. Escribió una obra cosmológica, De
Natura Deorum, en que recogió información sobre los conocimientos cien­
tíficos de su tiempo. También propuso uná teoría teleológica sobre el cuer­
po humano, y asestó muchos y eficaces golpes a las creencias supersticiosas
y a los ritos mágicos.
Tito Lucrecio Caro (98-55 a. C.) expuso y exaltó en su poema De Rerum
Natura la filosofía científica griega en su forma atomística49. Este poema,
al igual que ciertos escritos en prosa de Cicerón, se propone abatir la su­
perstición y exaltar la razón dentro de una filosofía atomística y mecani-
cista. Hay un aspecto en que Lucrecio y Epicuro resultan menos modernos
que Leucipo y Demócrito, y es que sus átomos primordiales, en vez de
moverse en todas direcciones, caen juntos por su propio peso con igual
velocidad a través de un vacío infinito. El poema de Lucrecio no aporta
conocimientos nuevos, sino que, aprovechando las ideas de los atomistas
griegos, proclama en un lenguaje magnífico el imperio universal que ejerce
el principio de causalidad sobre todas las cosas, desde la evaporación
del agua hasta el movimiento majestuoso de los cielos, limitados por las
flameantes murallas del universo: flammantia moenia mundi.
La figura más destacada de aquel siglo, Gayo Julio César— 100-44 an­

* H. A. J. M u nr o , Lucreíius, Text, Notes and Translation, 3 vols., 4.* ed., Lon­


dres, 1905-1910. Véanse citas sobre Demócrito arriba en la pág. 51. E. N. da
C. A n d r a d e , The Scientific Significance of Lucretius, introducción de M un r o ’s ,
Lucretius, 4.* ed., 1928.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 85

tes de Cristo— , nos merece grandísimo interés por haber establecido, con
el asesoramiento técnico de Sosígenes, el calendario juliano reformado,
que asigna al año un valor de trescientos sesenta y cinco días y cuarto. Este
cálculo resultó un poco excesivo y a la larga determinó una discrepancia
entre las fechas y las estaciones. Pero el calendario permaneció en vigor en
toda Europa hasta que en 1582 se había llegado a un error de diez días.
El Papa Gregorio X III mandó corregirlo. En Escocia se introdujo el cam­
bio en 1600, pero en Inglaterra sólo en 1752. César se propuso también
levantar un trazado del Imperio romano, un plan que se realizó más tarde
bajo el imperio de Agripa, y que quedó plasmado en un gran mapa del
mundo.
Hacia el año 20 de nuestra era Estrabón de Amasia, en el Ponto, es­
cribió en griego un tratado general de geografía; esta obra arroja luz sobre
el estado de otras ciencias contemporáneas. Naturalmente, con las con­
quistas romanas aumentaba el conocimiento de la superficie terrestre, y se
empezaron a componer «itinerarios» en los que se describían las rutas del
Imperio.
Vitrubio, por su parte, compuso un tratado sobre arquitectura, en el
que incluyó una relación completa sobre los conocimientos afines de orden
físico y técnico. Vitrubig_sabía que el sonido era producido por vibraciones
del aire y expuso el primer informe que se conoce sobre acústica arqui­
tectónica.
A Sexto Julio Frontino— 40-103 p. C.—debemos útiles observaciones
sobre hidrodinámica; fue militar e ingeniero romano, superintendente de
los acueductos de Roma— curator aquarum— 50. Frontino escribió sobre el
abastecimiento de agffa de la ciudad y descubrió experimentalmente que
el agua que se escapa por un orificio está en función no sólo de las dimen­
siones del orificio, sino también de la profundidad a que se halla por
debajo de la superficie.
Virgilio—c. 30 a. C.—describió en las Geórgicas en forma poética el
arte de la agricultura. Varrón escribió otro libro sobre el cultivo, en el
que hace sus observaciones sobre el crecimiento de las plantas y apunta
la idea de que el contagio de las enfermedades se debe a microorganismos
invisibles.
La primera escuela oficial de medicina griega se fundó en Roma bajo
Augusto hacia el año 14 de nuestra era. El mejor médico de la época fue
Celso, el cual escribió un magno tratado en latín sobre medicina y cirugía
en el reinado de Tiberio. Este tratado constituye la fuente principal de los
conocimientos que poseemos sobre la historia de la medicina en Alejan­
dría, lo mismo que sobre la de la Roma de su tiempo. Celso describe
muchas operaciones quirúrgicas sorprendentemente modernas; en medicina
sigue una línea media entre las escuelas empíricas y metodológicas de la
Antigüedad, sin desechar ni la teoría ni la observación. Su obra se perdió

™Art. “Hydromechanics”, en Ene. Brit., 9.* ed.; G. Sarton, Introduction to


the History of Science, vol. I, pág. 255.
86 HISTORIA DE LA CIENCIA

en el olvido a lo largo de la Edad Media, pero reapareció a tiempo para


influir en la medicina del Renacimiento.
Hacia mediados del siglo i de nuestra era escribió Dioscórides un tra­
tado sobre botánica y farmacia, en el que nos informa sobre unas 600
plantas y sobre sus propiedades médicas. Fue botánico y médico m ilitar51.
En la segunda mitad del siglo se produce cierto resurgimiento de la
cultura. Debemos mencionar especialmente al ciudadano romano Plinio
el Viejo—23-79 de nuestra era— ; en los 37 libros de su Naturalis Historia
compuso toda una enciclopedia de toda la ciencia de su tiempo y de los
conocimientos y creencias de una serie de escritores olvidados de Grecia
y Roma52. Empieza con la teoría general de que el universo, está formado
por el cielo y las estrellas en el espacio, que él consideraba como una
manifestación de la divinidad; luego pasa revista a la Tierra y a su con­
tenido. Trata sucesivamente de la geografía, del hombre y de sus cualidades
mentales y físicas; de los animales, aves, árboles, faenas agrícolas y fo­
restales, fruticultura, elaboración del vino, naturaleza y uso de los metales,
origen y práctica de las artes liberales. Se explaya con el mismo entu­
siasmo sobre la historia natural del león, del unicornio y del fénix, demos­
trando absoluta incapacidad para distinguir entre lo real y lo imaginario,
entre lo cierto, lo creíble y lo imposible. Nos conservó las supersticiones
de su tiempo, y refiere con toda la buena fe del mundo la práctica y uti­
lidad de las varias formas de magia. Pero debemos recordar en su honor
que murió víctima de su curiosidad por los conocimientos de las ciencias
naturales. Estaba al mando de la escuadra romana al tiempo de la gran
erupción del Vesubio, que destruyó Pompeya y Herculano. Desembarcó
para observar el fenómeno, se acercó demasiado y quedó enterrado por la
lluvia de cenizas.
Gran parte de lo que sabemos sobre los filósofos griegos, y, por su­
puesto, sobre la filosofía griega, lo debemos a la información que nos legó
Diógenes Eaercio en sus Vidas, opiniones y apotegmas de los antiguos
filósofos, obra escrita en el siglo m p. C.; pero también constituyen una
buena fuente de información las obras de Plutarco—c. 50-125 p. C.— 53.
El mismo escribió sobre la constitución de la Luna y sobre la mitología
romana54, en donde apunta la idea de un estudio comparado de las reli­
giones. Debemos mencionar a otros dos historiadores contemporáneos:
uno es Josefo— c. 37-120— , que escribió una historia de los judíos, y el
otro Tácito— 55-120— , que es la gran autoridad latina para la historia po­
lítica y social de la Inglaterra y Germania primitivas.
En la generación siguiente, mientras Tolomeo el astrónomo trabajaba

S1 G . S a rton , loe. cit., pág. 258; trad. ingl., G o odyear (1655); R . T. G u n t h e r ,


Oxford, 1934; Isis, núm. 65, 1935, pág. 261.
!! Texto ed. por L. von I an y K. M a y h o f f , 5 vols., Leipzig, 1906-1909; traduc­
ción inglesa, J. B o s t o c k y H. T. R il e y , 6 vols., Londres, 1885-1887; H. N. W e -
t h e r e d , The Mind of the Ancient World, Londres, 1937; E. W . G u d g e r , Isis, VI,
269.
53 Texto y trad. ingl. por B. P e r r i n , 6 vols., Londres, 1914-1918.
H The Román Questions, trad. ingl. y notas por H. J. R o s e , Oxford, 1924.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUÓ 87

en Alejandría, la medicina griega florecía tanto en esta ciudad como en


Roma y en otras escuelas que se habían establecido para entonces. Siguien­
do la lista de los médicos que trabajaban en ellas, podemos construir un
árbol genealógico intelectual hasta llegar a Areteo de Capadocia y a su
más famoso contemporáneo, Galeno, el médico más renombrado del mun­
do antiguo después de Hipócrates.
Galeno nació en Pérgamo, del Asia Menor, en 129 p. C., y ejerció en
Roma y en otras poblaciones hasta el año 2 0 0 55. Sistematizó los conoci­
mientos griegos sobre anatomía y medicina, y unió las escuelas de medi­
cina, que estaban divididas. Practicó la disección en animales y en algu­
nos cuerpos humanos, y descubrió muchos hechos nuevos en anatomía y
fisiología, patología y terapéutica. Hizo experimentos con animales vivos;
así examinó el funcionamiento del corazón e hizo una investigación sobre
la espina dorsal, que Sarton clasifica como uno de los dos experimentos
más notables de los tiempos antiguos En filosofía sostuvo la tesis de
que todo estaba determinado por Dios, y de que Dios había formado la
estructura del cuerpo con una finalidad inteligible. En contraste con las
concepciones mecanicistas de los atomistas y de sus seguidores, Galeno
basó su sistema médico en la idea de que todas las partes del cuerpo
estaban ocupadas por esmritus de diferentes clases. El pneüma psujikóti de
Galeno se tradujo en latín por spiritus animalis, de donde derivó nuestra
expresión tan conocida de «los espíritus animales», cuyo significado acaso
no siempre se entiende debidamente. Galeno debió su fama y su influjo
sobre fe medicina durante quince siglos a ciertos dogmas que él dedujo
con gran agudeza dialéctica de esas concepciones, y a la autoridad con que
los expuso, más que tP'sus observaciones y experimentos, realmente nota­
bles, y a su habilidad práctica en el ejercicio de su profesión. Su menta­
lidad teísta se ganó las simpatías de cristianos y mahometanos, y explica
en parte su influjo tan profundo como duradero.
Su teoría general sobre las funciones corporales se mantuvo en vigor
hasta que Harvey descubrió la circulación de la sangre. Según Galeno, la
sangre se forma en el hígado a base del alimento y luego se mezcla con
los «espíritus naturales», los cuales le comunican propiedades nutritivas.
Parte de esta sangre pasa al cuerpo a través de las venas y vuelve por los
mismos conductos hasta el corazón en un movimiento de flujo y reflujo.
El resto de la sangre pasa del lado derecho del corazón al izquierdo por
unos poros invisibles del septum, donde se mezcla con el aire extraído de
los pulmones. Con el calor del corazón se carga de «espíritus vitales»;
esta parte más noble de la sangre fluye y refluye a las diversas partes del
cuerpo a través de las arterias, capacitando así a los distintos órganos para
el desempeño de sus funciones vitales. La sangre vital engendra en el
cerebro «espíritus animales», los cuales pasan, a través de los nervios, en

s G. Sarton, loe. cit., pág. 301; Sir T. C. A l l b u t t , Greek Medicine in Rome,


Londres, 1921.
34 Isis, núm. 16, 1924, pág. 79.
88 HISTORIA DE LA CIENCIA

estado puro y sin mezclarse con la sangre, para realizar los movimientos
y las funciones más elevadas del cuerpo57.
Este diagrama fisiológico representa un feliz alarde de ingenio si se
tienen en cuenta los conocimientos de Galeno; pero, naturalmente, distan
mucho de la verdad. Por desgracia, la gente dio más importancia a la doc­
trina de Galeno que a su espíritu de libertad en el campo de la investiga­
ción; su autoridad cerró el camino de la fisiología después del Renaci­
miento hasta que Harvey tuvo el valor de no hacerle caso.
Si bien en las ciencias teóricas no hicieron gran cosa los romanos, en
las ciencias prácticas descollaron notablemente. En Roma organizaron con
acierto la sanidad y salud pública; sólidos acueductos suministraban agua
corriente a la ciudad; funcionaba un servicio médico público; se constru­
yeron hospitales, y los ejércitos estaban atendidos por oficiales médicos.

Decadencia y ocaso de la cultura

Aunque siguieron funcionando las escuelas de medicina, pero ya des­


de el tiempo de Galeno, e incluso desde antes, aparecían claras señales de
que entraban en su eclipse definitivo la filosofía y la ciencia general. A
excepción de Diofanto de Alejandría, que vivió en la segunda mitad del
siglo n i p. C. y fue el mayor escritor griego sobre álgebra, no encontramos
ya ninguna primera figura. Antes de Diofanto solían resolverse los pro­
blemas algebraicos por geometría o por razonamientos verbales58; él fue
quien introdujo las abreviaturas de las cantidades y operaciones que recu­
rren constantemente, con lo que pudo resolver simples ecuaciones y el
cuadrado de un binomio. También abordó las expresiones indeterminadas,
en las que el número de cantidades desconocidas es mayor que el número
de ecuaciones.
Esta obra señala el comienzo del álgebra como asignatura aparte, pero
después de Diofanto el antiguo mundo no vuelve a aportar ninguna con­
tribución seria al conocimiento científico. Aunque en los tres primeros
siglos del Imperio llegó a su apogeo la grandiosa obra del derecho romano,
es evidente que incluso antes de la decadencia de Roma como potencia
política, la ciencia se había estancado prácticamente al igual que las de­
más formas del pensamiento filosófico. Ya no se avanzaba en conocimien­
tos; toda la actividad intelectual se reducía a la confección de compendios
y comentarios, principalmente sobre los filósofos griegos. Entre los comen­
taristas debemos mencionar a Alejandro de Afrodisias, que fue director
del Liceo hacia el año 200 p. C., y se esforzó por mantener en su pureza
la doctrina peripatética. A Aristóteles se le seguía considerando aún como
la máxima autoridad en todas las cuestiones de teoría científica e incluso

” Sir M ic h a e l F o s t e r , History of Physiology, Cambridge, 1901, pág. 12.


M Sir T h o m a s L. H e a t h , Diophantus of Alexandria, a Study in the History of
Greek Algebra, 2> ed., Cambridge, 1910; P a u l T an n ery , estudios en sus Memoirs,
1879-1892; W. W. R o u s e B a l l , History of Mathematics, Londres, 1901, pág. 107.
LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO 89

de hechos reales, a pesar de que la filosofía metafísica predominante, al


menos en la escuela de Alejandría que entonces tenía la primacía, derivaba
de Platón a través de la escuela neoplatónica de inspiración más mística,
cuyo centro radicaba en Alejandría. Hacia principios del siglo iv Calcidio
escribió un comentario latino sobre el Timeo de Platón. Esta fue casi la
única fuente a través de la cual conoció la Edad Media a Platón, y la que
durante los siglos en que quedaron sepultadas en el olvido las obras de
Aristóteles, proporcionó a la Edad Media una filosofía de la naturaleza,
de donde sacó sus fantásticas ideas.
Como hemos visto, la labor científica de la escuela alejandrina fue obra
casi exclusiva de pensadores de origen griego. Pero también empezaron
a tomar parte gradualmente otros elementos de la población, especialmente
en las ramas más metafísicas de la filosofía. Uno de los sectores más im­
portantes no griegos lo constituía el grupo judío. En Alejandría surgió una
escuela de pensamiento influida por la cultura griega, de una parte, y por
la tradición judía y babilónica, por otra. Hay que recordar que después
del cautiverio de Babilonia sólo regresaron a Palestina un número redu­
cido y relativamente insignificante de judíos; muchos otros se establecie­
ron como comerciantes en las ciudades del Asia Menor y Levante, y for­
maron a través del Oriente toda una red de comunicaciones comerciales,
políticas e intelectuales. Jerusalén se convirtió en el centro religioso de
esta comunidad dispersa, mientras que Alejandría se alzó con el emporio
comercial e intelectual; por eso fue Alejandría el primer punto importante
de confluencia entre la filosofía griega y las religiones orientales, especial­
mente la judía y la q-istiana. Muchos de los primeros Padres griegos de la
Iglesia cristiana vivieron en Alejandría o bebieron la filosofía en sus
fuentes. Ellos fueron los que mantuvieron el fuego sagrado y la vitalidad
de la filosofía griega, integrándola en aquella síntesis de pensamiento judío-
greco-cristiano que entraría a componer la teología patrística. Así pasaron
a la primitiva teología cristiana las ideas de Platón y en menor grado las
de Aristóteles, y así se aclimataron en la Europa medieval mucho antes de
que los eclesiásticos sospechasen su origen; así se explica su asombro cuan­
do, al volver a descubrir posteriormente a los autores griegos, encontraron
en ellos los prototipos de las doctrinas cristianas corrientes expresados en
las obras de los filósofos paganos.
Aunque los Padres primitivos vivieron durante el período que estamos
reseñando, y aunque sus escritos constituyen el empalme entre la religión
medieval y los elementos más metafísicos de la filosofía clásica, será mejor
dejar para el capítulo siguiente la relación breve, pero necesaria, de su
labor y de su influencia en el pensamiento científico, ya que tienen muy
poco que ver con las ciencias matemáticas y de observación del mundo
antiguo.
CAPITULO II

EDAD MEDIA

La Edad Media 1

Hasta hace poco se aplicaba el término «Edad Media» a todo el mi­


lenio transcurrido entre la caída de la civilización antigua y la aparición
del Renacimiento italiano. Pero con el nuevo interés despertado por la
historia, arte y religión de los siglos x i i i y xiv se ha comprobado clara­
mente que para estas fechas había surgido una nueva civilización; y así
hoy día se nota una tendencia creciente a restringir el nombre «medieval»
a los cuatro siglos comprendidos entre la «Edad oscura» y el Renaci­
miento.
Pero para el historiador de la ciencia tiene sus ventajas la clasificación
antigua. La «Edad oscura» de la Europa occidental coincidió con los al­
bores de un notable desarrollo de la cultura en los países asiáticos que
bien pronto iban a conquistar los árabes. Las escuelas persa y árabe ba­
saron en un principio su enseñanza en traducciones de autores griegos,
pero posteriormente añadieron valiosas aportaciones propias a las ciencias
naturales. Europa aprendió mucho de los árabes, cuya cultura alcanzó su
apogeo entre 800 y 1100. Pero después la ciencia se convirtió en patri­
monio principalmente de Europa; en el siglo x i i i se produjo un verda­
dero avance intelectual, al que contribuyó la recuperación de los textos
griegos completos, en especial los de Aristóteles. Pero sólo en el período
del Renacimiento es cuando el mundo occidental empezó a examinar críti­
camente la filosofía griega y se esforzó por encontrar su propio camino
en el nuevo método experimental. Así resulta que lo mismo el período
que arranca del año 1100 como el de la Edad oscura que le precedió sólo
representan para el historiador de la ciencia un tiempo de preparación.
Esas dos épocas forman un mismo conjunto, y se las puede tratar conjun­
tamente con toda razón, aunque para el historiador de política, literatura
y arte constituyan períodos distintos y aparte. Así, pues, para nosotros la
Edad Media continúa designando los mil años transcurridos entre el ocaso
de la antigua cultura y el amanecer del Renacimiento, es decir, ese túnel
oscuro por el que hubo de abrirse paso la humanidad después de desplo­

1 Para una idea general sobre el pensamiento medieval, cfr. (1) H. F. S t e w a r t ,


“Thought and Ideas”, en Cambridge Medioeval History, vol. I, cap. 20; (2) H. O.
T aylor , The Medioeval Mind, 2 vols., Nueva York y Londres, 1911 y 1914. Para
hechos y citas hasta el año 1300, véase G. S a rt o n , Introduction to the History
of Science, vols. I, II, Baltimore, 1927, 1931.
EDAD MEDIA 91

marse desde las alturas del pensamiento griego y del dominio romano
hasta remontar la empinada loma del conocimiento moderno. En religión
y en las estructuras sociales y políticas todavía llevamos el sello de la Edad
Media, de la que salimos hace tan poco; pero en ciencia estamos más
cerca del mundo antiguo. Al mirar retrospectivamente a través de la hon­
donada brumosa medieval vemos con más claridad las colinas que se
alzan en lontananza que el terreno intermedio más próximo.

Los Padres de la Iglesia

Para apreciar las causas que determinaron el gran fracaso de Europa


por incrementar el stock de conocimientos naturales en la Edad Media,
es preciso trazar la línea de desarrollo de la mentalidad medieval. Primero
hemos de hacernos cargo de las líneas generales de la teología dogmática
y moral del cristianismo confeccionada por los primeros Padres con ele­
mentos de la Biblia hebrea, de la filosofía griega, de las religiones de mis­
terios y de los ritos primitivos inherentes a ellas. Luego debemos seguir
los cambios operados en las doctrinas resultantes tal como las moldeaba
cada generación sucesiva^ para convertirlas en instrumentos de controversia
contra los paganos o herejes. Entonces comprenderemos por qué el cristia­
nismo patrístico y de principios de la Edad Media fue enemigo declarado
de la cultura profana; por qué la filosofía se convirtió en la «ancilla theo-
logiae», en la criada de la teología, y por qué desaparecieron las ciencias
naturales de la faz de la tierra.
Las primitivas fíMsofías griegas se basaban decididamente en la obser­
vación del mundo visible. Sócrates y Platón dieron a la investigación un
giro en profundidad, transportando el estudio de los fenómenos al de las
realidades subyacentes, el de la filosofía natural al de la metafísica, de
tendencia idealista y mística. «La mente griega se quedó encandilada con
sus propias creaciones.» Para Platón sólo adquirían realidad los hechos
externos—lo mismo los de la naturaleza que los de la vida e historia
humanas— cuando los percibía la mente. Su verdadero significado radica
necesariamente en ese aspecto de ellos que coincide con el diagrama cohe­
rente de los conceptos mentales, pues es el único modo con que los puede
comprender la inteligencia y con que pueden existir. En realidad de ver­
dad lo inconcebible es lo imposible.
Es claro que una filosofía así no podía fomentar una observación con­
cienzuda y sin prejuicios de la naturaleza o de la historia. La estructura
del universo tenía que conformarse con las ideas de la filosofía platónica;
la historia era esencialmente un medio de dar vida a un argumento o de
ilustrarlo.
Aristóteles demostró más interés en la observación de la naturaleza que
Platón, si bien el punto fuerte de Aristóteles estaba más en la metafísica
y en la lógica que en la ciencia, y dentro de ésta más en la biología que
en la física. El creó la asignatura de la lógica, y, al menos en biología,
92 HISTORIA DE LA CIENCIA

mostró el recto camino de la observación independiente. Su física no fue


objetiva como la de Demócrito, que buscó el constitutivo último de las
cosas en los átomos y en el vacío. Para Aristóteles la interpretación de la
naturaleza debe basarse en los conceptos de sustancia, esencia, materia,
forma, cantidad y calidad; que son categorías que desarrolló con el afán
de expresar la percepción sensorial directa del mundo con ideas que su
mente encontraba naturales. Al principio de la «Edad oscura» las obras
de Aristóteles, aun en forma incompleta, eran las fuentes más científicas
griegas de que se disponía, pero su influjo, aun siendo grande, fue per­
diendo gradualmente su predominio. En el siglo vi sus escritos habían
pasado de moda, y por espacio de unos setecientos años casi lo único que
se conservó de él fueron algunos comentarios sobre su Lógica.
La filosofía estoica, que algunos de nosotros conocemos mejor por los
escritos de Marco Aurelio, encajaba de maravilla en la mentalidad romana,
y nunca debe pasarse por alto al tratar de apreciar las diferentes corrien­
tes de pensamiento por las que bogó la teología patrística. Para el estoico
la realidad central era la voluntad humana. La metafísica y el conocimiento
de las ciencias naturales sólo tenían importancia instrumental como me­
dios al servicio de su filosofía para guía de la vida y de la conducta hu­
manas. El estoicismo era esencialmente un programa de ética, que desvió
las ciencias físicas de la verdadera observación para asegurar la confor­
midad con los presupuestos de su moral.
Los cauces que abrió Platón al pensamiento adquirieron todavía ma­
yores alturas superracionales en manos de los neoplatónicos, cuya filo­
sofía constituyó el último producto de fines del paganismo. Desde el tiempo
de Plotino el Alejandrino— f 270 p. C.—hasta Porfirio— f 300—y Jám-
blico— f c. 330— , la filosofía se fue alejando cada vez más de la física y de
la experimentación y ocupándose cada vez más de ideas místicas. Plotino
vivió en el cielo puro de la «metafísica caldeada con éxtasis ocasionales»,
y consideró como bien supremo la contemplación suprarracional de lo Abso­
luto. Porfirio, y más todavía Jámblico, llevaron a la vida práctica en sus
escritos esos conceptos místicos, y su aplicación contribuyó a aumentar la
credulidad en la magia y brujería. El alma necesita la ayuda de dioses,
ángeles y demonios; lo divino es esencialmente milagroso, y la magia es
la puerta de lo divino. Así es como el neoplatonismo fomentó y absorbió
todas las supersticiones populares, toda práctica de hechicería y astrología,
y todas las ansias morbosas de ascetismo, tan exuberantes en aquella edad
decadente. La vida de Jámblico tal como la cuenta un biógrafo neoplató-
nico está tan llena de milagros como la biografía contemporánea de San
Antonio ermitaño, escrita por San Atanasio.
En este ambiente místico-filosófico fermentaban religiones orientales
como el mitraísmo y el maniqueísmo. Este propugnaba un dualismo entre
las fuerzas del bien y del mal, llamado a reaparecer una y mil veces. El
mitraísmo, que disputó al cristianismo la posesión del Imperio romano, fue
la versión persa de las religiones de misterios, la cual, como dije, reemplazó
en los tiempos helénicos la mitología olímpica, cuando se produjo el ocaso
EDAD MEDIA 93

de esta religión pintoresca hacia fines del período clásico. El conocimiento


que tenemos de estas religiones de misterio es sumamente incompleto2.
Su ceremonial contenía ritos secretos de iniciación y comunión; sus creen­
cias estaban formuladas en leyendas sobre ciertos dioses peculiares de cada
culto, leyendas que el pueblo entendía literalmente y la gente educada
simbólicamente, como figuras del misterio de la vida y de la muerte. Bajo
esos ritos y leyendas aparece el culto primitivo a la naturaleza: dioses
solares, dioses lunares, y la celebración figurada del drama del año: la
vida pletórica de la naturaleza en el verano, su muerte en el invierno
y su gozosa resurrección a cada nueva primavera.
La antropología moderna ha arrojado mucha luz adicional sobre los
orígenes de las ideas primitivas, como las implicadas en las religiones de
misterio, y de sus ritos, los cuales, a su vez, derivan de otros ritos más
primitivos aún basados en la idea de que se puede domar la naturaleza
por hechicería y magia simpática3. Semejantes ritos, igual que los ceremo­
niales más avanzados que pueden desarrollarse de ellos, son anteriores y
mucho más persistentes que cualquier sistema concreto de dogma religioso.
Es evidente que en los primeros siglos de nuestra era, aparte de las reli­
giones y de las filosofías formales que aparecen en la literatura, existía
una corriente subterráng^, fuerte, profunda y penetrante constituida por
ritos y creencias más primitivos. Entre ellos pueden apreciarse ideas de
iniciación, sacrificio y comunión con los poderes divinos, las cuales apa-
recen^en formas más complejas en las religiones de misterio y más tarde
en ciertas prácticas del dogma cristiano, especialmente en la teoría católica
de la misa. El efecto que pudieron ejercer en los orígenes del cristianismo
estos ritos prim itivos^ las religiones de misterio más estructuradas y des­
arrolladas fue siempre manzana de discordia y tema de discusión entre
historiadores y teólogos, una discusión que ha ido variando a la luz de los
conocimientos de que disponía cada generación.
Pablo salvó al cristianismo de estancarse en secta judía, condenada a
una rápida extinción, al proclamarla como religión mundial. Al crecer y
difundirse, el cristianismo entró en contacto con la filosofía griega; la
labor principal de los primeros Padres de la Iglesia consistió en armonizar
esa filosofía con las enseñanzas cristianas.
El primer artífice de esta obra fue Orígenes—entre 185 y 254 aproxi­
madamente— . Proclamó la conformidad entre la cultura antigua, espe­
cialmente la ciencia alejandrina, y la fe cristiana, y fue el hombre que más
trabajó por conquistar adeptos entre la gente educada e inteligente. En su
tiempo todavía era bastante elástica la doctrina cristiana; en sus escritos
figuran pacíficamente en amistoso contubernio ideas divergentes, por las
que se combatieron a muerte las generaciones sucesivas.

* Para reseñas breves, véase P e rcy G a r d n er , en H a s t in g s ’, Encyclopaedia of


Religión and Ethics y en Modem Churchman, vol. XVI, 1926, pág. 310.
! Sir I. G . F ra ze r , The Golden Bough, 3.* ed. Cfr. especialmente Parte V,
“Spirits of the Corn and Wild”, vol. II, pág. 167, B. M a l in o w sk i , Foundations of
Faith and Moráis, Oxford, 1936.
94 HISTORIA DE LA CIENCIA

El artículo fundamentalísimo del credo de Orígenes es la inmutabili­


dad de Dios. Esta implica la eternidad del Logos y del mundo y la pre­
existencia de las almas. Minimiza la importancia del aspecto histórico del
cristianismo, abriendo así la puerta a un análisis más crítico del Antiguo
y Nuevo Testamentos y a una mentalidad más abierta que la que después
cristalizó en la ortodoxia. La teología de Orígenes fue encontrando cada
vez menos aceptación hasta que por fin la condenó el Concilio Constantino-
politano de 553.
Entre los Padres latinos el que ejerció una influencia más profunda y
prolongada en el pensamiento cristiano fue San Agustín— 354-430— . Sus
Confesiones y su Ciudad de Dios figuran entre los libros clásicos cristianos
más famosos. Fue sucesivamente maniqueo, neoplatónico y cristiano. Su
coordinación entre la filosofía platónica y las enseñanzas de las Epístolas
paulinas formó la base de la primera gran síntesis cristiana del conoci­
miento, la cual subsistió en el fondo como una alternativa doctrinal aun
durante el predominio de Aristóteles y Tomás de Aquino en la Alta Edad
Media. Sus controversias, lo mismo que las de San Atanasio, ilustran la
forma en que la doctrina católica se fue formulando al calor de la disputa;
en ellas se ve por qué nuestros Símbolos no son sólo afirmaciones de fe,
sino «peanes y cantos de triunfo sobre los herejes y paganos derrotados».
Como observa Gibbon, «siempre se aplicó el apelativo de hereje al partido
menos numeroso».
El neoplatonismo y la primitiva teología cristiana crecieron juntas, reac­
cionando recíprocamente una sobre otra—en realidad, acusándose mutua­
mente de plagio— . El cristianismo, lo mismo que el neoplatonismo, está
basado en el presupuesto fundamental de que la realidad última del uni­
verso es espíritu, y en la edad patrística adoptó la actitud suprarracionat
neoplatónica. En los escritos de los primeros Padres se ve cómo el más
alto suprarracionalismo, el amor de Dios y la concepción de Cristo resu­
citado, vart descendiendo peldaño a peldaño hasta las más bajas formas
de credulidad aceptadas de consuno por el populacho pagano y por los
filósofos neoplatónicos. Plotino, el primer neoplatónico pagano, y Agustín,
el teólogo cristiano, dieron poca importancia a la adivinación y a la magia;
y el Padre latino, Hipólito, denunció la locura de la magia y de la astro­
logía paganas. En cambio, dos generaciones después, Porfirio y Jámblico,
por un lado, y en los siglos siguientes, Jerónimo y. Gregorio de Tours, por
otro, se extasiaban ante lo demoníaco y lo milagroso.
El simbolismo, que apareció en el neoplatonismo, alcanzó gran ampli­
tud y desarrollo en los escritos de los Padres, empeñados en coordinar los
dos Testamentos entre sí y con las corrientes intelectuales predominantes.
Lo que en las Escrituras o en el mundo de la naturaleza se conforma con
el paradigma cristiano, tal como lo interpreta cada Padre, puede aceptarse
en sentido real; lo que no, sólo puede tomarse en sentido simbólico.
Finalmente, para comprender la mentalidad patrística, y a través de
ella la medieval, hay que apreciar la fuerza abrumadora del motivo intro­
ducido por el concepto cristiano de pecado, de esperanza del cielo y miedo
EDAD MEDIA 95

del infierno, como medios respectivos de alcanzar la salvación en el cielo


y evitar la condenación del fuego del infierno.
El mismo mundo pagano había perdido confianza en sí. La humanidad
se había alejado mucho del espíritu griego, radiante de vida, y de la severa
alegría romana familiar y estatal. Las religiones de misterio habían impor­
tado a Europa las ideas orientales. Los hombres empezaron a apoyarse más
en la autoridad; se sentían sobrecogidos de inquietud y vagos temores
y temblaban por su seguridad en este mundo y en el otro. Es ésta una fase
que recurre en varias épocas de la historia. Aun antes de la predicación
de Cristo, lo mismo en Palestina que en dondequiera se hacía sentir el
influjo judío, los corazones estaban pendientes de la inminente venida ca­
tastrófica del Reino de Dios. Por cierto que esta concepción convirtió en
gran parte la fe cristiana de la edad apostólica en una actitud escatológica,
y su norma de vida en una simple Interims Ethik, en una rápida prepara­
ción para la segunda venida triunfante. Acaso ya en la edad patrística
se empezó a proyectar un poco más lejos el fin del mundo; pero el día
del juicio seguía a las puertas, y para cada hombre particular la muerte
representaba la entrada real en el misterio del mundo futuro y en el
horror de las sombras. La oscuridad cubría la civilización de los países
antiguos, y una densa tújiebla el espíritu de los humanos, hasta casi oscu­
recer el único rayo trascendente del mensaje de esperanza y reconciliación
de Cristo.
es extraño que con semejante concepción sobre la vida y con esas
perspectivas de muerte mostrasen los Padres poco interés en el conoci­
miento profano como tal. Decía San Ambrosio: «Las discusiones sobre la
naturaleza y la posí&ón de la Tierra no nos ayudan a esperar la vida
futura.» El pensamiento cristiano tomó posiciones antagónicas frente a la
cultura secular, a la que identificó con el paganismo, al que los cristianos
se habían propuesto conquistar. Hacia el año 390 el obispo Teófilo des­
truyó una sección de la Biblioteca de Alejandría y, en general, se prego­
naba la ignorancia como una virtud. Cuando el cristianismo se convirtió
en la religión del pueblo, esta actitud se agudizó. Tenemos una prueba de
ello en el caso ocurrido en 415, cuando Hipatia, la última matemática de
Alejandría, hija del astrónomo Teón, fue asesinada con cruel ensañamiento
por el populacho.
El emperador Juliano—331-363—intentó resucitar la religión y la filo­
sofía paganas; pero el último gran filósofo de Atenas fue Proclo— 411-485— ,
que elaboró la síntesis final del neoplatonismo, imprimiéndole «la forma
en que se incorporó al cristianismo y al Islam en la Edad Media»4. Proclo
formó el eslabón entre Platón y Aristóteles, y en parte creó y en parte
fomentó el misticismo medieval.
Gradualmente fue extinguiéndose el deseo y la capacidad de investigar
la naturaleza con una mentalidad abierta: con los griegos las ciencias na­

4 Z eller, citado e n "Neo-Platonism”, Ene. Brit, 9.* ed.


96 HISTORIA DE LA CIENCIA

turales se fusionaron con la metafísica; con los romanos se disolvió en el


afán de apoyar la moralidad de la voluntad humana. Así en el primitivo
ambiente cristiano no se concedía a los conocimientos naturales más valor
que el de medios de edificación, o de ilustrar la doctrina de la Iglesia o
algún pasaje de la Escritura. Pronto murió el espíritu crítico; se creía a pie
juntillas cualquier cosa con tal de que estuviese de acuerdo con la Escri­
tura tal como la interpretaban los Padres. Así, por ejemplo, los conoci­
mientos contemporáneos de historia natural están representados en una
compilación del siglo n , llamada Fisiólogo o Bestiarium—libro de los ani­
males— ; en él tanto los temas como la forma de tratarlos— que eran ori­
ginariamente alegorías cristianas tomadas del reino animal-gestaban subor­
dinados abiertamente a consideraciones doctrinales. Se afirma, por ejemplo,
que los cachorros de la leona nacen muertos, pero que al tercer día el
león les sopla entre los ojos y al instante despiertan a la vida, simbolizando
así la resurrección del Señor, el León de Judá.
Supuesta su concepción sobre la historia y la biografía, los historia­
dores paganos estuvieron siempre dispuestos a modificar sus relatos para
adaptarlos a las conveniencias retóricas del momento. Los escritores ecle­
siásticos les superaron con mucho en esa dirección. La historia se convirtió
en sus manos en una rama de la apologética cristiana, y las vidas de los
santos, forma característica de la primitiva literatura medieval, se convirtió
sencillamente en un medio de edificación. Se aceptaba sin dudar cualquier
leyenda que se ajustase al concepto que tuviese el autor sobre la santidad
de su tema o de su héroe.
El poder de la teología patrística se vio reforzado por la organización
eclesiástica, que se desarrolló para constituirse en su guardiana sagrada.
Y cuando, con la conversión del Imperio al cristianismo, pudo apoyarse
esa organización en todo el poderío de la tradición romaha, que dentro
de su decadencia seguía siendo aplastante, entonces su fuerza fue irresis­
tible. El Imperio romano murió, pero su alma siguió alentando en la
Iglesia Católica, la cual se apropió su armazón y sus ideales universalistas.
El obispo de Roma encontró inmensamente fácil hacerse con la primacía
del mundo y estrechar cada vez más los lazos de la uniformidad, pues
hasta los bárbaros se habían acostumbrado a mirar a Roma como su metró­
poli, su Ciudad Santa, y al César como a su jefe semidivino. Desde un
punto de vista filosófico la Iglesia Católica fue la última obra creada por
la civilización helénica;, y desde el punto de vista político y orgánico fue
la «prole» y la heredera del Imperio romano autocrático.

La Edad oscura

Tal era el panorama intelectual de Europa al hundirse el sol de la


civilización antigua en la noche oscura de los siglos vi y vil. Y tales eran
los ideales a los que volvían sus ojos las generaciones posteriores al albo­
rear la tenue luz de un nuevo amanacer, esperando que les traería un día
EDAD MEDIA 97

radiante en cuyo cénit brillaría gloriosa y triunfadora la revelación del


Padre por el Hijo, ese día cuyas esplendentes vísperas iluminaron los
escritos inspirados de los Padres de la Iglesia. No es de extrañar que los
hombres de los nuevos tiempos aceptasen como cosa sobrenatural y sin
el menor sentido crítico cuanto les venía a través de aquella oscuridad.
Casi los únicos vestigios de cultura profana que lograron sobrevivir
al siglo vil fueron las obras de Boecio, un romano de noble alcurnia, que
fue ejecutado en 524. Parece que ahora se está de acuerdo, tras larga
controversia, en que Boecio fue cristiano e incluso mártir. Sea de esto lo
que fuere, lo cierto es que fue el último descendiente directo que demos­
tró el verdadero espíritu de la antigua filosofía. Escribió compendios y
comentarios sobre Aristóteles y Platón, y tratados, inspirados en los escritos
de los griegos, sobre los cuatro temas matemáticos que él denominó «qua-
drivium», y que comprendía la aritmética, geometría, música y astronomía.
Estos manuales se utilizaron como textos escolares en la Edad Media, en
cuya primera época apenas conocieron de Aristóteles más que lo que podían
sacar de los comentarios de Boecio.
El doctor H. F. Stewart, biógrafo de Boecio, me facilita esta nota:
Boecio fue el último romano, pero también el primero de los escolásticos por
iniciar la clasificación de la&, ciencias y por suministrarles material adecuado. Sus
sucesores adoptaron el reparto uniforme de los conocimientos en las tres grandes
ramas de ciencias naturales, matemáticas y teología que él recomendó, hasta que
al fin lo aceptó y defendió Tomás de Aquino. La definición que propuso Boecio de
“persona” con la fórmula: “naturae rationalis individua substantia” se conservó en
vigor hasta el fin del período escolástico.

Con la desaparicióíf de Boecio y de su contemporáneo más joven, Casio-


doro, se esfumó de la tierra el espíritu clásico. El emperador Justiniano
mandó cerrar por real orden el año 529 las escuelas de filosofía fundadas
por Platón en Atenas, en las que por aquel tiempo se enseñaba un neopla­
tonismo místico medio cristiano: con ello pretendía el emperador borrar,
por una parte, los últimos vestigios de la enseñanza de la filosofía pagana,
y, por otra, suprimir toda competencia con las escuelas cristianas oficiales.
Aun así, el Imperio de Bizancio conservó un fondo de civilización du­
rante la época más negra de barbarie por que atravesó la Europa occiden­
tal. Sus ejércitos barrieron a los godos de Italia, y sus jurisperitos codifi­
caron el derecho romano en las Instituciones de Justiniano. Basado en los
principios netos del estoicismo, el Derecho romano proponía un ideal de
orden racional, que sobrevivió al caos medieval, y contribuyó a formar
los Cánones de la Iglesia Universalista, heredera del Imperio romano, y
más adelante la síntesis intelectual de la escolástica. También aquí los co­
nocimientos que se salvaron en Bizancio procedentes de los tiempos clá­
sicos brillaron, incluso en su mismo ocaso, como una antorcha en la noche
de Europa, iluminando los senderos de la restauración cultural de Occi­
dente. Antes que se apagase totalmente la antorcha había empezado esa
renovación.
98 HISTORIA DE LA CIENCIA

Pero entretanto en Occidente la ruptura con el pasado había sido


mucho más radical de lo que cabía esperar del mero eclipse del influjo
civilizador de Grecia y del poderío romano. No sólo habían quedado arra­
sadas Atenas y Roma como Estados políticos y como estructuras sociales,
sino que se había extinguido la raza de los artistas y filósofos griegos y
la de los legistas y administradores romanos.
El comienzo de la decadencia de Roma se ha atribuido a múltiples
causas. El historiador Alison señala un factor importante, pocas veces
tenido en cuenta, cual es el trastorno económico producido por la escasez
de moneda corriente5. Las minas de oro y plata de España y Grecia em­
pezaron a fallar, y el tesoro del Imperio convertible en moneda se había
reducido en tiempo de Justiniano a unos 80 millones de libras esterlinas,
siendo así que en tiempo de Augusto se calcula equivalía a unos 380 mi­
llones. A pesar de las devaluaciones ocasionales de la moneda6, es justo
suponer que los precios bajaron dentro del Imperio, es decir, que subió
el valor adquisitivo y remunerativo de la moneda, y que debieron seguirse
todos los males inevitables en tiempos de desinflación. La industria de
producción y la agricultura dejaron de ser rentables; los impuestos se
hicieron abrumadores; se estimularon las importaciones de países como
Egipto y Libia, situados fuera del área del desequilibrio monetario, y se
dejaron de cultivar las tierras romanas, como ocurrió con el campo inglés
por causas parecidas entre 1873 y 1900 y entre 1921 y 1928.
Con el cese del cultivo y el abandono de los antiguos sistemas de ave­
namiento en las ciudades y en el campo, se hicieron inhabitables extensas
zonas a causa de la m alaria7; entretanto el descenso del índice de nata­
lidad en las familias más nobles y capaces, sumado a la constante sangría
humana ocasionada por las guerras incesantes y además, entre los roma­
nos, por la administración de las provincias, probablemente eliminó a
muchos de k»s mejores de cada generación, con lo que de rechazo y con la
supervivencia de los menos capaces descendió el nivel medio cultural y
mental de las naciones. Es indudable que influyeron también mucho en la
catástrofe el factor militar, como es obvio, y otras causas, a las que gene­
ralmente suele achacarse la decadencia; pero no deben pasarse por alto
los factores económicos y raciales. Tal vez se pueda decir que el derrum­
bamiento de Roma por los invasores del Norte no fue tanto la destruc­
ción de la civilización por los bárbaros cuanto la limpieza y retirada de
escombros de un edificio' ruinoso como preparación para una reconstruc­
ción futura.
Ahora tenía que surgir una nueva civilización del caos; tenían que
formarse nuevas naciones, con ideales precisos y características bien mar­
cadas, de entre la mezcolanza de razas incluidas en el decadente Imperio

5 Sir A r c h i b a l d A l i s o n , History of Ewrope, vol. I, Edimburgo y Londres,


1853, pág. 31.
‘ A. R. B u r n s , Money and Monetary Policy in Early Times, Londres, 1927.
1 A n g e l o C e l l i , Malaria, trad. ingl., Londres, 1901; W. H. S. I o n e s , Malaria,
a Neglected Factor in the History of Greece and Rome, Cambridge, 1909.
EDAD MEDIA 99

universalista; luego, esas naciones tendrían que ir muy lejos en la recons­


trucción del orden social y en la determinación y especialización de sus
capacidades intelectuales antes de poder preparar un terreno abonado
donde germinase y creciese el nuevo árbol de la ciencia y de la filosofía
científica.
Durante la tétrica Edad oscura vemos apuntar en sitios esporádicos
de Europa pequeñas plantas de conocimiento luchando en busca de la luz.
Es probable que continuasen funcionando en las largas ciudades algunas
escuelas profanas durante esos tiempos tumultuosos y confusos. Pero con
la aparición de los monasterios se presentó la ocasión de una vida tranquila
y holgada, y, por tanto, en el claustro es donde empezaron a observarse
los primeros signos del nuevo desarrollo cultural.
Dado el carácter de los relatos evangélicos, los Padres de la Iglesia no
pudieron despreciar las artes curativas como menospreciaron o ignoraron
otros conocimientos profanos. Por eso se mantuvo el cuidado de los en­
fermos como un deber cristiano, y así la medicina fue la primera ciencia
que empezó a levantar cabeza. Al principio la medicina monástica fue una
mezcla de magia y de un leve tinte de ciencia antigua. En el siglo vi em­
pezaron los benedictinos a estudiar algunos compendios de las obras de
Hipócrates y Galeno, y<*gradualmente fueron difundiendo el conocimiento
de estos escritos por el Oeste. Los monjes fueron también agricultores prác­
ticos, y así mantuvieron vivas ciertas nociones del arte de la agricultura.
E^. primer nuevo centro cultural de carácter secular aparece en las
escuelas de Salemo, una ciudad situada al sur de Nápoles, en la bahía de
Pestum. De aquí sajjeron muchas compilaciones, basadas en los escritos
de Hipócrates y Galeno. Ya en el siglo ix eran famosos los médicos de
Salemo; en el siglo xi empezaron a leer algunas traducciones de obras
arábigas, y así continuó floreciendo su escuela hasta el siglo xii, en que
quedó oscurecida por la difusión general de la medicina árabe en Europa.
Es sabido que Salemo fue en sus principios una colonia griega, y poste­
riormente lugar de salud y reposo para los romanos, y, por otra parte, pa­
rece que nunca llegaron a interrumpirse del todo en el sur de Italia las
tradiciones de la medicina griega, por lo que es posible que tengamos aquí
un empalme directo e ininterrumpido entre la cultura del mundo antiguo
y la del moderno.

La reconstrucción de Europa

Pero debe observarse que los primeros países que empezaron a dar se­
ñales de un espíritu nuevo y característico fueron países distantes de Roma.
Con la asimilación de las enseñanzas cristianas se aceleró el desarrollo
literario y artístico de Irlanda, Escocia y norte de Inglaterra, que se había
iniciado con las «sagas» irlandesas, leyendas de gran exuberancia poética.
Dado el fervor de su celo misional, esta cultura se fue propagando con
parte de sus conocimientos profanos por las tierras más meridionales,
100 HISTORIA DE LA CIENCIA

gracias a hombres como Willibrord y Bonifacio. Este desarrollo norteño


culminó en las obras del monje anglosajón Beda de Jarrow—673-735— ,
el cual incorporó en sus escritos todos los conocimientos disponibles en­
tonces en la Europa occidental. Su ciencia se basaba principalmente en
la Historia Natural de Plinio, aunque añadió algo de su propia cosecha,
como unas pocas observaciones sobre las mareas. Beda figura entre los
comentadores latinos Boecio, Casiodoro, Gregorio e Isidoro de Sevilla, que
recogieron los últimos ecos directos de la cultura clásica o patrística, junto
con los eruditos de las escuelas abaciales fundadas por Carlomagno. Entre
éstos descolló Alcuino de York, el cual hizo no poco por contrarrestar la
idea predominante de que la cultura profana era enemiga de la devoción,
y llevó la tradición del conocimiento clásico hasta los tiempos decidida­
mente medievales. Beda escribió en latín, con vistas sobre todo a los mon­
jes; pero ciento cincuenta años más tarde se había extendido tanto la
- cultura, que Alfredo el Grande— 849-901—tradujo o hizo traducir al anglo­
sajón muchos libros latinos, con lo que empezó a pasar a las lenguas na­
tivas el influjo de la literatura latina.
Para entonces estaba ya estructurándose la Europa medieval. Aquella
mezcla de galos romanizados y de vigorosas tribus teutónicas que habían
inundado las provincias romanas empezó a cristalizar en varias naciones.
Tierras del Norte que jamás habían visto las águilas romanas o ante las
que habían retrocedido las legiones, estaban desarrollando ahora una cul­
tura y hasta una literatura propias, en las que los ideales y la civilización
de Roma sólo actuaban como influencias externas y de importación.

La escuela árabe *

Mientras la cultura europea se encontraba en su más bajo nivel, en la


Corte Imperial Bizantina de Constantinopla y en otros países comprendi­
dos entre Siria y el Golfo Pérsico sobrevivía un considerable fondo cultu­
ral de origen mixto greco-romano-judío. Uno de sus primeros centros fue
la escuela persa de Jundishapur, que sirvió de refugio a los cristianos
nestorianos9 en 489 y a los neoplatónicos que abandonaron Atenas cuando
les cerraron la Academia de Platón en 529. Aquí, a través de las traduc­
ciones de Platón y Aristóteles sobre todo, la filosofía griega entró en
contacto con las de India, Siria y Persia, dando ocasión al desarrollo de
una escuela de medicina que sobrevivió hasta el siglo' x, a pesar de su
aislamiento relativo.
Entre 620 y 650 los arabes conquistaron Arabia, Siria, Persia y Egipto,
estimulados por Mohamed. Ciento cincuenta años más tarde Harün-al-
Rashid, el más famoso de los califas Abbasid, estimuló la traducción de
los autores griegos, con lo que contribuyó a iniciar el gran período de la

* Cfr. especialmente G. S a rton , Introduction to the History of Science, volú­


menes I, II, Baltimore, 1927, 1931.
* Secuaces de Néstor, tachados de herejía.
EDAD MEDIA 101

cultura árabe. Al principio se avanzó lentamente, pues había que forjar


e incorporar a las lenguas siria y árabe los nuevos términos y construccio­
nes, capaces de expresar el pensamiento filosófico y científico. Como ocu­
rrió con el resurgimiento correspondiente de la cultura que tuvo lugar
en Europa en la Alta Edad Media, la primera tarea que hubieron de reali­
zar los árabes y las razas sometidas a su influjo fue la de recobrar el arsenal
oculto y olvidado de los conocimientos griegos; luego la de incorporar
a sus propias lenguas y cultura los tesoros así reconquistados, y, final­
mente, la de añadir sus propias aportaciones.
Durante los dos siglos que siguieron a la muerte de Mohamed se pro­
dujo una intensa actividad teológica en el Islam. El sistema atomístico
de Epicuro y los problemas del tiempo y del espacio planteados por las
«paradojas» de Zenón estimularon el pensamiento muslímico—aunque tam­
bién es posible que influyera en él el atomismo budista de la India— l0.
Según el Korán, Allah creó y sostiene el mundo, el cual sólo tiene una
existencia secundaria en la existencia absoluta del Creador. Pero con la
filosofía griega, neoplatónica y aristotélica, y por influjo también de otra
escuela islámica de pensamiento, se modificó esa concepción ortodoxa. Esa
otra escuela islámica añadió al panteísmo unilateral implícito de Mohamed
la cadena neoplatónica súi fin de seres existentes y la idea aristotélica del
Cosmos. Así llegó a la idea complementaria de que a su vez el cosmos es
Dios. Un tercer grupo, intentando explicar la naturaleza dentro de la orto-
doxiavde Mohamed, elaboró una teoría del tiempo parecida a la filosofía
atomística budista de la India, si ya no es que la tomó de ella. El mundo
se compone de átonjos exactamente iguales, que Allah crea de nuevo a
cada momento. También el espacio es atomístico, así como el tiempo se
compone también de «ahoras» indivisibles. Las cualidades de las cosas son
accidentes pertenecientes a los átomos, con los cuales son creadas y re­
creadas por Allah. Si Allah dejase de recrear un solo momento, todo el
universo se esfumaría como un sueño. La materia sólo existe por la vo­
luntad continuada de Allah; el hombre no es más que un autómata cine­
matográfico. Así se transformó en un monoteísmo radical el sistema de
Epicuro aparentemente ateo.
Paralelamente a estos intereses teológicos se despertó cierta curiosidad
por esa naturaleza a la que los teólogos negaban consistencia o realidad.
La ciencia islámica se fue desarrollando a medida que decaía la cristiana;
para la segunda mitad del siglo v m había pasado definitivamente la he­
gemonía de Europa al Próximo Oriente. En el siglo ix mejoraron las es­
cuelas árabes de medicina con el estudio de las traducciones de Galeno;
también realizaron una labor tan nueva como impresionante en esa quí­
mica primitiva que era la base de la alquimia.
La química práctica primitiva se ocupaba de las artes de la vida tales
como el trabajo de los metales y la preparación de drogas. Las especula­
10 Véase arriba, cap. I; y también D. B. M acdonald , en ¡sis, núm. 30, 1927,
página 327; arts. “Atomic Theory (Indian)”, por H. J a c o b i , y “Muhammadan",
por D e Bo ek , en H a s t in g s , Encyclopaedia of Religión and Ethics.
102 HISTORIA DE LA CIENCIA

ciones a que se entregaron los griegos de los tiempos clásicos sobre la


naturaleza de la materia, con sus ideas sobre átomos y elementos primor­
diales, quedaban demasiado desvinculadas de los hechos de observación
y experimentación para que se las pueda clasificar en el ramo de la quí­
mica. Puede decirse que los alquimistas alejandrinos del siglo i fueron los
pioneros en plantear y abordar los problemas químicos. Después de ellos
apenas se hizo nada hasta que seis siglos más tarde vinieron los árabes
a continuar su obra.
Es verdad que por no comprender la génesis que tuvieron estas artes
en Alejandría, los alquimistas posteriores se propusieron dos grandes obje­
tivos, ambos absolutamente quiméricos: la transmutación material de me­
tales inferiores en oro y la preparación de un elixir viíae capaz de curar
todos los males humanos. Pero, aunque su investigación estaba condenada
al fracaso, adquirieron de paso muchos conocimientos químicos auténticos
y descubrieron muchos remedios útiles.
Los alquimistas árabes bebieron sus conocimientos iniciales en dos
fuentes: en la escuela persa antes mencionada y en los escritos de los
griegos alejandrinos, parte a través de intermediarios sirios y parte en tra­
ducciones directas. Los pueblos de habla árabe estudiaron la alquimia
durante setecientos años; sus centros principales de investigación estuvie­
ron primero en Irak y después en España. Estos hombres transformaron
la alquimia en química, de la que se derivó la química europea de la
Alta Edad Media, principalmente a través de los moros españoles. Mien­
tras que algunos escritores árabes y sus seguidores europeos pasaban así
de la alquimia a la química, otros, no comprendiendo el conocimiento
técnico ni la visión filosófica de los alquimistas alejandrinos e incapaces
de adoptar la nueva orientación de carácter más científico, degradaron
su trabajo, convirtiéndolo en una búsqueda sórdida de oro o en plataforma
para la práctica de la magia, basada en la trapacería o en la autoilusión.
El alquimista y químico árabe más famoso fue Abu-Musa-Jábir-ibn-
Haiyan, que floreció hacia 776 y que se cree fue el autor original de mu­
chos escritos que aparecieron más tarde en latín y que se atribuyeron a
cierto simbólico «Geber» de fecha imprecisa. Aún no se ha podido aclarar
el problema de su origen11. Después de examinar las nuevas versiones de
algunos de los manuscritos arábigos llegó Berthelot '2 a la conclusión en 1893
de que los conocimientos de Jábir eran muy inferiores a los del «Geber»
latino. Pero Holmyard 13 y Sarton M afirman que otras obras arábigas, aún
sin traducir, revelan que Jabir fue mucho mejor químico de lo que se figuró
Berthelot. Parece que preparó carbonato de plomo, hablando según la no­
menclatura moderna, y separó el arsénico y antimonio de sus sulfitos; des­
cribió el refinamiento de los metales, la preparación del acero, el teñido

1a The Arabic Works of Jabir-ibn-Haiyan, ed. por E. J. H o lm y a r d , I, París,


1928 THe W° rks of Geber. R- Russell, 1678. ed. por E. J. H o lm y a r d , Londres,
» c ° ,C rí"” e au M°ven Age, París, 1893.
14t H o lm y a r d , e n Isis, n ú m . 19, 1924, p ág . 479.
Introduction to the History of Science, v o l. I, p á g . 532.
EDAD MEDIA 103

de telas y cueros, y la destilación del vinagre para obtener el ácido acético


concentrado. Sostuvo que los seis metales conocidos se diferenciaban por la
diversa proporción de azufre y mercurio que entraba en su composición.
Pero no es posible asignar a Jábir el puesto que le corresponde en la
historia hasta que se estudien críticamente todas sus obras arábigas y se las
compare con las de «Geber».
En la historia de la química reviste importancia capital la idea de que
los principios del azufre o fuego y del mercurio o líquido constituyen ele­
mentos primarios. Esta idea parece haber nacido del descubrimiento de que
la combinación de mercurio y azufre producen sulfuro de rojo brillante.
Así como la plata es blanquecina y el oro amarillento, así el rojo debe co­
rresponder a algún elemento más noble y fundamental que el oro. Al azufre
y al mercurio se añadió luego la sal como elemento representante de la
tierra o solidez. La teoría de que el azufre, el mercurio y la sal constituían
los principios primordiales de las cosas se mantuvo como una alternativa
de la teoría de los cuatro elementos de Empédocles y Aristóteles hasta la
publicación del Sceptical Chymist de Robert Boyle en 1661.
La creciente importancia que fue adquiriendo la química científica se
echa de ver en una controversia que empezó en el siglo ix sobre el valor
real de la alquimia. Pof-este tiempo también se tradujeron al árabe los
Elementos de Euclides y la obra de Tolomeo sobre astronomía, la cual
adquirió así su nombre de Almagesto, con que se la conoce generalmente.
Así entraron en el mundo muslímico la geometría y la astronomía griegas.
Posiblemente se inventaron en Grecia los numerales hindúes, pero luego
pasaron a la India, d^donde llegó a los árabes en una forma primitiva, los
cuales a su vez les dieron una estructura llamada Ghubar más parecida a la
nuestra 15. Gracias a la difusión del comercio muslímico el mundo se acos­
tumbró a considerar ese sistema numeral tan práctico como invento arábigo;
y, de hecho, al cabo de unos siglos, desplazó la notación romana tan poco
manejable. El primer caso en que se encuentra usado en latín el nuevo sis­
tema se halla en un manuscrito escrito en España hacia 976, pero el signo
cero no se adoptó universalmente hasta fecha algo posterior.
Algunos autores árabes se aprovecharon de la fama de que gozaban las
obras de los griegos para pasar su propia mercancía. Así, por ejemplo, se
hizo popular una compilación de folklore y magia, de origen arábigo o
siríaco, conocida con el nombre de Secretum secretorum, que circuló como
traducción de una obra de Aristóteles. Job de Edessa escribió hacia 817
una enciclopedia de ciencias filosóficas y naturales, tal como se enseñaban
en Bagdad. Mingana tradujo y editó últimamente el texto siríaco ,4.
La versión del libro de Tolomeo estimuló a los astrónomos muslimes.
Mohamed al-Batani—c. 830— volvió a calcular desde su observatorio de
Antioquía la precesión de los equinoccios y trazó una nueva serie de tablas
astronómicas. Le siguieron otros de menos categoría; para el año 1000

1S S. G a n d z , Isis, n o v ie m b re 1931, n ú m . 49, pág. 393.


11 C a m b rid g e , 1935; Isis, n ú m . 69, 1936, pág. 141.
104 HISTORIA DE LA CIENCIA

aproximadamente Ibn Junis o Yunus había hecho progresos en trigonometría


y había registrado en El Cairo observaciones sobre los eclipses lunares y
solares; funis fue tal vez el más insigne de todos los astrónomos muslimes.
Le alentó en su labor al-Hakim, gobernador de Egipto, el cual fundó en
Antioquía una academia de cultura.
Puede decirse que el período clásico de la ciencia árabe empezó a partir
del siglo x con la labor médica del persa Abu Bakr al-Rázi, conocido en
Europa con el nombre de Bubakar o Razes; ejerció en Bagdad y compiló
muchos manuales enciclopédicos, entre ellos un tratado famoso sobre el
sarampión y la viruela. Se le considera como el médico más eminente del
Islam y, por supuesto, de todo el mundo medieval. Además aplicó la quí­
mica a la medicina y utilizó la balanza hidrostática para medir los pesos
específicos.
El más eminente de los físicos muslimes fue Ibn-al-Haitham—965-1020— ,
el cual trabajó también en Egipto bajo al-Hakim. Su obra principal la
realizó en el campo de la óptica; imprimió un gran avance al método
experimental. Empleó espejos esféricos y parabólicos, y estudió la aberra­
ción esférica, el poder de aumento de las lentes y la refracción atmosfé­
rica. Aumentó los conocimientos sobre el ojo y sobre el proceso visual, y
solucionó ciertos problemas de la óptica geométrica gracias a su competencia
en matemáticas. La traducción latina de su obra sobre óptica ejerció no­
table influjo en el desarrollo de la ciencia occidental, especialmente a tra­
vés de Roger Bacon y Kepler. Hacia ese mismo tiempo Ibn Sína, o Avi-
cena— 980-1037— , médico y filósofo, natural de Bokara, recorrió las cor­
tes de los gobernadores del Asia central, buscando en vano un sitio donde
instalarse, dar salida a sus talentos y realizar sus trabajos literarios y cien­
tíficos. Escribió sobre todas las ciencias conocidas entonces. Afirma Sarton
que en alquimia no creyó en la transmutación de los metales, estimando
que las diferencias que presentaban entre sí eran demasiado profundas
para superarlas con simples cambios de color. Su Canon— compendio de
medicina en que «codificó todos los conocimientos de los antiguos y de
los muslimes»—representa uno de los más altos logros de la cultura árabe.
Más tarde se adoptó como libro de texto en los cursos de medicina de las
universidades europeas; las escuelas de Lovaina y Montpellier lo utiliza­
ron hasta 1650; y se dice que hasta no hace mucho seguía siendo la
principal autoridad médica en los países mahometanos.
Otro contemporáneo, no tan conocido, pero de no menor talla mental,
fue al-BIrüni, filósofo, astrónomo y geógrafo, que vivió de 973 a 1048.
Tomó mediciones geodésicas y determinó con cierta precisión latitudes y
longitudes. Midió el peso específico de las piedras preciosas y explicó las
fuentes naturales y los pozos artesianos por el principio de los vasos comu­
nicantes. Escribió un relato claro sobre algunas partes de la India y sobre
sus gentes; también se debe a su pluma el mejor tratado medieval sobre
los numerales hindúes.
En esta época se había impuesto el árabe como la lengua clásica de la
cultura; todo escrito árabe tenía el prestigio de que gozó el griego en otros
EDAD MEDIA 105

tiempos—y del que volvería a gozar más tarde— . El primero que se de­
dicó a traducir sistemáticamente textos arábigos al latín fue Constantino
el Africano, que trabajó en Monte Casino desde 1060 aproximadamente
hasta su muerte, ocurrida en 1087. Visitó Salerno, en cuya escuela in­
fluyó grandemente su obra; lo mismo allí que en otras partes promovió
la asimilación de los conocimientos arábigos en las naciones latinas.
La cultura árabe había llegado a su cénit. En el siglo xi apareció la
importante obra algebraica del poeta persa Ornar Kayyam y los escritos
teológicos de al-Gazzáli, el cual realizó en el mahometismo la obra sin-
tético-filosófica que Tomás de Aquino realizó en el cristianismo. Pero para
fines de ese siglo se había iniciado la decadencia de la cultura árabe y
muslímica; a partir de entonces la ciencia fue de fabricación casi exclu­
sivamente europea.
También en política se eclipsaron las perspectivas de establecer un
Imperio árabe estable, a causa de las rivalidades intestinas de los prín­
cipes y generales mahometanos, y de la gradual desintegración y destruc­
ción de las familias árabes nobles, capaces y antiguas, que habían sumi­
nistrado el stock necesario de gobernadores, militares y administradores.
Una tras otra se fueron desgajando las provincias lejanas del Imperio ya
débil, gastado y heterogéneo, para remodelar sus características nativas y
reafirmar su independencia política.
España fue el reino más distante establecido por la conquista maho­
metana, y en España fue donde dio mejores resultados el cruce de las
civilizaciones judía, árabe y cristiana. Durante los tres siglos compren­
didos entre 418 y 711 floreció en España el reino godo occidental, impo­
niendo la ley y el "Jffden desde su capital Toledo. Los judíos sefarditas,
descendientes de los que deportó Ciro desde Palestina a España, habían
preservado las tradiciones de la cultura alejandrina, habían hecho fortuna
y mantuvieron abierta la comunicación con el Este. Y así continuó la cosa
después de la conquista de España por los mahometanos en 711. La tole­
rancia de pensamiento que solían otorgar los árabes, siempre que se res­
petase su supremacía política, permitió que se estableciesen escuelas y
colegios, si bien éstos pudieron mantenerse en funciones, no tanto por el
apoyo de la comunidad cuanto por el patronazgo ocasional e intermitente
de tal o cual gobernador de mentalidad liberal y abierta.
El proceso de desarrollo de la filosofía hispano-arábiga siguió en líneas
generales el mismo curso que iban a seguir un siglo después las escuelas
cristianas. Se notó el mismo propósito y esfuerzo por armonizar la lite­
ratura sagrada de la nación con las enseñanzas de la filosofía griega, y un
forcejeo análogo entre los teólogos que se apoyaban en la razón y en las
conclusiones racionales, y los que ponían su confianza en una revelación
aceptada sin crítica o en experiencias místico-religiosas, y que en todo caso
negaban el valor de la razón humana en materias de fe.
El escolasticismo muslímico ortodoxo, con su teología filosófico-racio-
nal, fue fundado principalmente por el persa al-Gazzáli, que floreció en
Bagdad. En España predominaron tendencias parecidas, pero la auténtica
106 HISTORIA DE LA CIENCIA

fama que alcanzó la escuela hispanoarábiga de pensamiento se debió a la


obra de Averroes, nacido en Córdoba en 1126. Sin dejar de mostrar
siempre profunda reverencia por las enseñanzas de Aristóteles, Averroes
introdujo por su cuenta una nueva concepción en las relaciones entre la
religión y la filosofía. Según él, la religión no es una rama del saber que
pueda reducirse a proposiciones ni sistemas dogmáticos, sino una fuerza
personal e interior, distinta de las generalizaciones de la ciencia «demos­
trativa» y experimental. A su juicio, la teología, que venía a ser una mezcla
detonante de ambas, resultaba fatal para las dos, pues por una parte daba
la falsa impresión de que la religión y la filosofía eran incompatibles, y
por otra adulteraba y corrompía la religión reduciéndola a una seudo-
ciencia.
No es de extrañar que las enseñanzas de Averroes entrasen en con­
flicto armado con las de los teólogos ortodoxos del catolicismo; pero, a
pesar de la oposición que le hicieron, especialmente la gran escuela domi­
nicana, sus palabras cayeron en terreno abonado. En el siglo x i i i Averroes
se había impuesto como una autoridad en las universidades del sur de
Italia, París y Oxford; Roger de Bacon y Duns Escoto dijeron de él que
merecía ocupar, junto a Aristóteles, el puesto de maestro de la ciencia
de la demostración.
Córdoba produjo otra gran figura en este mismo período. Fue Maimó-
nides— 1135-1204— , judío de raza, médico, matemático, astrónomo y fi­
lósofo. Su principal contribución fue la construcción de un sistema esco-
lástico-judío, comparable con el escolasticismo muslímico de al-Gazzáli y
con el escolasticismo cristiano que iba a completar poco después Tomás
de Aquino. Maimónides intentó conciliar la teología judía con la filosofía
griega, especialmente con la de Aristóteles. Su obra ejerció gran influencia
en la Alta Edad Media, cuando algunos de sus seguidores llevaron sus
ideas hasta el extremo de considerar la Biblia en bloque como un libro
simbólico; naturalmente, esta teoría levantó gran polvareda l7.

El resurgimiento de la cultura en Europa

En la Europa que acogió y fue asimilando lentamente esta corriente


arábiga de conocimiento había hecho notables progresos el aparato cul­
tural. Dentro del Imperio de Oriente, en Constantinopla, se produjo un
decidido resurgimiento del saber en los siglos ix y x, cuando Constan­
tino VII patrocinó las artes y el saber, y ordenó la compilación de cierto
número de tratados enciclopédicos. También partió de Constantinopla la
conversión de Rusia al cristianismo, debida sobre todo al poder irresistible
de persuasión de Vladimir, duque de Kiev; al final del siglo x nacía el
arte ruso, derivado directamente del de Bizancio. También debemos a este
" Sobre filosofía judía medieval, véase H. A. W o l f s o n , The Philosophy of
Spinoza, Harvard, 1934; Isis, núm. 64, 1935, pág. 543.
EDAD MEDIA 107

Renacimiento Bizantino la reproducción y conservación de muchos manus­


critos griegos.
Ya vimos que existió en Salerno desde una fecha muy temprana un
centro de estudios seculares, especialmente de medicina. En el norte de
Europa habían contribuido a impulsar la enseñanza en general los alientos
dados a los sabios por Carlomagno y Alfredo. Gerbert, el erudito educa­
dor y matemático francés, enseñó en Reims y en otros sitios de 972 a 999,
en que fue elegido papa—tomó por nombre Silvestre II— . En sus escritos
trató de los numerales hindúes; del ábaco, sencilla máquina de calcular,
y del astrolabio, círculo metálico graduado con una aguja fijada en su
centro para dar la altura de los astros. Ya antes en el siglox se conoció
en Lieja y en otras ciudades de Lorena la cultura arábiga; de ellas se
extendió a Francia, Alemania e Inglaterra18. Hacia 1180 aparece un centro
de cultura árabe bajo Roger de Hereford ,9.
La creciente demanda de enseñanza tuvo por efecto hacer ver que las
escuelas monásticas y catedralicias eran insuficientes para responder a las
crecientes necesidades, y así surgieron nuevas escuelas seculares que em­
pezaron a adoptar su forma moderna universitaria20. Hacia el año 1000
se produjo en Bolonia un resurgimiento de los estudios jurídicos, y en el
siglo x n se añadieron las facultades de medicina y filosofía a la de derecho.
Se formó una corporacion de estudiantes, llamada Universitas, para prote­
gerse mutuamente, compuesta al principio de estudiantes forasteros, que
se encontraban a merced de los nativos, y posteriormente de todos, natu­
rales f extranjeros. Estas corporaciones contrataban su propio profesorado;
todavía en años posteriores continuó siendo la universidad de Bolonia una
corporación de estudiantes, en la que el gobierno estaba en manos de los
alumnos.
Por otra parte, los profesores de París organizaron una escuela de dia­
léctica en la primera década del siglo xn, y poco después una comunidad
o universitas de maestros establecieron en la ciudad del Sena una consti­
tución que sirvió de modelo a la mayoría de las universidades del norte
de Europa, e incluso de Inglaterra. Por eso, en Oxford y Cambridge siem­
pre estuvo el poder en manos del profesorado y no del alumnado, como
en Bolonia y Escocia, en donde la elección delrectorconserva aúnseñales
del antiguo control de los estudiantes.
Ya en el período carolingio habían cristalizado las asignaturas acadé­
micas en un trivium elemental, que comprendía la gramática, retórica y
dialéctica, en la rama de letras referente al estudio de las palabras, y en
un quadrivium, más avanzado, que abarcaba la música, aritmética, geo­
metría y astronomía, que se suponían trataban en todo caso de cosas. La
música se explayaba en una doctrina semimística de los números, la geo­
metría se reducía a una simple serie de proposiciones euclidianas, sin
pruebas; la aritmética y la astronomía se cotizaban sobre todo porque
" I, W. T h o m p s o n , Isis, núm. 38, 1929, pág. 184.
11 J. C. R u s s e l l , Isis, núm. 52, julio 1932.
20 H. R a s h d a l l , The Universities of Europe in the Middle Ages,Oxford, 1895.
108 HISTORIA DE LA CIENCIA

ayudaban a fijar la fecha de la Pascua. Todas se orientaban como prepa­


ración para el estudio de la sagrada ciencia de la teología. En el trans­
curso de la Edad Media se mantuvo esta división de asignaturas en la cul­
tura académica elemental; luego, cuando aumentó el interés por la filo­
sofía, no se hizo sino incorporar su estudio al de la dialéctica lógica,
como una segunda parte más avanzada de ese otro curso más sencillo.
La antigua controversia entre Platón y Aristóteles sobre la naturaleza
de las «formas inteligibles» o «universales» pasó a los escritos de Porfirio
y a los comentarios de Boecio, y a través de ellos penetró en el pensa­
miento medieval en forma de problema de clasificación. ¿Por qué podemos
clasificar? ¿Constituyen los individuos la única realidad? Y las clases,
especies o universales, ¿tienen sólo existencia mental, conceptual o no­
minal, como sostienen los nominalistas, o poseen cierta realidad indepen­
diente, existiendo en los objetos de los sentidos y simultáneamente con
ellos, como su propia esencia, según enseñó Aristóteles? O, por el con­
trario, ¿poseen las ideas o universales una existencia y una realidad total­
mente separadas de los fenómenos o de los seres aislados, como sostuvo
Platón en su filosofía idealista, que terminó por llamarse «realismo»?
Por ejemplo, ¿son Demócrito y Sócrates realidades? ¿Es la «humanidad»
sólo un nombre? ¿O es el hombre una realidad propia, la cual recibe oca­
sionalmente tal o cual forma en virtud de la cual se convierte en Demó­
crito o en Sócrates, pero de manera que la forma es un accidente de la
sustancia real que es «la humanidad»? ¿Hay que decir universalia ante
retn, con Platón; universalia in re, con Aristóteles, o universalia post rem,
con los nominalistas?
Dada nuestra mentalidad científica, más afín a la de Arquímedes que
a las de Aristóteles y Platón, esta controversia nos parece tan idiota como
aburrida. Pero es preciso estudiarla si queremos desenterrar las semillas
de la ciencia moderna que yacieron sepultadas y que luego germinaron en
el Renacimiento. Los mismos griegos le dieron gran importancia por su
repercusión sobre la teoría del conocimiento, y en ella descubrieron los
medievalistas eventualmente todo el problema del dogma cristiano; la única
dificultad estaba en determinar en qué lado se había de alinear la orto­
doxia inquisitorial.
En el siglo ix propuso Juan Escoto Erígena, discípulo de Orígenes,
una teoría mística, basada en la idea de que lo divino era la única realidad.
Esta teoría constituía la primera gran síntesis medieval—como contradis-
tinta de la patrística—entre la fe cristiana y la filosofía griega, que en
este caso era la filosofía de la escuela neoplatónica. Para Erígena la ver­
dadera filosofía es verdadera religión, y la verdadera religión, verdadera
filosofía. La razón conduce a un sistema que coincide con la Escritura
interpretada debidamente. Erígena era un realista, pero en su realismo se
funden las ideas platónicas con las aristotélicas, pues la discusión entre el
nominalismo y el realismo sólo se agudizó más adelante. En el siglo xi
empezó a aplicarse el razonamiento crítico a la teología, con lo que empe­
zaron a aparecer sus puntos discutibles. El nominalismo hizo su aparición
EDAD MEDIA 109

en los escritos de Berengario de Tours—999-1088— , el cual criticó la


doctrina de la transustanciación, sosteniendo que no podía producirse en
el pan y en el vino un cambio de sustancia sin el correspondiente cambio
de forma, gusto, etc. También propugnó el nominalismo Roscellino
— f c. 1125— , afirmando que la única realidad es la del individuo, con
lo que llegó a una concepción triteísta de la Trinidad. Esta tendencia hizo
cristalizar automáticamente el realismo contrario, preconizado sobre todo
por Guillermo de Champeaux y Anselmo de Canterbury, el cual representó
la postura ortodoxa durante varios siglos.
Pero las dificultades inherentes a la teoría del realismo de los univer­
sales dieron origen a una gran variedad de sistemas; en las escuelas se
desencadenó una verdadera guerra de doscientos años, en que los dialéc­
ticos escolásticos gastaron su ingenio filosófico en interminables discusiones
de «lana caprina». El bretón Abelardo— 1079-1142—atacó a su maestro
Guillermo de Champeaux y enseñó una doctrina modificada, rayana en el
nominalismo, aunque su nominalismo no era tan consecuente como el de
Roscellino. Abelardo redujo la doctrina de la Trinidad a la idea de tres
aspectos del mismo único ser divino; se mostró independiente del esquema
dogmático en que estaba acostumbrada a moverse la mentalidad medieval;
se descolgó con afirmaciones tan fecundas como que «la duda es el ca­
mino real de la investigación», que «la verdad se alcanza investigándola»
y que «para poder creer es necesario entender», un dicho que puede com­
pararse muy bien con el credo quia impossibile de Tertuliano, el semi-
padr^- de la Iglesia, y con el credo ut intelligam de Anselmo. Abelardo
incurrió en las iras de San Bernardo, que sentía alergia contra la «sabi­
duría de este mund«i>, y contribuyó a fomentar la suspicacia eclesiástica
que veía herejías en todo. Pero llegó un momento en que se agotó el
espíritu especulativo; hacia la mitad del siglo x i i comienza una tregua
de cincuenta años en la dialéctica lógica y filosófica, y un retorno transi­
torio del interés por la literatura clásica, un interés que recogieron sobre
todo John de Salisbury y su escuela de Chartres.
Si bien las discusiones filosóficas de los medievalistas conservan un
vivo interés aún para algunos metafísicos modernos, en cambio su con­
cepción general del mundo físico se nos hace hoy día extraña, irreal y
confusa. La mayoría de las veces no se hacía distinción ninguna entre
acontecimientos naturales, verdades morales y experiencias espirituales. Es
indudable que la realidad última abarca las tres, pero la historia demuestra
que por lo menos los acontecimientos naturales deben enfocarse y estu­
diarse aisladamente si se quiere adelantar en el conocimiento de sus in-
terrelaciones mutuas.
Al hombre medieval le fascinaba la supuesta analogía entre la natura­
leza divina, la constitución astronómica del cosmos, o macrocosmo, y la
estructura anatómica, fisiológica y psicológica del hombre, o microcosmo.
Generalmente se imagina el cosmos entero como penetrado y trabado en­
tre sí por un espíritu viviente, el noüs, o espíritu del mundo de los neo-
platónicos, el cual a su vez está poseído y controlado por la divinidad.
110 HISTORIA DE LA CIENCIA

Así se mantiene en sujeción la materia primordial, que es el principio de


la muerte y de la disolución.
Ya Platón propuso la idea del macrocosmo y microcosmo en su Timeo,
y se puede seguir su abolengo genealógico hasta Alcmenón y los pitagóricos,
aunque algunos autores medievales la atribuían a Hermes, una figura
alejandrina un tanto problemática a la que se atribuyen tantos escritos de
alquimia y que probablemente representa al dios egipcio Thoth. Esta teoría
aparece en forma sencilla en las obras de Isidoro de Sevilla y del alqui­
mista «Geber». Más tarde la desarrollaron Bernardo Silvestre de Tours
—c. 1150—y la abadesa Hildegarda de Bingen—c. 1170— 21. El arte me­
dieval no se cansó de representarla alegóricamente.
En otras ilustraciones, que representan tan sólo el mundo físico, vemos
cuadros como el siguiente: después de la caída de Adán se figura la Tierra
como una esfera central en la que reina la confusión en los cuatro elemen­
tos, que originariamente vivían en la mayor armonía y orden: la Tierra
está envuelta en zonas concéntricas de aire, éter y fuego, en las que están
incrustadas las estrellas, el Sol y los planetas, todas ellas movidas por los
cuatro vientos del cielo, que guardan correlación con los cuatro elementos
de la Tierra y los cuatro humores del hombre. El cielo es el lugar empíreo
situado más allá de la zona de fuego, y el infierno se encuentra dentro
de la esfera terrestre, bajo los pies de los hombres.
Esa concepción de la semejanza esencial entre el macrocosmo y el
microcosmo prevaleció todo lo largo de la Edad Media, sobrevivió al Rena­
cimiento y subsistió en la literatura hasta casi los tiempos modernos. La
idea de que el universo estaba compuesto de esferas o zonas concéntricas
se desarrolló e hizo clásica en el medievo: acaso podamos decir que cul­
minó en la visión de Dante. Aunque Copérnico echó por tierra su base
racional—o irracional— , no pudo desarraigar la tradición popular. De he­
cho, todavía pueden verse decorando las cubiertas de ciertos almanaques
dibujos inspirados claramente en esas confusas fantasmagorías de la Anti­
güedad y del Medievo; y esos almanaques circulan todavía entre gente
ignorante de todas clases.
Nociones más o menos parecidas encontramos en el sistema teosófico
judío, conocido con el nombre de Cábala. Este sistema pretendía proponer
verdades esotéricas reveladas por Dios a Adán y transmitidas por tradición
a través de las generaciones; posteriormente llegó a ejercer gran influencia
en el cristianismo.
Imposible trazar aquí ni siquiera una mínima parte del enorme e in­
trincado embrollo de astrología, alquimia, magia y teosofía en que se en­
contraba enredada la Edad Media; y ¡nos resulta tan difícil entenderlo y
aun leerlo con paciencia! Pero no debe olvidarse que semejantes ideas
eran esencialmente características de la mentalidad medieval, y que en
ellas se sentía ésta en su propio ambiente. El pensamiento científico era

21 Studies in the History and Method of Science, ed. por C h a r l e s S in g e r ,


Oxford, 1917, " S t. Hildegard”, pág. 1.
EDAD MEDIA 111

completamente extraño a la actitud mental predominante, aunque se dieron


algunas raras excepciones. La semilla esporádica de la ciencia hubo de
crecer en una inmensa y confusa jungla que amenazaba constantemente
ahogarla, no en una especie de prados salubres, ignorantes pero abiertos,
como parecen suponer algunos historiadores de la ciencia. Cuando se dejan
en barbecho unas tierras de labor, a los pocos años reaparece la jungla;
no faltan indicios de que un peligro parecido acecha a los campos y labo­
res del pensamiento que los hombres de ciencia pudieron roturar y poner
en cultivo al cabo de tres siglos de trabajo incesante. La destrucción de
un porcentaje pequeñísimo de la población bastaría para secar en su raíz
el árbol del conocimiento, y para arrastrarnos de nuevo a la creencia casi
universal en la magia, la brujería y la astrología.

El siglo XI I I

Si la tarea intelectual de la Edad Media consistió en salvar lo que


pudiese del naufragio de la cultura antigua, la de los siglos inmediatos
sucesivos consistió en dominar y asimilar lo que se había recuperado. La
principal labor intelectual que realizó la primera época medieval fue la
fusión del antiguo conocimiento clásico, tal como se había conservado en
los compendios latinos, con la fe cristiana, tal como la habían interpre­
tado Jos primeros Padres a la luz del neoplatonismo. A partir del siglo ix
en adelante puede verse que está ya en marcha ese proceso; de ahí po­
demos decir que arranca el período constructivo de la Edad Media.
Ya en el siglo xnTiabía explorado y trazado, asimilado y transformado
el pensamiento medieval esa doble herencia del pasado. Entonces se pro­
dujo una pausa en la obra de la teología filosófica, durante la cual vemos
que culmina el aprecio de los hombres de la Edad Media por los escritos
de la literatura clásica. No se conocía ensu texto completo ninguna de las
obras más importantes de Aristóteles; y así no se tenía a mano ningún
libro científico que perturbase el enfoque literario de los eruditos que se
interesaban por los clásicos, viendo en ellos un medio y un atajo para
estudiar y comprender mejor los textos escriturísticos y los escritos de los
Padres. A pesar del influjo indirecto que ejercía Aristóteles a través de sus
comentarios, la actitud teológica predominante era todavía platónica o neo-
platónica y agustiniana, idealista y mística más que racional y filosófica.
Pero en el siglo x m se produjo un gran cambio de orientación mental,
coincidente, y acaso relacionado, con el movimiento de humanización que
se despertó con ocasión de la aparición de los frailes. Las traducciones
latinas de los autores griegos, que se hicieron primero de versiones arábigas
y más tarde directamente del original griego, vinieron a satisfacer los deseos
crecientes de conocimiento profano. Aún no se ha podido hacer la historia
y el balance completos, dado que el conocimiento que tenemos de la lite­
ratura científica árabe, aun contando sólo la que se conserva, es todavía
112 HISTORIA DE LA CIENCIA

tan fragmentario que es imposible especificar con exactitud las aportacio­


nes de los árabes a la ciencia griega.
Donde se trabajó con mucha mayor intensidad en la traducción del
árabe al latín fue en España; aquí podemos seguir la trayectoria de toda
una serie de traductores, ocupados en muchas ramas del saber, desde 1125
hasta 1280 aproximadamente. «A estos traductores españoles debemos tex­
tos de Aristóteles, Tolomeo, Euclides, de los médicos griegos, de Avicena,
Averroes, de los astrónomos y matemáticos árabes, más todo un arsenal
de astrología y, al parecer, también cierta cantidad de alquimia» 22.
A España siguieron en importancia Italia del Sur y Sicilia, donde se
tradujo del árabe y del griego, gracias a la presencia de residentes árabes
y griegos, y a las relaciones diplomáticas y comerciales con Constantinopla.
Por aquí se obtuvieron obras de medicina, un tratado y un mapa de geo­
grafía, y la Optica de Tolomeo. De origen esporádico o desconocido son
las traducciones de laS obras de Aristóteles sobre los Animales, la Meta­
física y la Física, y otras obras de menor importancia, que aparecieron
en el Oeste a partir de 1200.
El árabe era la lengua comente de la literatura científica; se cotizaban
muchísimo las traducciones del árabe, aun tratándose de autores griegos.
Las razas de habla árabe y los judíos que vivían entre ellos tenían por
aquel tiempo verdadero interés por la ciencia; el contacto con los países
mahometanos fue el que indujo a la Europa medieval a salir de su menta­
lidad cerrada hacia una actitud mental más racional.
El cambio mayor se debió al redescubrimiento de Aristóteles. Entre
1200 y 1225 se recuperaron y tradujeron al latín sus obras completas, igual
que las de otros autores, primero de versiones arábigas y luego directa­
mente del original griego. En esta última labor sobresalió como uno de los
primeros eruditos Robert Grosseteste, canciller de Oxford y obispo de Lin­
coln, el cual escribió de su propia mano sobre los cometas y sus causas.
Grosseteste invitó a algunos griegos a instalarse en Inglaterra e importó
libros griegos; por su parte, su discípulo Roger Bacon, fraile franciscano,
escribió una gramática griega. En esto no les guiaba un propósito literario,
sino un afán teológico y filosófico por penetrar en el sentido original de
los textos escriturísticos y aristotélicos.
Los nuevos conocimientos produjeron pronto su efecto en las contro­
versias comentes. Siguió sosteniéndose el «realismo», pero menos pro­
nunciado, menos radical y menos platónico. Se pudo apreciar que el rea­
lismo modificado de Aristóteles podía formularse en téfminos psicológicos,
que lo aproximaban al nominalismo. Pero en otras cuestiones de mayor
envergadura Aristóteles abrió un nuevo mundo de pensamiento a la men­
talidad medieval. Su enfoque general era a la vez más racional y más
científico, y totalmente diferente del neoplatonismo, que hasta entonces
había representado casi en exclusiva a la filosofía antigua. El ámbito de
sus conocimientos, tanto en filosofía como en ciencia natural, era inmen-

12 C. H . H a s k in s , en Isis, n ú m . 23, 1925, pág. 478.


EDAD MEDIA 113

sámente más amplio que el reducido campo que se conocía hasta en­
tonces. No fue juego de niños la ímproba tarea de asimilar y adaptar el
nuevo material al pensamiento cristiano medieval, ni pudo efectuarse sin
despertar recelos. Aquellos hombres estaban convencidos de la supremacía
de la Iglesia como depositaría e intérprete de toda revelación, lo mismo
que de la conformidad que guardaba con ella el neoplatonismo místico,
que representaba la ciencia secular. Hacía falta, pues, verdadero valor y un
tremendo esfuerzo intelectual para aceptar las recién recuperadas obras de
Aristóteles, con todo el bagaje de conocimientos científicos o cuasi cientí­
ficos, y para emprender la labor de conciliar esos conocimientos con los
dogmas cristianos. No es de extrañar que los primeros estudios sobre Aris­
tóteles despertasen la alarma. Al principio las fuentes arábigas, por cuyo
conducto llegaron sus libros al Occidente, mezclaron su filosofía con ten­
dencias averroístas, de las que resultaron herejías místicas. Las obras de
Aristóteles fueron condenadas por el Consejo Provincial de París en 1209,
y posteriormente se las volvió a condenar de nuevo. Pero en 1225 la uni­
versidad de París incluyó formalmente las obras de Aristóteles en la lista
de libros que había que estudiar.
El principal maestro que interpretó a Aristóteles por aquel entonces
fue el dominico Alberto Magno, de Colonia— 1206-1280— , que fue tal
vez el pensador de mentalidad más científica que produjo la Edad Media.
Entretejió los elementos aristotélicos, judíos y árabes en una trama com­
pacta que recogía todos los conocimientos contemporáneos sobre astro­
nomía, geografía, botánica, zoología y medicina, en los que el mismo Al­
berto y algunos contemporáneos suyos, como Rufino, hicieron progresos
concretos23. ",,r
Hay un hecho que ilustra la tendencia intelectual predominante, y es
la serie de elucubraciones que siguieron a la enseñanza de Alberto sobre
la embriología aristotélica. Sostenía el Estagirita que en la generación la
hembra ponía la sustancia y el macho la forma. La mentalidad medieval,
en su afán de establecer valoraciones, elevó al elemento masculino al rango
de mayor nobleza; más adelante desarrolló una embriología teológica, en
la que se planteó como problema de la máxima importancia el momento
de entrar el alma en el embrión.
La obra de Alberto emparentaba por un lado con sus contemporáneos
más jóvenes los franciscanos de Oxford, Grosseteste y Bacon, mientras
que por otro abrieron el camino directo a la filosofía más sistemática de
su famoso alumno Tomás de Aquino. Aunque de mentalidad menos cien­
tífica que la de Alberto, el Aquinate representó un papel muy importante
en la historia de la filosofía y de los orígenes de la ciencia. Al proseguir
la labor de Alberto de racionalizar las reservas existentes del saber, lo
mismo sagrado que profano, estimuló los intereses intelectuales y presentó
un universo, al parecer, inteligible.

23 E. M ic h a e l , Geschichte d. deutschen Volkes vom 13 Jahrh., vol. V, par­


te III, 1903, págs. 445 y ss.
114 HISTORIA DE LA CIENCIA

Ambos pensadores, Alberto Magno y Tomás de Aquino, produjeron


una verdadera revolución en el pensamiento, máxime en el religioso. Desde
Platón al neoplatonismo y desde éste al agustinismo se había afirmado que
el hombre era una «mezcla» de alma pensante y de cuerpo viviente, y que
cada uno de estos ingredientes constituía una sustancia completa en sí
misma. En cada alma infundía Dios ideas innatas, incluso cierta noción
de lo divino. Este esquema se conciliaba fácilmente con ciertas doctrinas
cristianas, como la supervivencia individual y el conocimiento directo de
Dios.
Aristóteles propuso una teoría totalmente diferente sobre el hombre y
el conocimiento. Ni el cuerpo ni el alma constituyen sustancias completas
en sí mismas, sino partes constitutivas del hombre. Las ideas no son innatas,
sino que se forman a base de los datos de los sentidos y bajo la acción
de principios au toe videntes, como el de causalidad. Tampoco tenemos innato
el concepto de Dios, sino que lo elaboramos mediante un proceso racional
laborioso. A pesar de sus dificultades desde el punto de vista religioso,
la concepción aristotélica suministraba una explicación más aceptable del
mundo exterior; por eso la adoptaron Alberto y Aquino; éste, por su par­
te, emprendió con valor y habilidad la magna obra de armonizarla con las
doctrinas cristianas.
Pero la filosofía de Aristóteles, aunque era más científica que la de
Platón, todavía estaba en desacuerdo con los nuevos conocimientos del
Renacimiento; el resultado fue lamentable para la ciencia, pues con la
aceptación y autoridad indiscutible que adquirieron sus escritos se retrasó
por muchos años la liberación del pensamiento científico de las trabas de
la teología. En efecto, el aristotelismo de Santo Tomás fue el principal
factor de la actitud predominantemente hostil que adoptaron los centros
académicos seculares y la Iglesia romana frente al desarrollo inicial de la
ciencia moderna.

Tomás de Aquino

Tomás fue hijo del conde de Aquino; nació en Italia del Sur hacia 1225.
A los dieciocho años ingresó en la Orden dominicana. Estudió en Colonia
bajo la dirección de Alberto Magno, enseñó en París y en Roma y después
de una vida de incesante actividad murió en 1274, a la edad de cuarenta
y nueve años.
Sus dos grandes obras, la Sumrna Theoíogica y la Summa Philosophica
contra Gentiles—que es una exposición de los conocimientos cristianos
para uso de los ignorantes— , reconocen dos fuentes de conocimiento: la
fe y la razón: es decir, los misterios de la fe cristiana, tal como nos los
transmitieron la Escritura, los Padres y la tradición, y las verdades de la
razón humana—pero no la razón falible de cada individuo, sino la fuente
de la verdad natural, cuyos principales conductos fueron Platón y Aristó­
teles— . Estas dos fuentes de conocimiento no pueden ser contrarias, pues
EDAD MEDIA 115

ambas fluyen del mismo manantial, que es Dios. Por tanto, la filosofía
y la teología deben ser compatibles; una Summa Theologiae debe conte­
ner la totalidad del saber; la misma existencia de Dios puede demostrarse
por razón. Pero aquí Tomás se aparta de sus predecesores. Erígena y An­
selmo, influidos por la tendencia más mística del neoplatonismo, inten­
taron demostrar los más altos misterios de la Trinidad y de la Encarnación.
Tomás, en cambio, bajo el influjo de Aristóteles y de sus comentaristas
árabes, sostuvo que esos misterios no pueden demostrarse por razón, si
bien ésta puede examinarlos y percibirlos. En consecuencia, en adelante
esas doctrinas quedan excluidas de la esfera de la teología filosófica e inte­
gradas en la teología dogmática.
En todo lo largo de su obra mantiene Tomás su interés en el plano
intelectual. La bienaventuranza perfecta de todo ser creado racional reside
en la contemplación intelectiva y comprensiva de Dios. La fe y la reve­
lación nos inducen a creer en determinadas proposiciones y a presentar
ciertas verdades. Es una completa falacia el suponer que el escolasticismo
y la teología ortodoxa romana posterior combaten o menosprecian la razón
humana. Esa fue la actitud que se tomó allá en los principios, cuando
Anselmo, por ejemplo, temía el uso quehacían de la razón los nomina­
listas de su época. Pero los escolásticos posteriores no la rebajaron. Al
contrario, creyeron que*ta razón humana tenía por finalidad llegar a per­
cibir y a estudiar a Dios y a la naturaleza. Ellos pretendían ofrecer una
explicación racional de todo el esquema de la existencia, por más que las
premisas en que se fundaban puedan ser discutibles.
Aquino construyó su esquema sobre la lógica y la ciencia de Aristó­
teles. Ya se conocía ^ lógica a través de algunos compendios, pero adqui­
rió todavía mayor influjo cuando se intentó hacer una síntesis racional
del saber. Esta lógica se basaba en el silogismo y pretendía deducir prue­
bas rigurosas de ciertas premisas aceptadas. Esto condujo, naturalmente,
a la idea de que los conocimientos emanaban o de ciertos axiomas intui­
tivos en el orden natural o de la autoridad de la Iglesia católica. Como se
ve, era el procedimiento menos a propósito para orientar a los hombres
hacia la investigación experimental de la naturaleza.
Tomás adoptó también de Aristóteles y de la doctrina católica de la
época el axioma de que el hombre constituye el centro y el objeto de la
creación y de que el mundo hay que concebirlo a la luz de las sensaciones
y de la psicología humana. Todo esto fue posible gracias a la física de
Aristóteles—que era precisamente su punto científico más flaco— . Demó-
crito había aportado una impresionante visión anticipada de las concep­
ciones físicas modernas en aquella su declaración: «Según la creencia
rutinaria hay dulce y amargo, caliente y frío; según la creencia rutinaria
existe el color. En realidad, de verdad lo que hay son átomos y vacío.»
Esta es la teoría que adopta la moderna física objetiva, que se propone
trasponer las barreras de la sensación cruda y sorprender la acción de la
naturaleza independientemente de las reacciones humanas. Pero Aristó­
teles, como sabemos, rechazó de plano todo esto y no quiso saber nada de
116 HISTORIA DE LA CIENCIA

física atomística. Para él un cuerpo material no era un conglomerado de


átomos, como para Demócrito, ni un conjunto de partículas dotadas
de masa o de inercia o de otras propiedades concretas de orden físico,
químico o acaso fisiológico, como lo es para nosotros. El cuerpo era un
sujeto o una entidad sobre la cual se pueden afirmar ciertas cosas que
caen dentro de ciertas categorías. Primeramente es sustancia— «que es lo
que no se afirma de un sujeto, sino el sujeto del que se afirman todas las
otras cosas»— ; por ejemplo, hombre, pan, piedra; si bien Aristóteles no
pensaba en ninguna cosa concreta, sino en su constitución esencial. Luego
posee cualidades: pesadez, calor, blancura; y, ya como cosa de menor
importancia, puede decirse que existió en tal lugar y en tal sitio. Todos
éstos son accidentes, que son menos fundamentales que la sustancia, pero
que forman parte integral del sujeto en cada momento dado.
Todo esto hubiera parecido camelo y casi jeroglífico en el siglo xix,
aunque hoy día podemos expresarlo en forma más moderna. Pero también
hubieran extrañado, igualmente, a los hombres de la Edad Media ciertos
puntos de vista corrientes en el siglo xix o xx; en todo caso, su actitud
mental tuvo importantes consecuencias históricas. Si la pesadez es una
cualidad natural, opuesta a la ligereza, se ve en seguida por qué llegó
Aristóteles a su tesis sobre el lugar natural de cada objeto; según esa
tesis, los cuerpos pesados tienden hacia abajo y los ligeros hacia arriba
y, en consecuencia, cuanto más pesado es un cuerpo, más de prisa cae.
Sobre este punto los escolásticos sostuvieron sus polémicas contra Stevin
y Galileo. Además, la distinción que hacía Aristóteles entre el sustrato sus­
tancial y los accidentes, apariencias o especies, hizo que pareciese natural
a la mentalidad medieval la doctrina de la transustanciación, convertida en
artículo de fe desde 1215, a pesar de que el tomismo aristotélico racional
había reemplazado al neoplatonismo místico.
Tomás aceptó el sistema astronómico de Tolomeo, pero es digno de
notarse que lo consideró solamente como una hipótesis de trabajo— non
est demonstrado sed suppositio quaedam24— . Pero no se tuvo en cuenta
esa reserva del Doctor Angélico y la teoría geocéntrica quedó integrada
en la filosofía tomista. Así como el hombre era el fin y centro de la crea­
ción, así la tierra era el centro del universo, a cuyo alrededor giraban las
esferas de aire, éter y fuego— «las llameantes murallas del mundo», que
dijo Lucrecio— , que transportaban al sol, estrellas y planetas. En las
pinturas medievales del Día del Juicio se ve con qué naturalidad conducía
esta concepción a localizar el cielo sobre el firmamento y el infierno en las
entrañas de la tierra. Dentro de las premisas que aportaba el dogma
cristiano contemporáneo y la filosofía aristotélica, los escolásticos elabora­
ron su esquema con agudeza y habilidad; aceptadas las premisas, todo
formaba un bloque coherente y un conjunto convincente.
Se rechazó la doctrina de Aristóteles sobre la eternidad del mundo por
estimarse inconciliable con el acto de creación en el tiempo, pero en otros

24 Lib. Physicorum, I, cap. 2, lee. III, 7.


EDAD MEDIA 117

aspectos se seguía al detalle la ciencia aristotélica. Basándose en la idea


de que todo movimiento implica la continua aplicación de una fuerza
motora, dedujo el Aquino ciertas consecuencias de acuerdo con la teología
de su tiempo, como aquella de: Moveíur igitur corpus coeleste a substantia
intellectuali. Tomando las conclusiones como cosa comprobada, se conso­
lidaban todavía más las premisas, con lo que el conjunto de los conoci­
mientos naturales se amalgamaban con la teología para formar una estruc­
tura rígida, cuyas partes se consideraban como interdependientes, de forma
que cualquier ataque contra la filosofía o la ciencia aristotélicas represen­
taba un ataque contra la fe cristiana.
La filosofía tomista considera el cuerpo y la mente como realidades
distintas, pero sin establecer entre ellas esa tajante antítesis que formuló
primeramente Descartes y que se hizo tan familiar en tiempos posteriores.
A Tomás no le arredraban ciertas dificultades metafísicas modernas, como
la relación entre estas dos entidades, al parecer tan heterogéneas, o como
el problema relacionado con ellas sobre cómo puede la mente humana co­
nocer el mundo natural. Aún no se sentía la necesidad de este análisis;
sólo se hizo necesario cuatro siglos después, cuando hizo ver Galileo que
desde un punto de vista dinámico había que sustituir el concepto aristo­
télico de sustancia con sus cualidades por la idea de materia en movi­
miento, y que los accidentes, como el color, el sonido y el gusto, no son
cualidades inherentes a la sustancia, sino meras sensaciones en la mente
del observador. Estas ideas hubieran sido incomprensibles en el siglo xm
y las dificultades implicadas en ellas habrían carecido de sentido a sus ojos.
La escolástica alcanzó su más alto nivel con Santo Tomás de Aquino.
Produjo un im pacto^rofundo y duradero en la mente humana. Aunque
los escolásticos de las generaciones posteriores se opusieron a la nueva
ciencia experimental surgida después del Renacimiento, puede decirse que
fue precisamente el absoluto racionalismo de su sistema el que formó el
clima intelectual en el que nació la ciencia moderna. En cierto sentido, la
ciencia fue una revolución contra ese racionalismo, una llamada a los
hechos brutos, prescindiendo de que se conformasen o no se conformasen
con ciertos esquemas racionales preconcebidos. Pero en el fondo de esa
misma actitud late el presupuesto necesario de la regularidad y uniformidad
de la naturaleza. Como indicó el Dr. Whitehead 25, la idea de un Hado
inevitable—tema central de la tragedia griega— pasó al derecho romano
a través de la filosofía estoica, en cuyos principios morales se basaba
dicho derecho. A pesar de la anarquía que siguió a la caída del Imperio,
siempre se conservó el sentido del orden jurídico y la Iglesia romana
sostuvo las tradiciones universalistas del gobierno imperial. El racionalismo
filosófico de los escolásticos fue al mismo tiempo producto y elemento
integrador de un esquema de pensamiento general organizado, y suministró
a la ciencia la creencia prefabricada de que «cada episodio concreto puede
conectarse con sus antecedentes de una manera perfectamente definida,
25 A . N . W h i t e h e a d , Science and the Modern World, C a m b rid g e , 1927, p á g i­
nas 11-15.
118 HISTORIA DE LA CIENCIA

como un caso particular de los principios generales. Sin esta creencia


hubieran resultado desesperantes los trabajos increíbles de los científicos».
«Aun después que la ciencia repudió a la filosofía (escolástica), conservó
el hábito inapreciable de buscar un punto exacto y de aferrarse a él una
vez encontrado. Galileo debe a Aristóteles más de lo que pudiera aparecer
a primera vista...: le debe su claridad mental y su poder analítico.» Y «los
‘padres peregrinos’ de la imaginación científica tal como existe hoy, son
los grandes trágicos de la antigua Atenas, Esquilo, Sófocles y Eurípides.
La visión que ellos tuvieron de un Hado implacable e indiferente, que
conduce cada incidente trágico a su inevitable desenlace, es la visión que
adoptó la ciencia».

Roger Bacon26

El mismo siglo x m que presenció la obra triunfante y aplaudida de


Tomás de Aquino, el máximo exponente de la filosofía escolástica, fue
también testigo de la vida trágica de Roger Bacon, el único hombre de la
Europa medieval, por cuanto sabemos, que tuvo afinidad espiritual con
los insignes maestros árabes que le precedieron y con los científicos del
Renacimiento que le siguieron. La tragedia de la vida de Bacon fue tanto
de carácter interno como externo y se debió por igual a las limitaciones
necesarias que imponía a sus modos de pensamiento el ambiente intelectual
reinante, como a las persecuciones de la autoridad eclesiástica.
Roger Bacon nació hacia 1210, cerca de Ilchester, en las tierras pan­
tanosas de Somerset. Parece que su familia fue de buena posición y de
considerable fortuna. Estudió en Oxford, donde recibió el influjo de dos
hombres, ambos del este de Inglaterra: Adam Marsh, el matemático,
y Robert Grosseteste, canciller de Oxford y después obispo de Lincoln.
«Pero sólo uno de ellos conoce las ciencias, el obispo de Lincoln», decía
Bacon, y en otro pasaje: «En nuestros días Lord Robert, que fue última­
mente obispo de Lincoln, y el hermano Adam Marsh tenían conocimiento
perfecto de todo.»
Parece que Grosseteste fue el primero en Inglaterra, y acaso en la
Europa occidental, que invitó a maestros griegos a que se trasladasen del
Oriente para enseñar su idioma en su forma clásica, como todavía se
enseñaba en Constantinopla. El mismo Bacon sentía también vivamente
la importancia de estudiar directamente la lengua original de Aristóteles
y del Nuevo Testamento y al efecto compuso una gramática griega. Nunca
se cansó de insistir en que el desconocimiento reinante de las lenguas ori­
ginales era la causa del fracaso de la teología y de la filosofía, y de ello
hacía responsables a los doctores de la época. Anticipándose a la crítica
textual moderna, observó que los Padres solían acomodar sus traduccio­
26 E. C h a r l e s , Roger Bacon, sa Vie, ses Onvrages, ses Doctrines, París, 1861;
The Opus Majus of Roger Bacon, tra d u c id o por R. B. B u r t o n , Filadelfia, 1928;
G. S a rton , Introduction to the History of Science, vol. II, pág. 952.
EDAD MEDIA 119

nes a los prejuicios de su tiempo y que posteriormente se siguió viciando


el texto por incuria e ignorancia, cuando no por la costumbre tan corriente,
sobre todo entre los dominicos, de manipular los textos a su antojo. (Nótese
que Bacon era franciscano.)
Pero lo que distinguió a Bacon sobre todos los otros filósofos de su
tiempo— e indudablemente de toda la Edad Media europea—fue su visión
Clara de que sólo los métodos experimentales pueden garantizar la certeza
en materias científicas. Era éste un cambio revolucionario en la actitud
mental, que sólo puede apreciarse en todo su valor cuando se estudia
a fondo los demás escritos de su tiempo. Bacon leía todos los autores que
podía haber a mano, lo mismo griegos que árabes—estos últimos proba­
blemente en traducciones latinas— ; pero en vez de tragarse los hechos
o deducciones de la Biblia, los Padres, los árabes o Aristóteles, referentes
a los conocimientos naturales, proclamó ante el mundo que la única forma
de comprobar sus afirmaciones era someterlas a la observación y experi­
mentación. Aquí también se anticipó a su tiempo, adelantándose esta vez
a la doctrina de su homónimo Francis Bacon, Lord Canciller de Inglaterra,
que vivió tres siglos y medio más tarde, y que al parecer aprovechó algunas
ideas de su predecesor. Esto se echa de ver, sobre todo, en el análisis que
hace sobre las causas d e jo s errores humanos, las cuales son, a juicio de
Roger: respeto indebido a la «autoridad», hábitos, prejuicios, pseudosufi-
ciencia. Los cuatro «ídolos» de Francis se parecen demasiado a este aná­
lisis d¡g Roger para que el parecido sea puramente accidental.
A pesar de sus escritos, no parece que Roger experimentó mucho por
sí mismo, excepto en óptica, en la que gastó considerables sumas de
dinero, aunque con resultados, al parecer, poco espectaculares. Después
de residir algunos años en París, donde recibió el título de doctor, volvió
a Oxford. Pero las crecientes sospechas que despertaban sus actividades le
hicieron retornar a París, a donde le llamaron sus superiores, al parecer
para tenerle más vigilado por la Orden; se le prohibió enseñar y escribir
sobre sus opiniones. Pero aquí se presentó la gran ocasión de la vida de
Roger Bacon.
Guy de Foulques, un jurista de mentalidad abierta, guerrero y esta­
dista, que se había interesado por la obra de Bacon en París, fue elegido
Papa, tomando el nombre de Clemente IV. A una carta de Bacon contestó
Clemente con otra dirigida al Dilecto filio Fratri Rogerio dicto Bacon,
Ordinis Fratrum Minorum, en la que le mandaba que sin tener en cuenta
la prohibición de ningún prelado ni las constituciones de su Orden escri­
biese la obra para la que Roger había pedido expresamente autorización.
Por razones que desconocemos, el Papa le impuso secreto, lo cual aumen­
tó las dificultades del hermano Roger. Como fraile tenía voto de pobreza,
pero pidiendo prestado a los amigos reunió lo suficiente para pagarse las
costas, y en 1267, al cabo de quince o dieciocho meses, mandó tres libros
a Clemente: un Opus Maius, en que desarrollaba ampliamente sus puntos
de vista; un Opus Minor o epítome, y un Opus Tertium, que envió después
120 HISTORIA DE LA CIENCIA

de los dos primeros por si se habían extraviado. Por estos libros principal­
mente conocemos su obra, aunque parte de ella permanece aún inédita 27.
Poco después moría Clemente, y Bacon, desamparado de su protección,
incurrió sin remisión en pena de prisión, que pronunció contra él, en 1277,
Jerónimo de Ascoli, que fue General de los Franciscanos y más tarde se
vio elevado al trono pontificio bajo el nombre de Nicolás IV. Es probable
que no se le librase de su condena hasta la muerte de Nicolás IV, ocurri­
da en 1292. En este año escribió Bacon un opúsculo titulado Compendium
Theologiae. Desde este momento no volvemos a oír hablar del gran fraile.
A pesar de sus atisbos relativamente modernos, Bacon aceptó en su
mayor parte las actitudes intelectuales del medievo. Lo más que puede
hacer un hombre es adelantarse unos pasos a las filas de ese ejército cul­
tural contemporáneo bajo cuyas banderas ha de militar quiera o no quiera.
Naturalmente, Bacon se imaginó, como los demás, que el universo estaba
limitado por la esfera de las estrellas fijas y que la tierra ocupaba el centro
del sistema. Aceptó la autoridad suprema e indiscutible de la Escritura,
supuesto que se fijase la pureza del texto; aceptó todo el tinglado con que
la teología dogmática presentaba el cristianismo a aquellas generaciones.
Más desconcertante fue verle incurrir en el prejuicio escolástico de que el
fin de todas las ciencias y de la filosofía era el de esclarecer y adornar a su
reina, la teología— y eso que en otros aspectos había combatido a la esco­
lástica con tanta vehemencia— . De aquí proceden, en parte, la confusión
y las incongruencias que se observan a cada momento en sus escritos y que
oscurecen la originalidad e intuición con que se adelantó a su tiempo en
un salto genial de tres siglos. Pero por más esfuerzos que hizo, nunca se
liberó de su mentalidad medieval.
Uno de los rasgos que demuestran la grandeza de Bacon fue el haber
visto la importancia que tiene el estudio de las matemáticas como ejerci­
cio formativo y como base para otras ciencias. Empezaban entonces a circu­
lar tratados de matemáticas traducidos del árabe. Con frecuencia contenían
aplicaciones a la astrología. La astrología era una forma de fatalismo
o determinismo incompatible con la doctrina cristiana sobre el libre albe­
drío; además, los que más estudiaban las matemáticas y astrología eran
mahometanos y judíos. Por eso tenían mala fama ambas asignaturas y se
las asociaba con las artes diabólicas. Pero Bacon tuvo el valor de sus
convicciones y lo demostró proclamando que hay que poner como base
de otros estudios el de las matemáticas y la óptica—que él llamaba «pers­
pectiva»— . Robert de Lincoln, dice, entiende estas dos ciencias. Es nece­
sario disponer de tablas y de instrumentos matemáticos, por más que sean
costosos y frágiles. Señaló los errores del calendario en uso y calculó que
había adelantado un día cada ciento treinta años. También hizo una larga
descripción de los países del mundo conocido, calculando su extensión,
y, por añadidura, sostuvo la teoría de su esfericidad. En esto influyó en
Colón.

21 S. H . T h o m s o n , Isis, n ú m . 74, a g o s to 1937, p ág . 219.


EDAD MEDIA 121

Parece que se interesó especialmente por la luz, inspirado probable­


mente por un estudio, en versión latina, de las obras del físico árabe
Ibn-al-Haitham. Bacon describió las leyes de la reflexión y los fenómenos
generales de la refracción. Entendía de espejos y lentes y describió el
telescopio, aunque parece que no llegó a hacer ninguno. Propuso una teoría
del arco iris como ejemplo de razonamiento inductivo. Criticó los errores
de los médicos2B.
Describió muchos inventos mecánicos, algunos que ya conocía y otros
que presentaba como posibles en el futuro; entre ellos figuraban: barcos,
coches y máquinas voladoras a propulsión mecánica. Respecto a los espe­
jos mágicos, a los cristales ardientes, a la pólvora, al fuego griego, al imán,
al oro artificial, a la piedra filosofal, tenía ideas en las que se amalgama­
ban promiscuamente los hechos reales, la visión futurista y la credulidad.
En el Espejo de alquimia sostuvo todavía la teoría alejandrina de que
todas las cosas tienden a su propio perfeccionamiento: «La naturaleza
—escribió—se esfuerza incesantemente por lograr su perfección, que está
en el oro».
Al intentar valorar la obra de Bacon hemos de tener presente que su
fama se hubiese reducido a cierta tradición popular sobre su magia de no
haberle mandado el Paj>a Clemente que escribiese sus libros. Es induda­
ble que, aparte de Bacon, tuvo que haber otros tocados de las mismas
ideas, pero éstos no lograron dejarnos huellas directas. De hecho tenemos
indicaciones de la labor de semejantes hombres en los mismos escritos
de Bacon, en los que leemos, por ejemplo: «Sólo hay dos matemáticos
consumados, el maestro John, de Londres, y el maestro Pedro de Maharn-
Curia, de la Picardía.» El maestro Pedro vuelve a aparecer al tratar
Bacon de los experimentos.
Hay una ciencia, dice, que aventaja a las demás en perfección y que
es imprescindible para contrastarlas: tal es la ciencia experimental, la
cual supera a las ciencias construidas sobre pura especulación, ya que
estas ciencias, por muy bien razonadas que se las presente, no aportan
certeza hasta que viene la experimentación a comprobar sus conclusiones.
Sólo la ciencia experimental es capaz de averiguar lo que puede operar
la naturaleza, el arte y el fraude. Sólo ella nos enseña a valorar todas las
locuras de los magos, lo mismo que la lógica nos enseña el modo de com­
probar la fuerza de un argumento. Nadie, fuera del maestro Pedro, entiende
este método experimental: él es el dominus experimentorum, pero no se
preocupa de publicar su obra, ni siquiera por la honra y por las riquezas
—o acaso peligros—que le aportaría.
Pero prescindiendo de lo que haya de verdad en estas figuras fantasma,
que cruzan como exhalaciones por los escritos del fraile Roger, es claro
que él, personalmente, poseyó el espíritu del hombre de ciencia y del filó­
sofo científico, nacido fuera de su tiempo y forzado a batirse inconscien­
temente contra las limitaciones de su propia visión restringida, no menos

21 M. C. W e l b o r n , Isis, núm. 52, 1932, p ág . 26.


122 HISTORIA DE LA CIENCIA

que contra los obstáculos externos, contra los que se desfoga con tanta
frecuencia como claridad: fue un verdadero heraldo de la edad de la
experimentación, del que pueden estar bien orgullosos Somerset, Oxford
e Inglaterra.

Decadencia del escolasticismo

La crítica que hizo Roger Bacon de la filosofía del Aquinate era,


sin duda, acertada desde el punto de vista moderno; pero como estaba
desfasada con relación al espíritu predominante de aquellos tiempos pro­
dujo poco efecto.
Mucho más estrago hicieron en el escolasticismo los ataques filosófi­
cos que empezaron a desencadenarse contra él a fines de aquel siglo. Duns
Escoto—c. 1265-1308— , profesor en Oxford y en París, amplió el campo
teológico, que el mismo Aquino había acotado como vedado a la demostra­
ción de la razón. Escoto basó las doctrinas fundamentales del cristianismo
en la voluntad arbitraria de Dios y puso el libre albedrío del hombre
como su principal atributo, muy por encima de la misma razón. Este fue
el principio de la rebelión contra la alianza entre la filosofía y la religión,
que buscaban los escolásticos, y que, a juicio de aquellas generaciones,
había realizado Tomás de Aquino en un esfuerzo definitivo y contundente.
Así aparece un rebrote del dualismo, esencialmente insatisfactorio e incom­
pleto, pero necesario como base de lanzamiento de una creciente liberación
de la filosofía de su estado servil de «esclava» de la teología: esa inde­
pendencia iniciaría la marcha hacia el progreso y permitiría la fecunda
unión con la experimentación, de la que nacería la ciencia. A fines del
siglo x m y principios del xiv, los tomistas y escotistas se dividían entre
sí el mundo de la filosofía y de la teología, mientras que en el campo de
la literatura se libraba en Italia una batalla decidida contra la tiranía de la
autoridad.
El proceso iniciado por Duns Escoto encontró un continuador mucho
más radical en Guillermo de Occam, natural de Surrey—f 1347— , el
cual sostuvo que ninguna proposición teológica podía demostrarse por
razón, y, además, puso de manifiesto el carácter irracional de muchas de
las enseñanzas de la Iglesia. Combatió la teoría extremista sobre la supre­
macía del Papa y acaudilló una rebelión de los franciscanos contra el control
del Papa Juan XXII. Sus escritos en defensa de esta actitud le acarrearon
la sentencia de herejía y la pena de prisión en Avignon. Pero logró escapar
y buscó la protección del Emperador Luis de Baviera, al que ayudó en una
larga controversia contra el Papa.
Este principio sobre la doble filiación de la verdad—la verdad dogmá­
tica, que se acepta por fe, y la verdad filosófica, que se analiza a la luz
de la razón— empalmó con el resurgir del nominalismo, o sea, la creencia
en que no hay más realidad que la de las cosas individuales, que las
ideas universales pertenecen al mundo de puros nombres o conceptos
EDAD MEDIA 123

mentales, una teoría que sostuvo especialmente Juan Buridón de París


—c. 1350— . En su afán de deducir lo individual de lo universal, los
«realistas» iban de abstracción en abstracción. Este modo de complicarse
la existencia quedó clavado en aquel adagio llamado «la navaja de Occam»:
Non sunt multiplicando, entia praeter necessitatem, que es una proclama
anticipada de la oposición moderna a las hipótesis innecesarias. Con el
resurgir del nominalismo se fijó más la atención en los objetos de percep­
ción inmediata de los sentidos, se despertó el espíritu de desconfianza
contra las abstracciones y se fomentó con el tiempo la observación directa
y la experimentación y la investigación inductiva.
La Iglesia rechazó y proscribió el nuevo nominalismo, y la Universidad
de París condenó los escritos de Occam e intentó imponer el realismo
todavía en 1473, en pleno Renacimiento. Pero la doctrina occamista se
difundió con fuerza irresistible y pocos años después hubo que abandonar
toda demostración de resistencia. El nominalismo se impuso a los mismos
cancilleres de las universidades y a los cardenales de la Iglesia; el mismo
Martín Lutero basó gran parte de sus enseñanzas en los escritos de
Occam. Finalmente, Roma volvió nuevamente al realismo mitigado de
Aristóteles, y en 1879, el Papa León X III volvió a imponer, en una
encíclica, la doctrina dg^Santo Tomás de Aquino como la filosofía oficial
católica.
Pese a la oposición, la obra de Occam marcó el fin del predominio del
escolasticismo medieval. A partir de entonces la filosofía pudo dedicarse
más libremente a su obra de investigación, sin considerarse en el deber de
llegar a las conclusiones prefabricadas por la teología; mientras que, por
otra parte, durante it|ú n tiempo la religión pudo desentenderse del racio­
nalismo y tuvo ocasión de desarrollar otros aspectos no menos importan­
tes, como el emocional y el místico. En consecuencia, floreció en los si­
glos xiv y xv un nuevo misticismo, especialmente en Alemania, y apare­
cieron muchas formas de experiencias religiosas, que aún sobreviven
y poseen su valor.
Otro eclesiástico prominente que contribuyó a derrocar el escolasticis­
mo fue el cardenal Nicolás de Cusa— 1401-1464— , el cual sostuvo que
todo conocimiento humano es puramente conjetural, si bien Dios com­
prende todo cuanto existe y es percibido a su vez en la intuición mística.
Esto llevó a Cusa a ciertas concepciones, que derivaron en una forma
de panteísmo, que adoptó más tarde Bruno. A pesar de sus ideas sobre
el conocimiento, Nicolás hizo adelantar las matemáticas y la física de forma
apreciable; demostró con la balanza que las plantas al crecer toman parte
de peso del aire. Propuso una reforma del calendario, realizó un buen
esfuerzo por encontrar la cuadratura del círculo— es decir, un cuadrado
de área igual a la de un círculo dado— y se anticipó a Copérnico recha­
zando el sistema tolemaico y defendiendo la teoría de la rotación de la
tierra. Nicolás, Bruno y el astrónomo Novara sostuvieron que el movi­
miento es sólo relativo y que lo único absoluto es el número 29, preparando
39 L. R. H eath, The Concept of Time, Chicago, 1936.
124 HISTORIA DE LA CIENCIA

así el camino a Copérnico aun en el campo filosófico. Marco Polo de


Venecia— 1254-1324— amplió los conocimientos geográficos en sus viajes
por tierra al Asia.
La Edad Media había realizado su tarea; el terreno estaba preparado
para la aparición del Renacimiento con su corona de glorias formada por
el humanismo, el arte, los descubrimientos prácticos y el amanecer de
las ciencias naturales. Con el ocaso de la supremacía universal del escolas­
ticismo pasamos una nueva página en el libro de la historia.
Los historiadores de la ciencia ven en los tiempos medievales el vivero
de los conocimientos modernos. La escuela arábiga mantuvo vivo el re­
cuerdo de la cultura griega y aportó notables contribuciones originales
a nuestros conocimientos naturales. Lo mismo entre ellos que en Occi­
dente se abrieron camino lentamente las artes prácticas, aunque tuvieron
poca repercusión en el pensamiento general. La destilación se practicó
a partir del siglo xn; hacia 1300 aparecieron las lentes convexas para
anteojos y otros usos, fabricadas, sobre todo, en Venecia, aunque las lentes
cóncavas tardaron aún dos siglos en hacer acto de presencia. La industria
produjo reactores químicos, como el ácido sulfúrico y nítrico. Pero la
experimentación sistemática avanzó bien poco y puede decirse que los
hombres cultos de Occidente carecieron de ciencias experimentales propias
hasta que Roger Bacon levantó la caza con sus escritos. Más tarde surgie­
ron algunos matemáticos, especialmente Richard Swineshead—fl. 1351—
y lohn Holbrook— t 1437— . Pero para nosotros el interés que presenta
el pensamiento medieval europeo reside en seguir la pista de ese cambio
que experimentó la mentalidad humana al pasar de una situación en que
hubiera sido imposible el desarrollo de la ciencia, a un clima en el que
brotaría espontáneamente del ambiente filosófico.
Los representantes del escolasticismo adoptaron la actitud de intérpre­
tes; la experimentación e investigación originales hubieran sido extrañas
a su mundo ideológico. Y, sin embargo, su intelectualismo racional man­
tuvo vivo y hasta intensificó el espíritu de análisis lógico, mientras que su
axioma de que el hombre podía comprender a Dios y al mundo inyectó
en las mejores cabezas de la Europa occidental la creencia inapreciable,
aunque inconsciente, en la regularidad y uniformidad de la naturaleza,
sin la cual nunca se hubiera intentado la investigación científica. En cuanto
rompieron las cadenas de la autoridad escolástica, los hombres del Rena­
cimiento aprovecharon las lecciones que les había enseñado el método
escolástico. Empezaron a observar movidos por la creencia de que la
naturaleza es coherente e inteligible, y una vez que formularon por vía de
inducción sus hipótesis para explicar sus observaciones, dedujeron por
razonamiento lógico ciertas consecuencias, que luego podrían comprobarse
experimentalmente. El escolasticismo les había enseñado el modo de acabar
con él.
En cierto sentido sólo hemos contemplado el aspecto peyorativo de la
Edad Media cristiana; su punto flaco estaba en que carecía de esa orien­
tación especial del pensamiento que requiere la investigación científica.
EDAD ME DIA 125

Sólo hemos visto de refilón su labor en la formación y consolidación de


las naciones de Europa. Tampoco hemos mencionado sus maravillosas
producciones artísticas y literarias. La canción de Rolando sólo representa
para nosotros la señal de que la cultura se había hecho nacional; las
novelas posteriores de caballería caen fuera de nuestro campo visual. La
divina comedia, de Dante, apenas tiene para nosotros más significado que
el de haber enjoyado en lenguaje poético los conceptos de Tomás de
Aquino. Las glorias de la arquitectura catedralicia sólo representan para
nosotros una ilustración del desarrollo del arte de la construcción. La
misma religión medieval, que nos ha interesado muy de cerca desde su
punto de vista filosófico, se sale de nuestro campo de investigación en su
misma esencia. Su fe salvífica en su divino Fundador, su espíritu de
respeto humilde y amor hacia toda la humanidad, su mensaje de salvación
dirigido a la humanidad doliente, son temas velados a nuestros ojos. En
nuestro camino nos cruzamos con San Bernardo, el inquisidor suspicaz;
en cambio, está ausente de nuestras páginas la figura amante, gozosa, sen­
cilla y cordial de Francisco de Asís.
CAPITULO III

EL RENACIMIENTO

Orígenes del Renacimiento

Después del siglo x m se produjo un compás de espera en el desarrollo


intelectual de la Europa occidental. El desbarajuste económico y social
causado por la peste negra y la guerra de los Cien Años dejaban poco lugar
a la vida reposada y al estudio tranquilo; por otra parte, parecía haberse
agotado aquella efervescencia mental, que llevó a la filosofía escolástica
a su cénit.
Con todo, se operaba un constante cambio en las perspectivas intelec­
tuales de la humanidad; precisamente durante este período de transición
podemos señalar las varias corrientes de pensamiento, que al confluir en
su pleno vigor formarían la magna riada del Renacimiento. Ya indiqué
cómo fueron abriendo brecha en la fortaleza escolástica los golpes demo­
ledores de la filosofía de Duns Escoto y de Guillermo de Occam; la fuga
de Occam de las prisiones pontificias y su demanda de asilo político
a Luis de Baviera señala una rebelión significativa contra el poder de la
Iglesia; una declaración, para bien o para mal, de los derechos de las
nacionalidades contra la tradición universalista de la autoridad eclesiástica.
El espíritu del Renacimiento se manifestó primero en Italia, que por
entonces se iba recuperando lentamente de la devastación de los tiempos
anteriores. Acaso la circunstancia de vivir a la sombra de los restos de la
arquitectura romana facilitó el camino de vuelta de los humanos al amor
de los clásicos. Una vigorosa raza del Norte había colonizado el norte de
Italia y formó una clase superior, que aún no había sido exterminada por
aquellas luchas locales entre los Estados italianos, luchas que resultaron
tan fatales entonces y después para la nobleza italiana. Pero otros países
tenían sangre norteña más pura; así que hay que buscar en otros factores
la razón de la hegemonía italiana en su afán de cultura. Salimbene de
Parma, franciscano del siglo x m , nos da una clave, al observar la dife­
rencia existente entre Italia y otros países en un punto concreto, muy
significativo. En los países al norte de los Alpes, dice, sólo habitan en las
ciudades la gente del pueblo, pues «los caballeros y las damas de la no­
bleza» viven en sus fincas atendiendo a la administración de sus tierras
en su torre de marfil feudal; mientras que en Italia, las clases altas poseen
viviendas en las ciudades y pasan en ellas la mayor parte de su tiempo.
Ahora bien, aunque es cierto que «el ojo del amo engorda el ganado»
y que el campo gana con la presencia habitual de sus propietarios natos,
EL RENACIMIENTO 127

en cambio, en una época de difícil comunicación, la vida del campo se


presta poco al contacto intelectual del que brota la cultura y el espíritu
creador. Por el contrario, la vida ciudadana de las clases inteligentes
y holgadas del norte de Italia crearon el clima ideal para el nacimiento
del Renacimiento.
El Renacimiento estuvo muy lejos de ser puramente literario. Hubo
toda una serie de influencias diferentes cuya confluencia produjo un fer­
mento intelectual sin precedentes, si bien el elemento literario fue el pri­
mero cronológicamente y uno de los más importantes. Su precursor fue
Petrarca— 1304-1374— , en el que se aprecia un espíritu totalmente dife­
rente del escolasticismo medieval latente en la poesía de Dante. Petrarca
fue el primer erudito que se propuso restaurar el gusto por el buen latín
clásico, en vez del latín macarrónico de los escolásticos, y, lo que es más
importante, recuperar el verdadero espíritu del pensamiento clásico con su
imperativo de la libertad de la razón.
Petrarca se equivocó de siglo, pero ya en los primeros años del siglo
siguiente se notó un creciente interés por la literatura clásica, que atrajo
a muchos griegos desde el Este, los cuales, dado su conocimiento del griego
moderno, podían enseñar con más conocimiento de causa su prototipo
antiguo. La caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453 ace­
leró este proceso y transportó a Oriente a muchos maestros competentes,
que traían sus manuscritos consigo a sus nuevos lares. Se puso de moda
la búsqueda y adquisición de manuscritos, se saquearon las bibliotecas
monásticas y catedralicias de Italia y del norte de Europa, y magnates del
comercio que contaban con agentes en el Oriente emplearon todos sus
recursos para proca^rse las copias de los escritos griegos que habían
quedado ocultos en el Este o que se habían descabalado con la caída de
Constantinopla. Así, después de un lapso de ocho o nueve siglos, los eru­
ditos occidentales volvieron a familiarizarse con el idioma de la filosofía
y de la ciencia antiguas.
Más valioso aún que la materialidad del idioma fue el espíritu de libre
investigación de que era vehículo y aquel impulso hacia el estudio de todo
género de materias, que infundieron, una vez más, las «letras humanas»
a Europa tras siglos de medievalismo. Aunque los hábitos mentales crea­
dos por una religión autoritaria predisponían a los hombres a aceptar tam­
bién la «autoridad» en la literatura profana, y la admiración por las
enseñanzas de los filósofos griegos tenía sus consiguientes peligros, con
todo, los humanistas prepararon el camino al futuro resurgimiento de la
ciencia y fue el principal factor de aquella amplitud de miras y de horizon­
tes mentales que hicieron posible el advenimiento de ésta. Sin los huma­
nistas, los hombres de mentalidad científica no hubieran podido romper
nunca los grilletes intelectuales de los prejuicios teológicos; sin ellos,
posiblemente nunca se hubieran podido superar los obstáculos externos.
El humanismo fue importado al norte de Europa por estudiantes que
habían trabajado bajo la dirección de los maestros de la Nueva Cultura
en Italia. Uno de los primeros fue Johann Miiller— 1436-1476— . Nació
128 HISTORIA DE LA CIENCIA

en Kónigsberg— lo que le valió el sobrenombre de Regiomontano— . Fue


tal vez el primero que combinó la ciencia con el humanismo. Tradujo al
latín las obras de Tolomeo y de otros escritores griegos, y en 1471 fundó un
observatorio en Nürnberg, en el que construyó un reloj de pesas y varios
instrumentos astronómicos. Escribió unas Ephemerides, precursoras de los
almanaques náuticos, que pronto utilizarían los exploradores portugueses
y españoles'. En Inglaterra se conservan otros relojes medievales, en Wells
y en Ottery St. Mary.
Pero la principal corriente del Renacimiento alemán desembocó en la
Reforma a través de los estudios bíblicos. Alemania adquirió nuevos inte­
reses y nuevo vigor intelectual, pero no adoptó el ideal italiano de la
autocultura ni su refinamiento pagano. Francia congenió mejor con el
espíritu italiano y desarrolló un movimiento más humanístico y estético
que los teutones.
La gran figura del Renacimiento norteño fue Desiderio Erasmo— 1467-
1536— ; nació en Rotterdam, pero fue muy conocido en muchos países.
Erasmo vio en el humanismo, sobre todo, el medio de aprovechar la in­
fluencia civilizadora del saber para combatir los pecados capitales de su
tiempo: la ignorancia monástica, los abusos de la Iglesia, la pedantería
escolástica y el bajo nivel de la moralidad pública y privada. Mientras los
teólogos escolásticos recurrían a textos sueltos interpretados a su gusto,
Erasmo se propuso enseñar a todo el mundo lo que realmente dijo y quiso
decir la Biblia y lo que enseñaron los Padres primitivos.
Durante un intervalo lúcido, que culminó con el Papa León X— 1513-
1521— , el mismo Vaticano se convirtió en un centro revitalizador de la
cultura antigua. Pero con el saco de Roma por las tropas imperiales
en 1527 se derrumbó este nuevo mundo de vida intelectual y artística;
poco después, el Papado daba marcha atrás en su política anterior de
mecenazgo liberal y empezó a combatir a ciegas lo que ya no era capaz
de entender o controlar, obstaculizando con ello la marcha de la cultura
moderna.
El papel se inventó en China hacia fines del siglo i de la era cristiana;
su invención se atribuye tradicionalmente a un tal Tsai Lun; la tipografía
fija apareció hacia el siglo v i i i . En Europa se introdujo la fabricación
del papel a raíz de las últimas cruzadas, y un siglo después aproximada­
mente, con la invención de los tipos sueltos, los antiguos intentos de
imprimir con moldes fijos cristalizaron en un arte práctico y útil, que vino
a sustituir el aburrido sistema de escribir a mano en pergamino y a faci­
litar la reproducción de libros.
Al mismo tiempo se manifestó un renovado entusiasmo por los descu­
brimientos geográficos. A mediados del siglo xv, Giovanni da Fontana,
ingeniero militar, escribió una obra «sobre todas las cosas naturales», en
la que aporta muchos hechos geográficos y mucha fantasía2. A pesar del

1 Cambridge Modern History, vol. I, Cambridge, 1902, pág. 571.


2 Publicado por primera vez en 1544 y atribuido equivocadamente a P o m p il iu s
A z a l u s . Cfr. L. T h o r n d ik e , isis, febrero 1931, pág. 31.
EL RENACIMIENTO 129

estado primitivo en que se encontraba el arte de la navegación, se amplió


rápidamente el área de la tierra conocida en Europa. Una medición de la
altitud máxima del sol, tomada por un astrolabio circular o por un cross-
staff, dio un valor aproximado de la latitud, pero no fue posible determi­
nar la longitud a satisfacción. La primera carta marina que se conoció en
Inglaterra llegó, según dicen, en 1489.
Los primeros exploradores fueron los portugueses. Se guiaban por la
astronomía arábigo-judía. Bajo la inspiración del príncipe Enrique el Na­
vegante, descubrieron las Azores en 1419 y más adelante las costas occi­
dentales de Africa; primero en una misión destinada a convertir a los
paganos y a encontrar una ruta a la India, libre del control mahometano,
y después, en busca de esclavos y oro. El primero que llegó a la India
bordeando el cabo de Buena Esperanza fue Vasco de Gama en 1497.
El príncipe Enrique montó un observatorio en Sagres, cerca del cabo
San Vicente, para trazar unas tablas más precisas de la declinación del
Sol. El éxito de los portugueses alentó la emulación de otros. Ahora se
aceptó generalmente la teoría griega sobre la esfericidad de la Tierra, que
durante varios siglos había sido tan corriente entre los cosmógonos3. Esta
teoría condujo a la idea obvia de que navegando a través del Atlántico en
dirección oeste podría llegarse a las costas de Asia e importar a Europa
por mar el rico com ercioae la India y de Catay—una idea que de hecho
habían propuesto los griegos, entre ellos Posidonio— . Después de muchos
intentos fracasados llegó el hombre y el momento. Cristóbal Colón nació
en Cogbletto, en la costa de Liguria, al norte de Italia. Después de vencer
muchos obstáculos zarpó de Palos, provincia de Huelva, bajo la bandera
española y el patronazgo de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel; el
12 de octubre de 1492 arribó a las Bahamas. Veinticuatro años más tarde,
y después de un crucero de tres años, regresó a España el barco en que
Magallanes descubrió el estrecho de su nombre: había circunnavegado la
Tierra, dando así la prueba experimental de su forma esférica. Fue una
dificultad más para los primeros circunnavegantes que navegasen en di­
rección oeste, pues así tenían en su contra los vientos predominantes.
Mucho más sencillo les hubiera resultado si hubiesen dado la vuelta al
globo de cara al este.
Estas grandes travesías de exploración tuvieron como efecto inmediato
el ensanchar la mentalidad y las perspectivas; pero no fue sólo ése el
único efecto que produjeron en la mente de los humanos. Al extenderse
el comercio con los nuevos territorios, recibieron nuevo impulso y estímu­
lo las industrias y comercios nacionales, con lo que aumentaron los recur­
sos materiales de Europa y la riqueza global de sus habitantes. Este aumen­
to se produjo por dos vías. Primera, por el incremento a todos patente,
debido a los nuevos mercados y fuentes de suministro y a sus efectos
económicos directos e indirectos. Y, segunda, por el factor monetario que
venía implicado en este proceso, como podemos apreciar a la luz de expe­
riencias recientes. La moneda no constituye por sí misma la riqueza, es
1 E. G. R. T aylor, Historical Association Pamphlet, núm. 126.
130 HISTORIA DE LA CIENCIA

sólo un símbolo, un instrumento de cambio; pero cualquier variación en


la suma total de divisas en circulación influye en los precios y de rechazo
puede producir grandes alteraciones económicas. Con frecuencia se ve
restringido el desarrollo de la industria y del comercio por falta de la
correspondiente fluidez y crédito. Esta falta provoca una baja en el precio
medio general, una baja que, a diferencia del verdadero abaratamiento
debido a la mejora de los métodos de producción, acarrea la depresión
industrial y con ello frena el desarrollo de la civilización y de la cultura,
que forman parte de ella. Pero con la explotación del Nuevo Mundo se
obtuvo con creces la fluidez que necesitaba el comercio, gracias á sus
tesoros de oro y plata, que se aceptaron como divisas. Al abundar la
moneda se abarató y con ello subieron los precios. Con la subida de
precios ganan el productor y el comerciante. Además, se hicieron menos
onerosos—desde el punto de vista monetario— los impuestos fijos sobre la
industria. Así, por ejemplo, en el siglo xvi descendieron los habituales
arrendamientos rústicos hasta una cantidad nominal, al bajar su valor
real en bienes y servicios. Tanto la riqueza como la holgura que ella
proporciona para dedicarse al trabajo intelectual benefició a círculos más
amplios que los favorecidos con los mezquinos recursos de los tiempos
medievales.
Es digno de notarse en la historia de la humanidad que los tres perío­
dos de máximo desarrollo intelectual que conoce la historia—la edad de
oro de Grecia, el Renacimiento y nuestra propia época—fueron todos
ellos tiempos de expansión geográfica y económica, y, consiguientemente,
de prosperidad material y de oportunidades para un ocio fecundo. Grecia
estableció esa vida holgada sobre la esclavitud, el Renacimiento sobre las
riquezas de los nuevos mundos y el siglo xix sobre la revolución indus­
trial. En Grecia, una nación que nunca pudo contar con un número muy
crecido de habitantes, bien poco después de alcanzar su cénit intelectual,
se siguió la desintegración política. En la Edad Moderna, el Renacimiento
inauguró un período de cuatro siglos, durante los cuales se incrementó
enormemente la potencia de las naciones europeas, y gracias al constante
crecimiento demográfico se fue poniendo al servicio de la cultura un nú­
mero cada vez mayor de hombres capaces, hasta formar un ejército de
investigadores y pensadores inmensamente más numeroso que el de los
filósofos de la antigua Grecia. Acaso no esté mal tener presente este
detalle al tratar de ensalzar las adquisiciones modernas en el campo de las
ciencias. Más aún, es imposible predecir si seguirá este ritmo de creci­
miento y de conquista intelectual, ni si de hecho seguirá produciéndose
ese inagotable plantel de hombres hábiles— que son los que hacen posible
el progreso— en las condiciones económico-sociales que pudieran presentarse.
Se ha observado con frecuencia que al trazar el cuadro de las dife­
rentes tendencias que confluyeron para producir el fenómeno del Rena­
cimiento, y después de pesar debidamente la fuerza de su influjo, nos
queda siempre la sensación invencible de que con esos factores obvios no
acabamos de dar razón plenamente satisfactoria del pasmoso cambio de
EL RENACIMIENTO 131

actitud mental que se operó en tan breve espacio de tiempo. Decía el


obispo Creighton4:
“Después de enumerar todas las fuerzas e ideas que convergieron para pro­
ducir este cambio, el observador sigue sintiendo que en el fondo de todos esos
factores actuaba un espíritu creador, que él sólo se puede representar de una
manera muy vaga, pero cuya fuerza secreta fusionó todos esos elementos sueltos,
dándoles en un momento una cohesión integral. Este espíritu moderno se formó
con increíble rapidez, sin que nosotros podamos explicar plenamente su proceso
de formación.”

En contestación a estas observaciones estimo que pueden señalarse


con razón estos tres puntos. Primero: hasta ahora no se ha subrayado
como se merece el efecto estimulante que ejerció sobre la civilización la
corriente fertilizante de oro, con la consiguiente, constante y continuada
alza general de precios. Segundo: debemos recordar que sólo poseemos
datos de una parte infinitesimal de los esfuerzos intelectuales de aquel
tiempo. Eran pocos los que ponían por escrito sus ideas, y de esos mismos
escritos no todos han llegado hasta nosotros. En la vida ciudadana de
Italia debieron circular los conocimientos, y los cambios de perspectiva
que llevan consigo, por intercambio oral de hombre a hombre más que
por comunicación escrit&r el influjo de ese intercambio directo personal
tuvo que ser inmenso. Tercero: cuando actúa un determinado número
de factores, al principio su efecto total no es más que la suma de sus
efectos, separados. Pero llega un momento en que esos efectos se entre­
cruzan y fecundan recíprocamente: se produce una reacción en cadena
de causa a efecto y 4g efecto a causa. Así ocurrió con todos los factores
materiales, morales e intelectuales que intervinieron en los cambios del
siglo xvi: que de pronto, no se sabe cómo, llegaron a su punto de crista­
lización. La creciente riqueza favoreció el saber y éste, a su vez, creó
nueva riqueza. Todo el proceso adquirió un ritmo cumulativo y avanzó
con velocidad uniformemente acelerada en el torrente irresistible del
Renacimiento.

Leonardo da Vinci

No es empeño fácil trazar la historia del influjo de la personalidad


— que, sin duda, fue especialmente fuerte en plena vida urbana italiana— .
Generalmente sólo podemos captar ciertas ráfagas esporádicas de la fuer­
za de ciertos personajes sobresalientes. Pero ahora se nos ha revelado en
toda su grandiosa talla uno de esos colosos, gracias a haberse publicado
y dado a la luz algunos de los cuadernos manuscritos—a medio acabar—
de ese extraordinario genio universal que fue Leonardo da Vinci5. Acaso
Leonardo tuvo la intención de coleccionar y sistematizar sus notas en
4 Cambridge Modern History, vol. I, Cambridge, 1902, pág. 2.
5 E d w a ri? M c C u rd y , Leonardo da Vinci’s Note Books, arranged and rendered
into English, 1906.
132 HISTORIA DE LA CIENCIA

libros organizados, pero si fue ésa su idea, no tuvo tiempo de realizarla,


y por eso, hasta hace pocos años, su fama de artista eclipsó su labor como
filósofo.
Leonardo fue hijo natural de un abogado de gran energía y de cierta
talla, Ser Piero da Vinci, y de una muchacha del campo, llamada Catalina.
Nació en Vinci, entre Florencia y Pisa, en el año 1452, y fue educado por
su padre. Entró, sucesivamente, al servicio de las cortes de Florencia,
Milán y Roma, y murió en 1519, en Francia, como servidor y amigo de
Francisco I. Desde el principio de su vida mostró aquel cúmulo de cuali­
dades excepcionales que tanto impresionaron a sus contemporáneos y a
los hombres de las generaciones posteriores y que le hicieron elevarse
a sus ojos como un prodigio que rompía todos los moldes humanos. Su
belleza personal y el encanto de su trato y maneras vinieron a aumentar
y realzar el poder mental y la fuerza de carácter, que le permitieron
estudiar todas las ramas del saber y expresarse en todas las formas artís­
ticas. Leonardo fue pintor, escultor, ingeniero, arquitecto, físico, biólogo
y filósofo, y en cada una de estas profesiones alcanzó la perfección supre­
ma. Acaso no haya en la historia de la humanidad un hombre con un
historial tan completo. Pero sus mismas realizaciones, con ser extraordi­
narias, quedan pequeñas cuando se las compara con las inmensas pers­
pectivas que abrió, con su comprensión de los principios fundamentales,
con la intuición con que supo captar los verdaderos métodos de investi­
gación que había que emplear en cada rama del saber. Así como Pe­
trarca fue el precursor del Renacimiento literario, así lo fue Leonardo en
otros campos. Este no fue escolástico ni se confió a ciegas a la autoridad
clásica, como hicieron muchos de los hombres del renacimiento. Sólo ad­
mitía como verdaderos métodos científicos la observación de la naturaleza
y la experimentación. El conocimiento de los escritores antiguos tenía su
utilidad como base, pero no como objetivo final.
Leonardo abordó la ciencia por su lado práctico; debido precisamente
a esta feliz coincidencia resulta tan moderna su actitud intelectual. Para
responder a las exigencias de sus múltiples profesiones se lanzó a experi­
mentar; en sus últimos años su afán por conocer era incluso superior a su
amor al arte. Como pintor se vio en la necesidad de estudiar las leyes de
la óptica y la estructura del ojo, los detalles de la anatomía humana y el
vuelo de las aves. Como ingeniero, civil y militar, hubo de enfrentarse
con problemas que sólo podían resolverse a base de captar intuitivamente
los principios de la mecánica, tanto dinámica como estática. Poco podía
ayudarle la opinión de Aristóteles cuando llegaba el momento de sacar
una pintura de un boceto, de trazar un sistema de riego o de tomar una
ciudad fortificada. Para resolver estos problemas era más importante
observar el estado real de las cosas tal como son que consultar la opinión
de los pensadores enciclopédicos griegos sobre lo que deben ser.
Pero Leonardo fue, además, un filósofo, y cuando comparamos su
modo de pensar con el de los hombres de la generación que le precedió,
notamos un contraste impresionante, al ver que se había emancipado casi
EL RENACIMIENTO 133

por completo de los prejuicios teológicos. El mismo Roger Bacon, a pesar


de todo su amor por la investigación, consideraba la teología como la
verdadera cumbre y culminación de todo conocimiento y no dudaba de
que todo el saber del mundo, comprendido debidamente, vendría a con­
firmar los dogmas principales de su época. Leonardo, en cambio, razonó
con una mentalidad plenamente abierta. Si por casualidad se le ocurría
mencionar la teología, era para denunciar con franqueza y desenfado los
abusos eclesiásticos y los absurdos, que se habían convertido en parte
integrante del sistema de la Iglesia. Parece que personalmente adoptó
como postura filosófica un panteísmo idealista, a cuya luz veía en todas
las cosas el espíritu viviente del Universo. Sin embargo, con el fino equi­
librio de su inmensa inteligencia supo ver lo bueno bajo la gruesa capa
de males inconsecuentes, y así aceptó la doctrina esencial cristiana como
el molde exterior y visible de su vida interior espiritual. «Prescindo— dice—
de las Escrituras sagradas, porque ellas contienen la verdad suprema.»
A fuer de gran caballero y de gran hombre, Leonardo estuvo muy lejos
del fanatismo del rudo iconoclasta; tuvo, además, la suerte de vivir en
el corto intervalo en que el mismo Papado se mostró liberal y humanista,
y todo parecía apuntar hacia un catolicismo nuevo y comprensivo, en el
que pudieran coexistir ^ lib e r ta d de pensamiento con la fe más sincera
en las cosas fundamentales. Pero todo fue un sueño de verano; la Iglesia
de Roma se atrincheró en su actitud reaccionaria y hubo que ir conquis­
tando ¿a libertad palmo a palmo y penosamente por el camino áspero
y bien poco atractivo abierto por Lutero. Cincuenta años después de
muerto Leonardo, hubiera sido insostenible su postura.
Aun reconociéndolas méritos extraordinarios de Leonardo, no debemos
imaginar que fue el creador original ab ovo del espíritu científico que
desplegó. Antes que él ya Alberti— 1404-1472—había estudiado matemá­
ticas y realizado experimentos físicos. En Florencia encontró a Paolo
Toscanelli— t 1482— , un astrólogo que incitó a Colón a realizar su viaje;
Americo Vespucci le dio un libro sobre geometría; conoció a Luca Pacioli,
matemático, y Antonio della Torre le ayudó en sus investigaciones ana­
tómicas. También estudiaron perspectiva y anatomía hombres como Bru-
nelleschi, Botticelli y Dürer, que desarrollaron con Leonardo el naturalismo
artístico. Por los cuadernos de Leonardo y por otros indicios resulta
evidente que un siglo antes de Galileo vivía en Italia un reducido círculo
de espíritus afines, que sentían más interés por las cosas que por los libros,
más por la investigación experimental que por las opiniones de Aristó­
teles. No cabe duda de que la síntesis racional del escolasticismo contri­
buyó a preparar las mentes de los pensadores al enseñarles que el universo
era comprensible. Pero las soluciones que ofrecía resultaban inadecuadas
en cuanto se empezó a aplicar la observación y la experimentación. Se ne­
cesitaba una nueva base para construir el templo del saber: había que
sustituir el sistema deductivo de Aristóteles y de Tomás de Aquino por la
inducción basada en el estudio de la naturaleza, y esa base la pusieron,
en primer término, los matemáticos, astrónomos y anatomistas italianos.
134 HISTORIA DE LA CIENCIA

Pero también esos hombres empalmaron con el pensamiento griego,


en concreto con Arquímedes. Aún no se habían impreso los libros de
Arquímedes y escaseaban los buenos manuscritos. Leonardo anotó los
nombres de sus amigos y mecenas que pudieran proporcionarle copias
y expresó su admiración por el genio del gran siracusano. El interés por
Arquímedes aumentó rápidamente; el matemático Tartaglia publicó en
1543 una traducción latina de algunas de sus obras; a ésta siguieron otras
ediciones; así que eran ya bien conocidas en tiempo de Galileo, el cual
las estudió con atención. Arquímedes, geómetra y experimentador, simbo­
liza el prototipo auténtico griego de los maestros de las ciencias físicas
modernas, y no Aristóteles, el filósofo enciclopédico. Y, en efecto, entre
los escritores antiguos de los tiempos clásicos, cuyas obras se nos han
conservado, Arquímedes fue el que poseyó en más alto grado y sin la
menor sombra de duda el verdadero espíritu científico.
Leonardo comprendió intuitivamente y utilizó eficazmente el auténtico
método experimental un siglo antes que Francis Bacon filosofase sobre él
en términos todavía inadecuados, y antes que Galileo lo pusiese en prác­
tica. Leonardo no escribió tratados metodológicos, pero en sus cuadernos
de apuntes nos dejó esparcidas sus ideas. Dice que las matemáticas, la
geometría y la aritmética pueden llegar a la certeza absoluta dentro de su
propio ámbito, pues manejan conceptos mentales ideales— e tuta mentóle—
de valor universal. En cambio, la verdadera ciencia se basa en la observa­
ción; si pudiera aplicarse a ella el razonamiento matemático podría lograr­
se mayor grado de certeza; pero «todas esas ciencias que no se fundan
en la experimentación, madre de toda certeza, y no terminan en un expe­
rimento claro— non terminato in nota experientia—son vanas y están pla­
gadas de errores. La ciencia produce certeza y poder. Guiarse por la prác­
tica sin la luz de la ciencia es navegar sin timón ni brújula.
Si del método de Leonardo pasamos a sus resultados reales, nos que­
damos pasmados de su intuición. Previó el principio de la inercia, que
después demostró Galileo experimentalmente. «Nada de cuanto percibimos
por los sentidos— escribió Da Vinci—puede moverse por sí mismo; ...todo
cuerpo tiene un peso en la dirección de su movimiento.» Sabía que la
velocidad de un cuerpo en caída libre aumenta con el tiempo, aunque
no calculó la relación exacta del índice de esa velocidad con relación al
espacio recorrido.
Vio con toda claridad la imposibilidad experimental del «movimiento
continuo» como fuente de energía, adelantándose en' esto a Stevin de
Brujas— 1586— . Aprovechó el conocimiento de esta imposibilidad para
demostrar la ley de la palanca por el método de las velocidades virtuales,
un principio del que ya se había dado cuenta Aristóteles y que utilizaron
más tarde L'baldi y Galileo. El brazo más corto, de longitud l, levanta el
peso P mayor lentamente con una velocidad v, mientras que el brazo
más largo L cae rápidamente con una velocidad V por la acción de un
peso menor p; ahí no puede ganarse ni perderse energía; en cada extremo
se mide la energía a base del producto del peso por la velocidad. Así:
EL RENACIMIENTO 135
Pp - ■pP.

Las velocidades de los extremos están en proporción con las longitudes


de los brazos, de donde resulta que:
P L
Pl = pL; o: ------ -
P l

y los pesos deben ser inversamente proporcionales a las longitudes. Leonar­


do consideraba la palanca como la máquina primordial, y todas las demás
máquinas como modificaciones o combinaciones de ella.
También resucitó Leonardo las ideas de Arquímedes sobre la presión
de los fluidos y demostró que los líquidos mantienen el mismo nivel en
vasos comunicantes, y que si se llenan ambos vasos con líquidos diferentes,
sus alturas de nivel serán inversamente proporcionales a sus densidades.
También se metió con la hidrodinámica: escape de agua por los orificios,
su corriente por canal, propagación de las olas sobre su superficie. De
las olas en el agua pasó a las ondas del aire y a las leyes del sonido, y tuvo
la intuición de que la luz presenta muchas analogías que indican se puede
aplicar también a ella la teoría ondulatoria. La reflexión de una imagen
es como el eco de un sqpido; el ángulo de reflexión es igual al ángulo
de incidencia, lo mismo que ocurre al rebotar una pelota en el frontón.
En el campo de la astronomía concibió Da Vinci una máquina celeste
ajustada a determinadas leyes, lo cual constituía en sí un avance notable
sobre l a s ideas de Aristóteles, que concebía los cuerpos celestes como
divinos, incorruptibles, esencialmente diferentes de nuestro mundo, que
está sujeto a cambio''^ desgaste. Afimia que la Tierra es uno de tantos
astros y promete demostrar, en el libro que proyecta escribir, que la
Tierra refleja la luz igual que la Luna. Aunque la astronomía de Leonardo
falla en los detalles, en la orientación es correcta.
Afirmó que, dado que las cosas son más antiguas que los escritos, la
Tierra lleva grabadas las huellas de su historia anteriormente a toda reseña
escrita. Los fósiles que se encuentran ahora en las altas montañas conti­
nentales se produjeron en el agua del mar y no se puede suponer que
hubiesen llegado al punto en que se hallan hoy en los cuarenta días que
duró el diluvio de Noé. En realidad, ni juntas todas las aguas de tierra,
nubes, ríos y océanos podían llegar a cubrir las cordilleras de nuestro
globo. Han tenido que producirse cambios en la corteza de la Tierra,
decía Leonardo; tienen que haberse levantado las montañas para ocupar
nuevas posiciones. Pero no hacía falta recurrir a ningún cataclismo: «Con
el tiempo, el Po se llevará la tierra seca al fondo del Adriático, de la misma
manera que ya acarreó allí gran parte de la Lombardía.» Aquí tenemos
la esencia de la teoría «uniformista» o «actualista», proclamada trescientos
años antes que la resucitara Hutton.
En su calidad de pintor y escultor Leonardo sintió la necesidad de co­
nocer a fondo la anatomía. Desafiando la tradición eclesiástica, se procuró
muchos cuerpos, que luego diseccionaba, haciendo después unos dibujos
136 HISTORIA DE LA CIENCIA

anatómicos, que, aparte de su exactitud detallista, constituyen verdaderas


obras de arte. Muchos de ellos pueden verse en sus manuscritos conser­
vados en Windsor. Decía Leonardo: «Los que objetáis que sería mejor ver
una demostración anatómica que no mirar estos dibujos, tendríais razón
si fuera posible abarcar de golpe todos los detalles que ofrecen de una
simple mirada estos dibujos, en los cuales, por muy linces que seáis, no
veréis ni llegaréis a conocer más que unas pocas venas, mientras que para
obtener un conocimiento completo y exacto he tenido que hacer la disec­
ción de más de diez cuerpos humanos.»
A la anatomía sigue inmediatamente la fisiología, en la que también
Leonardo se adelantó mucho a su tiempo. Describió cómo la sangre hace
y rehace constantemente todo el cuerpo humano, llevando el alimento
a cada una de sus partes y retirando los desechos, igual que se alimenta
un horno y se retiran las cenizas. Estudió los músculos del corazón e hizo
unos dibujos de las válvulas, que parecen demostrar que conoció su fun­
cionamiento. Comparó la circulación de la sangre a la del agua que corre
del monte a los ríos y al mar, de éste a las nubes y de las nubes otra vez
a la montaña en forma de lluvia. Parece que Leonardo comprendió el
principio general de la circulación de la sangre cien años o más antes
que la redescubriese y diese a conocer al mundo Harvey. Sus aficiones
artísticas le llevaron a estudiar otro problema científico: el de la estruc­
tura y funcionamiento del ojo. Construyó un modelo de las partes ópticas
y explicó cómo se forma la imagen en la retina. Por supuesto, no se dio
por enterado de la idea que aún tenían sus contemporáneos de que el
ojo emite rayos sobre el objeto que desea examinar.
También descartó despectivamente las locuras de la alquimia, astrología
y nigromancia; para él, la naturaleza no es cosa de magia, sino de orden,
sujeto a una necesidad inmutable.
Con esto hemos dicho ya lo suficiente para ilustrar el puesto que le
corresponde a Da Vinci en la historia del pensamiento científico. Si hu­
biese llegado a publicar su obra, la ciencia se hubiese puesto de un salto
a la altura que alcanzó un siglo después. Es ocioso especular sobre el
influjo que podría haber ejercido semejante cambio en la evolución inte­
lectual y social de la humanidad; lo que parece cierto es que ambas
hubiesen experimentado profundas modificaciones.
Aunque Leonardo nunca llevó a efecto su mil veces aludido plan de
escribir libros sobre las diferentes ramas de sus trabajos, es evidente que
ejerció gran influjo personal. Como amigo de príncipes y estadistas, llegó
a conocer también a todos los principales sabios de su tiempo. Es induda­
ble que a través de ellos se salvaron algunas de sus ideas, que años des­
pués contribuirían a promover el nuevo desarrollo de la ciencia. Si tuvié­
semos que elegir un representante eterno, que encarnase en sí el verdadero
espíritu del Renacimiento, habríamos de escoger la figura majestuosa de
Leonardo da Vinci.
EL RENACIMIENTO 137

La Reforma

En una sociedad en que bullían diversas corrientes e intereses intelec­


tuales el ambiente mental era muy diferente del que reinaba un siglo antes.
Aquella atmósfera teológica, que todo lo veía a la luz de un único motivo
arrollador, el de la salvación, había dado lugar a unas perspectivas mucho
más independientes, en las que se discutían libremente muchas cuestiones
desde un punto de vista racional. El mundo seguía siendo ortodoxo; las
múltiples herejías que habían aparecido generación tras generación fueron
suprimidas a la fuerza y con eficacia, o acaso sería más correcto decir que
las doctrinas que sobrevivieron se aceptaron o impusieron como ortodoxas.
Pero en los primeros años del siglo xvi la misma ortodoxia dio señales de
vida y por algún tiempo ensanchó sus horizontes: si las circunstancias
hubieran sido favorables, los humanistas religiosos, capitaneados por Eras-
mo, podían haber liberalizado y reformado la Iglesia católica.
El desarrollo y alcance de la Reforma constituyen temas demasiado
complejos para que podamos resumirlos a la ligera; pero una historia del
pensamiento científico debe tener en cuenta los efectos de semejante movi­
miento revolucionario. Tres objetivos principales perseguían los reforma­
dores. Primero: restaurar la disciplina de la Iglesia, minada por los abusos
de la Curia romana y la vida libre y mundana de gran parte del clero.
Segundo: revisar la doctrina siguiendo las directrices de algunos de los
movimientos suprimidos en tiempos anteriores y volver a la pretendida
simplicidad del cristianismo primitivo. Tercero: aflojar el control dogmá­
tico y asegurar un mínimum de libertad para el juicio privado basado en
la Escritura.
El primero de estos objetivos, que atacaba la corrupción patente y re­
conocida de la Iglesia romana, fue el que se llevó de calle al pueblo.
También el segundo tuvo importancia, pues aún se mantenía en su vigor
la mentalidad medieval, para la que resultaba extraña la idea de cambio
y desarrollo. Sólo podría ganar adeptos un plan de reforma ritual y doc­
trinal en el caso en que se la presentase como una llamada a un estado
de cosas anterior y a una autoridad superior a la del mismo Pontífice
romano— a saber, a la práctica y a la fe de la primitiva Iglesia de Cristo— .
De hecho, en nuestros propios días se ha recurrido más de una vez a «los
cuatro primeros siglos», a veces de parte de gente cuyos escritos no brillan
precisamente por su conocimiento de esos «cuatro siglos».
El tercer objetivo de los reformadores es el único que aquí nos inte­
resa, en el sentido de que representaba una consecuencia del Renacimiento
y un incentivo real para el elemento humanista envuelto en ese movimiento.
Pero, como suele ocurrir en las revoluciones, se dejaron al margen los
intereses intelectuales. Sólo pudieron realizar la obra así en bruto ciertos
exaltados religiosos y algunos príncipes alemanes movidos por razones
políticas; Calvino fue un perseguidor de la libertad de pensamiento tan
fanático como cualquier inquisidor romano. Afortunadamente no contaba
138 HISTORIA DE LA CIENCIA

con el poder de la Iglesia medieval, y la desintegración de la Cristiandad


operada por la Reforma, si bien fue deplorable desde otros muchos puntos
de vista, al fin contribuyó indirectamente a asegurar la libertad de pen­
samiento.

Copérnico

El primer gran cambio de enfoque científico después del Renacimiento


fue obra de Nicolaus Koppemigk— 1473-1543— , matemático y astrónomo,
hijo de padre polaco y de madre alemana, que latinizó su nombre en la
forma Copernicus. La teoría geocéntrica de Hiparco y Tolomeo lograban
explicar los hechos con la precisión que exigían las observaciones de aque­
llos tiempos. El único defecto que presentaba desde el punto de vista
geométrico era la serie tan compleja de ciclos y epiciclos que implicaba.
Contaba a su favor con la sensación del sentido común de que la Tierra
constituía una base sólida e inmóvil hacia la cual caían todas las cosas y,
además, con la autoridad de Aristóteles. Los hombres suponían que la
Tierra yacía quieta a sus pies, aunque algunos la imaginaban como una
esfera flotando en el centro del Cosmos. Así que Copérnico tenía que
asentar dos proposiciones contrarias a esa concepción: con Ecfanto, la
revolución que da la Tierra sobre su eje cada veinticuatro horas, y con
Aristarco, su viaje anual alrededor del Sol. De hecho, Copérnico encontró
oposición, tanto por parte de los científicos como de los eclesiásticos. Si
la Tierra giraba sobre su eje, entonces un cuerpo arrojado en alto se
correría hacia atrás y caería al oeste de su punto de proyección, los objetos
sueltos se volarían del suelo y la misma Tierra se iría desintegrando. Y si
la Tierra girase alrededor del Sol, entonces se vería a las estrellas cambiar
de posición entre sí, a menos que se las supusiese a distancias inconcebi­
bles de puro absurdas.
Para hacer frente a todas estas objeciones, que entonces eran perfec­
tamente válidas, y para aventurar una teoría contraria, hacía falta en
aquella época, además de una vigorosa originalidad de pensamiento, cierta
base filosófica sobre que apoyada. Ahora bien, aunque el aristotelismo
escolástico se había hecho dueño del campo durante un siglo, sin más
enemigo serio que el nominalismo de Occam, y ése al norte de los Alpes,
sin embargo, en Italia había sobrevivido el realismo idealista de Platón,
sobre todo en su adaptación agustiniana. El neoplatonismo contenía una
fuerte dosis pitagórica, y así gustaba de concebir el universo como una
armonía mística de números o como una disposición geométrica de uni­
dades espaciales6. Por eso, los pitagóricos y neoplatónicos siempre anda­
ban en busca de relaciones matemáticas en la naturaleza; cuanto más
sencillas fuesen esas relaciones mejores serían matemáticamente y, por
consiguiente, según su concepción, más conformes con la naturaleza real.
Además, los pitagóricos eran los únicos entre los antiguos, cuyas obras se
6 Cfr. págs. 46, 47; y E. A. Burtt, loe. cit.
EL RENACIMIENTO 139

conocían, que creían que la Tierra giraba en torno a un fuego central.


Así, aunque la ciencia renacentista se desarrolló, sobre todo, a base de
procedimientos metodológicos derivados de Euclides y de otros matemá­
ticos griegos 7, también concurrió a ello el elemento metafísico.
En los siglos xv y xvi, en que se acusó aquella ebullición mental de
corrientes de pensamiento antiguas y nuevas, se produjo también en Italia
un resurgimiento del platonismo en que se contenía este elemento pitagó­
rico. Juan Pico della Mirandola propuso una interpretación matemática
del mundo, y María de Novara, profesor de matemáticas y astronomía en
Bolonia, criticó el sistema de Tolomeo, calificándolo de excesivamente com­
plicado para satisfacer el principio de la armonía matemática.
Copémico pasó seis años en Italia, donde se hizo discípulo de Novara.
Dice que estudió las obras de todos los filósofos cuyos escritos pudo haber
a mano y descubrió que:
según Cicerón, Hicetas enseñó que la Tierra se movía...; según Plutarco, que
algunos otros habían sostenido la misma opinión... Con esto yo también concebí
esa posibilidad y me puse a reflexionar por mí mismo sobre la movilidad de la
Tierra... Al cabo de muchas y largas observaciones llegué a la conclusión de
que si añadíamos a la rotación de la Tierra los movimientos de los demás pla­
netas y se los calculaba «jn función de la revolución de nuestro globo, no sólo
se deducían de éste los fenSmenos de los otros, sino que de tal modo quedaban
engranados entre sí el orden y magnitud de todos los planetas, esferas y del
mismo cielo, que no era posible alterar una sola parte sin sembrar la confusión
en las^demás partes y en todo el universo. Por esta razón... he adoptado este
sistema *.

He aquí cómo deSeribe Copérnico esa teoría sobre el universo:


Primera y por encima de todo se extiende la esfera de las estrellas fijas, en
que se contiene ella misma y todas las cosas, y que precisamente por eso está
inmóvil; en realidad, constituye el marco del universo, centro de referencia del
movimiento y posición de todos los demás astros. Aunque algunos hombres creen
que se mueve de alguna manera, yo sugiero otra razón de su aparente movimiento
en mi teoría del movimiento de la Tierra. Entre los cuerpos móviles figura en
primer término Saturno, el cual completa su órbita en treinta años; le sigue
Júpiter, con un período de revolución de doce años; luego Marte, con dos años;
el cuarto en orden comprende un ciclo anual, en el que está incluida la Tierra,
como dije, con la órbita lunar como epiciclo. En quinto lugar, Venus, con un
recorrido de nueve meses. Mercurio ocupa el sexto lugar, con una revolución de
ochenta días. El centro de todos lo ocupa el Sol. ¿En qué otro sitio dentro de
este hermoso templo colocaría nadie la antorcha mejor que en ese foco desde
donde puede iluminarlo todo al mismo tiempo? Con razón lo llaman algunos
“lámpara” del universo, otros su "mente”, otros su “gobernador” ; Trimegisto, el
“dios visible”, y Sófocles, en su Electro, “la contemplación de todas las cosas” .
Y tienen razón en el sentido de que el Sol, sentado en su trono real, rige la cir­
cundante familia de los astros... Encontramos, pues, en esta disposición tan or­
denada una maravillosa simetría en el universo, y una relación precisa y armó-

’ E. W. Strong, Procedures and Metaphysics, California, 1936; Isis, núm. 78,


1938, pág. 110.
1 C o p é r n ic o , De Revolutionibus Orbium Celestium, carta al Papa Paulo III, ci­
tada por E. A. B u r t t , en Metaphysical Foundations oí Modern Science, pág. 37.
140 HISTORIA DE LA CIENCIA

sica entre el movimiento y magnitud de los cuerpos siderales, de una calidad


que no es posible encontrar en ninguna otra teoría

La cuestión básica para Copérnico consistía en determinar el sistema


de movimientos de los planetas que presentase la geometría más sencilla
y armoniosa de los cielos. El extracto que acabamos de dar y el diagrama
adjunto indican que Copérnico aceptó la teoría antigua de que las estrellas
estaban fijas en una esfera; pero hay algunos indicios que parecen indicar
que el círculo exterior quiere representar la cara cóncava interior de una
esfera que limita el espacio infinito ,0. Copérnico se dio cuenta de que
estaba transportando el centro de referencia de los movimientos planeta­
rios desde la Tierra a las estrellas fijas. Esto implica una revolución, tanto
en el orden físico como en el matemático, y viene a echar por tierra la
física y la astronomía de Aristóteles. Al argumento de Tolomeo de que
si la Tierra se moviese se desintegraría, replicó Copérnico que lo mismo
pasaría, y con mucha mayor razón, al cielo si se moviese, ya que siendo
mucho mayor su circunferencia, al girar se movería con mucha mayor
velocidad. Esta es una argumentación de orden físico, pero Copérnico
insistió más en la armonía matemática e invitó a los matemáticos a que
aceptasen su teoría en vista de que suministraba un esquema más sencillo

9 De Revolutionibus Orbium Celestium, Lib. I, cap. X; trad. ingl. W. C. D. y


M. D. W h e t h a m , Readings in the Literature of Science, Cambridge, 1924, pág. 13.
“ G. M cColley, De Revolutionibus; Isis, núm. 82, 1939, pág. 452.
EL RENACIMIENTO 141

que los ciclos y epiciclos a que recurría Tolomeo para explicar las revo­
luciones de los cuerpos celestes en torno a la Tierra.
Hacia 1530 terminó un tratado en el que exponía su sistema y ese
mismo año publicó un breve compendio en estilo popular. El Papa Cle­
mente VII lo aprobó y pidió al autor que publicase la obra completa.
Copérnico sólo se avino a esto en 1540. El primer ejemplar impreso de
su libro lo recibió en su lecho de muerte en 1543.
El sistema de Copérnico se abrió camino lentamente. Lo aceptaron
unos pocos matemáticos, como John Field, John Dee, Robert Recorde
y Gemma Frisius; por su parte, Thomas Digges, el primer adepto inglés,
introdujo una notable mejora, sustituyendo la esfera móvil de las estre­
llas fijas por la inmensidad del espacio, con las estrellas esparcidas por
él. Pero esta teoría se dio a conocer poco hasta que Galileo enfocó a los
cielos su recién inventado telescopio y descubrió los satélites de Júpiter,
donde vio un sistema solar en miniatura.
Copérnico enseñó a los hombres a mirar al mundo a una nueva luz.
Lejos de constituir el centro del Universo, la Tierra descendió hasta el
lugar ínfimo, a la categoría de un planeta de tantos. Este cambio no
implica necesariamente que se haya destronado al hombre de su alto
pedestal de rey de la creación, pero ciertamente da motivos para dudar
de la solidez de semej&nte creencia. Es decir, que además de echar por
tierra el sistema tolemaico, incorporado al cuerpo de doctrina escolástico,
la astronomía copernicana afectaba la mentalidad y las creencias humanas
en oteos aspectos más importantes.
No es de extrañar que las nuevas teorías despertasen recelos. Europa
se debatía sobre materias religiosas, pero las cuestiones que se ventilaban
no tocaban los verdaderos problemas de fondo. Ambos partidos aceptaban
una filosofía religiosa, que concedía al hombre un puesto de honor y de
soberano señor en un mundo que había sido creado para su bien en último
término, por más que los caminos de la Providencia pudieran parecer,
a primera vista, innecesariamente misteriosos. Además, la opinión que
entonces se consideraba la más científica estaba en contra del nuevo sis­
tema. Aunque ciertos revolucionarios intelectuales de la catadura de un
Giordano Bruno, hereje empedernido a los ojos de Roma igual que a los
de Ginebra, pudiera aceptar las teorías de Copérnico, pero otros filósofos
más cautos se mantenían al margen. También Bruno creía que el Universo
era infinito y que las estrellas estaban esparcidas en la inmensidad del
espacio. Pero Bruno era un panteísta entusiasta, atacaba abiertamente todas
las creencias ortodoxas y la Inquisición hubo de condenarlo no por su
ciencia, sino por su filosofía y por su celo en favor de la reforma religiosa:
terminó en la hoguera en 1600.
Los que, según las costumbres de la época, se consideraban responsa
bles del bienestar intelectual y espiritual de Europa, se pusieron en guardia
con toda razón antes de aceptar un sistema astronómico que venía a con­
mover hasta sus raíces sus más profundas convicciones y que, a su juicio,
podía poner en peligro las almas inmortales confiadas a su custodia.
142 HISTORIA DE LA CIENCIA

Cuando Galileo se presentó en Roma, lleno de euforia, decidido a con­


vertir a la Corte pontificia, fue inevitable el choque. El mundo académico,
principalmente aristotélico, apremió a los eclesiásticos a entrar en acción.
Y así sucedió que mientras en 1530 mostró el Papado interés y amplitud
de miras frente a la nueva teoría, en 1616 impuso silencio a Galileo, cali­
ficando, a través del Santo Oficio y por boca del cardenal Belarmino, la
teoría de Copérnico como «falsa y totalmente opuesta a la Sagrada Escri­
tura», y condenó el libro de Copérnico doñee corrigatur, aunque se dejaba
entender que podía enseñarse la nueva'teoría como hipótesis matemática.
En 1620 revisó el libro sobre esta base el cardenal Gaetani y sólo intro­
dujo algunos cambios sin importancia. El Papa no llegó a ratificar el
edicto de suspensión; virtualmente quedó revocado en 1757; en 1822
el Papado dio oficialmente disco verde al Sol para convertirse en centro
del sistema planetario.
A pesar del relato claro e imparcial que hace Whewell de este inci­
dente, algunos escritores más recientes han dado demasiado bombo a la
persecución que hubo de soportar Galileo por sus teorías copernicanas.
Dice Whitehead:
En una generación que conoció la Guerra de los Treinta Años y recordaba al
duque de Alba en los Países Bajos, lo peor que ocurrió a los científicos fue que
Galileo sufrió un arresto honroso y una suave reprimenda antes de morir pací­
ficamente en su cama.

Historia natural, medicina y química

Seis naturalistas reanudaron en el siglo xvi el estudio de las plantas


y animales, que había quedado interrumpido desde Plinio: Wotton, 1492-
1555; Belon, 1517-1564; Rondelet, 1507-1566; Salviani, 1514-1572;
Gesner, 1516-1565, y Aldrovandi, c. 1525-1606 ” . Su objetivo consistió
primordialmente en recuperar «los conocimientos antiguos»; para encon­
trar en este campo nuevas observaciones en cierta escala hemos de esperar
a épocas posteriores.
En el transcurso del Renacimiento surgió una escuela de humanistas
médicos, que se propusieron distraer la mirada de la gente de la medicina
medieval—derivada en su mayor parte de comentarios sobre escritores
griegos, algunos de ellos transmitidos a través de versiones árabes— y diri­
gir su atención a los manantiales de esta ciencia, es decir, a los mismos
escritos de Hipócrates y Galeno. Es indudable que este movimiento amplió
enormemente los campos del saber, pero una vez que se sistematizaron
esos conocimientos, los médicos volvieron a atenerse nuevamente a la
«autoridad» más de la cuenta.
Cuando pasó esta fase y los hombres empezaron otra vez a observar,
pensar y experimentar por sí mismos, la medicina se alió íntimamente por
algún tiempo con la química, que estaba emergiendo de la alquimia, y así
11 G u d g e r , ¡sis, n ú m . 6 3 , 19 3 4 , p á g . 21.
EL RENACIMIENTO 143

se formó una escuela bien definida de médicos que estudiaban química,


y que por eso se llamaron «iatroquímicos».
La química y alquimia de los árabes llegó a Europa en la Alta Edad
Media e influyó en la obra de algunos, como Roger Bacon. Los árabes
recogieron y modificaron la teoría pitagórica, según la cual los elementos
primarios habían de encontrarse no en las sustancias, sino en los principios
o cualidades de las cosas. Así llegaron a creer que los principios elementa­
les eran los del azufre o fuego, los del mercurio o fluidez y los de la sal
o solidez, como expuse más arriba. Esta teoría penetró en Europa junto
con otros conocimientos árabes. Por ella abogó abiertamente el fraile do­
minico Basilio Valentine en la segunda mitad del siglo xv.
Al estudiar esta teoría debemos comprender que nació, al igual que
la idea griega de los cuatro elementos, de un intento de explicar la acción
misteriosa del fuego. El término «azufre» no denotaba la sustancia particu­
lar de ese nombre con su peso y demás propiedades químicas concretas,
sino ese factor de todo cuerpo en virtud del cual era accesible a la com­
bustión hasta reducirse a cenizas; el «mercurio» designaba todo lo que
destilaba en forma líquida, y la «sal», los residuos sólidos. A estos ele­
mentos añadió Valentine un Archaeus o principio vital, y otros alquimis­
tas, una «virtud celestial», mediante la cual determinaba los fenómenos
del mundo el Regente del Universo. Tales son las ideas que introdujo la
química en la medicina durante el Renacimiento.
Ahora nos toca presentar a un personaje aventurero, Teofrasto de
Hoheíheim o Paracelso'2—c. 1490-1541— , doctor suizo, que fue uno de
los primeros que rompió con la escuela clásica y ortodoxa de Galeno.
En las minas del Tftel estudió indistintamente rocas, minerales, disposi­
tivos mecánicos y las condiciones, accidentes y enfermedades consiguientes
a la vida y ambiente del minero. De 1514 a 1526 recorrió gran parte de
Europa estudiando las enfermedades y remedios de las diferentes nacio­
nes antes de establecerse como catedrático de medicina en Basilea, en
donde le dieron un nombre nuevo, que él aceptó, al parecer contra su
voluntad, tomado del de Celso, el gran médico de los tiempos romanos.
En Basilea despertó la oposición de ciertos «intereses creados» en el ramo
de la medicina y hubo de abandonar la ciudad al cabo de un año
aproximadamente.
En medicina, Von Hohenheim prescindió de Galeno y de Avicena
y empezó a aplicar a los problemas médicos los resultados de sus propias
observaciones y experiencias! Decía él: «La mente humana no sabe nada
sobre la naturaleza de las cosas por rumiarlas interiormente...» El verda­
dero «maestro» del médico es «lo que ven sus ojos y lo que tocan sus
manos». La ciencia se propone buscar a Dios en su creación y la medicina
es el don de Dios a los humanos.

11 Obras Completas edit. por K. S u d h o f f , Munich, 1922...; Isis, VI, 56; A nna
Paracelsus, 1915; F r a n z S t r u n z , Theophrastus Paracelsus, Leipzig, 1937;
St o d d a r t,
W . P agel, Isis, núm. 77, 1938, pág. 469; E. R o s e n s t o c k , Huessy, Hanover, N. H.,
1937.
144 HISTORIA DE LA CIENCIA

Al aplicar la química a la medicina, Paracelso hizo muchos descubri­


mientos químicos. Por ejemplo, se dio cuenta de que el aire era algo muy
complejo, que él llamó «caos»; describe bajo el nombre genérico de
«azufre» una sustancia obtenida de un «extracto de vitriolo», que corres­
ponde claramente al éter. Dice él: «Tiene un gusto agradable; los mismos
pollitos llegan a comerlo; de resultas se quedan dormidos durante un
tiempo moderadamente largo y luego despiertan sin haber sentido daño» l3.
Es curioso que notase las propiedades anestésicas del éter sin apreciar su
valor. El primero que describió claramente la preparación de éter mediante
la acción del aceite de vitriolo—o ácido sulfúrico—sobre el alcohol fue
Valerio Cordo— 1515-1544— , doctor en medicina y botánico, el cual, a di­
ferencia de los químicos, da cuenta detallada de su procedimiento, en el
que se ve que había pasado de la alquimia a la química.
Los seguidores de Paracelso se diferenciaron de la escuela galena por
el empleo que hicieron de drogas químicas en el ejercicio de la medicina.
Es evidente que mataron a muchos pacientes, pero en todo caso ello les
servía de experimento. Así descubrieron un número de drogas que dieron
buenos resultados, al paso que acrecentaban los conocimientos químicos.
Vannoccio Biringuccio hizo estudios mineralógicos, que abrieron el cami­
no a la geología; en 1540 publicó en Venecia su Pyroíechnia, en la que
demostró conocimientos prácticos sobre minerales, metales y sales. Agríco­
la— 1490-1555—aprovechó gran parte de su contenido en De Re Metallica,
publicada en Basilea; Agrícola trabajó principalmente en las minas de
Joachimsthal. También realizó una labor importante Van Helmont, un
místico, nacido en Bruselas, que empalmó la ciencia con la religión, al
igual que Paracelso. Comprobó la existencia de diferentes clases de sus­
tancias aeriformes e inventó el nombre de «gas»— derivado del «caos»
de Von Hohenheim—para designarlos. Redujo los cuatro elementos a uno
solo, que supuso, como Tales, que era el agua. Plantó un sauce en una
porción de tierra seca, pesada previamente; lo cultivó a base de agua
solamente, y al cabo de cinco años encontró que el sauce había ganado
164 libras de peso, mientras que la tierra sólo había perdido dos onzas.
Esto era prueba evidente de que prácticamente toda la nueva sustancia del
sauce estaba formada de agua; esta prueba se consideró evidente hasta
que un siglo largo más tarde Ingenhousz y Priestley demostraron que las
plantas verdes absorben carbono del dióxido de carbono del aire.
El primero que aplicó a la medicina algunos de los nuevos descubri­
mientos físicos fue Sanctorius— 1561-1636— , el cual modificó el termóme­
tro de Galileo, adaptándolo para medir la temperatura del cuerpo. También
inventó un aparato para comparar el ritmo de las pulsaciones. Pesándose
él mismo en una báscula investigó los cambios en peso que experimenta el
cuerpo humano, y demostró que pierde peso con solo estar tumbado y ex­
puesto a la intemperie, atribuyendo esa pérdida a una transpiración imper­
ceptible. La balanza «fiel» fue tal vez el mejor legado que transmitieron
los alquimistas a los químicos y físicos que les sucedieron.
“ De la trad. ingl. de C. D. L eake, en Isis, ntim. 21, 1925, pág. 22.
EL RENACIMIENTO 145

Fran?ois Dubois— 1614-1672— , más conocido por su nombre latini­


zado, Franciscus Sylvius, estudió la obra de Van Helmont y, aplicando
la química a la medicina, fundó una escuela especial de «iatroquímicos».
Sostenía que la salud dependía de los líquidos del cuerpo, ácidos o alca­
linos, los cuales mediante sus combinaciones mutuas producían una sus­
tancia más suave neutral; esta doctrina se adoptó tanto en química como
en medicina. Tiene gran importancia histórica, por ser la primera teoría
general química que no se basaba en los fenómenos ígneos; además, con­
dujo a Lémery y a Macquer a distinguir claramente entre ácidos y alcalinos
o bases. La comprobación de estas cualidades opuestas en los diferentes
cuerpos y su tendencia a unirse, a veces violentamente, puso en la pista
de la idea química de atracción o afinidad. La formación así obtenida de
compuestos neutros llevó a la conclusión de que toda sal está constituida
por la unión de un ácido con una base. Este fue un presagio de la clasi­
ficación de los compuestos químicos en una serie de tipos, una teoría
que resultó muy estimulante en la química orgánica del siglo xix.

Anatomía y fisiología

En Europa duró rttacho tiempo el prejuicio contra la disección de


cuerpos humanos. Sólo a partir del siglo x h i , en que se tuvieron al alcance
por vez primera los escritos de Galeno y de sus comentaristas árabes, se
empeeó a estudiar anatomía de nuevo. La primera figura de relieve fue
Mondino, muerto en 1327, aunque casi a raíz de su muerte adquirió esta
materia una forma ^ereotipada. Aunque se incluyó en los cursos regula­
res de medicina en las universidades la disección, se la practicaba ate­
niéndose estrictamente a los textos de Galeno, Avicena o Mondino, y a
guisa de ilustración del texto correspondiente, pero sin el menor esfuerzo
por adquirir nuevos conocimientos 14. Así, si excluimos los cuadernos de
notas de Leonardo, que no produjeron efecto general en sus contemporá­
neos, no se volvió a avanzar en la anotomía hasta la última década del
siglo xv. Entonces escribió Manfredi un tratado, cuyo manuscrito se con­
serva actualmente en la Bodleian Library '5. En él se establece una compa­
ración entre diversas autoridades y ciertas observaciones. Poco después
Carpi hizo algunas aportaciones más a esta ciencia, pero el que realmente
comenzó la anatomía y fisiología modernas fue Jean Fernel— 1497-1558— ,
médico, filósofo y matemático, que publicó en 1542 De abditis rerum
causis ,6. Entonces Andreas Vesalius— 1515-1564— , un flamenco educado
en Lovaina y París, y profesor en Padua, Bolonia y Pisa, abandonó a Ga­
leno, y en 1543 publicó De humani corporis fabrica, un libro sobre anato­
mía, basado no en lo que dijo Galeno o Mondino, sino en lo que el mismo
14 Sir M ic h a e l F o s t e r , Lectures on the History of Physiology, Cambridge,
1902.
11 Studies in the History and Method of Science, ed. por C. S in g e r , Oxford,
1917.
16 Sir C h a r l e s S h e r r in g t o n , The Endeavour of Jean Fernel, Cambridge, 1946.
146 HISTORIA DE LA CIENCIA

autor había comprobado haciendo disecciones y podía demostrar. Hizo


muchos progresos en estos conocimientos; fue especialmente notable su
trabajo sobre los huesos, venas, cerebro y órganos abdominales. Aunque
aceptó la fisiología de Galeno en sus líneas generales, Vesalius describió
algunos experimentos que había hecho personalmente con animales. Pero
en 1544, molesto por la oposición que despertaba su libro, renunció a la
investigación y aceptó el puesto de médico de corte del emperador
Carlos V.
Antes de fines del siglo xvi la anatomía había logrado romper los gri­
lletes de la autoridad de los antiguos: fue la primera en liberarse entre
las ciencias biológicas. La fisiología tardó más en sacudir el yugo: las
doctrinas de Galeno la tenían bien amarrada. Como vimos, Galeno enseñó
que la sangre arterial y la venosa constituían dos corrientes separadas
impulsadas por el corazón, las cuales llevaban, respectivamente, en su flujo
y reflujo, los espíritus «vitales» y los espíritus «naturales» a los tejidos
del cuerpo. Dice Foster:
Hoy día nuestra concepción de cualquier actividad y proceso corporal tiene
por base el hecho de que la vida de cada célula corporal depende del riego di­
recto o indirecto de la sangre, que en su viaje de ida o arterial le lleva el oxigeno
y en el de vuelta o venoso acarrea los desechos vitales. Recordemos que seme­
jante concepción era insostenible dentro de la doctrina galena, según la cual a
cada tejido iba y venía un doble flujo y reflujo de dos clases distintas de sangre,
cada una con su función distinta, de las que una iba por las venas y la otra por
las arterias. Y recordemos además que esta tesis galena sobre la función de las
venas y de las arterias estaba ligada con la correspondiente doctrina del mismo
Galeno sobre las operaciones del corazón... el paso misterioso de la sangre desde
el lado derecho al izquierdo del corazón a través de los poros invisibles del
septum... Si tenemos esto en cuenta, veremos al punto que la verdadera doc­
trina sobre el mecanismo del corazón corporal es, por decirlo así, el corazón
intelectual de toda la fisiología.

Miguel Servet, el médico y teólogo aragonés, al que Calvino condenó


y quemó vivo en Ginebra por sus opiniones heterodoxas, descubrió la
circulación de la sangre a través de los pulmones, pero su mecanismo
real y la forma en que el corazón mantiene el flujo circulatorio— aunque
lo tocó en algunas de sus agudas especulaciones Cesalpino en 1593—no se
reveló claramente a los humanos hasta que William Harvey— 1578-1657—
logró aclararlo después de decidirse a «consagrar su atención a la vivi­
sección».
Harvey nació en Folkestone en 1578; fue hijo de un labrador hacen­
dado o pequeño terrateniente de Kent. Después de estudiar en Gonville
y Caius College, de Cambridge, pasó cinco años en el extranjero, mayor­
mente en Padua. Contaba unos veinticuatro años de edad cuando volvió
a Inglaterra, donde empezó a practicar como médico. Entre sus pacientes
se contaba Francis Bacon. También estuvo al servicio de Jacobo I; a Har­
vey, el fisiólogo más moderno de su tiempo, le tocó presidir el examen
médico de las mujeres acusadas de brujería. Afortunadamente, no encon­
tró anormalidades físicas y se las absolvió. Harvey llegó a intimar con
EL RENACIMIENTO 147

Carlos I. El rey puso a disposición de su médico para sus experimentos


los recursos de sus parques de ciervos de Windsor y Hampton Court,
y observó, junto con su médico, el desarrollo del pollito en el huevo 17
y las pulsaciones de su corazón vivo. Harvey siguió al rey en su primera
campaña y estuvo a cargo de los príncipes reales en la batalla de Edgehill,
en donde, según se cuenta, pasó el tiempo de la refriega sentado al pie
de un seto leyendo un libro. Luego se retiró a Oxford con su amo y por
algún tiempo fue director de Merton. En 1628 se publicó su libro sobre
el corazón: Exercitatio anatómica de motu cordis et sanguinis. Es un vo­
lumen pequeño, pero contiene los resultados de una labor de observación
de muchos años sobre los hombres y sobre los animales vivos, y produjo
gran impacto. Automáticamente arrumbó la fisiología de Galeno, aunque
se dice que «perdió muchísima clientela» por haberse apartado de Galeno.
Observa Harvey que multiplicando la cantidad de sangre impulsada
a cada pulsación por el número de pulsaciones que da el corazón en
media hora, se ve que en ese plazo de tiempo mueve el corazón la
sangre contenida en todo el cuerpo. De ahí deduce que la sangre tiene
que abrirse camino de alguna forma desde las arterias hasta las venas para
regresar por ellas al corazón:
Empecé a preguntarme no se trataría de un movimiento, como si dijésemos,
circular. Después descubrí que así era, en efecto; finalmente, comprobé que la
sangre, inyectada en las arterias por la acción del ventrículo izquierdo, iba a
regar todo el cuerpo en general y cada una de sus partes en particular, así como
la impele a través de los pulmones el ventrículo derecho a la arteria pulmonar
derecha, y entonces pasa a través de las venas y a lo largo de la vena cava, y así
hasta volver al ventrículo izquierdo en la forma ya indicada, un movimiento que
muy bien podemos llairi9p circular.

Harvey llegó a esta espléndida visión no a fuerza de especulaciones ni


deducciones a priori, sino a fuerza de inducción basada en múltiples
observaciones directas sobre el funcionamiento del corazón mediante la
disección anatómica practicada en animales vivos o, como dice él, en
«repetidas vivisecciones». Así como Vesalius fundó la anatomía moderna,
así Harvey orientó definitivamente la fisiología en la verdadera dirección,
consistente en la observación y experimentación, con lo que echó los fun­
damentos sólidos de la medicina y cirujía modernas.
Para apreciar la obra de Harvey debemos compararla con la de sus
predecesores y contemporáneos, que recurrían a la actuación de los espí­
ritus naturales, vitales y animales para explicar las funciones del cuerpo.
Harvey, en cambio, apenas si alude a esas concepciones; para él, el pro­
blema de la circulación es un problema de mecánica fisiológica: así lo
plantea y así lo resuelve. Su segunda obra, De Generatione Animalium,
aparecida en 1651, representa el avance más espectacular dado en embrio­
logía desde los tiempos de Aristóteles.
Harvey murió en 1657. Como no tenía hijos, legó sus fincas y labora-
17 El primero que lo hizo después de Aristóteles fue Fabricio de Aquapendente
(1537-1619). Cfr. F o s t e r , loe. cit., pág. 36.
148 HISTORIA DE LA CIENCIA

torio al Roy al College of Physicians, indicándoles lo empleasen «para in­


vestigar y estudiar los secretos de la naturaleza».
La obra de Harvey sobre la circulación de la sangre encontró pronto
su complemento en el descubrimiento de los vasos lácteos y linfáticos,
que transportan a la corriente sanguínea los productos de la digestión. Pero
sólo se completó plenamente la labor de Harvey cuando se inventó el
microscopio y se lo aplicó a la fisiología. Hasta que se pudo observar así
directamente su diminuta estructura, se pensaba que las arterias llevaban
la sangre a la carne, que imaginaban como «parénquima» informe, de
donde la recogían las venas.
Probablemente fue Janssen quien inventó el microscopio compuesto
hacia 1590 la. Los primeros modelos daban una imagen deformada y colo­
reada en cuanto se querían obtener grandes aumentos. Pero hacia 1650
se mejoraron las lentes sencillas, con lo que se convirtieron en valiosísimos *
instrumentos de investigación.
En 1661, Malpighi de Bolonia examinó al microscopio la estructura
de los pulmones. Así descubrió que las divisiones de la tráquea terminan
en unos conductos dilatados de aire, sobre cuya superficie se extiende la
red de arterias y venas. Con el tiempo comprobó, examinando el pulmón
de una rana, que las venas están conectadas con las arterias mediante unos
tubos capilares. «Por aquí— dice— podía verse clarísimamente que la san­
gre fluía a través de vasos tortuosos y que no vertía a espacios abiertos,
sino que siempre iba canalizada en tubitos y que su dispersión se debe
a los múltiples y laberínticos meandros que forman» ” .
También examinó Malpighi al microscopio las glándulas y otros órga­
nos del cuerpo; así contribuyó grandemente al conocimiento de su estruc­
tura y función. Harvey demostró que la sangre circula por los tejidos;
Malpighi descubrió la constitución de esos tejidos y el mecanismo de la
circulación de la sangre a través de ellos.
También contribuyó mucho a echar los cimientos de la embriología
moderna. Aristóteles observó cómo el pollito se formaba en el huevo.
Fabricio y otros repitieron sus observaciones, lo mismo que Harvey hacia
el fin de su vida. Pero el primero que describió los cambios microscópicos,
en virtud de los cuales la mancha blanca opaca del huevo se convierte en
un ave viva, fue Malpighi. A. van Leeuwenhoek— 1632-1723—continuó
y amplió su obra, examinando con microscopios sencillos la circulación
capilar y las fibras musculares. Vio y dibujó corpúsculos de sangre, esper­
matozoos y bacterias.
El primero que estudió a fondo la mecánica del movimiento muscular
fue Borelli, hacia 1670, y la irritabilidad de los músculos, Glisson, por
aquella misma época. Glisson rechazó la idea de que cuando los músculos
se ponían en movimiento se hinchaban de «espíritus animales»; demos­
tró que, lejos de inflarse, lo que hacían de hecho era contraerse. También
" A . N. D is n e y con C. F. H ill y W. E. W. B a k e r, Origin and D evelopm ent
of the M icroscope , L o n d re s , 1928.
19 F o s t e r , loe . cit., pág. 97.
EL RENACIMIENTO 149

escribió un tratado sobre el raquitismo, en el que describe las observa­


ciones que hizo sobre sus síntomas en niños de Dorset.
El estudio de la circulación de la sangre condujo, naturalmente, al pro­
blema de la respiración y a su analogía con la combustión. No estará de
más explicarlo aquí, aunque históricamente parte de estos conocimientos
se adquirieron en fecha posterior. En 1617, Fludd quemó ciertas sustancias
en un vaso invertido de cristal colocado sobre una superficie de agua;
el aire perdió parte de su volumen y entonces se extinguió la llama.
Aplicando la mecánica de Galileo, Torricelli y Pascal, Borelli aclaró
la mecánica de la respiración y probó que los animales mueren en un
vacío. Estudiaron estos mismos temas Robert Boyle— 1627-1691— , Robert
Hooke— 1635-1703— y Richard Lower— 1631-1691— , los cuales demos­
traron, entre unos y otros, que el aire no es homogéneo y que contiene un
principio activo— spiritus nitro-aereus— , que es, evidentemente, el oxí­
geno. Los metales quemados aumentan de peso, como demostró claramente
el francés Rey, lo cual se atribuyó a haber entrado en combinación con
partículas «nitroaéreas». Por lo que respecta a la respiración, hizo ver
Hooke que no era necesario el movimiento de las paredes del pecho para
sostener la vida, siempre que se hiciese pasar una corriente continua de
aire sobre la superficie de los pulmones. Lower publicó en 1669 su
Tractatus de corde, en”el que da cuenta de haber descubierto que el
cambio de color que experimenta la sangre pasando de púrpura oscuro
a rojo encendido—correspondiente a su transformación de venosa en arte-
rial-^no se verifica en el lado izquierdo del corazón, como se creía,
sino en los pulmones. Aprovechando los experimentos de Hooke en el
campo de la respiración artificial, comprobó satisfactoriamente que el
cambio de color se debía sencillamente al contacto de la sangre con el aire
en los pulmones, en que la sangre absorbía parte del aire. John Mayow
compendió gran parte de este trabajo, complementado con algunas obser­
vaciones de su propia cosecha, en un libro que publicó en 1669 y reimpri­
mió en 167420. Allí expone los recientes experimentos sobre respiración
y combustión y su conexión con el nitro o salitre.'«La pólvora— dice—
arde facilísimamente por sí misma, debido a las partículas igneoaéreas
que contiene... En cambio, las materias sulfurosas sólo pueden arder-con
la ayuda de las partículas igneoaéreas que les lleva el aire.» Un animal
pequeño encerrado en un recipiente cerrado muere, y muere más aprisa
aún si se introduce en el recipiente una candela encendida. «Se ve clara­
mente que los animales extraen del aire ciertas partículas vitales... y que
en el acto de inspirar entra en la sangre cierto elemento constitutivo del
aire absolutamente necesario para la vida.» Ese elemento, concluye siguien­
do a Lower, es el espíritu nitroaéreo, el cual, al unirse «con las partículas
salino-sulfurosas de la sangre, origina el calor de ésta». Pero toda esta
labor, tan bien orientada, se hundió en el olvido, hasta que vino a redes­
cubrirla, cien años más tarde, Lavoisier.
“ T. S. P a t t e r s o n , “]ohn Mayow in Contemporary Setting”, ¡sis, febrero y
septiembre 1931.
150 HISTORIA DE LA CIENCIA

También hizo experiencias Lower— como las había hecho Wren—de


transfusión de la sangre de un animal a las venas de otro, y en colabo­
ración con Willis realizó investigaciones anatómicas sobre los nervios
craneales. Así desembocamos en el desarrollo que alcanzó en aquella
época la fisiología del cerebro y del sistema nervioso.
Vesalius aceptó las ideas corrientes de que el alimento se cargaba de
espíritus naturales en el hígado, los cuales se convertían en el corazón
en espíritus vitales, y éstos, en el cerebro, en espíritus animales, «que
son con mucho los más brillantes y delicados y que más bien constituyen
una cualidad que una cosa real. Él cerebro emplea estos espíritus, por
una parte, para realizar las operaciones del alma principal, y, por otra,
para distribuirlos continuamente a los instrumentos de los sentidos y del
movimiento por medio de nervios, como si dijésemos, de cuerdas». Explica
Vesalius cómo se puede anular la acción de tal o cual músculo cortando
o atando tal o cual nervio. Dice:
Pero ¿cómo realiza el cerebro sus funciones de imaginar, razonar, pensar,
recordar...? No puedo formarme ninguna opinión. Ni creo que se llegue a des­
cubrir ninguna otra cosa ni por vía anatómica ni por los métodos de esos teó­
logos que niegan a los brutos animales toda facultad de razonar, y hasta todas
las facultades inherentes a lo que llamamos alma principal. Pues, por lo que se
refiere a la estructura del cerebro, el mono, el perro, el caballo y todos los cua­
drúpedos que yo he examinado hasta ahora, e incluso todas las aves y muchas
clases de peces, se parecen al hombre hasta casi el último detalle.

Van Helmont sostuvo, por su parte, que las plantas y los brutos ani­
males carecían de alma y que sólo poseían «cierta fuerza vital... precursora
del alma». En el hombre, el agente primordial de todas las funciones del
cuerpo es el alma sensitiva. Esta actúa mediante los «arqueos», que le
sirven de instrumentos, los cuales, a su vez, actúan directamente sobre los
órganos corporales mediante ciertos fermentos mezclados con el que nos
produce vino. El alma reside en el «arqueo» vital del estómago, de forma
parecida a como la luz reside en una candela ardiente. El alma sensitiva
es mortal, pero coexiste en el hombre con la mente inmortal. Van Helmont
fue un buen químico, pero su fisiología especulativa no llevaba trazas de
hacer progresar esa rama del saber.
El «alma sensitiva» y la «mente inmortal», que imaginó Van Helmont,
son independientes y diferentes de los espíritus animales, los cuales corres­
ponden a lo que pudiéramos llamar las actividades de los tejidos nerviosos.
Lo mismo se diga del «alma racional», que describió el filósofo Descar­
tes; precisamente gracias a esa distinción pudo aceptar y emplear las más
rigurosas concepciones mecanicistas en el desarrollo de los mismos fenó­
menos nerviosos, como veremos más adelante con mayor detenimiento.
Entretanto, Sylvius aplicó a la fisiología el conocimiento adquirido en
las experiencias químicas. Atribuía muchos de los cambios que se produ­
cen en el cuerpo vivo a la acción de cierta especie de fermentos, siguiendo
en esto a Van Helmont, con la diferencia de que, mientras éste creía que
esos fermentos se debían a ciertos agentes sutiles cuyos efectos se dife­
EL RENACIMIENTO 151

renciaban totalmente de los procesos químicos ordinarios, Sylvius negaba


tales diferencias. Para él, la fermentación fisiológica era de la misma
especie que la efervescencia que se producía ante sus ojos cuando vertía
vitriolo en la cal. Sylvius enseñaba así una concepción química de la fisio­
logía, en contraposición a las ideas espiritualistas de Van Helmont. Esto
les facilitó a él y a sus discípulos el avance provechoso en el estudio de
los órganos digestivos, pero por entonces no contribuyó mucho que diga­
mos a esclarecer los fenómenos nerviosos.
En realidad fue poco lo que se avanzó en la fisiología del cerebro
y del sistema nervioso hasta el siglo xvin. La crítica más certera que se
hizo sobre las especulaciones anteriores salió de la pluma de Stensen
en 1669. Después de señalar las grandes dificultades que presenta la
disección del cerebro y la falta absoluta de conocimientos anatómicos
reales, añade:
Desde luego son legión los que lo encuentran todo claro: estos señores dog­
matizan con la más absoluta autosuficiencia, arman y publican la historia del
cerebro y el funcionamiento de sus diversas partes con la misma seguridad que
si hubiesen visto a su gusto la estructura de esta admirable máquina hasta pe­
netrar los secretos del gran Artífice.

Stensen hizo por su cuenta más que los filósofos y médicos, a quienes
satirizó. Como resultado de sus disecciones apuntó una sugerencia pletó-
rica de posibilidades y que presagió algunos de los descubrimientos reali­
zados "en los últimos decenios del siglo xix:
Si esa sustancia bl^jjca de que estoy hablando es de naturaleza totalmente
fibrosa, como parece serlo en la mayor parte de las zonas, hemos de admitir
forzosamente que sus fibras están organizadas conforme a un plan concreto, del
que depende indudablemente la diversidad de sensaciones y movimientos.

Botánica

El empleo de píldoras vegetales en el tratamiento de las enfermedades


despertó renovado interés por el estudio de las plantas, una ratjia del
saber que constituyó originariamente el patrimonio de la jardinería de
los monasterios y conventos. El simbolismo medieval se mostró muy reacio
en renunciar a sus concepciones botánicas, con su teoría sobre la consti­
tución «clave», según la cual, la forma de las hojas y el color de las flores
figuraban o indicaban el fin para el que el Creador había destinado la
planta en cuestión. Así, por ejemplo, una hoja en forma de riñón quería
decir que servía para curar la nefritis.
Después del Renacimiento aumentó la seguridad de la vida, la pros­
peridad, el desarrollo del sentimiento artístico, y todo ello estimuló la
creación de parques y jardines privados y el cultivo más generalizado de
árboles, legumbres y flores. El resultado fue que en el siglo xvi se progresó
notablemente en los conocimientos botánicos, debido, en parte, al empleo
152 HISTORIA DE LA CIENCIA

medicinal de ciertas hierbas y, en parte, a la curiosidad natural y a la


creciente afición por la belleza y el color.
Se establecieron jardines botánicos en Padua en el año 1545 y después
en Pisa, Leyden y otras partes; en ellos se ponían y se cuidaban las plantas
exóticas importadas del extranjero por exploradores y aventureros. La
medicina adquirió pronto sus campos de cultivo y riego y sus destilerías
de hierbas. Cada gremio de farmacéuticos poseía su jardín medicinal;
todavía se conserva en Chelsea uno de ellos, creado por la Apothecaries
Society, de Londres, hacia 1676.
Como había quedado relegada al olvido la labor de los botánicos de
la Edad Media—como Alberto Magno y Rufino— , hubo que empezar de
nuevo. El primero que se apartó de las descripciones contenidas en las
obras de los antiguos y dio cuenta detallada basada en la observación fue
Valerius Cordus— 1515-1544— . Por esa época empezaron a aparecer «her­
bolarios», basados en gran parte en la obra de Dioscórides, en los que
se describían las plantas y sus propiedades médicas y culinarias21. En
algunos aparecen diferencias entre las figuras y el texto, pero en los libros
posteriores se nota de ordinario más precisión en los dibujos. Entre 1551
y 1568 publicó William Turner un libro de hierbas; en 1597 escribió
John Gerard otro, inferior al de Turner en exactitud. Turner fue uno
de los primeros naturalistas experimentales; Gerard fue superintendente de
los jardines que creó Lord Burghley en su nueva casa junto a Stamford
Town.

Gilbert de Colchester

William Gilbert de Colchester— 1540-1603—practicó el método expe­


rimental. Fue Fellow de St. John’s College, de Cambridge, y presidente del
Colegio de Médicos. En su libro De Magriete recogió cuanto se sabía sobre
magnetismo y electricidad y añadió algunas observaciones propias. Parece
que los chinos fueron los primeros que inventaron la aguja magnética
hacia finales del siglo x i n . Poco después la aplicaron a la navegación
los navegantes mahometanos, y en el siglo x n estaba ya en uso en Europa.
En el siglo x m hizo algunas observaciones Pedro Peregrino, pero cayeron
en el olvido.
Gilbert investigó las fuerzas que desarrollan los imanes entre sí y de­
mostró, además, que una aguja magnética en suspensión libre no sólo
marca grosso modo la dirección Norte-Sur, como en la brújula de marear,
sino que también, en Inglaterra, su Norte capota hacía abajo, formando
un ángulo correspondiente a la latitud. También descubrió esta inclinación
hacia el año 1590 Norman, fabricante de instrumentos. Gilbert llamó
la atención sobre la importancia que tenían sus descubrimientos para la

11 R . T . G u n t h e r , O x fo rd , 1934, e Isis, n ú m . 65, 1935, pág. 2 6 1 ; A g n e s A r b e r ,


Herbáis, C a m b rid g e , 1938.
K S arton , History of Science, vol. I, 1927, p ág . 756.
EL RENACIMIENTO 153

navegación; por sus experimentos sobre la inclinación de la aguja magné­


tica dedujo también que la misma Tierra debe actuar como un inmenso
imán y que sus polos coinciden aproximada, pero no exactamente, con el
eje geográfico. Posteriormente—en 1622— , Edmund Gunter descubrió la
variación que experimenta con el tiempo la inclinación o declinación mag­
nética: encontró que en cuarenta y dos años había cambiado cinco grados.
Afirma Gilbert que, tratándose de una piedra imán uniforme, la fuerza
y ámbito de su magnetismo es proporcional a su cantidad o masa. Parece
que ésta fue la primera vez que se comprobó la masa sin referencia al
peso; esta indicación pudo inspirar la idea de masa a Kepler y Galileo,
y, a través de ellos, a Newton.
También examinó Gilbert las fuerzas desplegadas cuando se frotan
ciertos cuerpos, como el ámbar; él forjó la palabra «electricidad», tomán­
dola del término griego électron, que significa ámbar. Para medir esas
fuerzas utilizó una aguja metálica ligera equilibrada sobre un punto y
aumentó el número de cuerpos conocidos para demostrar el efecto pro­
ducido. Además de experimentar especuló sobre la causa del magnetismo
y de la electricidad. Sostuvo que el imán posee una especie de alma, y que
el alma de la Tierra es su fuerza magnética. Inspirándose en la idea de
la filosofía griega sobre un inñujo etéreo e inmaterial, imaginó que el
imán o la sustancia electrificada emitía una especie de efluvio con el que
cautiva los cuerpos circundantes y los atrae hacia sí. Este mismo concepto
lo aplicó a la explicación de la gravedad, es decir, a la fuerza que impulsa
las podras al suelo. También lo aplicó en plan medio místico a los mo­
vimientos del Sol y de los planetas. Imaginó que cada globo poseía un
espíritu característico^ue lo penetraba y envolvía, y que la interacción de
estos espíritus determinaba las órbitas de los planetas y el orden del
cosmos. Aceptó la teoría de que la Tierra gira sobre su eje, cosa que
explicó también magnéticamente; pero no estaba convencido de que la
Tierra girase alrededor del Sol.
Gilbert ocupó el cargo de médico de Corte bajo los reinados de Isabel
y Jacobo I; incluso llegó a concederle la Reina una pensión para que pu­
diera realizar holgadamente sus investigaciones: un caso notable y tem­
prano del aprecio en que tuvo un personaje real el valor de la experimen­
tación científica. Bacon menciona en su Novum Organum la obra de
Gilbert como ejemplo del método experimental que él propugnaba.

Francisco Bacon

Impresionado por el fracaso de la filosofía escolástica en promover el


conocimiento y dominio de la naturaleza, y en vista de la impertinencia
de las «causas finales» aristotélicas en el campo científico, Francis Bacon
— 1561-1626— , Lord Canciller de Inglaterra, se puso a estudiar la teoría
de este nuevo método experimental. Para «extender y ampliar aún más
los límites del poder de la grandeza del hombre», trazó un curso para
154 HISTORIA DE LA CIENCIA

asegurar el progreso en el dominio cada vez mayor de las fuerzas de la


naturaleza. En él proponía recoger todos los hechos que pudieran hallarse
a mano, hacer todas las observaciones posibles, realizar todos los experi­
mentos practicables; luego coleccionar y clasificar los resultados conforme
a ciertas reglas que él mismo formuló, aunque muy imperfectamente; con
esto se verían en seguida las conexiones existentes entre los diversos fenó­
menos y surgirían casi automáticamente las reglas generales con que
describir sus relaciones mutuas.
Este método se presta a una crítica fácil y obvia. Hay tantos fenómenos
que observar y tantos experimentos posibles que hacer, que raras veces
se obtendrán progresos científicos aplicando el método baconiano puro.
Ya en las fases primeras hay que echar mano de la intuición y de la ima­
ginación; hay que elaborar una hipótesis de exploración que explique
los hechos; hay que aplicar el proceso mental llamado inducción; luego
hay que deducir por vía matemática o por otros razonamientos lógicos sus
consecuencias prácticas y comprobarlas después mediante la observación
o experimentación. Si surgen discrepancias hay que hacer nuevas conje­
turas, tantear nuevas hipótesis y así sucesivamente hasta encontrar una
que concuerde o «explique», como suele decirse, no sólo los hechos pri­
marios, sino todos los demás provocados en el transcurso de los experi­
mentos efectuados para su comprobación. Entonces puede elevarse la hi­
pótesis al rango de teoría, la cual puede servir para coordinar y simplificar
los conocimientos, tal vez durante algunos años. Pero pocas veces— acaso
ninguna—podrá decirse con toda seguridad que una teoría determinada
es la única posible capaz de explicar los hechos; se trata de una cuestión
de pura probabilidad. En realidad pueden aumentar los mismos hechos en
número y complejidad a medida que se adquieren nuevos conocimientos,
y puede llegar el momento en que haya que modificar o abandonar la
teoría anterior y sustituirla por otra que responda mejor a los horizontes
científicos más amplios de los últimos tiempos.
Al parecer, Bacon ejerció poca o ninguna influencia en los científicos
experimentales, con la posible excepción de Robert Boyle, ya en época
posterior. Con todo, algo hizo para depurar la mentalidad de los hombres
instruidos sobre los problemas científicos de su tiempo. El mundo había
escuchado muchas filosofías y no había visto ninguna serie de hechos
correlativos con que comprobarlas. Por eso, a juicio de Bacon, lo que
aquella generación necesitaba urgentemente eran hechos autenticados, y en
eso tenía razón. Pero él personalmente no aportó al conocimiento natu­
ral ninguna contribución experimental de especial mérito o éxito; su teoría
y método científico eran demasiado ambiciosos en sus pretensiones y poco
practicables. A pesar de todo, él fue el primero que analizó la filosofía de
la ciencia inductiva e influyó profundamente en los enciclopedistas fran­
ceses del siglo xvm . En el plano de la fuerza consciente y de la elocuencia
política acertó a expresar ideas en que se adelantó con mucho a su tiempo.
Las doctrinas escolásticas estaban viejas y gastadas; el mundo del pensa­
miento filosófico estaba en ebullición y maduro para el cambio y Bacon
EL RENACIMIENTO 155

señaló el camino que había que seguir para ampliar y depurar el cono­
cimiento de la naturaleza, y que en sus líneas generales era el camino
acertado.

Kepler

La teoría de Copérnico produjo una revolución en la astronomía y, en


general, en el pensamiento científico; pero personalmente Copérnico fue,
ante todo, un matemático y no aportó muchos datos nuevos al conocimiento
de la naturaleza. El primer astrónomo que registró detalles de los movi­
mientos planetarios con cierto grado de exactitud fue Tycho Brahe— 1546-
1601— , de Copenhague. Este no aceptó todo el sistema copernicano
y afirmó que el Sol se mueve alrededor de la Tierra, y los planetas alre­
dedor del Sol. Después de mucho peregrinar se instaló en Praga, donde
se le unió como colaborador John Kepler— 1571-1630— , a quien legó su
extraordinaria colección de datos. Generalmente se suele ver en la obra
de Kepler el proceso de inducción y comprobación de tres proposiciones
o «leyes» que rigen el movimiento planetario, que fueron las que sirvieron
de base a la astronomia.de Newton. Pero esa manera de estudiar sólo los
resultados proyectados sobre la ciencia de Newton, por una parte, da a la
figura de Kepler un perfil demasiado moderno y, por otra, nos hace perder
de vi|ta el gran interés científico que presenta su actitud mental. Si en la
obra de Copérnico podemos descubrir latentes influjos pitagóricos y plató­
nicos, en los escritos de Kepler flotan abiertamente a lo largo de su
matemática metodolo§íca.
La ocupación oficial de Kepler consistía principalmente en editar los
almanaques astrológicos, entonces tan en boga, y a pesar de sus observa­
ciones irónicas sobre el valor que supone para un astrónomo su profesión
lucrativa, en el fondo creía en la astrología. Sin embargo, era un matemá­
tico sobresaliente y entusiasta, y lo que le convirtió al sistema de Copérnico
fue su mayor simplicidad y armonía matemática. «Yo he reconocido su
verdad en lo más profundo de mi alma— dice él—y la contemplación de
su belleza me transporta de inenarrable deleite»23. Kepler amplió con
creces los elogios que Copérnico había dedicado al Sol, hasta ver en el
astro rey a Dios Padre, en la esfera de las estrellas fijas a Dios Hijo
y al Espíritu Santo en el éter intermedio, mediante el cual creía Kepler
que impulsaba el Sol a los planetas a recorrer sus órbitas.
Kepler estaba convencido de que Dios se atuvo al principio de los
números perfectos en la creación del mundo, de forma que la armonía
matemática latente en ella y la música de las esferas es la causa real
y comprobable de los movimientos planetarios. Esta fue la verdadera fuer­
za que inspiraba a Kepler en su laboriosa vida. Generalmente se le suele

23 B u r t t , loe. cit., p ág . 47.


156 HISTORIA DE LA CIENCIA

imaginar buscando con tedioso afán reglas empíricas, que más tarde
vendría a racionalizar Newton; pero la verdad es muy distinta: lo que
él buscaba eran las causas últimas, las armonías matemáticas en la mente
del Creador.
Aristóteles ponía la esencia última de las cosas en sus propiedades
cualitativas, distintivas e irreductibles, de forma que ese árbol que produce
en el observador la sensación de verde, era para él real y esencialmente
verde. Kepler, en cambio, basa el conocimiento en los caracteres o rela­
ciones cuantitativas y, por tanto, la cantidad o el número debe constituir
el fundamento de las cosas y es anterior y superior a todas las demás
categorías.
Las tres proposiciones que figuran en la ciencia como leyes de Kepler
son: 1) los planetas recorren trayectorias elípticas, uno de cuyos focos
ocupa el Sol; 2) las áreas trazadas en cualquier órbita por la recta que
une el Sol con el planeta en cuestión son proporcionales al tiempo em­
pleado; 3) los cuadrados de los períodos que tardan los distintos planetas
en recorrer sus órbitas son proporcionales a los cubos de sus distancias
medias al Sol. En estas breves proposiciones se compendia y sistematiza
una cantidad enorme de información sobre los movimientos planetarios,
adquirida por los astrónomos de épocas anteriores y de la del mismo
Kepler.
De estas tres leyes, la que más encantaba a Kepler era la segunda.
Puesto que todos los planetas estaban impulsados por una Causa Divina
Constante, o sea, el Motor Inmóvil de Aristóteles, todos debían moverse
con velocidad constante; pero, como a la vista de los hechos hubo de re­
nunciar a esta idea, Kepler se ingenió para «salvar el principio» transpor­
tando esa uniformidad de las órbitas a las áreas. Pero estas proposiciones
no eran para él más que tres de las muchas relaciones matemáticas que
revelaba la teoría de Copérnico.
Otro descubrimiento que le proporcionó mayor placer aún fue otra
relación que guardaban las distancias. Si inscribimos un cubo en la esfera
que contiene la órbita de Saturno, la esfera de Júpiter encajará exactamente
en el cubo. Si inscribimos un tetraedro en la esfera de Júpiter, la esfera
de Marte encajará dentro del tetraedro, y así sucesivamente en todos los
seis planetas y en los cinco sólidos regulares correspondientes. Esa rela­
ción sólo tiene un valor aproximado y el descubrimiento de nuevos plane­
tas ha echado por tierra su base, pero Kepler encontró en ella más satis­
facción que en las leyes que llevan su nombre. Para él constituía esa rela­
ción una nueva armonía en la música de las esferas y hasta la causa
verdadera de que sean lo que son las distancias planetarias, puesto que
para él, como para Platón, «Dios siempre geometriza».
Una de las ironías de la historia reside en el hecho de que la renova­
ción de la doctrina mística de los números condujese a Copérnico y a
Kepler a formular un sistema que empalmaría directamente, a través de
EL RENACIMIENTO 157

Galileo y de Newton, con la filosofía mecanicista de los enciclopedistas


franceses del siglo xvni y con los materialistas alemanes del xix.

Galileo

Algunas de las grandes ideas que habían estado fermentando en ciertos


cerebros desde el Renacimiento cristalizaron, al fin, en resultados prácticos
en la obra de Galileo Galilei— 1564-1642— : una obra de las que hacen
época. Leonardo había presagiado el nuevo espíritu de la ciencia moderna
en todos los innumerables temas que abordó. Copérnico inició una revo­
lución en el mundo del pensamiento. Gilbert hizo ver cómo el método
experimental podía contribuir al acrecentamiento de los conocimientos.
Pero en la persona de Galileo ese espíritu nuevo llegó más lejos que en
cualquiera de sus predecesores. Cuando logró superar las creencias aris­
totélicas de su juventud captó los nuevos principios; aprendió que los
tiempos modernos exigían gran concentración y elaboró sus problemas,
cuidadosamente delimitados, de una manera más completa y metódica que
la que hubiera podido entretenerse en realizar el genio universal de Leo­
nardo. Además, a diferencia de Leonardo, compiló y publicó sus investiga­
ciones, entregándolas asL de una vez para siempre al conocimiento del
público. Sometió a la comprobación práctica del telescopio la astronomía
copernicana, que se basaba en el principio a priori de su mayor simplici­
dad Hjatemática. Pero, sobre todo, combinó los métodos experimental
e inductivo de Gilbert con la deducción matemática, con lo que descubrió
y estableció el verdadero procedimiento de la ciencia física.
Galileo es el primero de los modernos en el sentido más real de la
palabra; leyendo sus escritos nos sentimos instintivamente en nuestro
ambiente y nos damos cuenta de que en ellos hemos encontrado el método
de las ciencias físicas, que todavía está en vigor en nuestros días. Ya se
ha renunciado a la antigua pretensión de construir un esquema bloque,
completo y racionalizado del saber humano, que fue la característica
tanto del neoplatonismo medieval como de la filosofía escolástica. Ya no
se deducen los hechos de una síntesis autoritaria y especulativa ni se los
fuerza a conformarse con ella, como hacía la escolástica, ni siquiera se
pretende explicarlos a su luz, como intentó Kepler. Los hechos se obtienen
por observación o experimentación y se los acepta como son, con todas
sus consecuencias inmediatas e inevitables, sin ceder al deseo humano de
encajar de golpe a toda la naturaleza en un encasillado racional. Aunque
despacio, van apareciendo ciertas afinidades entre distintos hechos aisla­
dos; se establecen contactos acá y allá entre las pequeñas esferas de
conocimiento formadas en torno a cada hecho, y acaso llegan a cristalizar
en esferas más amplias. Pero la fusión de todo el saber científico o filo­
sófico en una unidad superior panenciclopédica queda relegada a un futuro
lejano, si no es que se la considera como radicalmente imposible. El
escolasticismo medieval era racional; la ciencia moderna es esencialmente
empírica; aquél enaltecía la razón humana actuando siempre dentro de
158 HISTORIA DE LA CIENCIA

los límites de la autoridad; ésta acepta los hechos brutos, sean o no según
razón o tradición 24.
Galileo inventó el primer termómetro. Era una ampolla de vidrio llena
de aire, con un extremo abierto sumergido en agua. En 1609 oyó decir
que un holandés había inventado un nuevo cristal, que aumentaba los
objetos distantes. Dados sus conocimientos sobre la refracción, Galileo
construyó inmediatamente un instrumento parecido y pronto hizo uno
bastante bueno, que aumentaba 30 diámetros. Los descubrimientos se
produjeron entonces en cadena2S. La cara de la luna no era ya esa super­
ficie lisa e inmaculada que imaginaron los filósofos, sino que estaba cu­
bierta de granulaciones, que hacían suponer por todos los indicios la exis­
tencia de ásperas montañas y valles de desolación. De pronto saltaron a la
vista miríadas de estrellas, hasta entonces invisibles, solucionando así el
eterno problema de la Vía Láctea. Se vio que Júpiter llevaba en su órbita
una escolta de cuatro satélites, que giraban a tiempos regulares y medibles,
y que constituían un modelo visible y más complejo de la Tierra y de
la Luna girando conjuntamente alrededor del Sol, según la teoría de
Copérnico. Pero el maestro de filosofía de Padua se negó a mirar por el
telescopio de Galileo, mientras que su colega de Pisa defendió la causa
escolástica ante el Gran Duque con argumentos lógicos, «como si quisiera
exorcizar y echar a los nuevos planetas del cielo con hechizos mágicos».
Con la ayuda de su telescopio Galileo confirmó con hechos tangibles,
que podía comprobar todo el que quisiese, la nueva teoría astronómica,
que hasta entonces sólo se había fundado en el argumento apriorístico de
su simplicidad matemática. Casi al mismo tiempo que Galileo figuró un
matemático inglés, Thomas Harriot, que contribuyó mucho a darle al álge­
bra su giro moderno y que observó también por un telescopio la Luna
y los satélites de Júpiter, aunque sus descubrimientos no se publicaron
en vida de é l24.
La obra principal y originalísima de Galileo fue la fundación de la
dinámica científica27. Aunque se había adelantado algo en la estática—es­
pecialmente Stevin o Stevinus de Brujas, 1586, en su obra sobre el plano
inclinado y sobre la composición de fuerzas— y en hidrostática en la cues­
tión de la presión de los líquidos, las ideas que se habían forjado los
humanos sobre el movimiento habían sido hasta entonces una mezcla con­
fusa de observaciones indocumentadas y de teorías aristotélicas. Se creía
que los cuerpos eran, por su constitución intrínseca, pesados o ligeros,
y que caían o flotaban con velocidad proporcional a su pesadez o ligereza
«en busca de sus sitios naturales» con fuerza varia. Hacia 1590 demos­
traron en Delft Stevin y De Groot que un cuerpo pesado y un cuerpo ligero

M A . N. W h it e h e a d , Science and the Modern World, Cambridge, 1927.


23 G a l i l e o G a l i l e i , The Sidereal Messenger, Venecia, 1610, citado en Readings
in the Literature of Science, Cambridge, 1924.
“ Dictionary of National Biography.
” E. N. d a C. A n d r a d e , Science in the Seventeenth Century, 1938; E. M a c h ,
Die Mechanik in ihrer Entwickelung, 1883, T. J. M c C orm ack , Londres, 1902.
EL RENACIMIENTO 159

dejados caer simultáneamente llegaban al suelo al mismo tiempo 2e. Proba­


blemente Galileo repitió el experimento— aunque no parece que lo hizo
desde la torre inclinada de Pisa— , pues sostenía que una bala de cañón
no cae más de prisa que una de mosquete29.
Copérnico y Kepler demostraron que podía expresarse en términos
matemáticos el movimiento de la Tierra y de los demás planetas. Galileo
tuvo la sensación de que los «movimientos locales» de diferentes partes
de la Tierra podían responder también a fórmulas matemáticas. Y, al efec­
to, se puso a investigar no por qué caen las cosas, sino cómo: es decir,
a qué reglas matemáticas obedecen, lo cual constituyó un gran adelanto
en el método científico.
Un cuerpo se mueve al caer con velocidad uniformemente acelerada.
¿Cuál es la ley de esa aceleración? La primera hipótesis de Galileo, muy
razonable en sí misma, fue que la velocidad era proporcional a la distancia
recorrida. Pero esta suposición envolvía una contradicción30 y entonces
intentó otra, a saber, que la velocidad aumenta en razón del tiempo em­
pleado en caer. Se vio que esta hipótesis no implicaba dificultad; Galileo
entonces dedujo sus consecuencias y las contrastó con los resultados expe­
rimentales.
La velocidad con qjie cae un cuerpo libremente resultaba demasiada
para poderla medir con facilidad y exactitud con los instrumentos de que
se disponía entonces, y fue necesario reducir la velocidad a ciertos límites
asequibles. Galileo se convenció primeramente de que un cuerpo rodando
por ún plano inclinado adquiría la misma velocidad que si cayese verti­
calmente desde la misma altura. Entonces se puso a experimentar con
planos inclinados y 1W11Ó que los resultados de sus mediciones coincidían
con los que había calculado sobre la hipótesis de que la velocidad es
proporcional al tiempo empleado en la caída y dedujo la consecuencia
matemática de que el espacio recorrido aumenta según el cuadrado del
tiempo. También redescubrió el hecho de que tratándose de movimientos
pequeños el tiempo de vaivén de un péndulo es independiente de su lon­
gitud de desplazamiento: así, la gravedad aumenta la velocidad del disco
en cantidades iguales para tiempos iguales.
También descubrió Galileo que, supuesto que la fricción sea práctica­
mente despreciable o nula, una bola después de rodar por un plano abajo
volverá a subir a una altura igual a la de su punto de partida, cualquiera
que sea la pendiente. Si el segundo plano es horizontal, la bola seguirá
corriendo por él constantemente con velocidad uniforme.
Ahora bien, si exceptuamos quizá a algunos atomistas griegos y a algún
que otro moderno, como Leonardo y Benedetti— 1585— , se daba por su-
21 W h e w e l l ,loe. cit., v o l. II, p . 46; G. S a r t o n , ¡sis, n ú m . 61, 1934, pág. 244.
” E . N. da C. A ndr a d e . c ita n d o a W o h l w il l , Galilei (vol. I, Hamburgo, 1909);
G e r l a n d , Geschichte der Physik, 1913; Isis, 1935, pág. 164; Nature, 4 e n e ro 1936.
10 La prueba de Galileo no es convincente, pero, como indica Broad, si se parte
de un cuerpo en estado de reposo, no puede adquirir velocidad hasta caer y
recorrer alguna distancia, lo cual no puede hacer hasta haber adquirido alguna
velocidad.
160 HISTORIA DE LA CIENCIA

puesto que todo movimiento requiere la aplicación continua de una fuerza


para mantenerlo. Así, se mantenían los planetas en movimiento gracias
al motor inmóvil de Aristóteles o a la acción solar de Kepler, ejercida por
medio del éter. Pero las investigaciones de Galileo pusieron en claro que
para lo que se necesita la aplicación de una fuerza externa no es para
conservar un movimiento, sino para crearlo, destruirlo o cambiar su direc­
ción. Supuesto que la materia está dotada de inercia y que el sistema pla­
netario está en marcha, no se requiere fuerza ninguna para que los plane­
tas sigan moviéndose, aunque sí se requiere una causa para explicar su
continua desviación del camino recto al girar en sus órbitas en torno al
Sol. Jamás en toda la historia humana se había podido siquiera formular
el problema; ahora quedaba abierto el camino y allí aparecía el hombre
que lo iba a recorrer: en el mismo año en que moría Galileo, en 1642,
nacía Isaac Newton.
La dinámica debió a Galileo otro descubrimiento importante. Se había
elucubrado mucho sobre la trayectoria que recorre un proyectil. Galileo
vio que podía descomponerse su movimiento en dos impulsos: uno hori­
zontal, que mantenía su velocidad uniforme, y otro vertical, que seguía
las leyes de los cuerpos al caer. La combinación de ambos describía una
parábola.
Las ideas filosóficas que abrigaba Galileo muestran sus afinidades, por
una parte, con Kepler y, por otra, con Newton. Así vemos que Galileo
buscaba, al igual que Kepler, relaciones matemáticas entre los fenómenos,
pero no para investigar sus causas místicas, sino para entender las leyes
inmutables por las que se rige la naturaleza en su actividad, sin preocu­
parse lo más mínimo «de que sus razones sean comprensibles o incom­
prensibles al hombre»3'.
Aquí se aprecia de un golpe de vista lo mucho que se había alejado
Galileo de la filosofía homocéntrica del escolasticismo, según la cual toda
la naturaleza estaba hecha para el hombre. Por lo demás Galileo estimaba
que Dios inyectó en la naturaleza calculadamente esa necesidad rigurosa­
mente matemática, y que a través de la naturaleza hizo «el entendimiento
humano de suerte que pudiese descubrir algunos de sus secretos, aunque
a costa de grandes esfuerzos».
Euclides y sus predecesores redujeron la geometría a orden matemá­
tico. Hiparco, Copérnico y Kepler hicieron ver que la astronomía podía
reducirse a la geometría. Galileo se propuso hacer lo mismo con la diná­
mica terrestre hasta convertirla en una rama de las matemáticas. Al crear
una nueva ciencia organizando racionalmente el caos de fenómenos obser­
vados y de ideas vagas, que constituyen su materia prima, el primer paso
que hay que dar siempre es coger unos cuantos conceptos capaces de
definirse con exactitud, que sean aplicables por algún tiempo a todos los
acontecimientos y a ser posible en una forma que nos permita manejarlos
como cantidades matemáticas. Para expresar en términos capaces de inves­

31 B u rtt, loe. cit., pág. 64.


EL RENACIMIENTO 161

tigación su problema sobre la aceleración de los cuerpos al caer, Galileo


empezó por reducir a forma matemática exacta los antiguos conceptos de
distancia y tiempo. Lo que interesaba, sobre todo, a Aristóteles y a los
escolásticos eran las causas últimas de las cosas, y así trataban el movi­
miento terrestre como una rama de la metafísica y no como un fenómeno
análogo a los movimientos celestes de la astronomía. De aqíií que ana­
lizasen el movimiento como si se tratara de una sustancia, sometiéndolo
a ideas tan vagas como las de acción, causa eficiente, fin y lugar natural.
Sobre el movimiento mismo era bien poco lo que tenían que decir o pensar,
aparte de trazar un par de distinciones entre movimiento natural y movi­
miento violento, entre movimiento rectilíneo y circular. Todo este mata­
lotaje resultaba inútil para Galileo, que quería estudiar no el por qué del
movimiento, sino el cómo. En el método cualitativo, según el pensamiento
aristotélico, el espacio y el tiempo representaban categorías de escasa
importancia. Galileo les atribuyó el carácter primordial y fundamental
que desde entonces conservaron en el campo de las ciencias físicas. Tam­
bién se dieron cuenta él y otros de que en la inercia había cierta cantidad
distinta del peso, pero la definición exacta de masa la dio por primera vez
Newton, mientras que el concepto de energía sólo se formuló y definió
a mediados del siglo xix.
Pero el primer paso jf ’el más difícil de la dinámica lo dio Galileo: en
él se pasó de las vagas categorías teológicas, a cuya luz analizaba la esco­
lástica el cambio y el movimiento, a los conceptos matemáticos definidos
de tieispo y espacio. Asegura el profesor Burtt que este paso ha originado
muchas de nuestras dificultades filosóficas actuales. Pero acaso pueda
responderse que lo qn¿ ha hecho es revelar y esclarecer dificultades que
había oscurecido y ocultado la física aristotélica. Pero sea de esto lo que
sea, lo cierto es que sin el nuevo enfoque de Galileo, la dinámica no se
hubiera desarrollado como lo ha hecho. Galileo no tiene la culpa de que
algunos de sus seguidores exagerasen las repercusiones de esta ciencia sobre
el problema de la realidad metafísica. De hecho, él se contentó con esperar
en una ignorancia confesada la solución de unas cuestiones que sólo
pueden contestarse o con especulaciones temerarias o con deducciones
de sistemas filosóficos apriorísticos. Galileo reconoció que no sabía nada
sobre la naturaleza de fuerza, la causa de la gravedad, el origen del
universo. Proclamó que vale más «pronunciar esta sentencia prudente,
ingenua y modesta: ‘no lo sé’, que entregarse a declaraciones fantásticas».
Acaso no fue menor el cambio que introdujo Galileo en la filosofía
de las otras ramas de la física. Kepler aceptó la distinción entre las cuali­
dades primarias e inseparables de los cuerpos y las secundarias, que son
menos reales y menos fundamentales. Galileo fue más lejos y comprobó
que las cualidades secundarias son puros efectos subjetivos provocados en
los sentidos, siendo diferentes de las cualidades primarias, las cuales, en
su opinión, son absolutamente inseparables de sus cuerpos respectivos.
En esto viene a coincidir con los atomistas antiguos, cuya filosofía se había
resucitado recientemente. Escribe Galileo:
162 HISTORIA DE LA CIENCIA

En cuanto concibo un trozo de materia o sustancia corporal me siento im­


pelido forzosamente a pensar que por su propia naturaleza es limitado, que tiene
tal o cual figura, que es grande o pequeño en relación con otros, que ocupa este
o aquel sitio, este o aquel tiempo, que está en movimiento o en reposo, que
toca o no toca otros cuerpos, que es único, pocos o muchos; en resumen, que
no hay fuerza de imaginación capaz de despojar a un cuerpo de esas sus peculia­
ridades. En cambio, mi mente no se siente forzada a pensar que haya de ser
necesariamente blanco o rojo, amargo o dulce, aromático o maloliente; de suerte
que si no dispusiésemos de los sentidos, acaso no pudiésemos percibir esas va­
riantes por sola razón ni imaginación. Por eso creo que esos gustos, olores,
colores, etc., no son nada real, sino meramente nominal en los objetos en los
que parecen radicar, y que únicamente residen en el cuerpo sensitivo, de forma
que en desapareciendo el animal se desharían automáticamente esas cualidades”.

Siguiendo esta línea de pensamiento Galileo redescubrió el principio


que tan nítidamente formuló Demócrito en términos de átomos y vacíos 33.
También Galileo aceptó la teoría atomística sobre la materia y explicó con
algunos detalles cómo la diferencia en el número, peso, estructura y velo­
cidad de los átomos puede producir diferencias de gusto, olor y sonido.
También en esto se apartó Galileo de la concepción de la naturaleza
que tenían formada sus contemporáneos. Precisamente esas cualidades que
el hombre de la calle considera más reales, como el color, el sonido, el
gusto, el olor, el frío, el calor, para Galileo eran simples sensaciones
producidas en el observador, debidas a la disposición o movimiento de
los átomos, los cuales, por lo demás, están sujetos a leyes matemáticas
necesarias e inmutables. Los átomos son, al menos para él, algo real
— aunque son esclavos ciegos de la naturaleza— , mientras que las cuali­
dades secundarias no son más que fantasmas de los sentidos. La historia
reservaba al obispo Berkeley el mérito de sugerir, un siglo más tarde, que
en último análisis las mismas cualidades primarias son también puros con­
ceptos mentales basados en las percepciones de los sentidos.
Se ha censurado el enfoque que dio Galileo a estos problemas por
haber dado origen a las filosofías dualista y materialista—que, ciertamente,
se derivaron de sus teorías— . Pero tal vez esos críticos incurren en el
mismo error en que cayeron los enciclopedistas franceses, consistente en
confundir las relaciones entre una ciencia y la totalidad de la ciencia,
y entre la ciencia en general y el problema particular de la realidad meta­
física. Pero estas cuestiones las discutiremos más de propósito en capítu­
los posteriores de este libro.

De Descartes a Boyle

René Descartes— 1596-1650— , contemporáneo de Galileo, aunque más


joven, echó los cimientos de la filosofía crítica moderna e inventó nuevos
procedimientos matemáticos útiles en ciencias físicas. Nació en Touraine
de una familia hidalga; estudió con los jesuítas en La Fleche; pero su
“ B u r t t , loe, cit., p ág . 75.
” V éase a r r ib a , pág. 53.
EL RENACIMIENTO 163

obra principal la realizó durante los veinte años que pasó en Holanda;
murió en Estocolmo al servicio de la reina Cristina.
Descartes puso de manifiesto los muchísimos presupuestos incompro-
bados latentes en las ideas filosóficas aceptadas generalmente. Dando de
lado a aquella amalgama medieval—que aún conservaba su fuerza y pres­
tigio—, en que se mezclaban promiscuamente la filosofía griega y la doc­
trina patrística, intentó construir una filosofía de nueva planta, basada
únicamente en la conciencia y experiencia humanas, que abarcaban desde
la aprensión mental directa de Dios hasta la observación y experimenta­
ción del mundo físico. Pero todavía se acusan en su mentalidad vestigios
de la doctrina escolástica34.
En matemáticas dio Descartes el gran paso— que también dio inde­
pendientemente Fermat— de aplicar los procesos algebraicos a la geometría,
desarrollando en esto ideas que se encuentran entre los antiguos hindúes,
griegos y árabes, y que luego ampliaron los modernos, especialmente
Viéte. Hasta entonces para resolver cualquier problema geométrico había
que desplegar un nuevo alarde de ingenio; Descartes introdujo un proce­
dimiento que vino a romper ese sistema de problemas estancos. La idea
primordial de la geometría coordenada es sencilla de expresar. Se trazan
dos rectas, O X y OY, ¿orinando ángulos rec­
tos entre sí desde un punto fijo O u origen.
Estas líneas pueden usarse entonces como ejes
para determinar la posición de cualquier pun­
to P en su plano fijando la distancia OM
o x del punto de uno de los ejes, y su dis­
tancia PM o y del ótfo. Las distancias x e y
se denominan coordinadas del punto, y las di­
ferentes relaciones entre x e y corresponden a
las distintas curvas en el plano del diagra­
ma. De esta manera si y aumenta proporcio- Figura 2
nalmente a como lo hace x, es decir, si y es
igual a x multiplicado por una constante, pasamos uniformemente sobre
el diagrama siguiendo la recta OP. Si y es igual a x2 multiplicada por una
constante, tenemos una parábola, y así sucesivamente. Estas ecuaciones
pueden tratarse algebraicamente, aunque luego haya que interpretar los
resultados geométricamente. Así resultaron posibles las soluciones a muchos
problemas físicos que hasta entonces habían sido insolubles o muy difí­
ciles. Newton estudió el tratado de Descartes sobre geometría y utilizó
sus métodos.
Descartes señaló la importancia de la labor realizada por una fuerza,
que es el concepto moderno de energía. Estimó que la física podía redu­
cirse a mecanismos y hasta consideró que el cuerpo humano era análogo
a una máquina. Aceptó el descubrimiento de Harvey sobre la circulación
de la sangre a través de las arterias y venas y argüyó a su favor en la

M E t ie n n e G il s o n , Formaíion du Systeme Cartésien, P a rís , 1930.


164 HISTORIA DE LA CIENCIA

controversia que alzó, pero no creyó que circulase a impulsos de las


contracciones del corazón. Creía con los medievalistas y Fernel que la
máquina humana se mantenía en funciones por la acción del calor gene­
rado en el corazón por procesos naturales. Así, el alma racional—l’áme
raisonnable—era totalmente distinta del cuerpo— machine de terre—en
que habita y al que gobierna. Sostuvo la teoría de Galeno de que la sangre
engendra en el cerebro «un aire o viento sutilísimo llamado espíritu
animal». Pero para él esos espíritus animales no constituían el alma—como
tampoco para Van Helmont— , aunque capacitan al cerebro para recibir
las impresiones del alma y también de los objetos externos, los cuales
podrán fluir luego desde el cerebro a los músculos a través de los nervios
e imprimir movimiento a los miembros.
Así, Descartes fue el primero que formuló un dualismo completo y trazó
la línea divisoria tajante entre el alma y el cuerpo, entre mente y materia,
que después llegó a imponerse como creencia tan general y como filosofía
importantísima. Antes de Descartes, y muchos todavía después de él,
consideraban que el alma era de la naturaleza del aire o del fuego; la
mente y la materia se diferenciaban más bien cuantitativa que cualitati­
vamente.
Descartes intentó aplicar los principios conocidos de la mecánica
terrestre a los fenómenos celestes, y en este punto, a pesar de su posición
filosófica fundamental, parece haberse basado en las ideas grecoescolásticas
de antítesis. Contrastó el mundo de la materia con el del espíritu. Los
espíritus son personales y discontinuos; por consiguiente, la materia tiene
que ser impersonal y discontinua: su esencia tiene que ser la extensión.
El universo físico tiene que formar un lleno cerradamente compacto, sin
ningún espacio vacío. En un mundo así sólo puede imprimirse movimien­
to a un cuerpo por contacto con otro y únicamente se da en circuitos
cerrados; no existe ningún vacío por donde pueda pasar un cuerpo. De
aquí forjó Descartes su famosa teoría de los remolinos actuando en la
materia primordial o éter, que es invisible, pero que llena todo el espacio.
Así como una paja flotante en el agua es atraída y captada por el remo­
lino al centro del vórtice, así es atraída hacia la Tierra la piedra al caer
y los satélites hacia sus planetas, mientras que, a su vez, los planetas
y la Tierra, con sus correspondientes y circundantes vórtices, se ven
arrastrados hacia un remolino mayor alrededor del Sol.
Posteriormente demostró Newton que las propiedades de los remo­
linos cartesianos no respondían a la observación. Así, por ejemplo, los
períodos de las diferentes partes de un remolino deben estar en razón doble
de sus distancias al centro, y esa regla debe valer si se quiere que los
planetas con sus vórtices sean arrebatados en sus órbitas hacia el vórtice
solar. Pero esta relación no puede conciliarse con la tercera ley de Kepler,
según la cual, como vimos antes, los cuadrados de los períodos están en
razón de los cubos de las distancias medias. Sin embargo, esta teoría de
los remolinos alcanzó gran boga antes, e incluso después, de la publicación
de la obra de Newton. Representó un intento audaz por reducir a leyes
EL RENACIMIENTO 165

dinámicas el problema gigantesco de los cielos y desde ese punto de vista


imprimió su sello en la historia del pensamiento científico, pues redujo
el universo físico a una gran máquina, cuyo funcionamiento podía expre­
sarse en términos matemáticos, aunque con cierto margen de inexactitud,
como demostró Newton.
Los contemporáneos encontraban mucho más comprensibles, desde un
punto de vista mecánico, los remolinos de Descartes, que producían mo­
vimiento por contacto, que las fuerzas que actuaban a distancia con velocidad
acelerada, tal como las imaginó Galileo y las racionalizó después Newton,
ya que ni Galileo ni Newton explicaron la causa ni el modo con que ope­
raban dichas fuerzas.
La máquina de Descartes se diferenciaba fundamentalmente de las
teorías de Platón y Aristóteles y de los escolásticos, según los cuales Dios
creó el mundo para que por medio de su rey, que es el hombre, volviese
íntegro a las manos del Creador. Según el esquema de Descartes, Dios
dotó al principio al universo de movimiento y luego lo dejó correr espon­
táneamente, aunque en conformidad con su voluntad. Descartes lo pinta
como material, más bien que como espiritual, y como indiferente, más bien
que como teleológico. Dios deja de ser el Sumo Bien para quedarse en la
categoría de Causa Prim gj'a.
Descartes afirmaba, como Galileo, que las cualidades primarias—de
las que la principal es la extensión— son realidades matemáticas y que
las segundarias son puras transposiciones de las primarias, hechas por
los sentidos humanos. Pero el pensamiento es tan real como la materia:
cogito, ergo sum. Así llegó Descartes a un dualismo tajante, como se echa
de ver también en slf fisiología. En un polo se encuentra el mundo de
los cuerpos, cuya esencia es la extensión; en el otro polo está el mundo
interior del pensamiento: así se oponen la res extensa frente a la res cogi-
tans. Según Descartes, la materia está realmente muerta, sin más actividad
que el movimiento que le imprimió Dios en el principio. Algunos, que se
presentan como materialistas, bien examinados resultan panteístas, pero
Descartes, en uno de los polos de su dualismo, es un auténtico materialista
filosófico, ya que no tiene la menor idea de que las partículas materiales
tengan nada de vida en ningún sentido.
El dualismo cartesiano plantea la cuestión de la interrelación entre
estas dos entidades, al parecer, inconexas: mente y materia. ¿Cómo puede
producir cambios en un mundo extenso y material una mente inextensa
e inmaterial? ¿Cómo pueden las cosas materiales provocar sensaciones
inmateriales? La respuesta de Descartes y de sus seguidores fue, en efecto,
que «así dispuso Dios las cosas», y los que se encuentran dentro del
dualismo tienen no poco que decir sobre esa contestación.
En Oxford, Joseph Glanvill criticó las enseñanzas aristotélicas, defen­
diendo, en cambio, las teorías de Bacon y Descartes. La filosofía de Des­
cartes se puso de moda, sobre todo en el continente. Pero Thomas Hobbes
— 1588-1679—censuró su sistema; después de visitar a Galileo desarrolló
la ciencia dinámica, incorporándola en una filosofía mecanicista. Hobbes
166 HISTORIA DE LA CIENCIA

no comprendía el método exacto de la dinámica matemática y así creyó que


podía aplicarse a todo tipo de seres. No quería saber nada del dualismo
cartesiano: el cerebro era el órgano del pensamiento, y la única realidad
era la materia en movimiento. Porque no veía las dificultades o porque
no quería verlas, Hobbes consideró la sensación, el pensamiento y la con­
ciencia como fantasmas producidos por la acción de los átomos en el
cerebro.
Hobbes fue el primer representante moderno de altura de la filosofía
mecanicista; su actitud encontró mucha maledicencia indocumentada y cier­
tas críticas fundadas. Los platónicos de Cambridge indicaron que una
teoría que propugnaba que las únicas propiedades reales de los cuerpos
son la extensión y sus modos es incapaz de explicar la vida y el pensa­
miento e intentaban conciliar la religión y la filosofía mecanicista con una
apoteosis del espacio. Malebranche llevó aún más adelante este proceso,
identificando el Espacio Infinito con el mismo Dios, como sucedáneo
de la Forma Pura y del Acto Absoluto de Aristóteles. Spinoza proclamó la
doctrina de una sustancia infinita, de la que todas las existencias finitas
son modos o limitaciones3S. Así, Dios es la causa inmanente de un mundo
coherente; así se resuelve el dualismo cartesiano mente-materia en una
unidad superior, cuando se lo mira sub specie aetemitatis. Así es como
los filósofos escapaban a sus dificultades recurriendo a Dios. Con todo,
Hobbes produjo su impacto en el pensamiento científico.
Sir Kenelm Digby ridiculizó las cualidades esenciales de Aristóteles
y afirmó con Galileo que la explicación de todos los fenómenos han de
buscarse en las partículas «en movimiento local». También el profesor
de Newton, Isaac Barrow— 1630-1677—puso de relieve las implicaciones
de la física matemática de Galileo. La ciencia tiene por objeto estudiar el
mundo sensible, especialmente en sus aspectos de continuidad cuantita­
tiva; ahora bien, la matemática es el arte de medir y contar. Por eso, la
física, en cuanto ciencia, es totalmente matemática. El mejor tipo de ma­
temática es la geometría. El peso, la fuerza, el tiempo—cantidades
que han adquirido gran importancia desde Galileo— son difíciles de rela­
cionar con el concepto de cuerpo concebido como extensión. Si definimos
y medimos el tiempo por el movimiento, corremos el riesgo de incurrir
en círculo lógico, pues el ritmo de un movimiento implica la idea de
tiempo Afirmaba Barrow que el espacio y el tiempo son absolutos, infi­
nitos y eternos, en virtud de la omnipresencia y eternidad de Dios. El
espacio se extiende sin límites de una manera continuada y el tiempo
fluye eternamente de forma igual e independiente de los movimientos sen­
sibles. Aquí tenemos formuladas con claridad, por primera vez, las ideas
de tiempo y espacio absolutos, tal como las defendió Newton. Barrow
presenta el tiempo y el espacio como independientes de la percepción y del
35 H. A. W o l f s o n , The Philosophy of Spinoza, Harvard, 1934; Isis, núm. 64,
1935, pág. 543.
“ G. W in d r e d , “The History of Mathematical Time”, Isis, abril 1933, núm. 55,
volumen XIX (1), pág. 121.
EL RENACIMIENTO 167

conocimiento humano, con su existencia autónoma, salva su relación a Dios.


Como dice el profesor Burtt: «El mundo de la naturaleza dejó de ser el
reino de sustancias, con sus relaciones cualitativas y teológicas, para con­
vertirse definitivamente en un complejo de cuerpos que se mueven mecá­
nicamente en el espacio y el tiempo» 37. Sin embargo, ni Barrow ni Newton
ni sus inmediatos sucesores dedujeron de su nueva ciencia mecánica filo­
sofías mecanicístas ni antirreligiosas. El mismo Gassendi, que resucitó la
teoría atomística de Epicuro, fue un sacerdote católico practicante. Por su
parte, Robert Boyle le dio un toque oportuno, recordando que no todo puede
reducirse a simples fórmulas matemáticas: Boyle fue físico, químico y filó­
sofo sumamente moderado y complaciente, un auténtico ejemplar inglés.
Como científico continuó la tradición experimental de Harvey y Gil-
bert, y aceptó la teoría del método experimental propuesto por «nuestro
gran Verulano». Buscaba las relaciones que pudieran existir entre las cua­
lidades percibidas inmediatamente, sin investigar necesariamente sus últi­
mas causas, ni de tipo escolástico ni de tipo mecánico-matemático. Expli­
car un hecho no es más que deducirlo de alguna otra cosa que se conoce
mejor. En particular, deseaba enfocar así la química de las cosas corrien­
tes, sin relacionarlas con las teorías medio místicas entonces predominantes
de los principios o elementos químicos. Supo captar la importancia de la
teoría atomística, recién resucitada por Gasendi; se esforzó por conciliaria
con los elementos espaciales de Descartes, y recurrió a ella en sus especu­
laciones químicas y en su física para explicar los fenómenos del calor.
Boyle aceptó, como no podía por menos, la teoría de que las «cualida­
des secundarias» son sólo fantasmas de las sensaciones, pero observó con
razón que después cfí'todo «existen de hecho en el mundo ciertos seres
sensibles y racionales llamados hombres». Por consiguiente, como el hom­
bre con sus sentidos forma parte del universo, las cualidades secundarias
son tan reales como las primarias. Aquí Boyle, enfocando la cosa desde
un ángulo opuesto, apuntó un resultado a que ya había llegado Berkeley
y, además, empleó un argumento que aún parece tener fuerza. El mundo
de la mecánica y el mundo del pensamiento constituyen partes del conjun­
to del mundo con que ha de enfrentarse la filosofía. Posiblemente sea
necesario tratarlos como mundos totalmente independientes entre sí para
ponerlos al alcance de la comprensión humana; pero esa separación se
debe a la necesidad que tenemos de simplificar el problema y tratarlo
sucesivamente desde aspectos diferentes. Una mente superior a la nuestra
podría ser capaz de contemplar el universo de una sola mirada en toda
su complejidad.
Boyle formuló su filosofía en términos religiosos. El alma racional
del hombre lleva impresa la imagen de su Divino Hacedor y «es un ser
más noble y valioso que todo el mundo corporal». Dios no se limitó
a hacer el mundo en el principio, sino que lo conserva continuamente, ya
que el universo necesita constantemente del «concurso general» de Dios

37 B u r t t , loe. cit., pág. 154.


168 HISTORIA DE LA CIENCIA

para seguir existiendo y actuando. Este aspecto físico de la doctrina cris­


tiana de la inmanencia es un retorno parcial a la antigua idea de los
indios y árabes de la creación continua. Las causas inmediatas son me­
cánicas, pero las causas últimas son supramecánicas.
En el campo de la física, Boyie, ayudado por Hooke, mejoró la bomba
de aire, que inventó en 1654 Von Guericke, y utilizó dicha «máquina
neumática» en su obra sobre el Origen y peso del aire. Halló que el aire
es una sustancia material que tiene peso y demostró que el volumen de
una cantidad dada de aire es inversamente proporcional a la presión ejer­
cida sobre ella—una relación que descubrió posterior, pero independien­
temente, Mariotte— . Boyle observó el efecto de la presión atmosférica
sobre el punto de ebullición del agua; recogió muchos hechos sobre elec­
tricidad y magnetismo; mejoró el termómetro de Galileo, cerrándolo her­
méticamente, y registró la temperatura, invariablemente alta, del cuerpo
humano sano; vio en el calor el resultado de una «brusca» agitación
molecular. En química distinguió entre mezcla y compuesto; hizo prepa­
raciones de fósforo y de hecho recogió hidrógeno en un recipiente puesto
sobre agua, si bien él lo describió como «aire generado de novo»; obtuvo
acetona y aisló el metanol de los productos de la destilación de la madera;
estudió la forma de los cristales como orientación sobre la estructura
química.
Pero donde Boyle dio un paso de gigante sobre la mentalidad general
de su tiempo fue en su actitud resuelta al rechazar las «formas» escolás­
ticas, aún vigentes, de Aristóteles y Platón, junto con los «cuatro ele­
mentos» y con su alternativa, la hipótesis química de que la base de las
sustancias reside en los «principios» o «esencias» de la sal, azufre y mer­
curio. En el sentido estrictamente moderno, ninguno de éstos era verda­
dero elemento.
Expuso sus ideas en un triálogo, publicado en 1661 y reimpreso en
1679, titulado: The Sceptical Chymist: or Chymico-Physical Doubts and
Paradoxes, touching the Experiments whereby Vulgar Spagirists are wont
to Endeavour to Evince their Salt, Sulphur and Mercury to be the True
Principies of Things: El químico escéptico: o dudas y paradojas sobre
los experimentos con que los alquimistas vulgares suelen esforzarse por
demostrar que la sal, el azufre y el azogue son los verdaderos principios
de las cosas. He aquí cómo expone su postura el portavoz de Boyle:
A pesar de los razonamientos tan sutiles que encuentro en los libros de los
peripatéticos y de los bonitos experimentos que me han enseñado en los labora­
torios de los químicos, tengo un natural tan suspicaz o romo que me inclino
a pensar que, si ninguno de ellos puede aportar argumentos más convincentes
que los que suelen presentar para demostrar la verdad de sus asertos, un hombre
puede con toda razón abrigar ciertas dudas sobre el número exacto de esos in­
gredientes naturales de los cuerpos mixtos, ingredientes que unos prefieren llamar
elementos y otros principios.

Indica allí que el fuego, que se supone resuelve las cosas en sus ele­
mentos, en realidad produce efectos muy diferentes a distintos grados de
E L RENACIMIENTO 169

calor y con frecuencia da origen a nuevos cuerpos, que casi siempre son
evidentemente complejos. El oro resiste la acción del fuego y ciertamente
no suelta sal, ni azufre, ni azogue, pero puede alearse con otros metales
y disolverse en agua regia, y, sin embargo, recupera su forma original, lo
cual parece indicar la presencia de «corpúsculos» inalterables de oro, que
sobreviven a las combinaciones, más bien que elementos aristotélicos ni
principios alquimistas. Apunta una proposición cautelosa: «Puede con­
cederse igualmente que aquellas sustancias distintas, separadas, resultantes
o componentes de las concreciones, pueden llamarse sin gran inconveniente
elementos y principios de dichas concreciones.» Así rompió Boyle con
todas las asociaciones de ideas anteriores y formuló una definición sin pre­
tensiones de lo que es un elemento, una definición que puede emplearse
todavía, a pesar de las transformaciones radicales que ha experimentado
la química desde que Boyle escribió esas líneas. Boyle no explotó perso­
nalmente todas sus ideas de modo experimental, pero otros se aprovecharon
de ellas inconscientemente, hasta que un siglo después de Boyle las adoptó
Lavoisier y constituyeron la base de la química moderna.
Rehusó el título de par y el cargo de preboste de Eton. Un epitafio
irlandés celebra su carácter polifacético; en él se le pinta, según se dice,
como «padre de la química y tío del conde de Cork».

Pascal y el barómetro

Antes de dar por terminado este recorrido por la ciencia matemática


y física de este per&flo hemos de referirnos brevemente a Blaise Pascal
— 1623-1662— . Es conocidísimo como teólogo y fue el fundador de la
teoría matemática de la probabilidad; surgió ésta de una discusión sobre jue­
gos de azar y su estudio ha resultado de gran importancia en la ciencia
y filosofía recientes, lo mismo que en materia de estadísticas sociales. En
realidad, puede decirse que en la base de todo conocimiento empírico se
ventila una cuestión de probabilidades, que puede expresarse en términos
de una apuesta.
Pascal hizo también experiencias sobre el equilibrio de los fluidos.
Beekman observó en 1615—y de ello se hizo eco Balliani en 1630—que
las bombas de agua comprimían el aire con su acción. Galileo afirmó que
un obrero le dijo que una bomba no podía elevar el agua más de «18 co­
dos»—unos nueve metros—y Berti (o Alberti) hizo experimentos en Roma
hacia 1640. Esto inspiró a Torricelli, en 1643, la construcción de un baró­
metro de mercurio, en el que esperaba que la altura de la columna de esa
sustancia fuera menor—como de hecho resultó, unos 75 cm.— 38. Enton­
ces, bajo la dirección de Pascal, se escaló Puy de Dóme llevando un baró­
metro y se observó que la altura de éste disminuía a medida que se ascen­
día por el monte y mermaba la presión de la atmósfera. Así se comprobó
31 C. d é W aard , Thouars, 1936; recensión por G . S art o n , Isis, núm. 71. 1936,
página 212.
170 HISTORIA DE LA CIENCIA

que la columna se mantenía elevada por la presión del aire y no por


aquello de que «la naturaleza aborrece el vacío», como decían los aris­
totélicos.

Hechicería39

La creencia en la hechicería y la práctica de la magia datan, natural­


mente, de los tiempos prehistóricos y pueden constituir de hecho la matriz
de ciertas ideas, de las que vinieron a cristalizar las religiones primitivas
y las ciencias naturales. Pero cuando la Iglesia conquistó el mundo por
vez primera, las personas inteligentes consideraban los cultos de la ferti­
lidad y otras formas de hechicería como reliquias del paganismo, que no
había que temer demasiado. San Bonifacio—680-755— catalogó la creencia
en la hechicería entre las astucias diabólicas y las leyes de Carlomagno
condenaron como un crimen el matar a nadie por brujería. También la
Iglesia adoptó una actitud moderada: el invocar a Satanás, sabiendo que
estaba mal, no constituía herejía, sino simplemente pecado.
Pero en la Alta Edad Media el diablo adquirió mayor preeminencia.
Reapareció la magia de los cultos de la fertilidad en conexión con las
herejías maniqueas, hasta que Satanás se convirtió en un Lucifer deshe­
redado y en objeto de adoración de los oprimidos. Santo Tomás aplicó
su sutil ingenio a explicar y justificar la actitud anterior de la Iglesia
frente a la hechicería, arguyendo que si bien había declarado herejía el
creer que el demonio podía fabricar tormentas naturales, no se oponía
a la fe católica el sostener que podía fabricarlas artificiales, con la auto­
rización de Dios. En 1484, el Papa Inocencio VIII sancionó formalmente,
en nombre de la Iglesia, la creencia popular en la comunicación con el
diablo y sus demonios y en los poderes malignos y eficaces de hechiceros
y brujas. Entonces el pecado se convirtió en herejía, con lo que se forjó
y puso en manos de la ortodoxia un arma nueva y terrible: bastaba acu­
sar a los herejes de hechiceros para desatar contra ellos la furia popular.
Algunas de sus víctimas, que creían honradamente en sus herejías mani­
queas o en sus cultos primitivos como en su verdadera religión, ardieron
en la hoguera como mártires por practicar sus ritos. Muchos otros fueron
acusados falsamente.
Con la Reforma, los protestantes recogieron estas ideas, con la ven­
taja de que podían apoyarse en el precepto bíblico: «No dejarás con vida
una bruja», sin tener que explicar ciertos cánones antiguos de la Iglesia
que ponían en duda la realidad de la hechicería. Los protestantes rivali­
zaron con los católicos romanos en la caza de brujas. En el continente,
” Véase W . T. L ecky , History of Rationalism; M argaret A l ic e M urray , The
Witch Cult in Western Europe, Oxford, 1921; G. L. K it t r e d g e , Witchcraft in Oíd
and New England, Cambridge, M ass., 1929; C . L ’E str a n g e E w e n , Indictments for
Witchcraft, 1559-1736, L o n d re s , 1929; L ynn T h o r n d ik e , A History of Magic and
Experimental Science, 4 vols. (a los que seguirán otros), Nueva York hacia 1934;
¡sis, núm. 66, 1935, pág. 471.
EL RENACIMIENTO 171

donde era legal y normal aplicar la tortura para arrancar confesiones


y acusaciones, casi todos los acusados terminaban por confesar. En In­
glaterra, donde la tortura sólo se permitía legalmente en los pleitos sobre
testamentaría—Prerogative Courts—y no en derecho común, generalmen­
te morían protestando de su inocencia. El número total de victimas que
perecieron en toda Europa en el espacio de dos siglos oscila según los
varios cálculos, pero siempre por encima de los tres cuartos de millón.
Los acusados apenas tenían escapatoria: si se declaraban culpables, se los
quemaba vivos sin más; si no, se los torturaba hasta que confesasen.
En el Malleus Maleficarum—Martillo de las brujas—tenemos un ma­
nual para los inquisidores, escrito en el siglo xv, en el que puede verse
una relación de los procedimientos que deben emplearse para torturar
a las brujas ‘10. El salvajismo y la perfidia de los procesos legales allí des­
critos parecen casi increíbles. Allí se autoriza cualquier medio de arrancar
la confesión. Lo mismo antes que después de la tortura, el juez debe
prometer la vida a la acusada, sin decirle que se la va a encarcelar. Du­
rante algún tiempo el juez habrá de guardar su promesa, pero luego
deberá quemar a la acusada. En otros casos, el juez debe prometer que
se mostrará benigno, pero con «esta restricción mental: quiero decir be­
nigno para mí y para el Estado».
Muy pocos se aventíffaron a correr el riesgo de una muerte espantosa
protestando públicamente contra esta manía frenética. Tal vez el primero
fue el médico Cornelius Agríppa— 1486-1535— , y el segundo, posiblemente,
John *Weyer, médico del duque William of Cleves, de cuya protección
dependía. En 1563 publicó Weyer un libro para demostrar que la supuesta
hechicería se debe generalmente a ilusiones inducidas por los demonios,
que se aprovechan de las debilidades de las mujeres para provocar cruel­
dades supersticiosas y el derramamiento de sangre inocente, en que en­
cuentran sus delicias41. Un caballero de Kent, Reginald Scot, escribió
Discoverie of Witchcrajt— 1584— , donde adoptó la concepción moderna
de sentido común de que todo este asunto es una mezcla de ignorancia,
ilusión, picardía y falsas denuncias. Este libro se reimprimió varias veces
y por algún tiempo «hizo gran impresión en los magistrados y el clero» i2.
El jesuíta padre Spee en menos de dos años acompañó a la hoguera, en
Würzburg, a cerca de 200 víctimas Horrorizado por esta experiencia,
manifestó estar convencido de que todas eran inocentes y que habían
confesado, igual que todas, porque preferían morir antes que verse some­
tidas nuevamente a la tortura. En 1631 publicó un libro anónimo, en el
que decía que «con las torturas que se empleaban se podía arrancar la
confesión de hechiceros a todos los canónigos, doctores y obispos de la
Iglesia».
* MaUeus Maleficarum, trad. ingl. por M on t a g u e S u m m e r s , Londres, 1928;
recensión en Nations and Atheceum, 24 noviembre 1928.
*' E. T. W it h in g t o n , “Dr. lohn Weyer and the Witch Mania”, Studies in the
History and Method of Science, Oxford, 1917.
4! Art. “Scot”, en Dictionary of National Biography.
" W it h in g t o n , loe. cit.; C. L’E str a n g e E w e n , Witch Hunting, Londres, 1929.
172 HISTORIA DE LA CIENCIA

Pero estos valientes, cuyos nombres merecen eterno recuerdo, no pu­


dieron detener aquella locura, que se había apoderado de todas las clases.
Jacobo I escribió un libro sobre hechicería, en el que reprobaba a Weyer
y Scot; hasta médicos insignes, como Harvey y Sir Thomas Browne, asis­
tían al examen de las brujas, y así continuó aquella orgía de torturas y ho­
gueras alumbrando siniestramente todo el suelo de Europa hasta fines del
siglo x v i i e incluso más tarde. Su relato constituye la página más negra
y horripilante en la historia de la humanidad hasta las barbaries totalita­
rias de nuestros días.
La creencia en la hechicería fue desapareciendo tan sin motivo apa­
rente como comenzó. El mundo civilizado descubrió gradualmente que
había dejado de creer en la existencia de las brujas incluso antes de renun­
ciar al expediente de quemarlas. No es que el público se hubiera hecho
más tolerante ni más humanitario, sino que empezaba a no tener miedo
al poder de las brujas. De hecho se estaba preparando para la filosofía
racionalista y el frío intelectualismo del siglo xvm , que, al menos en este
asunto, se apuntó un buen tanto. Es evidente que este cambio de actitud
se debió principalmente al progreso de la ciencia, que lentamente fue
definiendo los límites del dominio del hombre sobre la naturaleza y reve­
lando los medios de conseguir ese dominio. Esta fase sólo se alcanzó en
años posteriores y el largo período que abarcamos en este capítulo se vio
manchado y desfigurado todo él por la creencia irracional en la brujería.
Aun ahora, a tres siglos de distancia, laten agazapadas tales supersticiones
bajo una ligera capa superficial, prontas a estallar entre la gente inculta
de todos los estamentos sociales.

Matemáticas

John Dee— 1527-1608— es un buen ejemplo de la confusión reinante


entre magia y ciencia. Dee dedicó mucho tiempo a la astrología, alquimia
y espiritismo, pero al mismo tiempo fue un matemático competentísimo y
uno de los primeros sostenedores de la teoría copemicana. Escribió un
prólogo erudito para una traducción inglesa de Euclides, publicada por
Billingsley en 1570. Cuando el Papa Gregorio X III corrigió el calendario
en 1582, corriendo los diez días que llevaba de retraso, el Gobierno de
Isabel de Inglaterra encargó a Dee hiciese un informe sobre los medios
de adoptar la reforma, aunque, debido exclusivamente a la oposición de
algunos obispos anglicanos, se difirió en Inglaterra la introducción de
la reforma por espacio de ciento setenta años. En 1547 importó Dee de los
Países Bajos una vara y un anillo astrológicos de Frisius y dos globos cons­
truidos por Mercator, famoso por su proyección de mapas sobre un plano,
con sus líneas de latitud y longitud trazadas en ángulos rectos. También
contribuyó a fomentar las matemáticas aplicadas el sistema de fracciones
decimales inventado por Stevin.
EL RENACIMIENTO 173

Durante todo este período mejoró de manera efectiva el arte de la


navegación. Empezó, como vimos, con el príncipe Enrique de Portugal,
y se cerró con los nombres famosos de Hawkins, Frobisher, Drake y Raiegh.
Los holandeses empezaron sus exploraciones hacia fines del siglo xvi,
bajo marinos como Erikszen y Hontman, y pronto establecieron puestos
en las Indias orientales y occidentales. En 1601 se otorgó una carta a la
compañía holandesa de la India oriental, poco antes de fundarse la
correspondiente compañía inglesa.
Ya en los límites del período siguiente se alza la figura solitaria de
Jeremiah Horrocks— 1617-1641— : en su pobre coadjutoría de Lancashire,
continuando la obra de Kepler, trazó la órbita de la Luna en forma elíp­
tica, con la Tierra formando uno de sus focos, y predijo y observó por
primera vez el paso de Venus a través del disco solar. Esto le permitió
corregir la trayectoria tradicionalmente admitida de la órbita del planeta
y el cálculo de su diámetro. El mismo Newton se reconoció deudor a
Horrocks cincuenta años más tarde.

Los orígenes de la ciencia

En este capítulo hemos podido ver, por fin, los verdaderos orígenes de
la ciencia moderna. En el Renacimiento, las ciencias naturales formaban
aún como ramas de la filosofía; pero durante el período que acabamos de
historiar lograron encontrar su propio método fundado en la observación
y experimentación e ilustrado por el análisis matemático en las cuestiones
en que éste podía ¡yjlicarse. Es cierto que Copérnico y Kepler siguieron
buscando aún las últimas causas en la armonía matemática y que esa ten­
dencia mental perduró mucho después de los tiempos de Newton en un
prurito de imaginar que cuando un fenómeno se podía expresar cuantita­
tivamente en términos matemáticos quedaba aclarado desde un punto de
vista filosófico, tanto como científico. Con todo, esta propensión no im­
pidió la obra de los experimentalistas. Estos sacudieron las cadenas dora­
das de las síntesis racionales universales, tanto aristotélicas como platóni­
cas, y así se sintieron libres para aceptar los hechos humildemente, aunque
no vieran la forma de encuadrarlos en una estructura general del saber.
Pero los mismos hechos empezaron a encajar acá y allá como piezas
sueltas de un rompecabezas, hasta que aparecieron partes del gran esque­
ma. En el período siguiente, Newton continuó este movimiento formulando
las leyes de la gravedad, que constituyeron la primera gran síntesis cien­
tífica; luego los enciclopedistas franceses del siglo xvm posiblemente
llevaron esa tendencia demasiado lejos con su exagerada filosofía meca­
nicista.
CAPITULO IV

LOS TIEMPOS DE NEWTON

Estado de la ciencia en 1660

Hemos llegado al momento más importante del alborear de la ciencia


moderna, ya que la obra de Galileo y de Kepler, coronadas magistral-
mente por la de Newton, quedaron incorporadas junto con la de éste en
la primera gran síntesis física. Creo conveniente trazar en breves líneas
el estado que alcanzó Europa en ciencia y filosofía, en virtud de los cam­
bios descritos en los capítulos anteriores.
Aunque las estructuras escolásticas de un saber universal prestaron
sus servicios como entrenamiento racional, hacía ya tiempo que resultaban
inadecuadas. Se vieron sacudidas en sus cimientos por la renovación nomi­
nalista, capitaneada por Duns Escoto y Guillermo de Occam; por el
movimiento neoplatónico, que dio una nueva base filosófica a la obra
de Copérnico y de Kepler, y, finalmente, por los resultados de los métodos
matemáticos y experimentales de Galileo, Gilbert y de sus seguidores.
Gilbert y Harvey habían enseñado los procedimientos empírico-experimen­
tales y Galileo demostró que podía descubrirse en el mismo movimiento
terrestre la simplicidad matemática, en la que Copérnico y Kepler acerta­
ron a ver el sentido latente de los fenómenos celestes. De esta manera se
llegó a definir claramente, por vez primera, los conceptos de tiempo, espa­
cio, materia y fuerza, los cuales vinieron a sustituir a las «sustancias»
y «causas» escolásticas— con las que se pretendía describir vagamente el
movimiento en un esfuerzo por explicar por qué se mueven las cosas— ,
y esos nuevos conceptos se emplearon matemáticamente para averiguar
cómo se mueven las cosas y para medir las velocidades y aceleraciones
de los cuerpos en movimiento.
También demostró Galileo experimentalmente que no se requiere apli­
car constantemente una fuerza para que un cuerpo se siga moviendo. Una
vez puesto en marcha, seguiría avanzando en virtud de una cualidad innata
relacionada de alguna manera con el peso. Aquí apuntó Galileo el concep­
to de masa e inercia, y aunque no llegó a definirlo con claridad, sus obser­
vaciones sobre los cuerpos en caída libre, bien entendidas, eran suficientes
para mostrar su exacta relación con el peso. En todo caso, el puesto de
honor que los escolásticos habían reservado para la sustancia y las cuali­
dades aristotélicas pasaron a ocuparlo definitivamente la materia y el mo­
vimiento. El sentido místico que Copérnico y Kepler atribuían a las armo­
nías matemáticas se estaba transformando en la idea de que todo cambio
LOS TIEMPOS DE NEWTON 175

que puede expresarse matemáticamente en términos de materia y movi­


miento puede explicarse también mecánicamente o en virtud de ciertas
fuerzas, como opinaba Galileo, o por contacto, algo así como los «remo­
linos» que imaginó Descartes. Todavía en 1661 hubo de combatir Boyle
ciertos conceptos escolásticos que pretendían imponerse en química; en
física estaban éstos ya muertos, aunque no enterrados, pues aún se oían
en los escritos de Newton y de sus contemporáneos ciertos ecos de las
antiguas controversias. Todavía se patentizó más la fuerza del nuevo mé­
todo matemático en la dinámica cuando en 1675 publicó Huygens sus
investigaciones sobre la gravedad, el péndulo, las fuerzas centrífugas y el
centro de oscilación.
Galileo adoptó las ideas generales de la teoría atomística, pero Gassendi
revisó y desarrolló con más amplitud la forma en que la presentó Epicuro.
Con esto el hombre incorporó a su idea sobre la estructura íntima de los
cuerpos el concepto de una naturaleza compuesta fundamentalmente de
materia en movimiento, un concepto que se comprobó primeramente en
los fenómenos a gran escala de la dinámica y astronomía. Aunque la
teoría atomística no era necesaria para la dinámica de Galileo, encajaba
perfectamente en las perspectivas científicas generales que surgieron de
su obra.
Otro concepto griego que empezó a desempeñar su papel en el pen­
samiento del siglo xvn fue el del éter interplanetario. Kepler recurrió
a él para explicar el hecho de que el Sol mantuviese a los planetas en
moviífiiento; Descartes lo imaginó como una especie de fluido sutil o ma­
teria primaria, que formaba los vórtices de su máquina celeste y sumi­
nistraba el peso y demás cualidades no incluidas en la pura extensión;
Gilbert lo utilizó para explicar la atracción magnética y Harvey como
vehículo para transportar el calor solar al corazón y a la sangre de los
animales vivos.
La idea del éter se confundía aún con el concepto de Galeno sobre
espíritus etéreos o psíquicos, que utilizó la escuela mística en un esfuerzo
por explicar la naturaleza del s e r'. Recuérdese que aún no se había esta­
blecido con claridad la distinción moderna entre materia y espíritu. El
«alma», los «espíritus animales» y otras nociones similares se considera­
ban todavía como «emanaciones», como «vapores», que para nosotros
son cosas materiales. Así se mantuvo la unidad entre espíritu y materia
hasta que Descartes vio y fijó por primera vez con nitidez la distinción
esencial existente entre la materia espacialmente extensa y la mente pen­
sante. La mayoría de los hombres de aquel tiempo parecen haber trazado
una línea divisoria entre sólidos y líquidos, por una parte, y aire, fuego,
éter y espíritu, por otra. Así, al explicar los fenómenos a base del «éter»,
se daba lugar a la intervención directa de la divinidad.
Gilbert es un buen exponente de las ideas entonces corrientes. Supo­
nía él que las fuerzas magnéticas se deben a ciertos efluvios que atraen
1 A. I. S n o w , Matter and Gravity in Newlon's Physical Philosophy, Oxford, 1926,
página 170.
176 HISTORIA DE LA CIENCIA

los cuerpos hacia el imán, y que la gravedad es de la misma naturaleza


que las fuerzas magnéticas, y que todo cuerpo posee un «alma» que emana
a través del espacio y atrae todas las cosas a él.
Finalmente, hemos de tener presente que todos los científicos compe­
tentes y casi todos los filósofos del siglo x v i i contemplaban el mundo con
ojos cristianos. La idea del antagonismo entre religión y ciencia es de fecha
posterior. Al resucitar Gassendi el atomismo tuvo buen cuidado de evitar
la implicación de ateísmo que esta teoría connotaba entre los antiguos.
Cuando los adversarios de Descartes le acusaron de que había ideado un
mecanismo cósmico tan eficiente que no dejaba lugar a la intervención de
la Providencia, se defendió diciendo que precisamente fue Dios quien
estableció las leyes de la naturaleza y que, por otra parte, podíamos llegar
a Dios a través del mundo del pensamiento. Es cierto que Thomas Hobbes
limitó la filosofía al conocimiento positivo obtenido por ciencia natural,
atacó la teología y calificó la religión de superstición aceptada. Con todo,
opinaba que el Estado debía establecer e imponer obligatoriamente la reli­
gión basada en la Sagrada Escritura. En todo caso, su actitud fue una
excepción. Hablando en general, todo investigador daba por supuesta la
tesis deísta fundamental, y eso no por motivos apologéticos, sino porque
se la consideraba como un dato universalmente aceptado con el que había
de conformarse necesariamente cualquier teoría sobre el cosmos.
Aún quedaban restos de la mentalidad medieval. Boyle se vio en la
necesidad de argüir contra las ideas escolásticas en materia de química, lo
mismo que contra las de los «alquimistas». Mientras los matemáticos
y astrónomos aceptaban la teoría de Copérnico, se seguía proponiendo en
los manuales populares el sistema tolemaico. Aún se tomaba en serio la
astrología. La guerra civil proporcionó a los astrólogos, con sus cambios
y vicisitudes, la oportunidad de presentar como casi cierto el cumplimiento
de todas sus predicciones2. Parece que el mismo Newton pensó al principio
de su carrera que la astrología merecía estudiarse. Se cuenta que cuando se
matriculó en Cambridge, en 1660, y le preguntaron qué deseaba estudiar,
respondió: «Matemáticas, porque quiero comprobar la astrología judicia-
ria» 3. Aquí tenemos una viva ilustración del cambio de mentalidad que
se produjo en vida de Newton, en gran parte por obra suya. Aunque todavía
siguieron publicándose por mucho tiempo después de Newton obras de
astrología, especialmente en forma de almanaques, para fines del siglo x v i i
sólo interesaban a los incultos.

Academias científicas4

Hubo otros factores que contribuyeron a forjar el ambiente intelec­


tual de Newton. Para entonces se habían introducido en algunas universi­
| Dict. Nat, Biography, “William Lilly”, “Henry CoIIey", “John Case”.
! Reverendo H. T. I n m a n , Sir Isaac Newton and one of his Prisms, Oxford (edi­
ción privada), 1927.
4 T. S pr a t , obispo de Rochester, History of the Royal Society, 1667; Record of
LOS TIEMPOS DE NEWTON 177

dades las nuevas doctrinas, que por tanto tiempo habían bloqueado los
aristotélicos. Aumentaba rápidamente el número de los que se interesaban
por la filosofía natural. Un índice de ese aumento fue el establecimiento
de sociedades o academias destinadas a agrupar a los intelectuales para
discutir los nuevos temas y fomentar su progreso. La primera de estas
sociedades apareció en Nápoles en 1560, bajo el nombre de Accademia
Secretorum Naturae. De 1603 a 1630 funcionó en Roma la primera Acca­
demia dei Lincei, a la que perteneció Galileo, y en 1651 los Médici fun­
daron en Florencia la Accademia del Cimento. En Inglaterra empezó
a reunirse una sociedad, en 1645, en el Gresham College o en otros sitios,
en Londres, bajo el título de Philosophical or Invisible College. En 1648
se trasladaron a Oxford la mayoría de sus miembros a causa de la guerra
civil; pero en 1660 se reanudaron las sesiones en Londres, hasta que
en 1662 Carlos II le otorgó carta formal de fundación incorporándola
a la Royal Society. En Francia, Luis XIV fundó en 1666 la correspondien­
te Académie des Sciences y pronto surgieron en otros países instituciones
similares. El influjo que ejercieron en garantizar una discusión a fondo,
en poner de relieve las opiniones científicas y en dar a conocer las inves­
tigaciones de sus miembros contribuyó considerablemente al rápido des­
arrollo de la ciencia desíie que se fundaron, sobre todo si se tiene en cuenta
que la mayoría de esas academias empezaron a dar a luz publicaciones
periódicas. La más antigua revista periódica independiente parece haber
sido Si Journal des Savants, que salió por primera vez en París en 1665.
Tres meses más tarde le siguió la Philosophical Transactions of the Royal
Society, que en un principio fue iniciativa y obra particular de su secre­
tario. No tardaron mucho en aparecer otras revistas científicas, pero a fines
del siglo xvn e incluso más tarde, los matemáticos tenían que recurrir,
sobre todo, a su correspondencia recíproca para darse a conocer mutua­
mente la labor realizada—un sistema ineficiente, que se prestaba, además,
a discusiones sobre méritos de prioridad, como ocurrió, por ejemplo, entre
Newton y Leibniz.
Kepler presentó en su obra un modelo del sistema solar, pero la escala
de ese modelo— es decir, las dimensiones reales del sistema— no podía
fijarse hasta que se midiese una distancia en unidades terrestres.
En 1672-73, Colbert, ministro de Luis XIV. envió a Jean Richer
a Cayenne, en la Guiana francesa, para realizar investigaciones astronómi­
cas con miras a la navegación. Entre otras mediciones obtuvo la paralaje
del planeta Marte; el resultado más impresionante de su obra fue la com­
probación de las dimensiones gigantescas del Sol y de los planetas mayores
y la escala inconmensurable del sistema solar. En su comparación, la
Tierra y el «rey del universo», que la habita, resultaban pigmeos.

the Royal Society, Londres, 1912...; M artha O r n s t e in , Scientific Societies in the


Seventeenth Century, Chicago y Cambridge, 1928; R . W . T. G u n t h e r , Early Science
in Oxford, 1921 y ss.; H. B r o w n , Scientific Organisation in Franee, Baltimore,
1934.
178 HISTORIA DE LA CIENCIA

Newton y la gravitación

Hemos trazado un rápido embozo del estado de los conocimientos


científicos y de las opiniones filosóficas en que empezó Newton su labor.
Isaac Newton— 1642-1727—fue hijo único, delicado y postumo, de un
pequeño terrateniente, que cultivaba 120 acres. Su hijo nació en Wools-
thorpe, Lincolnshire, y se educó en la Grantham Grammar School. En 1661
ingresó en el Trinity College, Cambridge, donde asistió a las clases de
matemáticas de Isaac Barrow. En 1664 fue elegido scholar del colegio, y en
1665, fellow. En 1665 y 1666 hubo de volver a Woolsthorpe por haberse
declarado una epidemia en Cambridge, y entonces consagró su atención
a los problemas planetarios. Las investigaciones de Galileo habían puesto
de manifiesto que tenía que haber una causa que mantuviese a los pla­
netas y a sus satélites en sus respectivas órbitas, impidiéndoles seguir tra­
yectorias rectilíneas en el espacio. Galileo había imaginado esa causa
como una fuerza; faltaba demostrar que esa fuerza—o su equivalente—
existía.
Cuenta Voltaire que Newton tuvo su intuición clave en un momento
de ocio, en que vio caer una manzana en el huerto de su casa. Esto le
indujo a cavilar sobre la causa de su caída y a preguntarse hasta dónde
se extendería la aparente atracción de la Tierra y si, de hecho, así como
actuaba en las más profundas minas y en las más altas montañas, no
llegaría hasta la Luna, lo cual explicaría su constante desviación de su
camino recto y su continuo impulso hacia la Tierra. Parece que ya Newton
—y, desde luego, otros científicos también—tuvo la idea de que la fuerza
disminuye en proporción inversa al cuadrado de la distancia. Newton nos
dejó una relación de estas primeras investigaciones en una memoria escrita
de su puño y letra, que se halló en la colección de los Newtonian papers,
que presentó a la Universidad de Cambridge, en 1872, Lord Portsmouth,
descendiente de la hermanastra de Newton, Hannah Barton. He aquí
el relato:
En el mismo año empecé a pensar en que la gravedad pudiera extenderse hasta
el orbe de la Luna, y después de averiguar la forma de calcular la fuerza con que
oprime un globo la superficie de una esfera al girar dentro de ella, basándome en
la regla de Kepler de que los períodos de los planetas están en proporción de tres
a dos de sus distancias a los centros de sus esferas, deduje que las fuerzas que man­
tienen a los planetas en sus órbitas deben ser proporcionales a los cuadrados de
sus distancias respectivas a los centros en torno a los cuales, giran. Así comparé
la fuerza necesaria para mantener a la Luna en su órbita con la fuerza de la
gravedad en la superficie de la Tierra, y vi que coincidían casi por completo. Todo
esto ocurrió en los dos años de epidemia, 1665 y 1666, pues por aquellas fechas
yo me encontraba en la flor de mi fuerza inventiva, y me preocupaba por las
matemáticas y la filosofía más que nunca después en mi vida. Lo que publicó pos­
teriormente Mr. Hugens sobre las fuerzas centrífugas supongo lo había escrito an­
tes de mis descubrimientos.

Se notará que aquí no se menciona la noticia que contó su amigo


Pemberton, según la cual Newton hubo de dejar a un lado sus cálculos
LOS TIEMPOS DE NEWTON 179

porque, debido a haberse basado en una apreciación inexacta de la magni­


tud de la Tierra, no coincidía la fuerza de gravedad con la requerida para
mantener a la Luna en su órbita. Al revés, Newton dice expresamente
que «coincidían casi por completo». El profesor Cajori5 llamó la atención
sobre este detalle; además, aduce pruebas para demostrar que.se disponía
de varios cálculos bastante buenos sobre el volumen de la tierra y que es
probable que Newton los conociese en 1666. Entre ellos figuraba el de
2
Gunter, que daba a cada grado de latitud el valor de 66 — millas oficiales
inglesas, en vez de las 60 millas que supone Pemberton haber calculado
Newton. Dice Cajori:
Teniendo en cuenta que Newton compró el ‘libro de Gunter', es muy probable,
casi cierto, que conoció el cálculo de Gunter sobre el volumen de la Tierra, según el
2
cual 1 grado = 66 - j millas oficiales inglesas, que es aproximadamente el valor
que ¡e asigna Snell. Si Newton se basó en esta equivalencia, entonces obtuvo 15,53
pies de caída de un cuerpo en un segundo de su estado de reposo—en vez de los
16,1 pies que es la cifra correcta—. Esto supone un error de tres y medio por
ciento. Acaso este resultado pudo sugerir su observación de que "encontró que
coincidían casi por completo”.

J. C. Adams y J. W. L. Glaisher indicaron en 1887 otra razón más


probable para explicar por qué Newton pudo diferir la publicación de sus
cálculos. La teoría gravitacional presentaba una dificultad, que Newton
apreció en todo caso. Resultaban tan pequeños los volúmenes del Sol
y de los planetas en comparación con las distancias existentes entre ellos,
que al considerar sus^felaciones mutuas puede operarse perfectamente con
cada uno de esos cuerpos, al menos aproximadamente, como si estuvieran
concentrados en un punto. Pero la Luna dista menos relativamente de la
Tierra y era dudoso si se podía tomar legítimamente cualquiera de estos
cuerpos como un punto compacto. Más aún, al calcular las fuerzas mutuas
de la Tierra y de la manzana, debemos tener en cuenta que la Tierra resulta
gigantesca comparada con el volumen de una manzana o con la distancia
que media entre ambas. Se ve en seguida la enorme dificultad de calcular
por primera vez la atracción combinada de todas sus partes sobre un cuer­
po pequeño colocado cerca de su superficie. Probablemente fue éste el
motivo principal que movió a Newton a dejar a un lado su trabajo de 1666.
Afirma Cajori que Newton comprobó también las variaciones de la grave­
dad en función de la latitud y el efecto de la fuerza centrífuga desarrollada
por la rotación de la Tierra, y dice que el calcularla resultó «más difícil de
lo que había supuesto». Parece que Newton volvió a abordar este pro­
blema hacia 1671, pero tampoco entonces dio ningún paso para publicar
sus resultados. Posiblemente le disuadieron de ello las mismas considera­
ciones antes apuntadas, aparte de que por entonces estaba muy contrariado
por las controversias a que le habían conducido sus experimentos ópticos.
5 Sir Isaac Newton, History of Science Society, Baltimore, 1928, pág. 127.
180 HISTORIA DE LA CIENCIA

Decía: «Durante algunos años me he esforzado por desviar mi atención


de la filosofía y concentrarla en otros estudios.» De hecho, parece que
le interesaba más la química que la astronomía, y la teología más que
cualquier rama de las ciencias naturales; en cambio, años más tarde
lamentaba el tiempo que le había restado la «filosofía» de sus deberes
en la Casa de la M oneda6.
En 1673 publicó Christian Huygens— 1629-1695—su obra sobre diná­
mica Horologium Oscillatorium. Christian fue hijo de un diplomático y
poeta holandés. Dando por supuesto el principio de la vis viva—que ahora
llamamos energía cinética—en los sistemas dinámicos, Huygens elaboró
la teoría del centro de oscilación e inició un nuevo método, que podía
aplicarse a muchos problemas mecánicos y físicos. Determinó la relación
entre la longitud del péndulo y su tiempo de vibración, inventó el resorte
regulador para los relojes y desarrolló la teoría de las evolutas, incluyendo
las propiedades de los cicloides.
Pero, para nuestro propósito inmediato, los resultados de mayor im­
portancia fueron los que obtuvo sobre el movimiento circular, y que con­
signó al fin de su libro, aunque, como dije anteriormente, seguramente
Newton llegó a las mismas conclusiones ya en 1666. Podemos ponerlas en
forma más sencilla y moderna 1. Cuando un cuerpo de masa m describe
un recorrido circular de radio r con una velocidad v, como una piedra
puesta en la nuez de una honda, ha de actuar una fuerza dirigida hacia
el centro. Huygens demostró que la aceleración a producida por esa fuerza
tiene que ser igual a v2/r.
En 1684 flotaba en el ambiente la cuestión general de la gravitación.
Parece que Hooke, Halley, Huygens y Wren demostraron independiente­
mente que si las órbitas planetarias, que, en realidad, son elipses, se
toman como círculos, entonces la ley de la fuerza es inversa al cuadrado8.
Esto se deduce directamente de la prueba de Huygens de que la a, en un
‘ L. T. M o r e , Isaac Newton, a Biography,
Nueva York y Londres, 1934.
7 La aceleración a hacia el centro del mo­
vimiento, actuando por un breve tiempo í,
producirá una velocidad radial ai. Suponga­
mos una velocidad v en el recorrido circular
de la figura 3 y, por tanto, en cualquier mo­
mento a lo largo de la tangente al círculo.
Entonces en el pequeño rectángulo que fi­
gura encima del círculo, que representa las
velocidades sobre el radia y la tangente, los
lados adyacentes están en la proporción de
C t t jv , la cual razón es igual al ángulo pequeño
formado entre los radios trazados a dos pun­
tos sucesivos de la circunferencia, o sea, vt/r.
Por tanto, tenemos:
«f vt v2
v r r
Ahora bien, como la fuerza, tal como la define Newton, equivale al producto de la
masa por la aceleración, la fuerza centrípeta necesaria para mantener un cuerpo en
movimiento circular es mv’/r.
1 W. \Y. Rot'SE B all, History of Malhematics, Londres, 1901, pág. 342.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 181

círculo de radio r, es v2/r, y de la tercera ley de Kepler, a saber, que los


cuadrados de los períodos, y, por tanto, los valores de r2/v 2, varían en
proporción a r3. Este último resultado demuestra que v2 varía como 1/r.
De aquí se deduce que v2/r, que es la aceleración y, por tanto, la fuerza,
varía en la relación de 1/r2.
Varios Fellows de la Royal Society, profundizando más aún en la ma­
teria, discutieron en concreto si un planeta que se moviese por efecto de
la atracción inversamente al cuadrado de la distancia, como sugiere la
tercera ley de Kepler, describiría una elipse de acuerdo con su primera
ley. Desesperando Halley de encontrar una solución matemática por otros
conductos, fue a ver a Newton, en el Trinity College, de Cambridge, y en­
contró que éste había resuelto el problema hacía ya dos años, aunque había
extraviado sus apuntes. Pero Newton escribió otra solución y se la mandó
a Halley, en Londres, junto con «otro mucho material». Animado por
Halley, Newton volvió a ocuparse del tema, y en 1685, vencidas las difi­
cultades del cálculo, demostró que una esfera de materia dotada de gravi­
tación atrae los cuerpos exteriores a ella como si toda su masa estuviese
concentrada en su centro. Esta feliz demostración justificó el que se sim­
plificase el problema tomando el Sol, los planetas, la Tierra y la Luna
como si fueran puntos compactos, y convirtió lo que habían sido cálculos
hechos un poco a la buena de Dios en pruebas de suma precisión. El
doctor J. W. L. Glaisher resaltó la importancia de esta demostración con
las palabras:
Sabemos por declaración expresa de Newton que nunca había esperado tan
hermoso resultado hasta^jue surgió de su investigación matemática; pero una vez
que demostró tan soberbio teorema, automáticamente todo el mecanismo del uni­
verso quedó abierto ante sus ojos... Ahora tenía en sus manos el aplicar el análisis
matemático con toda precisión a los problemas reales de la astronomía9.

Este éxito despejó el camino para la investigación original de Newton,


en la que se propuso relacionar las fuerzas astronómicas con la atracción
que ejerce la Tierra sobre los cuerpos que caen al suelo. Utilizando la nueva
medición que hizo Picart de la Tierra, volvió a estudiar su antiguo tema,
es decir, la cuestión de la gravedad y de la Luna. Ahora podía darse por
supuesto que la Tierra tenía un foco de atracción en su centro y no le fue
difícil comprobar esta suposición. La distancia a la Luna es de unos
60 radios terrestres, y el radio terrestre es de unas 4.000 millas. De aquí se
sigue que la Luna se desvía de su trayectoria recta para acercarse a la
Tierra unos 0,0044 pies por segundo. Si es cierta la ley de la proporción
inversa al cuadrado de la distancia, esa misma fuerza tenía que ser 602,
o sea, 3.600 veces más intensa en la superficie de la Tierra, y haría que
los cuerpos cayesen en el suelo a razón de 16 pies por segundo— es decir,
3.600 por 0,0044— . Esto estaba de acuerdo con los hechos observados en
aquella época y la prueba fue concluyente. Así demostró Newton que la
9 J. W . L. G l a i s h e r , A ddress on the bi-centenary ol the publication o f N ew ton’s,
Principia, 1887.
182 HISTORIA DE LA CIENCIA

caída corriente al suelo de una manzana o de una piedra y el majestuoso


recorrido de la Luna dentro de su órbita obedecen a una misma e idéntica
causa—aunque una causa desconocida— .
Esta prueba de que la gravedad convierte la órbita planetaria en
elipse significaba la racionalización de las leyes de Kepler; con ella hacía
extensivos a los movimientos de los planetas los resultados que había
obtenido para los de la Luna. Esto supuesto, ya podía deducirse todo el
complicadísimo movimiento del sistema solar con suponer que cada
partícula de materia actuaba como si atrajese a todas las demás partículas
con una fuerza proporcional al producto de las masas e inversamente
proporcional al cuadrado de su distancia mutua. Se vio entonces que los
movimientos así obtenidos coincidían exactamente con los que se habían
observado durante dos siglos. Se llegó a controlar a los mismos cometas,
cuyos movimientos se suponía anteriormente caprichosos e inaccesibles al
cálculo; en 1695 escribió Halley que el recorrido del cometa que observó
en 1682 indicaba que obedecía a las leyes de la gravedad, que volvía
periódicamente, que indudablemente era el mismo cometa que aparece
en el tapiz de Bayeux y que se creyó era un fenómeno portentoso, que
venía a presagiar cataclismos a los sajones en 1066.
De esta manera entraron en el campo de la investigación humana esos
cuerpos celestes, que Aristóteles consideró divinos, incorruptibles y espe­
cíficamente diferentes de éste nuestro mundo imperfecto; así se demostró
que su actividad obedecía a una gigantesca armonía matemática, regida
por los principios de la dinámica, que establecieron Galileo y Newton
con sus experimentos e inducciones terrestres. La aparición de los Principia
de Newton, publicados en 1687, en que se fijan los principios matemá­
ticos de la filosofía natural, marcó el acontecimiento acaso más grande
de la historia de la ciencia—desde luego, el más grande hasta estos últimos
años— .
Entre los efectos secundarios de la gravitación están las mareas. Antes
que Newton estudiase esta cuestión reinaba gran confusión sobre ella.
Kepler opinó que las mareas se debían a la Luna, pero Kepler era un
astrólogo y creía en otras muchas influencias estelares y planetarias. Por
eso probablemente se rió Galileo de él, por «dar oído y asentimiento
a la preponderancia de la Luna sobre las aguas, a ciertas propiedades
ocultas y a otras bobadas por el estilo» ,0.
Los Principia establecieron por primera vez una sólida base para la
teoría sobre las mareas. Newton investigó matemáticamente el efecto
gravitatorio conjunto de la Luna y del Sol sobre las aguas de la Tierra,
teniendo en cuenta la inercia del agua en movimiento y los efectos per­
turbadores de los canales y de los estrechos. Las condiciones son suma­
mente complejas y fueron muchos los matemáticos posteriores a Newton
que elaboraron minuciosamente la teoría de las mareas, entre los cuales

“ System of the World, Galileo Galilei, Diálogo IV , citado por J. P rou dm an ,


Isaac Newton, ed. W. J. Greenstreet, Londres, 1927, pág. 87.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 183

podemos mencionar a Laplace y a Sir George Darwin. Pero el enfoque


general de los Principia sigue en vigor.

Masa y peso

La idea de masa como base de la inercia y como distinta de peso


aparece por primera vez, implícitamente, en la obra de Galileo, y, explíci­
tamente, en los escritos de Balliani, capitán de arqueros en Génova, el
cual introdujo la distinción entre moles y pondus Los Principia precisa­
ron más esta distinción. Newton enfocó la masa desde el punto de vista
de la densidad, teniendo en cuenta los experimentos de Boyle sobre la
presión y el volumen del aire. Como la presión p y el volumen v son inver­
samente proporcionales entre sí para una cantidad dada de aire, su pro­
ducto pv es constante y puede tomarse como medida de la cantidad de
materia contenida en el volumen de aire empleado, o en la teoría atomís­
tica, como índice del número de partículas encerradas en dicho volumen.
Newton definió la masa como «la cantidad de materia de un cuerpo me­
dida por el producto de su densidad y volumen», y la fuerza, como «cual­
quier acción sobre un cuerpo que cambia o tiende a cambiar su estado de
reposo o de movimiento úniforme en línea recta».
Luego resume los resultados de sus observaciones y definiciones en
estas tres leyes de movimiento:
*
1.* Todo cuerpo mantiene su estado de reposo o de movimiento uniforme rec­
tilíneo, a menos que intervenga alguna fuerza que le haga cambiar su estado previo.
2.‘ El cambio en eHHovimiento (es decir, la razón del cambio de “momentum”,
o producto de la aceleración por la masa) es proporcional a la fuerza motora que
se le aplica, y se produce siguiendo la dirección de la línea recta en que se aplica
dicha fuerza.
3.* La reacción es siempre igual y contraria a la acción; es decir, que las ac­
ciones de dos cuerpos entre sí son siempre iguales y directamente opuestas.

Las fórmulas en que condensó Newton los principios dinámicos fun­


damentales sirvieron de base suficiente para el desarrollo de esta materia
durante dos siglos. Nadie tuvo nada serio que oponer a los supuestos
latentes en las fórmulas newtonianas hasta que Emst Mach publicó en
1883 la primera edición de su Mecánica'1... Observa Mach que las defi­
niciones de masa y fuerza de Newton nos cierran en un círculo lógico, ya
que nosotros sólo conocemos la materia por sus efectos sobre nuestros
sentidos y sólo podemos definir la densidad como masa por unidad de
volumen.
Al compendiar la historia de los orígenes de la dinámica hace ver
Mach que la labor que realizaron en este campo Galileo, Huygens y New­
ton sólo implica en realidad el descubrimiento de un único principio fun­
11 Cfr. “Newton and the Art of Discovery”, por J. M. C h il d , en Isaac Newton,
página 127. Piensa Mr. Child que Balliani pudo haber influido en Newton.
11 Dr. E. M a c h , Die Mechanik in ihrer Entwickelung, 1883.
184 HISTORIA DE LA CIENCIA

damental, aunque debido a los accidentes históricos inevitables en una


materia totalmente nueva se expresó en muchas leyes o teoremas, al pare­
cer, independientes.
Cuando dos cuerpos actúan recíprocamente el uno sobre el otro, como,
por ejemplo, por mutua atracción o en virtud de un resorte .tenso uniendo
a ambos, la relación de las aceleraciones opuestas que producen el uno
sobre el otro es constante y depende solamente de algo que hay en los
cuerpos y que podemos llamar masa, si así nos place. Una vez estable­
cido experimentalmente este principio, podemos definir las masas rela­
tivas de ambos cuerpos midiéndolas por la razón inversa de sus aceleracio­
nes contrarias, y la fuerza que actúa entre ellas, como el producto de la
masa de cada una de ellas por su respectiva aceleración.
De esta manera escapamos al círculo lógico en que incurren las defi­
niciones newtonianas de masa y fuerza para establecer una proposición
sencilla, basada en la experimentación, y de la cual pueden fluir los dis­
tintos principios enunciados por Galileo, Huygens y Newton, como las
leyes que rigen la caída de los cuerpos, la ley de la inercia, el concepto
de masa, el paralelogramo de fuerzas y la equivalencia entre trabajo
y energía.
Con sus experimentos sobre la caída de los cuerpos descubrió Galileo
que la velocidad aumentaba proporcionalmente al tiempo. Esto nos da
como relación primordial el que la medida del aumento de momentum
se obtiene multiplicando la fuerza por el tiempo, o sea, que mv = ft,
que es la ley de Newton. Pero si, por casualidad, hubiese descubierto
primero Galileo el hecho de que el cuadrado de la velocidad producida
por una aceleración « aumentaba con el espacio e recorrido, hubiese apa­
recido como primaria la relación v2 = 2«e, que es la equivalente de la ecua­
ción trabajo-energía de Huygens, a saber: je = — mv2. Así, pues, fue un
puro azar de la historia el que determinó que pareciera más sencilla
e importante la relación fuerza-momento, difiriendo así la aceptación y di­
fusión de las ideas trabajo-energía. Pero, en realidad, son interdependien-
tes y cualquiera de ellas puede fluir de la otra.
Volviendo a las definiciones de Newton, también podemos escapar al
círculo lógico por otro camino, que aunque acaso resulte menos completo
que el seguido por Mach, arroja luz sobre los problemas implicados.
Reconoció Newton que nosotros sacamos la noción mecánica de fuerza de
la sensación de esfuerzo muscular; por ahí pudo haber fescapado al círcu­
lo. Podemos considerar la dinámica como la ciencia de racionalizar nues­
tras sensaciones sobre la materia en movimiento, igual que la ciencia del
calor, la térmica, se ocupa de nuestras sensaciones calóricas. Así como
tenemos ideas primarias sobre el espacio— o longitud—y el tiempo, deri­
vadas de la experiencia, así, de parecida manera, nuestras sensaciones
musculares nos sugieren la idea de fuerza. Vemos que fuerzas iguales
—medidas grosso modo por nuestras sensaciones musculares—producen
diferentes aceleraciones sobre distintos cuerpos o piezas materiales; ahora
LOS TIEMPOS DE NEWTON 185

bien, podemos llamar masa a la inercia de cada pieza o a su resistencia


a la fuerza / y medirla por su proporción inversa a la aceleración a pro­
ducida por una fuerza dada. Y entonces tenemos m = }/&. Así obtenemos
la idea de masa de un estado mental, es decir, de nuestra sensación muscu­
lar de fuerza. Alguno tal vez censurará este método por introducir la
psicología en la física, pero tiene su interés el observar que así es posible
evitar el círculo lógico de la física.
Una vez que nos hemos formado así un concepto claro de masa, des­
cubrimos que las masas relativas de los cuerpos permanecen práctica­
mente constantes. Entonces podemos adoptar la hipótesis de que esa cons­
tancia aproximada es rigurosamente real o, al menos, segura hasta un alto
grado de aproximación y, consiguientemente, podemos utilizar la masa M
como una tercera unidad fundamental, que viene a sumarse a las de lon­
gitud L y tiempo T. Se pudo comprobar que toda la innumerable serie
de consecuencias deducidas de este principio correspondía con absoluta
precisión a la observación y experimentación hasta que se presentaron en
escena J. J. Thomson y Einstein. Por tanto, se contrastó profusamente
y todavía está en vigor, salvo en rarísimos casos.
Una vez medida la masa por su inercia quedaba el problema de hallar
su relación con el peso, Q.sea, la fuerza con que la materia es atraída hacia
la Tierra. Newton resolvió también este problema.
Los experimentos de Stevin y Galileo habían demostrado que dos cuer­
pos de diferentes pesos, Pi y Pi, caen al suelo a la misma velocidad. El
peso es la fuerza producida por la gravedad y los resultados experimen­
tales demuestran que las aceleraciones «i y «a desarrolladas por las fuer­
zas de la gravedad soTF iguales. Basándonos en la definición de masa dada
anteriormente, las masas relativas de ambos cuerpos, m\ y m2, quedan
definidas por estas relaciones:
m\ = P i/a , y m2 = P :¡/“ 2
0 a, = P,/m i y « ¡ = Pi/nt 2 .
Ahora bien, por muchos juegos de manos que se hagan con estas
fórmulas13 y por muchas elucubraciones metafísicas, como las que los
escolásticos aprendieron de Aristóteles, es imposible determinar la relación
existente entre las dos aceleraciones de estos dos cuerpos diferentes en su
caída libre. Fueron necesarios los experimentos de Stevin y Galileo con
pesos dejados caer para demostrar que, de hecho, o¡, es igual a a 2. Pero
una vez probado esto se sigue de las definiciones de masa, peso y fuerza,
tal como quedan formuladas en las ecuaciones, que
P\ Pi P\
------ = ------- o ------ = ------- ;
mi m2 P2 mi
11 A menos de que el prestidigitador sea Einstein y de que las fórmulas conten­
gan el principio de la relatividad, que se basa también en la experimentación.
Parece que Mach se equivoca aquí; afirma que la proporcionalidad entre peso y
masa ss deduce de su definición de masa, pero implícitamente introduce el resul­
tado de a , = a 2.
186 HISTORIA DE LA CIENCIA

es decir, que los pesos de ambos cuerpos son proporcionales a sus masas,
resultado realmente notable, el cual exige, como dijo Newton, que la gra­
vedad «proceda de una causa que... opere no conforme a la cantidad de
las superficies de las partículas sobre las cuales actúa—como suelen operar
las causas mecánicas— , sino conforme a la cantidad de materia sólida que
contienen» u . Y, de hecho, los resultados astronómicos de Newton de­
muestran que la causa de la gravedad debe penetrar «hasta el mismo cora­
zón del Sol y de los planetas sin experimentar la menor merma de su
fuerza».
Los experimentos de Galileo no lograron gran precisión ni, en realidad,
podían lograrla. Balliani los repitió con mayor exactitud dejando caer una
bola de hierro y otra de cera del mismo tamaño, al mismo tiempo y desde
el mismo punto. El resultado fue que cuando la bola de hierro dio en el
suelo después de recorrer la altura de 50 pies, a la de cera le faltaba un
pie. El atribuyó la diferencia, con razón, a la resistencia del aire, la cual,
aunque es igual en ambos casos, es más eficaz en frenar la bola de menor
peso '5. Newton se puso a examinar el resultado más a fondo. Demostró
matemáticamente que el tiempo del vaivén de un péndulo debe variar en
proporción directa a la raíz cuadrada de la masa, y en proporción inversa
a la raíz cuadrada del peso. Luego hizo experimentos esmerados y pre­
cisos con diferentes péndulos, utilizando discos del mismo tamaño, para
que todos ellos ofreciesen la misma resistencia al aire. Algunos discos eran
sólidos, de materiales diferentes; otros, huecos, llenos de diferentes líqui­
dos o partículas, como, por ejemplo, grano. El resultado fue que en todos
los casos, tratándose de péndulos de la misma longitud y funcionando en
el mismo sitio, el tiempo del vaivén era igual, salvo un reducido margen
de error debido a la imprecisión de la medición. Así comprobó Newton
con mucha mayor exactitud el resultado, que pudo ya haberse deducido del
experimento de Galileo, a saber, que el peso es proporcional a la masa.

Adelantos en matemáticas

Uno de los resultados inmediatos que produjo la aplicación de la me­


cánica matemática a los problemas de la astronomía fue comprobar la
necesidad de mejorar los instrumentos matemáticos utilizados en la inves­
tigación. Esto explica que durante el período que presenció la labor de
Kepler, Galileo, Huygens y Newton se produjese un notable incremento
en el conocimiento y manejo de las matemáticas.
Newton y Leibniz desarrollaron el cálculo infinitesimal en formas dife­
rentes y, al parecer, independientemente, a pesar de la controversia en que se
enredaron posteriormente ’4. La introducción de la idea de velocidad varia­
ble exigía la creación de un procedimiento para manejar los índices de

“ Principia, ed. 1713, págs. 483-484.


13 J. M . C h i l d , loe. cit.
“ L. T. M o r e , Isaac Newton, Nueva York, 1934, pág. 565 y ss.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 187

variación de cantidades cambiantes. Una velocidad constante se mide por


el espacio e recorrido en un tiempo t, y la cantidad e /t tiene el mismo
valor, sean cuales sean los valores de e y t. Pero si varía la velocidad, sólo
puede determinarse su valor en un momento dado tomando un tiempo tan
corto que apenas sea apreciable el cambio de velocidad y midiendo el
espacio recorrido en ese breve tiempo. Cuando el espacio y el tiempo se
reducen ilimitadamente, convirtiéndose en infinitesimales, su cociente da
la velocidad en el instante, lo cual expresó Leibniz con la fórmula de/dt,
Llamada coeficiente diferencial entre e y t. En su método de cálculo de
variaciones expresó Newton la misma cantidad con la letra s -é-, pero
esta fórmula resulta menos conveniente y actualmente ha quedado suplan­
tada por la de Leibniz. Hemos tomado como ejemplo el espacio y el
tiempo, pero pueden tratarse de la misma manera cualquier grupo de
dos cantidades interdependientes y su índice de variación puede escribir­
se dx/dy, según la fórmula de Leibniz, o x, según la de Newton ’7.
Se llama integración el proceso inverso, consistente en sumar las dife­
renciales o en calcular la misma cantidad conociendo sus índices de cam­
bio; generalmente, esta operación ofrece mayor dificultad. Es necesaria
para solucionar problemas tales como el que hubo de resolver Newton de
calcular la atracción de toda una esfera a base de las atracciones de cada
una de sus innumerables partículas ,8. Arquímedes utilizó un método equi­
valente para calcular las áreas y volúmenes, pero su procedimiento era
demasiado avanzado para su época y cayó en el olvido.
Se llama ecuación diferencial la que contiene coeficientes diferenciales.
La mayoría de los problemas físicos pueden plantearse como ecuaciones
diferenciales; la dificultad reside de ordinario en integrarlas y resolver­
las Hay un hecho en que se ve que Newton estaba familiarizado con
este principio, y es que calculó una tabla en que daba la refracción de un
rayo de luz al pasar a través de la atmósfera con un procedimiento que
equivalía a formar la ecuación diferencial de la trayectoria del rayo20.
17 Pueden calcularse los valores de estos coeficientes diferenciales para distintas
funciones; v. gr., si y ~ xn, se puede demostrar que dyjdx = nx?—
11 A cada diferenciación corresponde una integración; así, al ejemplo de dife­
renciación expuesto arriba corresponde la integral de i". Puede demostrarse que

a no ser que n sea — 1, cuando la integral es log x + c. En cada caso c es una


constante desconocida, que puede eliminarse en muchos problemas prácticos.
'* Como ejemplo sencillo se puede disponer la ecuación y dx + x dy = 0 en
esta otra forma:
dx dy
0
* y
Entonces podemos integrar los términos uno a uno, lo cual nos da

I dx
-----+
x
ó log x + log y = c

" Carta a F l a m s t e e d , Catalogue of the Newton MSS., Cambridge, 1888, p . xiii.


188 HISTORIA DE LA CIENCIA

Probablemente, Newton obtuvo muchos de sus resultados por las coor­


denadas de Descartes o por el cálculo de variaciones, pero en sus Principia
los redujo a fórmulas geométrico-euclidianas. El cálculo infinitesimal no
se fue conociendo sino muy poco a poco; pero tal como lo estructuraron
Leibniz y Bemouilli constituye la base de la matemática moderna, tanto
pura como aplicada.
•También hizo adelantos Newton en otras ramas de la matemática. Esta­
bleció el teorema del binomio, desarrolló gran parte de la teoría de las
ecuaciones e introdujo los símbolos de las letras. En física matemática,
además de la labor que realizó en dinámica y astronomía, y que ya hemos
descrito, fundó la teoría lunar y calculó las tablas por las que podía
predecirse la posición futura de la Luna entre las estrellas—una obra de
sumo valor para la navegación— . Creó la hidrodinámica, incluso la teoría
de la propagación de las ondas, e introdujo muchas mejoras en la hidros-
tática.

Optica física y teorías sobre la luz

Ya por sí sola la labor que realizó Newton en óptica le hubiese ele­


vado al más alto rango entre los hombres de ciencia2'. En 1621 descubrió
Snell la verdadera ley de refracción, según la cual los senos de los ángulos
de incidencia y refracción guardan una relación constante; Fermat, por
su parte, indicó que ésa era la trayectoria que daba el mínimum de tiempo
de paso. En 1666 se procuró Newton un «prisma de vidrio triangular para
probar los famosos fenómenos de los colores» y eligió la óptica como el
tema primero de sus clases e investigaciones. El primer trabajo científico
que publicó versaba sobre la luz y apareció en Philosophical Transactions
of the Royal Society, en 1672. Refiere De la Pryme en su diario que
en 1692 Newton dejó en su cuarto una luz encendida al ir a la capilla,
que prendió fuego y que se quemaron todos sus papeles, en los que había
condensado la labor de veinte años sobre óptica. Pero en el prólogo de
Newton a su libro no se menciona esta pérdida. Se dice en él: «Escribí un
tratado sobre la luz a petición de algunos caballeros de la Royal Society
en el año 1675... y el resto lo añadí doce años después.»
El arzobispo de Spalatro, Antonio de Dominis, propuso en 1611 una
teoría sobre el arco iris, en la que sugería que la luz reflejada desde la
superficie interior de las gotas de agua se coloraba al atravesar agua de
lluvia de diferente espesor. Descartes dio una explicación mejor, relacio­
nando el color con la refracción y calculando acertadamente el ángulo del
arco. Marci hizo pasar la luz blanca a través de un prisma y observó que
los rayos de color no volvían a dispersarse al pasar por un segundo prisma.
21 Opticks, or a Treatise of the Reflections, Refractions, Inflections and Colours
of Light, por Sir I saac N e w t o n , Knt, Londres, 1704, 1717, 1721, 1730. Véase tam­
bién “Newton’s Work in Optics”, por E. T. W h it t a k e r , en Isaac Newton, ed.
W . J. Greenstreet, Londres, 1927; y e n A History of Theories of the Aether and
Electricity, E. T. Whittaker, 1910.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 189

Newton esclareció la materia ampliando los experimentos y restaurando


la luz blanca mediante la concentración de los rayos de color. También
atribuyó a causas parecidas los colores que perturban la visión telescópica;
de aquí dedujo equivocadamente que no se podía impedir al mismo tiempo
la refracción, que es la base de los aumentos de la lente, y así, consideran­
do la cosa sin remedio, desistió de intentar mejorar los telescopios refrac­
tarios existentes, y en vez de ellos inventó un telescopio de reflexión.
Luego analizó los colores que se forman en láminas delgadas, como
los que todos saben que se producen en las burbujas y en varias películas
y que ya describió Hooke. Presionando un prisma de vidrio contra una
lente de curvatura conocida, los colores aparecían formando círculos, por
lo que se llamaron los «anillos de Newton». Se midieron cuidadosamente
esos anillos y se los contrastó con los cálculos sobre el espesor de la pelícu­
la de aire entre punto y punto. Repitió el experimento utilizando única­
mente la luz de un solo color, con lo que apareció ésta alternando con
círculos oscuros. Newton dedujo que la luz de cada color concreto sufría
alternativas de fácil transmisión y reflexión. Si se miraban a la luz refle­
jada los anillos formados por la luz blanca, los ojos no reflejaban ese color
particular, que se transmitía a determinada densidad, de forma que los
ojos veían la luz blanca ¿esprovista de ese componente particular, lo cual
quiere decir que veían un color complejo. De aquí concluyó Newton que,
por lo menos, algunos colores de los objetos naturales se debían a su
estructura minúscula y calculó las dimensiones necesarias para producir
esos efectos.
También reprodujo y amplió los experimentos que hizo Grimaldi para
demostrar que los ha'Sís de luz sumamente delgados, que ordinariamente
avanzan en línea recta, sufren una inclinación en los filos agudos de los
obstáculos, hasta el punto de formar sombras mayores de las que debían
y bordes de color. Newton demostró que aumenta esa desviación al hacer
pasar la luz a través de una estrecha ranura formada entre el filo de dos
cuchillos e hizo atentas observaciones y mediciones del ancho de la ranura
y de los ángulos de desviación.
También examinó los efectos extraordinarios de refracción que des­
cubrió Huygens en el espato de Islandia. Al incidir un rayo en este
mineral se desdobla en dos rayos refractados, y al aislar uno de estos
rayos, puede pasar a través de otro cristal de espato si su eje es paralelo
al del primer cristal, pero no puede pasar si los ejes de ambos cristales
forman ángulos rectos entre sí. No se le ocultó a Newton que estos hechos
indicaban que, cualquiera que fuese el rayo de luz, no puede ser simétrico,
sino que tiene que ser diferente de alguna manera en sus distintos lados.
Aquí está la esencia de la teoría de la polarización.
Aparte de todas estas observaciones había que tener en cuenta otro
hecho al estudiar la naturaleza de la luz. Observó Roemer, en 1676, que
cuando la Tierra se encuentra entre el Sol y Júpiter, los eclipses de sus
satélites se producen siete y ocho minutos después. En este último caso,
la luz de los satélites tiene que recorrer una distancia mayor que er. el
190 HISTORIA DE LA CIENCIA

primer caso, equivalente al diámetro de la órbita de la Tierra; por la obser­


vación de esta diferencia se vio, evidentemente, que la luz no se propaga
instantáneamente, sino que emplea tiempo en hacer su recorrido.
Dice Newton que tenía propósito de realizar ulteriores experimentos
con la luz, pero en vista de que le era imposible realizarlos, no sacó con­
clusiones concretas sobre su naturaleza y se hubo de contentar con propo­
ner varios interrogantes, cuya investigación y solución dejaba a otros. Pa­
rece haber resumido su opinión definitiva en la pregunta 29 22:
¿No serán los rayos de luz cuerpos diminutos emitidos por las sustancias bri­
llantes? Pues tales cuerpos pasarán por "medios” uniformes en línea recta sin des­
viarse hacia la sombra que es precisamente la naturaleza de los rayos de luz...
Si la refracción obedece a la atracción de los rayos, los senos de incidencia deben
guardar una proporción dada con los senos de refracción.

Es fácil demostrar que en la teoría de la emisión esa «proporción dada»


debe medir la relación de la velocidad de la luz entre medios de distinta
densidad. Continúa Newton;
Lo único que se necesita para poner los rayos de luz en alternativas de fácil
reflexión y de fácil transmisión es que se trate de cuerpos minúsculos, los cuales
por su poder de atracción o por cualquiera otra fuerza hacen vibrar el medio en
que actúan, y esas vibraciones, al ser más veloces que los rayos, los alcanzan suce­
sivamente y los agitan hasta aumentar o disminuir sus velocidades alternativa­
mente y provocar en ellos esas alternativas. Finalmente, la refracción extraordi­
naria del cristal de Islandia da la impresión de obedecer a cierta especie de fuerza
de atracción radicada en ciertos lados de los rayos y de las partículas del cristal.

La idea de que la luz está compuesta de partículas proyectadas sobre


el ojo arranca de los pitagóricos. Empédocles y Platón enseñaron, por su
parte, que el ojo también emitía algo. También profesaron esta teoría
cuasi tentacular Epicuro y Lucrecio; tenían éstos una noción confusa de
que el ojo ve los cuerpos algo así como la mano puede sentirlos por medio
de una caña. Aristóteles adoptó la teoría contraria, considerando la luz
como una acción— enérgeia—en un medio. Todo esto eran puras conje­
turas, y en cuanto tales, carecían igualmente de valor, lo mismo si eran acer­
tadas como equivocadas. Pero en el siglo xi aportó Alhazen ciertas pruebas
concretas de que la causa de la visión procedía del objeto y no del ojo,
por más que la teoría tentacular revivió de cuando en cuando hasta mucho
después de su muerte.
Según Descartes, la luz era una presión transmitida a través de su es­
pacio «lleno». Robert Hooke sugirió que era una vibración rápida en un
médium y Huygens desarrolló con algún detalle esta teoría ondulatoria;
reprodujo el proceso de refracción mediante una construcción geométri­
ca (fig. 4). Cuando un frente ondulatorio AC de luz pasa desde el aire
a una superficie de agua AB, cada punto de la superficie se convierte en
centro de un pequeño movimiento ondulatorio circular que rebota en
a Loe. cit., pág. 347.
“ Es decir, despreciando la pequeñísima inclinación debida a la difracción.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 191

el aire y de otro que se propaga por el agua. Si se trazan esas pequeñas


ondas con puntos sucesivos en la superficie se cortarán mutuamente en
nuevos frentes ondulatorios, uno en el aire
y otro en el agua, DB. A lo largo de estos
frentes ondulatorios y sólo en ellos se re­
fuerzan mutuamente las pequeñas ondas
hasta producir efectos sensibles. Esos frentes
ondulatorios producidos así coinciden con
las leyes conocidas de la reflexión y refrac­
ción. Si la velocidad de la luz es menor en
el agua que en el aire—una hipótesis con­
traria a la que requiere la teoría de la emi­
sión— , el radio de las pequeñas ondas pro­
ducidas en el agua en un momento dado
será menor que las de las pequeñas ondas
producidas en el aire y los rayos refractados
se inclinarán hacia la normal, como ocurre Figura 4
en la naturaleza.
La dificultad principal que encontraba esta teoría ondulatoria era la
de explicar la existencia >4e sombras perfectamente recortadas, es decir, la
de explicar la propagación rectilínea de la luz. Las ondas ordinarias se
desvían en torno a los obstáculos y no muestran esas propiedades. Cien
años qjás tarde superó Fresnel esta dificultad demostrando que esa dife­
rencia se explicaba por el tamaño pequeñísimo de la longitud de la onda
de luz en comparación con las dimensiones de los obstáculos. Pero parece
que a los ojos de ÑSwton la propagación rectilínea imponía la teoría
corpuscular.
Con todo, en el pasaje que mencioné anteriormente creyó necesario
imaginar vibraciones de alguna clase, de velocidad superior a la de los
rayos, para explicar su periodicidad. En otras preguntas anteriores se ve
claramente que atribuía al éter funciones similares secundarias. Así, por
ejemplo, leemos en la pregunta 18
Si invertimos dos vasos cilindricos, anchos y altos, y suspendemos dentro de
ellos dos termómetros pequeños cuidando de que no rocen los vasos, si extraemos
el aire de uno de ellos y entonces los pasamos de un sitio frío a otro caliente,
veremos que el termómetro en que se ha hecho el vacío se calienta tanto y casi
tan rápidamente como el termómetro en que no se hizo. Al volver ambos vasos
al sitio frío, se verá que el vacío se enfría casi tan rápidamente como el otro.
¿No será que el calor de la habitación caliente se transmite a través del vacío
mediante las vibraciones de un medio mucho más sutil que el aire, que permaneció
en el vacío después de extraer el aire? ¿Y no es éste el mismo medio que el
medio que refracta y refleja la luz y por cuyas vibraciones comunica la luz calor
a los cuerpos y experimenta esas alternativas de fácil reflexión y de fácil transmi­
sión? ¿No parece que las vibraciones de ese medio en los cuerpos calientes con­
tribuye a intensificar y conservar su calor? ¿No parece que los cuerpos calientes
comunican calor a los cuerpos fríos contiguos gracias a las vibraciones de ese medio

M Loe. cit., pág. 323.


192 HISTORIA DE LA CIENCIA

propagadas desde ellos a los fríos? ¿Y no resulta este medio enormemente más
raro y sutil que el aire, e inmensamente más elástico y activo? ¿No impregna
rápidamente todos los cuerpos? Y ¿no se expansiona por todos los cielos debido
a su fuerza elástica?

Newton llega a sugerir que esa refracción se debe a la diferente densi­


dad que presenta ese medio en los distintos cuerpos; que es menos denso
en los cuerpos pesados y mucho más raro dentro del Sol y de los planetas
que en el espacio libre, donde se condensa más a medida que aumenta la
distancia de la materia. Así intenta explicar, por un lado, la gravitación,
y, por otra, la mayor velocidad que desarrolla la luz en los medios densos
y que exige la teoría de la emisión. La difracción que se produce en los
bordes de los obstáculos es una especie de refracción causada por el im­
pacto de la materia sobre el éter, que se extiende más allá de la superficie.
Así, pues, según Newton, el éter hace de intermediario entre la luz y la
materia ponderable. Pero hay que tener en cuenta que todas estas suge­
rencias sólo figuran como interrogantes al fin de la parte principal del
libro. En vista de que Newton afirma rotundamente que se necesitan más
experimentos y que sus preguntas son una invitación a que otros las con­
testen, la queja de que Newton retardó con su autoridad la aceptación de
la teoría ondulatoria de la luz parece que sólo puede tener valor contra
los que tomaron la pregunta por una respuesta implícita forzosa.
Como se ve, si pudiera medirse y compararse la velocidad de la luz en
el aire y en el agua, entonces sería posible zanjar la discusión entre ambas
teorías mediante un experimento definitivo. Y, en efecto, así lo comprobó
por primera vez mediante observación directa Foucault, hacia 1850: la
velocidad de la luz disminuía en el agua, como exigía la teoría ondulatoria.
Pero los recientes descubrimientos de pequeños corpúsculos o electro­
nes de movimiento vertiginoso en los rayos catódicos y en los procesos
radiactivos demuestran que pueden observarse actualmente partículas muy
parecidas a las que observó Newton. En realidad, el rasgo más impresio­
nante de la teoría de Newton es su parecido con las últimas hipótesis. En
efecto, lo mismo Newton que Planck y J. J. Thomson consideran que «la
estructura de la luz es esencialmente atómica», mientras que Schrodinger
y otros han tenido que recurrir a un complejo de partículas y ondas, que
evocan todavía con mayor viveza las ideas de Newton. Cuando pensamos
que todos estos descubrimientos y otros más fueron obra de un joven que
pasó los últimos años de su vida como director de la Casa de la Moneda,
consagrado al trabajo práctico de acuñar y resellar, y dedicaba sus ocios
a escribir sobre teología especulativa, no podemos por menos de admirar
la capacidad de aquel hombre, que, como el Demócrito de antaño, genus
humanum ingenio superávit.

Química

Hasta el fin del siglo xvn continuó dominando entre la química y la


medicina el maridaje, que describimos en el capítulo anterior. Los iafro-
LOS TIEMPOS DE NEWTON 193

químicos fueron independizando la química de sus relaciones poco honro­


sas con la alquimia y llevándola al terreno del estudio profesional. Aumen­
tó notablemente el número de sustancias y reacciones conocidas y se echa­
ron los fundamentos para el avance en la teoría química.
Vimos cómo Robert Boyle, en su Sceptical Chymist, combatió los res­
tos aún vivos de las «teorías del fuego»—es decir, los cuatro elementos
aristotélicos y la doctrina química predominante sobre los tres principios:
sal, azufre y mercurio. Su libro señala el cambio de rumbo hacia la mo­
derna concepción de la química.
Newton montó un laboratorio en el jardín situado detrás dé sus habi­
taciones, entre la Great Gate y la capilla del Trinity College. Aquí realizó,
sin duda, sus experimentos sobre óptica y otras cuestiones físicas, pero
también estudió aquí la química. Afirma su pariente y ayudante, Humphrey
Newton 25:
Muy raras veces se acostaba antes de las dos o las tres, y a veces permanecía
en vela hasta las cinco o las seis..., máxime en primavera y otoño, en que solía
trabajar unas seis semanas en su laboratorio, con el fuego encendido casi ininte­
rrumpidamente noche y día; él velaba una noche y yo otra hasta que terminaba
sus experimentos químicos.

Parece que las cuestiones químicas que más interesaron a Newton


fueron: los metales, las causas de la afinidad química y la estructura de
la materia. Véase lo que escribe en la pregunta 31 de su Optics:
V
¿No poseerán las pequeñas partículas de los cuerpos ciertos poderes, virtudes o
fuerzas, en cuya virtud operan a distancia, no sólo en la reflexión, refracción e in­
flexión de los rayos de<Wuz, sino en su interacción mutua, en virtud de la cual
producirían gran parte de los fenómenos naturales? Fues es bien sabido que los
cuerpos actúan unos sobre otros mediante la atracción de la gravedad, el magne­
tismo y la electricidad; estos ejemplos revelan el estilo y tendencia de la natura­
leza y sugieren la posibilidad de que puedan existir fuerzas de mayor atracción aún
que éstas. En efecto, la naturaleza es sumamente consecuente y coherente consigo
misma. Yo no me fijo aquí en cómo pueden funcionar estas atracciones. Puede
ser que lo que yo llamo “atracción” sea obra de algún impulso o de otro meca­
nismo desconocido para mí. Sólo empleo aquí este término para significar en ge­
neral cualquier fuerza en virtud de la cual los cuerpos tienden unos hacia otros,
sea cual sea la causa. Pues antes de investigar la causa de estas atracciones hemos
de averiguar por los fenómenos de la naturaleza qué cuerpos se atraen mutua­
mente y cuáles son las leyes y propiedades de esas atracciones. Las atracciones de
la gravedad, magnetismo y electricidad alcanzan a distancias perfectamente sen­
sibles, y así han podido observarlas los ojos más profanos en la materia; pero puede
haber otras que actúen a distancias tan pequeñas que hasta ahora hayan escapado
a la observación; acaso la atracción eléctrica pueda operar en esas distancias
mínimas, aun sin necesidad de que se la excite por fricción.
Cuando la sal tartárica se esfuma per deliquium, ¿no se debe a la atracción
de las partículas de agua que flotan en el aire en forma de vapor? ¿Por qué no se
esfuman también per deliquium la sal común, el salitre y el vitriolo, sino porque
falta esa atracción?... ¿Y no se debe al mismo poder de atracción existente entre
las partículas del aceite de vitriolo y las partículas de agua el que el aceite de
vitriolo absorba gran cantidad de agua del aire, el que no la siga absorbiendo una

!5 Sir Isaac Newton, History of Science Society, Baltimore, 1928, pág. 214.
194 HISTORIA DE LA CIENCIA

vez que está saturado, y que al destilarlo la suelte con gran dificultad? ¿Y no de-
muestra que se ha producido un gran movimiento en las partes de esos dos líquidos
el calor que se desarrolla al verter sucesivamente y mezclar en el mismo recipiente
agua y aceite de vitriolo? ¿Y no se deduce de ese moviminto que al mezclarse
las partes de ambos líquidos se fusionan con violencia y que, por consiguiente,
se precipitan uno sobre otro con movimiento acelerado?

Probablemente Newton dedicó más tiempo a la alquimia y a la química


que a las investigaciones físicas, que le hicieron famoso. Pero no escribió
ningún libro sobre su labor química, y, aparte de las preguntas que formula
en su Optica, el único apunte que conservamos se encuentra en sus notas
manuscritas en la colección de Portsmouth. Estos apuntes acusan un inte­
rés particular por las aleaciones; así, por ejemplo, afirma Newton que la
aleación más fácil de fundir de plomo, estaño y bismuto es la constituida
por la proporción 5 : 7 : 12 de dichos metales. En estas notas se incluyen
muchos extractos copiados de alquimia e informes sobre muchos experi­
mentos químicos de combustión, destilación, extracción de metales de sus
respectivos minerales y sobre otras muchas sustancias y sus reacciones.
En 188824 se examinaron los manuscritos y se preparó y publicó un calen­
dario, pero los extractos reproducidos son cortos y parece es de desear
un nuevo estudio de la colección. Aunque Newton no hizo en química los
descubrimientos impresionantes que en física, es evidente que demostró
una intuición muy superior a la de otros químicos de su tiempo, como, por
ejemplo, en la naturaleza de la llama, la cual, según sus deducciones, sólo
se diferenciaba del vapor como se diferencian los cuerpos al rojo vivo de
los que no lo están27. Esta teoría es mucho más moderna que la de los
aristotélicos, según los cuales el fuego era uno de los cuatro elementos,
o la de los químicos contemporáneos, que pretendían explicar la consti­
tución de las cosas a base de los principios de la sal, el mercurio y el
azufre.
Ya expuse más arriba las ideas de Newton sobre la constitución de
la materia. Al aceptar la teoría atomística la acreditó de ortodoxa, aunque
todavía no fue posible proponerla en la forma exacta y cuantitativa en que
la expondría más tarde Dalton. Escribe Voltaire en el Dictionnaire Phi-
losophe28:
Hoy día se considera el "plenum” o continuo como una quimera...; se ad­
mite el vacío; se estima que aun los cuerpos más compactos están llenos de agu­
jeros como si fueran cribas—como, en efecto, lo son—. Se aceptan los átomos in­
divisibles e inmutables como principios a los que se debe la permanencia de los
diferentes elementos y de las diferentes clases de seres.

“ A Catalogue of the Portsmouth Collection of Books and Papers written by or


belonging to Sir Isaac Newton, Cambridge, 1888.
27 Ibid., pág. 21.
a De la versión de I da F r e u n d , The Study of Chemical Composition, Cambrid­
ge, 1904, pág. 283.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 195

Biología
En el capítulo precedente expuse el efecto que produjeron en el estudio
de los tejidos y órganos de los animales el adelanto en la construcción de
lentes y la invención del microscopio compuesto. En el período que nos
ocupa ahora aplicaron métodos parecidos a la botánica, especialmente
Grew y Malpighi— 1671— , y empezaron a formarse ideas acertadas sobre
las células y los órganos de las plantas.
Desde Teofrasto hasta Cisalpinus no parece se preocupara nadie de
los órganos reproductivos. El primero que volvió a estudiarlos fue proba­
blemente Nehemiah Grew, el cual leyó una ponencia sobre la anatomía de
las plantas ante la Royal Society en 1676. Habla de los estambres como
de órganos masculinos y describe su función, pero atribuye el mérito de
esta idea a Sir Thomas Millington, que era entonces Savilian Professor
en Oxford. Camerarius de Tubinga, Morland y Geoffroy aportaron prue­
bas confirmatorias y detalles adicionales en una memoria presentada ante
la Academia de París. Estos botánicos pusieron de manifiesto que no era
posible la fertilización del óvulo ni la formación de la semilla sin el polen
de las anteras de dichos estambres.
Las antiguas clasificaciones, tanto de animales como de plantas, se
basaban principalmente en ideas utilitarias o en ciertas características
externas que saltaban a la vista y que inspiraron la división de las plantas
en hierbas, árboles y arbustos. Pero en 1660 publicó John Ray— 1627-
1705— ” la primera de una serie de obras sobre botánica sistemática, que
contribuyeron a mejqjar notablemente la clasificación y a progresar en el
estudio de la morfología, como en el conocimiento de la verdadera natu­
raleza de los capullos. Ray fue un hombre de primera talla en la historia
de la biología. El fue el primero que vio la importancia de la distinción
entre dicotiledones y monocotiledones en los embriones de las plantas
e inició un sistema natural de clasificación basado en el estudio del fruto,
flor, hoja y otras características, e indicó muchos órdenes de plantas, que
siguen aceptando los botánicos. Luego se fijó en la anatomía comparativa
de los animales; también aquí marcó un adelanto en la dirección de una
clasificación natural, dividiéndolos en cuadrúpedos, aves e insectos. Ray
viajó mucho estudiando plantas y animales, muchas veces en compañía
de Francis Willughby. Renunció a considerar a los antiguos como la auto­
ridad suprema y estableció la historia natural moderna sobre la base sólida
de la observación.

Newton y la filosofía30
La obra de Newton tuvo, entre otras, dos consecuencias de suma im­
portancia: establecer la validez de la mecánica terrestre en el espacio ce­
™John Ray, por C. E. Raven, Cambridge, 1943.
" Véase en particular el Prólogo y Escolio en Principia y las Preguntas en
Opticks. Cfr. también A. J. Sn o w , Matter and Gravity in Newton’s Physical Philo-
196 HISTORIA DE LA CIENCIA

leste y eliminar de la estructura de las ciencias naturales los dogmas filo­


sóficos innecesarios. Ya el telescopio de Galileo había disipado, en parte,
la concepción griega y medieval de que los cuerpos celestes eran de na­
turaleza divina, especial; pero Newton llevó la cosa mucho más lejos.
Además, la filosofía seguía confundiéndose con la ciencia. Aun el mismo
Descartes fundó la teoría mecánica de la astronomía sobre una antítesis
escolástica y sobre la noción metafísica de que la esencia de la materia
era la extensión. Por aquí se ve que el hecho de haber prescindido Newton
de semejantes prejuicios marca un verdadero paso al frente. Más adelante
analizaremos hasta qué punto basaba la interpretación de sus resultados
en una nueva metafísica más o menos implícita.
En el prólogo que escribió Roger Cotes a la segunda edición de Prin­
cipia puede apreciarse la idea que se formaron sus discípulos inmediatos
sobre el sentido de su obra. En él se contrasta la filosofía escolástica, aún
viva y coleando, adicta a sus cualidades innatas e inexplicables, con el
intento prematuro de los cartesianos de establecer un sistema mecanicista,
basado en un plenum lleno de vórtices, y con el método de Newton de no
aceptar más hipótesis que las que se veían estaban de acuerdo con la
observación. Dice Cotes:
Pueden reducirse aproximadamente a tres clases los tratadistas de filosofía
natural: unos atribuyen a las distintas especies de cosas ciertas cualidades especí­
ficas y ocultas, de las que, según ellos, dependen de manera desconocida las opera­
ciones de los distintos cuerpos. A esto se reduce la suma de la doctrina de las escue­
las derivadas de Aristóteles y de los peripatéticos. Afirman éstos que los diferentes
efectos que producen dichos cuerpos se deben a su constitución particular; pero
no nos dicen de dónde derivan los cuerpos su naturaleza particular, lo cual equi­
vale a no decirnos nada. Como se han consagrado por completo a dar nombres a
las cosas sin preocuparse por investigar las mismas cosas, podemos decir que in­
ventaron una terminología filosófica, pero sin habernos dado a conocer la verda­
dera filosofía.
Por eso, otros, tirando por la borda todo ese lastre inútil de verborrea, deci­
dieron emplear sus energías en algo mejor. Supusieron éstos que toda la materia
es homogénea, y que toda la variedad de formas que presentan los cuerpos pro­
cede de ciertas disposiciones sumamente sencillas y obvias de las partículas que
los componen; y, cierto, tienen razón al proceder de las cosas simples a las más
complejas, con tal de que no atribuyan a esas disposiciones primarias de las par­
tículas otras propiedades distintas de las que les dio la naturaleza. Pero cuando
se toman la libertad de fantasear a placer figuras y magnitudes desconocidas, y
situaciones y movimientos inciertos de las partes, y de suponer además fluidos
ocultos, impregnando a discreción los poros de los cuerpos, dotados de una sutileza
capaz de hacerlo todo y agitados por movimientos ocultos, se entregan a sueños
y quimeras, sin preocuparse de la verdadera constitución de' las cosas, la cual
ciertamente no hay que esperar deducirla por conjeturas falaces, cuando apenas
podemos deducirla por las más rigurosas observaciones. Esos que andan a la caza
de hipótesis en que fundar sus especulaciones pueden hacer novelas ingeniosas,
quién lo duda; pero nunca dejarán de ser novelas.
Queda, pues, la tercera clase, que son los que proclaman la filosoffa experi­
mental. Estos, en realidad, deducen las causas de todas las cosas de los principios
más simples posibles, pero sin presuponer ningún principio que no esté avalado

sophy, Oxford, 1 9 2 6 ; E. A . B u r t t , The Metaphysical Foundations of Modern


Science, Nueva York, 1925.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 197
por los fenómenos. No construyen hipótesis ni las incorporan a la filosofía, a no ser
a titulo de cuestiones discutibles. Es decir, que utilizan ambos métodos: el sinté­
tico y el analítico. De ciertos fenómenos característicos deducen analíticamente las
fuerzas de la naturaleza y las leyes dinámicas más sencillas; y de éstas reconstru­
yen sintéticamente la constitución de las demás. Este es el método filosófico—el
mejor sin comparación posible—que adoptó con toda razón nuestro insigne autor
con preferencia a cualquier otro, y el único que consideró digno de cultivar y enal­
tecer con sus excelentes trabajos. De él nos dio un ejemplo luminosísimo con su
explicación del sistema del mundo, que dedujo con felicísimo acierto de la teoría
de la gravedad.

En la dinámica y astronomía de Newton laten los conceptos de tiempo


y espacio absolutos. Dice Newton que no quiere «definir el tiempo, espa­
cio y movimiento por ser bien conocidos de todos», pero distingue entre
el espacio y el tiempo relativos, tal como los miden nuestros sentidos,
a base de cuerpos y movimientos naturales, y el espacio y el tiempo abso­
lutos, es decir, el espacio que existe en total inmovilidad y el tiempo que
fluye con total igualdad «sin relación a nada externo». La idea de «fluir»
introduce la noción de tiempo como componente necesario; por eso esta
definición del tiempo implica cierto círculo lógico, aunque a Newton le
prestó muy buenos servicios31. La bala de Galileo se movía en línea recta
en la Tierra. Pero la Tierra gira sobre su eje y circula en torno al Sol,
mientras que el Sol y sus planetas pueden viajar a través de los cielos
estelares. Newton sacó la conclusión de que los cuerpos se mueven recti­
líneamente a través del espacio absoluto y con velocidad uniforme, a menos
que loS desvíe alguna fuerza. En 1883 observó Mach que no era legítimo
extrapolar este razonamiento fuera de su relación a las estrellas fijas; de
hecho, a la luz de lo» conocimientos recientes podemos ver todavía con
mayor claridad que las ideas del espacio y del tiempo absolutos no se de­
ducen necesariamente de los fenómenos físicos, aunque tal vez en el si­
glo xvn podían suponerse con ciertos visos de razón por los hechos de
la experiencia ordinaria. Ciertamente que todavía constituye una dificultad
para los relativistas totales el prescindir de la idea de rotación absoluta.
Huygens y Leibniz atacaron la obra de Newton, tachándola de in-
filosófica, por no ofrecer explicación ninguna de la última causa de la
atracción gravitatoria. Newton fue el primero en ver claramente que para
hallar esa explicación, en la medida en que fuese necesaria e incluso
posible, habría que esperar a una fase posterior. El tomó los hechos cono­
cidos, construyó una teoría que los encajaba y que podía expresarse en
términos matemáticos, dedujo de esa teoría consecuencias lógicas y mate­
máticas, que contrastó a su vez con los hechos a base de observación y ex­
perimentación, y vio que concordaban perfectamente. No era necesario
conocer la causa de la atracción; esto constituía, a juicio de Newton, un
problema secundario e independiente y que aún no estaba maduro para
la solución, sino sólo para la elucubración. Ahora podemos ir aún más
lejos y afirmar que ni siquiera es necesario saber que existe realmente
31 G. W in d r e d , "History of Mathematical Time”, ¡sis, núm. 19, 1924, pág. 121,
y núm. 58, 1933, pág. 192.
198 HISTORIA DE LA C {ENCIA

semejante atracción. El caso es que los complejísimos movimientos plane­


tarios ocurren como si cada partícula del sistema solar atrajese a todas las
demás de acuerdo con la ley de la masa y en relación inversa al cuadrado
de la distancia; con eso tiene bastante el astrónomo matemático.
Esas partículas atractivas de Newton no son necesariamente los átomos,
pero es evidente que éstos pueden desempeñar perfectamente ese papel.
Newton vuelve a ocuparse de las partículas en sus investigaciones quími­
cas; en las palabras tantas veces citadas que figuran al fin de su Optica
nos ofrece su teoría sobre la naturaleza de la materia;
Teniendo en cuenta todo esto, me parece probable que al principio Dios formó
la materia en partículas sólidas, macizas, duras, impenetrables y móviles, del ta-
mafio, forma y demás propiedades y proporción espacial que más convenían al fin
para que las formó; y que estas partículas primitivas por ser sólidas son incompa­
rablemente más duras que cualesquiera cuerpos porosos compuestos de ellas, e in­
cluso tan durísimas que nunca se gastan ni se rompen en pedazos; y que no existe
poder ordinario capaz de dividir lo que hizo Dios en la creación primera... Creo
además que estas partículas no sólo poseen una vis inertia, acompañada de las
leyes pasivas del movimiento que resultan naturalmente de esa fuerza, sino que
además se mueven en virtud de ciertos principios activos, como el de la gravedad,
el de la fermentación y el de la cohesión de los cuerpos. Considero que esos prin­
cipios no son cualidades ocultas, que se supone resultan de las formas específicas
de las cosas, sino leyes generales de la naturaleza, que rigen la formación y cons­
titución de las mismas cosas; y que su verdad se nos hace patente a través de los
fenómenos, aunque aún no hayamos podido descubrir sus causas. Porque éstas
son cualidades manifiestas, y sólo se nos ocultan sus causas. Los aristotélicos dieron
el nombre de cualidades ocultas no a las cualidades manifiestas, sino sólo a ciertas
cualidades que ellos suponían yacían escondidas en los cuerpos y que constituían
las causas ocultas de los efectos manifiestos; como serían las causas de la gra­
vedad y de las atracciones magnética y eléctrica si hubiésemos de suponer que esas
fuerzas o acciones procedían de cualidades desconocidas para nosotros e incapa­
ces de ser descubiertas, reveladas y manifestadas. Semejantes cualidades ocultas
detuvieron el progreso de la filosofía natural, por lo cual se las ha rechazado en
estos últimos años. Decirnos que cada especie de cosas está dotada de una cualidad
específica oculta en virtud de la cual obra y produce ciertos efectos manifiestos
es no decirnos nada. En cambio, deducir de los fenómenos dos o tres principios
dinámicos generales y explicarnos luego cómo de esos principios claros se siguen
las propiedades y acciones de todas las cosas corporales, eso sí que representaría
un paso de gigante en la filosofía, por más que aún no se descubriesen las causas
de esos principios. Consiguientemente, no tengo el menor escrúpulo en proponer
los principios dinámicos que he mencionado por ser de un ámbito extensísimo,
dejando a otros el trabajo de investigar sus causas.

Una prueba fehaciente de la prudencia y cautela del verdadero espíritu


científico de Newton es que, a pesar de los múltiples esfuerzos que se han
hecho desde que escribió estas líneas, no se haya propuesto ninguna
explicación satisfactoria de la atracción gravitatoria, y el que a la luz de
las investigaciones de Einstein, el problema no se haya desplazado al
reino de la geometría no euclidiana. Dijo Newton en sus Principios:
«Hasta ahora no he sido capaz de descubrir la causa de estas propiedades
de la gravedad a base de los fenómenos, y no aventuro ninguna hipótesis.»
Sólo publicó una sugerencia en forma de pregunta en su Optica; la suge­
LOS TIEMPOS DE NEWTON 199

rencia se basaba en la presión de un éter hipotético interplanetario, que


se haría más denso a medida que se distanciase de la materia, con lo que
presionaría los cuerpos y los mantendría juntos. Pero las conjeturas no
tenían arte ni parte en su análisis inductivo de los hechos ni en sus
deducciones matemáticas sacadas de la teoría.
Volviendo a sus opiniones más concretas, en el prólogo a sus Principia
nos presenta su concepto sobre la naturaleza 32:
La dificultad de la filosofía parece residir en esto: en investigar las fuerzas
de la naturaleza a base de los fenómenos del movimiento y luego demostrar los
otros fenómenos a base de esas fuerzas, y a este fin se dirigen las proposiciones
generales de los libros primero y segundo. En el tercer libro presentamos un
ejemplo de esto en la explicación del sistema del mundo, ya que, partiendo de las
proposiciones establecidas matemáticamente en el primer libro, deducimos de los
fenómenos celestes las fuerzas de la gravedad con las que los cuerpos tienden hacia
el Sol y hacia los varios planetas. Luego, de esas fuerzas y basándonos en otras
proposiciones también matemáticas, deducimos los movimientos de los planetas,
cometas, Luna y mar. Me gustaría que pudiésemos deducir los demás fenómenos
de la naturaleza siguiendo el mismo tipo de razonamiento y apoyándonos en los
principios mecánicos, pues me siento inducido a sospechar por muchos motivos
que todos ellos dependen de ciertas fuerzas en virtud de las cuales las partículas
de los cuerpos, por causas .hasta ahora desconocidas, se atraen o repelen mutua­
mente, bien fusionándose en'figuras regulares, bien separándose; precisamente por
ser desconocidas esas fuerzas, los filósofos trabajaron hasta ahora en vano en sus
esfuerzos por investigar la naturaleza; por mi parte confío que los principios esta­
blecidos aquí darán alguna luz a este método filosófico o a otro más verdadero.

Aquí se ve claramente que Newton tenía conciencia de la posibilidad


de explicar todos los fenómenos naturales en términos matemáticos de
materia y movimiento, aunque no indica si pretende abarcar entre los
«fenómenos de la naturaleza» los procesos mentales y vitales. Pero por
lo que respecta a las demás cosas, acepta como posible la concepción me-
canicista que propuso por primera vez Galileo.
También aceptó la distinción de Galileo entre cualidades primarias,
como la extensión y la inercia, que pueden manejarse matemáticamente,
y cualidades secundarias, como el color, gusto, sonido, que no son más que
sensaciones inducidas en el cerebro por las cualidades primarias33. Sitúa
la mente o alma humana en el cerebro o sensorium, a donde los nervios
transportan los movimientos excitados por los objetos externos y desde
donde se transmiten los movimientos a los músculos 34.
En opinión del profesor E. A. Burtt, todo esto demuestra que a pesar
del empirismo de Newton y de su insistencia en la necesidad de una
constante comprobación experimental, a pesar de rechazar todos los siste­
mas filosóficos como base para la ciencia y todas las hipótesis incompro-
bables para estructurarla, se vio forzado a suponer implícitamente un

S! De la trad. ingl. de A. M o t t e , ed. 1803, p. x.


J! Opticks, 3.* ed., pág. 108.
’* Ibid., pág. 328.
200 HISTORIA DE LA CIENCIA

sistema filosófico, que ejerció tanta mayor influencia en el pensamiento


cuanto que no se afirmaba explícitamente35.
Newton puso su autoridad decididamente en defensa de la concepción del cos­
mos que veía en el hombre un espectador insignificante e indiferente (si es que
puede llamarse así un ser emparedado herméticamente en una cámara oscura)
del vasto sistema matemático, cuyos movimientos regulares sujetos a principios
mecánicos constituían el mundo de la naturaleza. Quedaba barrido del escenario
el glorioso romántico universo de Dante y de Milton, que no ponía límites a la
imaginación del hombre y le permitía volar libremente por el espacio y el tiempo.
El espacio quedaba identificado con el mundo de la geometría y el tiempo con la
continuidad del número. Aquel mundo en el que la gente se había figurado que
vivía-jaquel mundo rebosante de luz y sonido, perfumado de fragancias, pletórico
de alegría, de amor y belleza, el mundo que pregonaba por doquier armonías teleo-
lógicas y sublimes ideales creadores—, ese mundo quedaba ahora reducido a mi­
núsculos rinconcitos en el cerebro de unos seres orgánicos esporádicos. El mundo
realmente importante de fuera era un mundo duro, frío, incoloro, silencioso, m uerto;
un mundo de magnitudes, de movimientos de regularidad mecánica computables
matemáticamente. El mundo de las cualidades, tal como las percibe inmediatamente
el hombre, se convirtió en un puro efecto curioso y secundario de esa máquina
infinita exterior. Con Newton la metafísica cartesiana, interpretada ambiguamente
y despojada de su evidente carácter y pretensión de consideración filosófica seria,
terminó por eliminar al aristotelismo y por imponerse como la visión del mundo
predominante de los tiempos modernos.

Es indudable que este pasaje grandilocuente refleja realmente la reac­


ción que produjo la nueva orientación científica en los que no simpatizaban
con ella. Pero a Newton y a sus seguidores inmediatos hubiese parecido
totalmente injusta. Ellos encontraban mayor satisfacción estética en el
maravilloso orden y armonía que había introducido Newton en el cuadro
del mundo que en cualquiera de esas vistas confusas, caleidoscópicas, de
la naturaleza en la perspectiva ingenua del sentido común o a través de
los conceptos desorientadores de las categorías aristotélicas o de la fantas­
magoría mítica de los poetas y comprendían más claramente el lenguaje
llano en que pregonaba la actividad benéfica del Creador omnipotente.
Por lo demás, allí seguía vivo el mundo del color, del amor y de la belleza;
allí, en el interior, dentro del alma del hombre, como «el reino de los
cielos»; un alma inspirada por el Espíritu de Dios, que es el que sostiene
toda la creación en su majestuosa complejidad, el que conoce de su belleza
mucho más que lo que perciben los sentidos humanos y el que la contem­
pla como «muy buena».
Joseph Addison acertó a expresar maravillosamente la actitud newto-
niana en su célebre oda:
El amplio firmamento en las alturas,
su fondo azul etéreo,
el cielo tachonado de estrellas, brillante arquitectura,
proclaman su Supremo Prototipo:

” E. A. B u r t t , The Metaphysical Foundations of Modem Science, Nueva


York, 1925, pág. 236.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 201
Mas ¿por qué avanzan todas en solemne silencio
en tomo al globo oscuro de la Tierra?
|No se escucha una voz, ningún sonido,
entre sus radiantes esferas!
El oído de la mente los percibe jubilosos:
van cantando en espléndidos acordes
sobre el fondo de su luz su eterno canto:
“La mano que nos hizo fue divina.”

Interpretando libremente estos versos de Addison, podríamos ver en


ellos la respuesta profética al doctor Burtt.
Fuerza es reconocer que en fecha ya más tardía algunos tomaron la
ciencia de Newton como base para una filosofía mecanicista, pero esto
no fue culpa de Newton ni de sus amigos. Ellos hicieron cuanto estuvo
en su mano para manifestar con toda claridad en el lenguaje teológico
con que estaban familiarizados su fe en que la dinámica newtoniana no
sólo no combatía la concepción espiritualista de las cosas, sino que, de
hecho, la reforzaba. La cosa hubiera ofrecido mayor seguridad si hubiesen
adoptado junto con la ciencia de Newton la filosofía dualística metafísica
de Descartes, que dejaba sitio más claramente determinado, aunque más
limitado, para el alma y la mente. En todo caso, para ellos el teísmo era
algo fundamental e indiscutible y no tenían el menor reparo en aceptar
la nueva ciencia plena y totalmente.
En capítulos posteriores de este libro estudiaremos el sentido de la
concepción mecanicista de la naturaleza a la luz de los conocimientos
actuales. El axioma de Newton de que para «los principios matemáticos
de la filosofía natural» el mundo consta de materia en movimiento, parece
ser poco más que la definición de un aspecto desde el cual la ciencia
dinámica considera oportuno enfocar la naturaleza. Pero, aparte de ése,
existen otros muchos aspectos físicos, psicológicos, estéticos, religiosos,
y únicamente estudiándolos en su vasta complejidad podemos esperar lo­
grar captar una visión completa de la realidad.
A pesar de su gran capacidad matemática, Newton se esforzó por
mantener una actitud empírica. Repite constantemente que no quiere idear
hipótesis, se entiende hipótesis metafísicas, incomprobables, ni aceptar
teorías fundadas exclusivamente en la autoridad, y que no propone nada
que no pueda comprobarse por observación o experimentación. Y no es
que careciese de intereses filosóficos o teológicos. Todo lo contrario. Era
un auténtico filósofo y un hombre profundamente religioso, pero conside­
raba que estos temas han de mirarse desde el más alto minarete del cono­
cimiento humano y no deben colocarse como el fundamento del edificio
de la ciencia: es decir, que constituyen el fin de la ciencia y no su prin­
cipio. Los Principia empiezan exponiendo las definiciones y leyes dinámi­
cas que compendian los hechos conocidos. Newton llena dos volúmenes
con deducciones matemáticas derivadas de esas proposiciones, con las que
establece las grandes ciencias de la dinámica y de la astronomía. En la
segunda edición añadió al fin del libro un «escolio general» de siete pá­
202 HISTORIA DE LA CIENCIA

ginas, en el que expone todo lo que creyó podía escribirse razonablemente


en un libro así sobre las repercusiones metafísicas de sus descubrimientos
físicos. El escolio está redactado en el lenguaje teológico corriente de la
época y su orientación es decididamente teleológica. Dice: «Este maravi­
lloso sistema que forman el Sol, los planetas y los cometas sólo pudo
proceder del consejo y poder de un ser inteligente y poderoso...» Dios
«perdura por siempre y está presente en todas partes y con su existencia
perpetua y su omnipresencia constituye la duración y el espacio». Según
esto, para Newton, el tiempo y el espacio absolutos están constituidos
por la presencia perenne e ilimitada de Dios.
En las preguntas menos sistemáticas y formales con que termina su
libro Optica, Newton nos da más noticias sobre sus opiniones especulati­
vas. «El principal objetivo de la filosofía natural consiste en sacar conclu­
siones directamente de los fenómenos sin fantasear hipótesis y en deducir
las causas por sus efectos hasta llegar a la Causa primerísima, la cual,
ciertamente, no es mecánica... ¿No se trasluce a través de los fenómenos
la existencia de un Ser incorpóreo, viviente, inteligente, omnipresente, el
cual en el espacio infinito, como en su centro sensorial, ve las cosas en
su misma intimidad, en una percepción exhaustiva, y las comprende ple­
namente por estar inmediatamente presentes a El?» “
Newton no concibe a Dios meramente como causa primera que pone
en marcha una máquina, dejándola luego correr para siempre por sí sola.
Dios es inmanente a la naturaleza. «El gobierna y conoce todas las cosas
existentes y posibles... Por estar en todos los sitios puede mover los
cuerpos por sola su voluntad desde su ilimitado y uniforme sensorium,
y formar y reformar mediante esos movimientos las partes del universo
con más facilidad de la que tenemos nosotros para mover las partes de
nuestro propio cuerpo»37. Con una miopía impropia de él, Newton re­
currió, además, a Dios para corregir con su intervención directa las irre­
gularidades que pudieran irse acumulando gradualmente en el sistema
solar, debido a causas perturbadoras, tales como la acción de los come­
ta s38. Cuando Laplace demostró que esas causas corrigen sus propios
errores y probó la estabilidad dinámica esencial del sistema solar, se
blandió este argumento contra la conclusión que se había pretendido esta­
blecer con él.
Richard Bentley y Samuel C lark39 expusieron e interpretaron, en parte
equivocadamente, las ideas metafísicas de Newton. En el comentario que
hacía Bentley en sus sermones concluía que «la gravitación universal se
da, ciertamente, en la naturaleza, pero que está sobre todo mecanismo
y causa material y que procede de un principio más alto, es decir, de una
energía o impresión divina», si bien se puede describir su curso rutinario
en términos mecánicos. Clark cree necesario suponer que:
34 Opticks, Query, 28.
37 Opticks, 3.* ed., pág. 379.
M Opticks, 3.1 ed., pág. 378.
M Cfr. A. J. S n o w , Matter and Gravity in Neioton's Physical Philosophy, Ox­
ford, 1926, pág. 190.
LOS TIEMPOS DE NEWTON 203
La gravedad no puede explicarse por atracción impulsiva recíproca de la materia,
pues cada impulso actúa en proporción a la masa del cuerpo. Por consiguiente,
tiene que haber un principio que pueda penetrar dentro de los cuerpos sólidos
v duros, y, por tanto—y dado que la atracción a distancia es absurda—, necesaria­
mente hemos de postular cierto espíritu inmaterial que gobierna la materia con­
forme a reglas bien ordenadas. Esta fuerza inmaterial es universal en los cuerpos,
se halla en todas partes y en todos los tiempos... La gravedad o el peso de los
cuerpos no es ningún efecto accidental del movimiento ni de ninguna materia
sutilísima, sino ley general y universal de toda materia, grabada en ella por el
dedo de Dios y conservada en ella mediante cierta fuerza eficaz que penetra su
sustancia sólida.

Newton no consideró la gravedad como una propiedad fundamental


de la materia, sino como un fenómeno, cuyas causas físicas había que in­
vestigar con ulteriores estudios si se lo quería explicar a fondo. Pero
Bentley y Clark tomaron su creencia en una causa metafísica última y final
de la naturaleza, como si fuera la causa directa e inmediata de la grave­
dad, cuando precisamente Newton puso buen cuidado en separar ambos
principios. Aquí tenemos un ejemplo de cómo se deformó la doctrina de
Newton en dirección teísta, lo mismo que más adelante se la alteraría en
sentido contrario. En realidad, da la impresión de que Newton estaba
condenado fatalmente a que se le interpretase torcidamente. Se supuso que
su idea esencial y su más- alta realización fue dejar establecida la acción
a distancia, cuando precisamente la consideraba absurda. Su «espléndido
sistema: Sol, planetas, cometas», que, según Newton, sólo podía proceder
de un Creador bondadoso, vino a constituir en el siglo xvm la base de la
filosofía mecanicista y a sustituir el atomismo de los antiguos como punto
de partida del materigjjsmo ateo.
Es evidente que en la época de Newton—que fue la época en que se
realizó la primera gran síntesis científica del saber—la revolución que
se produjo en la mentalidad intelectual de la humanidad había de revolu­
cionar, de rechazo, las estructuras dogmáticas de las creencias religiosas.
Por una parte, era imposible continuar sosteniendo la concepción ingenua
del cosmos, tan arraigada en la filosofía aristotélica y tomista, y seguir
mirando extasiados al cielo empíreo tras el firmamento azul y temblando
ante el chisporrotear de las llamas infernales bajo el suelo que pisamos.
La luz dejó de ser esa sustancia misteriosa de pura transparencia incolora,
que todo lo penetra, en la que habita el mismo Dios, para convertirse en
uno de tantos fenómenos físicos, sujeta a leyes que se encargaban de
estudiar los espejos y las lentes, y compuesta de colores que se analizaban
al prisma. Por otra parte, resultaba igualmente inadaptable a la nueva
mentalidad aquel tipo de platonismo instintivo e inarticulado en que solía
envolverse el pietismo y el misticismo. Ahora se imponía aquel otro tipo
de platonismo más racional, el cual sostenía, por un lado, con el primitivo
platonismo, que la verdad eterna se capta mediante una facultad innata
o una revelación interior, y, por otro, consideraba la armonía matemática
y geométrica como la esencia de los seres. A través de esta variedad del
platonismo las ideas de Galileo y de Kepler se incorporaron al sistema
204 HISTORIA DE LA CIENCIA

matemático de Newton. En este sistema se aceptaba la facultad o revela­


ción interior como base de la razón, con lo que esa teoría se convirtió en
una forma de intelectualismo empeñado en encontrar la verdad sobre la
naturaleza divina a través del orden físico del universo y del orden moral
de la conciencia. «De esta manera se alzó un racionalismo estricto frente
a todas las formas romántico-religiosas que alentaban bajo el lema del
entusiasmo o ‘inspiración’. Así se desplazó la sede de la fe religiosa del
corazón a la cabeza: las matemáticas excomulgaron al misticismo...; quedó
abierto el camino hacia un cristianismo liberal, que podría terminar por
abandonar las creencias tradicionales», y hacia la «religión contenida en
los límites de la razón» a que aspiraba Kant ‘,0.

Newton en Londres

Newton desempeñó un papel importante en la defensa de la Univer­


sidad de Cambridge y de su independencia contra los ataques de Jacobo II.
Fue elegido diputado al Parlamento de la Convención que estableció la
sucesión de la corona, siendo reelegido en 1701.
En 1693 sufrió un colapso nervioso y sus amigos convinieron en que
le convenía salir de Cambridge. Lograron para él el cargo de gerente de
la Casa de la Moneda, del que pasó luego a director, que era el más alto
puesto del departamento. Renunció a sus investigaciones químicas y al-
químicas y metió en una caja fuerte todos los papeles relacionados con ellas.
Su traslado a Londres marcó un cambio completo en su vida. Sus
realizaciones científicas le granjearon una posición de preeminencia y du­
rante veinticuatro años, desde 1703 hasta su muerte, fue presidente de
la Royal Society, la cual ganó gran prestigio a la sombra de su fama
y talento extraordinario. A pesar de la debilidad mental de que sufrió
eñ sus primeros años en Londres, la obra que realizó en la Casa de la
Moneda demostró que se había convertido en un hombre de negocios
hábil y eficiente, aunque mostró siempre una intolerancia neurótica ante
la crítica y la oposición.
Su sobrina Catherine Barton, mujer de tanto ingenio como belleza,
hizo de ama de llaves y de ama de casa. El siglo xvm forjó la leyenda
newtoniana sobre esta segunda época de la vida del sabio. Catherine se
casó con John Conduitt; la hija única contrajo nupcias con el vizconde
de Lymington, y el hijo de los Lymington heredó el condado de Portsmouth.
Así, las pertenencias de Newton pasaron a poder de la familia Wallop.
En 1872, el quinto Lord Portsmouth entregó algunos papeles científicos
de Newton a la Universidad de Cambridge. En fecha posterior se ven­
dieron algunos otros libros y papeles suyos. Algunos de los papeles fueron
adquiridos por Lord Keynes; los libros fueron comprados por el Pilgrim
Trust, hasta que últimamente—en 1943—han sido donados al Trinity
College.
" G. S. B re tt, Sir Isaac Newton, Baltimore, 1928, pág. 269.
CAPITULO V

EL SIGLO XVIII

Matemáticas y astronomía

Fue una desgracia que a las diferencias en la notación que emplearon


Newton y Leibniz en su desarrollo del cálculo infinitesimal, que descu­
brieron independientemente, viniese a sumarse la disputa sobre la prio­
ridad. Por cualquiera de estos motivos, o por los dos, surgió una diver­
gencia entre las obras de los matemáticos ingleses y las de los continenta­
les. Los ingleses utilizaron los símbolos de Newton, pero en su mayor
parte descuidaron su nuevo proceso analítico para seguir sus procedimien­
tos geométricos en los que solía Newton reestructurar sus resultados. En
consecuencia, la escuela inglesa contribuyó muy poco ál desarrollo del
nuevo cálculo en la pritnera mitad del siglo xvm , mientras que avanzaba
en el continente, sobre todo por los trabajos de James Bernouilli. Pero en
el terreno experimental se cubrió posteriormente una laguna que quedaba
en eh esquema de Newton, llegándose a medir las fuerzas reales gravita-
torias de la Tierra, y mediante ellas la constante de la gravedad. Hacia
1775 observó Mask«Jyne la desviación que experimentaba la plomada en
los lados opuestos de una montaña, y en 1798 Henry Cavendish describió
ciertas observaciones sobre la atracción ejercida entre dos bolas pesadas
mediante una delicada balanza de torsión ideada por Michell. Boys empleó
el mismo método en 1895 y halló que dos unidades de masa de un gramo
cada una, a un centímetro de distancia, se atraen mutuamente con una
fuerza de 6,6576 por 10“ 8 dinas, con lo cual resulta la densidad de la
tierra 5,5270 veces mayor que la del agua.
Maupertuis y otros dieron a conocer en Francia con sus escritos la
obra de Newton; luego la continuaron d’AIembert, Clairault y Euler.
Voltaire pasó en Inglaterra de 1726 a 1729 1 y publicó, en colaboración
con Madame du Chátelet, un tratado popular sobre el sistema newtoniano,
que sirvió de fuente de inspiración a muchos de los escritores de la famosa
Encyclopédie francesa.
La primera edición de esta obra desigual se publicó, en medio de gran­
des dificultades, entre 1751 y 1780, en 35 volúmenes en folio. Diderot
fue el editor general y en los primeros años se encargó d’Alembert de los
artículos matemáticos. Esta obra contribuyó a enfocar y concentrar el pen­
samiento científico. Adoptó un tono general preponderantemente teísta,
1 M . S. L ib b y , Voltaire and the Sciences, Nueva York, 1935; M e r t o n , Isis, n ú ­
mero 68, 1936, pág. 442.
206 HISTORIA DE LA CIENCIA

pero herético, con una tendencia creciente antigubernamental, antieclesiás-


tico-romana y, finalmente, anticristiana.
En matemáticas puras y aplicadas, Taylor— 1715— y Maclaurin— 1698-
1746—mostraron la forma de ampliar series o progresiones, que utilizaron
en la teoría de las cuerdas vibrantes y en astronomía. Bradley dedujo una
velocidad concreta de la luz observando la aberración- de las estrellas
(1729; cfr. nuestro cap. X). Euler— 1707-1783—abrió nuevos campos en
análisis y mejoró muchas ramas de las matemáticas; también publicó
libros sobre óptica y sobre los principios generales de la filosofía natural.
Joseph Louis Lagrange— 1736-1813—fue, tal vez, el mejor matemá­
tico del siglo y se interesó principalmente por la teoría pura. Creó el cálculo
de variaciones y sistematizó la materia de las ecuaciones diferenciales.
Pero muchas veces pudieron aplicarse también a los problemas físicos sus
amplias generalizaciones. El mismo publicó algún trabajo sobre astrono­
mía, en el que se adelantó a tratar el difícil problema de calcular el
efecto gravitatorio recíproco de tres cuerpos. Además, en su magno trata­
do Mécanique Analytique fundó toda la mecánica sobre la conservación de
la energía en la forma de los principios de velocidades virtuales y de
acción mínima.
El principio de velocidades virtuales—o de trabajo virtual— , que uti­
lizó Leonardo da Vinci para deducir la ley de la palanca, fue enunciado
así por Stevin: «Lo que se gana en fuerza se pierde en velocidad». Mau-
pertuis llamó «acción» a la suma de los productos de espacio (o longitud)
y velocidad, y suponiendo por razones metafísicas que en procesos tales
como la propagación de la luz debía darse algún mínimum, hizo ver que los
hechos confirmaban la suposición de que la luz seguía el camino de la
mínima «acción». Lagrange hizo extensivo este principio al movimiento
de todos los cuerpos, definiendo la «acción» como el espacio integral del
momento o dos veces el tiempo integral de la energía cinética. Volveremos
a encontrar esta acción cuantitativa en las ecuaciones de Hamilton y, fi­
nalmente, en la teoría cuántica reciente de Planck.
Las ecuaciones diferenciales de Lagrange dieron a esta materia una
expresión más general y completa, y redujeron la teoría de la mecánica
a fórmulas generales, de las que pueden derivarse las ecuaciones particu­
lares requeridas para la solución de cada problema particular2.
Aún contribuyó más a desarrollar el sistema de Newton, Pierre Simón

2 Según la segunda ley del movimiento, de Newton, el índice de cambio de


momento de una partícula es igual a la fuerza impresa. Aplicándolo a cada uno
de_ los tres ejes x, y y r, perpendiculares entre sí, tenemos mx = X, rrü¡ = y y
m i = Z, siendo m la masa y X, Y y Z las componentes de la fuerza actuante.
De estas expresiones dedujo Lagrange ecuaciones de movimiento generales en
esta forma:
d dh dL _
dt dq
donde L, o función Lagrangiana, representa la diferencia entre las energías ciné­
ticas y potenciales del sistema, t el tiempo y (} la fuerza exterior que actúa sobre
el sistema con tendencia a aumentar cualquier coordenada q.
EL SIGLO XVIII 207

de Laplace— 1749-1827— . Fue hijo de un labrador de Normandía, pero


gracias a sus dotes personales y a su habilidad en adaptarse sucesivamente
a los cambios del medio ambiente llegó a ser marqués de la Restauración.
Laplace mejoró el desarrollo de los problemas de la atracción adap­
tando el método de «potencial» de Lagrange3 y completó la obra de
Newton en uno de sus aspectos más importantes, al demostrar que los
movimientos planetarios eran estables y que las perturbaciones producidas
por influencias recíprocas o por la intervención de cuerpos extraños, como
los cometas, eran temporales. Así demostró que no tenía fundamento el
miedo de Newton de que el sistema solar se llegase a alterar con el
tiempo por su propia acción.
En 1796 publicó Laplace su Systéme du Monde, en el que incluyó:
una historia de la astronomía, una descripción general del sistema newto-
niano y una exposición de la hipótesis de la nebulosa, según la cual el
sistema solar fue evolucionando a partir de una masa de gas incandescente
en rotación—una sugerencia que había hecho ya Kant en 1755, que, por
cierto, fue más lejos que Laplace, pues supuso la creación ex nihilo y la
formación de la nebulosa del caos primordial— . La investigación moderna
demuestra que esta hipótesis no tiene aplicación en la estructura relativa­
mente reducida del sistéma solar y planetario, pero puede tener valor tra­
tándose de agregados estelares de mayores dimensiones, que aparecen en
proceso de formación en las nebulosas espirales, y en una fase ulterior de
desartollo, en nuestra propia galaxia estelar o Vía Láctea.
Laplace desarrolló sus discusiones analíticas en su obra más extensa,
Mécanique Céleste, "jwblicada de 1799 a 1805 *; en ella transportó la
sustancia de los Principios, de Newton, al lenguaje del cálculo infinitesi­
mal, además de completarla en muchosdetalles.
He aquí cómo refiere Rouse Ball lo que ocurrió cuando Laplace fue
a presentar su libro a Napoleón:
Alguien había dicho a Napoleón que en ese libro no se mencionaba el nombre
de Dios; Napoleón, que gustaba de hacer preguntas comprometedoras, observó al
recibir el libro: “Me dicen, M. Laplace, que a lo largo de este voluminoso libro
sobre el sistema del universo no mencionáis una sola vez a su Creador.” Laplace,
que como político era de una flexibilidad extrema, en tratándose de cualquier
punto de su filosofía era inflexible como un m ártir; así que se irguió y contestó

' Puede darse una idea del sentido físico de potencial diciendo que el índice
de disminución de potencial en cualquier dirección mide la fuerza ejercida en
esa dirección sobre la unidad, masa, carga eléctrica o lo que sea. Laplace demostró
que el potencial V siempre satisface esta ecuación diferencial:
31 V 31 V 91 V
V> v = ----- .— + ----------- + ------------ = o.
d* W 3z=
VJ V puede considerarse como la concentración local de V. Poisson obtuvo una
fórmula más general: V 1 V = — 4 n p ; esta relación aparece en todas las ramas
de la física matemática y “puede representar analíticamente cierta ley general de
la naturaleza que aún no se ha podido reducir a palabras” (Rouse Ball).
4 En 1825 se publicó un último volumen histórico.
208 HISTORIA DE LA CIENCIA

rotundamente; “Je n’avais pas besoin de cette hypothése-lá.” Napoleón encontró


muy divertida la contestación, y al referírsela a Lagrange, exclamó éste: “Ah!
c’est une belle hypothése; fa explique beaucoup de choses."

Laplace coordinó toda la obra existente sobre probabilidad y explicó


la capilaridad suponiendo la existencia de unas fuerzas de atracción total­
mente insensibles fuera de distancias mínimas. También explicó el hecho
de que la fórmula newtoniana de la raíz cuadrada de la elasticidad dividida
por la densidad daba una cifra demasiado pequeña para la velocidad del
sonido en el aire. Laplace atribuyó esa discrepancia al calor que desarro­
llan y absorben alternativamente las ondas por su súbita compresión
y expansión, con lo que se aumenta la elasticidad del aire y, por consi­
guiente, la velocidad del sonido.
Los trabajos ulteriores sobre astronomía gravitatoria apenas hicieron
más que completar la obra de Newton y Laplace. En 1846 se produjo lo
que pareció como la contraprueba definitiva de la validez de la hipótesis
de Newton sobre la atracción, y fue que sé predijo la existencia de un
planeta desconocido, basándose en el método de Newton y Laplace, sólo
que procediendo en sentido inverso. Como la acción de los otros cuerpos
conocidos no bastaban a explicar plenamente las irregularidades y pertur­
baciones que experimentaba en su órbita el planeta Urano, se supuso
la influencia de un nuevo planeta, cuya posición forzosa calcularon inde­
pendientemente John Couch Adams, de Cambridge, y el matemático francés
Leverrier. Enfocando su telescopio a la posición indicada por Leverrier,
el astrónomo Galle, de Berlín, descubrió el supuesto planeta, al que se
puso el nombre de Neptuno.
La teoría de Newton resultaba de una precisión asombrosa. Por espacio
de dos siglos se fueron resolviendo todas las discrepancias que pudieron
presentarse o imaginarse, y gracias a esa teoría generaciones sucesivas de
astrónomos pudieron explicar y predecir los fenómenos astronómicos. Aun
hoy día ha habido que agotar los recursos experimentales de nuestra
civilización para descubrir ciertas minúsculas discrepancias entre la ley
de gravedad de Newton y nuestros conocimientos astronómicos actuales.
Lagrange calificó los Principia como la producción más grande de la mente
humana y a Newton no sólo como al genio más grande que haya existido,
sino, además, como al más afortunado: «Pues sólo existe un universo,
y únicamente un hombre en toda la historia del mundo puede tener la
suerte de interpretar sus leyes.» Hoy día habría que formular de otra
manera esta apreciación, a la luz de la fascinante complejidad que hemos
ido descubriendo desde entonces en el seno de la naturaleza; pero, en
todo caso, es un buen índice del efecto que produjo la obra de Newton
en el siglo siguiente en una de las cabezas más capaces de apreciarla.

Química

En los primeros años del siglo xviii aparecieron muchos observadores


hábiles, que hicieron progresar la química experimental. Wilhelm Homberg
EL SIGLO XVIII 209

estudió la combinación de álcalis con ácidos en diferentes proporciones


y así afrontó la prueba de que las sales se forman de la unión de un
ácido con una base. Esta teoría, suscitada por la obra de Sylvius, consti­
tuyó el punto de partida de muchas de las ideas modernas sobre la estruc­
tura química y ocupa un puesto importante en la historia.
En la generación siguiente destacó la obra de Hermann Boerhaave, de
Leyden, quien publicó en 1732 «el tratado químico más luminoso y com­
pleto de su tiempo» 5, y la de Stephen Hales, que investigó los gases, como
el hidrógeno, los dos óxidos de carbono, el dióxido de azufre, el metano
y otros, considerándolos todos ellos como aire modificado o «teñido» de
diferentes maneras por la presencia de otros cuerpos.
La principal dificultad que encontraban los químicos antiguos era la
de comprender los fenómenos de la llama y de la combustión. Al que­
marse los cuerpos parece que se escapa algo. Ese algo se identificó por
mucho tiempo con el azufre, y G. E. Stahl— 1660-1734— , médico del rey
de Prusia, lo llamó «flogisto», principio del fuego. Su teoría se había
formado con elementos de las ideas de Beccher y dominó en el pensa­
miento químico durante los últimos años del siglo xvm. Lo mismo Rey
que Boyle habían demostrado que al quemarse los metales sólidos aumen­
tan de peso; por consiguiente, el «flogisto» debe poseer peso negativo,
con lo que se resucitó Isí teoría trasnochada de Aristóteles sobre la exis­
tencia de cuerpos esencialmente ligeros. La ciencia química, sin enterarse
de los adelantos de la física, se acostumbró a formular sus hechos en fun­
ción 3e esta hipótesis. Debido a su influjo y al de otras teorías antiguas,
los químicos no se dejaron impresionar por ciertas investigaciones aisladas,
que apuntaban hacia-<«oncepciones más modernas: había que volver a des­
cubrir los hechos y luego reinterpretarlos.
Como indiqué en el capítulo III, un siglo antes del descubrimiento
definitivo del oxígeno se había demostrado la existencia de un principio
activo contenido en el aire y su significado en los fenómenos de la respi­
ración y de la combustión. En 1678 Borch obtuvo oxígeno del salitre, y en
1729 volvió a obtenerlo Hales del agua. Hacia 1640 Van Helmont obtuvo
el dióxido de carbono, al que dio el nombre de «gas silvestre»; el aisla­
miento del hidrógeno se remonta al mismo Paracelso, el cual describió la
acción de las limaduras de hierro en el vinagre. Pero se olvidaron todas
estas observaciones y se perdió su sentido; se siguió creyendo que el aire
era el único elemento gaseoso.
En el siglo xvm las industrias químicas empezaron a estimular la
ciencia del mismo ramo. Hacia 1755 descubrió Joseph Black, de Edimburgo,
que un nuevo gas ponderable, distinto del aire atmosférico, entraba en
combinación en los álcalis. Lo nombró «aire fijo». Es lo que ahora llama­
mos dióxido de carbono o ácido carbónico. En 1774 descubrió Scheele el
cloro. Joseph Priestley obtuvo oxígeno quemando óxido de mercurio
y descubrió su extraordinario poder para activar la combustión. Apoyán­

s Sir Ed. T h o r p e , History of Chemistry, vol. 1, Londres, 1921, pág. 67.


210 HISTORIA DE LA CIENCIA

dose en trabajos anteriores (pág. 149) probó también que era esencial
para la respiración de los animales, sólo que lo describió como «aire
deflogisticado», sin caer en la cuenta de que con su descubrimiento abría
una nueva página en la historia de la ciencia. Henry Gavendish— 1731-
1810— demostró la naturaleza compuesta del agua en 1781 (aunque su
publicación apareció en 1784), destronándola así del alto pedestal de
elemento primordial. Pero siguió calificando sus gases componentes con
los nombres de «flogisto» y «aire deflogisticado». En 1783 publicó James
Watt las mismas ideas, lo cual originó entre los comentaristas posterio­
res la obligada controversia sobre la prioridad.
Antoine Laurent Lavoisier— 1743-1794— combatió la idea predominan­
te de que el agua se convertía en tierra al hervir. Hizo ver que el residuo
que quedaba era una disolución de los recipientes—vidrio, etc.—y que
el agua destilada repetidas veces era pura y de densidad constante. Lavoi­
sier terminó sus días en la guillotina, junto con otros arrendadores de
impuestos, a título de que «la República no necesitaba de sabios».
Lavoisier repitió los experimentos de Priestley y Cavendish, pesando
escrupulosamente sus reactores y productos. En uno de sus experimentos,
por ejemplo, calculó justamente por debajo de su punto de ebullición cuatro
onzas de mercurio en contacto con 50 pulgadas cúbicas de aire. Se for­
maron unos sedimentos rojos de mercurio, que fueron aumentando hasta
el día duodécimo. El peso de esos sedimentos fue de 45 «granos», y el
volumen del aire residual, de 42 a 43 pulgadas cúbicas, es decir, las cinco
sextas partes del volumen original. Este aire residual no activaba la com­
bustión y los animales pequeños obligados a respirarlo morían en pocos
minutos.
Luego calentó fuertemente en una pequeña retorta los 45 «granos»
del sedimento rojizo, y se formaron 41,5 «granos» de mercurio metálico
y un gas, que recogió en agua, lo midió y encontró que ocupaba de
7 a 8 pulgadas cúbicas y que pesaba entre 3,5 y 4 granos; es decir, que
entre el mercurio y el metal sumaban los 45 granos iniciales; quedaba,
pues, a salvo toda la sustancia; la masa total había permanecido cons­
tante. Ese gas sostenía la llama del fuego y la de la vida más activamente
que el aire ordinario. Dice Lavoisier:
Reflexionando sobre las condiciones de este experimento se ve que el mercurio
absorbe al calcinarse la porción saludable y respirable de la atmósfera, y que la
porción del aire remanente es una especie de gas nocivo, incapaz de favorecer la
combustión y la respiración. De aquí se deduce que el aire atmosférico se compone
de dos fluidos elásticos de naturaleza diferente y, por decirlo así, antagónica.

Lavoisier captó el hecho importantísimo de que no se necesitaba la


teoría del «flogisto» para explicar éste y otros experimentos similares ni
los de Priestley y Cavendish, que era innecesario inventar un cuerpo con
propiedades fundamentalmente diferentes de las otras sustancias materia­
les. Newton basó su mecánica en el supuesto de que la masa era constan­
te, un supuesto que vino a hacer bueno el éxito. También demostró que,
EL SIGLO XVIII 211

aunque la masa y el peso respondían a conceptos diferentes, cuando se


los comparaba experimentalmente guardaban entre sí una proporción exac­
ta. Por su parte, Lavoisier hizo ver, con el argumento incontestable de la
balanza, que no varía la cantidad de materia por más que ésta cambie de
estado en una serie de acciones químicas; la cantidad de materia es idén­
tica al principio y al fin de toda transmutación, como puede demostrarse
en cada momento pesándola. Se vio que el agua se componía de gases
dotados de las propiedades comunes de la materia, con su masa y su peso,
y Lavoisier los bautizó con los nombres de «hidrógeno»—el elemento
generador del agua—y de «oxígeno»—o generador de ácidos— 6. Final­
mente, se hizo patente que la combustión y la respiración eran fenómenos
específicamente parecidos; procesos de oxidación, uno acelerado y otro
lento, y que en ambos se producía un aumento de peso igual a lo que
pesaba el oxígeno combinado. Así desapareció de la ciencia el concepto
del «flogisto» con su peso negativo. Y así se incorporaron a la química
los principios de la mecánica establecidos por Galileo y Newton.

Botánica, zoología y fisiología

Ahora hemos de reanudar la historia de la biología donde la dejó Ray.


Parece que Ray tomó parte de su terminología de la obra de Jung, y de
Ray pasó a Linneo—Cari von Linné, 107-1778— , hijo de un pastor sueco
y fundador del famoso sistema de clasificación que lleva su nombre, ba­
sado en los órganos sexuales de las plantas. Esta clasificación se mantuvo
en el candelera hasta que vino a reemplazarla el sistema moderno, el
cual, volviendo a la I9ea de Ray, a la luz de la teoría de la evolución,
tiene en cuenta todas las características orgánicas y se esfuerza por agrupar
a las plantas en categorías que expresen sus relaciones naturales.
Bauhin y Tournefort tantearon la nomenclatura binaria sistemática
de las plantas, que luego continuó y amplió Linneo. También fijó Linneo
su atención en las variedades que presenta la especie humana, pues le
impresionaron las diferencias raciales tan manifiestas que conoció durante
sus excursiones entre los lapones en busca de plantas árticas. En su
Sistema de la naturaleza catalogó al hombre en el orden de los «prima­
tes» entre los monos, lemúridos y murciélagos, y lo subdividió en cuatro
grupos, según el color de su piel y otras características.
Parecido impulso recibió el conocimiento de los animales, gracias
a las informaciones adquiridas por los viajantes y exploradores y también
a los ejemplares de bestias raras y exóticas que llegaban de distintos
países para adornar los varios parques zoológicos de los reyes. La publi­
cación de la obra enciclopédica de Buffon— 1707-1788— , Historia natural
de los animales, marcó el fin de la primera fase de la ciencia zoológica
6 Ambos términos resultaron impropios: el hidrógeno entra en muchos com­
puestos, aparte del agua, y, por otra parte, hay ácidos no oxigenados; así. por
ejemplo, Davy no pudo extraer en 1808 del ácido hidroclórico más que hidró­
geno y cloro, ambos elementos.
212 HISTORIA DE LA CIENCIA

moderna. También aquí, cuando se aplicó el microscopio, se obtuvo una


primera visión de la estructura íntima de los diferentes órganos y luego
de sus funciones, además de revelar la existencia de gran número de
minúsculos organismos vivientes, hasta entonces insospechados, tanto en
el reino animal como en el vegetal. Aunque Buffon consideraba la clasi­
ficación de Linneo como une vérité humillante pour l’homme, no pudo
cerrar sus ojos a la evidencia que acusaba el parentesco entre los anima­
les y aventuró la observación—que retiró más tarde—de que si no fuese
por las afirmaciones expresas de la Biblia se sentiría uno tentado a buscar
el origen común del caballo y del asno, del mono y del hombre.
Creyeron los antiguos y los medievales en la generación espontánea
de seres vivos surgidos de materia muerta. Así, por ejemplo, la luz solar
podía producir ranas del cieno, y al descubrirse el Nuevo Mundo y en­
contrarse con la dificultad de explicar la descendencia adámica de los
aborígenes de América, no faltó quien sugiriese la posibilidad de que
hubiesen surgido también por generación espontánea. Parece que fue
Francesco Redi— 1626-1679—el primero que planteó dudas serias sobre
esa creencia, al demostrar que si se protegían contra los insectos los
cadáveres de animales, no aparecía en ellos una larva ni una cresa. Se
creyó que los experimentos de Redi eran incompatibles con la enseñanza
de la Escritura y se los atacó por ese lado—un hecho interesante a la luz
de la controversia que suscitó en el siglo xix la obra de Schwann y Pas-
teur— . Aquí los protagonistas cambiaron de frente. Vogt, Haeckel y otros
materialistas mantuvieron la fe en la generación espontánea, creyendo ex­
plicar con ello de una manera naturalista el origen de la vida, mientras
que los teólogos ortodoxos acogieron con vítores los resultados negativos,
como una demostración de que la vida sólo había surgido por intervención
directa de Dios. En nuestros mismos días se han condenado ciertos intentos
encaminados a probar la generación espontánea, a título de que se basan en
el supuesto de que la vida puede surgir sin un acto creador directo. Parece
que ciertas mentalidades tienen dificultad en aceptar los hechos sin con­
trastarlos con sus implicaciones imaginadas. Pero volviendo al siglo xvm ,
vemos que el abate Spallanzani— 1729-1799— repitió los trabajos de Redi,
confirmó sus experimentos y probó que en una decocción bien hervida
y protegida del aire no nacía ni el más minúsculo ser vivo. Aquí tenemos
ya los presagios de Pasteur y de la bacteriología moderna.
En el capítulo III interrumpimos la fisiología animal en el momento
en que Sylvius descartó las ideas espiritualistas de Van Helmont sobre
ciertos fermentos activados por los «arqueos» bajo la dirección del alma
sensitiva, al mismo tiempo que intentaba explicar la digestión, la respira­
ción y otras funciones del cuerpo mediante cierta efervescencia parecida
a la que se produce cuando se echa vitriolo en raspaduras de hierro o en
cenizas expuestas al aire por largo tiempo.
Ahora volvía a retroceder el péndulo7. Stahl trasladó a la fisiología
1 Sir M. F o s t e r , History o f Physiology, Cambridge, 1901.
EL SIGLO XVIII 213

la concepción mental con que había estudiado la química. Mantuvo la


idea de que todos los cambios de los cuerpos vivos, por más que se
pareciesen superficialmente a los procesos químicos ordinarios, eran radi­
calmente diferentes, por estar regidos directamente por un «alma sensi­
tiva»— anima sensitiva—, que penetraba todas sus partes.
El «alma sensitiva» de Stahl, a diferencia de la que describió Van
Helmont, no necesitó de intermediarios—de «arqueos» o fermentos— , sino
que controlaba directamente los procesos del cuerpo químicos y no quími­
cos. Era totalmente diferente del «alma racional» de la filosofía de Des­
cartes. En el dualismo taxativo de Descartes, el cuerpo humano, indepen­
dientemente del alma, era una máquina que se regía por las leyes
mecánicas ordinarias. En el sistema de Stahl no se regía por las leyes
ordinarias físico-químicas, sino que, mientras se mantenía vivo, estaba
controlado hasta el último detalle por el alma sensitiva, la cual actuaba en
un plano específicamente superior a las fuerzas físico-químicas. El cuerpo
vivo estaba hecho con ciertas finalidades específicas: a saber, para ser
templo verdadero y permanente del alma, la cual lo estructuraba y utili­
zaba para fines vitales. Según Stahl, el movimiento era el vínculo, el
eslabón que conectaba el cuerpo con el alma; la conservación y repara­
ción de las estructuras, la sensación y sus concomitantes, no eran más
que modalidades del movimiento dirigidas por el alma sensitiva. Así,
Stahl fue el fundador del vitalismo moderno, si bien su «alma sensitiva»
se redujo posteriormente a un vago «principio vital».
Entretanto, los que diferían de Stahl se dividían en dos escuelas: la
mecanicista y la que podríamos llamar química, porque acentuaba prin­
cipalmente la importancia de la fermentación química. Boerhaave combinó
ambas teorías en sus Institutiones Medicae— 1708— , aunque opinaba que
la digestión tenía más de solución que de fermentación. Afirma el doctor
Singer que, atendiendo al ámbito de sus conocimientos y habilidades, debe
considerarse a Boerhaave como el médico más insigne de los tiempos
modernos8.
Con el correr del siglo, y gracias a los experimentos realizados con
milanos, perros y otros animales, fueron teniendo ideas más claras sobre
la digestión, sobre todo Réamur y Spallanzani. Stephen H ales9 midió
por primera vez experimentalmente la presión de la sangre en los caballos
y la de la savia en los árboles.
A juicio de Míchael Foster, el año 1757 marcó «la línea divisoria
entre la fisiología moderna y todo lo que la precedió», por haberse publi­
cado en ese año el primer volumen de Elementa Physiologiae, de Albrecht
von Haller— 1708-1777— ,0. En esta obra, cuyo octavo y último volumen
salió de las prensas en 1765, ofrece Haller una relación sistemática, clara
e imparcial del estado en que se encontraban entonces los conocimientos
fisiológicos sobre cada una de las partes del cuerpo. El personalmente

' C. S in g e r , A Short History of Medicine, O x fo rd , 1928, pág. 140.


" Stephen Hales, p o r A. E . C la r k - K e n n e d y , C a m b rid g e , 1929.
10 F o s t e r , pág. 204.
214 HISTORIA DE LA CIENCIA

hizo importantes progresos en el estudio de la mecánica de la respiración,


del desarrollo del embrión y de la irritabilidad muscular.
Comprobó la existencia de una fuerza inherente en los músculos, que
perdura algún tiempo después de muerto el animal. Pero de- ordinario los
músculos se ven impulsados a la acción por otra fuerza, que el cerebro
les comunica a través de los nervios. Los experimentos— dice— demuestran
que los únicos que sienten son los nervios; ellos son, pues, los únicos
instrumentos de sensación, lo mismo que por su acción sobre los músculos
son los únicos instrumentos del movimiento. Todos los nervios confluyen
en la medulla cerebri, en las partes centrales del cerebro, de donde cabe
deducir que «esa parte central del cerebro siente y que en ella se presentan
a la mente las impresiones transmitidas al cerebro por la red de nervios,
cuyos extremos terminales están repartidos por el cuerpo». Los fenómenos
de las enfermedades y los experimentos con animales vivos vienen a con­
firmar esta conclusión. Pasando al terreno de las «conjeturas», apunta la
idea de que el fluido nervioso es «un elemento peculiar», que los nervios
son tubos huecos destinados a contenerlo y que dado caso que la sensa­
ción y el movimiento tienen su fuente manantial en la medulla cerebri,
ésta debe ser la sede del alma.

Descubrimientos geográficos

Mientras la astronomía iluminaba los movimientos de los cuerpos


celestes y la fisiología se abría camino a tientas entre los misterios de la
constitución humana, los descubrimientos geográficos ampliaban el cono­
cimiento de la superficie terrestre. Había mejorado mucho el arte de la
navegación. Stevin inventó la aritmética decimal a fines del siglo xvi,
Napier introdujo los logaritmos en 1614 y Oughtred la regla de cálculo
en 1622. Cuando gracias a la teoría lunar de Newton se pudo predecir la
posición de la Luna entre las estrellas, entonces fue posible medir la
longitud y obtener en dos sitios el tiempo aparente del mismo fenómeno
celeste, si bien la medición de la longitud sólo fue fácil y precisa cuando
John Harrison mejoró el cronómetro en los años 1761-62, compensando
el efecto de los cambios de temperatura con la expansión desigual de dos
metales. Una vez logrado esto, cada barco pudo tomar la hora de Green-
wich y compararla con los fenómenos astrológicos para marcar así la
longitud.
En los siglos xvii y xvm se empezó a emprender la exploración siste­
mática del globo. Aunque los exploradores de este período no pudieron
dar a sus viajes todo el aspecto novelesco que presentaron los pioneros
de los descubrimientos de los siglos xv y xvi, que fueron los primeros que
nos revelaron la Tierra como ahora la conocemos" , sin embargo, fue muy
notable la labor realizada por esta segunda serie de navegantes, por el
fuerte espíritu de investigación científica que supieron imprimir a sus tra­
11 W . O lm s te d , Isis, 94, p ág . 117 (1942).
EL SIGLO XVIII 215

bajos y que contribuyó en gran medida al cambio general que se experi­


mentó en la mentalidad intelectual, tal como quedó reflejado en la enciclo­
pedia francesa.
Entre los exploradores debo mencionar a William Dampier— 1651-
1715— , que trabajó privadamente y fue uno de los primeros que mani­
festaron la nueva actitud mental. Su ojo avizor reparaba en cada nuevo
árbol o planta y su fácil pluma describía sus formas y matices de color
con meticulosa precisión. Su Discourse on Winds se hizo clásico en me­
teorología; también adelantó notablemente Dampier los conocimientos sobre
hidrografía y magnetismo terrestre '2.
Dampier empezó sus aventuras como filibustero y tuvo que abrirse
camino por sí mismo en la vida hasta que sus libros le hicieron famoso.
Pero setenta años más tarde había aumentado mucho el interés científico
por las exploraciones y con él la categoría de los exploradores. El capitán
James Cook— 1728-1779— , que había publicado un trabajo sobre un
eclipse solar, fue comisionado a petición de la Royal Society para obser­
var desde Tahití, en el Océano Pacífico Sur, el paso de Venus. En sus
viajes posteriores de exploración le animaba la esperanza de descubrir
un continente antártico, y aunque no lo logró, sus andanzas proporciona­
ron mucha informaciónv de valor científico, por ejemplo, sobre la causa
y tratamiento del escorbuto y sobre la geografía de Australia, Nueva Ze­
landa y el Océano Pacífico.
Los libros de «viajes» de Dampier desencadenaron en Inglaterra una
verdadera explosión literaria, cuya moda fijaron Defoe, en Robinson Cru-
soe, y Swift, en Gulliver’s Travels. Los viajes de Dampier, Cabot, Baudier,
Chardin, Bernier y (Stvos influyeron mucho en el desarrollo intelectual ge­
neral de Francia en los años anteriores a la Revolución ’3. Varios de los
que querían criticar el mundo en que 'se vivía bajo la monarquía francesa
se ponían a escribir libros para hacer ver cuánto mejor se viviría en tal
o cual isla utópica lejana. Entre las observaciones reales y las conclusiones
falsas de los exploradores, por una parte, y la imaginación de los nove­
listas, por otra, surgió todo un panteón imaginario de Républiques d’Outre
Mer, Le Bon Sauvage y Le Sage Chinois. Los deístas y otros autores anti­
cristianos se dedicaron a ensalzar las virtudes y méritos de otras religio­
nes, como la budista, confuciana y paganas en general y a servirse de
ellas para atacar a la Iglesia de Roma.
Probablemente esta literatura ejerció más influencia entre el público
en general que los escritos de los filósofos y científicos, y puede bastar
a explicar por qué el siglo xvm aceptó prontamente las ideas de Rousseau
y de Voltaire, siendo como eran tan diferentes de las que un siglo antes
habían proclamado Pascal y Bossuet. Aquellos cuadros color rosa de la
u Dampier's Voyages, Londres, 1699, 1715, 1906; C l e n n e l l W il k in s o n , Ufe
of William Dampier, Londres, 1929; Journal Royal Geographical Society, noviem­
bre 1929, 74, pág. 478.
11 W . H . B o n n e r , Captain William Dampier and English Travel Literature, Stan-
ford, California y Oxford, 1934; G e o f f r o y A t k i n s o n , Les Relations des Voyages du
XVIII Siécle et l'Evolution des Idees, París, 1925.
216 HISTORIA DE LA CIENCIA

vida primitiva favorecían las nuevas falacias, como la teoría del contrato
social, la inevitabilidad del progreso y la perfectibilidad de la humanidad,
lo mismo que ciertas locuras, como el reinado revolucionario de la diosa
Razón. El mejor correctivo contra estos errores es la historia y la antropo­
logía. Ellas nos enseñan que cuando el hombre avanza—suponiendo que
avanza—no lo hace razonando a priori sobre ciertas premisas tan bonitas
como falaces, sino a base de un trabajo rudo y accidentado, entre tanteos
y errores.
La idea del «noble salvaje», preconizada en la literatura romántica y no­
velesca u, corresponde a la «edad de oro» de los antiguos, como se ve en
las descripciones que hace Tácito sobre los germanos. En la Edad Mo­
derna la resucitó Colón, y Montaigne la desarrolló en toda su plenitud.
Acaso fue Dryden el primero que empleó las palabras exactas de «noble
salvaje» en inglés, pero la idea era corriente durante el romanticismo, que
empezó en Inglaterra hacia 1730 y alcanzó su cénit en 1790. No cabe duda
de que el Paraíso terrestre de la Biblia contribuyó en gran medida a fo­
mentar la idea de que nuestra civilización no es más que una degeneración
de la inocencia y bondad primitivas.

De Locke a Kant

Al intentar compendiar el pensamiento científico del siglo xvm no


hemos de considerar tan sólo la obra de los grandes físicos, químicos
y biólogos, sino también la de algunos escritores que fueron primordial­
mente filósofos.
Aunque el filósofo John Locke— 1632-1704—vivió la casi totalidad de
su existencia en el siglo xvn, en espíritu pertenece a una época posterior.
Ejerció la medicina. En 1669 creyó necesario combatir las opiniones esco­
lásticas sobre medicina y hacer un llamamiento en favor de la experimen­
tación, tal como la practicaba con sus métodos su amigo el doctor Syden-
ham, el cual observaba y estudiaba científicamente las enfermedades
y epidemias. Locke llegó incluso a operar a un Lord Shaftesbury, y, ade­
más, trajo otro al mundo. Pero hay que convenir que su obra maestra
fue su ensayo filosófico, titulado Essay Concerning Human Understanding
— 1690— ,
Lo mismo en el pensamiento político que en el filosófico profesa
Locke un liberalismo moderado y racional, que contrasta con el absolutis­
mo político y el radicalismo filosófico de Hobbes. Locke poseía ese
respeto sano, característico del inglés, por los hechos, y la consiguiente
aversión por las elucubraciones abstractas a priori. Examinó los límites
posibles del conocimiento humano y protestó contra cualquier intento de
sustraer ninguna proposición a la crítica racional. Las ideas no son innatas,
por más que pueda haber algunos conocimientos autoevidentes para el
pensador culto. Los demás conocimientos han de adquirirse por demos-
“ H. N. F a ir c h il d , The Noble Savage, Columbia Press y Londres, 1928.
EL SIGLO XVIII 217

tración racional. Todos los pensamientos humanos proceden de la expe­


riencia, o por vía de sensación— percepción de las cosas externas—o por
vía de reflexión— percepción de las operaciones de nuestra mente— .
Estudiando el proceso mental de los niños y gente sencilla llega a de­
ducir Locke que primeramente nos sugieren los sentidos ciertas ideas
primarias, como extensión, movimiento, sonido, color. Luego asocia la
mente sus semejanzas, lo cual conduce a las ideas abstractas. Así se añade
a la sensación el sentido interior de reflexión. Lo único que conocemos de
las sustancias son sus atributos, y ésos sólo por las impresiones de los
sentidos, como el tacto, la vista, el oído. Sólo a fuerza de percibir atributos
que se nos manifiestan frecuentemente y en conexión coherente nos
formamos la idea compleja de sustancia como sustrato de los fenómenos
cambiantes. Los mismos sentimientos y emociones surgen de la combina­
ción y repetición de sensaciones.
Cuando empezamos a plasmar en palabras las ideas abstractas así
obtenidas nos exponemos a errar. No deben tomarse las palabras como
retratos adecuados de las cosas, pues no son más que signos arbitrarios
de ciertas ideas— signos escogidos por puro accidente histórico y sujetos
a cambio— . Aquí pasa Locke de la crítica del pensamiento a la del
lenguaje: una idea nuev^de gran valor.
Locke fue el padre de la psicología introspectiva moderna. Ya otros
se habían asomado a su propio interior, pero todos se habían puesto a dog­
matizar después de un rápido vistazo. Locke se puso a observar las ope­
raciones de su mente con calma y tesón, igual que observaba los síntomas
de sus pacientes. Así llegó a la conclusión de que el conocimiento es el
discernimiento del acüfcrdo o desacuerdo de los pensamientos entre sí o con
los fenómenos externos, independientes de ellos. El hombre está seguro de
que él existe, y como tuvo principio, forzosamente ha de haber una causa
primera que explique ese principio; esa causa es Dios, Razón Suprema.
Pero sólo por inducción, basada en casos particulares, podemos estable­
cer la relación existente entre nuestros pensamientos y las cosas externas.
Por tanto, nuestros conocimientos sobre la naturaleza sólo pueden aspirar
a la probabilidad y están expuestos a verse desmentidos por el descu­
brimiento de hechos nuevos.
Tomás de Aquino formó una síntesis del saber a base de la teología
medieval y de la filosofía de Aristóteles. Locke, con el sentido práctico
característico de los ingleses y con aquella visión amplia sobre la vida
y el pensamiento, adquirida en un período crítico de la historia, escribió
sobre la «razonabilidad del Cristianismo» e intentó fundar una religión
racional, al igual que una ciencia racional, sobre el cimiento sólido de la
experiencia. Ambos pensadores se propusieron hacer una síntesis. Pero
con esta diferencia: que mientras el esquema del Aquinate tenía la rigidez
y el carácter absoluto de sus principales constitutivos, el de Locke, era
elástico y dejaba margen para adaptarse constantemente a las necesidades
cambiantes del desarrollo intelectual, a la par que insistía en el principio
de tolerancia debida a las varias opiniones religiosas. Este último rasgo,
218 HISTORIA DE LA CIENCIA

en una época en que cada confesión se consideraba a sí misma como la


única depositaría de la verdad, representa tal vez la prueba suprema de la
originalidad de Locke.
Su filosofía venía a completar hasta cierto punto la ciencia de Newton.
Ambas juntas produjeron un notable impacto en la mente de George
Berkeley— 1684-1753— , obispo un tiempo de Cloyne, en Irlanda.
Comprendiendo el peligro que suponía una filosofía mecanicista y ma­
terialista dentro de una ciencia de materia en movimiento, un peligro que
latía oculto y que escapó al mismo Newton, Berkeley rompió por lo
sano. Aceptando como cierto el nuevo conocimiento y su concepción del
mundo, se preguntó, en efecto: «¿Qué clase de mundo responde a este
conocimiento verdadero?», y sugirió que la única contestación es que se
trata del mundo que nos revelan los sentidos y que únicamente éstos le
confieren realidad. Puesto que las mismas cualidades llamadas primarias,
es decir, la extensión, la forma y el movimiento, son sólo ideas radicadas
en la mente, ni ellas ni las cualidades secundarias pueden existir en una
sustancia privada de percepción '5. Véase cómo lo expresa Campbell Fraser
en el prólogo a la edición de las Obras de Berkeley— Works—, de 1901:
La realidad del mundo material en su totalidad—en cuanto que pueda tener
alguna relación práctica con el conocimiento y conducta de los hombres—consiste
en ser percibido como real en la experiencia perceptora de una mente viviente...
Intenta concebir un universo eternamente muerto, vacío para siempre de Dios y
de todos los espíritus finitos, y verás que no puedes... Esto no significa que ne­
guemos la existencia de este mundo que llama cada día a la puerta de nuestros sen­
tidos...; el único mundo material de que tenemos noticia experimental consiste
en apariencias que brotan continuamente como objetos reales en una procesión pa­
siva de signos sujetos a interpretación, a través de los cuales cada persona finita
capta su propia personalidad individual, así como la existencia de otras personas fi­
nitas; y el simbolismo de los sentidos que las ciencias naturales interpretan más
o menos y que significa todo él a Dios...; Dios tiene que existir, porque para que
el mundo material sea un mundo real, necesita ser realizado y regido constante­
mente por la Providencia viviente.

Todo esto suena al hombre corriente a negación explícita de la exis­


tencia de la materia y ha provocado críticas sin fin, unas fundadas y otras
infundadas, desde Samuel Johnson, que creyó refutar a Berkeley pegando
un puntapié a una piedra, hasta un reciente compositor de pareados. Pero
parece cierto que el mundo que conocemos sólo se hace real a través de
los sentidos; nosotros no podemos conocer el mundo hipotéticamente real
que puede o no ocultarse tras el que conocemos—aunque, podemos hacer
deducciones sobre él— . Pero acaso no es así como interpretaría Berkeley
su filosofía.
Berkeley no niega la evidencia de los sentidos, como a veces se ha dicho.
Todo lo contrario, precisamente es la única evidencia que admite. Según
él, la creencia en la existencia de un mundo real material subyacente a los
fenómenos es una opinión razonable deducida del conocimiento que tene­
mos de sus cualidades; lo único es que no podemos conocer su natura-
B e r k e l e y ’s , C o m p lete W orks, vol. 1, pág. 262.
EL SIGLO XVIII 219

leza última. Berkeley negó la realidad de ese mundo desconocido, afirman­


do que su realidad sólo existe en el mundo del pensamiento.
David Hume— 1711-1776—adoptó una actitud más escéptica aún fren­
te al conocimiento y sus posibilidades: basándose en los argumentos de
Berkeley negó la realidad de ambos mundos: del mundo material y del mun­
do intencional. Berkeley eliminó el substrato oculto que imaginaron los
científicos para explicar los fenómenos de la materia; Hume eliminó ade­
más el substrato oculto que inventaron los filósofos para explicar los fenó­
menos mentales: no hay más realidad que una sucesión de «impresiones
e ideas».
Hume resucitó la controversia interminable sobre el sentido de causa­
lidad. Según él, nuestra creencia de que un acontecimiento es causa de
otro se debe a una asociación de ideas de ambos, producida por una larga
serie de casos en que se sucedieron en el mismo orden. Es pura cuestión
de experiencia. En la naturaleza ciertos fenómenos se dan conjuntamente,
pero de ahí no podemos deducir que exista entre ellos conexión causal.
Hume hace una observación a los empiristas que pretenden establecer prin­
cipios generales deducidos de los hechos de' la experiencia, y es que al
recurrir exclusivamente a la experiencia de los sentidos han hecho infran­
queable el paso de lo qug es sólo una expectación basada en la costumbre
a la deducción de unas leyes generales. Consiguientemente arguye Hume
que el principio de causalidad es una creencia puramente instintiva: «La
naturaleza nos induce a juzgar igual que nos induce a respirar y a sentir.»
Manuel Kant— 1724-1804— aceptó plenamente la tesis de Hume de que
la causalidad ni es evidente por sí misma ni se la puede demostrar ló­
gicamente Pero atfSmás se dio cuenta de que lo mismo cabía decir
de todos los otros principios fundamentales de la ciencia y de la filosofía.
La prueba de las leyes generales hecha por inducción de los datos de la
experiencia sólo es posible supuesta la aceptación previa de ciertos prin­
cipios racionales establecidos independientemente; es decir, que no pode­
mos buscar su demostración en la experiencia. O hemos de aceptar las
conclusiones escépticas de Hume o hemos de encontrar algún criterio
exento de los defectos de los métodos demostrativos racionales y empíricos.
«¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?»
Leibniz negó, al igual que Hume, la posibilidad de demostrar empí­
ricamente los principios generales, pero aceptando su existencia sacó la
conclusión contraria, a saber: que la razón pura es superior a la percep­
ción de los sentidos; que de hecho es ella la que nos revela la verdad
invariable del mundo exterior, la que nos manifiesta no sólo la constitu­
ción real y existente del mundo material, sino también la del mundo in­
mensamente mayor de todas las entidades posibles. Lo real no es más
que una de las innumerables posibilidades que caben en el universo de
la verdad.
Para Hume «el pensamiento es un puro instrumento práctico para in­
16 N . K em p S m ith , A C om m entary to K ant's “C ritique of Puré R eason", L on-
d re s , 1918.
220 HISTORIA DE LA CIENCIA

terpretar convenientemente nuestras experiencias humanas, pero carece


de todo valor objetivo o metafísico». Para Leibniz «el pensamiento es el
legislador universal; el que nos revela el universo amplísimo de lo eterna­
mente posible; el que anteriormente a toda experiencia puede determinar
las condiciones fundamentales a las que deberá conformarse esa experien­
cia... No existe un solo problema científico, moral o religioso en el que
no influya virtualmente la decisión de adoptar una u otra de las múltiples
alternativas o el compromiso que esperemos realizar entre sus exigencias
antagónicas» '7. Nuestra creencia moderna en la evolución biológica favo­
rece la primera teoría: el pensamiento puede ser un mero instrumento
desarrollado por el instinto de conservación conforme a la ley de la se­
lección natural. En cambio, las matemáticas recientes favorecen la segunda
teoría: el pensamiento ha trascendido el espacio euclidiano y definido
nuevos tipos de espacio que ninguna experiencia ha podido revelarnos.
Kant se propuso analizar estas opiniones antagónicas y salvar de la
razón pura de Leibniz cuanto había resistido a la piqueta de Hume. Kant
parte de un terreno común a ambos, a saber: que no se puede deducir
la universalidad ni la necesidad por ningún método empírico. Tomó de
Leibniz el valor del pensamiento a priori y de Hume la creencia de que
sus elementos racionales son de carácter sintético. Por consiguiente, los
principios que constituyen la base del conocimiento no poseen necesidad
intrínseca ni autoridad absoluta. Son algo que se impone a la razón
humana, aunque de hecho son comprobables; condicionan la experiencia
de los sentidos y el conocimiento que tenemos de la apariencia, pero no
pueden aplicarse al descubrimiento de la realidad última; tienen validez
dentro del campo de la experiencia, pero no sirven para construir una
teoría metafísica de la realidad de las cosas en sí mismas. Kant introduce
un racionalismo con unos principios a priori a los que no se puede atri­
buir más que un valor relativo a la experiencia humana.
Según Kant, los métodos newtonianos de la física matemática marcan
los límites de la investigación científica; sólo con ellos puede alcanzarse
el conocimiento científico, afirma Kant; pero subrayando que ese conoci­
miento afecta sólo a la apariencia y no a la realidad. Ese modo de restringir
el conocimiento científico, al que puede obtenerse por los métodos de la
física matemática, resulta demasiado estrecho; de aplicarlo habría que
excluir gran parte de la biología moderna. Pero su distinción entre la
apariencia y la realidad conserva aún su valor filosófico. El mundo de la
ciencia es el mundo que nos revelan los sentidos, el mundo de los fenó­
menos, de la apariencia, el cual no es forzosamente el mundo de las rea­
lidades últimas.
Para Newton el espacio y el tiempo existen, por voluntad de Dios, por
sí mismos y en sí mismos, independientemente de la mente que los percibe
y de los objetos afectados por ellos. Para Leibniz, en cambio, son conceptos
empíricos, formados por abstracción de nuestras confusas percepciones

17 N. Kf.mp S m ith, loe. c it., pág. xxxii.


EL SIGLO XVIII 221

sensoriales de las relaciones de las cosas reales. Observa Kant que aun­
que no podemos afirmar si el tiempo (y el espacio) son metafísicamente
reales, sin embargo, la conciencia que tenemos del tiempo al percibir el
cambio es ciertamente real; parecida distinción parece poderse aplicar a
la extensión o espacio. Así se queda flotando entre Newton y Leibniz.
Terminará por no clasificar ni el tiempo ni el espacio ni entre los datos
de los sentidos corporales ni entre los conceptos intelectuales. Son una
mezcla de atributos al parecer contradictorios, que dieron origen a múl­
tiples «antinomias de razón» desde los tiempos de Zenón en adelante.
El mundo de la física es un conglomerado de acontecimientos; la mente
los distribuye en el espacio y en el tiempo, pero al hacerlo provoca entre
los fenómenos unas relaciones que resultan en último caso contradictorias
en sí mismas. No podemos afirmar si el cuadro mecánico de los aconte­
cimientos, que sin duda es verdadero en sus detalles, tiene una explicación
y un alcance últimos de sentido teleológico, es decir, si actúan de alguna
manera con vistas a la consecución de un objetivo. Podemos plantear estas
cuestiones de profundidad, pero debemos contentarnos con dejarlas sin
resolver. Ahora hay quienes sostienen que entre todas las filosofías an­
tiguas la metafísica de Kant es la qué representa de una manera más
adecuada la postura a la^cjue apuntan las ciencias físicas y biológicas de
los últimos años. Según estos opinantes, la teoría cuántica, la de la rela­
tividad, la biofísica, la bioquímica, la idea de la adaptación orientada
y todas las últimas adquisiciones de la ciencia han vuelto a imponer
la filosofía científica de Kant '8. Frente a esta opinión es justo exponer
la opinión contraria del conde Russell: «Kant, dice, inundó el campo
filosófico de cieno y Msterio, del que sólo ahora empieza a levantar ca­
beza. Kant tiene fama de haber sido el más grande de los filósofos mo­
dernos; pero, a mi juicio, fue una pura calamidad» 19. Aquí tenemos otro
ejemplo de esa falta de concordancia de opiniones que aún se nota en
las cuestiones metafísicas.
Esa concordancia que encuentran algunos entre la filosofía de Kant
y las orientaciones de la ciencia moderna puede deberse, al menos en par­
te, a que el mismo Kant fue un físico competente. Se anticipó a Laplace
formulando la hipótesis de una nebulosa para explicar el origen del sistema
solar. Fue el primero que indicó la idea de que la fricción de las mareas
debe contribuir a retardar lentamente la rotación de la Tierra, y que por
su reacción forzó a la Luna a presentar siempre la misma cara a la Tierra.
Hizo ver que las diferentes velocidades lineales que desarrollan las zonas
sucesivas de la Tierra al girar ésta explican los vientos alisios y otras
corrientes de aire parecidas. También escribió sobre las causas de los
terremotos, sobre las diferentes razas humanas, sobre los volcanes de la
Luna y sobre geografía física. Esto demuestra claramente que Kant po­
seía un amplio conocimiento de la ciencia de su tiempo. Poseía también
el autodominio científico para suspender el juicio cuando no se podía
“ Véase I. B. S. H a l d a n e , Possible Worlds, Londres, 1927, pág. 124.
19 An Outline of Philosophy, Londres, 1927, pág. 83.
222 HISTORIA DE LA CIENCIA

lograr lógicamente una decisión clara entre diversas posibilidades o impo­


sibilidades. Esta actitud salta a la vista en la misma forma de enfocar el
problema de la realidad.
Locke y Hume consideraban que la realidad metafísica escapa a la in­
vestigación de la razón humana. Especialmente Hume estimaba que los
problemas últimos son insolubles e inaccesibles al que él considera como
el único método de adquirir el conocimiento. Creía peligroso defender el
cristianismo con argumentos lógicos, diciendo (acaso con ironía) que
«nuestra santa religión no se funda en razón, sino en fe». Aquí tenemos
el equivalente moderno de la rebelión surgida a fines de la Edad Media
contra la síntesis racional del escolasticismo. La filosofía especulativa
seguía dando vueltas en su órbita cerrada, mientras que la ciencia había
emprendido la dirección segura del progreso.
Descartes y sus sucesores presuponen en su dualismo que la conciencia
es un fenómeno último que no puede analizarse. Kant intenta penetrar
más hondo diseccionando la conciencia en varios factores. La conciencia
implica un juicio activo, un darse cuenta del sentido; no se revela a sí
misma sino los objetos que capta. En la medida en que llegamos a conocer
nuestros estados mentales los conocemos objetivamente, igual que cono­
cemos los cuerpos exteriores. Así nuestros estados subjetivos, sentimientos,
sensaciones, deseos, son objetivos en el sentido de que son objetos de
nuestra conciencia y forman parte del orden de la naturaleza que nos re­
vela nuestra conciencia. Por tanto, el sentido moral es tan real como el
cielo estrellado; y de hecho más real aún, dado que sólo es explicable en
el supuesto de que forma parte de la actividad autónoma de un ser que
es real y no sólo aparente. La ley moral es la única expresión en que se
revela la realidad a la mente humana. La razón nos impone como fin de
nuestras acciones, como el summum bonum, la felicidad en función de
los méritos morales. A nuestra mente limitada parece que esto sólo es po­
sible lograrlo en una vida futura y bajo el gobierno de una Deidad omni­
potente; pero Kant afirma que no debemos concluir que esta necesidad
implica que así hayan de ser las cosas de hecho, sólo porque a nosotros
nos parece la única solución viable.

Determinismo y materialismo

Newton y sus discípulos inmediatos aprovecharon' la nueva ciencia


dinámica para poner de relieve la sabiduría y bondad del Creador omni­
potente. La filosofía de Locke amainó un tanto en esta tendencia, y la
de Hume la descartó por completo al separar la razón de la fe.
En la segunda mitad del siglo xvm se generalizó más el cambio de
mentalidad. Los hombres de más capacidad en todas las manifestaciones
de la vida, por lo menos en Francia, profesaron en su mayor parte el es­
cepticismo en materias religiosas. Los ataques que desencadenó Voltaire
contra el clero y sus enseñanzas no eran más que el exponente—en su
EL SIGLO XVIII 223
más alto grado de agudeza— de una ideología muy difundida. Locke y los
deístas ingleses encontraron sus réplicas en el Continente, en Voltaire y en
otros, que minaron la ortodoxia, de manera muy parecida a como la
existencia de la Monarquía Whig en Inglaterra tendía a mermar la auto­
ridad de la sucesión legítima en otros países.
Acaso la filosofía mecanicista fue la que contribuyó más poderosa­
mente a promover esta ola general de pensamiento herético. El pasmoso
éxito que tuvo la teoría de Newton para explicar el mecanismo celeste
indujo a sobreestimar los recursos de las concepciones mecanicistas para
dar la razón última de todo el universo. Dice M ach20: «Se figuraron los
enciclopedistas franceses del siglo xvm que estaban a dos pasos de aportar
la explicación definitiva del mundo a base de principios físico-químicos;
Laplace llegó incluso a imaginar que una inteligencia competente podría
predecir el progreso de la naturaleza para toda la eternidad con sólo darle
las masas y sus velocidades.» Pocos se atreverían a hacer hoy día afirma­
ciones tan categóricas; bien recientemente han aparecido indicios claros
de los que parece seguirse la improbabilidad de semejante determinismo.
Pero se comprende que al enunciarse por primera vez se exagerase el
alcance de los nuevos conocimientos en virtud de la misma impresión
que habían hecho en la mente humana por su amplitud y su ámbito; esto
fue antes que comprobasen sus límites forzosos. De hecho, tenemos aquí
la repetición, mutatis mutandis, de la historia de los atomistas griegos, los
cuales •■hicieron extensivos los felices resultados de sus cencepciones físicas
al campo de la vida y del pensamiento, sin darse cuenta del abismo lógico
que separa ambos c^gipos, abismo que no ha sido cubierto, sino sólo
descubierto y parcialmente explorado, por la labor de dos mil años.
Creía Newton que la música que él había descubierto en las esferas
cantaba la omnisciencia y la omnipotencia divinas, y en su modestia se
comparaba a un niño buscando conchas en la playa, mientras que el océa­
no de la verdad se extiende como una incógnita ante él. Pero no todos
se mostraron tan cautelosos. A mediados del siglo x v i i estaban exacerbadas
en Inglaterra las diferencias religiosas, pero en el siglo xvm la Iglesia
adoptó una actitud comprensiva y generalmente bastante liberal, aparte
de que todo ser humano tenía derecho a inventarse su propia religión
a su medida, derecho del que se aprovecharon de hecho no pocos. Por
eso en Inglaterra nunca adquirió la concepción mecanicista tanta prepon­
derancia como en Francia, de tendencia lógica mucho más acusada y donde
la única religión efectiva era el absolutismo romano. Generalmente, los
paisanos de Newton supieron conservar y aunar la ciencia y la filosofía
de su gran astrónomo con su propia fe religiosa. Esta tendencia del pueblo
inglés a abrazar simultáneamente creencias que parecen incompatibles,
dados los conocimientos de la época, constituye una perenne sorpresa
para los pensadores continentales. Probablemente nace de la aprensión

” E. M a c h , Die Mechanik in ihrer Entwickeíung, 1883, trad. ingl. T. J. McCor-


mack, Londres, 1902, pág. 463.
224 HISTORIA DE LA CIENCIA

instintiva que siente este pueblo, eminentemente político, de que ordina­


riamente hay mucho que decir por ambos aspectos de la cuestión y que
a fuerza de estudio y de conocimientos ulteriores posiblemente puedan
conciliarse las aparentes incompatibilidades. En cabezas realmente capaces
esta tendencia pone en juego un recurso altamente científico, consistente
en seguir las dos trayectorias plausibles de un tema, suspendiendo interina­
mente el juicio sobre sus implicaciones y correlaciones más profundas,
mientras no se cuenta con pruebas suficientes para zanjar definitivamente
la cuestión.
Por otra parte, los discípulos franceses de Newton enseñaron que el
sistema de éste presentaba la realidad como una máquina gigante, cuyo
mecanismo esencial se conocía ya, de forma que todo el hombre, alma
y cuerpo formaba como una pieza dentro del engranaje forzoso, inven­
cible y necesario. Así, por ejemplo, observa Voltaire, en su Filósofo igno­
rante, que «sería sumamente curioso que mientras toda la naturaleza
y todos los planetas se ven forzados a someterse a las leyes eternas, hubiese
un pequeño animal, de 1,65 de altura, que pudiese saltarse esas leyes
y obrar a su antojo, sin más freno que su capricho». Voltaire es el que
se salta por alto el sentido de las leyes naturales, el significado de la vida,
la naturaleza de la mente humana, la esencia del libre albedrío y demás
problemas afines. En todo caso supo expresar al vivo las ideas que se for­
maban corrientemente los franceses de su tiempo sobre el alcance filosó­
fico y religioso de la cosmogonía newtoniana.
Mientras los filósofos interpretaban que el sistema dinámico de Newton
sólo nos informaba sobre las apariencias y no sobre las últimas realida­
des, y los deístas lo utilizaban como proyectil contra la ortodoxia romana,
se fue formando una corriente de pensamiento más popular y fuerte en
la dirección del materialismo, una palabra que se usó por primera vez en
el siglo x v i i i . Prescindiendo de si los átomos duros e impenetrables habían
sido creados por Dios en el principio, como sostenía Newton, el caso es
que tenían poco que ver con su Creador cuando se apoderaron de ellos
algunos intérpretes continentales de Newton y los utilizaron para resucitar
la antigua filosofía atomística.
Con frecuencia se emplea el término «materialismo» en un sentido
amplio, como sinónimo de ateísmo, y hasta como un apelativo peyorativo
para designar cualquier filosofía que no encaja dentro del esquema rígido
de la ortodoxia predominante. Nosotros lo tomamos en su sentido estricto:
a saber, la creencia de que la materia muerta—pellones duros, impenetra­
bles e inflexibles, partículas sólidas macizas de Newton o sus complejos
equivalentes modernos—representa la única y última realidad del universo,
que el pensamiento y la conciencia no son más que sucedáneos de la
materia y que no hay ni existe nada real por debajo ni por encima de ella.
Los atomistas antiguos atribuían la sensación no a la sustancia de los
átomos, sino a su disposición y a sus movimientos. Esta es la concepción
que adoptaron en la renovación del materialismo De la Mettrie— 1748—
EL SIGLO XVIII 225

y Maupertuis— 1751— ; en cambio, Robinet— 1761—atribuyó la sensación


a la misma m ateria21.
Los materialistas franceses— especialmente De la Mettrie, en su obra
L’Homme Machine—acentuaron también las ideas afines del determinismo
mecanicista. Pero De la Mettrie incurrió en la reprobación general por
atacar lo mismo la moralidad cristiana que el teísmo, y por mucho tiempo
su nombre sonó como ejemplo y escarmiento de los espantosos estragos
que pueden producir las creencias heterodoxas. Hubo otro libro famoso,
La systéme de la nature, que parece haber escrito en gran parte Holbach,
el cual, en contraposición con el dualismo de Descartes, argüyó de la
siguiente manera: supuesto que el hombre piensa, siendo como es un ser
material, demuestra que la materia es capaz de pensar. Esta es la antítesis
de la doctrina de Leibniz, el cual, en vez de materializar el alma, como hizo
Holbach, espiritualizó la materia en sus mónadas.
El materialismo toma el mundo de los fenómenos como real, de una
manera ingenua y dogmática. Su pretensión de explicar la conciencia cons­
tituye un evidente fracaso, como los demás intentos de otras filosofías. En
efecto, ¿cómo puede surgir la conciencia del movimiento de partículas
insensibles? O si se recurre a la otra alternativa, ¿a qué se reduce el dotar
de sensación a la misma materia sino a suponer lo que se trata de explicar
y a reafirmar el mismo problema que se trata de ventilar? El materialismo
no puede refutar siquiera el idealismo, que ocupa el polo opuesto del
pensamiento, ni puede resistir el análisis destructor de ninguna filosofía
crítica.' Pero como «el pueblo puede entenderlo», mientras que no puede
entender la crítica filosófica, durante algún tiempo proporcionó la mejor
alternativa inculta corrt*a la ortodoxia indocumentada. Aparte de que cons­
tituye el método más simple, menos complicado y menos fatigoso para
el cerebro de presentar el mundo dentro del esquema inteligible que nece­
sita la ciencia para su progreso, o que necesitó, al menos, durante los
siglos x v i i y xvm . Cierto que tiene sus ventajas para el uso ordinario, de
batalla, y hasta, en realidad, es necesario para fijar cada detalle científico;
pero siempre hay peligro de que se lo tome como el sistema filosófico
obligado de la ciencia en bloque y que luego, a título de sistema filosófico,
se alce con el prestigio que confiere, inevitablemente, el éxito de la ciencia
en cuestión de pormenores. Esto es lo que ocurrió por un tiempo en el
siglo XIX.
Pero en cuanto miramos la cosa un poco más a fondo vemos que úni­
camente conocemos la materia, como todos los demás conceptos de la
ciencia, a través de los efectos que causa en nuestros sentidos: así nos
enfrentamos de nuevo con el problema del conocimiento. El mundo de la
ciencia es el mundo de las apariencias, tal como nos lo revelan y condi­
cionan nuestros sentidos y nuestra inteligencia; pero de aquí no se sigue
necesariamente que sea el mundo de la realidad. En un capítulo posterior
veremos cómo se han ido transformando aquellas últimas partículas de
11 F. A. L anGE, Geschichte des Materialismus, trad. ingl. E. C. Thomas, vol. II.
3.a ed., Londres, 1925, pág. 29.
226 HISTORIA DE LA CIENCIA

Lucrecio y de Newton, duras y macizas, en todo un sistema complejo de


protones, electrones y otras partículas inmateriales, que acaso sólo pueden
representarse por ecuaciones ondulatorias. También veremos cómo ante
la teoría de la relatividad ha dejado la materia de ser algo que perdura
en el tiempo y se mueve en el espacio para convertirse en un mero sistema
de sucesos interrelacionados. En el siglo xvm estas posibilidades se ocul­
taban en el arcano del futuro, pero ya entonces demostraron Locke, Ber-
keley y Hume que la naturaleza que captamos por los sentidos no repre­
senta necesariamente el mundo en su íntima realidad. Aun con solos los
conocimientos de que entonces disponían, el materialismo no hubiera
podido satisfacer en último análisis.
CAPITULO VI

LA FISICA EN EL SIGLO XIX

La edad científica

Si el siglo xix tiene títulos sobrados para considerarse como el comien­


zo de la era científica, no se debe sólo, ni siquiera principalmente, al
rápido e impresionante desarrollo que alcanzó en él el conocimiento de
la naturaleza. El estudio de la naturaleza es tan viejo como andar a pie:
en las artes de la vida de origen primitivo vemos cómo la humanidad
aplicaba los conocimientos rudimentarios que poseía sobre las propieda­
des de la materia, lo mismo que los mitos y fábulas de los antiguos nos
revelan sus teorías sobre el origen del mundo y del hombre basadas en
los datos de que entonces disponían. Lo peculiar de estos cien o ciento
cincuenta años últimos es el cambio que se ha operado en toda la concep­
ción del universo natural, al reconocer que el hombre forma parte insepa­
rable .del mundo que le rodea, que está sujeto a sus mismas leyes y pro­
cesos físicos y que los métodos científicos de observación, inducción, deduc­
ción y experimentación no sólo son aplicables a los temas originales de
la ciencia pura, sino a casi todos los innumerables y variados campos del
pensamiento y de la actividad humana.
Vemos que en los grandes inventos de edades pretéritas eran las nece­
sidades de la vida práctica las que estimulaban al artesano a seguir pro­
gresando: la necesidad antecede y provoca la invención, a menos que se
trate de un descubrimiento casual. En cambio, en el siglo xix observamos
un cambio de dirección: ahora, la investigación científica, embarcada en
la conquista del conocimiento puro, toma la delantera y es ella la que
sugiere nuevas necesidades prácticas y nuevos inventos. A su vez, todo
nuevo invento que se realiza abre nuevas perspectivas para la investigación
científica y para el desarrollo industrial. Así, por ejemplo, los experimentos
electromagnéticos de Faraday condujeron a la invención de la dínamo
y de otras máquinas electromagnéticas, y éstas, por su parte, plantearon
nuevos problemas y enseñaron a los hombres nuevos procedimientos y re­
cursos para resolverlos. Los estudios matemáticos de Maxwell sobre las
ondas electromagnéticas dieron por resultado, al cabo de cincuenta años,
la invención de la telegrafía sin hilos y del teléfono, mientras que estos
inventos planteaban nuevos problemas a los físicos. El descubrimiento de
Pasteur—de que la fermentación, putrefacción y muchas enfermedades se
deben a la acción de organismos microscópicos vivos— produjo frutos va-
228 HISTORIA DE LA CIENCIA

liosísimos en la industria, medicina y cirujía. Los experimentos que hizo


Mendel en el convento de Briinn sobre las leyes de la herencia en los
guisantes condujeron con el tiempo al cultivo y cruce sistemático de las
plantas, a mejorar las clases de trigo y de otros granos y al conocimiento
de los principios que rigen la herencia de algunas de las cualidades espe­
cíficas de plantas y animales, un conocimiento que puede tener andando
los años efectos incalculables en el bienestar de la raza humana. En defi­
nitiva, podemos decir que empezó la era científica cuando la ciencia, en
vez de ir al remolque de las artes empíricas, se puso en cabeza blandiendo
la antorcha y abriendo la marcha.
Muchas de las directrices ideológicas características del siglo xix ha­
bían hecho ya acto de presencia para cuando se inició el siglo; no es
posible trazar de una manera taxativa la línea divisoria cronológica. Tam­
bién había empezado la gran revolución industrial, que aún sigue en auge,
dedicada a aplicar las elucubraciones de la ciencia técnica. Uno de sus
principales vehículos, la máquina de vapor, había alcanzado ya una fase
rentable cuando James Watt patentó el principio del condensador en 1769.
Fue éste un invento práctico, pero con el tiempo se emplearon principios
científicos en su desarrollo y mejora. En cambio, el telégrafo eléctrico, que
fue el otro gran factor en la revolución de las condiciones sociales del
mundo, fue fruto de la ciencia pura y de la investigación, cuyos orígenes
arrancan de la obra de Galvani en 1786. Como contrapartida, el galvanó­
metro de espejo, inventado para facilitar la telegrafía submarina, prestó
magníficos servicios a la ciencia pura.
Hay quienes estiman que el mérito principal de la ciencia está en sus
aplicaciones prácticas. En realidad, si bien éstas influyen mucho en el
pensamiento humano, lo hacen de una manera indirecta, lenta y cumu-
lativa. El dominio gradual y al parecer inevitablemente arrollador que va
adquiriendo el hombre sobre los recursos materiales de la naturaleza con­
fiere a la ciencia aplicada, factor principal de ese progreso, un prestigio
e importancia a los ojos de la gente inculta muy superiores a la estima en
que puedan tener a la ciencia pura. Cuando ven realmente cómo se va de
triunfo en triunfo en el campo de las ciencias aplicadas, sacan la impre­
sión, al parecer evidente, de que el progreso sigue su marcha inconteni­
ble, aunque sea lentamente; les parece que no cabe poner límites al cre­
ciente dominio del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, y suponen,
sin pruebas para ello, que los principios de la mecánica, -a cuya aplicación
se debe esa expansión, bastan a dar razón de todo el universo.
En el período que vamos a estudiar ahora se nota una tendencia gene­
ral a extender gradualmente los métodos experimentales y matemáticos de
la mecánica a las demás cuestiones de la física y, en la medida de lo posi­
ble, también a la química y biología. El estudio de la ciencia se divorció
de las elucubraciones de la filosofía, al menos por algún tiempo. En el
transcurso del siglo xix, la mayoría de los científicos sostuvieron, cons­
ciente o inconscientemente, como cosa de sentido común, la teoría de que
LA FISICA EN EL SIGLO XIX 229

la materia, con sus propiedades primarias y sus relaciones, tal como las
revela la ciencia, son realidades últimas, y que los cuerpos humanos son
mecanismos, aunque acaso ejerza sobre ellos la mente algún control o in­
flujo ocasional. Cuando se ponían a pensar sobre los últimos conceptos
científicos, muchos físicos comprendían que esas opiniones no podían
resistir un análisis crítico, aunque ofreciesen sus ventajas como hipótesis
de trabajo; pero ni en el laboratorio ni en la vida práctica había lugar
ni tiempo para disquisiciones filosóficas.
Sobre los cimientos puestos por Newton y Lavoisier fue levantándose
la estructura coherente y siempre progresiva de la física y química. A la
luz de este éxito se llegó a dar por supuesto que se habían trazado de una
vez para siempre las líneas generales, que no eran ya probables nuevos
descubrimientos de fondo, que lo único que quedaba por hacer era llevar
hasta el máximum de precisión las mediciones científicas y llenar unas
cuantas lagunas que aún quedaban por cubrir, naturalmente, en el campo
del saber. Así se creía de hecho hasta la misma víspera de los avances
revolucionarios que se produjeron al finalizar el siglo xix.

Matemáticas

Durante el siglo xix salieron muchos nuevos retoños del tronco de la


matemática. Entre ellos debemos mencionar la teoría de los números, las
de las formas y grupos, el desarrollo de la trigonometría en las teorías de
las funciones de periodicidad múltiple y la teoría general de las funciones.
Mediante métodos sintéticos y analíticos se creó una nueva geometría,
mientras que la aplicación de muchos de esos métodos a los problemas
físicos fue tal vez lo que más contribuyó a los formidables avances que se
producirían más adelante en las ciencias físicas.
No entra en el plan de este libro describir en detalle la historia de las
matemáticas, ya que en él sólo nos proponemos trazar las líneas principa­
les de las ramas que influyen de manera especial en las partes más funda­
mentales de la física.
En 1822 publicó Fourier su Théorie analytique de la chaleur. Al tratar
en ella sobre la teoría de la conducción demostró que cualquier función de
una variable, continua o discontinua, puede ampliarse en una serie de
senos de múltiplos de la variable; desde entonces se utilizó en análisis
este resultado mediante procedimientos iniciados por Poisson. Gauss am­
plió los trabajos de Lagrange y Laplace y aplicó sus resultados a la elec­
tricidad. También fijó la teoría sobre los errores en las mediciones.
Sir William Rowan Hamilton— 1805-1865—siguió desarrollando los
grandes adelantos que logró Lagrange en dinámica al enunciar sus ecua­
ciones diferenciales de movimiento. Hamilton expresó en «momentos»
y coordenadas de un sistema la energía cinética y descubrió el procedi­
miento para transformar las ecuaciones de Lagrange en una serie de
230 HISTORIA DE LA CIENCIA

ecuaciones diferenciales de primer grado para determinar el movimiento1.


Hamilton inventó también los «cuaternios».
Varios matemáticos discutieron los axiomas que sirven de base a la
geometría euclidiana, como Saccheri en 1733, Lobatchewski en 1826
y 1840, Gauss en 1831 y 1846 y Bolyai en 1832. Riemann orientó la aten­
ción general hacia la geometría no euclidiana en 1854; en la misma direc­
ción siguieron trabajando Cayley, Beltrami, Helmholtz, Klein y Whitehead.
Estos escritores demostraron que es posible discutir matemáticamente las
propiedades de un espacio no euclidiano, prescindiendo de la cuestión de
saber si los sentidos conocen semejante espacio. Sus investigaciones alcan­
zaron importancia en el campo físico cuando Einstein formuló la moderna
teoría de la relatividad.

Fluidos imponderables

La noción de intensidad de calor procede de nuestras percepciones sen­


soriales; el termómetro nos sirve para medirla. Amontons mejoró los ins­
trumentos primitivos utilizando mercurio; por su parte, Fahrenheit, Réaumur
y Celsius establecieron escalas. La cuestión de la transmisión del calor y la
distinción entre irradiación, convección y conducción no se abordaron
hasta más adelante. Aunque las inteligencias más agudas entre los filósofos
naturales se inclinaban a pensar que el calor es la agitación vibratoria de
las partículas de los cuerpos, no podían desarrollar esa teoría por falta
de conceptos claros correspondientes a nuestras nociones sobre la energía.
Los adelantos que se reservaba el futuro precisaban tener la idea clara
de que el calor es una cantidad medible y que permanece invariable al
transmitirse por contacto de un cuerpo a otro. Para lanzarse a experimentar
a la luz de esta noción hacía falta tener nociones claras y manejables sobre
la naturaleza del calor. Estas vino a suministrarlas la teoría de que el calor
1 Si los momentos son p,, p„ ... y las coordenadas q¡, q2, ..., las ecuaciones de
Lagrange se convierten en p, = — dH!dg¡, • y Q¡ = — d H / p h en que H represen­
ta la energía total.
El potencial tj) en un campo de fuerza se define de forma que la fuerza resul­
tante en cualquier dirección queda medida por el índice de disminución del
potencial en esa dirección,
dC di dy
i ----- + + k ------
dx dy dz
La operación indicada de Hamilton,

se escribe como V, y la primera ecuación se transforma en


F = VvS.
La operación indicada V nos indica que midamos el índice de disminución de ^ en
cada una de las tres direcciones rectangulares e integremos luego en uno solo los
vectores así hallados.
LA FISICA EN EL SIGLO XIX 231

es un fluido sutil, invisible e imponderable, que pasa sin el menor impe­


dimento entre las partículas de los cuerpos.
Joseph Black— 1728-1799—aclaró la confusión entre calor y tempera­
tura, calificándolas, respectivamente, de «cantidad» e «intensidad» calóri­
cas. Inspirado por los procesos de las destilerías, investigó el cambio de
estado que experimenta el agua al pasar de helada a líquida y de líquida
a vapor, y encontró que se absorbían grandes cantidades de calor sin
producirse cambio de temperatura—o, como él decía, quedaban latentes— .
Supuso que el fluido térmico o calórico se unía con el hielo para formar
el agua, como un compuesto cuasi químico, y luego se combinaba con el
agua para formar el vapor. Según sus mediciones, para derretir una masa
dada de hielo se necesitaba una cantidad de calor equivalente a la que
haría falta para elevar la temperatura de una masa igual de agua en
140 grados Fahrenheit—en realidad se necesitan 143 grados— . Calculó
muy por lo bajo el calor latente de la evaporación—que él fijó en
810 grados Fahrenheit, cuando en realidad son 967— . Pero en estos
cálculos es difícil la exactitud. También inició Black la teoría del calor
específico para explicar las diferentes cantidades de calor que se requieren
para producir el mismo cambio de temperatura en sustancias diferentes,
pero confió a su discípulo Irvine el trabajo de medirlas al detalle. Así
fundó el método de la calorimetría o medición de la cantidad de calor.
La teoría térmica o fluida del calor bastó a orientar el curso de la ciencia
hasta que Helmholtz y Joule demostraron entre 1840 y 1850 la equiva­
lencia entre calor y trabajo, introduciendo así la noción de que el calor
era una forma de movimiento.
Una teoría análoga «fluida», o mejor dicho, dos teorías fluidas anta­
gónicas, sirvieron de guía a los que se dedicaban a estudiar los fenómenos
de la electricidad. Las atracciones y repulsiones que se producen entre
cuerpos electrizados por fricción pueden describirse suponiendo que existe
una sustancia, la electricidad, que es una cantidad sometida, como el calor,
a las leyes de la adición y sustracción. Sin embargo, ya al principio de su
historia se reconoció que existían dos variedades de electricidad distintas
y opuestas. Una carga eléctrica producida frotando un vidrio con seda
neutraliza otra contraria al frotar ebonita con piel. Para explicar estos
resultados se supuso la existencia de dos fluidos de propiedades contrarias
o bien uno sólo, el cual da origen a la electrización al rebasar su cantidad
normal o al no llegar a ella. Todavía hoy seguimos usando la terminología
peculiar de la teoría de un solo fluido con su electricidad positiva y ne­
gativa, si bien, como veremos más adelante, sabemos actualmente que la
electricidad no es un fluido continuo, sino corpuscular. Naturalmente, cada
vez fue más fácil experimentar a medida que se producían mayores can­
tidades de electricidad, gracias a las máquinas eléctricas, y que se podían
almacenar en acumuladores como el de la botella de Leiden, recipiente de
cristal recubierto por dentro y por fuera con papel de estaño. Stephen
Gray— 1729— , Du Fay— 1733— y Priestley— 1767— aclararon la diferen-
232 HISTORIA DE LA CIENCIA

cía entre conductores y aislantes, aunque los términos los inventó Desagu-
liers— 1740— .
En cuanto se cayó en la cuenta de la chispa y del ruido que produce
la descarga eléctrica, se vio su analogía con el rayo y el trueno y se sospe­
chó que ambos fenómenos debían ser de la misma naturaleza. Parece
que a Benjamín Franklin— 1706-1790— le fascinó el problema de estable­
cer esa identidad y la posibilidad de reducir los rayos de Júpiter a las
leyes de la física; muchas de sus últimas cartas rebosan de descripciones
de experimentos en los que reproducía, a escala reducida, con cargas de
botellas Leiden, los efectos del rayo en la fusión de metales, en la fisión
de materiales, etc.
La acción que desempeñan las puntas agudas en la descarga de los
cuerpos electrizados sugirió a D ’Alibart y a otros, en Francia, la idea del
conductor del rayo. Para «zanjar la cuestión de si las nubes que encierran
el rayo y el relámpago están electrizadas o no» se alzó en Marli, en 1752,
una vara de hierro de 13 metros. Al pasar nubes tormentosas saltaban chis­
pas de la punta inferior de la vara. Este experimento se repitió en otros
países con éxito rotundo— en realidad demasiado rotundo, al menos para
el profesor Riehmann, de San Petersburgo, que murió víctima de una
descarga producida en una pretina de hierro que había instalado en su
casa— . Entretanto realizó el mismo Flanklin con toda seguridad un expe­
rimento similar mediante una cometa.
En el extremo de la caña vertical de la cometa hay que fijar un alambre ter­
minado en punta muy aguda, y que sobresalga de la caña o madera un pie o más.
Al extremo del hilo próximo a la mano hay que atar una cinta de seda, y en el
nudo que forman el hilo y la seda puede sujetarse una llave. Debe echarse a volar
la cometa cuando se sienta venir una ráfaga tormentosa. La persona que sostiene
la cuerda debe mantenerse dentro de la puerta o ventana o a cubierto con el fin
de que no se moje la cinta de seda, pero cuidando de que el hilo no toque el
marco de la puerta o ventana. En cuanto cualquiera de las nubes tormentosas
entre en contacto con la cometa, el alambre puntiagudo extraerá de ella la chispa,
la cometa y todo el hilo quedarán electrizados; los filamentos sueltos de la cuerda
se pondrán de punta y se sentirán atraídos cada vez que se acerque a ellos un
dedo. Cuando la lluvia haya mojado la cometa y el hilo, de forma que puedan
conducir libremente el fuego eléctrico, se notará su caudalosa corriente por la
llave al tocarla con los nudillos. En esta llave puede cargarse la batería, y del
fuego eléctrico así obtenido pueden encenderse gases y pueden realizarse todos los
otros experimentos eléctricos, que suelen hacerse ordinariamente frotando un tubo
o globo: con ello queda plenamente demostrada la identidad entre el rayo y la
materia eléctrica.

Durante el siglo xvm se hicieron muchos experimentos a base de la


electricidad producida al calentar ciertos minerales y cristales, como la
turmalina; también se volvió a llamar la atención sobre la fuerza aturdi­
dora de las descargas de los torpedínidos o peces con órganos eléctricos;
se examinaron sus órganos, y las descargas que asestaban se atribuyeron
decididamente a efectos eléctricos.
Hacia fines del siglo xvm se realizaron investigaciones sobre las fuer­
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 233

zas eléctricas y magnéticas. Hacia 1750 inventó Michell la balanza de


torsión, consistente en una fina barra metálica, colgada en su centro de un
largo alambre fino y metida en un estuche de vidrio; un invento que re­
produjo, por su parte, Coulomb, ingeniero militar francés, en 1784. Colocó
en el extremo de la barra una bola electrizada y la desvió acercándole
otra bola. También reemplazó la barra por un imán de acero, desviando
luego uno de sus polos con otro imán. De esta manera descubrió que las
fuerzas eléctricas y magnéticas disminuyen con el cuadrado de la distancia,
probando así que estas fuerzas guardan la misma relación que comprobó
Newton para la gravitación. Halló, además, que la fuerza eléctrica era
proporcional a la cantidad de carga eléctrica y que, por tanto, podía servir
para medirla. Por camino diferente encontraron la misma ley de la fuerza
eléctrica Priestley y Cavendish, cada cual por su cuenta2. Demostraron
experimentalmente que no hay fuerza eléctrica en el interior de ningún
acumulador cerrado y cargado de cualquier forma que sea, y que, por
consiguiente, no puede haberla dentro de una esfera. Newton había pro­
bado matemáticamente que si vale la ley de la relación inversa al cua­
drado de la distancia, una bola uniforme de materia gravitatoria no ejerce
fuerza en un cuerpo situado en su interior y ninguna otra ley dinámica dará
este resultado; parecida*investigación se aplica a las fuerzas eléctricas.
Una vez establecida la ley de la fuerza, los matemáticos emprendieron
el tema de la electrostática; así dedujeron un sistema elaborado de rela-
cionel que se pudo comprobar concordaban con la observación, siempre
que fue posible establecer la confrontación. Bajo las hábiles manos de
Gauss, Poisson, Greo» y otros se comprobó que podían manejarse mate­
máticamente la distribución de la carga eléctrica en la superficie de los
acumuladores, las fuerzas y potenciales eléctricos existentes en su proximi­
dad y la capacidad electrostática de los diferentes dispositivos de los
acumuladores y aisladores.
La teoría de un fluido eléctrico ingrávido e incomprensible es com­
patible con la concepción de la electricidad como cantidad definida y de
hecho suministró una imagen mental a propósito, que ayudaba a imaginar
y examinar los fenómenos, aunque no influyese necesariamente en estas
investigaciones concretas.
Más importancia histórica revistió la atención dedicada al estudio de
la fuerza eléctrica. Al parecer actuaba, lo mismo que la gravedad, a dis­
tancia a través del espacio intermedio. Los matemáticos no necesitaban
más explicaciones, pero los físicos empezaron a especular sobre la natu­
raleza de ese espacio, que de un modo u otro podía transmitir dos fuerzas,
al parecer, distintas. Como veremos, esto condujo a las teorías modernas
de lo que ahora llaman «física del campo».

2 Sir P. H a r t o g , “The Newer Views of Priestley and Lavoisier”, Annals of Scien­


ce, agosto 1941, citando trabajos de A. N. Meldrum y otros.
234 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Unidades

La multiplicidad de pesos y medidas, que atormentaban— ¡y siguen


atormentando!—al mundo, encontró solución en el sistema decimal, tan
lógico y conveniente, introducido por los franceses. En 1791 se presentó
un informe a la Asamblea Nacional; para 1799 se habían concluido y adop­
tado las mediciones necesarias; en 1812 se permitió el empleo del sistema,
y en 1820 se lo hizo obligatorio.
La unidad fundamental de longitud, el metro, representaba la diezmí-
llonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre por París. Una vez
adoptada esta medida teórica, la unidad práctica fue la distancia entre dos
señales marcadas en una barra metálica a cero grados centígrados; esta
medida ha permanecido intacta, a pesar de que posteriormente se ha
podido comprobar con exactitud que esa longitud no representa la fracción
precisa del cuadrante del meridiano, como se suponía. Como unidad de
volumen se fijó el litro, que es un cubo de un decímetro, o décima parte
de metro, de lado; pero, dada la dificultad de medirlo, en 1901 se fijó
su capacidad en el volumen que ocupa un kilogramo de agua pura desti­
lada a la presión de una atmósfera y a cuatro grados centígrados de tem­
peratura, que es cuando su densidad es mayor.
A su vez, la unidad de masa o peso, el kilogramo, era la masa de un
decímetro cubito de agua a cuatro grados centígrados, si bien ahora es una
masa igual a la de un cilindro de iridio y platino, construido en 1799 por
Lefébre-Ginneau y Fabbroni. El último valor obtenido para el litro por
Guillaume, en 1927— 1.000,028 c.c.— , demuestra la precisión de este
peso estándar.
Como unidad de tiempo se estableció la 1/86.400 parte del día solar
medio—siendo el día el tiempo transcurrido entre el paso sucesivo por el
meridiano del centro del disco solar promediado a lo largo del añ o 3.
En 1822 observó Fourier, en su Théorie de Chaleur, que las cantidades
secundarias o derivadas tenían ciertas dimensiones cuando se las expre­
saba en términos de cantidades fundamentales. Así, por ejemplo, si desig­
namos la longitud L, la masa Ai y el tiempo T, el valor de la velocidad
es L /T o L T ~ \ La aceleración, es decir, la velocidad adquirida en la
unidad de tiempo, vale v /T , o sea, L /T 2 o LT ~2. La fuerza / es masa por
aceleración, es decir, MLT~ 2; el trabajo, ML2T~ !. Más adelante expondré el
valor que derivó Gauss de estas unidades dinámicas para las unidades
eléctricas y magnéticas.
Hacia 1870 se acordó adoptar, por convenio internacional, como me­
didas científicas, un sistema basado en el centímetro o centésima parte del
metro, en el gramo o milésima parte del kilo, y en el segundo, como las
tres unidades fundamentales: suele llamarse sistema cegesimal—c.g.s.
5 Para definiciones de unidades, véase Report of the National Physical Labora-
tory for ¡928.
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 235

La teoría atómica

En los capítulos precedentes seguimos la trayectoria de la filosofía ato­


mística desde Demócrito en adelante. Desprestigiada por Aristóteles, se
mantuvo en la penumbra en la Edad Media; sólo después del Renacimien­
to se la resucitó de una manera efectiva. Galileo la miró con simpatía;
Gassendi la reafirmó siguiendo la concepción de Epicuro y Lucrecio;
Newton y Boyle la aprovecharon en sus especulaciones químicas y físicas.
Luego pasó de nuevo a la penumbra, aunque siguió impregnando el pen­
samiento científico.
A principios del siglo xix se la volvió a airear para explicar ciertas
propiedades físicas, como la existencia de los tres estados de la materia:
sólido, líquido y gaseoso, y los hechos cuantitativos concretos de las
combinaciones químicas.
Al descartarse la teoría del «flogisto» quedó patente que la materia
presentaba tres fases o estados: sólido, líquido y gaseoso. Generalmente
cada sustancia se presenta predominantemente en una de esas fases, como
el agua en forma líquida; pero, por regla general, toda sustancia puede
reducirse a cualquiera de los otros tres estados, como, por ejemplo, el
agua, que puede congelarse o evaporarse. A esta adquisición en el cono­
cimiento de la materia siguió el estudio de las leyes que rigen las combina­
ciones químicas. Donde fue más fácil explorar esas leyes fue en los gases,
los cuales dejaron de ser aquellas entidades misteriosas, semiespirituales
de antaño, para pasar al plano de los otros cuerpos.
A fuerza de análisis concienzudos llegaron a demostrar con la preci­
sión entonces posible— especialmente Lavoisier, Proust y Richter, contra
la opinión autorizada de Berthollet— que todo compuesto químico se forma
siempre con la misma cantidad exacta de partes constitutivas. Esta cons­
tancia en la composición desempeñó un papel esencial en la orientación
de la nueva química. Así, el agua, sea cual sea su procedencia, consta
siempre de hidrógeno y oxígeno combinados en la proporción de 1 a 8
(en peso). Así se llegó al concepto de peso de combinación; si tomamos
como unidad el peso del hidrógeno, el peso de combinación del oxígeno
será ocho. Cuando dos elementos presentan más de una combinación para
formar más de un compuesto, se vio que la proporción de los compo­
nentes en uno de los compuestos estaba en relación sencilla con la pro­
porción en que entraban en el otro: así se combinan 14 partes de
nitrógeno con ocho de oxígeno para formar un compuesto, y para formar
otro se combinan con 16, exactamente con el doble. Ya veremos más
adelante que esa fijeza en la composición no siempre resulta exacta en
el mundo actual de los isótopos.
John Dalton— 1766-1844—fue hijo de un tejedor de Westmorland,
donde tenía un telar de mano. En el escaso tiempo libre que le dejaba su
profesión de maestro de escuela se fue documentando en matemáticas
y física. Obtuvo un puesto docente en Manchester y allí empezó a experi­
236 HISTORIA DE LA CIENCIA

mentar con gases. Vio que la teoría de los átomos 4 era la que mejor expli­
caba las propiedades de los gases; más tarde aplicó esas mismas ideas
a la química, indicando que las combinaciones pueden representarse
como la unión de varias partículas sueltas dotadas cada una de su peso
concreto característico de cada elemento. Dice é l 5:
En las distintas clases de cuerpos hay tres distinciones o estados, que son los
que más han llamado la atención de los químicos filósofos, a saber: los llamados
fluidos elásticos, líquidos y sólidos. Un ejemplo famosísimo de esto lo tenemos en
el agua, un cuerpo que en ciertas circunstancias puede reducirse a los tres estados.
En el vapor comprobamos un fluido perfectamente elástico; en el hielo, un sólido
completo, y en el agua, un líquido perfecto. Estas observaciones han conducido
tácitamente a la conclusión, adoptada al parecer por todo el mundo, de que todos
los cuerpos de magnitud sensible, sean líquidos o sólidos, están formados por un
gran número de partículas pequeñísimas o átomos de materia unidos entre sí por
una fuerza de atracción, más o menos fuerte según las circunstancias...
El análisis y síntesis químicas sólo llegan a separar las partículas y a reunirías.
Los factores químicos son absolutamente impotentes para crear materia nueva o
para destruir la existente. Intentar crear o destruir una partícula de hidrógeno
equivaldría a pretender instalar un nuevo planeta en el sistema solar o a destruir
uno de los ya existentes. Todos los cambios que podemos realizar se reducen a
separar partículas que se encuentran en estado de cohesión o combinación, y a
juntar las que se hallan distantes.
Toda investigación científica ha considerado con razón como uno de sus obje­
tivos más importantes el averiguar los pesos relativos de los elementos simples que
constituyen un compuesto. Pero, por desgracia, se detuvo ahí la investigación, siendo
así que de los pesos relativos de la masa podían haberse inferido los pesos rela-
tiovs de las partículas últimas o átomos, de donde se deduciría su número y peso
en otros varios compuestos, lo cual orientaría, ayudaría y guiaría las investiga­
ciones futuras y corregiría sus resultados. Ahora bien, esta obra se propone un
objetivo importantísimo, a saber: destacar la trascendencia y las ventajas de
averiguar los pesos relativos de las últimas partículas, tanto de los cuerpos simples
como de los compuestos, el número de partículas elementales simples que consti­
tuyen una partícula compuesta y el número de partículas menos complejas que en­
tran a formar una partícula más compleja.
Si suponemos dos cuerpos dispuestos a combinarse, A y lo pueden hacer en
este orden, empezando por el más sencillo:
1 átomo de A + 1 átomodeB = 1átomodeC:binario.
1 átomo de A + 2 átomosdeB = 1átomodeD:ternario.
2 átomosde A + 1 átomo de B = 1 átomo de E: ternario.
1 átomo de A + 3 átomosdeB = 1átomodeF:cuaternario.
3 átomosde A + 1 átomo de B = 1 átomo de G: cuaternario.
En todas nuestras investigaciones sobre síntesis químicas podemos guiarnos por
las siguientes reglas generales:
1* Cuando sólo podemos obtener una sola combinación de dos cuerpos, debe­
mos suponer que se trata de una combinación binaria, de no aparecer razón en
contrario.
2.“ Cuando se comprueban dos combinaciones, debemos suponer que son bi­
naria y ternaria.

4 The Absorption of Gases by Water, Manchester Memoirs, 2.a serie, vol. 1,


1803, pág. 271.
5 J o h n D a l t o n , New Systems of Chemical Philosophy, Manchester, 1808 y
1810. Reimpreso en Cambridge Readings in Science, pág. 93.
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 237
3.a Cuando obtenemos tres combinaciones, podemos suponer que una es bina­
ria y las otras dos ternarias, etc.
Aplicando estas reglas a los hechos químicos bien comprobados hasta ahora,
deducimos las siguientes conclusiones:
1.a Q u e el agua es un compuesto binario de hidrógeno y oxígeno, y que los
pesos relativos de ambos átomos elementales están en la relación aproximada de
1 a 7.
2.a Que el amoníaco es un compuesto binario de hidrógeno y ázoe—nitró­
geno—, y los pesos relativos de ambos átomos es aproximadamente de 1 a 5.
3.® Que el gas nitroso es un compuesto binario de ázoe y oxígeno, cuyos átomos
pesan 5 y 7, respectivamente...
4.a Que el óxido carbónico es un compuesto binario, formado por un átomo
de carbono y dos de oxígeno, que pesan juntos cerca de 12; que el ácido carbó­
nico es un compuesto ternario (aunque a veces binario), compuesto de un átomo de
carbono y dos de oxígeno, y que pesa 19, etc. En todos estos casos expresamos
los pesos con relación al hidrógeno, cuyos átomos representan la unidad de peso...

Naturalmente, este informe de Dalton adolece de errores inevitables


en su tiempo: considera el calor como un fluido sutil; sus pesos de
combinación no son exactos, como el valor de siete que da al oxígeno
en vez de ocho, que es el que tiene en relación al hidrógeno unidad. Su
tesis de que en el caso de no conocerse más que un compuesto de dos
elementos hay que suponer que se trata de una combinación binaria de
átomo a átomo, no sienípre resulta sostenible ni mucho menos, y de hecho
le indujo a errores al concebir la constitución del agua y del amoníaco.
A pesar de estos fallos, Dalton realizó uno de los adelantos notables en
la historia de la ciencia, convirtiendo en teoríacientífica decidida lo que
no pasaba de ser una hipótesis vaga6.
Dalton represent&asimbólicamente los átomos elementales con puntos,
cruces o estrellas trazadas dentro de círculos pequeños. El químico sueco
Jóns Jakob Berzelius— 1779-1848—mejoró el procedimiento introduciendo
el sistema actual, en que se emplean letras simbólicas para denotar la
masa relativa de un elemento correspondiente a su peso atómico. Así,
H denota no el hidrógeno en general, sino una masa de hidrógeno igual
a uno—un gramo, una libra, lo que sequiera— , y la O representa una
masa de oxígeno igual a 16 dentro de la mismaserie de unidades.
La principal labor experimental que realizó Berzelius consistió en
determinar con la máxima precisión posible entonces los pesos atómicos,
o mejor dicho, los pesos de combinación equivalentes. También descubrió
varios elementos nuevos, investigó muchos compuestos y abrió una nueva
página en el estudio de la mineralogía. Compartió con Davy la tarea de
establecer las leyes fundamentales de la electroquímica; esto le condujo
a notar la íntima conexión existente entre la polaridad eléctrica y la afini­
dad química. De hecho avanzó ya demasiado para su tiempo en esa direc­
ción, sosteniendo que todos los átomos contienen electricidad, positiva
o negativa, cuyas fuerzas relativas provocan sus combinaciones. En cada
compuesto veía la unión de dos partes de signo eléctrico contrario, y cuan­

6 A. J. Berry, Modem Chemistry, Cambridge, 1946.


238 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

do los compuestos se combinaban entre sí, pensó que se debía al exceso


de cargas eléctricas contrarias. Esta teoría dualista no era la más a propósito
para favorecer el adelanto del saber y hubo de ceder el paso a la teoría
de los tipos cuando adquirió auge la química orgánica. En todo caso, hoy
es cierto que los fenómenos químicos y eléctricos están íntimamente rela­
cionados, aunque no de la manera un tanto simplista que imaginó
Berzelius.
Cuando se estucharon con mayor amplitud los fenómenos de las com­
binaciones de gases, se puso de manifiesto la insuficiencia de las concep­
ciones atómicas tal como las propuso Dalton. Gay-Lussac— 1778-1850—
demostró que los gases se combinan siempre en volúmenes que guardan
entre sí relaciones sencillas, y Americo Avogadro, Conte di Quaregna
— 1776-1856— , observó en 1913 que, según la teoría de Dalton, había que
deducir de la observación de Gay-Lussac que los volúmenes iguales de
todos los gases deben contener números de átomos que guarden entre sí
razones simples. Ampére dedujo por su cuenta una conclusión parecida
en 1814, pero quedó olvidada o ignorada hasta que Cannizzaro esclareció
esta materia en 1858. Entonces se vio, por los hechos de las combinaciones
de gases y por las consideraciones físicas, que era preciso distinguir entre
el átomo químico, que es la parte más pequeña de materia que puede
entrar en combinación, y la molécula física, que es la partícula más pe­
queña que puede existir en estado libre. La forma más sencilla de expresar
la hipótesis de Avogrado consiste en suponer que en volúmenes iguales
de gases se contiene el mismo número de moléculas. Más adelante veremos
que puede deducirse matemáticamente este mismo resultado de la teoría
física, que supone que la presión ejercida por un gas se debe al impacto
de las moléculas en estado de perpetuo movimiento y colisión.
Pero volviendo al caso del agua, dos volúmenes— y, por tanto, dos
moléculas— de hidrógeno se combinan con uno de oxígeno para formar
dos volúmenes— o moléculas— de vapor. Se observará (jpe la teoría más
sencilla para explicar estas relaciones es la que supone que cada molécula
física de hidrógeno y oxígeno contiene dos átomos químicos, y que la
molécula de vapor de agua tiene una composición química representada
por H2O, cuya combinación se representa con la ecuación:

2H 2 + 0 2 = 2H20
(2 vols.) (1 vol.) (2 vols.)

Por consiguiente, como el peso de combinación del oxigenó es ocho y cada


átomo de oxígeno se combina con dos de hidrógeno, tomando el peso
atómico del hidrógeno como unidad, tenemos que el del oxígeno en vez
de ocho es 16. Por tanto, hay que ajustar los pesos de combinación de
Dalton con los hechos revelados por los experimentos posteriores antes
de poder asignar a los elementos sus verdaderos pesos atómicos. Esto es
lo que hizo por primera vez Cannizzaro de una manera sistemática y a la
luz de una información completa.
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 239

Se dice que al combinarse el átomo de oxígeno con dos de hidrógeno


posee dos valencias. Este concepto de valencia sirve de fondo a muchas
especulaciones químicas de los años sucesivos.
El número de elementos conocidos ha aumentado desde los 20 que
comprobó Dalton hasta las 90 especies diferentes de materia que se han
catalogado hasta ahora aproximadamente. Estos descubrimientos se han
ido realizando de una manera coherente. En cuanto se aplicaba a los
problemas químicos cualquier nuevo método de investigación, con fre­
cuencia se descubría algún nuevo grupo de elementos. Gracias al poder
de separación de la corriente galvánica pudo aislar Sir Humphry Davy
— 1778-1829—los metales alcalinos potasio y sodio en 1807. Posteriormen­
te se descubrió, gracias al análisis espectral, la existencia de ciertas sus­
tancias, como el rubidio, cesio, talio y galio. La radioactividad ha puesto
de manifiesto otros elementos, como el radio y su familia, y el espectógrafo
de masa de Aston ha puesto en la pista de muchos elementos isótopos.
Primero Prout, en 1815, y después Newlands y Chaucourtois, intenta­
ron hallar la conexión existente entre los pesos atómicos de los elementos
y sus propiedades físicas. Eso es lo que lograron establecer demostrativa­
mente, en 1869, Lothar Meyer y el químico ruso Mendeleeff— 1834-1907— .
Al ordenar los nombres 'efe los elementos en orden ascendente de sus pesos
atómicos, encontró Mendeleeff que seguían cierta periodicidad, es decir,
que, como ya antes había observado Newlands, cada octavo elemento
mostraba propiedades algo parecidas, mientras que todos los elementos
podían encajar en un cuadro completo, en el que esos elementos análogos
podían colocarse en"'eolumnas uno debajo del otro. Esta tabla periódica
así construida proporcionaba el medio de asignar pesos atómicos correctos
a los elementos de valencia dudosa; Mendeleeff llenó hipotéticamente los
claros que quedaban en la tabla, prediciendo con ello la existencia y pro­
piedades de elementos desconocidos, algunos de los cuales se descubrieron
posteriormente.
Mendeleeff consideró su ley periódica como una afirmación de hecho
de carácter puramente empírico. Pero estas relaciones resucitaron, inevita­
blemente, la antigua idea de una base.común de la materia. Muchos pen­
saban que esa base común podía ser el hidrógeno y, en consecuencia, in­
tentaron demostrar que si se toma su peso atómico como unidad, todos
los pesos de los otros elementos constituían números enteros. Pero aunque
muchos se aproximaban a los números enteros, varios otros, como el cloro
— 35,45— , escapaban obstinadamente a esa esquematización y ni siquiera
se pudieron reducir esas discrepancias con la creciente precisión en la de­
terminación de los pesos atómicos lograda por Stas y por otros científicos.
Todavía habría que esperar medio siglo para realizar la prueba de una
base común de la materia y para reducir los pesos atómicos a números
enteros; esas adquisiciones rebasaban los recursos experimentales y teóri­
cos de aquella época.
240 H ISTORIA DE LA CIENCIA

La corriente eléctrica

Los diferentes tipos de aparatos para producir electricidad descritos


hasta aquí se destinaban primariamente a poder transmitir a un cuerpo
aislado una carga estática. Es cierto que si se establece un circuito con­
ductor, empalmando a tierra una máquina eléctrica, debe circular por el
circuito una corriente eléctrica más o menos continua. La dificultad está
en que, aun tratándose del tipo más elaborado de máquina de fricción, es
tan pequeña la cantidad de electricidad que pasa en un segundo, que no
es fácil detectar la corriente en los cables conductores; pero si se interpone
una capa de aire, las altas diferencias de potencial eléctrico producidas por
la máquina se traducen en chispas visibles.
A principios del siglo xix se abrió un nuevo campo a la investigación
con el descubrimiento de la célula galvánica o voltaica. Este dispositivo
dio origen a una serie de fenómenos, comprendidos originalmente bajo
el nombre de galvanismo, pero que luego, gracias a los trabajos de muchos
estudiosos, fueron relacionándose con los fenómenos que para entonces
se habían agrupado ya bajo el nombre de «electricidad». Al fin se vio
claro que la corriente galvánica no es ni más ni menos que un flujo eléc­
trico, aunque enormemente más caudaloso que el producido por una má­
quina eléctrica, pero impulsado por diferencias de potencial, que repre­
sentan sólo una mínima fracción de las que se dan en los aparatos de
tipo más antiguo. Como no es posible detectar ninguna acumulación de
electricidad en ningún punto del circuito, se comprende que pueda repre­
sentarse simbólicamente esa corriente como el flujo de un fluido incom­
prensible a través de una tubería rígida e inextensible.
El descubrimiento de la célula voltaica se debió a una observación
casual, que pareció en un principio iba a tomar diferente rumbo. Fue
alrededor del año 1786 cuando un italiano, llamado Galvani, notó que
se contraía la pata de una rana bajo la acción de una descarga producida
por una máquina eléctrica. Siguiendo la pista de este descubrimiento
observó que se producía la misma contracción cuando se conectaba un
nervio o músculo con dos metales de diferente naturaleza empalmados entre
sí. Galvani atribuyó estos efectos a la llamada «electricidad animal»;
estaba reservado a otro italiano, Volta, de Pavía, el mérito de descubrir
que lo esencial de esos fenómenos no dependía de la presencia de ninguna
sustancia animal. En 1800 inventó Volta la pila que lleva su nombre
y que a comienzos del siguiente siglo suministró un instrumento de inves­
tigación, que manejado por él y por contemporáneos suyos en otros países
produjo resultados del más vivo interés. Las revistas científicas de aquella
época 7 están llenas de las maravillas de los nuevos descubrimientos y los
entendidos emprendieron su estudio con un ardor apenas inferior al que
despertó un siglo después el afán de aclarar los fenómenos de la descarga
eléctrica a través de los gases y la radiactividad.
7 Véase en especial Nicholson’s Journal de esos años.
L A F IS IC A EN EL SIGLO XIX 241

La pila de Volta consistía en una serie de pequeños discos de cinc,


cobre y papel humedecido con agua o salmuera; se los colocaba uno
encima de otro siguiendo ese mismo orden—cinc, cobre, papel, cinc, etc.— ,
terminando con cobre. Esta combinación constituye realmente una batería
primitiva elemental, en la que cada par de discos está separado por un
papel mojado, que actúa como célula y produce cierta diferencia de po­
tencial eléctrico, debida a la suma de todos los efectos producidos por
cada una de las pequeñas células, que llegan a constituir, en conjunto,
una notable diferencia de potencial entre las capas extremas de la pila,
de cinc y cobre— esa diferencia de potencial suele llamarse incorrectamen­
te «fuerza electromotora»— . Otro dispositivo fue la «corona de tazas»,
consistente en una serie de recipientes llenos de salmuera o ácidos diluidos
y provistos cada uno con una lámina de cinc y otra de cobre. Se unía el
cinc de un vaso con el cobre del siguiente y así sucesivamente; los extremos
de la batería estaban aislados y constituidos, el primero, por una lámina
suelta de cinc y, el último, por otra de cobre. Creía Volta que el efecto
se originaba en el empalme de los dos metales; por eso ordenó así los
discos en la pila y las láminas terminales en la «corona de tazas». Pero
pronto se vio que tanto los discos como las láminas eran completamente
inútiles, aunque se los prodigó mucho en las primeras representaciones
gráficas de su aparato. v.
Si tomamos una corriente de la pila o de la corona de Volta, veremos
que disminuye rápidamente en intensidad, debido principalmente a una
película de hidrógeno que se forma en la superficie de las láminas de
cobre. Puede evitarse esta polarización electrolítica bañando las láminas
de cobre en una solución de sulfato de cobre, con lo que se libera cobre
en vez de hidrógeno; o sustituyendo las láminas de cobre por carbono
introducido en una mezcla oxidante, como ácido nítrico, o una solución
de bicromato de potasio, que convierte el hidrógeno en agua.

Efectos químicos
La observación fundamental, de la que surgió la ciencia electroquími­
ca, data del año 1800, a raíz de difundirse en Inglaterra la noticia del des­
cubrimiento de Volta. Utilizando una reproducción de la pila original de
Volta, observaron Nicholson y Carlisle que si se empalmaban a los termi­
nales dos alambres de latón y se los sumergía en agua cerca el uno del
otro, en uno se desarrollaba hidrógeno y en el otro oxígeno. Notaron que
el volumen de hidrógeno era como el doble del de oxígeno, y como ésa
es la proporción en que entran esos elementos en la composición del agua,
atribuyeron el fenómeno a descomposición de la misma. También advir­
tieron que se producía una reacción química parecida en la misma pila
o tazas cuando se usaba este dispositivo.
Poco después logró descomponer Cruickshank cloruros de magnesio,
sodio y amoníaco, y precipitar soluciones de plata y cobre—este resul­
tado condujo con el tiempo al proceso de electrochapado— . Descubrió,
242 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

además, que el líquido próximo al polo conectado con el extremo positivo


de la pila se hacía alcalino, y el líquido próximo al polo opuesto, ácido.
Sir Humphry Davy— 1778-1829— demostró que la formación de ácido
y álcali se debía a las impurezas contenidas en el agua. Ya antes había
probado que podía efectuarse la descomposición del agua, aunque ambos
polos se colocasen en recipientes separados, con tal de que estuviesen
conectados con sustancias vegetales o animales, y había establecido una
íntima conexión entre los efectos galvánicos y los cambios químicos produ­
cidos en la batería.
En 1801 dejó asentada Wollaston la identidad entre el «galvanismo»
y la electricidad— una cuestión que había sido objeto de múltiples inves­
tigaciones— ; Wollaston hizo ver que ambas fuerzas producían los mismos
efectos; por su parte, Erman midió, en 1802, con un electroscopio, las
diferencias de potencial producidas por una pila voltaica. Así se vio claro
que los fenómenos primeros daban «electricidad en tensión», y los recien­
tes, «electricidad en movimiento».
Se ha convenido en suponer universalmente que la corriente eléctrica
fluye en la dirección de la llamada electricidad positiva, es decir, de la
lámina de cinc a la de cobre—o carbono— , dentro de la batería, y del
cobre al cinc por el cable exterior. De acuerdo con este convencionalismo,
se denomina polo positivo a la lámina terminal de cobre, y negativo,
a la de cinc.
En 1804 afirmaron Hisinger y Berzelius que podían descomponerse
por electricidad soluciones de sales neutras, en cuyo proceso el ácido apa­
recía en un polo y el metal en otro, y sacaron la conclusión de que el
hidrógeno que se generaba no era la causa que separaba los metales de
sus soluciones, como se había supuesto. Así se prepararon muchos de los
metales entonces conocidos; en 1807 descompuso Davy la potasa y la
sosa—que se consideraban como elementos— , sometiéndolas en estado
húmedo a una corriente generada por una potente batería; así logró aislar
los sorprendentes metales potasio y sodio. Davy era un cornishman hábil,
brillante y elocuente; nombrado conferencista de química en la Royal
Institution, que acababa de fundarse, atrajo numeroso y elegante público
con el interés que despertaban sus conferencias.
La descomposición de compuestos químicos obtenida por medios eléc­
tricos indicaba que había una conexión entre las fuerzas químicas y eléctri­
cas. Davy «aventuró la hipótesis de que las atracciones .químicas y eléc­
tricas obedecían a la misma causa, la cual actuaba en un caso sobre las
partículas y en otro sobre las masas». Berzelius desarrolló esta idea; como
vimos, Berzelius tenía la teoría de que todo compuesto está formado
por la unión de dos partes electrizadas contrariamente—es decir, de dos
átomos o grupos de átomos— .
Ya los primeros que experimentaron en este campo advirtieron el
hecho curioso de que los productos de la descomposición aparecían sólo
en los polos, y apuntaron varias explicaciones. En 1806 sugirió Grotthus
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 243

que se debía a las descomposiciones y recombinaciones sucesivas que se


operaban en la sustancia del líquido, en las que las partes opuestas de
las moléculas contiguas se iban cambiando siguiendo líneas trazadas de
polo a polo, mientras que los átomos extremos de la cadena quedaban
liberados.
A estos primeros descubrimientos electroquímicos siguió una pausa,
hasta que los reanudó el gran experimentador Michael Faraday— 1791-
1867— , que había sido ayudante de Davy en el laboratorio de la Royal
Institution y luego sucesor suyo en la misma institución.
Siguiendo el consejo de Whewell, Faraday introdujo una nueva termi­
nología en 1833. En vez del término polo, que connotaba la idea antigua
de atracción y repulsión, propuso el de electrodo— o camino eléctrico— ,
denominando ánodo la lámina por donde se suele decir que entra la co­
rriente en el líquido, y cátodo, la lámina por donde se dice que sale. Llamó
iones—del griego io = ir—las partes del compuesto que circulan en direc­
ciones opuestas a través de la solución: los que se dirigen al cátodo son
cationes, y los que se dirigen al ánodo, aniones. Todo este proceso lo
designó con la palabra de nuevo cuño electrólisis (del griego lúo = di­
solver).
Como resultado de una serie de experimentos magistrales, Faraday re­
dujo la complejidad de todos esos fenómenos a dos proposiciones senci­
llas, conocidas con el nombre de leyes de Faraday. Primera: sea cual sea
la naturaleza del electrólito y de los electrodos, la masa de sustancia libe­
rada es proporcional a la fuerza de la corriente y al tiempo en que se la
aplica, es decir, a la cantidad total de electricidad pasada a través del
líquido. Segunda: lá^nasa de una sustancia liberada por una cantidad
dada de electricidad es proporcional al peso químico equivalente de esa
sustancia—no al peso atómico, sino al peso de combinación, es decir, al
peso atómico dividido por la valencia— , de forma que mientras se libera
un gramo de hidrógeno aparecen ocho de oxígeno, o sea, 16/2. La masa
de una sustancia liberada por el paso de la unidad de cantidad eléctrica
se conoce como su equivalente electroquímico. Por ejemplo: cuando una
corriente de un amperio— o décima parte de una unidad cegesimal—pasa
durante un segundo por una solución ácida, se libera 1,044 por 10~J gra­
mos de hidrógeno, mientras que de una solución de sal de plata se depo­
sita 0,001118 gramos de plata. La gran facilidad y precisión con que puede
medirse este último peso hizo que se lo adoptase para definir el amperio
como unidad práctica de corriente.
Al parecer, las leyes de Faraday tienen aplicación en todos los casos
de electrólisis; así se asocia la misma cantidad concreta de electricidad
con la liberación de la unidad equivalente de masa de la sustancia. Hemos
de concebir la electrólisis como el proceso por el que los iones en movi­
miento transportan a través del líquido cargas eléctricas contrarias en di­
recciones opuestas. Cada ion transporta una carga concreta de electricidad
positiva o negativa, que descarga en el electrodo mediante la liberación
244 HISTO RIA DE LA CIENCIA

del ion, siempre que la fuerza electromotora es superior a la opuesta de


polarización. Como dijo posteriormente Von Helmholtz, el trabajo de
Faraday prueba que «sí aceptamos la hipótesis de que las sustancias ele­
mentales están compuestas de átomos, no podemos escapar a la conclusión
de que también la electricidad se divide en porciones elementales con­
cretas, que actúan como átomos eléctricos». Se ve, pues, que los experi­
mentos de Faraday sirvieron de base, por una parte, al desarrollo ulterior
de la electroquímica teórica y aplicada, y, por otra, a la moderna ciencia
atómica y electrónica.

Otras propiedades de las corrientes

Aunque los primeros experimentadores concentraron su atención prin­


cipalmente en los efectos químicos de las corrientes galvánicas, no por
eso descuidaron otros fenómenos. No tardaron en notar que la corriente
desarrollaba calor al pasar por un conductor, de cualquier clase que fuese,
y que la cantidad de calor dependía de la naturaleza del conductor. Ese
efecto térmico presta ahora enormes servicios prácticos en el alumbrado,
calefacción, etc., eléctricos. Aparte de esto, en 1822 descubrió Seebeck que
si se calienta una combinación de dos metales dispares, fluye una corriente
eléctrica. Aún presenta un interés más general el poder que tiene la co­
rriente de desviar la aguja magnética; así lo descubrió, en 1820, Oersted,
de Copenhague, el cual comprobó que ese efecto «se transmite a la aguja
a través del vidrio, metales» y de otras sustancias no magnéticas. También
observó que lo que él—o su traductor—llamó «el conflicto eléctrico»
«traza círculos» o, como diríamos hoy, que a lo largo de una corriente
rectilínea se forman líneas circulares de fuerza magnética.
Los científicos reconocieron al punto la importancia de las observa­
ciones de Oersted, sobre todo André Marie Ampére— 1775-1836— , el cual
demostró que no sólo actúan en los imanes las fuerzas desarrolladas en
torno a las corrientes, sino que las corrientes se interinfluían recíproca­
mente. Mediante experimentos realizados con bobinas móviles investigó
las leyes de esas fuerzas y demostró matemáticamente que todos los fenó­
menos observados coincidían con la hipótesis de que cada elemento corto
de corriente de longitud di producía en un punto exterior a ella una
fuerza magnética cdl seno 0/ r 2, siendo c la fuerza de la corriente, r la dis­
tancia del elemento al punto y 9 el ángulo entre r y la dirección de la
corriente. Una vez reducidas así a la ley del cuadrado de ¡a distancia las
fuerzas debidas a las corrientes eléctricas, se las empalmó por el mismo
hecho con las de la gravedad y con las fuerzas producidas entre polos
magnéticos y entre cargas eléctricas. Ello representó otro paso hacia la
«física de campo».
Es claro que no se pueden aislar experimentalmente los elementos de
corriente; pero, con todo, la fórmula de Ampére nos permite calcular los
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 245

campos magnéticos formados en torno a las corrientes eléctricas, a base


de sumar los efectos de todos los elementos8.
También podemos deducir de la fórmula de Ampére las fuerzas mecá­
nicas generadas en corrientes situadas en los campos magnéticos. La fuerza
magnética que forma en el aire un polo de fuerza m es m /r ; así, m equi­
vale a cdl seno de &. La fuerza mecánica sobre m en un campo H es Hm
y, por tanto, la fuerza en el aire sobre un elemento-corriente de Ampére
es Hcdl seno de 0. Ya es pura cuestión de matemáticas el calcular la fuerza
mecánica sobre un circuito dado a base de esta fórmula.
La telegrafía empezó con señales visuales. Los numerosos Telegraph
Hills esparcidos por Inglaterra indican la posición donde se instalaron
los semáforos, hace mucho tiempo desmantelados, destinados a transmitir
rápidamente a Londres la noticia del desembarco de Napoleón. Cada
nuevo descubrimiento en el campo de la electricidad incitaba a pensar
en el telégrafo eléctrico, pero todo quedó en puro sueño hasta que Ampére
aplicó sus resultados electromagnéticos. Después de sus trabajos ya era
cuestión de habilidad mecánica y de recursos financieros el llegar a inventar
y adoptar un instrumento práctico.
Hacia 1827 realizó una gran labor Georg Simón Ohm— 1781-1854—
en orden a recoger d e jo s distintos fenómenos ciertas cantidades que se
prestaban a definiciones'exactas. Sustituyó las vagas ideas predominantes
de «cantidad» y «tensión» por las de fuerza de corriente y fuerza electro­
motora. Esta última cantidad corresponde al potencial, que ya se usaba en
electrostática. Cuando la tensión o presión es alta, se necesita más trabajo
para transportar la electricidad de un punto a otro; de aquí que pueda
definirse la diferenCS* de potencial o la fuerza electromotora como el
trabajo realizado contra las fuerzas eléctricas para transportar una unidad
cuantitativa de electricidad de un punto a otro.
Los estudios de Ohm sobre la electricidad se basaron en las investiga­
ciones de Fourier relativas a la conducción del calor— 1800-1814— . Fou-
rier calculó matemáticamente las leyes de la conducción del calor en la
hipótesis de que el flujo de calor es proporcional al grado de temperatura.
Ohm sustituyó la temperatura por potencial y el calor por electricidad
y demostró con experimentos la utilidad de estos conceptos. Así halló que
si se hace circular una corriente de una batería de células voltaicas o del
grupo térmico de Seebeck por un cable uniforme, se mantiene constante
el índice de descenso del potencial. La ley de Ohm suele expresarse gene­
ralmente con una fórmula en que la corriente es proporcional a la fuerza
electromotora E, o:

1 Por ejemplo, en el centro de una corriente circular, la distancia desde cada


elemento de la corriente es la misma, y como 8 es en cada punto un ángulo recto,
el seno de 6 es la unidad. Así la siguiente relación nos da la fuerza magnética H:
cdl sen 9 c • S di c X 2~r 2~c
H = 5 ---------------= -------------= ------------- = --------
r2 r1 r1 r
246 H ISTORIA DE LA CIENCIA

donde k es una constante que podemos llamar «conductividad» y su recí­


proca, í / k o R, se conoce con el nombre de «resistencia». R depende úni­
camente de la naturaleza, temperatura y dimensiones del conductor, siendo
directamente proporcional a su longitud e inversamente al área de su
sección transversal. Este último hecho indica que la corriente fluye uni­
formemente a través de toda la sustancia del conductor, aunque esta
conclusión habrá que matizarla algo en el caso de corrientes alternas muy
rápidas.
Después de los trabajos de Ampére y de Ohm, la problemática de las
corrientes eléctricas había alcanzado ya ese punto crítico, importante en
las nuevas ciencias físicas, en que se han seleccionado satisfactoriamente
ciertas cantidades fundamentales, se las ha definido y se ha puesto con
ellas una base firme para el ulterior desarrollo matemático.

Teoría ondulatoria de la luz

Otra de las ideas antiguas que se resucitó y restableció en los comien­


zos del siglo xix fue la teoría ondulatoria de la luz. En el siglo xvn la
sostuvieron vagamente Hooke y otros, y Huygens la propuso, como vimos9,
en una forma más concreta. Newton la rechazó por dos motivos: primero,
porque no explicaba las sombras, pues pensaba que las ondas de luz
bordearían naturalmente los obstáculos, igual que hacen las del sonido.
Y segundo, los fenómenos de doble refracción observados en el espato
de Islandia indicaban que los rayos de luz eran diferentes en sus distintos
lados, mientras que las ondas, vibrando en la dirección de su propagación,
no podían presentar semejantes diferencias. Estas dificultades fueron ob­
viadas por Thomas Young— 1773-1829—y por Augustin Jean Fresnel
— 1788-1827— , los cuales dieron a la teoría su forma moderna. Con todo,
merece recordarse que, según Newton, los colores formados en láminas
delgadas indicaban que los rayos de luz producían ondas concomitantes
en el éter—una teoría pasmosamente parecida a la que suele recurrirse
ahora para explicar las propiedades de los electrones— .
Young hizo pasar un finísimo haz de luz blanca a través de dos aguje-
ritos de alfiler practicados en una pantalla, colocando otra pantalla detrás
de la primera. En el punto de la segunda pantalla en que convergían los
rayos de los dos orificios vio una serie de bandas de brillantes colores,
originadas por la interferencia de ondas análogas procedentes de los dos
distintos haces de luz. Si una onda llegaba a la pantalla con media longi­
tud de adelanto sobre la otra, coincidiendo la cresta de una onda con
el seno de la otra, se producía oscuridad. Si ambas ondas recorren las
mismas distancias, se superponen sus crestas y la luz duplica su intensi­
dad. La luz que se ve de hecho es la compuesta que queda después de
retirar de la blanca la de una longitud de onda. Cuando se emplea luz

’ Capítulo IV, pág. 190.


LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 247

sencilla de color en vez de blanca compuesta, las bandas aparecen alter­


nativamente brillantes y oscuras en lugar de coloradas.
Las dimensiones del aparato y el ancho de las bandas prueban clara­
mente que es posible calcular la longitud de onda de las diferentes luces
de color. Resultan enormemente cortas— del orden de 50-milésimas de
pulgada o 2-milésimas de milímetro— , coincidiendo con la longitud de
las oscilaciones de fácil reflexión y transmisión de Newton. De aquí se
sigue que las dimensiones de los obstáculos ordinarios que encuentran
en su camino los haces de luz son grandísimas comparadas con la longi­
tud de sus ondas; se ha demostrado matemáticamente que si se resuelve
un frente ondulatorio, que avanza en un número de anillos concéntricos,
en torno al punto del frente ondulatorio más próximo al ojo, interfieren
y se anulan los efectos de todos los anillos, excepto los que se encuentran
cerca de ese punto, de suerte que el ojo sólo ve la luz que llega a él en
línea recta. Es decir, que la luz avanza casi exclusivamente en líneas rectas
y que el fenómeno de bordear los obstáculos se reduce al efecto diminuto
conocido como difracción.
La segunda dificultad de Newton vino a resolverla Fresnel. Ya Hooke
había sugerido casi incidentalmente la posibilidad de que las vibraciones
que constituyen la luz sej>ropagasen en la dirección de sus rayos; Fresnel
observó que esa posibilidad podría explicar la desemejanza de los dife­
rentes lados de un rayo. Si miramos un frente ondulatorio de luz que
avanza hacia nosotros, las vibraciones lineales pueden producirse de arriba
abajo o de derecha a izquierda. Esas vibraciones lineales originarían lo que
pudiéramos llamar luz polarizada en un solo plano. Si un cristal puesto
en determinada posicion deja pasar una de las vibraciones y no la otra
y hacemos girar en torno a su eje en ángulo recto otro cristal parecido,
éste cortará la luz procedente del primer cristal. Estos son precisamente
los fenómenos que se observan en el espato de Islandia.
Fresnel desarrolló matemáticamente y en alto grado de perfección la
teoría ondulatoria de la luz. Aunque quedaban por resolver ciertas difi­
cultades, puede decirse, en términos generales, que su teoría completa con­
cordaba notablemente con los fenómenos observados. Entre él y sus se­
guidores, Green, MacCullagh, Stokes, Glazebrook y otros, fijaron para
un siglo la teoría clásica ondulatoria.
Si las ondas lumínicas vibran transversalmente a su línea de propaga­
ción, hay que contar con un medio capaz de transmitir esas ondas. Ni los
gases ni los líquidos sirven para ello; por consiguiente, si la luz es un
movimiento mecánico ondulatorio, el éter por el que se propaga debe
poseer propiedades análogas a las de los sólidos, es decir, tiene que ser
rígido. De aquí arrancó una larga serie de teorías sobre la solidez elástica
del éter. El problema de conciliar las propiedades necesarias para trans­
portar la luz con la ausencia de toda resistencia apreciable al movimiento
de los planetas constituyó una prueba bien dura para el ingenio de los
físicos de los setenta primeros años del siglo xix. Posteriormente se intentó
248 HISTORIA DE LA CIENCIA

explicar la rigidez necesaria imaginando éteres girostáticos en movimiento


de rotación.
Como observó Einstein el éxito que tuvo la teoría ondulatoria de la
luz abrió la primera brecha en la física newtoniana, aunque por entonces
no se cayó en la cuenta de ello. La teoría de Newton de que la luz estaba
constituida por unos corpúsculos que atravesaban el espacio vacío enca­
jaba perfectamente con su filosofía, aunque no es fácil comprender por
qué esos corpúsculos habían de moverse con una única velocidad constan­
te. Pero cuando se llegó a concebir la luz como movimiento ondulatorio,
fue imposible seguir creyendo que todas las cosas reales estaban compues­
tas de partículas que se mueven en el espacio absoluto. Entonces se inven­
tó el éter para defender la concepción mecánica; de hecho, mientras se
pudo imaginar la luz como ondas mecánicas vibrando en un medio cuasi
rígido, el éter desempeñó su papel, aunque en cierto sentido se identificaba
con el espacio, ya que se suponía que lo penetraba todo. Pero Faraday
demostró que el espacio poseía propiedades eléctricas y magnéticas, y cuan­
do Clerk Maxwell probó que la luz es una onda electromagnética, ya no
hubo necesidad de concebir el éter con propiedades mecánicas.
La teoría ondulatoria de la luz abrió el primer capítulo de lo que
se llama ahora física de campo. El segundo capítulo, que escribieron Fa­
raday y Maxwell, relacionó la luz con el electromagnetismo; en el tercero,
Einstein explicó la gravitación geométricamente. Puede llegar el día en
que se incorpore la gravedad junto con la luz y el electromagnetismo en
una síntesis aún más vasta. Es lo que intentó Eddington.

Inducción electromagnética

La inducción de cargas estáticas eléctricas por medio de otras y el


efecto parecido que producen los imanes en el hierro dulce hicieron pen­
sar a los primeros experimentadores que podrían obtenerse resultados
análogos mediante las corrientes continuas producidas por las células vol­
taicas. Así, por ejemplo, Faraday enroscó dos rollos de alambre aislado
en un mismo cilindro de madera, pero no pudo observar desviación ninguna
del galvanómetro en uno de los rollos mientras que hacía pasar por el
otrp una corriente continua procedente de una batería voltaica.
He aquí cómo refirió ante la Royal Society, el 24 de noviembre de
1831, su primer experimento feliz, que abrió una nueva era en la historia
de la ciencia de la electricidad:
Enrollé en torno a un voluminoso bloque de madera 70 metros de alambre de
cobre en una longitud, e interpuse otros 70 metros de idéntico material formando
espiral entre las vueltas de la primera bobina, impidiendo con bramante cualquier
posible contacto metálico. Conecté una de estas espirales con un galvanómetro y la
otra con una batería de 100 pares de láminas de diez centímetros cuadrados, de
doble espesor y bien cargadas. Al hacer el contacto se produjo de repente un

The Times, 4 febrero 1929.


LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 249
efecto ligerísimo en el galvanómetro; efecto parecido se produjo al cerrar el con­
tacto. Pero mientras continuaba pasando la corriente voltaica por una de las espi­
rales, no se notaba la menor impresión galvanométrica ni nada que indicase que se
producía inducción entre ellas, a pesar de que saltaba a ¡a vista la intensa fuerza
de la batería por el calor que desarrollaba en la espiral y por la brillante descarga
que producía cuando se la pasaba por el carbón.
Repetí el experimento utilizando una batería de 120 pares de láminas; el resul­
tado fue idéntico; lo único que averigüé en ambos casos fue que la ligera desvia­
ción que experimentó la aguja en el momento de conectar fue siempre en una
dirección, y la producida al desconectar fue igualmente pequeña, pero en direc­
ción contraria.
Los resultados que había obtenido yo para entonces con imanes me indujeron
a creer que el paso de la corriente de la batería por uno de los alambres inducía
de hecho una corriente semejante en el otro, pero que duraba sólo un instante,
y que participaba más de la naturaleza de una onda eléctrica provocada por el
choc de una botella corriente de Leyden que de la corriente producida por una
batería voltaica, y que, por consiguiente, podría imantar una aguja de acero, aun­
que apenas afectase al galvanómetro.
Los hechos confirmaron esta suposición: en efecto, sustituyendo el galvanó­
metro por una pequeña espiral hueca arrollada a un tubo de vidrio e introduciendo
una aguja de acero, conecté como antes la batería con el alambre inductor y retiré
la aguja antes de cortar el contacto: la aguja se había imantado.
Luego empecé por conectar la batería, después introduje la aguja desimantada
en una pequeña espiral registradora y entonces cerré el contacto: la aguja quedó
imantada, aparentemente con la misma intensidad que antes, pero con los polos
de signo contrario.

Cbn los galvanómetros mucho más sensibles que se fabrican ahora es


fácil repetir los experimentos de Faraday con la corriente primaria proce­
dente de una sola céhila voltaica y comprobar que se producen semejantes
corrientes de paso moviendo, respectivamente, los circuitos primario y se­
cundario o un imán permanente con relación a una espiral conectada
con el galvanómetro. El descubrimiento de la inducción magnética, reali­
zado por Faraday, constituyó el fundamento de un amplio desarrollo
industrial: casi toda la maquinaria eléctrica de importancia práctica se
basa en los principios de la inducción de corrientes.

Campo de fuerzas electromagnético

Ampére se contentó con descubrir las leyes de la fuerza electromagné­


tica en el campo matemático, sin detenerse a averiguar el mecanismo de su
propagación. Pero Faraday, que le siguió, no era un matemático; en
cambio, sentía vivísimo interés en representarse las propiedades y el estado
físicos del espacio afectado, o sea, del campo de fuerza electromagnético.
Si colocamos una cartulina sobre un imán natural y luego esparcimos
sobre ésta virutas de hierro, vemos que se agarran en cadena, mostrando
las líneas en que actúa la fuerza magnética. Imaginó Faraday que semejan­
tes líneas o tubos de fuerza, que conectan polos magnéticos o cargas eléc­
tricas, tienen existencia real en un campo magnético o eléctrico, acaso
250 HISTO RIA DE LA CIEN CIA

en forma de cadena de partículas polarizadas. Si suponemos que se en­


cuentran en estado de tensión, como puede estarlo una cinta de goma,
estiradas longitudinalmente y comprimidas transversalmente, se esparce-
rían por el medio y atraerían los polos magnéticos o las cargas eléctricas:
así se explicarían los fenómenos de la atracción. Prescindiendo de su realidad,
las líneas de fuerza de Faraday proporcionaron un medio fácil y conve­
niente de representar las tensiones y presiones producidas en un medio
aislante o en un campo eléctrico.
Faraday examinó ese medio dieléctrico por otro camino. Descubrió que
la capacidad electrostática de un conductor, es decir, la cantidad de elec­
tricidad que tiene a determinado potencial y presión, aumentaba cuando se
sustituía el aire circundante por otro aislante, como goma, laca o azufre, y
aumentaba en una proporción que llamó capacidad inductiva específica del
aislante.
Faraday pensaba con mucha anticipación a su tiempo y expresaba sus
ideas en un lenguaje extraño. Pero cuando treinta años más tarde vino
Clerk Maxwell a traducir sus ideas en términos matemáticos y a desarro­
llarlas y estructurarlas en la teoría de las ondas electromagnéticas, enton­
ces se cayó en la cuenta de toda su importancia—primero en Inglaterra,
en el acto, y más lentamente en los demás países— . Así es como Faraday
puso los cimientos de tres grandes plantas de la ciencia eléctrica práctica:
la electroquímica, la inducción electromagnética y las ondas eletromagné-
ticas. Además, su insistencia sobre la importancia del campo electromag­
nético de fuerza constituyó el punto de partida histórico del aspecto eléc­
trico de las teorías modernas de la física de campo.

Unidades electromagnéticas

Dos físicos matemáticos alemanes, C. F. Gauss— 1777-1855—y


W. E. Weber— 1804-1891— , fueron los inventores de un sistema de uni­
dades magnéticas y eléctricas, basadas en las unidades fundamentales de
longitud, masa y tiempo, y no ya en cantidades arbitrarias de idéntica
clase que las mismas unidades.
En 1839 publicó Gauss su «teoría general de las fuerzas de atracción
en proporción inversa al cuadrado de la distancia». Tanto las cargas
eléctricas y los polos magnéticos como la materia gravitatoria se ajustan
a esta relación, y así puede definirse la unidad de fuerza de una carga
eléctrica o de un polo magnético: la que a la distancia unidad (un centí­
metro) de otra carga o polo iguales y similares en el aire, la repele
con la unidad de fuerza (una dina). Si se sustituye el aire por otro medio,
la fuerza disminuirá en cierta proporción, que sería k para las fuerzas
eléctricas y para las magnéticas. La k designa la capacidad inductiva
específica de Faraday, que aquí figura como una constante dieléctrica,
y la |i denota una cantidad que más tarde se llamó la permeabilidad mag­
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 251

nética del medio. Sobre estas bases montó Gauss una imponente estructura
de deducciones matemáticas ".
Ampere y Weber demostraron experimentalmente que las bobinas de
alambre portadoras de corrientes eléctricas actuaban de la misma manera
que los imanes del mismo tamaño y forma: una corriente circular equivale
a un disco circular imantado en ángulo recto a su plano, de forma que
una cara es el polo dirección norte, y la otra, el polo dirección sur. La
unidad de esta corriente puede definirse así: la corriente equivalente a un
disco magnético de una unidad de fuerza magnética. Puede demostrarse
matemáticamente que esta definición conduce a concluir que el campo
magnético, es decir, la fuerza de una unidad de polo magnético, en el
centro de una corriente circular, es 2itc/r, siendo c la fuerza de la corrien­
te y r el radio del círculo. Naturalmente, esta fórmula concuerda con la
deducida de la fórmula de Ampére. En consecuencia, si suspendemos
una pequeña aguja magnética en el centro de una gran espiral circular
11 Podemos tomar como ejemplo el teorema conocido con el nombre de Gauss.
Imaginemos una cantidad de electricidad cercada por una superficie cerrada, y
luego seccionemos esa superficie en cierto número de áreas pequeñas, que designa­
remos indistintamente con la letra alfa, y cada una de esas áreas alfa tiene una
fuerza eléctrica N actuando perpendicularmente a ella. Esto supuesto, demostró
Gauss que la suma de toáis las cantidades ccN es igual a 4it veces la cantidad
total de electricidad e contenida en esa superficie, cualquiera que sea la forma en
que esté repartida la electricidad. Es decir,
■> E a N = 4ite,
que es una relación que puede deducirse fácilmente de la ley de la fuerza por sen­
cillas operaciones matemáticas. Si tenemos en cuenta la constante dieléctrica del
medio aislante dentro <fe la superficie, esa expresión se transforma en esta otra:
4 -e
E a N = --------- ó 'Ea.Nk = 4xe.
k
La cantidad E a N k se llama inducción normal total sobre la superficie.
Parecidas ecuaciones valen para las fuerzas de gravedad y magnéticas, y pueden
emplearse para deducir ciertos resultados que de otra forma sólo podrían obtenerse
mediante difíciles cálculos matemáticos. Supongamos, por ejemplo, que tenemos una
esfera de materia gravitatoria de masa m y que la envolvemos en una superficie esfé­
rica concéntrica de radio r. El teorema de Gauss tiene aplicación válida sobre esa
superficie. Por tanto,
E a N = 4 -Km.
Aquí todo es simétrico, V es constante e igual a la fuerza total F, y, por consi­
guiente,
4nm = N X E a = f x 4-rcr2,
y
m
r2
Esta es la misma fuerza gravitatoria que ejercería una partícula pesada de masa m
situada en el centro de la esfera gravitacional. Así, por procedimientos matemáticos
sencillísimos probamos la famosa conclusión de Newton de que una esfera uniforme
atrae como si su masa estuviese concentrada en el centro, y de paso ilustramos la
eficacia del método de Gauss. Sobre este mismo teorema de Gauss se puede construir
gran parte de la teoría electrostática y magnética con una discreta dosis de matemá­
ticas, algo más complicadas tal vez, pero no más difíciles. Véase mi libro de texto
Experimental Electricity, Cambridge, 1905-1923.
252 H ISTORIA DE LA CIENCIA

—un dispositivo que se conoce con el nombre de galvanómetro tangente—


y observamos la desviación producida al pasar una corriente por la espiral,
podemos medir la corriente en unidades absolutas o cegesimales. La uni­
dad común de corriente, el amperio, se considera como la décima parte
de la unidad así definida, aunque por razones de orden práctico y facili­
dad de medición, por muchos años se basó la definición en la cantidad de
plata depositada por electrólisis, como expliqué anteriormente. Con todo,
no ha faltado quien proponga se vuelva a la definición teórica.

El calor y la conservación de la energía

En los siglos x v l i i y xix adquirió el calor gran importancia práctica


debido al desarrollo de la máquina de vapor, lo cual, a su vez, intensificó
el interés por su aspecto teórico.
Como vimos, la teoría calórica, que veía en el calor un fluido impon­
derable, contribuyó provechosamente a sugerir y a interpretar ciertos ex­
perimentos para la medición de las cantidades de calor. Pero desde el
punto de vista físico especulativo, siempre sintieron preferencias por la
teoría de la agitación molecular los filósofos naturales de más aguda inte­
ligencia, como Boyle y Newton. En 1738 demostró Daniel Bemouilli que,
si suponemos que el gas consta de moléculas moviéndose en todas direc­
ciones, el impacto de las moléculas sobre las paredes del recipiente expli­
caría la presión y ésta aumentaría proporcionalmente a medida que se com­
primiese el gas o que se elevase la temperatura, como exigían los
experimentos.
Los caloristas explicaban la producción de calor por fricción supo­
niendo que las limaduras o raspaduras o la sustancia principal en su
última fase después de la fricción poseían menos calor específico que la
sustancia entera antes de ser friccionada; es decir, que al frotarla se le
exprimía el calor, que quedaba así de manifiesto. Pero en 1798 un ame­
ricano, Benjamín Thompson, que se convirtió en Baviera en el conde
Rumford, demostró experimentalmente en la perforación de los cañones
que el calor desarrollado era proporcional aproximadamente al trabajo
total realizado y que no guardaba relación con el serrín producido. Sin
embargo, siguió imperando la teoría del fluido por espacio de otro medio
siglo.
Pero ya para 1840 se había visto claramente que, por lo menos,
algunas de las fuerzas de la naturaleza eran recíprocamente convertibles.
En 1842, J. R. Mayer sostuvo la posibilidad de convertir el trabajo o la
vis viva en calor, y el calor, en trabajo. Suponiendo que al comprimir el
aire todo el trabajo se traduce en calor, Mayer calculó un valor numérico
para su equivalente mecánico IJ. En ese mismo año, Sir W. R. Grove,
juez y científico inglés, conocido por haber inventado una célula voltaica,
desarrolló en una conferencia la idea de la interrelación existente entre
11 Liebig's Annalen, mayo 1842.
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 253

las fuerzas naturales, que luego presentó en forma más elaborada en un


libro publicado en 1846, bajo el título The Correlation of Physical For-
ces '3. En este trabajo y en el estudio independiente presentado en 1847
por el gran fisiólogo, físico y matemático alemán H. L. F. von Helmholtz
— 1821-1894— , Ueber die Erhaltung der Kraft ’4, se proponía ya el esbozo
general del principio que conocemos ahora con el nombre de «conservación
de la energía».
Durante la década de 1840 a 1850, James Prescott Joule— 1818-1889—
midió experimentalmente la cantidad de calor liberado por el gasto de
trabajo eléctrico y mecánico ,5. Empezó probando que el calor generado
por el paso de una corriente eléctrica a través de un conductor es propor­
cional a la resistencia de éste y al cuadrado de la fuerza de aquélla. Luego
forzó a pasar una corriente de agua por unos tubos estrechos, comprimió
una masa de aire y calentó líquidos haciendo girar ruedas de paleta. Así
comprobó que en cualquier tipo de trabajo el empleo de una misma
cantidad de trabajo desarrollaba igual cantidad de calor, y de esa equivalen­
cia dedujo que el calor es una forma de energía; Aun entonces «pasaron
muchos años... antes que empezasen a darse por enterados y convencidos
ninguno de los grandes representantes de la ciencia», si bien Stokes dijo
a William Thomson q u ^ « se sentía inclinado a hacerse julita». Durante
una visita que giró a Inglaterra en 1853, Helmholtz notó que este tema
despertaba gran interés científico y en Francia vio que Regnault había
adoptado la nueva concepción. Los resultados últimos a que llegó Joule
demostraron que para calentar una libra de agua un grado fahrenheit,
en cualquier temperatura comprendida entre los 55° y 60°, se necesitaba
un trabajo de unas 7T2 libras-pie. Experimentos posteriores dieron como
cifra más aproximada la de 778.
Ese resultado concreto de las experiencias de Joule, de que el trabajo
y el calor eran valores equivalentes, reforzaron y apuntalaron la idea que
Grove denominó «correlación de fuerzas», y Helmholtz, «persistencia de
fuerza». Así se desarrolló esta idea hasta cuajar en el principio físico
concreto, que terminó por conocerse con el nombre de «conservación de
la energía». Para la ciencia resultaba nuevo el concepto de energía como
cantidad física exacta. Ya antes se había expresado la idea latente en ese
concepto mediante un doblaje impreciso, confuso y desorientador del sig­
nificado de la palabra «fuerza»—una confusión que ya había denunciado
Young— . Podemos definir la energía como el poder de realizar un traba­
jo, y si pueden invertirse plenamente los términos, podrá medirse por el
trabajo realizado. El empleo del término «energía» en este sentido espe­
cializado se debe a Rankine y a William Thomson. Este adoptó la distin­
ción de Young.
Los experimentos de Joule demostraron que en los casos que él estudió
es constante la suma total de energía de un sistema y que la cantidad que
11 W. R. G rov e , The Correlation of Physical Forces, Londres, 1846.
" H e l m h o l t z , Abhandlung von der Erhaltung der Kraft, 1847.
J. P. J o u l e , Collected Papers.
254 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

se pierde en trabajo se recupera en calor. Otras comprobaciones generales


indujeron a hacer extensivo este resultado a otros tipos de cambio, en
que la energía mecánica, por ejemplo, se transforma en energía eléctrica,
o la energía química, en calor animal. Hasta hace pocos años todos los
hechos conocidos coincidían con la afirmación de que la energía total de
un sistema cerrado es una cantidad constante.
Establecido así, el principio de la conservación de la energía puede
compararse con el principio anterior de la conservación de la masa. La
dinámica newtoniana se basa en el principio de que existe una cantidad,
que por razones de conveniencia se llama masa del cuerpo, que permanece
constante durante cualquier movimiento. La misma balanza manejada
por los químicos probó que este axioma valía incluso para los cambios quí­
micos. No se aniquila la materia de un cuerpo quemado al aire; cuando se
recogen las sustancias resultantes su peso total coincide con el peso con­
junto del cuerpo original y del aire consumido.
Lo mismo ocurre con la energía: nos damos cuenta de otra cantidad
existente aparte de la masa, sobre todo al comprobar que permanece in­
tacta a través de una serie de transformaciones. Vemos la conveniencia
de reconocer la existencia de esta cantidad, de utilizarla como un concepto
científico y de ponerle un nombre. La llamamos energía, medimos sus
cambios por la cantidad de trabajo realizado, y no sin trabajo y tras muchas
dudas terminamos por redescubrir su constancia ’6.
La física del siglo xix no conocía ningún procedimiento para crear
o destruir materia ni energía. En el siglo xx no han faltado indicios de
que la materia misma es una forma de energía y de que no es imposible
la transformación recíproca de una en otra; pero hasta hace pocos años
se distinguía con todo rigor entre materia y energía.
El primero que aplicó a la química el principio de la conservación de
la energía fue Julius Thomsen. Hacia 1853 comprobó que el calor desarro­
llado en una reacción es una medida de la diferencia de energía que
contiene el sistema antes y después de la reacción. Además, dado que la
energía final de un sistema cerrado tiene que ser la misma que la inicial,
fue posible predecir en algunos casos el estado final del sistema sin nece­
sidad de trazar los pasos intermedios y saltar de un golpe a la solución
de un problema físico, sin seguir paso a paso el proceso que conduce
a ella, como hizo Huygens en los problemas más restringidos de la mecá­
nica. Teniendo en cuenta esta aplicación práctica y su mismo interés intrín­
seco, podemos considerar el principio de la conservación de la energía
como una de las conquistas más grandes de la mente humana.
Pero ofrecía sus riesgos en el plano filosófico. Como se vio que los
principios de la conservación de la materia y de la energía se verificaban
en todas las circunstancias al alcance de la investigación de entonces, era
natural transformar estos principios en leyes generales. Se declaró la ma­
teria eterna e indestructible y la cantidad de energía almacenada en el

14 Véase el capítulo XII.


LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 255

universo constante e inmutable en cualquier condición y época. Así cam­


biaron estos principios su papel de guías seguros para ir avanzando paso
a paso en el terreno empírico científico, en el de grandes dogmas filosó­
ficos de dudosa validez.

Teoría cinética de los gases

Esto fue en 1845. J. J. Waterston presentó una memoria manuscrita,


que durmió en el olvido por mucho tiempo en los archivos de la Royal
Society. En ella desarrolló y amplió la teoría cinética de los gases, que
adquirió una importancia particular una vez que se llegó a identificar
calor y energía. En 1848 abordaba el mismo tema Joule. Ambos investi­
gadores desarrollaron esta teoría rebasando los límites adonde había llega­
do Bernouilli; ambos calcularon, cada uno por su cuenta, la velocidad
media del movimiento de las moléculas ,7. En 1857 publicaba Clausius la
primera teoría completa sobre la cinética de la materia ’8.
Dadas las probabilidades de que se produzcan colisiones moleculares,
que se supone han de ocurrir con perfecta elasticidad, a cada instante
habrá moléculas moviéndose en todas direcciones y velocidades. La energía
total de traslación de todas las moléculas da la medida del contenido
calórico total del gas, y la energía media de cada molécula da la medida
de la temperatura. De estas premisas puede deducirse matemáticamente
que la presión p es igual a —^— nmV2, siendo n el número de moléculas
por unidad de volumí&fi, m la masa de cada una de ellas y V2 el valor me­
dio del cuadrado de la velocidad
Ahora bien, nm, que es la masa total de gas por unidad de volumen,

" Life of Lord Rayleigh, pág. 45; J o u l e ’s , Collected Papers. Y art. “ Jo u le ” ,


en D.N.B., por Sir R ic h a r d G l a ze b r o o k .
" O. E. M e y er , Kinetic Theory of Gases, trad. ingl. R . E. Baynes, Londres, 1899.
” l a velocidad V, a que se mueve una molécula, puede descomponerse en tres
componentes: u, v y w, perpendiculares entre sí, y como las energías componen­
tes deben sumar la energía total,
V2 ~ u2 + v2 + w2.
En conjunto, las moléculas se moverán por igual en todas direcciones, por tanto:
V2 = 3ü2.
Si encerramos el gas en un centímetro cúbico, una molécula, moviéndose de acá
para allá entre caras opuestas a la velocidad descompuesta u, se estrellará contra
cada cara la mitad de u por segundo. Suponiéndole una masa m, el cambio
de momento al chocar y rebotar es 2mu, y el cambio de momento por segundo
es 2mu por — ti, o sea, mu2. Si en el centímetro cúbico hay ti número de par-
2
tículas, el índice total de cambio de momento sobre cada cara u n id a d , que mide
la presión p, es
1
p — nmu1 = — nmV1.
256 HISTORIA DE LA CIENCIA

mide su intensidad; por tanto, si la temperatura y, consiguientemente, la


V 2 son constantes, la presión del gas es proporcional a su densidad e inver­
samente proporcional a su volumen—Boyle había descubierto esta ley
experimentalmente— . Siendo p proporcional a V2, al variar la tempera­
tura, la presión debe aumentar con ella—ley de Charles— . Si sometemos
dos gases a la misma presión y temperatura, se deduce de la ecuación dicha
que ambos gases contienen el mismo número de moléculas por unidad de
volumen—la ley a que llegó Avogadro fundándose en hechos químicos— .
Finalmente, en ambos gases la velocidad molecular V debe ser inversamen­
te proporcional a la raíz cuadrada de nm o densidad; esta última relación
explica los índices de difusión de los gases a través de separaciones poro­
sas—una ley que había descubierto experimentalmente Thomas Graham
hacia 1830— .
Vemos por estas conclusiones que la teoría cinética elemental, tal
como la propusieron Bernouilli, Joule y Clausius, está de acuerdo con las
propiedades experimentales más sencillas de los gases. Además, esta teoría
nos permite calcular aproximadamente las velocidades moleculares, como
demostraron Waterston y Joule. Por ejemplo, en el hidrógeno, el volumen
por unidad de masa es de 11,16 litros, es decir, 11,160 centímetros cúbi­
cos, a 0o centígrados y a la presión atmosférica estándar de 760 milímetros
de mercurio, o sea, 1,013 por 106 dinas por centímetro cuadrado. De aquí,
la ecuación p = —^— nmV2 da por resultado que V vale 1.844 metros por
segundo. El número correspondiente en el oxígeno es de 461 metros por
segundo. Estas cifras nos dan la raíz cuadrada del valor medio de V2; el
valor medio de la misma V o velocidad molecular es algo inferior. En 1865
calculó Loschmidt por primera vez, fundándose en la teoría cinética, el
número real de moléculas contenidas en un centímetro cúbico de un gas
a 0o centígrados y a la presión atmosférica normal; el resultado fue: 2,7
por 1019.
Maxwell y Boltzmann aplicaron a la distribución de velocidades la ley
de error de Gauss, derivada de la teoría de probabilidades, que ya había
adquirido importancia en muchos campos de investigación. Según esta
teoría, se pueden dividir en grupos las moléculas sujetas a probables coli­
siones, y cada uno de esos grupos se mueve dentro de cierto margen
de velocidad, como se indica en la figura 5. La coordenada horizontal
mide la velocidad, y la vertical, el número de moléculas que se mueven
a esa velocidad. Se toma por unidad la velocidad con el máximum de
probabilidades. Se notará que resulta casi despreciable el número de
moléculas, que se mueven con una velocidad sólo tres veces mayor que la
más probable. Pueden trazarse parecidas curvas para ilustrar la distribu­
ción de los tiros sobre un blanco; de los errores en una medición física;
de los hombres ordenados por grupos conforme a su altura o peso, dura­
ción de vida o capacidad, medida a base de tests. Hoy día revisten gran
importancia la teoría de probabilidades y las curvas de error, lo mismo en
las ciencias físicas y biológicas que en sociología. Es imposible pronos­
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 257

ticar lo que durará la vida de un individuo concreto o la velocidad que


tendrá una molécula particular en cualquier momento futuro; pero, dado
un número suficiente de hombres o moléculas, podemos manejarlos esta­
dísticamente y predecir con un pequeño margen de error cuántos morirán
en un año determinado o cuántas se moverán dentro de cierta velocidad.
(Desde un punto de vista filosófico, podemos proclamar una especie de
determinismo estadístico, en el que queda a salvo, sin embargo, la incerti-
dumbre individual.)

Boltzmann y Watson investigaron la tendencia de las moléculas—que


originariamente se mueven con otras velocidades— a seguir la distribución
propuesta por Maxwell-Boltzmann como la más probable. Resultó ser equi­
valente a la tendencia que muestra una cantidad termodinámica, llamada
entropía, a llegar al máximo. El proceso de llegar a esa condición proba­
bilísima, en que la entropía está a su máximo y las velocidades funcionan
conforme a la ley de errores, se parece a la operación de barajar un
paquete de cartas. En la naturaleza ocurre espontáneamente conforme
pasa el tiempo. Actualmente tiene gran importancia científica y aun
filosófica.
También demostró Maxwell que la viscosidad de un gas depende del
camino libre medio, es decir, de la distancia media de que dispone una
molécula para moverse entre dos colisiones. En el hidrógeno esa distancia
media es de 17 por 10"* centímetros aproximadamente, y en el oxígeno,
de 8,7 por 10-6 centímetros. La frecuencia de colisión es del orden de 109
por segundo; precisamente esta cifra tan alta explica por qué los gases se
difunden tan lentamente, a pesar de la gran velocidad de sus partículas.
La viscosidad de un gas no disminuye al disminuir su densidad, como
podría suponerse, sino que permanece constante mientras se va agotando
el gas, que alcanza densidades sumamente bajas. La comprobación expe­
258 HISTORIA DE LA CIENCIA

rimental de este resultado teórico inspiró confianza desde el principio en


las partes más avanzadas de esta teoría.
Según la tesis cinética, la temperatura se mide por la energía media de
traslación de las moléculas; pero éstas pueden poseer también energía
de rotación, vibración, etc. Maxwell y Boltzmann demostraron que la ener­
gía total debe ser proporcional al «número de grados de libertad» de una
molécula, es decir, al número de coordinadas que se necesitan para fijar
por completo su posición. En el espacio se fija un punto con tres coorde­
nadas; así, el movimiento de las moléculas en su conjunto— que es el que
determina la temperatura—incluye tres grados de libertad. Si designamos
por n el número total de grados, al calentarse el gas, una fracción de la
energía calórica, 3 /n , se convierte en energía de traslación para elevar
la temperatura; el resto («-3) n, lo emplea la molécula en otras funciones.
Cuando se calienta un gas manteniendo el volumen constante, todo el
calor se gasta en aumentar la energía molecular; pero si se mantiene una
presión constante, el volumen aumenta y, por consiguiente, se ejerce tam­
bién trabajo contra la presión de la atmósfera. De aquí se sigue, como
puede demostrarse, que el índice 7 de dos calores concretos, a presión
y volumen constantes, equivale a 1 + 2/n ; de forma que si tenemos
2
n = 3, entonces f = 1 H-----— = 1,67. Cuando Maxwell hizo este cálcu­
lo, no conocía ningún gas que diese este índice; pero después se comprobó
que era válido para gases de moléculas monoatómicas, como el vapor de
mercurio, el argo y el helio, los cuales, por consiguiente, actúan como
puntos aislados, por lo que se refiere a la absorción de la energía calórica.
Los gases ordinarios, como el hidrógeno y el oxígeno, tienen moléculas
diatómicas y se ha comprobado que su valor y es de 1,4, representando
moléculas de cinco grados de libertad.
La ley de Boyle, representada por pv = constante, puede ampliarse
a pv ~ RT, cuando se tienen en cuenta los cambios de temperatura y R
se mantiene constante. La atracción molecular—que debe depender del
cuadrado de la densidad o a jv 1, siendo a constante—tiene como efecto
aumentar p a p + a /v 2. El volumen b, ocupado por la sustancia de las
mismas moléculas y, por tanto, no sujeto a compresión, tiene por efecto
disminuir v reduciéndolo a v-b. Así es como, en 1873, obtuvo Van der
Waals la ecuación

(p + ~7-) = .

la cual se comprobó que expresaba bastante bien las diferencias observa­


das en algunos gases imperfectos con relación a la ley de Boyle.
Varios físicos examinaron experimentalmente dichos gases, especial­
mente Thomas Andrews, hacia 1869 70. Andrews investigó la continuidad
de los estados gaseoso y líquido y demostró que pasando de cierta tempe­
ratura crítica concteta, característica de cada gas, no había presión, por
" Royal Society, Phil. Trans., 1869, ii, pág. 575.
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 259

grande que fuese, capaz de convertirlo en líquido. Se vio que el problema


de licuar un gas era cuestión de reducir la temperatura por debajo del
punto crítico.
El botánico Robert Brown observó al microscopio, en 1827, ciertos
movimientos irregulares de unas partículas pequeñísimas: era la prueba
directa de la acción de las moléculas; en 1879 explicó el fenómeno William
Ramsay, atribuyéndolo a que las moléculas del líquido bombardean las
partículas suspendidas en él. Crookes observó cómo unas pequeñas vele­
tas, ennegrecidas por una cara y colocadas en vacíos lo más perfectos
posible, giraban en la dirección de las caras pulimentadas cuando se las
exponía a la luz solar. Maxwell explicó este movimiento rotatorio como
efecto del calor adicional absorbido por los lados ennegrecidos. Este calor
hace que las moléculas reboten con mayor velocidad al chocar con la veleta
y así impulsan hacia atrás la superficie negra.

T ermodinámica

Sadi Carnot, hijo del «Organizer of Victory», indicó en 1824 que toda
máquina térmica necesita un cuerpo caliente o fuente de calor y un cuerpo
frío o condensador, y que cuando funciona la máquina, pasa el calor del
cuerpo más caliente al más frío. Carnot legó en manuscrito la idea de la
conservación de la energía, pero por mucho tiempo se interpretó torcida­
mente su obra dentro de la teoría calórica, según la cual se creía que el
calor pasaba por la máquina sin variar su cantidad y que realizaba su tra­
bajo descendiendo Sft temperatura, algo así como el agua que cae en
cascada sobre las aletas de una turbina.
Carnot se dio cuenta de que para investigar las leyes de las máquinas
térmicas es preciso empezar por representarse el caso más sencillo: el de
una máquina libre totalmente de fricción e inmunizada contra la pérdida
de calor por conducción. Vio, además, que para analizar la labor de una
máquina debe sometérsela a un ciclo completo de observaciones, hasta que
la sustancia en función vuelva a su estado inicial— sea vapor, aire com­
primido o cualquier otra fuerza— . Si no se hace así puede ocurrir que el
aparato absorba trabajo o calor de la energía interna de la sustancia ope­
rante, con lo que ya no haría todo el trabajo el calor externo que pasa
por la máquina.
Clausius y William Thomson, luego Lord Kelvin, dieron forma moder­
na a la teoría de los ciclos de Carnot. Los resultados obtenidos por Joule
nos dan la relación entre el trabajo y el calor, al transformarse uno en
otro. La dificultad está en que así como siempre es posible transformar en
calor la totalidad de una cantidad dada de trabajo, así, por lo general, no
es posible realizar plenamente la operación inversa. Se ha comprobado que
lo mismo en las máquinas de vapor que en otras máquinas térmicas sólo
se transforma en energía mecánica una fracción del calor empleado; el
resto, que pasa de las piezas más calientes del sistema a las más frías, no
260 H ISTORIA DE LA CIENCIA

es aprovechable para realizar trabajo útil. Enseña la experiencia que en


el funcionamiento de cualquier máquina térmica, ésta recibe una canti­
dad H de calor de la fuente térmica y entrega parte de él, digamos h, al
condensador. La diferencia entre esas dos cantidades (H — h) representa
la cantidad máxima convertible en trabajo T, y, por tanto, podemos tomar
como eficiencia E de la máquina la razón T /H entre el trabajo realizado
y el calor absorbido.
Podemos imaginar una máquina perfecta en la que no se pierda calor
por conducción ni trabajo por fricción; así tendríamos:
T — H — h,

H H
Toda máquina perfecta así debe tener la misma eficiencia; de lo con­
trario, sería posible aprovechar la energía calórica del condensador para
realizar trabajo conectando dos máquinas o bien bombear continuamente
calor de un cuerpo frío a otro caliente mediante un mecanismo automático,
y ambos casos son contrarios a la experiencia. Por consiguiente, tanto la
eficiencia como la razón entre el calor absorbido del cuerpo caliente y el
cedido por el frío es independiente de la forma de la máquina y de la
naturaleza de la sustancia operante. Por tanto, estas cantidades sólo de­
penden de la temperatura de la fuente térmica F y de la del condensador /;
la razón entre el calor absorbido y el desperdiciado puede servir para
definir la relación entre ambas temperaturas, escribiendo: F /f = H /h ; de
donde se sigue que:
H ~ h F ~ f
H F

Así, William Thomson ideó una escala termodinámica de temperatura de


valor absoluto, pues no depende de la forma del aparato ni de la natura­
leza de la sustancia empleada. Si suponemos que el condensador de una
máquina perfecta está a 0o, es decir, si tenemos / = O o £ = I , entonces
no se cedería calor ninguno al condensador, todo el calor absorbido se
transformaría en trabajo y tendríamos la unidad de eficiencia. No hay
máquina capaz de producir más trabajo que el equivalente mecánico del
calor que absorbe ni poseer una eficiencia superior a la unidad. Por con­
siguiente, ese 0o de temperatura sería el cero absoluto: nada puede tener
menos temperatura.
La escala termodinámica así descrita es puramente teórica. Práctica­
mente es imposible comparar dos temperaturas midiendo la relación entre
la cantidad de calor absorbido y la de calor desaprovechado, aunque sólo
sea por la sencilla razón de que no es posible construir esa máquina per­
fecta. Por eso es necesario traducir a términos prácticos esa escala teórica.
En una de sus investigaciones empleó Joule la comprensión del aire
como medio de convertir trabajo en calor, cosa que había hecho Mayer
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 261

antes que él. Pero Joule justificó su empleo reproduciendo un experimento


ya olvidado de Gay-Lussac y haciendo ver que cuando se dejaba que el
aire se dilatase sin realizar trabajo no se producía cambio apreciable de
temperatura. De aquí se sigue que no se altera el estado molecular de un
gas al dilatarse o contraerse y que todo el trabajo realizado para prensarlo
se traduce en calor. Thomson y Joule idearon un método experimental más
delicado, con el cual demostraron que cuando se obligaba a pasar los gases
a través de una espita porosa, y se los dejaba expandirse libremente después
de pasar por ella, los cambios de temperatura eran muy pequeños: el aire
se enfriaba ligeramente y el hidrógeno se calentaba en menor proporción
todavía. De aquí se sigue, por deducción matemática, que un termómetro
de aire o de hidrógeno (en que el cero está alrededor de los 273° C)
coincide bastante con la escala absoluta o termodinámica: las pequeñas
diferencias que presentan pueden calcularse por los efectos del calor en
la expansión libre.
Las elucubraciones termodinámicas dieron por resultado: primero,
proporcionar a los ingenieros una base firme para la teoría de las máquinas
térmicas, y segundo, impulsar materialmente el progreso de la física y quí­
mica modernas en otras muchas direcciones. Faraday licuó el cloro a pura
presión en un aparato sencillísimo. Por su parte, la teoría de la escala abso­
luta de temperatura y los experimentos de la espita porosa de Thomson
y Joule abrieron el camino a esa serie de investigaciones modernas, que
con el tiempo llegaron a licuar todos los gases, completando así la prueba
de la'continuidad de la materia en todos sus tipos y en sus tres estados.
El efecto de la espita porosa, que a temperatura ordinaria es mínimo,
aumenta cuando se eltfrían previamente los gases, y si se inyecta constan­
temente un gas frío a través de una boquilla, se enfría aún más, y puede
utilizarse para enfriar la corriente de gas entrante. Así se obtiene un
efecto cumulativo, hasta que el gas termina por enfriarse por debajo de su
punto crítico y se convierte en líquido. Así licuó el hidrógeno James Dewar,
en 1898, y Kamerlingh-Onnes el helio, en 1908, que fue el último gas en
capitular. Los termos, hoy tan conocidos, derivan de los recipientes de
vidrio, recubiertos de una cámara vacía, que inventó Dewar para sus
experimentos de licuefacción.
Se ha investigado mucho sobre los efectos que causan estas temperaturas
extremamente bajas sobre las propiedades de varios metales. Uno de los cam­
bios más sorprendentes es el que producen en la conductividad eléctrica,
la cual aumenta enormemente; así, por ejemplo, el plomo, a la temperatura
del helio líquido, posee una conductividad unos 1.000 millones de veces
mayor que a 0o centígrados. Una corriente eléctrica inducida en un circuito
de un metal enfriado a esas temperaturas extremas continuará circulando
por muchas horas sin experimentar casi merma.
Para realizar un trabajo útil con una reserva de calor se necesita un
desnivel de temperatura. Pero en la naturaleza tienden a nivelarse cons­
tantemente las diferencias de temperatura por efecto de la conducción
y por otras causas. De aquí que en un sistema aislado, en que se producen
262 HISTO RIA DE LA CIENCIA

los cambios de modo irreversible, la energía calórica tiende constantemente


a hacerse menos y menos aprovechable para la realización de trabajo útil,
y al revés, tiende a aumentar la función matemática que Clausius deno­
minó «entropía». Cuando la aprovechabilidad de la energía llega a su
límite mínimo y la entropía al máximo, no puede realizarse más trabajo
y así se pueden determinar las condiciones necesarias para el equilibrio del
sistema. De manera parecida, en un sistema isotérmico—es decir, mantenido
a temperatura constante— , se establece el equilibrio cuando llega a su míni­
mum el potencial termodinámico, que es otra función matemática, desarrolla­
da por Willard Gibbs. Así intervinieron en la construcción de la teoría del
equilibrio químico y físico Clausius, Kelvin, Helmholtz, Willard Gibbs
y Nernst. Gran parte de la fisicoquímica moderna, con sus múltiples apli­
caciones técnicas de importancia industrial, no es más que una galería de
ilustraciones experimentales de las ecuaciones termodinámicas de Willard
Gibbs.
Uno de los resultados más prácticos es el conocido con el nombre de
«regla de fase» 11. Dado un sistema de un número n de componentes dis­
tintos— verbigracia, dos: agua y sal—y con r fases— es decir, cuatro: dos
sólidas, la solución saturada y vapor— , según el teorema de Gibbs, el
número F de grados de libertad debe ser n — r, al que deben añadirse dos
más por temperatura y presión. Así obtenemos la siguiente fórmula para
la «regla de fase»:
F = n — r + 2.

Existe una segunda ecuación, que se conocía ya de antes, y que esta­


blece la relación entre L— el calor latente de cualquier cambio de estado— ,
T—la temperatura absoluta— , p— la presión— y v2-v-,. La fórmula es:
dp , dp L
L = T (v2— Vi) - ~
dT dT T (v 2— v,)
El autor original del principio de esta ecuación fue James Thomson;
hacia 1850 la desarrollaron William Thomson (Lord Kelvin), Rankine
y Clausius; posteriormente la aplicaron, en especial a la química, Le Cha-
telier y otros. La ecuación del calor latente, combinada con la regla de
fase, nos da la teoría general del equilibrio de las diferentes fases y el
índice de cambio de presión con la temperatura cuando el sistema se desvía
del punto de equilibrio. Se deduce, además, que cualquier acción exterior
sobre el sistema provoca una reacción contraria dentro dé él.
Si en la ecuación de la regla de fase suponemos r = n + 2, entonces F
es cero y el sistema es constante. Si se dan, por ejemplo, tres fases y un
solo componente—como hielo, agua y vapor— , únicamente pueden mante­
nerse en equilibrio a cierta temperatura concreta y dentro de una presión
determinada. Si se presentan dos fases, agua y vapor, entonces r = n + 1
y F = n = 1, de forma que el sistema tiene un grado de libertad. Ambas
!l A lex a n d e r F in d i . ay y A . N . C a m p b e l l , The Phase Rule, L o n d re s , 1938.
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 263

fases pueden mantenerse en equilibrio en cualquier punto de una curva pT,


cuya inclinación de punto a punto viene determinada por la ecuación del
calor latente. Naturalmente, resultan más complicados los sistemas con
más de un componente.
Hay una aplicación de las relaciones de la regla de fase que tiene gran
importancia para la ciencia y la industria, y consiste en averiguar la cons­
titución de las aleaciones; esta investigación nos ha proporcionado muchos
metales dotados de cualidades útiles para finalidades especiales22. Tres
métodos experimentales contribuyeron especialmente al desarrollo de esta
teoría. Primero, el examen microscópico de secciones pulimentadas de me­
tales corroídas por líquidos apropiados: lo desarrollaron, sobre todo en
hierro, H. C. Sorby de Sheffield, y luego Martens de Charlottenburg;
posteriormente se lo mejoró mucho. En este método aparece claramente
la estructura cristalizada de los metales y de sus aleaciones. Segundo, el
método térmico: en él se deja enfriar el metal fundido, midiendo el tiempo
y la temperatura. Al producirse un cambio de estado, por ejemplo, de
líquido a sólido, se retarda el descenso de temperatura o incluso se detiene
totalmente por un rato. Como ejemplos, podemos citar la obra de Rooze-
boom sobre la teoría de Gibbs, aparecida en 1900, y los experimentos de
Heycock y Neville. Tercero, método de rayos X: fue introducido en fecha
posterior por Laue y Sir William y Sir Lawrence Bragg; dio luz sobre la
estructura atómica de los sólidos, tanto sales como metales y aleaciones,
y abrió un nuevo campo a la investigación atómica general.
En el trabajo realizado por Heycock y Neville con plata y cobre tene­
mos una ilustración del equilibrio más sencillo de un sistema binario.
A lo largo de la curva se va congelando plata pura en estado líquido,
y a lo largo de BE, cobre puro. En E aparecen juntamente cristales de
plata y cobre, de forma que el proceso de solidificación se realiza a tempe­
ratura constante. El metal de esta composición, en el que entran un 40 de
porcentaje atómico de plata y un 60 de cobre, tiene una estructura regular,
por lo que se la conoce como una aleación «eutéctica» o de fusión fa­
vorable.
Si tanto el sólido como el líquido en cuestión pueden variar en su com­
posición, obtenemos «cristales mixtos» o «soluciones sólidas» y fenómenos
mucho más complejos, que son los que esclareció primeramente Roozeboom
con la ayuda de la teoría de Willard Gibbs. En los diagramas que repre­
sentan soluciones sólidas, la intersección de las dos curvas de la solubili­
dad sólida da un punto de temperatura mínima, conocido con el nombre
de punto «eutectoide». Aquí cristalizan dos fases sólidas procedentes de
otras fases sólidas, hasta que se forma una aleación eutectoide, que semeja
en algo la estructura «eutéctica». La figura 7 representa una modificación
moderna del diagrama de Roozeboom, aplicada a mezclas de hierro y car­
bono, con menos del 6 por 100 de carbono; en él se ven varios compues­
tos y soluciones sólidas, que han sido identificados y bautizados con sus

B C. H . D e s c h , Metallography, 4.a e d „ L o n d re s , 1937.


264 HISTORIA DE LA CIENCIA

respectivos nombres; también aparecen los cambios a temperaturas con­


cretas, incluso en aleaciones completamente sólidas. Estos diagramas nos
permiten trazar la conexión entre composición, ajuste de temperatura
y propiedades físicas, lo mismo que los resultados de «templar» el hierro
y el acero.

Composición porcental de la fase liquida

Figura 6

En los últimos años se han obtenido muchas aleaciones nuevas con


propiedades adaptadas a diferentes usos, sobre todo aleaciones de hierro.
Tanto las sustancias de uso pacífico, verbigracia, el acero inoxidable, como
LA F IS IC A EN E L SIGLO XIX 265

los variadísimos artículos bélicos, contienen pequeñas cantidades de níquel,


cromo, manganeso, tungsteno y otros elementos, con los cuales, tratados
a temperatura adecuada, se confiere al hierro dureza, resistencia u otras
cualidades que se desee. Estas aplicaciones prácticas desarrolladas recien­
temente se basan en la teoría y experimentos expuestos más arriba. Adu­
ciré ejemplos de esas aleaciones.
El níquel añadido al acero en la proporción del 3 por 100 aumenta su
fuerza sin disminuir su ductilidad. Con un 36 por 100 de níquel, el carbo­
no es escaso y el coeficiente de dilatación mínimo; esta aleación tiene
muchas aplicaciones, por ejemplo, para instrumentos de precisión, y se
llama «invar». El cromo da origen a carburos estables y, usado en propor­
ciones moderadas, a aleaciones de acero resistentes a la corrosión. Los
aceros cromoniquelados son importantes en ingeniería, máxime si se añade
algo de molibdeno. También el manganeso da más estabilidad a los carbu­
ros, pero usado en grandes proporciones produce aleaciones frágiles, hasta
que se llega al acero Hadfield, que contiene el 12 por 100 de manganeso;
trabajando la superficie esta aleación se hace enormemente dura e ingas-
table, como, por ejemplo, para triturar las rocas. El átomo pesado de tungs­
teno disminuye la movilidad en las soluciones sólidas, con lo que impide
las formaciones granulares y retarda los cambios de fase. Por eso se utilizan
los aceros al tungsteno para imanes permanentes, lo mismo que las alea­
ciones de acero y cobalto.
Entre las aleaciones en que no entra el hierro ofrecen especial interés
e importancia práctica las de aluminio. Hacia 1909 empezaron su estudio
en serio Wilm y otros con la mira puesta, sobre todo, en responder a las
necesidades de la indoatria aérea, que pedía metales que fuesen al mismo
tiempo ligeros y fuertes. Entre ellos figura, por ejemplo, uno al que se
dio el nombre de duraluminio, que contenía un 4 por 100 de cobre, un
0,5 por 100 de magnesio y otro 0,5 por 100 de manganeso y el resto de
aluminio. Este metal puede endurecerse con el tiempo, hasta hacerse tan
duro como el acero blando. Se usan muchas aleaciones diferentes de alu­
minio, lo mismo que de otros metales, dotadas de propiedades peculiares.
La primera ley de la termodinámica es la de la conservación de la ener­
gía; la segunda, la tendencia de la energía a degradarse cada vez más.
Haciendo extensivas estas ideas al conjunto del universo estelar, se quiso
deducir que la energía cósmica se está convirtiendo constantemente en calor
por efecto de la fricción, y que el calor, a su vez, se va haciendo menos
aprovechable progresivamente, al reducirse los desniveles de temperatura.
Así llegaron los físicos a figurarse un futuro lejano en el que todas las
reservas aprovechables del universo se convertirían en calor distribuido
uniformemente por la materia en equilibrio mecánico y en el que resul­
taría imposible para siempre cualquier nuevo cambio. Esto era suponer
que las reglas generales deducidas de ciertas observaciones limitadas valían
para otras condiciones más complejas, que todavía se desconocían con
precisión en su mayor parte; era suponer que puede tratarse el sistema
estelar como un sistema cerrado, en el que no entra energía; era suponer
266 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

que no se puede seguir y dividir en grupos de movimientos rápido y lento


las moléculas individuales, cuyas velocidades están sujetas a constantes
alteraciones debido a las colisiones.
Maxwell imaginó una especie de duende diminuto, especialmente do­
tado para seguir el paso de cada molécula; el duende se apostaría junto
a una puerta corrediza, sin fricción, instalada en el tabique de separación
entre los dos compartimentos de un recipiente lleno de gas. Cuando una
molécula de movimiento rápido cruza de izquierda a derecha, el duende
descorre la puerta; cuando se acerca una molécula de movimiento lento,
la cierra. Así, las moléculas de movimiento rápido se van acumulando
en el compartimento de la derecha, y las lentas, en el de la izquierda. El
gas del primer compartimento se calienta; el del segundo, se enfría. Así,
con el poder de controlar las moléculas individuales sería posible recon­
centrar la energía difusa.
Dentro de las condiciones conocidas en el siglo xix resultaba válido
el principio de la disipación de la energía, siempre que se tratasen las
moléculas estadísticamente; así, la energía que nos hace vivir y movemos
parecía degradarse cada vez más y el proceso de la decadencia termodi­
námica amenazaba secar a la larga la vida del universo. En un capítulo
posterior veremos hasta qué punto se ha modificado o confirmado, dentro
de una nueva terminología, esa conclusión en virtud de los últimos cono­
cimientos. Aquí debemos notar que la condición termodinámica en que
llega a su máximo la entropía o degradación de la energía aparece cuando
las velocidades de las moléculas se distribuyen de acuerdo con la ley de
Maxwell-Boltzmann, una distribución que tiene el máximum de proba­
bilidades. La termodinámica conecta, pues, con las leyes conocidas de la
probabilidad y con la teoría cinética de la materia.

Análisis del espectro

Galileo y Newton echaron por tierra la distinción clásica entre esferas


celestes y terrestres, que perduró durante toda la Edad Media. Ahora se
demostró matemáticamente que regían para todo el sistema solar las leyes
mecánicas de los cuerpos en caída libre, establecidas experimentalmente.
Para completar la prueba de la identidad entre los cuerpos celestes
y terrestres era necesario demostrar su semejanza no sólo en el movimiento,
sino en su estructura y composición, y probar que los elementos químicos
corrientes que componen todas las cosas terrenas existen también en la
sustancia del Sol, planetas y estrellas. Muy bien pudo parecer éste un
problema de solución imposible. Y, sin embargo, a mediados del siglo xix
se encontró una solución.
Ya Newton había demostrado que la banda de colores producida por
los rayos del Sol al pasar por un prisma de cristal se debía a que la luz
se descomponía en elementos físicos más simples. En 1802 descubrió
Wollaston que ese espectro luminoso de la luz solar estaba cruzado por
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 267

determinado número de rayas oscuras; en 1814, Joseph Fraunhofer redes­


cubrió esas líneas, aumentó la dispersión utilizando más de un prisma
y las localizó cuidadosamente. Por otra parte, ya en 1752 había observado
Melvil, por primera vez, que la luz de una llama impregnada de metales
o sales producía espectros en los que aparecían líneas características de
colores brillantes sobre un fondo oscuro; en 1823 sugirió Sir John Herschel
que esas líneas podrían servir de contraprueba para determinar la presen­
cia de los metales. Esto condujo a ciertas observaciones, cuyo resultado
fue localizar, trazar y consignar la posición de las líneas espectrales.
En 1849 examinó Foucault el espectro de la luz de un arco voltaico
entre polos de carbono y observó una línea doble brillante entre el ama­
rillo y el naranja, la cual coincidía exactamente con la raya doble oscura,
que Fraunhofer denominó D. Foucault pudo comprobar que cuando pasa
por el arco la luz solar, la raya D aparece más oscura que de ordinario,
y cuando pasa por el arco la luz de uno de los carbones, que da de por
sí un espectro continuo brillante sin rayas negras, aparecen las rayas
negras D. «Así—dice Foucault— , el arco nos ofrece un medio que emite
por su cuenta rayos D y que al mismo tiempo los absorbe cuando proceden
de otra fuente.»
Parece que el primero que logró hacer plena luz sobre la teoría de
las rayas de Fraunhofer fue Sir George Gabriel Stokes— 1819-1903— , en
sus clases y conferencias de Cambridge, si bien con su modestia caracterís­
tica se abstuvo de jalear sus ideas. Cualquier sistema mecánico absorbe
la energía que incide en él al unísono de sus propias vibraciones naturales,
así como mecemos el columpio de un niño imprimiéndole una serie de
pequeños impulsos confidentes con el período de sus oscilaciones natu­
rales. Las moléculas de los vapores que flotan en la envoltura exterior del
Sol absorben la energía de los rayos procedentes del interior más caliente,_
cuyo período oscilatorio coincida precisamente con el suyo. La luz que
pase por ellos se verá despojada de esa frecuencia particular de vibracio­
nes—es decir, de ese color— , y esa ausencia se acusará en el espectro solar
con una raya negra.
Un americano, David Alter, describió en 1855 los espectros del hidró­
geno y de otros gases. Durante los ocho años comprendidos entre 1855
y 1863 llevó a cabo Von Bunsen, en colaboración con Roscoe, una serie
de experimentos sobre la acción química de la luz, y en 1859, en colabo­
ración con Kirchhoff, ideó los primeros métodos exactos del análisis es­
pectral, por medio de los cuales podían detectarse los elementos químicos
a través de sus espectros, aunque sólo se hallasen en cantidades insigni­
ficantes. Así se descubrieron dos elementos nuevos: el cesio y el rubidio.
Bunsen y Kirchhoff, desconociendo los experimentos de Foucault,
hicieron pasar luz procedente de cal incandescente, que da un espectro
continuo, a través de una llama de alcohol, en la que habían echado sal
común, y vieron las rayas D de Fraunhofer. Repitieron el experimento
con litio en la llama de un mechero de gas Bunsen y obtuvieron una raya
oscura, invisible en su espectro solar. De aquí concluyeron que hay sodio
268 HISTORIA DE LA CIENCIA

en la atmósfera del Sol y que, en cambio, no hay litio o en cantidades


tan pequeñas que escapan a la observación.
Así nació la astronomía espectroscópica, que luego desarrollarían am­
pliamente los trabajos de Huggins, Janssen y Lockyer. En 1878 observó
Lockyer una raya oscura en el verde del espectro de la cromosfera del Sol,
que no coincidía con ninguna raya conocida de los espectros terrestres,
y en vista de ello, predijo, junto con Frankland, que en el Sol debía haber
un elemento que la causase; a ese supuesto elemento le puso por nombre
helio. En 1895 encontró Ramsay dicho elemento en el mineral de pech-
blenda de Clevé 23.
En 1842 observó Doppler que cuando se hallan en movimiento rela­
tivo un observador y una fuente o emisora de ondas, se altera la frecuen­
cia de las ondas mientras se las observa. Si la fuente se acerca, llegan al
observador más ondas por segundo, por lo que se eleva la altura del
sonido o de la luz, mientras que si la fuente se aleja, baja el tono. Estas
variaciones se aprecian perfectamente en las que experimenta el silbido de
una máquina a medida que un tren exprés cruza raudo por una estación.
Cuando una estrella se acerca a la Tierra, sus líneas espectrales se despla­
zan hacia el violeta, y cuando se aleja, hacia el rojo. Aunque el efecto
Doppler es pequeño, puede medirse, y manejado por Huggins, y poste­
riormente por otros muchos científicos, ha suministrado un arsenal de
conocimientos sobre los movimientos estelares y recientemente sobre otros
fenómenos.
Entretanto se había demostrado plenamente la identidad entre la luz
y el calor radiante en la naturaleza física. En 1800 hizo ver William
Herschel que un termómetro colocado en el espectro solar acusaba efectos
calóricos que rebasaban la zona ínfima visible del rojo. Poco después
encontró Ritter rayos más allá del violeta visible, los cuales llegaban
a ennegrecer el nitrato de plata, que es el efecto fotográfico que había
descubierto Scheele en 1777. En la década comprendida entre 1830 y 1840
probó Melloni que el calor radiante invisible presentaba fenómenos de
reflexión, refracción, polarización e interferencia, como la luz. Algunos
físicos, especialmente Kirchhoff, Tyndall y Balfour Stewart, hicieron ex­
tensiva al calor radiante la equivalencia entre el poder de emisión y de
absorción; se comprobó que un cuerpo negro, que absorbe toda radiación,
una vez caliente emitía también radiaciones de todo tipo de longitud de
ondas. En su teoría sobre los cambios— 1792— indicó Prévost que todos
los cuerpos irradian calor, sólo que cuando hay equilibrio reciben tanto
como ceden.
Maxwell demostró teóricamente que la radiación debe ejercer presión
sobre la superficie en que incide; en tiempos más cercanos a nosotros se
demostró experimentalmente la existencia de esa presión, si bien es pe­
queñísima. En 1875 indicó Bartoli que la existencia de esa presión nos
autoriza a imaginar que un espacio lleno de radiación podría actuar como

71 Chemical Society Trans., 1895, pág. 1107.


LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 269

el cilindro de una máquina termodinámica teórica; en 1884 dedujo Boltz-


mann, como consecuencia, que la radiación total de un cuerpo negro
aumenta en proporción a la cuarta potencia de la temperatura absoluta,
o sea: R = aT4. En 1879, Stefan comprobó empíricamente la realidad
de esta ley. Este resultado tiene su utilidad no sólo para la teoría de la
radiación, sino también para medir las temperaturas de los hornos e in­
cluso de las superficies del Sol y de las estrellas, observando la energía
calórica que emiten. Al aumentar la temperatura, además de aumentar la
radiación total en la manera dicha, la energía máxima emitida se des­
plaza hacia las ondas de longitud más corta.
Finalmente, en el siglo xix empezaron a observarse ciertas relaciones
concretas entre las frecuencias de las diferentes rayas espectrales de un
mismo elemento, relaciones que adquirieron grandísima importancia en
la física del siglo xx. Balmer, en concreto, probó en 1885 que puede
representarse en una fórmula empírica las cuatro rayas del espectro visible
de hidrógeno. Posteriormente halló Huggins que esta fórmula expresa
las frecuencias de las rayas en la zona ultravioleta, lo mismo que las rayas
que aparecen en los espectros de las nebulosas y de la corona solar en los
eclipses totales de Sol, así que probablemente se deben al hidrógeno. De
ahí se dedujo la existencia de este gas en las nebulosas y en la corona
del Sol.

Ondas eléctricas

Como expliqué 'anteriormente, gran parte de la labor experimental


que realizó Faraday en el campo de la electricidad fue fruto de la intuición
instintiva que tuvo de la importancia del medio dieléctrico o aislante.
Cuando una corriente desvía una aguja magnética a través del espacio
o induce otra en un circuito, al parecer, desconectado, hemos de elegir
entre imaginarnos una «acción a distancia» sin explicación o figurarnos
que el espacio intermedio está ocupado por algo que sirve de vehículo
o transporte. Faraday optó por la segunda concepción; así imaginó líneas
de fuerza o cadenas de partículas en «polarización dieléctrica» y hasta
las representó gráficamente saliendo de su fuente y circulando libremente
por el espacio.
James Clerk Maxwell— 1831-1879— redujo a fórmulas matemáticas las
ideas de Faraday; indicó Maxwell que cada cambio en la polarización
dieléctrica de Faraday equivalía a una corriente eléctrica. Sabiendo que la
corriente eléctrica produce un campo magnético, en el que la fuerza mag­
nética es perpendicular a la corriente, y que todo cambio en un campo
magnético produce, a su vez, una fuerza electromotora, salta a la vista que
las fuerzas magnéticas y eléctricas están en función recíproca unas de
otras. Cuando un cambio en la polarización dieléctrica se propaga por el
medio aislante, avanza consiguientemente como una onda electromagné­
270 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

tica, en que las fuerzas magnéticas y eléctricas marchan perpendicularmen­


te unas a otras en el plano del frente ondulatorio de propagación.
Maxwell halló ecuaciones diferenciales, según las cuales la velocidad
de dichas ondas dependía, como es natural, exclusivamente de las propie­
dades eléctricas y magnéticas del medio, expresadas en la fórmula:

v = l / V V-k,
siendo n la permeabilidad magnética, y k, la constante dieléctrica o la
capacidad inductiva específica del medio 24.
Dado que la fuerza eléctrica entre dos cargas es inversamente propor­
cional a k, y la fuerza magnética entre dos polos es inversamente pro­
porcional a Ia, las unidades eléctricas y magnéticas que se definen a base
de esas fuerzas, respectivamente, tienen que incluir los valores k y (*-. Pue­
de demostrarse fácilmente que la razón entre los valores electrostáticos
y electromagnéticos de una unidad cualquiera, como la de cantidad de
electricidad, por ejemplo, implica el producto de por k. De aquí se
sigue que comparando experimentalmente esas dos unidades puede deter­
minarse el valor de v o velocidad de la onda electromagnética.
Maxwell y varios otros físicos midieron así el valor de v y vieron que
daba unos 3 por 10'° centímetros por segundo, que coincide prácticamente
con la velocidad de la luz. De aquí concluyó Maxwell que la luz es un
fenómeno electromagnético y que no es preciso inventar más que un éter,
ya que el mismo éter puede transportar la luz y las ondas electromagné­
ticas, por ser de la misma especie, aunque su longitud de onda es distinta.
Pero ¿qué decir sobre el éter sólido elástico, esa teoría en que se ha
gastado tanta buena pólvora en salvas? ¿Hemos de considerar las ondas
electromagnéticas como ondas mecánicas vibrando en un sólido semirrígi­
do o hemos de expresar la luz en términos de electricidad y magnetismo, cuyo
sentido desconocemos? El descubrimiento de Maxwell planteó este dilema por
primera vez ante la faz del mundo, si bien él reforzó la creencia en la
existencia de un éter luminífero: estaba claro que dicho éter, además de
transportar la luz, habría de desempeñar funciones eléctricas.
Inglaterra aceptó a la primera los resultados de Maxwell; pero en el
continente no despertó el interés que merecía hasta que en 1887 Heinrich
Hertz, utilizando la corriente oscilatoria producida por la chispa de una
bobina inductora, produjo y detectó ondas eléctricas en el espacio, demos­
trando experimentalmente que poseían muchas de las propiedades de la
luz. Si existe éter, éste está ahora abarrotado de «ondas inalámbricas»,
Utilizando procedimientos matemáticos derivados de los de Lagrange y Hamil-
ton, Maxwell halló para un medio no-conductor estas ecuaciones:
<PF <PG <PH
k \ i -------- + V ’F = 0; fcji--------- - + V !G = 0; fcu,---------+ V ¡H = 0,
dt1 dt1 dt'
las cuales determinan la propagación de una perturbación que se mueva a una
velocidad de v = l / ^ / |i k. Puede verse una exposición elemental en mi Theory of
Experimental Electricity.
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 271

por obra y gracia primordialmente de Maxwell y Hertz. Pero, ciertamente,


esas ondas no cabalgan «sobre el aire».
Maxwell centró la atención de los físicos en el medio aislante, seña­
lándolo como el elemento más importante en un sistema electrizado. Se vio
claro que la energía de una corriente eléctrica pasa por el «medio», mien­
tras que la corriente en sí misma no es más que la línea de degradación
de esa energía en calor, siendo la principal función de esa línea encauzar
el flujo de la energía por el trayecto en que es posible ese desgaste. Con
corrientes de alternancia muy rápida, como las de las chispas de un
carrete de inducción o el relámpago, la energía apenas puede penetrar
en el conductor más que una distancia insignificante antes que la corriente
se invierta. Por eso sólo se utiliza de hecho en el transporte de esas
corrientes la superficie periférica del alambre conductor o del pararrayos
y la resistencia eléctrica es mucho más alta que cuando se trata de corriente
continua.
La dificultad principal que se encontraba para aceptar la teoría de
Maxwell es que no lograba dar razón clara de las cargas eléctricas o, por
lo menos, de las cargas distintas, atómico-eléctricas, que acusaban los
experimentos electrolíticos de Faraday. El concepto de carga atómica se
convirtió en tema importantísimo a raíz de la muerte de Maxwell. Es lo
que vamos a considerar én seguida. Pero antes se impone una digresión.

Accióh química

Ya desde el principio se especuló sobre las causas y el mecanismo de


la actividad química; Newton les dedicó especial atención. En 1777 hizo
mediciones concretas C. F. Wenzel, el cual intentó calcular la afinidad
química que muestran los ácidos por los metales, observando la velocidad
a que se realizaban los cambios químicos. Así halló que los índices de
reacción eran proporcionales a la concentración de sus ácidos, es decir,
a la masa activa del elemento de reacción, resultado al que llegó inde­
pendientemente Berthollet.
En 1850 examinó Wilhelmy la «inversión» del azúcar de caña en
presencia de un ácido: en este proceso se descomponen las moléculas de
sacarosa en las más sencillas de glucosa y fructosa. Halló que a medida
que avanzaba la reacción y disminuía la concentración del azúcar de
caña, el ritmo del cambio disminuía proporcionalmente en progresión
geométrica del tiempo. Esto significa que el número de moléculas que se
disocian es proporcional al existente en cada momento, lo cual es natural,
pues sabemos que las moléculas de azúcar se disocian cada una indepen­
dientemente de las otras. Siempre que se mantiene esta relación en un
cambio químico deducimos que las moléculas actúan individualmente, que
es lo que llamamos «reacción monomolecular».
Por otra parte, si las moléculas reaccionan entre sí—que es el proceso
bimolecular— , el índice de transformación dependerá, naturalmente, de
272 HISTORIA DE LA CIENCIA

la frecuencia con que ocurran las colisiones; esta frecuencia es propor­


cional al producto de la concentración o de las masas activas de ambas
moléculas reactivas. Si las concentraciones moleculares son equivalentes,
dicho producto será igual al cuadrado de la concentración.
Si la reacción es reversible, de forma que mientras dos compuestos AB
y CD reaccionan para formar AD y CB, estos otros dos reaccionan, a su
vez, para reconstruir AB y CD, entonces se logra el equilibrio cuando los
cambios opuestos se operan al mismo ritmo, es decir, cuando
AB + CD ^ A D + CB.
El primero que formuló claramente este concepto de equilibrio dinámi­
co fue A. W. Williamson. Guldberg y Waage propusieron, en 1864, una
fórmula plena sobre la ley de masa de las acciones químicas; Jelletla
redescubrió en 1873 y cinco años más tarde volvió a descubrirla Van’t
Hoff. Puede deducirse no sólo de la teoría cinética, como indicamos antes,
sino también de las relaciones de la energía en un sistema diluido, basán­
dose en los principios termodinámicos. Se ha confirmado experimental­
mente en muchas reacciones químicas.
Como dije hace un momento, la «inversión» del azúcar de cañase
produce rápidamente en presencia de un ácido y mucho más despacio en
su ausencia. El ácido no experimenta cambio; al parecer, no tiene más
función que la de facilitar el proceso sin tomar parte activa en él. El pri­
mero que descubrió este fenómeno fue Kirchhoff—en 1812— , el cual ob­
servó que el almidón podía convertirse en glucosa en presencia de ácido
sulfúrico diluido. Humphry Davy observó que el platino inducía la oxida­
ción del vapor de alcohol en el aire. Dobereiner descubrió que el platino
dividido en láminas muy finas provocaba la combinación de oxígeno
e hidrógeno. En 1838, Cagniard de Latour y Achwann demostraron, cada
cual por su cuenta e independientemente, que la fermentación del azúcar
en alcohol y ácido carbónico se debía a la presencia de un organismo
vivo; Berzelius llamó la atención sobre la analogía existente entre la fer­
mentación y ciertas reacciones inorgánicas, como las producidas por el
platino. Berzelius les dio el nombre de «catálisis», atribuyendo «poder
catalítico» a los elementos que las provocaban. Sugirió que ese número
enorme de compuestos químicos que se forman en los cuerpos vivos de
materiales ordinarios en bruto, de la savia o de la sangre, podrían produ­
cirse por la acción de cuerpos orgánicos análogos a los elementos catalíti­
cos. En 1878, Kühne dio el nombre de «enzimas» a esos catalíticos or­
gánicos.
En 1862 descubrieron Berthelot y Péan de St. Gilíes que cuando se
mezclan en proporciones moleculares acetato de etilo y agua, al cabo de
algunas semanas se ioniza, en parte, por hidrólisis el acetato etílico, for­
mando alcohol etílico y ácido acético a un ritmo progresivamente decre­
ciente. Empezando la operación con alcohol y ácido se producía el proceso
inverso, resultando al fin las mismas proporciones de equilibrio. Estas
reacciones son sumamente lentas; en cambio, en presencia de un ácido
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 273

mineral se obtiene el mismo equilibrio en unas pocas horas. El ácido actúa,


pues, como catalizador; parece que la acción del catalizador consiste en
acelerar las reacciones en una u otra dirección. En cierto sentido desempeña
el mismo papel que el lubrificante en la maquinaria mecánica. En 1887
coordinó Arrhenius la acción catalítica de los ácidos con su conductividad
eléctrica.
Fenómenos parecidos ocurren con los gases. En 1880 observó Dixon
que cuando el oxígeno y el hidrógeno están completamente secos no se
produce su explosión para formar vapor, cosa que ya había notado en 1794
Mrs. Fulhame. En 1902 probó Brereton Baker que cuando la combinación
se realiza lentamente y se forma agua no se produce explosión. Armstrong
sugirió la idea de que el agua producida por la misma reacción es dema­
siado pura para hacer de catalizadora. Se sabe de otros casos en que
resultan ineficientes las sustancias químicamente puras y en que parece
necesaria la intervención de mezclas complejas. En capítulos posteriores
destacaremos la importancia que tienen los catalizadores orgánicos o en­
zimas en la bioquímica.
Al finalizar el siglo se descubrieron nuevos elementos con propiedades
químicas inertes. En 1895 observó el tercer Lord Rayleigh que el nitrógeno
obtenido del aire tiene una densidad mayor que el liberado de sus com­
puestos; este hecho le cbtidujo a él y a Sir William Ramsay al descubri­
miento del gas inerte, que llamaron «argo» 25. A éste siguió el descubri­
miento del helio, mencionado en páginas anteriores, del criptón, neón
y xenón— cinco elementos hasta entonces desconocidos obtenidos del aire
en cuatro años— . El argo se usa ahora en las lámparas eléctricas incan­
descentes «llenas de -gas». El argo y el neón para señales luminosas y el
neón para los faros, por el poder penetrante de su luz roja. El helio, que
se obtuvo junto con otros gases desprendidos de la tierra en Canadá y Es­
tados Unidos, se utilizó para inflar los globos aerostáticos. Estos nuevos
elementos constituyen un grupo en el cuadro periódico de Mendeleiev;
su valencia es cero y encajan perfectamente en su sitio en la tabla de
números atómicos de Moseley, que estudiaremos más adelante. Con la
labor realizada posteriormente por Aston y otros químicos sobre pesos
atómicos e isótopos han adquirido estos gases más importancia aún que la
que tenían antes.

Teoría sobre la solución 26

La disolución de ciertas sustancias en el agua es un fenómeno bien


conocido. Algunos líquidos, como el alcohol y el agua, se mezclan entre sí
en cualquier proporción, mientras que otros, como el aceite y el agua,
jamás se mezclan. Algunos sólidos, como el azúcar, se disuelven libre­
“ Lord R a y l e ig h y (Sir) W m . R am sa y , Phil. Trans., 1895; M. W. T ra v er s , The
Discovery of the Rare Gases, Londres, 1928.
“ W . C. D a m pie r W h e t h a m , A Treatise on the Theory of Solution, Cambridge.
1902.
274 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

mente en el agua, mientras que los metales son insolubles; el aire y otros
gases por el estilo son muy poco solubles, mientras que el amoníaco y el
cloruro de hidrógeno se disuelven libremente.
La solución puede estar acompañada de cambios físicos. El volumen
total puede resultar menor que la suma del elemento diluido y del disol­
vente, y en el proceso puede absorberse o producirse calor. La mayoría
de las sales neutras producen frío al disolverse en agua, pero algunas, como
el cloruro de aluminio, desarrollan calor. También lo desarrollan general­
mente los ácidos y álcalis.
Muchos químicos habían estudiado estas reacciones y vieron que eran
de naturaleza compleja, que comprendían mezclas y combinaciones quími­
cas, aunque la variación constante en su composición, tan distinta de las
proporciones fijas de otros compuestos químicos, daban a entender que
intervenían relaciones especiales. Pero hasta el siglo xix no se abordaron
los fenómenos de la disolución como problemas aparte.
El primero que estudió sistemáticamente la difusión de las sustancias
disueltas fue Thomas Graham— 1805-1869— , cuyos experimentos sobre la
difusión de los gases mencioné antes. Graham observó que los cuerpos
cristalinos, como la mayoría de las sales, al disolverse en el agua pasan
libremente a través de membranas y se extienden con relativa rapidez de
una parte del líquido a la otra. En cambio, las sustancias que no forman
cristales, como la goma o la gelatina, al disolverse tienen un índice de
difusión sumamente lento. Graham dio el nombre de «cristaloides» a la
primera clase de cuerpos, y de «coloides», a la segunda. Al principio se
pensó que los coloides eran siempre sustancias orgánicas; pero hay muchos
cuerpos inorgánicos, como el sulfuro de arsénico, e incluso algunos meta­
les, como el oro, que pueden adoptar el estado coloidal a base de trata­
miento especial.
Ya describí el invento de la célula de Volta y los estudios a que dio
origen inmediatamente sobre las propiedades eléctricas de las soluciones.
En 1833 demostró Faraday que al pasar una determinada cantidad de
electricidad por un electrólito se producía siempre en los electrodos un
desprendimiento de iones, igualmente determinado. Si imaginamos que la
corriente es transportada por el movimiento de los iones, quiere decir
que cada ion de la misma valencia química lleva igual carga y, por con­
siguiente, que la carga de un ion univalente representa la unidad natural
o el átomo eléctrico.
En 1859 dio Hittorf un paso más en esta materia. Una solución entre
electrodos insolubles se disuelve desigualmente en las regiones próximas
a los dos electrodos al pasar la corriente. Hittorf se dio cuenta de que
este hecho suministraba un medio de comparar experimentalmente las
velocidades con que se mueven los iones contrarios, ya que el electrodo
de donde parten los iones más rápidos disolverán más cantidad de elec­
trólito. Así podía determinarse el índice de velocidad de los iones opuestos.
En 1879 inventó Kohlrausch un medio satisfactorio de medir la resis­
tencia eléctrica de los electrólitos. No podían usarse corrientes continuas
LA F IS IC A EN EL SIGLO XIX 275

debido a la polarización, pero él superó la dificultad empleando corrientes


alternas y electrodos esponjosos de gran área para reducir la densidad
superficial de cualquier sedimento. Como marcador usó, en vez de galva­
nómetro, un teléfono, que responde a las corrientes alternas. Una vez que
eliminó así la polarización, halló que los electrólitos obedecían a las leyes
de Ohm, es decir, que la corriente era proporcional a la fuerza electro­
motora. Debido a esto, la fuerza más pequeña produce un flujo corres­
pondiente en la sustancia del electrólito, sin que se produzca la fuerza
reactiva de la polarización más que en los electrodos. Consiguientemente,
los iones tienen que tener libertad de intercambio, como ya había sugerido
Clausius.
Así midió Kohlrausch la conductividad de los electrólitos e indicó que
la conductividad debe dar la medida de la suma de las velocidades ióni­
cas contrarias, ya que la corriente es transportada por torrentes opuestos
de iones. Combinando este resultado con la determinación de su índice,
según el método de Hittorf, se tuvo el medio de calcular las velocidades
de los iones particulares. El hidrógeno se mueve por el agua a una velo­
cidad aproximada de unos 0,003 centímetros por segundo, con un índice
de variación de potencial de un voltímetro por centímetro, mientras que
los iones de las sales neutras alcanzan una velocidad aproximadamente
doble. Sir Oliver Lodge confirmó experimentalmente la primera de estas
cifras, al seguir la trayectoria del ion de hidrógeno mientras se movía
por una gelatina coloreada con un indicador sensible al hidrógeno. La
velocidad de los iones neutros la comprobé yo, observando su movimiento
a través de sales coloreadas y la formación de precipitados. Posteriormente
mejoraron estos proc58imientos Masson, Steele, Maclnnes y otros inves­
tigadores 27.
El físico holandés Van’t Hoff descubrió otro aspecto de las solucio­
nes. Hacía mucho que se sabía que podían ejercerse presiones haciendo
penetrar agua en células vegetales a través de las membranas que las
envuelven; el botánico Pfeffer había medido esa presión osmótica em­
pleando membranas artificiales depositadas químicamente en las paredes
de vasijas porosas. Van’t Hoff observó que por las mediciones de Pfeffer
se veía que la presión osmótica guardaba relaciones parecidas a las de la
presión de los gases, es decir, que es inversamente proporcional al volumen
y que aumenta con la temperatura absoluta. El paso reversible del agua
o de otros disolventes a través de membranas impermeables a la solución
le indujo a imaginar que la célula osmótica forma el cilindro de una
máquina teóricamente perfecta; así pudo aplicar a las soluciones la lógica
termodinámica, abriendo con ello un campo totalmente nuevo a la inves­
tigación. Relacionó la presión osmótica de una solución con otras propie­
dades físicas, como el punto de congelación o la presión del vapor, de
forma que hizo posible calcular la presión osmótica midiendo el punto

17 Véase A. J. B e r r y , loe. cit., y Report of the Chemical Society, 1930.


276 HISTORIA DE LA CIENCIA

de congelación, que es una operación relativamente fácil. Van’t Hoff probó


teoréticamente que el valor absoluto de una presión osmótica de una
solución diluida tiene que ser igual a la de un gas de la misma concen­
tración; luego confirmó experimentalmente esos resultados teóricos. De
aquí no se sigue, como suponen algunos, que sean las mismas las causas de
la presión ni que la sustancia disuelta se halle en estado gaseoso. La lógica
termodinámica no se mete para nada en los mecanismos; se contenta con
señalar las relaciones existentes entre cantidades afines sin ocuparse lo
más mínimo sobre la naturaleza de esas relaciones. La presión osmótica
puede deberse a impacto, como la del gas, o a afinidad o combinación
química entre la sustancia disolvente y la diluida. Sea cual sea su origen
y naturaleza, si es que existe, tiene que ajustarse a los principios termodi-
námicos, y, por consiguiente, según demostró Van’t Hoff, en una solución
diluida ha de obedecer las leyes de los gases. Pero sigue desconociéndose
su causa; por lo menos, la termodinámica la ignora.
El sueco Arrhenius demostró, en 1887, que la presión osmótica estaba
relacionada con las propiedades eléctricas de las soluciones. Se sabía que
las presiones de los electrólitos eran excepcionalmente fuertes; así, por
ejemplo, una solución de cloruro de potasio o de cualquier otra sal binaria
parecida poseía doble presión osmótica que una solución de azúcar de la
misma concentración molecular. Arrhenius halló que esa presión de más
estaba relacionada no sólo con la conductividad electrolítica, sino también
con la actividad química, tal como el poder catalítico que poseen los
ácidos para facilitar la fermentación alcohólica del azúcar. Según sus con­
clusiones, esto indicaba que los iones se disociaban unos de otros; así,
por ejemplo, en una solución de cloruro potásico puede haber algunas
moléculas KC1 eléctricamente neutras, pero hay también iones de potasio
y de cloro que llevan cargas eléctricas positivas y negativas, respectiva­
mente; esos iones son los que dan a la solución la conductividad electro­
lítica y la actividad química. Cuanto más diluida está la solución, más
cantidad de sal se disocia, hasta que, cuando está muy diluido, el líquido
contiene solamente iones positivos y negativos de K y CI, respectivamente,
los cuales, según piensan algunos, al separarse unos de otros se combinan
con el disolvente.
La obra realizada por Kohlrausch, Van’t Hoff y Arrhenius constituyó
el punto de partida de una amplia superestructura de química física, en
la que combinaron sus fuerzas la termodinámica y l a , electrotecnia, en
una creciente expansión de conocimientos teóricos y de aplicaciones in­
dustriales prácticas. Además, no debe pasarse por alto que la teoría de las
soluciones regaló la idea del ion eléctrico a los grandes físicos, que a fuerza
de investigar la conducción de la electricidad a través de los gases ela­
boraron la parte más característica de la ciencia moderna.
La medición directa de la presión osmótica es muy difícil de hacer ex­
perimentalmente; pero la aplicaron a altas concentraciones de solución
Morse y Whitney, en América— 1901—-, y E. G. J. Hartley y el conde de
L A F IS IC A EN EL SIGLO XIX 277
Berkeley, en Inglaterra, durante los años 1906-19162B. El método de me­
dición que emplearon Morse y sus colegas fue, en el fondo, el mismo que
introdujo Pfeffer, pero muy mejorado en los detalles. Berkeley y Hartley,
en vez de observar la presión ejercida por el influjo de un disolvente en
células semipermeables, sometieron la solución a una presión gradualmen­
te creciente hasta que el disolvente invertía su curso y se veía eliminado.
Confrontaron sus resultados con las ecuaciones del tipo Van der Waals,
mencionadas más arriba; para el azúcar de caña y la glucosa hallaron la
mejor concordancia con una expresión de la forma:

( - r - ',+ - ? ) < » - » = « •.

Aplicando la ley química de la acción de masa—pág. 271—a la diso­


ciación de los electrólitos concebida por Arrhenius, obtuvo Ostwald la si­
guiente ley de disolución:
a2
----------------= K,
y (1 — a )
siendo <* la ionización, V el volumen de la solución y K una constante.
Esta ecuación vale para electrólitos débiles, como ácidos y sales, que sólo
se disocian dentro de un exiguo margen, en que la fórmula se reduce
a a = v / VK, pero falla cuando se trata de electrólitos altamente diso­
ciados; ese fallo fue durante mucho tiempo un obstáculo para que se
aceptase la teoría de la ionización.
Esta dificultad se ha superado, en gran parte, gracias a trabajos más
recientes. Entre lo s^ ñ o s 1923-27, Debye, Hückel y Onsager señalaron
el hecho de que cada ion debía formar una atmósfera de iones de signo
contrario, debido a las fuerzas interiónicas29. Al moverse un ion tiene que
crear enfrente de sí una nueva atmósfera, mientras que se dispersa la que
deja atrás. Esta acción sumada al efecto retardatario del arrastre eléctrico
hace que la reducción de la movilidad sea proporcional a la raíz cuadrada
de la concentración. Así se dedujo una ecuación bastante compleja, la cual,
dentro de un margen de tolerancia para la posible asociación iónica,
coincide aproximadamente con la relación experimental entre concentra­
ción y conductividad, incluso en soluciones concentradas de electrólitos
fuertes.
Sostuvo Arrhenius que los electrólitos fuertes sólo se disociaban par­
cialmente, pero los estudios más recientes indican que se realiza la ioni­
zación completa; la disminución de la conductividad relativa que se
observa en las soluciones concentradas se debe a la reducción de la
velocidad iónica. También se sugirió esta explicación cuando el análisis
por rayos X mostró que los átomos existen por separado unos de otros,
incluso en los cristales sólidos (págs. 408, 451-52).
u Phil. Trans. Royal Society, A , 1906, 206, etc. A lex a n d er F in d l a y , Osmotic
Pressure, Londres, 1919.
* R. W. Gurney, lons in Solution, Cambridge, 1936.
CAPITULO VII

LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX

Significado de la biología

Durante la época científica que inició el Renacimiento la mayor revo­


lución en el campo del pensamiento correspondió a los progresos realiza­
dos en la astronomía y en la física. Cuando Copérnico destronó a la Tierra
de su alto pedestal de centro del universo, y Newton, por su parte, redujo
los fenómenos celestes a la escala de las leyes mecánicas corrientes de
la vida diaria, parecían caer por su base muchos de los axiomas tácitos
sobre los que se había montado toda una teoría de una revelación divina.
Así se produjo un cambio completo de mentalidad, si bien habían de
pasar aún muchos años antes de que se cayese plenamente en la cuenta de
la magnitud de sus efectos. Las ideas corrientes, según las cuales ocupaba
la Tierra el centro del cosmos y el hombre constituía el único objeto
y sentido de la creación, continuaron dominando las creencias populares
mucho tiempo después de que la gente culta había abandonado las concep­
ciones astronómicas con las que se había vinculado dichas creencias.
Entre los grandes adelantos que marcaron el paso del siglo xix, lo que
contribuyó más eficazmente a ampliar los horizontes mentales de la huma­
nidad y a provocar una, nueva revolución en su forma de pensar no fue
precisamente el extenso desarrollo que alcanzaron los conocimientos físi­
cos ni menos aún la gigantesca superestructura industrial que se alzó sobre
esos conocimientos. El centro de interés real se desplazó de la astronomía
a la geología y de la física a la biología y a los fenómenos vitales. La
hipótesis de la selección natural, que en un principio proporcionó una base
aceptable para la antigua concepción evolucionista, fue la luz que con­
dujo a la mente humana a través del siguiente trayecto largo de su inter­
minable peregrinación, y esa antorcha la llevaba Darwin como «Newton»
de la biología. Darwin fue, en efecto, la figura central del pensamiento del
siglo xix. Acaso la selección natural no baste a explicar en su totalidad la
multiplicidad de hechos descubiertos desde entonces, pero la teoría misma
de la evolución se asienta sobre bases sólidas, que el tiempo no ha hecho
sino reforzar.
Para trazar la historia y destacar el sentido de la filosofía evolucionista
será preciso seguir la marcha de los conocimientos biológicos desde el
punto en que los dejamos en el capítulo V. Entre las ciencias subsidiarias
de la biología hemos estudiado ya la física y la química física; queda por
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 279

ver la química orgánica, que surgió por primera vez como ciencia concreta
aparte en el siglo xix.

Química orgánica'

La química de las sustancias tan complicadas que se hallan en los


cuerpos de plantas y animales casi se identifica con la química de ese elemen­
to tan notable llamado carbono. Sus átomos poseen la propiedad de combi­
narse entre sí y con átomos de otros elementos para formar moléculas com­
plejísimas. Ya vimos cómo sobrevivió la teoría antigua de un principio
vital distinto frente a la teoría, igualmente antigua, según la cual todos
los fenómenos de los cuerpos vivos, como los del mundo material exterior,
podían explicarse, en último término, por vía mecanicista. Se creyó por
mucho tiempo que las sustancias complicadas características de los teji­
dos vegetales y animales sólo podían formarse por procesos vitales y que
esta concepción constituía la base insustituible de la fe en la interpretación
espiritualista de la vida. Pero en 1826 Hennell obtuvo una preparación
artificial de alcohol etílico y Friedrich Wohler fabricó en 1828 urea a base
de amoníaco y ácido ciánico; con ello quedaba demostrado que po­
dían producirse en el laboratorio sustancias que hasta entonces sólo se
habían hallado en la materia viva. Así se fueron sucediendo las prepara­
ciones artificiales, hasta que en 1887 logró Emil Fischer formar fructosa
—azúcar de frutos—y glucosa—azúcar de uva—de sus elementos consti­
tuyentes. Durante cerca de dos siglos sólo se analizó la materia orgánica
por destilación seca, ■jbsus resultados se registraban en fracciones que se
pesaban: gases, flema, aceite y residuos carbónicos2. Con todo, ya a fines
del siglo xvni se conocían muchos compuestos orgánicos y Scheele había
aislado gran cantidad de ácidos orgánicos.
El primer problema fundamental que ha de resolver la química orgá­
nica consiste en determinar los elementos que entran en un compuesto
y el porcentaje que suponen en su composición. Ahora se hace esto que­
mando el compuesto con oxígeno desprendido del óxido de cobre y mi­
diendo luego las cantidades resultantes de la combustión. Los métodos
analíticos fueron inventados principalmente por Lavoisier, Berzelius, Gay-
Lussac y Thénard; Justus Liebig los perfeccionó hasta tal punto, que ya
en 1830 se podía determinar con bastante precisión la composición empí­
rica de los compuestos de carbono. Hubo un resultado sorprendente y fue
el descubrimiento de la isomería, en virtud de la cual ciertos compuestos,
de propiedades físico-químicas totalmente distintas, poseen la misma com­
posición cuantitativa, por ejemplo: el cianato de plata y el fulminato de
plata, la urea y el cianato de amoníaco, el ácido butírico y el isobutírico.
Berzelius explicó este fenómeno diciendo que se debía a la diferente dis­
posición y conexión entre los átomos en las moléculas de ambos compues­
1 Véase, por ejemplo, Sir E dw ard T h o r p e , History of Chemistry, Londres, 1921.
2 M. N ie r e n s t e in , Isis, núm. 6 0 , 1934, pág. 123.
280 H ISTORIA DE LA CIENCIA

tos isoméricos. Entre los elementos se descubrió un fenómeno semejante


— Lavoisier demostró la identidad química entre el carbón y el diamante— .
La idea de Berzelius adquirió ulterior desarrollo cuando Frankland
— 1852— , Couper y Kekulé— 1858—expusieron la teoría de las valencias
químicas. Las fórmulas empíricas, verbigracia, C2H 4O para el alcohol
común, se transformaron en fórmulas constitutivas, como:

H H

para un mismo cuerpo, donde se señala la tetravalencia del carbono, puesta


de relieve por Kekulé, mediante sus conexiones con otros átomos, como
los de hidrógeno, o con grupos de átomos, como el hidroxil OH.
En 1865 presentó Kekulé un trabajo sobre compuestos aromáticos e hi­
drocarburos, en el que aplicaba estas ideas para explicar la constitución
del benzol C6H6, que es el más simple de tales compuestos. En vez de la
cadena abierta, como la que utilizó para el alcohol etílico, indicó Kekulé
que sólo podían explicarse las propiedades y reacciones propias del benzol
uniendo los extremos de la cadena para formar un anillo cerrado, tal
como se representa en el siguiente diagrama:
H

II

Se puede expresar la constitución de compuestos aromáticos más complejos


reemplazando mentalmente uno o más átomos de hidrógeno por otros
átomos o grupos.
Así se racionalizó la química orgánica. Se predijo la existencia de
nuevos compuestos basándose en las posibilidades teóricas que presentaban
estas fórmulas estructurales, y de hecho se llegaron a preparar y aislar
muchos de los compuestos así pronosticados. De esta manera, y por lo
que se refiere a los compuestos orgánicos, fue posible aplicar métodos
deductivos a la química gracias a la teoría de las fórmulas estructurales.
Ya antes de 1844 había indicado Mitscherlich la relación entre la
constitución atómica y la forma cristalina; pero en dicho año llamó la
atención sobre el hecho de que los isómeros del ácido tartárico, a pesar
de poseer las mismas reacciones químicas, la misma composición cuantita­
tiva y las mismas fórmulas constitutivas, presentaban propiedades ópticas
diferentes. Al recristalizar Pasteur— 1822-1895—en 1848 unos productos
de uva, notó que se formaban dos clases de cristales, relacionados entre
LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX 281

sí como la mano derecha con la izquierda o un objeto con su imagen


reflejada en el espejo. Al coger esos dos tipos de cristales y volverlos a di­
solver por separado se vio que una solución giraba a la derecha el plano
de polarización de la luz polarizada, y la otra, a la izquierda. Se compro­
bó que la primera solución contenía un compuesto de ácido tartárico
corriente, y la segunda, una nueva sal, la cual, mezclada con la primera,
daba una sal de ácido tartárico de uva. Puede obtenerse la resolución del
ácido de uva y de cuerpos semejantes mediante la acción selectiva de
ciertos cuerpos vivos, como la levadura. De hecho, muchos productos
obtenidos de sustancias vivas son ópticamente activos, mientras que obte­
nidos sintéticamente en el laboratorio son inactivos.
De otros fenómenos similares observados en el ácido láctico concluyó
Wislicenus en 1863 que ambas modificaciones deben atribuirse a la
diferente disposición que adoptan los átomos en
el espacio. En 1874 recogieron esta idea inde- j
pendientemente Le Bel y Van’t Hoff, los cuales
llegaron a la conclusión de que todos los com­
puestos de carbono ópticamente activos conte­
nían una estructura atómica asimétrica. Van’t
Hoff representó el átomj) de carbono ocupando
el centro de un tetraedro, en cuyos ángulos colocó
otros cuatro átomos o grupos de átomos (fig. 8).
Si los cuatro son diferentes, obtenemos una es- 2 3
tructura asimétrica, en la que son posibles dos _. „
■ J J , - , • x F ig u ra 8
variedades, relacionadas entre si como un objeto
y su imagen en el espéffc. Le Bel, H. O. Jones, Pope, Kipping y otros descu­
brieron fenómenos similares con compuestos de elementos distintos del
carbono, en especial de nitrógeno.
En 1832 observaron Liebig y Wohler que en muchos casos se veían
grupos complejos de átomos—a los que se llamó radicales— , que conser­
vaban su formación al someterlos a reacciones químicas a través de una
serie de compuestos, comportándose a estos efectos como si fueran átomos
sencillos de un elemento simple. Por ejemplo, el grupo OH, hidroxil, no
sólo se encuentra en el agua, sino en todos los álcalis cáusticos y en los
alcoholes; también pueden observarse innumerables radicales complejos
en los procesos de la bioquímica y de la química orgánica, donde se ve
que son absolutamente necesarios.
La idea de los radicales condujo, naturalmente, a la teoría de los
tipos, que propusieron Laurent y Dumas y elaboraron Williamson, Ger-
hardt y otros desde 1850 en adelante. Clasificaron los compuestos según sus
distintos tipos; así, por ejemplo, supusieron que los óxidos se forman
a base del tipo agua, sustituyendo los átomos de hidrógeno, total o parcial­
mente, por otros átomos o grupos de átomos químicamente equivalentes.
Estos conceptos de radicales y tipos vinieron a reemplazar la teoría del
dualismo eléctrico de Berzelius.
Gradualmente se logró ir aislando un número enorme de sustancias
282 HISTORIA DE LA CIENCIA

orgánicas que constituyen la materia viva, y durante la segunda mitad del


siglo se sintetizó muchas de ellas a base de sus elementos. Se las agrupó
como componentes o derivados de alguna de estas tres clases de com­
puestos:
1 .a Proteínas, que contienen los elementos carbono, hidrógeno, ni­
trógeno, oxígeno y en algunos casos azufre y fósforo.
2.“ Grasas, que contienen carbono, hidrógeno y oxígeno.
3.a Carbohidratos, que contienen carbono, hidrógeno y oxígeno— estos
dos últimos elementos en la proporción en que entran en el agua.
Entre estas tres clases, las proteínas son las que poseen la estructura
más compleja; su principal componente es el nitrógeno. Fácilmente se
desintegran para formar una serie de compuestos afines, conocidos con el
nombre de aminoácidos, que contienen hidrógeno y nitrógeno, combinados
en el grupo NH2. Durante el siglo xix se logró aislar y analizar química­
mente muchos de estos ácidos. Presentan estructuras variadas, pero todos
contienen uno o más radicales carboxil acídico— COOH—y uno o más
radicales aminobásicos, con lo que poseen las propiedades de ambos ácidos
y bases. Las diferentes proteínas que se encuentran en varias clases de
tejidos vivos se componen de aminoácidos combinados en proporciones
diferentes.
En 1883 fabricó Curtius artificialmente una sustancia, que dio una
reacción química característica de los productos proteínicos. En fecha pos­
terior Fischer examinó su estructura y la de los compuestos análogos. Ideó
varios procedimientos para formar mediante la combinación de amino­
ácidos cuerpos complejos parecidos a las peptonas, que producen los fer­
mentos digestivos al actuar sobre las proteínas. Los llamó polipéptidos. Se
ve, pues, que antes de finalizar el siglo se fue avanzando en el conocimiento
a fondo y aun en la sintetización de algunos de los constitutivos de los
organismos vivos, si bien las proteínas propiamente tales son más complejas.

Fisiología

Una de las primeras concepciones surgidas en el siglo xix sobre fisio­


logía se debió a Bichat— 1771-1802— : fue la idea de que la vida del
cuerpo es la resultante de las vidas combinadas de los tejidos que lo
componen. El mismo Bichat contribuyó mucho a determinar sus caracte­
res específicos. Según su opinión, en la vida entran en conflicto las fuer­
zas vitales con las físicas y químicas, las cuales, una vez muerto el ser
vivo, recuperan su tendencia indivisa y destruyen el cuerpo.
Ciertas observaciones esporádicas habían puesto en la pista de la loca­
lización de las funciones del cerebro, como la que hizo en 1558 Massa
de Venecia, el cual observó que el daño producido en la zona situada
detrás del ojo izquierdo entorpece el habla. H aller 3 había localizado ya

’ Véase arriba, pág. 213.


LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 283

la unión general de los nervios en la medulla cerebri, pero todavía en 1796


había anatomistas competentes empeñados en identificar el fluido de los
ventrículos del encéfalo con los «espíritus animales», de Galeno, y con
el sensorium commune u «órgano del alma», de Aristóteles. F. J. Gall
— 1758-1828—vino, finalmente, a arrumbar esta teoría gracias a sus disec­
ciones. Gall fue un médico que trabajó primero en Viena y después en
París'*. Siguiendo las indicaciones de Massa, Gall demostró la estructura
real del cerebro y proclamó que «la materia gris era el instrumento
activo y esencial del sistema nervioso, y que la materia blanca servía de
enlace y conexión». Se le acusó de materialista y se le censuró por insistir
sobre la importancia de la herencia—una idea que resultaba poco menos
que herética a la concepción eclesiástica de la responsabilidad moral— .
Pero aún había de acarrearle mayores molestias la costumbre que tenía
de mezclar hechos incontrovertibles con un fárrago de teorías erróneas.
Esto dio pie a su destituido ayudante, Spurzheim, para desprestigiar la obra
de Gall sobre la localización cerebral, al pretender construir sobre ella las
locuras de la «frenología», y contribuyó a crear la opinión de que el
mismo Gall era un pobre charlatán. Sin embargo, la neurología moderna
se funda en la parte sólida de la obra de Gall.
Majendie, otro fisiólogo francés, modificó el tipo de vitalismo propues­
to por Bichat. Estimaba 'Majendie que algunos fenómenos de los cuerpos
vivos se debían a cierto principio vital inexplicable. A partir de 1870 tra­
bajó con tenacidad y éxito en la investigación de muchos fenómenos que
él creyó se prestaban a la investigación experimental. Reaccionando contra
la tendencia entonces predominante a teorizar, rindió culto a la experimen­
tación, incluso a la asperimentación a ciegas; parece, efectivamente, que
fue uno de los poquísimos experimentadores que adoptaron el método
baconiano. Demostró lo que ya había adivinado Sir Charles Bell, a saber:
que las raíces anteriores y posteriores de los nervios espinales tienen fun­
ciones diferentes. Este descubrimiento es fundamental para la fisiología
del sistema nervioso. También fundó Majendie la farmacología experimen­
tal, investigando los efectos de las drogas; además probó que la causa
principal que determina la circulación de la sangre en las venas es la
acción de bombeo del corazón.
Según la doctrina de Descartes y de sus discípulos, todo estímulo trans­
mitido por las fibras nerviosas al sistema central se convierte automáti­
camente en un impulso nervioso que partiendo del centro excita el órgano
o músculo apropiado: así quedaba el cuerpo humano reducido a máquina.
La escuela iatromédica adoptó esta concepción, presentando a su favor
pruebas tomadas de las obras de Bell, Majendie y Marshall Hall— 1790-
1857— , en donde se establecía la diferencia entre acciones volitivas y re­
flejas inconscientes. Muchas de las acciones ordinarias de la vida, como
toser, estornudar, andar, respirar, pueden considerarse reflejas, y otros
procesos, que antes se pensaba implicaban operaciones mentales comple­

* Artículo de G. E llío t Smith, The Times, 22 agosto 1928.


284 H ISTORIA DE LA CIENCIA

jas, a finales del siglo xix se atribuyeron también a acción refleja: así lo
hicieron, sobre todo, J. M. Charcot— 1825-1893—y sus discípulos. En el
siglo xx se han ido acumulando más datos sobre estos problemas.
El fisiólogo más eminente de Alemania durante los primeros años del
siglo xix fue Johannes Müller, que recogió todos los conocimientos que
pudo haber a mano en su famoso Esbozo de fisiología, aparte de la labor
ingente que realizó personalmente en el estudio de la actividad nerviosa.
Hizo el descubrimiento no poco útil de que la clase de sensaciones que
experimentamos no depende del modo de estímulo de los nervios, sino
de la naturaleza del órgano sensorial; así, por ejemplo, todos los varios
estímulos que actúan sobre el nervio óptico o la retina, como la luz, la
presión o la excitación mecánica, producen sensaciones visuales. Este
hallazgo proporcionó la base fisiológica a la tesis filosófica, contemporánea
de Galileo, de que los sentidos humanos por sí solos no nos suministran
un conocimiento real del mundo exterior.
A pesar del éxito que tuvo esta obra, aun los científicos que estaban
haciendo progresar la fisiología a base de experimentación física y química
se inclinaban a pensar que quedaban por explorar muchos fenómenos que
escapaban a estos métodos. Otros, que se interesaban principalmente por
la morfología, adoptaron una mentalidad vitalista más radical. Así ocurrió
especialmente en Francia, donde, pese a los experimentos de Majendie, el
clima científico era más de historia natural que de fisiología; concreta­
mente, el naturalista Cuvier volcó su influjo en favor del vitalismo.
El discípulo más famoso de Majendie fue ClaudeBernard— 1813-
1878— 5. Aunque rivalizaba con su maestro en habilidad experimental,
reconocía también la necesidad del pensamiento y de la imaginación para
planear, o diríamos planificar, la labor a desarrollar en el laboratorio.
Bernard se concentró principalmente en la actividad del sistema nervioso
sobre la nutrición y la secreción; en su estudio combinó la investigación
experimental sobre los nervios con el trabajo químico directo. Así llegó
a preludiar muchos de los resultados del ramo moderno de la bioquímica.
Müller trata en su libro los cambios químicos que experimenta el ali­
mento en el estómago, como si éstos constituyeran todo el proceso de la
digestión. En 1833, el cirujano del ejército americano, Beaumont, publicó
muchos hechos nuevos sobre la digestión, hechos que él había observado
en un paciente que tenía una herida producida por una bala de fusil,
que le había abierto un agujero en su estómago. Bernard reprodujo estas
mismas circunstancias en animales y demostró que el jugo pancreático
desintegra las grasas que el estómago descarga en el duodeno, las des­
compone en ácidos grasos y en glicerina, convierte la fécula en azúcar
y disuelve las materias nitrogenadas o proteínas.
Dumas y Boussingault sostuvieron que existía un contraste completo
entre el funcionamiento de las plantas y el de los animales. Las plantas
absorben cuerpos inorgánicos y los transforman en sustancias orgánicas.
5 M ic h a e l F o s te r, Claude Bernard, Londres, 1899.
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 285

Los animales, esencialmente parásitos, se nutren desintegrando esas sus­


tancias en residuos inorgánicos o, por lo menos, más simples; toman el
alimento orgánico tal como se les sirve, a veces lo modifican, pero nunca
pueden formar, pensaban ellos, ni una grasa, ni un carbohidrato, ni una
proteína. Basándose en experimentos realizados con perros, Bernard de­
mostró que el hígado produce la glucosa, que es un carbohidrato, for­
mándola de la sangre por secreción interna controlada por los nervios.
Continuando sus experimentos, llegó a probar en 1857 que el hígado forma
en vida una sustancia parecida al almidón, que él denominó glucógena, la
cual daba origen a la dextrosa o glucosa, mediante una fermentación inde­
pendiente de la vida. Así dio luz sobre la diabetes e hizo ver que los
animales pueden formar algunas sustancias orgánicas.
Bernard hizo un tercer descubrimiento muy importante: a saber, la
función de los llamados nervios vasomotores, que se ponen en movimien­
to involuntariamente, movidos por impulsos sensoriales, y controlan los
vasos sanguíneos. A este descubrimiento le condujo una investigación sobre
el «calor animal» desarrollado por un segmento de nervio—calor que
acabó por comprobar se debía a la dilatación de los vasos sanguíneos— .
Decía Foster: «Apenas existe una sola discusión fisiológica de alguna en­
vergadura que no desemboque tarde o temprano en cuestiones vasomo­
toras», que surgieron de un simple experimento que hizo Bernard en un
animal vivo, «un experimento que posiblemente no le hubiesen consen­
tido realizar si hubiera vivido en nuestros días y en nuestro país: alguien
habría ahogado su obra en su propia cuna». En realidad, es evidente
históricamente que los conocimientos que poseemos sobre todos los órga­
nos y funciones importantes del cuerpo, circulación, respiración, digestión
y mil más, se adquirieron en lo esencial haciendo experimentos con
animales— y cuenta con que esos conocimientos son la base en que
descansan en su totalidad las tres ramas modernas de la fisiología, medi­
cina y cirugía— . Cuantos intentan impedir que se siga utilizando este
método para seguir progresando en nuestros conocimientos en estas mate­
rias se echan sobre sí una terrible responsabilidad moral, de que no
puede excusarles en manera alguna ni la ignorancia de los hechos ni el
desconocimiento de las tremendas consecuencias implicadas.
E. H. y E. F. Weber continuaron y ampliaron la investigación sobre
el sistema nervioso, llegando a descubrir acciones inhibitorias, como la
de parar el latido del corazón, estimulando el nervio vago.
Magnus adquirió en 1838 mayor conocimiento sobre la respiración;
comprobó que la sangre arterial y venosa contienen oxígeno y dióxido de
carbono, si bien en proporciones diferentes. Pensó que esos gases se
disolvían en la sangre, pero en 1857 demostró L. Meyer que se formaba
cierta clase de compuesto químico libre. Bernard explicó la acción vene­
nosa del monóxido de carbono, haciendo ver que desaloja irreversible­
mente el oxígeno de la hemoglobina de los corpúsculos rojos de la sangre,
con lo que la hemoglobina pierde su fuerza, incapacitándose con ello para
seguir transportando el oxígeno a los tejidos del cuerpo.
286 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Ya Harvey había orientado la ciencia de la observación embriológica


por los cauces adecuados en su De generatione animalium, publicado
en 1651; pero el verdadero pionero del desarrollo moderno fue Gaspar
Frederick Wolff— 1733-1794— . Wolff nació en Berlín y murió en San
Petersburgo, a donde le había mandado llamar la emperatriz Catalina.
En vida de Wolff se desacreditó y menospreció su labor, pero, en realidad,
esbozó todas las teorías modernas sobre las estructuras. Estudió las células
al microscopio, poniendo así de manifiesto la formación progresiva y la
diferenciación de los distintos órganos a partir de un germen, que en su
origen muestra una hechura homogénea.
Baer— 1792-1876—hizo ver que esa multiplicación y diferenciación
de las células constituía un proceso común en todo desarrollo embriónico
y comprobó que en toda la escala del reino animal sigue el crecimiento las
mismas directrices. En 1827 redescubrió Von Baer el óvulo de los mamí­
feros, que había visto por primera vez Cruickshank en 1797; finalmente,
descartó la teoría de que en el huevo se contiene el animal completo en
miniatura. Puede decirse que Baer fue el creador de la embriología mo­
derna*. Criticó la teoría de Meckel— 1781-1833—de que la historia del
individuo recapitula o reproduce la de su especie; de hecho, la aceptación
prematura de esa hipótesis convirtió la embriología a fines de siglo en
el método favorito para estudiar la evolución. Se creía que este procedi­
miento revelaba en la historia de cada individuo hechos que de otro
modo sólo se podrían haber descubierto venciendo infinitas dificultades
y estableciendo amplios estudios comparativos sobre el reino animal.
La teoría celular de las estructuras vivas nació en el siglo xvn 7. Hooke
vio al microscopio «cajitas o células»; en esas observaciones le siguieron
Leeuwenhoek, Malpighi, Grew y otros. Pero cuando alcanzó su verdadero
desarrollo fue en la primera mitad del siglo xix, en que Mirbel, Dutrochet
y sus seguidores fueron estructurando gradualmente esa teoría hasta darle
su forma precisa, y siguieron la formación de los tejidos animales y vege­
tales a través de las divisiones sucesivas de las células procedentes del
óvulo fecundado. La teoría celular fue el resultado del trabajo cumulativo
de muchos investigadores.
Hugo von Mohl, de Tubinga, estudió el contenido de las células y de­
nominó protoplasma la sustancia plástica encerrada dentro de la membra­
na celular. Karl von Nageli descubrió que esa sustancia era nitrogenada.
Recogiendo los hechos, Max Schultz describió la célula diciendo que era
una «masa de protoplasma nucleado» y afirmó que el protoplasma cons­
tituía la base física de la vida.
Rudolf Virchow— 1821-1902— , de Berlín, aplicó la teoría celular al
estudio de los tejidos enfermos, abriendo con ello un nuevo capítulo en
la medicina. En su libro Cellular-Pathologie— 1858— demostró que las

1 E. N o r d e n s k io l d , The History of Biology, trad. ingl., Londres, 1929, pág. 363:


G. S art o n , ¡sis, noviembre 1931.
7 W o o d r u f f , C o n k l in , K l a r l in g : American Naturalist, vol. LXXIII, págs. 481
y 517.
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 287

estructuras morbosas consisten en células derivadas de otras preexistentes.


Por ejemplo, el cáncer depende del desarrollo patológico de las células,
y si algún día se le halla remedio, éste habrá de basarse en el control de
la actividad celular.
Al mismo tiempo que la química ampliaba su radio de acción exten­
diéndose a cubrir muchas reacciones vitales, se avanzaba mucho en la
aplicación de los principios físicos a los problemas fisiológicos. Harvey
comparó la circulación de la sangre a la de un fluido bombeado a través
de la tubería de venas y arterias por la acción mecánica del corazón, una
teoría que imprimió un giro naturalista a la investigación fisiológica. Pero
en la segunda mitad del siglo xvm la dificultad del problema condujo
a la adopción casi universal de la hipótesis vitalista, aquella {orce hyper-
méchanique de la escuela francesa, que conservó su hegemonía hasta
mediados del siglo xix. Entonces se produjo abiertamente un cambio de
opinión: había surgido éste con la síntesis de los compuestos orgánicos
y con la labor fisiológica descrita anteriormente; ahora venía a reforzarlo
por su lado físico el hecho de emplear aparatos de física en el estudio
de la fisiología, como hicieron Karl Ludwig, Mayer y Von Helmholtz, los
cuales sugirieron que debía aplicarse a los organismos vivos el principio
de la conservación de la energía.
Muchos consideraron^ esta teoría tan probable que la aceptaron sin
necesidad de demostrarla; su demostración experimental y concienzuda
tardó en hacerse muchos años. Es cierto que Liebig había sostenido que
el calor animal no es innato sino que es el resultado de la combustión. Pero
sólo se probó el hecho cuantitativamente cuando se midió el valor calórico
de los diferentes alimentos quemándolos en un calorímetro. En 1885,
Rubner calculó en 4,1 calorías el gramo de proteínas y carbohidratos,
y en 9,2, el de las grasas6. Atwater y Bryant publicaron en 1899 los
resultados de otros experimentos a mayor escala realizados en los Estados
Unidos. Dejando un margen para la parte no digerible de los distintos
alimentos, redujeron las cifras de Rubner, asignando 4,0 calorías a las
proteínas y carbohidratos, y 8,9, a las grasas. El obrero sometido a un
trabajo duro necesita ingerir 5.500 calorías de alimento diario, mientras
que el hombre que no realiza trabajo muscular sólo precisa 2.450. Según
un estudio más reciente realizado por T. B. Wood y otros científicos sobre
el cultivo de animales, se ha establecido la distinción entre ración de man­
tenimiento, o sea, el alimento que necesita un animal para conservarse
como está, y ración adicional, o sea, el suplemento que se requiere para
engordar, producir leche, etc.
Al intentar examinar la cuestión de la conservación de la energía es
preciso medir la cantidad de energía ingerida en los alimentos y la gastada
en trabajo muscular, calor y excrementos. Rubner calculó ambas canti­
dades en los perros; los resultados, dados en 1894, arrojaban una dife­
rencia de sólo un 0,47 por 100 entre las calorías ingeridas y las des-
’ Esta es la llamada “gran caloría” o caloría kilogramo, que es el calor necesario
para elevar en un grado centígrado la temperatura de un kilo de agua.
288 H ISTORIA DE LA CIENCIA

prendidas. En 1901 publicaron los resultados de sus experimentos con


seres humanos Atwater, Rosa y Benedict; por ellos se ve que coinciden
ambas cantidades con sólo una diferencia de 2 por 1.000. Si suponemos,
como es probable, que el trabajo intelectual y otras actividades no tenidas
en cuenta consumen energía, entonces la diferencia resulta mínima.
Esta coincidencia general con el principio de la conservación de la
energía demostraba que las actividades físicas corporales podían atribuirse,
en último término, a las energías químicas y térmicas ingeridas en los
alimentos. Era natural deducir, aunque no se impusiera en estricta lógica,
que dado que el desgaste total de energía obedecía a las leyes físicas, lo
mismo podrían estar totalmente sometidos a ellas los procesos intermedios.
Además de la teoría celular, establecida gracias al trabajo de observa­
ción de muchos científicos, todavía vinieron a reforzar el punto de vista
naturalista otras investigaciones, entre ellas las relativas a la estructura
y función celular. Bien pronto se aplicaron a los problemas fisiológicos
los conocimientos adquiridos sobre los fenómenos físicos relacionados con
la solución de los coloides o sustancias gelatinoides, al paso que se com­
probaba que los fenómenos de la actividad nerviosa coincidían con ciertos
cambios eléctricos.
Se demostró que el tipo de idiotez conocido con el nombre de creti­
nismo se debía al fallo de la glándula tiroides. En 1884 descubrió Schiff
que se podían contrarrestar los efectos de la extirpación del tiroides de
los animales, alimentándolos con extracto de dicha glándula. Estos resul­
tados se aplicaron pronto a los hombres, con lo que muchos niños que
antes se habrían visto condenados a permanecer fatalmente idiotas para
toda su vida, se convirtieron en seres felices e inteligentes.
Esta labor de esclarecimiento llevada a cabo por la aplicación de los
métodos científicos a la explicación de los procesos corporales, favoreció
a mediados de siglo la difusión de la filosofía mecanicista. Apuntó la
creencia de que la fisiología no era más que un caso especial de «la
física de los coloides y de la química de los proteicos». Prescindiendo de
la verdadera naturaleza de todo el problema fisiológico y de las cuestiones
psicológicas y metafísicas implicadas en él, estaba claro que atendiendo
al progreso de la ciencia, que aborda separadamente las partes distintas
y los aspectos particulares de la naturaleza, era preciso suponer que los
procesos fisiológicos eran asequibles a la ciencia en sus detalles. Si quere­
mos que progrese el saber hemos de aplicar los principios naturales ya
establecidos; ahora bien, desde el punto de vista limitado de la ciencia,
los principios naturales encuentran su expresión suprema en los conceptos
y en las leyes fundamentales de la física y química. El determinar si estos
conceptos y métodos bastan a resolver el problema sintético del orga­
nismo animal considerado en su totalidad es otra cuestión distinta y mucho
más profunda. Poniéndonos en el caso extremo, siempre cabe decir que
la mente humana, según una teoría, puede servirse del cuerpo lo mismo
que el músico de su instrumento, aun suponiendo que éste sea un meca­
nismo de orden puramente físico.
LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX 289

En el tercer cuarto del siglo xix se aplicó el estudio de las reacciones


catalíticas—análogas a las de la química inorgánica— a muchos procesos
de losorganismos vivos. Para 1878 habían adquirido gran importancia
en bioquímica los catalizadores o fermentos orgánicos; en ese año les
puso Kühne el nombre especial de enzimas—o en fermentación, según su
origen griego— . Kühne contribuyó mucho, además, para aclarar su acti­
vidad. La cualidad esencial de un catalizador o enzima es facilitar ciertas
reacciones, igual que un lubrificante el funcionamiento de una máquina,
con lo cual altera el ritmo sin entrar ella propiamente en la composición
de las sustancias definitivas en equilibrio. Con frecuencia, las enzimas
son coloides y llevan cargas eléctricas, que pueden desempeñar cierto
papel en su actividad. De hecho, indicó Arrhenius en 1887 que los mismos
iones pueden actuar como catalizadores, como en la inversión del azúcar
de caña. Colé, Michaelis y Sórengen investigaron a partir de 1904 el
influjo de los iones sobre las enzimas coloidales. De ordinario, los pro­
cesos orgánicos requieren enzimas específicas. Algunas se presentan en
cantidades tan pequeñas que sólo se puede detectar su presencia por sus
reacciones características; a otras se las puede aislar y analizar. Entre Jas
enzimas más importantes pueden mencionarse: la amilasa, que descom­
pone el almidón; la pepsina, que descompone las proteínas en un medio
ácido; la tripsina, que las' descompone en un medio alcalino; la lipasa,
que descompone los ásteres, y así sucesivamente. Aunque la función más
obvia de las enzimas en el cuerpo humano consiste en facilitar la desinte­
gración de los cuerpos complejos en otros más simples, pueden actuar tam­
bién en sentido contrario; es decir, que aumentan la velocidad de las
reacciones en cualquiei»dirección en que se produzcan naturalmente.

Microbios y bacteriología

Uno de los adelantos más impresionantes realizados en la biología


durante el siglo xix fue el logrado en el conocimiento creciente de los
orígenes y causas de las enfermedades micróbicas en plantas, animales
y hombres. Estos conocimientos aumentaron el control directo del hombre
sobre su medio ambiente y con ello ejerció una marcada influencia sobre
nuestras ideas relativas a la posición del hombre y de la «naturaleza» en
el universo, igual que lo ejercieron las otras aplicaciones prácticas de la
ciencia. Hacia 1838 descubrieron Cagniard de Latour y Schwann que la
levadura que actúa en la fermentación está formada por pequeñísimas
células vivas vegetales y que los cambios químicos que se producen en el
líquido que fermenta se deben de alguna manera a la acción vital de dichas
células. Schwann notó también que la putrefacción seguía un proceso pa­
recido y demostró que si se tomaba la precaución de destruir a fuerza de
calor todas las células vivas existentes que estuviesen en contacto con la
sustancia en cuestión y se la preservaba después de todo contacto con
el aire que no hubiese pasado previamente por tubos al rojo vivo, no se
290 HISTORIA DE LA CIENCIA

produciría ni fermentación ni putrefacción. Así quedó probado que tanto


la fermentación como la putrefacción se debían a la acción de microor­
ganismos vivos.
Hacia 1855 vino Pasteur a confirmar y ampliar estos resultados. Pas-
teur descartó todos los supuestos casos de generación espontánea, indi­
cando que siempre se podía acusar la presencia de bacterias debidas
a la introducción de gérmenes de fuera o al desarrollo de los que había
ya dentro. Demostró concretamente que ciertas enfermedades, como el
ántrax, el cólera de las gallinas y la enfermedad del gusano de seda, se
debían a determinados microbios. Posteriormente se fueron descubriendo
los gérmenes característicos de otras enfermedades, muchas de ellas muy
extendidas en la humanidad, y hasta se trazó su pequeña biografía.
En 1865 se enteró Lister de los experimentos de Pasteur y en 1867
estaba ya aplicando sus resultados a la cirujía. Al principio empleó ácido
carbólico o fenol como antiséptico; más tarde vio que la limpieza es
también un buen tratamiento aséptico. Con haber aplicado Lister los
resultados de Pasteur a la cirugía y con haber descubierto previamente los
anestésicos Sir Humphry Davy, W. T. G. Morton en Massachusetts y Sir
J. Y. Simpson en Edimburgo, pudieron hacerse con seguridad ciertas ope­
raciones quirúrgicas, que hasta entonces habían sido imposibles. Los efectos
que hicieron estos descubrimientos en la higiene, medicina y cirugía alcanzan,
tal vez, su más claro exponente en la reducción del índice de mortalidad
anual en ciudades como Londres, donde del 80 por 1.000 de hace dos
siglos bajó en 1928 al 12 por 1.000.
En 1876 halló Koch que las esporas de los bacilos del ántrax eran
más resistentes que los mismos bacilos. El mismo Koch descubrió en 1882
el microorganismo causante de la tuberculosis y desarrolló hasta tal punto
la técnica bacteriológica, que se convirtió a la vez en arte y en ciencia, y se
hizo imprescindible para la solución de los problemas de salud pública
y de medicina preventiva. Después de aislar un microorganismo concreto,
se lo deja reproducirse en estado puro en gelatina o en otro medio. En­
tonces pueden determinarse sus verdaderos efectos patogénicos en los
animales.
Se ha comprobado que, al menos en algunos casos, lo que causa los
cambios relacionados con la existencia de las células micróbicas es la
presencia de alguna enzima determinada que ya contenían ellas o que
produjeron con su acción. En 1897 extrajo Büchner de las células de la
levadura sus enzimas características y demostró que podían producir la
misma fermentación que las mismas células vivas de la levadura. Como sue­
le suceder en estas transformaciones, las mismas enzimas no habían sufrido
ningún cambio al finalizar la operación; con sólo su presencia desenca­
denan y aceleran la acción química.
En 1718 introdujo la práctica de la inoculación contra la viruela
Lady Mary Wortley Montagu, una práctica importada de Constantinopla.
A fines del siglo xvm , Benjamín Jesty actuó basándose en la creencia
común de que el personal de las lecherías que pasaban la viruela vacuna,
LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX 291

que es más benigna, no cogían las viruelas; por su parte, Edward Jenner,
médico rural de Berkeley, estudió el asunto científicamente e ideó el pro­
cedimiento de la vacunación, gracias al cual, mediante la inoculación del
virus, una vez rebajado a viruela vacuna por su transmisión a un ternero,
se inmuniza uno parcial o totalmente contra las formas más virulentas de
esa enfermedad. De este descubrimiento arrancan nuestros conocimientos
sobre inmunidad. Algunos organismos patogénicos producen sustancias
venenosas o toxinas, descubiertas en 1876 en materias en proceso de
putrefacción. Para 1888 se habían descubierto ya toxinas procedentes
de bacterias, a base de filtrarlas de los líquidos en que se cultivaban. En el
caso de difteria se inyecta a un caballo en dosis gradualmente crecientes
la toxina obtenida del cultivo de la bacteria; entonces los tejidos del
caballo fabrican una antitoxina. El suero extraído del caballo así inmuni­
zado protege a los seres humanos expuestos a la infección y ayuda a resta­
blecerse a los que ya sufren de difteria. En otros casos se han esterilizado
los cultivos de bacterias y con ellos se han preparado vacunas, que inmu­
nizan parcial o totalmente contra la enfermedad producida por las bacte­
rias vivas. En 1884 descubrió Metschnikoff los «fagocitos», los glóbulos
blancos de la sangre, capaces de liquidar algunas bacterias nocivas.
El principio de atentación establecido por Jenner lo hicieron extensivo
a otras enfermedades Burdon-Sanderson, Pasteur y otros. En el caso con­
creto de la rabia o hidrofobia demostró Pasteur que generalmente la
inoculación daba resultado aun después de la infección. De esta manera
se redujo a un 1 por 100 de los casos tratados la mortalidad causada por
esta horrible enfermedad, antes incurable. El microscopio no descubre
ninguna bacteria en'ffeta infección. El causante de la enfermedad es un
virus mucho más pequeño que las bacterias ordinarias.
Con frecuencia el historial de los microorganismos patogénicos es su­
mamente accidentado; los hay que pasan varias fases de su existencia
cambiando de huéspedes. Sólo a fuerza de experimentos esmeradísimos,
a base de inocular los microorganismos a animales vivos, se logra inves­
tigar sus propiedades. A veces los mismos huéspedes donde se alojan
permanecen indemnes ante el microbio invasor y esa inmunidad dificulta
enormemente acertar con la pista que debe seguirse para localizar el foco
de la infección. La historia de la conquista final de la malaria o fiebre
intermitente constituye un ejemplo magnífico de las dificultades y peligros
que acechan al investigador de las enfermedades infecciosas 9. El organismo
causante de la malaria fue descubierto por un cirujano militar francés,
Laverán, hacia 1880. Cinco años más tarde demostraron unos investiga­
dores italianos que se transmitía al hombre por la picadura de ciertos
mosquitos; entre 1894 y 1897 comprobaron Manson y Ross que se tra­
taba de una clase especial de mosquito, el anofeles, infestado previamente
por unos parásitos, que resultaron ser el microorganismo en cuestión en
una primera fase de su desarrollo. Por tanto, el medio propio de atacar

9 Angelo Celli-Malaria, trad. ingl., Londres, 1901.


292 H ISTORIA DE LA CIENCIA

de raíz los estragos del paludismo consiste en destruir las larvas de esos
insectos desecando las tierras pantanosas o cubriendo con una capa fina
de petróleo todos los charcos de agua estantía donde puedan criarse.
De manera parecida se localizó la fiebre maltesa o mediterránea, com­
probando que se debía a la acción de un microbio que pasa parte de su
vida en las cabras, las cuales la transmiten al hombre a través de su
leche, mientras ellas parecen gozar de perfecta salud. La forma en que se
descubrió la conexión existente entre la peste bubónica, las ratas y las
moscas y otros parásitos, que contribuyen a transmitir la infección de
las ratas a los seres humanos, ofrece un ejemplo más de los caminos
indirectos por donde pueden introducirse en el cuerpo los gérmenes infec­
ciosos y de los procedimientos para combatirlos con la máxima eficacia,
una vez que se conoce su historial.
En 1893 hicieron Lóffler y Frosch el primer estudio a fondo de un
virus ultramicroscópico. Examinando la linfa procedente de un animal
afectado de glosopeda comprobaron que después de pasar por un filtro
capaz de cerrar el paso a las bacterias ordinarias seguía afectando en
serie a cierto número de otros animales. Dedujeron que se trataba de un
microorganismo reproductor y no de un veneno inanimado. No estaba
claro si esos virus ultramicroscópicos, que así se colaban por el filtro
y que causan tantas enfermedades en animales y plantas, eran bacterias
de estructura de partículas. En todo caso tienen que ser aproximadamente
d e dimensiones moleculares; se ha sugerido que posiblemente representen
un nuevo tipo de materia viva no celular.

Los ciclos del carbono y del nitrógeno

Volviendo al problema de la respiración, Lavoisier y Laplace demos­


traron que la vida animal implica un proceso de oxidación, en que el
carbono y el hidrógeno se convierten en dióxido de carbono y en agua.
En 1774 descubrió Priestley que el aire viciado por ratones podía hacerse
nuevamente respirable para los seres vivos si durante algún tiempo se
dejaban en ese recinto plantas verdes. En 1780 probó Ingenhousz que esa
acción de las plantas sólo se realiza a la luz solar. En 1783 hizo ver
Senebier que se trataba de un cambio químico consistente en que el
«aire fijo» se convertía en «aire deflogisticado», es decir, que el dióxido
de carbono se convertía en oxígeno. En 1804 investigó De Saussure este
proceso cuantitativamente. Estos resultados condujeron a las investigacio­
nes de Liebig, el cual terminó por formular la teoría general sobre los
procesos cíclicos de los cambios que experimentan el carbono y el
nitrógeno con el desarrollo y la descomposición sucesiva de plantas y
animales.
La sustancia que interviene activamente en la formación de las plantas
es la materia colorante llamada clorofila. Hoy día se conoce su constitución
química, pero aún no se comprenden plenamente sus reacciones tan com­
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 293

plejas a la luz solar. Lo cierto es que posee la virtud, esencial para la


existencia de la vida tal como la conocemos en la Tierra, de aprovechar
la energía de la luz solar para combinar el dióxido de carbono del aire
con agua, liberando, por una parte, el oxígeno, y, por otra, combinando
el carbono para formar las complejas moléculas orgánicas de los tejidos de
las plantas. En el espectro de absorción de la clorofila se ve que la máxima
absorción coincide con la energía máxima del espectro solar— ¡curiosa adap­
tación de los medios al fin, sea cual sea la forma en que se produce!
Unos animales viven de plantas, otros de animales; pero, en defini­
tiva, todos dependen en su existencia de la energía solar adobada por la
clorofila. Al respirar los animales oxidan los compuestos del carbono for­
mando con sus elementos unos derivados aprovechables y otros elimina-
bles, mientras que el resto de la energía liberada por la oxidación mantiene
el calor del cuerpo. También las plantas emiten lentamente anhídrido car­
bónico, aunque esta reacción queda eclipsada a la luz solar por el pro­
ceso inverso. Lo mismo las plantas que los animales devuelven al aire el
dióxido de carbono que le robaron las plantas, mientras que se depositan
en el suelo los compuestos orgánicos de desecho, donde los atacan enjam­
bres de bacterias, que los reducen a cuerpos inorgánicos innocuos, mien­
tras que siguen enriqueciendo el aire con más anhídrido carbónico. Así se
completa el círculo del carbono.
El ciclo correspondiente del nitrógeno se descubrió en fecha más re­
ciente. Ya Virgilio recomendó al labrador en sus Geórgicas que antes de
sembrar el trigo preparase el terreno con una cosecha de habas, almorta
o altramuz; pero los primeros en averiguar la causa de ese efecto benéfico,
que todos reconocían fu e ro n Hellriegel y Wilfarth en 1888 ’°. Los nódulos
que presentan las raíces de estas plantas leguminosas contienen bacterias
capaces de fijar el nitrógeno de la atmósfera, transformarlo en proteínas
mediante reacciones químicas desconocidas y cedérselo a las plantas.
En 1895 localizó Vinogradsky otro proceso: en efecto, encontró en el suelo
ciertas bacterias que obtenían nitrógeno directamente del aire; probable­
mente absorbían la energía necesaria para ello de la celulosa en descom­
posición de las plantas muertas.
Estas pueden recibir el nitrógeno de esas dos fuentes. Los productos
de desecho que contienen nitrógeno se convierten en el suelo, también por
acción principalmente de bacterias apropiadas, en sales de amoníaco, y,
finalmente, en nitratos, que constituyen el mejor arsenal de nitrógeno de
donde las plantas fabrican sus proteínas. El suelo es un complejo físico-
químico-biológico, en gran parte coloidal, que necesita humus y sales mi­
nerales para mantener su equilibrio.
Liebig demostró la importancia de las sales minerales para la agricul­
tura, pero pasó por alto la necesidad absoluta del nitrógeno. Este punto
lo estudiaron a mitad de siglo Boussingault y Gilbert y Lawes, en Rothams-
ted; con su labor echaron los cimientos de los abonos artificiales que se

10 Sir E . J. R u s s e l l , Soil Conditions and Plant Growth, 4 .a e d ., Londres, 1921.


294 HISTO RIA DE LA CIENCIA

usan modernamente. Entre los elementos necesarios para la vida de las


plantas, los que se encuentran generalmente en cantidades más pequeñas
son el nitrógeno, el fósforo y el potasio. Cualquiera de éstos que no
alcance la cantidad suficiente basta a limitar el rendimiento de la cosecha,
que sólo podrá compensarse completando en forma apropiada la deficien­
cia de dicho elemento. También necesita la vida vegetal dosis pequeñas
de otros elementos, como boro, manganeso y cobre.
El estudio científico de los abonos proporcionó a los agricultores mucho
mayor margen de libertad en los métodos de cultivo. Así pudieron modi­
ficar en gran escala los antiguos ciclos de rotación de cosecha y barbecho,
pues podía mantenerse la fertilidad del suelo abonando la tierra con los
elementos que había gastado en la cosecha previa.

Geograjía física y exploración científica

Durante la segunda mitad del siglo xvm y todo el xix avanzó a pasos
agigantados la exploración sistemática del globo; ésta se emprendió en
gran parte con verdadero espíritu científico. En 1784 se empezaron a hacer
en Inglaterra mediciones trigonométricas, cuando el Ordnance Department
midió una línea base sobre Hounslow Heath. Así fue posible trazar bue­
nas cartas oceanógraficas y mapas esmerados, como los que inició el
cartógrafo francés d ’Anville.
Quiero mencionar la labor del barón Von Humboldt— 1769-1859— ,
naturalista y explorador prusiano, que estableció en París su residencia
favorita, donde ayudó a Gay-Lussac en sus estudios sobre los gases (pá­
gina 238). Pasó cinco años explorando el continente de Sudamérica y los
mares e islas del golfo de Méjico. En las observaciones recogidas durante
esta expedición basó él el requerimiento de que se considerase la me­
teorología y la geografía física como ciencias de precisión. Von Humboldt
fue el primero que trazó el mapa de la superficie terrestre siguiendo las
líneas de temperatura media igual— líneas isotérmicas— , con lo que esta­
bleció un sistema para comparar los climas de los diferentes países. Escaló
el Chimborazo y otros picos de la cordillera de los Andes para estudiar
la relación en que disminuía la temperatura a medida que se ganaba altura
sobre el nivel del mar. Examinó el origen de las tormentas tropicales
y de las perturbaciones atmosféricas; observó la situación de las zonas
de actividad volcánica y sugirió que correspondían a resquebrajaduras de
la corteza de la tierra; investigó la distribución de la fauna y flora en
función de las condiciones físicas; estudió las variaciones que se notaban
en la intensidad de la fuerza magnética desde los polos al ecuador, e inventó
el término «tempestad magnética» para designar un fenómeno que registró
él mismo por primera vez.
El interés que despertó la obra y personalidad de Humboldt impulsó
la exploración científica entre las naciones de Europa. En 1831 comisionó
Inglaterra al Beagle para realizar aquella memorable expedición con el
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 295

fin de «completar la exploración de Patagonia y Tierra del Fuego, explo­


rar las costas de Chile y Perú y algunas islas del Pacífico, y establecer una
cadena de mediciones cronológicas en torno al mundo». Se declaró que la
expedición obedecía a «finalidades absolutamente científicas»; a bordo
iba Charles Darwin en calidad de «naturalista» oficial.
Unos años más tarde—en 1839— se unía Joseph Hooker— 1817-1911— ,
hijo del conocido botánico Sir W. f. Hooker, a Sir James Ross en su expe­
dición al Antártico y pasó tres años estudiando la vida de las plantas.
Más tarde se trasladó a la frontera norte de la India, en una expedición
financiada también, en parte, por el Gobierno. En 1846 zarpó de Inglate­
rra a bordo del Rattlesnake, en calidad de cirujano, T. H. Huxley; pasó
varios años tomando medidas y levantando mapas en los mares de Aus­
tralia; si bien su misma prontitud y avidez mental y su fino poder de
observación le hacían sufrir a la vista de las escasas oportunidades que
se concedían a la investigación científica concienzuda de interés general.
De esta manera esos tres hombres, que desempeñaron un papel predomi­
nante en la revolución del pensamiento del siglo xix, iban de servicio
y aprendizaje en viajes de exploración organizados con fines científicos.
La expedición del Challenger marcó el punto culminante de las investiga­
ciones y descubrimientos^ organizados. El Challenger levó anclas en 1872
con la misión de navegar durante varios años por aguas del Atlántico
y Pacífico para recoger datos relativos a todas las ramas de la oceano­
grafía, meteorología e historia natural.
La oceanografía adquirió especial importancia. Maury, de la marina
de los Estados Unidos, abordó los problemas de los vientos y corrientes,
tomándolos donde los^ejara Dampier siglo y medio antes; logró mejorar
notablemente la navegación de las rutas oceánicas. El estudio de la vida
exuberante del mar reveló una variedad infinita de formas, desde esa
materia microscópica que navega a la deriva y que Henson denominó
plancton, a los esqueletos protozoicos y radiolarios que forman como el
fango del suelo oceánico, hasta la serie innumerable de peces de todas
clases y tamaños y cuya ecología depende, en último término, de las
plantas microscópicas del plancton.

Geología

Al intentar Laplace formular una teoría racional sobre el origen del


sistema solar despertó el interés del mundo por el estudio de la Tierra,
como parte integrante que es de dicho sistema. Fue una calamidad el que
precisamente los países en que había prevalecido más la libertad de pen­
samiento contra la autoridad papal fueran, al mismo tiempo, los más
esclavizados por la creencia ciega en la inspiración verbal de la Biblia.
Había, pues, que librar una batalla previa antes de ganar la opinión ge­
neral a favor de cualquier nueva teoría sobre el origen de la Tierra que
no estuviese basada en la interpretación literal del Génesis. Todavía a me­
296 H ISTORIA DE LA CIENCIA

diados del siglo xix se sostenía con toda seriedad que los fósiles, que pa­
recían tener una historia muy distinta, habían sido ocultados por Dios
—o acaso por el diablo—en el suelo para probar la fe de los hombres.
Ya en fechas muy remotas habían adquirido los hombres algún cono­
cimiento de las rocas, metales y minerales en la explotación de las minas.
Leonardo da Vinci y Bernard Palissy vieron en los fósiles los restos de
animales y plantas, como indudablemente habían hecho algunos filósofos
griegos; pero, en general, se consideraban los fósiles como un capricho
de la naturaleza— lusus naturae—, como productos de una misteriosa vis
plastíca, es decir, de la tendencia de la naturaleza a forjar de varias mane­
ras ciertos tipos favoritos. Sólo algunos observadores aislados, como Niels
Stensen— 1669— , vieron la posibilidad de tomarlos como guías docu­
mentales para trazar la historia de la Tierra, aunque las ideas de Niels
no encontraron aceptación general. La colección que legó John Woodward
— 1665-1728—a la Universidad de Cambridge contribuyó mucho a impo­
ner la idea de que los fósiles eran de origen animal o vegetal. En 1674
demostró Perrault que la lluvia bastaba a explicar de sobra las corrientes
de fuentes y ríos n; por su parte, Guettard— 1715-1786— indicó cómo
influían en la superficie del suelo los fenómenos atmosféricos. Pero aun
así se forzaban los hechos para encajarlos en los cuadros de las cosmo­
gonías bíblicas, con sus referencias a cataclismos originarios de tipo acuoso
o ígneo— una alternativa que originó una controversia entre los llamados
neptunistas y vulcanistas— .
El primero que combatió sistemáticamente esas concepciones fue James
Hutton— 1726-1797— . Hutton publicó su Theory of the Earth en 1795.
Una vez más el contacto práctico con los procesos naturales preparó el
terreno para el cultivo científico. Para mejorar la agricultura de su peque­
ño patrimonio en Berwickshire estudió los cultivos granjeros domésticos
en Norfolk y los métodos agrícolas extranjeros de Holanda, Bélgica
y norte de Francia. Durante catorce años reflexionó sobre las zanjas y
acequias, pozos y cauces de ríos que le eran familiares; luego regresó
a Edimburgo, donde echó los cimientos de la moderna ciencia geológica.
Hutton se dio perfecta cuenta de que lo mismo la estratificación de las
rocas que la incrustación de los fósiles eran procesos que continuaban
realizándose en los mares, ríos y lagos. Decía Hutton: «No hemos de
recurrir a ningún poder extraño a las fuerzas naturales del globo, ni debe­
mos admitir acción ninguna fuera de aquellas cuyos principios conocemos»,
estableciendo así un precepto sano de la ciencia, que pretende evitar toda
hipótesis innecesaria.
Sin embargo, no se aceptó generalmente la «teoría uniformista» de
Hutton hasta que Werner señaló la sucesión regular de las formaciones
geológicas, William Smith asignó edades relativas a las rocas basándose
en sus contenidos fósiles, Georges Cuvier reconstruyó los mamíferos ex­
tintos con los fósiles y huesos encontrados en las cercanías de París, Juan
11 F. D. Adams, Science, LXVII, pág. 500, 1928, citado en Isis, núm. XIII, pá­
gina 180, 1929.
LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX 297

Bautista de Lamarck clasificó y comparó las conchas fósiles y recientes


y hasta que, finalmente, Sir Charles Lyell recogió en sus Principies of
Geology— 1830-1833—pruebas concluyentes de que las aguas, volcanes
y terremotos continuaban moldeando la estructura de la Tierra, lo mismo
que todos los hechos conocidos sobre los fósiles. Entonces se comprendió
plenamente por vez primera el efecto cumulativo de unos procesos con­
tinuados por largos períodos; entonces entrevieron los hombres la posi­
bilidad de trazar la historia del planeta, al menos durante las épocas en
que fue habitable, utilizando la información que proporcionaban las rocas
y haciendo deducciones basadas en la observación de los fenómenos natu­
rales que seguían produciéndose en el globo.
La ecología de las formas fósiles acusaba profundos cambios en la
vida a través de ciertos períodos concretos. Ello coincidía con las pruebas
geológicas de la glaciación, testigos fehacientes de la existencia de las
épocas glaciales, pruebas que establecieron por primera vez Agassiz
y Buckland hacia 1840.
El problema sobre el origen y edad de la humanidad ofrece especial
interés para la raza humana. Basándose en el descubrimiento de instrumen­
tos de pedernal, empleados todavía por ciertos pueblos primitivos, y de
hueso y marfil labrados, hallados junto a restos de animales hoy desco­
nocidos o extinguidos ya* en Europa, pudo Lyell en 1863 situar al hombre
dentro de la larga serie de tipos orgánicos y demostrar que hubo de vivir
sobre la tierra durante períodos inmensamente mayores que los que po­
drían suponerse por la cronología tradicional de la Biblia. Actualmente
parece probable que nuestros antepasados emergieron de un estado más
primitivo y que se hteieron hombres en el sentido más real de la palabra,
en una fecha que puede oscilar entre el millón y los diez millones de años,
mientras que la civilización apenas si lleva cinco o seis mil años de
existencia.

Historia natural

Después de haber publicado Buffon su magna Historia natural de los


animales, vino otro francés a recoger el tema de la clasificación sistemá­
tica y a darle una base sólida concreta. Georges Cuvier— 1769-1832—era
hijo de un oficial protestante que había emigrado del distrito de Jura
a la región del protectorado de Würtemberg. Pasó el período de la primera
Revolución y del Reinado del Terror estudiando tranquilamente en Nor-
mandía y luego se volvió a París, donde pronto alcanzó un puesto desta­
cado en el Collége de France. Su mayor título de gloria reside en el hecho
de haber sido el primero entre los naturalistas que comparó sistemática­
mente la estructura de los animales existentes con los restos de los fósiles
de animales extintos, demostrando así que para cualquier estudio que quiera
hacerse sobre el desarrollo de los seres vivos hay que tener en cuenta el pasa­
do tanto como el presente. Cuvier se alza sobre el umbral de la nueva era de
298 H ISTORIA DE LA CIENCIA

los descubrimientos científicos; su magna obra, Le Régne animal, distribué


d’aprés son organisation, forma el eslabón de conexión entre la concepción
anterior, más bien estática, del mundo y de sus fenómenos, y la nueva
concepción dinámica, que ve en la historia del universo una serie de
secuencias cambiantes dentro del gran drama de la evolución.
Fue una desgracia que no se estableciesen contactos íntimos entre los
científicos y los jardineros y labradores, que hacían prácticas de selección
y de hibridación, y producían nuevas variedades de plantas y animales
o mejoraban y desarrollaban las razas ya establecidas. A fines del siglo xvm
mejoró Bakewell el antiguo tipo de ganado de cuerno largo y fijó una
nueva y útil variedad de oveja de Leicester. Los hermanos Collins apli­
caron los métodos de Bakewell al ganado de cuerno corto que existía en
el valle de los Tees, con lo que crearon la raza más importante de la
ganadería inglesa.
Los horticultores tenían perfecto conocimiento de la aparición espon­
tánea de notables variedades;
Por ejemplo, una variedad de pera de calidad inferior puede producir de pronto
un brote que dé fruto de mejor calidad; un haya puede dar, sin causa aparente,
un retoño con hojas finamente divididas; una camelia, una flor extraordinariamente
exquisita. Este juego puede continuarse a capricho cortándolos de Ja planta madre
y cultivándolos como esquejes o injertos. Tal ha sido el origen de muchas varie­
dades de flores y frutos de huertos y jardines 1!.

Sin embargo, la mayor parte de las nuevas variedades las obtenían los
jardineros cruzando ejemplares de diferentes variedades y hasta de distin­
tas especies. En este último caso era cosa sabida que los híbridos general­
mente resultan menos fecundos que las especies de pura raza y a veces
son totalmente estériles.

La evolución anteriormente a Darwin

La idea de que en la naturaleza se dio un proceso evolutivo es tan


antigua, por lo menos, como los filósofos griegos. Heráclito sostuvo que
todas las cosas están en constante fluir; Empédocles, que el desarrollo
vital es un proceso gradual y que las formas imperfectas se van transfor­
mando lentamente en formas más perfectas. Según parece, en la época de
Aristóteles había ido más lejos aún la especulación, hasta concebir la
idea de que posiblemente los tipos más perfectos fueran sucesores de otros
menos perfectos no sólo cronológicamente, sino genéticamente. Parece que
los atomistas, a quienes se suele proclamar como evolucionistas, imagina­
ban que cada especie aparecía de novo. Pero al creer que sólo sobrevivían
los tipos bien adaptados a su ambiente, compartían en espíritu la esencia
de la teoría de la selección natural, aunque su base real fuera insuficiente.
Como alguien observó con razón, en ciencia, «el estar en lo cierto no
autoriza en lo más mínimo para sostener opiniones no basadas en un
l! Arí. "Horticulture”, en Ency. Brit., 9.a ed., 1881,
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 299

análisis adecuado de los hechos implicados en ellas». En ésta, como en


tantas otras ramas del saber, los filósofos griegos no podían hacer más
que plantear los problemas y tantear su solución a base de conjeturas
especulativas.
En realidad haría falta el transcurso de dos mil años y la labor tran­
quila y nada filosófica de muchos fisiólogos y naturalistas para recoger
suficientes pruebas de observación y experimentación capaces de inducir
a los científicos a tomar en serio la teoría de la evolución. Un buen
ejemplo del verdadero espíritu científico, de esa actitud que suspende el
juicio frente a unos datos inconvincentes, lo constituye el hecho de que
la mayor parte de los naturalistas remitieron a los filósofos la cuestión
de la evolución, hasta el punto de que anteriormente a la publicación de la
obra simultánea de Darwin y Wallace la balanza de la opinión científica,
si es que llegaba a pronunciarse, se inclinaba en contra de esa teoría.
Por otra parte, los filósofos se mantenían también prudentemente en su
verdadero papel al especular sobre una teoría que aún no estaba madura
para abordarla científicamente. Así mantuvieron abierta esa cuestión, de
máxima importancia, y se contentaron con formular soluciones que pu­
dieran servir a su debido tiempo de hipótesis de trabajo a los hombres
de ciencia, a quienes corresponde decir la última palabra en la materia.
Por eso fue natural e n a ste caso el que al reavivarse la cultura y surgir
con ella nuevamente la ¡dea de la evolución apareciese principalmente en
los escritos de los filósofos— como Bacon, Descartes, Leibniz y Kant— .
Entretanto, los científicos iban lentamente observando y analizando hechos
que con el tiempo les orientarían en la misma dirección a través de la
embriología de Harmy y del sistema de clasificación de Ray. Algunos
filósofos llegaron incluso a abrigar ideas completamente modernas sobre
la transformación actual de las especies y la posibilidad de estudiarla expe­
rimentalmente; pero no debe pasarse por alto que otros, a quienes se
quiere presentar como evolucionistas y precursores de Darwin, conside­
raban la evolución en un plano especulativo más que real. En ese sentido
parece han de tomarse algunas de las expresiones de Goethe a este
respecto, que era el sentido en que se expresaron Schelling y Hegel. Para
ellos, la conexión entre las especies radica en las ideas intrínsecas con
que las representamos en el orden conceptual. Decía Hegel: «La meta­
morfosis sólo puede asignarse a la noción en cuanto tal, pues sólo ella
realiza la evolución...; resulta burdo... creer que la transformación de
una forma y esfera natural a otra más elevada es algo que se produce
realmente en el mundo exterior.»
A pesar de su sentido puramente mental, este punto de vista no quita
el hecho de que la filosofía favoreció con sus especulaciones la teoría
de la evolución. Resulta sumamente interesante y notable que se mantu­
viese hasta el último momento posible la división de trabajo y la dife­
rencia de enfoque en esta materia entre filósofos y naturalistas. Herbert
Spencer, a pesar de su competencia como biólogo, fue primordialmente
filósofo, y como tal proclamó su credo evolucionista concreto y completo
300 H ISTORIA DE LA CIENCIA

en los años que precedieron inmediatamente a la publicación del Origin


of Species, de Darwin, cuando aún la mayoría de los naturalistas la des­
cartaban a ciegas. El mismo botánico Godron, que reunió mucho material
sobre las variaciones, seguía rechazando la idea de la evolución en el
mismo año 1859, en que Darwin publicó su obra. Los filósofos y los
naturalistas estaban en lo cierto, ya que unos y otros seguían su verdadero
camino. Los filósofos discutían un problema filosófico, que aún no estaba
maduro para el análisis científico, y los naturalistas practicaban una mo­
deración verdaderamente científica al no adoptar, ni siquiera como hipó­
tesis de trabajo, una teoría especulativa, que aún no contaba con pruebas
convincentes ni con ideas satisfactorias sobre su viabilidad práctica.
Sin embargo, ya en el mismo siglo xvm y cada vez más en la primera
mitad del xix fueron surgiendo naturalistas, que se opusieron uno tras otro
a la opinión científica predominante y propugnaron una u otra forma de
evolución. Buffon, que osciló entre la ortodoxia de la Sorbona y la creen­
cia en el «encadenamiento de los seres», terminó proponiendo una teoría
sobre las modificaciones directas que operaban en los animales las condi­
ciones del ambiente. El poeta, naturalista y filósofo Erasmus Darwin tuvo
un atisbo de la revelación a plena luz con que sería favorecido su nieto,
y enseñó, en efecto, que «las metamorfosis de los animales, como la del
renacuajo en rana...; los cambios producidos por el cultivo artificial,
como en la cría de caballos, perros y ovejas...; las alteraciones provocadas
por las condiciones climatológicas y estacionales...; la unidad esencial de
plan que se advierte en todos los animales de sangre caliente...; todos
esos indicios nos inducen a concluir que todos ellos proceden por igual
de un tronco vivo parecido».
La primera teoría articulada y lógica es la propuesta por Lamarck
— 1744-1829— . Lamarck se propuso determinar las causas de la evolución
examinando la herencia cumulativa de las modificaciones inducidas por
la influencia del medio ambiente. Aunque el cambio de ambiente influye
generalmente poco en la estructura animal— dicho sea con permiso de
Buffon— , afirmaba Lamarck que si se hacían de manera constante y du­
radera los cambios necesarios en los hábitos, llegarían a modificar los
órganos antiguos o incluso renovarlos o reproducirlos ante la necesidad
de órganos nuevos. Así, los antepasados de la jirafa fueron desarrollando
un cuello cada vez más largo a consecuencia de estirarlo continuamente
para alcanzar las hojas de las ramas a las que no llegaban; la herencia,
a su vez, fue fijando y desarrollando los cambios estructurales así adqui­
ridos. Aunque no pudo aducir pruebas directas de semejante proceso
hereditario, su teoría proporcionó a otros naturalistas, como Meckel, una
hipótesis de trabajo razonable y coherente con que proceder a ulteriores
elaboraciones.
Probablemente el hecho de llamar la atención sobre los efectos que
puede producir el medio ambiente en los individuos y los muchos cambios
que pueden atribuirse con razón al influjo de las circunstancias externas ejer­
ció un impacto enorme en el curso de las ideas y de la acción. Resulta difícil
LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX 301

creer en la inmutabilidad de las especies a la vista de los profundos


cambios que experimentan, a veces, los individuos. En consecuencia, mu­
chos conatos de mejoras sociales y filantrópicas. del siglo xix se basaban
en la tácita admisión de la teoría de la modificación por el ambiente. Sin
embargo, con el correr de los años se vio claro que la herencia biológica
de los caracteres adquiridos era muy difícil de comprobar en la realidad,
si es que se daba. Todavía no se ha zanjado esta cuestión, ni siquiera en
nuestros días.
Otros dos evolucionistas del siglo xix sostuvieron la acción directa del
ambiente sobre el individuo: Etienne Geoffroy Saint-Hilaire y Robert
Chambers, cuyo libro anónimo, Vestiges of Creation, tuvo gran aceptación
y contribuyó a preparar la mentalidad humana para las ideas de Darwin.
Pero el hombre a quien debió exclusivamente Darwin la idea céntrica
de su obra, el hombre que por una curiosa casualidad dio también la
misma clave a Wallace, fue el reverendo Thomas Robert Malthus— 1766-
1834— , que fue por un tiempo coadjutor de Albury, en Surrey. Fue Malthus
un hábil economista y le tocó vivir en un tiempo en que la población ingle­
sa crecía rápidamente. En 1798 publicó la primera edición de su Essay
on Population. En él propugnaba que la raza humana tiende constante­
mente a rebasar sus medios de subsistencia y que la única manera de que
se mantenga dentro dev"'sus justos límites es la recurrencia de hambres,
pestes y guerras, que vienen a eliminar el exceso de población. En edicio­
nes posteriores de su libro admitió la importancia de un control pruden­
cial, que entonces consistía principalmente en el aplazamiento del matri­
monio; de esta manera, y por lo que respecta a sus aplicaciones humanas,
debilitaba su tesis piwicipal en su misma impresionante sencillez.
El mismo Darwin dejó constancia del efecto que le produjo esta obra.
«En octubre de 1838—dice él—leí casualmente y más bien por distrac­
ción el ensayo de Malthus sobre la población. Yo estaba bien preparado
para apreciar la lucha por la existencia que impera por doquier, debido
a mi larga y continuada observación de los hábitos de los animales y
plantas; por ello me asaltó al momento la idea de que bajo esas circuns­
tancias tenderían a conservarse las variaciones favorables y a extinguirse
las desfavorables. Esto daría por resultado la formación de especies
nuevas. Aquí, pues, tenía yo una teoría sobre la que trabajar.»

Darwin

El hombre que tuvo esta ráfaga de intuición estaba bien equipado para
sacar de ella todo el partido posible; a ello le habían preparado su heren­
cia y su ambiente. Charles Robert Darwin— 1809-1882—fue hijo de un
habilísimo y acaudalado médico rural, Robert Waring Darwin, de Shrews-
bury. Tuvo por abuelos a Erasmus Darwin, a quien mencioné anterior­
mente, y a Josiah Wedgwood, el alfarero de Etruria, que era también un
hombre de agudeza y recursos científicos. Los Wedgwood constituían una
302 H ISTORIA DE LA CIEN CIA

antigua familia de pequeños terratenientes, naturales de Staffordshire; los


Darwin pertenecían a la misma clase de terratenientes y procedían de
Lincolnshire. Charles Darwin empezó su educación en Edimburgo con la
idea de hacerse médico; luego continuó en el Christ’s College, de Cam­
bridge, con intención de ordenarse de clérigo. Donde encontró su mejor
escuela de entrenamiento como naturalista fue a bordo del Beagle, en
aguas sudamericanas. En aquellas tierras tropicales y subtropicales, exube­
rantes de vida, Darwin tuvo la impresión de que todos los seres vivos
estaban íntimamente unidos por lazos de interdependencia; al año de
regresar se puso a componer el primero de sus muchos cuadernos en que
recogía los hechos concernientes a la transmutación de las especies. Quince
meses después leyó el libro de Malthus, donde encontró la clave para ela­
borar una teoría sobre los medios y procesos que podrían favorecer el
desarrollo de nuevas especies.
Los individuos de una misma raza se diferencian entre sí por cualida­
des innatas. Darwin aceptó el hecho de su existencia sin aventurar ninguna
opinión sobre las causas de esas variaciones. Cuando aumenta la presión
del número y la competencia por la pareja, todas aquellas cualidades que
ayudan en la lucha por la vida o por la pareja poseen «valor de supervi­
vencia», proporcionando a su posesor una ventaja sobre sus rivales, una
ventaja que se traduce en mayores probabilidades de prolongar la existen­
cia, de asegurarse una pareja o de criar con éxito un número preponde­
rante de retoños, que heredarán, a su vez, las variaciones favorables. Por
tanto, esas cualidades particulares tienden a imponerse a la raza, en virtud
de la progresiva eliminación de los individuos desprovistos de ellas. Así
se va modificando la raza y puede establecerse lentamente una variedad
distinta y permanente. Tal era la nueva concepción y bien que supo Thomas
Huxley destacar su importancia en la historia del pensamiento. En efecto,
gracias a su fuerza de exposición, a su habilidad dialéctica y a su valor
en la controversia, contribuyó más que nadie a hacer que el público acep­
tase las ideas de Darwin y Wallace. Decía Huxley: «La idea de que
puedan surgir nuevas especies de la acción selectiva que ejercen las con­
diciones externas sobre las variaciones derivadas del tipo específico que
presentan los individuos— y que nosotros llamamos «espontáneas» por des­
conocer sus causas—resulta tan absolutamente nueva para el historiador
de las ideas científicas como lo fue antes de 1858 para los especialistas
en biología. Pero esa idea constituye el pensamiento central del Origen
de las especies y contiene la quintaesencia del darwinismo»..
Adoptando esta idea como hipótesis de trabajo, Darwin empleó veinte
años recogiendo datos y haciendo experimentos. Leyó libros de viajes y tra­
tados deportivos, de historia natural, horticultura y cría de animales do­
mésticos. Hizo experimentos cruzando palomas domésticas; estudió el
transporte de las semillas y la distribución geológica y geográfica de las
plantas y animales. Darwin demostró una habilidad incomparable para
asimilar los hechos, para apreciar su alcance sobre todas las cuestiones
complicadas que planteaban y para ordenarlos y organizarlos, como coro­
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 303

namiento de su trabajo. Su honradez transparente, su amor a la verdad


y su tranquilo y sosegado equilibrio mental hacen de él el naturalista
ideal y modelo. Era fecundo en idear hipótesis de trabajo, pero nunca
cerraba los ojos a los hechos por ninguna idea preconcebida. Escribía él:
«Me he esforzado constantemente por mantenerme en estado de absoluta
libertad mental, dispuesto a renunciar a cualquier hipótesis, por más que
me atrajese—y cuenta con que no puedo resistir al impulso de formarme
una hipótesis sobre cualquier cuestión—en el momento en que la veía
desmentida por los hechos.»
Para 1844 se había ya convencido Darwin de que las especies no
eran inmutables y que la causa principal de su origen radicaba en la
selección natural, pero continuó trabajando año tras año para adquirir
pruebas más seguras. En 1856 le apremió Lyell a que publicase los resul­
tados de sus investigaciones, pero Darwin lo fue aplazando hasta estar
satisfecho de tener pruebas completas. El 18 de junio de 1958 recibió
un ensayo escrito por Alfred Russel Wallace, en Ternate, en el término
de tres días, a raíz de leer el libro de Malthus. Darwin reconoció al ins­
tante en este trabajo la esencia de su propia teoría. Darwin no quiso
hacer valer su prioridad de veinte años, pues aunque le pertenecía por
derecho propio, podría eclipsar el interés de 2a contribución de Wallace;
lo que hizo fue ponerse'en manos de Lyell y Hooker, los cuales convinie­
ron con la Linnaean Society que el 1 de julio de 1858 se presentasen, a la
vez, la memoria de Wallace y una carta de Darwin a Asa Gray, fechada
en 1857, y un extracto de su teoría, escrito en 1844.

Evolución y selección natural

Darwin puso entonces manos a la obra y redactó en forma compen­


diada los resultados de sus investigaciones; por fin, el 24 de noviembre
de 1859 publicó su libro bajo el título de The Origin of Species.
Hemos seguido hasta aquí los varios afluentes de la gran corriente del
pensamiento evolutivo—de orden cosmológico, anatómico, geológico y filo­
sófico— ; bloqueados por el muro de contención de los prejuicios en
favor de la fijeza de las especies, se iban remansando cada vez más cau­
dalosos en el gran embalse. Entonces llegó la torrentera de pruebas desata­
da por Darwin a favor de la selección natural, la cual acabó por romper
el dique con fuerza irresistible y soltó la corriente fertilizante sobre todo
el campo del pensamiento. Ahora que con el transcurso de los años se ha
enriquecido nuestro conocimiento de los hechos, podemos apreciar que
Darwin y, sobre todo, sus discípulos subestimaron la complejidad del
gran problema de la vida. Hoy día, por los datos de la morfología y de la
paleontología, resulta evidente el proceso general de la evolución, pero
aún no se han podido averiguar múltiples detalles sobre el origen de las
especies. La selección natural por sí sola no parece basta a explicar el
fenómeno. Pero la tendencia a extremar la prudencia, que nos ha enseñado
304 H ISTORIA DE LA CIENCIA

la experiencia de los años transcurridos desde entonces, no merma en


nada la importancia del principio de Darwin. Aunque en última instancia
se demuestre su insuficiencia, no puede negarse que en su tiempo cons­
tituyó la hipótesis que exigía la ocasión. La idea de la selección natural
abrió la puerta a la aceptación de algo superior a ella, cual fue la teoría
de la evolución orgánica.
Al principio mucha gente se alarmó viendo en ella una teoría devasta­
dora, que venía a arrasar las lindes filosóficas y religiosas de la raza hu­
mana. Sin embargo, no debemos condenar sin reservas esta actitud mental
tan difundida. Ahora que la idea de la evolución se ha convertido en
factor corriente de nuestro panorama intelectual, nos resulta difícil darnos
cuenta de lo revolucionaria que había de aparecer en aquella época y de
las pocas personas que estaban en condiciones de poder juzgar con cono­
cimiento de causa el valor de las pruebas que se aducían en su favor. Esas
pruebas dependían del examen detallado de los seres vivos y de los restos
fósiles y resultaban poco familiares y hasta totalmente desconocidas para
aquellas gentes que se veían en la alternativa de negar la validez de las
conclusiones que se deducían de ellas o de renunciar a creencias que
habían formado el patrimonio de largas generaciones de antepasados. Antes
de censurarlos preguntémonos honradamente si a simple vista resulta más
natural creer en un origen común de todas las especies o en la creación
por separado de la rana y del pavo, del salmón y del colibrí, del elefante
y del ratón. Con todo, la afición de los ingleses por el campo y por su
vida vegetal y animal contribuyó a que esas ideas revolucionarias encon­
trasen buena acogida y ambiente favorable entre las personas capacitadas
para comprender la fuerza de las pruebas.
Pero hasta en algunos naturalistas encontraron estas ideas oposición
decidida. Sir Richard Owen, el gran anatomista, escribió una fuerte crítica
en contra en la Edinburgh Review, y muchos de sus colegas estaban de
acuerdo con él. Hooker, en cambio, aceptó al punto las ideas de Darwin
e inmediatamente le siguieron Huxley, Asa Gray, Lubbock y W. B. Car-
penter; Lyell comunicó su conversión a la nueva teoría en el banquete
de la Royal Society, en el otoño de 1864.
Desde un principio figuró Huxley a la cabeza de esta banda de evo­
lucionistas—él mismo se llamaba Darwin’s bulldog—. Allí se mantuvo él
al pie del cañón aguantando con extraordinario valor, habilidad y nitidez
de exposición la metralla que disparaban desde todos los frentes contra
el libro de Darwin y que, de rechazo, le alcanzaba a él más que a nadie,
y contraatacando una y mil veces no sin resultado a sus desconcertados
enemigos.
Thomas Henry Huxley nació en Ealing en 1825, aunque descendía
de familias radicadas en Coventry y en los límites de Gales; heredó el
auténtico temperamento batallador de las razas fronterizas. Cuenta Huxley
que a los científicos de aquella generación la publicación del Origen de
las especies produjo el efecto de un relámpago en la noche.
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 305
En vez de vincular nuestra fe a tal o cual especulación, escribe él, necesitába­
mos aferramos a concepciones claras y concretas, que pudiéramos contrastar con
hechos sólidos hasta comprobar su validez. El Origen nos pone en las manos la
hipótesis de trabajo que buscábamos. Además nos presta un servicio inestimable al
liberarnos de una vez para siempre de aquel dilema: o aceptar la hipótesis de la
creación o renunciar a encontrar jamás una explicación razonable y sensata, ¿Quién
puede proponer fuera de la creación una explicación que satisfaga a ningún pen­
sador cauto? En 1857 todavía no tenía yo una respuesta preparada, ni creo la tu­
viese ningún otro. Un año más tarde me reprochaba mi torpeza por quedarme per­
plejo ante ese dilema. En cuanto me posesioné de la idea central del Origen pensé
para m í: “Fui un estúpido de remate al no pensar en esto.”

Muchas veces se ha descrito el famoso choque que se produjo entre


el obispo Wilberforce y Huxley en la reunión de la British Association,
celebrada en Oxford, en 1860 '3. De joven había obtenido Wilberforce
la máxima calificación en la Mathematical Schools de Oxford; asf que en
la Universidad se le consideraba como un as en todas las ramas de las
ciencias naturales y, por consiguiente, le seleccionaron para defender los
fueros de la ortodoxia. Sin captar siquiera el verdadero sentido del pro­
blema, el obispo quiso ahogar en el ridículo la misma idea de evolución;
Huxley le contestó con argumentos contundentes y le echó en cara enér­
gicamente su ignorancia y su inoportuna intervención; por su parte,
Sir John Lubbock, m á^tarde Lord Avebury, aportó y explicó las pruebas
embriológicas de la evolución.
Cuando vieron los contrarios que no podían contener la difusión de
la teoría de Darwin ni con argumentos ni con el ridículo, recurrieron al
consabido ardid de negar su originalidad. Pero los jueces más competentes
en la materia opinaban de otra manera. Véase lo que escribía Huxley
a Sir Charles Lyell dos años después de la reunión de Oxford:
Si Darwin está en lo cierto en lo de la selección natural, el descubrimiento de
esta vera causa le coloca, a mi juicio, en un plano totalmente superior al de todos
sus predecesores. Considerar su teoría como una modificación de la de Lamarck
sería como considerar la teoría de Newton sobre los movimientos celestes como
una modificación del sistema tolemaico. Tolomeo imaginó una explicación de esos
movimientos; Newton demostró su necesidad basada en leyes concretas y en la
existencia demostrable de unas fuerzas actuantes. Si Darwin está en lo cierto,
tengo para mí que escalará el puesto que le corresponde entre figuras de la talla
de Harvey; y aun en el caso en que esté equivocado, por su sobriedad y precisión
mentales, siempre se elevará muy por encima de Lamarck.

De hecho, Huxley señaló un fallo en las pruebas. El creer que las


especies se deben a la acumulación de variaciones es ignorar el hecho de
que con frecuencia los ejemplares obtenidos por cruzamiento de especies
diferentes, aunque afines, resultan más o menos estériles. Es difícil com­
prender el por qué de esa esterilidad si suponemos que todas las especies
tienen un origen común; de hecho, no se conoce ningún caso de un solo
híbrido ciertamente estéril nacido de padres fecundos procedentes expe­
rimentalmente de un tronco común.
11 Life of Charles Darwin, vol. II, pág. 320; L eonard H u x l ey , Life and Letters
of Thomas Henry Huxley, vol. I, pág. 180.
306 HISTO RIA DE LA CIENCIA

Este es precisamente el punto en que resulta más discutible la validez del pre­
tendido principio de la selección natural, como la principal fuerza directriz de la
evolución de las especies. En líneas generales, la supervivencia de los mejor dotados
constituía una explicación plausible de la evolución, pero fallaba al aplicarla en
concreto a ciertas diferencias específicas. La filosofía de Darwin nos convenció
de que toda especie tiene que “imponerse” en la naturaleza si quiere sobrevivir,
pero nadie podía explicarnos cómo esas diferencias—con frecuencia tan acusadas
y arraigadas—que reconocemos como específicas capacitan de hecho a las especies
para “imponerse”

Por entonces nadie dio importancia a esta dificultad que señalaba


Huxley. Se suponía que se aclararía a la luz de trabajos ulteriores; sólo
en el siglo xx, cuando se hicieron en gran escala los experimentos cientí­
ficos sobre cría de razas, apareció en toda su claridad la fuerza de esa
objeción. Una vez superada la primera impresión de extrañeza, los biólo­
gos de la época aceptaron la evolución y consideraron la selección natural
como su causa suficiente y verdadera.
A pesar de que Virchow, el más famoso de los etnólogos continenta­
les, no aceptó la teoría de Darwin, el país que acogió con mayor avidez
la idea de la evolución producida por la selección natural y la superviven­
cia de los mejor dotados fue Alemania. Haeckel y otros naturalistas,
remolcando consigo a filósofos y tratadistas políticos alemanes, unieron
sus fuerzas para crear aquel Darwinismus, que hizo a muchos de sus se­
cuaces más darwinistas que el mismo Darwin.
Entretanto cayeron en desuso los métodos propios de Darwin, a saber:
la observación y experimentación sobre las variaciones y la herencia. La
gente aceptó la selección natural como la causa demostrada y adecuada
de la evolución y del origen de las especies. El darwinismo perdió su ca­
rácter de teoría científica de exploración para convertirse en una filosofía
y casi en una religión. La biología experimental volvió a la morfología
y a la embriología comparativa, que desarrollaron especialmente F. M. Bal-
four y O. Hertwig. La hipótesis— que sugirió Meckel y elaboró Haeckel—
de que el desarrollo del individuo sigue e ilustra la historia de su raza
imprimió a la embriología un sentido evolutivo y favoreció el abandono
de los métodos de investigación más lentos y laboriosos.
Los naturalistas que se dedicaban a estudiar la botánica o la zoología
sistemáticas sobre el terreno, como los que se dedicaban a criar nuevas
plantas y animales en huertos o granjas, seguían ampliando sus conoci­
mientos sólidos sobre especies y variedades. Para los naturalistas y expe­
rimentadores la especie seguía permaneciendo fija, y las variedades nuevas
no se producían gradual e insensiblemente, sino de golpe, mediante cam­
bios repentinos y con frecuencia notables, que se imponían desde el primer
momento. Pero ningún morfologista de laboratorio consultaba a los hom­
bres prácticos o concedía suficiente importancia a sus conocimientos em­
píricos. «Los evolucionistas de los años ‘ochenta’—dice Bateson—abriga­
ban la convicción completa de que las especies eran pura creación imagi­

14 W il l ia m B a t e s o n , Address to the American Association, Toronto, 1922.


LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 307

naria de los sistematizadores, que no merecía ocupar la atención del


hombre culto.» Pero en los años «noventa» los hombres formados en los
laboratorios, capitaneados en el continente por De Vries y en Inglaterra
por Bateson, volvieron al estudio de las variaciones y de la herencia.
El mismo Darwin, que consideraba la selección natural como causa
principal de la evolución, no excluía la idea lamarckiana de la herencia
de los caracteres adquiridos por la acción prolongada del uso o desuso.
Las pruebas de que se disponía entonces no bastaban a zanjar la cuestión.
Pero hacia el fin de siglo August Weismann abrió un nuevo capítulo en
esta materia. Weismann hizo ver que había que distinguir netamente
entre el cuerpo o soma y las células germinales que contiene. Las células
somáticas sólo pueden reproducir células de su misma especie, pero las
células germinales no sólo dan origen a las células germinales del nuevo
individuo, sino a todos los incontables tipos de células de su cuerpo. De
aquí se sigue que las unidades que constituyen las células germinales
deben presentar el número, disposición y diferencias específicas suficien­
tes para proveer a la inmensa cantidad de organismos que pululan en la
naturaleza. Las células germinales descienden en línea recta y pura del
plasma germinal de las células germinales, mientras que las células somá­
ticas siempre proceden o urinariamente de células germinales. Por tanto,
el cuerpo de cada individuo es un subproducto, comparativamente sin
importancia, de las células germinales de sus padres; el cuerpo muere sin
dejar sucesión. El verdadero árbol genealógico arranca directamente del
plasma germinal y va formando su ramaje de célula a célula sin solución
de continuidad.
En esta teoría es muy improbable que los cambios ocurridos en el
cuerpo afecten a los productos de las células germinales. Ese influjo se
parecería al que produciría en mí un cambio operado en mi tío. El cuerpo
podrá perjudicar a las células germinales que contiene, pero muy difícil­
mente podrá modificar su naturaleza. Esto condujo a Weismann a examinar
críticamente las pruebas de la herencia de los caracteres adquiridos y las
fue rechazando una a una como inadecuadas. Desde entonces acá la obser­
vación y experimentación han presentado casos en que ciertos cambios de
ambiente, prolongados por mucho tiempo, pueden haber producido algún
efecto, pero aparte de parecer excepcionales, no son aceptados por todos
los naturalistas.
Cuando Weismann anunció sus resultados se produjo cierta consterna­
ción. Los biólogos se habían acostumbrado a recurrir al «uso y desuso»
para explicar los enigmas de la adaptación pendientes de solución. Los
filósofos evolucionistas, especialmente Herbert Spencer, habían sostenido
que la herencia de los caracteres así adquiridos constituían el factor prin­
cipal del desarrollo racial, mientras que los filantropistas, pedagogos y po­
líticos habían aceptado tácitamente la verdad de esa teoría como la base
sublatente del «progreso» social. Generalmente, los biólogos se apresura­
ron a aceptar las nuevas ideas; pero Herbert Spencer continuó hasta el
308 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

fin de su vida su viva controversia con Weismann ’5, mientras que los
reformadores políticos han prestado oídos sordos, hasta en nuestros pro­
pios días, a unos principios tan contrarios a sus presupuestos. Y, sin
embargo, está claro que el aceptar la no heredabilidad de los caracteres
adquiridos significa que la naturaleza es algo más que «nodriza», y la
herencia, algo más que el medio ambiente. Las mejoras de las condiciones
de vida pueden beneficiar y benefician de hecho a los individuos, pero
no pueden hacer nada para mejorar las cualidades innatas de una raza
si no es mediante el proceso indirecto de selección natural o artificial.
Tal vez los mecanismos concretos ideados por Weismann para explicar
la herencia no pasaban de ser más que ingeniosas especulaciones, pero,
al menos, sirvieron para orientar las investigaciones de muchos de sus
seguidores hacia el estudio de los procesos exactos que presiden la for­
mación de las células germinales y el desarrollo de las células somáticas,
procedentes de las germinales. Estas nuevas investigaciones empezaron en
el siglo xix, pero sus resultados más impresionantes datan de fecha poste­
rior; será, pues, preferible abordar todo este tema en el capítulo IX.
También se inició en el siglo xix otra controversia, que desembocó en
nuevos conocimientos Los defensores del darwinismo puro, como Weis­
mann, llegaron a mirar la selección natural como la causa omnisuficiente
para explicar la adaptación y, a través de ella, la evolución. Además se
daba por supuesto que las variaciones sobre las que actuaba la selección
natural eran esos pequeños cambios que ocurren, por ejemplo, en la gama
continuada de la estatura de los hombres. Dado un número suficiente­
mente amplio, siempre será posible encontrar hombres cuya talla difiere
sólo en milímetros, partiendo de una estatura media y prolongando las
hileras ascendente y descendente a uno y otro lado del centro. Esa era
la clase de pequeñas variaciones sobre las que se creía operaba la
selección hasta producir con el tiempo debido nuevas variedades y especies.
Pero antes del comienzo del nuevo siglo algunos naturalistas, espe­
cialmente De Vries y Bateson, aprovechando la experiencia almacenada
por granjeros, cultivadores y horticultores como punto de partida para
sus experimentos, encontraron que esas ideas estaban en pugna con los
hechos. Con frecuencia se producen grandes mutaciones y hasta se fijan
nuevas variedades de golpe, sobre todo después de los cruzamientos. Luego,
ya en 1900, se redescubrió la obra olvidada de Mendel y se abrió un
nuevo capítulo. Parecía que estas nuevas ideas podían explicar la evolu­
ción, en caso de que no pudiera hacerlo el principio de selección de las
pequeñas variaciones. Ya veremos más adelante hasta qué punto se vio
cumplida esa esperanza.

li G. C. B o u r n e , Herbert Spencer and Animal Evolution, Oxford, 1910.


“ A. W e ism a n n , The Evolution Theory, trad. ingl. J. A. y M. R. Thomson, Lon­
dres, 1904; B e a t r ic e B a t e s o n , William Bateson, Naturalist, Cambridge, 1928, pá­
gina 449.
LA BIOLOGIA EN EL SIGLO XIX 309

Antropología

Entre todas las ramas del saber en las que inyectó Darwin nueva savia,
ninguna se benefició tanto como la antropología o estudio comparado de
la humanidad. De hecho, no creo excederme mucho al afirmar que la
moderna antropología surgió del Origen de las especies. El estudio, ya
clásico, que hizo Huxley sobre el cráneo humano se inspiró en la contro­
versia darwiniana y marcó el principio del procedimiento para medir
exactamente los caracteres físicos, un procedimiento del que tanto depende
hoy día la ciencia. Estas ideas sobre la selección natural y sobre la evolu­
ción subtienden toda la obra posterior.
Sin embargo, hay que reconocer que también habían contribuido otros
factores a preparar el terreno para el desarrollo de la antropología. El
mismo afán por lo nuevo, la misma curiosidad insaciable, el mismo instinto
de adquirir y coleccionar, que tanto contribuyeron a importar a los jar­
dines, parques y museos de Europa plantas y animales de otros climas,
fueron trayendo los productos artísticos e industriales de otras gentes
y los objetos de culto de otras religiones en todas las fases de su desarrollo.
Para cuando los antropólogos se encontraron en disposición de em­
prender su tarea tenían ya a mano gran parte del material necesario, que
para entonces se había vulgarizado y, en parte, se había clasificado, y sólo
esperaba el soplo carismático de la nueva reinterpretación para revelar
nuevos aspectos de su sentido íntimo.
Darwin no examinó detalladamente el problema de la humanidad en
su Origen de las espacies, contentándose con indicar que sus conclusiones
sobre las especies en general tenían evidentemente aplicación al caso hu­
mano. Después de examinar exhaustivamente los datos anatómicos, Huxley
afirmó en 1863 que el cuerpo y el cerebro del hombre se diferenciaban
menos de los de algunos monos, que los de los monos entre sí '7. En conse­
cuencia, volvió a resucitar la clasificación de Linneo y colocó al hombre como
representante de la primera familia del orden de los primates. Psicológi­
camente es mayor la distancia entre el hombre y el mono, pero los anima­
les vertebrados desarrollan unos procesos mentales correspondientes a los
humanos, aunque menos vigorosos y complejos. Así lo proclamaron Brehm,
en su Thierleben, y Darwin, en sus obras posteriores '8. En cambio, Wallace
seguía sosteniendo que al hombre había que asignarle un puesto aparte
y considerarlo «no sólo como la cabeza y el punto culminante de la gran
escala de la naturaleza orgánica, sino como un ser perteneciente de alguna
manera a un orden nuevo y diferente» l9.
Al dividir a la humanidad en variedades o razas se han tenido en
cuenta, sobre todo, los caracteres físicos, si bien, por otra parte, se ha
17 T. H. H Man’s Place in Nature, Londres, 1863.
uxley,
The Descent of Man; The Expression of the Emotions in
" C h a r l e s D a r w in ,
Man and Other Animáis.
” A. R. W a lla c e , Natural Selection, p á g . 324.
310 H ISTORIA DE LA CIENCIA

sostenido la idea de que existe correlación entre los caracteres físicos


y los rasgos mentales. Siempre se partió del color de la piel para separar
las razas en blanca, amarilla, morena y negra; es evidente, además, que
van vinculadas al color otras características, que constituyen una verda­
dera distinción racial entre esas cuatro variedades humanas, aunque dentro
de ellas se imponen ciertas subdivisiones. Después del color sigue en im­
portancia la forma del cráneo, que suele calificarse generalmente por el
método establecido por Retsius. Mirando el cráneo desde arriba, se toma
como 100 el diámetro más largo entre la parte anterior y posterior. Sobre
esta escala se obtiene el llamado índice cefálico midiendo la longitud del
diámetro más corto o transversal. Si mide menos de 80, se clasifica el
cráneo como largo, y si mide más de 80, como ancho.
Podemos tomar el análisis de la población de Europa como ejemplo
ilustrativo de estos métodos y de sus resultados20. Desde el punto de
vista físico, los europeos se distinguen principalmente por tres caracterís­
ticas: estatura, color y forma craneal. Si tomamos el promedio de grandes
masas de gente, notamos que a medida que ascendemos hacia las regiones
bálticas el tipo humano es más alto y más rubio, y a medida que descen­
demos hacia el sur, el tipo es más corto de talla y más moreno. En la
región alpina, intermedia, son también intermedios la altura y el color.
Pero la configuración de la cabeza es ya cosa diferente. Mientras los
norteños y meridionales tienen cráneos largos, con un índice cefálico de
75 a 79, los montañeses, de cabeza redonda, tienen cráneos más anchos,
con un índice de 85 a 89.
Para explicar estos hechos se supone que en Europa existen tres
razas primarias: la primera, del Norte, alta y rubia, que se encuentra en
su estado más puro en torno a las costas bálticas; la segunda, del Sur,
menuda y trigueña, que habita las costas mediterráneas y parte de las
del Atlántico. Estas dos razas son de cráneo largo. Pero entre las dos
se extiende geográficamente la tercera raza, la alpina, de cabeza ancha,
de color y talla intermedios, que habita las regiones montañosas de la
Europa central. Desde cierto punto de vista, la historia de Europa se
identifica con la historia de las andanzas y contactos entre estas tres
razas21. Métodos parecidos de investigación, atendiendo a otros caracteres,
como la constitución del pelo, se han aplicado a la antropología física de
otros continentes, en los que se encuentran pueblos más primitivos.
Desde que reseñó Lyell la información fragmentaria que nos han lega­
do sobre el hombre las fuentes geológicas se han hecho muchos descu­
brimientos nuevos, en virtud de los cuales se han llegado a distinguir
diferentes razas en los tiempos remotos prehistóricos. Gran parte de esta
labor se llevó a cabo en el siglo xix. Se vio que hace decenas de miles de
años los hombres de las cavernas decoraban sus paredes con reproduccio­
nes inspiradas de bisontes y jabalíes. Todavía se descubrieron restos más
antiguos en Neanderthal, en 1856, y en Spy, en 1886, que demuestran la
10 W. Z. R i p l e y , The Races of Europe, Boston y Londres, 1899.
11 A. C. H a d don , The Wanderings of Peoples, Cambridge, 1911.
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 311

existencia de tipos aún más primitivos. En 1893 descubrió Dubois en unos


sedimentos de Java, pertenecientes a fines del plioceno, unos huesos, que
muchos entendidos creyeron pertenecer a un tipo intermedio estructural­
mente entre los monos antropoides y las primeras formas humanas co­
nocidas.
El hombre no puede haber descendido por línea directa de ninguna
de las especies de monos de las existentes hoy día; pero, por lo menos,
es primo lejano de ellas. Muy posiblemente existieron anteriormente
a éstas muchas otras formas variadas, que serían sus antepasadas comunes.
Es cierto que el proceso debió ser mucho más complicado de lo que se
pensó en un principio. Los brotes esporádicos que se alzan sobre la
llanura visible de la historia brotan de una red de raíces sumamente com­
pleja, hundida en las profundidades del pasado irrecuperable.
La aplicación de los métodos estadísticos a la antropología puede de­
cirse que empezó con el estudio de los registros de defunción, realizado
en el siglo xvn por Sir William Petty y John Graunt, y renovado por el
astrónomo belga L. A. J. Quetelet— 1796-1874— en el siglo xix. En 1835
y años más tarde demostró Quetelet que podía aplicarse la teoría de las
probabilidades a los problemas humanos 22. Comprobó que la medida de
pecho de los soldados escoceses o la talla de los reclutas franceses oscilaba
con relación a la m edia' de acuerdo con las mismas leyes que rigen la
distribución de las balas en torno al centro de un blanco o el reparto de
las suertes en una mesa de juego. Expresadas gráficamente, como en la
figura 9, las medidas dan una curva de variación que se parece a la de
las velocidades de las moléculas de un gas (ver fig. 5).

El primo de Darwin, Francis Galton, aplicó las leyes hereditarias


contenidas en el Origen de las especies a la herencia de las cualidades
11 Sur l’Homme et te Développement de ses Facultes, 1835. Physique Sociale,
1869. Anthropométrie, 1870.
312 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

mentales del hom bre23. Trazando la gráfica a base de las calificaciones


obtenidas en unos exámenes por los concursantes demostró que obedecía
a las mismas leyes que la de las cualidades físicas y la de las velocidades
moleculares. La generalidad de los hombres poseen facultades intelectuales
mediocres; fuego, a medida que subimos hacia el genio o descendemos
a la memez, se van reduciendo los números en la forma consabida.
Un «primer premio» obtuvo un promedio de calificación 30 veces
superior a las notas del menos favorecido dentro de los sobresalientes,
el cual, a su vez, podía haber superado las calificaciones de los simples
aprobados si éstos hubiesen concursado a los mismos exámenes de ma­
trícula de honor. Dada la limitación del tiempo disponible, estas cifras
no acentúan suficientemente las diferencias de inteligencia, que son a todas
luces enormes. Galton reservó la calificación de «eminente» a las cuali­
dades que aparecen tan sólo en un 250 por millón de hombres aproxima­
damente, y la de «ilustre» a las que se presentan tan sólo en un uno por
millón o más. En el otro extremo de la escala figuran los imbéciles y tontos
de remate, que comprenden el 250 por millón, los cuales distan de la
normal en la dirección descendente, lo mismo que los eminentes distan
en la ascendente. Estudiando libros de referencias y citas observó Galton
que los personajes eminentes tienen, en conjunto, un número mayor de
parientes eminentes que los que tiene un número igual de gente tomado
al azar entre una población. Así, por ejemplo, calculó que el hijo de un
juez tiene 500 veces más probabilidades de poseer o demostrar más capa­
cidad que las que tiene un hombre cualquiera tomado al azar. Si alguien
objeta que los jueces tienen más oportunidades de ayudar a sus hijos que
la mayoría de los mortales, puede contestarse que las cifras aportadas
por Galton demuestran que es casi tan probable el que un juez tenga
un padre capaz, como que tenga un hijo capaz, siendo así que por muy
jueces que sean no tienen grandes oportunidades que digamos de educar
ni hacer adelantar a sus padres. Con estos argumentos, hasta cierto punto
aceptables, salió Galton al encuentro de las críticas que se hicieron contra
su obra. No podemos fiarnos demasiado de la exactitud de las cifras que
nos da, pero, en conjunto, los resultados son claros e inequívocos. Es
verdad que no se puede pronosticar sobre un individuo particular; pero
en el promedio de grandes masas es indiscutible que la capacidad se
hereda; las diferencias de la capacidad innata son enormes; esa idea
de que todos los hombres nacen iguales, si se quiere indicar con ella que
todos poseen iguales cualidades, es demostrativamente falsa.
La teoría de Darwin sobre la selección natural llevó a reconocer que
cualquier cambio en el ambiente legal, social o económico por fuerza ha
de favorecer determinadas disposiciones con preferencia a otras dentro de
una población mixta, con lo que modificaría las cualidades biológicas
medias de la gente. Galton abrigó desde un principio sus dudas sobre la
herencia de los caracteres adquiridos; así, cuando la obra de Weismann
:3 Hereditary Genius, Londres, 1869.
LA BIOLOGIA EN E L SIGLO XIX 313

vino a demostrar que esa teoría no tiene a su favor pruebas capaces de


resistir un examen crítico, se reforzaron inmensamente los principios de
Galton. Resultó evidente que se habían sobreestimado con mucho las
influencias del medio ambiente, que la educación no puede hacer sino
resaltar las cualidades ya existentes y que sólo se pueden mejorar las
condiciones biológicas de una raza favoreciendo las mejores disposiciones.
Así apareció con claridad meridiana la razón de la importancia suprema
de la cría.
Ni que decir tiene que se ha de distinguir taxativamente entre la
herencia biológica y la cultural que unas generaciones legan a las siguientes
de palabra o escrito, contribuyendo a fijar con ello las características na­
cionales. Todo el mundo reconoce el alcance de esta segunda herencia,
pero con frecuencia se pasa por alto el influjo ejercido por la herencia
biológica.
CAPITULO VIII

CIENCIA Y FILOSOFIA EN EL SIGLO XIX

Tendencias generales del pensamiento científico

En los siglos xvn y xvm empezó a manifestarse el influjo ejercido por


los nacionalismos, que sustituyeron el universalismo eclesiástico de la
Edad Media. La ciencia, y en realidad el pensamiento en general, adquirió
características nacionales fuertemente marcadas, al mismo tiempo que se
abría un distanciamiento intelectual entre las distintas naciones y varias
lenguas vernáculas europeas sustituían al latín como vehículo de los
escritos científicos. Fue preciso emprender viajes de exploración intelec­
tual al extranjero, como los de Voltaire a Inglaterra en 1726, los de Adam
Smith a Francia en 1765 y los de Wordsworth y Coleridge a Alemania
en 1798, para que se diesen a conocer más allá de las fronteras de cada
nación las grandes obras de sus autores nativos, como la astronomía de
Newton, la economía de los «fisiócratas», la filosofía de Kant y Schelling
En los primeros años del siglo xix era París el centro científico del
mundo. El Gobierno revolucionario había guillotinado en 1793 a Lavoi-
sier, Bailly y Cousin; había impulsado a Condorcet al suicidio, y había
disuelto la Académie des Sciences. Pero pronto se vio en el trance de
tener que recurrir a la ayuda de los antiguos miembros de dicha asocia­
ción: «todo hacía falta para la defensa del país»; la ciencia se hizo
imprescindible para la sociedad en general y en 1795 se volvió a abrir la
Académie como parte del Instituí. Las matemáticas de Laplace, Lagrange
y Monge, la nueva química iniciada por Lavoisier y la cristalografía geo­
métrica, creada por el Abbé Haüy, se unieron para formar una brillante
constelación de ciencias físicas.
Laplace desarrolló y sistematizó la teoría de las probabilidades, fun­
dada por Pascal y Fermat en el siglo xvn, y la aplicó no sólo para calcular
los errores de las mediciones físicas, sino hasta para racionalizar ciertos
problemas humanos como seguros, y las estadísticas de los problemas
de gobierno y administración, siempre que afectan a grandes masas. Cuvier
hizo extensiva la investigación exacta a la anatomía comparativa; además,
desde su puesto de secretario permanente de la Académie des Sciences
contribuyó mucho a mantener alta la bandera del espíritu científico en
todos los ramos del saber.

1 J. T. Merz, History of European Thought in the Nineteenth Century, 4 volú­


menes, Edimburgo y Londres, 1896-1914, vol. I, pág. 16.
CIEN CIA Y FILO SO FIA EN EL SIGLO XIX 315

Francia fue el único país durante el siglo xvm en el que la ciencia


invadió la literatura. «Ninguna otra nación cuenta con un Fontenell, con
un Voltaire, con un Buffon»; este maridaje entre la ciencia y la literatura
se mantuvo a principios del siglo xix en un plano elevado y elegante, de­
bido, en gran parte, a haberse integrado la Académie como parte del
Instituí.
Si el hogar de la ciencia francesa hay que buscarlo en la Académie, el
de la ciencia alemana se instaló en las universidades. Pero mucho después
de haberse introducido en París el uso y práctica de los métodos de las
ciencias exactas, todavía las universidades alemanas, a pesar de su indis­
cutible competencia en los estudios clásicos y filosóficos, seguían ense­
ñando una Naturphilosophie híbrida, en la que se deducían las conclusio­
nes de dudosas teorías filosóficas, en vez de obtenerlas del estudio paciente
de los fenómenos naturales. Hacia 1830 se extinguió ese influjo, debido,
en parte, a la obra de Gauss en matemáticas y de Liebig en química:
éste se había formado en París bajo la dirección de Gay-Lussac y abrió
un laboratorio en Giessen en 1826. Desde entonces hasta 1914 Alemania
se puso a la cabeza de todos los demás países, como pionera de la inves­
tigación organizada y sistemática, al mismo tiempo que se imponían al
mundo cultural sus coqjpendios y análisis de la labor científica mundial.
Además, el mayor ámbito introducido por la palabra Wissenschaft, en la
que se comprende toda la escala del saber sistemático, tanto lo que pudié­
ramos llamar ciencia como la filología, la historia y la filosofía, contribuyó
en gran medida a mantener y fomentar los contactos entre estas diversas
ramas y a abrir a cada una de ellas horizontes correspondientemente más
amplios.
Tal vez pueda decirse que la característica más impresionante de la
ciencia inglesa fue su espíritu individualista, reflejado en el hecho de
que con mucha frecuencia las grandes obras de genio fueron producto
de particulares sin puestos académicos, como Robert Boyle, Henry Caven-
dish y Charles Darwin. Ni Oxford ni Cambridge, a pesar de no tener
rivales como centros de educación liberal, habían sentido aún durante
la primera mitad del siglo xix el soplo del espíritu continental de inves­
tigación. Llovían las quejas sobre el bajo nivel científico de Inglaterra2
y fue preciso el estímulo de una sociedad de gente sin título académico,
formada por Babbage, Herschel y Peacock, para que se introdujesen las
matemáticas continentales en la Universidad de Cambridge, a pesar de
que derivaban en gran parte de las de Newton.
Pero hacia mediados de siglo sopló el espíritu de la reforma en Oxford
y Cambridge hasta convertirse rápidamente en centros de estudios moder­
nos tan eficaces como lo eran en las artes liberales tradicionales. Una vez
más encontró la reina de las ciencias— la física matemática—su hogar
connatural en Cambridge; más tarde se desarrolló la mundialmente famosa
escuela experimental del laboratorio de Cavendish, bajo la inspiración
2 Véase, por ejemplo, Edinburgh Review, vol. XXVII, 1816, pág. 98, y C. B abbage ,
Decline of the State of Science in England, 1830.
316 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

de Clerk Maxwell, Lord Rayleigh, J. J. Thomson y Rutherford. Siguieron


luego los estudios biológicos, bajo la dirección de Michael Foster, Langley
y Bateson; así se ganó Cambridge ese puesto destacado como foco de
Irradiación científica que se le reconoce en nuestros días.
De esta manera volvió a romper Inglaterra en la segunda mitad del
siglo aquel aislamiento intelectual que había mantenido durante la primera
mitad con respecto a las naciones de Europa. Las facilidades del transporte
favorecieron los intercambios personales, mientras que las revistas cien­
tíficas y las memorias de las instituciones culturales daban a conocer las
nuevas adquisiciones a los lectores interesados: así, la ciencia se hizo otra
vez internacional.
Por otra parte, se fueron especializando más las diferentes ramas
del saber: así, a medida que caían las barreras nacionales, se alzaban
las vallas de la especialización. Todavía a principios del siglo xix podían
darse cursos sobre Encyclopadie en las universidades alemanas, bajo la
creencia de que podría integrarse en un único esquema la universalidad
de los conocimientos3. Bajo el influjo de Kant, Fichte y Schleiermacher,
la filosofía continuaba abarcando todas las ramas del saber, al mismo
tiempo que seguía filtrándose en el pensamiento científico.
Más adelante indicaré cómo perdieron contacto durante algún tiempo
la ciencia y la filosofía. Indudablemente contribuyó a acelerar este pro­
ceso de desvinculación la subdivisión simultánea de la ciencia en ciencias.
Los conocimientos se fueron desarrollando a tal velocidad que no había
persona capaz de seguirles la pista a todos. Entretanto, los laboratorios,
que hasta entonces habían sido el monopolio de los «filósofos naturales»
particulares, pasaron a ser obra y dotación de las universidades, haciendo
asequibles los métodos experimentales de estudio no sólo a los investiga­
dores de profesión, sino aun a los mismos estudiantes. La facilidad que
daba esto para consagrarse más por entero al estudio a fondo de cada
asignatura dejaba menos tiempo para panorámicas generales, con lo que
los hombres de ciencia corrían el peligro de «no ver el bosque por los
árboles». En los últimos años se han ido poniendo de manifiesto con
creciente claridad las interconexiones existentes entre las diversas cien­
cias, mientras que las matemáticas y la física están señalando la ruta de
una nueva filosofía. Pero, hablando en términos generales, esa tendencia
«separatista» duró hasta el fin del siglo xix, salvo unos cuantos principios
generales, como el de la conservación de la energía, que se vio valía por
igual en física, química y biología.
Al intentar describir el efecto que produjo el desarrollo de la ciencia
decimonónica en otros terrenos, particularmente en el pensamiento filo­
sófico, no hay que olvidar, como ya indiqué, que el impacto producido
durante este período por los avances de las matemáticas y de la física
fue mucho menos que el que se había hecho sentir en los siglos xvi, xvn
y x v i i i . Es cierto que fue mucho mayor el volumen que alcanzó la inves­

1 M e rz , loe. cit., vol. I, pág. 37.


CIENCIA Y FILO SO FIA EN EL SIGLO XIX 317

tigación matemática y física y que fue enorme el cambio que experi­


mentaron las perspectivas científicas entre 1800 y 1900; pero desde el
punto de vista filosófico, no se produjeron durante este siglo descubrimien­
tos físicos tan revolucionarios como los de Copérnico y Newton, que
vinieron a conmover hasta sus cimientos las creencias de los hombres
sobre la posición y la importancia de su mundo y de sí mismos dentro
del universo. En el siglo xix se operó en biología un movimiento revo­
lucionario parecido cuando la fisiología y la psicología examinaron las
relaciones existentes entre mente y materia, y luego cuando Darwin esta­
bleció la teoría de la evolución sobre la base de la selección natural.
Vimos cómo durante el Renacimiento y la época newtoniana se fueron
aflojando gradualmente los vínculos entre la ciencia y la filosofía, en virtud
de los nuevos métodos de inducción y experimentación, propios de los
estudios naturales, ideados e introducidos por los científicos. Sin embargo,
los filósofos se esforzaban por mantener su hegemonía de iure sobre todo
el ámbito del saber, aunque de fa d o se le había escapado de las manos
el cetro sobre gran parte del conocimiento humano. Hasta los días de
Kant continuaron integrando en sus sistemas las adquisiciones de las
ciencias físicas.
Pero ahora llegárnosla una época en que se trazó con mucha mayor
claridad la línea divisoria entre ciencia y filosofía, debido principalmente
al influjo de los hegelianos posteriores más que al mismo Hegel.
Este fenómeno lo describió acertadamente Helmholtz4, que vivió lo
bastante cerca de aquellos tiempos para apreciar de lleno sus efectos.
Escribía en 1862:
Ultimamente se ha reprochado a la filosofía natural el haberse embarcado en
nuevos derroteros por su propia cuenta, separándose cada vez más de las otras
ciencias [Wissenschaften], que están vinculadas entre sí por estudios filosóficos e
históricos comunes. De hecho, esa oposición ha sido manifiesta por mucho tiempo;
a mi juicio, lo que más ha contribuido a provocarla ha sido el influjo de la filo­
sofía hegeliana, o por lo menos a ponerla más de relieve. Ciertamente, nunca se pro­
clamó semejante cisma al fin del siglo pasado, en que imperaba como reina sobe­
rana la filosofía kantiana; al revés, precisamente la filosofía de Kant se basaba
exactamente en el mismo terreno que las ciencias físicas, como se ve clarísima-
mente p.or sus propias obras científicas, especialmente por su Cosmogonía, fundada
en la ley de la gravitación de Newton, que posteriormente se difundió por todas
partes bajo el nombre de hipótesis de la nebulosa de Laplace. El único objeto que
se propuso Kant con su Filosofía crítica fue examinar las fuentes y la autoridad
de nuestros conocimientos, y fijar una meta concreta y estándar a las investigaciones
filosóficas, como contradistintas de las otras ciencias. Según su doctrina, los prin­
cipios descubiertos a priori por la inteligencia pura sólo son aplicables al método
del pensamiento puro, y nada más que a él; es inútil buscar en ellos conoci­
mientos reales, positivos... La Filosofía de la identidad5, de Hegel, era más avan­
zada. Arrancaba de la hipótesis de que no sólo los fenómenos espirituales, sino
hasta el mismo mundo real, es decir, la naturaleza y el hombre, eran el producto

* H . H e l m h o l t z , Popular Lectures on Scientific Subjects, trad. ingl. E. Atkinson,


Londres, 1873, pág. 5.
! Así llamada porque preconizaba la identidad no sólo entre sujeto y objeto, sino
entre los mismos términos contradictorios, como existencia e inexistencia.
318 HISTORIA DE LA CIENCIA

de un acto de pensamiento de una mente creadora, que se suponía parecida espe­


cíficamente a la mente humana. En esta hipótesis parecía de competencia de la
mente humana repensar los pensamientos del Creador, incluso sin ayuda de la ex­
periencia externa, hasta redescubrirlos por su propia actividad interna. Tal fue el
punto de vista en que se basó la Filosofía de la identidad para construir a priori los
resultados de las otras ciencias. Este procedimiento podría dar mejor o peor re­
sultado en materias teológicas, jurídicas, políticas, lingüísticas, artísticas, históricas;
en una palabra, en todas aquellas ciencias cuya temática deriva realmente de nues­
tra naturaleza moral y que, por lo mismo, muy bien pueden agruparse bajo el
nombre general de ciencias morales... Pero, aun concediendo que Hegel hubiese
estado más o menos acertado en construir a priori las líneas directrices de las
ciencias morales, no podría considerarse ello como prueba de que fuese correcta la
hipótesis de la identidad que le sirvió de punto de partida. La piedra de toque de
esa hipótesis tenían que ser los hechos de la naturaleza... Y ahí es donde me atrevo
a sugerir que falló por completo la filosofía de Hegel. Por lo menos los filósofos
naturales encontraron su sistema sobre la naturaleza absolutamente absurdo. Ni uno
solo entre todos los científicos insignes contemporáneos suyos propugnó sus ideas.
Como consecuencia de ello, el mismo Hegel, convencido de la importancia de con­
quistar para su filosofía en el terreno de las ciencias físicas el reconocimiento es­
pontáneo que había encontrado en los demás ambientes, desencadenó un ataque,
cargado de vehemencia y acrimonia inusitadas, contra los filósofos naturales, espe­
cialmente contra Sir Isaac Newton, como el exponente número 1 de la investigación
física. Los filósofos acusaban a los científicos de estrechez mental, y los científicos
a los filósofos de locos. Con esto los hombres de ciencia empezaron a comentar
la conveniencia de desterrar de su trabajo toda clase de influencia filosófica; y al­
gunos, incluso entre los talentos más agudos, llegaron a condenar totalmente a la
filosofía, no sólo como inútil, sino como positivamente dañina, además de fantás­
tica. El resultado fue, fuerza es confesarlo, que no contentos con repudiar las pre­
tensiones ilegítimas que quería arrogarse el sistema hegeliano sobre todas las de­
más ramas del saber, pretendiendo que todas se subordinasen a él, cerraron tam­
bién sus oídos a las reclamaciones justas de la filosofía, es decir, a su derecho a
criticar las fuentes del conocimiento y la definición de las funciones del entendi­
miento.

Todavía duró como medio siglo este divorcio entre la filosofía y la


ciencia, especialmente en Alemania. Los hegelíanos desdeñaban a los
«experimentalistas», un poco al estilo de los filósofos griegos, mientras
los científicos gustaban poco de los hegelianos, hasta que terminaron por
hacer caso omiso de ellos. El mismo Helmholtz, al mismo tiempo que de­
ploraba esta actitud, como acabamos de ver, reducía el ámbito de la filo­
sofía a sus funciones críticas— es decir, a desarrollar la teoría del cono­
cimiento— , negándole el derecho a abordar otros problemas más especu­
lativos, como las cuestiones más profundas relativas a la naturaleza de la
realidad y al sentido del universo.
Los filósofos, por su parte, no se mostraban menos ciegos; cualquier
arma les parecía buena para atacar a los experimentalistas. El poeta Goethe
realizó una buena labor en anatomía comparada, tanto animal como vege­
tal; era un terreno en el que los hechos estaban a la vista. Pero en cuanto
se precisaba un análisis más a fondo, el método de Goethe se encontraba
desarmado. Una ráfaga de intuición poética le aseguraba que la luz blanca
debe ser más simple, más pura que la de color, y que, por consiguiente, la
CIENCIA Y FILOSOFIA EN EL SIGLO XIX 319

teoría de Newton sobre los colores era una aberración6. No quería ver
los hechos comprobados a base de experimentos cuidadosos ni las conclu­
siones que de ellos se seguían. Opinaba que los sentidos deben revelarnos
a la primera la verdad sobre la naturaleza y que la imaginación y el sen­
tido estéticos deben penetrar directamente en el santuario de las cosas.
Así ideó su teoría sobre el color, en la que la luz blanca era la base fun­
damental: una teoría que no podía resistir el análisis físico más somero
y que no tenía más punto de apoyo que las diatribas de Goethe contra
Newton y la connivencia transigente de los hegelianos. Con esto no es de
extrañar que los científicos se acostumbraran a no darse por enterados de
los escritos de los filósofos. Pero no podía durar mucho aquella separa­
ción total, y una vez más empezó la ciencia a influir en el pensamiento
general de la época.
En Inglaterra surgió una nueva variante de una controversia antigua:
Whewell sostenía la naturaleza apriorística de las matemáticas, mientras
que Herschel y John Stuart Mili afirmaban que los axiomas de Euclides,
como aquel de que dos rectas paralelas prolongadas hasta el infinito no
se encuentran jamás, son inducciones sacadas de la experiencia7. Kant
atribuía el valor de estos axiomas a nuestra constitución mental; actual­
mente pueden considerarse dichos axiomas como meras definiciones del
tipo de espacio que nos'proponíamos investigar en nuestra geometría. Se
pueden establecer otros axiomas que conduzcan a una geometría de espa­
cios no euclidianos. De hecho, los trabajos realizados por Lobatchewski,
Bolyai, Gauss y Riemann fueron revelando gradualmente que lo que llama­
mos espacio es un caso particular dentro de una variedad general de
posibles estructuras rie cuatro o más dimensiones. Nuestra mente puede
elaborar los axiomas de esos otros tipos de espacio y deducir sus propie­
dades. Es cierto que, según la experiencia, el espacio que observamos es
aproximadamente tridimensional y euclidiano, pero Einstein, que lo estu­
dió más a fondo, demostró que no es así exactamente, sino que puede
adaptarse a cualquiera de las muchas otras clases de espacio, a juzgar
por nuestros medios actuales de precisión. Así, la controversia entre Whe­
well y Mili, como tantas otras, se fundió en una solución que contiene
la esencia de ambas alternativas.
Whewell distinguió entre los axiomas necesarios de la matemática
y las hipótesis puramente probables de las ciencias naturales; reconocía
que éstas se basaban en la inducción experimental; pero, siguiendo a Kant,
afirmaba que en todo acto cognoscitivo interviene un factor formal o men­
tal en cooperación con elementos derivados directamente de las sensacio­
nes. La postura de Mili obedecía, en parte, a que los empiristas de su
tiempo seguían combatiendo consciente o inconscientemente el antiguo fan­
tasma de las ideas innatas de Platón— procedentes de un mundo suprasen-
sitivo— . Parece que esta misma preocupación atávica fue la que desorientó
4 H e l m h o l t z , loe. cit., p á g . 33.
7 W . W h e w e l l , P h ilo sophy o f th e In d u c tiv e Sciences, Londres, 1840, y H istory
o f th e In d u c tiv e Sciences, Londres, 1837; J. S. M i l l , Logic, Londres, 1843.
320 H ISTORIA DE LA CIENCIA

a Ueberweg en su polémica contra Kant ’. Muchas veces los empiristas del


siglo xix no acertaron a apreciar la fuerza ni el alcance de la concepción
según la cual la experiencia no nos introduce directamente en la naturaleza
real de las cosas, sino que es sólo un proceso por el que se hacen presentes
en nuestras mentes sus apariencias y que, por tanto, la imagen que nos
formamos de la naturaleza es, en parte, un producto apriorístico de nues­
tra estructura mental, como lo es también el hecho mismo de que tengamos
experiencias.
Lo que ocurrió, de hecho, durante la mayor parte del siglo xix fue
que la mayoría de los científicos, especialmente biólogos, mientras se ima­
ginaban que se mantenían totalmente al margen de la metafísica, lo que
hacían era aceptar sin crítica ninguna el modelo de la naturaleza que les
presentaba la ciencia como realidad última. Algunos físicos y filósofos se
mostraron más cautos. El mismo Herbert Spencer, que fundó su obra
sobre la ciencia de su tiempo, sostenía que los conceptos últimos de la
física, como el átomo, espacio, tiempo, encierran incoherencias mentales,
las cuales manifiestan a las claras que no podemos conocer la realidad
latente bajo los fenómenos. En esto, concluía él, la ciencia viene a coin­
cidir con la religión, la cual, rechazando cualquier elemento de duda, cree
firmemente que todas las cosas son una manifestación de un poder que
trasciende nuestro conocimiento.
También estudiaron la filosofía de la ciencia en Inglaterra G. Boole, el
cual introdujo en la lógica el lenguaje y la notación simbólicos; W. Stanley
Jevons, con sus Principies of Science— 1874— , donde concede gran im­
portancia a la intuición dentro de los métodos científicos de investigación,
y W. K. Clifford— 1845-1879—, según el cual, el argumento de Kant
a favor de la universalidad y necesidad de las verdades geométricas tenía
fuerza contra el empirismo de Hume, si bien las investigaciones de Lobat-
chewski y Riemann demostraban que el espacio real y su geometría, tal
como nosotros los conocemos, son frutos de la experiencia, así como el
espacio ideal puede definirse y estudiarse a priori. Es evidente que la
teoría de Darwin sobre la selección natural influyó en el enfoque de
este problema. Por eso volveremos a analizarla más adelante, en este
mismo capítulo.
Pero Boole, Jevons y Clifford gozaban de escasa influencia entre los
científicos. Los mismos físicos se habían desconectado de la filosofía tan
por completo que cuando en 1883 llamó Erns Mach la atención sobre la
base filosófica de la mecánica, algunos no se enteraron siquiera de su
obra, otros la despreciaron como fantástica y los pocos que la estudiaron
y apreciaron sobreestimaron su originalidad9.
En la composición de su tratado sobre la mecánica utilizó el método

' Véase F. A. L a n c e , Geschichte des Materialismus, trad. ingl. E. C. Thomas,


volumen II, 3.a ed., pág. 173.
’ Dr. E r n s t M a c h , Die Mechanik in ihrer Entwickelung historísch-kritisch dar-
gestellt, 1.* ed. 1883, 4.* ed. 1901, trad. ingl. T. J. McCormack, Chicago, 1893,
2.a ed., Londres, 1902.
CIEN CIA Y F IL O SO FIA EN E L SIGLO XIX 321

histórico, entonces insólito. En el capítulo VI expuse la crítica que hizo


de la definición newtoniana de masa y su informe sobre los descubrimien­
tos fundamentales de los principios dinámicos.
Recogiendo la tradición de Locke, Hume y Kant, observó Mach que
la ciencia no hace sino construir un modelo de lo que nos dicen nuestros
sentidos sobre la naturaleza y que la mecánica, lejos de constituir nece­
sariamente, como creen algunos, la verdad última sobre la naturaleza, no
es más que uno de los aspectos bajo los cuales se puede mirar este modelo.
Existen otros aspectos tan fundamentales e importantes, como el químico,
el fisiológico, etc. No tenemos derecho a suponer que conocemos el
espacio y el tiempo absolutos, puesto que el espacio y el tiempo son sen­
cillamente sensaciones, relacionadas exclusivamente con la estructura de
las estrellas fijas y con el movimiento astronómico, respectivamente. El
espacio que conocemos nosotros es un concepto derivado de la experiencia,
como lo demuestra el hecho de que Riemann y otros matemáticos han idea­
do diferentes clases de espacio o agregados espaciales. «Un cuerpo es la
suma relativamente constante de las sensaciones de tacto y vista.» La ley
natural es una «regla esquemática» en que se compendia el resultado de
experiencias pasadas como guía para futuras percepciones sensoriales.
La mayor parte de las ideas de Mach pueden hallarse en los escritos de
los antiguos filósofos, pero parecieron novísimas a los científicos de fines
del siglo xix, poco duchos en materias filosóficas.

Materia y fuerza

Desde el punto de vista filosófico tal vez pueda decirse que el primer
efecto importante particular de las nuevas adquisiciones de la ciencia física
se debió a la demostración, realizada por Lavoisier, de la permanencia
de la materia a lo largo de todas las reacciones y cambios químicos. La
idea de materia adquirida por el sentido del tacto es uno de los primeros
conceptos que brinda a la ciencia el sentido común y que condujo al
concepto metafísico de sustancia como algo extenso en el espacio y per­
manente a través del tiempo. Vimos en capítulos anteriores que en ciertos
períodos de la historia la experiencia de la solidez de la materia dio
origen repetidas veces a las filosofías materialistas. Lavoisier demostró cien­
tíficamente que a través de todos los cambios y desapariciones aparentes,
producidos por la acción química, permanece idéntica la masa total, me­
dida a peso; con ello reforzó inmensamente la concepción del sentido
común de que la materia es una realidad última, ya que el hecho de
perdurar en el tiempo es una de las señales que atribuye el sentido común
a la realidad.
Pero lo que produjo un impacto más hondo en el pensamiento filo­
sófico en los dos primeros tercios del siglo xix fue la impresión general
que causaron los éxitos de las ciencias físicas. La teoría atómica de Dalton,
la reducción de los fenómenos electromagnéticos a leyes matematicas, la
322 H ISTORIA DE LA CIENCIA

concordancia entre ciertos experimentos y la teoría ondulatoria de la luz,


el descubrimiento de la composición del Sol y de las estrellas verificado
por el análisis espectral, la producción de nuevos compuestos e incluso de
nuevos elementos y los procedimientos para pronosticar su existencia antes
de descubrirlos: todas éstas y otras muchas conquistas causaban una sen­
sación abrumadora del poder creciente de la ciencia para interpretar la
naturaleza y para controlar sus fuerzas. Era fácil olvidar entonces que con
todo ello no se hacía sino formular en otros términos el mismo problema
radical y que, en último análisis, los problemas fundamentales sobre la
realidad de las cosas continuaban sin descifrar. De hecho, se olvidó muchas
veces este detalle durante los primeros sesenta o setenta años del siglo xix,
y la gente, falta de sentido crítico, creyó con mayor firmeza cada día pri­
mero en la materia y en la fuerza, y luego, en la materia y en el movi­
miento, como en la razón última de las cosas.
Aquí conviene trazar con más detención las diversas corrientes de pen­
samiento que condujeron a la idea del predominio de la materia y de la
fuerza. Al formular su hipótesis sobre la atracción y gravitación universa­
les, nunca pensó Newton personalmente en aceptar la gravedad como
propiedad inherente y última de la materia, ni la acción a distancia como
una explicación física. Declaró que nunca había encontrado una causa de
esa atracción que le llenase; únicamente aventuraba a modo de interro­
gante la pregunta de si no podría deberse a un medio etéreo, el cual, por
ser más denso en el espacio libre que la materia cercana, presiona las
masas unas contra otras; ni siquiera daba especial importancia a esta
sugerencia; siempre dejó ver con toda claridad que la gravedad necesita
una explicación y que su causa debía ser objeto de futuros estudios.
Sin embargo, durante el siglo xvm y principios del xix muchos filóso­
fos y algunos físicos dieron por supuesto que el sistema newtoniano, que
era una ampliación de la idea de fuerza de Galileo, incluía la acción a dis­
tancia, y que en esto no debía confundirse con la escuela derivada de
Descartes, que pretendía explicar las interacciones de la materia mediante
ciertos mecanismos comprensibles. Por ejemplo: mientras los físicos Am-
pére y Cauchy investigaban en Francia las fuerzas eléctricas matemática­
mente fundándose en la ley newtoniana del cuadrado de la distancia, en
Inglaterra, primero Faraday, y luego, William Thomson y Clerk Maxwell,
estudiaban el efecto del medio interpuesto, esforzándose por imaginar un
mecanismo capaz de transmitir las fuerzas eléctricas.
Cuestiones parecidas surgieron en los problemas atómicos y molecula­
res. Según los antiguos, y, por supuesto, según Gassendi y Boyle, los
átomos sólo actúan entre sí por colisión y contacto. Imaginaban que
los átomos estaban dotados de superficies ásperas y hasta de dientes
o ganchos, con lo que esperaban explicar la cohesión y demás propiedades
de la materia. Pero si los átomos pueden actuar entre sí a distancia resul­
tan innecesarios esos recursos. Es cierto que la teoría cinética, vista super­
ficialmente, representa un regreso a la concepción de que los átomos o mo­
léculas actúan entre sí por colisión directa. Pero hay que suponer que
CIENCIA Y FILO SO FIA EN E L SIGLO XIX 323

cuando las moléculas se aproximan entre sí ejercen fuerza unas sobre


otras, y, además, como hay que suponer que rebotan al chocar, necesaria­
mente han de considerarse como elásticas y, por tanto, tienen que tener
su estructura y estar compuestas de partes más pequeñas. Aunque los
átomos sean indivisibles en la práctica, en teoría se pueden dividir ima­
ginariamente hasta el infinito, y, en último término, tenemos que repre­
sentarnos una partícula infinitamente pequeña, que es el punto, el cual
ha de ser un centro de fuerza, ya que influye en los demás puntos. Seme­
jante razonamiento condujo a Boscovitch, un jesuíta del siglo xvm , a con­
siderar los mismos átomos como centros inmateriales de fuerza, y ya en
el siglo xix, algunos físicos franceses de mentalidad lógica, como Ampére
y Cauchy, vieron que, al analizar el átomo de su tiempo, éste se había
convertido en vehículo inextenso de fuerzas y que sólo se retenía la idea
de partículas sólidas por condescendencia con los instintos materialistas
de las cabezas poco hechas a la filosofía. Ya hoy día el átomo ha dejado de
ser inextenso; hasta el electrón da señales de poseer una estructura aún
más diminuta y ha quedado elevado al rango de fuente de radiación o de
sistema ondulatorio incorporal. Al mirar más allá del horizonte del elec­
trón, aún parece que nos queda la alternativa de considerar las últimas
unidades de materia cojgo centros inextensos de fuerza o de imaginar una
serie infinita de estructuras, cada cual más pequeña que la anterior y enca­
jada cada una en la inmediata superior.
Pero, a pesar de Boscovitch, Ampére y Cauchy y de sus esfuerzos por
reducir el átomo a un mero centro de fuerza, la ciencia newtoniana,
basada en las partículas de materia y en ideas similares, aplicadas a la
química por LavoisíSt, inspiró a los interesados en estas materias una
filosofía contraria, según la cual, la única realidad la formaban los núcleos
duros de materia, mientras que las fuerzas que actuaban entre ellas eran
sólo el instrumento de su actividad. Helmholtz y otros físicos veían la
solución adecuada de cualquier problema en su reducción a masa y fuerza.
En esto seguían a Newton. Esto constituía una solución matemática, aun­
que no una explicación física. Pero la gente extraña a la física creía que
querían presentar las soluciones matemáticas como la explicación última.
En el siglo xvm resucitó en Francia el materialismo filosófico, tal como
se explicó en el capítulo V; en el siglo xix reapareció en Alemania Sus
primeros representantes, Moleschott, Büchner y Vogt, basaron su filosofía
decididamente en los resultados de la ciencia, especialmente en los de la
fisiología y psicología. Pero el título que puso Büchner a su libro, Kraft
und Stojj— 1855— , demuestra que las ideas de fuerza y materia, conce­
bidas como realidades últimas, formaban parte esencial de aquel movi­
miento. Acaso el hecho de llamar la atención sobre los resultados nítidos
de las ciencias naturales produjo un efecto saludable después de medio
siglo de nebuloso idealismo hegeliano; pero es curioso que esta renovación
de la filosofía materialista se produjese en una época en que los científicos

10 F. A. L a n c e , loe. cit., vol. II, caps. II, III.


324 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

habían sustituido el concepto de materia por el de masa cuantitativa, per­


fectamente determinable, y habían aclarado que el «poder» era un término
ambiguo, que lo mismo significaba la fuerza que la energía. Además, estos
escritores alemanes confundieron e identificaron su materialismo con el
sensismo y el escepticismo. Los comunistas resucitaron la antigua idea
de la concepción materialista de la historia, la amalgamaron con un dar-
winismus exagerado y tomaron esa mezcla como base de la economía y de
la política.

La teoría de la energía

La aceptación del principio de la conservación de la materia condujo


a cierto materialismo crudo. Más adelante se impuso también el principio
correspondiente de la conservación de la energía, y aunque el materialismo
filosófico no pudo explotarlo a su favor, en cambio, lo aprovecharon
como prueba favorable el determinismo y el mecanicismo filosófico.
En primer lugar, contribuyó a minar la forma predominante de vitalis­
mo biológico, según la cual existe en los seres vivos una fuerza vital, que
controla y hasta suspende las leyes físico-químicas, adapta el organismo
a su medio ambiente y le marca sus objetivos. Ahora se comprobó que los
animales necesitan para moverse y trabajar se les provea de energía desde
fuera: de combustible en forma de alimento y de oxígeno transportado en
el aire que respiran, y que en eso son como cualquier otra máquina. Si
existe un principio vital que controla las operaciones biológicas, debe
hacerlo de una manera mucho más sutil de lo que se suponía antes. Todavía
cabía intentar eludir la segunda ley termodinámica—es decir, la ley esta­
dística—imaginando la intervención de algún duende hipotético, como el
de Maxwell; pero la ley primera, es decir, el principio de la conservación
de la energía, estaba probado que regía igual en los sistemas vivos que
en los muertos.
En segundo lugar, si suponemos limitada y constante la cantidad de
energía contenida en el universo, tenemos que enfrentarnos con la posi­
bilidad de que un día se extinga la actividad solar, lo mismo que con el
problema de la edad de la Tierra en los tiempos pasados y de su vida en
el futuro. Se vio que resultaba inadecuada la antigua idea de que el Sol
era un cuerpo caliente que se iba enfriando poco a poco; aunque estu­
viese hecho de carbón piedra, se quemaría y apagaría demasiado pronto.
Pero también revelaban los nuevos principios físicos que se podían con­
vertir en calor inmensos almacenes de energía, a medida que se conden­
saba la nebulosa original y se integraban sus partes para formar el Sol.
Además, si el Sol continuaba todavía contrayéndose constantemente, se­
guiría funcionando este sistema calorífico, lo cual, se creía, podría pro­
longar suficientemente la existencia solar. En 1854 calculó Helmholtz que
la contracción de una diezmilésima parte de su radio podría suministrar
el calor irradiado por el Sol durante más de dos mil años.
CIEN CIA Y F IL O SO FIA EN E L SIGLO XIX 325

William Thomson, luego Lord Kelvin, fijó la edad de la Tierra median­


te un cálculo parecido y se sirvió de él para completar otros, basándose:
1) en el calor irradiado a la atmósfera a través de la corteza terrestre,
y 2) en el efecto de la fricción de las mareas en alargar el día. En 1862
calculó que hacía menos de 200 millones de años que la Tierra era una
masa fundida; en 1899 redujo el período a un tiempo comprendido entre
los 20 y los 40 millones de años. Para entonces, tanto los geólogos como
los biólogos exigían un plazo mucho mayor para la existencia de la
Tierra y de sus moradores. Se entabló a propósito de ello una buena dis­
cusión, hasta que surgieron nuevos factores, que minaron las bases en que
se fundaban los cálculos físicos: el primero fue el descubrimiento de la
posible existencia de nuevas fuentes de calor producido por la radioacti­
vidad y luego las recientes teorías atómicas y cósmicas de nuestros días.
Hoy día se sostiene que en las tremendas temperaturas interiores del Sol
y de las estrellas se producen cambios de un elemento a otro e incluso
conversión directa de materia en energía, lo cual constituye unos alma­
cenes de calor inmensamente más ricos que los que tenían en cuenta las
antiguas teorías. Actualmente pueden tomarse todo el tiempo que quieran
los historiadores de la evolución cósmica y orgánica.
Las cifras obtenidas^gn aquellos primeros cálculos carecen de impor­
tancia. Sea cual sea la duración de la existencia pasada del Sol y de la
Tierra, los principios de la conservación y degeneración de la energía se­
ñalaban la existencia de un principio y de un fin y con ello reducían la
investigación a los límites de la ciencia.
William Thomson estudió también el problema desde otro punto de
vista con la ayuda cfSl segundo principio de la termodinámica. El calor
sólo produce trabajo mecánico cuando pasa de un cuerpo caliente a uno
frío. Este proceso tiende a disminuir la diferencia de temperatura, la cual
merma también por la conducción del calor, la fricción y por otros pro­
cesos irreversibles. Dentro de un sistema irreversible va disminuyendo
constantemente la energía disponible, mientras que la cantidad inversa
—que Clausius llamó entropía—tiende siempre hacia el máximum. En
consecuencia, la energía de un sistema aislado y, por tanto, del universo
— así suponían ellos—se va transformando lentamente en calor, distribuido
uniformemente y por lo mismo inservible como fuente de trabajo útil.
Pensaban, pues, que debido a esta degeneración de la energía el universo
terminaría con el tiempo por inmovilizarse y morir.
Los resultados de Thomson corrieron suerte parecida que los de
Newton, es decir, que cayeron en manos de individuos que identificaban la
ciencia física con la filosofía mecanicista y nuestro esquema de la natu­
raleza con la realidad última. Quisieron ver en la «muerte del universo»
una prueba más a favor del ateísmo y del determinismo filosófico. Por
otra parte, en la teoría opuesta, teísta, según la cual Dios creó el mundo,
no se ve razón para que no acabe con él cuando le plazca, y como el alma
es espiritual e inmortal, según dicha hipótesis, no tiene por qué alarmarse
ante la posible desaparición de un universo del que ella habrá emigrado
326 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

con tiempo sobrado de anticipación. Tampoco era seguro que se pudiesen


aplicar los principios termodinámicos a las teorías cósmicas, al menos con
sólo los conocimientos de que se disponía en el siglo xix. No tenía justi­
ficación posible el hacer extensivos al universo unos resultados deducidos
de unos casos tan limitados, por más que se los hubiese utilizado feliz­
mente para pronosticar el curso de ciertos sistemas finitos aislados o iso­
térmicos. Hoy sabemos que el problema es mucho más complicado de lo
que parecía cuando se lo formuló por primera vez. Por lo demás, aunque
la ciencia llegase a determinar con claridad el principio y el fin del Sol
y de la Tierra, tal como existen hoy día, hemos de señalar que es poquísimo
lo que esos resultados pueden repercutir en los problemas metafísicos rela­
tivos al origen, sentido y finalidad del universo en su conjunto. Aun cuando
se llegase a trazar la vida del Sol y de la Tierra y hasta de toda la galaxia
de estrellas, desde la nebulosa primitiva hasta su inercia definitiva, no ha­
bríamos hecho más que fijar unas cuantas fases en la evolución del cosmos
y aún nos encontraríamos tan lejos como al principio, por lo que se refiere
a la solución del misterio de su existencia.

Psicología

La mente humana puede estudiarse por vía racional y por vía empírica.
Tomando por base determinado sistema metafísico del mundo—como,
por ejemplo, el de la Iglesia romana o el del materialismo alemán—puede
deducirse por razón el lugar que le corresponde en él a la mente humana
y las relaciones que la vinculan con él. Por otra parte, si no partimos de
ningún sistema concreto, podemos investigar los fenómenos mentales por
vía de observación empírica y acaso por vía de experimentación. Este
estudio empírico puede realizarse por dos procedimientos: por introspec­
ción sobre nuestros propios actos mentales y por observación y experimen­
tación objetivas de la actividad mental nuestra y de los demás. Este último
procedimiento convierte a la psicología en una rama de las ciencias
naturales.
Al principio del siglo xix fue característico de Alemania el cultivo
de la psicología racional; dentro de sus universidades se la combinaba
con la cosmología y la teodicea para formar con esa trilogía un amplio
estudio metafísico. Para entonces había aparecido ya en Inglaterra y Es­
cocia la psicología empírica, donde se siguió el método introspectivo, que
imperó durante los dos tercios del siglo, sobre todo en manos de James
Mili y de Alexander Bain. En Francia se había iniciado el estudio de la
mente en sus manifestaciones externas, enfocándolo como problema fisio­
lógico y patológico, lo mismo que el análisis de sus signos externos, como
el lenguaje, la gramática y la lógica” .
En cuanto empezaron a aplicarse los métodos científicos a otras mate­
rias distintas de las que habían constituido su campo propio en sus comien­
11 J. T . M e r z , lo e. c it., v o l. I I I , p á g . 2 0 3 .
CIEN CIA Y FIL O SO FIA EN EL SIGLO XIX 327
zos, todos los países se apresuraron a sustituir la psicología racional por la
empírica. Así la cultivó Herbart en Alemania, en oposición a la filosofía
sistemática idealista reinante, si bien siguió basando su psicología tanto
en la metafísica como en la experiencia. Por otra parte, se la utilizó, sobre
todo en las obras de Lotze, como base de lanzamiento para una discusión
de la hipótesis materialista, hecha más a fondo y con más profundidad de
la que pudiera encontrarse en los escritos de Vogt, Moleschott y Büchner.
Los alemanes acogieron con cierta sorpresa esta «ciencia del alma sin
alma», es decir, esta psicología—Seelenlehre— sin un sistema metafísico
preconcebido— téngase en cuenta que los pensadores alemanes, desde Leib-
niz en adelante, siempre se esforzaron por construir una amplia teoría racio­
nal del universo antes de estudiar ninguna de sus partes— . En cambio,
la psicología empírica encajó como anillo al dedo en la mentalidad de
«sentido común» de los ingleses y escoceses. Como tantas veces antes,
demostraron, una vez más, su gran capacidad para seguir una línea de
pensamiento particular, siempre que resultase práctica, sin preocuparse
por sus evidentes implicaciones lógicas en otras materias. La mayoría de
los psicólogos británicos dejaban la teología a los teólogos y la metafísica
a los metafísicos, por más que los métodos que utilizaban, dentro de ser
empíricos, eran introspectivos. Naturalmente, su postura fue todavía más
fácil cuando introdujeron los procedimientos experimentales. La psicología
francesa, sobre todo manejada por fisiólogos y físicos, se puso a la cabeza
de los métodos científicos experimentales y, por supuesto, no corría el
menor peligro de dejarse dominar por los sistemas metafísicos. Cuando la
psicología adquirió carta de ciudadanía internacional, como las demás cien­
cias, tal vez fue el pegam iento francés el que más hizo sentir su influencia.
Las ciencias físicas, incluyendo la fisiología y la psicología experimen­
tal, adoptan una actitud analítica; abordan los problemas estudiando su­
cesivamente sus diferentes aspectos—mecánicos, químicos, fisiológicos—
y descomponiendo cada uno de ellos en sus elementos y conceptos sim­
ples, como células, átomos, electrones, y en sus relaciones mutuas. Pero la
biología parece indicar que cada ser vivo es un todo orgánico, lo cual es
mucho más notorio en el ser humano: todo hombre siente en sí mismo la
conciencia hondamente arraigada de la unidad de su ser. Esto mismo cons­
tituye una dificultad para la ciencia, ya que ésta sólo estudia las relacio­
nes que puede comprobar cualquier observador inteligente, y, en cambio,
la mente humana sólo es accesible plenamente al mismo individuo. De
aquí que no se pueda investigar adecuadamente con métodos científicos
esa conciencia de unidad. En fisiología y en psicología experimental es
preciso suponer que los animales están sujetos a los principios físico-quími­
cos, que sus actividades pueden explicarse a base de ellos y que el hom­
bre es una máquina, pues partir de cualquier otro supuesto es condenarse
a no progresar. Pero cuando los pseudológicos continentales pretendían
concluir que esta provechosa hipótesis de trabajo representaba la realidad
y que el hombre no era más que una máquina, los ingleses vieron, con su
característico sentido común, que aunque esa conclusión estaba de acuerdo
328 H ISTORIA DE LA CIENCIA

con una serie de hechos, no lo estaba con otra, y se sentían tan felices
considerando al hombre como una máquina en el laboratorio fisiológico,
como un ser dotado de libre albedrío y de responsabilidad en sus con­
tactos con él en los negocios de la vida corriente y como un alma inmortal
en los actos religiosos. Cada una de estas concepciones constituía una
buena hipótesis de trabajo dentro de su propia finalidad. Entonces, ¿por
qué no servirse de cada una de ellas en su propio tiempo y lugar? Algún
día pudieran coordinarse a la luz de ulteriores conocimientos, y entretanto,
todas ellas ayudaban a ir haciendo cosas. Esta mentalidad, característica­
mente inglesa, se manifestó no sólo en la época de Newton y en los albo­
res de la psicología moderna, sino en otros muchos problemas científicos
y filosóficos desde el siglo xix en adelante. Aunque para la mente conti­
nental parece una actitud ilógica, puede que sea la postura científica
correcta. Ella adopta las teorías como hipótesis de trabajo mientras pro­
ducen resultados útiles, y con tal que den juego práctico, no hace ascos
a servirse simultáneamente de dos teorías diferentes, por más que en el
estado de los conocimientos actuales puedan parecer incompatibles. Si
llega un momento en que se comprueba que cualquiera de ellas es real­
mente incompatible con los hechos—o con las convicciones más íntimas—
se la puede dar de mano en el acto sin dificultad. Actualmente, la física,
que es hasta ahora la más racional de las ciencias, utiliza dos teorías
fundamentales, al parecer incompatibles entre sí, lo que parecería justificar
la actitud mental británica.
Alexander Bain— 1818-1903—fue uno de los primeros que se sirvió de
los conocimientos científicos de su época para estudiar empíricamente los
procesos mentales por el método introspectivo. Se atuvo a la teoría de
Locke— de que los fenómenos mentales pueden reducirse en último térmi­
no a sensaciones—y adoptó la «psicología de asociación» de los escritores
británicos desde Hume hasta James Mili, según la cual se supone que las
ideas más elevadas y complejas se han compuesto por asociación de ele­
mentos más simples. Bain reforzó estos principios con argumentos tomados
de la fisiología, aunque no acertó a apreciar plenamente el influjo que
tuvieron las investigaciones francesas relativas a la psicología morbosa
sobre la teoría de los actos mentales normales; por otra parte, terminó
lo más fundamental de su obra antes que la teoría de la evolución pusiese
de relieve las influencias opuestas de la herencia y el ambiente.
Aun después que la psicología empezó a buscar la ayuda de las ciencias
naturales, durante algún tiempo se notaron en su aplicación ciertas dife­
rencias racionales características. En Francia e Inglaterra se usaron los
métodos científicos—observación, hipótesis, conclusiones, comparación de
éstas y comprobación con ulteriores observaciones y (posteriormente) con
la experimentación directa— . En cambio, en Alemania aún intentaban los
psicólogos construir su «ciencia del alma» a base de sistemas metafísicos,
a pesar de que se había desacreditado un tanto la filosofía idealista hege-
liana y no se la utilizaba ya como guía ni fundamento. Viendo que las
ciencias naturales estaban en auge y que Johannes Müller y Liebig aplica­
CIEN CIA Y FIL O SO FIA EN E L SIGLO XIX 329

ban con éxito a la medicina y a la industria la fisiología y la química, los


psicólogos adoptaron los conceptos científicos, en vez de limitarse a utili­
zar sus métodos. Así se lanzaron a «elevar al rango de principios funda­
mentales de las ciencias de la mente y aun al de artículos de fe las supues­
tas nociones elementales manejadas en las ciencias naturales y que eran
de uso corriente, como materia y fuerza». Esto «condujo a una concep­
ción abstracta y estrecha de los fenómenos mentales, a generalizaciones
precipitadas y, por fin, a distinciones puramente verbales» 12.
Pero por esa época—hablamos de mediados del siglo xix—la aplica­
ción de los métodos físicos, introducida desde diferentes sectores, produjo
una revolución en psicología. Es curioso que la psicofísica arranque preci­
samente del obispo Berkeley: en su New Theory of Vision escribió este
autor que la conciencia que tenemos del espacio y de la materia deriva
en último término del sentido del tacto. El desarrollo posterior de la
psicofísica empezó al descubrir Galvani que las ranas contraen las patas
cuando se las toca con dos metales diferentes. Esta observación no sólo
puso en marcha la gran ciencia de la corriente eléctrica, sino que suscitó
fantásticas especulaciones en psicología y fisiología. Ciertos entusiastas,
sin preparación para la investigación científica, aplicando abusivamente la
obra de Galvani y los estudios de Mesmer sobre los fenómenos hipnóticos,
hablaron equivocadamente de «magnetismo animal», desorbitaron el papel
que desempeña la electricidad en la fisiología, hasta que en la generación
siguiente Helmholtz y Du Bois Reymond volvieron a aplicar los métodos
científicos.
Ya vimos cómo la ignorancia popular deformó también la labor de
Gall sobre la localüÜTción de las sensaciones en determinadas partes del
cerebro incurriendo en los absurdos de la «frenología», aunque la misma
obra de Gall, manejada por manos hábiles y responsables, contribuyó
a aumentar el conocimiento de la actividad cerebral. Thomas Young y
Helmholtz estudiaron los sentidos especiales en su aspecto físico; el pri­
mero revisó y mejoró la teoría de Newton de que la visión del color de­
pende de tres sensaciones primarias de color; el segundo investigó la acús­
tica fisiológica y descubrió la base fisiológica de la música y del habla;
además, en su óptica fisiológica no sólo enriqueció nuestros conocimientos
sobre la sensación de la vista y la visión del color, sino que contribuyó
a analizar nuestras percepciones espaciales, utilizando, entre otros proce­
dimientos, el estereoscopio, inventado anteriormente por Sir Charles
Wheatstone.
Pero el que empezó la ciencia actual de la psicología experimental fue
E. H. Weber, de Leipzig, con sus observaciones sobre los límites de la
sensación. Tocando, por ejemplo, simultáneamente diferentes partes de la
piel con dos alfileres, midió la distancia que separa dos puntos en el mo­
mento preciso de sentir dos sensaciones distintas de presión. También
investigó el aumento que necesita un estímulo para producir un aumento

11 M e r z , lo e . c it., v o l. I I I , p á g . 2 1 1 .
330 H ISTORIA DE LA CIENCIA

de sensación. Aquí descubrió una relación matemática concreta: el estímu­


lo debe aumentar según la intensidad que tiene al principio de cada grado,
es decir, en progresión geométrica.
Entre los pensadores de mentalidad más filosófica, aceptaron desde un
principio la nueva concepción: Beneke, en su Psychologie ais Natur-
wissenschaft— 1833— ; Lotze— 1852— , el cual admitió que podían apli­
carse a algunas partes de la psicología los métodos matemáticos, y Fechner,
que fue el primero que empleó el término «psicofísica»— 1860— . La
escuela moderna hace su aparición abierta y clara con Wundt, de Leipzig,
el cual, aparte de las mediciones que hizo él mismo, por ejemplo, sobre la
sensación de tiempo, integró en un todo coherente las distintas piezas
sueltas de la investigación. Aunque apreciaba en todo su valor el empleo
del método analítico en el estudio de los problemas especiales, nunca
perdió de vista la unidad fundamental de la vida interior. También aquí
hizo época la obra de Darwin: sus estudios sobre la expresión de las emo­
ciones en los animales abrió el camino a la moderna psicología compara­
da, que tanta luz ha arrojado sobre el funcionamiento de la mente humana.
La contribución más característica de fines del siglo xix al problema psico­
lógico principal de la relación entre mente y cuerpo es la teoría del para­
lelismo psicofísico. Podemos seguir el desarrollo de su contenido germinal
desde Descartes, Spinoza y Leibniz hasta Weber, Lotze, Fechner y Wundt.
Es claro que los fenómenos físicos y psíquicos corren paralelamente: entre
ellos hay simultaneidad, si no conexión. Esta teoría considera la conciencia
como un epifenómeno concomitante de los cambios más accesibles, aunque
complejos, producidos en el sistema nervioso. Eso basta para lo que se
propone la psicofísica: no hace falta saber si esos epifenómenos tienen
existencia independiente. Pero la vida consciente tiene el poder de crecer
constantemente, como se ve claramente en el lenguaje, la literatura, la
ciencia, el arte y en todas las actividades sociales: un crecimiento en valo­
res mentales. De aquí que se haya relacionado la psicología con las cien­
cias del lenguaje, filología y fonética, que les haya infundido nueva vita­
lidad y que a través de ellas haya encontrado el cauce para penetrar desde
el mundo exterior al reino interior del pensamiento.
El examen de los problemas centrales relativos a la unidad de la vida
autoconsciente escapa hoy día a los métodos de las ciencias exactas. Aquí
pisamos terreno metafísico. ¿Es ese sentimiento de unidad reflejo de una
realidad? ¿Posee existencia independiente la mente interna, el alma o como
se la quiera llamar? ¿O será, por el contrario, nada más que un complejo
derivado, construido a base de conglomerados de sensaciones, percepciones
y recuerdos, como supone la «psicología de la asociación» según sus últimas
elaboraciones? ¿Controla ella el cuerpo? ¿Es un mero epifenómeno del
cerebro o posee una unidad superior? Indicó Cabanis que en el estudio
de las funciones cerebrales y de su conexión con el pensamiento debía
procederse igual que en el estudio de las funciones de los otros órganos
corporales; Vogt formuló con crudeza esta idea diciendo que el cerebro
segrega el pensamiento como el hígado la bilis. Esta concepción materia­
C IEN CIA Y F IL O SO FIA EN E L SIGLO XIX 331

lista resulta cruda e inconvincente, pero ayuda a centrar y fijar el proble­


ma principal que la psicología plantea a la filosofía.

Biología y materialismo

Así como el descubrimiento de los principios de la conservación de


la materia y de la energía, combinados con la teoría atómica, fueron uti­
lizados como base principal del materialismo, así también el progreso
simultáneo de la fisiología y de la psicología en la primera mitad del
siglo xix contribuyó a reforzar la filosofía mecanicista, la cual llegó a con­
fundirse e identificarse ilógica, pero inevitablemente, con el materialismo.
Los pioneros del empleo del método científico en estas materias dentro
de Alemania fueron Johannes Müller, con su Handbuch der Physiologie,
y E. H. Weber. Siguió luego el influjo francés, máxime en la fisiología
del cerebro y del sistema nervioso y en la psicología y tratamiento de las
enfermedades mentales, fundado en esos conocimientos fisiológicos. Con­
tinuó la marcha Quetelet aplicando las leyes estadísticas a las acciones
humanas. Vogt, Moleschott, Büchner y otros materialistas alemanes apro­
vecharon esta ampliación de la ciencia a nuevos campos para apuntalar su
metafísica. Así desempolvaron los antiguos argumentos utilizados en Fran­
cia un siglo antes, reforzándolos con el peso de la nueva física, fisiología
y psicología. En algunos países continentales pudo intervenir eficazmente
el conservadurismo eclesiástico suprimiendo de raíz esas concepciones,
hasta que la lucha por las libertades políticas combinada con el ansia de
libertad intelectual cjdminó en la explosión revolucionaria de 1848.
En los años siguientes empezaron a propagarse por el continente las
transformaciones industriales, muy avanzadas ya en Inglaterra. La ciencia,
especialmente la química, entabló contactos más íntimos con la vida ordi­
naria. Dado el sentido práctico de Inglaterra, este proceso produjo poco
impacto en la ortodoxia religiosa, pero en la lógica Francia y en la meta­
física Alemania contribuyó ciertamente a reforzar la marea de la filosofía
mecanicista y materialista. Añádase a esto la simplicidad superficial que
presenta el materialismo en comparación con la complicación de los sis­
temas idealistas. En su Kraft und Stojf— 1855—proclamó Büchner que
«toda elucubración incomprensible para un hombre educado no vale ni
la tinta que se gasta en su impresión». En Alemania, la «controversia
materialista» afectó a sectores del pueblo a los que nunca llegó a afectar
en otros países. Como dice Lange, «Alemania es el único país del mundo
en que el boticario no puede hacer una receta sin tener conciencia de
la relación existente entre su actividad y la constitución general del uni­
verso» ,3.
Es imposible leer las obras de los pensadores alemanes que se denomi­
naban a sí mismos materialistas, a mediados del siglo xix, sin caer en la
cuenta de que su materialismo no tenía el carácter radical y lógico de la
11 L a n c e , loe, c it., v o l. I I , p á g . 2 6 3 .
332 H ISTORIA DE LA CIENCIA

parte correspondiente del dualismo de Descartes. Moleschott, Vogt y Büch-


ner confunden el materialismo con el naturalismo, con el sensismo y hasta
con el agnosticismo. De hecho, con ese nombre se amparaban, según la
ocasión, casi todos los sistemas que pudieran oponerse al idealismo alemán
predominante o a la ortodoxia eclesiástica. Era una filosofía revolucionaria
y hacía armas de cuanto caía en sus manos. El materialismo filosófico,
es decir, la idea de que la única realidad última se reduce a jirones de
materia muerta, no basta a explicar los fenómenos conscientes ni puede
resistir por un solo momento el análisis crítico. Pero no es posible refutar
de buenas a primeras muchos de los sistemas con los que se confundió
el materialismo en esa niebla teutónica. Por eso pudo prolongarse tanto
tiempo esta discusión sin llegar a ninguna conclusión general convincente.
La obra de Darwin fue la que trazó la gran línea divisoria en este
reino del pensamiento, principalmente en Alemania. Cuando se divulgó
el Origen de las especies, los filósofos alemanes, capitaneados por Ernst
Haeckel, desarrollaron la doctrina de Darwin, transformándola en credo
filosófico. Sobre ese darwinismus fundaron una nueva forma de monismo
amalgamado con el materialismo; a partir de entonces en todos los países
se centraron las controversias de ese tipo en torno al concepto de evolución.
La aceptación general de la teoría de la evolución, tal como la basó
Darwin en la selección natural, produjo cambios profundos no sólo en las
ciencias directamente afectadas, sino en muchos otros campos del pensa­
miento. Vamos a fijarnos ahora en esos cambios.

Ciencia y sociología

Ya en la primera mitad del siglo xix empezó a influir la ciencia sobre


otras muchas ramas de la actividad humana, además de la filosofía. Se
vio que podían utilizarse provechosamente en otras materias sus métodos
desapasionados de investigación, su arte eficaz para combinar la observa­
ción, el razonamiento lógico y la experimentación. Hacia mediados de
siglo se empezó a caer en la cuenta de esta tendencia. Escribe Helmholtz:
Creo que nuestra época ha aprendido muchas lecciones de las ciencias físicas.
El respeto absoluto e incondicional por los hechos, la fidelidad en registrarlos y
recogerlos, cierta desconfianza de las apariencias, el esfuerzo por detectar en todos
los casos las relaciones de causa y efecto, y la tendencia a presuponer su existencia:
estos rasgos, que diferencian nuestro siglo de los anteriores, me parecen indicar
ese influjo.

Cuando se estudia la historia de la ciencia política hasta nuestros días,


se inclina uno a pensar que Helmholtz fue demasiado optimista. Pero acaso
la comparación con épocas anteriores contribuya algo a darle la razón.
En el siglo xix se enteraron los humanos de que, al menos, las materias
económicas se prestaban, en parte, a un enfoque matemático y que se
beneficiarían sensiblemente de su estudio desapasionado y competente,
CIENCIA Y FILO SO FIA EN EL SIGLO XIX 333

cuyos resultados, iaunque a veces pueden ser equivocados, por lo menos


pueden constituir un esfuerzo leal por llegar a la verdad.
En estadística se aplicaron decididamente los procedimientos matemá­
ticos y físicos a los problemas sociológicos y de seguros. Como expliqué
anteriormente, los primeros que aplicaron estos métodos a la antropología
fueron Petty y Graunt en el siglo x v i i y Quetelet desde 1835 en adelante.
Quetelet demostró que el número de seres humanos dotados de deter­
minada cualidad, como la estatura, se agrupan en torno a una talla media
representativa del hombre medio, de forma que se le puede aplicar la
teoría de las probabilidades. Así obtuvo resultados análogos a los verifi­
cados en los juegos de azar y en la distribución de las velocidades molecu­
lares '4 y los representó gráficamente en diagramas parecidos. William
Farr— 1807-1883—desarrolló y amplió en Inglaterra la materia de la esta­
dística social: desde su puesto en las oficinas del Registrar General con­
tribuyó grandemente a mejorar las estadísticas médicas y de seguros y a
organizar el censo sobre bases sólidas.
Durante los últimos años del siglo xix la filosofía evolutiva modificó
profundamente la concepción de los hombres sobre la sociedad humana '5.
De hecho llegó a destruir para siempre la idea de finalidad, tanto en el
Estado tal como hoy existe como en una posible utopía futura. Las insti­
tuciones políticas deben adaptarse a su medio ambiente, al igual que ¡os
seres vivos. Unos y otros están sujetos a variación y deben desarrollarse
pari passu en beneficio de la prosperidad social. Unas mismas institucio­
nes pueden dar buenos resultados con una raza y desastrosos con otra.
No en todas las naciones puede implantarse el gobierno representativo al
estilo inglés. La demostración de que existen diferencias innatas y varia­
ciones ingénitas, tanto corporales como mentales, echó por tierra de una
vez para siempre la idea de que «todos los hombres nacen iguales» bio­
lógicamente.
Un cambio parecido se experimentó en las ciencias económicas. Duran­
te los primeros tiempos de la ciencia, la economía política formal pretendía
establecer leyes sociales, eternas y universales, valederas para todos los
tiempos, todos los sitios y todos los pueblos. La escuela histórica sembró
ciertas dudas sobre esa noción de leyes absolutas, demostrando con muchos
argumentos o indicios convergentes que cada Estado social tiene sus pro­
pias leyes económicas y que su aplicación varía de acuerdo con el ambiente
siempre cambiante.
Los cambios experimentados en las instituciones políticas y en las
condiciones económicas no son tan lentos como los experimentados en
biología. Sin embargo, ni siquiera en ellos es posible precipitar la fase si­
guiente ni saber con exactitud adonde nos va a conducir. Cuántas veces
se encuentran juntos restos de tiempos pasados con formas rudimentarias
que se abren a un nuevo desarrollo. Igual que la morfología descubre en

" Véase pág. 311.


sobre Malthus,
15 C f r . C o w l e s D a rw in y Bagehot, Isis, n ú m . 72, 1937. pág. 341.
334 HISTORIA DE LA CIENCIA

el cuerpo animal vestigios de ciertos órganos que prestaron sus servicios


en fases pretéritas de la evolución orgánica, así también el estudio de las
instituciones sociales descubre las huellas de otras fases más primitivas
por las que hubieron de pasar. Siguiendo e interpretando acertadamente
esas huellas se puede reproducir su origen y su historial. Y a la luz de
ese conocimiento de sus orígenes y de su historial se puede comprender
mejor su verdadero significado actual y hasta aventurar tal vez conjeturas
sobre su probable futuro.
Si el hombre vino a la vida siguiendo los mismos procesos evolutivos
que las razas animales, tiene que seguir sujeto a las mismas leyes de
variación y selección. Cuando, siguiendo esta pista, trazó Francis Galton,
hacia 1869, la ley de herencia de las cualidades físicas y mentales dentro
de la especie humana, se dedujo que la selección debe continuar actuando
no sólo para mantener la raza en la dirección que los hombres civilizados
han convenido en considerar como ascendente, sino para impedir que
degenere. Galton dio el nombre de «eugenesia» al estudio de las cuali­
dades humanas innatas transmisibles y a la aplicación de los conocimientos
así adquiridos en pro del bienestar de la raza humana.
En los Estados civilizados es posible que el agente más poderoso de
selección natural sea la enfermedad. Los que tienen propensión especial
hacia alguna debilidad particular tienden a morir pronto sin dejar hijos,
y así se va eliminando de la raza la predisposición hereditaria hacia esa
lacra. Pero cualquier cambio operado en el ambiente en virtud de leyes,
costumbres sociales o presiones económicas, como expliqué en el capítu­
lo VII, tiende necesariamente a favorecer ciertos rasgos más que otros
dentro de una raza mixta, y con ello, a modificar las cualidades biológicas
medias de la población. La obra de Galton arrojó nueva luz sobre las
cuestiones sociales: demostró que los conocimientos biológicos tienen apli­
cación en las ciencias políticas, económicas y sociológicas. Pero sus ideas
encajaban tan poco en el pensamiento igualitario del siglo xix, que no
podían producir gran efecto de momento; sólo después de terminarse el
siglo conquistaron la aceptación, y aun entonces, sólo parcial.
Al considerar el influjo de la obra de Darwin sobre las teorías políticas
vemos que no se llegó a imponer una opinión general. Se echó mano del
principio de la supervivencia de los mejor dotados para resucitar e infundir
nueva vida a las ideas aristocráticas: así lo hicieron Vacher de Bourget,
Ammon y Nietzsche. Pero, por otra parte, se hacía valer que. las malas
cualidades podían tener su ventaja en las condiciones presentes, que una
posición aristocrática segura eliminaba la competencia y con ella la selec­
ción, y que la «igualdad de oportunidades» es esencial al progreso darwi-
niano. Además, los socialistas llamaron la atención sobre las sociedades
formadas por los animales para ayuda mutua y sobre su gran valor para
favorecer la supervivencia, encontrando así en la vida de las abejas y de
las hormigas argumentos en favor de la organización comunista de la
sociedad. Pero semejantes sociedades conducen a un desarrollo cerrado
CIEN CIA Y FILO SO FIA EN EL SIGLO XIX 335

y terminan en el estacionamiento. El mundo de las abejas no ha demos­


trado la menor señal de progreso durante los dos mil años que se lo ha
tenido bajo observación: resulta rígido, utilitarista, autosuficiente—proto­
tipo de la vida comunitaria, que elimina de la especie los deseos humanos
y las iniciativas individuales— . Estos resultados tan divergentes demues­
tran, por lo menos, un hecho, y es que la aplicación del principio de la
selección natural a la sociología es un problema tan complejo que casi
todas las escuelas del pensamiento pueden sacar de él argumentos válidos
en favor de sus propias afirmaciones.
Sin embargo, es un hecho psicológico curioso que, lo mismo al estudiar
la historia familiar que al especular sobre el origen de la humanidad, el
hombre prefiere imaginar que ha caído del alto estado de unos antepasa­
dos mejores y más felices antes que creer que ha ido ascendiendo en la
escala social o racial. Esta fe en el valor de la herencia, lo mismo que otras
inclinaciones o presuposiciones parecidas, probablemente tienen más sen­
tido del que querían suponer los hombres del siglo xix, y debiera tratarse
con respeto. Así que se puede perdonar a los humanos el que se hayan
provisto a sí mismos de nobles antepasados, si es que se olvidaron de
hacerlo la naturaleza y el College of Arms o instituto heráldico, siguiendo
un poco la mentalidad >áe las razas primitivas, que pretendían descender
directamente de los dioses, o de los otros pueblos más modestos, que se
contentaban con hacer valer que debían su existencia a un acto concreto
de creación divina. Aun el hombre civilizado, puesto a escoger entre el
libro del Génesis y el Origen de las especies, al principio proclamó muy
alto con Disraeli que«*l se ponía «del lado de los ángeles».
Pese a todo este idealismo, las pruebas de la afinidad entre el hombre
y los animales resultaban abrumadoras y no tardaron en imponerse dentro
del círculo limitado en que era posible entablar una discusión racional.
Igual que Copérnico y Galileo destronaron a la Tierra de su pedestal de
centro del universo, así Darwin despojó al hombre de su fría prerroga­
tiva de un ser aparte, de ángel caído, y le obligó a reconocer que era
pariente próximo de los hermanitos de Francisco de Asís, de las aves.
Igual que Newton probó que la dinámica de la Tierra impera en las
alturas de los cielos y en las profundidades de los espacios, de la misma
manera se propuso Darwin demostrar que las variaciones y la selección
tan corriente que practica el hombre en sus animales y ganado pueden
explicar el desarrollo de las especies y el origen del mismo hombre de
otros seres inferiores. Puede ser que la hipótesis darwiniana de la selección
natural no baste a explicar la conversión de una especie en otra en nuestro
mundo actual. Pero los últimos estudios no han hecho sino confirmar
la teoría general de la evolución. Desde este punto de vista puede consi­
derarse la naturaleza orgánica, al igual que la naturaleza física, como un
todo—lo cual constituye una nueva luminosa revelación para la mente
humana— .
336 H ISTO RIA D E LA CIENCIA

Evolución y religión

Darwin produjo un gran impacto en la sociología; pero mucho más


profundo lo produjo en la teoría de la religión y, concretamente, en las
doctrinas teológicas, que eran como el relicario en que se guardaba la
religión en aquella época. La teoría de la evolución de las especies venía
a destruir el dogma tajante de la creación por separado de cada especie
animal, y esta consecuencia, que ahora nos parece la más superficial de
todas, fue entonces la más tangible y la que desencadenó los primeros
choques.
Durante la Edad Media se pudo especular libremente de cuando en
cuando sobre el origen natural de las diferentes formas de vida ,é. Los
reformadores protestantes hicieron especial hincapié en la inspiración ver­
bal de la Biblia y con ello fomentaron la interpretación literal de la misma;
así ocurrió que en el siglo xvm formaba parte esencial de la ortodoxia la
aceptación de la creación orgánica tal como se detalla en el primer capí­
tulo del Génesis. Así lo creía, al parecer, casi todo el mundo cristiano en
el siglo xix. Los estudios geológicos debieron suscitar algunas dudas sobre
la cronología fijada por el arzobispo Ussher, el cual fechó la creación en
el año 4004 antes de Cristo; pero todavía en 1857 pretendía un autor bien
informado, con toda seriedad, que Dios había escondido en las rocas
fósiles despistantes para probar la fe de la humanidad. Acaso sea impo­
sible refutar en pura lógica esta suposición; de hecho, bien pudiera ser
que Dios hubiese creado el mundo la semana pasada, con todos sus
fósiles, monumentos e historial completos; lo único que cabe decir es que
esa hipótesis parece poco probable.
La discusión que se entabló a raíz de la publicación del Origen de las
especies en 1859 fue el primer golpe asestado contra la creencia popular
en la creación por separado de cada especie. Gradualmente fue penetran­
do en los círculos cultos de cada nación la evidencia cumulativa que
acreditaba la evolución y la selección natural, por lo menos como uno de
los factores del proceso. Además, ese mismo principio de la selección
natural parecía debilitar inmensamente el antiguo «argumento teleológico»
de los apologistas cristianos. Ahora se había encontrado una explicación
naturalista a la adaptación de los medios al fin que se observa en las
plantas y animales, y aunque esa explicación no resolvía de raíz las pro­
fundas implicaciones del problema, contribuyó mucho a proporcionar una
solución superficial. Se creyó que ya no era necesario invocar la interven­
ción de un Artífice inteligente y bondadoso para explicar los detalles de
la estructura del cuerpo o el polvo protector de las alas de las mariposas.
Si, a pesar de todo, resultase imprescindible aún el Creador, parecía pro­
bable que se había desentendido de su obra y había dejado que la gran

16 D arw in a nd M o dern Science, Cambridge, 1909; Rev. P. N. W a g g e t t , R eli­


g ió n s T h o u g h t, pág. 487.
CIENCIA Y F IL O SO FIA EN E L SIGLO XIX 337
máquina funcionase por su cuenta a través de los engranajes y muescas
de la evolución.
Pero poco a poco se fue viendo claro que la eliminación de ciertas
creencias insostenibles constituía un auténtico servicio que prestaba la
revelación de la evolución a una teología recalcitrante. Pronto se dieron
cuenta los teólogos más representativos y vanguardistas, y más tarde el
tímido clero, de que hay que considerar la creación como un proceso con­
tinuo y de que la vida es esencialmente una y que representa algo mucho
más maravilloso y misterioso de lo que se habían imaginado. El puntua­
lizar los caminos por donde se fueron desarrollando las especies con sus
cualidades características corporales y mentales a partir de las formas
primitivas ayudó poco a explicar el sentido esencial y el origen de la
vida y los fenómenos de la conciencia, de la voluntad y de las emociones
morales y estéticas. Mucho menos llegó a rozar siquiera el pavoroso pro­
blema de la existencia: ¿por qué existe algo (o nada)? Quedaba, pues,
sitio todavía—en realidad, todo el universo—para los sentimientos de
pasmo y misterio, para el interrogante respetuoso, para la fe en cosas que
no se ven. Sobre las ruinas del cuento infantil de los seis días, con sus
actos separados de creación, surgió fascinante y abrumador el problema
real del ser.
Mientras que Huxley'; el duque de Argyll y los obispos se revolvían
entre sí y revolvían el mundo a vueltas del Origen y del Génesis, se iban
realizando calladamente cambios mucho más importantes y fundamenta­
les que los que estaban discutiendo. Ya algunos pensadores, aislados
—entre otros, Hume y Herder—habían apuntado la idea de que las creen­
cias y prácticas ortodoxas de nuestros días eran formas desarrolladas de
otros cultos más primitivos. Pero esa idea sólo se convirtió en punto de
partida eficaz para el estudio comparativo de las religiones bajo el estímulo
de la obra de Darwin. Los resultados más recientes a que se ha llegado en
este tema pertenecen al siglo xx. Pero antes de finalizar el siglo xix habían
aflorado a la superficie ciertos hechos impresionantes. El doctor E. B. Ty-
lor, uno de los primeros antropólogos que trabajaron en esta especialidad,
publicó en 1871 un libro sobre la cultura primitiva. Escribió Darwin:
Has trazado maravillosamente la trayectoria del animismo desde las razas más
ínfimas hasta las creencias religiosas de las razas más elevadas. Esto me hará mirar
en el futuro la religión—la creencia en el alma, ele.—desde un nuevo punto de
vista.

Entretanto iba avanzando el estudio de la antropología, gracias al


trabajo de otros investigadores que seguían directrices parecidas. Sir James
Frazer publicó en 1887 Totemism, donde reunió varia información sobre
el totemismo y las costumbres matrimoniales, recogida de muy diversas
fuentes. El totemismo deriva del animismo y comprende una complicada
trama de prácticas tejida en torno a la idea del tótem o animal sagrado,
que está vinculado de una manera mística con la tribu o el individuo que
lleva su nombre. La vida salvaje es peligrosa; con frecuencia se pasa por
momentos críticos, y, sobre todo, hay que guardarse como de la peste de
338 H ISTO RIA D E LA CIEN CIA

la «mala suerte», imprevisible y misteriosa. Así se van estableciendo


prácticas que se supone ayudan en momentos de crisis e inmunizan contra
la mala suerte: ¡ay del que se atreva a violarlas!
En la primera edición de The Golden Bough, publicada en 1890, tomó
Frazer como texto los ritos celebrados en Nemi, cerca de Aricia, en Italia,
donde hasta los tiempos clásicos reinaba un sacerdote bajo el nombre de
Rex Nemorensis, hasta que lo mataba otro. Se puede remontar el curso
de costumbres parecidas entre los pueblos primitivos o salvajes hasta
llegar a la magia «simpática», en la que se simboliza mediante ritos y ce­
remonias el drama del año, que muere con la cosecha y resucita gozoso
cada primavera; así se creía asegurar la fertilidad del campo y la fecun­
didad del ganado. La magia simpática, mezclada con otros factores, como
el miedo a los muertos, suscita la idea de dioses sobrehumanos o demonios,
y así se continúan los ritos de naturaleza, incluso los de iniciación y comu­
nión, enriquecidos de nuevos significados.
Así, más o menos, discurrían los salvajes y así se formaban los moldes
de las religiones primitivas, según las investigaciones de los antropólogos
que utilizaron por vez primera la teoría de la evolución. Saltaba a la vista
el alcance que tenían estos descubrimientos sobre los orígenes e historia
primitiva de las religiones de las razas civilizadas; pero pasó algún tiempo
antes de divulgarse su conocimiento. Estos resultados produjeron menos
ruido que la controversia, un tanto superficial, sobre la creación especial
de cada especie; pero en el siglo xx produjeron y seguirán produciendo
un impacto mucho más profundo.
Se ve, pues, que la aceptación de la teoría de la evolución, basada en
la selección natural, contribuyó por varios conductos a perturbar y luego
a beneficiar a la armazón teológica o dogmática de la religión, que con
tanta frecuencia se la suele confundir e identificar con la misma religión.
Salvo ciertos sectores oscurantistas, el pensamiento cristiano terminó por
aceptar la teoría de la evolución y actualmente va asimilando lentamente
en sus líneas generales la mentalidad moderna. Viéndose en la precisión de
tener que revisar sus premisas, hubo de desarrollar un nuevo espíritu de
interrogación reverente y de libertad de pensamiento. En lugar de atenerse
a un cuerpo doctrinal rígido y completo, revelado a los santos de una
vez para siempre—una teoría que estaba expuesta a constantes disloca­
ciones ante el choque de los descubrimientos históricos— , los pensadores
religiosos tuvieron la visión de una evolución de las ideas religiosas, de
una revelación continuada, realzada en determinados momentos por eflu­
vios extraordinarios, pero que nunca cesó de transmitir e interpretar a la hu­
manidad la voluntad de Dios. Además, este espíritu moderno les ha in­
ducido a conceder la importancia que merece para el estudio de la misma
religión ese método de observación, que se ha comprobado ser de abso­
luta necesidad en la ciencia. Esto condujo a tener en cuenta y considerar
la variedad de las experiencias religiosas y a reconocer el valor de la
intuición mística como complemento individual de los ritos comunitarios
de adoración y de la autoridad, guardiana de la tradición.
CIEN CIA Y F IL O SO FIA EN E L SIGLO XIX 339

En el aspecto práctico o ético de la religión también influyeron las


ideas evolucionistas al poner en contacto por primera vez a la ciencia
con el problema de la base de la moralidad. Si la ley moral se promulgó
a la humanidad de una vez para siempre entre los truenos y rayos del
Sinaí, no hay más que decir. El hombre tiene ahí una razón perfectamente
válida en que apoyar los ideales de su conducta y lo único que tiene que
hacer es obedecer y procurar en lo que de él dependa que la obedezcan
también los demás.
Pero si no tenemos seguridad sobre el episodio del Sinaí nos vemos
en la precisión de buscar otra base en la que cimentar nuestra tamba­
leante ética. Se recurrió a dos alternativas: o aceptar con Kant la ley moral
de nuestra conciencia como un «imperativo categórico» innato, que hay
que admitir como un hecho último e indudable, aunque inexplicable,
o buscar alguna solución de orden natural.
Bentham, Mili y los utilitaristas propusieron como base natural la norma
de asegurar «la máxima felicidad al mayor número» de gente; pensaban
ellos que si se nos inculcase desde niños el sentimiento de comunión con
nuestros semejantes, igual que se nos inculca la religión, con toda la
fuerza de la educación y de la práctica, indudablemente no cabría dudar
del poder de las sanciones para estimular la conducta altruista. Henry
Sidgwick criticó e intefttó conciliar las escuelas opuestas— la intuitiva
y la utilitarista— ; ello le indujo a considerar el proceso moral como el
desplazamiento del centro de interés de lo momentáneo e individual a una
vida más larga y a un círculo más amplio de bienestar social.
Pero la ética utilitarista no se puso en contacto con los temas funda­
mentales sino después ^ i e éstos habían sido modificados por la filosofía evo­
lucionista. Herbert Spencer fue el primero que intentó modificarlos de
manera sistemática, si bien las formas más extremosas de la ética evolu­
cionista fueron apareciendo durante el desarrollo del darwinismus en
Alemania.
Naturalmente, su tesis principal afirma que los instintos morales son
variaciones casuales conservadas y arraigadas por virtud de la selección
natural. Las familias y las razas que poseen esos instintos aventajan en
solidaridad y cooperación a las que carecen de ellos; así se desarrollan
y propagan por herencia los instintos morales en la hum anidad.'
Esto sólo tiene valor explicatorio; se limita a mostrar cómo adquieren
fuerza los instintos morales, una vez formados, dentro de la hipótesis de
la selección natural. Pero la lucha por la vida se libra tanto entre los indi­
viduos como entre las razas, y la mayoría de los escritores se dejaron
impresionar más por el contraste entre la ley moral y el egoísmo necesario
para triunfar en esa lucha que por la unidad social, que revelaba un aná­
lisis más profundo. Veían la naturaleza como «lobo hambriento» y pensa­
ban que la moralidad tenía pocas probabilidades de sobrevivir. Así, Huxley,
por ejemplo, sostuvo que el orden cósmico y el moral están en constante
lucha, que la bondad y la virtud son incompatibles con las cualidades que
aseguran el triunfo en la lucha por la existencia.
340 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Durante algún tiempo no se discutió sobre el contenido de la ética. Ni


los intuicionistas, ni los utilitaristas, ni los evolucionistas impugnaban la
moralidad tradicional cristiana; únicamente se ocupaban de lo que sería
de ella el día en que se suprimiese la sanción dogmático-religiosa. Todos
estaban de acuerdo en el aspecto práctico de la ética; donde reinaba la con­
troversia y la confusión era en su aspecto especulativo ,7.
Pero una vez que Alemania, con su metafísica, y Francia, con su lógica,
asimilaron la idea de la selección natural, llevaron las lecciones de la
lucha por la vida hasta sus últimas consecuencias. Si se admite sin reservas
la filosofía evolucionista, ¿no es cierto que las verdaderas cualidades mo­
rales son las que favorecen la supervivencia de los mejor dotados? Concre­
tamente Nietzsche enseñó que la moralidad cristiana es una moralidad de
esclavos, estéril y trasnochada, y que el superhombre, que ha de dar
ejemplo de luz y fuerza al mundo, tiene que liberarse completamente de
esas trabas y rémoras. Esta doctrina, asimilada por políticos y militaristas
y reforzada por los éxitos de las guerras de 1866 y 1870, contribuyó, en
gran parte, a formar la mentalidad alemana y a desencadenar los cataclis­
mos de 1914 y 1939. En Francia se hizo sentir más su influjo en los indi­
viduos que en la política; pero el lema de «lucha por la vida» se convirtió
en el santo y seña de ese tipo de personas, que se encuentran en todas las
épocas, que necesitan un título colorado para hacer caso omiso de la
moral tradicional.
Es fácil hacer la crítica de esta argumentación concreta. Si la fuerza
bruta y el egoísmo son las únicas cualidades capaces de sobrevivir, no se
explica dentro de la misma hipótesis evolucionista el sentimiento y la con­
ciencia morales, que existen ciertamente en la mayoría de los humanos.
Por otra parte, el explicar el desarrollo del sentido moral como el resul­
tado de la selección natural entre los diversos grupos no equivale a des­
truirlo, aunque para algunos pueda debilitar su fuerza al cambiar su base,
sustituyendo la legislación arbitraria de una religión revelada por instintos
sociales favorables a la supervivencia, y que constituyen una parte del
conjunto admirable en que se encuentra encuadrada nuestra existencia.
Varios autores han estudiado en Inglaterra la teoría completa de la
ética naturalista, especialmente James Ward y W. R. Sorley '8. Ambos
escritores concluyen que han resultado estériles los esfuerzos de los de­
fensores del naturalismo para construir una doctrina ética sobre la única
base de la evolución, y que es tan necesaria la interpretación idealista del
universo para una moral segura como para una metafísica racional.
Bien pudiéramos incluir el influjo de Darwin sobre la metafísica en
este apartado sobre la religión, ya que ésta, por su aspecto dogmático, es
metafísica. Pero, dado que aquí se ventilan otras cuestiones ajenas a la
religión, mejor será tratar todo este asunto bajo el siguiente epígrafe.
” A . y. B a l f o u r , e n M in d , v o l. III, 1878, p á g . 67; T . H . H u x l e y , e n N in e te e n th
C e n tu r y , vol. I, 1877, pág. 539.
18 J a m e s W a r d , N a tu r a lis m a n d A g n o s tic is m , 1899; W . R. S o r l e y , E th ic s o f
N a tu r a lis m , 1885, 1904.
CIENCIA Y FILO SO FIA EN EL SIGLO XIX 341

Evolución y filosofía

Al intentar determinar el influjo que ejerció en el pensamiento filosó­


fico el establecimiento de la teoría de la evolución, debemos tener presente
la historia que hemos trazado en las páginas anteriores.
A medida que el pensamiento avanzaba de época en época, fueron
alternando sucesivamente las teorías espiritualistas y mecanicistas sobre
el universo en palpitaciones periódicas, que hasta ahora parecen haber
sido necesarias para el sano desarrollo del saber. A cada gran adelanto
científico, a cada nueva conquista de determinados sectores del mundo
mediante su sujeción a las leyes naturales (que es como se enfoca este
proceso), la mente humana se crece y por una exageración inevitable del
poder de los nuevos procedimientos tiende a imaginar que está a punto
de descubrir los últimos secretos del universo y su completa explicación
mecanicista. Los atomistas griegos aventuraron una conjetura sobre la es­
tructura de la materia, una conjetura que coincide casualmente con las
concepciones modernas, por más que desde el punto de vista científico
apenas tenían pruebas en que basarla. No contentos con aplicar su teoría
al mundo inorgánico, elaboraron teorías y explicaciones de la vida y de
sus fenómenos a base dfe'un «encuentro fortuito de átomos», desconociendo
por completo la inmensa complejidad de la naturaleza inorgánica, y el
mundo, mucho más complicado aún, de los nuevos fenómenos que había
que explorar antes de poder abordar siquiera el problema de la vida, que
ellos querían solucionar con tanto optimismo. Con todo, los atomistas
hicieron una buena 4sbor, y la hicieron bajo la inspiración de la filosofía
materialista. Luego Platón y Aristóteles comprobaron la insuficiencia de
sus pruebas y elaboraron, por su parte, aunque también sobre bases dudo­
sas, dos variedades de idealismo, las cuales, adobadas sucesivamente por
los teólogos cristianos, se transmitieron a la Edad Media como el pensa­
miento característico de la antigua Grecia.
Cuando en el período del Renacimiento se avivó nuevamente la llama
del saber se manifestaron, una vez más, las oscilaciones naturales de las
distintas opiniones. El triunfo de Copérnico y el éxito asombroso que logró
Newton en la interpretación de los fenómenos celestes provocaron un entu­
siasmo desorbitado por el poder de los nuevos métodos. Pensaba Laplace
que una inteligencia suficientemente capaz podría calcular toda la historia
pretérita y futura del universo con sólo saber la configuración y velocidad
momentánea de las masas que lo componen. A cada nuevo avance se re­
forzaba esa sobreestimación de las posibilidades del mecanicismo, hasta
llegar a constituir un rasgo característico del pensamiento contemporáneo.
A medida que se iban asimilando las sucesivas aportaciones de la ciencia
se veía que la esencia de los antiguos problemas seguía siendo la misma;
recobraron su prestigio y sus derechos los poetas, videntes y místicos y vol­
vieron a proclamar a la humanidad su eterno mensaje en un lenguaje nuevo
y desde un punto de mira más alto.
342 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Ahora, hablando en términos generales, el primer resultado importante


del éxito de Darwin fue la aparición de este fenómeno cíclico, de esta
ola de filosofía mecanicista. El establecimiento del principio de la evolu­
ción reforzó grandemente el sentimiento de la inteligibilidad de la natu­
raleza e infundió nueva confianza a los que basaban sus teorías de la
vida en fundamentos científicos: esto era perfectamente legítimo y nada
exagerado. Con la nueva fisiología y psicología venían a completarse en
lo biológico las tendencias contemporáneas físicas, las cuales apuntaban
hacia la explicación del mundo inorgánico a base de una materia eterna
e inmutable sustancialmente y de cierta cantidad de energía limitada y ri­
gurosamente constante.
Al aplicar los principios de la conservación de la materia y de la ener­
gía a los seres vivos, surgió la creencia exagerada de que pronto podrían
explicarse todas las diversas actividades de los organismos existentes, tanto
físicas como biológicas y psicológicas, como meras modalidades del mo­
vimiento molecular y como puras manifestaciones de la energía mecánica
o química. La aceptación de la teoría de la evolución produjo la ilusión
de que la perfecta comprensión del método por el que se habían descu­
bierto sus resultados aportaba la solución definitiva del problema, y que
con el conocimiento del origen y de la historia del hombre se había puesto
al descubierto la naturaleza de su espíritu interior, al igual que la estruc­
tura del organismo humano contemplado desde fuera. En Alemania fue
donde más auge adquirió este enfoque del darwinismus.
Donde aparece con más claridad es en el Weltratsel—el Enigma del
Universo— , de Haeckel '9. Además de demostrar Darwin que la selección
natural podía explicar, al menos, en parte, la evolución de los cuerpos de
los animales y del hombre, aportó pruebas de que los instintos de los
animales, al igual que otros procesos vitales, dependen en su desarrollo
del influjo de la selección y de que las funciones mentales del hombre
son afines a ellos y están sujetas a transformaciones análogas. Haeckel en­
contró en la obra de Darwin una filosofía monista completa y terminante.
Proclamó la unidad de la naturaleza orgánica e inorgánica. La única causa
del movimiento vital reside en las propiedades químicas del carbono; las
formas más simples del protoplasma vivo deben surgir de compuestos
nitrogenados de carbono, no vivos, por un proceso de generación espon­
tánea—si bien, por desgracia, no existía prueba ninguna directa en apoyo
de esta conclusión— . La actividad psíquica no es más que un conglome­
rado de fenómenos vitales, que dependen exclusivamente de ciertos cambios
materiales ocurridos en el protoplasma. Toda célula viva tiene propieda­
des psíquicas; las más altas facultades de la mente humana se formaron
por evolución de la simple alma celular de los protozoos unicelulares y no
son más que la suma total de las funciones psíquicas de las células ce­
rebrales.
Puede compararse y contrastarse esta teoría con la de W. K. Clifford.
” E r n s t H a e c k e l , D ie W eltratsel, 1899, t r a d . in g l., L o n d r e s , 1900.
C IEN CIA Y FILO SO FIA EN EL SIGLO XIX 343

Estaba éste de acuerdo con Berkeley en que la mente es la realidad última,


pero sostenía una forma de monismo idealista, en el que suponía que la
conciencia se va formando con átomos de la «materia mental».
Haeckel pretendía contar con el apoyo de Darwin en favor de su
propio sistema completo; incidentalmente refirió claramente la historia del
influjo inmediato de Darwin sobre esta clase de filosofía20.
En la actualidad estamos prácticam ente de acuerdo en aceptar una concepción
monista de la naturaleza, según la cual todo el universo, incluso el hombre, cons­
tituye una unidad maravillosa, gobernada por leyes eternas e inalterables... Yo me
he esforzado en dem ostrar que este monismo puro está sólidamente cimentado,
y que la admisión de que en todo el universo impera la regla om nipotente del
mismo principio de evolución nos obliga a formular una única ley suprema, la “Ley
de sustancia”, que lo abarca todo, o las leyes combinadas de la conservación de la
m ateria y de la energía. Nunca hubiéramos llegado a esta concepción suprema y
general si Charles Darwin—"filósofo m onista” en el verdadero sentido de la pa­
labra—no hubiera roturado el terreno con su teoría sobre la descendencia por
selección natural, y no hubiera coronado la gran obra de su vida enlazando esta
teoría con la antropología naturalista.

Probablemente Darwin se hubiera negado a suscribir las conclusiones


de su más insigne discípulo alemán. De hecho actuó en esto con su mo­
destia característica, mostrándose muy reservado sobre el alcance filosófico
de su obra. El problenta de la descendencia es más complicado de lo
que parecía a los fervorosos seguidores de Darwin. Es imposible deter­
minar si algún día se podrá encontrar una solución naturalista del proble­
ma más difícil de la naturaleza total del hombre. De lo que no cabe duda
es de que hasta ahora no se ha hallado ni se hallará antes que pasen
sobre la mente humaqp muchas mareas ideológicas con su flujo y reflujo
en favor y en contra de la filosofía mecanicista. En realidad, ya ha pasado
la ola impulsada por la convergencia de la teoría de la evolución con la
física del siglo xix. El mismo principio de la evolución nos invita a ver
en el futuro la corriente eternamente cambiante del pensamiento, que
irá desarrollándose de generación en generación, mientras que la experien­
cia del pasado nos enseña que su desarrollo no será constante ni continua­
do, sino intermitente y oscilatorio.
Posteriormente, los materialistas y mecanicistas alemanes cimentaron
su causa principalmente en la biología. Los fisiólogos de Berlín, Emil du
Bois Reymond y su hermano P au l21, reprobaron su postura, indicando
que aun en el caso en que pudiesen reducirse los problemas vitales al
orden de la físico-química, siempre quedaría el hecho de que las nociones
de materia y fuerza eran sólo abstracciones de los fenómenos, que no
contenían la explicación última. Propugnaban, además, que hay problemas
que permanecerán inaccesibles para siempre al conocimiento humano:
ignorabimus.
20 E. H a e c k e l , capítulo sobre “ Darwin as Anthropologist” , en Darwin and Mó­
dem Science, Cambridge, 1909, pág. 151.
21 E. DU Bois R e y m o n d , Uebcr die Grenzen des Naturerkennens, Leipzig, 1876;
P . DU Bois R e y m o n d , Ueber die Grundlagen der Erkenntniss in den exacten Wis-
senschaften, Tubinga, 1890.
344 H ISTORIA DE LA CIEN CIA

Esta manera de limitar el poder de las facultades humanas puede


compararse con el agnosticismo de Huxley y con la doctrina de Spencer
sobre lo «incognoscible». Karl Pearson estimó peligroso ese modo de fijar
límites al conocimiento. En The Grammar of Science22 negó la categoría
de conocimiento a toda afirmación que no fuese resultado de métodos
científicos, pero repetía la pregunta de Galileo: «¿Quién puede poner
límites a la inteligencia humana?» Por supuesto, admitía que se descono­
cían infinidad de cosas, pero se negaba a aceptar zonas fatalmente inac­
cesibles a la investigación científica.
Herbert Spencer y Karl Pearson aplicaron el principio de la selección
natural a la teoría del conocimiento. Nuestras nociones fundamentales
pueden adquirirse o, al menos, desarrollarse por vía de selección natural
y de herencia. Los conceptos y axiomas que aciertan a simbolizar mejor
y a describir las experiencias adquiridas por los sentidos tienden a impo­
nerse en el transcurso de las generaciones, mientras que los otros se
extinguen. Así, los conceptos fundamentales de las matemáticas pueden
ser «innatos» en los individuos, pero en la raza son datos de experiencia.
Esta teoría resulta fascinante, aunque no es fácil ver cómo la apreciación
innata de los axiomas de Euclides o de Riemann puede poseer tanto
«valor de supervivencia» o tanta ventaja en la «selección sexual». Posi­
blemente se supone que está vinculada con otras cualidades más atractivas.
En cierto sentido, la aceptación de la teoría de la selección natural
viene a completar la obra filosófica que inició y trazó Francis Bacon, al
enseñar que el único camino hacia el conocimiento natural era el método
de la experimentación empírica. Darwin demostró lo que habían entre­
visto ya Demócrito y Lucrecio, a saber: que la misma naturaleza aplica
el principio de la experimentación empírica, lo mismo en el reino animal
que en el vegetal: tantea todas las variaciones posibles y entre la infinidad
de intentos logra establecer en algunos casos esa nueva y más profunda
armonía entre los seres y su medio ambiente, que es la que determina la
evolución.
Aceptada en toda su amplitud, la selección natural es la negación radi­
cal de la teleología. No hay objetivos a la vista: no hay más que constan­
tes cambios casuales, individuales y ambientales, entre los cuales salta
de vez en vez la chispa de la armonía por casualidad; ello puede dar de
momento cierta impresión pasajera y aparente de finalidad.
Tomada aisladamente la frase con que Herbert Spencer designa la
selección natural— «la supervivencia de lo más adaptado»—incurre en
petición de principio. A la pregunta: «¿Qué es lo más adaptado?», se
contesta: «Lo que mejor se adapta al ambiente existente.» Eso puede ser
de mejor calidad que las características anteriores, pero puede ser también
de peor calidad. La evolución por selección natural puede conducir al
progreso, pero también puede llevar a la degeneración. Como observó el
primer conde de Balfour, en plena filosofía selectivista la única piedra de

22 1.a ed., Londres, 1892.


CIEN CIA Y FILO SO FIA EN E L SIGLO XIX 345

toque de la «aptitud» es la supervivencia: lo que es apto sobrevive, y lo


que sobrevive, es apto. Podemos intentar romper el círculo diciendo que,
en conjunto, la evolución ha ido mejorando los tipos, que el hombre es
superior a sus antepasados simios. Pero con ello nos erigimos auctoritate
propria en árbitros de lo que es superior o inferior y el selectivista a ul­
tranza puede replicar que ese mismo juicio nuestro se formó por selección
natural, y, por lo mismo, está hecho para apreciar y calificar como superior
lo que en realidad sólo tiene un valor de supervivencia: es decir, lo que
ha hecho posible nuestra existencia. No parece haya escapatoria desde el
punto de vista puramente naturalista. Si queremos buscar otra concepción
hemos de admitir un juicio absoluto basado en otras normas de superio­
ridad e inferioridad, de bien y de mal.
Claro que se puede objetar que el orden en que colocamos nosotros
la creación es, en gran parte, cuestión de raza y de religión racial. Para
los budistas orientales la existencia es un mal, y la conciencia, un mal aún
mayor. Lógicamente, para ellos la más alta forma de vida es la que lleva
una simple célula de protoplasma en las tranquilas profundidades del
fondo oceánico, y toda la evolución realizada a través de los siglos es
en realidad, de verdad, una caída vertical de aquel ideal tranquilo, así como
éste es, a su vez, una ^generación de la materia inorgánica que proba­
blemente le precedió.
Ni siquiera el mismo Darwin consideró la selección natural como la
explicación completa del proceso evolutivo. Esta no nos dice nada sobre
las causas de las variaciones o mutaciones, las cuales pueden deberse
a combinaciones casuales de elementos simples en el organismo, que, según
la ley de probabilidades, darían la distribución que observamos de los
individuos en torno al promedio; pero también pueden deberse a otras
causas más recónditas. La selección natural no produce las variaciones,
lo único que hace es eliminar las inútiles. No nos da ninguna luz sobre
los problemas más profundos de la vida: por qué existe la vida y por qué
parece presionar e infiltrarse donde quiera que puede por encima de los
límites de la existencia...
Mirado desde el punto de vista de la fisiología analítica, con su bio­
física y su bioquímica, el hombre es, por definición, una máquina, actuada
por principios físicos y químicos: el vitalismo, antiguo o moderno, re­
sulta, igualmente, inadmisible. Pero mirado en su conjunto, como en la
historia natural, cualquier organismo acusa una unidad sintética como
expresión característica de su vida; mientras que el hombre, ampliando
lo que ya se observa en los otros animales, despliega una unidad superior
de mente y conciencia, que constituye un nuevo aspecto de la vida. La
teoría de la evolución lleva aún más adelante este proceso sintético, al
revelarnos una unidad latente en toda la creación orgánica. La vida es una
manifestación del proceso cósmico. La vida que corre desde el protoplas­
ma unicelular hasta esa red infinitamente complicada, de hechura tan
maravillosa como temible, que llamamos «hombre», está trabada en todas
sus partes por conexiones evolutivas. La vida constituye un problema;
346 H ISTORIA DE LA CIEN CIA

un problema que no puede investigar plenamente la ciencia con sus mé­


todos analíticos; un problema que aborda la ciencia estudiando sus aspec­
tos sucesivos e intentando reducir cada uno a su más simple expresión;
un problema que necesita también la visión sinóptica de la filosofía, que
nos permita «ver la vida en su continuidad y en su totalidad»; un proble­
ma cuya solución, si por fortuna se nos revelase un día, nos descubriría
la solución de otros problemas subalternos y nos proporcionaría una sólida
base para nuestros conceptos éticos, estéticos, metafísicos y para el sentido
íntimo de bien, belleza y verdad. Una clave para esa solución es la teoría
de la evolución aclarada a la luz del principio darwiniano de la selección
natural.
CAPITULO IX

NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA

El estado de la biología

Desde que finalizó el siglo xix se han hecho grandes progresos en


nuestros conocimientos sobre la vida y sus manifestaciones, pero las ideas
principales que sirvieron de guía a esos adelantos se formularon anterior­
mente a 1901. Las ciencias matemáticas y físicas del siglo xx se apartaron
del esquema newtoniano y marcaron una verdadera revolución intelectual;
actualmente están influyendo profundamente en la filosofía. En cambio, la
biología del siglo xx sigue aún las líneas directrices trazadas antes de
empezar el siglo.
Hacia fines del siglo xix los naturalistas habían aceptado como defi­
nitiva la obra de Darwin y casi habían abandonado su método caracterís­
tico de experimentación con la cría y la herencia. Se aceptó la evolución
por selección natural como un principio científico establecido—casi podría­
mos decir, como un credo científico— . Se pensaba que la mejor fuente
de información para detalles ulteriores era el estudio de la embriología;
esta creencia se fundaba en la hipótesis de Meckel y Haeckel de que la
historia del individuo es una reproducción en miniatura de la historia
de su especie.
Naturalmente, hubo sus excepciones. De Vries hacía ya experiencias
sobre variaciones; por su parte, William Bateson— 1861-1926— criticó
en 1890 la base lógica de las pruebas en favor de la supuesta «ley» de
Haeckel y propugnó la vuelta a los propios métodos de Darwin '. Así llegó
a planear y emprender aquellos experimentos sobre variaciones y herencia,
que posteriormente había de continuar con tanto éxito. Entre las dificul­
tades con que tropezaban las ideas darwinianas entonces en boga sobre
el origen de las especies, las dos más serias eran éstas:
La primera dificultad se refiere a la m agnitud de las variaciones que dan ori­
gen a las nuevas formas. En todos los tratados antiguos sobre la evolución se
supone, ya que no siempre se haga constar explícitamente, que las variaciones que
dan origen a las especies son pequeñas. Pero si son pequeñas, ¿qué provecho ni
ventaja pueden reportar de ellas sus poseedores para prevalecer sobre sus con­
géneres? Esta dificultad se conoce con el nom bre de “ variaciones pequeñas o
iniciales”.
La segunda dificultad es algo parecida. Suponiendo que se den esas variaciones
y que si logran perdurar y perpetuarse pudieran dar origen a la formación de

‘ W illiam B ateson, N aturalist, Memoria escrita por B e a tric e B a te s o n , Cam­


bridge, 1928, pág. 32.
348 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

nuevas especies, ¿cómo pueden perpetuarse? ¿No se borrarán esas variaciones


cuando se mezclen los individuos que las poseen con los que no las poseen? Esta
segunda dificultad se conoce con la expresión “ el efecto devastador del cruza­
m iento” 2.

A esto añadió Bateson la observación de que todo cultivador de plantas


o criador de animales sabe que así como se dan variaciones pequeñas res­
pecto al tipo normal, también son frecuentes las variaciones grandes.
Para 1900 tanto De Vries como el mismo Bateson habían realizado ya
sobre esta materia la investigación suficiente como para probar que no
son casos raros, ni mucho menos, los de mutaciones notables e inconexas
y que, en todo caso, algunas de ellas se transmiten a sus vástagos en per­
fectas condiciones. Así se pueden establecer pronta y rápidamente nuevas
variedades, ya que no nuevas especies. No había pruebas sobre la causa
de esas variaciones: había que tomar su existencia como un hecho bruto.
Pero si se aceptaba su existencia, su misma discontinuidad parecía ami­
norar las dificultades de la evolución darwiniana. En este mismo año
de 1900 se descubrieron nuevos hechos—mejor dicho, hechos antiguos
olvidados hacía mucho tiempo— .

Mendel y la herencia

Coincidiendo con la obra posterior de Darwin— 1865— se estaban


realizando en el claustro de Brün ciertas investigaciones, que, de haberlas
conocido el autor del Origen, podían haber modificado la historia de su
hipótesis. Gregor Johann Mendel, natural de la Silesia austríaca, monje
agustino y andando el tiempo abad o prelado de Kónigskloster, no se
convencía de que la teoría darwiniana de la selección natural bastase a ex­
plicar la formación de nuevas especies; para salir de dudas emprendió
una serie de experimentos de hibridación y cruzamiento de guisantes
y publicó sus resultados en los volúmenes de la sociedad científica local,
donde permanecieron sepultados durante cuarenta años. Los biólogos
De Vries, Correns y Tschermak los descubrieron en 1900, los confirmaron
y ampliaron; lo mismo hicieron William Bateson y otros investigadores:
estos trabajos marcaron la primera fase en el desarrollo reciente que ha
experimentado la herencia como ciencia exacta en el campo experimental
e industrial.
Esencialmente, el descubrimiento de Mendel consiste en. la revelación
de que en la herencia ciertos caracteres pueden tratarse como unidades
indivisibles y, al parecer, inalterables, introduciendo con ello en la biolo­
gía lo que pudiéramos llamar una concepción atómica o cuántica. Un orga­
nismo tiene o no alguna de esas unidades; su presencia o su ausencia
constituye un par de cualidades de vivos contrastes. Así cada una de las
variedades del guisante comestible corriente, la gigante y la enana, pro­
2 W. B a t e s o n , loe. cit., p á g . 162. Cita tomada de Journal o f th e R o ya l H orti-
cu ltural S o ciety, 1900.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 349

ducen su auténtico tipo cuando se autofecundan. En cambio, cuando se


cruzan, todos los resultantes híbridos son altos y parecidos en lo exterior
al progenitor gigante. En consecuencia, se dice que el gigantismo «preva­
lece» sobre el enanismo, el cual recibe el apelativo de «recesivo». Pero
cuando esos híbridos altos se fecundan a sí mismos en la forma corriente
resultan de propiedades genéticas diferentes del progenitor a quien se
parecen exteriormente. En vez de procrear su propio tipo dan origen a va­
riedades diferentes entre sí: el 75 por 100 resultan altos, y el 25 por 100,
bajos. Estos, a su vez, todos producen ejemplares de su mismo tipo; pero
entre los altos sólo la tercera parte procrea su propio tipo y plantas, mien­
tras que los dos tercios restantes reproducen en la generación siguiente los
fenómenos de los primeros híbridos, produciendo nuevamente enanos puros,
gigantes puros y mixtos altos.
Se pueden explicar estas proporciones si suponemos que las células
germinales de las plantas originales contienen el gigantismo o el enanismo
en parejas de caracteres contrastados. Cuando una planta gigante se cruza
con una enana todos los híbridos, aunque se parecen externamente al
progenitor predominante, es decir, al alto, poseen células germinales, cuya
mitad contiene en sus caracteres potenciales el gigantismo, y la otra mitad,
el enanismo. Cada célula^germinal contiene una de las dos cualidades, pero
nunca las dos juntas. Así, cuando se forma un nuevo individuo por cruce
fortuito entre la célula masculina y femenina de estos híbridos, hay iguales
probabilidades de que se combinen dos células semejantes o desemejantes,
por lo que hace al gigantismo o enanismo, y supuesto que se unan dos
células semejantes, hay también las mismas probabilidades de que las dos
sean altas o las dos Sajas. Por eso, en la próxima generación resulta una
cuarta parte de altas puras, una cuarta parte de pequeñas puras y las dos
cuartas partes restantes de híbridas, que se parecen a las altas puras, por
ser la altura propiedad dominante. Por eso, en su apariencia exterior, el
75 por 100 de las plantas hijas son altas.
A la vista de las recientes tendencias reinantes en física, resulta de gran
interés esta forma de reducir las cualidades biológicas a unidades atómi­
cas, sujetas a las leyes de probabilidades en su ocurrencia y en sus
combinaciones. Es imposible predecir ni el movimiento de un átomo
o electrón particular ni la aparición de una unidad mendeliana en un orga­
nismo concreto; pero podemos calcular las probabilidades que entran en
juego y, tratándose de un promedio de grandes cantidades, estar seguros
de que se cumplirán nuestras predicciones.
Se notará que difieren los métodos de la herencia, según se trate de
caracteres dominantes o recesivos. Un individuo sólo puede transmitir a sus
descendientes un carácter dominante cuando él mismo lo posee abierta­
mente; en cambio, en ciertas circunstancias puede aparecer en un des­
cendiente un carácter recesivo sin previo aviso. Si se fecundan dos indi­
viduos que llevan oculto en sus células germinales el carácter recesivo,
aunque no aparezca en ellos externa y visiblemente, generalmente apare­
cerá en un 25 por 100 de su descendencia. Lo que ocurre es que en la
350 HISTORIA DE LA CIENCIA

mayoría de los casos las condiciones en que se desarrolla la herencia son


mucho más complicadas de lo que pudiera suponerse por dos cualidades
sencillamente contrastadas en los guisantes verdes. Así, por ejemplo, las
cualidades pueden actuar como dominantes o recesivas según el sexo; los
caracteres pueden ir apareados, de forma que ninguno pueda aparecer sin
el otro, o, por el contrario, pueden ser incompatibles y no presentarse
nunca juntos.
Se han podido localizar muchos caracteres mendelianos en plantas
y animales; además, se ha aplicado felizmente este método, como guía
práctica, en la cría de razas para combinar ciertas cualidades favorables
y eliminar otras de tendencia maligna. Trabajando sobre estas directrices
en el cultivo de plantas y en la cría de animales se sustituyeron, en parte,
los métodos «a ojo de buen cubero» por procedimientos científicos. Así,
por ejemplo, Biffen produjo nuevas y valiosas especies de trigo, logrando
integrar en una sola especie la inmunidad contra el moho, el alto índice
de producción y ciertas cualidades favorables al cocimiento, como resul­
tado de una larga serie de experimentos basados en las leyes mendelianas
de la herencia.
Para cuando se descubrió la obra de Mendel ya se había investigado
la estructura de la célula y se había visto que cada una encierra en su
núcleo cierto número de cuerpos filiformes, que se dio en llamar cro­
mosomas 3. En la copulación de dos células germinales, considerando el
caso más sencillo, el óvulo fecundado contiene doble número de cromo­
somas, dos de cada clase, uno de cada célula progenitora. Al dividirse el
óvulo se divide, igualmente, cada cromosoma, yendo cada una de sus
partes a cada una de las células hijas. Así, cada célula nueva recibe un
cromosoma de cada cromosoma original. Lo mismo ocurre con cada subdi­
visión sucesiva, de forma que cada célula de la planta o del animal en
cuestión contiene una doble serie de cromosomas, procedentes por igual
de ambos progenitores.
También las células germinales poseen al principio la doble serie de
cromosomas, pero en su última fase de transformación en espermatozoos
u óvulos los cromosomas se unen en parejas. Entonces se produce una
división de tipo diferente; en vez de partirse los cromosomas, se separan
los miembros de cada par, yendo cada uno a una de las células hijas. Así,
cada célula germinal madura recibe uno u otro miembro de cada par de
cromosomas y así se dimidia el número.
Varios entendidos notaron el paralelismo entre estos fenómenos celu­
lares y los hechos hereditarios consignados por Mendel, pero el primero
que lo formuló concretamente en términos que vino a aceptar la ciencia
fue Sutton. Observó que tanto los cromosomas como los factores heredi­
tarios experimentan la separación y que en cada caso los diferentes pares
de factores o cromosomas se separan independientemente de los otros pares.
Pero como el número de los factores hereditarios es grande comparado
1 T. H. M organ y otros, The Mechanism of Mendelian Heredity, Nueva York,
1915, en especial el capítulo I.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 351

con el de pares de cromosomas, era de esperar que varios factores se


combinasen con un mismo cromosoma y por lo mismo se uniesen entre sí.
Bateson y Punnett descubrieron en 1906 este fenómeno de vinculación en
el guisante oloroso, en el que siempre se heredan conjuntamente ciertos
factores de color y de forma del polen. Lock llamó la atención sobre el
alcance de este descubrimiento para la teoría de los cromosomas.
A partir de 1910, T. H. Morgan y sus colegas de Nueva York inves­
tigaron más a fondo estas relaciones en la drosofila—o mosca de la fruta
y del vinagre— , que se reproduce en gran número y en generaciones suce­
sivas a intervalos de diez días. Hallaron una correspondencia numérica
real entre el número de grupos de cualidades hereditarias y el de pares de
cromosomas, siendo cuatro en cada caso. Generalmente ese número es
mayor; en el guisante de jardín es siete; en el trigo, ocho; en el ratón, 20,
y en el hombre, 33.
Aun en el caso de que sólo haya 20 pares de cromosomas, tendremos
más de un millón de clases posibles de células germinales, y dos series de
ésas suponen un número de combinaciones posibles enormemente mayor.
Por aquí es fácil comprender por qué no salen dos individuos idénticos
en una raza mixta.

El estudio estadístico de la herencia

Paralelamente a la obra de investigación mendeliana se estudiaba tam­


bién la herencia a base de trabajos estadísticos realizados sobre grandes
masas. Ya en el sigl^ xx varios hombres de ciencia, especialmente Karl
Pearson y sus colegas de Londres, continuaron la labor que habían reali­
zado Quetelet y Galton aplicando a las variaciones humanas la ley de las
probabilidades con su margen estadístico de error.
La curva normal de error o algo equivalente se obtiene generalmente
estudiando cifras muy altas, pero De Vries ilustró ciertos peligros que
entraña su uso con su trabajo sobre la prímula de la tarde.
c
352 H ISTORIA DE LA CIENCIA

La figura 10 representa las variaciones en longitud de tres variedades


de frutos; las longitudes se marcan en la línea horizontal, y el número de
los individuos que muestran una longitud particular, en la vertical. Las
variedades A y C presentan un fri to de tamaño medio característico y sus
curvas se aproximan mucho a la normal. En cambio, en B se observan seña­
les de subdivisión en dos grupos separados, por lo menos; si se hubiesen
medido juntamente las semillas de las tres variedades, las tres curvas
hubieran convergido en una sola, que se acercaría a la normal. Muchas
veces es imposible determinar por los datos escuetos si el material en
cuestión pertenece a una sola clase o si incluye, como en este caso, dos
o más grupos.
Johannsen comprobó que si tomamos una sola simiente de judía como
germen inicial de una familia de descendientes autofecundados, las varia­
ciones que presentan los individuos en esta «línea pura»—por ejemplo, en
el peso de la semilla—se conforman exactamente con la ley de error. Pero
esas variaciones no son hereditarias; si cogemos y sembramos simientes
más pesadas, las simientes de sus descendientes no serán por eso más pesa­
das, sino que tendrán el peso medio normal.
Prescindiendo ahora de estas líneas hereditarias puras de ascendencia
idéntica, cualquier raza mixta ordinaria presenta variaciones debidas a la
mezcla de caracteres ancestrales, y esas variaciones ancestrales se transmi­
ten. Seleccionando ambos progenitores con vistas a una determinada cua­
lidad, como la velocidad en los caballos de carreras, podemos establecer
un tipo en el que la cualidad deseada es superior a la normal. Galton
comprobó que los hijos de padres altos superaban en su promedio la altura
media de la raza, aunque no llegaban a la de sus padres. Pearson y otros
investigaron estos fenómenos con más detenimiento y precisión. En una
raza cuya estatura media es de cinco pies y ocho pulgadas, un hombre
de seis pies supera la media en cuatro pulgadas. Tomando el promedio de
un amplio número de gente, los hijos de padres de seis pies alcanzan
una talla de unos cinco pies y diez pulgadas, superando así la altura media
en dos pulgadas, es decir, en la mitad en que la superan sus padres.
Este resultado se expresa diciendo que el coeficiente de correlación es de
un medio o de 0,50. Si los hijos fuesen igual de altos que sus padres,
este coeficiente sería la unidad; si fuesen de la altura media normal de la
raza, no existiría esa correlación y el coeficiente sería cero, y si fuesen
más bajos que el promedio de la raza, el coeficiente sería negativo. Pare­
cidas relaciones presentan otras cualidades en plantas y animales; para
cualquiera de ellas por separado el coeficiente de correlación entre padres
y descendencia oscila generalmente entre 0,40 y 0,60. R. L. de Vilmorin,
miembro de una familia francesa de seleccionadores de semillas de antiguo
abolengo, realizó estudios sobre las variaciones y la herencia, los cuales
escaparon de momento a la atención de los biólogos, igual que pasó con
los experimentos de Mendel. Demostró Vilmorin que los mejores resultados
en el cultivo de plantas no se obtienen precisamente seleccionando deter­
minados ejemplares como progenitores, sino eligiendo una línea de plantas
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 353

a base de su rendimiento medio. Este resultado no responde a la idea


darwiniana de la herencia de las pequeñas variaciones.
Durante algún tiempo discutieron mucho entre sí mendelianos y bio-
metristas, que empleaban métodos estadísticos basados en ideas darwi-
nianas. El resultado parece ser que cualquier estudio completo sobre la
herencia debe abarcar ambos sistemas de investigación4.

Conceptos posteriores sobre la evolución

A medida que se fueron acumulando pruebas paleontológicas, se fue


estableciendo cada vez con más firmeza la teoría de la evolución, como
interpretación general del proceso de la vida sobre la Tierra. Así, por
ejemplo, en los períodos carboníferos no había angiospermas— plantas
altas con las semillas protegidas en el ovario— : de alguna manera surgie­
ron en la Tierra esos nuevos órdenes y especies.
Todavía hay biólogos que sostienen que la selección natural aplicada
a pequeñas variaciones y continuada por largo tiempo basta a explicar la
evolución. Otros piensan que en las mutaciones mendelianas, que cierta­
mente pueden dar origen a nuevas variedades, asistimos a la creación
de nuevas especies. Perfr-tampoco faltaban, incluso entre los líderes del
pensamiento moderno, quienes se mostrasen dudosos y aun escépticos.
Escribía, por ejemplo, Bateson en 1922:
En sus líneas generales la evolución es un fenómeno bastante evidente. Es
una conclusión que se sigue forzosamente de los hechos. Pero el detallito con­
creto y esencial de la teoría de la evolución relativo al origen y naturaleza de las
especies permanece en el más completo misterio

Los sistematizadores reconocen todavía especies distintas y no parece


que ni las variaciones darwinianas ni las mutaciones mendelianas afecten
a esas diferencias fundamentales latentes, que son la clave de la especie.
Pudiera ser que en los tiempos primitivos los organismos vivos fueran más
moldeables, mientras que ahora, fijadas ya sus características, sólo son
susceptibles de cambios superficiales. Hay pruebas de que incluso en la
actualidad puede una especie entrar ocasionalmente en fase de transfor­
mación; así se cree ocurrió con la prímula de la tarde, que estudió
De Vries.
Aún continúa abierto a la controversia el problema de la herencia de
los caracteres adquiridos, de que se habló en el capítulo VII, pues no
todos aceptan como convincentes los casos que se aducen a su favor. La
separación de las células germinales de las corporales no ocurre en las
plantas en una fase tan temprana como en los animales y, por consiguiente,
en éstas debiera ser más probable la herencia de los caracteres adquiridos.

4 R. H. Lock, Recent Progress in the Study of Variation, Heredity and Evo-


Ivtion, Londres, 1907. Véase además abajo el capítulo XII.
5 W il l ia m B a t e s o n , loe. cit., pág. 395.
354 HISTORIA DE LA CIENCIA

Entre otras pruebas más recientes podemos mencionar las que recogió
F. O. Bower, las cuales parecen demostrar que ciertas diferencias ambien­
tales continuadas durante mucho tiempo pueden producir en los helechos
caracteres hereditarios6.
Surgió otra dificultad. Parece que las variaciones dependen de ciertos
elementos que se perdieron y no se recuperaron. Escribe Bateson:
Incluso en la drosofila, en la que se han identificado cientos de factores gené­
ticamente distintos, son muy pocas las nuevas cualidades dominantes o adquisi­
ciones positivas que se ven; y estoy seguro de que ninguna de ellas sería viable
en condiciones naturales... [Pero] mis dudas no afectan a la realidad o verdad
de la evolución, sino al origen de las especies, que es una cuestión técnica, casi
doméstica. Cualquier día pudiera traernos la solución de este misterio. Los descu­
brimientos de los últimos veinticinco años nos permiten por primera vez discutir
estos problemas de una manera inteligente y sobre la base de hechos reales.
No dudo ni puedo dudar de que tras el análisis vendrá la síntesis7.

Entretanto, los paleontólogos, especialmente americanos, coleccionaban


restos fósiles de series de organismos en cantidades enormemente superio­
res a cuantas pudieron encontrarse en ninguna época anterior; fósiles que
abarcaban muchas époas geológicas y que ponían de manifiesto la con­
tinuidad en que se sucedían las diferentes formas de vida, hasta el punto
de sugerir en algunos casos la evolución seguida a lo largo de ciertas
líneas concretamente definidas y trazadas. El problema resultó mucho más
complicado y difícil de lo que se había supuesto cincuenta años antes.
En sus líneas generales está clara la marcha de la evolución, pero hemos
de esperar a poseer más amplia información antes de embarcarnos en una
nueva exposición de sus pormenores.

Herencia y sociedad

Las investigaciones mendelianas contribuyeron mucho a hacer exten­


siva a la humanidad la aplicación de nuestros conocimientos sobre la heren­
cia y las variaciones. Muchas deficiencias y enfermedades, como el dalto­
nismo, las cataratas congénitas, estudiadas por Nettleship, y la hemofilia,
siguen las reglas hereditarias de Mendel. C. C. Hurst demostró claramente
con sus trabajos que un carácter normal—el pigmento pardo del ojo—era
de tipo mendeliano; pero había muchos indicios de que también eran
unidades mendelianas otras cualidades del hombre, igual que las de tantas
plantas y animales. En realidad, el equilibrio casi absoluto en el número
de nacimientos de niños y niñas induce a creer irresistiblemente que el
mismo sexo constituye una de esas cualidades unidad. Ese fenómeno se
explicaría si suponemos que todas las células germinales hembras contienen
feminidad, mientras que la mitad de las masculinas contienen masculini-
dad y la mitad femineidad.
6 F. O . B o w e r , The F e rn s, Cambridge, 1 9 2 3 -1 9 2 8 , vol. III, pág. 287.
7 W illia m B a t e s o n , loe. c it., p á g s . 3 9 5 -3 9 8 .
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 355

Sabemos que en las plantas y animales pueden unirse entre sí pares


de cualidades unidad hasta el punto de que una no pueda aparecer sin la
otra, o, por el contrario, pueden repelerse de forma que sea imposible su
coexistencia. En el hombre es imposible la experimentación en esta mate­
ria y la misma observación se limita a unas pocas generaciones, que es
todo lo que ordinariamente se puede examinar. Apenas cabe duda de que
si pudiéramos ampliar el campo de nuestra investigación encontraríamos
también en la humanidad un conglomerado de cualidades unidad, deriva­
das de ambos progenitores, relacionadas entre sí y con los caracteres quí­
micos de las diferentes secreciones que vierten en la corriente sanguínea
las glándulas sin vías de desagüe. Queda como tema de futuras investiga­
ciones el determinar si esas cualidades mendelianas constituyen la estruc­
tura esencial del hombre o si sólo forman una armazón superficial, soste­
nida por una subestructura más profunda y no de tipo mendeliano.
En 1909 se hizo un intento de adaptar las ideas de Gal ton a los cono­
cimientos almacenados desde que se publicó su obra por primera vez
en 1869 s. La importancia que atribuyó a la herencia se vio acentuada por
las investigaciones mendelianas de Hurst, Nettleship y otros y por la labor
matemática de Karl Pearson y de sus discípulos, que ampliaron mucho los
métodos biométricos de^palton. Las pruebas que se había podido hallar
a mano parecían justificar el estudio de la hipótesis de que las poblaciones
mixtas de los Estados modernos deben contener elementos combinados
de diferentes cualidades innatas, sobre las que actúa constantemente la
selección natural, controlada por una serie de factores jurídicos, sociales
y económicos. Así terminará por variar el número relativo de los dife­
rentes caracteres herSflitarios de una población. El ambiente, el entrena­
miento y la educación pueden indudablemente contribuir al desarrollo
y desenvolvimiento de los caracteres innatos, pero no pueden crearlos. El
hombre capaz, y mucho más el genio, nace, no se hace; las reservas men­
tales de un pueblo están limitadas por la naturaleza.
La supervivencia de los más dotados no sirve de nada a la raza, a me­
nos que esos privilegiados tengan un número preponderante de hijos. Esta
conclusión indujo a investigar el promedio de miembros de las familias
pertenecientes a las distintas clases de una comunidad. Según un estudió
estadístico de los registros se vio que entre 1831 a 1840 las familias que
habían poseído el título de pares o grandes durante dos generaciones ante­
riores, por 1o menos, tenían un promedio de 7,1 nacimientos por cada ma­
trimonio fecundo; pero en la década comprendida entre 1881 a 1890, esa
cifra se redujo a 3,13. Los seglares con suficiente categoría como para
figurar en las páginas del W ho’s W ho daban un término medio de 5,2 hijos
por cada pareja fecunda antes de 1870, y sólo un 3,08 después de esa
fecha. En las familias clericales, las cifras correspondientes fueron de 4,99
y 4,2. Los oficiales del ejército regular, de capitanes para arriba, dieron
4,98 y 2,07. Así se ve que, a pesar de ciertas diferencias de pormenor, la
' VV. C. D a m p ie r W h e th a m y C a t h e r i n e D. W h e th a m , T h e Family and the
Naíion, Londres, 1909.
356 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

resultante general daba que las clases hacendadas, profesionales y comer­


ciales de cierta categoría habían reducido su procreación a menos de
la mitad. Un descenso casi igual acusaban las estadísticas de las Sociedades
de Amigos, cuyos miembros se reclutaban de entre las -filas de los arte­
sanos especializados. Como hace falta un promedio de unos cuatro hijos
por cada matrimonio fecundo para mantener estable una población, está
claro que incluso en 1909 estaba descendiendo el número de los sectores
más eficientes de la comunidad, tanto en su valor relativo como absoluto.
En cambio, las familias católico-romanas, los mineros (por causas espe­
ciales), los obreros rasos y—lo que resultaba mucho más alarmante—los
débiles mentales seguían manteniendo casi el mismo promedio de hijos.
Un cálculo sencillo bastaba a ilustrar la gravedad de los efectos que
podía producir esta discrepancia. Si dentro de una línea bien dotada cada
matrimonio fecundo tiene tres hijos y un índice de mortalidad del 15 por
1.000, resultaba que al cabo de cien años de cada 1.000 representantes
iniciales de esa línea sólo quedarían 687 descendientes. En cambio, dentro
de una línea débil o subdotada con un índice de natalidad del 33 por 1.000
y un 20 por 1.000 de mortalidad, a los cien años por cada 1.000 individuos
iniciales habría 3.600 descendientes. Si suponemos que en 1870, al em­
pezar a manifestarse las diferencias en el índice de natalidad, estaban
igualados, para 1970 la línea próspera representaría tan sólo la sexta
parte de la población total, y para el año 2070, solamente el 1 por 30.
Es decir, que se encontraría perdida entre la masa adocenada de la fecun­
didad predominante.
Durante los veinte años que siguieron a esta investigación aparecieron
dos signos más esperanzadores. Un decreto sobre deficiencia mental hizo
algo (aunque no lo bastante) para contener el torrente de niños débiles
mentales, y como demostró F. A. Woods, tanto en Inglaterra como en
América, los miembros de las clases superiores, cuyo curriculum vitae
acredita su vida de servicio en pro de la comunidad, tienen más hijos
que los «ricos holgazanes»—Woods obtuvo un promedio de 2,44 y 1,95
de hijos vivos, respectivamente— 9. Este resultado indica probablemente
un efecto bueno del poder de controlar voluntariamente el índice de
natalidad. En 1909 10 se expresó la esperanza de que llegase a entender
el público que era un deber de los padres sanos, capaces y conscientes,
el engendrar mayor número de hijos, y fue grato comprobar que esta
esperanza se iba realizando.
Sin embargo, de momento, las perspectivas siguen siendo inquietantes.
El trabajo intelectual realizado en el mundo, del que depende el continuo
progreso y hasta el mantenimiento del nivel general de vida, es obra de
una reducida porción de la población, procedente en su mayor parte de
las clases que han reducido su índice de procreación, aunque ahora no
’ Journal of Heredity (American Genetic Association), vol. XIX, Washington,
O. C.. junio 1928.
10 Cfr. The Family and the Nation, pág. 228.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 357

hasta su nivel ínfimo. Las becas de estudios y demás oportunidades para


promover a los individuos capaces de todas las clases pueden compensar
esa falta por algún tiempo, pero la cantidad de capacidad de un país es
limitada y proporcionalmente menor en los estamentos inferiores de la
sociedad. Si se los va seleccionando y elevando constantemente de esa
categoría baja, a medida que ascienden se irán esterilizando, en parte, al
reducir su índice de natalidad y así irán dejando tras sí la masa muerta
de un proletariado subdotado. Así se irán extirpando gradualmente de la
nación las cualidades de capacidad, con peligro creciente para la civi­
lización. Los gobiernos socialistas, en los que el Estado controla la mayoría
de los medios de producción, podría operar con eficacia, ya que no a gusto
del pueblo, dentro de un Imperio autócrata y burocrático, pero probable­
mente se estrellaría en una nación democrática. A pesar de que en la
fraseología política corriente se suele asociar el socialismo con la demo­
cracia, probablemente en la práctica son dos sistemas incompatibles entre
sí. El predominio reciente que ha adquirido en ciertos países el comunis­
mo autócrata confirma esta idea.
El índice de natalidad diferencial no es el único agente selectivo que
actúa hoy día; se pueden señalar otros muchos. Probablemente, la predis­
posición a la enfermedad'continúa eliminando eficazmente a los que aún
están expuestos a ella, favoreciendo así a las familias que ya están inmu­
nes. Con frecuencia la legislación, promulgada por motivos totalmente
distintos, produce también sus efectos selectivos; los gravámenes sobre
la herencia están deshaciendo rápidamente las familias hacendadas de an­
tiguo abolengo de la*» que se había acostumbrado a depender la gente
del campo en compensación de su trabajo no retribuido y del trabajo
subretribuido de la Iglesia, el ejército y la marina. Argumenta el deán
Inge que la legislación reciente lleva camino de extinguir las clases inte­
lectuales medias. Entre los artesanos de la industria textil se mantiene
bajo el índice de natalidad debido a la costumbre de emplear mujeres en
los telares, mientras que entre los mineros, en que se reservan a los hom­
bres los puestos retribuidos, se conservaba alto, al menos hasta la depresión
de 1925. Actualmente hemos de renunciar a la idea que se tenía en el
siglo xix de que la nación se compone de individuos de igual capacidad
potencial, que sólo espera para desarrollarse la oportunidad y la educa­
ción; hemos de ver en la nación una trama tupida de caracteres y cuali­
dades hereditarias innatas, entrecruzadas entre sí, profundamente dife­
rentes en carácter y calidad, que aparecen y desaparecen, principalmente
por efecto de la selección natural o artificial. Casi toda acción de orden
social, económico o jurídico favorece alguna de esas características a ex­
pensas de las otras y altera el carácter biológico medio de la nación.
El eminente naturalista William Bateson rubricó con su autorizada
firma estas ideas generales en los ensayos que publicó en 1912 y 1919".

11 W i l l i a m B a t e s o n , loe. cit., p á g . 35 9 .
358 HISTO RIA DE LA CIEN CIA

De mantener el antiguo índice de natalidad junto con el nuevo de morta­


lidad, al cabo de unos siglos apenas quedaría sitio en la tierra para sus
habitantes. Por tanto, se impone la restricción de la natalidad; lo que im­
porta es que esas restricciones se apliquen más a las líneas subdotadas de
cada nación que a las dotadas. Además, la competencia no se desarrolla
sólo entre los individuos, sino también entre las comunidades. Existen
razas inferiores, lo mismo que existen familias inferiores. Escribe Bateson:
Proclamaron los filósofos que todos los hombres nacen iguales. Los naturalistas
saben que ese axioma es falso. Lo mismo si medimos las facultades mentales como
las corporales, encontramos desigualdades extremas. Sabemos además que el pro­
greso de la civilización se debió exclusivamente a la obra de individuos excepcio­
nales. El resto se limita a copiar y trabajar. Entiendo por civilización aquí y
siempre no necesariamente determinado ideal social, sino el creciente control que
el hombre va adquiriendo sobre la naturaleza. Lo mismo que entre los individuos,
también existen desigualdades entre las naciones... Es un hecho biológico que los
hombres ilustres están repartidos desigualmente entre las naciones. Francia, Ingla­
terra, Italia, Alemania y algunos grupos más pequeños han producido desde la
restauración de la cultura muchos hombres de la talla a que me refiero. Algunos
han sobresalido más en ciertas artes o ciencias, como pintura, música, literatura,
astronomía, química y física, biología o ingeniería, pero en el panorama general
de esas múltiples habilidades no se advierte una disparidad manifiesta entre esas
naciones.

Indica Bateson que otras naciones han producido con más escasez hom­
bres insignes y atribuye el hecho a sus cualidades biológicas. No puede
darse por zanjado este difícil problema; puede ocurrir que las naciones
que parecen inferiores no estén aún industrializadas; pueden permanecer
pobres por determinadas circunstancias históricas y ofrecer menos opor­
tunidades para la aparición y autorrealización de hombres capaces. Es
cierto que el ambiente no puede crear la capacidad, pero sí ahogarla. En
todo caso, hasta ahora ni los sociólogos han estudiado adecuadamente los
factores biológicos ni los políticos les han dedicado la menor atención en
la práctica.
El resultado de la investigación genética consiste en hacer ver que la sociedad
humana puede, si quiere, controlar su composición más fácilmente de lo que en
un principio se había supuesto... Pueden adoptarse medidas para eliminar ciertas
tendencias consideradas como inadaptadas y ciertos elementos indeseables en la
población 1!.

La esperanza de un futuro mejor reside en el sentido de responsabi­


lidad de las mejores reservas de la raza. Si éstas aumentan su procreación,
como se indica en la obra de F. A. Woods que están empezando a hacer,
las naciones del mundo pueden invertir la selección peyorativa de los
últimos setenta años y mejorar gradualmente el promedio de salud, belleza
y capacidad.

12 W ill ia m B a t e s o n , Mendel’s Principies of Heredity, Cambridge, 1909, pági­


nas 304-5.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 359

Biofísica y bioquímica

El rasgo más saliente de la fisiología de principios del siglo xx fue la


aplicación de los métodos de la física y química a los problemas fisioló­
gicos. En realidad casi puede decirse que la fisiología se resolvió en bio­
física y bioquímica '3.
La física y química de los coloides reviste capital importancia en
biología, ya que el protoplasma que forma el contenido de las células
vivas se compone de coloides, con la particularidad de que el núcleo es
más sólido que el resto. También han adquirido gran importancia los coloi­
des en la agricultura científica, por razón de que el suelo, que antes se
creía estaba formado de material procedente de la erosión de las rocas,
mezclado con materia animal o vegetal en descomposición, se sabe ahora
que presenta una estructura compleja de coloides orgánicos e inorgánicos,
en el que desempeñan un papel esencial los microorganismos. La tierra
que pisamos no es tierra muerta, sino viva; el suelo con sus huestes de
moradores tienen por función descomponer los materiales brutos que
contienen o que adquieren del exterior y prepararlos como alimento dige­
rible de las plantas.
Graham reconoció en 1850 la distinción entre cristaloides y coloides,
y en todo caso se vio claro que una de las razones de la diferencia de
sus propiedades residía en el gran tamaño de las partículas coloideas com­
paradas con las moléculas de los cuerpos cristalizables. La solución de
un cristaloide, como el azúcar o la sal común, es un líquido homogéneo,
mientras que la solutJffin de un coloide es un sistema bifásico, con una
clara superficie de separación entre ambas fases y un área suficiente
para desarrollar los fenómenos de la tensión superficial.
Resultan tan grandes algunas partículas coloideas que son visibles al
microscopio. En 1828 observó Robert Brown el movimiento de esas par­
tículas, tan curioso e irregular, y en 1908 aportó Perrin las pruebas de­
mostrativas de que ese movimiento browniano se debía al bombardeo de
las moléculas vecinas. Si esto es así, entonces las partículas deben adquirir
la misma energía cinética que las moléculas; estudiando su distribución
y movimiento, se han obtenido por tres métodos distintos resultados nu­
méricos, que concuerdan con las consecuencias de la hipótesis de Perrin.
El invento del «ultramicroscopio», debido a Siedentopf y a Zsigmondy,
en 1903, facilitó la investigación de las propiedades de las partículas
coloideas más pequeñas. La longitud de onda de la luz visible oscila entre
las 400 y las 700 H* o milésimas de milímetro; las partículas de dimen­
siones menores que ésas no pueden verse claramente. Pero si se proyecta
sobre ellas un rayo de luz intensa, éste se esparce; si observamos entonces
las partículas a través de un microscopio con su eje perpendicular al rayo
aparecen como discos brillantes en movimiento browniano, si son de las
,J Sir W. M. B a y l i s s , P rincipies o f G eneral P hysiology, 4.a ed., Londres, 1924.
W. R. F e a r o n , ¡n tro d u ctio n to B iochem istry, 2.* ed., Londres, 1940.
360 HISTORIA DE LA CIENCIA

dimensiones aproximadas de la longitud de la onda lumínica, y si son


mucho más pequeñas, presentan una especie de halo general. Más ade­
lante describiremos el microscopio electrónico, que es aún mucho más
potente.
La teoría de los coloides progresó considerablemente gracias a haberse
estudiado sus propiedades eléctricas. Se mueven en una dirección o en
otra dentro de un campo eléctrico de fuerza, lo que demuestra que llevan
cargas eléctricas positivas o negativas, debido probablemente a la absor­
ción selectiva de unos u otros iones. Sir W. B. Hardy descubrió que cuan­
do se cambia lentamente el líquido que los envuelve, transformándolo de
débilmente ácido en débilmente alcalino, en algunos coloides se invierte
el sentido de su carga. Al llegar al «punto isoeléctrico» en que se neutra­
lizan las cargas, el sistema se vuelve inestable y el coloide se precipita de
su estado de solución.
De aquí parecía deducirse que la carga eléctrica de las partículas
desempeñaba un papel importante en su solución. Tomando un ejemplo
de coagulación que todos conocen podemos mencionar el hecho de que al
agriarse la leche se «cuaja» la caseína que contiene. Faraday sabía que
las sales coagulan soluciones de oro coloidal; Graham investigó este fenó­
meno. En 1882 observó Schultze que el poder coagulante dependía de
las valencias de los iones de la sal; en 1895 hallaron Linder y Picton que
el poder coagulante medio de los iones univalentes, bivalentes y trivalentes
estaban en la proporción de 1 : 35 : 1.023. En 1900 demostró Hardy que
los iones activos eran los de signo contrario al de las partículas coloida­
les. En 1899 investigué esta materia a base de la teoría de las probabili­
dades, suponiendo que era preciso se desplazase un número mínimo de
unidades de carga eléctrica simultáneamente a un determinado espacio para
neutralizar las cargas contrarias de un número de partículas coloidales
y permitirles fundirse. La carga eléctrica transportada por un ion es pro­
porcional a su valencia química; por consiguiente, para obtener una misma
carga hará falta una proporción de dos iones trivalentes, tres bivalentes
y seis univalentes. Por cálculo matemático se deduce que el poder coagu­
lante debe estar en la proporción de 1 : x : x1, siendo x un número incóg­
nito, que depende de la naturaleza del sistema en cuestión. Haciendo
x — 32, obtenemos 1 : 32 : 1.024, que puede compararse con los resul­
tados que consignamos antes M. Este es sólo un procedimiento aproxjmativo,
pues no tiene en cuenta el influjo estabilizador del ion contrario ni otros
factores perturbadores. Pero parece que este método puede aplicarse a otros
fenómenos análogos e incluso a las mismas combinaciones químicas; por
otra parte, se emplean actualmente en la termodinámica química cálculos
parecidos de probabilidades, hasta convertirse en la base de la física
cuántica.
El estado de agregación que presentan los coloides en la arcilla con­
trola la naturaleza física de los suelos pesados, los cuales sólo llegan
14 Phil. Mag. [5 ], v o l. XLVIII, 1 8 9 9 , p á g . 474; adem ás, H a rd y y W hetham ,
Journal Physiology, v o l. XXIV, 1 8 9 9 , p á g . 2 8 8 .
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 361

a hacerse porosos y fértiles cuando cuajan las partículas plásticas. También


tienen gran importancia en biología ciertas propiedades de los coloides,
como las eléctricas y otras, dado que el protoplasma es de estructura
coloidal. Así, por ejemplo, puede ilustrarse la importancia que tiene en
fisiología el factor valencia con un caso que descubrió Mines en 1912:
y es que el corazón de una lija es 10.000 veces más sensible a la acción
de los iones trivalentes que a los bivalentes, como los del magnesio. Sa­
biendo que la coagulación de los coloides mataría generalmente los tejidos
que los envuelven, es una suerte que se los pueda proteger de la acción
de los electrólitos. Faraday sabía que podía impedirse el efecto de la
«sal» en la precipitación del oro coloidal añadiéndole una pequeña canti­
dad de «gelatina». De entonces acá Mines— 1912—y otros fisiólogos han
investigado muchos coloides protectores parecidos, los cuales forman emul­
siones por su parte. Al parecer, los emulsoides forman una película sobre
las partículas coloidales, protegiéndolas así contra los iones.
A medida que se purifica el agua mediante destilaciones repetidas, su
conductividad eléctrica desciende hacia un valor límite correspondiente
a una concentración de iones de hidrógeno (H +) e hidroxil (O H —) de
unas 10- 7 moléculas gramo por litro ,5. Si se acidúa ese agua, aumenta
naturalmente la concentración de iones de hidrógeno; esta cantidad se
usa constantemente comí) medida de la acidez de un medio no sólo en
físico-química general, sino especialmente en edafología y fisiología. Así,
por ejemplo, en la química física el índice de «inversión» del azúcar de
caña—su conversión en glucosa y fructosa—depende de la concentración
de iones de hidrógeno. En agricultura, la acidez del suelo es un indicador
de que necesita cal.-«fin fisiología parece que el límite máximo de la con­
centración de iones de hidrógeno en la sangre humana que puede tolerar
la vida se fija entre los 10—78 y los 10~70; los límites normales oscilan
entre los 10—7,5 y los 10~7’3. El cambio de la reacción normal a la más
acida tolerable es sólo del orden del que se da cuando se añade una parte
de ácido clorhídrico a 50 millones de agua.
El cuerpo animal posee mecanismos complicados, que controlan las
adaptaciones precisas para la vida. Así, por ejemplo, demostraron Haldane
y Priestley (1905) que los centros del sistema nervioso respiratorio son
sumamente sensibles a cualquier aumento, por pequeño que sea, del
dióxido de carbono en la sangre, con lo que se acelera la función respira­
toria y se elimina el exceso de anhídrido. Estudiando más de cerca la cosa
se descubrió posteriormente que el factor controlador es la concentración
de iones de hidrógeno de la sangre, al ser atacados por el ácido carbónico
en disolución. También existen controles químicos directos. Varias sus­
tancias existentes en la sangre y en los tejidos, como bicarbonatos, fosfa­
tos, aminoácidos y proteínas, reaccionan con los ácidos para producir sales
ts Por razones de comodidad suele escribirse la concentración de iones de hi­
drógeno con la fórmula P , y se suele expresar en logaritmos negativos. Así, como
H
la concentración de iones de hidrógeno de agua pura es 10—7, su P es 7.

362 H ISTORIA DE LA CIENCIA

neutrales. Así protegen los tejidos contra la acción de los ácidos, mante­
niendo un estado prácticamente neutro; de aquí su nombre de «amorti­
guadores».
Durante el primer cuarto del siglo xx se hicieron notables progresos
en el estudio de los problemas de la nutrición, sobre todo cuando se
comprobó que podía darse una dieta más que suficiente para suministrar
toda la energía necesaria y, sin embargo, insuficiente para mantener el
desarrollo y crecimiento. Quedaron como experimentos clásicos los que
realizó Sir Frederick Gowland Hopkins en 1912. Demostró Hopkins que
cuando se alimenta a las crías de ratas con alimentos químicamente puros
paran de crecer; pero en añadiendo pequeñas dosis de leche fresca, se
inicia nuevamente el crecimiento. Se ve, pues, que la leche contiene
«factores alimenticios complementarios», que dijo Hopkins, indispensa­
bles para el crecimiento y la salud. Gracias a los trabajos de investigación
realizados posteriormente se han ido descubriendo muchas clases dife­
rentes de esos factores, conocidos generalmente con el nombre de «vita­
minas». La A y la D se encuentran principalmente en las grasas animales,
como en la mantequilla, aceite de hígado de bacalao y en las verduras,
aunque las dos se hallan repartidas en forma algo diferente. La vitamina A
protege generalmente contra las infecciones y también contra cierta en­
fermedad de los ojos. Posteriormente se la distinguió de la D, la cual es
necesaria para la debida calcificación de los huesos de los animales en
fase de crecimiento. Fue un verdadero descubrimiento el día en que se
demostró que aplicando luz ultravioleta al niño o al alimento que se le
administraba se obtenía el mismo efecto antirraquítico que con la vitami­
na D. Varios investigadores independientes aislaron en 1927 la sustancia
química causante de ese efecto, extrayéndola de materias alimenticias
activas; también estudiaron su conversión en vitaminas bajo el influjo
de la luz ultravioleta. Es un alcohol compuesto llamado ergosterol; pronto
se lo empezó a fabricar de la levadura y a irradiarlo convirtiéndolo en
una especie de «luz solar embotellada». La vitamina B se encuentra en
la cáscara exterior de varios granos, en la levadura, etc.; protege contra la
neuritis y contra la enfermedad del sistema nervioso conocida con el
nombre de beriberi, que suele darse en los pueblos orientales, cuya base
alimenticia principal la constituye el arroz descascarillado. La vitamina C
se halla en los tejidos de las verduras frescas y en ciertas frutas, especial­
mente en el limón; es necesaria para prevenir el escorbuto. Estudios poste­
riores realizados en América pusieron en la pista de una quinta vitamina
relacionada con la conservación de la fecundidad. Casi siempre basta una
pequeña cantidad para producir los efectos característicos. Andando el
tiempo se fueron subdividiendo estas vitaminas en dos o más, con lo que
aumentó el número total de vitaminas conocidas.
También se comprobó que los órganos secretorios tienen en la econo­
mía animal mucha más importancia de la que se creía en un principio.
Aparte de los órganos cuyas secreciones están a la vista, como las glán­
dulas salivares, hay otros que vierten sus productos en la sangre, sumi­
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 363

nistrando así a las diferentes partes del cuerpo las sustancias necesarias
para la salud y el desarrollo.
Por mucho tiempo permaneció en el misterio el mecanismo y la fun­
ción y funcionamiento de esas glándulas de secreción interna. Se creía
antes que la secreción pancreática se debía a un reflejo nervioso; pero
en 1902 descubrieron Bayliss y Starling que era efecto de una sustancia
química formada por la acción de un ácido en el intestino y transportada
al páncreas a través de la sangre. Le dieron el nombre de «secretina»
y se produce normalmente en el curso de la digestión, cuando entran en
el intestino los contenidos ácidos del estómago y necesitan la acción del
jugo pancreático. El descubrimiento de la secretina dirigió la atención
a otras secreciones internas similares; cada una de ellas se produce en
un órgano determinado y la sangre las transporta a otros, donde se mani­
fiestan sus efectos. Hardy propuso el término genérico «hormonas»—del
griego ormao, despertar la actividad—para designar estas sustancias;
Bayliss y Starling adoptaron el término, que pronto se aclimató en la lite­
ratura fisiológica.
A comienzos de 1922 Banting y Best obtuvieron del páncreas de oveja
un extracto, que luego inyectaron en unos perros, a los cuales se les había
producido la diabetes eliminándoles el páncreas; el extracto redujo a lí­
mites regulares la concentración anormalmente alta de azúcar en la san­
gre, al restablecer el poder de utilizar el azúcar. Este extracto es una
hormona, a la que se dio el nombre de insulina. Actualmente se la prepara
en gran escala y se la emplea con éxito para aliviar la diabetes humana.
La secreción de la glándula tiroides es necesaria para la salud corpo­
ral y mental. Su ausewcia en los pequeños retrasa el desarrollo y produce
esa variedad de la memez denominada cretinismo, mientras que el pa­
ciente adquiere una apariencia física característica. La deficiencia del tiroi­
des en los adultos origina el estado conocido con el nombre de mixedema.
Estas condiciones pueden curarse tratándolas con extracto de tiroides,
como indiqué en el capítulo VII. En cambio, el exceso de esta hormona
origina la enfermedad de Graves o tumor exoftálmico. Kendall aisló en
1919 el principio activo de la glándula, conocido con el nombre de tiro-
xina; Harrington, por su parte, determinó su constitución química en 1926
y la sintetizó en el laboratorio. La tiroxina contiene gran cantidad de yodo;
se ha comprobado que las dietas deficientes en yodo pueden producir en­
fermedades, mientras que, a veces, la simple administración de sales de
yodo puede producir el mismo efecto que el extracto tiroidal. También se
ha demostrado, gracias a los experimentos realizados en la alimentación
del ganado y demás animales de granja, que la economía animal necesita
yodo y otros minerales como constitutivos de su alimento.
Hacía siglos que se conocían los efectos resultantes de la extirpación
de las glándulas sexuales, pero sólo en estos últimos años se ha estudiado
a fondo este tema. Puede decirse que este trabajo lo inició en 1910 Steinach
con sus experimentos; por ellos se vio que las ranas castradas pueden
recuperar las cualidades perdidas por la extirpación con sólo inyectarles
364 H ISTORIA DE LA CIENCIA

sustancia de los testículos de otras ranas. Por experimentos posteriores


se ha comprobado que injertando glándulas en animales mutilados o seni­
les provocan una revigorización, al menos temporal.
Pudiéramos aducir otros ejemplos de la acción de las secreciones in­
ternas. La hiperfunción de la pequeña glándula pituitaria produce gigan­
tismo y una deformación de los rasgos conocida con el nombre de acro­
megalia, mientras que la deficiencia de la secreción pituitaria parece causar
enanismo. La adrenalina es una hormona que se encuentra en los cuerpos
suprarrenales y se vierte en la sangre en determinadas circunstancias, como
de terror, de anestesia, etc., estimulando ciertos nervios llamados viscera­
les. Y, al revés, las inyecciones de adrenalina producen los síntomas físicos
concomitantes de la emoción o miedo. El japonés Takamina aisló esta
hormona y determinó su constitución química en 1901.
En el pasado se había abordado la investigación de la fisiología más
bien desde el campo bioquímico que desde el biofísico; pero actualmente
cada día se usan más los métodos físicos de estudio ’4. Así, por ejemplo, se
ha recurrido a mediciones de presión osmótica y a índices dé sedimenta­
ción para calcular los pesos moleculares de las proteínas (véanse las pági­
nas 282, 455).
En un capítulo posterior expondré el método empleado por Sir William
y Sir Lawrence Bragg para examinar la estructura de los cristales; pues
bien, el mismo método se ha aplicado al estudio de las sustancias fibrosas,
como la celulosa, la fibroina de la seda, la queratina del pelo y la miosina
de los músculos. Astbury y otros hallaron que las radiografías permiten
explicar en términos moleculares la naturaleza fibrosa de dichas sustan­
cias, lo mismo que el cambio reversible que experimentan al estirarse la
miosina y la queratina. Langmuir utilizó las fórmulas constitutivas de las
sustancias orgánicas para explicar sus propiedades físicas; desarrollando
y ampliando el mismo método, N. K. Adam descubrió que la disposición
espacial de los átomos explica el comportamiento de las diferentes mo­
léculas en las finísimas capas superficiales.
La teoría de F. G. Donnan sobre el equilibrio de las membranas, pu­
blicada en 1911, se aplica al sistema de electrólitos divididos por una
membrana, impermeable a una de las especies de iones, generalmnte
coloidales. Según esta teoría, los iones difusibles a ambos lados de la
membrana se reparten desigualmente, produciéndose, consiguientemente,
una diferencia de potencial eléctrico y de presión osmótica entre las solu­
ciones de ambos lados. Esta teoría ofrece muchas aplicaciones biológicas.
De ella se sirvió con éxito Loeb en 1924 para explicar el comportamiento
coloidal de las proteínas y, posteriormente, Van Slyke y sus colaboradores
para interpretar ciertos fenómenos iónicos en la corriente sanguínea.
Ultimamente se ha llegado a comprender mejor tanto la química como
la física de la sangre ,7. Se ha comprobado que la hematina—o parte no
,s S c h m id t , Chemistry of the Amino-acids and Proteins, Springfield y Balti­
more, 1938.
17 E. H. F. B a l d w in , Comparative Biochemistry, Cambridge, 1937.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 365

proteínica de la molécula de hemoglobina—consta de cuatro anillos de


pirrol unidos por un átomo de hierro y que se encuentra en las sustancias
respiratorias de muchas formas de vida. Se halla en la sangre de todos
los vertebrados y de algunos otros animales combinada con la globina pro­
teínica formando la hemoglobina, que es la sustancia que transporta el
oxígeno. También aparece en casi todas las células vivas en el grupo de
los catalizadores respiratorios llamados citocromas. Willstátter descubrió
que el núcleo de la molécula de la clorofila de las plantas es esencialmente
análogo a la hematina, sólo que en él sustituye al átomo de hierro uno
de magnesio. Descubrió dos clases de clorofila de composición ligeramente
diferente y en 1934 pudo trazar los diagramas de sus fórmulas estructura­
les. También pueden entrar otros metales en las sustancias respiratorias;
por ejemplo, en los moluscos y crustáceos se encuentra un compuesto de
cobre con un polipéptido, y en el grupo de los animales marinos, llamados
tunicados, un compuesto proteínico de vanadio.
Paralelamente con los estudios sobre el transporte del oxígeno en la
sangre se realizaron otros sobre la oxidación en los tejidos,B. Estos cam­
bios presentan toda la gama de complejidad posible, pero siempre inter­
viene la acción de alguna enzima sobre las moléculas que hacen de com­
bustible, permitiendo el desprendimiento de los átomos de hidrógeno.
Wieland averiguó que véste proceso lo realizan numerosas enzimas espe­
cíficas dehidrogenantes que se encuentran en todos los tejidos vivos. En el
más sencillo de los casos una molécula atacada por una de estas enzimas
dehidrogenantes puede soltar el hidrógeno, el cual se combina directamente
con el oxígeno. Generalmente intervienen en el proceso uno o más trans­
portadores respiratonios. Son éstos sustancias que pueden ser reducidas
u oxidadas en ambos sentidos, de forma que pueden recibir átomos de
hidrógeno y entregarlos. Entre ellos hay coenzimas que contienen vitaminas
del grupo B, citocromas de Keilin, glutationa tripéptida de Hopkins y ácido
ascórbico o vitamina C. Las oxidaciones principales tienen lugar en el
ciclo ácido cítrico de Krebs, común a casi todos los tejidos vivos, en que
el desprendimiento de hidrógeno coincide con el de dióxido de carbono
del grupo— CO.COOH— . El dióxido de carbono se transporta abundan­
temente en la sangre en forma de bicarbonato; Meldrum y Roughton se­
pararon la enzima carbonicoanhidrídica causante del rápido desprendi­
miento del anhídrido carbónico del bicarbonato de la sangre en los
pulmones.
A veces se han logrado algunos adelantos en el estudio de las enzimas
respiratorias, gracias al descubrimiento de algún veneno concreto contra
una o más de las enzimas interesadas. Así, por ejemplo, el cianuro y el
monóxido de carbono eliminan el citocroma oxidante, y los narcóticos,
las enzimas dehidrogenantes. Otras enzimas son sensibles al arseniato y a
los acetatos de yodo y flúor. La disponibilidad de los isótopos radiactivos
ha hecho posibles ulteriores progresos: introduciendo un átomo radiactivo
“ P erspectives in B io chem istry, e d ita d o por N eedham y G re e n , C a m b rid g e ,
1937.
366 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

en la molécula de un metabolito se facilita el poder seguir los cambios


que experimenta y reconocer sus efectos.
En los procesos preliminares a la desintegración de las moléculas de
materias alimenticias se producen reacciones hidrolíticas, que implican la
adición de agua en el punto de división. También se produce la escisión
y desprendimiento de los grupos de aminas. Krebs estudió recientemente
los procesos que conducen a la eliminación de estos grupos, como la
urea, y halló todo un complicado ciclo de reacciones, mientras que antes
se suponía que la urea procedía de una simple condensación de amoníaco
y dióxido de carbono ,9.
Las células pueden obtener energía sin oxidación, a saber, por fermen­
tación, que es la desintegración anaeróbica de las moléculas. Ya Pasteur
descubrió que en las células de la levadura se producen ambos procesos
antagónicos: con la falta de oxígeno se activa la fermentación y ésta cesa
en cuanto se activa la oxidación. Tenemos una reacción de este tipo en la
desintegración del glucógeno para formar el ácido láctico en los músculos,
que es el proceso determinante de las contracciones musculares, como
descubrieron en 1907 Sir F. G. Hopkins y Sir W. M. Fletcher. Reciente­
mente se la ha analizado descomponiéndola en ocho fases químicas, en
las que entran en juego dos sustancias transportadoras de fosfatos y se la
ha catalizado a base de un sistema de diez enzimas cuando menos. En
este campo figuran entre los principales investigadores Meyerhof, Embden
y Pam as20. También se ha analizado la fermentación, igualmente compli­
cada, del almidón en alcohol mediante la acción de la levadura y se ha
visto que algunas fases de este proceso coinciden con las reacciones muscu­
lares.
Hemos mencionado las vitaminas entre los transportadores respirato­
rios y entre las enzimas de las células. Ya antes de la guerra de 1939
empezaron a conocerse las estructuras químicas de algunas de estas sus­
tancias y el papel que desempeñan en el complicadísimo metabolismo
celular, gracias a los laboriosos esfuerzos de investigadores de muchos
países21. Pero todavía después de su descubrimiento pasó algún tiempo
sin que se lograse identificar químicamente más que la vitamina antirra-
quítica D, y ni siquiera se sabe exactamente cómo se las arregla esta sus­
tancia para regular el metabolismo del calcio y del fósforo. En 1929 com­
probó Euler que la vitamina A está íntimamente emparentada con ,1a caro-
tena, pigmento de las plantas, alcohol complejo no saturado; es necesaria
para conservar la salud de ciertos tejidos, entre ellos el sistema nervioso
central, la retina y la piel. La ceguera nocturna es un primer síntoma de
la falta de vitamina A. Wald logró aclarar las reacciones químicas me­
diante las cuales reconstruye esta vitamina la cromoproteína fotosensible

19 C. A. L ov a tt E v a n s , Recent Advances in Physiology, 6.a ed., revisada por


W. H. N e w to n , Londres, 1939.
!0 Perspcctives in Biochemistry.
!l W . R . F e a r o n , Introduction to Biochemistry, 2 .a ed., Londres, 1 9 4 0 . L. J. H a r r is .
The Vitamins, Cambridge, 1 9 3 8 .
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGÍA Y ANTROPOLOGIA 367

de la retina. También se han identificado químicamente la vitamina E,


implicada en el mantenimiento de la fecundidad de los mamíferos, y la
vitamina K, necesaria para la coagulación normal de la sangre y para
proteger contra las hemorragias; la vitamina K es un derivado de la
quinona.
La «vitamina B» ha resultado ser una mezcla de varias sustancias. La
vitamina Bi o aneurina, antineurítica, se encuentra en la levadura, simiente
de plantas, etc.; varios grupos de investigadores la aislaron en forma cris­
talina y la identificaron como un compuesto pirimídino-tiazol. Como indi­
qué anteriormente, actúa como parte del sistema de enzimas descarboxi-
lácticas, que desintegran parcialmente los productos carbohidratados oxi­
dados, cuya acumulación, coincidente con la avitaminosis, produce los
síntomas característicos del beriberi y de la polineuritis. Algunos pacientes
necesitan para curarse dosis masivas de Bi aislado 22. La vitamina B2 quí­
micamente es riboflavina e interviene también en las oxidaciones celula­
res. Otro componente de la vitamina B complex es el ácido nicotínico, empa­
rentado químicamente con la nicotina del tabaco; es un constitutivo de las
enzimas co-deshidrogenizantes y probablemente ayuda a prevenir la pelagra,
enfemedad característica de las poblaciones pobres, cuyo alimento básico
es el maíz. Un compuesto piridino afín, la B6, previene la acrodinia de las
ratas, una dermatitis parecida a la pelagra. Se están investigando aún otras
variedades, denominadas de momento B3, B4 y B5; la B3 es necesaria para
las aves, y la B<, para los mamíferos.
La Bi es necesaria para todas las clases de vida animal e igualmente
para la vida de las plantas; se almacena especialmente en las simientes
vegetales. La mayoríS* de las plantas pueden fabricarla por sí mismas,
pero algunas bacterias, levaduras y hongos necesitan, igual que los anima­
les, que se les suministre del exterior. Parece que la mayoría de los
animales sintetizan el ácido ascórbico o vitamina C; que se sepa, las
únicas especies vulnerables al escorbuto, en cuanto se las priva de dicha
vitamina, son el hombre, el mono y el conejo de indias. Químicamente, la C
es la más simple de las vitaminas; es un compuesto inestable, altamente
reductor, de la fórmula CéHsOé, de estructura parecida a la del azúcar
(véase la pág. 279) y probablemente actúa como transportista de hidrógeno
en el metabolismo celular. Su formación se produce en las simientes en
vía de germinación antes que la de la clorofila y la de los carotenoides;
es probable incluso que resulte ser parte del mecanismo sintetizador de
estas sustancias fundamentales. La vitamina C se encuentra en grandes
cantidades en dos de las glándulas de los animales, en la pituitaria y en
la corteza de las glándulas suprarrenales.
Se ha dicho que las vitaminas son sustancias alimenticias esenciales,
necesarias en cantidades mínimas. Pero también pueden considerarse como
hormonas que el organismo es incapaz de producir por sí mismo, ya que
las hormonas, al igual que las vitaminas, son sustancias que necesitan va­

22 Yo, por ejemplo, durante un ataque de polineuritis.


368 H ISTORIA DE LA CIENCIA

rias partes del cuerpo para su salud y desarrollo, pero en pequeñas canti­
dades. Se ha especializado tanto el estudio de las endocrinas, que son las
hormonas producidas por las glándulas de secreción interna, que se ha
llegado a constituir la nueva ciencia de la endocrinología, limítrofe de la
fisiología y de la patología 23.
Recientemente ha ido en rápido aumento nuestro conocimiento de
las hormonas sexuales. Anteriormente hablé de los primeros trabajos sobre
la hormona testicular; más adelante, Alien y Doisy descubrieron nuevos
métodos con que demostrar que en las ratas privadas de sus ovarios se
puede restablecer el estro o ciclo sexual con extracto de ovarios. En 1927,
Aschheim y Zondek encontraron en la orina de los animales preñados una
buena fuente de «estrógenos». Se han aislado e identificado químicamente
cuatro estrógenos íntimamente relacionados; también procede del ovario
otro activísimo, llamado estradiol. También se encuentra en el cuerpo
lúteo otra sustancia parecida, que se forma en el ovario después de expul­
sado el óvulo, e interviene en la preparación y mantenimiento de la
preñez. Se han identificado también cuatro hormonas andrógenas o mascu­
linas, químicamente parecidas. En 1930 observó Marrian que se encuentran
en los animales de ambos sexos hormonas masculinas y femeninas—tam­
bién se han descubierto en las plantas— ; una misma sustancia puede
actuar como hormona masculina o femenina, según las circunstancias. Las
seis hormonas mencionadas antes son esteróles, derivados del fenantreno
hidrocarbonado; están íntimamente relacionados con la vitamina D, que
es ligeramente estrogénica, y con las sustancias provocadoras del cáncer,
que Kennaway y otros aislaron del alquitrán. Sin embargo, para la acti­
vidad estrogénica no es necesaria la estructura del esteral, ya que Dodds
y sus colegas sintetizaron sustancias de fuerte poder estrogénico de un
tipo de hidrocarburos mucho más simple.
Los estudios sobre las hormonas sexuales y la secreción de la pituitaria
contribuyeron a hacernos comprender el complicado esquema hormónico
del ciclo sexual femenino, abriendo de paso valiosas posibilidades tera­
péuticas. Ciertas pruebas útiles de la preñez dependen de reconocer en la
orina las sustancias hormónicas puestas en circulación procedentes de la
placenta.
Recientemente se han hecho preparados activos de las hormonas de
la corteza de la glándula suprarrenal; Kendall ha descubierto' que contie­
nen una mezcla de sustancias parecidas al esterol, que la corteza parece
fabricar o almacenar. La deficiencia de las glándulas suprarrenales se
conoce médicamente con el nombre de «enfermedad de Addison»; la
extirpación experimental de la corteza produce la muerte en pocos días.
En 1924 extrajo Collip por primera vez en forma activa la hormona
de las glándulas paratiroides; se vio que, al parecer, era de naturaleza
proteínica. Regula el metabolismo del calcio y del fósforo. Su falta ori­
gina el empobrecimiento del calcio de la sangre, el cual puede producir,

2! C a m e ro n , R e c e n t A d va n ces in E ndocrinology, 4.“ ed., Londres, 1940.


NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 369

a su vez, el tétanos, que es una superexcitabilidad del sistema nervioso,


con ataques de espasmos musculares, que muchas veces solía presentarse
después de extirpar quirúrgicamente una glándula tiroides enferma, por
quitar con ella sin saberlo las glándulas paratiroides.
El rasgo tal vez más interesante de los recientes trabajos sobre las
hormonas es el haberse llegado a comprobar el papel coordinador y super­
visor de la glándula pituitaria. Las hormonas pituitarias inducen la secre­
ción de los estrógenos y andrógenos, la formación del cuerpo lúteo, con lo
que determinan la aparición de la pubertad, el mantenimiento del ciclo
sexual femenino y el desarrollo de los acontecimientos en la preñez. Hay
un factor pituitario que determina el principio de la lactación; pueden
probarse sus efectos en las glándulas mamíferas de los animales femeninos
carentes de ovarios y hasta en los animales masculinos. La secreción pitui­
taria afecta también a las glándulas tiroides y suprarrenales. Los extractos
pituitarios tienden a elevar el metabolismo corporal en su conjunto,
aumentando la cantidad de grasa oxidada, pero disminuyendo el consumo
de carbohidratos. Algunas hormonas pituitarias han sido identificadas quí­
micamente: son de naturaleza proteínica.
Algunos escritores amplían el grupo de hormonas, incluyendo en
ellas, bajo el nombre de neurocrinas, las sustancias que toman parte en
la transmisión de lo svimpulsos desde las terminaciones de los nervios
hasta las células motoras 24. Esta sustancia es la «acetilcolina», conocida
desde 1867. En 1906 se descubrió que cuando esta sustancia se introduce
en la circulación produce un descenso brusco, si bien transitorio, de la
presión sanguínea, debido a la dilatación momentánea de las arterias
minúsculas. Se vio,■'•demás, que ésta y otras reacciones provocadas pol­
la «acetilcolina» se parecen, en general, a las ocasionadas al estimular el
vago u otros nervios del sistema parasimpático, de donde concluyeron
Loewi y Navratil que la «acetilcolina» debe ser probablemente la trans­
misora química de los impulsos nerviosos. Debido a la presencia de una
determinada enzima hidrolítica, la acetilcolina dura poquísimo en los
tejidos y así no se la pudo aislar de sus fuentes animales, hasta que
Dale y Duddley la obtuvieron del bazo en 1929. Así como parece que
la acetilcolina se descarga en las terminaciones nerviosas del sistema
parasimpático, así también se produce una sustancia transmisora estimu­
lando el sistema simpático. Cannon, a quien se debe, en gran parte, el
estudio sobre este tema, la llamó «simpatina». Se parece en muchas cosas
a la adrenalina, que es la hormona de la médula de las glándulas suprarre­
nales, como, por ejemplo: en elevar la presión sanguínea y el ritmo de las
pulsaciones del corazón; pero no parece que se identifiquen, sino más
bien que coordinan sus efectos.
Poco a poco la fisiología y la bioquímica modernas se van abriendo
paso hacia la medicina, mientras que la medicina clínica no sólo ha em­
pezado a plantear problemas, sino hasta a proporcionar información a las

24 L o v a t t E v a n s , loe. cit.
370 HISTORIA DE LA CIENCIA

ciencias que le sirven de base. Podemos tomar como ejemplo los fenóme­
nos gástricos25. Esta historia reciente se basa en el trabajo antiguo de
William Beaumont sobre los procesos gástricos de un hombre .herido por
una bala— 1833—, en las investigaciones de Bernard sobre el tubo ali­
menticio y en los experimentos posteriores de Pavlov sobre las glándulas
digestivas, donde se empalman la fisiología, la patología y la terapéuti­
c a 26. Con la aparición de la radiología y el uso introducido por Cannon
en 1897 de una papilla oscura con bismuto, se hizo posible a los médicos
el seguir la trayectoria alimenticia con una exactitud que antes hubiera
sido imposible.
El influjo que ejerce la dieta en la salud se ve claramente en la obra
de Minot, de Harvard, el cual descubrió en 1926 que la anemia, que
antes solía ser fatal, podía curarse y controlarse con sólo alimentar al
paciente con hígado o inyectarle su extracto. En 1948 se aisló su factor
determinante, que es la vitamina Bi2; su estructura contiene un núcleo
de pirrol con un átomo de cobalto, en vez del hierro de la hematina
y del magnesio de la clorofila. En la anemia maligna, la defectuosa secre­
ción gástrica impide la absorción de la vitamina. Otro ejemplo, en que se
ve cómo la medicina práctica empalma con la fisiología teórica, lo tenemos
en el calambre de los mineros: el duro trabajo a temperaturas altas les
hace sudar profusamente y perder mucha sal con el sudor; al beber en
esas condiciones agua fresca, los fluidos del cuerpo adquieren un estado
demasiado diluido, que les produce calambres paralizantes. Los mineros
y fogoneros sienten ansia natural por los alimentos muy salados; última­
mente, por indicación de los fisiólogos, han empezado a beber una débil
solución de sal, con lo que han podido evitar los calambres.

Los virus27

Desde las primeras ediciones de este libro se ha avanzado mucho en


la investigación de los virus ultramicroscópicos. Se han estudiado por
mucho tiempo gran número de enfermedades humanas, como la viruela,
la fiebre amarilla, el sarampión, la gripe y el resfriado, atribuidas ahora
a los virus; además, la glosopeda del ganado, el moquillo de los perros
y otras plagas características de las plantas, como las que afectan a los
tulipanes, patatas y tabaco, representan algunos de los ejemplos más
conocidos de las afecciones que se atribuyen actualmente a los virus.
Mientras las bacterias pueden filtrarse haciendo pasar los líquidos que
las contienen por porcelana sin vidriar o por diatomita comprimida, los
virus se cuelan con sus fluidos por esos filtros. Así lo demostró Iva-
novski en 1892 con el mosaico del tabaco; siete años más tarde volvía
a descubrir el mismo hecho Beizerinck. Loeffler y Frosch demostraron el
25 Véase pág. 284, y ]. A. R y l e , capítulo VII en Background to Modern Science,
Cambridge, 1938.
M P avlov , The Work of the Digestive Glands, Londres, 1910.
:: K e n n e t h M. Smith, F. R. S., The Virus, Cambridge, 1940.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 371

mismo fenómeno con la glosopeda. Actualmente pueden fabricarse especia­


les filtros con películas de colodión, preparados por la acción del alcohol
amílico y de la acetona sobre la nitrocelulosa y provistos de poros micros­
cópicos de dimensiones regulares, que pueden medirse por la cantidad de
agua que pasa por una determinada superficie de la membrana.
Estas membranas nos suministran un procedimiento para calcular el
tamaño de las partículas de virus, aunque se tropieza con la dificultad de
sus diferencias de forma—por ejemplo, bastoncillos y esferas— . Hay otros
procedimientos basados en la fotografía, en el microscopio ultravioleta, en
la alta potencia centrífuga y en el microscopio electrónico, en el que un
campo magnético actúa sobre rayos electrónicos in vacuo. Los resultados
coinciden plenamente entre sí. Las partículas identificadas hasta ahora
oscilan entre un tamaño que se acerca al de las bacterias pequeñas—es
decir, unos 300 milimicrones—hasta el de la glosopeda, que es el más
pequeño medido hasta ahora, que sólo tiene 10 milimicrones (el milimicrón
es la millonésima parte de un milímetro).
El problema principal que se nos plantea es el de la naturaleza de los
virus: ¿son organismos vivos minúsculos o grandes moléculas químicas?
W. M. Stanley, investigador americano, que trabaja en Princeton, utilizan­
do el procedimiento químico de «precipitación a la sal», obtuvo en una
suspensión de virus d ef "mosaico del tabaco una proteína de gran peso
molecular que tenía todas las propiedades de los virus. Dicha proteína
posee ciertas afinidades cristalográficas (algunos virus forman cristales
regulares). Al mismo tiempo presentan algunas de las propiedades de los
organismos vivos; causan enfermedades infecciosas y las partículas de los
virus se reproducen «e sus nuevos huéspedes. Gortner y Laidlaw propu­
sieron, independientemente uno de otro, la teoría de que los virus forman
una clase altamente especializada de organismos parásitos. Acaso se los
pueda imaginar como un núcleo escueto, que vive del protoplasma de su
huésped.
Hay tanto que decir en pro de ambas teorías, química y biológica, que
tal vez sea aconsejable atenerse a la sugerencia de Kenneth Smith: «No
existe una definición precisa de lo que es una cosa viva ni un criterio
exacto de la vida. Lo mejor que podemos hacer aquí es citar la observa­
ción que hizo Aristóteles hace más de dos mil años: ‘Es tan gradual el
ritmo a que pasa la naturaleza del reino inanimado al animado, que la
línea divisoria que los separa resulta imprecisa y borrosa’.» Dejemos, pues,
de momento este problema abierto a discusión y consideremos los virus
como seres fronterizos, por lo menos mientras no dispongamos de prue­
bas más concluyentes.
Los virus utilizan varios procedimientos de transporte. Dentro de un
huésped animal pueden circular por la sangre, los nervios y la linfa, según
la especie de virus; en cambio, la transmisión de un huésped a otro resulta
con frecuencia bastante compleja y su investigación puede exigir extensos
experimentos, no pocas veces infructuosos. Hay virus que navegan por el
agua y los hay aereotransportados. Los virus de la gripe epidémica con­
372 H ISTORIA DE LA CIENCIA

servan su poder infeccioso por un tiempo que puede llegar hasta la hora,
suspendidos en gotas de agua flotantes en el aire. El virus de las plantas
que produce la necrosis del tabaco es un ejemplo de infección aereotrans-
portada. A veces necesitan los virus una herida de entrada, verbigracia,
un rasguño en un animal o un magullamiento en una raicilla de una
planta. Algunos virus vuelan a bordo de insectos, como la mosca verde
o «aphis», que se alimenta de las rosas; la mayoría de los insectos de
transporte extraen la savia y la infección gracias a su larga trompa chupa­
dora. Las epidemias virulentas de los tomates y plantas ornamentales son
transmitidas por insectos del género tisanóptero, mientras que los virus
de la enfermedad del «salto» de las ovejas y la del «agua roja» en el
ganado vacuno son transportados por garrapatas. Kenneth Smith descubrió
una enfermedad de las plantas, cuya transmisión requiere la cooperación
de dos virus, uno transportado por insectos y otro de otra forma. Con esto
no hago más que citar algunos ejemplos, pero éstos bastan para hacernos
ver la variedad y complejidad del mundo de los virus y de sus relaciones.
En muchos casos, tanto de plantas como de animales, se desconoce
aún el método de transporte. Reviste especial dificultad el problema que
nos plantea la glosopeda. En algunas epidemias no parece existir ninguna
conexión mecánica entre un brote epidémico y otro. Al parecer no inter­
vienen los insectos corrientes; la infección puede propagarse en contra
del viento, por lo que no parece probable su transmisión aereotransportada.
A veces se puede echar la culpa a algún animal, como conejos, ratas,
erizos; pero alguien ha sugerido la posibilidad de que el virus viaje
en las patas de las bandadas migratorias de los estorninos procedentes del
continente. Esta hipótesis se ve corroborada por el hecho de que esas
plagas repentinas ocurren raras veces en Escocia, a donde no arriban los
estorninos migratorios.

Inmunidad

Los estudios experimentales sobre la naturaleza de los virus y sus pro­


cedimientos de transmisión nos abren perspectivas para prevenir y con­
trolar sus estragos, que de otra manera hubieran sido imposibles, aunque
hay que reconocer que tambiín tuvieron éxito algunos métodos empíricos
primitivos. En el capítulo V il referí cómo se introdujo la inoculación
contra la viruela y cómo luego se sustituyó por la vacuna, que intentó pri­
mero Benjamín Jesty y que luego examinó más a fondo Edward Jenner.
Muchas veces se ve que una enfermedad infecciosa inmuniza al paciente
contra ulteriores ataques; también la viruela de vaca o vacuna que utilizó
Jenner, y que es un tipo débil de viruela, que produce una epidemia local
benigna, puede inmunizar el cuerpo contra la infección virulenta, gracias
probablemente a la formación de los mismos anticuerpos protectores, que
demuestran su eficacia después de padecida la misma viruela. De manera
parecida Pasteur preparó tipos debilitados del virus de la rabia extraídos
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 373

de la espina dorsal de conejos infectados, y se comprobó que esos virus


flojos, inyectados en seguida de haber empezado la infección, producían
anticuerpos protectores antes de que el tipo virulento pudiera multiplicarse.
Aún dista mucho de haberse hecho luz sobre el complicado proceso
llamado «inmunidad». Behring y Kitasato descubrieron en 1890 «antito­
xina» en el suero de animales inmunizados contra el tétano; pronto se
siguieron haciendo observaciones, por las que se vio que ese recurso de
los animales para producir antitoxinas era un fenómeno muy general.
Paul Ehrlich, químico y bacteriólogo, a quien se deben en gran parte
las primeras investigaciones sobre la inmunidad, demostró en 1891 que las
proteínas vegetales del ricino y del abro, inyectadas en animales, pro­
ducían cada una sus toxinas específicas.
A fines del siglo xix era cosa ya comprobada que el cuerpo reacciona
a la inyección de bacterias y de otras sustancias de carácter proteínico
desarrollando nuevos compuestos, que neutralizaban los efectos de la
sustancia inyectada. Estas sustancias nuevas aparecen en la sangre y en
los tejidos del cuerpo y se denominan anticuerpos. Las sustancias capaces
de causar semejante reacción se llaman «antígenas».
Posteriormente, Lansteiner demostró la base química de las propieda­
des específicas de los gntígenos. Al efecto preparó antígenos artificiales
emparejando aminas aromáticas diazotizadas con proteínas y probó que el
carácter específico lo determinaban las aminas diazotizadas y no la mitad
proteínica de la molécula. Esto ocurría en 1917. En 1923 dieron un paso
más Heidelberger y Avery, al descubrir que «las sustancias solubles espe­
cíficas» del pneumococo, que actúa como antígeno, eran polisacáridos
anitrogenados químicSnente distintos.
Es difícil interpretar las reacciones que se producen entre antígenos
y anticuerpos. Se han querido explicar las reacciones inmunizadoras como
la combinación de partículas coloidales cargadas con signo contrario o bien
como fenómenos de absorción. Sostenía Ehrlich que se producían autén­
ticas combinaciones químicas en proporciones determinadas entre antí­
genos y anticuerpos. Estudios posteriores realizados por Heidelberger y
Kendall— 1935— aportan pruebas bastante fuertes de que los antígenos
y anticuerpos se unen en múltiples proporciones; Heidelberger creeposi­
ble formular esa unión deacuerdo con las leyes de la química clásica.
Algunas epidemias virulentas, como la glosopeda del ganado y la gripe
en el hombre, presentan a veces varios tipos diferentes, dándose el caso
de que la inmunidad contra uno no sirve contra los otros. Pero reciente­
mente se fabricó en Copenhague una vacuna que se espera pueda inmu­
nizar contra los tres tipos principales del virus de la glosopeda.
Dunkin y Laidlaw descubrieron que el virus del «moquillo» de los
perros, debilitado con formaldehido, confería cierta inmunidad, que pudo
confirmarse con subsiguientes inyecciones del virus activo. Hay otro mé­
todo, que consiste en inyectar virus activo en una parte del animal, y en
la parte opuesta, un suero inmunizador.
374 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

Oceanografía

A los trabajos oceanográficos, que expuse en el capítulo VII, siguieron


otras investigaciones más recientes, centradas, sobre todo, en la ecología
del pez. La emigración de los peces tiene doble interés: el biológico y el
práctico de las empresas pesqueras28. Generalmente se desplazan hacia un
sitio fijo a desovar, yendo de ordinario contra corriente, a lo que sigue des­
pués la dispersión corriente abajo en busca de alimento. Pueden servir de
ejemplo el bacalao y la platija, en el mar del Norte, cuyos huevos y larvas
se desarrollan en el mar, y el salmón, que deposita sus huevos en los
cauces altos de ríos y torrentes, baja luego al mar, para regresar ya adulto
a las mismas aguas, demostrando con ello poseer memoria individual.
La anguila europea pasa su vida adulta en agua corriente; luego, como
probó Johannes Schmidt, emigra miles de millas para desovar en las pro­
fundas aguas del mar de los Sargazos. También descubrió Schmidt que
otras cuatro especies de anguilas, que habitan Sumatra, crían en una pro­
funda hoya situada fuera de la costa occidental, donde encuentran a mano
agua a la profundidad deseada—de cinco kilómetros—y de la debida
salinidad.
Muchos peces marinos se alimentan de diatomeas y de otros organis­
mos minúsculos, conocidos bajo el nombre genérico de plancton, como se
dijo en el capítulo VII. El estudio sobre las zonas exuberantes de plancton
y sobre la dirección en que se desplaza en el mar puede señalar los sitios
en que se hallará más tarde el plancton y, consiguientemente, el pescado.
Desde que escribí este capítulo se ha obtenido mucha más información
sobre esta materia. También se ha realizado una labor muy considerable,
especialmente por el profesor A. C. Hardy, de Hull, sobre la dirección que
siguen los insectos en el aire sobre el mar del Norte 29.

Genética30

Desde los primeros descubrimientos relativos a la citología y a los


cromosomas, descritos más arriba, se han hecho muchos nuevos estudios,
que han impulsado la ciencia genética y han empezado a afectar, al arte
práctico de la cría de animales y plantas.
Los cromosomas, portadores de valores hereditarios o genes, van en
parejas en cada célula, y por división de la célula, cada cromosoma se
parte en dos mitades para reproducir el mismo número de pares en los
21 E. S. R ussell , “Fish m igration”, Biological Rev., Cambridge, Phil. Soc., ju­
lio 1937.
” Véase Reports of Development Commissioners, H. M. Stationery Office.
” C. H. W a d d i n g to n , Heno Animáis Deoelop, Londres, 1935; Introduction to
Modem Genetics, Londres. 1939. I. B. S. H a l d a n e , en Background to Modern
Science, Cambridge, 1938. R. C. P u n n e t t , ea Background to Modem Science, Cam­
bridge, 1938. C. D . D a r l i n g t o n , Recent A Juanees in Cytology, Londres, 1937. Evo-
lution of Genetic Systems, Cambridge, 1939. G. D. H. B e l l , The Farmers’ Guide to
Agricultura! Research, J. Roy. Agrie. Soc., 1932.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 375

dos nuevos núcleos celulares. Pero en la formación de las células repro­


ductoras, en vez de partirse se separan los pares de cromosomas, yendo
cada uno a cada una de las nuevas células (este proceso se llama «mitosis»).
Se considera básico el número de cromosomas contenidos en las células
reproductoras y se lo denomina número «haploide». En la fecundación
se ponen en contacto dos números haploides mediante la unión de ambos
núcleos; el nuevo individuo resultante tiene un número «diploide» de
cromosomas. Pero también puede ocurrir que se multipliquen los cromoso­
mas, que entonces serían poliploides, y aparecerían en las nuevas células
vegetativas en más de dos series de haploides. Así pueden presentarse tri-
ploides, tetraploides, etc., según que las células contengan tres, cuatro
o más haploides. Los poliploides se presentan, por ejemplo, en el trigo,
la avena y las frutas de cultivo. Así, las cerezas dulces son diploides, las
ciruelas hexaploides, mientras que las manzanas pueden ser triploides
o diploides un tanto complicados. El poliploidismo afecta mucho a la fecun­
didad; cuando un poliploide tiene en su célula vegetativa un número impar
de cromosomas, que no puede dividirse por igual en la formación de las
células reproductoras, entonces es inevitable que se presenten irregulari­
dades en la distribución de los cromosomas, las cuales conducen general­
mente a la esterilidad. Así, verbigracia, los múltiples poliploides impares
del género Prunus son tan radicalmente estériles que ni siquiera producen
fruto y sólo se los cultiva como árboles de adorno. Muchas variedades de
frutos, como la camuesa naranja de Cox entre las manzanas, varias clases
de ciruelas y todas las cerezas dulces no pueden fecundarse entre sí, sino
que necesitan la presencia cercana de algún frutal de otra clase para dar
fruto.
Se ha avanzado hacia la solución de la determinación del sexo, en el
que intervienen dos factores, uno de herencia y otro de desarrollo. Hoy
día se sabe que es una realidad la sugerencia que se propuso, y que expuse
anteriormente, para explicar el equilibrio casi exacto que se observa entre
el número de niños y niñas. Tanto en el hombre como en varios otros
grupos de animales, todas las células germinales femeninas llevan sólo
propiedad femenina, mientras que la mitad de las células masculinas llevan
la masculina, y la otra mitad, la femenina. En otros grupos de animales
se invierte esta proporción, de forma que las hembras tienen las dos
clases de células germinales. En algunos casos se han determinado micros­
cópicamente los cromosomas determinantes del sexo. Por ejemplo, en la
mosca de la fruta, denominada drosofila, con la que se han hecho muchos
experimentos genéticos, se ven en número impar los cromosomas sexuales
en las células del macho y se ve que uno de ellos tiene forma de gancho.
Los factores de desarrollo determinantes del sexo han sido estudiados
especialmente por Crew 31, el cual dio cuenta de la inversión de sexos en
las aves. En esto desempeñan su papel las hormonas sexuales. Recuérdese
el caso de la «vaca gemela»— en que una ternera se esteriliza con las hor­

31 F. A. E. Crew, Genetics of Sexuality, Cambridge, 1927.


376 HISTO RIA D E LA CIEN CIA

monas del ternero mellizo— . Las larvas potencialmente hermafroditas del


animal marino Bonellia se convierten en adultos machos o hembras, según
que durante su desarrollo se junten a otra hembra o al fondo del mar. Sus
cromosomas se componen químicamente de núcleo proteínico, como los
virus, y sus genes, al igual también que los virus, o bien se reproducen
ellos mismos o incitan al resto de la célula a que los reproduzca.
Actualmente se conoce en algunos casos la fase química precisa afec­
tada por un gene. Así se ha descubierto en los ratones un gene que pro­
duce enanismo; los ratones enanos carecen de las células que producen
las hormonas pituitarias; si se les inyectan éstas, crecen normalmente.
Miss Scott Moncrieff nos ha proporcionado un relato bioquímico de la
acción de 35 genes que intervienen en la fabricación de los pigmentos de
las flores. El gene causante del albinismo provoca la falta de una enzima
productora de pigmento en las células de los animales albinos. Se cono­
cen ciertos genes que son mortales para el organismo, otros que impiden
cualquier desarrollo, otros que lo terminan prematuramente, como en las
plantas que heredan genes contrarios a la formación de clorofila.
En este campo intercambian provechosamente sus trabajos y adquisi­
ciones la genética y la química: el geneticista ayuda al bioquímico a ana­
lizar los procesos metabólicos a lo largo de sus fases sucesivas, y el bio­
químico indica al biogenista lo que hacen los genes y acaso, en último
término, hasta lo que son. Al biofísico y al bioquímico incumbe el deber
de describir los fenómenos vitales, dentro de lo posible, en términos físicos
y químicos, pero aún existen zonas donde, al menos de momento, estas
explicaciones resultan insuficientes. Así, por ejemplo, como observa insis­
tentemente Sherrington 32, el desarrollo de los distintos órganos del cuerpo
tiene lugar en el embrión antes de poder poner en juego la función a que
están destinados; toda la compleja estructura del ojo se construye antes
que éste pueda empezar a ver. También la sensación y la conciencia están
fuera del alcance de la física y química.
Al estudiar la reproducción se observa que la fecundación abarca dos
procesos: estimular el óvulo y unirse los núcleos de éste y del esperma.
Oscar Hertwig fue el primero que describió este proceso— en 1875— ;
había observado cómo entraba una célula de esperma en el huevo de un
equinodermo y cómo se fusionaban ambos núcleos. A veces puede esti­
mularse el proceso partenogenéticamente; en esto se ha trabajado y avan­
zado mucho últimamente; Spemann, por ejemplo, ha producido mellizos
artificialmente. Cuando un huevo en vías de desarrollo se divide en dos
mitades forma «mellizos idénticos», mientras que si se fecundan simultá­
neamente dos huevos salen «mellizos fraternos», sin más parecido mutuo
que el que puede haber entre hijos de unos mismos padres.
En esta labor utilizó Spemann los métodos modernos de la microciru-
jía, escogiendo para sus investigaciones las lagartijas acuáticas, pues los
mamíferos presentan dificultades técnicas en este tipo de estudio. Ciertos

32 S ir C h a r l e s S h e r r i n g t o n , M an on his N ature, C a m b rid g e , 1940.


NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 377

tejidos situados en partes especiales del embrión determinan el curso del


desarrollo; Spemann les dio el nombre de «centros de organización». Al
parecer, contienen sustancias químicas activas, que son las que imprimen
el estímulo necesario. Así, uno de los «organizadores» de los anfibios es
químicamente un esterol, igual que las hormonas sexuales, la vitamina C
y ciertas sustancias de las que producen el cáncer.
Uno de los varios investigadores que trazó el desarrollo ulterior del
embrión fue Vogt, de Zurich: solía tratar con alguna materia colorante
los embriones en período de gastrulación y luego observaba los cambios
operados en las células coloreadas. Needham recogió en un libro sobre
embriología química todos los datos conocidos sobre la alimentación del
embrión, lo cual facilitó el estudio de esta m ateria33.
A raíz de redescubrirse hacia 1900 la obra de Mendel, estalló una
controversia entre mendelianos, capitaneados por Bateson, y biometricistas,
acaudillados por Karl Pearson y Weldon, los cuales mantenían la concep­
ción rígida darwiniana de que la evolución procedió por pequeñas y con­
tinuas variaciones. Años más tarde se llegó a la síntesis de estos dos puntos
de vista antagónicos, gracias, en gran parte, a la obra de R. A. Fisher, el
cual elaboró un nuevo instrumento de investigación con su obra sobre
estadística matemática. £ara comprobar si una serie de hechos se conforma
con las normas mendelianas utilizamos actualmente los criterios matemá­
ticos inventados por Pearson, y cuando necesitamos ejemplos de herencia
mendeliana en el hombre recurrimos también a la colección de datos del
mismo autor. Norton, Haldane, Fisher y Wright han desarrollado una teoría
evolutiva, un tanto especulativa, basada en el darwinismo y en el men-
delismo; en ella se toífia por unidad principal el gene más que el individuo.
El estudio de la genética de las poblaciones naturales, iniciado por Tsetve-
rikov, puso de manifiesto que en razas, al parecer, homogéneas puede
existir gran número de genes recesivos. Cuanto más variedades haya en una
población más alto será el ritmo de la selección natural, ya que se elimi­
narán más a prisa los tipos inadaptados; según Fisher, la aptitud aumenta
en proporción a las variantes genéticas.
Las mutaciones, que constituyen la base del desarrollo mendeliano,
ocurren muchas veces de una manera normal; algunas pueden explicarse
por peripecias cromosomáticas. Pero Muller comprobó que la acción de
los rayos X aumenta en la drosofila el número de mutaciones.
Algunos descubrimientos recientes de restos de fósiles monos antro-
poides y de hombres pitecoides han suministrado pruebas sobre la evolu­
ción hum ana34. Los fósiles de Java y de China presentan mucha seme­
janza, si bien el pithecanthropus pekinesis acusa un grado de desarrollo
ligeramente superior. En los fósiles «driopitecinos» de los sedimentos
terciarios del Mioceno y Plioceno se encuentran otros indicios paleonto­
lógicos sobre el origen de los homínidos. Algunas especies de estos fósiles
” J. N e e d h a m , Chemical Embryology, Cambridge, 1931.
M W. E. L e G r o s C l a r k , "Palaeontological evidence bearing on human e v o lu -
tion”, Biological Rev., Cambridge Phil. Soc., abril 1940.
378 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

presentan cierto parecido con los caracteres especiales de los monos antro-
poides modernos, lo cual indica que la bifurcación, en la que se separó
la línea que condujo a los homínidos de la que condujo a los monos antro-
poides, debió ocurrir en los primeros tiempos del Mioceno.
Los monos fósiles descubiertos recientemente en Africa del Sur corro­
boran las posibilidades de que los driopitecinos sean los antepasados de
los homínidos, aunque todavía quedan lagunas, que sólo podrán llenarse
mediante nuevos descubrimientos paleontológicos. Pero los nuevos mate­
riales que se poseen sobre el grupo de los pitecántropos más bien apuntan
a su condición de homínidos; en particular, los huesos de las extremida­
des se parecen a los del hombre moderno. Es probable, por consiguiente,
que el grupo pitecantrópico haya servido de base para el desarrollo de otros
tipos ulteriores humanos; el tipo neandhertal de fines del musteriense
sería una línea aberrante de ese grupo.
Si consideramos los fósiles en general, observamos que así como en
las rocas del Cámbrico, verbigracia, las del norte de Gales, se hallan ejem­
plares de la mayoría de los grupos principales, así empiezan a faltar los
restos fósiles en cuanto se baja de los comienzos del Cámbrico. La vida
hubo de aparecer en la Tierra entre el período Cámbrico— hace tal vez
quinientos millones de años— y los tiempos en que se formaron las rocas
más antiguas, a las que las pruebas radiactivas atribuyen unos dos mil
millones de años3S. Aún está sin resolver el problema del origen de la
vida. Spallanzani y Pasteur desecharon la generación espontánea de bac­
terias y demás gérmenes (págs. 212, 290). Se ha sugerido que la materia
viva pudo arribar a la Tierra procedente de otros planetas. Pero ningún
organismo vivo podía haber resistido las intensas y mortales radiaciones
de onda corta a que estaba sometido el espacio y de las que nosotros
estamos protegidos ahora por el oxígeno de la atmósfera. Por tanto, hay
que admitir que la vida tuvo que empezar en la Tierra. El descubrimiento
de virus, de cuerpos mucho más pequeños que las bacterias y mucho más
simples, como es de suponer— es decir, materia viviente a escala casi mole­
cular— , vuelve a poner sobre el tapete la eterna cuestión. Lo único que
podemos hacer es preguntamos; ¿Cuáles son las exigencias ambientales
de los cuerpos simples, como los virus? ¿Pueden encontrarse esas condi­
ciones en la materia inorgánica primordial? El microscopio electrónico pu­
diera ayudar a resolver la incógnita, pero ahí queda ésta por ahora¡

El sistema nervioso

El estudio del sistema nervioso constituye una de las ramas más im­
portantes de la fisiología. Lo mismo en un organismo que en una nación,
la eficiencia y el progreso están en función de la colaboración entre
las unidades; ahora bien, los nervios son los órganos de comunicación
y enlace entre las unidades y, por tanto, los agentes principales de la
í! C. F. A. P a n t in , Nature, 12 julio 1941.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 379

síntesis fisiológica. En este terreno, la labor inicial de roturación la hizo


en nuestros días, a partir de 1906, Sir Charles Sherrington. El doctor
Adrián me ha facilitado los siguientes párrafos:
En la mayoría de los animales complejos las células nerviosas y sus delicadas
ramificaciones protoplasmáticas forman una masa central que se comunica con
las otras partes del cuerpo mediante fibras nerviosas periféricas. Estas consti­
tuyen los conductos por los que se transmiten los mensajes desde los órganos
sensoriales (o receptores) hasta el sistema nervioso central, y desde éste a los
músculos y glándulas. La actividad de las fibras nerviosas va acompañada de pe­
queños cambios de potencial eléctrico en su superficie; el estudio de estos cam­
bios (facilitado en estos últimos años por la introducción de las válvulas amplifi­
cadoras) puso de manifiesto la clase de mensajes que transmiten las fibras. Lo
mismo los mensajes sensoriales que los motores constan de una serie de "impulsos”
cortos que difieren poco entre sí y que se suceden con mayor o menor espada-
miento según la intensidad del estímulo. Pero esto nos dice poco de lo que pasa
en el sistema nervioso central; el problema principal está en averiguar cómo se
coordinan allí los mensajes que llegan y cómo se fabrican las órdenes correspon­
dientes, de manera que el animal responda en bloque con los movimientos ade­
cuados.
Para solucionar plenamente este problema haría falta explicar en términos fi­
siológicos todo el comportamiento del animal; con todo, Sherrington demostró
que gran parte de la “actividad integradora” del sistema nervioso puede com­
prenderse mediante el estudio de los reflejos sencillos y de su interacción. Por
ejemplo: sólo es posible un movimiento ordenado cuando la contracción de un
grupo de músculos coincide con la relajación de los músculos contrarios a él, y
esto se realiza mediante el doble efecto que produce el mensaje de ida excitando
ciertas células nerviosas y deprimiendo o “inhibiendo” otras. También se ha de­
mostrado que las relaciones de tiempo entre los estados de excitación y de inhi­
bición explican la precisión con que un reflejo puede suceder a otro con la mayor
suavidad. Este tr a b a jó le investigación, iniciado por Sherrington, centró la aten­
ción en los reflejos, viendo en ellos la clave para el conocimiento de la organi­
zación nerviosa; y ¡unto con la obra de Pavlov fue la inspiradora de la tendencia
mecanicista en la teoría psicológica de última hora.

La parte más alta del sistema nervioso central, o sea, el cerebro, se


desarrolla en conexión con los «receptores de distancia», como llama
Sherrington a los sentidos de la vista y del oído, por poner al animal en
contacto con los objetos distantes. Las funciones mentales radican en la
parte del encéfalo llamada «cerebro», especialmente en su corteza. Esti­
mulando zonas determinadas de la corteza se producen movimientos loca­
lizados de las extremidades, etc.; en 1870, Fritsch y Hitzig investigaron
por primera vez los efectos de los estímulos eléctricos; posteriormente
localizaron las áreas de la corteza y estudiaron sus reacciones varios bió­
logos, especialmente Horsley, Sherrington, Graham Brown y Head.
Se demostró también que otra parte del encéfalo, el cerebelo, regula
el equilibrio, posición y movimiento y la coordinación tan complicada que
implican. Responde a los estímulos que le transmiten los músculos del
cuerpo y el laberinto del oído.
El primero que investigó a fondo el sistema nervioso reflejo fue
Gaskell, entre 1886 y 1889, y luego, a partir de 1891, Langley, demostran­
do que, aunque posee cierto grado de actividad independiente auxiliar,
380 H ISTORIA DE LA CIENCIA

deriva esencialmente del sistema cerebral-espinal y funciona bajo su control


general.
En 1910 sugirió Pavlov que acaso sea innecesario recurrir aquí a no­
ciones psicológicas, como generalmente se suele hacer en cuanto se estu­
dian las funciones nerviosas superiores. Los reflejos ciertamente incondi-
cionados de las funciones más sencillas se transforman en reflejos más
complicados, condicionados por otros factores; pero aun a éstos se les
puede seguir aplicando el método de observar la excitación y la acción
resultante provocadas por el estímulo. Un fenómeno que se ha asociado
ordinariamente con la comida puede desencadenar por sí mismo la acción
refleja propia del comer: la campana que toca a comer puede provocar
automáticamente la insalivación. En este método no se aborda el problema
de la naturaleza última de la conciencia que interviene en estos procesos;
en cambio, ha conducido al desarrollo de una escuela de psicología deno­
minada «behaviorismo», la cual, al igual que la fisiología, hace caso
omiso de la conciencia en sus investigaciones36.

Psicología

La aplicación de la experimentación a la psicología, iniciada por Weber


y otros investigadores en el siglo xix, facilitó a sus sucesores el desarrollo
de un tipo de psicología, que pudo clasificarse decididamente entre las
ciencias naturales37. Pudo medirse con instrumentos mecánicos la agudeza
de la vista, gusto, olfato y tacto. Mediante otros tests más complejos, pero
del mismo género, pudo calcularse la memoria, la atención, la asociación,
el razonamiento y otras facultades; con otra serie de tests se analizó la
fatiga, la reacción a los estímulos y la coordinación entre las manos y los
ojos. Podemos citar como ejemplo los experimentos que realizó Miss Kellor,
de Chicago, sobre los efectos que produce la emoción en la respiración,
de los que resultó, entre otras cosas, que las mujeres negras se afectan
menos que las blancas. En todas las investigaciones de este tipo, la psico­
logía maneja el método objetivo y analítico de las ciencias naturales.
Mientras los fisiólogos puros estudiaban la física y química de las
contracciones musculares, de la secreción glandular, de la transmisión
de los impulsos nerviosos y de su conexión con el sistema nérvioso central,
los estudiosos de la psicología investigaban el aspecto mental de esas
mismas manifestaciones físicas. Así, por ejemplo, los trabajos de Sir Henry
Head sobre afecciones del tipo de la afasia presentan un interés muy
superior al puramente médico. Durante la guerra de 1814-18 obtuvieron
los neurólogos un vasto arsenal de nuevos hechos psicológicos estudiando
los efectos mentales de ciertas lesiones localizadas.
La escuela asociacionista de Herbart, de los Mills y de Bain ya no

“ P avlov, Conditioned Reflexes, trad. ingl., Oxford, 1927.


” C. S. M y e r s y F. C. B a r t l e t t , Text-Book of Experimental Psychology, Par­
tes I y II, Cambridge, 1925.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 381

consideraban al yo o ego como una fuente preexistente de representacio­


nes psicológicas, como hacía la doctrina ortodoxa antigua, sino como una
cristalización integrada por asociación de ideas sueltas. La fisiología de
los «reflejos condicionados», iniciada por Pavlov, llegó más lejos aún en
esta misma dirección, y desembocó, naturalmente, en la psicología del
behaviorismo, que desarrolló J. B. Watson en los años 1914 y siguientes,
si bien sus ideas fundamentales las había esbozado ya en 1894, y en 1900,
Lloyd Morgan, psicólogo inglés, que fundó la escuela americana de psico­
logía animal.
Estos investigadores rompieron con la costumbre predominante de
interpretar las acciones de los animales a la luz de una supuesta conciencia
y se pusieron a observar su comportamiento— como más adelante el de
los humanos—de una manera objetiva, lo mismo que se observan los
hechos físicos y químicos. Ningún observador externo puede detectar la
conciencia, sensaciones, percepciones o voluntad de otro ser; por consi­
guiente, se los debe pasar por alto al estudiar los estímulos y sus respuestas.
El observador ve que si me tocan la córnea pestañeo, pero desconoce por
completo mi sentimiento concomitante de irritación.
En un niño recién nacido son muy pocas las respuestas espontáneas;
se reducen a ciertas actividades fundamentales, como respirar, llorar, etc.
Sólo les produce miedo el estrépito y la pérdida repentina de equilibrio.
Pero bien pronto aprende el niño a temer también todas aquellas circuns­
tancias que concurren con esas experiencias unas cuantas veces, tengan
o no tengan conexión real con ellas. Así se van formando los reflejos con­
dicionados. Una vez establecidos éstos, sólo se los puede desarraigar me­
diante un proceso leflR) de «incondicionamiento», tendente a romper las
asociaciones automáticas.
Según Watson, el pensamiento es un producto secundario, adquirido
lentamente con el hábito del lenguaje, igual que se adquiere la habilidad
en el tenis o en el golf a base de actividad muscular. El niño habla para sí
en virtud de una acción refleja provocada por estímulos exteriores; em­
pieza a construir una serie de imágenes mentales en torno a' las palabras,
hasta que gradualmente descubre que es mejor dejar de hablar en voz
alta. Pero siempre se supone la presencia de un estímulo para producir el
habla rudimentaria o inhibida. Empezamos hablando y luego pensamos
—sie es que pensamos— .
Nadie que escuche las comidillas de sobremesa o los debates políticos
puede dudar de que esta teoría tiene parte de verdad, y de hecho hay
mucho que aprender de ella desde el punto de vista de la psicología. Pero
no debe sobreestimarse su alcance filosófico. Igual que dentro de los
conceptos de la mecánica el hombre es una máquina, así en la teoría beha-
viorista no es más que el nexo entre el estímulo y la respuesta, puesto que
el behaviorismo, según sus propias definiciones y axiomas, no es más que
el estudio de las relaciones entre estímulo y respuesta. En la medida en
que el behaviorismo representa un éxito da pruebas de que sus hipótesis
pueden conducir a resultados conformes con los hechos; pero en esto,
382 HISTO RIA DE LA CIEN CIA

como en otros casos similares, la prueba de la realidad última de esas


hipótesis, valga lo que valga, es de orden metafísico y no científico.
La psicología moderna está desarrollando aplicaciones prácticas en la
solución de problemas industriales. Las operaciones industriales tienen que
ser ejecutadas por seres humanos, sujetos a emociones, prejuicios e impul­
sos, y, en su mayor parte, muy poco sensibles a la razón ni al «propio
interés bien entendido». El psicólogo industrial tiene por misión estudiar
esos factores, así como otros más sencillos, por ejemplo, la fatiga corporal,
y organizar las operaciones de fabricación de forma que el trabajo provoque
el menor aburrimiento y repugnancia posibles.
Cada persona tiene su propio ritmo natural y un índice concreto de
movimiento periódico en su actividad; si se quieren lograr los mejores
resultados, es necesario tener en cuenta semejantes peculiaridades indivi­
duales. Se han estudiado minuciosamente, especialmente en América, los
procesos manuales en las fábricas, y como resultado, se han introducido
modificaciones, que han simplificado los movimientos del obrero o los
han hecho más rítmicos, ahorrándoles así fatiga e incrementando su índice
de producción.
De parecida manera, la psicología educativa empezó a estudiar la mente
del niño a base de observación y experimentación. Se idearon tests para
medir la actividad y prontitud mentales y se sacaron algunas indicaciones
sobre la manera de detectar las cualidades especiales que probablemente
pudieran orientar sobre la elección de la profesión del niño.
También en medicina fue adquiriendo la psicología creciente impor­
tancia. Los esfuerzos realizados hasta ahora para descubrir los cambios
materiales, que corresponden en el cerebro a los cambios operados en
la mente, no han tenido mucho éxito; ni los tests fisiológicos ni los patoló­
gicos aciertan a detectar nada anormal, ni siquiera en la desorganización
completa de ideas y emociones propia del estado de locura. Apenas puede
caber duda de que a cada cambio emotivo o cognoscitivo debe correspon­
der algún cambio físico, pero mientras no tengamos más noticias sobre
ello tendremos que describir los fenómenos y desórdenes mentales en
términos psicológicos. La psicopatología moderna abarca un ámbito mucho
mayor del que pudiera indicar su nombre, ya que el estudio de lo anormal
contribuye a revelarnos lo normal. El desarrollo que ha adquirido se debe,
en gran parte, al interés general que despertó la obra de Freud.' Freud estu­
dió las acciones inconscientes y sus causas siguiendo un procedimiento de
análisis mental, que se conoció con el nombre de psicoanálisis. La obra
de Freud reforzó la idea determinista en la psicología moderna, al tratar
de explicar toda la actividad humana, desde nuestras equivocaciones más
triviales hasta nuestras más adoradas creencias, como resultado de pode­
rosas fuerzas instintivas que se desarrollan con el cuerpo y pueden pro­
ducir enfermedades mentales si se las inhibe o violenta.
Otra aplicación de la psicología, que lo mismo puede dar resultados
de valor científico que no darlos, es la llamada investigación psíquica.
Es indudable que entre los fenómenos del «esplritualismo» hay muchos
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 383

que son puramente ilusorios y hasta consciente y deliberadamente frau­


dulentos. Pero, en opinión de ciertos observadores competentes, hay casos
en que puede descartarse la autodecepción y el fraude, y en que queda un
residuo sin explicar, que bien merece investigarse científicamente. Quienes
se propongan analizar estos fenómenos deben poseer aptitudes especiales
y experiencia de los fenómenos histéricos y de las artes de los médiums.
Las publicaciones de la Society for Psychical Research dan cuenta de
muchos y muy meticulosos trabajos realizados en este terreno, pero aún
no se ha formado una opinión competente y unánime en favor ni en contra
de la interpretación espiritualista. Hay que suspender el juicio mientras no
se adquieran más conocimientos, comprobados por procedimientos críticos.

¿Es el hombre una máquina?

Durante los tres últimos siglos han ido sucediéndose alternativamente


el vitalismo y el mecanicismo en la historia de la biología. El dualismo de
Descartes presentaba el cuerpo, en contraposición al alma, como puramente
mecánico e incluso material. Los enciclopedistas franceses de mediados
y fines del siglo xvm fueron más lejos aún: basando su filosofía en la
dinámica de Newton afirmaron que el hombre en bloque, cuerpo y alma,
no era más que una máquina. Este punto de vista mereció las censuras
no sólo de los teólogos ortodoxos, sino de otros escritores de más peso
científico. Hacia el ocaso del siglo xvm volvió a brillar de nuevo el sol
del vitalismo, debido en gran parte al influjo de Bichat. La fisiología del
siglo xix, acaudillad^ por Claude Bernard, junto con la teoría de la
evolución por selección natural, produjeron una reacción en el sentido del
deterninismo, especialmente en la escuela de los filósofos materialistas
alemanes y entre los biólogos—como Haeckel y otros— .
Nordenskóld38 y Joseph Needham39 compendiaron la historia más
reciente de esta controversia. Los fisiólogos y psicólogos experimentales,
que trabajan bajo el supuesto implícito de que pueden aplicarse a la ma­
teria viva las leyes mecánicas, físicas y químicas, fueron ampliando cons­
tantemente el ámbito de los fenómenos vitales que parecían explicarse
adecuadamente mediante la interpretación mcanicista. En cambio, algunos
biólogos, conscientes de las grandes zonas aún por explorar o impresiona­
dos por la aparente teleología de los organismos vivos, volvieron a la an­
tigua doctrina de que sólo pueden explicarse los hechos considerando los
seres vivos como conjuntos orgánicos.
Entre esos investigadores podemos mencionar especialmente a Von
Uexküll— 1922— , quien sostuvo que los organismos vivos tienen la par­
ticularidad peculiar de ser unidades en el tiempo y en el espacio; a
J. S. Haldane— 1913— , quien destacó la tendencia de los animales a con­
servar la continuidad entre los cambios operados en su ambiente externo

3t Loe. cit., págs. 603 y sigs.


J o s e p h N e e d h a m , Man a Machine, Londres, 1927.
384 HISTORIA DE LA CIENCIA

e interno, y a Driesch, quien opinó que sólo puede explicarse el desarrollo


embrionario inicial recurriendo a una fuerza orientadora inmaterial. Otros,
como J. A. Thomson, E. S. Russell y W. McBride citaban algún que otro
fenómeno vital, entre tantos como hay, que, a su juicio, no podían expli­
carse en términos mecánicos.
Entre los filósofos podemos mencionar a E. Rignano, el cual sostenía
insistentemente que la esencia de la materia viva consiste en su teleología,
en su sentido de finalidad, en su tendencia hacia un objetivo, en virtud
de la cual controla el crecimiento y las funciones del cuerpo y de la mente
de una manera totalmente inaccesible al poder de las fuerzas ciegas de la
mecánica y de la química 40. Argumenta, por ejemplo, que
las sustancias vivas... saben seleccionar entre las complejímicas mezclas de las
sustancias químicas disueltas en el líquido alimenticio precisamente aquellos com­
puestos o radicales capaces de reconstruirla dentro de la misma especie que antes.
Este proceso selectivo acusa un marcado sentido finalista.

Ahora bien, muchos de los argumentos que barajan los neovitalistas


se fundan en las lagunas que presentan nuestros actuales conocimientos
biofísico-químicos. Considero peligroso basarse en semejante ignorancia
temporal. La investigación reciente se encargó de refutar ya algunos de sus
argumentos. Otros, como los que acabamos de citar de Rignano, se los
pudo refutar en el mismo momento de proponerlos. Bastaba con indicar
que las sustancias vivas, aparte de seleccionar esos compuestos «capaces
de reconstruirlas», están igualmente dispuestas a absorber cualquier cuerpo
tóxico «capaz de envenenarlas».
Argüía Lotze que el mecanicismo tiene en el mundo una función
absolutamente universal, pero completamente subordinada. La teoría me-
canicista es la única que proporciona al experimentador hipótesis de
trabajo efectivas. Esta teoría constituye sólo un «punto de vista», pero
supremo dentro de sus límites. Las ciencias físicas contemplan la natura­
leza bajo su aspecto de número y medida; ahora bien, el pensamiento
mecanicista es el que entreteje con sus hilos deductivos la estructura esen­
cial de su trama. La ciencia se mantiene y debe mantenerse al margen de
su aspecto teleológico, si bien éste puede formar parte del aspecto espi­
ritual de la realidad y del significado del proceso total.
Lawrence Henderson dio otra contestación, indicando que el ambiente
presenta tantas señales de teleología como el mismo organismo41. La vida,
al menos la vida que conocemos nosotros, sólo es posible gracias a las
excepcionales propiedades químicas del carbono, oxígeno e hidrógeno,
y a las propiedades físicas del agua. Además, sólo puede aparecer dentro
de los estrechos límites de condiciones coincidentes en un mundo como
el nuestro, en el que se hallan la temperatura, humedad y demás circuns­
tancias propicias. De esta manera, la teleología orgánica queda absorbida
en la teleología universal.
* E. R ig n a n o , Man not a Machine, Londres, 1926.
41 The Fitness of the Environment. Citado por N e e d h a m , loe. cit.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 385

A pesar de los grandes y crecientos éxitos obtenidos por los biofísicos


y bioquímicos en la interpretación de los fenómenos vitales a la luz de las
concepciones físico-químicas, pudiera ser que estuviera equivocado el
mecanicismo al presentarse como filosofía. Desde Descartes en adelante
siempre supusieron los mecanicistas que las ciencias físicas nos revelan
la realidad, cuando la verdad es que sólo constituyen una abstracción, que
enfoca la realidad desde un determinado punto de vista. Por eso periódica­
mente se ve fracasar el mecanicismo como representación completa de la
realidad, para dar paso naturalmente al vitalismo, según el cual existe un
espíritu o alma, conectada temporal o permanentemente con el cuerpo, la
cual regula y aun suspende las leyes físicas con miras a determinados fines
preestablecidos.
Parece que la equivocación de los vitalistas estuvo en intentar aplicar
la idea de finalidad a los problemas científicos limitados a la fisiología,
los cuales, por su misma naturaleza, sólo pueden abordarse por los méto­
dos analíticos de las ciencias físicas, mientras que la finalidad, si es que
existe, sólo puede actuar en el organismo como conjunto, y tal vez sólo
pueda descubrirse mediante el estudio metafísico de la realidad, de la que
depende la existencia en bloque42.
Con todo hemos de señalar que los cambios que empezó a experimen­
tar la física desde 1925 dieron la impresión años más tarde de que proba­
blemente pudieran debilitar los argumentos sacados del mismo determi­
nismo mecanicista. La filosofía solía deducir las pruebas más fuertes en
favor del determinismo científico de la física, en la que se creía que
imperaba un circuito cerrado de necesidad matemática. Pero, como expli­
caremos más tarde, i» nueva mecánica ondulatoria parece sugerir que
existe un principio de indeterminación en la base misma de las últimas
unidades o electrones, en virtud de la cual nunca será posible medir exacta
y simultáneamente su posición y su velocidad. Algunos objetan que con
esto ha caído por su base la prueba científica del determinismo filosófico,
mientras que otros afirman que el principio de indeterminación sólo sig­
nifica que nuestro sistema de medidas es inadecuado para manejar estas
entidades.

Antropología física

Así como el estudio continuado de los restos fósiles corroboraba nues­


tra confianza en la exactitud de la teoría de la evolución de animales
y plantas en sus líneas generales, así los descubrimientos paleontológicos
realizados en los primeros años del siglo xx confirmaron la verdad de las
conclusiones generales de Lyell, Darwin y Huxley sobre el lugar que corres­
ponde al hombre en la naturaleza. A esto se añadieron muchas pruebas
nuevas que fueron apareciendo sobre el origen de los monos antropoides
y de las diferentes variedades humanas. Gradualmente se fue comprobando
<! J. S. H aldane, The Sciences and Philosophy, Londres, 1929.
386 HISTORIA D E LA CIENCIA

que los monos y los hombres se diferenciaron probablemente entre sí ya


a mediados del período Mioceno, mientras que las nuevas observaciones
sobre la semejanza de su sangre suministraban la prueba fisiológica de su
íntimo parentesco actual.
En 1901 descubrió C. W. Andrews, en Fayum, Egipto, unos fósiles,
que representaban probablemente antepasados de mamíferos actuales, y
pronosticó que también se encontrarían allí formas primitivas de monos
antropoides; Schlosser vino a hacer buena su profecía en 1911. En las
laderas del Himalaya halló Pilgrim monos fósiles con ciertas peculiarida­
des estructurales, que los señalaban como antepasados de los homínidos.
En 1912, Dawson y Woodward descubrieron en Piltdown, Sussex, restos
antropoides en unos yacimientos de principios del Pleistoceno, asociados
con instrumentos bastos de pedernal *.
Los primeros huesos del hombre del Neanderthal se encontraron en
1856, en el valle de ese nombre; posteriormente se hallaron restos pare­
cidos en otros lugares, que vinieron a completar nuestros conocimientos
sobre este tipo humano: cabeza ancha aplastada, cejas prominentes, cara
tosca y encéfalo grande en conjunto, pero escaso en la región frontal: tal
es el cuadro que parece deducirse de los restos existentes. El Neanderthal
representa una especie anterior y más brutal que la del homo sapiens, que
comprende todas las razas actuales.
Al Neanderthal siguió en Europa la raza Cro-Magnon, alta y de cráneo
alargado, que constituye una auténtica variedad del homo sapiens. Sus
herramientas de pedernal están mucho mejor hechas y sus pinturas rupes­
tres manifiestan notables facultades artísticas. Pueden distinguirse varias
razas más, contemporáneas o posteriores, a las que se les ha dado sus
nombres respectivos: solutrense, magdaleniense, etc. Luego se presentaron
los pueblos del Neolítico, que en sus emigraciones aportaron a la Europa
occidental las grandes civilizaciones universales de Egipto y Mesopotamia.
A principios del siglo xx se creía generalmente en Inglaterra y Francia
que podían surgir de manera totalmente independiente entre razas dife­
rentes y en puntos separados del globo civilizaciones parecidas entre sí,
y esa creencia les cerró los ojos para no ver ciertos puntos de semejanza
muy sugeridores. Por otra parte, una importante escuela alemana, creada
por Ratzel— 1886—y sostenida más tarde por la obra de Schmidt— 1910—
y Graebner— 1911— , atribuyó el origen de semejantes culturas artísticas al
cruzamiento de pueblos. El mismo punto de vista adoptó independiente­
mente W. H. R. Rivers en su estudio clásico sobre relaciones y parentes­
cos, organización y lenguaje en las islas del Pacífico. La muerte prema­
tura de Rivers constituyó una grave pérdida para la antropología. En
191143 llamó la atención sobre los trabajos alemanes, y desde entonces
adoptaron la misma teoría los investigadores de otras artes, particularmente
Elliot Smith en su estudio sobre el embalsamamiento. En realidad, la misma

* Posteriormente se demostró que lo de Piltdown fue puro fraude. (N. del T.)
" Presidential Address, Secticm H, Bñtish Association, 1911.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 387

costumbre tan extendida de erigir monolitos y otras construcciones de


piedra, con determinada orientación respecto al Sol o a las estrellas y pa­
recidas a los modelos egipcios, casi basta por sí sola a probar el origen
común de civilización, cuando no de raza.

Antropología social

Mientras la antropología física siguió en el siglo xx las líneas direc­


trices establecidas por Darwin y Huxley, la antropología social se abrió
nuevas rutas. Esto se debió primero a un conocimiento más profundo de
la psicología de los pueblos primitivos, adquirido por hombres como Rivers,
que pasaron con ellos largas temporadas; segundo, al estudio que hicieron
sobre la religión griega autores como Jane Harrison y F. M. Cronford, y ter­
cero, a la colección exhaustiva que reunieron de todos los datos proce­
dentes del mundo entero antropólogos como Frazer, Rivers y Malinowski.
La importancia de la obra de Rivers no residía sólo en la cantidad de
hechos que coleccionó sobre la vida primitiva, sino, además, en haber
introducido una verdadera revolución metodológica. Rivers pudo com­
probar que los términos generales en que los antiguos investigadores
proponían sus preguntas resultaban completamente ininteligibles para las
mentalidades primitivas. Así, por ejemplo, es ocioso preguntar si un hom­
bre puede casarse con la hermana de su difunta esposa y por qué. Hay
que empezar preguntando: ¿te puedes casar con esta mujer? Luego:
¿qué parentesco tienes tú con ella y ella contigo? Es decir, que hay que
construir las reglas gSherales poco a poco a base de ejemplos particulares.
Como fruto de sus investigaciones en Oceanía dedujo Rivers la probabi­
lidad de que cierto vago sentido de pasmo y misterio, llamado general­
mente mana, represente una fuente de magia y religión más primitiva que
el animismo descrito por Tylor.
El estudio prolongado de las formas primitivas de religión, que aún
se conservan o que se conservaban hasta no hace mucho.en tierras salva­
jes, condujo a un cambio completo de enfoque44. La concepción que
tenían antiguamente, tanto creyentes como escépticos, sobre la religión era
que ésta constituía un cuerpo de doctrina, el cual, tratándose de nuestra
propia religión, era teología, y mitología, si se trataba de la de otros pue­
blos. Apenas se reparaba en la parte ritual, o si se la mencionaba era para
considerarla como mera expresión pública de unas creencias previamenle
definidas y fijadas; además, en Ja mayoría de los casos, esa «gracia espi­
ritual interior», que desde cierto punto de vista constituye la esencia de
la religión, pasaba desapercibida o se la identificaba con el dogma. Este,
además, formaba un cuerpo de doctrina complejo e inalterable, revelado
de una vez para siempre a la humanidad y custodiado por un libro infa­

“ Cfr., por ejemplo, Darwin and M odern Science, Cambridge, 1909; The Study
o f Religions, por J a n e E l l e n H a r r i s o n , pág. 494.
388 HISTORIA DE LA CIENCIA

lible o por una Iglesia inerrante. El papel y el deber del hombre se redu­
cía a aceptar su credo y a obedecer sus preceptos.
Pero, como decía Miss H arrison45:
La religión comprende siempre dos factores: uno teórico, o sea, la idea que
tiene el fiel de lo invisible, su teología, o su mitología, si preferimos llamarla así.
Otro práctico, o sea, su conducta frente a lo invisible, su ritual. Nunca o casi
nunca aparecen totalmente separados ambos factores, sino que se combinan en
proporciones muy variadas. Hemos visto que en el siglo pasado se consideraba
la religión principalmente en su aspecto teórico o doctrinal. Por ejemplo, para la
mayoría de las personas cultas la religión griega se reducía a su mitología. Y, sin
embargo, el más somero examen basta a demostrar que ni los griegos ni los ro­
manos tuvieron credos, ni dogmas, ni creencias rígidas, ni fórmulas intocables.
Lo tínico que encontramos en los Misterios Griegos*1 es lo que yo llamaría el
confíteor, la "confesión general”, la cual no es precisamente confesión de fe, sino
reconocimiento de los ritos que se celebran. Cuando se estudió la religión de los
pueblos primitivos se vio en seguida que no poseen prácticamente ningún credo
definido, aunque naturalmente abundan ciertas creencias vagas. Lo que domina
e impera es el ritual.
Al principio fue el estudio de los salvajes el que nos forzó a reconocer ese
predominio y prioridad del ceremonial sobre el dogma, pero muy pronto y feliz­
mente vimos que encajaba plenamente en la moderna psicología. La opinión po­
pular decía: primero pienso y luego actúo en consecuencia. La psicología cientí­
fica moderna dice: yo actúo (o mejor: reacciono a un estímulo exterior) y luego
pienso en consecuencia. Así se establece la serie recurrente, en la que la acción
y el pensamiento se convierten sucesivamente en estímulos de nuevos actos y
pensamientos.

No es cierto que el verdadero «pagano en su ceguera se postra ante la


madera y la piedra». Su ocupación y preocupación es la magia. No pide
a sus dioses que le envíen el Sol ni la lluvia: se limita a bailar una danza
solar o a croar como una rana para atraer la lluvia, que acostumbró
a asociar con ese ruido. En muchas creencias totémicas está emparentado
íntimamente con algún animal, al que se le aureola con la santidad. A ve­
ces, ese animal se convierte en tabú y se hace intocable; a veces, comiendo
su carne asimila el salvaje su valor y su fuerza. La danza rítmica, con la
ayuda y sin la ayuda del alcohol, conduce al éxtasis, que parece conferir
libertad a la voluntad y una sensación de poder por encima de los límites
ordinarios. El salvaje no ora, sino que quiere.
Aún continúa la controversia sobre las relaciones de la 'magia con la
religión y la ciencia. La magia se propone imponer la voluntad humana
sobre las cosas exteriores. Las formas primitivas de la religión intentan
influir en el mundo exterior con la ayuda de Dios o de los dioses. La
ciencia, con una intuición más luminosa que la obtenida por la magia,
estudia humildemente las leyes de la naturaleza y precisamente sometién­
dose a ellas es como conquista ese control sobre la naturaleza, que la
magia cree equivocadamente haber adquirido. Sea cual sea la relación

“Darwin and Modern Science”, loe. cit., pág. 498.


46 Para detalles, véase J. E. H a r r iso n , Prolegomena to the Study of Greek Re-
ligions, Cambridge, 1903, pág. 155.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 389

exacta entre las tres, parece que la magia fue la matriz primitiva de la
que emergieron la religión y la ciencia.
Una vez que el salvaje, en su afán de imponer su voluntad, desarrolla
un rito, lo toma como base para construir sobre él y a la luz de sus ideas
primitivas su propia mitología. El desconoce nuestra distinción entre
subjetivo y objetivo: todo cuando experimenta—sensaciones, pensamientos,
sueños y aun recuerdos—es real y objetivo, aunque puede poseer diferen­
tes grados de realidad.
Razonaba Spencer que cuando un salvaje sueña con su difunto padre
busca una explicación y al efecto inventa el mundo de los espíritus. Pero
los hombres primitivos no poseen esa dialéctica sofisticada de Spencer.
Para él, el sueño es algo real; tal vez no tan real como su madre, que
aún está viva, pero de todos modos real. No tiene que buscar explicacio­
nes a la cosa: la acepta como una verdad, creyendo que su padre sigue
viviendo de alguna manera. Siente dentro de sí un poder vital: no puede
palparlo, pero es real; también debe haberlo poseído su padre, ya difunto.
Al morir su padre abandonó su morada corporal, pero retorna en sueños:
debe ser un aliento, una imagen, una sombra, un espíritu. Es una mezcla
de esencia vital y fantasma separado47.
Tylor48 hizo ver cónjo los esfuerzos de un salvaje por clasificar Jos
objetos comunes, para llegar así a concebir la noción de clase, le llevan
a imaginar que una especie es una familia de seres, con su propio dios
tribal como protector y con un nombre que contiene de alguna manera
mística la esencia común de la tribu. También el número lo mira el sal­
vaje como parte de un mundo suprasensible y esencialmente misterioso
y religioso. «Podemos^ocar y ver siete manzanas, pero el mismo siete,
ese ente maravilloso que pasa de un objeto a otro, confiriéndole su sie-
teidad..., es un ciudadano auténtico del mundo superior.»
En esta atmósfera confusa, suprasensible de sueños y fantasmas, de
nombres, imágenes y números, se desarrolla la experiencia mística del
rito, de la magia y de la danza rítmica. Los elementos actúan y reaccionan,
y entre esa amalgama de sentimiento y acción tal vez llega a formarse el
salvaje cierta noción de un dios.
La más impresionante colección de datos sobre antropología social se
encuentra en el gran libro de J. G. Frazer, The Golden Bough. En 1890
se publicó la primera edición en dos volúmenes, la segunda apareció en 1900
y con el tiempo los dos volúmenes crecieron hasta doce. En esta obra
monumental describe Frazer las costumbres, ritos y creencias primitivas,
con ejemplos recogidos de inscripciones arqueológicas, de historiadores
antiguos y medievales, de exploradores, misioneros, etnólogos y antropólo­
gos modernos, que constituyen fuentes de valor vario. A diferencia de al­
gunos autores, que sostienen que la magia es la fuente común de la ciencia
y de la religión, Frazer opina que se suceden en fila. Cuando ve el hombre
,7 Korperseele o Psyche. Cfr. W u n d t , Volkerpsychologie, Leipzig, vol. II, 1900,
página 1; J ane H a r r iso n , loe. cit., pág. 501.
“ Primitive Culture, vol. II, 4.a ed., Londres, 1903, pág. 245.
390 H ISTO RIA D E LA CIENCIA

que la magia no logra darle el dominio sobre la naturaleza que busca, se


vuelve a los dioses para que éstos se lo den, esforzándose por ganárselos
con la adoración y la plegaria; cuando advierte que también éstos le
fallan y empieza a observar la regularidad y uniformidad de los fenóme­
nos de la naturaleza, entonces se encuentra en el umbral de la ciencia.
Por su parte, sostiene Brodislaw Malinowski49 que los pueblos primi­
tivos mantienen la distinción entre las operaciones sencillas, ordinarias,
que pueden manejarse por observación empírica y transmitirse por tradi­
ción, y los acontecimientos imprevisibles e inaccesibles a su control di­
recto, que requieren la intervención de la magia, del rito y del mito.
Malinowski pone el origen de la religión en la reacción del hombre ante
la muerte y opina que su contenido esencial es la creencia en una Provi­
dencia moral y la esperanza en la supervivencia. La ciencia va surgiendo
lentamente en virtud únicamente de la creciente experiencia adquirida en
las artes y oficios de la vida. Otros, en cambio, afirman que la mentalidad
primitiva desconoce nuestra distinción tajante entre lo natural y lo sobre­
natural. Ese control, que todos sentimos que poseemos sobre nuestros
pensamientos, lo hace extensivo el salvaje hasta el dominio de las mismas
cosas. Los seres sombras que ve al soñar en sus padres difuntos se con­
vierten en dioses sombras, los cuales tienen que poder controlar también
las cosas, tal vez con más eficacia que él. En los transportes del vino
y de la danza siente crecer sus fuerzas: es que su alma está inspirada por
esos dioses. Puede haber otros hombres más inspirados: así sus mismos
reyes y sacerdotes se convierten en dioses.
La magia impática, que intenta producir los fenómenos naturales re­
medándolos en sí o en sus efectos, da origen a los múltiples ritos simbó­
licos de las religiones primitivas. El más difundido de todos ellos es el
drama del año: en muchas épocas y en muchos países se simbolizó de
innumerables maneras el tiempo de la siembra, del crecimiento, de la
destrucción en la estación de la siega y de la resurrección de la vida en
la primavera. Las primeras ceremonias y hechizos que hizo el hombre
tenían por objeto provocar la lluvia o el buen tiempo y la fecundidad de
las plantas y de los animales. Luego vio que debía entrar en juego alguna
causa más profunda y misteriosa e imaginó que el crecimiento y la muerte
debían ser efectos del auge y decadencia de las fuerzas de seres divinos.
Semejantes dioses y ritos fueron objeto especial de culto en las tierras
costeras del Mediterráneo oriental, bajo los nombres de Osiris, Tammuz,
Adonis y Attis. El Tammuz de los babilonios y sirios se convirtió en el
Adonis de los griegos. Aparece Tammuz como esposo de Ishtar, la Gran
Madre, diosa de la fertilidad, así como Adonis es el amante de Astarte
o Afrodita. Su unión es necesaria para la fecundidad de la tierra y se
celebra con ritos y misterios apropiados en sus templos. Igualmente, Attis
fue el hijo de Cibeles, la Gran Madre, madre de los dioses, la cual tenía
su sede principal en Frigia, y fue importada a Roma en 204 a. de C. Teñe-

49 Foundations of Faith and Moráis, Oxford, 1936.


NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 391

mos pruebas de este culto, por ejemplo, en las excavaciones efectuadas en


Ras Shamra, en Siria; parece que su influjo se dejó sentir en Palestina50.
Pero el escritor del Génesis afirma que semejantes ritos son innecesarios,
una vez que Dios puso su arco en los cielos: «Mientras dure la tierra se
sucederán sin cesar sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno,
día y noche.»
Prescindiendo de ciertas diferencias de detalle, las ceremonias de los
cultos mágicos eran muy parecidas en sus líneas generales. Cada año se
lloraba la muerte del dios, simbolizada acaso por el sacrificio de una
víctima humana o animal, y se aclamaba su resurrección, unas veces al
día siguiente, otras en distinta estación del año. Algunos cultos celebraban
el nacimiento del nuevo año, del Sol o de un dios nacido de virgen repre­
sentativo del Sol, en el solsticio de invierno.
Más complicados resultan los relatos sobre Isis y Osiris, de Egipto, tal
como nos los transmitieron Plutarco y Herodoto, aunque parece que el
simbolismo y las ideas básicas eran muy parecidas. Los principales dioses
egipcios de los tiempos helénicos fueron Isis; Anubis, que era el dios que
conducía las almas al reino de la vida inmortal, y Serapis, que «fue creado
deliberadamente por Tolomeo I..., siendo el único dios que jamás logró
crear con éxito un hombíe moderno». Serapis era Osiris combinado con
elementos griegos, y estaba destinado a unificar a griegos y egipcios en
un culto común. Los egipcios no quisieron saber nada de él; pero los
griegos de Alejandría lo adoptaron por su dios, viendo en la pareja real
tolemaica la representación en la tierra de la pareja divina Serapis
e Isis5'. ^
Por su parte, la religión de misterios de Mitra—antigua deidad persa—
se parecía muchísimo a la de Cibeles y al cristianismo, una semejanza
que los primeros Padres de la Iglesia cristiana consideraron inevitable­
mente como un ardid del diablo. La religión de Mitra fue una rival for­
midable del cristianismo, ya que combinaba solemnes ritos con la aspira­
ción a la pureza moral y con la esperanza de la inmortalidad. De hecho,
parece que durante algún tiempo estuvo indeciso el resultado de la lucha
entablada entre ambas religiones por la conquista del mundo romano.
Otras religiones de misterio, parecidas a la de Mitra, contribuyeron
con ésta a llenar el vacío que había dejado la decadencia de las creencias
de la mitología clásica, una decadencia que acusaron fuertemente los
siglos que precedieron y siguieron inmediatamente al nacimiento de Cristo.
También estas religiones buscaban la unión mística con la divinidad me­
diante los ritos de iniciación y comunión, derivados evidentemente de los
de cultos más primitivos. Después de discutir a fondo y extensamente innu­
merables ejemplos de ceremonias de comunión y su conexión con el tote­
mismo y con los ritos de la naturaleza entre los pueblos primitivos de
muchos países, escribió James Frazer:
i0 The Religi&us Background of the Bible, J. N. Schofield, Londres, 1944.
m w YV. J a r n , Hellenistic Civilization, Londres, 1927, pág. 294.
392 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Ahora resulta fácil comprender por qué habían de desear los salvajes parti­
cipar de la carne de un animal o de un hombre, considerado por él como divino.
Al comer la carne del dios se asimila sus atributos y poderes. Cuando se trata
de un dios del trigo, éste constituye su propio cuerpo; cuando es un dios del vino,
el jugo de la uva es su sangre; y así, al comer el pan y beber el vino, el fiel
participa del cuerpo y sangre reales de su dios. Por eso el beber vino en los
ritos de un dios de la vid, como Dioniso, no era un acto de francachela, sino
un solemne sacramento ”.

Mientras las creencias cambian, los antiguos ritos persisten, hasta que­
dar sublimados en los sacramentos de religiones más depuradas. Entonces
llega la reflexión crítica de un filósofo romano o de un reformador pro­
testante. Dice Cicerón:
Cuando llamamos Ceres al trigo y Baco al vino empleamos una figura de
lenguaje corriente, pero ¿nos imaginamos que puede haber nadie tan estúpido que
crea que se está alimentando de un dios?

El error de la mentalidad crítica consiste én creer que los ritos y creen­


cias del hombre puedan depender exclusivamente de la razón, siendo así
que sus instintos son la herencia de un millón de años de magia y de ani­
mismo ancestral. La Iglesia romana nunca ha cometido esta equivocación
en la práctica, si bien en la teoría basó su filosofía en el racionalismo de
Santo Tomás de Aquino, tanto en la alta Edad Media como en el siglo xix.
Aparte de las religiones y filosofías formales del primer siglo cristiano,
había una subcorriente profunda y penetrante integrada por esos otros
ritos y creencias del paganismo primitivo, con los que se mezclaban
ideas sacrificiales de las que se encuentran en esas mismas religiones
y en algunos de los ritos hebreos preconizados en el Antiguo Testamento.
Al tratar de comprender el ambiente mental que envolvió el desarrollo
inicial del cristianismo, no debemos perder de vista esta subcorriente de
ideas primitivas y orientales.
He aquí cómo expresa Frazer su opinión sobre los elementos en que
se vio envuelto e imbricado el cristianismo 53:
El frenesí extático, que se tomaba equivocadamente por inspiración divina;
la mutilación del cuerpo, la teoría del renacimiento y de la remisión de los pe­
cados por el derramiento de sangre, todos estos conceptos tienen su origen en el
salvajismo y atraen naturalmente a los pueblos de instintos salvajes aún fuertes...
La religión de la Gran Madre, en la que se mezclaban curiosamente crudezas
salvajes con aspiraciones espiritualistas, era sólo una de tantísimas religiones orien­
tales parecidas que se extendieron sobre el Imperio romano en los últimos tiem­
pos del paganismo, las cuales al saturar a los pueblos europeos de ideales de vida
extraños a ellos fueron minando toda la fábrica de la civilización antigua. Las
sociedades griega y romana se construyeron sobre la concepción de que el indi­
viduo estaba subordinado a la comunidad y el ciudadano al Estado; consideraban
la seguridad de la sociedad como ideal supremo de conducta sobre la seguridad
y bienestar del individuo en este mundo o en el otro... Todo esto cambió con la

” The Golden Bough, 3.a ed., Parte V; Spirits of the Com and Wild, vol. II,
páginas 167 y sigs. Para un breve resumen del tema, véase Primitive Sacramentalism,
por H. J. D. A s t l e y , Modern Churchman, vol. XVI, 1926, pág. 294.
” Loe. cit., págs. 356 y sigs.
NUEVOS AVANCES EN BIOLOGIA Y ANTROPOLOGIA 393

difusión de las religiones orientales que inculcaban la comunión del alma con
Dios y su salvación eterna como los ideales únicos por los que valía la pena vivir
y en cuya comparación apenas contaba la prosperidad ni aun la misma existencia
del Estado... Esta obsesión duró un milenio. La renovación del derecho romano,
de la filosofía aristotélica, del arte y literatura antiguos al finalizar la Edad
Media fue la señal clara de que Europa volvía a sus ideales nativos de vida y
conducta, y a una visión del mundo más sana y varonil. Se había cerrado el largo
paréntesis en la marcha de la civilización. Por fin retrocedía la marea oriental
que invadiera a Europa.

Los que ven la cosa de diferente manera pueden observar con razón
que en este pasaje se comete petición de principio. Si resultase ser cierta
la hipótesis implícita de los valores místicos, entonces la comunión del
alma con Dios sería de hecho más importante que los estados y nacionali­
dades. Pero cualquiera que sea el punto de vista que se adopte sobre estos
ideales antagónicos de vida, por fuerza ha de merecer la atención y respeto
de todos la opinión de un hombre como Frazer, que contribuyó en tan
gran escala al progreso de esta rama del saber.
Hay otra cuestión más profunda e importante y es el alcance o la
repercusión que puede tener la moderna investigación histórica y antropo­
lógica sobre el problema del origen y sentido del mismo cristianismo: es
una cuestión muy d e b a tía aún y en la que con harta frecuencia influyen
en el razonamiente de una y otra parte los prejuicios heredados o adqui­
ridos de unos y otros. Salta a la vista que gran parte de la doctrina del
cristianismo tradicional es eco de creencias similares profesadas por las
religiones anteriores o contemporáneas a su aparición y que muchos ritos cris­
tianos son la réplica de otros misterios paganos equivalentes. Sostienen
algunos que esas semejanzas indican que hay que clasificar al cristianismo
entre las religiones de misterio del siglo i. Otros apuntan que acaso sean
exageradas las consecuencias deducidas de la reciente antropología. Es
cierto que se ha hecho nueva luz sobre la conexión existente entre las
religiones de misterio y los cultos anteriores y más primitivos; pero el
hecho mismo de la existencia y carácter de las religiones de misterio siem­
pre fue conocido de los historiadores y teólogos. Las semejanzas de forma
no implican necesariamente identidad de origen y de sentido.
Sea cualquiera el punto de vista—ortodoxo o heterodoxo— que adop­
temos sobre el cristianismo, hemos de admitir que la antropología mo­
derna ha contribuido a hacernos comprender mejor las relaciones y con­
tactos entre la psicología y la religión fundamental—que consiste en la
conciencia directa de un poder divino invisible— , y también entre las
creencias primitivas y las formas más desarrolladas de la teología.
CAPITULO X

LA NUEVA ERA DE LA FISICA

La nueva física'

Hasta el último decenio del siglo xix siguió la física desarrollándose


por los cauces que tracé en el capítulo VI. Parecía como si se hubiese
fijado su trayectoria de una vez para siempre y como si apenas quedase
nada por hacer, sino seguir midiendo las constantes físicas cada vez con
más precisión, desplazando más hacia la izquierda la coma de las cifras
decimales, y continuar las investigaciones; que de cuando en cuando pare­
cían estar a punto de resolver el problema de la estructura del éter con­
ductor de la luz. Este sistema newtoniano impregnó las nuevas teorías
físicas durante los primeros treinta años del siglo xx, y de él se echó mano
—primero con exclusión de cualquier otro sistema y luego en competencia
con otros—para interpretar los resultados experimentales. Sólo muy poco
a poco se fue comprobando que hacía falta crear conceptos absolutamente
nuevos.
Puede decirse que la nueva física empezó en 1895, cuando el profesor
Wilhelm Konrad Rongten, de Munich— 1845-1923— , descubrió los ra­
yos X. Anteriormente a esta fecha se habían hecho muchos experimentos
con descargas eléctricas a través de gases; los realizaron especialmente
Faraday, Hittorf, Geissler, Goldstein, Crookes y luego ]. J. Thomson— 1856-
1940—(posteriormente Sir Joseph Thomson), Master del Trinity College
de Cambridge. Pero sólo los investigadores de intuición excepcional pare­
cían apreciar la importancia de estos experimentos; la obra de Rontgen
fue la que hizo que los físicos concentrasen por primera vez su atención
preferente sobre esos fenómenos.
Los grandes descubrimientos no ocurren casualmente con la frecuencia
que suele imaginar la gente. Pero en este caso fue puro accidente el que
puso a Rontgen en la pista de los rayos X—si bien fue un accidente que
algún día tendría que ocurrir, pero fue un accidente— . Notó, que las placas
fotográficas, a pesar de estar protegidas contra la luz, se anublaban y es­
tropeaban cuando se las guardaba cerca de tubos o ampollas de vidrio
muy gastadas, por las que se hacían pasar descargas eléctricas. De aquí
se deducía que de esos tubos de descarga procedían cierta clase de rayos
capaces de penetrar las cubiertas de las placas.
Rontgen pudo comprobar que colocando cerca de esos tubos una pan-
1 Para una idea general pueden consultarse las ediciones sucesivas (1904-1924)
de mi libro The Recent Development of Physical Science.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 395

talla cubierta con una sustancia fosforescente, como de cianuro de potasio


y platino, se hacía luminosa, y que si se interponía entre el tubo y la
pantalla fosforescente una gruesa plancha de metal proyectaba una sombra
oscura, mientras que otras sustancias ligeras, como aluminio fino o ma­
dera, hacían una sombra apenas visible, a pesar de ser opacas a la luz.
Al parecer, la absorción de los nuevos rayos guardaba cierta proporción
general con el grueso y densidad de la materia absorbente, y los rayos
se hacían tanto más penetrantes cuanto más gastado estaba el gas conte­
nido en los tubos al vacío. Así descubrió que ciertos rayos de «dureza»
apropiada marcaban con una sombra los huesos dentro de un cuerpo vivo
al proyectarlos sobre una placa fosforescente o fotográfica. Una vez que
se elaboró la técnica adecuada, este hecho vino a prestar servicios inapre­
ciables a la cirugía.
Todavía fue de más importancia, desde el punto de vista puramente
científico, el descubrimiento que hicieron J. J. Thomson y otros en cuanto
se anunció la existencia de los rayos X 2: Al pasar los rayos por un gas
lo hacen conductor de electricidad. Dentro de este campo de investigación
había sugerido un mecanismo parecido para la conducción a través de los
gases la teoría iónica de los electrólitos líquidos, establecida por Faraday
y desarrollada principalmente por Kohlrausch, Van’t Hoff y Arrhenius 3;
pues bien, ahora dio tocTavfa mejor resultado la teoría correspondiente
de los iones gaseosos.
Haciendo pasar por un gas los rayos X y cortándolos luego, se vio
que duraba por algún tiempo la conductividad del gas, pero que luego se
iba extinguiendo gradualmente. También descubrieron Thomson y Ruther-
ford que si se hacía vm gas conductor aplicándole los rayos X y luego se
lo hacía pasar por lana de vidrio o entre dos láminas de carga eléctrica con­
traria, desaparecía la conductividad, indicando que este fenómeno se debía
a partículas cargadas, que se descargaban al entrar en contacto con las
placas electrizadas o con la lana de vidrio. Rutherford comprobó que al
principio la corriente en un gas conductor era proporcional a la fuerza
electromotora que se aplicaba, pero que a medida que aumentaba esa fuer­
za iba siendo menor el índice de aumento de la corriente, hasta que alcan­
zaba un valor máximo o de saturación. Por estos experimentos se vio cla­
ramente que así como los iones formaban parte de la constitución normal
y permanente de los electrólitos líquidos, así, en cambio, sólo se dan en
los gases mientras están bajo la acción de los rayos X o de otros factores
ionizantes. La extensa superficie de la lana de vidrio absorbe los iones
o les ayuda a recombinarse, y cuando se los somete a una fuerza electro­
motora potente, los iones se ven arrastrados a los electrodos tan pronto
como se forman, y, por tanto, no se puede aumentar la corriente por mucho
que se aumente la fuerza electromotora.
El descubrimiento de Rontgen abrió también un nuevo campo a la in­
vestigación: el de la radiactividad. Los rayos X producen efectos muy
1 Camb. Phil. Soc. Véase University Repórter, 4 febrero 1896.
’ Véase el capítulo VI, págs. 273-77.
396 H ISTORIA DE LA CIENCIA

marcados en las sustancias fosforescentes; era natural averiguar si dichas


sustancias u otros cuerpos naturales producen, a su vez, algo parecido
a los rayos X. En esta investigación cupo el primer éxito a Henri Becquerel,
el cual halló en febrero de 1896 que el sulfato doble de potasio y uranio,
y posteriormente que el mismo uranio y todos sus compuestos, emiten
rayos que impresionan la placa fotográfica a través del papel negro y de
otras sustancias opacas a la luz.
El año siguiente, 1897, se señaló por un gran descubrimiento: el de
corpúsculos ultraatómicos, de partículas mucho más ligeras que cualquier
elemento químico: había empezado la nueva era de la física.

Rayos catódicos y electrones4


Al vaciar gradualmente con una bomba neumática un tubo de vidrio
equipado con electrodos de platino, las descargas eléctricas producidas en
él experimentan muchos cambios cualitativos, hasta que al fin producen
efectos fosforescentes en las paredes del tubo o en otros cuerpos sólidos
contenidos en su interior, los cuales se convierten entonces en fuentes de
rayos X. En 1869 demostró Hittorf que los obstáculos interpuestos entre
el electrodo negativo o cátodo y el vidrio proyectaban una sombra en él.
Goldstein confirmó el resultado en 1876 e introdujo para designarlo el
término de «rayos catódicos»—Kathodenstrahlen—, considerándolos como
ondas etéreas de la misma naturaleza que la luz. Por otra parte, Varley
y Crookes aportaron pruebas—como la desviación de los rayos en un
campo magnético—para demostrar que se trataba de partículas electriza­
das disparadas del cátodo y que producían fosforescencia con su bombar­
deo. En 1890 midió Schuster la relación entre carga y masa de estas par­
tículas hipotéticas, calculando su valor en unas 500 veces el del ion de
hidrógeno en líquidos5. Suponiendo que estas partículas eran de dimen­
siones atómicas, dedujo que la carga de los iones gaseosos era mucho
mayor que la de los líquidos. En 1892 descubrió Hertz que los rayos
catódicos podían atravesar una lámina delgada de oro y el aluminio, un
hecho que no parecía compatible con la noción de que esas partículas
estaban formadas por corrientes de moléculas o de átomos ordinarios. En
1895 demostró Perrin que cuando se las desviaba hacia un conductor ais­
lado le daban una carga eléctrica negativa. En 1897 se solucionó el pro­
blema sobre su naturaleza, cuando varios físicos determinaron la veloci­
dad de dichas partículas y la razón entre su carga e y su masa m 6. En
‘ J. J. T h o m s o n , Conduction of Electricity through Gases, Cambridge, 1903 y
1906. J. S. E. T o w n s e n d , Electricity in Gases, Oxford, 1915.
s Una partícula electrizada en movimiento equivale a una corriente; por con­
siguiente, la desvía el imán (véase pág. 245). Si se le aplica un campo magnético
de intensidad H, la fuerza mecánica que actúa sobre la partícula es Hev. La
fuerza actúa perpendicularmente al campo magnético y a la dirección del movi­
miento de la partícula en cada momento dado. Esto es precisamente lo que hace
falta para producir un movimiento circular (véase pág. 180), en donde la fuerza
Hev representa la fuerza centrípeta mrf/r. En el experimento sólo se describe un
pequeño segmento de círculo; la desviación del camino recto será S = l!¡2r =
— l!Hel2vm.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 397

enero demostró Wiechert que la velocidad de algunos de esos rayos era


una décima de la de la luz, y que la razón e/m era de 2.000 a 4.000 veces
mayor que la del átomo de hidrógeno en los electrólitos líquidos. En julio
apareció una memoria sobre ciertos experimentos realizados por Kaufmann,
según los cuales se deducía la energía de las partículas de la diferencia de
potencia entre los electrodos, y en los que se volvió a observar la desvia­
ción magnética. Entretanto, J. J. Thomson midió la carga dirigiendo los
rayos a un cilindro aislado, y la energía cinética, observando el calor que
comunicaba a un termoelemento. Finalmente, en octubre descubrió que
en un vacío perfecto podían desviarse los rayos catódicos por un campo
eléctrico igual que por un campo magnético y midió ambas desviaciones 7.

La figura 11 representa el aparato que utilizó Thomson en los expe­


rimentos históricos que acabamos de mencionar. Un tubo de vidrio, muy
agotado ya, en el que hay instalados dos electrodos metálicos: el cáto­
do C y el ánodo A, comunicados por una hendidura. Algunos de los rayos
catódicos procedentes de C atravesaban la hendidura, pero volvían a re­
ducirse al haber de pen etrar por la segunda ranura practicada en B. El
fino haz de rayos así obtenido incidía en una pantalla fluorescente o en
una placa fotográfica colocadas en el extremo opuesto del tubo, después
de pasar entre dos láminas aisladas D y E. Estas láminas podían conec­
tarse con los polos opuestos de una batería eléctrica de alta tensión, con
lo que se establecía entre ellos un campo eléctrico. Todo el aparato estaba
cogido entre los dos polos de un potente electroimán, de-forma que pu­
diera someterse también los rayos a la acción de un campo magnético.
Suponiendo que los rayos están formados por ráfagas de partículas
electrizadas negativamente, bastaba un simple cálculo para demostrar que
la desviación, tanto eléctrica como magnética, dependen de v, que es la
velocidad de las partículas en los rayos, y de e/m , que es la razón entre
su carga eléctrica y su m asa8. Así se obtenían los valores de v y de e/m
con dos mediciones: la de la desviación eléctrica y la de la magnética.
Halló Thomson que así como la velocidad de las partículas variaba
6 Sobre la historia de estas investigaciones, cfr. T o w n s e n d , págs. 453 y sigs.
' Phil. Mag., vol. XLIV, 1897, pág. 293.
‘ Si un campo eléctrico uniforme de intensidad f actúa perpendicularmente
a la dirección del movimiento de una partícula de masa m y de carga e, la acele­
ración a es fe¡m, y el desplazamiento en la dirección de la fuerza eléctrica es
1 1 fe
S = — att1 = ----------- t7. Durante el tiempo t, la partícula recorre con su velo-
2 2 m
398 H ISTORIA DE LA CIENCIA

sobre un valor aproximado de una décima de la velocidad de la luz, en


cambio, se mantenía constante la cantidad e/m , cualquiera que fuese la
presión y naturaleza del gas o del electrodo. En los electrólitos líquidos9,
e/m alcanza su mayor valor en los iones de hidrógeno—aproximadamente
10.000 ó 104— . En los gases obtuvo Thomson e /m = 7,7 por 10a, o sea,
un valor 770 veces mayor que el de la misma razón en los iones de hidró­
geno líquido; pero en diciembre de 1897, Kaufmann fijó su valor con mu­
cha mayor precisión en 1,77 por 107. Estos resultados podían significar
o que la carga era mucho mayor en las partículas de los rayos catódicos
en los gases que la de los átomos de hidrógeno, como sostenía Schulter,
o que su masa era mucho menor. Thomson adoptó provisionalmente la
opinión de que las partículas eran mucho más pequeñas que los átomos.
Les dio el nombre newtoniano de corpúsculos y sugirió que se trataba
de los constitutivos comunes—por tanto tiempo buscados— de los diferen­
tes elementos. Pero todavía no aparecían pruebas claras de que la carga
eléctrica de los corpúsculos no fuera mayor que la de los iones univalentes
electrolíticos; así que no había manera de determinar la masa. Evidente­
mente, el problema que tocaba ahora abordar era el de la carga eléctrica.
En 1898 y 1899 midió Thomson la carga de los iones producidos por
los rayos X en los gases. Para ello utilizó un método que había descu­
bierto C. T. R. Wilson, el cual demostró en 1897 que los iones, igual que
las partículas de polvo, actuaban como los núcleos de nubes que conden­
san las gotas de humedad del aire. Las dimensiones de las gotas pueden
calcularse por la velocidad a que caen las nubes venciendo la resistencia
del aire. El volumen total del agua condensada nos da el número de gotas,
y la corriente eléctrica producida por una fuerza electromotriz conocida,
nos da la carga total transportada. Poco después midió Townsend los índi­
ces de difusión de los iones por los gases y a base de ese resultado calculó
su carga. En 1899 completó Thomson la prueba al medir e por el método
de la nube, y e/m , por el de la desviación magnética, aplicados a las
mismas partículas—es decir, las partículas obtenidas al bombardear una
lámina de cinc con luz ultravioleta— . El valor obtenido en todas estas
mediciones coincidía, dentro de un margen de error experimental, con la
carga de un ion univalente líquido. (En realidad, en unos experimentos
más recientes realizados por Millikan, el margen de diferencia entre ambas
cifras era inferior a un 0,25 por 100).
Así se llegó a la certeza de que no es que la carga eléctrica sea mayor
que la del ion de hidrógeno líquido, sino que la masa es menor. Los
corpúsculos son partes del átomo y son los mismos para toda clase de
sustancias. Por los primeros experimentos de Thomson parecía que cada
corpúsculo poseía una masa 770 veces menor que la del átomo de hidró­
geno. Pero se podían haber obtenido resultados más precisos por las medi­
ciones que hizo Kaufmann de e/m , antes mencionadas. A partir de esta
cidad inicial v la distancia l = vt. De aquí, t1 es Pie2, y el desplazamiento en án­
gulo recto con el movimiento original es So = feT-¡2mv‘.
' Véase capítulo VI, pág. 243.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 399

fecha se hicieron muchas mediciones nuevas de la carga electrónica y co­


rrespondientemente de e¡m\ entre ellas merece especial mención la de
Millikan, el cual mejoró en 1910 el método de la nube, de Wilson, y en
1911 midió la velocidad de pequeñas gotas de aceite cayendo a través del
aire ionizado. Se podía ver cómo cambiaba de pronto la velocidad en
cuanto una gota captaba un ion. Así calculó la carga de un ion en 4,775
por 10—10 unidades electrostáticas, lo cual indica que la masa del cor­
púsculo o electrón es 1.830 veces menor que la del átomo de hidrógeno10.
La masa de un solo átomo de hidrógeno, calculada por la teoría cinética
de los gases, es de 1,66 por 10~24 gramos.
Este magno descubrimiento significó, por fin, la solución del proble­
ma—tan antiguo como los griegos— de si tendrían una base común las
diferentes clases de materia. También iluminó el sentido de la electrización.
He aquí cómo expresó Thomson por aquel entonces sus propios puntos
de vista:
Considero que el átomo contiene gran número de cuerpos menores que quiero
llamar corpúsculos, iguales entre sí; la masa de cada uno de ellos es la de un
ion negativo en un gas a baja presión, es decir, unos 3 por 10—” gramos. En un
átomo normal este conjunto de corpúsculos forma un sistema eléctricamente
neutro. Aunque cada corpúsculo individual se comporta como ion negativo, sin
embargo, cuando se articulan en un átomo neutro su efecto negativo se ve con­
trarrestado por algo que hace que el espacio, en el que están esparcidos los cor­
púsculos, actúe como si tuviera una carga de electricidad positiva igual en can­
tidad a la carga cumulativa de los corpúsculos. Estimo que la electrización de un
gas se debe a la desintegración de algunos de sus átomos con el consiguiente des­
prendimiento de algún corpúsculo de algunos de los átomos. Los corpúsculos des­
gajados actúan como iones negativos, cada cual con su carga negativa constante,
que llamaré carga unidai por abreviar, mientras que el resto del átomo que quedó
atrás se comporta como un ion positivo con su carga unidad positiva y con una
gran masa, comparada con la del ion negativo. Según esta concepción, la electri­
zación. implica esencialmente la escisión de un átomo, en la que una parte de su
masa queda libre y desprendida de su átomo original u.

Estas nuevas orientaciones empalman con una línea de investigación


algo más antigua. Según la teoría de Maxwell, que considera la luz como
un sistema de ondas electromagnéticas, la luz debe ser emitida por siste­
mas eléctricos vibratorios12. Como los espectros son característicos de
los elementos y no de sus compuestos, los elementos vibrátiles deben ser
átomos o partes del átomo. Siguiendo estas directrices construyó Lorentz
una teoría eléctrica de la materia en los años inmediatamente anteriores
al descubrimiento de Thomson. En esta teoría se contaba con que un
campo magnético afectaría la apariencia de los espectros; Zeeman hizo
efectiva esta suposición al observar en 1896 cómo se dilataban las franjas
del espectro de sodio al enfocar la luz sobre el campo magnético de un
potente electroimán. Creando campos aún más fuertes logró más adelante
desdoblar las líneas sencillas espectrales en dos o más componentes. La
10 R. A. M ill ik a n , Trans. American Electrochemical Society, vol. XXI, 1912,
p á g in a185, y T o w n se n d , loe. cit., pág. 244.
11 Pkil. Mag., ser. 5, vol. LXVIII, 1899, pág. 565.
11 Véase capítulo VI, pág. 269.
400 HISTORIA DE LA CIENCIA

medición de estas separaciones aportó ciertos datos, que, según la teoría


de Lorentz, dieron un valor nuevo a e/m , que es la razón entre la carga
eléctrica y la masa de la partícula vibrante. Aparecía del orden de 107 uni­
dades electromagnéticas; cálculos más exactos dieron la cifra aproximada
de 1,77 por 107, que concuerda bien con el valor obtenido por la observa­
ción de los rayos catódicos y por otros procedimientos.
Lorentz empleó el nombre de electrones, inventado por Johnstone
Stoney, para designar esas partículas eléctricas vibrantes; el descubrimiento
y la medida del efecto de Zeeman demostró que coincidían con los cor­
púsculos de Thomson. Se los puede considerar como unidades aisladas de
electricidad negativa. Como sugirió Larmor, los electrones deben poseer,
en virtud de su energía eléctrica, una inercia equivalente a la masa. De
esta manera se convierte la teoría de Lorentz en una teoría electrónica
de la materia, coincidiendo por completo con la concepción que fluye
del descubrimiento de Thomson. Con la diferencia de que mientras Thomson
explicaba la electricidad en términos de materia, Lorentz expresaba la
materia en términos de electricidad.
Conviene indicar que en esto se hacía una tácita suposición, que no
legitimaron los estudios posteriores. Se suponía, naturalmente, que los
corpúsculos o electrones se movían en el átomo de acuerdo con la dinámica
newtoniana, e incluso al principio se comparaba el átomo a un sistema
solar en miniatura, en el que los electrones giraban a la manera que los
planetas giran en torno al Sol. Pero ya en 1930 estaba claro que esa con­
cepción de órbitas planetarias no fluía necesariamente de los hechos y que
incluso había que renunciar a ella.
Pronto se descubrió que se podían obtener corpúsculos o electrones
por muchos otros procedimientos: por ejemplo, los emiten ciertas sustan­
cias a altas temperaturas y algunos metales bajo la acción de la luz ultra­
violeta. En la investigación de estos efectos trabajaron Lenard, Elster y
Geitel, O. W. Richardson, Ladenburg y otros, y desde entonces el efecto
del calor adquirió importancia práctica en las válvulas termiónicas del
teléfono y de la telegrafía sin hilos.

Rayos positivos o atómicos

Los rayos catódicos, descritos antes, proceden del electrodo negativo


o cátodo en un tubo al vacío por el que se hace pasar una descarga eléc­
trica. Los rayos positivos correspondientes fueron descubiertos por Golstein
en 1886. Se los puede examinar practicando unos orificios a través de un
cátodo colocado directamente frente a frente del ánodo. Al pasar la des­
carga se ven unos rayos luminosos del lado de allá del cátodo, después de
atravesar los orificios. La desviación magnética y eléctrica de estos Kanals-
trahlen la midió por primera vez Wien en 1898 y poco después Thomson.
El valor de e/m probó que esos rayos están formados por partículas
positivas que poseen masas parecidas a las de las moléculas o átomos
ordinarios.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 401

En 1910 y 1911 prosiguió Thomson avanzando en esta investigación.


Utilizando un gran aparato sumamente exhausto, y fijando en el cátodo un
largo tubo delgado, obtuvo un finísimo haz de rayos, cuya posición pudo
registrar en una placa fotográfica instalada en el interior del aparato.
Dispuso las fuerzas magnéticas y eléctricas de forma que las desviacio­
nes producidas formasen entre sí ángulos rectos. La desviación magnética
es inversamente proporcional a la velocidad de las partículas, y la desvia­
ción eléctrica, inversamente a su raíz cuadrada. De esta manera, si se
encuentran en los rayos partículas idénticas de velocidades diferentes,
aparecerá fotografiada en la placa una curva parabólica. Las líneas que
aparecen de hecho dependen de la naturaleza del gas residual contenido
en el aparato. En el hidrógeno, la línea fundamental da un valor de 104
para e/m , y de 10^*, para m /e, que es el valor del ion de hidrógeno en
los electrólitos líquidos. Otra segunda línea tiene doble valor para m/e,
lo que indica una molécula de hidrógeno con una masa dos veces mayor
que el átomo que lleva una carga eléctrica sencilla. Otros elementos pre­
sentan sistemas más complicados con muchas líneas parabólicas. La razón
m /e de cada elemento referida al valor del átomo de hidrógeno fue bauti­
zada por Thomson con el nombre «peso atómico eléctrico».
Al examinar el elemento neón—de peso atómico 20,2—observó Thom­
son dos rayas, que señalaban pesos de 20 y 22, respectivamente. Esto
parecía indicar que el neón, tal como se preparaba ordinariamente, era
una mezcla de dos elementos de idénticas propiedades químicas, pero de
diferentes pesos atómicos. Ciertos fenómenos radiactivos acusan, a la vez
que explican, la presencia de semejantes elementos, que Soddy llamó
«isótopos»—palabra Ufe origen griego que significa que ocupan el mismo
sitio en la escala química— .
F. W. Aston— 1877-1945— 13 recogió y amplió los experimentos de
Thomson: utilizando un aparato, en el que se habían introducido algu­
nas mejoras, obtuvo espectros regulares «de masa» de diversos elementos.
Confirmó la constitución isotópica del neón y demostró que el cloro, al
que se atribuía un peso atómico de 35,46, que había intrigado por mucho
tiempo a los químicos, se componía de una mezcla de átomos con pesos
atómicos 35 y 37, respectivamente. Parecidos resultados obtuvo Aston
con otros elementos. Si asignamos arbitrariamente al oxígeno un peso ató­
mico de 16, se sabe actualmente que los pesos atómicos de todos los
elementos examinados se acercan mucho a números enteros; la mayor
divergencia la presenta el hidrógeno, que en vez de dar la unidad, da
1,0081. Las pequeñas diferencias entre el número efectivo y el entero más
próximo depende de la estrecha aglomeración de unidades positivas y ne­
gativas en el núcleo del átomo. Más adelante estudiaremos este punto más
a fondo.
Así esclareció Aston otro problema antiguo. Los trabajos de Newlands
y Mendeleiev demostraban que las diferentes propiedades de los elemen­

15 F. W. A s t o n , Isotopes, Londres, 1922, 1924, 1942.


402 H IST O R IA D E LA C IEN C IA

tos estaban relacionadas de alguna manera con el aumento sucesivo de los


pesos atómicos, y sugerían irresistiblemente la idea de que esos mismos
pesos debían estar escalonados en una serie ascendente sencilla. La hipó­
tesis que aventuró Prout de que todos eran múltiplos del peso de hidrógeno
se ha demostrado ahora que es casi exacta; como veremos, la ligera discre­
pancia existente se explica por la teoría moderna del átomo, al mismo
tiempo que presenta vivísimo interés.

Radiactividad '*
A la observación original de Becquerel sobre las propiedades radiac­
tivas del uranio siguió pronto el descubrimiento de que los rayos de uranio
producen conductividad eléctrica en el aire y en otros gases, igual que
los rayos X. También se descubrió que los compuestos del torio poseían
propiedades similares. En 1900 emprendieron un examen sistemático de
estos efectos sobre los elementos químicos, sus compuestos y los pro­
ductos naturales, los esposos Curie. Hallaron que la pechblenda y otros
varios minerales que contienen uranio eran más activos que este mismo
elemento. Diferentes investigadores separaron químicamente los compo­
nentes de la pechblenda, utilizando como guía la misma radiactividad,
y aislaron las sales de tres sustancias activísimas denominadas radio, polo-
nio y actinio. La más activa de ellas, el radio, fue separada por los Curie
con la colaboración de Bémont. La cantidad de radio contenido en la
pechblenda es infinitesimal: después de una operación tan larga como
aburrida, en que trataron muchas toneladas de mineral, sólo sacaron de él
una fracción pequeña de gramo de una sal de radio.
En 1899 hizo otro descubrimiento el profesor Rutherford, de Montreal,
que fue después Lord Rutherford of Nelson y profesor en Cambridge:
halló, en efecto, dos elementos en las radiaciones de uranio: uno no
podía penetrar más allá de una quinta parte de milímetro de una chapa
de aluminio, mientras que el otro la atravesaba hasta medio milímetro
antes de reducirse su intensidad a la mitad. El primer elemento, que
Rutherford denominó rayo » (alfa), producía efectos eléctricos marcadí­
simos; el segundo, el más penetrante, o rayo 0 (beta), es el que ataca la
placa fotográfica a través de la pantalla opaca. Más adelante se detectó
un tercer elemento, el rayo f (gamma), de radiaciones más penetrantes
aún: como que puede atravesar láminas de plomo de un centímetro de
espesor y tener todavía fuerza para impresionar las placas fotográficas
y el electroscopio. En relación con su actividad general, el radio produce
estos tres tipos de radiaciones mucho más libremente que el uranio y resul­
ta mucho más manejable para su investigación.
Los rayos beta, de penetración media, pueden ser desviados fácil­
mente mediante un imán; Becquerel los desvió también mediante un campo
eléctrico, demostrando terminantemente que eran partículas proyectadas
14 E. R u t h e r f o r d , Radio-activity, Cambridge, 1904 y 1905. J. C h a d w ic k , Radio-
activity, Londres, 1921.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 403

cargadas de electricidad. Los estudios ulteriores hicieron ver que los rayos
beta se comportan en todo como los rayos catódicos, aunque poseen velo­
cidades mayores que ninguno de los rayos catódicos examinados hasta
el momento, velocidades que oscilan entre el 60 y el 95 por 100 de la
luz. Por consiguiente, los rayos beta son corpúsculos negativos o elec­
trones.
Los campos magnéticos y eléctricos, con potencia suficiente para
desviar considerablemente los rayos beta, no afectan a los rayos alfa,
que, en cambio, se absorben fácilmente. Ya hacia 1900 se consideraba
altamente probable que los rayos alfa fueran partículas de carga positiva
y de mayor masa que la de las partículas que constituyen los rayos nega­
tivos beta; pero aún se tardó algún tiempo en demostrar experimental­
mente que se desviaban bajo la acción del imán y de la electricidad y que
lo hacían en dirección contraria que los rayos beta. Los experimentos
llevados a cabo por Rutherford en 1906 con las partículas alfa dieron
como valor de la razón efm entre la carga y la masa 5,1 por 103. Recuérdese
que el valor correspondiente del ion de hidrógeno en los electrólitos líqui­
dos es aproximadamente de 104. Como hay pruebas (que daremos más
adelante) de que las partículas alfa se componen de helio, se deduce que
son átomos de helio, de peso atómico 4, con doble carga iónica univalente
y con velocidad aproximada diez veces menor que la de la luz.
Los rayos gamma, que son los más penetrantes, no pueden ser desvia­
dos por fuerzas magnéticas ni eléctricas. Se diferencian específicamente
de los otros tipos; se componen, igual que los rayos X, de ondas de la
misma naturaleza que las de la luz, aunque de longitud mucho menor, que
midieron A. H. Compjgn y C. D. Ellis y Fráulein Meitner. Es más, parece
que se componen, como los rayos X, de constitutivos monocromáticos
característicos del cuerpo emisor.
Sir William Crookes observó en 1900 que precipitando el uranio de
una solución mediante carbonato amónico, y disolviendo el precipitado en
cantidad sobreabundante del elemento reactivo, quedaba una pequeña can­
tidad de residuo insoluble. Crookes llamó uranio X a ese residuo y al
examinarlo fotográficamente vio que era intensamente activo, mientras
que el uranio disuelto por segunda vez resultaba fotográficamente inerte
Becquerel obtuvo resultados parecidos y comprobó que dejándolo aparte
un año, el residuo activo terminaba por perder su actividad, mientras
que el uranio inactivo recuperaba sus propiedades radiactivas originales.
Rutherford y Soddy descubrieron en 1902 el efecto correspondiente
en el torio, comprobando que se le podía mermar parte de su actividad
precipitándolo con amoníaco. Al evaporarse el líquido filtrado dejaba un
residuo sumamente radiactivo. Pero al cabo de un mes había desaparecido
esa actividad, mientras que el torio recobraba la que tenía al principio.
Se vio que el residuo activo o torio X era una sustancia química distinta,
pues sólo se la lograba separar completamente con amoníaco. Otros reac­
tivos, que precipitan el torio, no lo separan del torio X. De estos hechos
se concluyó que los compuestos X son cuerpos separados, producidos
404 H ISTORIA DE LA CIENCIA

continuamente por las sustancias progenitoras y que pierden su actividad


con el tiempo.
Ya en 1899 había observado Rutherford que la radiación del torio era
sumamente caprichosa y que la afectaban especialmente pequeñas corrien­
tes de aire rozando suavemente la superficie del elemento activo. Atribuyó
este efecto a que emitía una sustancia que se comportaba como un gas
pesado dotado de propiedades radiactivas transitorias. Se la llamó «ema­
nación» y se la debe distinguir netamente de las radiaciones descritas
antes, que se desplazan en línea recta a grandes velocidades. La emana­
ción se difunde lentamente por la atmósfera, igual que lo haría el vapor de
un líquido volátil. Actúa como fuente independiente de radiaciones en
línea recta, pero su actividad degenera con el tiempo. Emanaciones pare­
cidas emiten el radio y el actinio, pero no el uranio ni el polonio. La ema­
nación del radio es un gas químicamente inerte, como el neón y el argo;
actualmente se le llama radón.
La cantidad de emanación desprendida de las sustancias radiactivas
es enormemente pequeña. Ramsay y Soddy obtuvieron en 1904 una mi­
núscula burbuja de varios decigramos de bromuro de radio, pero en la
generalidad de los casos las cantidades obtenidas son tan insignificantes
que no llegan a afectar la presión en un tubo exhausto ni se las puede
detectar más que por su radiactividad. Generalmente se la obtiene mez­
clada con gran cantidad de aire y sólo se la puede trasvasar de un reci­
piente a otro junto con el aire que la contiene.
Los esposos Curie notaron en 1899 que si se exponía una varilla a la
emanación del radio, adquiría ésta propiedades radiactivas. Ese mismo
año obtuvo Rutherford el mismo resultado con el torio y estudió los de­
talles del fenómeno. Si se saca la varilla del recipiente que contiene la
emanación y se la coloca en un cilindro de ensayo, la varilla ioniza el
gas. Si sometemos un alambre de platino a la emanación del torio y luego
lo lavamos con ácido nítrico, el alambre no se da por enterado. En cambio,
con ácido sulfúrico o clorhídrico pierde casi toda su actividad, mientras
que el ácido, una vez evaporado, deja un residuo radiactivo. Este resultado
indica que la actividad transmitida al alambre se debe a haberse deposi­
tado en él un nuevo tipo de materia radiactiva, que reacciona caracterís­
ticamente con diferentes reactivos químicos y que es un producto de la
desintegración de la emanación de que está formado.
En 1902 investigaron Rutherford y Soddy el ritmo de desintegración de
la actividad del torio X, llegando al descubrimiento importante de que
el ritmo en cada corto intervalo de tiempo es proporcional a la cantidad
de actividad existente al principio de ese intervalo. Parecidos fenómenos
presenta el uranio X 15. La figura 12 ilustra este proceso. En él aparece
la misma ley que rige en la disminución de la cantidad de un compuesto
químico, que se va desintegrando molécula a molécula para formar pro-
15 Siendo I la intensidad de la radiactividad — dljdt = \I . Dando / para la
actividad original e integrando, hallamos Iogp d l l j = — \t, o I[Io = e—.V, que es
la ley logarítmica o exponencial de una reacción química monomolecular.
LA NUEVA ERA DE LA F ISIC A 405

Figura 12

ductos más simples. Cuando se produce un cambio químico por la inter­


acción de dos o más moléculas, rigen otras leyes diferentes (vid. p. 271).
Curie y Laborde Hatearon la atención en 1903 sobre el hecho curioso
de que los compuestos del radio emitan constantemente calor. Por sus
experimentos calcularon que un gramo de radio puro podría emitir unas
100 calorías gramo de calor por hora. Posteriores estudios probaron que
un gramo de radio en equilibrio con sus productos produce 135 calorías
por hora. El ritmo dfi emisión de esta energía no cambia ni por someter
la sal de radio a altas temperaturas ni a las bajas temperaturas del aire lí­
quido y, ciertamente, no disminuye ni siquiera a la temperatura del hidróge­
no líquido.
Rutherford relacionó la emisión de calor con la radiactividad. Cuando
el radio se libera de la emanación almacenada en él recobra su radiactivi­
dad, medida eléctricamente, al mismo tiempo que su poder de desarrollar
calor, y la emanación separada presenta variaciones en el calor desarro­
llado por ella, que corresponden a las variaciones observadas en su radiac­
tividad. Los efectos eléctricos de la radiactividad se deben principalmente
a los rayos alfa; también dependen principalmente de la emisión de dichas
partículas los efectos calóricos. De la suma total de las 135 calorías por
hora, que acabo de mencionar, sólo corresponden a las radiaciones beta
cinco calorías, y seis a la radiación gamma. Los efectos calóricos de alfa
y beta se deben, evidentemente, a la energía cinética de las partículas
irradiadas.
La demostración de que los compuestos de radio desarrollan constan­
temente calor estimuló a muchos a intentar explicar el manantial de esas
reservas de energía, al parecer inagotable, y concentró la atención sobre el
problema de la misma radiactividad.
Los hechos que requerían explicación pueden resumirse así; 1) siem­
406 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

pre que hay radiactividad, hay cambios químicos con aparición de cuerpos
nuevos; 2) esos cambios químicos no consisten en la combinación, sino
en el desprendimiento de partículas individuales; 3) la actividad es pro­
porcional a la masa del elemento radiactivo, lo mismo esté en estado libre
que en combinación, por lo que las partículas desprendidas deben ser
átomos y no moléculas, y 4) la cantidad de energía liberada es miles de
veces mayor que la que puedan producir las reacciones químicas más vio­
lentas conocidas hasta ahora.
Como resultado de sus experimentos sobre las emanaciones y la acti-
vidad almacenada producida por ellas, Rutherford y Soddy explicaron
en 1903 todos los hechos conocidos, proponiendo la teoría de que la
radiactividad se debe a la desintegración explosiva de los átomos elemen­
tales. De repente explota acá y allá un átomo entre millones y millones de
ellos: emite una partícula alfa, o una partícula beta y un rayo gamma, de­
jando atrás un átomo diferente. Al desprenderse de una partícula alfa, el
nuevo elemento tendrá de peso atómico cuatro unidades menos, que son
las que corresponden a un átomo de helio.
Presento a continuación el árbol genealógico de la familia del radio,
tal como se lo trazó al principio. De entonces acá ha habido que modifi-
N úm ero P eso Tiem po
atóm ico atóm ico de dedesintegración Radiactividad
la m itad

Uranio .............. . 92 238 ♦,5 por 10’ años alfa

Uranio X ......... 90 234 24,5 días beta, gamma

Uranio X2 .......... 91 234 1,14 minutos beta, gamma

Uranio II .......... 92 234 10‘ años alfa


1
Ionio .................. 90 230 7,6 por 10‘ años alfa
i
Radio ................ 88 226 1600 años alfa
i
R a d i o : emana­
ción ................ 86 222 3,82 días alfa
1 3,05 minutos alfa
Radio A ............ 84 218
1
Radio B ............ 82 214 26,8 minutos beta, gamma

Radio C ............ 83 214 19,7 minutos alfa, beta, gamma

Radio C' ........... 84 214 10—4 segundos alfa


1’
Radio D .......... 82 210 25 años beta, gamma
si
Radio E ............ 83 210 5 días beta, gamma

Radio F ( P o I o ­
nio) ................ 84 210 136 días alfa

Plomo ................. 82 206 Inactivo


LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 407

cario a la luz de estudios más recientes. Empieza con el uranio, elemento


pesado, con 238 de peso atómico y 92 de número atómico, el cual corres­
ponde al número de electrones de la parte exterior del átomo, como se
aclaró más tarde.
El uranio emite una partícula alfa, un átomo de helio de masa 4 y carga
positiva + 2, dejando detrás uranio Xi, cuyo peso es: 238 — 4 = 234,
y su número atómico: 92 — 2 = 90. Sólo irradia rayos beta y gamma; la
partícula beta casi carece de masa y transporta una carga negativa. Por
eso, el cuerpo al que se integra, conocido como uranio X2, tiene una carga
negativa menos, o sea, una positiva más, que el uranio Xi y, por consi­
guiente, tiene por número atómico 91 y prácticamente no varía su peso
atómico de 234. También emite rayos gamma y beta; por eso su descen­
diente, uranio II, tiene 92 de número atómico y el mismo peso atómico,
234. Y así sucesivamente, como se ve en el cuadro precedente. La regla es
sencilla: cuando se emite un rayo alfa, el producto disminuye en cuatro
unidades de peso atómico y en dos de número. Cuando se emite un rayo
beta, el peso no se altera prácticamente y el número gana una unidad.
El último descendiente conocido de la familia es el plomo. Según los
cálculos de Richards y Hónigschmit, tiene de peso atómico 206, mientras
que el peso atómico del plomo ordinario es de 207. De manera parecida
puede probarse que el próducto final de la serie torio es también el plomo,
cuyo peso atómico es 208, según los cálculos realizados por Soddy. Por
su parte, Aston halló que el peso del plomo resultante del actinio era el
normal, 207; en cambio, en el árbol genealógico del uranio aparece un
plomo radiactivo como radio D, con 210 de peso atómico. Estos cuatro
tipos de plomo posea» idénticas propiedades químicas y deben conside­
rarse como isótopos.
La teoría atómica había quedado establecida con la obra química de
Dalton, pero durante un siglo fue imposible aportar demostración alguna
de la existencia de átomos individuales; sólo cabía manejarlos estadís­
ticamente por millones. Pero, hoy día, la radiactividad permite localizar el
efecto de partículas alfa individuales. El primero en lograrlo fue Crookes,
el cual observó con una lente de aumento el centelleo que producía sobre
una pantalla fluorescente el sulfuro de cinc expuesto a una partícula de
bromuro de radio. Hoy se dispone de otros métodos de detección.
Un gas sometido a una presión de unos pocos milímetros de mercurio
y a la acción de un campo eléctrico justamente más débil que el que se
requiere para producir una chispa se halla en un estado muy sensible.
En virtud de su fulminante velocidad, una partícula alfa producirá muchos
miles de iones al chocar con las moléculas del gas. Sometidos estos iones
a un fuerte campo eléctrico se ponen en rápido movimiento, con lo que
producen nuevos iones por colisión. De aquí que se multiplique el efecto
de una sola partícula alfa, hasta el punto de que la aguja de un electró­
metro sensible puede marcar una desviación de 20 o más milímetros
en la escala. Utilizando una finísima película de materia activa, Rutherford
redujo las desviaciones a tres o cuatro por minuto y contó el número de
408 HISTORIA DE LA CIENCIA

las partículas alfa emitidas. Así se puede calcular la vida del radio. El
cálculo demuestra que una masa de radio se reduce a la mitad en mil
seiscientos años.
C. T. R. Wilson inventó otro procedimiento. Si se disparan partículas
alfa a través de aire saturado de vapor de agua producen iones, los cuales
hacen de núcleos de condensación. Así se forman en el aire estelas de
nubes, marcando la trayectoria de cada partícula alfa. Esas estelas pueden
fotografiarse.
Los estudios de Rutherford sobre la radiactividad terminaron por de­
mostrar la posibilidad de transmutar la materia, sueño dorado de los
alquimistas medievales. Hasta más tarde no se descubrió forma humana de
acelerar, y mucho menos de controlar, esos cambios. Dependen d.e fenó­
menos casuales que tienen lugar dentro del átomo y su frecuencia se ajusta
a las leyes tan conocidas de probabilidades. Pero en 1919 descubrió Ruther­
ford que al bombardear ciertos elementos, como el nitrógeno, con rayos
alfa se producen transformaciones atómicas. El nitrógeno tiene 14 de peso
atómico; su átomo se compone de tres núcleos de helio, que pesan 12,
y de dos núcleos adicionales de hidrógeno. Al recibir el impacto de la
partícula alfa se estremece el núcleo de nitrógeno, y los núcleos de hidró­
geno, que es uno de sus componentes, salen disparados con gran velocidad.
Aquí, pues, se vio por primera vez la posibilidad de inducir a voluntad la
escisión del átomo o una transmutación en una dirección determinada;
en los últimos años este proceso ha adquirido grandes ptoporciones. Pero
es más fácil destruir que construir: no se seguía, por tanto, que pudiése­
mos fabricar átomos más pesados y complejos con otros más ligeros y sen­
cillos. Los hechos demostraban que los átomos complejos radiactivos emi­
tían energía; así que se pensó en un principio que la marcha de la evolu­
ción de la materia seguía una dirección única, en la que entraba la
desintegración de átomos complicados, que se descomponen en otros más
sencillos y en energía. Pero estudios posteriores dan a entender que así
como los átomos pesados desprenden energía al escindirse, los átomos
ligeros la emiten al formarse (véanse págs. 414, 445).

Rayos X y números atómicos16

Los rayos X, descubiertos por Rontgen, no se difractán como la luz


ordinaria; además, hay poquísimos indicios de que experimenten reflexión
ni polarización regular. En cambio, no los desvían las fuerzas magnéticas
ni eléctricas, como desvían a los rayos catódicos y a las partículas alfa
y beta. Por algún tiempo se discutió sobre su naturaleza; pero en 1912
apuntó Laue esta sugerencia: si los rayos X son ondas etéreas de cortísima
longitud, podría suceder que la disposición de los átomos de un cristal
difractasen los rayos X, lo mismo que se usa una superficie marcada con
16 Sir W il l ia m y W . L. B ragg , X-Rays and Crystal Structure, Londres, 1915,
5.a ed., 1925. G. W . C. K ay e , X-Rays, Londres, 1914, 4.a ed., 1923.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 409
gran cantidad de muescas paralelas como retículo para difractar la luz
ordinaria. Laue elaboró la compleja teoría matemática y Friedrich y Kipping
lograron comprobarla experimentalmente con éxito. Así se vio que los
rayos X eran ondas electromagnéticas, más cortas que las de la luz. Este
descubrimiento abrió un campo nuevo a la investigación de la estructura
de los cristales. Los primeros en explorarlo fueron principalmente Sir
William Bragg y su hijo, Sir Lawrence Bragg. Tomando sal de roca, que
es un cristal sencillo en forma de cubo, demostraron, a base de esos fenó­
menos de difracción, que la distancia entre los planos de los átomos
paralelos a las caras naturales del cristal era de 2,81 por 10- 8 centímetros,
y que los rayos X característicos que emite un trozo de paladio al ser
bombardeado por una corriente de rayos catódicos, tenía una longitud de
onda de 0,576 por 10- 8 centímetros, es decir, sólo la diezmilésima parte
de la longitud de onda de la luz de sodio. Así se vio que la radiación,
desde las ondas largas de la telegrafía inalámbrica hasta las cortísimas de
los rayos X y gamma, abarcan una gama de unas 60 octavas, a cada una
de las cuales se duplica la frecuencia. Entre esa inmensa extensión, la luz
visible abarca sólo una octava aproximadamente.
Los trabajos de Sir William Bragg, Moseley, Sir C. G. Darwin y
G. W. C. Kaye demostraron que los espectros de difracción de los rayos X
producidos por cristales utilizados como retículos se componían de una
mezcla de radiaciones difusas de toda clase de longitud de onda, dentro
de ciertos límites, y de otras radiaciones más intensas de frecuencia fija
que cruzaban a las primeras a guisa de rayas espectrales. Esta radiación
lineal característica es un fenómeno de difracción similar a los espectros
de rayas producidos '"por la luz visible; con ella hizo un descubrimiento
importantísimo en 1913 y 1914 un joven graduado de Oxford, H. G. J. Mo­
seley '7, que murió en la guerra poco después, para inmensa pérdida de
la ciencia.
Cuando el metal bombardeado por los rayos catódicos se transformaba
en otro y se examinaba el espectro del metal resultante a los rayos X,
utilizando como retículo un cristal de ferrocianuro potásico, comprobó
Moseley que la frecuencia de vibración de las rayas características del
espectro experimentaba un sencillo cambio. La raíz cuadrada de n, que
expresa el número de vibraciones por segundo correspondientes a la raya
más fuerte del espectro de los rayos X, aumenta en la misma cantidad al
pasar de un elemento a otro en el sistema periódico. Multiplicando n°'s
por una constante con la que reducir a unidad ese aumento regular,
obtenemos una serie de números atómicos dispuestos de forma regular en
todos los elementos sólidos examinados, desde el aluminio 13 hasta el
oro 79. Rellenando la lista con los otros elementos conocidos resultó que
entre el hidrógeno 1 y el urano 92 sólo quedaban dos o tres puestos vacíos,
correspondientes a elementos aún no descubiertos. Todos o casi todos se
han ido descubriendo posteriormente (véase pág. 450).
17 Phil. Mag., 1913, 1914, ser. 6, vol. XXVI, págs. 210, 1024 y vol. XXVII,
página 703.
410 HISTO RIA DE LA CIENCIA

Núm . Sím­ Peso N úm . Sím ­ Peso


atóm ico E lem ento bolo atóm ico Elem ento
atóm ico bolo atóm ico

i Hidrógeno H 1,008 48 Cadmio Cd 112,40


2 Helio He 4,00 49 Indio In 114,8
3 Litio Li 6,94 50 Estaño Sn 118,7
4 Berilio Be 9,1 51 Antimonio Sb 120,2
5 Boro B 11,0 52 Telurio T 127,5
6 Carbono C 12,005 53 Yodo I 126,92
7 Nitrógeno N 14,01 54 Xenón Xe 130,2
8 Oxígeno O 16,00 55 Cesio Cs 132,81
9 Fluor F 19,0 56 Bario Ba 137,37
10 Neón Ne 20,2 57 Lantano La 139,0
11 Sodio Na 23,00 58 Cerio Ce 140,25
12 Magnesio Mg 24,32 59 Praseodimio Pr 140,9
13 Aluminio Al 27,1 60 Neodimio Nd 144,3
14 Silicio Si 28,3 61 _ — —
15 Fósforo P 31,04 62 Samario Sm 150,4
16 Azufre S 32,06 63 Europio Eu 152,0
17 Cloro C1 35,46 64 Gadolinio Gd 157,3
18 Argo A 39,88 65 Terbio Tb 159,2
19 Potasio K 39,10 66 Disprosio Ds 162,5
20 Calcio Ca 40,07 67 Holmio Ho 163,5
21 Escandio Se 44,1 68 Erbio Er 167,7
22 Titanio Ti 48,1 69 Tulio Tm 168,5
23 Vanadio V 51,0 70 Iterbio Yb 173,5
24 Cromo Cr 52,0 71 Lutecio Lu 175,0
25 Manganeso Mn 54,93 72 Hafnio Hf _
26 Hierro Fe 55,84 73 Tántalo Ta 181,5
27 Cobalto Co 58,97 74 Tungsteno W 184,0
28 Níquel Ni 58,68 75 — — —
29 Cobre Cu 63,57 76 Osmio Os 190,9
30 Zinc Zn 65,37 77 Iridio Ir 193,1
31 Galio Ga 69,9 78 Platino Pt 195,2
32 Germanio Ge 72,5 79 Oro Au 197,2
33 Arsénico As 74,96 80 Mercurio Hg 200,6
34 Selenio Se 79,2 81 Talio TI 204,0
35 Bromo Br 79,92 82 Plomo Pb 207,2
36 Criptón Kr 82,92 83 Bismuto Bi 208,0
37 Rubidio Rb 85,45 84 Polonio Po 210,0
38 Estroncio Sr 87,65 85 — _
39 Itrio Y 88,7 86 Radón (emana­
40 Circonio Zr 90,6 ción del radio) 222,0
41 Niobio Nb 93,5 87 _ _ _
42 Molibdeno Mo 96,0 88 Radio Ra 226,0
43 — — — 89 Actinio Ac —
44 Rutenio Ru 101,7 90 Torio Th 232,0
45 Rodio Rh 102,9 91 Protactinio Pa —
46 Paladio Pd 106,7 92 Uranio U 238,2
47 Plata Ag 107,88
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 411

La teoría cuántica '8

En 1923 descubrió Compton que cuando los rayos X son dispersados


por la materia, sus ondas disminuyen de frecuencia, y explicó este efecto
suponiendo una unidad fotón de radiación, semejante a las unidades elec­
trón y protón de la materia o de la carga eléctrica. El movimiento de un
electrón dentro de una órbita atómica habría de irradiar energía obviamen­
te, con lo que la órbita se contraería, según la dinámica de Newton, con la
consiguiente aceleración del período de rotación y de la frecuencia de las
ondas emitidas. Los átomos existirían en todas las fases de este proceso
y, por tanto, se los debería encontrar en todas las radiaciones espectrales
de cualquier frecuencia, en vez de la radiación de unas cuantas frecuencias
fijas e invariables, como las que se observan en los espectros de rayas
de muchos elementos químicos.
Ni siquiera en el espectro continuo de un sólido incandescente se halla
distribuida la energía por igual, sino que alcanza una intensidad máxima
entre ciertas frecuencias, y esa gama de radiación máxima va subiendo
a lo largo del espectro desde el rojo al violeta a medida que aumenta la
temperatura. Es difícil ejntender cómo puede explicarse esto en la antigua
teoría de la radiación atómica o electrónica. De hecho, los estudios mate­
máticos indican que los osciladores de alta frecuencia debieran irradiar
más energía que los de baja frecuencia, de forma que la luz visible debería
emitir siempre más calor que los rayos infrarrojos invisibles, y los rayos
ultravioleta más que la luz. Ahora bien, los hechos desmienten todo esto.
Para obviar estas^dificultades ideó Planck en 1901 una teoría «cuán­
tica» ” , según la cual la radiación no es continua y, por tanto, sólo se la
puede manejar por unidades individuales o átomos, como la materia. La
absorción y emisión de estas unidades estará en función de los principios
de probabilidad utilizados en otras ramas de la física y de la físico-química.
Las unidades de energía radiada no tienen todas el mismo tamaño, sino un
tamaño proporcional a la frecuencia de oscilación. De aquí que sólo
puedan los osciladores poseer y radiar las oscilaciones ultravioleta de alta
frecuencia cuando se dispone de una gran cantidad de energía; por eso
muchas de esas unidades tienen escasa probabilidad de estar disponibles
y de ser irradiadas, que es lo mismo que ocurre con la totalidad de la ener­
gía emitida. Por otra parte, las oscilaciones de baja frecuencia emiten
unidades pequeñas y por lo mismo hay gran probabilidad de que estén
disponibles y puedan irradiarse muchas de esas unidades; pero como
cada unidad es muy pequeña, lo es también la cantidad total de energía.
En ciertos segmentos especiales de frecuencia intermedia, en que las uni­
dades son de tamaño mediano, se presentan buenas probabilidades y puede

18 Puede verse un compendio en J. H. J e a n s , Report on Radiatíon and the


Quantum Theory, 2.a ed., Londres, 1924.
19 Annalen der Physik, vol. IV, 1901, pág. 553.
412 H ISTORIA DE LA CIENCIA

llegar a irradiarse un número bastante considerable, con lo que la energía


total puede alcanzar su máximum.
Para explicar los hechos hay que suponer que el cuanto de energía e (ep-
silón) es proporcional a la frecuencia, o sea, inversamente proporcional
al período de vibración. De aquí se sigue que

siendo v la frecuencia, T el período y h una constante. De aquí la cons­


tante de Planck h es eT, es decir, el producto de la energía por el tiempo,
cantidad denominada «acción». Esta unidad constante de acción es inde­
pendiente, por supuesto, de la frecuencia y, en realidad, de cualquier va­
riable. Es una auténtica unidad natural, análoga a la unidad natural de
materia y electricidad que componen el electrón.
Cuando se construye una teoría con el fin concreto de acoplarla a una
serie determinada de hechos, es posible hacerla encajar en ellos, pero
por muy perfecta y elegante que se la ajuste, puede no ser prueba con­
vincente de que la teoría tenga un valor y una aplicación universales. Pero
si esa misma teoría puede explicar una serie de fenómenos totalmente
distinta, sobre todo si no se halla otra explicación racional que los aclare,
gana enormemente el valor demostrativo de la teoría y nos infunde la
confianza de poder basarnos en ella para coordinar otras series de hechos
y relaciones.
Planck ideó su teoría para responder a los hechos de la radiación.
Como su sistema implicaba la ruptura con la dinámica ortodoxa, era natu­
ral que se lo mirase con precaución, cuando no con escepticismo. Pero
cuando lo aplicaron Einstein, Nemst y Lindemann20, y con más éxito aún
Debye2I, para explicar los fenómenos del calor específico, aumentó muchí­
simo la probabilidad de su valor y de su utilidad general.
La teoría cinética ordinaria supone que las moléculas monoatómicas
de los sólidos deben tener un calor atómico tres veces mayor que el cons­
tante del gas, o sea, unas seis calorías por grado, y que esta cantidad debe
ser independiente de la temperatura. Los metales contienen moléculas
monoatómicas; a la temperatura ordinaria, su calor atómico es práctica­
mente constante e igual a seis. Pero a temperaturas más bajas disminuye
ese valor.
El primero que logró explicar felizmente esto fue Einstein. Sugirió, en
efecto, que si se pudiera absorber la energía en unidades concretas o cuan­
tos, el índice de absorción dependería del tamaño de la unidad y, por
consiguiente, de la frecuencia de la vibración, y, por tanto, de la tempera­
tura. Basándose en la teoría cuántica, Debye calculó una fórmula, cuyos
resultados coincidían con la observación experimental—muy especialmen­
te en el caso del carbono, el cual incluso a temperaturas ordinarias posee
un calor atómico variable, muy por debajo del de los metales— .
20 Solvay Congress, Bruselas, 1912, págs. 254, 407.
21 Annalen der Physik, vol. XXXIX, 1912, pág. 789.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 413

Según esta teoría cuántica, la luz no es en sus momentos de absorción


y emisión ni la onda constante etérea de Fresnel ni la ondulación continua
electromagnética de Clerk Maxwell y Hertz. Al parecer, consiste en una
corriente de pequeñas ráfagas de energía que casi pueden considerarse
como átomos de luz, equivalentes a los corpúsculos de Newton, aunque
de diferente especie. La forma de conciliar esta concepción con los fenó­
menos de la interferencia quedó como una dificultad que habría que re­
solver en el futuro. Si se divide un rayo de luz y se toman sus dos partes
sobre trayectorias de diferente longitud, aparecerán las bandas interferen-
ciales donde vuelven a juntarse ambas partes del rayo, aunque la diferencia
de sus trayectorias pueda representar muchos millares de longitudes de
onda. A esto se afíade que el esquema de difracción que se observa en
la imagen de una estrella en un potente telescopio indica que la luz pro­
cedente de cada átomo llena todo el objetivo. Con estos hechos se daba
por probado que la luz avanza en golpes constantes de ondas uniformes
por una distancia de muchos millares de longitudes de onda y que se
extienden transversalmente el espacio suficiente para llenar el objetivo
del telescopio.
Pero si la luz procedente de la misma estrella incide en una lámina
de potasio despedirá electrones, cada uno de los cuales tendrá la energía
del cuanto que corresponde a esa luz particular. Aquí la luz ya no actúa
como onda, sino como una bala con su energía localizada. A medida que
aumenta la distancia disminuye el número de balas que dan en un blanco
determinado, pero siguen pegando con el mismo momento. También
arrojaron dudas sobre la antigua teoría las conclusiones deducidas de los
fenómenos de la ionización de los gases por efecto 'de los rayos X. Si
su frente ondulatorio es uniforme producirá el mismo efecto en todas
las moléculas que encuentre a su paso, mientras que en realidad tal vez
sólo se ionice una partícula entre un millón. Por ciertas razones resulta
improbable que esto se deba a que hay poquísimas moléculas inestables;
entre otros, J. J. Thomson argüía que de esos hechos parece deducirse
que los rayos X y la luz no avanzan en amplios frentes ondulatorios, sino
como ondas encarriladas por filamentos de éter—que son los «tubos de
fuerza» de Faraday— .
Luego vino la teoría cuántica, indicando a su vez que la luz era discon­
tinua en otro sentido. Thomson se propuso explicar todos los hechos
y conciliar las teorías antagónicas imaginando que la luz se compone de
partículas, cada una de las cuales está formada por un anillo cerrado de
fuerza eléctrica y va acompañada de un séquito ondulatorio. El príncipe
Louis Victor de Broglie se valió de las recientes concepciones para cons­
truir una teoría en la que combinaba las propiedades de las ondas y de
las partículas en una nueva estructura de mecánica ondulatoria. Una
partícula en movimiento se comporta como un grupo de ondas cuya
velocidad v y longitud de onda X se relacionan con la velocidad v y la
correspondiente masa m de la partícula, según la ecuación A = h/m v,
siendo h la constante de Planck. La velocidad ondulatoria es c7¡ v, sien­
414 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

do c la velocidad de la luz y v la de la partícula y la del grupo ondula­


torio. No es posible dejar de advertir la semejanza que presentan estas
teorías modernas sobre la luz con la combinación de corpúsculos y ondas
que concibió Newton.

Estructura del átom o22

La teoría moderna atómica empezó en el año 1897, con el descubri­


miento del corpúsculo electrizado negativamente común a todos los ele­
mentos y con su identificación con el electrón. Este descubrimiento hizo,
además, patente que la explicación de las propiedades eléctricas de los
átomos había que buscarla en el exceso o defecto del número normal de
sus electrones, y la explicación de sus propiedades ópticas, en el sistema
de las vibraciones electrónicas.
Lenard había observado ya antes que los rayos catódicos podían es­
capar del tubo vacío por una ventana de aluminio; esta observación le
permitió probar en 1903, haciendo experimentos sobre la absorción, que
los rayos catódicos rápidos podían pasar a través de millares de átomos.
De aquí se seguía, según las ideas semimaterialistas reinantes por aquel
tiempo, que la mayor parte del volumen de los átomos está ocupada por
espacio vacío y que su materia sólida había que calcularla en una mil
millonésima parte de su volumen total—en unos 10 '?— . Imaginó Lenard
que la «materia sólida» consistía en un número de pares de electricidad
positiva y negativa esparcidos en el espacio vacío del átomo.
No satisfizo este modo de introducir y ajustar la carga positiva nece­
saria; así que f. J. Thomson intentó describir el mecanismo atómico de
una manera más sistemática.
Según su concepción, el átomo estaría constituido por una esfera de
electricidad positiva uniforme en la que girarían los electrones negativos.
Siguiendo el camino abierto por una investigación de Alfred Mayer sobre
el equilibrio de los imanes flotantes, demostró Thomson que un anillo
de electrones girando se mantendrá estable hasta que pase su número de
un límite fijo, en cuyo caso se formarían dos anillos, y así sucesivamente.
Así, las semejanzas periódicas que presenta, la estructura se producen por
la adición de electrones; de esta forma podría explicarse tal vez la recu­
rrencia de las propiedades físicas y químicas de los elementos en el
cuadro periódico de Mendeleiev.
Pero en 1911 tuvo Rutherford una visión distinta sobre la naturaleza
del átomo; se la inspiró el estudio de Geiger y Marsden sobre la
sión de los rayos alfa al chocar con la materia. Generalmente, las estelas
de nubes que levantan las partículas alfa son rectas, pero ocasionalmente
se nota un cambio brusco de dirección. Las fuerzas que ejercen los elec­
n N. B o h r , The Theory of Spectra and Atomic Constitution, Cambridge, 2.a
edición, 1924. A . S o m m e r fel d , Atombau und Spektrallinien, 4 .a ed„ 1924. E. N . da
C. A n dr ade , The Structure of the Atom, Londres, 1923, 3.a ed., 1927. B. R u s s e l l ,
The A.B.C. of Atoms, Londres, 1923.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 415

trones negativos sobre la partícula alfa tienen que ser demasiado pequeñas
para producir semejante dispersión; en cambio, puede explicarse el fenó­
meno si suponemos que un átomo, un cuerpo complejo de estructura
abierta, tiene una carga positiva concentrada en un núcleo diminuto, co­
ronado de electrones negativos girando en torno a él en el espacio. Como
un átomo normal es neutro eléctricamente, la carga positiva del núcleo
debe ser igual y contraria a la de todos los electrones juntos, y como la
masa de los electrones es pequeña comparada con la masa total del átomo,
casi toda ésta debe estar concentrada en el núcleo.
Conforme a las ideas generales corrientes en la época en que se formu­
ló esta teoría, el átomo semejaba al sistema solar, en el que un núcleo
pesado o sol forma el centro, mientras que los electrones planetarios, más
ligeros, recorren sus órbitas en torno a él. Nagaoka había estudiado en 1904
la estabilidad de un sistema de ese tipo, pero Rutherford fue el primero
que aportó las pruebas experimentales en apoyo de esa idea. Los trabajos
de Lenard sobre la absorción de los rayos catódicos y otros experimentos
posteriores demostraban que, en la suposición de que el átomo se parece
a un sistema solar en miniatura, en el que los electrones hacen de planetas,
los espacios vacíos del átomo deben ser proporcionalmente tan grandes
como los espacios vacíos del firmamento. Es posible que en esta teoría
sobre los electrones plailetas nos hayan llevado más allá de lo que dan
de sí los hechos los prejuicios arraigados en nosotros por la física tradicio­
nal de Newton; en todo caso, y por lo que atañe a la penetración de los
rayos catódicos y de las partículas radiactivas, hay que reconocer que el
átomo es ciertamente una estructura sumamente abierta.
Una carga eléctrica en movimiento transporta consigo un campo de
fuerza electromagnética, y ésta tiene que poseer inercia, ya que tiene
energía. Por eso, la carga eléctrica tiene algo que actúa como masa y acaso
pertenezca a la esencia de esa sustancia sublatente que llamamos materia.
Si representamos el electrón en forma de pequeña esfera envolviendo
a la carga, la masa electromagnética responde al campo creado fuera de
la esfera. Analizando la cosa matemáticamente demostró Thomson que,
a menos que la carga se mueva a grandísima velocidad, la masa eléctrica
vale 2e2/3 r, siendo e la carga y r el radio. Suponiendo, pues, que toda la
energía electromagnética está fuera del electrón, se puede calcular el radio
a base de los valores conocidos de la masa y de la carga; por los cálculos
parecía poderse fijar el radio del electrón alrededor de unos 10—13 centíme­
tros. Reduciendo el radio r, es decir, concentrando la carga, se podía
aumentar la masa efectiva23. El núcleo del hidrógeno es una unidad posi­
tiva y se llama «protón». Su masa representa prácticamente la masa total
del átomo y es 1.800 veces mayor que la masa del electrón negativo. Por
tanto, si suponemos que toda la masa es eléctrica y que el núcleo es una
esfera que envuelve una carga de electricidad positiva reducida a un
punto, el radio del núcleo será 1.800 veces menor que el de un electrón,

23 Pero véanse trabajos más recientes presentados más abajo.


416 HISTO RIA DE LA CIENCIA

es decir, que será del orden de los 5 por 10~17 centímetros. Debemos
insistir en que estos cálculos sobre esas magnitudes se basan en un supues­
to arbitrario sobre la distribución de la carga eléctrica. Actualmente care­
cen de valor apodíctico.
Estos conceptos prestaron sus servicios en su tiempo, pero posterior­
mente se modificaron. De todos modos aún puede considerarse que el
átomo de hidrógeno consta de un núcleo o protón único, positivo, y un
único electrón negativo, sea lo que sea, exterior de alguna manera al nú­
cleo. El núcleo del helio se representa con cuatro protones unidos entre
sí por dos electrones. Como el peso atómico del hidrógeno es de 1,008
y la masa atómica del helio, medida por Aston, es de 4,002, la formación
de este núcleo complejo implica la destrucción de una masa de (4 por
1,008) — 4,002, o sea, alrededor de 0,03, y la correspondiente emisión
de energía. La desintegración radiactiva de los átomos pesados, como los
del uranio, produce un rendimiento de energía; se supuso, por tanto, que
todos los átomos contienen imas reservas de energía de la que disponen
al escindirse. Pero el razonamiento que acabamos de hacer demuestra
que la resolución del helio en hidrógeno implicaría absorción de energía
—es decir, habría que realizar un trabajo para romper el núcleo del
helio— . Parece, pues, que los núcleos atómicos ligeros desprenden energía
al formarse, mientras que los núcleos pesados la desprenden al escindirse.
Así puede explicarse que los átomos pesados sean radiactivos y que no
exista, en estado natural, ningún átomo más pesado que el de uranio: y es
que sería inestable24. Como los rayos alfa son ráfagas de átomos de helio,
es probable que dichos átomos sean algunas de las piezas constitutivas
que entran en la composición de los núcleos de otros átomos más pesados.
Los mismos átomos de helio, cada uno de los cuales está formado por
cuatro protones o núcleos de hidrógeno, están demasiado firmemente
trabados para separarse ni siquiera para correr la aventura de una par­
tícula alfa. Es probable, pues, que otros átomos se compongan de un
núcleo complejo en el que se concentre un número de unidades positivas,
probablemente núcleos de helio con protones de hidrógeno— esto en algu­
nos casos— unidos entre sí por cierto número más pequeño de electrones
negativos, lo cual dejaría al núcleo de n—número atómico de Moseley—
una carga positiva indiscutible. Fuera de ese centro hay otros electrones
y en los átomos neutros n representa también el número total de esos elec­
trones exteriores, ya que su carga negativa total debe neutralizar la carga
positiva igualmente neta del núcleo.
Dado que los átomos pueden ionizarse y recibir una, dos, tres y posi­
blemente cuatro unidades de carga, conforme a su valencia química, se
ve que se puede añadir o quitar al átomo un pequeño número de elec­
trones sin alterar fundamentalmente su naturaleza. Podemos suponer que
esos electrones ocupan los anillos exteriores, mientras que otros forman

24 E. R u t h e r fo r d , Proc. Roy. Soc. A, CXXIII, 1929, p á g . 373.


LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 417

otros anillos más interiores y los restantes constituyen la parte esencial


y generalmente estable del núcleo.
Como ya expliqué, la mayor parte de las transformaciones radiactivas
dependen de la emisión de una partícula alfa, que es un átomo de helio
de masa 4 y que transporta dos unidades de electricidad positiva. Por
consiguiente, dichas transformaciones deben implicar cambios catastró­
ficos en el núcleo. Su residuo tendrá cuatro unidades menos de peso
y habrá que descartar dos electrones negativos para restablecer el estado
neutro: de ahí saldrá un átomo nuevo, un nuevo elemento.

Teoría de Bohr
Niels Bohr, natural de Copenhague, pero que trabajaba en el labora­
torio de Rutherford, en Manchester, fue el primero que aplicó, en 1913,
la teoría cuántica de Planck a la estructura atómica, basando sus cálculos
en la teoría planetaria de los electrones, que entonces aceptaban gene­
ralmente los físicos.
Ya para entonces se sabía que en el espectro complicado del hidró­
geno aparecen ciertos caracteres regulares si se consideran no las longi­
tudes ordinarias de sus rayas luminosas, sino el número de ondas por
centímetro. Se había hallado que todos esos números, llamados de «vibra­
ción», pueden expresarse como la diferencia entre dos términos. El primer
término, denominado «constante de Rydberg», por el nombre de su des­
cubridor, es de 109,678 ondas por centímetro25.
Ahora bien, esas relaciones son totalmente empíricas. Se obtuvieron
a base de tantear opilaciones y reglas aritméticas hasta que se encontró
una que encajaba en los resultados experimentales. Ahora, Bohr pudo
explicarlas recurriendo a la teoría cuántica. Indicó que si la «acción» se
absorbe en unidades sólo sería posible un determinado número entre todas
las órbitas que podría recorrer un electrón. En la órbita más pequeña, la
«acción» sería de una unidad o h; en la siguiente órbita, 2h, y así sucesi­
vamente.
21 Los otros términos se sacan de la constante de Rydberg, dividiéndola por 4
(2 por 2), 9 (3 por 3), 16 (4 por 4), y asf sucesivamente. Restando estos términos
de la constante R, obtenemos números de vibraciones
R _ 3R R _ ZR
R 4 4 ’ 9 _ 9 ’ etC'
Se ha comprobado que estos números corresponden a los números de vibración de
las rayas de hidrógeno de la parte ultravioleta del espectro.
Si volvemos a empezar con el primer término derivado, un cuarto de 109.678,
que es 27.420, y restamos de él los términos derivados más altos, hallamos otra
serie de números
R R 5R R R 3R
etc.
4 9 36 ' 4 16 16
Se ha comprobado que esos números corresponden a las rayas visibles del hidró­
geno, conocidas con el nombre de serie de Balmer. Todavía encontró Paschen
otro grupo derivado de un noveno de R en el infrarrojo.
418 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Supuso Bohr que el único electrón del átomo de* hidrógeno tiene
cuatro posibles órbitas estables, correspondientes a las unidades crecientes
de acción, como se ve en la figura 13, en la que los círculos representan
las cuatro órbitas estables, y los radios, los seis saltos posibles de una
órbita a otra. Aquí Bohr abandonó la dinámica de Newton. Es curioso
que pueda aplicarse la ley de la proporcionalidad inversa a la raíz cua­
drada; que pueda aplicarse, digo, a los electrones, que se supone giran
orbitalmente en torno al núcleo de los átomos, y que las mismas órbitas
presenten relaciones totalmente nuevas. Un planeta podría girar alrededor
del Sol en cualquiera de las infinitas órbitas posibles, aunque de hecho
sigue la trayectoria real correspondiente a su velocidad. En cambio, Bohr
supone que un electrón sólo puede seguir unas pocas rutas. Si abandona
una tiene que saltar instantáneamente a la otra, sin pasar, al parecer, por
el espacio intermedio. Esta hipótesis condujo a resultados teóricos que
se ajustaban a las reglas empíricas que entonces se aceptaban para los
números «de vibración»26. Más aún, se puede calcular el valor absoluto
de la constante R en 109,800 ondas por centímetro, lo cual coincide nota-

Figura 13 .

21 La investigación matemática demuestra que la energía de movimiento de la


órbita segunda es la cuarta parte de la de la primera; la de la tercera órbita es
la novena parte, y la de la cuarta una dieciseisava parte. Al saltar los electrones
desde una órbita o nivel exterior a otra interior, pierden energía de posición y
ganan energía de movimiento. Puede demostrarse que la pérdida total de energía
es igual a la energía de movimiento ganada. Por tanto, si la energía de movi­
miento en el nivel más interior es e , al pasar del segundo al primero se pierde
e — e/4 ó 3 el4, y al pasar del tercero al segundo 8 e/9. Con saltos más largos
los electrones dan una serie distinta de números; así, al pasar de la órbita ter­
cera a la primera, tenemos 1/4 — 1/9, ó 5 e/36.
Al saltar de una órbita o nivel de energía al próximo, los electrones absorben
o irradian energía hv, siendo h la unidad de acción de Planck y ti la frecuencia
de vibración. Como las energías perdidas son 3 e / 4 , 8 e/9, etc.,y h esconstante,
las frecuencias v,, v2, etc., deben seguir las razones 3/ 4 , 8/9, etc., de acuerdo con
las rayas conocidas del espectro ultravioleta, mientras que otra serie, correspon­
diente a saltos sobre órbitas más distantes, da frecuencias a partir de 5/36, de
acuerdo con la serie de Balmer.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 419

blemente con el último valor observado para la constante de Rydberg, que


di antes. En esta fase, la teoría de Bohr prometía un largo y triunfal
porvenir.
Los varios tipos de radiaciones pueden atribuirse a las distintas partes
de la estructura atómica. Los espectros de los rayos X, en su mayor parte,
son independientes de la temperatura y del estado de combinación quími­
ca del átomo, mientras que dependen de esos dos extremos los detalles
de los espectros ópticos. Como expliqué antes, la radiactividad se debe
a la escisión explosiva del núcleo. Las pruebas aportadas ahora tienden
a indicar que los rayos X proceden de las capas internas de los electrones
exteriores al núcleo, mientras que la luz procede de los electrones más
periféricos, los cuales se desprenden con mucha mayor facilidad y afectan
a la cohesión y a la acción química.
Las combinaciones químicas pueden explicarse perfectamente si los
átomos que entran en la combinación tienen uno o más electrones comu­
nes. Las dificultades de representar esas uniones en la teoría de que los
electrones giran alrededor del núcleo hicieron que en los años 1916-1921
intentasen algunos, especialmente Kossel y Lewis y Langmuir, construir
un modelo estático del átomo. Esos modelos explicaban felizmente las
valencias y otras propiedades químicas, pero había que recurrir a hipó­
tesis artificiosas para deducir de esos esquemas la explicación de los
espectros. En todo caso, los físicos preferían por entonces el átomo dinámi­
co de Bohr.
Sea cual sea el modelo atómico que se acepte, existen pruebas fuertes
en favor de la idea fundamental de diferentes niveles de energía en los
hechos del potencial Me ionización. Lenard fue el primero que demostró
—en 1903—que un electrón debe poseer cierto mínimum de energía antes
de poder ionizar un gas al pasar por él. La energía se mide por el voltaje
eléctrico, por el que debe precipitarse el electrón para adquirir su velo­
cidad; experimentos más recientes, como los realizados por Franck y Hertz
sobre el vapor de mercurio— 1916-1925— , prueban que los máximos más
acusados de ionización se dan en múltiplos de un determinado voltaje, ob­
servándose cambios simultáneos en el espectro del gas. Así, por ejemplo,
demostraron Franck y Hertz que los electrones con una velocidad produ­
cida con 4,9 voltios hacían que el vapor de mercurio a baja presión emi­
tiese un espectro de una sola raya, que podemos suponer corresponde al
salto de retroceso hacia la normal desde el primer nivel exterior en el
modelo atómico de Bohr. Desde entonces se han descubierto gran número
de potenciales críticos para cada raya o grupo de rayas que aparecen de
repente, de acuerdo con las predicciones que cabía hacer partiendo de la
teoría de Bohr. Saha, H. N. Russell, R. H. Fowler, E. A. Milne y otros
investigaron los efectos que producen en los espectros la temperatura
y la presión, sirviéndose de los métodos termodinámicos para aplicar estas
nuevas concepciones. Sus conclusiones han. resultado de grandísima impor­
tancia en astrofísica y han abierto un nuevo capítulo en la medición de
las temperaturas estelares.
420 HISTORIA DE LA CIENCIA

Las órbitas circulares trazadas en la figura 13 sólo ofrecen un modelo


elemental del átomo de hidrógeno. Lo mismo Bohr que Sommerfeld hicie­
ron ver que podía producirse la misma serie de espectros con órbitas
elípticas y trazaron otros sistemas atómicos más complicados, a pesar de
las grandes dificultades matemáticas que ello suponía, ya que ni aun
tratándose de sólo tres cuerpos que se atraen mutuamente se puede ex­
presar su movimiento en términos finitos.
Existe una voluminosa literatura a propósito del modelo atómico de
Bohr; se avanzó mucho en esta materia. La coincidencia general de sus
resultados con la estructura más rudimentaria de los espectros hacía
confiar en que la teoría estaba bien fundada y encauzada. Con todo, si bien
explicaba el espectro de rayas del hidrógeno y del helio ionizado, fallaba
en los detalles más finos de los espectros del helio neutro y en toda la
tremenda complejidad de los átomos más pesados. Ya no pudo mantenerse
por más tiempo la coincidencia entre el número de rayas espectrales y el
número posible de saltos de los electrones de un plano a otro. Para 1925
se empezaba a ver claro que la teoría atómica de Bohr, que tanto éxito
había alcanzado por un tiempo, se estaba desmoronando.

Mecánica cuántica

El modelo atómico de Bohr, con sus electrones girando a manera de


planetas, se aparta de los hechos observados más de lo que aconseja la
prudencia científica. Lo único que podemos hacer es observar los átomos
desde fuera, tomando nota de lo que entra o sale, de las radiaciones o de
las partículas radiactivas. Bohr propuso un mecanismo capaz de repro­
ducir, cuando menos, algunas de las propiedades de los átomos. Pero
posiblemente no faltarán otros mecanismos diferentes que puedan dar
tan buenos resultados. Si sólo pudiéramos ver el exterior de un reloj,
podríamos imaginar una serie de ruedas dentadas que moverían las ma­
nillas igual que las vemos moverse, pero cualquier otro podría concebir
otro sistema de engranajes tan efectivo como el nuestro y nadie podría
decidir entre los dos. Además, la termodinámica, que sólo trata de los
cambios de calor y energía de un sistema, no se sirve para nada de esos
gráficos de mecanismos internos, como los que dibujan los teóricos atómicos.
En 1925 construyó Heisenberg otra teoría de la mecánica cuántica,
basada solamente en lo que puede observarse, es decir, en las radiaciones
absorbidas y emitidas por los átomos27. Nosotros no podemos asignar a un
electrón una posición determinada en el espacio en un momento dado ni
seguirlo en su órbita; por tanto, no tenemos derecho a dar por supuesto
que existen las órbitas planetarias de Bohr. Las magnitudes fundamentales
que pueden observarse son las frecuencias y amplitudes de las radiaciones
emitidas y los niveles de energía de los sistemas atómicos; en estos datos
21 Zeitschrift für Physik, 33, 12, 1925, pág. 879, y 35, 8-9, 1926, pág. 557. Re­
súmenes en H. S. A l l e n , The Quantum, Londres, 1928; A . S. E d d in g t o n , The
Notare of the Physical World, Cambridge, 1928, pág. 206.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 421

se funda la formulación matemática de la nueva teoría. Heisenberg, Born


y Jordán desarrollaron rápidamente esta teoría—y también Dirac, aunque
desde otro punto de vista—e hicieron ver que conducía a la fórmula de
Balmer para el espectro de hidrógeno y para los efectos de los campos
eléctrico y magnético observados en ese espectro.
En 1926 abordó Schrodinger el mismo problema desde otro ángulo 28.
Siguiendo los estudios de De Broglie sobre las ondas de fase y los cuantos
de luz, desembocó en una teoría que equivalía matemáticamente a la de
Heisenberg, en el sentido de que «los puntos materiales constan de sis­
temas de ondas o no son más que sistemas de ondas» Se supone que
el médium transmisor de las ondas es «dispersivo», lo mismo que lo es
la materia transparente a la luz y las capas de la alta atmósfera a las ondas
inalámbricas (pág. 437). Así, cuanto más breve es el período mayor es la
velocidad, con lo que resulta posible que coincidan ondas de dos frecuen­
cias distintas.
Aquí ocurre igual que en el agua: es decir, que la velocidad de una
ola individual no es la misma que la de un grupo de olas o la de una
tempestad. Comprobó Schrodinger que las ecuaciones matemáticas que
representan el movimiento de un grupo ondulatorio de dos frecuencias
dadas coinciden con las, ecuaciones ordinarias del movimiento de una
partícula con sus correspondientes energías cinética y potencial. Así, los
grupos o tempestades ondulatorias se nos presentan como partículas, y las
frecuencias, como energías. Esto nos conduce de un golpe a la relación
constante entre frecuencia y energía, que apareció por primera vez en la
constante h de Planck.
Dos ondas de vibi'Sciones invisibles de puro rápidas pueden producir
por interferencia mutua unas «pulsaciones» en forma de luz, exactamente
igual que dos sonidos de casi idéntica altura producen pulsaciones mucho
más bajas que las de cada una por separado. En el átomo de hidrógeno,
compuesto de un protón y un electrón, existirán ondas de acuerdo con
esa ecuación; Schrodinger pudo comprobar que esas ecuaciones sólo
tienen solución para determinadas frecuencias, que corresponden a las
rayas observadas en el espectro. En otros átomos más complejos, en los
que fallaba la teoría de Bohr, también logró encontrar Schrodinger el
número adecuado de frecuencias para explicar los fenómenos espectrales.
a A n n c d e n d e r Physik, vol. LXXIX, 1926, págs. 361, 734.
19 Las matemáticas de Heisenberg y de Schrodinger condujeron a ecuaciones
parecidas. Según los principios de Hamilton, llegan a esta fórmula:
qp — pq = ihlltz,
siendo h el cuanto de acción e i la raíz cuadrada de — 1. Se llama a p y a q coor­
denadas y momentos, pero dando a las palabras un sentido no corriente. Según
Born y Jordán, p es una matriz—'Un número infinito de cantidades dispuestas
simétricamente—. Dirac no ve significado numérico en p, si bien al fin de las
ecuaciones salen números. Para Schrodinger el momento p es una operación in-,
dicada, un signo para realizar una operación matemática sobre la continuación.
Sea cual sea el sentido físico que se le atribuya, parece, en expresión de Eddington,
que esa ecuación o es la base fundamental de todo el mundo físico o anda muy
cerca (loe. cit., pág. 207).
422 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

En los grupos ondulatorios pequeños de Schrodinger no cabe duda


sobre la localización del electrón, que constituye su manifestación. Pero
al aumentar el grupo se puede localizar el electrón en cualquier sitio
dentro del grupo. Existe, pues,, cierta indeterminación en su posición.
En 1927 ampliaron estos principios Heisenberg y Bohr. Comprobaron que
cuanto con más precisión intentaban determinar la posición de una par­
tícula, más difícil resultaba precisar su velocidad y momento, y viceversa.
La incertidumbre forzosa de nuestro conocimiento respecto a la posición,
multiplicada por la incertidumbre de nuestro conocimiento respecto al
momento, resultó ser igual, al menos aproximadamente, a la constante
cuántica h . Al parecer, la idea de una certidumbre simultánea sobre
ambos valores no corresponde a nada en la naturaleza. Eddington deno­
minó este resultado «principio de indeterminación», atribuyéndole igual
importancia que al principio de relatividad30. Ahora se le conoce más
corrientemente con el nombre de «principio de incertidumbre».
La nueva mecánica cuántica produjo una revolución en las ciencias
físicas, ya acostumbradas a revoluciones. Las formulaciones matemáticas
de Heisenberg, Schrodinger y de algunos otros líderes científicos son equi­
valentes entre sí, y si nos damos por satisfechos con las ecuaciones mate­
máticas, puede inspiramos bastante confianza esta teoría. Pero varían
fundamentalmente tanto las ideas de donde han derivado esas ecuaciones
como las interpretaciones que les han dado algunos. Difícilmente cabe
esperar que duren mucho esas ideas ni esas interpretaciones, por más
que las fórmulas matemáticas que las expresan representen una adquisi­
ción permanente.
Parece que la mecánica clásica es un caso límite de la cuántica. El
fracaso de la mecánica clásica para expresar la estructura atómica se debe
a que la longitud de onda guarda relación con las dimensiones del átomo,
igual que fallan los rayos rectilíneos de la óptica geométrica cuando la
amplitud del rayo o la dimensión de los obstáculos que se le cruzan en su
camino guardan relación con la longitud de onda. Aun entonces se vis­
lumbraba alguna posibilidad de empalmar la mecánica cuántica con la
teoría dinámica clásica, con las ecuaciones electromagnéticas de Maxwell
y con la relatividad gravitatoria. Esa vastísima coordinación de conocimien­
tos vendría a ocupar un puesto muy elevado entre las grandes síntesis
históricas de la ciencia natural.
La teoría de Schrodinger debe considerarse en relación con los expe­
rimentos hechos con los electrones, los cuales demuestran, como indica
la teoría de De Broglie, que el electrón en movimiento lleva una escolta
de ondas. Al principio se consideró el corpúsculo thomsoniano como una
partícula material sin estructurar, luego como un electrón, es decir, como
una unidad simple de electricidad negativa, sea cualquiera el sentido que
encierren estas palabras. Pero primero Davisson y Kunsman, en 1923,
y en 1927, Davisson y Germer, que trabajaban en América, lograron re­

33 A. S. E d d in g to n , loe. cit., pág. 220.


LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 423

flejar en las superficies de cristales unos electrones que se movían lenta­


mente y encontraron que poseen algunas de las propiedades de difracción
de los sistemas ondulatorios31. Más adelante, en el mismo año 1927, Sir
George Thomson, hijo de J. J. Thomson, hizo experimentos consistentes
en hacer pasar un haz de electrones por una hoja de metal extremadamente
delgada—más fina que la más fina hoja de oro— . Una corriente de par­
tículas produciría una mancha borrosa en una placa fotográfica situada
detrás de la lámina de metal, pero unas ondas comparables en longitud
al grosor de la hoja metálica producirían una serie de anillos brillantes
y oscuros, como los moldes de difusión que produce la luz al pasar por
unas láminas finas de vidrio o por burbujas de jabón. Esos anillos se
produjeron efectivamente, lo cual quiere decir que el electrón en movi­
miento lleva un séquito de ondas, cuya longitud, como la de los rayos X
de penetración m edia32, representa sólo una millonésima parte aproxima­
damente de la longitud de onda de la luz visible.
Señala esta teoría que al ir escoltado el electrón por una estela de ondas
debe vibrar al unísono con ellas. De aquí se sigue que el electrón tiene
que tener una estructura, con lo cual pierde su carácter de unidad última
material o eléctrica, y eso aun en el campo puramente experimental. Se
abría, pues, una perspectiva hacia partes todavía más diminutas. La inves­
tigación matemática demuestra que la energía del electrón es proporcional
a la frecuencia de las ondas, y que el producto del momento del electrón
por su longitud de onda es constante. Como sólo se dan en el átomo
ciertas longitudes y frecuencias de onda, también su momento electrónico
puede tener tan sólo ciertos valores determinados y debe aumentar no
gradualmente, sino p<3F saltos. Este indicio de discontinuidad nos lleva
de nuevo a la teoría cuántica.
La interpretación de los experimentos de Sir George Thomson atribuían
al electrón una naturaleza dual— a saber: una partícula o carga eléctrica
y una estela de ondas— . Schrodinger dio un paso más, como vimos, resol­
viendo el mismo electrón en un sistema ondulatorio. La naturaleza de
las ondas es incierta: es cierto que deben conformarse a ciertas ecuacio­
nes, pero pudieran no implicar movimiento mecánico. Pudiera ser que
esas ecuaciones correspondan meramente a las alternativas probables—di­
cha probabilidad mediría el desplazamiento dentro de una onda normal
y dejaría abierta la posibilidad de que un electrón apareciese en un pun­
to dado— .
Así, al cabo de un tercio de siglo quedó reducido el electrón a un
manantial desconocido de radiaciones o a un sistema ondulatorio inmate­
rializado. Desaparecieron los últimos vestigios de las antiguas partículas
duras y macizas; ahora los conceptos últimos de la física parecen redu­
cirse a ecuaciones matemáticas. Los físicos experimentales, sobre todo los
ingleses, se sienten incómodos ante semejantes abstracciones, y así están
31 Physical Review, XXII, 1923, pág. 243, y Nalure, CXIX, 1927, pág. 558.
3: G. P. T h o m s o n , Proc. Roy. Soc. A, CXVII, 1928, pág. 600. Cfr. además Sir
J. I. T h o m so n , Beyond the Electron, Cambridge, 1928.
424 HISTORIA DE LA CIENCIA

ya intentando idear modelos atómicos que traduzcan al lenguaje mecánico


y eléctrico el sentido de esas ecuaciones. Pero como ya intuyó Ncwton, la
base última sobre la que descansa la mecánica no puede ser mecánica.

Relatividad33
Fue mérito del astrónomo danés Olaus Rómer el haber descubierto
en 1676 que la luz necesita tiempo para propagarse. Observó, en efecto, que
los intervalos entre los eclipses sucesivos de uno de los satélites del planeta
Júpiter eran más largos cuando la Tierra se alejaba de éste y más cortos
cuando se acercaba, y calculó la velocidad de la luz en 192.000 millas por
segundo.
Cincuenta años más tarde el astrónomo real, James Bradlcy, obtuvo
resultados coincidentes estudiando la aberración de la luz procedente de
las estrellas fijas. Vista desde una estrella distante, situada en el mismo
plano de la órbita de la Tierra, ésta parecía oscilar de lado a lado una
vez al año en un movimiento de vaivén continuado por seis meses conse­
cutivos. Los rayos disparados desde la estrella sobre la Tierra deben apun­
tar siempre un poco más alto, igual que apuntamos algo más alto sobre
una perdiz o un faisán al remontar su vuelo. Así, si hoy dispara la estrella
su fuego a la derecha de la verdadera posición de la Tierra, al cabo de
seis meses debe apuntar a la izquierda. Esto significa que los rayos que
nos permiten ver la estrella desde la Tierra en distintos tiempos no son
paralelos entre sí, sino que la estrella da la impresión de retroceder y de
avanzar enelespacio amedida que transcurre el año. Por este movimiento
aparentepuedecalcularse la razón entre la velocidad de la luz y la de la
Tierra en su movimiento de traslación.
Fizeau fue el primero que calculó la velo­
cidad de la luz a base de cortas distancias
dentro de la superficie terrestre. Esto fue en
1849. Hizo pasar un rayo de luz por una de
las ranuras de una rueda dentada reflejándolo
sobre su misma trayectoria en un espejo colo­
cado a tres o cuatro millas de distancia. Cuan-
| do la rueda estaba parada, el rayo pasaba de
- s vuelta por la misma ranura y se lo podía ver
1 al otro lado; pero si se hacía girar rápida-
s . mente la rueda, se podía encontrar cierta ve-
_. ,.
rigura 14
locidad, a la cual quedaba bloqueada la luz
por el próximo diente de la rueda. Se ve clara­
mente que el tiempo empleado por la rueda
en girar esa pequeña fracción de revolución era el que tardaba la luz en su
viaje de ida y vuelta al espejo.
“ A. E in s t e in , Vier Vorlesungen iiber Relativntalstheorie, Braunchweig, 1922;
The Meaning of Relativity, Londres, 1922. A. S. E d d in g t o n , The Mathematical
Theory of Relativity, Cambridge, 1923 y 1924.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 425

L. Foucault ideó un método mejor. Se hace pasar un rayo de luz por


un orificio S, haciéndolo ligerísimamente convergente y reflejándolo luego
desde un espejo plano R sobre el foco de un espejo cóncavo M. El rayo
vuelve sobre sus pasos y si el espejo R está quieto forma una imagen del
orificio en el mismo orificio. Entonces se hace girar el espejo R a una
velocidad conocida; éste gira un pequeño ángulo mientras la luz va
y vuelve de R a M y viceversa; por consiguiente, el camino de vuelta RS’
no coincide con RS, sino que se desviará dos veces el ángulo de rotación
del espejo R. Se mide entonces la distancia entre S y S ’ y se calcula el
tiempo empleado por la luz en su viaje de ida y vuelta de R a Ai.
Los resultados modernos más exactos de la velocidad de la luz más
bien tienden a reducir las cifras antiguas: ahora se le da un valor de
186.300 millas por segundo in vacuo o 299.800 kilómetros34.
Si existe algo así como un «éter luminífero», parece debía ser posible
determinar su movimiento por el efecto que causa sobre la luz que lo
atraviesa. Si la Tierra se mueve a través del éter sin perturbarlo, es que
los dos guardan un movimiento relativo entre sí. En este caso, la luz de­
bería ir a mayor velocidad cuando marcha a favor del éter que en sentido
contrario, y más de prisa, en conjunto, cuando va y vuelve a través de
la corriente etérea que si la cruza primero en su misma dirección y des­
pués en contra de ella.'Resulta más rápido cruzar un río a lo ancho, ida
y vuelta, que nadar la misma distancia mitad a favor y mitad contra co­
rriente.
Tal es, en esencia, el famoso experimento realizado por Michelson
y Morley en 1887. Montaron su aparato sobre una piedra flotante en
mercurio para impedir las vibraciones. Se hace incidir un rayo de luz
en el espejo A: parte del rayo se transmite y parte se refleja (fig. 15).

0
E

Figura 15
34 M. E. I. G. de Bray , "The Velocity of Light”, ¡sis, núm. 70, 1936, pág. 437.
426 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Ambas partes se reflejan en los espejos B y D. Si AB = AD, ambos


recorridos son iguales de largos y los efectos interferenciales se verán
a través de una telescopio colocado en E. Imaginemos que la Tierra se
mueve en la dirección SAD, pero sin transportar el éter consigo, de manera
que éste se mueve a través del laboratorio como el viento a través de una
alameda. Esto ocasionará una diferencia en el tiempo de transmisión sobre
los recorridos ABA y ADA, y los bordes de la interferencia no ocurrirán en
el mismo sitio que si el éter estuviese relativamente en reposo. Supongamos
luego que el aparato vira en torno en ángulo recto. Ahora AB está en la
dirección del movimiento y AD en contra. Ahora los bordes de la inter­
ferencia debieran moverse en la dirección contraria, produciéndose un
desplazamiento total dos veces mayor que el indicado antes.
Ahora bien, Michelson y Morley no observaron ningún desplazamiento
apreciable de los bordes interferenciales, de donde dedujeron que no existe
movimiento relativo apreciable entre la tierra y el éter. Al repetir el expe­
rimento comprobaron, en virtud de sus hipótesis, que el movimiento rela­
tivo es ciertamente inferior a la décima parte de la velocidad de la Tierra
a lo largo de su órbita. Al parecer, la Tierra remolca al éter consigo.
Pero al calcular la velocidad de la luz por su aberración se da por
supuesto que el movimiento de la Tierra a través del éter no perturba
a éste en nada. Además, Lodge no pudo hallar en sus experimentos de 1893
cambio ninguno en la velocidad de la luz entre dos pesadas láminas de
acero girando a la mayor velocidad compatible con la seguridad y aun
excediéndola. Se ve, pues, que unas masas de ese tamaño no arrastran
consigo el éter circundante. De manera que lo mismo la teoría de la abe­
rración que las conclusiones del experimento de Lodge parecen totalmente
incompatibles con los resultados de Michelson y Morley.
Siempre que ocurre una discrepancia de este estilo, si queremos man­
tener nuestra fe en la uniformidad de la naturaleza, podemos suponer que
hay algún fallo o en los experimentos o en nuestras ideas sobre las causas
que entran en juego, y es probable que tenemos ante los ojos una revo­
lución de nuestros conceptos tan interesante como necesaria y que basta
abrir los ojos para verla.
G. F. FitzGerald apuntó la primera idea aprovechable, que luego des­
arrollaron Larmor y Lorentz. Si la materia es esencialmente eléctrica e in­
cluso si está conglutinada por fuerzas eléctricas, podrá contraerse en la
dirección en que se mueve a través de un éter electromagnético. Por lo
demás, no podría observarse esa contracción, primero por ser demasiado
pequeña, y segundo, porque cualquier instrumento que empleemos para
medirla estaría sujeto a la misma contracción; de forma que la unidad
de longitud sería más corta en la dirección del movimiento. Según esto,
podría suceder que, al girar el aparato de Michelson y Morley, cambiase
de dimensión lo suficiente para compensar el desplazamiento de los bordes
de interferencia producidos por el movimiento de la Tierra a través del éter.
Es fácil calcular la contracción que haría falta. La razón en que se
contraería un cuerpo siguiendo la dirección de la corriente del éter sería:
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 427
(1 — vVc2)0’5, siendo v la velocidad relativa del cuerpo y del éter, y c, la
velocidad constante de la luz.
La velocidad a que se traslada la Tierra en su órbita es 10.000 veces
menor que la de la luz. Si en un momento dado del año lleva esa velo­
cidad a través del éter, el aparato de Michelson y Morley se contraería en
la ducentésima parte de una millonésima al girar en ángulo recto; este
cambio insignificante bastaría a explicar sus resultados.
Así quedó la cosa durante algunos años. Fuera por lo que fuera, el
caso es que siempre que se intentó medir la velocidad de la luz, a favor o en
contra de una supuesta corriente etérea, se obtenían los mismos resulta­
dos, sin que se pudiese detectar el menor cambio en la velocidad medida.
En 1905, el profesor A. Einstein marcó una dirección totalmente nueva
al enfoque de esta materia. Observó que las ideas de espacio y tiempo
absolutos eran puras ficciones de la imaginación, es decir, unos conceptos
metafísicos que no procedían directamente de las observaciones ni expe­
rimentos de la física. El único espacio que podemos experimentar es el
que medimos a base de una unidad de longitud estándar, determinada por
la distancia entre dos muescas practicadas en una barra, y el único tiempo
que cae bajo nuestra experiencia es el que obtenemos por ciertos relojes
puestos en hora de acuerdo con ciertos fenómenos astronómicos. Si ocurren
en nuestro sistema cambies como la contracción de FitzGerald, seremos
totalmente incapaces de apreciarlos por movemos con ellos y experimentar
los cambios correspondientes, pero podría medirlos un observador que se
desplazase en otro sentido. Es decir, que el tiempo y el espacio no tienen
valores absolutos, sino puramente relativos, en función del observador.
Desde este punto vista no necesita explicación el hecho de que la
luz dé siempre la misma velocidad, cualquiera que sea el aparato y las
circunstancias en que se mida. Este resultado debe aceptarse como la pri­
mera ley descubierta de la nueva física. Por ella se ve que el espacio
y el tiempo son de tal naturaleza que la luz siempre avanza con la misma
velocidad medida con respecto a cualquier observador.
Esa velocidad medida es constante; pero ni el espacio, ni el tiempo, ni
la masa medidos por separado acusan la constancia que estamos acostum­
brados a esperar. Comprobando el aparato de Michelson y Morley por
nuestra medida constante estándar, la velocidad de la luz, no acusa cambio
lineal al girar. Pero eso se debe a que nosotros nos movemos con él. En
cambio, si pudiésemos medir con la suficiente exactitud la longitud de
una bala al pasar disparada ante nosotros, hallaríamos que aparece más
corta que cuando está en reposo, y todavía nos parecería más corta si su
velocidad se aproximase a la de la luz.
Este experimento no es viable, pero es fácil demostrar por el principio
de relatividad que a un observador en reposo aparecerá aumentada la masa de
una bala y aumentada en la misma proporción en que se acorta su longitud.
Si representamos por trto la masa a velocidad lenta, a gran velocidad v será:
m ° /\/ 1 — vVc2, siendo c la velocidad de la luz. Por tanto, a la veloci­
dad de la luz, la masa sería infinita. El cambio de masa puede examinarse
428 HISTORIA DE LA CIENCIA

experimentalmente. Puede contarse entre las maravillas de la ciencia mo­


derna la medición de la masa de proyectiles que pasan ante nosotros con
velocidades del orden de la luz. Es posible dirigir las partículas beta
—disparadas por la explosión de átomos radiactivos—a través de campos
de fuerza electromagnéticos, con lo que se puede determinar su velocidad
y su masa, lo mismo que se puede determinar la velocidad y masa de una
partícula de rayos catódicos. Si llamamos unidad la masa de una partícula
beta moviéndose a velocidad moderada, tendremos en el siguiente cuadro:
la masa de otras partículas beta cuya velocidad se aproxima a la de la luz
(calculando la masa por el principio de relatividad) y a continuación,
en la tercera columna, su masa, medida experimentalmente por Kauffman.

Relación entre su masa y la masa de un


Velocidad del corpúsculo corpúsculo a movimiento lento
en centímetros por segundo
Calculada Observada

2,36 por 10 ° 1,65 1,5


2,48 por 10!0 1,83 1,66
2,59 por 10'“ 2,04 2,0
2,72 por 1010 2,43 2,42
2,85 por 1010 3,09 3,1

Estas partículas beta son electrones negativos, los cuales equivalen al


moverse a una corriente eléctrica. De ahí que creen un campo de fuerza
electromagnético dotado de energía e inercia. También calcularon sobre
estas mismas líneas y con idénticos resultados el aumento de la masa con
la velocidad J. J. Thomson y G. F. C. Searle. Por consiguiente, tanto el
aumento de masa como la contracción de FitzGerald están de acuerdo con
la teoría electromagnética.
También se equivalen, según el principio de relatividad, la masa y la
energía. Expresada en energía la masa m es me2, siendo c la velocidad de la
luz. También esto está de acuerdo con la teoría maxweliana sobre las
ondas electromagnéticas, cuyo momento es igual a E/c, siendo E su ener­
gía. Como el momento es me, volvemos al mismo resultado, es decir,
a E = me2.
Se ve, a primera vista, que estos principios conducen a resultados
tan notables como inesperados. Si pudiésemos viajar en un aeroplano (o
en un eterplano) a una velocidad comparable con la de lá luz, un obser­
vador que nos contemplase desde tierra vería contraída nuestra longitud
en la dirección del movimiento, aumentada nuestra masa y más lenta que
de costumbre nuestra escala del tiempo. Nosotros, sin embargo, no nota­
ríamos ninguno de estos cambios. Aunque nuestro metro—o nuestro «pie»—
se hubiese reducido, como también nos habríamos reducido nosotros y
cuanto nos rodea, no percibiríamos el cambio. Si nuestras pesas aumen­
taban la masa, también aumentábamos nosotros. Si nuestros relojes iban
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 429

más despacio, también irían más despacio los átomos de nuestro cerebro
y tampoco nos daríamos cuenta.
Pero como el movimiento es tan sólo relativo, el observador de tierra
se mueve con respecto a nosotros a la misma velocidad que nosotros
respecto a él. Por consiguiente, al medirlas encontraríamos que sus medi­
das de longitud, masa y tiempo han cambiado para nosotros, como las
nuestras para él. Nos parecería que había experimentado una ridicula
contracción en la dirección del movimiento, que su peso era despropor­
cionado a su talla y que su cerebro y su cuerpo se movían con una lenti­
tud absurda. Entretanto, él pensaría lo mismo sobre nosotros. Ninguno
caería en la cuenta de sus propias imperfecciones, mientras que cada cual
vería claramente los cambios lamentables que experimentaba el otro.
No puede decirse que ninguno de estos observadores esté equivocado.
En realidad, los dos tienen razón. La longitud, la masa y el tiempo no son
cantidades absolutas. Sus verdaderos valores físicos son los que indican
las mediciones. El hecho de que no sean los mismos para todos sólo
demuestra que únicamente se los puede definir con relación a un observa­
dor concreto. Las nociones de longitud, espacio y tiempo absolutos, de
un tiempo que fluye con una medida eternamente fija, son conceptos meta-
físicos, que fantasean tjiucho más de lo que indica y autoriza la observa­
ción y la experimentación.
Sin embargo, filosóficamente es probable, como indicó Bergson, que
el único tiempo que vivimos en realidad, el tiempo que mide lo que pasa
en el sistema en que uno se mueve o con el que se mueve, tenga impor­
tancia especial e incluso excepcional. Pero físicamente, el espacio y el
tiempo, tomados e n ^ u realidad concreta individual, son cantidades rela­
tivas que dependen de la posición del observador. Por otra parte, sugirió
Minkowski en 1908 que los cambios de tiempo y espacio se pueden com­
pensar mutuamente, de forma que su combinación se mantiene idéntica
para todos los observadores incluso dentro de este mundo nuevo. El espa­
cio que estamos acostumbrados a imaginar tiene tres dimensiones—lon­
gitud, anchura y espesor— ; ahora, según Minkowski, debemos considerar
el tiempo como una cuarta dimensión dentro de la combinación espacio-
tiempo, en la que un segundo corresponde a los 299.800 kilómetros que
recorre la luz en ese tiempo. Lo mismo que en el espacio continuo de la
geometría euclidiana siempre es idéntica la distancia entre dos puntos, se
mida como se mida, así en este nuevo continuo espacio-tiempo puede
decirse que entre dos acontecimientos media un «intervalo», tanto espa­
cial como temporal, el cual tiene un auténtico valor absoluto, lo mida
quien lo mida. Nos da la impresión de que aquí pisamos terreno firme
dentro de un mundo cambiante y nos sentimos impulsados a buscar otras
cantidades que continúen siendo absolutas en este reino de la relatividad.
Entre las cantidades que ya conocemos mantienen su valor absoluto: el
número, la entropía termodinámica y también la «acción», que es el pro­
ducto de la energía por el tiempo, que nos da el cuanto.
430 H ISTORIA DE LA CIENCIA

En el mundo antiguo del tiempo y del espacio independientes, la


gente se había acostumbrado a pensar que todo el espacio tridimensional
en bloque pasaba de un momento a otro simultáneamente, como si el
pasado y el futuro del mundo quedaran separados por el plano divisor
del presente, el cual lo cortaría en todo su ámbito cósmico en el mismo
instante. Pero cuando descubrió Romer en 1676 que la luz tiene una
velocidad finita, cualquier persona que pensase debió caer en la cuenta
de que esas estrellas, que contemplaban simultáneamente en un momento
dado, en realidad se veían tal como existieron en tiempos más o menos
remotos, según sus distancias respectivas: es decir, que había desapare­
cido la simultaneidad. El «ahora» absoluto de las antiguas creencias se
había convertido en la pura relatividad de un «visto ahora».

Esta relatividad ha ido en aumento con el desarrollo reciente de la


ciencia. Si un explorador hace una excursión a las estrellas a la velocidad
de la luz, regresando a la Tierra al cabo de un año solar, al contemplar
nosotros su vuelo, nos parecerá su masa infinita y el funcionamiento de
su cerebro infinitamente lento. Mientras nosotros nos sentimos un año más
viejos, a él le parecerá que no ha pasado tiempo; para él continúa él
«ahora» de nuestro año pasado. Hay que descartar, por consiguiente, esa
idea de que el pasado y el futuro están separados por un mismo plano,
que afecta por igual a todos los hombres en todos los sitios. Partiendo
del punto que Sir Arthur Eddington llama «aquí-ahora»,- hay que trazar
a través del espacio líneas de «visto ahora», formando ángulo con el eje
del tiempo, cuya tangente es igual a la velocidad de la lu z 35. En todo
el ámbito de la superficie tridimensional así engendrada, una superficie
análoga a un doble cono o a un reloj de arena de dos dimensiones, tene­
mos un pasado absoluto o un futuro absoluto. Fuera de esa superficie
pueden coexistir las cosas simultáneamente en tiempos que cualquier
observador individual estimará diferentes. La cuña neutra que separa el
“ A. S. E d d in g t o n , The Nature of the Physical World, Cambridge, 1928. Sir
Arthur Eddington me ha autorizado amablemente la publicación de este diagrama.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 431
pasado del futuro puede llamarse «presente absoluto» u «otro sitio abso­
luto», según que lo miremos en su aspecto de tiempo o de espacio.
Ese paso del tiempo del pasado al futuro, que nosotros interpretamos
intuitivamente en el lenguaje de la conciencia, no tiene correspondiente
en la física irreversible. Las ecuaciones de movimiento de los sistemas di­
námicos ordinarios, tanto terrestres como astronómicos, pueden interpre­
tarse en ambos sentidos; las fórmulas de Newton no marcan la dirección
en que gira un planeta en torno al Sol.
En cambio, la segunda ley de la termodinámica y el aumento irreversible
de la entropía hacia el máximum dentro de un sistema aislado presentan un
proceso físico de una sola dirección. La dispersión casual de sus molécu­
las, producida por sus colisiones mutuas, ha de acercarlas por fuerza a las
velocidades de distribución que da la ley de errores. A menos que conju­
remos a los duendes de Maxwell y controlemos las moléculas una por una
o esperemos sentados a que se unan las moléculas por pura casualidad para
formar grupos, sólo podrá invertirse ese proceso de escamoteo dando
marcha atrás al tiempo. Si viésemos que las moléculas se van integrando
cada vez más en grupos de velocidades iguales, tendríamos que deducir
que el tiempo estaba corriendo contra reloj. La segunda ley de la termo­
dinámica, o sea, el principio del aumento de la entropía, describe el único
e importantísimo procescT de la naturaleza, que coincide con la marcha
ineluctable del tiempo en la mente humana.

Relatividad y gravitación

Escribía en 1894 Üj . F. FitzGerald, de Dublín: «La gravedad se debe


probablemente a cambios estructurales del éter, producidos por la presencia
de la materia» 3¿. En el lenguaje de la antigua física esta sentencia expresa
el resultado de aplicar a la gravitación una forma general de relatividad,
que fue lo que hizo precisamente Einstein en 1915, al demostrar que las
propiedades del espacio, y en especial los fenómenos de la propagación
de la luz, demuestran que el continuo espacio-tiempo de Minkowski se
parece al espacio de Riemann y no al de Euclides, a excepción de zonas
infinitamente pequeñas 37.
36 Scientific Writings, pág. 313.
37 La distancia entre dos puntos depende de las diferencias de las coordenadas
dx dy. Si la dependencia se presenta en la forma
ds1 = g „ • dx1 + 2g12 • dxdy + g , ., • dy2,
entonces se trata de dimensiones riemannianas. Como caso especial dentro de esta
fórmula tenemos
ds2 = dx2 -f- dy2,
que es el teorema de Pitágoras, que se funda en el continuo euclidiano.
Las cantidades gn, g,2, g22 no sólo determinan las dimensiones o el sistema de
continuo, sino además el campo de gravedad. Einstein descubrió las nuevas leyes
de gravedad investigando las formas matemáticas más simples a que pueden redu­
cirse estas cantidades.
432 HISTO RIA DE LA CIENCIA

Este espacio-tiempo tiene sus caminos naturales, como los caminos


rectos del espacio tridimensional por los que estamos acostumbrados a ima­
ginar que se mueven los cuerpos, mientras no actúa sobre ellos alguna
otra fuerza. Dada la forma en que los proyectiles caen a tierra y en que
giran los planetas en torno al Sol, vemos que la materia que bordea esos
caminos debe ser curva y consiguientemente análoga, en cierto modo,
a una curvatura de espacio-tiempo. Al entrar otro cuerpo en esa zona
curva tiende a moverse hacia la materia o en torno a ella siguiendo una
ruta definida. En realidad, mientras concibamos la materia como masa
y no como electricidad, el único sentido que puede tener la materia hoy
día es el de una zona del espacio-tiempo en la que se produce esa curva­
tura. Si impedimos el libre movimiento del segundo cuerpo, deteniéndolo,
por ejemplo, con el bombardeo de las moléculas de una silla o de la
superficie del suelo, ejercemos una fuerza sobre él, que le parece se debe
a su propio «peso».
Este efecto se ve claramente en el ascensor. Cuando arranca el ascensor
hacia arriba se ve sometido a una aceleración que aparece a sus ocupantes
como un aumento temporal de su propio peso, un aumento que puede
medirse de hecho como cualquier peso ordinario con una balanza de
resorte. El efecto de la aceleración es idéntico al del aumento temporal
del llamado «campo gravitacional», hasta el punto de que es imposible
distinguir entre estas dos causas mediante ningún experimento conocido.
En cambio, si se dejase caer libremente un ascensor, sus ocupantes
no se darían cuenta de su movimiento. Si uno soltase una manzana que
llevase en su mano, ésta no caería más aprisa que el ascensor, y el obser­
vador la creería quieta. Este fue el principio de equivalencia que propuso
Einstein en 1911, con el que orientaba por primera vez el asunto hacia
la gravitación; en los años inmediatos fue venciendo las grandes dificul­
tades matemáticas que presentaba 38.
Entonces se vio claro que podía ser superflua la hipótesis newtoniana
de la atracción gravitatoria. El movimiento de un cuerpo hacia la Tierra
o siguiendo una órbita en torno a ella podría ser puramente la trayectoria
de su camino natural en una zona curva espacio-temporal.
El cálculo demuestra que las consecuencias de esta teoría coinciden
casi totalmente con las de Newton—es decir, totalmente para efectos prác­

“ Véase más arriba, en las notas 2 del capítulo V y 1 del capítulo VI, Lagrange,
Laplace y Hamilton. Einstein desarrolló ecuaciones generales que se reducían a las
de Laplace en el caso especial en que no hay materia ni energía en el punto pro­
puesto, y a las de Poisson cuando la energía se presenta totalmente en forma de
materia.
En relatividad general el movimiento de una pequeña partícula dentro de un
campo estático está determinado por la ecuación diferencial lagrangiana
d I 8L dL
= 0,
dt \ 8xr dx,
aunque aquí la L no representa, como en la dinámica clásica, una simple diferencia
de términos entre la energía cinética y la potencial.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 433

ticos y para el orden corriente de precisión de nuestras observaciones— .


Pero hay uno o dos fenómenos en los que es justamente posible idear un
experimento crucial. El más famoso de estos dos consiste en la desviación
que produce el Sol en un rayo de luz. Según el principio de Einstein, esa
desviación es doble de lo que supone la teoría de Newton. La única forma
de comprobar esas desviaciones mínimas consiste en fotografiar durante
un eclipse solar una estrella que aparezca justamente fuera del disco del
Sol. Esto es lo que hizo Eddington durante el eclipse de 1919 en Príncipe,
en el golfo de Guinea, y Crommelin, en el Brasil. Así se vio que la imagen
de la estrella más próxima se encontraba desplazada, en comparación con
las estrellas más distantes del Sol, y que ese desplazamiento coincidía
con el que requerían los cálculos de Einstein.
En segundo lugar, la diferencia de cuarenta y dos segundos de arco
por siglo que presentaba la órbita de Mercurio, y que en la teoría de
Newton quedaba sin resolver, encontró en seguida explicación en la teoría
de Einstein, el cual calculó una variación de cuarenta y tres segundos
de arco.
En tercer lugar, según el principio de la relatividad, los átomos deben
vibrar más despacio en un campo gravitatorio. Por tanto, en conjunto, las
rayas del espectro solar^en el que la gravedad es más intensa, debieran
desplazarse hacia el rojo, en comparación con las rayas de los espectros
correspondientes de la Tierra. Aunque el cambio que pudiera esperarse
apenas es perceptible, los recientes experimentos acusan su existencia. Natu­
ralmente, debe ser mayor en los espectros de las estrellas densas; dándose
por supuesto que así es en realidad, se ha tomado por base para medir la
densidad de tales estr&tlas.
Parece, pues, que desde el punto de vista de explicación y precisión
la teoría de Newton debe ceder el puesto a la de Einstein. Al parecer, la
física reciente está rompiendo con los conceptos fundamentales que le
sirvieron de guía feliz desde los tiempos de Galileo, y esa ruptura se ma­
nifiesta en dos direcciones: en la tepría cuántica y en la de la relatividad.
Las nuevas ideas necesitan nuevos vehículos de expresión. Es claro que
en ciertos aspectos la dinámica de Newton, que inició dos siglos de gloria
a la ciencia moderna, está resultando inadecuada para las tareas que
imponen los conocimientos actuales. Incluso ha terminado por desvane­
cerse la misma materia, cuyo concepto forma la base de la dinámica clási­
ca. La idea esencial de sustancia, como algo extenso en el espacio y dura­
dero en el tiempo, carece actualmente de sentido, ya que ni el tiempo ni
el espacio tienen valor absoluto ni real. La sustancia se ha convertido en
una simple serie de acontecimientos, relacionados de alguna manera desco­
nocida, y tal vez casual, y que ocurren en el espacio-tiempo. De esta
manera, la relatividad viene a reforzar los resultados que se siguen de la
última teoría atómica. La dinámica de Newton basta todavía para predecir
los fenómenos físicos con un alto grado de precisión y para resolver los
problemas prácticos de la astronomía, de la física y de la ingeniería. Pero
434 HISTORIA DE LA CIENCIA

como conceptos físicos últimos sus teorías pasaron a la historia con la


gloria que merecen.
Tal vez el mejor modo de derivar las leyes de la naturaleza del princi­
pio general de la relatividad sea el principio del mínimum, que aplicó
Hilbert en 1915. Ya Herón, de Alejandría, había descubierto que la luz
reflejada sigue el camino por el que la distancia total recorrida resulta
mínima. En el siglo xvn lo amplió Fermat, erigiéndolo en el principio
general del tiempo mínimo. Cien años después desarrollaron el principio
dinámico de la acción mínima Maupertuis, Euler y Lagrange; en 1834
demostró Hamilton que todas las leyes gravitatorias, dinámicas y eléctricas
podrían representarse como problemas de mínimum. Hilbert demostró
que, conforme al principio de relatividad, la gravedad actúa de forma que
reduce a un mínimum la curvatura total espacio-temporal39 o, según lo
expresó Sir E. T. Whittaker, «la gravitación representa simplemente el
esfuerzo continuo del universo por enderezarse»
La teoría general de la relatividad barrió de un golpe la idea de una
fuerza mecánica debida a la gravitación o atracción de los cuerpos: la
gravedad se convirtió en una propiedad métrica del espacio-tiempo. En
cambio, hubo que seguir considerando que en los cuerpos electrizados
imantados actuaban ciertas fuerzas. Weyl y otros intentaron reducirlas
a la teoría general, pero sin lograrlo del todo. Hasta que en 1929 anunció
Einstein que había ideado una nueva teoría unitaria sobre los campos de
fuerza: suponiendo que el espacio es algo intermedio entre el de Eucli-
des y el de Riemann, esta nueva teoría reduce también el electromagnetis­
mo a una propiedad métrica espacio temporal41.
Eddington había anunciado en 1928 otra coordinación de esos dife­
rentes conceptos42. La carga electrónica e aparece en la ecuación ondu­
latoria para dos electrones en la combinación h c /ln é 2, siendo h el cuanto
de acción y c la velocidad de la luz. Basándose en los principios cuánticos
y de relatividad, calculó Eddington el valor numérico de esa combinación
en 136. Según los cálculos de Millikan, el valor e da para esa misma
cantidad la cifra 137,1. La diferencia rebasa el margen de errores probables
experimentales, pero es muy interesante su aproximación. En realidad,
día a día se hacía más probable la posibilidad de integrar todos estos con­
ceptos modernos en una nueva síntesis física.

19 Todos los hechos físicos, gravitatorios, eléctricos, etc., están determinados


por una función de escala mundial, de tal naturaleza que anula la variación
de la integral
SSSS 5 dx0 dxi dx, dx,.
" British Association Report, 1927, Address to Section A, pág. 23.
“ A. E instein , dos artículos aparecidos en The Times el 3 y 5 de febrero
de 1929.
” A. S. E d d in g t o n , Proc. Roy. Soc. A, vol. CXXII, 1928, pág. 358.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 435

La física reciente

Los principios básicos de la termodinámica, como se expusieron en el


capítulo VI, condujeron a los experimentos de Thomson y Joule sobre la
libre expansión de los gases, a la escala absoluta de la temperatura y a la
licuefacción del hidrógeno y helio (pág. 261). En años posteriores se am­
pliaron estos métodos aplicándolos al campo de la ingeniería. Así propor­
cionaron grandes cantidades de aire líquido y de otros gases a la indus­
tria y pusieron las más bajas temperaturas a la disposición de los físicos,
químicos e ingenieros. El punto de ebullición del hidrógeno a la presión
de la atmósfera es de 252,5 grados centígrados bajo cero, y el del helio,
268,7. Acaso no carezca de interés el observar que P. L. Kapitza ideó
entre 1931-33 un nuevo tipo de aparato adiabático para licuar el hidró­
geno y el helio, consistente en una máquina, cuyo pistón ajustado holga­
damente se mueve en doble sentido en línea recta. Se enfría el gas en
aire o nitrógeno líquidos, se lo comprime en la máquina a unas 25-30 at­
mósferas y se lo deja escapar por el intersticio entre el pistón y el cilin­
dro. Así se le enfría más aún, hasta que, finalmente, se lo licúa por el
método Thomson-Joule. Con aparatos modernos se pueden obtener tem­
peraturas hasta una fraccióp. de grado del cero absoluto.
Sir Geoffrey Taylor ha estudiado, bajo el punto de vista matemático
y experimental, las propiedades de la materia en bloque, con todas sus
irregularidades y turbulencias, hasta lograr un primer intento de teoría
completa. Sus resultados presentan muchas aplicaciones, particularmente
a la meteorología y aeronáutica, a la corriente de los fluidos turbulentos
a través de tuberías y ? l a deformación plástica de los cristales. P. L. Ka­
pitza desarrolló en 1924, 1927 y años sucesivos un nuevo método para
la investigación de las propiedades magnéticas de los metales y de otros
efectos magnéticos. Trabajó primero en Cambridge y posteriormente en
Moscú43. La característica esencial de este método consiste en pasar una
intensa corriente eléctrica por una bobina durante una pequeña fracción
de segundo; el experimento se realiza por medio de maquinaria automá­
tica y la rapidez de la operación tiene por objeto impedir que se recaliente
excesivamente. Al principio se obtenía la corriente cargando lentamente
y descargando con rapidez una batería de acumuladores; pero después se em­
pleó un generador eléctrico de 2.000 kilovatios del tipo turboalternador
de una sola fase: la energía se almacenaba en forma cinética en el rotor
del generador y se liberaba en forma eléctrica al producirse el cortocir­
cuito en la máquina por la turbina. Un interruptor automático establecía
el circuito en el punto cero de la fuerza electromotriz y lo cortaba en
cuanto cesaba la corriente. Sólo se utilizaba medio ciclo de la corriente
alterna, el cual duraba como la centésima parte de un segundo; la espiral
estaba dispuesta de forma que produjese una onda-corriente de superficie
plana, de manera que el campo magnético resultaba casi constante para
43 Proc. Roy. Soc. A, 1924, 1927.
436 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

el corto tiempo que duraba la operación, alcanzando un valor de varios


cientos de miles de «gauss». La construcción de la planta representaba
una obra de ingeniería de gran envergadura y de mucho coste, y, además,
había que instalarla en un laboratorio construido especialmente para ella.
La bobina estaba a 20 metros de la dínamo y el experimento quedaba
totalmente terminado antes de que llegase al aparato el choque del corto­
circuito, que se transmitía por el suelo a una velocidad de 2.000 a 3.000
metros por segundo.
Kapitza y H. W. B. Skinner volvieron a investigar en la primera planta
el efecto de Zeeman en un campo de 130.000 gauss; en la segunda midió
Kapitza las resistencias específicas de los cristales de oró y bismuto.
Halló que en los campos magnéticos débiles los cambios seguían una ley
bidimensional, y en los fuertes, una lineal; obtuvo mediciones de 35 ele­
mentos metálicos desde la temperatura ambiente hasta la del aire líquido.
Entre 1931-1933 quedaron fijadas las sensibilidades magnéticas de mu­
chas sustancias a través de una amplia gama de temperaturas; para ello
se empleó un nuevo aparato, ideado por Kapitza, para licuar hidrógeno
y helio.
En el capítulo X expuse los trabajos iniciales realizados en termonió-
nica. Sir O. W. Richardson fue el primero que estudió en detalle la fuga
de electrones de los cuerpos calientes en el vacío y el primero que dio una ex­
plicación completa del fenómeno; además, con sus trabajos sobre fotoemisión
contribuyó mucho a explicar la interacción entre la materia y la radiación.
También investigó la emisión de electrones en sus relaciones con la acción
química y contribuyó a tender el puente entre los espectros de los rayos X
y ultravioleta. Más recientemente aplicó Richardson la nueva mecánica
cuántica a los problemas del espectro del hidrógeno y de la estructura de
sus moléculas.
Entre los nuevos tipos de aparatos que se han inventado para servicio
de la física moderna y que han conducido, a su vez, a nuevos problemas
y soluciones, debemos mencionar el microscopio electrónico. Como vimos
arriba, las fuerzas magnéticas desvían las corrientes de electrones de su
camino recto, lo mismo que las lentes los rayos de luz. Y así como se
pueden disponer las lentes de forma que se obtenga mediante la luz una
imagen aumentada, pueden utilizarse también las fuerzas magnéticas para
producir una imagen en una placa fotográfica. Como la longitud de las
ondas relacionadas con los electrones representa sólo la millonésima parte
de la longitud de las ondas lumínicas, pueden obtenerse con ella buenas
reproducciones de objetos diminutos. Se han llegado a fotografiar partícu­
las de virus y hasta se han rozado casi las dimensiones moleculares.
La teoría de las ondas electromagnéticas se debe a Clerk Maxwell
— 1870— , si bien el primero que las descubrió de hecho fue Hertz— 1887— .
Dos inventos de orden práctico permitieron su utilización en radiotele­
grafía y telefonía: el cable aéreo o antena, que aplicó Marconi para emitir
y recoger las señales y poner en acción la suficiente energía, y la aplicación
del mecanismo que describí antes al hablar de la válvula termoiónica.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 437
Las ondas que utilizaron Hertz y otros investigadores de la primera
época consistían en oscilaciones eléctricas producidas por una bobina de
inducción, muy amortiguadas y de cortísima duración. Pero para la radio­
transmisión se necesitan corrientes de ondas continuas no amortiguadas.
Si se conecta un alambre al rojo con el terminal negativo de una batería
y una lámina de metal introducida en el tubo con el terminal positivo, se
establece una corriente negativa desde el alambre a la lámina, transportada
por los electrones emitidos; pero si se invierten los terminales, no fluye
corriente ninguna apreciable; así se puede utilizar la válvula termoiónica
como rectificador, dejando pasar la mitad de la onda y cerrando el paso
a la otra mitad. Si se interpone una tela metálica entre el alambre al rojo
y la lámina y se la electriza positivamente, se favorece la emisión de elec­
trones, aumentando con ello la corriente termoiónica, así como disminuye
ésta si se electriza la tela metálica negativamente. Si alterna de potencial,
la corriente oscila, con lo que se superpone una corriente alterna sobre
la directa: estas alternancias pasan por el circuito primario de un trans­
formador y luego vuelven desde el secundario para comunicar a la red
metálica su propio potencial alterno y mantener así la acción del aparato.
Así, pues, las válvulas termoiónicas pueden servir para emitir una corriente
constante e inamortiguaqla de ondas y para rectificarlas al recibirlas. Inte­
rrumpiendo estas corrientes rectificadas de 100 a 10.000 veces por segundo
y haciéndolas pasar por un teléfono, se produce un sonido del tono corres­
pondiente, haciendo con ello posible la radioconferencia.
La energía que irradia una antena puede dividirse en una onda de
tierra, que se desliza sobre la superficie del suelo, y una onda espacial,
que arranca por enciflTa de la línea del horizonte. Estas últimas conservan
su energía a distancias mucho mayores que las que cabría esperar si las
ondas espaciales atravesasen libremente el espacio. Esta transmisión a larga
distancia se debe a que la atmósfera superior está ionizada por los rayos
del Sol, lo cual la hace buena conductora. Esta parte de la atmósfera se
llama ionosfera y también capa de Kennelly-Heaviside, por ser éstos los
primeros que llamaron la atención sobre su existencia. Al penetrar las
ondas eléctricas en esta zona conductora son reflejadas o refractadas
hacia tierra, y si la distancia es suficientemente grande, rebotan de tierra
a la ionosfera, tal vez varias veces, y así se propagan como canalizadas.
Examinando el comportamiento de las radioondas de larga distancia obtu­
vieron mucha información sobre la capa o capas de la ionosfera, primero
Sir Edward Appleton y Barnet, y en 1925, mediante cortos impulsos de
radioondas, Breit y Tuve, en América. Luego, en 1926, demostró Appleton
la existencia de otra zona de reflexión o refracción, de más potencia eléc­
trica que la anterior, a unas 150 millas de tierra. Esta reflexión permite
a las radioondas curvar su trayectoria y bordear la Tierra. Principios pare­
cidos presiden la práctica de la radiolocalización, que ahora llaman rádar.
Los cuerpos sólidos reflejan las radioondas, produciendo así su eco en
el punto de proyección. El enorme servicio que suponía este principio para
438 H ISTORIA DE LA CIENCIA

las operaciones bélicas provocó un desarrollo pasmoso del radar en todas


direcciones durante los años 1939-1945 44.
En la mayoría de los casos se usa el método de pulsación: un oscilador
eléctrico emite una ráfaga de radiaciones de longitudes de onda medidas
en centímetros— ráfagas que a veces sólo duran la millonésima parte de
un segundo— . La energía necesaria se produce por medio de un magnetrón
—que es una válvula en la que los electrones se controlan magnéticamen­
te— . Este mecanismo fue obra de un equipo de técnicos de la Universidad
de Birmingham. Por medio de antenas se concentra la energía en un haz
claramente localizado, el cual puede escudriñar el espacio y revelar obje­
tos distantes, lo mismo que un proyector: así, detecta barcos, aviones,
bombas volantes, contornos de tierra y hasta la condensación de gotas
de lluvia, mensajeras de inminente tormenta. Los ecos los recoge un hete-
rodino receptor y los revela un tubo indicador de rayos catódicos.
En 1940, los ingleses utilizaron el rádar para detectar los ataques de
la aviación enemiga; con ello contribuyó este invento a ganar la batalla
de Inglaterra y mediante ella a asegurar la salvación de «los muchos» por
medio de «los pocos». La cooperación con los Estados Unidos aseguró
la superioridad del rádar de los aliados, lo cual fue un factor importante
en la elaboración de la victoria.
El rádar ha revolucionado la táctica naval y la misma navegación, ya
que alcanza a ver y localizar barcos a distancia y entablar la lucha antes de
que el enemigo esté a la vista. El rádar es invulnerable a la oscuridad:
puede guiar los barcos hasta el puerto en medio de una niebla y conducir
a los aviones a sus objetivos y volverlos a sus bases.

Atómica nuclear

Afirmé anteriormente que así como las estelas nebulosas que trazan
las partículas electrizadas positivamente, emitidas por las sustancias radiac­
tivas, son generalmente rectilíneas, así se observan ocasionalmente cambios
bruscos de dirección. Rutherford dedujo en 1911 la aparición de estas
curiosas desviaciones de ciertas observaciones menos directas e imaginó
que el corazón del átomo consiste en un núcleo positivo y diminuto, que
repele la partícula alfa al chocar con ella45.
Al principio se concibió el átomo como un sistema planetario con
una corona de electrones negativos girando alrededor del núcleo por rutas
newtonianas; pero, como ya expuse, con la invención y aplicación de la
teoría cuántica se produjo una revolución en los conceptos atómicos. Los
rasgos principales de la nueva teoría quedaron establecidos en el período
ya historiado. Pero en los años siguientes se produjo una segunda revolu­
44 Radar, Governments of the United States of America and Great Britain, 1945.
45 N. F e a t h e r , Nuclear Physics, Cambridge, 1936; Lord R u t h e r fo r d , The Ne-
wer Alchemy, Cambridge, 1937; G . G am ow , Atom ic Nuclei, Oxford, 1937; E. N. da
C. A n dr ade , The A tom and its Energy, Londres, 1947; Sir G e o rg e T h o m so n , The
Atom, Oxford, 1947.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 439

ción en las ideas, debida principalmente al descubrimiento de nuevas


clases de partículas subatómicas y a los nuevos métodos empleados para
producirlas, contarlas y utilizarlas.
Antes de tratar de estas nuevas partículas debemos reseñar los gran­
des progresos que hicieron Aston y otros investigadores en el conocimiento
de los pesos atómicos de los elementos y de sus isótopos46. El espectrógrafo
de masa de Aston, cuyo primer modelo se conserva actualmente en el
Museo de Ciencias de South Kensington, se basaba en el principio del
aparato de Sir J. J. Thomson para examinar los rayos positivos. La ampo­
lla de vidrio B, mantenida a baja presión mediante una bomba de mercu­
rio, contiene o un compuesto volátil del elemento que se trata de analizar
o un ánodo de una de sus sales haloideas. El ánodo se encuentra en A; el
cátodo C está perforado por un orificio Si. Otro orificio, S2, sirve para
dar paso a un fino haz de rayos positivos, los cuales vienen del ánodo

y pasan por el cátodo perforado. Este haz fino es conducido entre dos
láminas aisladas, E\ y conectadas con los polos opuestos de una batería
de 200 a 500 voltios, de donde se lo proyecta en un espectro eléctrico.
Luego se aísla una parte del espectro mediante dos diafragmas y después
se la pasa entre los polos de un electroimán M. Dos láminas F de latón
enterradas protegen los rayos contra cualquier campo eléctrico extravia­
do; los rayos, después de dar una imagen enfocada del orificio, inciden en
la placa fotográfica. Las desviaciones producidas por las fuerzas eléctricas
y magnéticas enfocan los rayos de diversas velocidades, pero del mismo
valor e/tn— que es la razón entre la carga y la masa—sobre un mismo
punto de la placa.
Tomando como ya conocida una raya del espectro y comparándola
con otras de campos magnéticos y eléctricos desconocidos, se puede deter­
minar la masa relativa de los proyectiles atómicos. También se puede calcu­
lar la masa relativa por la fuerza del campo eléctrico: para ello se man­
tiene constante el campo magnético y se va ajustando el eléctrico hasta
que las rayas desconocidas ocupan la posición primera de la raya conocida. En
cualquiera de estos dos métodos se pueden comparar las masas de las
partículas desconocidas con las conocidas; este instrumento sólo mide lo
relacionado con la masa; se le puede llamar con toda razón espectrógrafo
46 F. W. A ston, A tes Spectra and Isotopes, Londres, 1933.
440 H ISTORIA DE LA CIENCIA

de masa. El primer modelo daba imágenes con una precisión de milésimas;


el segundo, ya mejorado, precisaba hasta la diezmilésima. Dempster, de
Chicago, inventó otro tipo de aparato, que curvaba los rayos en semicírculo
mediante un campo magnético. Todavía Bainbridge, de Harvard, ideó
otro espectrógrafo de masa, logrando mediciones sumamente afinadas.
En cuanto se puso en marcha el primer espectrógrafo de masa de
Aston, en 1919, llovieron los resultados en rápida sucesión. Dos rayas
concretas del espectro confirmaron los resultados de Thomson sobre el
neón; durante algún tiempo casi cada semana se descubría algún nuevo
isótopo. Bien pudo decir Aston, en 1933, en su libro Mass Spectra and
Isotopes: «Actualmente, entre todos los elementos de que se sabe existen
en cantidades razonables, sólo quedan por analizar 18»; para 1935 se
conocían ya unos 250 isótopos estables. Al parecer, el elemento más com­
plejo es el estaño, con sus 11 isótopos, que se suceden por su número de
masa desde el 112 al 124. Estos experimentos corroboraron la ley atómica
de los números enteros, que Prout fue el primero en sugerir; puede de­
cirse que prácticamente hasta el número 210 a cada cifra corresponde
un átomo elemental estable conocido. Muchas casillas tienen números
duplicados y algunas hasta triplicados con «isótopos», o sea, átomos que
«ocupan el mismo sitio» por tener igual peso, si bien poseen propiedades
químicas diferentes. También se los llama «isóbaros» o de idéntico peso47.
Ya expliqué antes cómo quedó establecida la naturaleza de las par­
tículas alfa y beta desde los primeros estudios de Rutherford sobre la
radiactividad. La partícula alfa es un núcleo de helio; según la medida
obtenida por Aston, posee una masa nuclear de 4,0029—la del oxígeno
es de 16—y una carga eléctrica positiva + 2e, dos veces la carga nega­
tiva — e del electrón. La partícula alfa se mueve con una velocidad que
oscila alrededor de los 2 por 10’ centímetros, es decir, 10.000 millas por
segundo. Al núcleo de hidrógeno o protón se le asignó entonces una masa
de 1,0076 y una carga positiva de le. Indicó Birge que los hechos suge­
rían la existencia de un isótopo pesado del hidrógeno, mientras que Giau-
que y Johnson, observando los espectros de rayas, comprobaron la exis­
tencia de oxígeno pesado de masa 17 y 19. Lo mismo comprobó Mecke
posteriormente.
Mediante un proceso de fraccionamiento descubrió Urey en 1932 que
existe entre el hidrógeno ordinario, en la proporción de hasta el 1 por 4.000,
un isótopo del hidrógeno de masa 2, o sea, doble de la norm al48. A este
hidrógeno pesado—2H— se le dio el nombre de «deuterio»—D— ; al
pasar por él una descarga eléctrica, algunos de los átomos pierden un
electrón, convirtiéndose en iones positivos, llamados ahora «deuterones».
Al parecer se componen de un protón y de un neutrón unidos entre sí.
Electrolizando agua ordinaria, Washburn obtuvo una nueva sustancia, el
agua pesada, en la que el hidrógeno ordinario es sustituido por un isó­

" F. W. A s t o n , “Forty Years of Atomic Theory”, en Backgrourtd to Modern


Science, Cambridge, 1938.
41 Phys. Review, XL, 1932, pág. 1.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 441

topo. Lewis logró aislar el agua pesada; es como un 11 por 100 más densa
que el agua ordinaria y tiene diferentes puntos de congelación y ebullición.
Ahora que se dispone del deuterio, puede determinarse con más precisión
la masa del hidrógeno neutro— ’H— , y se ha comprobado que tiene 1,00812.
También pueden detectarse en la cámara de niebla de Wilson otros rayos
penetrantes que están cruzando la atmósfera sin cesar. Parecen ser de
origen cósmico y fueron objeto de intensos estudios en los últimos años,
especialmente por parte de R. A. Millikan y de sus colegas49. Puede de­
cirse que el tema lo inició Góckel en 1909; más tarde lo continuaron
Hess y Kolhorster; todos ellos comprobaron que el electroscopio dispa­
raba más de prisa cuando se lo subía en un globo que cuando descansaba
en tierra, lo cual indicaba en el primer caso un aumento en el número de
rayos ionizantes. En 1922 se reprodujeron estos experimentos a 55.000 pies
de altura, y en 1925, Millikan y Cameron sumergieron unos electroscopios
a 70 pies de profundidad en agua, libre de radio, y fueron notando una
constante disminución en el índice de descargas. Años más adelante otros
investigadores bajaron a mayores profundidades. Esos rayos, pues, tienen
más poder de penetración que todos los de la Tierra. El efecto magnético
que ejerce la Tierra sobre esos rayos es incompatible con la idea de que
procedan de la alta atmósfera. Más aún, esos rayos tienen la misma inten­
sidad noche y día; por consiguiente, no proceden del Sol. Y siguen
apareciendo en el hemisferio Sur incluso cuando ya no es visible la Vía
Láctea; por tanto, tampoco pueden generarse en nuestra galaxia; deben
proceder, pues, de otros cuerpos más lejanos o del espacio libre.
Al principio se calculaba a bulto la energía de estos rayos, por su poder
de penetración; el jWmero que la midió con más precisión fue Cari An-
derson y Millikan, haciéndolos pasar por un campo magnético de gran
potencia y observando sus desviaciones. Su energía ascendía a unos
6.000 millones de electrón-voltios en una raya bastante definida. Con este
aparato descubrió Anderson en 1932 partículas positivas con la masa de
electrones negativos, cuya existencia había pronosticado teóricamente Dirac.
Se les dio el nombre de positrones. Se recordará que anteriormente la
partícula positiva más pequeña que se conocía era el núcleo del átomo
de hidrógeno, es decir, el protón, con una masa unas 2.000 veces mayor
que la del electrón; así cambió una vez más radicalmente nuestra idea
sobre la materia.
Al pasar por la materia, los positrones, como las otras partículas elec­
trizadas, originan ondas electromagnéticas, y en los rayos cósmicos, sus
frecuencias son más altas aún que las de los rayos X y gamma, oscilando
entre las 10“ y las 1024 por segundo— las de la luz visible son del orden
de las 1014— . Estas frecuencias no se miden directamente, sino diviendo
la energía por la constante h de Planck.
Siguiendo las líneas directrices de la teoría cuántica, propuso Compton
® R. A. M il l ik a n , Cosmic Rays, Cambridge, 1939. R. A. M ill ik a n y H. V. N e -
her, Energy Distribution of Incoming Cosmic Ray Particles, American Philosophical
Society, 1940.
442 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

en 1923 la idea de una unidad de radiación comparable al electrón y al


protón, y la llamó fotón. Cuando un fotón choca con suficiente energía
en el núcleo de un átomo, especialmente si éste es pesado, aparece en la
cámara de niebla una pareja de electrones de carga positivo-negativa. Este
fenómeno lo apuntaron ya en 1933 Blackett y Occhialini; poco después
lo confirmó Anderson. La energía cinética de ese par de electrones creados
era de 1.600.000 electrón-voltios aproximadamente, cuando la energía del
fotón incidente era de 2.600.000 electrón-voltios. La diferencia de un
millón de electrón-voltios mide la energía «propia» del par de electrones,
materializados de unos fotones de energía radiante: es un caso de con­
versión de radiación en materia. Inversamente, si dos electrones, uno
positivo y otro negativo, se aniquilan mutuamente, saltan en direcciones
opuestas dos fotones de radiación electromagnética, cada uno de medio
millón de electrón-voltios de energía. Así lo demostraron experímental-
mente Thibaud y Joliot en 1933.
En los rayos cósmicos se han registrado energías de 3.000 y 4.000 mi­
llones de electrón-voltios— 109—al nivel del mar. Con frecuencia se pre­
sentan en chaparrones, sobre todo cuando se los mide a la altura del
Pike’s Peak—de 14.000 pies— . Según la teoría de Bethe-Heitler sobre la
formación de estos aguaceros cósmicos, el choque de un electrón de alta
potencia empieza transformando su energía en un «fotón-impulso»; éste
produce una pareja de electrones, cada uno de los cuales repite el proceso,
hasta que toda la energía degenera convirtiéndose en fotones y electrones
de inferior potencia. Es probable que los positivos que penetran proce­
dentes de fuera no lleguen a bajar hasta el nivel del mar, y que los posi­
tivos y negativos de alta potencia que se observan en las cámaras de niebla
sean secundarios producidos en la atmósfera. Anderson y Neddermeyer
supusieron en 1934 que las estelas de alta penetración están formadas
por partículas de masa intermedia entre los electrones y protones, a las
que por lo mismo denominó Anderson «mesotrones». En 1938 confirma­
ron su hipótesis: al medir su masa hallaron 220 masas electrón, frente
a unas 2.000 que tiene el protón—otros investigadores obtuvieron, en 1939,
200 masas electrón— . Se ve, pues, que hoy día hace falta un esquema
muy complicado para representar la estructura de la materia.
Las partículas encontradas en los rayos cósmicos son en su mayoría
electrones, dándose sólo un número reducido de protones. Esto indica
que los rayos en cuestión no pueden haber atravesado,una cantidad apre-
ciable de materia antes de penetrar en el sistema solar, como también
parece significar que no pueden haberse formado en las estrellas de
nuestra galaxia, sino que tienen que proceder del espacio exterior.
¿Qué es lo que origina los rayos cósmicos o cómo se forman? Es
ésta una pregunta que permanece aún en el terreno de la especulación.
Se ha sugerido que su causa puede ser: 1) lluvias de electrones a través
de algún campo electrostático celestial; 2) a través de los campos magné­
ticos de estrellas dobles, o 3) la transformación total o parcial de la masa
de los átomos en radiaciones cósmicas, de acuerdo con la ecuación de
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 443

Einstein me2 — E. Los elementos que más abundan liberarían energías,


que oscilarían entre los 11.000 y los 28.000 millones de electrón-voltios: la
mitad de la energía saldría disparada en una dirección y la otra mitad en
dirección contraria. Así, una de las mitades daría una banda entre los
5.000, 10.000 y 14.000 millones de electrón-voltios, que es más o menos
el valor que se observa.
Se recordará que Rutherford descubrió en 1919 que al bombardear
ciertos elementos, como el nitrógeno, con rayos alfa, se producían trans­
formaciones atómicas, con emisión de núcleos de hidrógeno o protones
de alta velocidad, un descubrimiento que confirmó Blackett poco después
fotografiando la trayectoria de los protones en una cámara de niebla wilso-
niana. Este descubrimiento constituyó el punto de partida de un inmenso
desarrollo en la técnica de controlar las transformaciones atómicas, que
dio resultados sorprendentes. Cuando Bothe bombardeó así el berilio,
de masa 9, obtuvo una radiación nueva, más penetrante aún que los más
duros rayos gamma del radio. (Sir) James Chadwick demostró en 1932 que
la mayor parte de esa radiación no pertenecía al tipo de rayos gamma,
sino que consistía en una corriente de partículas rápidas y sin carga de la
misma masa aproximada de los átomos de hidrógeno. Se las puede obtener
fácilmente mezclando unos miligramos de sal de radio con berilio en polvo
en un tubo cerrado, por cuyas paredes se escapan las partículas. Debido
a su falta de carga, estas partículas, llamadas actualmente «neutrones»,
pasan libremente entre los átomos que encuentran en su camino sin pro­
ducir ionización.
He aquí una lista de las partículas conocidas hasta 1944—indudable­
mente se pueden segteir descubriendo más— :
Masa
NOMBRE en unidades Carga eléctrica
electrón

Electrón o partícula beta ......... 1 —e


Positrón ......................................... 1 + e
Mesotrdn ........................................ 200 + e
Protón ............................................ 1800 +e
Neutrón ......................................... 1800 0
Deuterón ........................................ 3600 4- e
Partícula alfa ................................ 7200 + le

Aparte de estas partículas, que se consideran como materiales, está el


.fotón, que es la unidad de radiación. No cabe duda: el universo es com­
plejo y misterioso.
Como demostraron Feather, Harkins y Fermi, los neutrones, especial­
mente los neutrones lentos, son de enorme eficacia para inducir trans­
formaciones nucleares, a pesar de no producir ionización. Al no ser repe­
lidos, como las partículas alfa, por el núcleo de carga positiva, pueden
penetrar fácilmente aun en núcleos densos y alterar su naturaleza. Por
ejemplo, cuando se hace el experimento con una placa fotográfica im­
444 H ISTORIA DE LA CIENCIA

pregnada en sal de litio, pueden verse las estelas opuestas por un micros­
copio. Parecidas transformaciones se observan en el boro y especialmente
en un isótopo más ligero del uranio.
Cuando los esposos Curie-]oliot bombardearon directamente estos
átomos ligeros con rayos alfa, obtuvieron nuevas sustancias radiactivas.
Así, después de bombardear por cierto tiempo el boro con rayos alfa, se
vio que empezaba a emitir una corriente de positrones. Su actividad dege­
nera, igual que la radiactividad normal, en progresión geométrica, redu­
ciéndose a la mitad en once minutos. Esta transmutación puede expresarse
en esta ecuación química:
,0B + “He -*• UN — ,3N + neutrón.

El núcleo de nitrógeno ,4N es inestable por razón de su excesiva energía,


por lo que se desintegra en l3N, que es más estable, más un neutrón. Luego
el ,3N se transforma más lentamente en carbono estable, más un positrón:
,3N -*• ,3C + £+ .

El radionitrógeno puede recogerse como gas radiactivo con las propiedades


químicas del nitrógeno.
Son muchas las sustancias que se han radiactivado por medio de las
partículas alfa, de los protones rápidos y especialmente de los neutrones
lentos, los cuales resultan eficaces aun con los elementos más pesados.
Pero hasta ahora sólo he expuesto las transmutaciones controladas de
elementos, producidas a base de bombardearlos con partículas de dife­
rentes clases, derivadas todas ellas directa o indirectamente de sustancias
radiactivas. El número de semejantes partículas que puede obtenerse por
estos procesos es muy pequeño; durante muchos años confiaron los físicos
en que se encontraría algún medio artificial de producir corrientes inten­
sas de partículas eficaces. Estas esperanzas llegarían a realizarse con el
tiempo.
Sometiendo el hidrógeno o su isótopo deuterio al paso de una descarga
eléctrica, se puede producir una lluvia copiosa de protones y deuterones;
sólo que para imprimirles las altas velocidades necesarias para producir
transmutaciones hay que acelerarlas mediante un campo eléctrico de in­
mensa potencia. Para producir voltajes del orden del millón se necesitan
aparatos de ingeniería de gran envergadura, con bombas modernas de alta
velocidad para mantener un buen vacío.
En los experimentos pioneros que realizaron en Cambridge, Cockcroft
y Walton multiplicaron el voltaje de un transformador mediante un sis­
tema de condensadores y rectificadores; ahora se espera que puedan
obtener con un aparato gigante una corriente directa de dos millones de
voltios, que produciría una chispa de cerca de siete metros. También Van
de Graaff, de Washington, ha ideado un aparato electrostático, en el que
un conductor inyecta continuamente cargas en una bola metálica hueca,
aislada, hasta obtener un potencial de unos cinco millones de voltios.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 445
El profesor E. Lawrence, de California, ha inventado un acelerador,
denominado «ciclotrón», en el que los iones pasan por un campo eléctrico
alterno y por otro magnético situado en ángulo recto; esta disposición
hace que los protones o deuterones describan una trayectoria en espiral
de radio constantemente creciente, entrando y saliendo del campo eléctrico
a intervalos. En una frecuencia particular del potencial alterno los iones
alcanzan siempre un momento en el campo eléctrico en el que la fuerza
eléctrica los coge en la dirección propicia para acelerarlos más. De esta
manera obtenía Lawrence intensas corrientes de protones y deuterones
con energías que llegaban hasta los 16 millones de voltios, transportando
una corriente de 100 microamperios, que equivale a la proyección de las
partículas alfa, que emanarían de unos 16 kilos de radio puro.
Aparatos de este tipo ponen unas armas potentísimas en manos de
los experimentadores; pero Cockcroft y Walton demostraron que se podía
transformar artificialmente el litio y el boro con protones del orden de
sólo 100.000 voltios. Desde este voltaje hasta los millones de voltios de
los ciclotrones disponen nuestros laboratorios de una amplia gama de pro­
yectiles de transmutación.
El litio consta de dos isótopos de masa 6 y 7. Sometido al bombardeo
de los protones, uno de ésos logra penetrar ocasionalmente en un núcleo
de 7Li, de donde r e s u lta r e , el cual es inestable y se desintegra en el acto
en dos partículas alfa rápidas o núcleos de helio, que salen disparadas en
direcciones contrarias. Si usamos como proyectiles deuterones en vez de
protones, al capturar el 6Li un deuterón cede también un núcleo sBe, pero
con gran exceso de energía. Este se desintegra, como en el caso anterior,
en dos partículas alí% sólo que éstas tienen mayor velocidad que las
procedentes del 7Li por la acción de un protón. Cuando el 7Li capta un
deuterón forma 9Be, el cual se escinde inmediatamente en dos partículas
alfa más un neutrón.
Estas transmutaciones son únicamente ejemplos— que estudiaron por
primera vez Oliphant y Harteók— . Para producirlas basta emplear
20.000 voltios para acelerar el deuterón que hace de proyectil. Se han
realizado otros muchos cambios de muchísima mayor complicación. De
estos experimentos surgieron nuevos isótopos, tales como el hidrógeno
de masa 3—3H—y el helio, también de masa 3—3H— . Se puede calcular
la masa de estos dos isótopos conociendo, como conocemos, la energía
que liberan:
2H + 2H = ’H + 3H 4- E
2,0147 4- 2,0147 = 1,0081 4- 3H + 0,0042.
Las masas atómicas del hidrógeno y del deuterio son las que halló
Aston con elespectrógrafo de masa. El valor de E se sacaobservando el
ámbito de movimiento de los protones en el aire, que es de14,70centí­
metros, lo que indica una energía de 2.980.000 voltios. Tres cuartas partes
de la energía liberada se debe a la energía cinética del protón, con lo que
el valor total de E es 3.970.000 voltios. En la teoría de Einstein son equi­
446 H ISTORIA DE LA CIENCIA

valentes masa y energía, y la reducción dm en la masa corresponde a un


desprendimiento de energía (?dm, siendo c la velocidad de la luz en cen­
tímetros por segundo— 3 por 10'°— . Así, 3,97 millones de voltios equivalen
a una masa 0,0042, y la masa de 3H es 3,0171.
Utilizando los deuterones velocísimos con energía de hasta 16 millo­
nes de voltios obtenida por el ciclotrón, Lawrence y sus colegas bombar­
dearon bismuto, convirtiéndolo en un isótopo radiactivo idéntico al pro­
ducto radiactivo natural radio E. Fue un resultado interesantísimo. De
manera parecida, bombardeando el sodio, de masa 23, o sus sales, con
deuterones rápidos, se desprende un isótopo radiactivo de masa 24. Este
radio-sodio se desintegra emitiendo una partícula beta y forma núcleos
estables de magnesio de masa también 24, con un semiperíodo de desin­
tegración de quince horas. Así creó Lawrence abundantes manantiales
de radio-sodio, que acaso puedan utilizarse como sustitutivos del radio
para usos terapéuticos.
Utilizando la radiación gamma, Chadwick y Goldhaber lograron es­
cindir el deuterón 2D en un protón y un neutrón, y Szilard convirtió el
berilio, de masa 9, en 8Be y un neutrón. La eficiencia de este método
depende de obtener intensos rayos gamma de alta energía.
En el transcurso de estos recientes trabajos se han llegado a registrar
más de 250 sustancias radiactivas nuevas. Es posible que existiesen seme­
jantes isótopos inestables de los elementos en el Sol y en la Tierra cuando
se desprendió de él, pero se desvanecieron a medida que se fue enfriando
nuestro planeta, quedando como únicos supervivientes el uranio y el torio,
por ser sustancias de largo período de desintegración.
Algunos de los cambios de energía realizados en estas transformaciones
forzosas son superiores incluso a los producidos en la desintegración
radiactiva natural. Así, por ejemplo, un deuterón de 21.000 voltios de
energía transforma un átomo de litio con un desprendimiento de energía
de 22,5 millones de voltios. Ahí tenemos, por consiguiente, un beneficio
enorme de energía; parecería, a primera vista, que con esto teníamos
una fuente inagotable de fuerza atómica. La dificultad está en que sólo
es eficaz un deuterón entre 100 millones de ellos, así que a la hora de
hacer el balance se había aplicado más energía que la que se obtuvo, y en
el caso de los neutrones, los mismos neutrones sólo pueden obtenerse
mediante procesos muy poco rentables. La impresión en 1937 era cierta­
mente de que no se presentaba prometedora la perspectiva de obtener de
los átomos energía utilizable mediante procesos artificiales de transmuta­
ción. Sobre esto sólo cabe observar que ya la historia dé la ciencia aplicada
ha conocido muchos casos antes que éste, de perspectivas menos hala­
güeñas aún, en los que la realidad vino a confundir a los profetas del
pesimismo. De hecho, en 1939 comprobaron Hahn y Meitner que al ser
percutido un átomo de uranio por un neutrón, se partía su núcleo en dos
partes principales, cada una de las cuales contenía como la mitad de la
masa total más otros dos, tres o cuatro neutrones. A primera vista parece
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 447

como si fuera éste el efecto cumulativo que se buscaba; pero, en realidad,


se trata de un isótopo más ligero del uranio, con un peso atómico de 235
en vez de 238, el cual se desintegra en cualquier cantidad aprovechable
y sólo se presenta en pequeñas dosis. El primero que descubrió el isó­
topo 235 fue Dempster, y los primeros que investigaron su desintegración
fueron Nier, de Minnesota, y Booth, Dunning y Grosse, de Columbia,
Nueva Y ork50. Con el torio ocurren procesos análogos. Muchos laborato­
rios trabajaron intensamente en la separación de los isótopos, pero resul­
taba una operación tan difícil, que hizo falta el estímulo de la guerra
para impulsar la investigación hasta su punto crítico. Había que empezar
por separar el isótopo más ligero, uranio 235, del mucho más abundan­
te 238, mediante su difusión a través de pequeños poros o mediante el
espectrógrafo de masa de Aston. Con pequeñas cantidades de material
no se establece la reacción en cadena, porque los neutrones escapan: es
una sustancia estable y perfectamente segura. Pero si se colocan juntos dos
trozos innocuos, que sobrepasen la cantidad crítica, se produce la desin­
tegración cumulativa y con ella una explosión maravillosa.
Así como las otras operaciones químicas responden a cambios reali­
zados en los electrones exteriores del átomo, así estas explosiones se
deben a una conmoción, a una especie de seísmo del núcleo—lo cual es
un acontecimiento mucho más portentoso— . La energía nuclear despren­
dida por una libra de uranio equivale a la energía térmica producida por
la combustión de muchas toneladas de carbón.
El uranio de peso atómico 238 puede utilizarse para capturar neutro­
nes de energía media y emitir electrones. Este proceso forma un elemento
desconocido hasta ah<5», al que se ha dado el nombre de plutonio.
Tratándose de utilizar esta energía para fines pacíficos posiblemente
haya que controlar y retardar la reacción nuclear, absorbiendo en los
«moderadores» o reguladores algunos de los neutrones liberados. Estos
amortiguadores se encuentran entre los átomos ligeros, como el carbono
en forma de grafito o el isótopo del hidrógeno del agua «pesada», des­
crito anteriormente. Introduciendo uranio 238 en la «pila» de un mode­
rador se puede utilizar el calor liberado para producir energía.
Durante la guerra de 1939-45 los químicos, físicos e ingenieros de
Inglaterra y Estados Unidos combinaron sus conocimientos, trabajaron
en equipo y ganaron a los alemanes aquella carrera mortal por la obtención
de la bomba atómica. En una de las grandes planicies de América se mon­
taron las enormes y complejas plantas que esta operación requería, de
donde salieron las dos bombas que al estallar en Japón, en 1945, señalaron
el fin de la guerra. A los estadistas de todas las naciones incumbe el deber
de controlar el uso de la energía atómica de forma que sea una bendi­
ción y no una maldición para la humanidad. Nos rondan peligros de
exterminación, pero acaso el mismo terror de la fuerza nuclear contenga

50 A st o n , Mass Spectra and Isotopes, Londres, 1 9 4 2 ; The Atomic Bomb, Statio-


nery Office, 1945.
448 HISTORIA DE LA CIENCIA

a las «potencias» en los caminos de la paz. El máximo triunfo de la cien­


cia sería terminar con las guerras.
Entretanto, Sir Henry Dale y otros están trabajando en la forma de
aplicar a fines pacíficos las investigaciones atómicas. Una de las aplica­
ciones más impresionantes es el empleo de los «elementos trazadores»,
es decir, sustancias cuya presencia y movimientos pueden seguirse con
sólo observar sus propiedades. Acaso los mejores entre ellos sean ciertos
cuerpos radiactivos, cuyas aplicaciones se están desarrollando rápidamente,
debido precisamente a las cantidades inmensamente mayores de que se
dispone ahora, como subproductos de la «pila atómica». Así se puede
hacer ingerir a los animales átomos radiactivos incluidos en ciertos com­
puestos orgánicos y seguir el movimiento de sus elementos constitutivos
en los metabolitos mediante un contador Geiger-Müller51. No es exagerado
decir que los elementos trazadores radiactivos han abierto un campo com­
pletamente nuevo en biofísica y bioquímica y que en medicina han creado
un método nuevo de diagnosticar.
Igualmente, la producción a gran escala de sustancias radiactivas ha
facilitado y abaratado la terapéutica por radiación, como, por ejemplo, en
la destrucción de los tejidos cancerosos.
Mezclando los fertilizantes con un elemento trazador y calculando la
radiactividad que presenta una planta cualquiera de la cosecha, se puede
medir la eficacia de los fertilizantes en cuestión. Las aplicaciones de los
elementos «trazadores» son casi ilimitadas.
El gran desarrollo que ha alcanzado recientemente la teoría física ha
hecho que generalmente sea más fácil encontrar las ecuaciones con que
representar las leyes matemáticas de un fenómeno dado que interpretarlas
en lenguaje físico. Así, por ejemplo, Heisenberg y Schrodinger elaboraror
en un principio la teoría cuántica para explicar unos fenómenos particu­
lares, de donde se construyó luego un esquema matemático general que
condujo a ciertas interpretaciones de orden físico, como la superposición
de estados y el principio de indeterminación, y así hasta llegar a una teoría
cuántica satisfactoria, no relativista.
Al intentar integrar la teoría cuántica en la de la relatividad también
encuentra Dirac que así como resulta fácil en su aspecto matemático, así
presenta dificultades de interpretación, y que como mejor puede expre­
sarse ésta es en términos de suertes iniciales y transitorias52. Así hay que
abandonar la física, como siempre, a una aventura de probabilidades y a su
correspondiente cálculo.
Eddington ha hecho un primer tanteo con vistas a la nueva síntesis
física por la que hemos estado suspirando. Empalmando las leyes de la
gravitación con la electricidad y la teoría cuántica, y comparando los re­

51 En el contador Geiger-Müller se extiende un alambre fino a lo largo del eje


del cilindro conductor. Una diferencia de potencial eléctrico de unos 1.000 voltios
entre el hilo y el cilindro permite al observador detectar la entrada de un solo
electrón.
52 Royal Society, Bakerian Lecture, 1941.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 449

sultados teóricos con los valores comprobados experimentalmente de las


constantes físicas, como las masas de protones y electrones y sus cargas
eléctricas, ha podido destacar una concordancia sumamente impresionan­
te 53. En J. Frenkel54 puede verse un resumen de los problemas de la
física moderna.

Química55

En los tiempos modernos se ha estudiado asiduamente la cinética de


las reacciones químicas. Arrhenius fue el primero que apuntó el hecho de
que en una masa dada sólo existe un determinado número de moléculas
activas, el cual aumenta al subir la temperatura—aunque actualmente se
duda del valor de esta teoría— . Lo que se piensa hoy día es que esas
moléculas se aceleran y por lo mismo se «activan» en virtud de «colisio­
nes» “ , y esto tal vez incluso en el caso de reacciones monomoleculares57.
El amoníaco y los nitratos se requieren para los fertilizantes agríco­
las, y los nitratos también para explosivos en la explotación de minas y en
material bélico. Hubo un tiempo en que temieron algunos, especialmente
Crookes, que al agotarse los yacimientos de nitratos de Chile no habría
fertilizantes suficientes nT, por tanto, dispondría el mundo de la produc­
ción adecuada de trigo. Así hemos visto que ocurre por efecto de la
guerra, pero no en tiempos normales de paz: por una parte, los cultivado­
res de plantas han producido ciertas variedades de trigo que pueden
crecer más al Norte y, por consiguiente, se pueden dedicar a su cultivo
mayores extensiones ¿te terreno, y, por otra parte, los químicos han sinte­
tizado el amoníaco y los nitratos.
Cavendish hizo pasar una chispa eléctrica pot el aire y obtuvo ácidos.
Un siglo después Birkeland y Eyde desarrollaban el mismo proceso en
Noruega a gran escala. A su vez, Nernst y Jost, y posteriormente Haber
y Le Rossignol, estudiaron el equilibrio entre el amoníaco, el nitrógeno
y el hidrógeno a diferentes temperaturas y presiones. Partiendo de estas
investigaciones iniciales, y con la ayuda de varios catalizadores, hacia 1905
se elaboró un proceso de laboratorio para fabricar amoníaco del aire;
para 1912, el proceso «Haber» se había convertido en un éxito industrial
y militar, al que dio enorme auge la demanda de nitratos que se hizo sentir
en Alemania durante la guerra de 1914-18 y anteriormente a ella. Se hacía
circular el nitrógeno e hidrógeno por un catalizador a una presión de 200
o más atmósferas y a una temperatura de 500 grados centígrados. El amo­
níaco se convierte en sulfato amónico, mediante la interacción de ácido
51 Proc. Physical Society, LIV, 1942, pág. 491.
“ Nature, 30 septiembre y 7 octubre 1944.
!! A l ex a n DBR F in d la y , A Hundred Years of Chemistry, Londres, 1937. A . J. B e rry ,
Modern Chemistry, Cambridge, 1946.
“ C . N . H in s h e l w o o d , The Kinetics of Chemical Change in Gaseous Systems.
57 F A. L in d e m a n n (Lord Cherwell), Faraday Soc., 1922.
450 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

sulfúrico o sulfato cálcico, o bien en nitratos, haciendo pasar aire y amo­


níaco caliente por un catalizador, como la esponja de platino.
Hace ya más de cien años que se observaron por primera vez los
catalizadores. Hoy revisten grandísima importancia, tanto para la teoría
de la cinética química como para muchas industrias químicas. Se los em­
pleó por mucho tiempo en cierto tipo de reacciones, como las del proceso
Haber; pero en los últimos años se ha extendido muchísimo su u so 58.
Haciendo pasar hidrógeno por aceite líquido caliente en contacto con ní­
quel muy desmenuzado, se hidrogena el aceite y sale una grasa de más
alto punto de fusión y con frecuencia más comestible. También puede
hacerse pasar hidrógeno a presión a través de una pasta caliente de alqui­
trán y carbón en polvo; en contacto con un catalizador apropiado se pro­
duce la hirogenación, y, una vez destilado el producto, da alcohol indus­
trial, aceite medio y aceite pesado. Podríamos aducir otros innumerables
ejemplos de los posibles empleos de los catalizadores59.
Actualmente están llenas ya casi todas las casillas que quedaban vacías
en el cuadro de Moseley. W. e I. Nodack, utilizando el análisis con rayos X,
descubrieron en 1925 los elementos 43 y 45, a los que llamaron masurio
y renio, respectivamente. En 1926 anunció B. S. Hopkins el elemento 61
—el ilinio, aunque tal vez no estaba plenamente comprobado— . El penúl­
timo elemento, para el que quedaba casilla libre en el cuadro de Moseley
—el ekaiodo— , fue obtenido recientemente por Corson, Mackenzie y Se-
gré, de la Universidad de California, bombardeando bismuto con. partícu­
las alfa aceleradas por un ciclotrón.
La teoría sobre el átomo de Rutherford-Bohr, tal como quedó modifi­
cada posteriormente, nos da una concepción electrónica de su estructura
química. Las órbitas o niveles de energía que puede ocupar un electrón
vienen definidas por su número cuántico principal n = 1, 2, 3, etc., el cual
designa, al mismo tiempo, el número de electrones que componen la corteza.
El número máximo de electrones que pueden existir en esos niveles de
energía está determinado por las series 2 + l 2, 2 + 2J, 2 -(- 32, etc., que
son las series de Rydberg; el número máximo de electrones de una capa
exterior es ocho. Este «octeto» posee particular estabilidad; aparece en
todos los gases inertes, excepto el helio, que tiene dos electrones extra-
nucleares con n = 1, mientras que el hidrógeno sólo tiene uno de ese tipo.
Al pasar a sodio empieza a formarse una nueva periferia de electrones
con el número cuántico tres, hasta completarse con el argo, que tiene la
estructura electrónica 2, 8, 8.
Esta teoría suministra una base física al sistema de valencias. Podemos
imaginar las combinaciones químicas como transferencias de electrones
de un átomo a otro. Se llama valencia al número de electrones que nece­
sita adquirir o ceder un átomo para formar un sistema con la estructura
del gas inerte más próximo o un sistema con un caparazón exterior de
51 R id e m . y T a y l o r , Catalysis in Theory and Practice, Londres, 1926. Ca.R1. e t o n
E llis , The Hydrogenation of Oils, Londres (U . S. A . pr.), 1931.
M Ibídetn,
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 451

ocho electrones. También pueden darse combinaciones en las que dos


átomos comparten sus electrones; entonces la valencia se llama «cova-
lencia». Quien desarrolló más especialmente esta teoría de las valencias
fue N. V. Sidwick, de Oxford.
Cuando las órbitas de dos átomos comparten dos electrones, los átomos
están combinados por lo que se llama un lazo o vínculo «covalente». Si
no participan por igual de ambos electrones, uno de los átomos tendrá
un exceso de electricidad positiva, y otro, de negativa. La molécula ad­
quiere polaridad, con un momento bipolar, igual a una de las cargas
multiplicada por la distancia entre las dos. Pueden calcularse estos mo­
mentos por la constante dieléctrica o por la desviación de un haz magnético
en un campo magnético no homogéneo. Wrede, Bebye, y también Sidgwick
y Bowen, los estudiaron como indicadores de la estructura química. Las
moléculas elementales, como Hj, 0 2, no tienen momento bipolar, lo que
quiere decir que comparten los electrones por igual; en cambio, HC1
tiene un momento de 1,03 por 10 18 unidades electrostáticas, siendo la
distancia entre sus átomos de 1,28 unidades Angstrom, y así sucesivamente
con los demás compuestos.
La mecánica ondulatoria ha demostrado su importancia en química
lo mismo que en física»jsobre todo en el «principio de resonancia», el cual
entra en juego cuando una molécula pasa de una estructura electrónica
a otra, mostrando algunas de las propiedades de ambas.
Los átomos emiten simples espectros de rayas; en cambio, pueden
obtenerse espectros de banda de las moléculas, con lo que es posible
determinar su constitución molecular. Se produce también el efecto «Sme-
kal-Raman»: al pasSf por una sustancia cristalina un rayo de luz mono­
cromática se dispersa, dando radiaciones de diferentes frecuencias, carac­
terísticas del medio de dispersión. Ultimamente demostraron W. N. Hartley
y otros que los compuestos de constitución análoga tienen espectros de
absorción semejantes en la zona ultravioleta. También se han investigado
los espectros de absorción infrarrojos desde el punto de vista de la estruc­
tura molecular.
El examen de la estructura de los cristales mediante rayos X—que
había sugerido Laue y que realizaron por primera vez Friedrich y Kipping
y Sir William y Sir Lawrence Bragg (cfr. capítulo X)—demostró que los
cristales cúbicos del cloruro de sodio constan de iones de sodio, cada uno
de los cuales está circundado por seis iones de cloro, y, a su vez, cada
ion de cloro, por seis iones de sodio. En el diamante cada átomo de
carbono ocupa el centro de un tetraedro regular y está unido a los otros
cuatro que ocupan las esquinas. Esta disposición tan fuerte explica la
dureza del diamante. El análisis por rayos X de los cristales de difenilo,
etcétera, sugiere la existencia de anillos formados por seis átomos de
carbono, como dedujo Kekulé por comprobación química en el benceno
y sus derivados. Recientemente se ha aplicado el método de series de
Fourier— como lo hizo J. M. Robertson con la naftalina y el antraceno—
para determinar la orientación recíproca de los átomos constitutivos de
452 HISTORIA DE LA CIENCIA

muchos compuestos y la naturaleza de sus afinidades químicas. También


se han utilizado los rayos X para examinar aleaciones y compuestos or­
gánicos e inorgánicos, arrojando no poca luz sobre todos ellos.
Aparte de los rayos X puede utilizarse para analizar la estructura de
los cristales la difracción del electrón, pues, como vimos, los electrones en
marcha transportan consigo una comitiva de ondas, que producen interfe­
rencias, etc. Sus resultados coinciden con los obtenidos por rayos X. Debye
utilizó los rayos X con polvos cristalinos y descubrió más adelante que
con métodos parecidos se pueden lograr esquemas de interferencias con
líquidos y gases y, además, pueden medirse las distancias interatómicas.
Wierl utilizó mejores procedimientos en 1930.
La fórmula anular que ideó Kekulé para el benceno (cfr. cap. VII) y la
teoría de Van’t Hoff y Le Bel sobre la forma tetraédrica del átomo de
carbono (ibídem) sirvieron de base para una amplia superestructura de
estereoquímica. Si aceptamos la disposición tetraédrica de las cuatro valen­
cias del átomo de carbono, el ángulo entre los empalmes de las valencias
será de 109 grados con 28 minutos. Si se forma un anillo, como los ángulos
de un pentágono suman 108 grados, los extremos de una serie de cinco
átomos de carbono han de caer forzosamente muy próximos, lo que per­
mite formar un anillo con poquísima tensión de los empalmes y con la
consiguiente estabilidad a toda prueba. W. H. Perkin, Jr., preparó unos
compuestos con anillos de tres, cuatro, cinco y seis átomos de carbono,
y en estos últimos años algunos investigadores, como Thorpe e Ingold60,
han puesto de manifiesto que en el ángulo natural a que emergen dos
valencias de un átomo de carbono influyen poderosamente los grupos
adheridos, como dos grupos de metilo; con ello puede reducirse la tensión
y aumentarse la estabilidad. Se encuentran tales anillos en muchos pro­
ductos naturales. Ha venido a cumplirse la predicción de Van’t Hoff,
a saber: que la actividad óptica se funda en la asimetría de las moléculas,
aunque no interviene un átomo asimétrico de carbono. Así lo han demos­
trado Maitland y Mills en los compuestos del tipo «aleño», en el que las
moléculas no tienen un plano de simetría61. Toda esta rama de la química
ha alcanzado gran desarrollo, gracias a los análisis practicados a base
de rayos X, que dan unas reproducciones tan vivas de la estructura atómi­
ca y molecular.
La industria química basada en el alquitrán del carbón, que ha alcan­
zado en nuestros días proporciones enormes, nació de la ciencia teórica
y, a su vez, ha ejercido no poca repercusión en ella. UnVerdorben y más
tarde Hofmann aislaron del alquitrán una sustancia que denominaron ani­
lina. Hofmann denunció también la presencia del benceno en el alquitrán.
En 1856, W. H. Perkin, Sr., trató el sulfato de anilina con dicromato de
potasio, obteniendo con ello anilina púrpura o malva—fue el primer tinte
de anilina, al que pronto siguieron otros muchos— . Emil y Otto Fischer
fueron los primeros que aclararon—en 1878—su constitución química so­
" Véase I n g o l d , J. Chem. Soc., 1921.
“ Nature, vol. CXXXV, 1935; vol. CXXXVII, 1936.
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 453

bre las bases establecidas por Couper y Kekulé, demostrando que la rosa-
nilina, la magenta, etc., tienen por padre común a un hidrocarbono, el
trifenilmetano. Este trabajo puso en la pista de otros muchos tintes y de
otros productos intermedios, necesarios para sintetizarlos. Luego Griess
produjo compuestos del tipo «diazo», que contienen el grupo azoico
—N : N—, los cuales apuntaban a una nueva serie de colorantes azoicos.
El colorante alizarina, de rojo turco, se obtuvo sintéticamente en 1868;
le siguieron otros derivados del antraceno. Hacia 1897 apareció en el
mercado la indigotina industrial, extraída de la fenilglicina, y empezó a ba­
rrer del mercado el índigo y a arruinar a los plantadores indios.
Si los colorantes tienen su importancia industrial, las drogas, puestas
al servicio de la medicina, tienen más influencia todavía en el bienestar
de la humanidad. Se inició la era de las drogas orgánicas sintéticas con
varios productos para rebajar la fiebre, como la antipirina— 1883— ; la
fenacetina, analgésica— 1887— , y el ácido acetilsalicílico o aspirina— 1899— .
Estos descubrimientos abrieron el camino a la moderna escuela de la
quimioterapia, fundada principalmente por Paul Ehrlich— 1854-1915— ,
el cual preparó un medicamento contra la «enfermedad del caballo» y un
compuesto arsenicado, llamado «salvarsán»— 1912— , el cual destruye la
espiroqueta «pálida», que j^g la causante de la sífilis en el hombre. En 1924
preparó Fourneau un complejo derivado de la carbamida, que destruye
el parásito de la enfermedad del sueño. Años más tarde se fueron descu­
briendo otras drogas sintéticas basadas en la sulfamida—paraminofenil-
sulfonamida—y otras sulfonamidas, como la sulfaperidina, preparada por
May y Baker y patentada como M. y B. 693: eran especialmente eficaces
contra las infecciones Tfacterianas—estreptococos y neumococos— en hom­
bres y animales la sulfaguanidina constituyó un remedio específico con­
tra la disentería.
En un principio se carecía de base teórica en que apoyar la eficacia
de estas drogas; pero en 1940 demostraron Fildes, Woods y Selbie que la
sulfamida destruía otra sustancia muy afín, el ácido paraminobenzoico,
imprescindible para el desarrollo de las bacterias patógenas. Este hallazgo
marcó la dirección que debía seguirse en ulteriores investigaciones, a saber:
estudiar el metabolismo de las bacterias hasta descubrir las sustancias que
necesitan para vivir y el modo de privarlas de ellas 63.
Sir A. Fleming fue el primero que descubrió la penicilina, en 1929:
derivada de un hongo—penicillium— , del que tomó su nombre, fue pos­
teriormente objeto especial de estudio por Florey y otros investigadores
de Oxford, los cuales demostraron que era más enérgica que las mismas
sulfamidas 64.
En 1945 se descubrió en los Manchester Laboratories of Imperial
Chemical Industries una droga que hoy se conoce con el nombre de palu-
drina y que resultó eficaz contra la malaria. También se trabajó en la
a Reports of Medical Research Council, 1930-40; J. R. Agrie. Soc., 1940.
° Britcdn To-day, vol. LXXIX, 1942, pág. 15.
" Ibident.
454 HISTO RIA DE LA CIENCIA

investigación de insecticidas y se preparó uno llamado «gammaxano»,


que resulta mortal para los insectos e innocuo para hombres y animales
mayores.
En la sección dedicada a la bioquímica toqué, en general, los resul­
tados de los estudios recientes sobre vitaminas; pero aquí, bajo el epígra­
fe «Química», tiene, naturalmente, su lugar propio una breve indicación
sobre su constitución y síntesis. La vitamina A, necesaria para el creci­
miento, tiene como fórmula de composición: C 20 H 30 O ; Karrer sugirió una
fórmula estructural, que explicaba sus reacciones químicas y su parentesco
con su precursora, la carotina. Williams, de la Universidad de Columbia,
sintetizó la vitamina Bi, que posee propiedades antineuríticas. La vita­
mina C, antiescorbútica, que se halla en las verduras y en los frutos cítri­
cos, tiene la estructura, relativamente sencilla, representada en la figura 18;
la aisló y la sintetizó, en 1932, Harworth, en Birmingham, y se la conoce
hoy con el nombre de ácido ascórbico.

CH.OH
H O .C .H

Figura 18

Como ya tengo dicho, la química orgánica depende de la propiedad


y poder que posee el carbono para combinarse consigo mismo en compli­
cadas estructuras. Propiedades un tanto parecidas posee el silicio, por las
que últimamente ha adquirido bastante importancia.
En 1872 observó Von Baeyer que mezclando el fenol con formaldehido
surgía una materia resinosa; en 1908 comprobó Baekeland que calentando
esta resina con un catalizador alcalino daba una sustancia plástica, a la
que se dio el nombre de baquelita. También se obtuvieron otras materias
plásticas con reacciones basadas en formaldehido. Se las emplea como
barnices, esmaltes y para moldear mil clases de artículos, desde los discos
de gramófono hasta el fuselaje de los aviones.
En 1892 sintetizó Tilden por vez primera la goma arábiga a base de
isopreno. Por su parte, Matthews descubrió en 1910 que el sodio metálico
aceleraba la polimerización del isopreno; pero actualmente se utiliza el
hidrocarburo butadieno o el cloropreno y, en general, se añade el pro­
ducto sintético al natural.
También contribuyeron mucho al avance de la fotografía los químicos
orgánicos sintéticos: primero, produciendo reveladores de la imagen foto­
gráfica, como el pirogalol, etc., y segundo, colorantes que hacen sensible
LA NUEVA ERA DE LA F IS IC A 455

la película a diferentes rayos de luz, lo mismo en las partes visibles del


espectro como en las invisibles. Ciertas emulsiones fotográficas, sensibles
a los rayos infrarrojos, incluso a distancia de muchos kilómetros, dan foto­
grafías claras de objetos que no se verían en las películas fotográficas
ordinarias. Actualmente la fotografía presta espléndidos servicios a mu­
chas ramas de la ciencia, desde la astronomía hasta la microbiología.
Son muchos los investigadores que continuaron la obra fundamental
de Emil Fischer sobre azúcares monosacáridos— cfr. capítulo VI— . Fischer
propuso una fórmula en cadena abierta, pero actualmente se acepta la
fórmula anular del tipo de seis elementos que figura en la obra de Haworth.
Irvine, Haworth y C. S. Hudson—éste en América— abordaron también el
problema de los disacáridos, como el azúcar de caña, empleando, sobre
todo, éteres metílicosi5. También inició Fischer los estudios modernos
sobre los aminoácidos. Se han llegado a sintetizar polipéptidos muy com­
plejos y se han averiguado las estructuras de muchas proteínas, entre las
que figuran la globina de la hemoglobina y la hormona pancreática insulina 64.

El instrumental físico y químico de hoy día es mucho más complejo


que el de hace cincuenta años. Pocos individuos particulares pueden per­
mitirse hoy día los gastos que supone un laboratorio; al parecer, han
pasado los días de los aficionados, los cuales en tiempos atrás contribu­
yeron grandemente al avance de la ciencia. La mayoría de los gobiernos
de los países desarrollados subvencionan actualmente la investigación. En
Inglaterra concede subvenciones a las universidades y a la Royal Society
para trabajos de investigación fundamental, reservando los problemas
de orden más técnico al Departamento de Investigación Científica e In­
dustrial, al Consejo de Investigación Médica o al Consejo de Investigación
Agrícola.

" I r v in e , Chem. Rev., 1927; H a w o r th , B. A. Report, 1935.


“ V ic k er y y O sb o r n e , Physiol. Rev., 1928; A st b u r y , Trans. Faraday Soc., 1933.
CAPITULO XI

EL UNIVERSO ESTELAR

El sistema solar 1

Como dije arriba, las observaciones de Kepler sobre el Sol y los


planetas proporcionaron el modelo del sistema solar; lo que no se sabía
era la escala a que estaba construido el modelo hasta que se midió una
de las distancias en unidades terrestres. Esto es lo que hizo Richer entre
1672-3 (cfr. capítulo IV); luego se fue afinando con precisión moderna
por varios procedimientos: 1) En 1728 descubrió Bradley la «aberración»
de la luz de una estrella distante entre el momento en que la Tierra cruza
la trayectoria de la luz hasta que se mueve en dirección contraria seis
meses después. Entonces se utilizó este hallazgo para demostrar que la
luz se traslada a velocidad finita; pero como actualmente puede medirse
la velocidad de la luz por otros procedimientos, a su vez, nos sirve la
aberración para determinar la velocidad de la Tierra y, por consiguiente,
el tamaño de su órbita. 2) Aprovechando el paso de Venus entre la
Tierra y el Sol y midiendo desde dos puestos de observación de la Tierra
el tiempo que tarda en pasar, se tiene un método para medir la distancia
del Sol por trigonometría. 3) Cuando el pequeño planeta Eros pasó cerca
de la Tierra en 1900, se midió su distancia por triangulación.
Los tres procedimientos coinciden en las siguientes dimensiones del
sistema solar: la distancia entre la Tierra y el Sol es 92.800.000 millas
—después se corrigió y quedó en 93 millones de millas— , que la luz tarda
en recorrer 8,3 minutos, a la velocidad de 186.000 millas por segundo.
El diámetro del Sol, 865.000 millas; su masa, 332.000 veces mayor que
la de la Tierra, y su densidad media, 1,4 gramos por centímetro cúbico,
cuando la de la Tierra es de 5,5.
En 1930 se ampliaron nuestros conocimientos sobre el sistema solar.
En efecto, Tombaugh descubrió un nuevo planeta, cuya órbita cae más
allá de la de Neptuno. El laboratorio Flagstaff, situado en Arizona, em­
prendió una investigación deliberada sobre las zonas del cielo que ofrecían
probabilidades; comparando dos placas fotográficas obtenidas con un
intervalo de varios días se pudo observar el desplazamiento de un punto
de luz, que acusaba claramente la presencia de un planeta. El nuevo pla­
neta tarda en girar alrededor del Sol doscientos cuarenta y ocho años,

1 F . J. M . S t r a t t o n , Astronomical Physics, Londres, 1925. S ir J. H . J e a n s ,


Astronomy and Cosmogony, Cambridge, 1928. A. S. E d d in g to n , Stars and Atoms,
Oxford, 1927. T . C . C h a m b e r lin , The Two Solar Families, Chicago, 1928.
E L UNIVERSO ESTELA R 457
a una distancia media de 3.675 millones de millas. Se le dio el nombre
de Plutón. El diámetro de su órbita, 7.350 millones de millas, puede to­
marse como medida del sistema solar, tal como se conocía en 1946.
Se ha discutido de cuando en cuando sobre la posibilidad de la exis­
tencia de vida en otros mundos. El problema se reduce a estudiar las con­
diciones de los otros planetas del sistema solar2. Una de las condiciones
más importantes es la constitución de la atmósfera que envuelve los res­
pectivos planetas. La atmósfera depende de la «velocidad de escape»—es
decir, la velocidad a que deben moverse las moléculas de los gases para
escapar a la atracción gravitatoria del planeta. Esa velocidad está repre­
sentada por la igualdad V2 = 2GM/a, siendo G la constante de la fuerza
de gravitación, M la masa y a el radio del planeta. Para la Tierra, la
V = 7,1 millas por segundo; para el Sol, 392, y para la Luna— corrién­
donos al extremo— , 1,5. Las moléculas más rápidas son las de hidrógeno,
que se mueven a 1,15 millas por segundo a cero grados centígrados. Calculó
Jeans que si la velocidad de escape es cuatro veces mayor que la velocidad
molecular media, la atmósfera desaparecería prácticamente en unos cin­
cuenta mil años; pero si es cinco veces mayor, el índice de pérdida es
prácticamente despreciable. Y, efectivamente, la Luna no tiene atmósfera,
mientras que los grandes planetas—Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno—
tienen mucho más que la Tierra, y Marte y Venus, parecida a la nuestra.
En Venus abunda el dióxido de carbono, pero, al parecer, no hay vege­
tación ni oxígeno; las condiciones que conocemos hasta ahora no son
favorables a la vida; en Marte también parecen haberse acabado o estar
a punto de acabarse las posibilidades de vida.

Las estrellas

Más allá de la órbita de Plutón se extiende un inmenso golfo espacial.


Observándolas atentamente puede apreciarse el movimiento de las estre­
llas más próximas sobre el fondo de las más distantes, tomando como
puntos de observación los extremos de la órbita terrestre, por los que
pasa la Tierra sucesivamente cada seis meses. De un extremo a otro nota­
mos el desplazamiento de las estrellas próximas; al volver a observarlas
desde el primer punto, vemos que han vuelto a ocupar su sitio, salvo cierta
pequeña desviación debida al movimiento real de las mismas estrellas.
Hechas las correcciones correspondientes a esta desviación y a la aberra­
ción de la luz, el paralaje semestral de una estrella nos proporciona el
Modo de calcular su distancia por triangulación, ya que conocemos el
diámetro de la órbita terrestre.
En 1832 observó Henderson, en el cabo de Buena Esperanza, el para­
laje de una estrella fija; en 1838 obtuvieron medidas afinadas Bessel
y Struve. Así se vio que la estrella más cercana, que es un débil punto
de luz, llamado Próxima Centauri, dista de nosotros 24 billones de millas
2 H. S f e n c e r J o n e s , Life on Other Vforlds, Londres, 1940.
458 HISTORIA DE LA CIENCIA

—o sea, 4,1 años de luz— , lo cual representa 3.000 veces el diámetro de


la órbita de Plutón. La estrella brillante Sirio, de la constelación del
Can Mayor, dista 50 billones de millas, o sea, 8,6 años de luz. Así se han
determinado las distancias de unas dos mil estrellas con bastante preci­
sión; pero actualmente sólo puede aplicarse este método de medición
dentro de una distancia de unos diez años de luz.
En una noche clara se pueden ver, a simple vista, unos pocos millares
de estrellas. Otras se van haciendo visibles a medida que utilizamos
telescopios de crecientes aumentos, pero su número no aumenta en pro­
porción con la potencia del aparato, de donde puede concluirse que su can­
tidad total no es infinita. El reflector de 100 pulgadas del observatorio de
Mount Wilson, en Norteamérica, que era el mayor telescopio que existía
en 1928, descubre hasta 100 millones de estrellas; en nuestro propio sis­
tema estelar se supone que existen, según los diferentes cálculos, de 1.500
a 30.000 millones. Actualmente se está construyendo un reflector de
200 pulgadas.
Hiparco clasificó las estrellas en seis «magnitudes», según su mayor
o menor grado de brillo; actualmente, la escala ha crecido hasta incluir
estrellas débilísimas, por debajo del grado o magnitud 20, cuyo brillo
apenas llega a la cienmillonésima parte de las estrellas de primera magni­
tud. Esta escala se basa, naturalmente, en ,el brillo aparente que presentan
las estrellas vistas desde la Tierra. Dada una estrella de distancia conocida,
podemos calcular la magnitud aparente que tendría si se la trasladase
a una distancia estándar: ésa sería su «magnitud absoluta».
Al clasificarlas por orden de magnitud absoluta encontramos estrellas
de todos los órdenes, pero, como observó Hertzspmng y confirmó H. N. Rus-
sell, abundan más las estrellas de máxima y mínima que las de mediana
magnitud. Las de los grupos extremos, los más numerosos, se han deno­
minado «gigantes» y «enanas», respectivamente. Más adelante trataremos
de ellas con mayor detenimiento.
Las estrellas del mismo tipo espectral, cuyas distancias se conocen,
manifiestan una conexión regular entre la magnitud absoluta y la intensidad
relativa de ciertas rayas espectrales. De aquí que examinando cuidadosa­
mente esas rayas críticas pueda calcularse el valor de las magnitudes abso­
lutas de otras estrellas de distancias desconocidas. Entonces se pueden
apreciar sus distancias por sus magnitudes aparentes, aun en el caso de
que por sus enormes dimensiones no se puedan medi^'por paralaje. Este
cálculo proporciona uno de los varios métodos indirectos de medir las
distancias estelares.

Estrellas dobles

Muchas estrellas que a simple vista parecen sencillas, vistas al teles­


copio se ve que son dobles. Cada una de las que forman esas parejas
puede encontrarse muy lejos de su compañera y aparecer confundida coa
E L UNIVERSO ESTELA R 459

ella debido a encontrarse casi en la misma línea de la visual. Pero el nú­


meros de las estrellas dobles resulta demasiado grande para que se las
pueda explicar todas por esas convergencias casuales. En la mayoría de los
casos debe existir alguna conexión entre las dos. William Herschel empezó
a observar las estrellas dobles en 1782 y para 1793 pudo trazar el número
suficiente de las rutas seguidas por algunas de esas parejas, para demostrar
que describen órbitas elípticas en torno a un centro común de gravedad
situado en uno de sus focos. Con ello probó que las estrellas dobles se
mueven de acuerdo con las leyes de la gravedad que Newton estableció
demostrativamente para nuestro sistema solar.
Se han determinado las distancias y las órbitas de unas cuantas estre­
llas dobles y por ellas se ha podido calcular sus masas. Generalmente osci­
lan éstas entre la mitad aproximadamente que la del Sol y tres veces más
que la de éste; lo cual está de acuerdo con otros indicios, según los cuales
no se observa gran diferencia entre la masa de las varias estrellas, por
más que en volumen y densidad varían enormemente.
Algunas estrellas dobles están tan próximas entre sí que no se las
puede distinguir con el telescopio y sólo por el espectroscopio se llega
a la conclusión de que son dobles. Si se miran sus órbitas de perfil y la
línea que une las dos estrellas es perpendicular a la visual, una estrella
se nos acercará y la ott» se alejará. En consecuencia, según el principio
de Doppler, las rayas de uno de los espectros se correrán hacia el azul
y las del otro hacia el rojo, y en el espectro real de la estrella doble las
rayas aparecerán dobladas. Cuando las estrellas se encuentran en línea
una detrás de otra, se irán moviendo aproximadamente a través de la
visual y no ap arecerá^ desdoblamiento. Observando estas variaciones que
presentan los espectros se puede calcular el período de revolución, las
velocidades y la razón entre sus masas. Por consiguiente, cuando sea
posible obtener mediciones visuales y espectroscópicas se podrán deter­
minar las masas de cada una.
E. C. Pickering fue el primero que detectó una estrella doble al espec­
troscopio: fue en 1889, cuando comunicó que el doblaje de algunas de
las rayas del especto de la dseta (£) de la Osa Mayor daba a entender que
se trataba de una estrella binaria con un período de ciento cuatro días.
Desde entonces han descubierto los astrólogos cientos y cientos de estre­
llas dobles espectroscópicas, sobre todo los que trabajan en una atmósfera
clara y utilizando los grandes telescopios y espectroscopios de los obser­
vatorios de Norteamérica y Canadá.

Estrellas variables

De cuando en cuando suele variar la intensidad lumínica de muchas


estrellas. Cuando esto ocurre irregularmente, pueden deberse esos cambios
a explosiones recurrentes de gases incandescentes; pero con mucha fre­
cuencia esas variaciones siguen un período perfectamente regular y en­
460 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

tonces pueden obedecer a que la estrella brillante queda eclipsada por una
compañera invisible, la cual intercepta parcial o totalmente su luz a inter­
valos fijos determinados por la revolución que efectúan ambas estrellas
alrededor una de otra. A veces puede comprobarse esta interpretación
espectroscópicamente, observando cómo se desplazan periódicamente las
rayas del espectro a medida que la estrella brillante se acerca o se dis­
tancia radialmente de la Tierra. Muchas veces se ha podido trazar una
descripción completísima del sistema, dibujando la gráfica de la variación
de la luz en relación con el tiempo y en combinación con las mediciones
espectrales, como ocurrió, por ejemplo, con las estrellas Algol y Beta de
la Lira.
El número de estrellas dobles es inmenso; pero también pueden com­
probarse y examinarse por los mismos procedimientos otros sistemas más
complejos de estrellas múltiples. Así, por ejemplo, se ha podido ver por
el espectroscopio que la célebre «Estrella Polar» consta de dos estrellas
que giran una en torno de otra en cuatro días, y de otras dos, de las cuales
una tiene un período de traslación de doce años y la otra de unos vein­
te mil.
Hay otras estrellas variables, como la Delta de Cefeo, cuyos cambios
difícilmente pueden explicarse por eclipses. A intervalos de horas o de
días adquieren una luminosidad varias veces superior a su brillo mínimo.
Cuando esas estrellas «cefeoideas» son de período corto acusan una rela­
ción concreta entre su período de variación y su luminosidad o magnitud
absoluta— dicha relación la descubrió Miss Leavitt, de Harvard, en 1912— .
Hertzsprung y Shapley supieron apreciar desde el primer momento el
valor de este descubrimiento— ambos astrónomos trabajaban entonces en
Mount Wilson— . Es éste un fenómeno tan regular, que se puede utilizar
la medida del período de otras estrellas similares, situadas a distancias
desconocidas, como base para calcular sus magnitudes absolutas. Luego
observando su magnitud aparente se tiene una pista para determinar su
distancia. Así se tiene otro método, que puede aplicarse a aquellas estrellas
que por estar demasiado distantes no presentan paralaje.

La galaxia

Existe una banda de anchura variable, que se extiende por el cielo


formando un gran círculo y que constituye un enjambré incontable de
estrellas: es la galaxia o Vía Láctea. En algunos sitios son tan densos
los racimos de estrellas, que dan la impresión de verdaderas nubes este­
lares, en las que sólo los telescopios potentes pueden distinguir las estre­
llas particulares; también hay esparcidas nebulosas irregulares, en las
que no se pueden distinguir los astros individuales. El gran plano que corta
la Vía Láctea por su centro, con la aproximación posible, se llama plano
galáctico. Puede considerarse como plano de simetría en el sistema este­
EL UNIVERSO ESTELA R 461
lar. En tomo a él parecen arracimarse las estrellas, sobre todo las más
calientes, lo mismo que las más débiles, las cuales están muy distantes,
por término medio.
Esto indica que nuestro sistema estelar está achatado en el plano
galáctico, dando la impresión de que forma una inmensa colección de
estrellas en forma de lente. Nosotros nos encontramos en ella, pero no
en su centro. El hecho de que veamos más estrellas en la Vía Láctea se
debe, sobre todo, a que al contemplarla miramos hacia el borde de la
lente, donde es mucho mayor que en ningún otro sitio la profundidad del
espacio sembrado de estrellas.
Además de las nubes de estrellas y de las nebulosas irregulares, se
conocen hasta un centenar de racimos globulares de estrellas, los cuales
son densísimos justamente al borde de la zona central de la Vía Láctea.
Entre ellos se hallan grupos variables cefeoideos; basándose en su período
de variabilidad y utilizando otros métodos indirectos, pudo calcular Shapley
las distancias que separan dichos racimos de nosotros, las cuales, según él,
oscilan entre los veinte mil y los doscientos mil años de luz.
Se ve, pues, que nuestro sistema estelar tiene un diámetro tan inmenso
que la luz tardaría en recorrerlo, por lo menos, trescientos mil años. Nues­
tro Sol dista unos sesenta mil años de luz del centro de todo este sistema
y está situado un poco al norte del plano central. Observando por espacio
de muchos años los movimientos aparentes de las estrellas se ha podido
deducir que nuestro Sol avanza hacia la constelación Hércules con una
velocidad de unas 13 millas por segundo, y que tomando esta dirección
como eje de referencia, se distinguen dos corrientes principales de es­
trellas circulando pc5F el espacio.
Los objetos más impresionantes del cielo son las grandes nebulosas
espirales. Como veremos más adelante, es probable que éstas constituyan
sistemas estelares o galaxias en formación. Son de dimensiones colosales:
a pesar de estar formadas de gas ligero, con la materia de una sola de
ellas hay para fabricar 1.000 millones de soles. Son, además, legión. Según
cálculos del doctor Huble, del observatorio de Mount Wilson, en Cali­
fornia, pueden verse hasta unos dos millones en el gran telescopio de
100 pulgadas de dicho observatorio. Algunas son de proporciones gigan­
tescas: se ha calculado que la distancia de extremo a extremo de algunas
oscila entre los quinientos mil y los ciento cuarenta millones de años luz,
y probablemente se encuentran mucho más allá de los límites de nuestro
sistema estelar. Parece que el espacio contiene un número incalculable
de galaxias o «universos islas», como las llama Shapley: nuestra Vía
Láctea no es más que una de tantas.
Después de estudiar las estadísticas estelares, Kapteyn, de Groningen,
descubrió que existen en nuestra galaxia dos corrientes principales de
estrellas, cada una de las cuales se mueve en direcciones algo diferentes.
Al discutir hoy día sobre esas corrientes estelares hay que tener en cuenta
otro descubrimiento que hizo Oort, de Leyden, a saber: que nuestra gala­
462 HISTORIA DE LA CIENCIA

xia en bloque gira en torno a un centro situado a 10.000 parsecs3 de


distancia de nosotros en la dirección de la constelación Sagitario, y que
su índice de rotación va disminuyendo del centro a la periferia conforme
al principio de la gravitación. En nuestra zona, su velocidad orbital es de
unos 250 kilómetros por segundo, y el tiempo que emplea en hacer una
revolución completa es de doscientos cincuenta millones de años. La masa
de todo el sistema representa unos 150.000 millones de veces la del Sol,
y teniendo en cuenta que la masa media de una estrella es aproximada­
mente la del Sol, resulta probable que existan en nuestro sistema galáctico
toda esa cantidad de estrellas, una cantidad diez veces mayor que la que
se había calculado por extrapolación.

Naturaleza de las estrellas

Hacia 1867 inició en Roma el padre Secchi un método de clasificación


de estrellas a base de sus espectros. El observatorio de Harvard, de
Norteamérica, lo mejoró y amplió mucho. Aun a simple vista presentan
las estrellas colores diferentes; dado que la fotografía es más sensible
a la luz morada del extremo del espectro, las magnitudes que da la foto­
grafía no coinciden con las de la simple vista y esas diferencias se traducen
en una gama de colores; también se acusan en otros fenómenos del es­
pectro: puede observarse toda una serie de rayas espectrales, que se van
sucediendo en gradación imperceptible, pero que presentan características
concretas, que en el observatorio de Harvard se designaron con las letras
O, B, A, F, G, K, M, N, R, empezando por las más azules.
Los espectros del tipo O presentan un fondo continuo débil, sobre el
cual se destacan rayas brillantes; en algunos resaltan fuertemente las
rayas del hidrógeno y del helio. Los espectros del tipo B presentan rayas
oscuras, mientras que el helio adquiere gran relieve. En el tipo A aparece
hidrógeno y también calcio y otros metales, los cuales adquieren más
importancia aún en el tipo F. El tipo G comprende a nuestro Sol: el
espectro presenta rayas oscuras sobre fondo brillante y las estrellas son
de color amarillo. En el tipo K aparecen por primera vez bandas corres­
pondientes a hidrocarbonos. Las estrellas del tipo M presentan amplias
bandas de absorción, especialmente las del óxido de titanio, y lo mismo
las del tipo N, cuyas amplias rayas de absorción se deben al monóxido de
carbono y al cianógeno: estas últimas estrellas son de color rojo. Las del
tipo R presentan también las bandas de absorción que encontramos en N,
pero no son tan rojas.
Estas observaciones de los espectros sirvieron para calcular las tem­
peraturas reales de los diferentes tipos de estrellas. Si calentamos poco
a poco un cuerpo negro—que puede considerarse como un irradiador per­
3 Un parsec es la distancia correspondiente a un paralaje de un segundo de
arco, que representa 3,26 años de luz, o sea, unas 2 por 10,! millas, o sea, unos
30,84 billones de kms.
E L UNIVERSO ESTELA R 463

fecto—vemos que cambia el carácter y la intensidad de la irradiación.


Dentro de cada temperatura se establece una curva característica entre la
energía irradiante y la longitud de onda: su máximum coincide con una
determinada longitud de onda. A medida que se eleva la temperatura va
corriéndose la posición de ese máximum hacia el extremo azul del espec­
tro, lo cual equivale a ir marcando la temperatura. Se ha estudiado por
diversos procedimientos la distribución de la energía: tanto por medio de
la fotografía como observando las variaciones en el carácter de la irra­
diación. También se puede examinar dentro del ámbito de nuestro control
el efecto que produce la temperatura y la ionización en el espectro. Así se
ha podido utilizar la aparición de ciertas rayas de absorción en los espec­
tros estelares para calcular las temperaturas de los átomos absorbentes,
como hizo Saha, en 1920, y R. H. Fowler y E. A. Milne, en 1923.
Los diversos procedimientos utilizados para medir las temperaturas
estelares dan resultados coincidentes. Las estrellas visibles a simple vista
alcanzan alrededor de los 1.650 grados, mientras que las más calientes
conocidas hasta ahora llegan hasta los 23.000 grados centígrados. Natu­
ralmente, estas temperaturas son las de la superficie irradiante; el interior
de las estrellas debe estar a temperaturas muchísimo má altas, que pueden
llegar a muchos millones de grados.
Desde el punto de vista de su magnitud absoluta, vimos que las estrellas
se agrupan generalmente en dos clases: gigantes y enanas; las gigantes
poseen mucha más luminosidad que las enanas, pero también se conocen
estrellas de brillo intermedio. Lo curioso es que esa división sólo se ve
clara en las estrellas más frías del tipo K y siguientes, con temperaturas
por debajo de los 4.000 grados centígrados. En las estrellas más ardientes
es menos apreciable esa distinción y en las del tipo B brilla totalmente
por su ausencia: todas ellas son gigantes, con luminosidades de 40
a 1.600 veces mayores que la de nuestro Sol.
En estos hechos se creyó ver una conclusión concreta, a saber: que
todas las estrellas pasan por un proceso de evolución sustancialmente
idéntico. Así se pensó que cada estrella empezaba siendo una masa rela­
tivamente fría, que gradualmente subía de temperatura hasta lograr su
máximo, el cual dependía de su volumen, y que de aquí volvía a recorrer
en sentido inverso todos los grados de la escala hasta enfriarse de nuevo.
En su evolución ascensional, las estrellas emiten inmensas cantidades
de luz, lo cual indica que deben ser de proporciones enormes. De ahí que
se las clasificase como estrellas «gigantes». Al enfriarse pasa su atmós­
fera por la misma gama de temperatura, sólo que en orden inverso, lo
cual explica que presenten los mismos tipos espectrales al subir que al
bajar, si bien pueden observarse ciertas diferencias de detalle. Pero ahora,
al descender en su proceso evolutivo, la magnitud absoluta de las estrellas,
representada en su brillo, es mucho menor, lo cual demuestra que en su
regresión son más pequeñas que en su ascensión, ya que la temperatura
es la misma en uno y otro caso. Entonces las estrellas se hacen «enanas».
Este proceso evolutivo estelar, tal como lo trazó Russell, respondía
464 HISTORIA DE LA CIENCIA

a la dinámica de la masa de gases sometidos a gravedad, elaborada por Lañe


y Ritter. Cuando la masa es suficientemente grande, se contrae por efecto
de la gravitación, con lo cual produce calor y se caldea más. Pero a me­
dida que se contrae tiene que disminuir el índice de contracción. Al al­
canzar cierta densidad crítica, el calor desarrollado por esa gigantesca
masa de vapor luminoso comienza a ser menor que el calor irradiado
y entonces empieza el proceso de lento enfriamiento. Ya vimos, al estudiar
la edad del Sol, que este proceso no basta a explicar todo el calor des­
plegado, pero aun entonces consideramos posible que también pudieran
estar en función de la temperatura y correr el mismo historial otras fuentes
de energía, como la de la desintegración atómica.
Como era de esperar, esta teoría de la evolución estelar se fue modifi­
cando a medida que avanzaba la investigación de los últimos años y apli­
caba a la astrofísica los nuevos conocimientos sobre la estructura atómica.
El hombre ocupa un puesto estratégico intermedio entre el átomo y la
estrella4; desde él ha aprendido a estudiar cada uno de esos dos mundos
a la luz de la información que posee del otro.
Conociendo el volumen y la densidad media del Sol o de cualquier
estrella, y suponiendo que toda su masa es gaseosa, es posible calcular
matemáticamente el índice a que aumenta la presión a medida que se pro­
fundiza hacia el interior del astro: ese cálculo lo hizo Eddington. Según
comprobó este físico, la luminosidad depende principalmente de la masa
y, dentro de ciertos límites, debería ser aproximadamente proporcional
a ella. En cualquier nivel dado dentro de una estrella, la presión de las
capas superiores queda contrarrestada por la elasticidad del gas de las
capas inferiores, complementada por la presión de su radiación. Según la
teoría cinética, la elasticidad se debe al impacto de las partículas gaseosas,
cuya velocidad depende de la temperatura. De esta forma puede deter­
minarse la temperatura interior de una estrella. Para poder soportar la
presión en el interior del Sol y de otras estrellas parecidas hay que supo­
ner una temperatura de unos 40 ó 50 millones de grados centígrados.
Tratándose de estrellas mucho mayores podría subir hasta tal punto la
presión de la radiación interior, que comprometiese la estabilidad de la
estrella en cuestión y ésta explotase hecha añicos, según apuntaba Edding­
ton. Esto permite fijar un límite máximo natural al volumen de las estrellas.
Dentró de una estrella, cualquier zona, aun relativamente grande, cons­
tituye prácticamente un reducto a temperatura constante, y, por tanto, la
irradiación total variará en relación a la cuarta potencia de la tempe­
ratura absoluta. Además, al aumentar la temperatura, la irradiación
de energía máxima desborda el espectro, convertida en ondas de menor
longitud, de acuerdo con las leyes conocidas. Con temperaturas de millones
de grados, la energía máxima rebasa con mucho el espectro visible y está
formada por rayos X o por radiaciones de menor longitud de onda todavía.
4 Como ya indicó Eddington, el cuerpo humano está formado por unos 1027
átomos, mientras que una estrella de tipo medio está formada por unas 10“ veces
esa cantidad.
E L UNIVERSO ESTELA R 465

Estas radiaciones se convierten en ondas mayores por la colisión e inter­


acción constante contra los átomos que encuentran al abrirse paso hacia
las capas periféricas de la estrella, de donde terminan por emerger en
forma de luz y calor. Por lo mismo resulta más curioso el hecho de haber
sido detectados por McLennan, Millikan, Kolhorster y otros irnos rayos
enormemente penetrantes, si bien pequeñísimos, que, al parecer, están
cruzando constantemente nuestra atmósfera procedentes del espacio. Dice
Jeans: «En cierto sentido estas radiaciones constituyen el fenómeno físico
más fundamental de todo el universo, ya que la mayor parte de las regio­
nes del espacio contienen mayor cantidad de ellas que de calor y de luz
visible. Penetran en nuestros cuerpos día y noche... y desintegran varios
millones de átomos en cada cuerpo humano por segundo. Acaso sean esen­
ciales para nuestra vida o tal vez los causantes de nuestra muerte» 5. Alguien
sugirió la posibilidad de que estas radiaciones tan penetrantes sean emi­
tidas por la aniquilación mutua de electrones y protones o por la conver­
sión del hidrógeno en átomos mayores en ciertos sitios, como en las nebu­
losas o en esas nubes tenuísimas que parecen llenar el espacio abierto, en
donde la energía desarrollada no tiene que abrirse paso a través de la
mole envolvente de la estrella.
Sabemos que los rayos X tienen un tremendo poder ionizante, lo
mismo que los rayos gamma, que poseen aún mayor fuerza de penetración.
Esto quiere decir que los átomos del interior de una estrella tienen que
estar sumamente ionizados, es decir, despojados de sus electrones perifé­
ricos—una sugerencia que hizo Jeans en 1917 y de la que se han ocupado
muchos otros investigadores— . Una vez despojados los átomos de sus elec­
trones periféricos, sa» reduce muchísimo su volumen real, el cual queda
contraído de hecho al volumen del núcleo y de los anillos de electrones
más próximos a él, cuyas órbitas son mucho más pequeñas que las de
los electrones exteriores. De aquí resulta que los átomos son muchísimo
más pequeños en el interior de las estrellas y, por consiguiente, chocan
entre sí mucho menos que en nuestros laboratorios, y así, aun en masas
estelares altamente densas, la materia actúa como un gas «perfecto», de
acuerdo con la ley de Boyle.
Suponiendo que una estrella dada está en estado gaseoso, se puede
calcular matemáticamente la relación entre su masa y la cantidad de luz
y calor que emite— es decir, su brillo— . Eddington calculó en 1924 que
la irradiación de una estrella es directamente proporcional a su masa.
Dedujo primero una relación teórica; luego, introduciendo un factor nu­
mérico, ajustó la relación a los hechos, hasta el punto de que se verificaba
incluso en algunas estrellas tan densas que entonces se suponía debían
ser sólidas o líquidas y a las que, por tanto, se creía no podría aplicarse
dicha relación. Pero, según afirma Eddington, el mismo Sol, que es más
denso que el agua, y otras estrellas, que son más densas que el hierro, se
5 Sir J. H . Jeans, S o s o r the Wider Aspects of Cosmogony, Londres, 1 9 2 8 , pá­
gina 4 6 , y The Universe Around Us, Nueva York y Cambridge, 1 9 2 9 , pág. 1 3 4 ;
también 1 9 4 4 .
466 H ISTO RIA D E LA CIENCIA

hallan de hecho en estado gaseoso; que sus átomos, descarnados de sus


electrones periféricos, son pequeñísimos, y que la mayor parte del tiempo
se mantienen sin chocar.
Aún hay más, y es que un descubrimiento reciente ha venido a aumen­
tar la gama de las densidades posibles. En 1844 comprobó Bessel que
Sirio—la estrella más brillante del cielo—describía una órbita elíptica
e imaginó la existencia de una estrella compañera invisible, en tomo a la
cual giraría Sirio y cuya masa representaría las cuatro quintas partes de
la del Sol. Dieciocho años después logró ver Alvan Clark esa estrella hi­
potética; hoy día se la puede observar fácilmente en los telescopios mo­
dernos y se ha comprobado que su luz es 360 veces menor que la del Sol.
Se supuso que debía ser una estrella moribunda, en estado de incandes­
cencia mínima, al rojo vivo, hasta que en 1914 observó Adams desde
Mount Wilson que no estaba al rojo vivo, sino al blanco ardiente. Por
consiguiente, el hecho de que emita en total tan escasa luz tiene que
deberse a su pequeñísimo volumen, que en todo caso no puede ser mucho
mayor que el de la Tierra. Esta combinación de tanta masa condensada en
tan reducido volumen acusa una densidad aproximada de una tonelada
por pulgada cúbica—resultado pasmoso, que entonces pareció totalmente
increíble— .
Pero andando el tiempo se obtuvieron nuevas pruebas. Según la teoría
de Einstein, la frecuencia de las radiaciones emitidas por un cuerpo deben
estar en función de su masa y volumen, de forma que las rayas espectrales
deben correrse hacia el rojo en una cantidad proporcional a la masa di­
vidida por el radio. Adams logró medir el espectro de la compañera de
Sirio; los resultados acusaban igualmente la misma densidad increíble,
unas 2.000 veces mayor que la del platino. En nuestros días se han des­
cubierto algunas estrellas con densidades parecidas y aun mayores. Opina
Jeans que en esas estrellas ha tenido que cambiar la materia de estado
gaseoso a una especie de líquido. Probablemente sólo queda de los átomos
el núcleo escueto, despojado hasta de sus últimos anillos de electrones.
Otras estrellas más normales, como Sirio y el Sol, están formadas proba­
blemente por átomos, que conservan aún una corona de electrones en
torno a su núcleo. Como se ve, la teoría de la estructura atómica nos
suministra una explicación con que aclarar la diversidad de grupos que
encontramos en las estrellas, y el hecho de que las estrellas de cada uno
de esos grupos se ajusten dentro de ciertos límites a un volumen estándar.
A semejantes temperaturas se desintegrarían por completo los átomos de
la Tierra. Para mantener esas diferencias de volumen, los átomos de las
profundidades incógnitas de las estrellas tienen que ser más pesados que
los que conocemos aquí en la Tierra, mientras que en la periferia flotan
átomos más ligeros, parecidos a los nuestros, que son los que forman la
capa irradiante.
La edad de las estrellas puede calcularse por tres procedimientos:
1.°) Al principio las órbitas de las estrellas binarias deben ser circulares;
EL UNIVERSO ESTELA R 467

sólo poco a poco se van deformando por la acción de las estrellas más
próximas. Se puede calcular la frecuencia probable de esos influjos; con
ello, y teniendo en cuenta la forma actual de sus órbitas, se puede deducir
su edad probable. 2.°) Los grupos de estrellas brillantes al moverse por el
espacio van perdiendo pequeñas porciones de su materia y se puede
calcular el tiempo necesario para producir la dispersión de materia que
se haya observado. 3.°) Las energías motoras de las estrellas, al igual que
las moléculas de un gas, deben tender a cierto equilibrio; ahora bien,
Seares comprobó que las estrellas próximas al Sol casi han alcanzado ya
esta fase. Los resultados obtenidos por estos tres métodos coinciden en
atribuir a las estrellas de nuestra galaxia la edad media aproximada de
cinco mil a diez mil millones de años.
Para mantener una vida tan larga se necesita un suministro enorme
de energía radiante, mucho mayor de la que puede esperarse de las con­
tracciones producidas por la gravitación e incluso de la misma radiactivi­
dad. La teoría de Einstein condujo, naturalmente, a la idea de que esa
fuente de energía podría proceder de la aniquilación recíproca de los
protones positivos y de los electrones negativos, que es la idea que sugirió
Jeans en 1904 para explicar la energía radiactiva6. Esta teoría ha sido ela­
borada detalladamente. Es indudable que las estrellas pierden masa. La
radiación ejerce una présión de valor conocido y por lo mismo posee un
momento o una velocidad masa calculable. El Sol irradia una energía
de 50 caballos por cada pulgada cuadrada de su superficie, lo cual signi­
fica que el Sol en conjunto está perdiendo masa al ritmo de 360.000 millo­
nes de toneladas por día; por otra parte, la cancelación recíproca de
protones y electrones^jarece sugerir el mecanismo adecuado capaz de pro­
ducir esa pérdida. El índice de pérdida del Sol tuvo que ser mucho más
rápido cuando era mayor y más joven; así puede fijarse un límite superior
a su edad, y ese límite se encuentra aproximadamente a unos 8.000 millo­
nes de años. Esto se ajusta perfectamente a los cálculos independientes
hechos para las estrellas, pero ofrece sus dudas a la luz de otros estudios
posteriores.

Evolución estelar

Después de calcular la edad de las estrellas parece natural perguntar


cómo nacieron. Las estrellas no tienen dimensiones apreciables a nuestra
vista, ni siquiera cuando se las mira en los telescopios de mayor potencia;
¡aun la más próxima se encuentra tan lejos! Pero hace ya mucho que se
conocen ciertas zonas luminosas llamadas nebulosas. Una de ellas es la
gran nebulosa que se encuentra en la constelación Andrómeda y que se
distingue a simple vista; así se la pudo observar antes de inventarse el
telescopio. En 1656 descubrió Huygens otra, situada en Orión.
Hay tres clases principales de nebulosas:
5 N a tu re , v o l. L X X , 1 9 0 4 , p á g . 10 1 .
468 HISTORIA DE LA CIENCIA

1.a Nebulosas de forma irregular, como la de Orión.


2.a Nebulosas planetarias, que son cuerpos más pequeños de forma
regular.
3.a Nebulosas espirales, que forman como gigantescos remolinos de luz.
La mayoría de las nebulosas son espirales. Como dije antes, parece que
en los telescopios modernos pueden verse hasta dos millones de ellas.
Presentan espectros continuos con rayas de absorción superpuestas— pare­
cidos a los de las estrellas de los tipos F a K, incluido nuestro Sol— . Al
gunas nebulosas son masas de vapor luminoso en dispersión, otras contie­
nen estrellas concretas ya formadas. Hay también indicios de que las
nebulosas tienen movimiento rápido de rotación. Las que nos presentan
el borde pueden examinarse al espectroscopio y algunas de las que se nos
presentan perpendicularmente, fotografiadas año tras año, acusan una
rotación apreciable y medible, de la que se deduce un ritmo de rotación
de una revolución cada varios millones de años. Esto parece un poco
lento, pero como se han observado grandísimas velocidades lineales, hay
que concluir que esos largos períodos de rotación se deben a las propor­
ciones colosales de las nebulosas más que a la lentitud de su movimiento.
Si suponemos que las nebulosas diferentes giran con velocidades del
mismo orden, entonces podemos calcular sus distancias comparando la
velocidad radial de las nebulosas que vemos de perfil, medida al espec­
troscopio, con la rotación angular anual de las nebulosas perpendiculares
a nosotros. Pueden verse variables cefeoideas en los «brazos» de las nebu­
losas espirales y podemos suponer que su período de variación de brillo
guarda una relación normal con su brillo absoluto; entonces al medir su
luminosidad aparente podemos calcular su distancia. Con estos procedi­
mientos se han obtenido valores que oscilan entre cientos de miles hasta
millones de años de luz. Es decir, que la mayoría de las nebulosas espi­
rales distan inmensamente de nosotros y caen fuera de nuestro sistema estelar.
Kant fue el primero que sugirió la teoría de la nebulosa como base de
la evolución estelar; más tarde, al fin del siglo xvm , la recogió Laplace
en un esfuerzo por explicar el origen de nuestro sistema solar. Laplace
empezó concibiendo una nebulosa de gas que llenaba el espacio compren­
dido en la órbita de Neptuno y que estaba dotada de movimiento de rota­
ción. La nebulosa se fue contrayendo en virtud de su propia gravitación
y, en consecuencia, dado que su momento angular era constante, se fue
moviendo con velocidad creciente. En determinadas fases de su evolución,
a medida que se contraía fue dejando tras sí anillos de materia, los cuales
al condensarse formaron los planetas y sus satélites y siguieron girando en
torno a la masa central convertida en nuestro Sol.
Esta teoría presenta varias dificultades. F. R. Moulton hizo ver en 1900
la inverosimilitud de que al desprenderse un anillo se convirtiese en un
globo; por su parte, T. C. Chamberlin demostró con pruebas fehacientes
que tratándose de una masa de gas de las dimensiones requeridas, la gra­
vedad no hubiera podido contrarrestar la fuerza de dispersión de las
EL UNIVERSO ESTELA R 469

velocidades moleculares y de la presión de la irradiación. También demos­


tró Jeans, siguiendo otra línea de razonamiento, que no había lugar a que
se formasen esas condensaciones planetarias.
Pero las nebulosas espirales son un millón de veces mayores que la
que imaginó Laplace y en esta escala de magnitudes cambia todo el pro­
ceso del desarrollo. En este caso, la gravitación es mucho más potente
que la presión del gas y de la irradiación, con lo cual la nebulosa en vez
de dispersarse se contrae y va girando con mayor velocidad, como suponía
Laplace. Su explicación falla, pues, tratándose de un sistema solar rela­
tivamente pequeño, pero vale si se refiere a una galaxia estelar gigantesca.
Jeans demostró matemáticamente que una masa de gas en estado de
gravitación, puesta en rotación por la acción posible de flujo y reflujo de
otras masas, tiende a adoptar gradualmente la forma de una doble lente
convexa. Al acelerar su velocidad de rotación, su borde terminará por
hacerse inestable y por escindirse en dos brazos. En cada uno de ellos
se formarán condensaciones locales y cada uno tendrá el volumen apro­
piado para formar una estrella, dentro de los límites un tanto estrechos de
volumen que tienen las estrellas que conocemos. Hubble confirmó esta
predicción teórica con datos adquiridos por observación, hasta el punto
de clasificar las nebulosas conforme a los grupos diferentes profetizados
por Jeans. Así, pues, en las nebulosas espirales, perdidas en las profun­
didades del espacio, más allá de nuestro propio sistema estelar, vemos
nuevas galaxias en estado de formación.
¿Pueden llegar a formar un sistema solar como el nuestro esos peque­
ños globitos desprendidos del brazo de una nebulosa espiral? Las mate­
máticas de Jeans indican que no es probable. Si la rotación del supuesto
globito es lo bastante rápida para producir su desprendimiento, parece
que el resultado debería ser una doble estrella, en la que cada una de sus
dos constituyentes ejecutarían su vals girando cada una en tomo a la otra.
Así, las estrellas dobles representarían probablemente un proceso normal
en la vida estelar, como una alternativa al que siguen las estrellas simples
solitarias en su formación.
Moulton, Chamberlin y Jeans explicaron especulativamente el origen
del sistema solar. Si dos estrellas en estado gaseoso se acercaban mutua­
mente en un período inicial de su formación, aparecerían ondas periódi­
cas, tipo marea. Si se aproximaban hasta cierta distancia crítica, esas ma­
reas terminarían por disparar una gran porción de materia, la cual podría
escindirse en ciertos cuerpos de tamaño y características apropiadas para
formar la Tierra y los otros planetas. Esto, sin embargo, sólo ocurriría muy
raras veces: según los cálculos de Jeans, sólo se formarían sistemas pla­
netarios como el nuestro en una estrella entre 100.000 aproximadamente.
Ahora ya podemos describir la nueva teoría sobre la evolución de las
estrellas. Estas son lanzadas al espacio desde los brazos de las nebulosas
espirales como masas de vapor de un volumen aproximadamente igual.
Como irradian, consiguientemente pierden masa, y como irradian más de
470 HISTO RIA DE LA CIENCIA

prisa cuando tienen más volumen, sus masas tienden gradualmente al


equilibrio.
Las estrellas más jóvenes son las de mayor peso y las que generan
más energía, independientemente de su temperatura y presión. Esto no
sería factible si estuviesen formadas enteramente de átomos como los de
la Tierra, cuya irradiación aumenta con la temperatura y la presión. Este
hecho indica, además, que la fuente principal de la energía que produce
la irradiación procede de ciertos tipos de materia intensamente activos
desconocidos para nosotros, que se agotan a medida que envejecen las
estrellas y que consisten probablemente en transmutaciones atómicas con
la consiguiente aniquilación de materia y en su conversión en ráfagas de
radiaciones electromagnéticas. La energía liberada en estas operaciones
es inmensa: como expuse en el párrafo sobre la relatividad, la energía
producida por la destrucción de una masa m vale me2, siendo c la veloci­
dad de la luz, es decir, 300.000 kilómetros por segundo, y, por consiguien­
te, un gramo de materia convertido en radiación desarrolla una energía
de 9 por 1020 ergios. La energía producida por la aniquilación de la ma­
teria e incluso por su transmutación apropiada es realmente enorme
(véanse unas páginas más abajo).
Esta reciente teoría astrofísica recuerda la interrogante 30 de la
Opticks, de Newton: «¿No serán los grandes cuerpos y la luz recípro­
camente convertibles entre sí...? El cambio de los cuerpos en luz, y de
la luz en cuerpos, es sumamente apropiado a la manera de actuar de la
naturaleza, la cual parece gozar con las transmutaciones.»
Posiblemente, las estrellas se están convirtiendo en radiaciones. La
materia del universo está destinada a convertirse directamente en radia­
ciones espaciales o en materia inerte inactiva, como la que compone, en
gran parte, nuestro mundo. Toda la materia terrestre se reduce a 92 ele­
mentos, de los cuales se conocen ya 90, los cuales van escalonados desde
el hidrógeno, que hace el número atómico 1, hasta el uranio, que ocupa el
número 92. Si existen otros elementos, o tienen que ser isótopos o tener
números atómicos más altos que el uranio y ser más complejos. Reciente­
mente se ha descubierto, por lo menos, uno, denominado plutonio. Seme­
jantes elementos poseerían intensa radiactividad e inestabilidad, y acaso
han dejado de existir ya la mayor parte de ellos. Antes se quiso concluir
de los datos espectroscópicos que la materia evolucionaba de lo simple
a lo complejo, desde el hidrógeno de las estrellas viejas hasta el calcio
de las jóvenes. Posteriormente se interpretaron esos datos en sentido dis­
tinto, como simples indicios de que las condiciones de las' estrellas favo­
recen la aparición del hidrógeno o del calcio en sus atmósferas respectivas
y la consiguiente emisión de sus radiaciones. Algunos astrónomos opinan
que la evolución estelar se desarrolla a base de la escisión de los átomos
complejos, que en su mayoría se transforman directamente en radiación,
mientras que una fracción de su masa total se convierte en residuo o ce­
niza inerte, la cual, a pesar de ser tan sólo un subproducto de la trans­
formación cósmica, constituye la sustancia de nuestros cuerpos y de nuestro
E L UNIVERSO ESTELA R 471

mundo. Es posible que el uranio y el radio representen un tipo intermedio


de materia entre los últimos vestigios que nos han quedado en la Tierra de
semejantes átomos originarios activos y los elementos inactivos de que
estamos hechos nosotros.
Parece como si la vida sólo fuera posible en condiciones muy parecidas
a las de nuestro planeta. Probablemente, los sistemas planetarios son muy
raros y nuestros planetas no parecen favorecer la idea de que «exista vida
en otros mundos».
El principio de Kelvin sobre la degeneración de la energía apunta
a que las cosas llegarán a un estado final en el que quedarán distribuidas
uniformemente la materia y la energía y en el que será imposible todo
movimiento. La interpretación moderna ha introducido variantes en el
proceso, pero ha llegado a conclusiones parecidas. El universo parece ten­
der a un estado final, en el que los átomos estelares activos se habrán
transformado en radiaciones espaciales y en materia inerte, que formará
soles extintos o tierras heladas. La radiación procedente de la aniquilación
de toda la materia del universo sólo elevaría en unos pocos grados la
temperatura espacial. Según los cálculos de Jeans, sólo llegaría a saturarse
el espacio de radiaciones hasta reavivar la materia de nuevo en el caso
en que la temperatura se elevase a los 7,5 por 1012 grados. Casi todas las
probabilidades apuntan 'Hacia la imposibilidad práctica de que sobreviva
un solo átomo de materia activa o que se concentre por casualidad ningún
depósito de radiación en ninguna parte del cosmos hasta que se reactive
la materia. Con todo, por mucho que hubiese que esperar para que se
produjese semejante casualidad, no debemos olvidar que la eternidad es
más larga que cualquier tiempo dado, y de hecho J. B. S. Haldane sugirió
—una idea que también apuntó en una conversación el profesor Sterne,
de Hamburgo, según me dijo el profesor Eddington—que semejantes con­
centraciones casuales pueden llegar a producir una nueva creación, un
nuevo universo, después de haber desaparecido el nuestro— como posi­
blemente creó también el nuestro al cabo de eones de radiación difusa— .
Debo añadir que tanto Sir James Jeans como Sir Arthur Eddington me han
dicho que no les convence este argumento. Existen otras alternativas
mucho más probables, que se adelantarían e impedirían esta contingencia
altamente inverosímil.
No parece posible que lleguemos nunca a adquirir certeza absoluta
y concreta sobre la solución de estos problemas. Pero la historia nos acon­
seja cautela; las actuales perspectivas que nos ofrece la astrofísica datan
de estos últimos años y nuestros conocimientos presentes son muy poca
cosa comparados con los que aún nos quedan por adquirir.

La relatividad y el universo

A medida que se va desplegando y concretando la nueva concepción


con que la teoría de la relatividad nos ha enseñado a mirar a la natura­
472 HISTORIA DE LA CIENCIA

leza, por fuerza tiene que afectar profundamente nuestras ideas sobre el
mundo físico. Hemos sustituido la fuerza de atracción con que explicá­
bamos la gravitación por la teoría de las pistas o trayectorias naturales,
que nos aparecen curvas en los campos gravitatorios, y esa sustitución no
sólo nos lleva a resultados ligeramente diferentes según los experimentos
exactos ya descritos, sino que nos fuerza a cambiar totalmente nuestras
ideas sobre los límites del universo.
Con el espacio euclidiano y el tiempo newtoniano nos habíamos hecho
a concebir naturalmente el mundo de la existencia como algo infinito:
el espacio se extiende indefinidamente más allá de las estrellas más leja­
nas, así como el tiempo fluye uniforme y eterno antes y después de cual­
quier ser existente.
Pero si nuestro nuevo continuo espacio-tiempo resulta curvo en virtud
de la presencia de la materia, entramos en otro orden de ideas. El tiempo
puede seguir fluyendo de eternidad en eternidad en una serie interminable
de momentos; pero la curvatura del espacio delata un universo finito en
sus dimensiones espaciales. Cabalgando sobre un rayo de luz por siglos
y siglos llegaríamos a topar con un límite o tal vez a encontrarnos en
nuestro punto de partida. Según calcula el doctor Hubble, el espacio
total del universo es alrededor de 1.000 millones de veces mayor que la
parte que puede abarcar el gran telescopio de Mount Wilson, el cual
registra unos dos millones de nebulosas fuera de nuestro sistema estelar.
Según esto, la luz tardaría en dar la vuelta al cosmos algo así como
cien mil millones de años (10n). Einstein describió un espacio tridimensio­
nal curvado de manera que lo llamaríamos cilindrico en dos dimensiones.
El tiempo es como el eje de ese cilindro. De Sitter imaginaba el espacio-
tiempo en forma de esfera. Si avanzamos hacia la periferia, trazando
esferas cada vez más amplias, llegamos a una de dimensiones máximas,
en la que el tiempo visto desde la Tierra parece haberse parado. Dice
Eddington: «Aquí, como en el té del ‘sombrerero loco’ de Alice, siempre
son las seis y no puede ocurrir absolutamente nada por mucho que espe­
remos.» Pero si pudiésemos llegar a ese paraíso tan conservador y tran­
quilo, todavía encontraríamos que seguía corriendo el tiempo, tal como
allí se lo experimenta, sólo que en otra dirección—si es que esto puede
tener algún sentido— .
De Sitter llamó la atención sobre un ligero indicio de ese ralentando
que experimenta el tiempo observado desde la Tierra. Algunas de las
nebulosas espirales constituyen los cuerpos más lejanos que conocemos.
Sus rayas espectrales aparecen desplazadas, en comparación con las mismas
rayas de los espectros terrestres, y según comprobó Hubble, por lo menos
en la gran mayoría de los casos, esas desviaciones se producen en la direc­
ción del rojo. Generalmente se interpretó este fenómeno como si se de­
biese a las increíbles velocidades de recesión—mayores que cualesquiera
otras de cuantas se han observado en los cuerpos celestes—y a veces
se imaginó que este fenómeno denotaba la expansión del universo. Pero es
muy posible que lo que aquí se observa es el retardamiento de las vibraciones
E L UNIVERSO ESTELA R 473

atómicas vistas desde la Tierra, un cambio en las oscilaciones del reloj de


la naturaleza, una variación en la escala del tiempo.

Astrofísica reciente7

Hoy día existe un cúmulo de indicios que señalan la presencia de


cierta materia tenue en el espacio interestelar. La delta de Orion forma
parte de una estrella doble, como lo demuestra el desplazamiento de sus
rayas espectrales coincidente con su revolución alrededor de su compa­
ñera, desplazamiento característico de las otras estrellas dobles que des­
cribimos anteriormente. Pero en 1904 observó Hartmann que las rayas H
y K de calcio no siguen ese movimiento periódico y que en los espectros
de otras estrellas dobles aparece también casi estacionaria la raya D del
sodio. Plaskett y Pearce observaron, no obstante, que dichas rayas no
se mantienen en realidad inmóviles, sino que acusan cierto movimiento
correspondiente a la rotación de nuestra galaxia. Esas rayas casi estacio­
narias sólo aparecen en los espectros de las estrellas cuya distancia supera
los mil años de luz aproximadamente, y que cuanto más lejanas están
más fuertes son las rayas. Este fenómeno se debe claramente a que hay
esparcido por el espacftr sodio y calcio y a que en ciertos sitios se con­
densan para formar nubes cósmicas o nebulosas de gas. Esta materia
interestelar es de una densidad inmensamente pequeña: en zonas de den­
sidad media es sólo de un átomo por centímetro cúbico (10 :24), y en el
corazón de una nebulosa típica, como la gran nebulosa situada en Orion,
sólo la millonésima ggrte de la densidad existente en el vacío más perfecto
que puede hacerse en el laboratorio (10 20). Debido a la poca frecuencia
de colisiones no suelen perder mucho calor las partículas de las nubes
cósmicas, con lo cual se mantienen a una temperatura de unos 15.000 gra­
dos centígrados, mientras que la temperatura de un meteorito flotando
en el espacio fácilmente desciende hasta — 270, es decir, a tres grados
sobre el cero absoluto.
Las nebulosas en estado gaseoso no brillan en virtud de luz propia,
sino de la de cualquier estrella ardiente que caiga dentro de su ámbito,
cuyos rayos activan las partículas de la nebulosa arrancándoles una luz
de distinto período o fluorescente. También se conocen nebulosas negras,
que no dejan pasar los rayos procedentes de estrellas más distantes. Es
posible que esas nebulosas negras sean de la misma naturaleza que las
luminosas, con la sola diferencia de que no se encuentran en sus cercanías
estrellas de suficiente poder calórico para encenderlas. Puede ser que
estén formadas por partículas de tamaño parecido a la longitud de las
ondas lumínicas, y entonces esas partículas poseerían un inmenso poder
de absorción.
1 H. S p e n c e r I o n e s , General Astronomy, Londres, 1934. Sir A r t h u r E d d in g t o n ,
The Expanding Universe, Cambridge, 1933; New Pathways in Science, Cam­
bridge, 1935. Sir Ja m es J e a n s , The Universe Around Us, Cambridge, 1933, 1944.
474 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Los espectros de las nebulosas luminosas presentan rayas brillantes,


sobre todo de hidrógeno y de helio ionizados, y otras rayas desconocidas
en el laboratorio, como dos rayas verdes procedentes de un supuesto
«nebulio». Pero en 1927 descubrió I. S. Bawen que esa luz extraña era
producida por oxígeno doblemente ionizado, en que los electrones satélites
saltan de una órbita a otra por caminos que en la vida comparativamente
tumultuosa de la Tierra resultan muy cerrados, pero que en los dilatados
espacios de una nebulosa tranquila quedan perfectamente abiertos. Otras
rayas proceden de nitrógeno simplemente ionizado, cuyos electrones saltan
también por «pasos prohibidos». Vemos, pues, que el espacio está poblado
de oxígeno y nitrógeno—los constitutivos de nuestro aire casero— , lo
mismo que de sodio y calcio.
Homer Lañe calculó en 1869 la temperatura teórica del Sol en la
hipótesis de que sus partículas se comportasen como las de un gas «per­
fecto» y de que su calor interno fuese material. Pero Eddington señaló
la importancia de la radiación, la cual, al salir del interior, es capturada
por los átomos y electrones de las capas exteriores hasta quedar reba­
jado de rayos X a luz visible, de forma que la energía escapa muy lenta­
mente. Así se ha comprobado en estos últimos años que a altas tempera­
turas la relación entre el calor radiante y el material es mayor de lo que
se pensaba y que, de hecho, los dos son aproximadamente iguales. A una
temperatura de 5.000 grados centígrados la radiación tiene una presión
de una vigésima parte de onza por pie cuadrado, mientras que a 20 millo­
nes de grados, que es la temperatura a que está el centro del Sol, alcanza
una presión de tres millones de toneladas por pulgada cuadrada8.
Podemos calcular la temperatura interna necesaria para que el Sol
conserve su volumen conocido estudiando la presión calculada de sus
partículas en movimiento libre—que al principio se tenían por moléculas
o átomos ordinarios— . Pero éste es el momento de aplicar nuestras nue­
vas teorías atómicas.
Ya en un principio sugirió Newall a Eddington que las altas tempe­
raturas del interior del Sol o de las estrellas tienen que ionizar los
átomos, es decir, desprender sus electrones. Así, por ejemplo, un átomo de
oxígeno tiene 16 de peso atómico y ocho electrones satélites, que sumados
al núcleo hacen nueve partículas, cuyo peso medio es de 16/9, o sea,
1/78. Desde el peso del litio, 1,75, hasta el del oro, 2,46, se obtiene un
peso medio aproximado de dos; pero el átomo de hidrógeno se parte sólo
en dos partículas, un protón y un electrón, y, por tanto, el peso medio de
sus partículas es de 0,50 en vez de dos. Así, pues, hablando grosso modo,
por lo que respecta a la temperatura, podemos dividir las partículas en
partículas de hidrógeno y de no hidrógeno: a más hidrógeno menos lumi­
nosidad hay que calcular. A juzgar por las luminosidades observadas pa­
rece que una proporción en peso de 1/3 de hidrógeno y 2/3 de no
hidrógeno coincide bastante bien con las propiedades observadas en la

* E d d in g t o n , Infernal Constitution of the Stars, 1927.


E L UNIVERSO ESTELA R 475

mayor parte de las estrellas que se han estudiado. Robert Atkinson y Fritz
Houtermans observaron en 1929 que es muy posible que las altísimas
temperaturas del interior del Sol fuesen capaces de romper el mismo
núcleo, si éste no se encontrase protegido por su cojín de electrones y se
hallase totalmente al descubierto.
La teoría cuántica favorece también la idea de que la materia estelar
está ionizada. Eggert fue el primero que indicó esta posibilidad— 1919— ;
luego Saha, en 1921, la hizo extensiva a las capas exteriores: así iniciaron
las ideas modernas sobre los espectros estelares.
Teniendo en cuenta todos los nuevos conocimientos atómicos y reco­
giendo la teoría de Lañe, los astrónomos suponen actualmente que las
partículas estelares se comportan como gases perfectos, incluso en las
estrellas densas, que describí más arriba. Lo que pasa en esas estrellas
tan densas es que los átomos están al desnudo, totalmente despojados de
sus electrones, con lo cual tanto sus núcleos como los electrones sueltos
actúan como partículas aisladas.
Sir R. H. Fowler aplicó a los fenómenos de las estrellas densas los
principios de la mecánica ondulatoria, siguiendo las directrices trazadas
por Fermi y Dirac. Esa aplicación se basa en la ley cuántica de Pauli,
según la cual dos electrones de un mismo átomo no pueden ocupar la misma
órbita. Pero dentro de una materia muy densa algunos electrones se ven
forzados a ocupar órbitas de alta energía; entonces aumenta enormemente
la presión necesaria para reducir el volumen, con lo que disminuye la
temperatura interna precisa para contrarrestar la presión en cualquier
estrella dada—digamos, unos 20 millones de grados para el centro del Sol— .
Más allá de nueSfta Vía Láctea, a distancias inconmensurables, flotan
otras galaxias, que nosotros vemos como nebulosas espirales. Según cálcu­
los obtenidos a base de las observaciones realizadas con el telescopio de
reflexión de Mount Wilson, California, de 100 pulgadas, resulta que hay
unos 10 millones de nebulosas visibles: las más lejanas tal vez disten
de nosotros unos quinientos millones años de luz. Actualmente se está
construyendo un reflector de 200 pulgadas, que alcanzará una distancia
doblemente mayor y descubrirá ocho veces más nebulosas, suponiendo
que estén esparcidas con cierta uniformidad por el espacio y que no se
produzca absorción de luz. Recuérdese que los rayos cósmicos, que des­
cribí más arriba, proceden de esas zonas exteriores a nuestro sistema, sea
del espacio interestelar, sea de nebulosas espirales.
Ya dije que las rayas del espectro de las nebulosas espirales se des­
plazan hacia el rojo, en comparación con las correspondientes rayas
terrestres. Esto indica que las nebulosas se alejan y por cierto con una
velocidad que aumenta proporcionalmente a la distancia: hoy se acepta
este fenómeno como un indicio de la expansión del universo. La teoría
espacial de De Sitter, que viene a empalmar con la de Einstein mediante
las investigaciones matemáticas de A. Friedmann y del Abbé G. Lemaitre,
exige también la expansión del universo: podemos, pues, afirmar que en
esto están de acuerdo la observación y la teoría.
476 HISTO RIA DE LA CIENCIA

E. A. Milne hizo la siguiente indicación: si suponemos que en un


principio las galaxias, dotadas de sus velocidades actuales, estaban con­
centradas en un volumen reducido, entonces las más veloces serían las
que más habrían avanzado para estas fechas y de esa manera podríamos
obtener la relación observada entre la distancia y la velocidad de aleja­
miento. En 1932 calculó Eddington dicha velocidad asignándole un valor
de 528 kilómetros por segundo para la distancia de un megaparsec9.
Estas cifras se doblarán en el espacio de mil quinientos millones de años.
Esto da para el radio inicial del universo 328 megaparsecs, o sea, mil
sesenta y ocho millones de años luz; para su masa total, 2,14 por 1055 gra­
mos, o sea, 1,08 por 1022 multiplicado por la masa solar, y para el número
de protones y electrones, 1,29 por 10” . Acaso haya que aumentar el nú­
mero de base 528. La idea de un proceso como éste, irreversible o de una
sola dirección, plantea ciertas cuestiones análogas a las consecuentes al
aumento continuo de entropía bajo la segunda ley de la termodinámica:
ambos fenómenos apuntan hacia un principio concreto y hacia un constante
desagüe de la energía útil hasta su agotamiento total. Pero alguien ha ob­
servado que nuestra termodinámica actual pudiera ser una particularidad
de un universo en vías de expansión; de hecho, Tolman trazó un esquema
de dinámica relativista, en la que la ley segunda obra en sentido inverso
en un universo en vías de contracción. En este último caso cada vez aflui­
ría más y más energía disponible, haciendo posible la reconstrucción de
la materia a partir de las radiaciones. Dentro de este ritmo cíclico pode­
mos especular sobre un universo oscilatorio o pulsatorio y pensar que
nosotros hemos tenido la suerte de vivir en una de sus fases de expansión,
lo cual nos dispensa de pensar en el principio ni en el fin.
He aquí el problema final: ¿cuál es la fuente de la energía que irra­
dian el Sol y las estrellas? Al tener que mantener una temperatura inte­
rior de decenas de millones de grados, se ve que no puede provenir de
fuera, por lo que parece forzoso suponer la existencia de cierta especie
de energía subatómica. La relación que establece Einstein entre energía
y masa— según la cual un gramo de masa representa 9 por 1020 ergios—
supone en el Sol unas reservas de energía totales de 1,8 por 1054 ergios.
Con estas reservas tiene el Sol para estar suministrando energía durante
quince billones de años10 al ritmo actual de producción, pero aumentaría
a medida que disminuyese la masa y con ella la producción. Los cálculos
asignan al Sol una edad de cinco billones de años aproximadamente
— 5 por 10'2— . Aquí se supone que los protones y electrones se eliminan
mutuamente; pero, como expliqué más arriba, el descubrimiento de los
positrones ha restado probabilidad a esta interpretación, como se ve en
el trabajo de Aston.
En 1920 pudo fijar Aston con precisión el peso atómico del hidróge­
no; con ello pudo apreciarse la gran cantidad de energía que puede libe­
’ Un megaparsec es un millón de parsecs, o sea, 3,26 por 104 años de luz.
10 Este es nuestro billón, es decir, un millón de millones, 10'2, distinto del billón
americano, que es mil millones.
E L UNIVERSO ESTELA R 477

rar este elemento al transmutarse en otros distintos, ofreciendo así otra


alternativa para explicar el manantial de la energía estelar, una alternativa
que ha ido ganando probabilidad estos últimos años. De hecho parece
probable que el proceso consiste en que el hidrógeno se convierte en
helio por la acción catalítica del carbono y nitrógeno ".
Naturalmente, la energía que puede obtenerse así es inferior a la que
puede obtenerse por el proceso de aniquilación, en el que se consume toda
la masa del Sol; pero con sólo transmutar el 10 por 100 de su masa por
conversión del hidrógeno en no hidrógeno podría mantenerse la radiación
del Sol durante unos diez mil millones de años (1010), un período suficien­
temente largo para contentar a los geólogos, aunque muy inferior a los
millones de millones que nos ofrece la teoría de la aniquilación. Según
parece, tampoco es probable que la edad de las estrellas rebase mucho
un pequeño múltiplo del tiempo de recesión de las galaxias; esto sugiere
también una edad de algunos miles de millones de años—digamos, 2 por
109— . Esta cifra habría de aumentarse un poco teniendo en cuenta el
calor liberado por la contracción gravitatoria y por la radiactividad. Otro
punto a favor de esta teoría es que mantiene la estabilidad del Sol y de
las estrellas.
Ahora podemos compTarar estas cifras con la edad de la Tierra, tal
como puede calcularse por las cantidades relativas de elementos radiac­
tivos de uranio y torio y por los productos de su desintegración contenidos
en diferentes rocas. De estas investigaciones se deduce que la corteza
terrestre se solidificó en fecha no posterior a los 1,6 por 109 años.
Conforme a la teo»a de la relatividad, el espacio, o mejor, el espacio-
tiempo, presenta cierta curvatura natural, la cual se acentúa en la proxi­
midad de la materia o en un campo electromagnético. La curvatura natu­
ral es el equivalente en relatividad a la repulsión cósmica, y la repulsión
cósmica por unidad de distancia representa la constante cósmica, que
suele escribirse con la letra Puede calcularse su valor por el índice de
recesión de las galaxias estelares, teniendo en cuenta un cierto margen de
diferencia por la atracción simultánea de la gravitación. Basándonos en
los números de Eddington, la velocidad de recesión de una galaxia es pro­
porcional a la distancia y representa unos 500 kilómetros por segundo
por cada megaparsec. A la distancia de ciento cincuenta millones de años
luz, la velocidad sería de 15.000 millas por segundo. A los mil novecien­
tos millones de años luz, la velocidad alcanzaría las 190.000 millas por
segundo, pero como esta velocidad supera a la de la luz, parece que falla
algo. Acaso puedan salvarse estas nuestras teorías de esta especie de
impasse recurriendo al espacio-tiempo cerrado de Einstein y De Sitter,
ya que en él las distancias tienen un límite.

11 G. Gamow, The Birth and Death of the Sun, Londres, 1941.


478 H ISTORIA DE LA CIENCIA

G eo log ía 12

Los adelantos geológicos más importantes realizados durante los últi­


mos años se deben a los estudios geofísicos, en los que la aplicación de
ciertos métodos físicos de investigación han demostrado que la figura
de la Tierra no es perfectamente esférica, sino irregular, o, según se la
ha llamado, «geoidea». Los métodos físicos nos han informado también
sobre las capas de tierra que yacen bajo las superficies de los mares y de
la corteza terrestre.
La medición exacta de la gravedad tomada desde distintos puntos
acusa ciertas anomalías, que, a juicio de Jeffrey, deben indicar que las
montañas no están sostenidas totalmente por su base, sino, en parte, por
la fuerza de la corteza terrestre, sometida a veces a grandes tensiones.
Meinesz y otros, investigando desde un submarino sumergido cerca de
las Indias orientales, hallaron indicios de que una estrecha franja de la
corteza de la Tierra presenta aquí una fuerte inclinación hacia abajo en
equilibrio inestable. Bullard comprobó algunas anomalías gravitatorias
a lo largo del suelo del Great Rift Valley, de Africa, lo cual parece indicar
que la materia menos pesada de la corteza se mantiene abajo por la fuerza
que ejercen hacia dentro los flancos del valle.
Las observaciones sísmicas abarcan los terremotos próximos al igual
que los distantes. Las ondas producidas por los terremotos próximos se
transmiten principalmente por la periferia o corteza terrestre, mientras
que las procedentes de convulsiones lejanas atraviesan zonas más profun­
das y algunas llegan incluso a pasar junto al centro de la Tierra. Según
Jeffrey, el estudio de los terremotos próximos indica que la corteza de la
Tierra es relativamente de poco espesor—unas 25 millas—y que se com­
pone de materiales diferentes dispuestos en capas estratificadas. Aparte
de las ondas principales de condensación y distorsión, conocidas desde
hace mucho, se han descubierto últimamente otras ondas de velocidades
inferiores. Observando esas varias ondas se notan fenómenos de reflexión
y refracción en distintos sitios, que acusan cierta discontinuidad en el
material de la corteza terrestre. Los terremotos lejanos producen unas
ondas que atraviesan el interior de la Tierra, evidenciando la existencia
de un núcleo terrestre con un radio mayor que la mitad del de la misma
Tierra. Las ondas de distorsión, que necesitan un medio sólido para su
transmisión, no pasan el núcleo terrestre, por lo que parece probable que
éste es líquido y que se compone, según Jeffrey, de hierro o de hierro-
níquel.
Al hacer estallar a pocos pies por debajo de la superficie unas cargas
de altos explosivos se desencadena una serie de ondas parecidas a las de
12 H. J e f f b e y s , T h e Earth, Cambridge, 1929; E arthquakes an d M ountains, Lon­
dres, 1935. O. T . J o n e s , “Geophysics”, Proc. In st. C ivil Engineers, 1936. E. C. B u l ­
l a r d , “Geophysical study of submarine geology”, N ature, 1940, pág. 764. E. G. R.
T a y l o r , H istorical A sso d a tio n P am phlet, núm. 126.
EL UNIVERSO ESTELA R 479

los terremotos naturales. Sismógrafos instalados en puntos determinados


registran la hora de llegada de las diferentes clases de ondas, con lo que
se miden sus velocidades. Algunas descienden a través de formaciones
no consolidadas y vuelven reflejadas por un piso relativamente sólido,
que las refleja como un «eco»; el tiempo empleado nos da la profundidad
a que está el piso. Parecidos métodos resultan útiles para localizar yaci­
mientos petrolíferos, y en geología submarina, para trazar mapas con el
contorno del fondo de los mares. La Geodetic Survey, de los Estados
Unidos, ha elaborado un procedimiento para determinar la distancia de
un buque con respecto a una boya fija; se lanza desde el barco una
pequeña bomba, registrando el momento de su lanzamiento; su detonación
avanza por el mar y actúa un teléfono y un transmisor de radio instalado
en la boya, cuya señal registra también el barco: del tiempo empleado se
deduce la distancia. Así se ha podido levantar el mapa de la mayor parte
de las aguas costeras de los Estados Unidos; se ha encontrado un corte
brusco entre la plataforma continental y el borde exterior del declive.
También se obtiene información valiosa observando la reflexión de las
ondas entre rocas blandas, en que la velocidad de las ondas es relativa­
mente lenta, y entre rocas duras, en que es rápida. Las Islas Británicas
tienen en tierra rocas ígneas y sedimentarias bien consolidadas, y en las
aguas circundantes, seduhentos más recientes y más blandos, los cuales
alcanzan un espesor de 8.000 pies a la profundidad de 100 brazas, a unas
150 millas de la costa.
CAPITULO XII

LA FILOSOFIA CIENTIFICA Y SUS PERSPECTIVAS

La filosofía en el siglo X X

Ahora debemos continuar las distintas corrientes filosóficas, cuyo curso


a través del siglo xix tracé en el capítulo V III.
La filosofía que nos legaron los enciclopedistas franceses se basaba
en la ciencia de Newton; más tarde, como ya expliqué, se combinó con
el darwinismus para formar el materialismo alemán. Anteriormente Kant,
Hegel y sus seguidores habían elaborado como alternativa un sistema
idealista, el cual así como se impuso en los círculos académico-filosóficos,
así mereció la repulsa de los científicos, que, por regla general, no se
preocuparon de filosofía durante un siglo.
La encíclica papal, en la que León XIII restableció en 1879 la doc­
trina de Santo Tomás como la filosofía oficial de la Iglesia de Roma,
impulsó la renovación del tomismo en las escuelas católicas de filosofía.
Se intentó traducir el escolasticismo medieval al lenguaje de los conoci­
mientos modernos, por lo menos de aquellos conocimientos que podían
aceptar los teólogos ortodoxos'. Acaso pueda decirse que el resultado de
todo este esfuerzo se redujo a lograr ciertos empalmes particulares entre
el escolasticismo y algunas ramas de la ciencia, pero sin llegar a incorpo­
rarse por completo el espíritu científico. Por lo mismo quedan al margen
de la gran pista que seguimos en nuestra investigación, por lo que hemos
de volver la vista a otras líneas de desarrollo.
Al comenzar el siglo xx la mayoría de los hombres de ciencia profesa­
ban inconscientemente un materialismo ingenuo; los que se dignaban
reflexionar sobre semejantes problemas se inclinaban al fenomenalismo
de Mach y Karl Pearson o al monismo evolutivo de Haeckel o de
W. K. Clifford.
La evolución, que en la mente de Darwin, siempre modesto, era tan
sólo una teoría científica—que acaso encontraba explicación parcial en
la hipótesis de la selección natural—, se convirtió en filosofía y hasta para
ciertas personas en verdadero dogma. La lección real que enseña al pen­
samiento general la biología evolutiva es que debe contarse con cambios
continuos en todas las cosas y que cierto principio de selección puede
impedir que dichos cambios avancen demasiado lejos en direcciones inadap­
tadas al ambiente. Ya vimos cómo los distintos sectores del pensamiento
1 A Manual of Modern Scholastic Philosophy, principalmente por el Cardenal
M e r c ie r ,trad. ingl., 2.* ed., 2 vols., Londres, 1917.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 48 1

fueron aprendiendo unos tras otros esa lección, y cómo ésta, a su vez,
amplió y profundizó sus fronteras. Pero esos efectos legítimos del desarro­
llo cientifico distan mucho de convertir esa teoría en sistema filosófico
y menos en la base y en el sentido de la realidad. La biología y la paleon­
tología indican que durante varios millones de años se produjo una evo­
lución desde un antepasado simple hasta muchas especies diferenciadas
y complejas; pero los filósofos evolucionistas, desde Herbert Spencer en
adelante, dieron por supuesto que ese progreso constituía una ley universal
del ser. Gracias a esto, el evolucionismo, que en un principio se maridó
con el determinismo materialista, durante algún tiempo se transformó
en una filosofía optimista. Aunque la muerte supusiese el fin personal de
cada individuo, éste podía consolarse con la idea de que formaba un
eslabón de una cadena que avanzaba en constante progreso dentro de la
naturaleza orgánica y acaso también dentro de la estructura cósmica.
En años más próximos a nosotros han aparecido nuevas tendencias en
la filosofía evolucionista, especialmente un afán por utilizar la biología
como una válvula de escape a esa concepción mecanicista de las cosas que
parece imponer la física. Bergson avanzó todavía más en un esfuerzo por
liquidar no sólo la física, sino hasta la lógica, con sus principios fijos2.
Bergson ve en la vida la corriente universal del devenir, en la que toda
división es una ilusión y"en la que la realidad puede ser objeto de viven­
cia, pero no de razonamiento. Acepta la doctrina de las causas finales,
pero unas causas que, a diferencia del finalismo predeterminado de los
antiguos, se van moldeando constantemente a medida que avanza la evolu­
ción creadora.
De aquí que Bergssn exalte el instinto y la intuición por encima de la
razón, la cual, a su juicio, se desarrolló por selección natural en vistas
a sus ventajas meramente prácticas en la lucha por la vida. Semejante
razonamiento parece haberse de aplicar con más fuerza aún al instinto,
el cual es de hecho fortísimo en aquellas necesidades primitivas y prác­
ticas que tienen el máximo valor en el orden de la supervivencia. Al pare­
cer, la razón y la fecunda combinación de ésta con la intuición, a las que
se debe el progreso del saber, resultan útiles principalmente en una fase
posterior y para fines que a simple vista tienen poco que ver con la
selección natural: así, por ejemplo, son necesarios ciertamente para la
ciencia, incluso para la elaboración de la teoría de la selección natural
que invocaba Bergson y para la filosofía, aun para esa variedad filosófica
de la evolución creadora que formuló el mismo autor.
En el pragmatismo de William James se refleja otra forma de filoso­
fía evolucionista, según la cual la utilidad es la prueba de la verdad de
una creencia. El pragmatismo soslaya el agnosticismo científico y el reli­
gioso; resuelve la dificultad sobre la validez de la inducción con la obser­
vación de que la admisión de su validez es la condición slne q m non
para poder sobrevivir. A menos que utilicemos nuestras observaciones

2 Evolution Créatrice, París, 1907; trad. ingl., Londres, 1911.


482 HISTORIA DE LA CIENCIA

pretéritas como guías del futuro, sucumbiremos a la hecatombe. Dentro


del ámbito total de la selección natural, y dada la difusión de la religión,
es probable que algunas creencias religiosas tengan verdadero valor de
supervivencia y por lo mismo sean «verdaderas», en el sentido pragmá­
tico que él asigna a este concepto. Tal vez sea de justicia observar que un
pragmatista que hubiese acoplado sus creencias para sobrevivir durante
los reinados de Enrique V III, Eduardo VI, María e Isabel de Inglaterra,
hubiese comprobado que sus nociones sobre la «verdad» adquirían una
amplitud práctica enorme. Puede ocurrir, como sostiene William James,
que muchas creencias, tanto en el orden científico como en el de la vida
cotidiana, sólo sean verdaderas en ese mismo sentido: es decir, porque
dan resultados prácticos. Pero es evidente que otras creencias pueden
comprobarse de diferentes maneras, por observación o experimentación
directa, y así puede establecerse un criterio válido y eficaz, no reconocido
por el pragmatismo rígido.
Aunque el evolucionismo se difundió desde el campo de la ciencia
y de la filosofía hasta convertirse en guía popular de la historia, sociología
y política, la mayoría de los filósofos académicos mantuvo durante todo
ese período de tiempo, en una u otra forma, la tradición clásica, derivada,
en último término, de Platón a través del idealismo germano, kantiano
o hegeliano. Imaginaba Hegel que podía deducirse a priori por pura ló­
gica el conocimiento del mundo real. En Inglaterra modernizó esa opinión
Bradley, con su libro Appearartce and Reality, publicado en 1893. Según
este pensador, el mundo de las apariencias, que la ciencia expresa en
términos de tiempo y espacio, implica contradicción intrínseca y por lo
mismo es ilusorio; el mundo de la realidad debe poseer coherencia lógica
interna y, pot tanto, se reduce, en última instancia, a un absoluto intem­
poral e ilimitado. Estos conceptos son el eco, transmitido a través de las
generaciones, de Parménides, Zenón y Platón.
Hacia 1900 se produjo incluso entre los mismos filósofos una clara
reacción contra esa mentalidad hegeliana. Por una parte, algunos lógicos,
como Husserl, denunciaron falacias en Hegel y negaron las afirmaciones
de Bradley sobre las contradicciones intrínsecas de los términos relación
y pluralidad, tiempo y espacio. En esto empalmaban directamente con
los matemáticos que llegaban en sus trabajos a las mismas o parecidas
conclusiones. Por otra parte, los que se rebelaban contra la imposición
tiránica de la razón o el formalismo clásico de un mundo lógico acepta­
ron la exaltación de la intuición y del instinto, que preconizaba Bergson,
o entraban por los caminos abiertos por William James hacia el pragma­
tismo o el empirismo radical, que proclama la experiencia como única
fuente del conocimiento de la realidad. Evidentemente, esta última ten­
dencia junto con la línea de pensamiento de los matemáticos son las más
afines a la orientación científica: de ellas surgió un nuevo intento por
fusionar una vez más la ciencia y la filosofía.
En el empirismo radical de James reaparecen las ideas que profesó
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PERSPEC TIV A S 483

Mach en su análisis de la experiencia3. Combinadas con las nuevas orien­


taciones de la lógica, de la teoría del conocimiento y de los principios
matemáticos4, crearon una forma de pensar que, a veces, se ha dado en
llamar neorrealismo. Esta filosofía se elaboró y desarrolló principalmente
en Harvard; en ella se renuncia a la idea de construir un sistema compren­
sivo, basado en tal o cual teoría general sobre el universo en bloque,
igual que había renunciado a ella la ciencia cuando rompió con el escolas­
ticismo en el siglo x v ii . Al investigar los problemas de carácter general,
esta filosofía trata de ajustar pieza a pieza los datos conocidos, igual que
lo hace la ciencia al estudiar las cuestiones particulares o especiales, y cuan­
do no dispone de suficientes pruebas de observación o experimentación,
entonces recurre a la hipótesis. En la teoría del conocimiento abandona
el dogma de que la realidad depende necesariamente, de alguna manera,
de nuestros pensamientos: en esto se separa del idealismo. Pero tampoco
se detiene en el fenomenalismo de Mach, sino que lo supera afirmando
que la ciencia maneja de alguna manera realidades persistentes y sólidas
y no sólo sensaciones y conceptos mentales. En lógica sostiene el neorrea­
lismo que el carácter intrínseco de una cosa no nos autoriza a deducir sus
relaciones con otros seres. Así, pues, en lógica y en la teoría del conoci­
miento, la nueva filosofea vuelve al método analítico. Pero su mayor im­
pacto lo debe a su afinidad con los principios matemáticos. Escribe Russell:
Siempre hubo filósofos, desde Zenón el eleatense, de filiación idealista, que
pretendieron desacreditar las matemáticas, sacándose de la manga no sé qué con­
tradicciones para hacer ver que los matemáticos no habían llegado a la verdad
metafísica real y que los filósofos estaban en condiciones de hacerlo mejor. Ya
Kant abunda en esas id«*s, pero mucho más Hegel. En el siglo xix los matemáticos
echaron abajo esa parte de la filosofía kantiana. Al inventar la geometría no eucli-
diana, Lobatchevski minó por su base el argumento matemático de la estética
trascendental de Kant. Weierstrass demostró que la continuidad no implica nece­
sariamente los infinitesimales; Georg Cantor formuló una teoría sobre la conti­
nuidad y la infinidad que barrió todas las viejas antinomias y paradojas en que
se habían cebado los filósofos. Frege probó que la aritmética fluye de la lógica,
cosa que había negado Kant. Todos estos resultados fueron fruto de procedimien­
tos matemáticos corrientes, y resultaban tan incontrovertibles como la tabla de
multiplicar. Frente a esta nueva situación los filósofos no supieron cosa mejor que
ignorar las adquisiciones de estos autores y no molestarse en leerlos. Sólo la
nueva filosofía se propuso asimilarlas, y con ello ganó fácilmente la victoria de
los argumentos contra los partidarios de la eterna ignorancia5.

Para apreciar en todos sus detalles el alcance de esta revolución en


el pensamiento filosófico haría falta tener la preparación profesional sufi­
ciente para seguir los temas matemáticos altamente técnicos y difíciles
que aquí se ventilan o implican. Pero el resultado global está claro. La filo­
sofía no puede seguir apoyándose en sí misma; una vez más se encuentra
vinculada'a otras ramas del saber. La diferencia está ahora en que mien­
3 E. M a c h , D ie A n a ly se d er E m pfindungen, Jena, 1886; 6.a ed., 1911.
* B e r t r a n d R u s s e l l , S ceptical Essays, Londres, 1928, págs. 54-79.
5 Sceptical E ssays, pág. 71. Para una exposición más completa, cfr. O ur K now -
ledge o f th e E xtern a l W orld, capítulos V y VI. Londres, 1914; 2.a ed., 1926.
484 H ISTORIA DE LA CIENCIA

tras en la Edad Media y en muchos sistemas filosóficos modernos se


deducía la temática particular de ciertos esquemas metafísicos prefabri­
cados sobre el universo, y se la pretendía encajar en ellos, el neorrealismo
enseña hoy a la filosofía, como la enseñó Newton en su tiempo, a tener
en cuenta las aportaciones de las matemáticas y de la ciencia antes de
fabricar su augusto santuario. Además, al construirlo debe ir poniendo
piedra a piedra, en vez de intentar sacárselo de la manga por arte de magia.
El neorrealismo utiliza la lógica matemática como instrumento de cons­
trucción, con lo que puede trazar el sentido filosófico de los conocimientos
científicos recientes de un modo que antes le hubiera sido imposible.
Consiguientemente, aunque el nuevo método surgió principalmente del des­
arrollo matemático, actualmente saca sus datos más importantes de la fí­
sica: de la relatividad, de la teoría cuántica y de la mecánica ondulatoria.
Ahora voy a intentar reseñar de alguna manera, evitando los tecnicismos
en lo posible, esta filosofía de última hora, basada en la ciencia.

Lógica y matemáticas6

La lógica es la ciencia general de la «inferencia». Incluye, pues, todos


los tipos de razonamiento, si bien, debido a circunstancias históricas, em­
pezó como «teoría de la deducción». El gran descubrimiento de los grie­
gos al inventar la geometría deductiva indujo a Aristóteles a montar la
lógica, recargando demasiado el acento en general en el razonamiento de­
ductivo. Por su parte, Francis Bacon, en una reacción natural provocada
por su agudo sentido de las posibilidades que presentaba el nuevo mé­
todo experimental, insistió en la importancia exclusiva de la inducción.
Con todo, distinguió tres clases de inferencia: de lo particular a lo par­
ticular, de lo particular a lo general y de lo general a lo particular. Mili
hizo ver que el verdadero método científico abarca ambos procedimientos,
el inductivo y el deductivo, combinando así la obra de Aristóteles con la
de Bacon.
Podemos definir la metafísica como la ciencia del ser en general: de
las cosas que son o que puede captar la mente. La psicología estudia la
mente en general, junto con sus operaciones, una de las cuales es la infe­
rencia o razonamiento. Así, por orden de clasificación, la lógica es un
departamento de la psicología; pero dada su importancia y la posibilidad
de estudiarla independientemente de otras ramas de la psicología, se ha
convertido en asignatura prácticamente autónoma.
Hasta no hace mucho gran parte de la lógica formal se reducía casi
exclusivamente a la reseña de los términos técnicos y de las reglas silogís­
ticas que nos legaron Aristóteles y los escolásticos medievales. Por fortuna
florecieron entre los científicos prácticos otros métodos de razonamiento
inconvencionales. Fue Galileo quien inició estos procedimientos, en los
que se combinaba la inducción con la deducción, y en los que la misma
‘ Véase T. C a s e , art. “Logic”, en Eticyclopaedia Britannica. 11.» e d ., y B e r -
trand R u s s e l l , Our Knowledge of the External World.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 485

deducción desarrollaba técnicas y procesos que escapaban a la silogística.


Entretanto los lógicos se aferraban a sus antiguos cánones.
En 1920 observó N. R. Campbell que para el científico el mismo silo­
gismo dialéctico parece depender de la inducción7. Tomemos, v. gr., el
ejemplo tan socorrido: todos los hombres son mortales; es así que Sócra­
tes es hombre; luego Sócrates es mortal. A base de observación y experi­
mentación notamos que ciertas propiedades corporales y mentales se aso­
cian de una manera uniforme; entonces expresamos esa ley por el concepto
«hombre». También advertimos que ese concepto está asociado a la pro­
piedad de la mortalidad, y entonces establecemos otra ley generalizando
esa asociación. De aquí inferimos razonablemente que esa ley será valedera
para cada individuo y que Sócrates resultará ser mortal. Este raciocinio
así expresado implica inducción. Claro que los lógicos puros objetarán que
las premisas son datos que se nos dan hechos, y que la única función de
la lógica consiste en deducir las consecuencias. Pero Campbell opina que
un razonamiento que no contenga ningún elemento inductivo no puede
convencer a un pensador científico.
Sostiene la lógica tradicional que toda proposición consiste necesaria­
mente en atribuir un predicado a un sujeto. Esta suposición indujo a cier­
tos filósofos, como HegsLy Bradley, a establecer algunas de sus conclu­
siones características, como la afirmación de que sólo puede existir un
sujeto real, el Absoluto, pues si fueran dos, en la proposición de que eran
dos no se atribuiría el predicado a ninguno de ellos. De aquí arguyen que
los objetos sensibles separados son ilusorios, y que todos se fusionan en
un único Absoluto. Esa misma suposición de la universalidad lógica de la
forma sujeto-predicadles condujo también a negarse a admitir la realidad
de las relaciones y a intentar reducirlas a las propiedades de los términos
aparentemente relacionados. Así resultaba ilusorio el objeto de la ciencia
—que se ocupa principalmente del estudio de las relaciones— , tan ilusorio
como los objetos de los sentidos.
Tal vez puedan considerarse las relaciones de simetría, como las de
igualdad o desigualdad entre dos cosas, como puras expresiones de sus pro­
piedades rspectivas, pero no así las relaciones asimétricas, en las que, por
ejemplo, afirmamos que una cosa es mayor o anterior a otra. Se ve, pues,
que es forzoso admitir la realidad de las relaciones, con lo que cae por su
base ese argumento puramente lógico con el que se pretende afirmar que
el mundo es ilusorio.
Probablemente semejantes argumentos verbales harán poca fuerza en un
sentido ni en otro a los pensadores hechos al razonamiento más concreto
de la ciencia, pero condujeron a la prueba matemática que debo intentar
describir aquí.
Fue Boole quien inició en 1854 la moderna lógica matemática, al in­
ventar una simbólica matemática para deducir consecuencias de premisas
dadas. Luego demostraron Peano y Frege por análisis matemático que mu­

7 N . R . C a m pb e l l , Physics, The Elements, Cambridge, 1920, pág. 235.


486 H ISTORIA DE LA CIENCIA

chas proposiciones a las que la lógica tradicional atribuía la misma forma


—como «este hombre es mortal» y «todos los hombres son mortales»—
eran fundamentalmente diferentes. El confusionismo antiguo había oscu­
recido las cosas, reduciendo sus relaciones a sus propiedades de base, la
existencia concreta a conceptos abstractos y el mundo de los sentidos al
de las ideas de Platón.
La lógica matemática permite al investigador manejar con facilidad
conceptos abstractos, al mismo tiempo que sugiere hipótesis nuevas que
de otra manera hubieran pasado desapercibidas. Ha conducido en concreto
a una nueva teoría sobre los conceptos físicos y sobre los números, que
descubrió Frege en 1884, y que Russell redescubrió independientemente
unos veinte años más tarde. Escribe Russell3:
La mayoría de los filósofos estaban creídos en que entre lo físico y lo mental
se agotaba el mundo de los seres. Algunos objetaban que los objetos de la ma­
temática no eran subjetivos evidentemente, y, por tanto, tenían que ser físicos
y empíricos; mientras que otros argüían que evidentemente no eran físicos, y, por
tanto, tenían que ser subjetivos y mentales. Ambos bandos tenían razón en lo
que negaban, pero se equivocaban en lo que afirmaban; Frege tuvo el mérito de
aceptar ambas negaciones y de encontrar una tercera afirmación, un tercer tér­
mino: el mundo de la lógica, que no es de orden mental ni de orden físico.
Frege distingue entre cosas que son puramente objetivas, como el eje
de la Tierra, y las que son además actuales; reales y espaciales, como la
misma Tierra. En este sentido puede decirse que ni el número, ni por
supuesto todas las matemáticas y la lógica, son espaciales o físicas ni sub­
jetivas, pero sí objetivas y no-sensibles. Esto nos lleva a la conclusión de
que debemos concebir los números como clases: el número dos designa
la clase de todos los pares, el tres la clase de todas las tríadas, y así suce­
sivamente. Russell lo define así: «El número de términos dentro de una
clase dada es la clase de todas las clases similares a la clase dada.» Esta
definición satisface todas las fórmulas matemáticas, y se aplica al cero, a
la unidad y a números infinitos, todos los cuales plantean dificultades en
otras teorías. No importa que las clases sean imaginarias e inexistentes;
esta definición tiene los mismos efectos satisfactorios si en vez de «clase»
sustituimos la hipótesis de una cosa cualquiera que posea la propiedad
característica de la clase. Aunque en ese caso los números se hacen irrea­
les, siguen siendo formas lógicas igualmente eficaces.
Uno de los argumentos básicos con que impugnaron los filósofos la
realidad del mundo sensible es la supuesta contradictio in terminis y con­
siguiente incompatibilidad e imposibilidad del continuo y del infinito. En
el mundo físico no es posible aducir ninguna prueba empírica concluyente
en favor del infinito ni del continuo, pero ambos son necesarios para el ra­
zonamiento matemático, y hoy día se sabe que las pretendidas contradic­
ciones son ilusorias.
En el fondo el problema del continuo es el mismo esencialmente que
el del infinito, ya que una serie continua tiene que tener un número infi­
* Our Knowledge of the External World, pág. 205.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE R SPEC T IV A S 487

nito de términos. El problema se planteó cuando descubrió Pitágoras que


el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma
de los cuadrados de los otros dos lados, y si estos lados son iguales, en­
tonces el cuadrado construido sobre la diagonal es el doble del cuadrado
de cada uno de esos dos lados. Pero los mismos pitagóricos no tardaron en
probar que el cuadrado de un número entero no puede ser doble que el de
otro, de forma que si queremos medirla en números enteros resulta incon­
mensurable la longitud de la diagonal y la del lado. Se cuenta que, como
los pitagóricos creían que el número constituía la esencia del mundo, se
quedaron desconcertados ante este descubrimiento e intentaron mantenerlo
en secreto. Entonces rehicieron la geometría sobre las bases establecidas por
Euclides, en las que se soslayaba la aritmética, y así esquivaron la dificultad.
La geometría cartesiana volvió a los métodos aritméticos, y pronto se
desarrolló gracias al empleo de los números «irracionales», que expresan
la razón de las longitudes inconmensurables. Mucho antes que se los pu­
diese definir satisfactoriamente y de que se resolviese el problema de las
magnitudes inconmensurables, como se logró hacer en los últimos años, ya
se había comprobado que esos números irracionales se adaptaban a las
reglas aritméticas, y así se los manejó con plena confianza.
También podemos indicar aquí en términos generales que los matemá­
ticos modernos han propuesto una teoría del infinito, con la que se han
aclarado las dificultades que tanto dieron que hablar a todas las genera­
ciones de los filósofos desde Zenón. Es éste un problema esencialmente
matemático, y así no se lo pudo abordar ni siquiera plantear felizmente
hasta que las matemáticas estuvieron suficientemente desarrolladas.
Ya en los albores'"’de las matemáticas modernas aparecieron las series
infinitas y los números infinitos. Algunas de sus propiedades resultaban
un tanto extrañas, pero en vez de concluir que la idea de infinito era ilu­
soria, los matemáticos continuaron empleándola, hasta que con el tiempo
descubrieron la base sólida en que se apoyaban sus métodos.
Las dificultades sobre el infinito proceden en parte de no entender de­
bidamente el sentido de las palabras, lo cual a su vez proviene de con­
fundir el infinito matemático con las ideas un tanto vagas de infinidad
fantaseadas por filósofos sin formación matemática—unas ideas que no
tienen nada que ver con los problemas matemáticos— . Etimológicamente,
«infinito» quiere decir que no tiene límites; pero ciertas series infinitas
—v. gr., la serie de los momentos pasados que termina ahora mismo, o el
número infinito de puntos contenidos en una línea finita—tienen límites
o fin; en cambio, otras series infinitas no los tienen, mientras que hay
ciertos conjuntos que son infinitos sin formar serie.
Otras dificultades provienen de pretender aplicar a los números infi­
nitos ciertas propiedades de los números finitos, como la de ser contables.
Las series infinitas pueden distinguirse y conocerse por ciertas cualidades
características de su clase, por más que no sea posible enumerar sus tér­
minos. Lo mismo digamos de otras particularidades: un número infinito no
aumenta aunque se le sume otra cantidad o incluso se lo doble, ni dismi­
488 HISTORIA DE LA CIENCIA

nuye por más que se le reste o se lo divida. Si escribimos en una fila


la serie completa de los números, 1, 2, 3, etc., y debajo de ella la serie
completa de los números pares, 2, 4, 6, etc., en ambas hileras tenemos el
mismo número de cifras, a pesar de que la segunda fila se forma restando
el número infinito de números impares de la colección también infinita
de todos los números. A primera vista parece que el todo no es mayor que
la parte. Estas contradicciones son las que indujeron a los filósofos a negar
la existencia de números infinitos. Pero la palabra «mayor» es ambigua.
Aquí significa que «contiene mayor número de términos», y en ese sentido
el todo puede ser igual a una de sus partes sin incurrir en contradicción.
Fue Georg Cantor quien desarrolló de 1882-1883 la teoría moderna del
infinito. Hizo ver que existe un número infinito de números infinitos dife­
rentes, y que en general se les puede aplicar el concepto de mayor y menor,
de más y menos. En algunos casos en los que, al parecer, falla esto, surgen
nuevas cuestiones. Por ejemplo, el número de puntos matemáticos conte­
nidos en una línea corta es el mismo que el contenido en una línea larga;
pero aquí mayor y menor no son términos puramente aritméticos, sino que
implican nuevos conceptos geométricos.
Las dificultades de los filósofos provenían en gran parte de suponer
que se podían aplicar a los números infinitos las propiedades de las can­
tidades finitas. Los argumentos de Zenón tendrían valor si el tiempo y el
espacio finitos constasen de un número finito de instantes y de puntos.
Para sortear sus paradojas podemos recurrir a estos tres procedimientos;
1° Negar la realidad del tiempo y del espacio; 2°, negar rotundamente
que consten de puntos y de instantes; 3.°, afirmar que, si se admite que
el tiempo y el espacio constan de instantes y de puntos, su número tiene
que ser infinito. Zenón y muchos de sus seguidores optaron por el primer
subterfugio; otros, como Bergson, por el segundo.
Pero hay otros motivos que nos fuerzan a admitir la existencia de nú­
meros y de series infinitas, y de colecciones infinitas en las que no hay
términos consecutivos. Por ejemplo, podemos disponer una serie de frac­
ciones inferiores a la unidad en este orden: 1/2, 1/4, 1/8, etc.; pero entre
cualquiera de esas fracciones podemos intercalar otras series, v. gr., 7/16,
3/8. No hay dos fracciones consecutivas en esas series, y, sin embargo, su
número total es infinito. Y, con todo, sobre la suma total de esos números
infinitos está la unidad, de manera que es forzoso admitir la existencia
de números superiores a la suma de una serie infinita. Gran parte de lo
que dice Zenón sobre los puntos contenidos en una línea, tiene aplicación
a esta colección de fracciones. Nosotros no podemos negar la existencia de
fracciones, así que para escapar de una manera eficaz a las paradojas de
Zenón hemos de encontrar alguna teoría sostenible sobre los números infi­
nitos.
Por encima de todos los números a que podemos llegar contando hay
una infinidad de números matemáticos. No hay forma de pasar de una
serie a otra por pasos sucesivos. Esos números infinitos constituyen clases
que sólo pueden definirse en términos matemáticos y examinarse por pro­
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PERSPEC TIV A S 489

cedimientos matemáticos. Pero todas las personas competentes para juzgar


en esta materia convienen en que la lógica matemática y la teoría matemá­
tica del infinito se han desarrollado en la dirección correcta. Se ha demos­
trado la inconsistencia de los antiguos argumentos lógicos contra la realidad
de los objetos sensibles y de las leyes científicas; el problema queda, pues,
abierto y, por tanto, hay que abordarlo por otros procedimientos. A pesar
de las doctrinas de tantos filósofos idealistas, es imposible deducir la na­
turaleza del mundo exterior por procesos mentales apriorísticos. Son im­
prescindibles los métodos científicos de observación e inducción.

Inducción
La inducción constituye la parte de la lógica que se ocupa de los pro­
cesos mentales por los que deducimos leyes generales partiendo de fenó­
menos particulares, y reviste importancia especial para la ciencia experi­
mental. A ella dedicaron su atención muchos filósofos, como vimos en
capítulos anteriores; entre ellos acaso los más famosos hayan sido Aristó­
teles y Francis Bacon.
Bacon llegó a exaltar la experimentación hasta el punto de sostener
que pueden establecerse leyes generales con absoluta certeza por un pro­
ceso casi mecánico. Httme, que era más escéptico, observó que si utili­
zamos la inducción para obtener conocimientos nuevos, es decir, si que­
remos que llene su cometido específico, nos exponemos a que nos conduzca
a veces a resultados erróneos, y, por tanto, las leyes establecidas por in­
ducción no pasan de ser más o menos probables y nunca pueden crear cer­
teza. Pero, pese a tjjime, la mayoría de los hombres de ciencia y algunos
filósofos siguen considerando la inducción como un camino para llegar
a la verdad absoluta. Hasta Mili sostuvo esta opinión al fundar la induc­
ción en una «ley de causalidad», cuya existencia creía ver demostrada
por una larga serie de ejemplos en los que se probaba que determinados
acontecimientos procedían de ciertas causas. Whewell indicó que la expe­
riencia por sí sola puede probar ciertas reglas generales, pero no univer­
sales; pero afirmando al mismo tiempo que podía alcanzarse la universa­
lidad mediante el empleo adicional de ciertas verdades necesarias, tales
como las reglas aritméticas y los axiomas y deducciones de la geometría.
Naturalmente, esto se escribía antes de la época del espacio no euclidiano9.
A pesar de las reservas de Whewell, probablemente Mili expresaba la
creencia general de su tiempo. Escribía Henri Poincaré ,0:
Pour un observateur superficie! la verité scientifique est hors des atteintes
du doute; la logique de la Science est infallible et, si les savants se trompen t
quelquefois, c’est pour avoir méconnu les régles.
’ Posiblemente Whewell estaba en lo cierto por lo que respecta a la aritmética;
parece que ¡as relaciones de los números enteros siguen representando la verdad
absoluta. Tal vez podemos aceptar el dicho de Kronecker: “Die ganzen Zahlen hat
Gott gemacht; alies anderes ist Menchenwerk" (“Los números enteros los hizo
Dios; todo lo demás es obra del hombre”).
10 H. P o in ca r é , La Science et l'Hypothése, P a rís , pág. 1.
490 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

La misión de la ciencia consiste en establecer o descubrir relaciones


entre los fenómenos, o más bien, entre los conceptos con que los expre­
samos. Pero una vez que descubrimos, por ejemplo, que al aumentar la
presión sobre un gas se reduce su volumen, podemos afirmar con igual
derecho que al mermar de volumen aumentará la presión ". Nuestra mente
se inclina a considerar como causa cualquiera de las variables que con­
cibe como anteriores. Aquí aparece claramente la ambigüedad de las ideas
de causa y efecto; sobre todo cuando interviene el elemento tiempo—cuan­
do uno de los fenómenos relacionados entre sí sucede al otro—es cuando
nuestra mente identifica instintivamente el post hoc con el propter hoc.
Pero entonces es imposible aislar la auténtica causa de un acontecimiento
entre la larga serie de circunstancias antecedentes—necesarias todas para
que se produzca el fenómeno— . Además, según ha demostrado la relati­
vidad, un acontecimiento situado en el «aquí-ahora» sólo puede producir
efectos en el futuro absoluto, y sólo puede ser efecto de acontecimientos
del pasado absoluto; los acontecimientos ocurridos en las zonas neutras
de la figura 16—véase la pág. 430—no pueden tener conexión causal con
el hecho ocurrido «aquí-ahora», pues su influjo tendría que haberse trans­
mitido a velocidades superiores a la de la luz ,2. Y otra observación: si se
quiere recurrir al principio de causalidad para establecer la validez de
la inducción como guía hacia la verdad absoluta, lógicamente no se puede
basar el mismo principio de causalidad en la inducción ni establecerlo por
proceso inductivo. Así cae por su base el fundamento del argumento de
Mili.
La verdad es que así como es fácil describir el método inductivo, así es
difícil establecer su validez lógica. Ciertamente su método no es baconiano.
Ya Whewell observó que el éxito de la inducción depende de adoptar la
idea a propósito y adecuada como punto de partida. Se necesita como
primer requisito intuición, imaginación y acaso genio para captar los con­
ceptos fundamentales más adecuados y para clasificar los fenómenos, de
forma que pueda actuar sobre ellos la inducción ’3, y después para idear
una «ley» exploratoria que sirva de hipótesis de trabajo y que pueda com­
probarse a su vez mediante la observación y la experimentación ulteriores.
Pongamos algunos ejemplos. Las nociones aristotélicas tales como sus­
tancia, cualidades, lugar natural, etc., eran conceptos inútiles para el des­
arrollo de la dinámica, y sólo conducían—si es que conducían a alguna
parte—a sacar conclusiones falsas, como la de que las cosas más pesadas
caen más de prisa. Así fue imposible avanzar un paso hasta que Galileo
y Newton tiraron por la borda todas las categorías aristotélicas y extrajeron
del caos como nuevos conceptos básicos los de distancia o longitud, tiempo
y masa, lo que les permitió pensar en términos de materia y movimiento.
11 W . C . D. D a m pie r -W h e t h a m , The Recent Development of Physical Science,
1.* ed., Londres, 1904, pág. 29.
12 A. S. E d d in g t o n , The Nature of the Physical World, Cambridge, 1928, pá­
gina 295.
13 H. P o in c a h í , loe. cit.; N. R . C a m pb e l l , loe. cit.; A. D. R it c h ie , Scientijic
Method, Londres, 1923, pág. 62.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PERSPEC TIV A S 491

Una vez que dispuso de la distancia y del tiempo, y de su derivado la


velocidad, como base de trabajo, Galileo supo conjeturar, después de un
primer fracaso, la relación correcta entre la velocidad de un cuerpo en
caída libre y el tiempo de caída; luego dedujo sus consecuencias matemá­
ticas y las comprobó experimentalmente. Añadiendo el concepto de masa,
implícito ya en la obra de Galileo, Newton formuló las leyes del movi­
miento, y de ellas dedujo la ciencia de la dinámica, contrastándola con
gran lujo de observación y experimentación.
Salta a la vista la importancia de formarse conceptos adecuados y co­
rrectos, y una vez formados de definirlos con precisión y exactitud. Así,
afirma Poincaré que el tomar como medida del tiempo de mediodía a
mediodía, y no de amanecer a amanecer, por ejemplo, se hizo instintiva
e inconscientemente, porque esa medida y sólo esa hacía posible la diná­
mica newtoniana M. Los que discuten esta afirmación, como Whitehead y
Ritchie, lo hacen porque aceptan la conciencia como árbitro y nuestro
sentido directo de la igualdad del tiempo como base de medición ,5.
Una vez seleccionados los principios fundamentales apropiados, proba­
blemente no tardarán en aparecer ciertas relaciones entre algunos de ellos,
como ocurrió a Galileo. Luego se pueden comprobar experimentalmente
esas relaciones o sus deducciones lógicas, y se verá que algunas eran acer­
tadas y recibirán el refrendo de la prueba experimental. Así se establecen
ciertas leyes sencillas y empieza a adquirir forma toda la nueva temática.
Toda relación comprobada sugiere nuevos experimentos, y, a su vez, el
desarrollo de los conocimientos experimentales exige y apunta nuevas re­
laciones hipotéticas. Se necesita intuición y fantasía para formular hipó­
tesis probables, así ommo se requiere capacidad lógica y a veces matemá­
tica para deducir sus consecuencias, y paciencia, perseverancia y habilidad
experimental para contrastar su validez. En realidad, como dice N. R. Camp­
bell, la inducción es un arte, y la ciencia la más noble de las artes.
A la luz de los estudios realizados recientemente en fisiología y psico­
logía, tal como los expuse en el capítulo IX, algunos investigadores, como
los partidarios del behaviorismo, piensan que el proceso fundamental que
sirve de base a la inducción está íntimamente ligado a los «reflejos con­
dicionales» de la psicología. Un niño toca fuego y siente dolor; en adelante
huye del fuego. Si el fuego estaba encendido en la chimenea, posible­
mente evite también las chimeneas, aunque estén apagadas. En el primer
caso hizo una inducción correcta; en el segundo, equivocada; si bien
desde el punto de vista lógico en ambos casos procedió injustificadamente
al sacar una conclusión general de un solo caso especial. Procesos pare­
cidos vemos que se dan en los animales; pero tanto en los animales como
en los humanos, en un principio son puramente instintivos; el teorizar el
proceso y expresarlo en palabras viene mucho después, posiblemente en
forma de «racionalización», como dicen los freudianos—es decir, alegando
'* La Vtüeur de la Science, capítulo II.
15 A. N. W h it e h e a d , Cancept of Naiure, págs. 121 y sigs.; A. D. R it c h ie ,
Scientific Method, Londres, 1923, pág. 140.
492 HISTORIA DE LA CIENCIA

razones, buenas o malas, para probar la racionalidad de nuestros hábitos


adquiridos— . Hay quien opina que estos casos sencillos pueden dar luz
y hasta explicar las inducciones de orden más complicado que exige la
ciencia. En cierto sentido estas ideas no son más que la aplicación del
behaviorismo a la psicología, y probablemente se sostendrán o caerán
según que se sostengan o caigan esas concepciones un tanto mecanicistas
sobre los procesos mentales en general.
Y ahora unas consideraciones sobre la validez del proceso inductivo.
En estos últimos años, algunos, especialmente J. M. Keynes 16—luego Lord— ,
aplicaron a la solución de este problema la teoría matemática de las proba­
bilidades. La cuestión principal que se plantea Keynes es: ¿se puede fundar
la inducción en un simple número de casos, como afirmaba Mili?
Keynes llega a la conclusión de que la propiedad de una inducción aumen­
ta en proporción al número de casos, no por la razón simplista dada por Mili,
sino porque a mayor número de casos existe mayor probabilidad de que en
todo el proceso no interviene ninguna otra variable, con lo que cada vez
resulta más probable que en todos esos casos no hay más factor común que
la característica en cuestión. Para reforzar así la validez de la inducción es
preciso también que cada caso nuevo sea independiente y no una mera se­
cuela de los anteriores. Basándose en un número creciente de casos puede la
inducción rayar en certeza, pero para legitimar esto debemos probar o su­
poner previamente que la misma probabilidad intrínseca de la ley general
que pretendemos establecer no es infinitamente pequeña.
Al examinar esta suposición llega Keynes a la conclusión de que las cua­
lidades de los objetos se polarizan en grupos, como las unidades mendelianas,
de forma que el número de variables posibles independientes resulta mucho
menor que el número total de cualidades. Este principio es imprescindible
también para establecer leyes fundadas en la estadística, y en realidad para
todo tipo de conocimiento científico, a excepción de los deducidos por mate­
mática pura. Así, pues, según Keynes, necesitamos suponer la probabilidad
concreta de que un objeto no tiene más que un número determinado de cuali­
dades independientes, o, según Nicod, un número menor que el atribuido
por algunos a un número concreto ’7.
C. D. Broad trató también la inducción por el método de probabilidades,
intentando demostrar que de no profesar ciertas creencias realistas—como la
suposición de que las «leyes» científicas versan sobre objetos persistentes
latentes bajo nuestras percepciones y conceptos— «es imposible justificar la
confianza que nos inspiran los resultados de las inducciones ‘bien estable­
cidas’» 18. El empirista o el fenomenalista concienzudos podrían replicar tal
vez que semejante confianza ha resultado fallida hartas veces, si bien tiene
su utilidad como indicador de lo que probablemente ocurrirá en el futuro.

“ J. M. K e y n e s , Treatise on Probability, Londres, 1921.


17 B ertr a n d , E a rl R u s s e l l , An Outtine of Philosopky, Londres, 1927, pági­
na 284.
“ C. D. Broad, Scientific Thought, Londres, 1923, pág. 403.
LA FIL O SO FIA C IEN T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 493

Las leyes naturales

Una inducción feliz nos suministra una hipótesis de trabajo; cuando ésta
se ve confirmada por la observación y experimentación se acepta como teoría,
la cual termina al fin por adquirir categoría de ley natural.
Hasta fines del siglo xix aproximadamente perduró la tendencia a exage­
rar el alcance filosófico de las leyes naturales, tendencia debida en gran parte
a los enciclopedistas franceses del siglo xvm. Después, por influjo de Mach
principalmente, osciló el péndulo del pensamiento científico en la dirección
contraria, de forma que las leyes naturales se redujeron a meros signos ta­
quigráficos de la experiencia y de la rutina de la sensación.
Hoy día se adopta una posición intermedia entre estos dos extremos. Así,
por ejemplo, en 1920 hizo N. R. Campbell un análisis crítico sobre el sen­
tido de las hipótesis, leyes y teorías, en el que adujo razones para creer que,
a pesar de que comúnmente se miran con cierto aire de desprecio las teorías
en contraposición a los hechos sólidos, ninguna ley empírica que se base
únicamente en los hechos puede inspirar suficiente confianza, como la ins­
pira, en cambio, la explicación racional de la ley mediante una teoría acep­
tada ,9. Una ley así puede ser algo más que la mera rutina de ciertas sen­
saciones.
Campbell distingue dos clases de leyes: 1.a Asociaciones uniformes de
propiedades, como las connotadas por los conceptos de «hombre» o «plata».
2.a Relaciones entre los conceptos, expresadas generalmente en forma mate­
mática 20. Mili y sus seguidores sólo se ocupan de la segunda clase de leyes:
«Llenan gruesos volúmenes explicando cómo se descubrió la ley de que la
chispa produce explosión en los gases; en cambio, no creen que merece la
menor atención el averiguar cómo descubrimos las leyes sobre la existencia
de los gases, chispas y explosiones— cuyo conocimiento presuponen en sus
tratados— ; y, sin embargo, estas leyes revisten una importancia casi infi­
nitamente mayor para la ciencia» 21. Los que no han dedicado su vida a la
labor científica apenas pueden darse cuenta de la importancia relativa de
las diferentes leyes.
El examen crítico del proceso inductivo, desde el trabajo de Hume hasta
el de Keynes, ha puesto de manifiesto que la ciencia inductiva sólo puede
sacar conclusiones más o menos probables, por más que muchas veces no
parezca darse cuenta de sus limitaciones. A veces hay un cúmulo de pro­
babilidades enorme a favor de una determinada conclusión general, pero
sin llegar nunca al límite infinito de la probabilidad, que es la certeza.
Hace sólo unos pocos años teníamos por completamente cierta la ley de la
gravedad de Newton y la permanencia de los elementos químicos, y de hecho
era tan abrumadora la probabilidad en pro de esos principios que hubié­
semos apostado mil contra uno por su verdad. Y, sin embargo, Einstein y
19 N . R . C a m p b e ll, P hysics, T h e E lem ents, pág, 153.
:0 Ibíd., p ág . 43.
11 lb id ., pág. 101.
494 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Rutherford han demostrado que estábamos equivocados, y así nuestro dinero


hubiera ido a parar a las manos de ese jugador atolondrado que cometió la
locura aparente—y real— de apostar en contra.
De esta manera la experiencia viene a confirmar las teorías modernas
y a enseñamos que las generalizaciones o leyes establecidas por inducción,
aun en el caso en que se acepten universalmente como ciertas, deben consi­
derarse tan sólo como probables. Esta cuestión tiene su importancia, toda
vez que gran parte de los argumentos que se aducen en favor del deterni­
nismo filosófico se basan en la creencia de que las leyes naturales tienen
un valor absoluto y universal. En realidad, el término «ley» aplicado a este
orden de cosas es desorientador y ha dado resultados lamentables. Impli­
caba, en efecto, una especie de obligación moral que exigía a los fenómenos
la «obediencia a la ley», y fácilmente nos inducía a creer que en el mo­
mento que establecíamos tina ley descubríamos una causa última.
En vista de la posición tan firme que adoptábamos a principios del siglo
actual en pro de las leyes o generalizaciones sobre la persistencia de la ma­
teria y la conservación de la energía, y en vista del viraje en redondo que
hemos tenido que dar en esta materia, acaso sea de interés la siguiente cita
que tomo de un libro que publiqué por primera vez en 190422:
Sin dejar de reconocer en todo lo que valen estas generalizaciones y la im­
portancia que tienen desde el punto de vista físico, debemos mirar bien antes de
atribuirles ningún alcance metafísico. Bajo ciertas condiciones restrictivas pueden
conservarse otras cantidades físicas, además de la masa y de la energía. Así
reconocemos en la mecánica pura la conservación del momento—-que es el tér­
mino con que designamos la cantidad matemática resultante de multiplicar con­
juntamente las medidas de masa y velocidad—. Igualmente, en los sistemas rever­
sibles, en los que pueden producirse cambios físicos o químicos en ambas direc­
ciones con la misma libertad, nos revela la termodinámica la conservación de otra
cantidad que Clausius denominó “entropía”. Tanto el momento como la entropía
sólo se conservan bajo ciertas condiciones limitadas; con frecuencia se destruye
el momento de las masas visibles en los sistemas físicos, mientras que en los pro­
cesos irreversibles siempre tiende a aumentar la entropía.
puede parecemos que la masa y la energía se conservan en las condiciones
que nos son conocidas, y tenemos derecho a hacer extensivo este principio de su
conservación a todos los casos en que se verifiquen esas condiciones. Pero de aquí
no se sigue que no puedan existir ciertas condiciones desconocidas para nosotros
en las que la masa y la energía pudieran desaparecer o brotar. Una onda cabal­
gando sobre la superficie del mar parece dotada de persistencia: conserva intactas
su forma y su cantidad de agua. Así podríamos hablar de la conservación de las
olas, y acaso al hacerlo estuviésemos tan cerca de la verdad como cuando ha­
blamos de la persistencia de las últimas partículas de materia. Ahora bien, esa
persistencia de las olas es un fenómeno aparente. Es cierto que conserva real­
mente la misma forma, pero su materia cambia constantemente, Con la particula­
ridad de que las porciones sucesivas de materia van tomando la misma forma,
unas tras otras. No faltan indicios de que sólo en un sentido parecido puede
afirmarse la persistencia de la masa.

Hace muchos años enseñaba yo en mis clases sobre Calor y Termodiná­


mica otra razón para hacemos ver el peligro en que incurrimos al atribuir
22 Recent Development of Phusical Science, 1.a ed., Londres, 1904, pág. 39;
5 * ed., 1924.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 495

demasiada importancia filosófica a estos principios sobre la persistencia y


conservación. Cuando la mente se abre camino a tientas entre una jungla
de fenómenos inclasificados, esforzándose por encontrar un hilo conductor
y ordenador, se le presentan naturalmente los conceptos de masa y energía
precisamente por ser cantidades constantes y permanecer intactas a través
de toda una serie de procesos. La mente las coge entre aquella confusión
de elementos, viendo en ellos unos conceptos físicos apropiados con que
construir su esquema científico, y así los incorporamos en la estructura de
nuestras teorías físicas. Luego viene el experimentalista, digamos Lavoisier
o Joule, y a fuerza de ingenio y de trabajo descubre su constancia, y esta­
blece la ley de la conservación de la energía y de la persistencia de la ma­
teria.
Estas ideas, que por entonces resultaban un tanto extrañas, gozan hoy
día de libre circulación y de solvencia general. Ya describí antes las formas
que revisten actualmente algunas de ellas; en las páginas siguientes aduciré
nueva información sobre algunas otras.
Dice Campbell que la ciencia comienza seleccionando como objeto de
estudio aquellas proposiciones que pueden conquistar el consentimiento uni­
versal y aquellas zonas en que puede descubrirse el orden, si bien puede
ocurrir que en cada paso del razonamiento a que se las somete se filtre
algún elemento personado relativo capaz de inducir la posibilidad de error,
pero que abre el camino a las más altas realizaciones lo mismo en ciencia
que en a rte 23.
Eddington analizó el efecto que debe ejercer la relatividad en el sen­
tido que hay que dar al modelo que nos formamos sobre la naturaleza y
sus leyes24. NosotroS'«Bolemos expresar su estructura en términos de relacio­
nes y de cosas relacionadas o que hay que relacionar—relata— , y de la po­
sibilidad de configurarlas en cierto número de coordenadas. A mi juicio,
la mejor operación matemática para formarnos un modelo del mundo físico
adaptado a nuestras inteligencias, a base de las ecuaciones que contienen
esas coordenadas, es la que inventó Hamilton. Eddington ve en ella «el
símbolo virtual de la creación de un mundo activo educido de un fondo in­
forme». En las relaciones básicas no aparece nada que evoque esta opera­
ción concreta, pero siguiendo sus directrices llegamos a construir cosas que
responden a la ley de la conservación. La que selecciona esas cosas es la
mente, que siempre anda en busca de lo permanente—y de ahí brotan los
conceptos de sustancia, energía, ondas— .
De esta manera no tocamos átomos, electrones ni cuantos; pero, por lo
que se refiere a la física del campo, se nos descubre una estructura bastante
completa. Las leyes del campo, de la conservación de la energía, de la
masa, del momento y de la carga eléctrica, la ley de la gravitación y las
ecuaciones electromagnéticas describen los fenómenos correspondientes en
virtud de la manera en que las formulamos. Constituyen, pues, tautologías
B Physics, The Elements, pág. 22.
24 A. S. E d d in g t o n , The Nature of the Physical World, Cambridge, 1928, pá­
gina 295.
496 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

o identidades. A base de un análisis más profundo y más amplio que el mío


justificó Eddington la observación que yo había propuesto muchos años an­
tes en los casos concretos de la conservación de la masa y de la energía.
Eddington divide las leyes naturales en tres clases:
1.a Leyes de identidad: las que representan identidades matemáticas,
gracias a la manera en que se establecieron—como las referentes a la con­
servación de la masa y energía— .
2.a Leyes estadísticas: las que describen el comportamiento de los gru­
pos, sean de átomos o de hombres. La sensación que tenemos de la necesidad
mecánica procede en gran parte de que hasta hace muy poco sólo hemos
tratado de los átomos estadísticamente, tomando como base números muy
altos. Así la uniformidad de la naturaleza sólo expresa la uniformidad me­
dia. Y la mente se ha construido un modelo de la naturaleza de acuerdo
con esas leyes estadísticas.
3.a Leyes trascendentales: las que no representan identidades claras,
implicadas en nuestros esquemas de «modelismo». Se ocupan del compor­
tamiento individual de los átomos, electrones y cuantos. No desembocan ne­
cesariamente en cosas permanentes, sino en ciertas cosas que se imponen
a nuestra atención, por más que en cierto modo nos repelen por ser inac­
cesibles a nuestro poder de captación, como, por ejemplo, la acción.
Eddington ha soltado la idea de que tal vez lo que a nosotros nos parece
crudo, brutal, ininteligible en su mismo concepto, como la acción, signi­
fique que hemos tocado al fin la realidad. De ser así, casi habría que decir
que la ciencia ha tenido que tragarse al cabo del tiempo el dicho teológico
de Tertuliano: Credo quia impossibile.

La teoría del conocimiento

La lógica tradicional y matemática nos lleva de la mano al estudio de la


inducción y de la validez de las leyes naturales establecidas gracias a ella.
Ahora, a la luz de la información así obtenida, debemos examinar la teoría
general del conocimiento. Vimos en el capítulo VIII cómo Mach y Karl
Pearson llamaron una vez más la atención de los científicos sobre el pro­
blema del conocimiento, y se esforzaron por convertir el crudo realismo en­
tonces predominante en sensacionalismo o fenomenalismo, es decir, en la
creencia de que el conocimiento está hecho de sensaciones y de complejos
de sensaciones, de que la ciencia sólo nos ofrece un modelo conceptual de
los fenómenos y únicamente nos capacita para trazar la rutina de las sen­
saciones.
Naturalmente, nada de esto añadía mucho a las viejas ideas de Locke,
Hume y Mili, pero a muchos les sonaba a nuevo. Los científicos no se
preocupaban poco ni mucho de lo que pudieran pensar los filósofos, y en
su mayor parte adoptaban la actitud simplista del realismo de «sentido
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 497

común» sobre el sentido de su propia obra; pero algunos dieron oídos a


ciertos físicos y matemáticos, como Mach y Pearson, y así, a fines del si­
glo xix y principios del xx, empezó a tener alguna resonancia el fenome­
nalismo.
Pero no todos lo llevaron hasta el extremo que Mach. Yo mismo, por
ejemplo, hice notar ya en 1904 que así como la ciencia no puede escapar
al fenomenalismo por sus propios medios, así, en cambio, la metafísica
puede utilizar legítimamente las adquisiciones de la ciencia para abogar
válidamente en pro de cierto tipo de realismo25.
Por sí misma la ciencia sólo puede realizar sus observaciones y tomar
sus medidas a base de las impresiones hechas sobre nuestros sentidos ordi­
narios:
Aunque el galvanómetro, por ejemplo, parece a primera vista que nos produce
una nueva sensación eléctrica, al pensarlo más detenidamente vemos que lo único
que hace es traducir algo incógnito a un lenguaje que pueden entender nuestros
ojos, cual es un punto de luz moviéndose a lo largo de una escala graduada21.

Según la fraseología moderna, la ciencia física sólo puede ocuparse de


leer lo que marca la aguja de su instrumento respectivo o su equivalente, y
de establecer las conexiones posibles, por vía experimental o por deducción
matemática, entre los distintos datos observados.
La división de la ciencia en diversas ramas es arbitraria; los diferentes
temas que aborda son, por decirlo así, secciones operadas en nuestro mo­
delo conceptual de la naturaleza—o más bien, diríamos acaso, diagramas
planos a base de los cuales nos formamos nuestra idea de un modelo só­
lido— . Cabe mirar^eada fenómeno bajo diferentes aspectos. El colegial
ve en la vara una fusta larga y flexible; el botánico, un haz de fibras
y paredes celulares; el químico, una colección de moléculas complejas; el
físico, un enjambre de núcleos y electrones. Podemos considerar cualquier
impulso nervioso en su aspecto físico, fisiológico y psicológico, sin que
ninguno de ellos sea más real que el otro. La idea de que es posible y
fundamental explicar todos los fenómenos de una manera mecánica surgió
del hecho de que casualmente fue la mecánica la primera ciencia física
que se desarrolló, y de que sus conceptos, métodos y conclusiones se hacen
bastante comprensibles al hombre de la calle. Pero en realidad la mecá­
nica no es más fundamental que las demás ciencias, y de hecho ya en 1904
se estaba resolviendo la materia en electricidad.
Como se ve, la ciencia inductiva tiene por cometido montar un modelo
conceptual de la naturaleza, pero no puede por sus propios procedimientos
abordar el problema de la realidad metafísica. Pero la misma posibilidad
de construir un modelo coherente de los fenómenos representa una prueba
metafísica fuerte de que en el fondo de esos fenómenos debe ocultarse una
realidad igualmente coherente, por más que en su esencia íntima pueda ser
muy distinta de la imagen que nos hemos formado de ella, puesto que,
í! Recent Development of Physical Science, 1.a ed., 1904, págs. 12 y sigs.
16 Tbíd., pág. 14.
498 HISTORIA DE LA CIENCIA

dadas las limitaciones de nuestras facultades y la naturaleza de nuestra


inteligencia, ese modelo que nos formamos ha de ser por fuerza conven­
cional y no realista. Aunque se ha demostrado la falacia de los persis­
tentes intentos con los que se pretendía probar por lógica verbal que los
objetos de los sentidos y los esquemas de la ciencia eran pura ilusión, en
cambio, es evidentemente insostenible aquel realismo crudo que imaginaba
que las cosas eran de hecho exactamente igual que como las veía la ciencia
y hasta el sentido común. En todo caso, como afirma Campbell, el concepto
científico de realidad es diferente del concepto metafísico de realidad, y
para la ciencia sus propios conceptos son suficientemente reales.
Tal como se llevaba en un principio la controversia entre el realismo
y el fenomenalismo implicaba cierto confusionismo entre una percepción
y su objeto, como lo hace ver G. E. Moore en su Refutation of Idealism 27.
Moore insiste en la perogrullada de que cuando uno percibe, percibe algo,
y lo que percibe no puede ser lo mismo que la percepción con que lo
percibe. También pone de relieve que esta perogrullada basta para refutar
la mayor parte de los argumentos que solían aducirse entonces en favor
del idealismo. Véase cómo se expresa Broad a este respecto: «Lo que
percibimos existe y posee las cualidades que percibimos que tiene... Lo
peor que podemos decir de ello es que fuera de eso no es real, es decir,
que no existe más que en el momento en que alguien lo percibe; pero
no podemos negarle cierta existencia»2S. Podemos percibir, por ejemplo,
un bastón: los físicos, a fuerza de mirarlo estrictamente desde el punto
de vista analítico, lo reducen a electrones o a grupos ondulatorios; pero
esos conceptos físicos no representan el bastón tal como nosotros lo perci­
bimos. La vara larga y flexible existe ciertamente mientras la percibe el
colegial. De esta manera nos apartan Moore y Broad por otro camino del
idealismo hegeliano y del fenomenalismo machiano; pero ciertamente no
para reincorporarnos al realismo ingenuo del sentido común y de la cien­
cia decimonónica, sino para ofrecernos una forma de realismo más sofis­
ticada que acepta la existencia de los objetos percibidos por los sentidos
tal como éstos los perciben, pero ateniéndose al mismo tiempo a la filo­
sofía construida sobre la física y las matemáticas modernas.
Bertrand Russell y A. N. Whitehead publicaron su magna obra Principia
Mathematica durante los años 1910 a 1914; y posteriormente siguieron
desarrollando en otros libros su concepción de la naturaleza, que es como
sigue, y que acaso podamos compendiar en la forma brevísima que aquí
propongo: el conocimiento que tenemos del mundo físico és tan sólo una
abstracción. Nosotros podemos construir como una maqueta de este mundo
y señalar las relaciones existentes entre sus partes. Mediante estos proce­
dimientos no podemos revelar la naturaleza intrínseca de la realidad, pero
sí podemos inferir que existe algo independientemente del conocimiento
que nosotros tenemos de ello, y que de una manera desconocida para nos­
” Philosophical Studies, Londres, 1922, pág. 1.
!* Perception, Physics and Reality, Cambridge, 1914, pág. 3.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE R SPEC T IV A S 499

otros existen entre sus partes ciertas relaciones que corresponden a las de
nuestra maqueta.
Este nuevo realismo arranca de Locke, que fue el primero que recurrió
a la psicología e inició las investigaciones de los problemas filosóficos de
alcance limitado. También los realistas modernos han abandonado la cos­
tumbre de empezar presuponiendo ciertos sistemas filosóficos completos
para deducir de ellos determinadas aplicaciones especiales. Ahora recurren
a las matemáticas, a la física, biología, psicología, ética, a cuantos cono­
cimientos tienen al alcance, y se aplican a estudiar los problemas uno a
uno por separado, y sólo poco a poco tratan de encajar sus resultados en
un conjunto armónico, procediendo igual que procede la ciencia inductiva.
De esta manera, lo mismo en filosofía que en ciencia, la única piedra de
toque para reconocer la validez de un sistema es su autoconsistencia.

Matemáticas y naturaleza

Para completar esta reseña sobre las contribuciones recientes a la teoría


del conocimiento aplicado a la ciencia, he de tratar, además de la induc­
ción, de la deducción matemática. ¿Cómo se explica que las matemáticas
hayan fabricado sus abstracciones ideales de puntos, planos, partículas, es­
quemas y diagramas partiendo de los hechos brutos que les presentan las
mediciones y las artes mecánicas, en las que no se dan semejantes for­
mas ideales; y cómo se explica que pueda luego aplicar los conocimien­
tos, adquiridos a base de analizar sus abstracciones, a esclarecer el meca­
nismo de ese mismo ^gundo bruto, y que lo haga con tal éxito la física
matemática?
A. N. Whitehead hizo avanzar mucho el esclarecimiento de este y de
otros problemas de la filosofía de las ciencias naturales, sobre todo con su
«principio de abstracción extensiva» w. Voy a dar aquí una breve idea de
esta obra; pero los que no sientan especial interés por los principios ma­
temáticos pueden saltarse este párrafo sin perder por ello la continuidad
lógica del presente libro.
La ciencia no se ocupa de la naturaleza íntima de ninguno de los tér­
minos que emplea, sino sólo de sus relaciones mutuas. De aquí se sigue
que cualquier serie de términos afectados de una determinada serie de
relaciones mutuas es equivalente a cualquier otra serie de términos afec­
tados de las mismas relaciones recíprocas. Las matemáticas pueden tratar
como números cantidades irracionales, como la raíz cuadrada de dos, la
raíz cuadrada de tres, por la sencilla razón de que siguen las mismas leyes
de adición y multiplicación que los números enteros. Por consiguiente,
para esos efectos son números.
Además, generalmente se suele definir la raíz cuadrada de dos y de
tres como el límite de la serie de números racionales cuyos cuadrados son
29 Principies of Natural Knowtcdge. Concept of Nature. P u e d e v e rs e u n a b re v e
Scientific Thoughl, p á g s. 39 y sigs.
n o tic ia e n B roa d ,
500 HISTORIA DE LA CIENCIA

menos de dos o menos de tres. Pero no podemos demostrar que esas series
tengan límite, y entonces puede ocurrir que esas definiciones no tengan
ningún sentido. Por otra parte, si definimos esas expresiones irracionales
no como límites de ninguna serie, sino como las series mismas, nos salen
unas cantidades que poseen una estructura interna inesperada, pero que,
sin embargo, existen ciertamente, y que puede demostrarse que guardan
entre sí y con otras cantidades matemáticas las mismas relaciones que esas
mismas expresiones irracionales, antes mencionadas, conforme a su defi­
nición comente. Podemos, por consiguiente, sustituir las definiciones an­
tiguas por las nuevas.
Demostró Whitehead que pueden aplicarse también a la geometría y a
la física los principios que se descubrieron originalmente para las canti­
dades matemáticas irracionales. Consideremos, por ejemplo, la dificultad
antigua que presentan los puntos. Para algunos efectos resultaría útil de­
finir el punto como el límite de una serie de esferas concéntricas cada vez
más pequeñas, encajadas una dentro de otra. Pero el volumen, por pequeño
que sea, es siempre volumen, y así esta definición está en pugna con la
que necesitamos para otros efectos, según la cual el punto tiene posición,
pero no magnitud.
Si definimos el punto no ya como el límite de una serie de volúmenes,
sino como la misma serie, en la que el punto así definido constituiría lo
que generalmente se llama centro del sistema, obtenemos cantidades que
guardan entre sí, como puede hacerse ver, las mismas relaciones que guar­
dan los puntos cuando se definen en cualquiera de los dos modos más
tradicionales. De esta manera se soslaya el conflicto de las otras defini­
ciones discrepantes, sin que se perjudique en nada desde un punto de vista
matemático la compleja estructura interna que adquiere el punto con la
nueva definición, ya que la ciencia no se ocupa de la estructura interna,
sino de las relaciones recíprocas externas.
Así es como Whitehead hizo ver la conexión entre lo que podemos per­
cibir y no podemos utilizar matemáticamente, como el volumen real, la
vara, la partícula, y lo que podemos manejar matemáticamente, pero no
podemos percibir, como el punto sin volumen, la línea sin anchura, que
son los términos en que debe expresarse la geometría y la física.
Estas consideraciones me traen a la memoria los métodos de la termo­
dinámica, establecidos hace ya tiempo, en que se prescinde de la estruc­
tura interna y de los cambios de los sistemas como si no interesasen,
como en realidad no interesan. Sólo se tiene en cuenta el calor y las de­
más formas de energía que entran o salen del sistema. La teoría molecular
nos describe la naturaleza interna del sistema, pero la termodinámica no
tiene nada que decir en favor ni en contra de esas descripciones. A efectos
termodinámicos igual serviría cualquier otra teoría que diese las mismas
relaciones externas. Tenemos buen ejemplo de esto en la teoría sobre la
solución30.

” V é ase a rrib a , pág. 273.


LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE R SPEC T IV A S 50 1

Van’t Hoff demostró termodinámicamente que la presión osmótica de


una solución tiene que tener el mismo valor y seguir las mismas leyes fí­
sicas que la presión ordinaria de los gases, en vista de lo cual dieron por su­
puesto muchos físico-químicos que la teoría de Van’t Hoff exigía que fuese la
misma la causa de la presión en ambos casos, es decir, el bombardeo de
las moléculas. Pero la realidad es que las relaciones termodinámicas se
salvaban igualmente, cualquiera que fuese su causa, la afinidad química
o el bombardeo molecular.
Para poner otro ejemplo, en el campo recién abierto de la investiga­
ción física, las matemáticas de Heisenberg equivalen a las de Schródinger,
aunque aquél aborda la estructura atómica desde los electrones y los ni­
veles de energía de Bohr, descartando sus órbitas electrónicas, y el otro
recurre para su formulación a las ideas fundamentales de la mecánica
ondulatoria. Estas dos concepciones sobre la naturaleza íntima del átomo
se expresan en ecuaciones matemáticas equivalentes, y para lo que la cien­
cia pretende en último término resultan idénticas, por más que fluyan de
diferentes enfoques físicos.
La lección filosófica que se desprende de estos resultados es que así
como debemos aceptar con cautela y a título provisional los modelos men­
tales que se construyen de cuando en cuando para representar las relata,
es decir, las cantidades entre las cuales se verifican las relaciones físicas,
así podemos utilizar libremente y con creciente confianza el conocimiento
cada vez mayor que la ciencia nos facilita sobre esas relaciones. Esos cono­
cimientos no pasan del plano de la probabilidad, pero por lo general tienen
muchos y muy buenos puntos a su favor, y en la mayoría de los casos las
probabilidades se multiplican con rapidez creciente. Dichos conocimientos
valen suficientemente como base de acción: la verdad de las relaciones
no depende de la realidad de las relata.

La desaparición de la materia

Hacia fines del siglo xix se empezó a notar señales de que las par­
tículas duras y macizas de Newton—que, convertidas en átomos decimo­
nónicos, presentaban para Clerk Maxwell la marca de mercancías manufas-
turadas—no bastaban a dar razón de los hechos. Los átomos remolino de
Kelvin y los centros de tensión etérea de Larmor fueron otros tantos in­
tentos por expresar en términos más fundamentales lo que hasta entonces
se había considerado como conceptos científicos últimos.
La prueba de Maxwell demostrando que la luz es radiación electro­
magnética presagió el fin de la teoría del éter luminífero, sólido y elás­
tico; lo mismo que al identificarse los corpúsculos de J. J. Thomson con
los electrones de Lorentz y Larmor, se convertía la materia en electricidad.
No cabía duda de que el mundo se hacía cada vez menos inteligible. Se
habían imaginado los humanos que comprendían perfectamente lo que
significaba todo eso de átomos macizos y de ondas transversales en el
502 H ISTORIA DE LA CIENCIA

éter espacial: ahora tenían que reconocer que sabían muy poco sobre la
naturaleza intrínseca de la electricidad o sobre el sentido de las ondula­
ciones electromagnéticas.
En la fase que siguió a ésta, las nuevas teorías físicas manejaron los
electrones y protones con creciente éxito. Nos acostumbramos tanto a bara­
jarlos mentalmente que nos familiarizamos plenamente con su concepto,
hasta que Bohr y Sommerfeld casi nos convencieron de que sus maravi­
llosos modelos atómicos representaban la realidad física, aunque no la me­
tafísica, naturalmente. Sólo que antes que acabasen de persuadimos del
todo se vino abajo su teoría: allí estaba Heisenberg para demostrar con
sus trabajos que en esa concepción de los electrones planetarios se habían
colado muchos supuestos arbitrarios, y que habíamos estado aplicando a la
física atómica las ideas preconcebidas de la astronomía newtoniana. Todos
nuestros conocimientos sobre los átomos sólo afectan en realidad a lo que
entra o sale de ellos. Para nosotros el átomo no es más que un emisor
o un captador de radiaciones; sólo podemos detectarlo y estudiarlo en
sus momentos de emisión discontinua de energía. Para nosotros el átomo
es radiación: eso es todo lo que sabemos de él. Mirándolo desde otro án­
gulo, de Broglie y Schrodinger lo resolvieron a él o a sus partículas en
sistemas ondulatorios por un proceso equivalente matemáticamente al de
Heisenberg: y las ondas pudieran ser puras alternativas de probabilidad.
Pero no debemos olvidar las lecciones de la historia. La termodinámica
se desentendió de las concepciones atómicas; Ostwald terminó por pro­
poner que se descartasen tales concepciones en favor de la energética poco
antes que la nueva física empezase a utilizar las ideas atómicas de una for­
ma desaforada. Es posible que algún día logremos tener algún nuevo in­
dicio sobre el problema de la estructura del átomo. Pero ya hay señales
de que nos estamos acercando al límite de los modelitos físicos de la natu­
raleza. De momento se ha impuesto la nueva mecánica cuántica, y nos ve­
mos obligados a expresar e interpretar los fenómenos en forma de ecua­
ciones matemáticas.
Partiendo de la antigua idea de sustancia, se fue resolviendo la materia
primero en moléculas y átomos, y luego éstos en protones y electrones.
Ahora ha habido que descomponer éstos en fuentes de radiación o en
grupos ondulatorios: en una simple serie de fenómenos que brotan del
centro hacia el exterior. Desconocemos totalmente lo que hay en el inte­
rior; no sabemos nada sobre el medio que transmite las ondas—supo­
niendo que las ecuaciones ondulatorias impliquen de hecho ondas trans­
mitidas por un medio— . Parece además que existe un tope fundamental
que hace imposible llegar a conocer con exactitud esos sistemas ondula­
torios que constituyen los electrones. Si con las ecuaciones en la mano
calculamos la posición exacta de un electrón, su velocidad resulta una
incógnita; y si calculamos ésta, no podemos fijar exactamente aquélla.
Esta incertidumbre está vinculada a la relación existente entre el volumen
del electrón y la longitud de onda de la luz que nos permite observarlo.
Con longitudes de onda larga no se puede obtener una determinación pre­
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS P E R S P E C T IV A S 503

cisa. Al disminuir la longitud de onda lo suficiente para fijar el punto


exacto, entonces la radiación desplaza al electrón d e su posición. Aquí
parece alzarse una muralla última infranqueable a la exactitud de nuestros
conocimientos, una indeterminación radical que no podemos superar. Da
la impresión de que estuviésemos tocando los límites de los conocimientos
humanos.
A resultados parecidos se ha llegado con la teoría de la relatividad.
Para los filósofos de antaño la materia era algo esencialmente extenso en
el espacio y permanente en el tiempo. Pero hoy tanto el tiempo como el
espacio son relativos respecto al observador, sin q u e exista en realidad
ningún tiempo ni espacio cósmicos. En vez de los trocitos permanentes
de materia o electrones ocupando un espacio tridimensional, sólo tenemos
una serie de «aconteceres» o fenómenos en un espacio-tiempo cuatridimen-
sional, algunos de los cuales parecen presentar ciertos indicios de conexión y
permanencia, algo así como las olas del mar o como las notas musicales. Tam­
bién se acabaron las «fuerzas a distancia»—especialmente las de la gravita­
ción— , y con ellas la necesidad de «explicarlas». Sólo quedan relaciones
diferenciales conectando fenómenos próximos en el espacio-tiempo. La rea­
lidad física queda reducida a una serie de ecuaciones hamiltonianas. Ha
muerto el antiguo materialismo, y los mismos electrones, que sustituyeron
por un tiempo a las partículas de materia, se han convertido en «espíritus
puros», descamados, en meras formas ondulatorias. Ni siquiera existen
ondas en nuestro espacio familiar ni en el éter maxweliano, sino en un
espacio-tiempo cuatridimensional o en una gráfica de probabilidades, algo
que nuestra mente no puede traducir a formas comprensibles.
Además, incluso c*mo espíritus descamados, tienen una carrera bien
efímera. La única causa que sepamos puede explicar la inmensa produc­
ción de energía radiante del Sol y de las estrellas es la aniquilación mutua
de electrones y protones o la transmutación del hidrógeno en otros átomos.
Puede ser que la materia de nuestro planeta sea ceniza muerta; pero en
las estrellas y en los espacios interestelares pueden ocurrir esos cambios,
en virtud de los cuales parte de la sustancia del universo se convierta en
radiación. Así, esa materia que nos parecía tan familiar, resistente y eter­
na, se ha convertido en algo increíblemente complejo; se halla en estado
de dispersión en forma de electrones diminutos o de otras clases de «par­
tículas» en el espacio o en tomo a los núcleos de los átomos, o de grupos
ondulatorios que en cierto modo los penetran y envuelven totalmente, y
que además se van esfumando en radiaciones a una velocidad que sólo
en nuestro Sol alcanza la cifra de 250 millones de toneladas por minuto.

Determinismo y libre albedrío

En el capítulo IX tratamos desde el punto de vista de la biología


moderna el problema de si el hombre es o no es una máquina. Algunos
biólogos siguen sosteniendo que no hay forma de explicar plenamente las
504 HISTORIA DE LA CIENCIA

actividades vitales en términos mecánicos, físicos ni químicos; y que di­


chas operaciones manifiestan una coordinación o integración funcional es­
pecíficas de los organismos vivos. A esto replican los mecanicistas apelando
a la experiencia que nos muestra cómo la biofísica y la bioquímica han
ido conquistando una a una importantes porciones de la fisiología y de la
psicología, y que no parece que este proceso tenga límite fijo. Pero hay
otra tercera opinión que acepta los mecanismos fisicoquímicos como re­
quisitos necesarios para el progreso de nuestros conocimientos científicos,
pero luego o bien incorpora la teleología neovitalista en una teleología más
amplia y universal, o bien adopta un enfoque subjetivista del problema,
viendo en la física, biología y psicología aspectos diferentes bajo los cuales
hay que enfocar a todo el ser humano completo, según la cuestión que
se ventile de momento.
Desde el punto de vista histórico hemos visto cómo se fueron suce­
diendo alternativamente el vitalismo y el mecanicismo incluso desde la
época de los filósofos griegos. Aunque actualmente no se ha llegado a
ninguna conclusión definitiva, tenemos más datos que en ningún otro
tiempo anterior sobre la verdadera naturaleza del problema; ya que no
podamos resolverlo, por lo menos podemos formularlo con más claridad.
Según notó Ritchie 31, es curioso observar cómo la vida está condicio­
nada por el ambiente físico, y al mismo tiempo en ciertos aspectos es in­
dependiente del medio ambiente y totalmente diferente de todos los otros
seres no vivos. Lo primero que debe hacer cualquier persona razonable
es contentarse con una dosis pequeñísima de conocimiento y una dosis
masiva de ignorancia:
Cualquier persona de temperamento ardiente, impresionada al ver cómo de­
pende la vida de las circunstancias ffsicas, naturalmente se inclina... a pensar
que está a dos pasos de solucionar todos los problemas. Se imagina que está
dando el asalto definitivo al último reducto de la vida misma; luego, pasado el
primer ardor del combate, al mirar fríamente a los resultados conseguidos, se
encuentra con que apenas si ha tomado una empalizada exterior e indefensa, y
que la fortaleza se yergue allá lejos más inaccesible que nunca.

Sin embargo, como sigue diciendo Ritchie, «el hecho importante es que
el método «mecánico» nos ha suministrado algunos conocimientos, y en
realidad casi todos los que poseemos». Para investigar con éxito las cues­
tiones fisiológicas y, tal vez, aun las psicológicas, es preciso dar por su­
puesto que se podrán abordar los problemas inmediatos por vía mecá­
nica, física o química, pero sin que esa suposición previa prejuzgue en
nada nuestro enfoque sobre toda la cuestión filosófica e incluso biológica.
Los neovitalistas seguirán objetando que los procesos vitales están organi­
zados con vistas a asegurar la conservación y reproducción del estado nor­
mal de cada organismo de un modo que supera las fuerzas y recursos de
la fisicoquímica. Otros, como el profesor J. S. Haldane, pueden responder
que si bien el mecanicismo no basta a damos la explicación completa,
31 Scientific Method, pág. 177.
LA FILO SO FIA C IEN T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 505

en cambio, ese control, esa organización en que tanto hincapié hacen


los vitalistas, es una consecuencia del ambiente mecánico. Fallan, pues,
los dos: el vitalismo y el mecanicismo. En todo caso, la naturaleza íntima
de la realidad entraña una integración o coordinación que se manifiesta
de una forma especial en los seres vivos32. Es posible qu la idea de adap­
tación, que con tan buenos auspicios han explotado Claude Bernard y sus
seguidores, resulte tan fundamental para la fisiología como los principios
de la conservación de la materia y de la energía para la fisicoquímica33.
Pasando de la biología a la física encontramos algo que arroja una
luz completamente nueva sobre el antiguo problema del determinismo. El
detrminismo filosófico, que se reconstruyó en los tiempos modernos sobre
la obra de Newton y que adquirió tanta preponderancia en el pensa­
miento de los siglos xvm y xix, no encuentra ya tanto apoyo en la física
actual. Hoy día es cosa averiguada que las antiguas leyes científicas, de
que tanto se habló, sólo son o tautologías incorporadas por nosotros mismos
a nuestros modelitos de la naturaleza, o afirmaciones de mera probabili­
dad; lo más que puede hacer un científico, aun tratándose de fenómenos
estadísticos o a gran escala dentro de su propio departamento, es apostar
grandes sumas a favor de sus predicciones, pero sin poder pronosticar la
actuación de un solo átqmo o cuanto particular.
Tomando las leyes tan conocidas como expresión de tendencias proba­
bles, vemos que no se aplican a las moléculas, átomos o electrones indi­
viduales, sino sólo al promedio estadístico. Si aumentamos en un grado
el calor de un gas, sabemos que la energía media de un gran número de
moléculas aumentará tanto o cuanto. Pero la energía de cada molécula
particular depende de* los choques fortuitos que tenga, los cuales hoy por
hoy no pueden calcularse. Podemos predecir el número de átomos de un
milímetro de radio que se desintegrarán en un minuto, y es muy probable
que nuestra predicción se cumpla dentro de un margen de error muy redu­
cido. Pero no podemos predecir el momento en que va a explotar un átomo
concreto. Sabemos cuántos electrones emitirá un cuanto de energía a una
temperatura dada, pero ignoramos cuándo saltará a una nueva órbita y
consiguientemente radiará un determinado electrón. Cabe la posibilidad
de que en un futuro más o menos remoto se descubra alguna nueva teoría
mecánica que permita determinar la suerte de las moléculas, átomos y elec­
trones particulares. Pero de momento no hay indicios de semejante teoría.
En realidad, las tendencias actuales más bien apuntan en dirección con­
traria. El principio de indeterminación parece introducir una nueva especie
de incalculabididad en la naturaleza. Pudiera ser que las incertidumbres
que hemos descrito hasta ahora se deban a nuestra ignorancia y que puedan
reducirse de nuevo al determinismo a medida que aumentan nuestros co­
nocimientos. Es peligroso, pues, construir sobre ellas la filosofía del libre
albedrío. Sin embargo, como observó Eddington, los estudios de Schródin-
J2 I. S. H aldane, The Sciences and Philosophy, Londres, 1929.
11 C. L ovatt E vans, Brit. Assoc. Rep., 1928, pág. 163.
506 HISTORIA DE LA CIENCIA

ger y de Bohr indican que existe en la misma naturaleza de las cosas un


elemento de incertidumbre. Pensaron algunos que las incertidumbres alter­
nativas que presenta el cálculo de la posición y velocidad de los electrones,
en virtud de las cuales al tratar de determinar una se nos hace imposible
determinar la otra y viceversa, pensaron, digo, que esas incertidumbres
indican, a fin de cuentas, que cae por su base el argumento científico a
favor del determinismo. Otros, en cambio, sostienen que esa indetermi­
nación sólo significa que es inadecuado nuestro sistema de mediciones
para atacar los problemas que caen fuera del mundo de la física.
No es posible dejar de advertir la analogía que presenta la primera
clase de estas incertidumbres con las que encuentra a su paso el estudio
de los organismos vivos. Podemos predecir con mucha aproximación el nú­
mero de niños que morirán en España en un año, o el margen de vida
de que puede disponer un hombre de una edad determinada. Pero no po­
demos profetizar si tal o cual niño va a vivir o va a morir, ni cuándo se
podrá empezar a cobrar una determinada póliza de seguros. También aquí
cabe la posibilidad de que algún día se afine nuestro poder profético
gracias al progreso de nuestros conocimientos y habilidades, pero por
ahora tampoco aparecen señales de que vaya a ser así.
No debe olvidarse que para que el libre albedrío sea eficaz hay que
contar con una naturaleza ordenada. No hay condición más servil que la
de estar sometido a un tirano caprichoso e ■impredecible. Si queremos ser
árbitros de nuestras vidas, es preciso que podamos dirigir nuestra ruta
sobre un mar bien explorado y trazado, además de poder controlar el
timón.
A juzgar por cuanto hoy día sabemos, es posible que estadísticamente
la humanidad sea esclava de la fatalidad, pero que individualmente pueda
funcionar el libre albedrío, sujeto como está a un mecanicismo que, aun­
que es ordenado, no está determinado. También cabe que, gracias a tal o
cual investigación futura, se demuestre que esta conclusión es prematura
e incompatible con un conocimiento más amplio, así como cabe que mediante
ulteriores trabajos de investigación sobre la mecánica cuántica se pueda
llegar a predecir la vida de cada átomo particular. Es posible que la pró­
xima fase de la evolución científica esté marcada por un nuevo corrimiento
hacia la filosofía mecanicista. Pero de momento, en todo caso, la analogía
que nos ofrece la física, valga lo que valga, apunta más bien en la direc­
ción contraria.
Este problema está íntimamente relacionado con la antigua controversia
sobre la materia y el espíritu o la mente. Hasta el siglo xvii se suponía
generalmente que el alma humana era material, de la misma naturaleza
que el gas. Luego Descartes trazó la distinción entre mente y materia que
ha perdurado hasta nuestros mismos días, y que ha adoptado la forma de
paralelismo psico-físico. Al parecer se ofrecían dos caminos para evitar
el dualismo cartesiano. Los materialistas erigieron la materia en única
realidad, relegando la mente al mundo de los mitos. En cambio, los idea­
listas o «mentalistas» calificaban con Berkeley la mente de real y la
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 507

materia de ilusoria. En las obras de algunos fenomenalistas, como Hume


y Mach, aparece una tercera «vía»; según ella los conceptos de mente y
materia son diferentes aspectos del cuadro que nos forjamos sobre la natu­
raleza, o mejor diríamos tal vez, diferentes diagramas planos con los que
la ciencia construye sus modelos sólidos de la naturaleza. Muchos filósofos
recientes, desde William James hasta Bertrand, Earl Russell, elaboraron con
estas ideas lo que se dio en llamar «monismo neutral». Según esta teoría,
tanto la mente como la materia están compuestas de algo más primordial,
que no es ni mental ni material.
Así como no sabemos nada de la naturaleza intrínseca de la realidad
—si es que hay alguna— , de esa realidad que pretendemos representar
con nuestros modelos del mundo físico, así, en cambio, sabemos algo sobre
la naturaleza íntima del mundo mental, el cual resulta más real desde el
punto de vista del conocimiento directo. La física no puede demostrar que
la naturaleza intrínseca del mundo físico sea distinta de la del mundo de
la mente: es perfectamente posible que los fenómenos mentales y físicos
formen un solo conjunto causal.
De lo que no cabe duda es de que están conectados. La neurología y la
psicología experimental ponen de manifiesto los concomitantes físicos y
mentales que intervienes conjuntamente en las operaciones nerviosas; la
bioquímica ha demostrado que la secreción de las glándulas «incretas»
puede cambiar el carácter mental de una persona. La inyección de adrena­
lina produce los síntomas físicos del miedo, aunque por otra parte tenemos
el testimonio experimental de Lord Russell, según el cual no se sigue
necesariamente que ^»ya vinculada a esos síntomas ninguna emoción men­
tal 34. En todo caso estas conexiones entre el mundo mental y el físico
no bastan a revelarnos la naturaleza íntima de los dos.
Al compararlos entre sí observamos que en todo caso la física sólo
puede suministrarnos el conocimiento de las relaciones y el de las relata
u objetos de la relación, y que ese conocimiento sólo puede adquirirse y
existir en la mente. En este sentido no cabe duda de que la mente es más
real que la materia, y tal vez más que el mecanicismo, ya que el mecani­
cismo determinado parece verificarse únicamente en los fenómenos macros­
cópicos que dependen de la acción media estadística de grandes cantidades
de unidades, pero que falla en cuanto queremos captar los detalles ultra-
microscópicos de los átomos, electrones y cuantos individuales.
El momento en que la luz de una estrella toca nuestra retina repre­
senta el término de una larga cadena de fenómenos cuya trayectoria puede
trazar la física. Pero la sensación de la visión es el único fenómeno de
toda la serie sobre el cual podemos decir algo que no es pura abstracción
ni mera matemática. Un ciego puede conocer toda la óptica, pero nunca
tendrá la sensación de ver. El conocimiento de que una cosa es agradable
o desagradable no pertenece a la física. Por aquí se ve claramente que

31 Outline of Philosophy, Londres, sin fecha, pág. 226.


508 H ISTORIA DE LA CIENCIA

hay conocimientos que no figuran en las ciencias físicas, como es el cono­


cimiento de nuestras propias sensaciones mentales.
Entre esas sensaciones una de las más vivas y persistentes es la de la
volición y libre albedrío. Hasta aquí el principal argumento que se esgrimía
contra su validez era el del determinismo mecanicista que parecían im­
poner inevitablemente las ciencias físicas. Ahora sostiene Eddington que
si se quiere seguir defendiendo el determinismo filosófico habrá que ha­
cerlo a base de pruebas metafísicas. Ahora ya no pueden apelar sus aboga­
dos a la ciencia para que ateste a su favor. El determinismo científico
ha sufrido un colapso, y precisamente en el mismo santuario de su fuerza
secreta: en la entraña íntima del átomo35.
Las cosas no están aún maduras para que los científicos investiguen
los modos de acción o los procedimientos posibles por los que la voluntad
consciente pudiera llegar a controlar la materia. Pero los filósofos pueden,
si quieren, dedicar sus ocios a especular sobre ello. Indica Eddington que
la volición podría controlar los saltos cuánticos indeterminados de un pu­
ñado de átomos, o posiblemente de un solo átomo, y entonces cambiar el
curso del mundo material con un solo impulso nervioso. Pero estima que
esto es improbable, y prefiere sugerir que la mente podría actuar cam­
biando las condiciones de probabilidad de una gran cantidad de átomos
indeterminados. Escribe así:
No quiero minimizar la seriedad que implica el admitir esta diferencia entre
materia viva y muerta; pero creo que esta dificultad se ha suavizado un tanto,
ya que no se haya eliminado. El interferir únicamente en la probabilidad del
comportamiento indeterminado del átomo, respetando su constitución, no parece
una intervención tan drástica en el reino de la ley natural como otros modos
de intromisiones mentales que se han sugerido.

Debemos todo respeto a las sugerencias de Eddington, pero salta a la


vista que el problema del mecanismo con que está conectado el cerebro
y la mente es de una dificultad insuperable, y sería precipitado el aferrarse
a una conjetura, por aguda que sea, aceptándola como solución definitiva.
De momento acaso sea preferible dejar este problema en su fase anterior.
La experiencia comprende muchos aspectos: la ciencia física es uno de
ellos; otro es la psicología, y ésta debe admitir entre sus elementos y datos
las emociones estéticas, morales y religiosas.
La ciencia construye sus abstracciones sobre el mundo de los fenóme­
nos para formular unos conceptos que contienen en sí mismos ciertas
implicaciones lógicas. Así se establece una cadena irrompible entre los
conceptos básicos y todas las posibles deducciones legítimas. Por tanto,
el determinismo científico se debe al hecho de que la ciencia está cons­
truida sobre un proceso de abstracciones “ . Así, por ejemplo, la mecánica
forja conceptos abstractos— como espacio, tiempo, materia—a base de cier­

35 Eddington, loe. cit.


36 Compárese R. G. C ollingwood , Speculum Mentís, Oxford, 1924, pág. 166,
y W hitehead , loe. cit.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PERSPEC TIV A S 509
tas ideas suscitadas por las sensaciones; luego sobre esos conceptos monta
todo un catafalco lógico, determinista, del que sólo pueden salir abstrac­
ciones del mismo tipo que las que se pusieron como base. Desde el punto
de vista de la mecánica la naturaleza es inevitablemente mecánica, y desde
el punto de vista de cualquier ciencia abstracta y lógica es determinista.
Pero hay otros puntos de vista inaccesibles a las ciencias exactas.
Aquí nos encontramos otra vez con que esta cuestión está ligada con
el problema de la causalidad. Si creemos que la causalidad es un concepto
a priori, una necesidad de la inteligencia, su validez no depende de la
ciencia, y ésta, por consiguiente, no es responsable de sus consecuencias.
Pero si sostenemos que la causalidad se prueba empíricamente, entonces
su ley sólo se ha comprobado en ciertos casos. Y, aunque en otros casos
no hay pruebas positivas contra ella, tampoco consta que sea universal;
por tanto, no estamos autorizados para concluir que debe controlar nece­
sariamente las voliciones humanas, pues éstas son de naturaleza muy dis­
tinta que los otros fenómenos en los que acaso se ha demostrado que im­
pera esa ley 37.
Según Russell, la repugnancia que suele sentirse contra el determinismo
se debe en gran parte a que, por falta de análisis adecuado, se confunde
la causalidad impersonal, que es la única que sugiere la ciencia, con la
idea de la volición humSna. Nos revolvemos ante la idea de vernos com-
pelidos a obrar por una fuerza extraña en contra de nuestra voluntad;
pero como, incluso en la teoría determinista, nuestra voluntad está de acuer­
do con la causa de nuestros actos, nunca puede darse esa suposición. Escribe
Russell38: «En resumen, la libertad, en cualquier sentido que se la tome
digno de tenerse en dienta, sólo pide que nuestras voliciones sean, como
son, fruto de nuestros propios deseos y no efecto de una fuerza exterior
que nos coaccione a querer lo que no quisiéramos... Por consiguiente, el
libre albedrío es real en la única forma que importa.»

El concepto de organismo

Vamos a considerar ahora otra línea de pensamiento filosófico impli­


cado en esta misma cuestión. Las ciencias naturales suelen emplear como
método corriente el análisis en busca de la simplificación. Los psicólogos
se esfuerzan por expresar sus resultados reduciéndolos a sus causas fisio­
lógicas, y los fisiólogos a sus causas fisicoquímicas. Los físicos, a su vez,
resuelven la materia en átomos y electrones, y ahí es donde han encontrado
ahora que fallan todos los modelos mecánicos y que impera un principio
de incertidumbre, al parecer fundamental. Acaso puedan volver a idear un
nuevo modelo de átomos más o menos feliz, pero a la larga chocarán contra
la imposibilidad de seguir construyendo modelos, y habrán de conformarse
con expresar en ecuaciones matemáticas los últimos conceptos físicos.
17 Cfr. Bertrand R u sse l l - Our Knowledge of the External World, pág. 236.
38 Ibíd., pág. 239.
510 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Pero ni la física es la única ciencia, ni la misma ciencia es la única


forma de experiencia. Es cierto que la biología abarca la fisiología analítica,
la cual reduce todos los fenómenos posibles a términos fisicoquímicos, pero
también se ocupa de la historia natural, la cual considera los organismos
vivos como seres que forman un todo. La psicología, además de ocuparse
del análisis experimental de las sensaciones y sentimientos, estudia la con­
ciencia íntima de la mente y de la personalidad integral. Para abordar
la realidad tan buenos resultados puede dar el método sintético como el
analítico. Estas razones impulsaron a Whitehead a insistir en que se ne­
cesita pasar por una fase ulterior de realismo provisional en la que se
refundan y funden los esquemas científicos sobre el concepto último y pri­
mordial de «organismo» S9.
El siglo x v ii descubrió con éxito pasmoso que podía representarse el
mundo como una serie de configuraciones instantáneas de la materia, las
cuales determinaban sus propios cambios, con lo que formaban un círculo
lógicamente cerrado, un sistema completo mecanicista. Las mentalidades
idealistas, desde Berkeley hasta Bergson, se revolvieron contra este sistema,
y generalmente llevaron las de perder en la controversia en que se enzar­
zaron por no comprender el verdadero estado de la cuestión. Existe una
falla, pero no donde se pensaba que estaba. En realidad, es el mismo error
que tantas veces hemos denunciado en este libro, y que consiste en tomar
equivocadamente por realidades concretas las abstracciones necesarias in­
herentemente a la ciencia, que es el error que llama Whitehead «la falacia
del desplazamiento de lo concreto». Las abstracciones son imprescindibles
para el análisis, pero implican esencialmente que se margina y se pasa
por alto el resto de la naturaleza y de la experiencia, de las que se elabo­
raron las abstracciones— abstraer es prescindir— . Por eso sólo nos dan
cuadros incompletos, incluso de la misma ciencia, cuanto más del complejo
global de la existencia. La doctrina del determinismo mecanicista se aplica
tan sólo a ciertas entidades totalmente abstractas, que son el producto del
análisis lógico. Los entes concretos estables del mundo son los organismos
completos, en los que la estructura del todo influye en el carácter de las
partes. Un átomo puede comportarse de manera diferente cuando forma
parte de un hombre; la naturaleza orgánica de éste determina sus condi­
ciones. Los estados mentales entran en la estructura del organismo total,
con lo que modifican los planes de las partes subordinadas hasta influir en
los mismos electrones. Un electrón se mueve a ciegas; pero sin dejar de
moverse a ciegas dentro del cuerpo, lo hace condicionado. por el plan de
conjunto del organismo, incluido el estado mental. Aún podemos reforzar
este argumento añadiendo esta observación: un electrón internado en un
átomo está condicionado por la estructura armónica de éste, y así es muy
distinto de un electrón «externo» que se mueve por el espacio «vacío».
Por eso, Whitehead sustituye el determinismo científico por la doctrina
del «organismo», que él propone como alternativa. Whitehead aborda el
” A. N. W hitehead , Science and the Modem World, Cambridge, 1927, pá­
gina 80.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 511

problema partiendo del punto de vista opuesto al de Eddington; como vi­


mos, éste ataca el determinismo basándose en los átomos, electrones y
cuantos, que constituyen los últimos elementos del análisis físico. Aquél
arguye que el análisis por su misma esencia tiende a desorientar en las
cuestiones filosóficas, y funda su teoría en el concepto sintético del orga­
nismo completo. Apela en última instancia a la experiencia ingenua, la que
nos dice que «vivimos dentro de un mundo de colores, sonidos y demás
objetos sensibles, atribuidos dentro del espacio y del tiempo a ciertas cosas
estables, como piedras, árboles y cuerpos humanos. Nos sentimos como
elementos de este mundo y formando parte de él lo mismo que las otras
cosas que percibimos». Así, a la luz del nuevo realismo, que él mismo
contribuyó a formular en no pequeña parte, Whitehead adopta práctica­
mente la misma postura que Moore y Broad, y parece devolvemos una
teoría científica del mundo de la belleza y de los valores morales, una
teoría que nos escamoteó Galileo, en opinión de Burtt. Whitehead pone la
unidad primordial de los acontecimientos naturales en el acaecer y la esen­
cia de la realidad en el «devenir»—como Bergson— ; es decir, en un
proceso continuo y activo, en una evolución creadora.

Física, conciencia y entttrpía

Al exponer el alcance de las ciencias exactas, acentúa Eddington el


hecho de que éstas se limitan a leer las indicaciones de ciertos instrumen­
tos físicos. Por ejemplo, al calcular el tiempo que tarda un cuerpo en des­
lizarse monte abajo, ponemos en nuestro cálculo ciertas señales indica­
doras, como la masa del cuerpo, el declive de la colina y la aceleración
de la gravedad, y obtenemos otra señal indicadora: la posición del minu­
tero en la esfera del reloj. Con este procedimiento la ciencia ha llegado
a construir un círculo de conocimientos lógicamente cerrado, en el que
sólo entran conceptos físicos relacionados entre sí. Según la concepción
antigua, la materia y su configuración determinaban las fuerzas, y éstas, a
su vez, determinaban la configuración futura. En la concepción moderna la
serie gira así: potencial, intervalo, escala, materia, tensión, potencial..., y
así en cadena sin fin. El único medio de escapar al círculo es reconocer el
hecho indudable de que sólo la mente puede comprobar si los esquemas
lógicos concuerdan con el mundo real. Por sí sola la física podría localizar
y describir una perturbación en su círculo cerrado hasta definirla como
«el movimiento de la materia en un cerebro» y poder observar ese fenó­
meno objetivamente desde fuera. Sólo cuando traducimos esa perturbación
cerebral en conciencia es cuando tocamos la realidad. «No tiene sentido
preguntar si la conciencia es o no real: la conciencia es autoconocimiento;
el epíteto ‘real’ no le añade nada.»
Esto nos conduce de nuevo al problema sobre la naturaleza del yo,
del ego, de que tratamos en los capítulos VIII y IX. ¿Constituye el yo
una entidad con existencia anterior e independiente de la experiencia, como
512 H ISTORIA DE LA CIENCIA

suponían las filosofías antiguas, o una estructura compuesta, secundaria,


aglutinada por la acción misma de las sensaciones, percepciones y demás
actividades mentales, como sostienen algunos psicólogos modernos? Esta
pregunta no encuentra contestación unánime, pero tal vez no necesita con­
testación. Cualquiera que sea su génesis, el yo es consciente y autocog-
noscente, en el sentido de Eddington, y, por tanto, real.
Las ecuaciones ordinarias de la física reversible no dicen nada sobre
la dirección que sigue un movimiento dado; de atenemos a lo que puede
decirnos la mecánica formal, los planetas igual podrían girar en el sentido
inverso en tomo al Sol. Igualmente, dentro de un mundo reversible sólo
nuestra conciencia puede enseñamos a distinguir entre el pasado y el fu­
turo. Con todo, hay en el mundo físico un criterio que no implica con­
ciencia. El mundo físico es irreversible, y la segunda ley de la termodiná­
mica nos dice que en un sistema irreversible la energía se degrada conti­
nuamente con el correr del tiempo, con el consiguiente incremento de la
entropía. ¿Es posible que sean los procesos irreversibles que se suceden
en nuestros cerebros los que producen en nuestra mente el sentido del
paso del tiempo?
Este incremento de entropía es un proceso análogo al de barajar me­
diante un aparato mecánico un paquete de cartas, ordenadas en un prin­
cipio por valores y figuras. Las suertes barajadas son irreversibles, salvo
que se las ordene conscientemente o que se dé la casualidad infinitamente
improbable de que vuelvan a colocarse en el orden primero. Si suponemos
un número de cartas mucho mayor, entonces se necesitaría mucho tiempo
para barajarlas. En ese caso por la fase a que se hubiera llegado al bara­
jarlas se podría medir el tiempo, al mismo tiempo que nos señalaba la
dirección, dado que el proceso es irreversible. Si, previo examen, encon­
tramos que se va perfeccionando el proceso de barajar, entonces el tiempo
avanza hacia adelante; si las cartas se ordenan por sí mismas es que es­
tamos retrocediendo tiempo arriba.
De manera parecida en el mundo físico la entropía es la manecilla del
tiempo, en expresión de Eddington. Si los niveles de temperatura van dis­
minuyendo, la energía degenerando y la entropía aumentando, la marcha
del tiempo es positiva: nos movemos de cara al futuro. Si nuestras ecua­
ciones nos dan que la entropía disminuye, que la energía se regenera, es
señal clara de que vamos marcha atrás rehaciendo el camino desde el fin
hasta el punto de arranque.
La teoría cinética de los gases nos permite traducir en términos molecu­
lares el proceso del aumento de entropía. Si empezamos con dos vasos,
uno caliente y otro frío y cada uno con el mismo número de moléculas,
la energía y la velocidad medias de las moléculas del primero serán mayores
que las del segundo. Si comunicamos ambos vasos, las colisiones molecu­
lares serán equivalentes al promedio de las energías moleculares, hasta que
tuviésemos una distribución de velocidades correspondiente a la ley descu­
bierta por Maxwell y Boltzmann. Este sería el estadio final, y sólo podría
rehacerse el proceso por una acción deliberada, como la atribuida imagi-
LA FILO SO FIA C IEN T IFIC A Y SUS PERSPEC TIV A S 513

nanamente al demonio o duende de Maxwell, o por la casualidad infinita­


mente improbable de que todas las moléculas que se movían con rapidez
se hubiesen concentrado en un mismo vaso. Con todo, dado un tiempo
infinito, podría ocurrir alguna vez ocasionalmente esa casualidad invero­
símil, a menos que antes ocurriese algo menos improbable que diese al
traste con todo el sistema, lo cual en realidad es más probable.

Cosmogonía

Una vez que se destronó a la Tierra de su puesto central en el espacio


y se reconocieron las estrellas como soles distantes, el mero aumento que
han tenido que sufrir nuestros cálculos sobre el volumen y dimensiones
cósmicas tiene poca importancia realmente humana, aparte de que los
problemas cosmogónicos pertenecen más a la ciencia que a la filosofía.
Con todo, la mente se siente naturalmente impresionada por el inmenso
avance que han hecho los conocimientos astrofísicos. Por eso creo que vale
la pena recapitular aquí algunos de los resultados obtenidos.
Nuestra galaxia contiene algunos miles de millones de estrellas; la luz
tardaría probablemente unos 300.000 años en atravesarla de extremo a
extremo. Flotando en los-vastos océanos espaciales que se extienden más
allá de nuestro sistema estelar anidan millones de nebulosas espirales, que
son galaxias de estrellas en formación, algunas de ellas tan distantes de
nosotros que su luz tarda en llegarnos unos 140 millones de años.
Y, sin embargo, el espacio que Newton consideraba ilimitado actual­
mente parece ser finit^y curvo, debido a la presencia de materia dispersa.
Si suponemos que la luz avanza hacia afuera durante miles de millones de
años, puede volver a su punto de partida.
Los hombres se hicieron hombres hace posiblemente unos millones de
años. La edad de la Tierra puede fijarse en unos miles de millones de años.
El Sol y las estrellas con temperaturas interiores de decenas de millones
de grados pueden haber estado irradiando energía durante miles y aun
millones de millones de años.
Nuestros 90 elementos químicos podrían ser destruidos por el calor in­
terior de las estrellas. Puede ser que se den allí átomos radiactivos desco­
nocidos y que la materia se convierta en radiación por desintegración, por
el choque entre protones y electrones o por otras transmutaciones, propor­
cionando así la energía que necesitan las estrellas para su larguísima vida.
Los átomos terrestres, de que está hecha la Tierra y nuestros mismos cuer­
pos, acaso sean tan sólo residuos, ceniza muerta, inerte o el subproducto
de ese proceso cósmico.
Se ha visto que la hipótesis de la nebulosa vale para explicar la forma­
ción de las galaxias gigantes, pero no para aclarar la génesis de nuestro
modesto sistema solar. Para explicarnos su origen hemos de imaginar algún
acontecimiento extraño, como una marea producida en dos cuerpos que
pasasen casualmente uno junto al otro en estado líquido o gaseoso. Es po­
514 H ISTORIA DE LA CIENCIA

sible, pues, que sean muy raras, ya que no únicas, en el universo actual
las condiciones necesarias para la vida, tal como nosotros la conocemos.
Así podemos considerar la vida o bien como un accidente sin importancia,
como un subproducto dentro del proceso cósmico, o como la manifestación
suprema del magno esfuerzo de la evolución creadora, que sólo encontró
un hogar acogedor en la Tierra en una coincidencia casual de las coor­
denadas de tiempo y espacio. La ciencia puede señalarnos estas dos pers­
pectivas de la vida, estas dos posturas; lo que no puede es decidir sobre
ellas, al menos en la fase en que se encuentra actualmente.
Y ¿qué hay sobre el futuro del universo? El principio de la disipación
de la energía, establecido por Kelvin, y el constante aumento de la entropía
hacia su máximum, propugnado por Clausius, parecen apuntar hacia un
estado final de equilibrio muerto, en el que el calor se encontraría difun­
dido uniformemente y la materia en reposo eterno. Las concepciones re­
cientes presentan algunas modificaciones de detalle, pero sin cambiar los
resultados. La materia activa se convierte en radiación que terminará por
andar a la deriva en un espacio de proporciones tan inmensas que nunca
llegará a saturarse de radiaciones, ni, por tanto, dará lugar a una nueva
precipitación de la materia. Según los cálculos de Jeans, las probabilidades
contra la supervivencia de un solo átomo activo ascienden a la cantidad
fabulosa de 1 o420000000000 contra uno. Parece que el universo va rodando
en marcha descendente hacia una radiación uniformemente repartida.
Pero el mero hecho de seguir rodando aún, aunque sea cuesta abajo,
indica que empezó a rodar en un momento dado; no puede haber estado
rodando eternamente; de lo contrario ya habría llegado a su estado final
de equilibrio. Dice jeans:
Todo apunta con claridad abrumadora hacia un acontecimiento o serie de
acontecimientos definidos: hacia una creación realizada en un tiempo o tiempos
que no pueden distar infinitamente de nosotros. El universo no pudo brotar ca­
sualmente de sus componentes actuales, ni es posible que se haya mantenido
siempre en el mismo estado que ahora, pues en cualquiera de estos dos casos sólo
quedarían para estas fechas átomos muertos, incapaces de desintegrarse en radia­
ciones; ya no habría ni luz solar ni luz estelar, sino sólo el brillo mate y frío
de las radiaciones dispersas uniformemente por el espacio. Por cuanto alcanza a
ver la ciencia de nuestros días, esa es la meta final hacia la cual avanza toda la
creación y a la que terminará por llegar al fin de su carrera *.

A algunas mentalidades les resulta intolerable la idea de la muerte de­


finitiva del universo. No parece probable que el cosmos se conserve en
perenne juventud sólo por darles ese gusto; pero dentro' de los recursos
naturales existe, al parecer, un medio posible de que llegue a escapar a
su destrucción final: ese medio lo han sugerido Haldane y Sterne. Contando
con tiempo infinito pueden ocurrir las cosas más inverosímiles. Una con­
centración casual de moléculas podría invertir la acción de un barajamiento
al azar y rehacer la obra mortal de la segunda ley termodinámica. Concen­
* Sir I. H. Jeans, E os, or th e Wider A sp e c ts o f C osm ogony, Londres, 1928,
página 55.
LA FIL O SO FIA C IE N T IF IC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 515

traciones casuales de energía radiante podrían saturar una parte del es­
pacio y cristalizar en una nueva materia, acaso en una de nuestras nebu­
losas espirales. ¿No seremos nosotros por ventura y todas nuestras mi­
ríadas de estrellas el resultado de un acontecimiento casual de este tipo?
Por fantásticamente abrumadoras que sean las probabilidades de Jeans
contra esta posibilidad, la infinidad es todavía mayor. Por muchísimo que
haya que esperar a que le toque a uno la lotería, mientras se cuente con
un número infinito de sorteos no hay que desesperar. Es posible que una
de las infinitas casualidades que pueden ocurrir en el transcurso de un
tiempo infinito, una «nueva concentración fortuita de átomos», pueda ex­
plicar el modus operandi, la forma en que se realizó la creación pasada
y la forma en que pudiera producirse un nuevo alumbramiento después
de que nuestro universo actual se haya convertido, al parecer para siem­
pre, en un «resplandor frío de radiaciones».
No podemos afirmar que esto sea probable, pues aquí estamos reba­
sando ya los límites del conocimiento. De hecho pudiera ocurrir lo que
suele suceder con un enjambre de moléculas; es decir, que lo más probable
es que se interponga cualquier otra casualidad que impida esa contingencia
improbable. Pero todo esto es especular en el vacío.

Ciencia, filosofía y religión

En páginas anteriores de este libro he trazado la trayectoria que siguió


la evolución del pensamiento filosófico desde el realismo ingenuo de la
física del siglo xix hasta el sensacionalismo de Mach y de Karl Pearson
— según los cuales la ciencia sólo nos suministraba modelos conceptuales
de los fenómenos— , para llegar en tiempos más recientes al semirrealismo
matemático de Russell y Whitehead.
Durante los últimos años, siguiendo la línea de este desarrollo histórico,
ha vuelto a resucitar una filosofía que deriva en último término de Hume
y de Kant, y que se aplica a la ciencia moderna, especialmente a las partes
de esta ciencia que pueden formularse matemáticamente en forma de teoría
física41; pero muchos de los que estudian otras ramas de la ciencia yd
su historia dudan mucho que dicha filosofía vaya bien encaminada 42; al
nos abogan por el sentido común sistematizado43.
Los principios fundamentales de la física sufrieron un viraje en redondo
con las teorías cuántica y de la relatividad. En 1930 se podía basar la
teoría del conocimiento o epistemología—y generalmente se la basaba—en
la supuesta naturaleza del mundo físico; en cambio, en 1939, proclamaba
Eddington que era preferible la inversa, a saber: fundar nuestra concep­
ción del universo en la teoría del conocimiento físico. Es de desear una
concepción epistemológica concreta para desarrollar las teorías modernas
41 Sir A rthur E ddington , Philosophy of Physical Science, Cambridge, 1939.
42 H. M iller , “Philosophy of S cien ce” , Isis, vol.XXX, 1939, pág. 52.
45 W. S. M errill , The New Scholasticism, vol. XVII, 1943, pág. 79.
516 HISTORIA DE LA CIENCIA

sobre la materia y la radiación: en nuestra búsqueda de conocimientos nos


ayudará comprender la naturaleza del conocimiento que buscamos. Otros
objetan que ese procedimiento es una vuelta pura y simple a los métodos
apriorísticos de los griegos y escolásticos medievales M.
Las fuentes de nuestro conocimiento son nuestras sensaciones y los
cambios de conciencia y mentales que evocan en nosotros. La simple sen­
sación consciente no sólo representa un elemento senciente, sino que puede
ser un medio de adquirir piezas sueltas de conocimiento o nociones sim­
ples. Pero la conciencia es un todo, y, aunque se la puede analizar, si se
quiere, en sus partes, ese todo connota un cuadro, una estructura.
Un cúmulo de indicios nos induce a pensar que en las conciencias de
otras personas se fraguan estructuras similares, lo cual es señal de que
existe una estructura original en un mundo externo a la conciencia indi­
vidual. Así se transporta la síntesis a un mundo exterior, en el que las
piezas del rompecabezas se encuentran ya listas para que la ciencia física
no tenga sino que acoplarlas; pero sólo últimamente ha surgido la física,
tanto en la forma como en la realidad, como una teoría de estructura de
grupo matemática45.
Según las nuevas orientaciones, existe una filosofía latente en el mé­
todo’ empleado por la ciencia para sus constantes adquisiciones. En este
método se reconoce la observación como tribunal supremo de apelación,
pero también se tienen en cuenta ciertas cantidades que existen, mas que
escapan a la observación, como la velocidad del éter en el experimento
Michelson-Morley, o su equivalente moderno, la simultaneidad distante en
la teoría de la relatividad y la incertidumbre sobre la posición o velocidad
respectiva de los electrones en la mecánica ondulatoria cuántica de Hei-
senberg.
Aun en el caso de tomar la observación empírica como única base del
conocimiento físico, por el mismo caso procedemos subjetivamente al se­
leccionar así el tipo de conocimiento que debe aceptarse como auténtica­
mente físico; el universo descubierto por ese procedimiento no puede ser
enteramente objetivo. La ciencia epistemológica investiga el sentido del co­
nocimiento en vez del de ninguna supuesta entidad, es decir, del mundo
externo, y sus símbolos sólo corresponden a ciertos elementos cognosci­
tivos. Así llegamos a un subjetivismo selectivo, en el que las leyes y las
constantes de la naturaleza son plenamente subjetivas.
Pero ¿qué es lo que observamos en realidad? Los físicos antiguos supo­
nían que observaban directamente las cosas reales. La teoría de la rela­
tividad pretende que sólo observamos «relaciones», y por cierto entre
conceptos físicos, que son subjetivos. Según la teoría cuántica sólo obser­
vamos probabilidades; podemos determinar ciertas probabilidades futu­
ras, pero el conocimiento del futuro basado en la observación es esen­
cialmente indeterminado, por más que las probabilidades a favor de un

M H. M iller, “Philosophy of Science”, ¡sis, vol. XXX, 1939, pág. 52.


*s E ddington , loe. cit., pág. 209.
LA FILO SO FIA C IEN T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 517

hecho particular pueden ser tan grandes que puedan equivaler a una certeza
práctica. Pero la ciencia no puede predecir ningún acontecimiento futuro
sin recurrir a las leyes de la probabilidad.
Podemos aplicar a ello las constantes regulares de la ciencia mediante
nuestro procedimiento de observación y experimentación. La luz es una
perturbación irregular, pero la reducimos a regularidad al examinarla al
prisma o al retículo; en cambio, el átomo puede examinarse produciendo
en él una fuerte interferencia, que necesariamente ha de trastornar su
estructura normal; es posible que cuando Rutherford creyó descubrir el
núcleo, lo que hizo, en realidad, fue inventarlo. La sustancia se desvanece
y nosotros nos ponemos a formas ondas en la teoría cuántica y curvaturas
en la de la relatividad. La forma o el esquema mental con que estamos
acostumbrados a representarnos la naturaleza es precisamente la que
aceptamos con más facilidad como base de nuevas ideas, las cuales, al
ver que encajan en el esquema, las convertimos en «leyes de la natura­
leza»—es decir, en leyes subjetivas alumbradas a la luz subjetiva de nues­
tros conocimientos físicos— . De esta manera, el método epistemológico
nos induce a estudiar la naturaleza de las estructuras mentales que hemos
aceptado. Podemos predecir a priori ciertas características que debe poseer
cualquier conocimiento, ^precisamente porque está incorporado a nuestra
estructura mental, si bien los físicos pueden redescubrir a posteriori esas
características.
Lo mismo ocurre con las matemáticas que empleamos—las cuales no
pertenecen a nuestro esquema físico hasta que nosotros las incorporamos
a él— . El éxito de las operaciones que nos permiten introducir las mate­
máticas en nuestro esquema físico depende de la amplitud de nuestras
experiencias y de las relaciones que puedan surgir entre ellas. Desde el
punto de vista matemático, el proceso que es preciso emplear es el con­
tenido en la «teoría de grupos» o de «estructura de grupo».
Las leyes ultramicroscópicas de la estructura atómica—fusionadas aho­
ra con la mecánica ondulatoria cuántica—convergen hacia las leyes mo­
lares de la física clásica— expresadas ahora en términos de relatividad—
a medida que se multiplica el número de partículas y que precisa tratarlas
estadísticamente; las leyes ultramicroscópicas abarcan teóricamente todo
el campo de la física y nos suministran un marco de hechura atómica para
nuestros conocimientos.
Afirma Miller que si llega a prosperar cualquier tipo de filosofía subje­
tiva, acabará por destruir gradualmente la ciencia de la observación. En
el recorrido que ha hecho durante estos dos mil años desde el raciona­
lismo hasta el empirismo, la ciencia ha pasado por tres fases. La ciencia
griega se propuso elaborar definiciones por vía de comprensión intelec­
tual o racional. Creía que las definiciones describían una forma, una
estructura universal, de carácter trascendental, que ella consideraba como
algo eterno, inaccesible a las cambiantes realidades de los episodios particu­
lares. En los siglos xvn, xvm y xix la ciencia abandonó el trascendenta-
Iismo griego, retuvo su carácter universal y modificó su racionalismo, no
518 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

consintiendo la menor discrepancia entre la teoría y los hechos particu­


lares. Darwin y Lyell desacreditaron la noción de leyes naturales, univer­
sales e inmutables al demostrar la variabilidad de las especies orgánicas,
con lo que introdujeron el análisis histórico evolutivo y hasta alcanzaron
una ciencia realmente empírica, a juicio de muchos. Este es el tipo de
ciencia que oponen los empiristas a las filosofías epistemológicas que se
han querido resucitar últimamente. Pero las concepciones evolutivas han
afectado poco a las teorías físicas, por lo que dejan aún margen para los
métodos epistemológicos.
Al tiempo en que se escribió la última sección de este libro en su pri­
mera edición, parecía como si el peligro mayor que acechaba a la ciencia
fuera la expansión de ciertos movimientos como el «fundamentalismo»
popular antievoluíTvo, radicado en los Estados Unidos. Pero ha surgido
otro peligro mayor. En el período comprendido entre la aparición y la
caída del nazismo en Alemania, el nacionalismo imperante acabó en ese
país y en los sometidos a su control con la libertad de la ciencia para
investigar con una mentalidad plenamente abierta, lo mismo que acabó con
otras libertades; desterró a hombres de la talla de Einstein por prejuicios
raciales; aplicó la ciencia y todas las demás actividades a preparar pri­
mero en secreto su potencia militar y a lanzarse luego a una guerra de
piratería, en la que veía su principal y casi único ideal; la ciencia pura,
la investigación desinteresada, se vio reducida al paro forzoso. Por des­
gracia, esa idea de que la ciencia debe ocuparse primordialmente del des­
arrollo económico se ha difundido a otros países, amenazando nuevamente
su libertad de trabajo. La ciencia es fundamentalmente una investigación
libre sin más objetivo primario que el conocimiento puro; las ventajas
prácticas que pueda reportar tienen carácter secundario, aunque sean fruto
de una investigación subvencionada. Desde el momento en que descuide­
mos el cultivo de la ciencia pura, tarde o temprano empezará a apagarse
la ciencia aplicada hasta extinguirse de inanición.
P. W. Bridgman 46 estudió la influencia de la relatividad y de la teoría
cuántica sobTe la teoría de la física. Los nuevos experimentos revelan he­
chos nuevos y exigen, a su vez, nuevos conceptos físicos; éstos dependen
de las operaciones y procesos mediante los cuales se han descubierto 'y
examinado, y, por tanto, son relativos al observador. Si se tiene esto en
cuenta, no tenemos que temer los efectos de posibles revoluciones futuras
en el campo del pensamiento, como las desencadenadas por Einstein y
Planck; en lo sucesivo ya no hará falta que modifiquemos nuestra actitud
frente a la naturaleza. Lo que sí tenemos que aprender es que la lógica,
las matemáticas y la teoría física son puramente inventos nuestros, desti­
nados a formular en forma condensada y manejable nuestros conocimien­
tos actuales, y que no podemos esperar de ellos un éxito rotundo y defi­
nitivo.

* The Logic of Modern Physics, Nueva York, 1928. The Nature of Physical
Theory, Princeton, 1936.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 519

La historia de la ciencia, en sus relaciones con la filosofía y la religión,


no puede por menos de prestarnos valiosa ayuda en nuestro intento de des­
cribir las condiciones actuales y de examinar las perspectivas futuras. Real­
mente es muy dudoso que sin un estudio histórico preliminar se pueda hacer
cosa de valor en este sentido. Es posible que los investigadores que se
consagran al estudio de tal o cual problema específico no precisen recu­
rrir a la historia, pero los que se proponen comprender el sentido profundo
de la misma ciencia y sus conexiones con otros sectores del pensamiento
y de la actividad humana necesitan tener alguna noción de su desarrollo
histórico.
Las conquistas de la ciencia están a la vista de todo el mundo. Sus
aplicaciones prácticas en ingeniería, industria, medicina, cada día tienen
más repercusión en la vida de las naciones modernas. Sus desviaciones
hacia la construcción de máquinas de muerte amenazan acabar con la
civilización, en el caso en que el mundo cometa la locura y el pecado de
permitir otra guerra mundial. La ciencia pura mejora y amplía sin cesar
nuestra imagen mental de la naturaleza desde el microcosmo del átomo
hasta el macrocosmo del universo de las galaxias estelares y de la nebu­
losas espirales. Cada día conocemos mejor las relaciones existentes entre
las partes más antiguas de nuestro modelo, y cada día se incorporan nuevas
piezas, y por cierto con tal rapidez, que el constructor espontáneo no tiene
tiempo, no digo de acoplarlas en él, pero .ni siquiera de pegarlas. Cuando
disminuya un tanto la velocidad, la generación próxima podrá coordinar
y completar la obra, igual que hizo la generación pasada; la actual tiene
demasiada prisa para perder tiempo en eso.
Los hombres del Medievo se proponían como meta de la filosofía y de
la religión el lograr un conjunto armonioso racional y completo del saber,
y en general se sentían satisfechos de haberlo logrado en la síntesis esco­
lástica de Tomás de Aquino. La física de Galileo y de Newton vino a
abrir brecha en esa arquitectura tan coherente del conocimiento; la cien­
cia adoptó la actitud de un realismo de sentido común basado en la
mecánica, y se echó mano de ella para establecer una filosofía mecanicista
y determinista, si bien en la práctica de la vida diaria los hombres seguían
creyendo a pie juntillas en su propio poder de autodeterminación contro­
lado por su libre albedrío. Al fracasar los múltiples intentos que se hicie­
ron por conciliar estas dos concepciones antagónicas, la gente hubo de
escoger una y renegar de la otra, a menos de aceptar provisionalmente las
dos en espera de que se hiciese más luz.
Entonces, como hemos visto en este libro, los filósofos terminaron por
comprender que la ciencia sólo podía descubrir ciertos aspectos de la rea­
lidad, únicamente podía trazar diagramas planos, esbozos para unos mo­
delos de la naturaleza, y que si la ciencia era esencialmente mecanicista y
determinista, lo era en virtud de sus propias definiciones, axiomas y pre­
supuestos más o menos implícitos.
Durante todo este tiempo, por una parte, la ciencia había roto con la
síntesis escolástica; pero, por otra, tenía al menos coherencia interna;
520 H ISTORIA DE LA CIENCIA

tanto es así que a medida que las piezas del rompecabezas iban ajustando
llegó a considerarse la autocoherencia como la única prueba de la validez
de un sistema. En cambio, ahora se ha producido un viraje, acaso tem­
poral, pero clarísimo: la incoherencia o inconsistencia que ha introducido
la ciencia en el pensamiento general ha invadido, no la superestructura,
claro está, pero sí los conceptos físicos primordiales que sirven de cimiento
a la misma ciencia.
En estos últimos años la investigación física está pasando por una fase
peculiar o, digamos, extraña desde el siglo x v ii . Todavía se utiliza, y con
resultados muy valiosos, en la dinámica de Newton y en el electromagne­
tismo de Clerk Maxwell su estructura clásica. Pero han fallado sus leyes
en los descubrimientos más espectaculares de nuestros días— es decir, los
relativos a la estructura del átomo— , y nos vemos en la precisión de acep­
tar las ideas de la relatividad y de los cuantos. Como dijo Sir William
Bragg, usamos la teoría clásica los lunes, miércoles y viernes, y la cuántica
los martes, jueves y sábados. Por de pronto ha habido que tirar por la
borda la cohesión sistemática y echar mano de una u otra teoría, según
el tema de que se trate, para obtener resultados prácticos. Probablemente
estas discrepancias son inherentes en mayor o menor grado a toda gran
revolución intelectual, como ocurrió, por ejemplo, en la lucha por la su­
premacía entablada entre las ideas de Aristóteles y las de Galileo; de ser
así, el caso presente viene a ilustrar esa tendencia en su forma más aguda.
Posiblemente nos quede margen para lucir un tercer sistema los domingos,
que Bragg dejó al descubierto.
La ciencia tiene que admitir la validez psicológica de la experiencia
religiosa. Para algunas personas la aprehensión mística y directa de Dios
resulta claramente tan real como la conciencia de su propia personalidad y
su percepción del mundo exterior. Este sentido de comunión con la divi­
nidad, junto con el respeto, temor y adoración que Ella inspira, es lo que
constituye la religión—para algunos es una visión fugaz de un momento
de exaltación, pero para los santos es una experiencia tan normal, pe­
netrante y permanente como el respirar— . Ni es necesario, ni siquiera po­
sible, definir lo que significa Dios; los que le conocen no necesitan su
definición.
La humanidad niña o débil necesita imágenes con que vestir su visión,
y así crea ritos y acepta dogmas, teologías o, si se quiere, mitologías. Esos
sistemas lo mismo pueden ser verdad que mentira, pero la religión tiene
existencia autónoma, independiente de cualquier sistema doctrinal. Estos
están expuestos a la crítica histórica, científica y filosófica, y muchas veces
han salido mal parados de sus ataques. Pero la religión verdadera es algo
más profundo, fundado en la roca inconmovible de la experiencia directa.
Puede haber personas daltónicas, pero las hay que distinguen los vivos
colores del amanecer. Algunos pueden carecer del sentido religioso, pero
otros «viven, se mueven y existen» en la gloria trascendente de la divi­
nidad.
Algunos hombres precisan dogmas de alguna clase para su vida reli­
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 521

giosa; y es inútil querer desconocer este hecho e intentar establecer reli­


giones nuevas sin ninguna armazón doctrinal. Pero, por otra parte, en el
terreno de la teología doctrinal no han faltado de cuando en cuando cho­
ques con la ciencia, la historia y la antropología. El lío está en que «la
religión confunde siempre lo que dice con lo que quiere decir, la letra con
el espíritu. Entretanto el racionalismo, la ronda, por decirlo así, para
cogerla en error» 47. Pero, aun en este aspecto, se advierte cierta aproxima­
ción lenta entre los diferentes modos de pensar. La teología cristiana hubo
de renunciar a su creencia en la Segunda Venida inmediata, que parecía
esncial en la doctrina de la época apostólica. Con el correr de los tiempos
tuvo que aceptar también el sistema de Copérnico y Galileo, que durante
mucho tiempo condenó como herético, y consiguientemente tuvo que aban­
donar toda una arquitectura dogmática fundada en la idea de una Tierra
inmóvil y central, de unos cielos montados sobre eí firmamento y de un
infierno abierto bajo sus pies. Ha tenido que aceptar la evolución promul­
gada por Darwin y consentir en que se pongan en las raíces del árbol
genealógico humano monos en vez de ángeles. Ahora, a medida que se dé
cuenta de ciertas implicaciones de la antropología moderna, acaso tenga
que dar de lado a otras creencias, que algunas almas tímidas pueden con­
siderar tan intangibles como nuestros antepasados consideraban la posición
central de la Tierra y los actos especiales de la creación.
Es una desgracia que la teología tenga que arremeter de frente en cuan­
to se anuncia el menor cambio. Escribe W hitehead4B:
Jamás recobrará la religión el prestigio de que gozó antaño hasta que aprenda
a abordar los cambios con el mismo espíritu cotí que los aborda la ciencia. Por
muy eternos que pulttan ser sus principios, su expresión humana requiere un
desarrollo constante... El pensamiento religioso va afinando cada vez más la
exactitud de sus expresiones, despojándolas de simbolismos accidentales; la inter­
acción producida recíprocamente entre la religión y la ciencia constituye un factor
importante en la promoción de este desarrollo.

La ciencia se ha mostrado más reacia en acercarse a la teología—in­


cluso por largo tiempo parecía acorralar a la filosofía en el determinismo
mecanicista— . Además, el determinismo del siglo xix, influido por las ideas
predominantes sobre el «progreso» incontenible de la humanidad, mostró
cierto optimismo un tanto superficial; en cambio, como contrapartida, el
siglo xx es francamente pesimista. Véase lo que escribe Lord Russell49:
Hay todo un cúmulo de cosas que, si no caen fuera de toda posible discusión,
por lo menos están tan rayanas a la certeza que ninguna filosofía que las rechace
puede tener esperanzas de subsistir. Tales son las siguientes proposiciones: que
el hombre es el producto de causas que no tenían idea de lo que pretendían
hacer; que su origen y su desarrollo, sus esperanzas y sus temores, sus amores y
sus creencias, no son más que el resultado de disposiciones accidentales de los

47 R. G. Collingwood, Speculum Mentís, pág. 148.


“ A. N. W hitehead, Science and the Modern World, Cambridge, 1927, pági­
nas 234, 236.
w Mysticism and Logic, pág. 47.
522 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

átomos; que ningún entusiasmo, ningún heroísmo, ninguna fuerza de pensamiento


ni de sentimiento son capaces de prolongar la vida del individuo más allá del
sepulcro; que todos los trabajos de todas las generaciones, toda la devoción y
consagración, toda la inspiración, toda la brillantez meridiana del genio humano
están destinadas a extinguirse en la inmensa muerte del sistema solar, y que el
majestuoso templo de las realizaciones humanas quedará sepultado inevitablemente
bajo los escombros de un universo en ruinas.

Por otra parte, este mismo pesimismo determinista acrecienta la impor­


tancia de la religión a los ojos de los que aún admiten su validez. Nada
más fácil que aducir citas de toda una legión de teólogos ortodoxos. Pero,
como sólo nos ocupamos de los aspectos del pensamiento científico, vamos
a apelar a otro gran matemático de mentalidad filosófica. Escribe Whi-
tehead 50:
El hecho mismo de la visión religiosa y la historia de su constante expansión
son la base de nuestro optimismo. Fuera de ella la vida humana se reduce a una
ráfaga fugaz de algún que otro gozo ocasional alumbrando el fondo de penas y
miserias, el sueño de una experiencia transitoria.

Por su parte, algunos filósofos, como Eddington, creen que con haberse
comprendido mejor la teoría del conocimiento y las últimas adquisiciones
en el campo de la física fundamental, se ha cuarteado la base que encon­
traba el deterninismo filosófico en la ciencia.
Sea de esto lo que fuere, los hombres empiezan a ver con mayor cla­
ridad lo mismo la fuerza de la ciencia que sus limitaciones. Puede ser que
la ciencia sea intrínsecamente determinista—salva la excepción posible de
la teoría atómica y de la mecánica cuántica— . Pero eso es porque esen­
cialmente se ocupa de los fenómenos regulares de la naturaleza, y sólo
puede trabajar donde halla regularidad. En muchas páginas de este libro
hemos tenido oportunidad de insistir en que los conceptos de la ciencia
son sólo esquemas, no realidades. Permítaseme esta nueva cita de Ed­
dington;
Generalmente se reconoce el carácter simbólico de las entidades de la física;
hoy día se formulan los esquemas de la física, de forma que se vea casi a simple
vista que sólo representan aspectos parciales de algo más vasto... El problema del
mundo científico forma parte de un problema más amplio; el problema de la
experiencia en toda su amplitud... Todos sabemos que hay zonas del espíritu
humano inaccesibles al mundo de la física. En el sentido místico de la creación
que nos circunda, en las expresiones del arte, en el anhelo hacia Dios, el alma
se eleva, encontrando en ello la culminación de algo que lleva grabado en su
naturaleza... Tanto en las exploraciones intelectuales de la ciencia como en las
exploraciones místicas del espíritu, la luz alumbra nuestro camino y a sus ecos
responde el sentido de finalidad vibrante en nuestra naturaleza. ¿No podemos
dejarlo estar así? ¿Es necesario realmente introducir el cómodo término “rea­
lidad” ?

Nos han dado tan buenos resultados nuestros esquemas científicos de


la naturaleza que nos han inspirado creciente confianza para creer que la
50 W h ite h e a d , loe. cit., pág. 238.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE R SPEC T IV A S 523

realidad tiene que ser algo así como ellos nos la pintan. Pero no pasan de
ser esquemas o modelos, que además sólo pueden estudiarse por secciones
y cortados a medida de nuestra mentalidad. Mirado mecánicamente, el
hombre es naturalmente una máquina, pero mirado espiritualmente puede
seguir siendo una mente racional y un alma viviente. La ciencia, consciente
de su auténtico alcance, no intenta ya sujetar el espíritu humano con las
cadenas de las leyes naturales, sino que lo deja volar libremente al con­
tacto con lo Divino, según el instinto y la luz de su conciencia.
El reseñar las reacciones que han provocado los conocimientos moder­
nos en los sistemas teológicos y en las Iglesias que los mantienen como
dogmas tiene ya menos interés fundamental que los problemas implicados
en las cuestiones mucho más profundas sobre la realidad y la religión, de
que nos hemos ocupado. El entrar en esas otras controversias de orden
práctico y activo se sale tal vez del ámbito propio de este libro. Sin em­
bargo, nos fue imposible silenciarlas al estudiar los tiempos pasados, y acaso
podamos añadir una palabra con respecto al presente y al futuro sin
ofensa de nadie, aunque tal vez sea imposible evitar en absoluto cierto
tinte de parcialidad nacido de la propia opinión o convicción.
La gran extensión que han alcanzado no sólo los conocimientos cientí­
ficos, sino las mismas mentalidades científicas, las cuales, aunque más bien
favorecen la religión en'lo que tiene ésta de fundamental, están en pugna
con la actitud mental de ciertos sectores religiosos, ha contribuido en gran
parte a aumentar la desbandada de los fieles de las Iglesias cristianas orga­
nizadas—una desbandada característica de la época presente— . Un número
creciente de personas de mentalidad crítica y de mentalidad despreocu­
pada no quieren sabwr nada de las Iglesias, dejando en ellas a los que por
una razón o por otra aceptan las doctrinas tradicionales literalmente y con
todo fervor de corazón. Entretanto los menos dotados intelectualmente y
los menos instruidos, que constituyen mayoría en cualquier sector de la
comunidad, adquieren cada vez más fuerza, tanto en el rango eclesiástico
como en el civil, con el consiguiente aumento de autogobierno y de repre­
sentación popular51. Así va engrosando cumulativamente la bola de nieve
de la segregación, separando cada vez más a los hombres de distintas ideas,
incluso en los países anglosajones, donde hasta ahora no se habían tra­
zado las líneas divisorias con el rigor extremado con que las habían mar­
cado las naciones en que predomina el catolicismo romano. Cuando uno
intenta conciliar el pensamiento teológico con los conocimientos modernos
se ve combatido por ambos flancos: «¿Qué tienen que ver los conoci­
mientos modernos y la crítica con la fe revelada en otro tiempo a los
santos?», pregunta un anglocatólico prominente. «¿Cómo se atreven a lla­
marse cristianos y pretender profesar la religión unos hombres que inter­
pretan en sentido simbólico parte de su credo?», preguntan a una voz los
51 Sobre el efecto que produjo en Holanda un régimen de gobierno eclesiás­
tico más democrático al favorecer el “fundamentalismo” a expensas del “moder­
nismo”, véase K i r s o p p L a k e , The Religión of Yesterday and Tomorrow, 1925, pá­
gina 63.
524 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

«conservadores» y los descreídos. Por eso los «modernistas» que intentan


la conciliación encuentran que esa es una tarea tan difícil como ingrata.
Pero existe otro procedimiento para combinar la libertad necesaria de
pensamiento con el reconocimiento de las aspiraciones religiosas del hom­
bre. Es posible aceptar las bases fundamentales de la ciencia y de la religión,
encarnadas en la forma que a cada uno le resulte natural, y confiar pacien­
temente en que el tiempo vaya resolviendo las discrepancias. Esta actitud,
que es la que adopta consciente o inconscientemente más gente de lo que
generalmente se cree, puede defenderse en el terreno de la lógica y de la
historia. La antropología y la psicología recientes nos enseñan que el rito
y el ceremonial son anteriores y más esenciales que el dogma, y que además
poseen más valores espirituales. A la luz de esta teoría, cuando una Iglesia
posee una liturgia digna y seria no tiene que preocuparse excesivamente
por las doctrinas exactas implicadas en esa liturgia. Lentamente, y siempre
con cierto retraso, se van amoldando a la mentalidad cambiante de las
generaciones sucesivas. La historia nos suministra abundantes pruebas y
ejemplos que legitiman esa actitud expectante frente a las divergencias
existentes entre la teología, aun la más liberal, y las otras ramas del saber
—esa actitud expectante tan característica del genio inglés— . Entretanto,
y por lo que se refiere a la misma liturgia, podemos seguir perfectamente
el consejo autorizado de «mantenemos en el justo medio entre la excesiva
rigidez y la excesiva facilidad en rechazar o admitir cualquier variación».
Por cierto que desde este punto de vista el pueblo inglés es «bendito entre
las naciones»: por una parte, cada individuo es libre de adorar como le
parezca bien, y, por otra, la Iglesia de Inglaterra mantiene ese orden his­
tórico y esa dignidad ceremonial, y ese puesto tradicional dentro de la es­
tructura estatal, que tan necesario resulta para mantener a la religión en con­
tacto orgánico con la totalidad de la vida. Por su misma constitución es
impotente para imponer la uniformidad, y así debe hacer sitio dentro de
su seno para católicos, protestantes, modernistas y agnósticos de sentimien­
tos religiosos. Hay quien ve en esta «comprensividad» la marca de la debi­
lidad; otros creen ver en ella la salvaguardia suprema de la libertad reli­
giosa.
No faltan señales de peligro en las perspectivas científicas y religiosas.
Ciertos brotes de «fundamentalismo» o conservadurismo radical aparecidos
en América—como el de querer suprimir la enseñanza de la evolución en
los centros docentes—y el recrudecimiento de un medievalismo artificial
en Inglaterra, se ven contrarrestados por las persecuciones religiosas desen­
cadenadas en otros países de Europa, con la consiguiente supresión de la
libertad de pensamiento y de expresión. Incluso en otras partes hay sectores
del público que prorrumpen de cuando en cuando en claros accesos de odio
contra la ciencia como tal. De hecho, podemos decir que «los muchos»
—que son incapaces de suspender el juicio por más que falten pruebas feha­
cientes sobre que fundarlo—sienten alergia contra esa actitud mental cien­
tífica, equilibrada, desapasionada. Semejantes peligros pueden ir en aumento
si el mundo se acostumbra a guiarse más por la emoción que por la razón.
LA FILO SO FIA C IE N T IFIC A Y SUS PE RSPEC TIV A S 525

Aun descartando la ignorancia y los prejuicios, subsisten divergencias


de opinión perfectamente honradas y comprensibles. A veces los teólogos y
los eruditos en el campo de las letras clásicas se figuran que los científicos
se entretienen con hechos menudos y con problemas triviales, abordándolos
además de una manera totalmente superficial. En cambio, los filósofos y
científicos, si no penetran las verdades de fondo y se fijan sólo en ciertas
interpretaciones literales, se imaginan, como decía Hume, que «la teología
popular siente apetito desordenado por lo absurdo». También aquí viene el
método histórico a enseñarnos a ver a través de las trivialidades superfi­
ciales y a adivinar Jos profundos secretos que puede ocultar la naturaleza
en los movimintos de la aguja de un galvanómetro o en los puntitos mar­
cados en las alas de una mariposa, y a seguir y respetar los tanteos del alma
humana por encontrar la religión verdadera en el exclusivismo de la Iglesia
Católica o en las creencias increíbles de los «fundamentarías»; Tout
comprendre, c’est tout pardonner.
A despecho de la ignorancia, de la estulticia y de la pasión, el método
científico ha ido conquistando bastión tras bastión desde los tiempos de
Galileo. Desde la mecánica se lanzó a la física, de la física a la biología
y de la biología hasta la psicología, donde lentamente se va adaptando a
un terreno que le resulta poco familiar. No parece puedan ponerse límites
a la investigación, pufes, como se ha dicho con toda razón y verdad, cuan­
to más se amplía la esfera de nuestros conocimientos, más superficie de
contacto tenemos con lo desconocido.
Los físicos que manejan los conceptos primordiales tuvieron siempre
una conciencia más viva de estas «tinieblas exteriores». Los biólogos se
inclinaban a imaginar que cada vez que se podía describir un fenómeno
en términos físicos, de materia, fuerza, energía o con cualquier otra expre­
sión entonces en uso, se había descubierto una explicación última. Los fí­
sicos saben que ese no es más que el principio de las dificultades que plantea
la interpretación. Los biólogos hacen bien en reducir sus problemas a tér­
minos físicos, siempre que ello es posible; pero sin olvidar que la bio­
logía tiene su unidad fundamental específica. Whitehead» puso de relieve
la importancia filosófica que tiene tanto en física como en química el con­
cepto de organismo, que antiguamente se empleaba en historia natural y
más recientemente en el estudio de la evolución. El organismo es la unidad
biológica; pero dado que está condicionado por leyes - físicas y químicas,
debemos seguir examinándolo también nosotros analíticamente y expresar
sus actividades en términos físicos, siempre que lo permita el caso.
Entretanto, la ciencia física, al mismo tiempo que se muestra ahora
más consciente que nunca de los misterios latentes bajo sus c o n ce p to s úl­
timos, cada día se siente también más segura de la fuerza que posee den­
tro de sus propios dominios. A veces, en el ardor de la juventud ganosa
de aventuras, se lanza a la conquista de nuevos campos, sin darse tiempo
a poner en orden los territorios recién adquiridos. Luego se produce una
gran síntesis de los diferentes ramos del saber, como la síntesis que parece
estar a punto de brotar en nuestros días, y con ella se concilian las ideas
526 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

dispares y surge la unidad del fondo del caos. De esta manera la ciencia
física va ampliando constantemente nuestros conocimientos sobre los fenó­
menos del mundo natural y sobre las relaciones existentes entre los con­
ceptos, inmediatos o últimos, que utilizamos para interpretar esos fenóme­
nos. En las tierras recién conquistadas va levantando más templos para
la mente humana; pero también, a fuerza de profundizar en las excava­
ciones, da la impresión a los ojos de la presente generación de haber mi­
nado o al menos puesto al descubierto sus cimientos, y de haber tocado
el fondo desconocido latente bajo ellos, el cual presenta forzosamente un
carácter diferente del de la superestructura. Como dijo Newton, «el come­
tido de la filosofía natural consiste en deducir conclusiones de los fenó­
menos... y en deducir las causas por sus efectos, hasta llegar a la causa
realmente última, la cual ciertamente no es mecánica». En los electrones,
grupos ondulatorios y cuantos tocamos ideas que ciertamente tampoco
son mecánicas. Nos sentimos reacios a renunciar a un mecanismo con­
ceptual familiar que por espacio de dos siglos y medio logró interpretar
la estructura del mundo natural con éxito tan pasmoso. Dentro de sus
propios dominios la ciencia continuará utilizando ese mecanicismo para
seguir promoviendo el dominio del hombre sobre la naturaleza y para
lograr perspectivas aún más amplias e intuiciones más penetrantes en
la maravillosa complejidad de las interrelaciones existentes entre los fenó­
menos naturales. Es posible que lleguen a superarse las dificultades ac­
tuales y que los físicos lleguen a elaborar un nuevo esquema atómico que
satisfaga a la razón durante algún tiempo. Pero tarde o temprano fallarán
todos los mecanicismos inteligibles y nos encontraremos cara a cara con
el tremendo misterio de la «realidad».
APENDICE
por
I . B ernard C ohén

A través de las páginas de esta Historia de la Ciencia de Sir William


Cecil Dampier ha desfilado toda una generación de científicos e investi­
gadores de la historia de la ciencia, contribuyendo a formar el amplio
panorama del desarrollo científico. En unos tiempos en que las historias
de la ciencia tenían marcada tendencia a convertirse demasiadas veces en
meros catálogos de nombres y fechas, este libro tuvo el acierto de trans­
mitirnos la emoción de esas aventuras intelectuales al poner de relieve
las relaciones entre la ciencia, por una parte, y la filosofía y la religión,
por otra. Más de un lector recordará por mucho tiempo los relatos tan
vibrantes con que nosjjace vivir Dampier temas como: Los tiempos de
Newton, El amanecer de la nueva época o La ciencia y la filosofía en
el siglo xix.
Cuando Dampier dio a la estampa la primera edición de este su libro
en 1929 apenas existía la historia de la ciencia como disciplina acadé­
mica. Al lanzar la tercera reimpresión en 1942 hufco de llamar la aten­
ción, como lo hizo Un el prólogo, sobre la necesidad de revisar su tra­
bajo, necesidad derivada de dos circunstancias independientes: los descu­
brimientos científicos realizados durante el decenio 1930-1940 y los pro­
gresos de «la misma historia de la ciencia, convertida en tema recono­
cido de estudio, y gracias a la cual la investigación sistemática ha arro­
jado nueva luz sobre el pasado». En la cuarta y última edición, de 1948,
los principales retoques se redujeron a la disposición y presentación de
la materia, con el consiguiente resultado de que en ciertos detalles y
puntos de interpretación la obra de Dampier no* está plenamente al día
ni dentro de las corrientes del pensamiento científico actual. Así, por
ejemplo, habrá observado el lector que se alude en este libro al «hombre
de Piltdown», que se sabe fue un fraude, como se demostró no hace
mucho. La presentación que hace de las ciencias exactas de Egipto y Me-
sopotamia—anteriores a la griega—y de la mecánica en la Europa de la
Alta Edad Media no reflejan los resultados emocionantes de las investiga­
ciones realmente eficaces que se están realizando actualmente en esos cam­
pos. Tampoco menciona el autor el emocionante descubrimiento relativo
a la obra de Ibn al-Nafis, del siglo xm , sobre la circulación de la sangre.
Los lectores encontrarán que fundamentalmente la presentación de los
temas que les ofrece este libro continúa siendo tan valiosa hoy como lo
528 H ISTORIA DE LA CIENCIA

fue en las generaciones anteriores, y, por su parte, los profesores y alum­


nos de la asignatura disfrutarán leyendo la exposición magistral de los
episodios principales de la historia de la ciencia desde sus comienzos hasta
casi el momento actual. Para que todos cuantos estudian la materia puedan
hacer por sí mismos los retoques más esenciales que impone el avance cons­
tante de la investigación en esta asignatura que tanto interés ha desper­
tado en tantos colegios y universidades, he querido facilitarles la siguiente
lista de libros de consulta, que divido en dos series: en la primera figuran
libros de orientación e instrumentos bibliográficos para iniciar al lector en
la investigación y para indicarle la forma de mantenerse al corriente de los
nuevos trabajos realizados en la historia de la ciencia. En la segunda
incluyo los principales artículos y libros de tipo general, primordialmente
en inglés, que estimo necesarios para orientar al lector sobre los descubri­
mientos recientes y los nuevos puntos de vista que presenta hoy dicha
disciplina; añado además exposiciones o ensayos selectos, especializados,
por si alguno desea estudiar a fondo tal o cual episodio significativo.
Dado el objetivo que me propongo en este apéndice, de ninguna ma­
nera debe considerarse como señal de que me merezca menos aprecio el
valor intrínseco de una obra el hecho de que no figure en este listín:
su omisión puede deberse a que la considero demasiado especializada para
el lector corriente, o a la dificultad de hacerse con ella o consultarla, o
también porque en gran parte he querido incluir libros preferentemente
ingleses o escritos en inglés. Naturalmente, otros historiadores de la ciencia
harían una selección distinta de la mía, aunque siempre habría algunas obras
que no podrían faltar de ninguna lista. En todo caso creo no equivocarme
al pensar que casi todos los historiadores de la ciencia convendrán en
que en este listín que ofrezco al lector están representadas las principales
tendencias de la historia de la ciencia durante los dos últimos decenios.

O B R A S D E O R IE N T A C IO N Y B IB L IO G R A F IC A S: O B R A S G E N E R A L E S

El instrumento bibliográfico principal para la historia de la ciencia lo


constituye la serie de bibliografías críticas que ahora publica Isis anual­
mente: An International Review devoted to the History of Science and
its Cultural influences (revista oficial, trimestral, de la History of Science
Society). Las primeras 79 Bibliografías Críticas fueron editadas por George
Sarton entre 1913 y 1953; los números 80-84 fueron preparados por
I. Bernard Cohén, y aparecieron entre 1955 y 1959; ahora Harry Woolf
está preparando y se encarga de editar los números 85 y siguientes. Estas
bibliografías incluyen títulos de libros, folletos y artículos de revistas es­
critos en cualquiera de las lenguas más corrientes, y van clasificados por
temas y por períodos históricos.
He aquí ahora algunas de las principales «guías» u obras de orienta­
ción sobre el tema:
APENDICE 529

G eorge Sarton : H orus: A G uide ío th e H isto ry o f Science: A F irst G uide


fo r th e S tu d y o f th e H isto ry o f Science, w ith ¡n tro d u cto ry E ssays on
S cien ce and T radition (Waltham, Mass., Chronica Botanica Company,
1952).
A continuación de tres ensayos preliminares presenta el autor sus
listas de libros—generalmente excluye los artículos de revistas—, dan­
do preferencia a las obras en inglés, y otras informaciones, clasifica­
das bajo los siguientes epígrafes principales: A, H istory; B, Science
—-en el que incluye métodos científicos, catálogos de literatura cien­
tífica, folletos y revistas y materias parecidas— ; C, H isto ry o f Science
—en donde incluye también los libros principales de consulta sobre
la historia de la ciencia, instrumentos científicos, historia de la cien­
cia en países especiales, historia de ciencias especiales, revistas y co­
lecciones referentes a la historia y a la filosofía de la ciencia— ; D,
O rganization o f th e S tu d y and Teaching o f th e H isto ry o f Science.
Una versión anterior más breve, titulada T h e S tu d y o f th e H isto ry o f
Science, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1936, volvió a reimprimirse
en Dover Publications, junto con la obra de Sarton T h e S tu d y o f the
H isto ry o f M ath em atics, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1936.
H enry G uerlac , Science in W estern C ivilization: A Syüabus, New York,
The Ronald Press, 1952.
Es el esquema de un curso de 92 conferencias, seguida cada una de
una serie de lecturas indicadas, más un suplemento de referencias gene­
rales.
F. Russo, H ¡sitare des sciences e t des techniques: bibliographie, París,
Hermann et Cié, 1954.
Bibliografía clasificada: incluye libros y artículos de revistas en
todas las lenguas más corrientes—pero preferentemente obras o tra­
ducciones en francés^. No falta algún que otro intento por apuntar
algunas ediciones originales y traducciones o reimpresiones de ciertas
figuras científicas más destacadas—sobre todo de la Edad Media y de
los siglos Ift'i-xviii y xix-xx— ; a ellas se añade una selección de obras
secundarias relativas a cada una de esas figuras.
W alter A rtelt , In d e x zu r G eschichte der M ed izin , N aturw issenschaft und
T ech n ik, Erster Band, München und Berlin, Urban und Schwarzen-
berg, 1953.
Este primer volumen contiene dos bibliografías principales, cada
una de las cuales abarca el período de 1945-48: una sobre la historia
de la medicina y otra sobre la historia de la ciencia, las cuales se
subdividen a su vez en historia de la medicina, de la odontología, de
la farmacia y en historia de las ciencias exactas y tecnología, y de la
biología. Cada una de estas subdivisiones generales se ramifican aún
más por temas y por períodos cronológicos. Comprende libros, artícu­
los y folletos en las lenguas de más circulación. Editado y publicado
"im Auftrag der Deutschen Vereinigung für Geschichte der Medizin,
Naturwissenschaft und Technik, unter Mitwirkung von Johannes Steu-
del, Wily Hartner und Otto Mahr” ; está a punto de aparecer el se­
gundo volumen, que abarca el período de 1949-56.

Existen otras varias publicaciones sumamente útiles. El Current Work


in the History of Medicine es un boletín bibliográfico publicado trimes­
tralmente por The Wellcome Historical Medical Museum, de Londres, y
contiene títulos de la historia general de la ciencia a título de auxiliar
de la historia de la medicina; lo mismo hace el listín anual que aparece
en el Bulletin of the History of Medicine, publicado por el Institute of
530 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

the History of Medicine en la Johns Hopkins University. También puede en­


contrarse material histórico en las revistas informativas de las diferentes
disciplinas científicas, como la Mathematical Reviews, de la American Ma-
thematical Society; Zentralblatt für Mathematik und ihre Grenzgebiete, de
la Deutsche Akademie der Wissenschaften zu Berlín; Biological Abstracts,
etcétera.
Merecen especial atención las publicaciones bibliográficas del Centre
de Documentation du Centre National de la Recherche Scientifique, de Pa­
rís, en primer lugar el Bulletin Signalétique para cada una de las ramas
principales del saber—en el que aparecen bajo cada ciencia distinta los
títulos de algunos libros y artículos históricos— ; en concreto, el Bulletin
Signalétique—primero se llamó Bulletin Analytique—, dedicado a la Philo-
sophie, contiene una subdivisión titulada: «Histoire des Sciences et des
Techniques».
Los lectores a quienes interesen los aspectos más generales de la his­
toria de la ciencia pueden consultar, si así lo desean, un volumen en que
se recoge una serie de artículos tomados del Journal of the History of
Ideas:
P h il ip P. W ien er and A aron N oland , eds., Roots of Scientific Thought,
a Cultural Perspective, New York, Basic Books, 1957.
Entre las colaboraciones incluidas en este volumen figuran las de
John Hermán Randall, jr., sobre "Scientific method in tbe school of
Padua” ; la de Alexandre Koyré, sobre “Galileo and Plato” ; la de
Ernest A. Moody, sobre ‘‘Galileo and Avempace: dinamics of the Lear-
ning Tower Experiment” (sólo la mitad); la de Majorie Nicolson, so­
bre “Kepler, the S o m n iu m and John Donne” ; la de Ludwig Edelstein,
sobre “Recent trends in t h e interpretation of ancient Science” , y la de
Bernard Cohén, sobre “Some recent books on the history of S cience” .

Hay otro estudio magistral de un tipo totalmente diferente que ilustra


muchas facetas de la historia del pensamiento científico desde la antigüe­
dad hasta fines del siglo xvn, pero que sólo existe en el original holandés
y en una traducción alemana—si bien está ya preparada una versión in­
glesa— :
ins Deutsche über-
E . J. D ijk s t e r h u is , D ie M echanisierung des W eltbild es,
tragen von H. Habicht, Berlín-Gottinger-Heidelberg, Springer-Verlag,
1956.

He aquí otras dos obras de gran envergadura, una de ellas completa


ya y otra en curso de publicación; ambas se emprendieron después de
preparadas las tres «guías» mencionadas anteriormente, y debe conocerlas
todo el que esté interesado en la historia de la ciencia:
C harles Singer , E. J. H olmyard, A. R. H all and T revor I. W illiam s ,
A History of Technology, 5 vols., Oxford, Clarendon Press, 1954-58.
Contiene capítulos escritos por especialistas sobre cada uno de los
aspectos importantes del tema, con breves bibliografías. Volumen I:
Desde los tiempos primitivos hasta la caída de los antiguos imperios;
APENDICE 531
volumen II: Las civilizaciones mediterráneas y la Edad Media—desde
el 700 a. de C. hasta el 1500 de nuestra era aproximadamente— ; vo­
lumen III: Pesde el Renacimiento hasta la revolución industrial—de
1500 a 1750, siempre fechas aproximadas— ; volumen IV: La revolu­
ción industrial—de 1750 hasta 1850, aproximadamente— ; volumen V:
Segunda mitad del siglo xix—de 1850 a 1900, aproximadamente—.
Jo s e p h N eedham , con la colaboración de W a n g Ling, Science and Civiliza-
tion in China (el proyecto abarca 7 vols; para 1960 iban publicados
tres): Cambridge, University Press, 1954-59.
Los dos primeros volúmenes son de tipo introductorio; el tercero
aborda algunas ciencias particulares: las matemáticas y las ciencias
de los cielos y de la tierra.

LECTURAS PARA EL CAPITULO 1: LA CIENCIA EN EL MUNDO ANTIGUO

Para el lector corriente la mejor introducción referente a los resultados


de la investigación sobre las matemáticas y la astronomía de la antigua
Mesopotamia y Egipto es:
O. N eugebauer , "Ancient Mathematics and Astronomy”, cap. 31, páginas
785-803, del vol. I de A History of Technology, eds. C. Singer et al.
(citado antes).

La base de este libro'es otro compendio más detallado del mismo autor
enriquecido de bibliografía y de notas importantes:
O. N eugebauer , The Exact Sciences in Antiquity, Copenhague, Ejnar
Muksgaard, 1951, publicado también por Oxford Univ. Press y Prin-
ceton Univ. Press; ed. revisada por Providence, R. I., Brown Univ.
Press, 195%»

Tenemos una historia de las matemáticas en Egipto, Babilonia y Gre­


cia, maravillosamente escrita en:
B. L. V an der W aerden , Science Awakening, trad. inglesa por Arnold
Dresden, Groningen: Holanda, P. Noordhoff, Ltd., 1954.

Pueden encontrarse nuevas ideas sobre la medicina primitiva y antigua


en:
J. B. de C. M. Saunders, The Transition from Egyptian to Greek Medi­
cine, Lawrence, Univ. of Kansas Press, en prensa.
Chauncey D. Leake, The Oíd Egyptian Medical Papyri, Lawrence, Univ.
of Kansas Press, 1952.
H enry E. S ig e r ist , A History o f Medicine, vol. I, Primitive and Archaic
Medicine, New York, Oxford Univ. Press, 1951.
Dedica secciones a Egipto y Mesopotamia.

Puede verse una panorámica general de la ciencia y cultura antiguas


en:
G eorge S arton, A History o f Science, vol. I, Ancient Science through the
golden age of Greece, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1952; vol. II,
532 HISTORIA DE LA CIENCIA

H ellen istic Science a n d cu ltu re in the last three centuries befare C.,
Cambridge, Harvard Univ. Press, 1959.

Puede hallarse una teseña de los principales rasgos de la ciencia griega


y una valiosa exposición sobre la ciencia de la baja antigüedad en:
M arshall C lagett , C reek S cien ce in A n tiq u ity , New York, Abelard-
Schuman, 1955.

He aquí dos colecciones U tilísim as de material o rig in a l:


M. R. C o h é n and I. E. D ra b k in , Source B ook in C reek Science, ed. revi­
sada, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1958.
Una colección de extractos en inglés, ilustrados con notas, clasifica­
dos en varias categorías temáticas y dispuestos por orden cronológico
dentro de cada tema.
G. S. K irk and J. E. R a v e n , T h e Presocratic Philosophers, Cambridge,
Univ. Press, 1957.
Contiene textos en griego con su traducción en inglés y comenta­
rios históricos y exegéticos.

Los siguientes escritos ofrecen dos concepciones intrigantes de ciertos


aspectos de la ciencia griega:
O w se i T emkin , “Greek Medicine as Science and Craft”, ¡sis, 44, 1953,
213-215.
Londres, Routledge and
S . S am bursky , T h e P hysical W o rld o f the G reeks,
Kegan Paul, New York, The Macmillan Co., 1956.

Ideas sobre la prehistoria de la ciencia y sobre aspectos generales de


la cultura pregriega en:
V. G ordon C hilde , T h e P rehistory o f E uropean Society, Harmondsworth,
Middlesex, Penguin Books, 1958.
V. G ordon C h il p e , M an M a kes H im self, ed. revisada, L ondres, W atts,
1941.
K hnneth P. O akley , M an th e T ool-m áker, 2.* ed., Londres, British Mu-
seum (Natural History), 1950; reimpreso por la Univ. of Chicago Press.
H enri F rankfort , T h e B irth o f C ivilization in th e N ear E ast, Blooming -
ton, Indiana Univ. Press, 1951; reimpreso por Doubbleday Anchor
Books.
H e n r i F r a n k fo r t ex al., T h e in telectu a l A d v e n tu re of A n c ie n t M an, Chica­
go, Univer. of Chicago Press, 1946; reimpreso por Penguin Books.

L E C T U R A S P A R A E L C A P IT U L O II: E D A D M E D IA

Aunque se ha hecho mucha e importante labor de investigación, no


hay obras generales recientes sobre la ciencia islámica que sepan presen­
tar las nuevas adquisiciones al lector no especializado al nivel de la
obra de:
M ax M eyerhof , “Science and Medicine”, págs. 311-55 de Legacy o f Islam ,
ed. por Sir Thomas Arnold & Alfred Guillaume, Oxford, Clarendon
Press, 1931.
APENDICE 533

Algunas muestras de la literatura monográfica reciente sobre la ciencia


islámica:
A ydin Sayili , T h e O bservatory in Islam , and its Place in th e General
H isto ry o f th e O bservatory, Ankara, Publicaciones de la Sociedad Tur­
ca de la Historia, 1960.
E. S. K ennedy , T h e P lanetary E quatorium o f ¡am shid G hiyath al-D in al-
K ashi, traducido y comentado, Princeton, Princeton Univer. Press,
1960.
M ax M eyerhof , “Ibn al-Nafis (XlIIth cent.) and his theory of the lesser
circulation”, ¡sis, 23, 1935, 100-20; Jo se ph Schacht , "Ibn al-Nafis,
Servetus and Colombo” , A l-A n d a lu s: R e v ista d e las Escuelas d e E stu ­
dio s A ra b es d e M a d rid y Granada, 22, 1957, 317-31 (contiene una
guía completa de la literatura secundaria y un apéndice con textos
escogidos de Servet, Valverde y Colombo para ilustrar documental­
mente la posible transmisión de las ideas de Ibn al-Nafis a Occidente);
C harles D. O’M alley , “A Latin Translation of Ibn Nafis, 1547, re-
lated to the problem of the circulation of the blood”, págs. 716-20 del
volumen II de A c te s d u V llle Congrés In tern a tio n a l d 'H isto ire des
Sciences, Florencia-Milán, 3-9 septiembre 1956 (París, Hermann et
Cié, 1958).

Hasta ahora la mejor introducción al problema de la transmisión de


la ciencia y cultura greco-arábigas al Occidente sigue siendo:
C harles H omer H askins , Stu d ies in th e H isto ry o f M edieval Science,
2.* ed., Cambridge, Harvard Univ. Press, 1927.

Complementada con:
G eorge Sarton, In tro d u ctio n to th e H isto ry o f Science, 3 volúmenes
en 5, que'abarca desde Homero hasta fines del siglo xiv, Baltimore,
Williams and Wilkins, 1927-31-47.

L E C T U R A S A L C A P IT U L O III: E L R E N A C IM IE N T O

H erbert Bu tter fie ld , T h e O rigins o f M odern Science 1300-1800, Lon­


dres, G. Bell and Sons; Nueva York, The Macmillan Co., 1949; edi­
ción revisada, 1957.

Este libro presenta de una manera brillante importantes aspectos de


ciertos puntos de vista nuevos sobre la ciencia del Renacimiento en ge­
neral. Otra presentación nos la ofrece:
A. R . H a l l , "The Scientific Revolution 1 5 0 0 - 1 8 0 0 , The Formation of the
Modern Scientific Attitude”, Londres, Longmans, Green and Co., 1 9 5 4 ;
Boston, The Beacon Press, 1 9 5 6 .

Puede consultarse también:


A. R. H all , "The Scholar and the Craftsman in the Scientific Revolu­
tion”, págs. 3-32, en C ritical P roblem s in th e H isto r y o f Science, edi­
tado por Marshall Clagett (citado anteriormente); G iorgio de S anti-
llana , “The Role of Art in the Scientific Renaissance”, ibíd., pági­
nas 33-78.
534 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

La obra siguiente es esencial para comprender las implicaciones de la


revolución científica lo mismo en el campo de la ciencia que en el de la
filosofía:
A lexandre K oyré, F roni th e C losed W orld to th e In fin ite U niverse, Bal­
timore, Johns Hopkins Press, 1957; reimpreso por Harper Torchbooks.

He aquí otros trabajos:


“The William Harvey Issue”, en Journal o f th e H isto ry o f M edicine and
A llie d Sciences, vol. 12, núm. 2 (abril 1957).
A ngus A rmitage , C opem icus, th e F o u n d er o f M odera A stro n o m y (New
York, London, Thomas Yoseloff, 1957).
M arie Boas, R o b e rt B oyle and S even tee n th -cen tu ry C hem istry (Cam­
bridge, University Press, 1958).
M ax Caspar , K epler, trad. y ed. por C. Doris Hellman (London, New
York, Abelard-Schuman, 1959).
T homas S. K uhn , T h e C opem ican R e v o lu tio n (Cambridge, Harvard Univ.
Press, 1957; reimpreso por Modera Library Paperbacks).
O ystein O r e , Cardano, th e G am bling Scholar (Princeton, Princeton Univ.
Press, 1953).
C harles E. R aven, E nglish N aturalists fro m N e cka m to R o y (Cambrid­
ge, University Press, 1947); John R ay, N aturálist: his L ife an d W orks
(Cambridge, University Press, 1942).
E dward R osen , T h e N am ing o f th e Telescope (New York, Henry Schu-
man, 1947).
G iorgio d e Santillana , T h e C rim e o f C alileo (Chicago, Univ. of Chica­
go Press, 1955).
J. F. Scott , T h e S cien tific W o rk o f R e n e D escartes (London, Taylor and
Francis, 1952).
R ichard S. W estfall , S cience a n d R eligión in S even tee n th -cen tu ry E n-
g land (New Haven, Yale Univ. Press, 1958).

Véase también:
C harles S inger and D orothea W aley S inger , “The Jewish Factor in
Medieval ThougM”, págs. 173-282, en T h e Legacy o f Israel, ed. por
Edwyn R. Bevan and Charles Singer, Oxford, Clarendon Press, 1927.

La siguiente obra presenta nuevos puntos de vista sobre la ciencia en


la Europa medieval:
A. C. C rombie , A u g m tin e to Galilea: T h e H isto ry o f Science A . D. 400-
1650, Londres, Falcon Books; Cambridge, Harvard Univ. Press, 1953.
Vuelve a publicarse una segunda edición revisada, 1959, bajo el
título M edieval a n d Early M o d e m Science, vol. 1, Science in the
Middle Ages: V-XIII centuries; vol. 2, Science in the later Middle
Ages and early Modera Times: XIII-XVII centuries, Doubleday An­
chor Books.

Esta obra puede completarse con la siguiente:


P aul V ignaux , P hilosophy in th e M id d le A ges: an In tro d u ctio n , tradu­
cida del francés por E. C. Hall, Nueva York, Meridian Books, 1959.
APENDICE 535

El siguiente trabajo nos ofrece un maravilloso resumen de las nociones


corrientes relativas al alcance de los adelantos realizados en estática y di­
námica durante la Edad Media:
E. I. D iik s t e r h u is , “The Origins of Classical Mechanics from Aristotle to
Newton”, págs. 163-96, en Critical Problems in the History of Science,
ed. por Marshall Clagett, Madison, Univ. of Wisconsin Press, 1959.

La siguiente presenta un análisis más detallado junto con los textos


más importantes en latín y en inglés:
M akshall C lagett , The Science of Mechanics in the Middle Ages, Ma­
dison, University of Wisconsin Press, 1959.

Para una presentación aprovechable de los aspectos técnicos de la as­


tronomía tolemaica y de ciertos adelantos medievales puede verse:
D erek J. P rice , The Equatorie of the Planetis, Cambridge, Univ. Press,
1955.

LECTURAS AL CAPITULO IV: EPOCA NEWTONIANA

En los dos últimos ^decenios ha aparecido una literatura copiosísima


sobre la vida y la obra de Newton y de su tiempo. Tenemos una guía bi­
bliográfica útil, aunque incompleta, en:
A Descriptive Catalogue of the Grace K. Babson Collection of the Works
of Sir Isaac Newton, and the Material Relating to Him in the Babson
Institute bibrary, Nueva York, Herbert Reichner, 1950. El mismo
Babson Institute publicó un Supplement en 1955.

Para un estudio de las características principales de la investigación


newtoniana desde la segunda guerra mundial puede verse:
I. B ernakd C ohén , “Newton in the Ligbt of Recent Scholarship”, Isis,
51, 1960.

La edición de la correspondencia de Newton publicada por la Royal


Society nos ofrece la nueva colección más importante del material funda­
mental sobre Newton. Hasta ahora han aparecido dos volúmenes:
H. W. T urnbull , ed., The Correspondence of Isaac Newton, vol. 1, 1661-
1675; vol. 2, 1676-1687, Cambridge, Univ. Press, 1959, 1960.

Para una biografía de fácil lectura:


E. N. da C. A ndrade, Sir Isaac Newton, “Brief Lives”, Londres, Collins,
1954; reimpresa por Doubleday Anchor Books.

He aquí algunos otros textos y estudios interpretativos:


S ir I saac N ew ton , Theólogical Manuscripts, ed. por H . McLachlan, Li­
verpool, Univ. Press, 1950.
536 HISTORIA DE LA CIENCIA

Sir I saac N ewton , O pticks, con un prólogo de Albert Einstein, una in­
troducción de Sir Edmund Whittaker, un prefacio de I. Bernard Co­
hén y un índice analítico preparado por Duane H, D. Roller, Nueva
York, Dover Publications, 1952.
I. B ernard C ohén y R obert E. Sc hofield , editores, Isaac N e w to n ’s Pa-
pers a n d L etters on N atural T heology, a n d R e la te d D ocum ents, con
prólogos aclaratorios escritos por Marie Boas, Charles Coulston Gil-
lispie, Thomas S. Kuhn y Perry Miller, Cambridge, Harvard Univ.
Press; Cambridge, Univ. Press, 1958.
E. N. da C. A ndrade, “Robert Hooke”, conferencia de Wilkins pronun­
ciada el 15 de diciembre de 1949, Proc. R o y. Soc. A , 201, 1950, pá­
ginas 439-73; “Newton and the Science of bis A ge” , P roc. R o y, Soc.
A , 181, 1943, 227-43.
A. E. B el l , C hristian H ygens and th e D evelo p m en t o f Science in th e
S e v e n te e n th C entury, Londres, Edward Arnold; Nueva York, Long-
mans Green, 1947.
I. B ernard C ohén , T h e B irth o f a N ew P hysics, Garden City, Nueva
York, Doubleday Anchar Books; Columbus, Ohio, Wesleyan Univ.
Press, 1960.
Sir John C raig , N e w to n a t th e M in t, Cambridge, University Press, 1 9 4 6 .
M a r g a r e t ’E s p i n a s s e , R o b e rt H o o ke, Londres, William Heinemann, 1 9 5 6 .
StR H aro ld H a r t l ey , ed„ N o te s and R eco rd s o f th e R o ya l S o ciety o f
L o ndon, núm. del tercer centenario, vol. 15, 1960.
Contiene un ensayo sobre los orígenes y fundación de la Royal
Society (por Douglas McKie), y estudios sobre el Rey Carlos II de
Inglaterra, “Fundator et Patronus” de la misma sociedad (por E. S. de
Beer) y sobre los siguientes Fellows fundadores: John Wilkins (por
E. J. Bowen y Sir H. Hartley), John Wallis (por J. F. Scott), Jonathan
Goddard (por W. S. C. Copeman), Sir William Petty (por Sir Irvine
Massey y A. J. Youngson), Thomas Willis (por Charles Symonds).
Sir Christopher Wren (por Sir John Summerson), “Wren the Mathe-
matician” (por Derek T. Whiteside), Laurence Rooke (por C. A. Ro-
nan), The Hon. Robert Boyle (por John F. Fulton), Robert Hooke
(por E. N. da C. Andrade), William, Viscount Brouncker (por J. F.
Scott y Sir H. Hartley), Sir Paul Neile (por C. A. Ronan y Sir H. H art­
ley), William Ball (por Angus Armitage), Abraham Hill (por R. E. W.
Maddison), Henry Oldenburg (por R. K. Bluhm), Sir Kenelm Digby
(por John F. Fulton), William Croone (por L. M. Payne, Leonard G.
Wilson y Sir H. Hartley), Elias Ashmole (por C. H. Josten), John
Evelyn (por E. S. de Beer), Sir Robert Moray (por D. C. Martin),
Alexander Bruce (por A. J. Youngson).
A lexandre K oyré, “The significance of the Newtonian synthesis”, A rc h i­
ves In tern a tionales d’H istoire d es Sciences, núm. 29 (1950), 291-311;
“A n Unpublished Letter of Robert Hooke to Isaac Newton”, Isis,
43 (1952), 312-37.
R obert K. M erton , “Puritanism, Pietism, and Science” , y “Science and
Economy of 17th-century England”, págs. 574-628. of Social T heory
a n d Social S tru c tu re (edición revisada y ampliada, Glencoe, Illinois,
The Free Press, 1957); basada en la monografía del autor que se ha
hecho clásica, “Science, Technology and Society in Seventeenth Cen­
tury England”, Osiris, 4 (parte 2) (1938), 360-632.
T h e R oyal Society , N e w to n T ercentenary C elebrations, 15-19 July 1946,
Cambridge, University Press, 1947.
Contiene conferencias, discursos y ponencias sobre varios aspec­
tos de la vida y obra de Newton por E. N. da C. Andrade, G. M. Tre-
velyan, Lord Keynes, J. Hadamard, S. I. Vavilov, N. Bohr, H. W. Turn-
bull, W. Adams, J. C. Hunsaker.
APENDICE 537
J. F. Scorr, The Mathematica] Work of John Wallis, Londres, Taylor
and Francis, 1938.
H. W. Tuknbull, The Mathematiccd Discoveries of Newton, Londres y
Glasgow, Blackie and Son, 1945.

LECTURAS AL CAPITULO V: SIGLO XV11I

En los estudios sobre la ciencia del siglo xvm se ha observado marca­


da tendencia hacia la monografía, y por supuesto se ha hecho mucha luz
en ciertos temas, como la obra científica de Lavoisier, la química en la
revolución industrial, la ciencia experimental newtoniana en el siglo xvm ,
la Ciencia y la Ilustración, los principios de la cooperación internacional,
la importancia de los instrumentos científicos, progreso experimental y
teórico en biología. En la lista siguiente incluyo algunos ejemplos repre­
sentativos de estas materias y de algunas otras:
J ohn R. Baker, Abraham Trembley, Scientist and Philosopher, Londres,
Edward Arnold, 1952.
G. R . de B eer , Sir Hans Sloane and the British Museum, Londres, Nueva
York, Oxford Univ. Press, 1953.
E. St. J ohn Brooks , Sir Hans Sloane: the Great Collector and his Circle,
Londres, The**Batchworth Press, 1954.
H . C. C ameron, Sir ¡oseph Banks, the Autocrat of the Philosophers 1744-
1820, Londres, The Batchworth Press, 1952.
C e n tr e I n t e r n a t i o n a l de S v n th é s e , V “Encyclopédie” et le progris des
sciences et des techniques, París, Presses Universitaires de France,
1952.
Es una colección de artículos publicados originalmente en Revue
(FHistaireóles Sciences et de leurs applications.
A hchibald and N an C low , The Chemicál Revolution: a Contribution to
Social Technology, Londres, The Batchworth Press, 1952.
Marca un hito en la literatura sobre las relaciones entre el descu­
brimiento científico y la tecnología.
I. B ernard C ohén , Franklin and Newton: an lnquiry into Speculative
Newtonian Experimental Science, and Franklin’s Work in Electricity
as an Example Thereof, Filadelfia, The American Philosophical So-
ciety, 1956; Memoirs of the American Philosophical Society, vol. 43.
M aurice D aumas, Lavoisier théoricien et expérimentateur, París, Presses
Universitaires de France, 1955.
M. Daumas está preparando la publicación de una colección im­
portante de trabajos en francés y en inglés sobre la revolución quí­
mica de la segunda mitad del siglo xvm. Esos trabajos fueron leídos
en un “coloquio” celebrado en París, en el Conservatoire Nationale
des Arts et Métiers, en septiembre de 1959.
M aurice D aumas, Les instruments identifiques aux X V lIe et X VllIe
siécles, París, Presses Universitaires de France, 1953.
Un estudio monumental de roturación, espléndida presentación,
60 láminas.
A l l a n F e r g u s o n (ed.), Natural Philosophy through the ISth Century and
Allied Tapies, Londres, Taylor and Francis, 1948. Número conmemo­
rativo del 150 aniversario de Philosophical Magazine.
N orah G ou rlie , The Prince of Botanists, Cari Linnceus, Londres, H. F.
and G. Witherby, 1953.
538 H ISTORIA DE LA CIENCIA

H en r y G u e r l a c : "Some French Antecedents of the Chemical Revolution”,


Chyrma, 5 (1959), 73-112; “The Origin of Lavoisier’s Work on Com­
bustión”, Archives Intemationales d’Histoire des Sciences, 12 (1959),
113-35. Cornell Univ. Press va a publicar pronto un volumen con es­
tos y otros estudios del profesor Guerlac sobre la revolución química.
K n u t H a g b e r g , Cari Linnaeus, trad. del sueco por Alan Blair, Londres,
lonathan Cape, 1952.
S ir P h i l i p J. H art o g , “The Newer Views of Priestley and Lavoisier”,
Annals of Science, S (1941), 1-56.
D o u g l a s M c K i e and N. H , d e V. H e a t h c o t e , “Cleghorn’s De igne (1779)
with Translation and Annotations”, Annals of Science, 14 (1958), 1-82.
Reimpreso en forma de libro en Londres, Taylor and Francis, 1960.
Es un importante suplemento del libro del mismo autor Discovery of
Specific and Latent Heats, Londres, Edward Arnold, 1935.
L eo n a rd M . M a rsa k , Remará de Fontenelle, the Idea o f Science in the
Enlightenment, Filadelfia, American Philosophical Society, 1959.
Bo r is N. M enshu tk in , Russia’s Lomonosov: Chemist, Courtier, Physicist,
Poet, trad. del ruso por Jeanette Eyre Thall y Edward J. Webster,
Princeton, Princeton Univ. Press, 1952.
J. R . P a r t in g to n and D o u g l a s M c K ie , “Historical Studies on the P h lo -
giston Theory”, Annals of Science, 2 (1937), 361-404; 3 (1938), 1-58,
337-71; 4 (1939), 113-49.
S t u a r t P ig g o tt , William Stukeley, an Eighteenth-century Antiquary, Ox­
ford, Clarendon P re s s, 1950.
R o b e r t E. S c h o f ie l d , “Josiah Wedgwood & a Proposed XVIIlth Century
Industrial Research Organization”, ¡sis, 47 (1956), 16-19.

El profesor Schofield está terminando de componer para su publica­


ción una historia de la Lunar Society of Birmingham y un volumen con la
vida y las cartas de Joseph Priestley.
S i r C h a r l e s S h e r r in g t o n , Goethe on Nature & on Science, C am b rid g e ,
U n iv e rs ity P r e s s , 1 9 4 2 ; e d ic ió n re v is a d a y n o ta b le m e n te a m p lia d a .
O w s e i T e m k in , “Germán Concepts of Ontogeny and History around 1800”,
Búlletin of the History o f Medicine, 24 (1950), 227-46.
A ram V a r tanian , Diderot and Descartes: a Study of Scientific Naturalism
in the Enlightenment, Princeton, Princeton Univ. Press, 1953.
J. S. W ilk ie , “The Idea of Evolution in the Writings of Buffon”, Annals
of Science, 12 (1956), 49-62, 212-7, 255-66.
H arry W o o l f , The Transits of Venus: a Study of Eighteenth-century
Science, Princeton, Princeton Univ. Press, 1959.

LECTURAS A LOS CAPITULOS Vl-VIII: SIGLO XIX

Nadie ha intentado publicar de nuevo una historia a gran escala del


desarrollo de las ciencias en el siglo xix, con las dimensiones de los dos
gruesos volúmenes de la History of European Thought, de John Theodore
Merz, 3.a ed., Edimburgo, Londres: William Blackwood and Sons, 1907.
El volumen tercero de la historia de la ciencia que va a editar en francés
el profesor René Taton a base de colaboraciones va a constituir un esfuerzo
de gran envergadura en esa dirección. El título de esta obra es: Histoire
Générale des Sciences. El volumen 1 comprende «La Science antique et
APENDICE 539

médiévale», y el volumen 2, «La Science moderne (de 1450 a 1800)», Pa­


rís, Presses Universitaires de France, 1957, 1958.
Las obras recientes más significativas que abordan de lleno o en buena
parte la ciencia del siglo xix son las siguientes:

Sir E r ic A s h b y , T echnology an d th e A c a d e m ia : an Essay o n U niversities


a nd th e S cien tific R e v o lu tio n , Londres, Macmillan, 1958.
J. D. B ernal, S cience an d In d u stry in th e N in e te e n th C entura, Londres,
Routledge and Kegan Paul, 1953.
E r nst Ca ssirer , T h e P roblem o f K now ledge; P hilosophy, Science, and
H isto ry since H egel, trad. por William H. Woglom y Charles W. Hen-
del, N e w Haven, Yale Univ. Press, 1950.
H erbert D ing le (ed.), A C e n tu ry o f Science 1851-1951, Londres, Nueva
York, Hutchinson’s Scientific and Technical Publications, 1951.
Contiene 20 capítulos, escrito cada uno por un especialista.
H erbert M. E vans (ed.), M e n an d M o m e n ts in th e H isto ry o f Science,
Seattle, Univ. of Washington P ress, 1959.
De los nueve ensayos, cinco tratan de la ciencia del siglo xrx.
C harles Coulston G il l is p ie , T h e E dge o f O bjectivity: an Essay in the
H isto ry o f S cien tific Ideas, Princeton, Princeton Univ. Press, 1960.
Presenta de una manera estimulante los conceptos científicos fun­
damentales desde Galileo hasta Maxwell, y dedica un epílogo a Eins-
tein. Pero tiene especial valor para darnos una visión penetrante de la
ciencia del siglo xix.
F. S herwood Tavlob, T h e C en tu ry o f Science, Londres, William Heine-
mann, 1942.

Podemos llamar la atención del lector especialmente sobre las Series de


100 años— «100 Years Series»— , Londres, Gerald Duckworth; Nueva York,
The Macmillan Co. En ellas figuran: A Hundred Years of Astronomy, por
R. L, Waterfield; A Hundred Years of Archaeology, por Glyn Daniel; ... oj
Chemistry, por Alexander Findlay; . . . o f Biology, por Ben Dawes; . . . o f
Philosophy, por J. A. Passmore. He aquí otros trabajos más especializados
y algunos estudios sobre figuras de especial relieve:
E rwin H. A ckerknecht , R u d o lf V irchow : D octor, Statesm an, A n th ro p o lo -
g ist, Madison, Univ. of Wisconsin Press, 1953.
A Century of Astronomy, L o n d re s , S a m p so n L ow , 1950.
A n g u s A r m it a g e ,
D. S. L. C ardwell , T h e O rganization o f Science in E ngland: a R etrospect,
Londres, William Heinemann, 1957.
G. S. C árter , A H u n d red Years o f E vo lu tio n , Londres, Sidgwick and Jack-
son, 1957.
C. D. D arlington , D arw in’s Place in H istory, Oxford, Basil Blackwell,
1959.
C harles D arwin , E vo lu tio n and N atural Selection, editado con un estu­
dio preliminar de Bert lames Loewenberg, Boston, Beacon Press, 1959.
C harles D arwin and A l fred R u sse l l W allace , E vo lu tio n b y N atural
S electio n , Cambridge, University Press, 1958.
René J. Dubos, L a u is P asteur, F ree Lance o f Science, Boston, Little, Brown,
1950.
C, W aldo D unnington , Cari F riedrich Gauss, T itán o f Science: a S tu d y o f
his L ife a nd W o rk, Nueva York, Exposition Press, 1966; reimpreso por
Hafner Pub. Co., N. Y., 1959.
540 HISTORIA DE LA CIENCIA

A. H unter D upree , A sa Cray 1810-1888, C am bridge, H arv ard Univ. P ress,


1959.
A. S. Eve and C. H. C reasby , Life a n d W o rk o f John Tyndall, Londres,
Macmillan, 1945.
C harles C oulston G il l is p ie , G énesis and G eology: a S tu d y in the R eía -
tio n s o f S cien tific T hought, N atural T heology, and Social O pinión in
G reat B ritain, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1951; reimpreso por
Harper Torchbooks.
H. B entley G la ss , O w sei T emkin , W illiam S traus , J r . (eds.), F orerun-
ners o í D arw in 1745-1859, Baltimore, The Johns Hopkias Press, 1959.
S ir G ordon G ordon -T aylor and E. W . W alls , S ir Charles Bell, his L ife
a n d T im es, Edinburgh, London, E. and S. Livingstone, 1958.
L. F. H aber , T h e C hem ical In d u stry during th e N in e te e n th C entury: a
S tu d y o f th e E conom xc A sp e c t o f A p p lie d C h em istry in E urope and
N o r th A m erica, Oxford, Clarendon Press, 1958.
H e l MUT d e T erra , T h e L ife a n d T im es o f A le xa n d er von H u m b o ld t
1769-1859, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1955.
T homas S. K uhn , “The Caloric Theory of Adiabatic Compression”, Isis,
49 (1958), 132-40; “Energy Conservation as an Example of Simul-
taneous Discovery”, págs. 321-56 de C ritical P roblem s in T h e H isto ry
o f Science (citado antes).
E dward L urie , L ouis A gassiz, a L ife in Science, Chicago, Univ. of Chica­
go Press, 1960.
I. M. D. O lm sted , C laude B em a rd , P hysiologist, Nueva York, Londres,
Harper and Brothers, 1938.
I. M. D. O lm sted , Frangois M agendie, P ioneer in E xperim ental P hysio-
logy a n d S cien tific M edicine in X I X C e n tu ry F rance, Nueva York,
Henry Schuman, 1944.
O y stein O re , N iels H e n r ik A b el, M athem atician E xtraordinary, Minnea-
polis, Univ. of Minnesota Press; Londres, Oxford Univ. Press, 1957.
R obert C. Stauffer , "O n th e O rigin o f Species: an Unpublished Ver­
sión”, Science, 130 (1959), 1449-52.
Ow sEl T em kin , "Materialism in French an d Germán Physiology of the
early Nineteenth Century”, B ulletin o f th e H isto ry o f M edicine, 20
(1946), 322-7.
S ir E dmund W hittaker , H isto ry o f th e T h e o ñ e s o f JE ther an d E lectri-
city: I, “The Classical Theories”, Londres, Edimburgo, Thomas Nelson
and Sons, 1951.
A lexander W ood and F rank O ldham , T hom as Y oung, N atural Philo-
sopher 1773-1829, Cambridge, Univeisity Press, 1954.

L E C T U R A A L O S C A P IT U L O S 1X -X I: E L SIG L O X X

Aún es demasiado pronto para escribir historias generales sobre el des­


arrollo de la ciencia durante la primera mitad del siglo xx, pero ya se ha
intentado en Inglaterra una historia de carácter colectivo, a saber:
A. E. H eath , ed., S cien tific T h o u g h t in th e T w en tieth C entury, Londres,
Watts, 1951; Nueva York, Frederick Ungar Publ. Co., 1954.
Contiene ensayos sobre cada una de las varias ramas de la cien­
cia, y también sobre filosofía de la ciencia, estadística, varias espe­
cialidades médicas, psicología, antropología social y sociología.

Otro procedimiento para escribir la historia de la ciencia del siglo xx


consiste en coleccionar los trabajos clásicos en cada ramo científico, como
APENDICE 541

se está haciendo en la segunda serie de Source Books, si bien hasta la


fecha sólo ha aparecido uno:
H arlow S hapley , ed., Source Book in Astronomy 1900-1950, Cambridge,
Harvard Univ. Press, 1960.

Los libros que cito a continuación comprenden principalmente auto­


biografías o memorias, más unas pocas biografías de más categoría y
colecciones de material original. (Quiero llamar la atención del lector sobre
el hecho de que algunos de los libros mencionados más arriba estudian el
período 1850-1950).
R obert T. B eyer , Foundations of Nuclear Physics, Nueva York, Dover
Publications, 1949.
Contiene reproducciones en facsímil de 13 estudios fundamenta­
les, tal como aparecieron originalmente en las revistas científicas, jun­
to con una extensa bibliografía clasificada sobre la Física nuclear.
M ax B orn, Physics in my Generation, Londres y N ueva York, Ferga-
mon Press, 1956.
T. W . C halmers , A Short History oí Radio-activity, Londres, “The En-
gineer”, 1951.
A rthur H olly C ompton , Atomic Quest, a Personal Narrative, Nueva
York, Oxford-Univ. Press, 1956.
L e s l ie C. D unn (ed.), Genetics in the 20th Century: Essays in the Pro-
gress of Genetics during its First 50 Years, Nueva York, The Mac-
flüllan Co., 1951.
A. S. Eve, Rutherford: being the Life and Letters of the R t Hon. Lord
Rutherford, O. M„ Cambridge, University Press, 1939.
E duard F arber , Nobel Prize Winners in Chemistry 1901-1950, Nueva
York, Henry Schuman, 1953.
L aura F ermi , Atoms in the Family, my Life with Enrico Fermi, Chicago,
Univ. of Chicago Press, 1954.
P h il ip p F rank, Einstein, kis U fe and Times, Nueva York, Alfred A.
Knopf, 1947.
R ichard B. Goldsch m idt , Portraits from Memory, Recollections of a
Zoologist, Seattle, Univ. of Washington Press, 1956; In and Out
of the lvory Tower, the Autobiography of Richard B. Goldschmidt,
Seattle, Univ. of Washington Press, 1960.
O tto H ahn , New Atoms: Progress and some Memories, Nueva York,
Amsterdam, Londres, Elsevier Publishing Co., 1950.
N ie l s H . de V. H eathcote , Nobel Prize Winners in Physics 1901-1950,
Nueva York, Henry Schuman, 1953.
R obert J ungk , Brighter than a Thousand Suns, a Personal History of
the Atomic Scíentists, Londres, Victor Gollancz, Rupert Hart-Davis;
Nueva York, Harcourt, Brace, 1958.
Aunque la última parte de este libro ha sido objeto de severas
críticas, la primera parte constituye el mejor relato que se haya im­
preso sobre la historia de la física atómica y nuclear entre la primera
y segunda guerra mundial.
[R obert A. M il u k a n ], The Autobiography of Robert A. Millikan, Nueva
York, Prentice-Hall, 1950.
M ax P lanck , Scientific Autobiography and Other Papers, trad. del ale­
mán por Frank Gaynor, Nueva York, Philosophical Library, 1949.
L ord R ayleigh , "Some Reminiscences of Scientific Workers of the Past
542 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Generation and their Surroundings”, Proceedings of the Physical So-


ciety, 48 (1936), 217-46.
L o rd R a y l e ig h , The Life of ]. ]. Thomson, Cambridge, University Press,
1942.
P aul A rthur S c h il p p (ed.), Albert Einstein, Philosopher-Scientist, Evans-
ton, Illinois, The Library of Living Philosophers, 1949; reimpreso por
Harper Torchbooks,
Contiene una colección de ensayos sobre la obra y el influjo de
Einstein, una bibliografía sobre sus escritos y las “notas autobiográfi­
cas” del mismo. (Puede consultarse una bibliografía en E. Weil,
Albert Einstein, a Bibliography of his Scientific Papers [publicada por
el compilador], 1960.)
H. D. Smith, A General Account of Methods of Using Atomic Energy
for Military Purposes under the Auspices of the United States Go­
vernment 1940-1945, Washington, U. S. Government Printing Office,
1945; reimpreso por Princeton Univ. Press.
Es la primera presentación histórica de carácter general y oficial,
que a partir de entonces se conoció con el nombre de “Smyth
Report”.
Lloyd G. S tevenson , Nobel Prize Winners in Medicine and Physiology
1901-1950, Nueva York, Henry Schuman, 1953.
Sir J. J. Thomson, Recollections and Reflections, Londres, G. Bell and
Sons, 1936.
S ir E dmund W hittaker , History of the Theories of Aither and Electri-
city, II, “1900-1926”, Londres, Edimburgo, Thomas Nelson and Sons,
1953.

LECTURAS AL CAPITULO XII: LA FILOSOFIA CIENTIFICA


Y SUS PERSPECTIVAS

Para ayudar al lector a explorar este tema a través de la literatura re­


ciente, he dividido en dos apartados la siguiente lista. En el primero in­
cluyo los libros en que se abordan de una manera clásica o corriente la
filosofía de la ciencia o los conceptos del método científico en su perspec­
tiva histórica, o en que se analizan determinados «casos históricos» sacados
de la historia de la ciencia. También encontrará aquí el lector antologías
de textos selectos en los que se ilustran los puntos de vista cambiantes
relativos a los aspectos filosóficos de la ciencia.
R alph M . B lake , C urt J. D ucasse and E dward H . M adden, Theories
of Scientific Method: the Renaissance through the Nineteenth Century,
Seattle, Univ. of Washington Press, 1960.
I. Bro no w sei , The Contmon Sense of Science, Londres, WilUam Heine-
mann, 1951; Cambridge, Harvard Univ. Press, 1953; reimpreso por
Modern Library Paperbacks.
G. B urniston B rown, Science: its Method and its Philosophy, Londres,
Alien and Unwin; Nueva York, W. W. Norton, 1950. Entre otros au­
tores estudia en sendos capítulos a Aristóteles, Bacon y Newton.
J ames B. Conant, Science and Common Sense, New Haven, Yale Univ.
Press, 1951. Presenta varios “casos históricos”.
A rthur D anto and S idney M orgenbesser (eds.), Philosophy of Science:
Readings, Nueva York, Meridian Books, 1960,
P aul E dwards and A rthur P ap (eds.), A Modern Introduction to Philo-
A PENDICE 543
sophy: R ea d in g s fro m Classical an d C o n tem p w a ry Sources, Glencoe,
Illinois, The Free Press, 1957.
H erbert F e ig l a n d M ay B r o d b e c k (eds.), R eadings in th e P hilosophy o f
S cience, Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1953.
N orwood R u sse ll H anson , P a tte m s o f D iscovery: an In q u iry in to the
C onceptual F o u n dations o f Science, Cambridge, University Press, 1958.
Entre los méritos especiales de este libro debemos mencionar el
relieve que se da en él a ciertos ejemplos que contienen valioso ma­
terial histórico documental, especialmente las primeras discusiones que
se tuvieron a principios del siglo xvn sobre el movimiento acelerado,
la obra de Kepler sobre las órbitas planetarias, la física de las par­
tículas, tanto clásica como moderna.
G erald H o lto n (ed.), S cien ce a n d th e M o d ern W o rld View , Boston, Bea-
con Pres, 1958. Publicado originalmente en el número de invierno
de D aedalus, P roceedings o f th e A m erica n A c a d e m y o f A r ts a n d Scien­
ces, vol. 87, núm. 1.
Colaboradores: Henry Guerlac, Harcourt Brown, Giorgio de Santi-
llana, Philipp Frank, Robert Oppenheimer, Jerome S. Bruner, P. W.
Bridgman, Charles Morris, Howard Mumford Jones, Kirtley F. Mather.
J. A. P a ssm o r e , A H u n d red Years o f P hilosophy, Londres, Gerald Duck-
worth, 1957.
H ans R eichenbach , T h e R ú e o f S c ie n tific P hilosophy, Berkeley y Los An­
geles, Univ. of California Press, 1951; reimpreso por Doubleday An­
chor Books.
R ené T aton, R eesp n an d C hance in S c ie n tific D iscovery, trad. por A. J.
Pomerans, Londres, Hutchinson and C.; Nueva York, Philosophical
Library, 1957. Copioso material histórico.
P h il ip P . W ein er (ed.), R eadings in P hilosophy o f Science: In tro d u c tio n
to th e F o u n d a tio n s a n d C ultural A sp e c ts o f th e Sciences, Nueva York,
Charles Scribner’s Sons, 1953.

He aquí algunas Obras recientes sobre la filosofía de la ciencia y refle­


xiones relativas a la metodología científica:
A g n es A rber , T h e M in d and th e E ye: a S tu d y o f th e B iologist’s Stand-
p o in t, Cambridge, University Press, 1954.
W. I. B. B everidge, T h e A r t o f S c ie n tific In vestig a tio n , Melbourne, Hei­
nemann; Nueva York, W. W. Norton, 1950; revisado en 1957.
M ax Born, E xp erim en t a n d T heory in P hysics, Cambridge, University
Press, 1943; N a tural P hilosophy o f C ause a n d C hance , Oxford, Cla-
rendon Press, 1949.
P. W . B ridgman , T h e N a tu re o f som e o f o u r P hysical C oncepts, Nueva
York, Philosophical Library, 1952; R e fle c tio n s o f a P hysicist (edición
revisada, Nueva York, Philosophical Library, 1955).
W alter B. C annon, T h e W ay o f an Investigator, a S c ie n tist’s E xperiences
in M ed ica l R esearch, Nueva York, W . W . Norton, 1945.
H erbert D ingle , T h e Source o f E d d in g to n ’s P hilosophy, Cambridge, Uni­
versity Press, 1954.
P h il i p p F rank , P hilosophy o f Science, th e L in k b etw e en S cience a n d P h i­
losophy, Englewood Cliffs, N. Prentice-Hall, 1957.
M ary B. H e s s e , Science a n d th e H u m a n Im agination: A sp e c ts o f th e H is­
to ry a n d L ogic o f P hysical Science, Londres, S. C, M. Press, 1954;
Nueva York, Philosophical Library, 1955.
S. K orner , M. H. L. P ryce (eds.), O bservation a n d Interpretation, a S ym -
p o siu m o f P hilosophers and P hysicists, Londres, Butterworths Scien­
tific Publications; Nueva York, Academic Press, 1957.
544 HISTORIA DE LA CIENCIA

Science and the Common Understanding, Nue­


J. R o b e r t O p p e n h e im e r ,
va York, Simón and Schuster, 1953.
M ichael P olanyi, Personal Knowledge: Tomarás a Post-critical Philo­
sophy, Chicago, Univ. of Chicago Press, 1958.
K arl R. P o ppe r , The Logic o f Scierttific Discovery, Londres, Hutchinson;
Nueva York, Basic Books, 1959.
S. R amón y C ajal, Precepts and Counsels on Scientific Investigation: Sti-
mulants of the Spirit, trad. por J. M.1 Sánchez-Pérez, editada y anota­
da por Cyril B. Courville, Mountain View, California, Pacific Press Pu-
blishing Association, 1951.
H ans R eichenbach , Modem Philosophy of Science: Selected Essays, tra­
ducido y editado por María Reichenbach, Londres, Routledge and Ke-
gan Paul; Nueva York, Humanities Press, 1959.
Sin C harles Sherrington , Man on his Nature, Cambridge, University
Press, 1940; reimpresa por Doubleday Anchor Books.
Ste ph en T oulmin , The Philosophy o f Science, an Introduction, Londres,
Nueva York, Hutchinson's University Library, 1953.
H ermann W eyl , Philosophy of Mathematics and Natural Science, Prince­
ton, Princeton Univ. Press, 1949.
E. Br ig h t W ilson , J r ., A n Introduction to Scientific Research, Nueva
York, McGraw-Hill Book Company, 1952.
J. H . W oodger , Biology and Language: An Introduction to the Methodo-
logy of the Biological Sciences, including Medicine, Cambridge, Univer-
sity Press, 1952.
J. Z. Young , Doubt and Certainty in Science: a Biologist’s Reflections on
the Brain, Oxford, Clarendon Press, 1951.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS *

Abaco, 107. Afis, 372.


Abbasid, Califas, 100. Africa, 129.
Abdera, 55. Afrodita, 390.
Abejas, 334-35. Agassiz, 297.
Abelardo, 109. Agnivesa, 40.
Aberración de la luz, 424, 456. Agnosticismo, 331-32, 343-44, 524-25.
Abonos' artificiales, 293-94. Agrícola, 144.
Absoluto, el, 482. Agricultura, 34, 84, 85, 86, 98, 99, 292-
Abstracción, extensiva, 499.
93, 294, 359, 360, 361, 447-49.
Abu-Bakr-al-Razi, 104.
Abu-Musa-Jabir-ibn-Halyan, 102. Agricultural Research Council, 455.
Academia de Platón, 61, 91, 100. Agrimensura, 37-38, 71.
Académie des sciences, 177, 314. Agripa, Cornelio, 171.
Accademia dei Lincei, 177. Agua, composición, 210-11, 235, 238-
Accademia del Cimento, 177. 39, 241-42; pesada, 440-41; reloj de
Accademia Secretorum Naturae, 177. agua, 52.
Accesorios, factores alimenticios, 362. Agujas indicadoras, 496-97, 511.
Véase Vitaminas. v Agustín, San, 49, 94.
Acción, 206, 411-12, 417, 429, 434, Ahmosis, 37.
496. Aire, su naturaleza, 53, 149, 169, 209,
Acción a distancia, 178, 198, 202,-03, 273; bomba de, 168.
322. Aislantes, 231.
Acción mínima, 79, 206, 433-34. al-Batani, 103.
Acero, 102-03, 263-65. al-Biruni, 104.
Acético, ácido, 103. ‘w al-Gazzali, 105.
Acetilcolino, 369. al-Hakim, 104.
Acetona, 168. Alberti, 133, 169.
Acidos y álcalis, 145. Alberto Magno, 113, 114, 152.
Actinio, 402. Albinismo, 376.
Activa, masa, 272. Albury, 301.
Acueductos, de Roma, 85, 88. Alcmeón, 49, 57, 60, 63.
Adam, N. K„ 364. Alcohol, 143-44.
Adams, F. D., 296. Alcuino de York, 100.
Adams, J. C., 72, 179, 208. Aldrovandi, 142.
Adams, W. S„ 466. Aleaciones, 82, 262-66.
Adaptación, 336-37, 505. Alejandría, 18, 46, 58, 76, 77, 78, 79,
Addison, J., 200; enfermedad de, 369. 82, 83, 89, 102; su museo y bibliote­
Adiabática, expansión, 208, 260-61. ca, 77, 78, 95; su escuela, 77-81.
Adonis, 390. Alejandro de Afrodisia, 88.
Adquiridos caracteres, su herencia, Alejandro Magno, 18, 61, 67, 68, 77.
300-01, 306-07, 308, 312-13, 353, Alemania, 86, 216, 339, 340.
355. Alembert, d’, 205.
Adrenalina, 364, 369, 507. Alfa, rayos, 402-08, 443.
Adrián, E. D., 14, 379. Alfredo el Grande, 100-107.
Afasia, 380. Algebra, 88, 188, 206, 486.
Afinidad química, 144-45, 193, 271, Algol, 460.
276. Alibard, d’, 232.

* Los números en cursiva se refieren a los epígrafes.


546 H ISTO RIA D E LA CIENCIA

Alimento, valor en calorías, 286-87, Anodo, 243, 400, 439.


288; factores necesarios, 362. Anofeles, mosquito, 291.
Alisios, vientos, 214-15, 221-22. Anselmo, 109, 115.
Alison, Sir Archibald, 98. Anticuerpos, 372.
Alizarina, rojo turco, 452-53. Antígenos, 373.
Alma, 150, 163-64, 167, 176, 199-201, Antiguo, mundo: su ciencia, 33.
212-13, 506-07. Antinomío, 102-03.
Almagesto, 79, 103-04. Antipirina, 453.
Alquimia, 52-53, 81-83, 101-03, 110, Antiséptico, 289-90.
142-43, 407, 408; sus orígenes, 81- Antitoxina, 290-91, 373.
83. Antivivisección, 284-85. Véase Anima­
Alquitrán, 452-53. les, experimentos.
Alter, D., 267. Antonio, San, 92.
Alternas, corrientes, 270-71, 436-38. Antraceno, 451.
Allbutt, Sir Clifford, 87. Antraquinona, 453.
Alien, 368. Antrax, 290.
Alien, H. S., 420. Antropoides, monos, 385-86.
Ambiente y herencia, 300-01, 306-07, Antropología, 309-13; física, 385-87;
312-13, 333-34, 344-45, 510. social, 387-93.
Ambrosio, San, 95. Anubis, 391.
América, descubrimiento, 129. Anville, d', 294.
Amilsa, 288-89. Apariencia y realidad, 55-56, 66, 162,
Aminoácidos, 282, 454-55. Véase Pro­ 219-20, 482.
teínas. Apolonio de Perga, 79.
Ammón, 334. Appleton, Sir Edward, 437.
Ammontons, 230. “Aqueos”, 41.
Amoníaco, sintético, 449-50. Aquiles y la tortuga, 51. Véase Zenón.
“Amortiguadores”, acción, 361-62. Aquino, 114.
Ampére, 238, 244, 245, 251, 323. Aquino, Tomás de, 19, 94, 105, 113,
Amperio, 244, 251-52. 114-18, 170, 217, 392, 480, 519.
Anacarsis, 47. Arabe, Imperio, 105; escuela, 19, 90,
Anatomía, 38-39, 51-52, 57-58, 132, 100-06.
135-36,145 y sigts.; y fisiología, 145- Arber, Agnes, 152.
51. Arco iris, teoría, 120-21, 188-89.
Anaxágoras, 45, 52, 59. Archaeus, 143, 150, 213.
Anaximandro, 46, 50. Areteo de Capadocia, 87.
Anaximenes, 47, 50, 54. Argo, 258, 273.
Anderson, A. B., 15. Argumento, teleológico, 336-37.
Anderson, C., 441-42. Argyll, Duque de, 337.
Anderson, M. D., 13-15. Aristarco, 18, 49, 75; e Hiparco, 18,
Ander, 294. 74-77.
Andrade, E. N. da C., 84, 158, 159, Aristófanes, 45.
414, 438. Aristóteles, 18, 61-68, 114-17 y sigts.
Andrews, Thomas, 258. Aritmética, orígenes, 34, 37-38, 40-41,
Andrómeda, constelación, 467. 48-49, 80, 486-89.
Androvandi, 142. Arizona, 456.
Anemia, 370. Armonía, de los números, 47-48, 59-60,
Anemia perniciosa, 369-70. 138-39, 155-56, 487-88.
Anestésico, 289-90. Armstrong, 273.
Angeles, 21, 335. Aromáticos, compuestos, 280.
Anguila, 374. Arquímedes, 18, 64, 69, 73, 77, 108,
Anilina, 452. 134, 135; origen de la mecánica, 18,
Animales, experimentos, 52, 57-58, 62- 73-74.
63, 78, 87, 146, 147, 149-50, 213-14, Arquitectura, 85, 124-25.
282-92, 362-73. Arrhenius, 273, 276-277, 289, 395, 449.
Animismo, 44, 337-38, 387, 392. Arsénico, 102-03.
IND ICE DE AUTORES Y MATERIAS 547
Artesianos, pozos, 104. Bacon, Francis, 118, 134, 146, 153-55,
Ascórbico, ácido, 365, 367, 454. 167, 299, 344, 484, 489.
Aschheim, 368. Bacon, Roger, 104, 106, 112, 118-22,
Aséptico, 290. 124, 133, 143.
Asia, 129. Bacteria, 148, 211-12, 289-93, 451-52.
Asia Menor, 46. Baekeland, 454.
Asiría, 73. Baer, von, 286.
Asís, San Francisco, 125. Baeyer, von, 454.
Asociación, psicológica, 327-28, 330-31, Bagdad, 103, 105.
381. Bahamas, 129.
Aspirina, 453. Bailey, Cyril, 53, 71.
Astarte, 390. Bailly, 314.
Astbury, 364. Bain, Alexander, 326, 328, 380.
Astley, H. J. D., 392. Bainbridge, 440.
Aston, F. W., 14, 49, 239, 273, 401, Baker, Brereton, 273.
439-40, 476. Bakewelt, 298.
Astrofísica, reciente, 77, 473. Balanza, torsión, 205, 233.
Astrolabio, 107. Baldwin, E. H. F., 364.
Astrología, 35, 70, 80, 83, 110, 120, Balfour, Earl, 340, 344.
155, 172, 176, 182. Balmer, serie, 269, 418.
Astronomía, 456 y sigs. Balliani, 169, 183, 186.
Atanasio, San, 92. Banting, 363.
Atenas, 46, 58, 69, 98, 100. Baquelita, 454.
Atkinson, G., 215. Barajar, 256-57, 512.
Atkinson, R., 475. Barómetro, 169.
Atlántico, océano, 78, 129. Barrow, Isaac, 166, 167, 178.
Atmósfera, 169; de los planetas, 457. Bartlett, F. C., 380.
Atómica, bomba, 446-48; energía, 405, Bartoli, 268.
446-48; núcleo, 414 y sigs.; número, Barton, Hannah, 178, 204.
406, 408-10 y sigs.; teoría, 235-39 y Basle, 143.
sigs.; peso, 236, 2JB, 401-02, 406, Bateson, Beatriz, 308, 347.
410, 439-41. Bateson, William, 306, 307, 308, 316,
Atomistas, 53-56, 298, 341; hasta Aris­ 347, 348, 351, 353, 358, 377.
tóteles, 58-61. Baudier, 215.
Atomo, individual, 407-08; estructura, Bauhin, 211.
414-17, 450; nuclear, 438-49. Bayliss, Sir W. M„ 359, 363.
Atreya, 39. Beagle, viaje del, 294, 302.
Attis, 390. Beaumont, W., 284, 370.
Atwater, 287, 288. Beccher, 209.
Becquerel, H., 396, 402, 403.
Augusto, 68, 85.
Beda, de Jarrow, 100.
Averroes, 106, 113. Beekman, 169.
Avery, 373. Behaviorismo, 380, 381, 492.
Aves, génesis, 376. Behring, 373.
Avicena, 104, 143, 145. Beizerinck, 370.
Avignon, 122. Bel, Le, 281, 452.
Avogadro, Conte di Quaregna, 53, 238, Belarmino, cardenal, 142.
256. Belon, 142.
Azores, 129. Beltrami, 230.
Azúcares, 271-72, 279, 284-85, 288-89, Bell, Sir Charles, 283.
455. Bell, G. D. H., 374.
Azufre, mercurio y sal como elementos, Bémont, 402.
142-43, 168-69, 193, 194. Benares, 39.
Benceno, 280, 451-52.
Babbage, C„ 315. Benedetti, 159.
Babilonia, 33-36, 69. Benedictinos, 99.
548 HISTORIA DE LA CIENCIA

Beneke, 330. Bolyai, 230, 319.


Benito, 288. Bomba atómica, 446-48.
Bentham, 339. Bombas, 79, 168-69.
Bentley, 202. Bort Sauvagele, 215.
Benrengario de Tours, 109. Boneltia, 376.
Bergson, 429, 481. Bonifacio, San, 170.
Berilio, 443, 445. Bonner, W. H„ 215.
Berkeley, conde, 277. Boole, G., 320, 485.
Berkeley, obispo, 162, 167, 218, 219, Booth, 447.
226, 329, 343, 506, 510. Borch, 209.
Bernard, Claude, 284, 285, 370, 383, Borelli, 149.
505. Born, 421.
Bernardo, San, 109, 125. Boro, 294.
Bernardo, Silvestre, 110. Borsippa, 35.
Bernier, 215. Boscovitch, 323.
Bernouilli, D„ 188, 252, 255, 256. Bossuet, 215.
Bernouilli, J., 205. Bostock, J., 86.
Beroso, 69. Botánica, 151-52; zoología y fisiología,
Berry, A. J-, 15, 237, 275, 449. 211-14.
Berthelot, 102, 272. Botánicos, jardines, 152.
Berthollet, 235, 271. Bothe, 443.
Berzelius, J. J., 237, 242, 272, 279, Botticelli, 133.
280. Bourget, Vacher de, 334.
Bessel, 457, 466. Bourne, G. C., 308.
Best, 363. Boussingault, 284, 293.
Bestiarium, 96. Bower, F. O., 354.
Beta, de la Lira, 460. Boyle, Hon. Robert, 103, 149, 154, 167
Beta, partículas, 396-400, 402-08, 443 y siguientes, 175, 183, 193, 209, 230,
y siguientes. 235, 315, 322.
Bethe-Heitler, teoría, 442. Boyle, su ley, 168, 256, 258, 465.
Bichat, 282, 283, 383. Boys, C. V., 205.
Biffen, Sir Rowland, 350. Bradley, James, 206, 424, 456, 482, 485.
Billingsley, 172. Bragg, Sir William y Sir Lawrence,
Bimoleculares, reacciones, 271. 409, 451, 520.
Binomio, teorema, 188. Bray, de, 425.
Biofísica y bioquímica, 359-70. Brehm, 309.
Biología y antropología, 93, 347; y ma­ Bretaña, 74, 86.
terialismo, 331-32; siglo xix, 278-313; Bridgman, 518.
posturas, 347-48; alcance, 278-79. Broad, C. D., 159, 492, 498, 511.
Biometría, 352, 353, 355. Broglie Prince L. de, 24, 413, 421, 502.
Birge, 440. Bronce, edad, 29.
Biringuccio, 144. Brown, Graham, 379.
Birkeland, 449. Brown, H., 177.
Bizancio, 97, 100, 106-07. Brown, Robert, 259, 359.
Black, Joseph, 209, 231. Browne, Sir Thomas, 172.
Blackett, 442, 443. Brunelleschi, 133.
Blancos, glóbulos sanguíneos, 290-91. Brünn, 348.
Boecio, 97, 100, 108. Bruno, G., 123, 141.
Boer, de, 101. Bryant, 287.
Boerhaave, 209, 213. Bubachar, 104.
Bohr, N., 23, 414, 417, 502, 506. Buckland, 297.
Bohr, teoría, 417-20. Büchner, 323, 327, 331, 332.
Bois, Reymond, 329, 343. Buda y budismo, 39, 40, 101, 345.
Bokhara, 104. Buffon, 211, 297, 300, 315.
Bolonia, 107. Bull, L. S., 38.
Boltzmann, 256, 257, 266, 269. Bullard, 478.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 549

Bunsen, von, 267. Carboxílico, ácido, 366.


Burghley, Lord, 152. Carga electrónica, 396-99, 434.
Buridon, Juan, 123. Carlisle, 241.
Bumet, J., 39, 44, 45, 53. Carlomagno, 100, 107, 170.
Burt, E. A., 47, 138, 155, 160, 162, Carlos I, 147.
167, 200, 201, 511. Carlos V, emperador, 146.
Bury, J. B., 41. Carnot, Sadi, 259.
Caroteno, 453-54.
Caballa, 110. Carpenter, W. B., 304.
Cabanis, 330. Carpi, 145.
Cabo de Buena Esperanza, 129. Cartesiana, geometría, 163.
Cabo San Vicente, 129. Case, J., 176.
Cabot, 215. Case, T., 484.
Cachemira, 39. Casiodoro, 97, 100.
Caída, de los cuerpos, 134, 159, 160, Catalina, emperatriz, 286.
178, 184, 431-32. Catálisis, 272-73, 288-89, 450.
Cairo, academia, 103-04. Catedrales, escuelas, 107.
Cajori, 179. Cathay, 129.
Cálculo infinitesimal, 187, 205. Cátodo, 243; rayos catódicos y elec­
Caldeos, 36. trones, 396-400, 414-15, 443.
Calendario, 37, 85, 123-24, 172. Catón, 84.
California, universidad, 450. Cauchy, 247, 323.
Calor, 168, 184, 229, 230, 243-44, 252- Causa Primera, 165, 202, 217, 526.
66, 287-88; y conservación de la Causalidad, 54-55, 218-19, 489, 509.
energía, 252-55; teoría calórica, 230, Cavendish, Henry, 205, 210, 230, 233,
231; animal, 285, 286-88. 315. 449.
Cavendish, laboratorio, 316.
Calorimetría, 230.
Cayley, 230.
Calvino, 137, 146.
Cefeoideas, estrellas variables, 460, 467-
Cambio: Intercambio moneda, 34, 97-
68 .
98, 130; Teoría, 268-69.
Ceguera nocturna, 366.
Cámbricas, rocas, 378.
Celsius, 230.
Cambridge, 107, 146, 152, 166, 178,
Celso, 85, 143.
181, 296, 302, 315, 316, 394, 402,
444; platónicos, 166; Univ. Press, Células orgánicas, 195, 285-86, 287,
289-90, 350, 351.
15.
Censo, 310-11, 332-33.
Camerarius, 195. Centro de gravedad, 73-74.
Cameron, 368, 441.
Cerámica, 29.
Camino libre medio, 257.
Cerebro, 51-52, 78, 150, 166, 200, 211.
Campbell, N. R-, 485, 491, 493, 495.
283, 379, 381.
Campo, física, 233, 244-45, 247-48, 249- Cesalpini, Andrea, 67.
50, 443-51, 495-96. Cesalpino, 146.
Cáncer, 287, 448. César, lulio, 84.
Cannizzaro, 53, 238. Cesio, 239.
Cannon, 370-71. Cibeles, 390.
Cantidades absolutas, 233, 234, 250, Cicerón, 74.
429. Ciclo, termodinámica, 259, 260.
Cantor, 483, 488. Cicloide, 180.
Cafia de azúcar, 271-72, 276, 361, 455. Ciclos y epiciclos, 18, 59-60, 77, 138.
Caos, 143-44. Ciclotrón, 450.
Capilaridad, 208. Cien Años, guerra de los, 126.
Caraka, 39. Ciencia y sociología, 332-35; orígenes
Carbohidratos, 282, 286-87, 288. de, 27, 173; y filosofía y religión,
Carbono, átomo, 279 y ss., 451. 515-26; su estado en 1660, 174-76;
Carboxil, 282. Academias científicas, 177; Departa­
Carboxilasa, enzimas, 366-67. mento de Investigación científica e
550 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

industrial, 455; filosofía científica y Conciencia, 224-25, 329-30, 336-37, 511


sus perspectivas, 480-526. 515-16.
Cinética, energía, 180, 206, 255; teo­ Concilio de Constantinopla, 94.
ría de los gases, 255-59, 512- Concreto, lo, su desplazamiento, 510.
Círculo, su medida, 74. Condorcet, 314.
Circunnavegantes, 129, 173, 214-15. Conductores, 231, 270, 271.
Cirene, 78. Congelación, punto de, 261-62, 263,
Cirilo, patriarca, 95. 275.
Citocromas, 365. Cónicas, secciones, 79.
Citología, 285-88. Conklin, 286.
Civilización, sus comienzos, 33. Conocimiento, teoría, 216-17, 218-19,
Clairaut, 205. 342-43, 482 y ss., 496-99.
Clark, Alvan, 466. Conservación, 210-11, 252-55, 324, 493-
Clark-Kennedy, 213. 96.
Clark, S„ 203. Constantino VII, 106.
Clark, W. E. le G., 377. Constantino el Africano, 105.
Clasificación, 60-61, 96-97, 108, 195, Constantinopla, 100, 106, 112, 118, 127.
211, 212, 297-98, 389; de las estre­ Constantinopla, concilio, 94.
llas, 458, 462. Constitutivas, fórmulas, 280.
Clausius, 255, 256, 259, 262, 275, 514. Continuo, 485-89. Véase también Infi­
Clemente IV, Papa, 119. nito.
Clemente VII, Papa, 141. “Contratierra”, 48-49, 75.
Clerk Maxwell. Véase Maxwell. Cook, James, 215.
Cleves, William, Duque de, 171. Coordinada, geometría, 163.
Clifford, W. K., 320, 342, 480. Copenhague, 155, 244.
Cloro, 210, 239, 260-61, 401. Copérnico, 49, 64, 69, 124, 138-42,
Clorofila, 292, 365, 454. 155, 156, 157, 173, 174, 317.
Cloyne, obispo de, Véase Berkeley. Corán, 101.
Cnido, 57. Corazón, su acción, 87, 88, 135-36,
Coagulación de los coloides, 359-62. 145-48.
Cockcroft, 444. Córdoba, 106.
Cogoletto, 129. Cordo, Valerio, 144, 152.
Colbert, 178. Cork, Conde de, 169.
Colé, 289. Cornford, F. M„ 14. 43, 44, 46, 77,
Cólera, 290. 387.
Coleridge, 314. Corpúsculos, 189-90, 191-92, 398-400.
Colofón, 41-42. Correlación, su coeficiente, 352; sus
Coloides, 287-88, 289, 360, 361. fuerzas, 253, 255.
Colón, Cristóbal, 120, 129, 216. Correns, 348.
Colonia, 114. Corson, 450.
Color, teoría del, 54-55, 61-62, 188, 319, Cos, 57.
329-30. Cosechas, rotación, 294.
Columbia, universidad, 454. Cósmica, constante, 477.
College of Arms, 335. Cósmicos, rayos, 441-43, 475.
Colley, 176. Cosmogonía, 18, 70. 76, 109-10, 139-
Colling, 298. 40, 178, 179, 207, 265, 266, 431,
Collingwood, R. G., 508, 521. 513-15.
Collip, 368. Cotes, Roger, 196.
Combustión, 149, 193, 209, 295-96. Coulomb, 233.
Cometas, 69, 182. Couper, 280, 453.
Compendios, 88-89, 97. Co valencia, 451.
Compton, A. H., 403, 411, 441. Craneología, 309, 310.
Comunión, rito de, 390-91, 392. Creación, 168, 295-96, 514-15; evolu­
Concepto de organismo, 509-11. ción creadora, 481.
Conceptos físicos, 484-95. Véase tam­ Creighton, obispo, 131.
bién Fenomenalismo. Cremación, 29.
IND ICE D E AUTORES Y MATERIAS 551

Creta, 41. 355, 360, 394, 490, 494-95, 497.


Cretinismo, 287-88, 363. Dante, 125.
Crew, F. A. E., 375. Darlington, 374.
Cristales, estructura, 168, 314, 409. Darwin, Charles, 21, 278, 295, 301-03,
Cristaloides, 274-75, 359-60. 306, 307, 309, 315, 317, 320, 330,
Cristianismo, 70, 89, 91 y ss., 217, 222, 332, 334, 342 y ss., 518, 521.
390-93, 520-22. Darwin, Sir Charles G., 409.
Cristina, Reina de Suecia, 163. Darwin, Erasmus, 300.
Cro-Magnon, raza, 386. Darwin, Sir George, 183.
Crommelin, 433. Darwin, Dr. R. W., 301.
Cromosomas, 350, 351, 374 y ss. Darwinismus, 306, 324, 332, 342, 480.
Cronología bíblica, 295-96, 297, 316, Davisson, 422.
336. Davy, Sir Humphrey, 237, 239, 242,
Cronómetro, 214-15, 295. 272, 290.
Crook.es, Sir William, 394, 396, 403, Dawson, 386.
407, 449. De Natura Deorum, 84.
Crotón, 57. De re metallica, 144.
Cruickshank, 241, 286. De rerum natura, 84.
Cruzadas, 128. Debye, 412, 451-52.
Cualidades afines, 350, 354. Decadencia y ocaso de la cultura, 88-
Cuanto, mecánica cuántica, 420-24, 447- 89.
Deducción, 46-47, 66, 71-72, 484 y ss.
48, 502-03; teoría, 411-14, 417, 438,
Deductiva, geometría, 46-47, 71-73, 74.
517, 520. Dee, John, 141, 172.
Cuevas, pinturas, 31. Deflogisticado, aire, 292.
Curie, 402, 404, 405. Defoe, 215.
Curie-Joliot, 444. Deísmo, 215-16, 223, 224-25.
Curtius, 282. Delaporte, L. J., 33.
Cusa, Nicolás de, 123. Delft, 158.
Cuvier, 284, 296, 297, 314. Delta, de Cefeo, 460.
Della Torre, 133.
Chadwick, Sir James, 402, 443-49. Demetrio, 43.
Challenger, viaje del, 295. Demócrito, 18, 53-56, 64, 68, 71, 81,
Chamberlin, 456, 468-69. 84, 115, 162, 192, 235.
Chambers, Robert, 301. Demonio, duende, de Maxwell, 265-66,
Chanson de Róland, 125. 324.
Charcot, J. M., 284. Dempster, 440.
Chardin, 215. Densas, estrellas, 465-67.
Charles, su ley, 256. Densidad, 64-65, 73-74, 183.
Chartres, 109. Desaguliers, 232.
Desaparición de la materia, 501-04.
Chatelet, Madame du, 205.
Descartes, 117, 162-65, 175, 176, 188,
Chaucourtois, de, 239.
190, 196, 201, 213, 222, 225, 299,
Chelsea, jardín físico, 152.
330, 332, 383, 506; de Descartes a
Child, J. M„ 183, 186. Boyle, 162-69.
Chimborazo, 294. Desch, 263.
China, 33, 128. Destilación, 142-43, 279, 361.
Chináis, Le Sage, 215. Determinismo, 324, 325, 383, 384, 503—
09; y materialismo, 222-26.
D’Alembert, 205. Deuterio y deuterón, 440, 444.
Dale, Sir Henry, 369. Dewar, Sir James, 261.
Dalton, John, 53, 235-39, 407. Dextrosa, glucosa, 271, 285, 361.
Dampier, A. M., 15. Diabetes, 285.
Dampier, M. D. A., 140. Diamante, 451.
Dampier, William, 215, 295. Diazo, sus compuestos, 453.
Dampier, Sir William C. D., 273, 275, Diderot, 205.
552 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

Dieléctrica, constante, 249 - 50, 251, Ebers, papiro, 38.


271-72. Ecfanto, 75, 138.
Dieta. Véase Digestión. Eclipses, 35, 58-59, 76-77, 432-33.
Diferenciales, 187, 205, 207, 270. Ecología, 195, 211-12, 294-95, 296-97,
Difracción, 189, 408, 409. 298.
Difteria, 291. Economía, 97-98, 129, 130, 332-33, 334.
Difusión, 256, 257, 446-47; en líqui­ Ecuaciones, 88, 187, 188.
dos, 274-75; de iones, 398. Edad de Hierro, 29.
Digby, Sir Kenelm, 166. Edad oscura, 90, 96-99.
Digestión, 282; 284, 362, 363, 370. Eddington, Sir Arthur, 13, 248 y 420 ss.
Digges, Tilomas, 141. Edén, paraíso, 215-16.
Diluvio, 135-36, 295-96. Edgehill, 147.
Dimensiones de unidades, 234. Edimburgo, 302.
Dinámica, 158-60, 174, 179-86, 200-01. Egea, civilización, 41.
Diocleciano, 82. Eggert, 475.
Diofanto de Alejandría, 88. Egipto, 29, 37-39, 46, 57-68, 71, 77
Diógenes el Babilonio, 84. y ss.
Dioniso, 43. Ego, problema del yo, 350, 511.
Dioscórides, 86, 152. Ehrlich, 453.
Diploide, número, 451. Einstein, 23, 50, 198, 248, 319, 412,
Dirac, P. A. M., 421, 475. 424 y ss., 467, 477, 493, 518.
Disociación, 276, 395. Eka-yoduro, 450.
Dispersión de la energía, 261-62, 324 Elea, 51.
25, 470-71. Eléctrico, peso atómico, 400-01, 439
Disraeli, 335. y ss.; conductividad, 231, 245-46;
División de la ciencia, 497. de gases, 395; de líquidos, 274-75;
Dixon, 273. corriente, 240-41; desviación, 397,
Dobereiner, 272. 400-01, 402-03, 439; ondas, 269-7Í,
Doble refracción, 189, 246. 436-38.
Dodds, 368. Electrodo, 242-43.
Dogma, 521-22. Electrólisis, 242-43, 274-75.
Doisy, 368. Electromagnético, campo de fuerza,
Dominantes, caracteres, 349, 354. 249; inducción, 248-49; teoría de la
Dominicos, 106, 114, 119. luz, 269, 270; unidades, 250-52.
Dominis, A. de, 188. Electrón, 153.
Donnan, F. G., 364. Electrón, 396-400, 414-15, 444-45; su
Doppler, 268, 459. estructura, 422, 423, 441.
Dorios, 41. Electrón-voltio, 441-43.
Drake, 173. Electroquímicos, equivalentes, 242, 243.
Driesch, 384. Electrostática, 231-33, 240, 249-50.
Drogas, 143-44, 151, 363, 452-53. Elementos, 46-47, 48, 50, 51-56, 61-62,
Drosofila, 351, 354, 375, 377. 142-43, 168, 169, 229, 239, 409, 410,
Dryden, 216. 439-41, 444 y ss.
Dseta de la Osa Mayor, 459. Eleusinos, misterios, 43.
Du Fay, 231. Elixir vitae, 102.
Dualismo, 122, 164, 221-22, 506; quí Elster, 400.
mico, 238. Elles, Gertrude, 14.
Dubois. Véase Sylvius. EUiot, C , 13.
Dudley, 369. Ellis, C. D., 403.
Dumas, 281, 284. Ellis, Carleton, 450.
Dunkin, 373. Emanaciones, radiactivas, 403-04, 406.
Dunning, 447. Embalsamamiento, 38-39, 387.
Duns Escoto, 106, 122, 126. Embden, 366.
Duraluminio, 265-66. Embriología, 57-58, 62-63, 113, 114,
Dürer, 133. 147, 148, 285-86, 350-53, 376-77.
Dutrochet, 286. Eminentes, hombres, 312, 355.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 553

Emoción, 329-30, 380. Esfera, atracción, 193-94, 196.


Empédocles, 52, 57, 190, 298. Espacio, 166, 196-97, 220-21, 230, 319-
Empírica, ciencia, 219-20, 279, 280, 483, 320, 428 y ss., 461-62, 472-73, 477,
517-18. 503.
Emulsoides, 360, 361. Espagiristas, 168, 176.
Enanas y gigantes, estrellas, 458, 463- España, 102, 103, 105, 112.
64. Espato de Islandia, 189, 246, 247.
Enanismo, 364. Especies, 298-308, 353-54.
Encantamientos, magia, hechizos, 57-58. Específico (a), gravedad o densidad, 64-
Enciclopedistas franceses, 157, 162, 65, 73-74, 103-04; color, 231, 257-
173, 205, 223, 383, 480. 58, 412-13; capacidad inductiva o
Encyclopadie, 316. constante dieléctrica, 250-51.
Encyclopédie, 205. Espectáculos, 123-24.
Endocrinas, glándulas, 368. Espectros, 268-69, 411-12, 417-18, 419-
Energía, 179-80, 184, 252, 259 y ss„ 20, 450-51, 459, 462 y ss.; análisis,
287-88, 324, 415, 428-29, 470-71, 493- 266-69.
94; niveles, 417-21, 449-50; nuclear, Espectros de masa, 400-01, 439-40.
438 y ss.; radiactiva, 404; Teoría Espejos, esféricos, 104.
de, 324-26. Espinal, cuerda, 86-87.
Enfermedad, acción selectiva, 333-34, Espirales, nebulosas, 461-62, 467-68,
357. 475-76.
Enrique el Navegante, príncipe, 129, Espíritus, animales, 87, 148, 150, 164,
173. 175, 283; naturales, 87, 145-46; vi­
Enteros, 48, 488, 490. tales, 87, 145-46.
Entropía, 261-62, 325-26, 431, >£11-13. Esplritualismo, 172, 382.
“Entusiasmo”, éxtasis, 44-45, 204. Espontánea, generación, 211-13, 289-90,
Enzimas, 272-73, 288-89, 290-91, 362, 342-43.
365, 367, 368-69. Esquilo, 43, 44, 118.
Ephemerides, 128. Estadísticas, 257, 310-11, 492 y ss.
Epiciclos. Véase Ciclos. Estadístico, estudio de la herencia, 351-
Epicuro, 55, 70, 84, 101, 175, 190, 235. 53, 377-78.
Epidauro, 57. Estagira, 61.
Epistemología. Véase Conocimiento, Estelar, energía, 466-67, 469-70, 476-
teoría. 77; evolución, 467-71, 466-47; sis­
Equilibrio, químico y físico, 261-62, tema, 457, 513-15; universo, 456-79.
271-72. Estéreo-química, 280-81.
Equinoccios, precesión, 76. Esteres, 289.
Erasfstrato, 78. Esterilidad, 305-06, 374-75.
Erasmo, 128, 137. Estoicismo, 69-71, 81, 84, 92, 97-98,
Eratóstenes, 78. 117.
Erhaltung der Kraft, 253. Estrabón, 85.
Erígena, 108, 115. Estratón, 62, 67.
Erikszen, 173. Estrella Polar, 460.
Erman, 242. Estrellas, culto, 69-70.
Eros, 43; planeta, 456. Estrellas, las, 457-58; edad, 466-67,
Error, ley, 256, 257, 312. 476-77, 513; densas, 465-67; distan­
Escocia, 99; Universidades, 107. cias, 457-58, 460; dobles, 458-59,
Escolasticismo, 19, 44-45, 49, 106, 114- 465-66; evolución, 467-71; gigantes
15, 116-17, 122, 134, 154, 157, 160- y enanas, 458, 463-64;- masas, 459;
61, 168, 174, 196, 469-70; su deca­ espectros, 462-64; temperaturas, 458,
dencia, 122-25. 462-64; variables, 459-60; naturale­
£scorbuto, 214-15, 367. za, 462-67; corriente estelar, 461.
Escoto, Duns, 106, 122, 174. Estreptococo, 452-53.
Escuela de Alejandría, 77-81. Estrógenas, hormonas hembras, 368.
Escuela pitagórica, 47-50. Estructura del átomo, 428-32.
Esculapio, 57. Eter, 61-62, 143-44, 160, 175, 190, 191-
554 H ISTO RIA DE LA CIENCIA

92, 199, 246-48, 269-71, 322, 394, Fernando e Isabel, 129.


424-27, 502, 503. Fernel, Jean, 145, 164.
Eternidad, 514, 515. Fichte, 316.
Etica, 338-40 Field, lohn, 141.
Euclides, 18, 46, 48, 72, 78, 103, 107, Fildes, P., 453.
172. Filipo de Macedonia, 61.
Eudemo de Rodas, 72, 78. Filolao, 49, 75.
Eudoxo de Cnido, 67, 75. Filosofía de identidad, 317.
Eufrautes, 33, 36. Filosofía, siglo xx, 480-84.
Eugenesia, 312, 333-34, 355, 356. Filtrable, virus, 291-92, 370-72.
Euler, 205, 206, 366, 434. Findlay, A., 277.
Eurípides, 118. Fischer, Exnil, 279, 282, 452, 455.
Europa, razas, 309-10; reconstrucción, Fisher, R. A., 377. .
99-100. Física, antropología, 385-87; constan­
Eutécticas y eutectoides, aleaciones, tes físicas, 449; conciencia y entro­
263. pía, 511-13; La Nueva, 394-96; La
Evans, Sir Arthur, 41. Nueva Era de la, 394-455.
Evans, C. Lovatt, 366, 505. Física óptica y teorías de la luz, 188-
Evolución, 298-313, 331-32, 336-46, 92; síntesis física, 174, 449.
480; y selección natural, 303-08; y Física reciente, 435-38.
filosofía, 341-46; y religión, 336-40; Físico, isomerismo, 281.
antes de Darwin, 298-301; ideas pos­ Físicos, jardines, botánicos, 151-52.
teriores, 353-54. Fisiología, 282-89; y anatomía, 145-51.
Ewen, C. L’Estrange, 170. FitzGerald, G. F., 426-28.
Experimental, método, 121, 153, 157, Fizeau, 424.
167, 344-45, 489-98. Flagstaff, observatorio, 456.
Exploradores, 74, 129, 130, 178, 214- Flamsteed, 187.
15, 216, 294, 295. Hetcher, Sir Walter, 366.
Extensión, de la abstracción, 499. Flogisto, 53, 209-10, 235.
Eyde, 449. Florencia, 132, 177.
Florey, 453.
Fabricius, 148. Fludd, 149.
Fagocitos, 290-91. Fluidos, teorías, 230-33, 240, 252; im­
Fahrenheit, 230. ponderables, 230-33.
Fairchild, H. N., 216. Fluxiones, método, 186-87, 188.
Familia, historia, 334-35, 355. Folkestone, 146.
Faraday, Michael, 227, 243, 248-49, Fontana, Giovanni da, 128.
261, 269, 271, 322, 361, 394, 395; Fontenelle, 315,
ley, 243. Forcé hypertnéchanique, 287.
Farmacéuticos, Sociedad de, 152. Formas o ideas, 60, 108.
Farr, William, 333. Fórmulas, químicas, 237, 238, 280.
Fase, regla, 261-66. Fósforo, 168.
Fay, du, 231. Fósiles, 134-35, 295-97.
Fearon, W. R„ 359. Foster, Sir Michael, 145, 148, 212, 213,
Feather, N., 14, 438, 443. 284, 285, 316.
Fecundidad, cultos, 17, 42-43, 93, 388, Fotografía, 454.
391-92. Fotón, 411, 442-43.
Fechner, 330. Foucault, 192, 267, 425.
Fedón, 59. Foulques, Guy de, 119.
Fenacetina, 452-53. Fourier, 229, 234, 245, 451.
Fenomenalismo, 21-22, 24-25, 216-18, Fourneau, 453.
221-22, 321, 381-82, 480, 496-97. Fowler, Sir Ralph, 419, 475.
Fermat, 163, 188, 314, 434. Frailes, 111-12.
Fermentos, 82, 150, 212-13, 227, 228, Franciscanos, 119, 120.
288-89, 290. Francisco I, rey de Francia, 132.
Fermi, 443, 475. Francisco de Asís, San, 125.
IN D ICE DE AUTORES Y MATERIAS 555

Franck, 419. Geitel, 400.


Frankland, 268, 280. Genes, 375-77.
Franklin, B., 232. Génesis, libro del, 295, 337.
Fraser, Campbell, 218. Genética, 374-378.
Fraunhofer, 267. Geocéntrica, teoría, 34-35, 37-38, 68,
Frazer, Sir James, 31, 337, 387-92. 76, 138.
Frege, 483, 485. Geodesia, 48-49, 78, 80, 104, 128, 294-
Frenkel, 449. 95, 479.
Frenología, 283. Geoffroy, 195,
Fresnel, 21, 191, 246, 247. Geofísica, 478.
Freud, 382, 491-92. Geografía física y exploración científi­
Freund, Ida, 194. ca, 294-96.
Friedmann, 475. Geográficos, descubrimientos, 58-59,
Friédrich, 409, 451. 74, 78, 80, 129, 214-16, 294-96.
Frisius, Gemma, 141, 172. Geología, 27, 295-97, 374, 451, 47S-79.
Fritsch, 379. Geometría, 34, 37-38, 48, 71-73, 78,
Frobisher, 173. 107, 108, 163.
Frontíaus, 85. Geórgicas, 85, 293.
Frosch, 292. Gerard, J., 152.
Fructosa, 279. Gerbert, 107.
Fuego, teorías, 28, 52-53, 142-43, 169, Gerhardt, 281.
209, 211. Germer, 422.
Fuentes y ríos, 295-96. Germinales, células, 348-51, 376-77.
Fuerza, líneas de, 249-50, 269, 413. Gesner, 142.
Fundamentalismo, 524-25. Giauque, 440.
Gibbs, Willard, 262, 263.
Gadd, C. T-, 36. Giessen, 315.
Gaetani, cardenal, 142. Gigantes, estrellas, 458, 463-64.
Galaxia, 460-62. Gigantismo, 364.
Galeno, 87, 88, 99, 101, 142, 145, 175. Gilbert, Sir John, 293.
Galileo, 20, 64, 69, 116, 117, 134, 142, Gilbert de Cochester, 152-53, 174, 175.
149, 153, J57-62, 165^168, 169, 174, Gilson, E., 163.
182-86, 199, 235, 490, 511, 519, 525. Ginebra, 146.
Galio, 239. Glaciación, 28, 296.
Galton, Sir Francis, 311-13, 334, 351, Glacial, edad, época, 27-25, 296-97.
355. Glaisher, J. W. L., 179, 181.
Galvani, 228, 240, 329. Glándulas, 148, 362, 363, 364.
Galvanismo y electricidad, 242. Glándulas sin conducto, 362, 507.
Galvanómetro, 228, 252. Glauco, 47.
Gall, F. J„ 283. Glazebrook, Sir Richard, 247, 255.
Galle, 208. Glicógeno, 285.
Gamma, rayos, 402, 407, 465. Glisson, 148.
Gamow, G., 477. Glosopeda, 291-92, 370-71.
Ganado de cuerno corto, 297-98. Glucosa, 279.
Gardner, Percy, 93. Glutationa, 365.
Gases, 52-53, 144-45, 235, 238, 255-59, Gnomo, 35, 47.
275, 394 y ss., 465-66; inertes, 273, Gnosticismo, 69.
400-01; teoría cinética, 255-59. Gockel, 441.
Gaskell, 379. Godron, 300.
Gassendi, 167, 175, 176, 235, 322. Goethe, 299, 318.
Gauss, C. F., 229, 233, 234, 250, 251, Goitre, 363.
256, 315, 319. Golden Bough, The, 31, 338, 389, 392.
Gay-Lussac, 238, 261, 279, 294, 315. Goldhaber, 446.
Geber, 102, 110. Véase también Jabir. Goldstein, 394, 396, 400.
Geiger, 414, 448. Goma arábiga, sintética, 454.
Geissler, 394. Gomperz, T., 44.
556 HISTORIA DE LA CIEN CIA

Gortner, 371. Hahn, 446.


Gótico, reino occidental, 105. Haldane, J. B. S„ 221, 471, 514.
Graaff, Van, 444. Haldane, J. S., 361, 383, 385, 504.
Graebner, 386. Hales, Stephen, 209, 213.
Graham, T., 256, 274, 359, 360. Hall, Marshall, 283.
Gramo, 234. Haller, Albrecht von, 213, 282.
Grantham, 178. Halley, 180, 181.
Grasas, 282, 286-87, 288. Halliday, 43.
Graunt, John, 311, 333. Hamilton, Sir W. R., 229, 421, 431.
"Graves”, enfermedad, 363. Hanno, 74.
Gravitación, 159-60, 178-83, 198-99, Haploide, número (simple), 375.
202-03, 322, 431-34, 478. Harappa, 39.
Gray, Asa, 303, 304. Hardy, A. C„ 374.
Gray, Stephen, 231. Hardy, Sir William, B., 360, 363.
Great Rift Valley, 478. Harington, 363.
Grecia y los Griegos, 41-42, 41-83; re­ Harkins, 443.
novación, 111-12, 118, 119, 127; Harriot, T., 158.
medicina, 57-58; religión y filosofía, Harris, L. J., 366.
42-44. Harrison, Jane E., 43, 387, 388.
Green, 233, 247. Harrison, John, 214.
Greenstreet, 182. Harteck, 445.
Greenwich, hora, 214. Hartley, E. G. J., 276.
Gregorio XIII, Papa, 85, 172. Hartley, W. N., 451.
Gregorio de Tours, 94, 100. Hartmann, 473.
Gresham College, 177. Harun-al-Rashid, 100.
Grew, N., 195, 286. Harvard, 483; Observatorio, 462.
Griess, 453. Harvey, William, 88, 146, 147, 163, 172,
Grimaldi, 189. 174, 175, 286, 287, 299.
Gripe—influenza—, 370. Haskins, C. H., 112.
Groningen, 461. Haiiy, Abbé, 314.
Groot, de, 158. Hawkins, 173.
Grosse, 447. Haworth, 454-55.
Grosseteste, Robert, 112, 113, 118, 120. Head, Sir Henry, 379, 380.
Grotthus, 242. Heath, Sir T. L„ 14, 46, 68, 73, 88.
Grove, Sir W. R., 252. Heaviside, capa, 420-21, 437.
Grupo, estructura de, 421-22, 516-18; Hecateo, 58.
velocidad, 421-22. Hechicería, 170-72.
Gudger, 142. Hegel, 11, 20, 299, 317, 318, 323, 480,
Ghuericke, von, 168. 482-83, 485, 498.
Guerra civil, 177. Heidelberger, 373.
Guettard, 296. Heisenberg, 420, 421, 422, 502, 516.
Guillermo de Champeaux, 109. Helénica, civilización, 68, 71.
Guillermo de Occam, 122-23, 126, 174. Heliocéntrica, teoría, 75, 76, 138, 139,
Guldberg, 272. 155, 158,
Cullwer's Trovéis, 215. Helio, 258, 261, 268, 402-03, 416, 420,
Gunter, E., 179. 477.
Gunther, R. W. T., 86, 152, 177. Helios, 52.
Gurney, 277. Helmholtz, H. von, 230, 231, 244, 253,
Gusano de seda, enfermedad, 289-90. 262, 287, 317, 318, 329, 332.
Helmont, van, 145, 150, 164, 209, 212.
Haber, 449, 450. Hellriegél, 293.
Habilidades, su herencia, 312, 313. Hematina, 424.
Habla, lenguaje, 27, 329-30. Hemoglobina, 285-86, 365, 455.
Haddon, A. C„ 41, 310. Henderson, Lawrence, 384, 457.
Haeckel, 212, 306, 332, 342, 347, 383, Hennell, 279.
480. Henson, 279.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 557

Heráclides de Ponto, 75. Hoff, Van’t, 272, 275, 281, 395, 452,
Heráclito, 47, 50, 54, 298. 501.
Herbarios, 86, 152-53. Hofman, 452.
Herbart, 327-380. Hogben, L., 14.
Herculano, 86. Hohenheim, von. Véase Paracelso.
Hércules, constelación, 461; columnas, Holbach, 225.
74. Holbrook, John, 124.
Herder, 337. Holmyard, E. J., 102.
Herencia, 297-308, 310-13, 348-58, 380- Homberg, W„ 208.
85; de caracteres adquiridos, 307- Hombre, origen, 296-97, 309-10, 385-
08, 212-13, 353-58; estudio estadís­ 86, 513; ¿máquina?, 283, 383-85,
tico, 351-53; y sociedad, 354-58. 327-28, 331-32, 341-42, 345-46, 496-
Hereford, Roger de, 107. 97.
Hermes, Trismegisto, 81, 110. Homero, 41-44, 57.
Herodoto, 41, 43, 58, 391. Homo sapiens, 386.
Herófilo, 77, 78. Honigschmit, 407.
Herón, de Alejandría, 79, 434. Hontman, 173.
Herschel, Sir J. F. W., 267, 315, 319. Hooke, Robert, 149, 168, 180, 190, 246,
Herschel, Sir William, 268, 459. 247, 286.
Hertwig, 306. Hooker, Sir W. J., 295, 303, 304.
Hertz, G., 419. Hopkins, B. S., 450.
Hertz, Heinrich, 271, 396, 436, 437. Hopkins, Sir F. G„ 362, 365.
Hertzsprung, 458, 460. Hormonas, 363, 364, 368.
Horrocks, 173.
Hesíodo, 41.
Hess, 441. “~- Horsley, 379.
Horticultura, 297-98, 350.
Heycock, 263.
Hibridización, 297-98, 348. Hounslow Heath, 294.
Hicetas, 139. Houtermans, 475.
Hidrofobia, 290-91. Hubble, 461, 469-71.
Hückel, 277.
Hidrógeno, 168, 209-10, 211, 261-62,
Hudson, C. S., 455.
269, 415-16, 416-19, 47^; hidroge­ Huevo, desarrollo, 57-58, 62-63, 148.
nados y no hidrogenados, 474; ter­
Huggins, Sir William, 268, 269.
mómetro, 261; concentración de io­ Humanismo, 12, 127.
nes, 360, 361. Humboldt, Barón von, 294.
Hidrografía, 214-15, 294-95. Hume, David, 219-26, 321, 328, 337,
Hidrostática y dinámica, 73, 74, 135, 489, 493, 496, 507, 515.
188. Humores, del cuerpo, 65.
Hidroxil, 281. Hurst, C. C., 354, 355.
Hierón, rey de Siracusa, 73. Husserl, 482.
Hierro, 29, 209. Hutton, 135, 296.
Hígado, 285, 370. Huxley, Leonard, 305.
Hilbert, 434. Huxley, Thomas Henry, 295, 301-09,
Hildegard, Abadesa, 110. 337, 339, 385, 387.
Hinshelwood, 449. Huygéns, C„ 180-90, 246, 254, 467.
Hiparco, 18, 68, 138, 458; y Aristar­
co, 18, 74-78. I-am-hotep-(Imhotep), 38.
Hipatía, 95. Iatroquímica, 143.
Hipócrates, 58, 63, 99, 142; juramento, Ibn-al-Haitham, 104, 121.
58. Ibn-Junis, 104.
Hipólito, 94. Ibn Sina, 104.
Hispano-arábiga, filosofía, 105-06. Ictiología, 374.
Hisinger, 242. Idealismo, 57, 59-60, 65, 91, 108, 217-
Hittorf, 274, 394, 396. 18, 317-19, 497-98.
Hitzig, 379. Identidad, su filosofía, 317.
Hobbes, Thomas, 165, 176, 216. Iglesia de Inglaterra, 524.
558 H ISTO RIA DE LA CIEN CIA

Ilchester, 118. Ishtar, 390.


lllada, 57. Isidoro de Sevilla, 100, 110.
Ilinio, 450. Isis, 391.
Imhotep—I-am-hotep—, 38. Isis, revista, 12, 14, y notas.
Imperial Chemical Industries, 453. Isóbaros, 440.
Imponderables, fluidos, 230-32. Isoeléctrico, punto, 360.
Imprenta, invención, 128. Isomerismo, 279, 280; físico, 281.
Incertidumbre, principio de, 384-85, Isotérmicas, líneas, 259, 294.
421-22, -502, 505-07. Isótopos, 400^01, 402, 407, 408, 439
Inconmensurables, cantidades, 48-49, y ss.
487. Italia, Norte, 126; Sur, 18, 47, 99-100,
Indeterminación, 448. 112.
Indeterminismo. Véase Incertidumbre, Itinerarios, 85.
principio. Ivanovski, 370.
India, 39-40, 101, 104, 129.
Indicadores, elementos, 447-48. Jabir, 102, 103. Véase también Geber.
Indigo, 453. Jacobi, H., 101.
Indios, numerales—arábigos—, 103-04, Jacobo 1, 146, 153, 172.
105, 107. Jámblico, 92, 94.
Indo, río, 33. James, William, 481-83, 507.
Inducción, 61-62, 66, 154, 319-20, 484, Janssen, 148, 268.
489-92. Java, 311.
Industrial, revolución, 130, 227. Jeans, Sir James, 14, 411, 465-71, 514.
Inercia, 134, 160, 174, 183-86. Jeffreys, 478.
Infinito, 50-51, 52, 486-89. Jellet, 272.
Inge, Dean, 357. Jenner, 291, 372.
Ingenhousz, 144, 292. Jenófanes, 42.
Ingold, 452. Jerónimo de Ascoli, 120.
Inhibición, nerviosa, 284-85. Jerónimo, San, 94.
Inman, Rev. H. T., 176. Jerusalén, 89.
Inmanencia, su doctrina, 168, 201-02. Jesty, B., 290.
Inmunidad, 291-92, 372-73. Jevons, W. S., 320.
Inocencio VIII, Papa, 170. Jirafa, 300-01.
Inoculación, 290-91, 372-73. ■ Joachimstahl, 144.
Inquisición, 137, 141, 171. Job dé Edesa, 103.
Insecticidas, 453-54. Johannsen, 352.
Instinto, 480-81. John, de Londres, 121.
Instrumentos científicos, 46-47, 120-21, John de Salisbury, 109.
157, 169, 227, 248-49, 435-36, 444- Johnson, 440.
45. Johnson, Samuel, 218.
Insulina, 363, 455. Joliot, 441.
Interestelar, espacio, 473. Jones, H. O., 281.
Interferencia de la luz, 189, 246-47, Jones, W. H. S., 98.
412-13. Jónicos, filósofos, 18, 44, 46-47.
Intestinales, nervios, 364. Jordán, 421.
Inversión del azúcar, 271-72, 273, 276. Josefo, 86.
Investigación, organización, 315, 316, Jost, 449.
455. Joule, J. P., 231, 253-61, 495.
Iodo, falta de, 363. Jourdain, Monsieur, 66.
Iones, teoría iónica de los líquidos, Journal des Savants, 177.
274-75, 276; de los gases, 395 y ss.; Juan XXII, Papa, 122.
velocidades, 274, 275. Judío, escolasticismo, 106.
Ionosfera, 437. Judíos, 89, 105-06, 110.
Irlanda, 99. Juliano, emperador, 95.
Irvine, 231, 455. Julio César, 84.
Isabel, reina, 153. Jundishapur, 100.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 559

Jung, 24. Langley, J. N., 316, 379.


Junis, Ibn, 104. Langmuir, 364, 419.
Júpiter, sus satélites, 158, 189, 424. Laplace, 183, 202, 206-08, 221-22, 229,
Justiniano, emperador, 97. 295, 314, 468-69.
Larmor, Sir Joseph, 400, 426, 501.
Kamerlingh-Onnes, 261. Latín, clásico, 127.
Kant, 11, 20, 204, 207, 219-20, 299, Latitud y longitud, 104, 214-15.
314-21, 468, 480, 482-83, 515. Latour, C. de, 272, 289.
Kapitza, P. L., 435-36. Laue, 263, 408, 451.
Kapteyn, 461. Laurent, 281.
Karrer, 454. Laveran, 291.
Kaufmann, 397-98, 428. Lavoisier, 149, 169, 229, 235, 279-80,
Kaye, G. W. C„ 409. 292, 314, 321, 495.
Kekulé, 280, 451, 453. Lawes, Sir John, 293.
Kelvin. Véase Thomson, W. Lawrence, E., 445-46.
Kellor, Miss, 380. Le Chatelier, 262.
Kemp Smith, N., 219, 220. Le Rossignol, 449.
Kendall, 363, 368, 373. Leake, C. D., 144.
Kenelly, 437. Leavitt, Miss, 460.
Kepler, 38, 49, 104, 155-57, 159-61, Lecky, W. T., 170.
173, 174, 181-82, 186, 456. Leeuwenhoek, van, 148, 286.
Keynes, Lord, 492, 493. Leguminosas, plantas, 292-94.
Kidenas (Kidinnu), 69, 76. Leibniz, 60, 177, 186, 187, 188, 205,
Kiev, 106. 219-21, 225, 299, 327, 329.
Kilogramo, 234. ■*_ Léiden, 152; botella de, 232.
Kipping, 281, 409, 451. Lemaitre, Abbé G., 475.
Kirchhoff, 267-68, 272. Lémery, 145.
Kitasato, 373. Lenard, 414, 415, 419.
Kittredge, G. L., 170. León X, Papa, 128.
Klarling, 286. León XIII, Papa, 123, 480.
Klein, 230. Leonardo da Vinci, 74, 131-36, 145,
Knossos, 41. 157, 159, 296.
Koch, 290. Leucipo, 18, 53-55, 84.
Kohlrausch, 274-76. Levadura, 281, 289-91.
Koiné, la lengua común, 68. Leverrier, 72, 208.
Kolhorster, 441, 465. Levulosa, fructosa, 271.
Konisberg, 128. Lewis, 419, 441.
Koppernigk. Véase Copérnico. Ley de error, 256, 257, 312, 313.
Kossel, 419. Leyes naturales, 116-18, 123, 157-58,
Kraft und Stoff, 323. 182, 188-99, 321, 489-92, 493-96, 504,
Krebs, 365, 366. 517-18.
Kronecker, 489. Libertad, grados, 257-58, 261-62; cien­
Kühne, 272, 289. tífica, 524-25.
Kunsman, 422. Libre albedrío y determinismo, 329-
Laboratorios, 315, 316. 32, 380-81, 503-09.
Laborde, 405. Liceo, de Aristóteles, 61, 67, 88-89.
Ladenburg, 400. Licuación de gases, 260-62, 435, 436.
Lagrange, 206-08, 229, 314, 432, 434. Liebig, Justus, 279, 281, 287, 292-93,
Laidlaw, P., 371, 373. 315, 328.
Lake, Kirsopp, 523. Lieja, 107.
Lamarck, 297, 300, 305-07. Lija, “perro de mar”, 361.
Lamettrie, de. Véase Mettrie. Lilley, W., 176.
Láminas finas, colores de, 188-89. Lindemann (Lord Cherwell), 412, 449.
Landsteiner, 373. Linder, 360.
Lañe, 451, 464, 474, 475. Líneas de fuerza, 250, 269, 413.
Lange, 53, 225, 320, 323, 331. Linnean Society, 303.
560 H ISTO RIA D E L A CIENCIA

Linneo, 211-12. Magallanes, 129.


Lipasas, 289. Magia, 35-36, 37, 57, 69-71, 83, 93,
Lister, Lord, 290. 111, 170-72, 388-93; y religión y
Litio, 445. ciencia, SI, 388-89.
Litro, 234. Magnetismo, desviación, 396 y ss.;
Lobatchewski, 230, 319-20, 483. efectos de corrientes eléctricas, 244-
Lock, R. H., 351, 353. 45; permeabilidad, 250-51; tormen­
Locke, John, 216-23, 226, 496, 499; de tas, 294-95.
Locke a .Kant, 216-22. Magnitud, de las estrellas, 458.
Lockyer, Sir Norman, 268. Magnus, 285.
Lodge, Sir Oliver, 275, 426. Maharn Curia, 121.
Loeb, 364. Maimónides, 106.
Loewi, 369. Maít, 37.
Lóffler, 292, 370. Maitland, 452.
Logaritmos, 214-15. Majendie, 283.
Lógica, 66-67, 91, 481-82; y matemá­ Malaria, 98-99, 291-92.
ticas, 484-89. Malebranche, 166.
Logos, 94. Malinowski, 31, 387.
Londres, índice de mortalidad, 290, Malpighi, 148, 195, 286.
311. Maltesa, fiebre, 292,
Longitud, 104, 214-15. Malthus, 301-303.
Lorentz, 400, 426, 501. Malleus maleficarum, martillo de las
Lorraine, 107. brujas, 171.
Loschmidt, 256. Mana, 387.
Lot, 30. Manfredi, 145.
Lotze, 327, 330, 384. Maniqueísmo, 92, 170.
Lovaina, 104, 145. Mann, F. G., 14.
Lower, R„ 149. Manson, 291.
Lowes Dickinson, G., 42. Mantenimiento, ración estricta, 287-
Lubbock, Sir John (Lord Avebury), 288.
304. Manuscritos, búsqueda, 127.
Lucrecio, 56, 70, 84, 190, 226, 235. Maquinaria, eléctrica, 248-49.
Ludwig, Karl, 287. Máquinas reversibles, 259-61.
Luis de Baviera, 122, 126. Mar Muerto, 126.
Luis XTV, 177. Marci, 188.
Luna, la, 157, 158, 178-79, 214, 457. Marco Aurelio, 84, 92.
Lunar, teoría, 285-86. Marconi, 436.
Lussac, Gay, 261, 279, 294, 315. Mareas, 78, 84, 182-83, 221-22.
Lutero, Martín, 123, 133. María de Novara, 139.
Luz, 79, 104-05, 120-21, 157-58, 188- Marino de Tiro, 80.
92, 246-48, 266-70, 411-14, 424-28, Mariotte, 168.
432-33. Marli, 232.
Lyell, Sir Charles, 297, 303, 305, 310, Marrian, 368.
518. Marsden, 414.
Marsh, Adam, 118.
MacCullagh, 247. Marsh, J. E., 53.
Macdonald, D. B., 101. Martens, 263.
Maclnnes, 275. Masa, 152-53, 161, 183 y ss.; 321-24,
Mackenzie, 450. 397 y ss.; 415-16, 427-28, 439, 476-
Maclaurin, 206. 77; persistencia, 210-11, 253-54, 493-
Macquer, 145. 94.
Macrocosmo y microcosmo, 48-49, 59- Masa electrónica, 398-400, 428.
60, 69-70, 109-10 Masa y peso, 183-86.
Mach, E-, 21, 158, 183-84, 197, 223, Maspero, G., 35, 38.
321, 480, 482, 493, 497, 507, 515. Massa de Venecia, 282.
“Mad Hatter”, el sombrerero loco, 472. Masson, J., 53, 275.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 561

Masurio, 450. tos, 102-03, 142-43, 168-69, 193,


Matemáticas, 172-73, 186-88, 229-30; 195; espectro, 419-20; vapor, 257-
y astronomía, 205-08; y lógica, 484- 58, 419-20.
89; y naturaleza, 499-501. Merril, W. S„ 515.
Materia. Véase Masa; transmutación, Merz, J. T., 314, 316, 326, 329.
405-07, 408, 442 y ss.; persistencia, Mesopotamia, 29.
210-11, 253-54, 493-94; y fuerza, Mesotrón, 442.
321-24; desaparición, 501-03; el pro­ Messner, 329.
blema, 50-53. Metafísica, 484.
Materialismo, 55-56, 156, 165, 201-03, Meteorología, 62, 215, 293-95.
222-26, 323, 506; y biología, 331-32. Metilo, alcohol, 168.
Matthews, 454. Metro, 234.
Maupertuis, 205. Metschnikoff, 291.
Maury, 295. Mettrie, de la, 225.
Maxwell, J. Clerk, 21, 248, 256-59, 266, Meyer. L., 239, 285.
268-71, 315, 322, 436, 501, 512, 520; Meyer, O. E., 255.
el demonio de, 266, 324, 431, 513. Meyerhof, 366.
May & Baker, 453. Micenas, 41.
Mayer, A., 414. Microbios y bacteriología, 211-12, 289-
Mayer, I. R., 252, 260, 287. 92.
Mayhoff, 86. Microcosmo. Véase Macrocosmo.
Mayow, J., 149. Microscopio, 147, 148, 157-58, 195,
McBride, W., 384. 211-12; electrónico, 370-71.
McColley, 140. Michael, E„ 112.
McCormack, T. J., 321. Michell, 205, 233.
McCurdy, E., 131. Michelson, 425-27, 516.
McLennan, 465. Midra y midraísmo, 92, 391.
Mécartique Céleste, 207. Mileto, 46.
Mecke, 440. Milne, E. A., 419, 463, 476.
Meckel, 286, 300, 306, 347. Mili, James, 326, 328, 380.
Medical Research Council, 455. Mili, J. S., 319, 339, 380, 484, 489-90,
Medicina, 38-39, 40, 57-58lr 84-85, 98- 492-93, 496.
99, 143 y ss., 216-17, 289-90, 362 y Miller, H., 515, 517.
ss.; véase también Fisiología; y quí­ Millikan, R. A., 398-99, 434, 441, 465.
mica, 142, 145. Millington, Sir Thomas, 195.
Médicos, Royal College, 148-152. Mills, 452.
Medidas, trigonométricas, Minas, 361.
Megaparsec, 476. Mineros, calambre, 370.
Meinesz, 478. Minkowski, 429, 431.
Meiosis, separación de cromosomas, Minoica, civilización cretense, 41, 46.
375. Minot, 370.
Meitner, Fráulein, 403. Mirandola, 139.
Melvil, 267. Mirbel, 286.
Mellizos, 376. Misa, teoría católica, 93.
Melloni, 268. Misterio, religiones de, 19, 69-70, 91,
Membrana, equilibrio, 364. 93, 388, 392-93.
Mendel, y herencia, 228, 308, 348-51, Misticismo, 59-60, 123-24, 203, 338-39,
352, 354, 377, 492. 402-04, 520.
Mendeleeff, 239, 273, 401, 414. Mitología, 42, 389.
Menta, 180, 204. Mitscherlich, 280.
Mente, 507-08, 510-11. Mixedema, 363.
Mercator, 172. “Moderadores”, de la reacción nu­
Mercier, cardenal, 480. clear, 446-47.
Mercurio, planeta, 433. Modernismo, 523-25.
Mercurio, residuo, 209-10. Mohamed, 100-01.
Mercurio, sal y azufre como elemen­ Mohenjo-daro, 39.
562 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Mohl, H. von, 286. Nápoles, 177.


Moleschott, 323, 327, 331-32. Natalidad, índice, 355-58.
Monasterios, 98-99; escuelas monásti­ Natural, historia, 297-98, 306-07; ley,
cas, 107. véase Leyes; camino, 431-33, 472;
Moncrieff, Miss Scott, 376. sitio, 64-65, 158-59; selección, 55-
Mondino, 145. 56, 278, 303-08, 336-37, 343-45, 355-
Moneda, cambio en valor, 97-98, 129- 58, 481-82; espíritus, 87-88, 145-46,
30. 149-50.
Monge, 314. Naturaleza, leyes. Véase Leyes.
Monismo, 217-19, 342-43, 507. Naturaleza de las estrellas, 462-67,
Monomoleculares, reacciones, 271, 404- Naturalismo, su ética, 340.
05. Naturphilosophie, 315.
Monos y hombres, 336, 377-78. Navegación, 129, 152, 178-88, 214-15,
Monroe, H. A. J., 84. 294-95.
Montagu, Lady Mary Wortley, 290. Navratil, 369.
Montaigne, 216. Nazi, poder, 518.
Montecasino, 105. Neanderthal, hombre del, 310, 386.
Montpellier, 104. Nebulio, 474.
Montreal, 402. Nebulosas, 460-62, 467, 473, 475; teo­
Moon, R. O., 57. ría de la nebulosa, 207, 221-22, 316-
Moore, G. E., 498, 511. 17, 468-70, 513.
Moquillo, 373. Neddermeyer, 442.
Moral, sentido, 222, 338-40. Needham, 365, 377, 383, 384.
More, L. T., 180, 186. Neher, 441.
Morgan, Lloyd, 381. Nemi, 338.
Morgan, T. H., 350, 351. Neolítico, período, 29, 386.
Morland, 195. Neón, 400-02.
Morley, 425-27. Neoplatonismo, 49, 89, 92, 94, 95, 97,
Morse, 277. 101, 108, 112, 114, 138, 157, 174.
Mortalidad, índice, 289-90, 310-11, 355- Neovitalismo, 383-85.
58. Neptuno, planeta, 456.
Morton, W. T. G., 290. Nernst, 262, 412, 449.
Moseley, H. G. J., 49, 409, 416, 450. Nervioso, sistema, 149-50, 213-14, 283-
Mosquitos, 291-92. 84, 378-80, 378-83.
Motor inmóvil, 61-62, 76-77, 156, 159- Nestorianos, cristianos, 100.
60. Nettleship, 354-55.
Motte, A., 199. Neurocrinas, hormonas, 368-69.
Moulton, F. R., 468-69. Neutral, monismo, 506-07.
Mount Wilson, observatorio, 460-6', Neutrones, 442-43, 444, 446-47.
466, 472, 475. Neville, 263.
Movimiento, 63-64, 158-61, 166, 184, Newall, H. F., 474.
428-29; leyes, 183. Newlands, 239, 401.
Müller, J., 127, 284, 328, 331. Newton, Humphrey, 192.
Murray, Margaret A., 170. Newton, Sir Isaac, 20, 174-204 y ss.,
Músculos, 148-49, 213-14, 365-66. 490-526; y la gravitación, 178-83; y
Museo de Alejandría, 77-78. la filosofía, 195-204; en Londres,
Música, 48-49, 50, 329-30; de las es­ 204; anillos de, 189.
feras, 48-49, 223-24. Newton, W. H., 366.
Muslímico, escolasticismo, 105-06. Nicod, 492.
Mutación, 308, 348, 350. Nicolás IV, Papa, 120.
Myers, C. S., 380. Nicolás de Cusa, 123.
Nicotínico, ácido, 367.
Naftalina, 451-52. Nicholson, 241.
Nagaoka, 415. Nier, 447.
Nágeli, K. von, 286. Nierenstein, 279.
Napoleón, 207, 245. Nietzsche, 334, 340.
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 563

Nilo, río, 33, 37-38, 58, 71. Orígenes, 93-94, 108.


Nitratos, 293, 449. Orion, 473.
Nitrógeno, transmutación, 407-08. Ornstein, Martha, 177.
Nitrógeno y carbono, sus ciclos, 292- Oto, transmutación, 81-83; y minas
94. de plata, 103-04, 130.
Nodack, 450. Osa Mayor, 459.
Nómadas, 30. Osborne, 455.
Nominalismo, 65-66, 108, 109, 112-13, Osiris, 391.
122-23, 174. Osmótica, presión, 275-77, 500-01.
Nordenskiold, 286, 383. Ostwald, 277, 502.
Norman, 152. Ottery St. Mary, 128.
Norton, 377. Owen, Sir Richard, 304.
Nous, mente, 52. Oxford, 106-07, 113, 118, 122, 147, 165,
Novara, de, 123, 139. 195, 305, 315, 451, 453.
Nubes espaciales, 473. Oxígeno, 143-44, 209-11.
Nuclear, átomo, 438-49, 476-77; ener­
gía, 446 y ss. Pacioli, Luca, 133.
Núcleos nebulosos, 398, 399, 407-08, Padres Cristianos, Santos Padres, 89,
414-15. 91-96.
Numerales, indios—arábigos—, 103-05. Padres de la Iglesia, 18, 91-96.
Números, 47, 138-39, 155-56, 389, 429, Padua, 143.
485-89, 499-500. Pagel,
Nürnberg, observatorio, 128. Paladio, 409.
Nutrición, 284-85, 361-63. Paleolítico, período, 28.
Palestina, 89.
Occam, Guillermo de, 122-23, 126, 174. Palissy, Bernard, 296.
Occidente, reino gótico, 105. Palmera, 36.
Occhialini, 442. Paludrina, 453.
Oceanografía, 214-15, 295, 296, 374. Panteísmo, 70-71, 123-24, 141-42, 166.
Odisea, 57. Pantin, C. F. A., 15, 378.
Oersted, 244. Papal, encíclica de 1879, 480.
Ohm, G. S„ 245-46. •«, Pepel, invención, 128.
Olímpicos, dioses, 43. Paracelso (von Hohenheim), 143-44,
Oliphant, 445. 209.
Omar Khayyam, 105. Paralaje, estelar, 457.
Ondas, teoría ondulatoria de la luz, Paralelismo psicofísico, 329-30, 506-
190-91, 246-48, 412-13; frentes on­ 07.
dulatorios, 413; grupos ondulato­ París, 106-07, 113, 119, 145.
rios, 421-22, 502-03; longitudes de Parménides, 51-52, 482.
las ondas lumínicas, 247, 269; Ion Parnas, 366.
gitudes de rayos X, 408-09; mecá­
Parsec, 462.
nica ondulatoria, 413, 419-23, 450-
51, 502-03, 516-18. Partículas, 397, 400-01, 402-03, 439,
Onsager, 277. 441-45.
Oort, 461. Pascal, Blaise, 149, 169, 215, 314.
Optica. Véase Luz. Paschen, 417.
Orbitas electrónicas, 417-20. Pasteur, 212, 227, 280, 290-91, 366,
“Ordnance”, estudios cartográficos, 372, 378.
294. Patagonia, 295.
Orficos, misterios, 43-45, 47. Patterson, T. S., 149.
Orgánica, química, 279-82, 359-70 y Pauli, 475.
ss., 449-55. Pavia, 240.
Organismo, su concepto, 288-89, 327- Pavlov, 370, 380-81.
28, 345-46, 383-85, 504, 509-11, 525- Peacock, 315.
26. Peano, 485.
Origen de la ciencia, 17, 27-32, 173. Pearce, 473.
564 HISTORIA DE LA CIENCIA

Pearson, Karl, 344, 351, 355, 377, 480, Platón, 18, 25, 58-60 y ss., 91 y ss.,
496-97. 482, 486.
Peces, 51, 52, 295-96, 374; migrato­ Pledge, 14.
rios, 374, Plinio el Viejo, 86, 100, 142.
Pechblenda, 402. Plomo, peso atómico, 407-08; carbo­
Pedernal, instrumentos, 27. nato, 102-03.
Pedro de Maharn-Curia, 121. Plotino, 92.
Peet, 38-39. Plutarco, 46, 75, 86, 139, 391.
Peloponeso, 41; guerra, 58. Plutón, planeta, 457-58.
Pemberton, Henry, 179. Plutonio, 44Í-47.
Péndulo, 180, 186. Pneurna: animal, 78; espiritual, 87.
Penicilina, 453-54. Pneumática, bomba, 168.
Pepsina, 288-89. Poincaré, H., 489, 491.
Peptonas, 282.
Poisson, 207, 229, 233.
Peregrinus, 152.
Polar, estrella, 460.
Pérgamo, 79.
Periódica, ley, 239, 408, 414-16, 439- Polares, moléculas, 450-51.
40. Polarización, dieléctrica, 250, 269-70;
Perkin, W. H., Sr„ 452. electrolítica, 241; de la luz, 189-90,
Perkin, W. H., Jr., 452. 247-48.
Permeabilidad, magnética, 250-51. Polineuritis, 367.
Perrault, 296. Polipéptidos, 282.
Perrin, 86, 359, 396. Poliploidea, multiplicación de cromo­
Persia, 90, 100. somas, 374-375.
Polo, Marco, 124.
Peso atómico, 236, 239-40, 400-02, 409-
Polonio, 402.
10, 439-41. Pólvora, 120-21.
Peso y masa, 183-85. Pollo, desarrollo, 62-63, 148.
Pesos y medidas, 33-34, 233-34. Pompeya, 86.
Petrarca, 127. Pope, Sir William, 281.
Petróleo, sintético, 450; yacimientos, Population, Essay on, 301.
475. Porfirio, 92, 94-108.
Petty, Sir William, 311, 333. Poroso, tapón, experimento, 260-62.
Pfeffer, 257, 277. Portsmouth, Conde de, 178, 194, 204.
Physiologus, 96. Poseidón, 44.
Picart, 181. Posidonio, 69, 78, 84, 129.
Pickering, E. C., 459. Positivos, rayos atómicos, 400-02, 439
Pico della Mirandola, 139. y ss.
Picton, 360. Positrón, 441, 443.
Piero da Vinci, 132. Potasio, 239; ferrocianuro, 409.
Pike’s Peak, 442. Potencial, 207; eléctrico, 245; termo-
“Pila”, uranio, 447. dinámico, 261-62.
Piltdown, 386. Pragmatismo, 481.
Pirotecnia, 143-44. Precesión de los equinoccios, 76.
Pisa, 132, 145, 152, 159. Previsión de la vida probable, 506-07.
Pitágoras y pitagóricos, 18, 47-49, 50, Prévost, 268.
52, 71, 75, 138-39, 190, 431, 487. Priestley, J., 144, 209, 231, 292, 361.
Piteas, 74. Primarias, cualidades, 161, 165, 199-
Pitecántropos, 378. 200, 217-18.
Pituitaria, glándula, 369. Primitiva, religión, 31, 32, 42-43, 387-
Plaga, epidemia y ratas, 291-92. 93.
Planck, 23, 50, 192, 206, 411-12, 417, Prímula, de la tarde, 351, 353.
518. Princeton, 371.
Plancton, 295, 374. Principia, de Newton, 182-83, 188, 207-
Planetaria, atmósfera, 457. 08.
Plaskett, 473. Probabilidad, 169, 208, 217-18, 256,
INDICE DE AUTORES Y MATERIAS 565

266, 312, 314, 332-33, 349, 407-08, Ratzel, 386.


491-92, 493, 516-17. Ray, John, 195, 211, 299.
Proclo, 95. Rayleigh, tercer Lord, 273, 316.
Progresos en matemáticas, 1S6-8S. Rayo, relámpago, 232.
Protágoras, 54. Razas de Europa, 30, 309-11.
Proteínas, 281-82, 286-88, 292-94, 455. Razón de unidades, 270-71.
Protones, 415-16, 440, 443, 502, 503; Razón e/m„ 397 y ss.
y electrones, 464-65, 466-67, 503. Realismo, 60-61, 65-66, 108-109, 112-
Protoplasma, 286-87. 13, 122-23, 483-84, 511.
Proudman, 182. Réaumur, 213, 230.
Proust, 235. Recesivos, caracteres, 349.
Prout, 239, 402, 440. Recorde, Robert, 141.
Próxima Centauri, 457. Red-water, enfermedad del ganado,
Pryme, de la, 188. 371-72.
Psicofísica, 329-30. Redi, 212.
Psicología, 54-55, 216-17, 326-31; 380- Reflejos, acción, 283-84, 380, 381-82,
83, 484. 491-92.
Psíquica, investigación, 382. Reflexión, 78, 120-21, 189.
Punnett, 351, 374. Reforma, 137-38, 128, 170.
Punto, definición, 500. Refracción, 80, 120-21, 187, 190-92.
Putrefacción, 289-90. Regiomontano, 128.
Puy de Dome, 169. Regnault, 253.
Regularidades, de la ciencia, 516-17.
Quadrivium, 97, 107. Reims, 107.
Quetelet, 311, 331, 333; 351. Relata, 485, 495, 501, 507, 516.
Química, 192-94, 208-11, 279, 359-70, Relatividad, 424-31, 424-34 y ss.; y
449-55; acción, 50, 144, 237, 271- gravitación, 431-34; y el universo,
73, 419, 449-55; constitución, 52-53, 471-73.
236, 279-82; efectos de las corrien­ Religión, experiencia religiosa, 520-21.
tes eléctricas, 241-44; elementos, 48, Religión y evolución, 336-40; y teolo­
52-53, 102-03, 168, 236, 239, 267, gía, 106, 520-21; y filosofía en los
410, 439, 440, 450, 451» orgánica, tiempos clásicos, 44-46; y filosofía
279-82. y ciencia, 515-26.
Religiones, comparativas, 69-74, 86-87,
Rabia, 290-91, 372-73. 215-16, 337-38, 387, 393.
“Racémico”, ácido, ópticamente inac­ Relojes, 128, 180, 214-15.
tivo, 280-81. Renacimiento, su origen, 126-31.
Racimos globulares, 460-62. Renio, 450.
Racionalismo, religioso, 204, 217-18. Renovación de la cultura en Europa,
Racionalización religiosa, 491-92. 106-11.
Radar, 436-38. Républiques d'Outre Mer, 215.
Radiación, 191-92, 268, 447-48, 469-70, Resonancia, 267-68, 450-51.
474 y ss.; presión, 268, 474. Respiración, 62-64, 148-49, 210-11, 213-
Radiactividad, 402-08, 408-48 y ss. 14, 285-86, 292-93.
Radicales, químicos, 281. Retsius, 310.
Radio, elemento, 239, 402. Rey, 149.
Radiología, 447-48. Rhazes, 104.
Ralegh, Sir Walter, 173. Rhind, papiro, 37-38.
Ramsay, Sir William, 259, 268, 273, Ribereños, pueblos y nómadas, 30.
404. Richards, 407.
Rankine, 253, 262. Richardson, Sir Owen, 400, 436.
Raquitismo, 362. Richer, 177, 456.
Rashdall, 107. Rideal and Taylor, 450.
Ratas y epidemia, 291-92. Ridgeway, Sir William, 41.
Ratones, 292-93; genética, 376. Riehmann, 232, 319-20, 431.
Rattlesnake, su viaje, 295. Rift Valley, 478.
566 H ISTO RIA D E LA CIENCIA

Rignano, 384. Sal, azufre y mercurio como elementos,


Riley, H. T„ 86. 102-03, 142-43, 167-68, 193.
Ritchie, A. D„ 491, 504. Salerno, 99, 105, 107.
Ritter, 268, 464. Salimbene de Parma, 126.
Ritual, 17, 43-44, 387-93, 514-15, 516, Salmón, 374.
523-24. Salvaje, el buen, 215.
Rivers, W. H. R„ 31, 387. “Salvarsán”, 453.
Robertson, D. S., 13. Salviani, 142.
Robertson, J. M, 451. San Petersburgo, 232.
Robinet, 225. Sanctorius, 144.
Robinson Crusoe, 215. Sangre, 87-88, 136, 146-47, 148, 150,
Rodas, 76. 285.
Roemer, 189, 424. Santos, sus vidas, 95-96.
Rojo turco, 452-53. Sargazos, Mar de los, 374.
Rondelet, 142. Sarton, G., 13, 14, 44, 47, 79, 80, 86,
Róntgen, 394, 408. 87, 90, 100, 102, 104, 118, 152, 159,
Roozeboom, 263. 169, 286.
Rosa, 288. Satán, 170.
Roscellinus, 109. Saussure, de, 292.
Sceptical Chymist, The, 168, 193.
Roscoe, 267.
Scot, John, 108.
Rose, H. I., 86.
Scot, Reginald, 171.
Ross, Sir James, 295.
Scheele, 209, 268, 279.
Ross, Sir Ronald, 291. SchelUng, 299, 314.
Ross, W. D., 61. Schiff, 288.
Rothamsted, 293. Schiller, 67.
Rotterdam, 128. Schleiermacher, 316.
Roughton, 366. Schlosser, 386.
Rouse Ball, W. W„ 38, 180, 207. Schmidt, 364, 374, 386.
Rousseau, 215. Schnabel, 76.
Royal Society, 177, 181, 188, 195, 215, SchrodingeT, 24, 192, 421-23, 448, 501-
255, 455. 02,'505-06.
Rubidio, 239. Schultz, Max, 286.
Rubner, 287. Schultze, 360
Rúbrica, doctrina, 151. Schuster, Sir A., 396, 398.
Rufino, 113. Schwann, 212, 272, 289.
Rumford, Conde de (Benjamín Thomp­ Seares, 467.
son), 252. Searle, G. F. C., 428.
Rusia, 106. Secchi, Padre, 462.
Russell, Bertrand, Earl, 221, 414, 483, Secreciones, internas, 362-64.
486, 498, 507, 509, 515. “Secretina”, 363.
Russell, Sir E. J„ 293. Secretum secretorum, 103.
Russell, E. S., 374, 384. Secundarias, cualidades, 53-56, 161,
Russell, H. N., 419, 458, 463. 165, 199-200, 217-19.
Russell, J. C„ 107. Seebeck, 244.
Rutherford, Lord, 13, 22, 23, 395, 402 Sefarditas, judíos, 105.
y ss., 414, 438, 443, 494, 517. Segré, 450.
Rydberg, serie, 417, 419, 450. Segundo, tiempo, 234.
Ryle, J. A., 370. Seguros, 169, 314, 332-33.
Selbie, 453.
Saccheri, 230. Selección. Véase Natural selección.
Sagitario, constelación, 462. Seleuco, el Babilonio, 75.
Sagres, observatorio, 129. Senebier, 292.
Saha, 419, 463, 475. Sensacionalismo, 58-59, 161, 217-18,
Saint Gilíes, Pean de, 272. 321, 345, 380-81, 390-91, 396 y ss.
Saint-Hilaire, E. G., 301. Sensaciones, 282-83, 284-85, 507.
IN D ICE DE AUTORES Y MATERIAS 567

Serapis, 391. Sonido, 48-49, 84-85, 134-35, 207-08,


Seivet, 146. 329-30.
Sexo, glándulas, 363; como unidad Spalastro, Arzobispo de, 188.
mendeliana, 354, 374-75; órganos Spallanzani, Abbé, 212-13, 378.
sexuales de las plantas, 36, 67-68, Spee, Padre, 171.
195, 211. Speman, 376.
Shaftesbury, Lord, 216. Spencer, Herbert, 299, 307, 320, 339,
Shapley, 460-61. 344, 389, 481.
Sherrington, Sir Charles, 145, 376, 379. Spinoza, 166, 330.
Sicilia, 112. Sprat, T., obispo de Rochester, 176.
Sidgwick, Henry, 339. Spurzheim, 283.
Sidgwick, N. V., 451. Spy, 310.
Siedentopf, 359. Stahl, G. E„ 209, 212.
Sífilis, 452-53. Stamford, 152.
Siglo xui, 111-14, 114-22. Stanley, W. M., 371.
Siliconas, 453-54. Stas, 239.
Silogismo, 66-67, 484-89. Steele, 275.
Silvestre II, Papa, 107. Stefan, 269.
Simpatina, 369-70. Steinach, 363.
Simpson, Sir J. Y., 290. Stensen, 151, 296.
Sinaí, 339. Sterne, 471, 514.
Singer, Sir Charles, 57, 67, 145, 213. Stevinus de Brujas, 20, 116, 134, 158,
Sippar, 35, 69. 185, 206, 214.
Siracusa, 73-74. Stewart, Balfour, 268.
Siria, 100. •- Stewart, H. F., 13, 90, 97.
Siríaca, lengua, 100-01. Stokes, Sir G. G., 247, 253, 267.
Sirio, 37, 38, 458, 465-67; su compa­ Stonehenge, megalíti 29.
ñero, 465-67. Stoney, Johnstone, 400.
Sitter, de, 472, 475, 477. Stratton, 456.
Skinner, H. W. B., 436. Strong, E. W„ 139.
Slyke, Van, 364. %> Struve, 457.
Smekal-Raman, efecto, 451. Suelo, 292-94, 359-61.
Smith, Adam, 314. Sueño, enfermedad, 452-53.
Smith, Edwin, 38. Sulfaguanidinas, 452-53.
Smith, G. Elliot, 283, 386. Sulfamidas, 452-53.
Smith, Kenneth M., 370, 371-72. Sulfúrico, ácido (aceite de vitriolo),
Smith, William, 296. 143-44, 193-94.
Snell, 179, 188. Sumatra, 374.
Snow, A. J., 175, 195, 202. Sumerios, 34.
Social, antropología, 387-93. Summers, Montague, 171.
Socialismo, 357. Superficie, membranas, 189, 364; ten­
Sociología y ciencia, 332-35. sión, 207-08, 359.
Sócrates, 18, 45, 59, 91. Supervivencia, fe en, 29-30; valor, 302,
Soddy, F.. 401, 403, 404, 406, 407. 339-40, 482.
Sodio, 239. Susruta, 39.
Sol, edad, 324-25, 463-64, 467, 476, Sutton, 350.
477, 513; dimensiones, 75-77, 456, Swineshead, Richard, 124.
463-64, 477; energía, 462-63, 476; Syndenham, 216.
pérdida de masa, 468; espectro, 266, Sylvius (Dubois), 145, 150, 151, 209,
462-63; temperatura, 474, 475. 212.
Solar, sistema, 178, 234, 456-57, 469- Szilard, 446.
70.
Solución, teoría, 273-77. Tabú, 388.
Soluciones, de sólidos, 263-66. Tácito, 86, 216.
Somerset, 118-122. Takamine, 364.
Sommerfeld, 414, 420, 502. Taksasila. Véase Taxila.
568 H ISTORIA DE LA CIENCIA

Tales, 18, 46, 54, 66, 71, 144. Thorndyke, Lynn, 83, 128, 170.
Tulio, 239. Thorpe, Sir E., 209, 279, 452.
Tammuz, 390. Thot o Thoth, 37, 81, 110.
Tangente, galvanómetro, 252. Tiberio, 85.
Tannery, Paul, 53. Tiempo, 166, 196-97, 220-21, 234, 427-
Tarn W. W„ 68, 76, 391. 28, 429-30, 505-06, 512.
Tartaglia, 134. Tierra, edad, 265-66, 324-25, 326, 477,
Tartárico, ácido, 280-81.
513; corteza, 478; forma, 35, 37-38
Taxila, 39.
48-49, 64-65, 74, 76, 78-79, 109-lül
Taylor, B., 206.
129; movimiento, 48-49, 75-76, 138*
Taylor, E. G. R„ 35, 129, 478. 139; volumen, 78.
Taylor, Sir Geoffrey I., 435.
Tierra del Fuego, 295.
Taylor, H. O., 90. Tigris, río, 33, 36.
Telegrafía sin hilos, 269-71, 400, 436- Tilden, 454.
38. Timeo, 60, 81, 84.
Telégrafo, 228, 244-45.
Tinte, colorantes, 50, 102-03, 452-53.
Telescopio, 157-58, 159, 189, 458, 472, Tipos, químicos, 144-45, 281.
475. Tiroides, glándula, 287-88, 363, 368-69
Temperatura, 144-45, 157-58, 231, 259- Tirol, 143.
62, 268-69, 435, 462-63, 464 y ss. Tiroxina, 363.
Tendencias generales del pensamiento Tito, 105.
científico, 314-21. Tolman, 476.
Teodoro, 47.
Tolomeo, Claudio, 18, 68, 76, 79-80,
Teófilo, obispo, 77, 95. 103, 112, 128, 138, 140-41.
Teofrasto, 67, 195. Tolomeos, reyes de Egipto, 58, 76, 78,
Teología y religión, 520. 391.
Teosofía, 110.
Tomás de Aquino. Véase Aquino.
Termo, botella, 261-62. Tombaugh, 456.
Termodinámica, 259-66, 324-25, 326,
Torio, 502, 504, 505.
500-02, 512.
Termoiónica, 398, 436. Torre, Antonio della, 133.
Termómetro, 144-45, 157-58, 168, 230, Torrieelli, 149, 169.
260-61, 268-69. Torsión, balanza, 205, 232-33.
Termoquímica, 254. Tortura, su legalidad, 171-72.
Ternate, 303. Toscanelli, 133.
Terremotos, 478-79. Totemismo, 339-40, 388, 391-92.
Tertuliano, 109, 496. Touraine, 162.
Tétano, 368-69. Tournefort, 211.
Textual, crítica, 118-19. Townsend, Sir J. S. E„ 396, 397, 398.
Thénard, 279. Toxinas, 290-91.
Thibaud, 442. Traducciones del árabe y griego al la­
Thomas, E. C., 225, 320. tín, 111-13.
Thompson, Benjamín (Conde de Rum- Transmutación, 81-83, 101-03, 104, 407-
ford), 252. 08, 415-17, 444 y ss.
Thompson, J. W., 107. Travers, 273.
Thomsen, Julius, 254. Trigo, variedades, 350.
Thomson, Sir G. P-, 423, 438. Trigonometría, 76, 79-80, 294.
Thomson, James, 262. Tripsina, 288-89.
Thomson, J. A., 308, 384. Trivium, 97, 107.
Thomson, Sir J. J„ 22, 185, 192, 316, Tsai Lun, 128.
394 y ss., 401, 413, 414-15, 423, 428, Tschermak, 348.
439-40, 501. Tsetverikov, 377.
Thomson, M. R., 308. Tuberculosis, 289-90.
Thomson, S. H„ 120. Tucídides, 58.
Thomson, William (Lord Kelvin), 253, Turcos, 127.
259-62, 322, 325, 501. Turner, William, 152.
IN D ICE DE AUTORES Y MATERIAS 569
Tycho Brahe, 77, 155. Vida, condiciones de, 457, 470-71,
Tylor, 337, 387, 389. 513-14; probabilidad de, 256-57,
310-11, 506-07; en otros mundos,
Ubaldi, 134. 457; su origen, 377, 378.
Ueberweg, 320. Viéte, 163.
Uexküll, von, 383. Vilmorin, 352.
Ultramicroscopio, 359. Vinagre, 102-03, 209-10.
Ultravioleta, luz, 268-69, 362, 399-400, Vinci, Leonardo da, 74, 131-36, 145,
436. 157, 159, 296.
Unidades, 234; electromagnéticas, 250- Vinci, Piero da, 132.
52. Vinogradsky, 293.
"Uniformitaria”, teoría, 135-36, 295-97. Virchow, Rudolf, 286.
Universales, de Platón. Véase Clasifi­ Virgilio, 85, 293.
cación. Virtuales, velocidades, 134-35, 206.
Universidades, 107, 177, 315. Viruela, 290-91.
Universidades alemanas, 315, 326. Virus, 370-72, 291-92.
Universo, estelar, 456-79; dimensiones, Vis medicatrix naturae, 57.
476; expansión, 475-76; futuro, 265- Vis viva, fuerza viva, 180, 252.
66, 267, 514-15, 516; vibrante, 475. Viscosidad, 257-58.
Uranio, 396, 402, 404-07, 447-48. Visión, teoría, 104-05, 189-90, 328-30.
Urano, 208. Vista, sensación, 329-30, 507-08.
Urea, 279. Vitales, espíritu, 87.
Urey, 400. Vitalismo, 25, 212-13, 282-83, 287-89,
Uruk, 35. 383-84, 503 y ss.
Ussher, arzobispo, 336. *_ Vitaminas, 362, 365, 366-68, 370, 453-
Utilizable, energía, 261-66, 470-71. 54.
Vitriolo, ácido sulfúrico, 143-44, 193-
Vacunación, 290-91. 94.
Valencia, química, 239, 280, 360-61, Vitrubio, 85.
419, 450-51. Vivisección. Véase Animales, experi­
Valentine, Basil, 143. mentos.
Valles ribereños, 33, 37, 38-39. Vladimir de Kiev, 106.
Van’t Hoff, 272, 275-76, 281, 395, 452, Vogt, 212, 323, 3?7, 330, 377.
501. Volcanes, 85-86, 294-95.
Vapor, máquinas, 79, 228, 252; su pre­ Volta, 240-41.
sión en las soluciones, 275-76. Voltaire, 205, 215, 222-23, 314-15.
Variables, estrellas, 459-61. Vórtices, remolinos, 164, 196, 501.
Variaciones, 302, 308, 310-12, 347-48, Vries, de, 307, 347-48, 351-52.
351-58.
Waage, 272.
Varley, 396.
Waals, van der, 258, 277.
Varrón, 85. Waard, 169.
Vasco de Gama, 129. Waddington, C. H., 374.
Vasomotores, nervios, 284-85. Wagget, P. N., 336.
Velocidad de escape, 457; de los iones, Wald, 366.
275-76, 398; de las moléculas, 255- Walton, 445.
58. Wallace, A. R., 302, 309.
Venus, planeta, 35, 173, 215, 456. Ward, James, 340.
Verbal, inspiración, 295-96, 336, 524- Washburn, 440.
25. Waterston, J. J.. 255-56.
Vesalio, 145, 147, 150. Watson, J. B., 257, 381,
Vespucio, Américo, 133. Watt, James, 210, 228.
Vesubio, 86. Weber, E. F„ 285.
Vía Láctea, 158, 441, 460-61. Weber, E. H., 285, 329, 331, 380.
Vibración, número, 417. Weber, W. E., 250.
Vickery, 455. Wedgwood, Josiah, 301.
570 HISTO RIA DE LA CIENCIA

Weierstrass, 483. Wissenschaft, 17, 315.


Weismann, 307-08. Withington, 171.
Welborn, 106, 121. Wohler, F., 279, 281.
Weldon, 377. Wohlwill, 159.
Wells, 128. Wolf, A., 14.
Wenzel, 271. Wolff, C. F„ 286.
Werner, 296. Wollaston, W. H„ 242, 266.
Weyer, 171. Wood, T. B., 287.
Weyl, 434. Woodruff, 286.
Wheatstone, Sir Charles, 329. Woods, 453.
Whetham. Véase Dampier. Woods, F. A., 356, 358.
Whewell, 12, 142, 159, 243, 319, 489- Woodwar, J., 296.
90. Woolsthorpe, 178.
Whitehead, A. N., 13, 48, 117, 142, Wordsworth, 314.
158, 230, 491, 498-99, 508, 510, 511, Wortley Montagu, Lady Mary, 290.
515, 522, 525. Wotton, 142.
Whitney, 276. Wrede, 451.
Whittaker, Sir E. T„ 188, 434. Wren, Sir Christopher, 150, 180.
Wiechert, 397. Wright, 377.
Wien, 400. Wundt, 330.
Wierl, 452. Würzburg, 171.
Wilberforce, obispo, 305.
Wilfarth, 293. X, rayos, 364, 394-96, 402, 408-11, 419,
Wilhelmy, 271. 450-52, 464-65; y números atómicos,
Wilkinson, Clennell, 215. 408-10.
Wilm, 265.
Wilson, C. T. R., 398, 408. Young, Thomas, 21, 246, 253, 329.
Williams, de Columbia, 454.
Williamson, A. W., 272, 381. Zeeman, 399, 436.
Willibrord, 100. Zeller, 44.
Willis, 150. Zenón de Citio, 69-70.
Willstatter, 365. Zenón de Elea, 51, 482-83, 487-88.
Willughby, Francis, 195. Zero, signo, 103.
Windred, 166, 197. Zeus, 43-44.
Winds, Discourse on, 215. Zondek, 368.
Windsor, 147. Zósimo, 81.
Wislicenus, 281. Zsigmondy, 359.

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