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Desde marzo de 1976 hasta diciembre de 1983, los militares instalaron un gobierno de facto que

se adjudicó la suma del poder público, se atribuyó facultades extraordinarias y en el ejercicio de


esos poderes practicó un terrorismo de Estado violando repetidamente los derechos humanos.
En el juicio a las Juntas quedó demostrado que a partir de ese día se instrumentó un plan
sistemático de imposición del terror y la eliminación física de miles de ciudadanos sometidos a
secuestros, torturas, detenciones clandestinas y toda clase de vejámenes.

Todos sabemos que desde el 24 de marzo de 1976 se implementó un plan coordinado y


sistemático de eliminaciones y represiones generalizadas, con un costo humano que sometió a
miles de personas al secuestro, a la tortura y a la muerte y las convirtió en "desaparecidos",
como cínicamente proclamó el mayor responsable de los crímenes. Muchos otros miles
ocuparon las cárceles sin causa alguna o con procesos inventados y muchos más debieron
exiliarse como única método de supervivencia. Miles de bebés recién nacidos fueron arrancados
de los brazos de sus madres en cautiverio y así también le fueron arrancadas su identidad y su
familia. No eran excesos o actos aislados. Fue un plan criminal, una acción institucional
diseñada con anterioridad al 24 de marzo y ejecutada desde el propio Estado bajo los principios
de la doctrina de la Seguridad Nacional. Las víctimas pertenecieron a una generación de jóvenes
con un enorme compromiso con el país, que luchaban con esperanza y hasta entregaron sus
vidas por esos ideales. Pero más allá de estos miles y miles de víctimas puntuales, fue la
sociedad la principal destinataria del mensaje del terror generalizado.
El poder de facto deseó así que todo el pueblo se rindiera a su arbitrariedad. Se buscaba una
sociedad obediente, por eso quisieron quitarle todo aquello que lo molestaba, anulando su
vitalidad y su dinámica y por eso prohibieron desde la política hasta la cultura. Sólo así podían
imponer un proyecto político y económico de endeudamiento externo con fuga de capitales.
Lamentablemente, este modelo económico y social no terminó con la dictadura; se derramó
hasta fines de los años 90, generando la situación social más aguda que recuerde la historia
argentina. Víctima de ese modelo fue el pueblo, que sufrió empobrecimiento y exclusión, de las
que todavía hoy afrontamos las terribles consecuencias. Lamentablemente, los verdaderos
dueños de ese modelo no han sufrido castigo alguno.
En los oscuros momentos de la noche dictatorial, fueron mujeres y hombres, pero sobre todo
mujeres, tantas veces relegadas por la historia oficial, las que se organizaron para enfrentar a la
barbarie, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Ese puñado de mujeres sin más poder que su
dolor, su amor y su coraje, enseñaron el camino de la lucha para reconstituir un orden
democrático y por conseguir una cuota de justicia y de verdad.
La gravedad de lo ocurrido, su saldo doloroso y desgarrador, las monstruosas y aberrantes
conductas en que cayeron las fuerzas armadas, las consecuencias de la concentración
económica, el desempleo, el aumento de la pobreza, la destrucción de la economía local y la
exclusión que se derivaron del modelo implementado, hacen obligatoria la reflexión sobre ese
período. Porque el pueblo que no piensa su pasado y que no lo elabora, corre el grave riesgo de
repetirlo. Ese proceso de recordar, esa reconstrucción de la memoria, es un valioso mecanismo
de resistencia y de búsqueda de la verdad que viene acompañado por la necesidad de hacer
justicia.
Las leyes de punto final y obediencia debida o los indultos no fueron los caminos adecuados
para alcanzar la verdad e imponer la justicia. Solamente fueron grandes frustraciones y heridas
cuidadosamente envueltas en las formas pero sin ningún sentido ético.
Con verdad, con memoria y con justicia, poniendo las cosas en su justo lugar, debemos echar las
bases para construir un país más justo, tal como siempre lo soñó nuestro querido General San
Martín, quien nunca desenvainó su espada en el doloroso campo de las guerras civiles. En su
ejemplo y en el de tantos otros próceres y ciudadanos anónimos debemos inspirarnos todos los
argentinos. Queremos sentirnos orgullosos de que todos los soldados del país sean respetados
en su prestigio y vistos con alegría y no con temor, como ese temor que se sentía hace treinta
años que hacía que al ver un uniforme se creyera que se terminaba la vida.
Deseo terminar estas palabras mirando con optimismo el futuro, con esa convicción que casi
gritamos: nunca más al golpe y al terrorismo de Estado, verdad, memoria, justicia para conocer
dicho triste período de nuestra historia con el fin de no cometer los mismos errores que en el
pasado.
Muchas gracias.

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