El castillo estaba al fondo de un jardín de flores geométricas y atajos que se
repetían unos a otros, cortados en dos mitades imperfectas por una delgada y oscura carretera de tierra rocosa que ascendía por la penúltima de las montañas del valle. Poseedor de una enorme biblioteca de libros prohibidos, León de Brunnaburg vivía sin más compañía que un gato enorme, castrado y gris. Seguidor de Gurdieff y de Schwaller de Lubicz, acaso más por el compromiso de juventud que por la honesta visión de sus setenta años, había pasado por todas las escuelas de filosofía y ciencia sin graduarse en nada. A su edad, todavía quería ser más viejo. Las fuentes de su manutención eran un misterio más insondable que el de la construcción de las pirámides de Egipto o el matrimonio. Alguna vez, hace muchos años, se aplicó en que yo fuera su heredero intelectual, pero, afortunadamente, fallé en todas las pruebas de iniciación. Me extrañó comprobar que yo siguiera interesándole. Especie de nómada sentado, León de Brunnaburg mudaba su residencia muchas veces en un año a cualquier lugar del mundo, en busca de una mujer muy bella que no lo quiso nunca. Ahora, como siempre, estaba de incógnito, pero cerca de Florencia. Llegué al anochecer. Junto a montañas de libros por quemar, que sus ojos pequeños ya habrían leído y releído, León de Brunnaburg apenas me dirigió un saludo. Salve dijo, levantando una mano de arcángel, mientras la otra seguía acariciando al gato enroscado en su regazo. La mano con la que había saludado recogió unos libros y los arrojó en el fuego. La zona de sombra de su rostro resplandeció un instante, el necesario para ver la dura cicatriz que lo recorría de la oreja derecha hasta las pobladas cejas. Con un gesto me indicó que me sentara. Yo elegí el único sillón vacío y miré en derredor. Al fondo, contra la vasta pared norte, talada en piedra viva, crecían hasta el vértigo los pesados anaqueles, cargados de volúmenes, densos como puertas. León de Bunnaburg depositó el gato a sus pies, y le impartió unas órdenes en sánscrito: Ve a cazar murciélagos —le dijo. El gato obedeció. León de Brunnaburg lo vio alejarse hacia la puerta. —¿Qué me traes? —preguntó. Yo le conté mi día, es decir, ese pedazo de vida sin presente. Buscaba una respuesta que no quería y León de Brunnaburg me escuchó en silencio, absolutamente inmóvil y casi en la misma actitud que El pensador de Rodin. —Ojalá nunca sepas qué ha pasado—dijo, al cabo. Luego, sin atender a mi sorpresa, habló del origen de la escritura. Dijo que la huella era el primer trazo humano y que el arte abstracto paleolítico era en realidad escritura. Habló del eco y de la sombra. Me explicó cómo los cazadores prehistóricos leían el suelo en busca del rastro de la presa, y cómo, de imitar con las armas la forma pisada sobre el polvo, los cazadores se hicieron escritores. —La escritura —dijo— es el rastro del que escribe. —También se escribe para guardar un secreto —acoté—. Recuerdo un examen de filosofía en el que un alumno escribió, por equivocación, los «secretos» de Heráclito, en vez de los «escritos» de Heráclito, que era lo que yo había dicho en clases. Casi reprobó el examen, pero sembró en mí la duda: ¿por qué había confundido esas dos palabras? Me vino a la mente la palabra secretario y comprendí que encerraba la idea de ‘escribidor’ y la de ‘custodio de un secreto’. Pensé también en la palabra sagrado, y asumí que en un principio no había diferencia entre decir secreto, sagrado o escrito, pues venían a ser lo mismo. Por un instante, León de Brunnaburg suspendió el juicio. —Es curioso —dijo, cuando mis palabras terminaron de caer en el vacío—. También el asesino deja un rastro. ¿Qué otra cosa es un asesino en serie sino un cazador de hombres? —Un tigre es un asesino en serie —dije. —El asesino en serie —prosiguió— teme y ansía que otro lo persiga. La novela policial es la historia de cómo la presa mata a su captor. Consumado el crimen, el culpable huye del muerto. El detective suplanta a la víctima, y, en su nombre, sigue el rastro (un rastro que empieza donde se ha consumado el sacrificio) para cazar al cazador. Bruscamente caí en el recuerdo de la sórdida escena de la mañana: el sueño con el anciano muerto y la idea que tuve de que nada cambiaría para encontrar cómo darle forma a mi desconcierto. Sólo que esta vez todo tendría que seguir los mismos pasos del sueño: la clave apenas recordada. Algo se inquietó en el rostro de León de Brunnaburg. —Un día —me dijo— alguien abrirá la puerta del Infierno y te invitará a pasar. —Tal vez ya la abrieron —dije—, pero no sé si estoy adentro. Con las dos manos, León de Brunnaburg tomó del piso un montón de libros y los arrojó en el fuego. Las llamas lamieron el papel como serpientes y después lo devoraron. El calor llegó a mis manos. —Cuéntame —dijo. Yo exhalé un suspiro inesperado, y dudé. Sabía de su pasión por los códices antiguos y de su veneración al fuego. —Francamente —me arriesgué a decir—, aún no sé si ha comenzado algo. Alguien me ofreció un manuscrito en un sueño, y no supe de él más nunca. —¿Lo viste? —preguntó. —Jamás he visto al hombre —dije. —¿Y el manuscrito? Le conté lo que el hombre había dicho yo creía que había dicho. Agregué la coincidencia de que me ofreciera el manuscrito justo ahora cuando he pensado que sería mejor acabar con todo de una vez. —Ese manuscrito podría ser real, tráelo si lo encuentras—dijo, y arrojó al fuego otro puñado de libros. —Traeré primero un extintor —dije. —¿Un extintor de libros? Nuestras risas detonaron contra los altos muros del castillo. El gato apareció. Llevaba un murciélago que aleteaba desesperado entre sus dientes. León de Brunnaburg lo llamó con la mano. —Ya volviste —le dijo en sánscrito—.Ven aquí. Dócil, el gato saltó a su regazo, con murciélago y todo, y empezó a devorarlo en las piernas de su amo. León de Brunnaburg se entretuvo viéndolo. —Este gato no sabe pronunciar palabra alguna —dijo—, pero acude a mi llamado. ¿Entiende el gato mis palabras? Tal vez me lo preguntaba a mí; tal vez, como Heráclito de Éfeso, se preguntaba a sí mismo. Fiel al primer Wittgenstein, opté por callar (que es lo más prudente cuando no hay nada qué decir). —Una leyenda afirmaba que el rey Salomón poseía un anillo con el que era capaz de entender el lenguaje de los animales —dijo, al cabo. —He leído que los chamanes del Amazonas poseen ese arte. León de Brunnaburg seguía ocupado en el gato. De un parlante remoto, acudía en oleadas una música leve y exaltada. León de Brunnaburg levantó un dedo señalando al aire. —Claudio Monteverdi —dijo—. Vespro della Beata Vergine, mil seiscientos diez. Luego, sin solución de continuidad, agregó: —Entre los egipcios, Tot era el dios de la palabra, de la erudición y de la escritura. —Era el dios de todo —me arriesgué a decir. —No en vano —afirmó—. ¿Has notado la semejanza entre la palabra Tot y la palabra todo? Platón sostenía que la esencia de las cosas estaba en su etimología. También creía lo mismo Isidoro de Sevilla, en el siglo quinto. —Pero Tot sigue siendo un nombre griego —recalqué—. El nombre egipcio de Tot es Djhuty. —O Djhowtey —corrigió—. Pero su nombre secreto es Abraxas. Y Abraxas es, también, todo, pues el valor numérico de las siete letras que la componen equivale al número de días en el año. —Son letras griegas, no egipcias. —Pero equivalen a los siete planetas y a los siete metales —dijo—. Tot-Abraxas es el que todo lo abarca. —El principio y el fin. —Es el Logos —concluyó—. El Logos de Heráclito. Y Heráclito decía que en el círculo, el principio y el fin coinciden. Tot es el orbe, un círculo cerrado, como la letra «o». La «o» es la forma más primitiva de decir todo. Por eso aparece en la palabra orbe y en el nombre Tot. — Y en la sílaba sagrada Om —acoté. —También está en tu nombre —dijo—: Lorenzo. ¿Crees que tu nombre se parece a ti? ¿Crees que la rosa se parece a la palabra rosa? De nuevo, no supe qué decir. —¿Quién inventó la palabra rosa? —preguntó—. ¿Cuál es la etimología de la rosa? —¿El origen de la palabra rosa? —No. El origen de la rosa. Pensé un poco, y dije: —Un biólogo asumiría que el origen de la rosa es su genoma, su fórmula genética, la recombinación de las cuatro letras del código. Si la tuviéramos, si tuviéramos su genoma, podríamos fabricar la rosa, como quisieron los alquimistas. —La palabra mágica… —dijo él, pensando—. Los hebreos asumían que el nombre de su dios era sagrado. Por eso era impronunciable. Constaba las letras yod, he, wau y he. —También la palabra dios tiene cuatro letras —dije. —Y la palabra rosa —interrumpió. —Pero no siempre fue así —proseguí—. La palabra dios se deriva, en última instancia, de una antigua palabra indoeuropea que se decía dyau, y cuyo significado es ‘día’. —¿Y qué es el día sino el sol? —replicó—. Los indoeuropeos veneraban al sol, que es también Apolo. —También la forma de la o es la forma del cero —dije. —La forma de la o es la forma del sol —corrigió. —Los labios hacen un círculo para pronunciar la o —advertí. —Claro —admitió—. El círculo no es otra cosa que una representación simbólica del sol. Cualquier objeto circular (un calendario, un disco, una moneda) estará siempre aludiendo al sol. Más aún, el tiempo, la forma del tiempo alude al sol. El tiempo es circular porque el sol se mueve en círculos. —O en semicírculos —acoté, haciendo un arco ascendente con la mano—. De este a oeste. —Y al revés —insistió él, completando el círculo por debajo—. Durante la noche, el sol se mueve en sentido inverso. Ése es el origen del laberinto. —¿Del laberinto? —dije, extrañado. —Y claro —dijo—. Cualquiera que crea que la tierra es plana tiene que pensar que, de noche, el sol la cruza por debajo para salir del otro lado. Por eso a los muertos se los enterraba con la cabeza hacia el oriente. Y por eso muchos enterramientos se practicaban en cavernas. —¿Por qué? —Porque asumían que el sol entraba al atardecer en una caverna y salía al amanecer por otra. —Un túnel subterráneo. —No tan burdo —dijo—, pero es la idea. En realidad, es mucho más complejo. Cualquiera se pierde en un caverna, sobre todo si no tiene luz. Pero el sol conoce el camino, y cruza el infierno todas las noches sin perderse, y renace cada día. —Es un símbolo del renacimiento. —Para nada —dijo—. Es el renacimiento mismo, es la única evidencia que tenemos de un renacimiento verdadero, y es anterior a todo símbolo. Los símbolos son meramente humanos. De pronto sospeché a dónde me quería llevar con sus divagaciones. Para hacerle más fácil el camino, comenté que la forma de las monedas recordaba al sol. —Y eran de oro —dijo por fin—. El oro es la representación terrena del sol. Esas monedas también tenían signos inscritos que aludían al sol. —¿Adoraban al oro? —pregunté. —Adoraban al sol. El oro sólo era un símbolo. Bueno —se retractó—. En un principio, era distinto, porque en realidad los identificaban. Creían que el sol era de oro, y que al cruzar la tierra por debajo dejaba jirones que quedaban enredados en las rocas. Esos jirones eran las vetas de oro. Por eso el tesoro está siempre en una cueva, por eso el oro está siempre oculto bajo la tierra. —¿Cómo sabe que era así? —pregunté. —Pues no me parece casual que la palabra oriente y la palabra oro se parezcan tanto —dijo él, volviendo a sentarse—. El oriente es el lugar en que sale el sol. Y cuando amanece se ve el cielo de oro. Del fuego sólo quedaban brasas. El gato saltó al piso y León de Brunnaburg se levantó para sacudirse las vestiduras. Yo me acerqué a él lo más que pude. —Vuelve cuando quieras —quiso decir, pero antes mi daga se hundió en su cuerpo y lo sostuve hasta su último respiro. El gato me siguió hasta la salida. Aún era de noche y la luna menguaba. Yo encendí la motocicleta y me alejé del castillo no sin pensar en la etimología de la palabra muerte, que de seguro conocía mejor que nadie León de Brunnaburg. Lo que no sabía, lo que ya no podía entender, creo, era por qué había elegido esperar tanto tiempo para matarlo justo ese día, en busca del sentido del sueño de esa misma mañana.