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Argumento:
Con cicatrices de guerra, el capitán Robert Fawley no tenía ninguna esperanza de que
las mujeres todavía le encontraran atractivo. Ninguna querría consentir en casarse con él
- excepto - tal vez, la señorita Deborah Gillies, una mujer con tan poca fortuna que un
matrimonio de conveniencia podría ayudar a mejorar sus circunstancias.
La poco atractiva y algo tímida, Deborah, aceptó su práctica propuesta - porque estaba a
medio camino de enamorarse de él. Tan distante como era Robert, sin embargo, ¿podía
tener la esperanza de llegar a su protegido corazón
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Capítulo Uno
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― ¿Cómo podría dejar que me tocara con esa mano falsa? ―se quejó Susannah
la noche anterior, cuando se preparaban para dormir al final de un largo día de cacería
de marido. Se le ocurrió a Deborah, mientras su amiga se aplicaba agua de piña en la
piel, que era muy apropiado referirse a las primeras semanas de la primavera como “la
Temporada”. Las debutantes acechaban a sus presas tan despiadadamente como lo
hacían los deportistas al cazar urogallos, despojando a confiados solteros de sus refugios
con un remolino de faldas de seda, para luego meterlos en sus bolsas tras dispararles con
el fuego de un par de ojos chispeantes. O los atraían hacia sus trampas cebadas con
dulces sonrisas y persuasivas palabras.
―Es muy difícil saber si es su mano falsa, ha sido muy bien hecha―, señaló
Deborah―. Luce como la mano de cualquier otro caballero cubierta con un guante de
noche.
―Pues yo habría sabido que era una cosa muerta, descansando sobre mi
brazo―. Susannah se estremeció―. ¡Eeugh!
En cuanto la orquesta empezó a tocar, el Capitán Fawley se percató de su
presencia. Girando hacia Deborah, inclinó su cabeza y tendió su brazo. Su brazo
derecho. Ella había notado en ocasiones anteriores que si ofrecía su brazo a una dama,
nunca era el izquierdo que estaba amputado.
― ¿Damos una vuelta por el salón?
Deborah sonrió, y puso la mano sobre su manga. Mientras levantaba la mirada,
se le ocurrió que llevándola del lado derecho tenía también la ventaja de presentar el
lado sano de su rostro a su escrutinio. Una punzada de simpatía la hirió. Él era lo
suficientemente sensible a su apariencia, sin necesidad de chicas como Susannah
restregándoselo por la cara. Incluso dejó crecer su pelo más de lo que estaba a la moda,
llevando una parte al lado izquierdo de su frente, en un esfuerzo por ocultar lo peor de
sus cicatrices.
Se ubicaron a un lado del salón, en el área detrás de las columnas que marcaban
los límites de la pista de baile. El paso del Capitán Fawley era un poco desprolijo, tenía
que admitirlo para ser justa con Susannah. ¡Pero por ningún motivo cojeaba! Y aunque
nunca había bailado con él, tenía la certeza de que él no luciría peor que muchos de los
hombres que estaban allí esa noche, moviéndose atropelladamente en ajustados chalecos
y rostros maquillados.
―Puedo ver que usted preferiría estar en la pista de baile ―dijo el Capitán
Fawley, al notar la dirección de su mirada―, que aguantando mi compañía. La escoltaré
hacia su madre.
― ¡Oh, no, por favor!
Él la miró con curiosidad.
―Prefiero estar paseando, en lugar de quedarme marchitándome en una esquina.
Su lista de baile, a diferencia de la de su amiga, tenía pocos nombres. Si el
Capitán Fawley la abandonaba, sería humillantemente obvio que no tenía pareja.
Sintió como si últimamente sólo bailaba si uno de los admiradores de Susannah
sentía lástima por ella, como el Capitán Fawley lo hacía ahora.
Y a diferencia de algunos de esos caballeros, el Capitán Fawley era
invariablemente atento y cortés, casi haciéndola creer que disfrutaba hablar con ella.
Y lo que era más, estaba segura de que él nunca hubiera participado en el tipo de
conversación que ella había escuchado hacía no más de media hora. No es que culpara
al Barón Dunning por compararla desfavorablemente con Susannah. Aunque las dos
tenían cabello oscuro, los rizos de Deborah se habrán alisado para el final de la noche.
Sus ojos, además de ser cafés, más frecuentemente mostraban una mirada modesta que
un brillo ingenioso. Su tez, gracias a una inflamación de los pulmones que sufrió en los
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meses de invierno, posiblemente, aceptaba ella, a la luz de las velas se veía un poco
amarillenta. Y cuando se paraba junto a la más pequeña y bien proporcionada Susannah,
imaginaba que entendía por qué el Señor Jay la comparó cruelmente con una estaca.
El saber que no habían dicho algo incierto no hacía los comentarios menos
hirientes, por eso se sentía tan agradecida con el Capitán Fawley quien se dignaba a
pasar aquellos pequeños momentos con ella.
Cuando pensó en las aventuras que debió tener, en sus días militares, se asombró
de que pudiera hablarle tan amablemente de aspectos triviales, a una señorita provincial
como ella.
Él le ofreció su irónica, asimétrica sonrisa, la cual de alguna manera la hacía
querer levantar sus labios para imitarlo.
―Entonces vamos y probemos los refrigerios ―sugirió él, llevándola hacia la
puerta al lado del salón, opuesta a donde la orquesta tocaba.
―Gracias, me encantaría.
Ella deseaba muchísimo que él se quedara acompañándola para tomar un vaso
de limonada. No habría mucha conversación, pues después de su estallido de placer
inicial al asegurar la atención de él, a ella sin duda se le trabaría la lengua. Él había
experimentado tanto ya, cuando ella apenas había puesto un pie fuera de la parroquia de
su padre antes de este viaje a Londres. No es que él personalmente relatara cómo había
combatido en su paso por la Península antes de sufrir las horribles heridas en Salamanca
que lo dejaron entre la vida y la muerte durante meses. No, esa información la había
averiguado por las amigas de su madre, que se habían propuesto saberlo todo de todos.
Habían sacudido sus cabezas, expresando pena al relatar lo que sabían de su
historia, pero ella sólo podía admirar la determinación con la que luchó para recuperarse
hasta llegar a su estado actual. Hace lo que cualquier hombre sin limitaciones hace,
aunque le cueste el doble de esfuerzo. Porque incluso aprendió a montar a caballo. Ella
lo había visto en un par de ocasiones, galopando por el parque en la madrugada, cuando
no había muchas personas todavía. A ella le parecía mucho más viril que los dandis de
moda que vagaban por los salones de Londres. Él había superado todo lo que la vida le
había deparado, lo cual podía verse, sólo con mirarlo, que había sido bastante.
Ella sintió ese primer sonrojo traicionero que subía a sus mejillas, el que siempre
la traicionaba en este punto de sus encuentros. ¿Podría decir ella que lo causaba el
interés por un hombre como él, un hombre que había vivido de verdad? Aunque ella
sabía que, sin importar lo que dijera, él nunca le daría una de esas miradas
condescendientes, que muchos solteros elegibles habían llegado a convertir en arte. Él
era tan amable, tan magnánimo, tan...
—Dígame —dijo él, mientras se dirigían a la mesa donde había un gran tazón de
ponche—, ¿qué debe hacer un hombre para asegurar un baile con su amiga?
El vuelo imaginario de Deborah explotó en el aire, cayendo a tierra como un
cohete gastado. Él no había buscado su compañía porque la deseara. Ella era sólo el
medio por el que él se acercaría a Susannah. Claro que un hombre como él no iba a
pasar voluntariamente su tiempo con una apagada, sosa, ridícula, ignorante, pobre,
simple... y no olvidemos, tímida, torpe, aburrida...
Ella se recompuso con esfuerzo, y forzó una amable sonrisa en su rostro,
mientras el Capitán Fawley continuaba, — vine intencionadamente temprano esta
noche, y su lista de baile parece estar llena.
—Estaba llena antes de que llegáramos —dijo Deborah. No debería decirle eso,
pues sin importar lo que hiciera, Susannah lo rechazaría. No sólo lo encontraba
físicamente repulsivo, también tenía sus ojos puestos en un título. Formar un lazo con
un plebeyo no era parte del plan de Susannah.
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— ¿Antes de que ustedes llegaran? —el Capitán Fawley llamó a un mesero para
que le diera a Deborah un vaso de limonada.
—Sí —confirmó ella, su corazón se desplomaba mientras el mesero le tendía la
bebida en una gran copa. Tardaría toda la vida beberla y, por alguna razón, ella ya no
quería pasar un momento más con el Capitán Fawley. Había una ácida pesadez en su
estómago, su garganta le dolía y, para su molestia, sus ojos empezaron a picarle con lo
que ella temía que eran florecientes lágrimas. No quería que la viera llorar. ¡Dios, no
quería que nadie la viera llorar! ¡Qué clase de tonta rompe en llanto porque cada
hombre quiere bailar con su amiga y no con ella!
Bebió un trago de su bebida, paralizada cuando el vidrio sonó contra sus dientes.
Sus manos temblaban.
— ¿Se siente bien, señorita Gillies? —el Capitán Fawley la miró consternado.
Su corazón dio una extraña sacudida mientras pensaba en lo observador que era.
—Yo… —Mentir era pecado. No lo haría. Aun así, sólo quería escapar. Si distorsionaba
la verdad, sólo un poco… no habría daño en eso, ¿o sí? —Creo que después de todo sí
quiero volver con mi madre y sentarme con ella, si no le molesta.
—Claro. —El Capitán Fawley tomó su copa y la puso en la saliente de una
ventana. Enganchó la mano de ella de su brazo, llevándola fuertemente contra su cuerpo
para apoyarla en su desmayo mientras la acompañaba a la puerta. Ella nunca había
estado tan próxima a un hombre, a excepción de su padre. Eso hizo acelerar su corazón
al sentir el calor de su cuerpo filtrándose por la chaqueta de su uniforme. Podía sentir la
flexión de su cuerpo musculoso con cada paso que daba, y un pequeño cambio de
presión con cada inhalación y exhalación. Y si ella podía sentirlo a él, entonces él debía
saber que ella temblaba. Oh, rogó a Dios que lo atribuyera a una debilidad física, y no
notara que la había devastado con su imprudente comentario.
Su madre estaba sentada en una banca con muchas otras chaperonas, damas cuya
tarea era asegurarse de que sus representadas mantuvieran el delicado balance entre
hacer un gran esfuerzo para llevar a un soltero elegible al matrimonio y a la vez
comportarse con el suficiente decoro para eludir un escándalo.
—Señora Gillies —dijo el Capitán Fawley, haciendo una reverencia—, me temo
que su hija no se siente bien.
— ¡Oh, querida! —Los ojos de su madre pasaron de ella hacia donde estaba
Susannah dando vueltas alegremente con el Barón Dunning. —Apenas llegamos y
Susannah está teniendo tanto éxito… ella no querrá irse. ¿De verdad necesitas irte a
casa? — Se corrió a un lado para que Deborah pudiera sentarse junto a ella. Tomó su
mano entre las suyas y le dio un apretón. —Deborah estuvo muy enferma por las
navidades, casi decido no venir a Londres. Pero Susannah estaba tan entusiasmada…—
le explicó al Capitán Fawley.
—Estaré bien, Madre. Si puedo sentarme tranquilamente un rato…
—Tal vez una vuelta por el jardín, para tomar aire fresco —sugirió sonriente
Lady Honoria Vesey-Fitch, una vieja amiga de su madre—. Estoy segura de que el
Capitán te acompañaría.
Oh, no. Ya era suficientemente malo que él no quisiera bailar con ella, ni
imaginar arrastrar al pobre hombre al jardín en lo que sería una actividad inútil. No
habría aire fresco suficiente que la hiciera sentir mejor. Al contrario, sabiendo que el
Capitán Fawley desearía estar en cualquier lado mejor que con ella, sólo serviría para
hacerla sentir diez veces peor.
— ¡Oh, no! —Para el descanso de Deborah, su madre vetó la sugerencia. —El
aire frío de la noche sería más perjudicial para su salud después del calor del salón. ¡No
quiero que se resfrié encima de todo lo demás!
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¿Encima de todo lo demás? ¿Adivinaría su madre que su única hija había sido
herida por un severo caso de culto al héroe? Aunque, ¿cómo podría, cuando Deborah
misma recién lo había descubierto? Esa sería la única razón que explicaría el que su
corazón se encogiera al ver los ojos del Capitán Fawley cada vez que Susannah lo
rechazaba, el pequeño salto que dio cuando él giró, aunque con resignación, hacia ella.
— ¿No hay nadie que pueda acompañar a la señorita Gillies a casa? —dijo el
Capitán Fawley, y luego, pensativo, se atrevió— O, tal vez puede llevar usted a su hija a
casa si me confía el cuidado de la señorita Hullworthy. Le aseguro que…
Eso fue demasiado. Él pensaría con buena gana en cualquier excusa para sacarla
a ella del camino, para así tener a Susannah para él. Irguiéndose en su silla dijo, —No
hay necesidad de que alguien se vaya, ni ninguna alteración a nuestros planes. Estaré
bien, si puedo sentarme tranquilamente un rato.
—Oh, pero gracias por preocuparse, Capitán—, dijo su madre rápidamente. —
Por favor, visítenos mañana si aún se siente preocupado por la salud de mi hija.
Una expresión contenida cubrió su cara. —Lo haré —dijo él, un destello
brillando en sus ojos.
Deborah bajó la mirada hacia sus manos mientras las cerraba sobre su regazo. ¡A
él le importaba bien poco su salud! Simplemente se percató de que visitándolas podría
enterarse del evento social al que Susannah iría la noche siguiente. Aún con todos sus
atributos masculinos, se veía claramente que no sabía galantear con mujeres de
sociedad. Con frecuencia llegaba tarde a los bailes, luciendo nervioso, como si hubiera
buscado en muchos lugares hasta encontrar el adecuado. Pero ahora había descubierto
los medios por los que sus rivales le habían ganado la marcha. Llegaban a visitar
durante el día, y por medio de halagos o franco soborno, lograban obtener una promesa
de baile de sus amadas incluso antes de pisar el salón de baile.
Mañana él se uniría a la fila de admiradores que llegaban para enviar flores y
tomar té a la vez de competir por los favores de Susannah.
Tal vez sería mejor tener una recaída al día siguiente, pensó ella. No quería
pensar en presenciar semejante humillación.
Se sintió un leve aplauso al terminar la música, y los bailarines empezaron a
abandonar la pista de baile. El Barón Dunning llevó a Susannah, correctamente, hacia la
señora Gillies. Ella abrió su abanico, y lo llevó rápidamente hacia su rostro, ignorando
enfáticamente al Capitán Fawley.
—De hecho —le dijo el Capitán en un esfuerzo, estaba convencida Deborah, por
dirigir la brillante mirada de Susannah hacia él. —la señorita Gillies se ha visto
superada por el calor.
— ¿En serio? —Instantáneamente Susannah dejó de lado lo que pensaba
Deborah que eran sus maneras de salón de baile y la miró preocupada. —Oh, no me
digas que te enfermarás de nuevo, Debs.
—No me enfermaré —repuso, poniéndose nerviosa al convertirse en el centro de
atención. —Estaré bien, si todos me dejan sola—. Para su mortificación, las lágrimas
que la amenazaban brotaron; y a pesar de parpadear con fuerza, una cayó por su mejilla.
Rápidamente la limpió con su guante.
—Oh, Debs —dijo Susannah, con ojos cariñosos—. De verdad no estás bien.
Debemos irnos a casa.
—No, no, no quiero arruinarte la noche.
—Y tú tienes tantos nombres distinguidos en tu lista de baile —señaló la señora
Gillies—. No querrás decepcionar a tantos caballeros…
— ¡Oh, bah! — Dijo Susannah, inclinándose y tomando la mano de Deborah—
Puedo bailar con ellos mañana. O la noche siguiente. Pero nunca me perdonaría si
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Extrañaba mantener una conversación sin preocuparse de que los sirvientes, que eran
desconocidos en los que no confiaba, estuvieran escuchando. Extrañaba poder salir a
caminar sin que uno de ellos la siguiera, porque era lo apropiado. Y realmente, que
tonto era estipular que se requería que un criado tocara a la puerta de cualquier casa a la
que llamaran. Como si los nudillos de una joven dama fueran demasiado delicados para
esa tarea.
A duras penas se controló de sacudir su brazo para deshacerse del lacayo, pero
en cuanto empezó a subir los escalones hacia la puerta principal, se sintió
momentáneamente mareada, por lo que se alegró de no haberlo hecho. Un poco
después, en un parpadeo se encontró sentada en el sillón de su bonita estancia, una
doncella estaba arrodillada a sus pies quitándole sus zapatillas, y Susannah cernida
sobre ella, abanicándole la cara. Su madre estaba detrás de su silla, apresurándose a
aflojarle el corsé
— ¿Me desmayé? —preguntó, sintiéndose completamente confundida.
—No precisamente —replicó su madre—, pero tu cara se puso blanca como un
papel. Debes irte a la cama. Jones— se dirigió a la doncella, —vaya a la cocina y
tráigale una bebida a Deborah—. Al notar el desconcierto de la mujer, continuó
implacablemente —la señorita Hullworthy y yo somos capaces de desvestir a mi hija y
llevarla a la cama. Lo que ella necesita de usted es un chocolate caliente, y un poco de
pan y mantequilla. Has perdido peso estas últimas semanas —dijo, dirigiéndose hacia
los omóplatos de Deborah mientras le quitaba el corsé y el vestido. —Has hecho mucho
alboroto, aumentando cada vez más tu cansancio, y apenas picoteas tu comida…
—Lo siento mucho —dijo Susannah en este punto—. Debí haberlo notado. Por
favor, di que me perdonas por haber sido tan egoísta. He estado tan pendiente de mi
misma. Mi éxito se me ha subido a la cabeza…
—Creo —dijo la señora Gillies, poniendo de pie a su hija, y llevándola a la
cama— que le hará bien a ustedes dos pasar un par de días en casa. Podemos decir que
se debe al malestar de Deborah, pero realmente, Susannah, me he estado preocupando
mucho por ti también.
— ¿Por mí? —Susannah se dejó caer en una silla junto a la cama mientras la
señora Gillies recogía el camisón de Deborah y lo llevaba hacia su cabeza, como hacía
cuando Deborah era una pequeña en casa del vicario. Deborah decidió que valía la pena
estar un poco enferma, para deshacerse de esa doncella, y tener a su madre y a Susannah
para llevarla a la cama siendo ella misma, y no esa estirada debutante que fingía ser,
tratando de engañar a un pobre hombre para que se casara con ella.
—Sí, por ti. Sabes, Susannah, que nunca consentiría a ninguno de esos sujetos
aprovechándose de mi Deborah.
En ese momento, las dos chicas miraron con sorpresa a la señora Gillies.
—Creerás que haces bien atrayendo la atención de tantos hombres con títulos,
pero me di a la tarea de saber más de ellos, y la triste realidad es que son cazadores de
fortuna.
—Bueno… —Susannah hizo una mueca —…Tengo una fortuna. Y quiero
casarme con alguien con título.
—Sí, pero creo que podrías mostrar un poco más de criterio. En los próximos
días, creo que sería sabio considerar a los caballeros que te han prestado atención más
cuidadosamente. El Barón Dunning, por ejemplo, sólo obedece a su mami cuando te
corteja. Ella quiere casarlo, para así no tener que hacer las economías que se le han
hecho necesarias por las deudas de juego de su difunto padre. No será un esposo amable
una vez que te haya llevado al altar. Porque ¡es poco más que un colegial!
— ¿No crees que le gusto? —dijo Susannah en voz baja.
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—Oh, creo que le gustas lo suficiente. Si debe casarse con una fortuna, claro que
preferirá que venga envuelta en un lindo papel de regalo. Pero, ¿no crees —dijo en un
tono más amable— que mereces más que eso?
Susannah inclinó su cabeza, sus dedos contorneaban su abanico.
—Y en cuanto al Conde de Caxton…
Pero Deborah nunca pudo descubrir lo que su madre pensaba del Conde de
Caxton. La doncella volvió, llevando una charola cargada con una jarra de chocolate, un
plato de pan y mantequilla, y un pequeño vaso de algo que olía como alguna bebida
espirituosa.
— ¡Ah, lo apropiado para la debilidad! —apuntó entusiasta la señora Gillies,
sorprendiendo a Deborah aún más. Su padre, el Reverendo Gillies, había sermoneado
con frecuencia a su rebaño, y arduamente, sobre la maldad de la bebida. Y no había
nunca algo más fuerte que la cerveza servida en su mesa—. Muy considerado de su
parte, Jones, gracias. Y ahora, Susannah, creo que ya es tarde y debes ir a la cama tú
también.
Se inclinó para besar la frente de su hija, deteniéndose para estirar un disperso
mechón de pelo antes de concentrarse en su otra carga. Susannah se detuvo en la entrada
para mirar a su amiga, sabiendo que estaba a punto de sufrir una de las pacientes pero
insoportables lecciones de su madre.
Bajo el atento ojo de Jones, Deborah comió todo el plato de pan con
mantequilla, y luego, tapando su nariz, tomó lo que le habían dicho que era brandy, de
un sólo trago tal como la vil medicina que ella consideraba que era; luego se acurrucó
en las almohadas para disfrutar de su chocolate.
Un calor placentero se metió por sus extremidades mientras sorbía la bebida
caliente, y pudo sentirse relajada. Muy probablemente se había fatigado demasiado,
entre una cosa y otra, reflexionó, dejando escurrir un bostezo soñoliento. Quizás, luego
de un día o dos recuperándose podría poner en la perspectiva adecuada los sentimientos
desajustados que sentía por el Capitán Fawley.
Y cuando volviera a verlo, podría sonreírle con perfecta ecuanimidad. A su
corazón no se le escaparía ningún latido, podría respirar con normalidad y no se
ruborizaría, ni se quedaría sin habla. Y si él llegara a tomar su brazo, ella no sucumbiría
a la tentación de apoyarse en él y disfrutar el sentir toda esa fuerza y vitalidad masculina
oculta bajo la tela de su uniforme.
Ella estaba lejos de ser tan sensible como para ceder ante el primer
encaprichamiento que empezaba a sentir por un hombre. Sólo una tonta dejaría que su
cabeza diera vueltas por un abrigo escarlata y una traviesa sonrisa, se dijo a sí misma
duramente. Debía recoger esos sentimientos. Ella era la sensible, práctica señorita
Deborah Gillies, que podría tomarse como referencia de un comportamiento correcto,
sin importar los vientos que soplaran su suerte. ¿No había permanecido firme cuando su
madre colapsó luego de la repentina muerte del Reverendo Gillies? Aunque ella también
estuvo de luto y se conmovió al descubrir que su amado padre las había dejado con
escasos dos cuartos de peniques para apañárselas, negoció con los abogados, evaluó su
presupuesto, encontró una casa modesta y contrató a los pocos sirvientes que ahora
podían pagar. Había negociado con el nuevo dueño, que las quería fuera de la casa del
vicario apenas a un mes de la muerte de su padre, e incluso consiguió entregar las llaves
de la única casa que conocía a su bonita y joven esposa sin derramar una lágrima.
Comparado con eso, este inconveniente deseo que sentía por un hombre
inalcanzable no era nada.
Volviendo a bostezar, empujó el cobertor hasta sus orejas, recordando que de
todos modos no tenía energía para desperdiciar tejiendo sueños sobre el elegante
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Capitán Fawley. De lo que debería preocuparse era de lo que ella y su madre harían una
vez que Susannah hubiera atrapado a su elegible, y ellas ya no tuvieran motivos para
que los Hullworthys pagaran sus cuentas.
Si esa noche le había enseñado algo, era que ella también debería dejar de
esperar conocer a alguien que quisiera casarse con ella y milagrosamente hacer que todo
esté bien. Y sabía desde hace mucho que no podía simplemente volver a Lower
Wakering al final de la Temporada, y seguir siendo una carga para los escasos recursos
de su madre.
Era cuestión de tiempo, decidió mientras sus ojos se cerraban, que idearía un
plan para establecer su futuro para ella misma.
Por ella misma.
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Capítulo Dos
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lados. No sabía cuál era su problema. ¿Por qué se había enfadado tanto con Susannah?
Oh, sí sólo esta Temporada se terminara, y pudiera abandonar Londres y dejar todas sus
dolorosos recuerdos detrás.
Tan pronto como el futuro de Susannah se definiera, comenzaría a reunir los
documentos necesarios para aplicar a cada puesto conveniente para una señora de buena
cuna que encontrara.
Nunca se casaría.
¡No quería casarse!
No si era necesario recurrir al tipo de juegos a los que Susannah daba rienda
suelta.
Una semana más tarde, cuando entró en los portales de la Casa Challinor,
Deborah se alegró de permitirle a Susannah convencerla de comprar un nuevo vestido.
— ¡Papá lo pagará! —aseguró de manera confiada—. Y no lo tomes como
caridad ¡Ha contratado a tu madre para mostrarme ante las mejores familias, y estoy
segura de que pensará que el coste de un vestido bien vale la pena para que ambas
entremos en la casa de un marqués luciendo maravillosas!
Sólo eso había bastado para influir en Deborah. Ambas debían verse bien, no
sólo Susannah. Si Deborah simplemente remendaba uno de sus pocos vestidos de baile
o rehacía uno de los que Susannah botaba, como había querido al principio, cada mujer
allí sabría que tenía problemas económicos. Y luego mirarían a Susannah, adornada en
sus galas, y verían la realidad de la situación. Una muchacha que tuvo que contratar a
alguien para lanzarla a la alta sociedad no se consideraría con la misma indulgencia que
una que estuviera siendo patrocinada por la amistad con una familia de tan buen pedigrí
como los Gillies.
De todos modos, viendo los diamantes brillar en las gargantas y orejas de tantos
invitados mientras ellas subían despacio, la hizo sentir como si fuera ella, y no
Susannah, la impostora aquí. Aunque su vestido de baile fuera la cosa más fina que
había llegado a poseer, una camisola de satén magníficamente cortada, con un
sobrevestido de gasa bordado con cientos de cuentas diminutas en intrincados patrones,
pequeñas mangas abullonadas y un demi-train1 de encaje adornado con lentejuelas, su
única joyería era un collar de perlas que pertenecía a su madre.
—No necesito tales cosas a mi edad, querida. —Había sonreído mientras lo
ponía sobre el cuello de su hija justo antes de que salieran. — ¡De hecho, prefiero
ocultar mi cuello tanto como pueda! — Recientemente había empezado a usar un
surtido de bufandas cubiertas sobre su garganta. El que llevaba esta noche era una
delicadísima pieza color azul polvo, que de alguna manera, Deborah debía admitir,
lograba dar el toque final a un traje que era tan elegante como el de las otras señoras.
Después de un rato llegaron al frente de la línea de recepción, y ella finalmente
estuvo cara a cara con su anfitrión y su anfitriona. El Marqués de Lensborough inclinó
su cabeza saludando a su madre, expresándole los apropiados sentimientos, pero
entonces simplemente miró a Susannah como si… jadeó: como si no tuviera derecho de
estar allí. Como sus rasgos eran de un decidido desprecio, Deborah le tomó una gran
aversión ¿Por qué demonios quería Susannah congraciarse con gente de la clase de él,
quienes sólo la mirarían hacia abajo desde sus narices aristocráticas? Y su prometida,
una pelirroja delgada y alta, no era mejor. Tenía la expresión más arrogante y cerrada en
cualquier mujer que Deborah se hubiera encontrado alguna vez. Era un alivio dejarlos e
ir a la sala de baile.
— ¡Ah, allí está Gussy! —dijo su madre, viendo a la viuda señora Lensborough
atendiendo a su corte desde un sofá colocado en un salón fuera de la propia sala de
baile. Deborah sintió que sus labios se elevaban en una sonrisa sardónica. Se había
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impactado, dos días después de que el Capitán Fawley prometiera conseguirles una
invitación, cuando la viuda Marquesa de Lensborough había entrado en su salón y había
tratado a su madre como si fuera una amiga íntima. Pronto entendió que esto no estaba
muy alejado de la realidad. Se habían conocido de muchachas, y aunque sus caminos en
la vida hubieran tomado direcciones muy diferentes, habían mantenido una
correspondencia esporádica.
Había hecho poner a ambas muchachas de pie, dar una vuelta y caminar frente a
ella, antes de que se dignara a entregar las codiciadas invitaciones.
—No tendré en mi baile a quien no lo merezca —había dicho descaradamente
—. Ambas son bonitas, a su manera. —Levantó sus cejas y mirado con el ceño fruncido
a cada una—. Es una lástima que tu hija no tenga la apariencia y fortuna de su amiga,
Sally. Aunque, por otro lado, esta última no tiene la ventaja del pedigree adecuado.
Pero… —suspiró—… así son las cosas. Y no hay razón para que cualquiera de ellas no
se case. Mi propio hijo ha dado preferencia al carácter sobre la belleza al elegir a su
novia, como estoy segura que descubrirán cuando la conozcan. —Dijo chasqueando la
lengua con exasperación—Los hombres son unas criaturas raras. Nunca se sabe de qué
se antojarán.
Susannah y Deborah siguieron de cerca a su madre, como pollitos buscando el
calor de una gallina. El placer evidente de la viuda al ver a las muchachas sirvió de
antídoto contra la helada bienvenida y tranquilizó a los otros invitados al saber que estas
dos muchachas eran personas dignas de consideración. Pronto, la mano de Susannah fue
solicitada para el baile que estaba a punto de empezar. Muy correctamente guardó el
primer baile para el Capitán Fawley, pero cuando vino para reclamar su mano, Deborah
se sorprendió al ver que había traído a un hombre alto y rubio con él.
—Permítame presentarle a mi hermanastro, señorita Gillies —le dijo—. Lord
Charles Algernon Fawley, noveno Conde de Walton.
No se parecía al capitán Fawley. No sólo era rubio y de ojos azules, además no
había nada en sus rasgos faciales que sugiriera que estaban relacionados.
Deborah hizo una reverencia. Él se inclinó, luego la impresionó diciendo, —
¿Me haría el honor de permitirme acompañarla para el primer baile?
Con sentimientos encontrados permitió a Lord Walton llevarla a la pista de
baile. Había sido muy amable por parte del capitán Fawley asegurarse de que no se
quedara al margen mientras Susannah formaba parte del grupo de baile que abrió la
gala. Nunca había bailado con un conde, y menos con uno tan guapo. Debió sonrojarse
con arrobamiento. Pero luego de la majestuosa cuadrilla, no pudo evitar estar consciente
de que, aunque formara parte del baile en el que estaba el Capitán Fawley, no era su
compañera. Tampoco podía evitar ser consciente de la satisfacción que brillaba en sus
ojos cada vez que unía manos a las de Susannah.
En general, se alegró cuando todo terminó, y Lord Walton la llevó de nuevo al
banco donde su madre estaba sentaba, charlando felizmente con un grupo de viudas
importantes.
Cuando el siguiente compañero de Susannah vino para pedirle que bailaran, el
capitán Fawley se inclinó rígidamente hacia Deborah. Su cara pareció un poco estirada
cuando dijo, algo defensivamente, —No voy a pedirle a usted que baile, señorita Gillies
¿Pero puedo ser honrado por su compañía durante el siguiente set de bailes, si su tarjeta
de baile está disponible?
A pesar de todos los severos sermones que se había dado a sí misma, el corazón
comenzó a tatuarle sus costillas en respuesta a su solicitud. En verdad, preferiría pasar el
tiempo hablando con él, que siguiendo los pasos que correspondían a cada baile. Sobre
todo cuando notó lo mucho que le costó a él seguir los pasos de la cuadrilla. Las líneas
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de tensión habían retorcieron su boca, y sus ojos lucieron apagados debido al dolor.
—Sí, gracias. Me gustaría. —Sonrió, poniendo su mano sobre su brazo cuando
lo ofreció—. De hecho— sugirió, sensible a su evidente incomodidad—, disfrutaría
sentándome y mirando a los bailarines.
Él le guiñó un ojo. —Suena justo como Heloise, es decir mi cuñada, Lady
Walton. Como artista que es, le gusta observar la buena sociedad en acción. ¿Dibuja
usted?
—Oh, no, no realmente. No más de lo que cualquier señorita.
De repente frunció el ceño. —Por supuesto, su salud no es la mejor, ¿verdad?
Aquí, vamos a sentarnos en este sofá, para que pueda descansar.
—No tengo que descansar. No esta noche. Generalmente no me siento mal —
replicó. Apenas lo dijo quiso darse un puntapié por ser tan insensible. Tal vez se había
fijado en ella precisamente porque creía que era frágil, de modo que pudiera tener la
oportunidad de sentarse sin hacerlo quedar como si fuera él quien lo necesitara.
Le llevó a un asiento junto a la ventana, bastante lejos de la multitud
arremolinada, de modo que pudieran conversar, aún a la vista de las chaperonas.
— ¿Disfruta de su Temporada? —preguntó cortésmente, omitiendo el último
comentario indiscreto que ella había hecho.
—De algún modo —Suspiró. No quería gastar esos pocos momentos preciosos
con él hablando de naderías sociales. Aun así él no la miraba como si realmente le
interesara su respuesta—. Me alegro de ver a mi madre divertirse tanto —Miró al otro
lado del salón donde la Sra. Gillies dividía su tiempo charlando con sus conocidos y
observando los progresos de Susannah con satisfacción—. A partir del momento en que
supimos que sería posible asistir a la Temporada en Londres después de todo, fue como
si volviera a la vida.
—Su padre murió hace poco, creo recordar.
—Sí, y eso la golpeó muy duro. Durante varios meses pareció haber perdido
interés en todo. Tenía a… —hizo una pausa. No quería sonar como si se quejara—.
Bien, no nos dejó en circunstancias muy cómodas. Pero mírela ahora —Sonrió
afectuosamente a su madre a través del cuarto. Sus mejillas eran rosadas y sus ojos eran
brillantes—Le ha hecho tanto bien encargarse de Susannah. Y el reencuentro con tantos
viejos amigos en Londres la ha distraído con éxito de sus problemas.
— ¿Pero qué de usted? —insistió—. Puedo ver que su amiga disfruta de su
triunfo. Y que su madre está en su elemento. ¿Pero cómo se las arregla la delicada
señorita Gillies en medio del alboroto de la sociedad de Londres?
—Ya se lo dije antes, ¡no soy en absoluto delicada! Sólo fue porque…—se
contuvo, sonrojándose al darse cuenta de que estuvo a punto de divulgar las estrecheces
económicas que había afrontado antes de que los Hullworthys llegaran a su rescate.
La pequeña casita de campo, que había parecido absolutamente encantadora
cuando se habían mudado durante el verano, había revelado todas sus insuficiencias
durante la primera tormenta otoñal. El tejado se levantó, las bisagras de las ventanas
traquetearon, y las chimeneas echaron humo. Su madre se había retraído en sí misma
como si finalmente hubiese aceptado que iba a pasar el resto de sus días en la penuria.
Sintiendo como si hubiera contribuido al estado de ánimo de su madre por no haber
encontrado un sitio mejor, la salud de Deborah se había estropeado.
Esto, al menos, había despertado a la Sra. Gillies de su apatía. El temor de que
podría perder a su hija, así como había pedido a su marido, en el espacio de unos pocos
meses, la había hecho poner el orgullo a un lado y finalmente aceptar la oferta de los
Hullworthys de unas habitaciones cálidas y confortables en la casa Hall donde podría
cuidar de la salud de Deborah.
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Capítulo Tres
Era una tarde gloriosa. Aunque hubiera apenas una nube en el cielo, una brisa
deliciosa pasó rozando festivamente a través de las castañas, haciendo sumamente
plácido el aire bajo sus ramas. Tristemente, el placer de Deborah de estar al aire libre
fue atenuado por la compañía.
Aunque Susannah ya no viera al Barón Dunning con mucho entusiasmo, no
había rechazado su invitación a pasear un rato por Hyde Park. En particular porque
había llevado a su amigo, el Sr. Jay, para escoltar a Deborah. Ambas esperaban que
tener acompañantes masculinos hiciera el paseo más enérgico que los que estaban
acostumbradas a tomar en Lower Wakering. Pero los hombres no eran más
complacientes a andar a zancadas que los criados de Londres. Pasearon a paso de
tortuga, haciendo una pausa con frecuencia para saludar conocidos o indicar a personas
del interés que pasaban a lo largo de la calle en elegantes carruajes abiertos.
El corazón de Deborah se hundió cuando otro amigo del Sr. Jay le saludó,
entonces, para llamar la atención de Susannah, acercó su yegua castaña junto a ellos.
— ¿Qué le trae al parque a esta hora, Lampton? —El Sr. Jay le preguntó cuando
se bajó de la silla—. No creí que fuera su estilo.
—Oh, ya sabe —dijo el Sr. Lampton vagamente, su atención remachada en
Susannah— ¿No me presentará a sus compañeros?
La primera impresión de Deborah era que se trataba de uno de los hombres más
guapos que había visto. Era alto y bien plantado. Unos mechones de pelo rubio salían de
su sombrero, pero habría adivinado su color de todos modos, por sus pestañas y sus
cejas que enmarcaban unos ojos azules.
—Oh, ella es la señorita Gillies —dijo el Sr. Jay brevemente—. Señorita Gillies,
el Honorable Percy Lampton.
—Encantado de conocerla —dijo el Sr. Lampton, mostrando una sonrisa
evidentemente falsa, inmediatamente dejó a un lado a Deborah. Hombres tan guapos
como él no se encantaban al conocerla. Por lo general pasaban sus ojos sobre ella
rápidamente, midiendo su figura flacucha, la baratura de su vestido, y luego la expresión
en sus ojos se hacía desdeñosa.
—Sr. Lampton —repitió ella, haciendo la reverencia apropiada, aunque
encontrara difícil devolverle una sonrisa.
— ¿Y quién es, por favor, la distinguida que va del brazo del Barón Dunning?
—preguntó, dando la vuelta hacia Susannah.
Mientras se presentaban, el caballo se inquietó.
—Estaba en lo cierto sobre esta bestia —dijo el Sr. Lampton al Sr. Jay, tirando
ineficazmente de la rienda del caballo mientras sus cuartos traseros se levantaban por el
sendero—. Muy brioso para mí gusto.
—Sí. Digo, ¿no cree que debiera…? —Luciendo algo alarmado, el Sr. Jay soltó
el brazo de Deborah y se apresuró hacia la cabeza que agitaba el caballo. Mirando sobre
su hombro, dijo al Barón Dunning —Quizás debería mover a las señoritas un poco más
lejos.
Cuando empezó a calmar el caballo, con una habilidad que Deborah admiró, el
Barón Dunning la tomó del brazo y la movió lejos de aquellos cascos potencialmente
peligrosos.
Y de alguna manera, una vez que el incidente hubo terminado, el Sr. Jay sostenía
al caballo, el Barón Dunning tenía a Deborah, dejando al Sr. Lampton en posesión de
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Susannah.
Y así fue como se mantuvo en todo el camino de regreso a casa.
El Barón Dunning, lejos de ser agradable con Deborah, no podía disfrazar su
irritación por ser eliminado por el recién llegado.
Deborah se sintió divertida, más que ofendida, preguntándose cómo diablos
Susannah decidiría entre todos sus pretendientes. Aunque, si no se decidía, podría
volver a Londres el próximo año. Era bastante rica para ser exigente. Sus padres no se
opondrían lo más mínimo si se fuera a casa sin un marido a cuestas. Mientras se
divirtiera y no se arrojara a los brazos de un don nadie.
Suspiró, recordando su conversación la mañana después del baile del Marqués
de Lensborough.
—No me voy a arrojar a los brazos de un don nadie —había dicho de modo
provocativo, cuando Deborah la había desafiado por pedir a su madre que averiguara
información adicional sobre el Capitán Fawley—. Aun si él no es lo que pensaba al
principio, no le animaré si no tiene ninguna esperanza.
Tristemente para el Capitán Fawley, no le tomó mucho a su madre descubrir que
sus esperanzas no existían.
—El octavo Conde de Walton se casó dos veces —había explicado—. El primer
matrimonio fue arreglado por su familia, mientras era un adolescente, para asegurar la
sucesión, ya que era el único hijo. Lo casaron con una de las chicas Lampton, quien
eventualmente le concibió un varón sano. Eligió a su propia esposa la segunda vez que
se casó, esta vez por motivos sentimentales y no por deber. Hubo un escándalo cuando
murió, del que no he sido capaz de enterarme bien, pero el resultado fue que los
muchachos se separaron y se criaron aparte. El actual Conde —dijo, inclinándose hacia
adelante en su silla para continuar su chisme en un tono conmovido, — barrió los
campos de batalla de España para encontrar al Capitán Fawley cuando se enteró de la
severidad de sus heridas. Le llevó a casa y gastó una fortuna en sus cuidados, lo que los
llevó a su reconciliación.
—Así pues —dijo Susannah, yendo al meollo del asunto, — ¿eso significa que
es elegible o no? ¿Si es realmente el hijo más joven de un Conde, debe tener un título,
así como su rango de Capitán del ejército, o no? Y…— mordió su labio inferior
vacilando sobre mencionar el tema indelicado del dinero.
Pero la Señora Gillies sabía lo que le interesaba, sin necesidad de que lo hubiera
dicho.
—No, nunca se reconoció oficialmente como el hijo del octavo Conde. El
anciano tampoco le dejó algo en su testamento. Todo fue para el Conde actual. Todo lo
que el Capitán Fawley tiene es su pensión del ejército.
— ¡Eso es espantoso! —Exclamó Deborah, apretando los puños de
indignación—. ¿Por qué se eliminó de la herencia? No es como que el Conde actual no
pueda permitirse el lujo de prescindir de un poco. ¡Debe ser uno de los hombres más
ricos en Inglaterra!
Susannah se rio. —No seas tan tonta, Debs. ¿No es obvio? ¿No te has
preguntado por qué los dos llamados hermanos no guardan el parecido más leve? No me
extraña que los Lamptons expulsaran a la segunda esposa —Recogiendo su taza de té, y
tomando un sorbo fino, añadió—, Bien, eso lo excluye, con seguridad. Papá nunca me
permitiría casarme con un hombre que nació en el lado equivocado de la manta.
—Ahora, Susannah, querida, espero que no vayas sugiriendo que hice alusión a
que el Capitán Fawley podría no ser hijo legítimo. El Conde de Walton se enoja con
cualquiera que repita ese viejo escándalo. Guarda la reputación de su hermano
celosamente. Y si ofendes a un hombre de su posición…
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***
— ¿Qué demonios está jugando Lampton?, es lo que quiero saber —El Capitán
Fawley frunció el ceño a su hermano, a través de la mesa de comedor, unos diez días
más tarde—. El modo que monopoliza a la señorita Hullworthy se ha convertido en el
tema de los clubes. Y no me digas que piensa casarse con ella, ya que no lo creeré.
Aparte de que disfruta mucho de su soltería como para arriesgarla por cualquier mujer,
ningún Lampton se inclinaría al casamiento con la hija de un cortés.
El Conde de Walton frunció el ceño viendo pensativamente su copa de oporto.
—Faltan sólo cuatro meses para su cumpleaños treinta —dijo con mucho detalle,
enigmáticamente.
— ¿Qué tiene que ver eso?
El Conde suspiró, luego miró su hermano menor a la cara. — ¿Qué es la señorita
Hullworthy para ti, Robert? ¿Sientes cariño por ella?
—Seguramente no quiero verla arruinada. Dios, sabes la amenaza que es
Lampton para las mujeres ¡Sólo recuerda el problema que le causó a Heloise cuando
vino a Londres!
Percy Lampton alió fuerzas con la amante desechada del Conde en un intento
por manchar la reputación de su novia. El matrimonio casi se había hundido antes de
que el Conde pudiera descubrir lo que pasaba.
—No lo olvido —dijo el Conde secamente—. Aunque, en este caso particular,
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Cuando el Capitán Fawley cayó en la silla, Linney alcanzó bajo la mesa una
botella de piedra, limpió el borde de un vaso de cristal con la manga de su camisa y
vertió a su señor una medida llena.
El Capitán Fawley lo bebió de un golpe y lo puso en la mesa para que lo
rellenara.
¡No podía dejar a Lampton salirse con la suya! Aparte del hecho de que odiaba a
todos los Lamptons, el modo en que levantaba falsas expectativas en Susannah era
completamente deshonroso.
¿No había nada que la familia no hiciera para aumentar su ya sustancial
patrimonio personal?
Percy Lampton ni siquiera necesitaba el dinero tanto como él. Lampton vivía
una vida cómoda de soltero, independiente, mientras que él era completamente
dependiente de su hermano. Su hermanastro, corrigió.
Apoyó la frente en su mano, luchando contra el resentimiento que sentía por su
hermanastro, después de todo el hombre había estado de su lado.
¡Y demasiado! Esa era la mitad del problema. Walton siempre afirmaba que
actuaba por su bienestar, pero le privaba de cualquier opción. ¡Lo estaba sofocando!
Si sólo hubiera alguna salida. O, al menos, algún camino para impedir al canalla
conseguir la fortuna de su Tía Euphemia.
Maldijo a los Lamptons locuazmente, y exhaustivamente, antes de apurar su
segundo vaso de brandy.
Había odiado el apellido Lampton desde que podía recordar. Habían destruido a
su madre, arruinaron su infancia con sus insinuaciones de su ilegitimidad y no ocultaron
el hecho de que habían esperado que muriera en algún país extranjero mientras estaba
de servicio. Los franceses le habían hecho su peor maldad, pero no era un hombre fácil
de matar. Había sobrevivido a una explosión, dos amputaciones, una fiebre y meses
extenuantes de rehabilitación.
Incluso en su hora más oscura, cuando había sentido que no tenía nada más por
lo que vivir, se había negado a dejarse vencer.
Y no iba a dejar que le vencieran ahora.
Si Percy Lampton creía que él iba a recostarse mientras se iba con su herencia,
entonces estaba muy equivocado.
Encontraría una forma para superar a los Lamptons.
Su cara se llenó de odio.
Y no se preocuparía por cuán bajo tuviera que caer para conseguirlo.
***
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Deborah, dijo, —Llama por algo de té. Debemos acoger al muchacho, ¿o no?
Sólo fue cuando el Capitán Fawley atravesó la puerta que Deborah entendió la
compasión de su madre. No había aprobado a muchos de los pretendientes de Susannah,
antes de que el Sr. Lampton hubiera aparecido en escena, pero era débil frente al
Capitán. Era el modo en que miraba a Susannah, le había confiado a Deborah una tarde
no mucho después de conocer al Sr. Lampton. Tan herido, tan amargado, tan
trágicamente cierto de que no tenía posibilidad contra un hombre que era todo lo que él
no era. Porque no es sólo que el Sr. Lampton era extremadamente apuesto por lo que
tenía expectativas. También era del dominio público que podía heredar una fortuna
sustancial al cumplir los treinta. Por tanto no necesitaría perseguir a Susannah por su
dinero. Sería una mejor pareja para Susannah que un conde envejecido o un barón joven
con granos. Sus padres no le mirarían con recelo, aunque no tuviera título, ya que
Susannah parecía tener sentimientos por él. Y siendo tan especial en sus atenciones, era
seguramente sólo una cuestión de tiempo para que hiciera la propuesta.
Deborah puso su libro a un lado cuando su madre dijo, —Oh, Capitán Fawley,
qué bueno que nos visite esta tarde ¡Estamos completamente solas, como ve! Por favor,
siéntese. Hemos pedido el té. Estoy segura de que se quedará y tomará una taza con
nosotras, aunque la señorita Hullworthy no esté aquí…—vaciló, pareciendo un poco
tímida cuando aludió a la desilusión del Capitán.
—Gracias, Sra. Gillies —contestó, aunque se quedó de pie rígidamente en la
puerta, en lugar de avanzar hacia el asiento—. Era consciente de que la señorita
Hullworthy estaba fuera. De hecho, esperé hasta estar seguro de que así fuese. Es su hija
a quien he venido a ver. Señorita Gillies —dijo, y sus mejillas se enrojecieron cuando se
giró hacia ella —Sé que es poco ortodoxo, ¿pero podríamos hablar en privado?
Deborah no sabía qué contestar, ni siquiera adivinaba lo que podría hablar con él
en privado ¡Además, era completamente impropio! Estaba segura de que su madre no
permitiría tal cosa.
— ¿Por qué no salen al jardín? —Dijo su madre—. Pero quédense a la vista de
las ventanas. Estoy segura de que si el Capitán Fawley quiere hablar contigo en privado,
tiene una muy buena razón —dijo, en respuesta a la mirada perpleja de Deborah—. Iré a
un asiento en el salón trasero, de donde podré verlos bien ¿Le parece aceptable esto,
Capitán?
—Muy aceptable. Gracias por su generosidad, señora —dijo, abriendo la puerta
e indicando a Deborah que le acompañara.
Una de las razones para alquilar esa casa era que tenía un jardín grande. Había
una franja estrecha de césped, lindado por abajo por plantas de sabia, esparcidas por
grupos. Contra una de las paredes que separaban su jardín de la propiedad vecina,
algunas sillas se habían dispuesto alrededor de una mesa de hierro forjado posicionadas
para disfrutar del sol de la mañana. El área todavía se podría usar para sentarse más
tarde, también, ya que se había colocado una pérgola para proporcionar un poco de
sombra al avanzar el día. Y las rosas y la madreselva que escalaban por la estructura en
un enredo maravillosamente perfumado lo hacía un lugar agradable para sentarse en la
tarde.
El Capitán Fawley se dirigió hacia la glorieta floreada, asegurándose de que
Deborah se sentara a la vista de la casa.
Cuando la Sra. Gillies le hizo una seña desde la ventana, se inclinó en su
dirección, antes de girar y dirigirse a Deborah.
—Antes de abordar el asunto del cual he venido a hablarle, ¿puedo solicitarle su
garantía de que mantendrá todo en estricto secreto?
Devolvió su mirada desconcertada con el ceño fruncido, Deborah comenzó a
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—No creo querer seguir con esta conversación —dijo, levantándose y dándole la
espalda.
—Señorita Gillies, no me decepcione antes de que oiga todo.
¿Decepcionarlo? Se heló ¿Qué trataba de decir?
— ¿Todo? —dijo de mala gana, le miró sobre su hombro.
—Sí. Señorita Gillies, he descubierto recientemente que si puedo persuadir a
alguna mujer respetable para que se case conmigo, heredaré una fortuna—. Se paró,
tomando su brazo y haciéndola girar para quedar frente a él. —Creo que es usted, de
todas las mujeres, la que podría vencer su asco por un hombre como yo a cambio de
seguridad de por vida.
— ¿Me está pidiendo que me case con usted? —El corazón de Deborah
palpitaba con gran emoción. Tendría que haber sabido que su intención no era hacerle
daño deliberadamente. Sólo pensaba en sí mismo como algo tan malo para una mujer,
que tuvo que destacar lo que pensaba de ella para que aceptara su oferta. —El diablo o
el profundo mar azul —susurró, con los ojos anegados de lágrimas. ¡Oh, cómo podría él
creer que ninguna mujer le podría amar!
—No rechace la idea de primera —le imploró—. Por favor, escúcheme hasta el
final.
El corazón de Deborah se elevó, justo cuando bajó su cabeza para buscar un
pañuelo. No sabía por qué lloraba. Era tan tonto sentir como si la masa oscura enorme
que aplastaba sus esperanzas y sueños, había rodado lejos, liberándola. ¡El hombre que
amaba le había pedido que se casara con él!
Se volvió a sentar. La única razón por la que había decidido abjurar del
matrimonio y buscar trabajo era que no se podía casar con otro que no fuera el Capitán
Fawley. Si hubiera recibido una oferta de algún otro hombre, estaría satisfecha, pero no
la hubiera aceptado. Pero claro que se casaría con él ¡En un latido del corazón! Tan
pronto como controlara este impulso ridículo de llorar, se lo diría…
—Señorita Gillies, sé que tengo poco que ofrecerle. Pero considere la propiedad
que viene con el matrimonio. —Se sentó al lado de ella, inclinándose. —Yo creo que
sería un una residencia familiar ideal. Habría una habitación para su madre. Estoy
seguro que desea ser capaz de asegurarla en su vejez. Sé que su pensión es tan escasa
que iba a trabajar para no ser una carga para ella ¿No prefiere criar a sus niños que a los
de otra gente? Le permitiría hasta contratar a un maestro de esgrima para nuestras hijas,
si esto es lo que desea —añadió, con un toque de humor que le recordó a ella la
conversación en el baile del Marqués de Lensborough.
Aunque su referencia a los niños se hiciera de modo jocoso, sabía que le ofrecía
un verdadero matrimonio, no sólo un arreglo conveniente. Tenía una breve visión de un
muchacho y una muchacha brincando sobre un césped amplio, soleado, jugando con
espadas de madera, mientras el Capitán Fawley, que holgazanea bajo la sombra de un
roble nudoso, les gritaba instrucciones. El más pequeño, con su carita sucia, sonreía
abiertamente bajo las ramas del árbol, mientras su madre, sentada en un banco rústico
cerca, sonreía satisfecha a sus nietos. Los miraba a todos desde las ventanas de una casa
de piedra, con un bebé diminuto en su pecho. Y luego el Capitán Fawley en el césped
bañado por el sol la miraba. Y se reía con ella. Y su expresión no era la de este lisiado
amargado, agobiado por las preocupaciones, que le estaba proponiendo matrimonio, con
ojos que expresaban una súplica desesperada. Sino que se había convertido en un feliz
hombre de familia.
Exploró los rasgos ásperos de su cara, que estaba tan cerca de ella. El calor de su
aliento abanicó su mejilla. Podría oler el aroma débil a bergamota, un olor que había
asociado con él desde la noche en que se había apoyado en él, medio desmayada por el
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calor del atestado salón de baile. Sus manos recordaron la textura de su manga, y, a
través de ella, la fuerza del brazo.
¡Cómo quería borrar aquellas líneas de sufrimiento que una vida de desilusión
había grabado tan profundamente en su cara! Hacer que aquellos ojos, que ardían de
recelo, brillaran con alegría o se iluminaran con la risa.
Oh, sabía que sólo le pedía que se casara con él por la desilusión de la pérdida de
Susannah. Pero podía sentir empatía con la practicidad de su naturaleza que le hizo
razonar que si no podía tener a la mujer que anhelaba, no iba a renunciar también a la
propiedad. ¿No había planeado su propio futuro de manera similar? Habiendo
renunciado a la esperanza de casarse con el hombre que amaba, había decidido
mantenerse ella misma y no ser una carga para otros.
Aunque era deprimente que pensara tan mal en ella. La consideraba una
muchacha tan simple que pensaba que estaría agradecida ante la posibilidad de vivir con
comodidad, aun si eso significara liarse a un hombre que él asumía que ninguna mujer
consideraría con algo más que repulsión.
—Si algún otro hombre me hubiera preguntado en tales términos —declaró,
decidida a justificar su intención de aceptarle, a pesar de sus insultos —Le habría
rechazado ¿No notó que el modo en que se dirigió a mí era demasiado hiriente?
—Si esto es lo que piensa —dijo, echándose hacia atrás y haciendo como si
estuviera a punto de levantarse —entonces no le preocuparé más con mis atenciones no
deseadas.
Lamentó su impulso, tan pronto como vio el dolor en sus ojos. Nunca había
tenido la intención de hacerle daño a él. Oh, debía dejar su estúpido orgullo. No valía la
pena protegerse si con ello le hería.
—Sus atenciones son bastante bienvenidas —de prisa le tranquilizó—. Y por
supuesto que me casaré con usted. Era sólo el modo que lo expuso…
Se puso de pie, mirándola con una expresión tan feroz que casi la atemorizó.
—No debe esperar palabras dulzonas o ninguna adulación insincera de mí,
señorita Gillies. Puede que mi oferta no haya sido elocuente, pero al menos sabe
exactamente lo que le ofrezco. Le ofrezco seguridad financiera, un futuro bueno,
cómodo. Está a punto de casarse con un hombre que ha sido soldado toda su vida adulta.
Un hombre que ha luchado intensamente y ha vivido al raso. No voy a someterme a
tonterías románticas para tratar de engañarle en la espera de lo que no puedo dar.
Parpadeó asombrada. Lágrimas de dolor saltaron a sus ojos ¿Había recibido
alguna vez alguna mujer una oferta tan insultante o se había encontrado su aceptación
con una reprimenda tan mordaz? Si tuviera un grano de sentido común, le diría lo que
podría hacer con su oferta y largarse.
Pero entonces nunca le vería otra vez.
Se haría profesora, como había planeado, pero sabiendo que de haber tenido más
coraje, podría haber sido la esposa del Capitán Fawley.
Podría haber soportado esa vida de trabajo duro si él nunca le hubiera propuesto
matrimonio. Pero ahora, tal futuro sería insoportable.
Sintió que una mano fría se metía por sus entrañas y las enroscaba en un nudo
cuando un pensamiento horrible la asaltó. Viendo el modo despiadado en que la había
tratado proponiéndole matrimonio aun estando convencido de que no ella no querría
aceptar, ¿se sentiría obligado a intimidar a otra desafortunada mujer para que lo
aceptara, de modo que pudiera obtener su herencia? No se podía engañar pensando que
ella era algo más para él que la primera en una lista de posibles esposas, extraída del
grupo de mujeres disponibles en situación desesperada.
—No espero nada de usted —dijo desanimadamente.
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Capítulo Cuatro
Una sensación de euforia le sobrecogió, tan fuerte que casi lo mareó. ¡La
venganza, y todo lo que significaba, era casi suya! No podía creer que hubiera sido tan
fácil. Tenía mucho que agradecer a todos esos tontos, los tontos que habían hecho a esta
muchacha encantadora creer que ningún hombre la podría querer.
Se hundió en la silla al lado de ella y habría tomado su mano con gratitud, si no
fuese consciente de que la aceptación de su oferta era el menor de dos males. Pobreza y
trabajo duro por una parte o matrimonio con un hombre que ninguna mujer podría
aguantar por el otro ¿Qué era eso que había murmurado con lágrimas en los ojos? ¡El
diablo o el profundo mar azul!
¿Entonces, sentía que había hecho un pacto con el diablo? Aprendería pronto
que aunque no pudiera ser la clase de marido que la mayoría soñaba, disfrutaría del
estilo de vida cómodo que le traería casarse con él. Por lo que poco había sido capaz de
averiguar de su breve visita a los abogados, para saber exactamente lo que tenía que
hacer para heredar, la anciana había dejado una buena suma de dinero así como la
propiedad que se convertiría en su hogar.
—Gracias, señorita Gillies. No puedo comenzar a decirle lo que esto significa
para mí —Casi se estremeció con esas palabras. Había sido deliberadamente económico
con los hechos. Ya que nunca quiso que ella descubriera que había aprovechado su
vulnerabilidad a fin de vengarse de un Lampton. Tal conocimiento estaba condenado en
su conciencia.
Había sospechado, antes de ir a exponer su oferta, que le rechazaría
completamente si sabía que el casamiento con él sería equivalente a la ruina del futuro
de otra persona. Ella parecía capaz de poner la felicidad de todo el mundo antes que la
de ella. Solo con ver lo contenta que estaba por el éxito de Susannah. No había
mostrado ningún rastro de envidia, aunque Susannah eclipsara totalmente su
subestimada belleza, negándole la posibilidad de atraer a sus propios pretendientes. Y
había estado contenta de que la Temporada en Londres, aunque debilitaba claramente su
salud, ayudara a su madre a terminar su pena.
No, él no tenía intención de hacerle saber que quería privar a Lampton de una
fortuna que el hombre siempre había considerado como suya.
Pero lo tenía que asegurar rápidamente. Lampton tomaría medidas para
impedirle casarse si lo consiguiera.
—Debemos casarnos inmediatamente.
— ¿Debemos? —contestó, con aturdimiento.
—Sí, ya que si no cumplo los términos del testamento dentro de un tiempo
especificado, puedo perder la herencia totalmente.
—Oh —fue todo lo que dijo, pero podría oír la aceptación en su tono. Aliviado
por haber superado otra barrera, se preparó para sus objeciones cuando estipuló —Y
debo insistir que no enviemos ningún anuncio hasta el final de la ceremonia. Ni decirle
a los no implicados cuándo, o dónde, va a ocurrir.
Le miró con el ceño fruncido. — ¿Quiere que yo me case con usted en secreto?
—Sacudió su cabeza—. No… eso sería… completamente repugnante. —Casarse en
secreto, como si hubiera algo de lo cual estar avergonzada… no era cuestionable.
—Parece tan secreto —insistió.
—Sé que le pido mucho. Pero, por favor, mírelo desde mi punto de vista.
A veces, una batalla tiene que combatirse con sutileza, usando las estratagemas
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necesarias para burlar al enemigo. No le mentía a Deborah. Sólo arrojaba algo de polvo
en sus ojos. No era peor que la mentira que implicaba la emboscada del enemigo que
tenía superioridad numérica, en lugar de encontrarse con él en campo abierto, donde la
derrota habría sido inevitable.
—No quiero que haya más testigos en nuestra boda que los absolutamente
necesarios—. Eso era literalmente cierto. Pero entonces, confiando en su naturaleza
amable, agregó, — ¿Cree que me gusta que la gente me vea preguntándose qué tuve que
hacer para inducir a una belleza como usted a que me aceptara?
— ¿Belleza? —Jadeó indignada. — ¡Usted acaba de decir que no se va a
mostrar con un tonto sentido romántico! Así que no recurra a la adulación insincera sólo
para obtener lo que quiere. Me gustaría mucho más que su atuviera a su discurso llano
del cual se siente tan orgulloso.
—Señorita Gillies, estoy siendo totalmente sincero. Usted posee una belleza
interior que cualquier hombre con una onza de sentido...
—Oh, belleza interior, —ella resopló en tono de burla. Esa es la forma en que un
hombre siempre intenta de convencer a una chica de hacer su voluntad. Bueno, pronto
descubrirá que ella no era tan dócil. Ella debía decirle que no podía actuar de una
manera que sentía era moralmente reprobable.
Ella respiró hondo.
—Me niego a mantener esta noticia en secreto de mi madre, o casarme sin que
me asista...
—Bueno, por supuesto, —dijo. —Señorita Gillies, yo no estoy pidiendo que
tengamos un matrimonio secreto. Sólo uno muy privado. No habrá nada deshonesto al
respecto. Le pediré a mi hermano que esté conmigo. Y una vez que la ceremonia haya
terminado y estemos de camino a nuestra nueva casa, estaré más que contento de
anunciar el hecho.
Eso no sonaba muy irracional, supuso.
—Sin embargo, yo prefiero que no le diga a su madre que vamos a casarnos,
hasta que vaya de camino a la ceremonia.
Deborah parpadeó.
—Es la única manera de estar seguro de que a ella no se le escapará lo que está a
punto de suceder. Ella es claramente muy aficionada a la señorita Hullworthy ¿Podría
mantener la noticia de su matrimonio en secreto de ella? ¿Sería capaz de ocultarla de
cualquier persona? La mayoría de las madres se ponen tan contentas de saber que sus
hijas se van a casar que no pueden guardar la lengua.
Deborah se mordió el labio inferior mientras reflexionaba sobre este aspecto del
caso. Su madre estaría realmente encantada de escuchar que ella se iba a casar, y más
que era con el Capitán Fawley. Y si ella sabía que él tenía previsto llevarla a vivir al
domicilio conyugal, y cuidar de ella en su vejez, nada le impediría echarse sobre su
cuello y llorar encima de él, antes de que ella anunciara con orgullo a todas sus amigas
el espléndido yerno que había conseguido.
Y en cuanto a ocultar la noticia a Susannah... Suspiró. El Capitán Fawley no
querrá que ella esté presente en la ceremonia que representará un adiós definitivo de la
mujer que ama. De hecho, si era sincera consigo misma, tener a Susannah allí arruinaría
el evento para ella. Ya era bastante malo saber que era un pobre segundo plato, sin tener
a la primera opción de su marido allí en persona para recordarle que estaba
emprendiendo un matrimonio de segunda clase.
Odiaba los subterfugios, o cualquier cosa que oliera a la falta de honradez en
cualquier forma, sin embargo, abstenerse de decirle a su amiga la noticia sin duda le
ahorraría al Capitán Fawley, y a ella misma, un poco de dolor.
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mismo tiempo?
Al llegar la mañana, ella se sentía lo suficientemente miserable como para
considerar seriamente manifestar su intención de quedarse en cama. No creía poder
hacer frente a las miradas sospechosas de su madre o el olvido egocéntrico de Susannah
a su angustia.
Pero su madre tomó su mano cuando trató de evadir las obligaciones sociales del
día, diciendo con voz firme, —Será mucho mejor si te levantas, y te mantienes ocupada,
querida. Distraer tu mente de... lo que sea que te aflige ¿Cuánto tiempo, por cierto, te
comprometiste a mantener el secreto del Capitán Fawley?
—Sólo por hoy, madre —respondió Deborah, un poco incómoda porque su
madre perceptivamente había relacionado su angustia con la conversación que había
tenido con el Capitán Fawley. —Para mañana debería poder hacerlo.
—Dale una respuesta. —dijo la señora Gillies. —Él tiene su orgullo. —Se
inclinó y besó a su hija en la frente. —Pero mi consejo es llevarlo lo mejor que puedas,
como si no tuvieras... que tomar una decisión. Si se te ha pedido que mantengas el
asunto en privado, deberías actuar normalmente, como si no estuvieras considerando...
ummm... lo que sea que hablaran con tanta atención en el jardín ayer.
Deborah no podía creer que su madre casi hubiera adivinado la verdad. Con sus
sonrisas conocedoras y sus gestos significativos se hizo obvio que pensaba que el
Capitán Fawley se le había propuesto, y le estaba dando tiempo para considerar su
respuesta. Se sentó con la espalda recta, en estado de alarma.
—Madre, no le hables de esto a nadie más, ¿quieres?
— ¡Por supuesto no! Especialmente si decides no... Umm... es decir, estoy
segura de que no deseas que se sepa que... Y, por supuesto, que no querrás que nadie
sepa que no lo harías... ¡No, no! Es mucho mejor mantener todo en secreto, hasta que
hayas decidido... quiero decir, cuándo podemos hablar libremente, sin riesgo de herir el
orgullo de nadie.
Deborah se sintió mucho mejor sabiendo que su madre tenía una idea de lo que
estaba pasando. Sería mucho más fácil decirle cuando estuvieran de camino a su boda
que si tenía que decirlo de la nada.
Sería más fácil también inventar alguna excusa para ir a ver al abogado. Ella
asumiría que se reuniría con el Capitán Fawley en secreto, con el fin de darle una
respuesta.
Se levantó temprano en la mañana, después de otra noche inquieta,
preguntándose cómo se las arreglaría para comunicarse con ella. No podía ir a buscarla
él mismo. No podían salir juntos sin un acompañante. No podía imaginar cómo se iban
a encontrar en la oficina del abogado a menos que él le enviara un mensaje. Su
estómago se revolvió al pensar que él le enviaría una carta, que ella tendría que ocultar
de alguna manera de la curiosidad de su madre y de Susannah. Ellas normalmente leían
todos los mensajes durante el desayuno, decidían sobre las diversas invitaciones que
recibían, o intercambian las noticias que llegaban de sus casas. Sacudió la cabeza, le
dolía persistentemente, su frente fruncida con preocupación casi desde el momento en
que había recibido su propuesta.
Pero el Capitán Fawley había prometido que arreglaría las cosas para que ella no
tuviera que decir ninguna mentira. Apenas se habían levantado de la mesa, el
mayordomo entró en la habitación.
—La Condesa de Walton está aquí, señorita Gillies —dijo él, y le dio una
tarjeta. —Está en el salón delantero.
Las tres damas se quedaron sin aliento ante el inesperado honor de tener a una
gran persona visitándolas, sobre todo a una hora tan poco convencional.
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prometí que no diría nada y ahora lo he hecho antes incluso de llegar a ver a los
hombres que controlan su fortuna. Señorita Gillies... —se inclinó hacia delante, su cara
surcada de angustia —...Por favor dígame que no le va a rechazar ahora que sabe que ha
hecho algo reprobable.
Deborah sintió una sensación extraña en el pecho, como si alguien lo apretara
dificultándole respirar — ¿Reprobable? —Repitió ella. —No sé a qué se refiere ¿Qué ha
hecho el Capitán Fawley?
— ¡No ha hecho nada! Es ese vil gusano de Percy Lampton que ha tratado de
robarle todo. Por favor, preocúpese por él, no por sus enemigos. Se ha recuperado de
mucho en el pasado, pero no de esto. Ha sido muy difícil para él reunir el valor de
pedirle a una mujer inclusive bailar con él, creyéndose tan feo, cuánto más para rogar
por su mano... No se puede imaginar el valor que tuvo que convocar para acercarse a
usted.
Tomó las manos de Deborah entre las suyas. —Usted ve más allá de las
cicatrices, ve su corazón, ¿no? Usted no sólo ha aceptado casarse con él para tener una
casa grande y para no tener que ser una institutriz. Yo no habría aceptado participar en
este engaño si no creyera que eras digna de él. Pero vi cómo lo mirabas en el baile de
Lensborough. Lo amas, ¿verdad? Por favor, dime que tengo razón.
—S-Sí, lo amo, —exhaló Deborah, apartando sus manos de las de la Condesa.
—Pero no entiendo...
— ¡No es necesario entender! Sólo amarlo. ¡Confía en él! Los hombres... hacen
necedades a veces porque piensan que nos protegen, cosas malas, tal vez. Pero Robert
será un muy buen marido para ti ¡Lo sé! Está muy agradecido de la oportunidad que le
estás dando...
— ¡No quiero su agradecimiento! —Deborah se quebró. La sensación extraña en
el pecho se convirtió en un dolor ardiente. Había sentido desde el primer momento que
había algo que no estaba bien con el secreto del Capitán Fawley. Ahora, la Condesa
había confirmado que no era sólo su sensibilidad la que le había hecho insistir que la
boda se celebrase en secreto.
Pero lo peor de todo era saber que había incluido a esta alocada mujer en sus
confidencias, hasta le dijo todo acerca de sus planes para convertirse en maestra,
mientras que a ella la mantenía en la ignorancia. Ya había sido bastante malo cuando
había creído que quedaba en segundo lugar después de Susannah. Ahora tenía que
aceptar que ni siquiera estaba en segundo lugar. Esta mujer, su cuñada, estaba más cerca
de él que ella.
Ella bloqueó el persistente gorjeo de la Condesa mientras el carruaje las
conducía a la City, el distrito financiero de Londres, tratando de encontrarle algún
sentido a lo que había dejado escapar en el momento en que había entrado en el coche.
Recordó la mirada de desprecio que el Capitán Fawley había dirigido a Percy Lampton
la primera vez que lo había visto con Susannah. Y la sonrisa maliciosa que Lampton le
había regresado. En ese momento, ella había pensado que era extraño, pero ahora veía
que eran dos adversarios de larga data. Recordó la forma en que Lampton había
cabalgado hacia ellos en Hyde Park, solicitando que le presentaran, como si el
encuentro fuera puramente accidental. Recordó que desconfió de inmediato de su
encanto. Y estaba segura de que él no era simplemente otro más en la larga lista de
conquistas de Susannah ¿Podría su persecución estar calculada con el único propósito
de evitar que el Capitán Fawley se casara con ella, y por lo tanto obtuviera su herencia?
Se apeó del carruaje aturdida. El Capitán Fawley estaba esperando en las
escaleras de un edificio de oficinas en una angosta pero muy limpia calle lateral. Parecía
tenso.
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Algo así como un dardo frío atravesó a Deborah al oír la palabra sobrino
¿Sobrino un Lampton? ¿Podría ser este otro legatario mencionado en un codicilo...Percy
Lampton? ¿Era esta la herencia que había estado esperando? Si es así, lo que hacía el
Capitán Fawley era peor de lo que había imaginado. No sólo la estaba utilizando para
poner sus manos en este legado, sino que la propiedad moralmente pertenecía a otra
persona. O por lo menos... ella se mordió el labio inferior... Lampton siempre había
supuesto que le pertenecía a él. Por lo que sentiría como si estuviera siendo robado. Esto
le hizo sentir como cómplice de un crimen.
Las mejillas del abogado rollizo se enrojecieron. —Bueno, bueno, no es
necesario mencionar detalles en frente de esta señorita...
— ¿Por qué no? ¡Estás prácticamente exigiéndole que proporcione referencias!
El abogado rollizo perdió su aspecto angelical, sus cejas dibujaron una V
mientras miraba a su pareja. —Sólo con el fin de satisfacer un punto de vista jurídico.
Normalmente es preferible que se deje un legado a una relación consanguínea que a
alguien que no tiene ninguna conexión con el testador.
—La conexión existe. Tú escuchaste lo que nos dijo la Señorita Lampton cuando
redactamos el testamento original.
—Perdone —Dijo Deborah, poniéndose de pie, con el pulso latiendo
tumultuosamente. —Pero yo soy muy capaz de dar fe de mi idoneidad para casarme con
cualquier hombre que yo elija, —dijo ella, dirigiéndose al abogado rollizo. —Mi madre
es nieta del Conde de Plymstock, por línea materna. Usted puede comprobar su linaje en
el manual Collin de nobleza. Mi padre era un Gillies de Hertfordshire. Una vez más,
compruébelo tan meticulosamente como desee. Tercer hijo de Reginald y Lucinda
Gillies, de Upshott. No es tal vez una familia noble, pero ancestral.
Respiró indignada. El Capitán Fawley no sólo había sido deshonesto en su
propuesta, ¡también la había expuesto a esta impertinencia!
—También puede investigar y descubrirá que nunca he hecho nada que permita
afirmar que no soy totalmente respetable. Mi padre era un hombre de clase. Como su
hija, me enseñó lo importante que era no defraudarlo por tanto con un gesto impropio.
Vaya y busque en la ciudad de Lower Wakering, donde crecí. No va a encontrar a
alguien que pueda poner en duda mi rectitud moral. Y en cuanto al otro asunto, ¡sí, soy
mayor de edad! —dijo, torciendo la cara de amargura al recordar que fue precisamente
este hecho el que el Capitán Fawley había utilizado para llevarla a lo que él pensaba que
era su última oportunidad de casarse. — ¿Y a la pregunta de que si me caso con el
Capitán Fawley por mi propia voluntad....?
Se dio la vuelta para mirarlo. Se sentía humillada, utilizada, engañada. Él
sostuvo su mirada sin la más mínima señal de culpa o remordimiento. Sólo había en sus
ojos lo que se podía interpretar como un desafío burlón.
Confía en él, le había instado la Condesa. No te pongas del lado de sus
enemigos.
Tragó. Furiosa como estaba con él, justo en este momento, ¿podría realmente
volver a salir de este horrible enredo, después de haber llegado tan lejos? ¿No lo vería
como una traición, mucho peor que lo que habían hecho con él antes? La consideraría
como enemiga. Él la odiaría.
Temblando de furia impotente, se volvió de nuevo a los abogados, que estaban
esperando su respuesta.
—Sí —dijo con voz ronca, obstruida por la emoción. Se aclaró la garganta. —Si
no me caso con él, no voy a casarme con nadie— declaró con firmeza.
Luego, con los ojos llenos de lágrimas, humillada, salió de la habitación y
tropezó por las escaleras hacia la calle polvorienta. Se apoyó contra la pared, con su
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Capítulo Cinco
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Esta vez, ella sumergió su cara en las flores, inhalando su aroma con una
creciente sensación de euforia. Se dejó llevar por el magnífico pasillo en una neblina de
esperanzas románticas. Parecía como un presagio que el bonete y los guantes que había
escogido eran del tono exacto de color rosa del centro de las flores de madreselva
¿Cómo podía dejar de amar al Capitán Fawley? A pesar de que no le era del todo
amable, era perceptivo y considerado. Estaba segura de que haría todo lo posible por ser
un buen marido para ella.
Dos puertas dobles se abrieron, y ella flotó a la biblioteca. Pero apenas se fijó en
alguna cosa de la habitación, salvo por el hecho de que había una gran cantidad de
libros. El Capitán Fawley estaba de pie en una de las troneras de las ventanas, mirándola
acercarse a él, y lo único que quería hacer era llenarse los ojos con él, como había
llenado sus pulmones con la fragancia de su ramo de boda.
Parecía agotado. Pero la tensión en sus hombros se aflojó cuando la vio entrar en
la biblioteca. Con una punzada, se dio cuenta de la forma en que había salido de la
oficina de los abogados había contribuido a aumentar sus preocupaciones. ¿No dijo
Lady Walton que no estaba del todo seguro de que ella iría?
Por un segundo o dos se quedaron allí, mirándose el uno al otro. Deborah se
sentía tan culpable por pensar sólo en sí misma, y por agregar líneas de preocupación a
su cara que solo unos días antes había soñado borrar. Ella no podía interpretar la
expresión de su rostro mientras él la examinaba. Si ella no lo supiera, pensaría que el
alivio que había incitado a su llegada se había tornado en una expresión tan cínica que
se asemejaba a la decepción.
El Conde de Walton se aclaró la garganta, rompiendo el tenso silencio que les
tenía inmóviles.
La ceremonia se puso en marcha.
Deborah se maravilló por las palabras en el libro de oraciones que describían tan
acertada y poéticamente lo que el matrimonio significaba para ella. Amaba al Capitán
Fawley, y de esa emoción surgió la voluntad de honrarlo y obedecerle. Y, oh, qué ganas
tenía de ofrecerle comodidad y convertirse en una compañera de confianza. Ya habían
hablado de sus planes para criar niños. Él había jurado que ella podría tener una
participación en su educación más allá de lo que la mayoría de los maridos permitirían.
Ella sabía que él no la amaba. Pero sería una buena esposa para él, que él estaba
destinado a desarrollar afecto por ella, ¿no lo estaba?
Aunque cuando empezó a hacer sus votos, se encontró apretando el ramillete
cada vez más fuerte. El Capitán Fawley sonaba tan enojado, tan amargado.
Sus sueños románticos se evaporaron como el rocío de la mañana con el primer
rayo de sol ¿Cómo pudo olvidar que él estaba enamorado de otra mujer? Si hubiera sido
Susannah la que estuviera allí, él la habría mirado a los ojos con adoración así como le
diría que la adoraría con su cuerpo. En cambio, le puso el anillo a Deborah,
endureciendo la mandíbula al hacer una pausa antes de declarar que la dotaba con todos
sus bienes materiales, haciendo hincapié en que, al menos, esto era todo lo que le podría
haber inducido a casarse con un espécimen de tan pobre consideración.
Y de repente quiso llorar.
Eran marido y mujer. Pero cuando llegó el momento para el Capitán Fawley de
besar a la novia, se hizo una pausa incómoda.
Entonces Lady Walton se precipitó hacia ella, le dio un abrazo impulsivo, y dijo:
— ¡Ahora eres como una hermana para mí! ¡De todas las mujeres que Robert pudo
haber traído a la familia, me alegra tanto que hayas sido tú!
—Sí, bienvenida a la familia, Sra. Fawley —dijo el Conde, sacudiendo su mano.
Su madre, como Deborah había predicho, echó los brazos sobre su nuevo yerno,
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ocurrió que no tenía derecho a mirarla con tal hostilidad cuando ella sólo le había hecho
un gran favor. Si ella no hubiera aceptado casarse con él, él todavía sería pobre ¡En
lugar de eso, él iba a reclamar una propiedad que lo mantendría en comodidad por el
resto de su vida!
Entrecerrando los ojos, ella le lanzó una mirada que esperaba dijera exactamente
lo que pensaba de su tratamiento hacia ella, antes de levantar la barbilla y mirar por la
ventana, decidida a ignorarlos por el resto del viaje.
El Capitán Fawley no sabía qué quería hacer, si estrangularla o besarla.
Naturalmente no podía hacer nada con Linney presente. Aunque se le ocurrió que, si
decidía asesinar a su esposa, podía confiar en su asistente para ayudarlo a deshacerse del
cuerpo, sin hacer preguntas.
No tenía idea de lo mucho que podía confiar en su esposa.
La miró con determinación, preguntándose cuánto tiempo podría mantener esa
postura de dignidad ofendida. No mucho, creía él. Las mujeres no eran capaces de
mantener la lengua guardada. Eran los enemigos naturales del silencio. Cada vez que lo
encontraban sentían que debían llenarlo con charla. No importaba si no tenían nada
importante que decir.
Linney se cruzó de brazos, cerró los ojos y empujó su cuerpo voluminoso de
lado para acomodarse en una esquina. ¡Eso es! Una solución práctica para tratar con el
tedio de un viaje. Lo hacen para descansar un poco. Las mujeres siempre se quejan de
que están cansadas después de realizar un largo viaje ¡No lo estarían si sólo dejaran de
hablar y dieran uso provechoso al tiempo!
Pero allí estaba ella, sentada erguida, obligada a agarrarse de la correa para
mantener el equilibrio cuando iban por un bache en lugar de dejar que los cojines
absorbieran el impacto.
Era una criatura tonta. Ella no estaría ahora sentada con él en ese carruaje si
hubiera tenido un mínimo de sentido común. Habría usado su belleza para negociar, o
sus conexiones familiares... ¡Buen Dios, cuando ella dijo mecánicamente sus
antecedentes a los abogados, él se sorprendió de que hubiera considerado su propuesta
siquiera un minuto!
Una cabeza de cordero, eso es lo que era, al aceptar la primera propuesta que
había recibido, por el pánico de que nunca podría conseguir otra.
Pero eso era la mujer. Tan decidida a escapar del estigma de la soltería que se
vendería a sí misma a un enano jorobado; ¿no era eso lo que él le había dicho a
Lensborough, cuando se había quejado de que las mujeres sólo miraban el título y la
riqueza, pero nunca al hombre en realidad?
Él se encorvó un poco en su asiento. Esas mismas palabras lo habían vuelto a
perseguir hoy. Es decir, cuando ella se pavoneó por la biblioteca, con el aspecto del gato
que se comió la crema, haciendo que él se sintiera como si le hubiesen dado un
puñetazo en el estómago al comprobar lo avariciosa que resultó ser.
¿Por qué no había visto las advertencias antes? No había mostrado un destello de
interés en su propuesta de matrimonio hasta que había descrito lo extenso de la
propiedad de la que sería dueña. Después de saber eso, ella había accedido a acostarse
con él y dar a luz a sus hijos.
Un rayo de calor se precipitó desde su estómago hasta sus entrañas.
Tuvo que moverse en su asiento para acomodar la reacción inconveniente de su
cuerpo.
Esta no era la primera vez que había experimentado tales indicios de lujuria
hacia la señorita Deborah Gillies. Aquella memorable ocasión había sido la tarde en que
había ido a su casa, para ofrecer a la señorita Hullworthy la perfecta carnada que
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aseguraría que le guardara un baile, y Deborah había entrado en la habitación, con ojos
adormilados, el cabello fluyendo sobre sus hombros y su espalda. Ella se había visto tan
natural, tan... sí, inocente. Tan fuera de lugar entre aquellos intrigantes y conspiradores
que llenaban la sala.
Su reacción entonces lo había sorprendido, por decir lo menos. Hacía mucho
tiempo que no sentía el más leve indicio de lujuria por una mujer. Tanto así que había
comenzado a preguntarse si sus lesiones le habían quitado su hombría.
Por eso, cuando había decidido reclamar su herencia, supo que la señorita Gillies
debía ser la mujer que debía tomar por esposa.
Siempre le había gustado la forma en que había hablado con él, como si no le
importara su apariencia.
Pero, reflexionó con amargura, ella era siempre amable con todos.
Además de que había descubierto que lo que realmente quería, reconoció con
una mueca, era la realidad de esa imagen que había creado cuando ella había dicho sus
votos. Fue entonces cuando empezó a enfadarse con ella, cuando ella había prometido
amarlo y obedecerle con voz temblorosa por la emoción. ¿A quién pensaba ella que
engañaba con esa repugnante demostración de afectación? Sabía que ella no se
interesaba ni un poco por él. ¿Cómo podría? No había dudado en salir abruptamente de
las oficinas de los abogados, en un momento tan crucial, sin siquiera mirar atrás. Ni le
había enviado una palabra acerca de sus intenciones. Él se había pasado todo el día
paralizado por el miedo de que ella se hubiera ido para no volver. Había tenido que
decirles a todos que continuaran con los preparativos de la ceremonia como si todo
estuviera bien, cuando presentía que estaba a punto de enfrentarse a la humillación de
ser plantado.
Y peor que eso, había sido la condenada creciente certeza de que si ella no se
presentaba, eso lo destruiría. Nunca tendría el estómago para proponerle matrimonio a
otra mujer. Se quedaría eternamente dependiendo de la caridad de su hermano.
Un mendigo, eso es en lo que se habría convertido.
Así que cuando ella llegó, mezclado con el alivio porque se hubiese presentado,
sintió un gran resentimiento al permitir que de alguna manera esta joven tuviera tal
control sobre su vida.
Mientras que todo lo que parecía tener ella en mente era hacer el papel de novia
ruborizada.
Lo que lo llevaba de nuevo a la pregunta: ¿Por qué sentía ella que tenía que
fingir alguna cosa? ¿Por qué tenía ella que herirlo mostrándole lo que podría haber sido
encontrar una mujer que...?
Respirando con dificultad, se dio la vuelta para mirar su terco perfil.
¡Oh, sí, se le había caído el acto al minuto en que no hubo nadie que la viera!
Pero lo que lo hizo enojar más fue el hecho de que a pesar de que sabía que él no
le importaba nada, de alguna manera, por algún extraño proceso de alquimia, ella tenía
el poder de avivar en él este ardiente resurgimiento de su excitación simplemente
estando sentada allí dándole la espalda con la nariz levantada.
¿Esperaba que él tratara de contentarla con halagos?
Si empezaba a bajar por ese camino, pronto se vería reducido a un estado de
mendigo, rogando por sus favores.
¡Bueno, ella estaba a punto de aprender que nunca le rogaría para nada!
—No tiene sentido mantener su ridícula actitud —gruñó.
—No tengo idea de lo que quiere decir —respondió ella con rigidez, lanzando
una mirada en dirección a Linney.
— ¿Se opone usted a que Linney esté con nosotros? —Él frunció el ceño. —
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Será mejor que no. Linney es mi mano derecha, no voy a ninguna parte sin él—
comenzó, luego se contuvo, mirando la manga de su chaqueta. —Tal vez sería más
exacto decir que él es mi brazo izquierdo. No puedo prescindir de él. Necesito que me
ayude a entrar y salir del coche. Y cuando nos detengamos para pasar la noche, cortará
mi comida, me desnudará, me lavará y me llevará a la cama. Él es una parte integral de
mi rutina diaria. Y se convertirá en una parte integral de la suya. ¡Acostúmbrese!
—Le pido disculpas —dijo Deborah avergonzada. No había considerado la
discapacidad de su marido. Parecía mucho más hombre que cualquier otro que hubiese
conocido, por eso se había olvidado por completo de lo incómodo que deben ser
determinados aspectos de su vida.
—De hecho, mientras estamos hablando de mi rutina diaria, lo mejor sería
informarle que bajo ninguna circunstancia voy a permitir que usted tenga su propio
dormitorio.
Había tenido que aceptar que ella sólo se había casado con él por su dinero.
Ahora ella debía aceptar las condiciones en que se lo iba a ganar. El tiempo para el
juego había terminado. Ya era hora de que Deborah enfrentara una dura realidad.
—Vamos a dormir juntos, en la misma cama, desde el principio. Una vez Linney
desate mi pierna falsa, y ponga mi muleta a un lado de la mesa de noche, voy a tener
dificultades para salir sin ayuda. Seguramente debe ver lo poco práctico que sería,
sintiendo yo que necesito su compañía, y usted durmiera en otro cuarto. ¿No se sentiría
humillada si tuviera que tocar un timbre para convocarla, y después le enviara de
regreso cuando hubiese terminado, como si fuera una puta? ¿O tal vez usted se imagina
a Linney llevándome a su cama, esperando hasta que el asunto esté hecho, para luego
devolverme a mi cama?
Por el color que se arrastraba a través de las mejillas de Linney, Deborah podía
saber que había oído cada palabra.
— ¿No podemos hablar de esto en privado? —Rogó, sorprendida de que él
pudiera hablar sobre un asunto tan delicado delante de su sirviente ¿Por qué estaba de
tan mal humor? Podía entender que estaba herido por tener que conformarse con casarse
con una mujer por la que no sentía nada, como era cada vez más evidente, pero estaba
avergonzando a su sirviente además. Linney no lo merecía, incluso si el Capitán Fawley
así lo pensaba.
—Está avergonzando a su ayuda de cámara.
El Capitán Fawley volvió a mirar a Linney, que mantenía sus ojos cerrados con
decisión, pretendiendo estar dormido.
Se encogió de hombros.
—Siempre y cuando usted entienda que tendremos esta conversación. Y que no
tendrá sentido intentar desafiarme. —No iba a sufrir más días como hoy, pasando dolor
e incertidumbre, dependiendo de sus caprichos. Se inclinó hacia delante, murmurando
en su oído, —Si se niega a adherirse a mis deseos, no voy a tener ningún reparo en
enviar a Linney a su cámara virginal, cuando yo tenga necesidad de una mujer, y que la
lleve a mí, si es necesario, pateando y llorando. Y no piense que desobedecerá tal orden.
Deborah se encogió de la dureza de sus palabras. No tenía idea de qué lo hacía
pensar que ella se opondría a compartir la cama. Eso es lo que hacen los casados. Su
madre y su padre siempre lo habían hecho.
No, lo que la sorprendió fue la idea de que iba a obligar a su criado a maltratarla
si no se sometía a cada uno de sus deseos. Eso no sonaba en absoluto como lo que
pensaba que un marido debe ser para su esposa.
Perpleja, y repelida por la visión del matrimonio que sus palabras comenzaban a
evocar, se contrajo tan profundamente en los cojines desviando la mirada para que él no
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Capítulo Seis
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cortante.
Deborah lo miró con tristeza. Era como si él estuviera decidido a rechazar sus
intentos de aligerar la atmósfera o establecer cualquier tipo de relación con él. Confirmó
su sospecha al agregar: —Si ha terminado, puede regresar a su habitación hasta que
envíe por usted.
Ni siquiera deseaba malgastar los últimos momentos del día conversando con
ella. ¿Dónde estaba el hombre que solía ser tan amable con ella en los bailes?
Desconcertada y dolorida, empujó la silla hacia atrás, y lo dejó solo en el
comedor.
¿Por qué molestarse en enviar por ella en absoluto? ¿O insistía en que la deseaba
en su cama? No era como si quisiera abrazarla, o hablar sobre los problemas del día, que
era lo que sus padres siempre le habían dicho que era la razón principal por la que ellos
tenían una gran cama. No parecía quererla su compañía para nada.
Y cuando la viera en el camisón que Lady Walton había preparado para ella,
probablemente se reiría a carcajadas. Ella era mucho más alta que la Condesa, y mucho
más delgada. Supo que la confección de seda y encaje sería insuficiente para mantenerla
caliente en una posada con corrientes de aire, desde el primer momento en que la vio.
Pero una vez que se la puso, y vio lo poco que cubría, se sintió positivamente molesta.
¿Por qué el Capitán Fawley no advirtió que tenía la intención de salir de la ciudad de
inmediato? Ella podría haber empacado su abrigador camisón, y la bata de franela
gruesa que la cubría desde el cuello hasta los pies. Además la bata de la Condesa
exponía más de lo que cubría. Después que despidió a la doncella, se fue a la cama,
agarró la colcha, y se envolvió con ella. Luego se acomodó descalza en uno de los
sillones que flanqueaban la chimenea vacía: naturalmente, la Condesa no había pensado
en empacarle un par de zapatillas. Antes de darse cuenta, había tirado de su trenza por
encima del hombro, y comenzó a masticar la punta de la misma.
Disgustada consigo misma por volver a un hábito infantil que había creído
firmemente que había superado, enojada con su marido por empujarla hasta que sus
nervios habían llegado hasta ese punto, escupió su trenza, se puso de pie y se acercó a la
ventana.
La noche había caído mientras que habían estado cenando, pero el patio bajo su
ventana seguía siendo un hervidero de actividad. Con una determinación nacida de la
desesperación, Deborah se concentró en las pequeñas figuras moviéndose abajo,
negándose a permitir que su mente derivara a malsanos pensamientos. No quería llegar
a la habitación de su marido enojada. Su primera noche juntos establecería el tono del
resto de su vida matrimonial.
Se obligó a recordar que se había casado con él porque lo amaba. No era fácil
sacar a relucir ningún sentimiento de cariño hacia él, después de la forma abominable en
que la había tratado hoy, pero podría negarse a permitir que su estado de ánimo se
tambaleara por la hostilidad manifiesta. Frunció el ceño mirando el patio, preguntándose
qué demonios le había impulsado a actuar en la forma en que él lo había hecho.
Durante la cena había vislumbrado lo incómodo que se sentía al compartir algo
tan simple como una comida. Sin darse cuenta, introdujo la punta de su trenza en su
boca otra vez, masticándola distraídamente mientras se esforzaba por dar sentido a su
actitud hacia ella. Ella ya sabía que estaba convencido de que era feo y torpe y que
ninguna mujer podría amarlo ¿Cómo podía hacerle ver que ella sí lo hacía?
Suspiró. Había pensado que podía decirle que lo amaba, una vez casados, pero
en este momento estaba tan molesta con él, que sabía que tal declaración sonaría hueca.
Y tenía miedo de ser rechazada si trataba de mostrar su afecto en una forma física. Su
mente regresó al día en que había visto a un grupo de chicos del pueblo tomando
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Cualquier hombre con una pizca de decencia le daría tiempo para acostumbrarse
a la intimidad gradualmente, suspiró. No llevarla directamente al tipo de tórrido
encuentro al que había planeado someterla a esta noche.
—Métete en la cama —dijo, avergonzado de sí mismo por jugar con ella de este
modo —te voy a calentar.
—Gr...Gracias —respiró ella, subiendo a su lado con presteza, y tirando de las
mantas hasta la barbilla mientras se acostaba —tengo toda la piel de gallina.
—Eso veo —Él puso su brazo alrededor de su cintura, acercándola más — ¿Esto
está mejor?
—Mmm... —Ella asintió con la cabeza, la parte superior de su cabeza golpeó la
parte inferior de la barbilla de él. Mantuvo sus brazos a los lados con recato, sabiendo
que no iba a desear que lo abrazara, aunque ella quisiera. Pero la extensión completa de
su pierna descansaba contra la de él. Él era cálido, y duro y su piel estaba cubierta por
todas partes, al parecer, con el pelo grueso contra el que le daba ganas de frotarse,
enredarse a él como un gato. Cada vez que respiraba, expandiendo el pecho, lo llevaba
temporalmente, tentadoramente cerca de la parte superior de su cuerpo y la hacía
anhelar rodar a su lado, y apretarse contra él, hasta que no hubiera una sola pulgada de
aire entre sus cuerpos desnudos. Quería apretar sus pechos contra el pecho de él, que sus
piernas se enredaran. Ella quería tener el derecho de poner sus brazos a su alrededor, y
besar las cicatrices en su cara, y, sí, también las que ella había visto brevemente por el
lado izquierdo de su pecho. Ella quería hundir los dedos en su pelo, mientras lo besaba
con todo el amor que sentía en su corazón.
Pero temía ser rechazada.
Él apretó los dientes, acostado sobre su espalda rígida, mientras sentía que su
desnuda esposa temblaba de frío, y, probablemente, de inquietud, a su lado. No sabía
por dónde empezar. No hace mucho tiempo había temido que nunca querría estar con
una mujer otra vez. Sin embargo, ahora que estaba experimentando un hambre tan feroz
no sabía qué hacer. Las cosas que quería hacer con esta joven inocente eran tan brutales
que incluso lo sorprendieron. Él apretó los dientes, sabiendo que necesitaba una suave
introducción a un pasatiempo que ella escasamente sabía que existía. Nunca había
conocido a una inocente. Sus encuentros, como soldado, habían sido del tipo
mercenario. Suficientemente placenteros para él, pero no exactamente el mejor
entrenamiento para el acoplamiento educado que él supuso debería ser el adecuado en
su cama de matrimonio.
Ella merecía algo mucho mejor que casarse con la ruina que él era. Ella había
hecho posible que él tuviera todo lo que siempre había querido. Un hogar propio,
independencia financiera y la venganza de la familia Lampton.
Y todo lo que estaba recibiendo a cambio era a un inválido de mal genio, que
tenía escasa idea de cómo iniciar a una virgen. Posiblemente tendría que decirle que se
pusiera el camisón de nuevo. Si ella no estuviese desnuda... pues entonces él la imaginó
salir de la cama, y agacharse para recuperar la seductora prenda del suelo, levantando
los brazos para deslizarla sobre su cabeza... él sólo querría arrancársela de nuevo.
Ahogó un gemido.
— ¿Hay algo mal? —Preguntó ella, mirando las líneas rígidas de su garganta.
—No, nada que sea un problema para ti. —Él suspiró, volteándose de modo que
ninguna parte suya tocara alguna parte de ella para nada No había manera de que
pudiera hablar con ella acerca de lo que sus deberes maritales implicaban, no esta
noche. Ya era bastante malo sólo pensar en ello. Si trataba de verbalizar exactamente lo
que pasaba por su mente, terminaría con ganas de darle una demostración. Y terminaría
traumatizándola, sin duda. Para él era bastante seguro que no iba a ser capaz de tomarlo
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Sintió un temblor en ella, y rompió el beso, con una intensa sensación de pesar.
Debería haber sabido que iba a retroceder.
— ¿Tienes miedo de mí? —Preguntó con tristeza, mirándola a la cara. Su
cabello esparcido sobre las almohadas, haciéndola lucir... tragó... increíblemente
seductora. Él apretó los dientes cuando una nueva oleada de deseo surgió en él. —No
debes tenerlo. Aunque no creo que después de mi comportamiento de hoy me creas.
— ¡No! —Respondió ella, mientras él se alejaba. —No tengo miedo de ti. De
ningún modo. Solamente...—Se interrumpió, y se mordió el labio inferior de nuevo.
— ¿De qué tienes miedo?
—De que yo no guste —admitió ella, apartando la mirada.
—No ha habido nada que me complaciera hoy, ¿verdad? —Admitió, rozando su
pulgar sobre el labio que ella estaba tan decidida a maltratar. Al recordar lo suave que
su boca se había sentido bajo la suya, su respiración se enganchó en el pecho.
—Lo siento —dijo ella solemnemente —Ojalá hubiera sabido…
— ¡No tienes nada que lamentar! —insistió él. Ella no podía evitar ser como era.
Ni siquiera sabía por qué saber cuál era su verdadera naturaleza debería herirlo tan
profundamente. Las mujeres no eran lo que parecían. Incluso la esposa de Lensborough,
una mujer que tenía una reputación de ser tímida y recatada, había resultado tener un
secreto sórdido enterrado en su pasado. Antes de que el matrimonio se llevara a cabo,
ellos habían tenido que hacer frente a un malvado que la había estado chantajeando
desde hacía años.
— ¿En verdad? —Preguntó ella, con una expresión de esperanza —Incluso el
beso... —ella persistió — ¿Estaba bien? —Su expresión decayó —No parece que te
gustara tanto.
—El beso fue perfecto. —Pensó en la forma en que sus senos habían rozado su
pecho, la forma en que su cabello se había colgado rodeando sus rostros como una
cortina de seda viviente, formando un capullo de oscura intimidad. Y cómo había
querido ponerla encima de él, mantenerla allí y empujar en su interior. Maldijo en voz
baja.
—Le pido a Dios poder confiar en mí tanto como para besarte otra vez.
Ella frunció el ceño —No entiendo. Si quieres besarme, entonces ¿por qué no lo
haces?
—Porque, mi pequeña y dulce inocente, no pararía después de los besos. Te
sorprendería si tuviera que decirte... mostrarte... —La respiración se le enganchó en el
pecho de nuevo mientras su mente se inundada con una serie de imágenes eróticas,
estaba sorprendido de que las sábanas no se incendiaran.
—No tienes que parar —ella le aseguró en una pequeña voz entrecortada. —
Dijiste que los besos eran sólo una parte de lo que hacen las personas casadas. Y... no
quiero que solo me beses. Quiero todo.
—No sabes lo que estás pidiendo —gruñó.
Se veía cabizbaja. —Y no quieres mostrarme —dijo ella, alejándose.
— ¿Qué? —La atrajo más mientras ella yacía de espaldas. —Lo que quiero en
este momento, es... lo que quiero... —Gimió, finalmente abandonando sus intentos por
contenerse. Saqueó la boca de Deborah, hundiendo los dedos en su cabello para anclarla
con fuerza en su beso. La necesidad lo arrasó, barriendo cualquier pensamiento de
restricción. Enlazó una pierna con la de ella, sujetando su cuerpo bajo el suyo,
queriendo sentir la suavidad de su piel a todo lo largo de su dura necesidad.
Ella se arqueó contra él. Por un terrible momento pensó que estaba tratando de
empujarlo. Pero en cambio, enlazó los brazos en su cuello y lo besó.
Fue como lanzar una chispa a leña seca.
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Capítulo Siete
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Deborah estaba segura de que su marido querría cambiarlo todo a la mayor brevedad.
En la parte trasera de la habitación había una puerta que conducía a un vestidor, que
contenía un baño y toallas, así como un mueble de lavado tradicional con tapa de
mármol conformado por un lavabo de porcelana floral y una jarra.
— ¿Subimos? —la Señora Farrell miró con recelo al Capitán Fawley, pero él
subió, aunque lentamente, a los pisos superiores, donde encontraron seis dormitorios de
invitados, dos de los cuales, el ama de llaves sugirió alegremente, podrían convertirse en
una habitación infantil y un aula, cuando llegara el momento.
Las entrañas de Deborah dieron una sacudida peculiar. Lo que habían hecho la
noche anterior no era diferente a lo que hacían los animales de granja durante sus
temporadas de apareamiento, dando lugar a nuevas camadas de terneros, corderos y
pollos. Pensó que una actividad tan placentera y sublime no era diferente, en el largo
plazo, al instinto básico de toda la creación de Dios para procrear.
—Las dependencias de los sirvientes están arriba —dijo la señora Farrell,
sacándola de su ensimismamiento. —No hay necesidad de examinarlas ahora. Se las
mostraré a su ayuda de cámara después, si así lo desea —Terminó ella, lanzando una
breve mirada a Linney, que había estado siguiendo a su señor de cerca.
Al terminar su tour, el ama de llaves dijo que iba a traer el té al salón del frente.
— ¿Qué te parece nuestros nuevos alojamientos, entonces? —Preguntó el
Capitán Fawley a Linney, tan pronto como el ama de llaves les había dejado. —Creo
que podrías hacerte cargo de la posición de mayordomo
Hasta ese momento, la cara de Linney había permanecido impasible, pero se
cambió a una sonrisa cuando él mismo admitió —me atrevo a decir que puedo.
—Buen hombre. No quiero que venga un desconocido, que crea saber cómo
administrar mi hogar. Y será mejor que pongas un ojo sobre los establos también, —dijo
el Capitán Fawley, acomodándose en un sillón de aspecto cómodo frente a la chimenea.
Deborah se sentó en uno que estaba en ángulo de modo que podía mirar por la
ventana delantera, sintiéndose completamente superflua. No se había dignado a
preguntar lo que pensaba de la casa, ni si había algún cambio que podría desear hacer.
Cuando la camarera trajo el té, despidió a Linney, y a la criada, diciendo: —Mi
esposa puede servirlo para mí.
Contra toda lógica, ahora que estaba a solas con él, se sentía más bien tímida y
muy consciente de sus extremidades cuando se movían hacia la mesa donde la cridad
había depositado la bandeja. Sus manos temblaban mientras levantaba la tapa de la
tetera para comprobar si la bebida se había preparado el tiempo suficiente para servirla.
— ¿Con leche o limón? —Preguntó, en voz aguda — ¿Azúcar?
Se encogió de hombros. —Sorpréndeme.
Cuando ella le lanzó una mirada desconcertada, explicó, —no bebo esas cosas
en absoluto. Preferiría tener una jarra de cerveza, pero no me atrevo a herir la
sensibilidad de la señora Farrell cuando solo han pasado cinco minutos que estoy aquí.
Linney conoce mis gustos. Él se encargará de todo lo que me gusta, sin que tenga que
hacer un alboroto. Vamos a tener que obtener suministros, pero para el primer día o así,
tenemos que conformarnos con las cosas como son—terminó severamente, como
desafiándola a todas las observaciones.
Linney conocía sus gustos. Linney arreglaría las cosas, pensó con rabia,
agregando una cucharada de azúcar en su taza.
—No parecías tan sorprendida al saber que, de no habernos casado, Percy
Lampton habría heredado The Dovecote —dijo, un poco irritado.
¿Por qué tenía que irritarse? Él era el amo y señor de este dominio, mientras que
ella era como una esclava, con el único fin de satisfacer sus impulsos animales. Se sintió
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tan frágil, que temía que una sola palabra desagradable más, la rompería en dos como
una ramita.
Sirvió té en ambas tazas, añadiendo un chorrito de leche a la de ella, y dejando el
de él negro y sin azúcar. Esperaba que le resultara tan desagradable como le habría
resultado a ella.
—Me preguntaba si él podría ser el otro heredero que los abogados mencionaron
—admitió. —Viendo cómo se odian mutuamente —dijo ella, colocando
cuidadosamente su taza al alcance de su mano derecha —entonces me preguntaba si
querías privarlo de algo que daba por sentado que le pertenecía.
— ¿Y no te molestó? — Se burló.
—Era sólo una vaga sospecha —se defendió, de repente detestaba admitir lo
reconfortante que había sido oír a la señora Farrell confirmando su esperanza de que la
propietaria tenía muchas ganas de que su marido heredara. —Y de todos modos, ¿por
qué debería molestarme, si no te molestó a ti?
— ¡Mis motivos no eran como los tuyos! —Se encendió. ¿Cómo puede una
mujer a echar la culpa de sus acciones mercenarias sobre otro? A ella no le había
importado empujar a otro fuera del camino. Ella sólo quería poner sus manos en su
herencia. —Lampton intentó deliberadamente impedir que yo heredara cuando pensó
que estaba a punto de hacer pareja con la señorita Hullworthy. Si no hubiera actuado de
esa manera despreciable, ¡no hubiera sentido la necesidad de tomar represalias!
Deborah dio un respingo, como si la hubiese golpeado. Ya era bastante malo que
ella supiera que no le importaba, y ahora se lo arrojaba a la cara, ¡desde el momento en
que habían puesto un pie en su domicilio conyugal, se comportó una bestia insensible!
—Te casaste conmigo para vengarte del Sr. Lampton... —Debido a que había
robado a la mujer que el Capitán Fawley amaba.
— ¿Y por qué no? Se merecía un castigo. Él despreciará a la señorita
Hullworthy, ahora que ella no tiene utilidad para él. ¿Crees que debería tratarse con tal
crueldad a una mujer, a tu amiga?
Ella se tragó su dolor, apretando los puños en su regazo mientras recordaba que
él no sabía lo cruel que estaba siendo. No sabía que lo amaba. Estaba firmemente
convencido de que había aceptado el matrimonio por razones puramente financieras.
Se preguntó qué haría si ella le gritaba — ¡Te amo, idiota! ¡Es por eso que me
casé contigo! —Antes de agitar hacia él sus puños cerrados.
Ella respiró profundamente. No queriendo seguir con ello, se levantó
tambaleándose sobre sus pies. —Si me lo permites, me gustaría ir a acostarme por un
rato.
Él frunció el ceño. —Te ves pálida ¿Estás enferma? ¿Debería mandar a la señora
Farrell a buscar a un médico? —Él se puso en pie, y tiró de la campanilla— ¡Señora
Farrell! —Gritó, yendo a la puerta, y abriéndola, —Mi esposa no se encuentra bien...
Ah, usted, chica, ¿cuál es su nombre? —Espetó a la joven dama que había venido en
respuesta a su llamada.
—Cherry, señor —hizo una reverencia.
—Acompañe a mi esposa a nuestra habitación, y llévele lo que necesite. No está
bien…
—Sólo es cansancio, eso es todo— dijo Deborah. —Si se me permite acostarme
tranquilamente, estoy segura de que mejoraré.
— ¿Estás segura? —Él la miraba con el ceño fruncido mientras cruzaba el
pasillo hacia sus habitaciones.
—Bastante segura— dijo ella, con la cabeza baja para que no pudiera ver el
esfuerzo que le costaba no llorar. Se sentía muy disgustada consigo misma por ser tan
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débil como para querer llorar, simplemente porque él había gritado. Era patética.
Bastante patética.
La criada, sin embargo, la miró y exclamó — ¡Hombres! No sé por qué la
señorita Lampton pensó que alguno podría ser diferente sólo porque tuvo un mal
comienzo en la vida. —Empujó a Deborah a una silla tapizada y se inclinó para aflojar
sus botas. — ¡Tiranos, casi todos ellos! ¡Gritándole de esa manera, y apenas se acaban
de casar! Ese hombre suyo no es mejor, mirándonos de arriba abajo mientras pisotea por
el lugar con sus botas ruidosas.
—El Capitán Fawley no es un tirano— dijo Deborah apresuradamente. —No me
estaba gritando.
—Si usted lo dice, señora —Cherry dijo, mirando para nada convencida.
—No, en serio, gritó para pedir ayuda porque estaba preocupado por mí—
explicó. Aunque, por qué debía defenderlo, ella no lo sabía. —Sé que tiene una gran
voz, pero estaba en el ejército, y la utilizaba para dar órdenes a los hombres. Estoy
segura de que, después de un período de ajuste, se acostumbrará a llamar al personal
femenino, del mismo modo en que ustedes se acostumbrarán a su presencia.
— ¿Y estuvo también ese gran zoquete de ayuda de cámara sirviéndole a él en el
ejército? —Cherry resopló, dando la vuelta al respaldo de la silla para aflojar las cintas
de Deborah.
Le dolía no saberlo. Así que dijo: —Me sentiría mejor si me recostara. No estoy
enferma, pero lo estuve, y me canso muy rápidamente.
—Aire puro, eso es lo que necesita —dijo Cherry con firmeza. —Muchos
paseos, y buena cocina casera y un montón de sueño. Estará bien en poco tiempo.
Londres... —hizo una mueca—...eso es lo que necesita para recuperarse. Nunca fui a la
ciudad, pero la señorita Lampton volvía con la cara blanca y una necesidad de dormir
durante una semana —ella dijo.
— ¿La señorita Lampton visitaba Londres con frecuencia?
—Por lo menos tres veces al año, aunque nunca permitimos que alguien se
enterara. —Cherry se sonrojó. —No creo que haga daño decírselo, ahora que se ha ido.
Su hermano le hubiera puesto fin a su negocio, si lo hubiera sabido. Pero él nunca se
enteró.
— ¡Señor! —Su cara se iluminó. —Debió ver su cara cuando el testamento se
leyó y supo la cantidad de dinero que ella había logrado. ¡Y que no iba a ser para su
precioso hijo! ¡Se puso más loco que una gallina mojada!
A Deborah se le impidió saber algo más sobre la anterior propietaria de The
Dovecote, cuando un golpe en la puerta anunció la llegada de la ama de llaves, con la
bandeja del té.
—Su marido dijo que me asegurara de que bebiera su té, y comiera algo. —Ella
sonrió. —Y yo quería preguntar si había algo más que necesitara. Hace bien al cuerpo,
—dijo ella, depositando la bandeja sobre una mesa junto a la silla —ver a un hombre
cuidando de su esposa. Sal de aquí, Cherry, —se dirigió a la criada, que hizo una
reverencia y se escabulló. —Yo había pensado que Cherry podría servirle como
doncella personal, si no tiene objeción. La doncella de la señorita Lampton se fue
después de su muerte, a vivir en Ramsgate con la pequeña pensión que le asignó por sus
atenciones. Cherry no está exactamente entrenada, pero es la más adecuada por el
momento, ya que no ha traído a su propia doncella.
—Todo fue algo precipitado —dijo Deborah débilmente, mientras la mujer le
entregaba la misma taza de té que se había servido a sí misma antes. Ella decidió que no
podía comprender a su marido en absoluto. Gritarle y luego enviar a una doncella para
ver por su bienestar.
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mía.
Su diversión se desvaneció, para ser reemplazada por una mirada que podría
haber descrito como contrición.
—Ahora, Deborah, seguramente entiendes la razón de mi prisa en llegar al altar.
No podía correr el riesgo de que Lampton se enterara de mis planes, o él habría hecho
todo lo posible para arruinarlo. Había intentado este truco antes, no lo olvides.
Ella asintió con la cabeza, las manos tirando inútilmente las faldas voluminosas
que dejaban al descubierto sus piernas casi hasta las pantorrillas.
—No, no intente tirar de la falda. Tiene los tobillos muy bonitos. Me gusta
mirarlos.
—Apenas es adecuado estar hablando de mis tobillos —espetó ella, aunque
sabía que no era hablar de sus tobillos lo que la había molestado, sino escuchar una vez
más su renuencia a confiar en ella.
—Deborah —dijo, extendiendo la mano hacia ella, —Yo sé que debo haber
llevado tu paciencia hasta el límite. Te llevé lejos de tu casa sin darte tiempo de
prepararte, y he estado tan ansioso pensando que algo iba a evitar nuestro matrimonio
que temo no haber sido amable contigo a veces.
—Bueno, sí, tengo que confesar que tus tratos han sido un poco bruscos... —
admitió.
Él sonrió con su sonrisa torcida, la que siempre tiraba de sus fibras sensibles.
—Lamento haber necesitado mantenerte en la ignorancia —dijo, eliminando
excusas para enojarse con él. —Sin embargo, dada tu estrecha amistad con la señorita
Hullworthy, y su propia obsesión con ese patán, ¿cómo más pude haber actuado?
Podías haber confiado en mí... Suspiró, instalándose en una silla y tomando el
vaso de limonada que alguien había colocado sobre la mesa al lado de él.
—Si hubiera puesto mis cartas sobre la mesa —continuó — ¿no hubiera sido
una carga para ti?
Se mordió el labio inferior, mirando algo que flotaba en la parte inferior del
líquido turbio. Sí, ella admitió que le habría resultado difícil no ir a Susannah y
advertirle sobre las intenciones de Lampton. Supuso que era posible que él tratara de
protegerla de la ansiedad, como Lady Walton había sugerido.
Sin embargo, pensó con amargura, tomando un sorbo de la bebida y
encontrándola sorprendentemente agradable, lo más probable era que su marido
estuviera tan acostumbrado a dar órdenes y a nunca tener que dar explicaciones, que no
había considerado sus sentimientos en absoluto.
Aunque para ser justa con él, ella suspiró, tomando un trago grande de la bebida
refrescante, no era un hombre dado a confiar en nadie ¿Por qué habría de hacerlo? Él
había estado rodeado por la traición desde antes de nacer.
La señora Farrell entró para anunciar que la cena estaba servida, y los dos se
levantaron y se dirigieron a la puerta.
— ¡Oh, qué bonito! —Exclamó Deborah al pasar a través de las puertas del
comedor. Vasos de cristal brillaban bajo los rayos del sol poniente que se inclinaba por
las ventanas geminadas. Artículos de plata brillaban en el lugar, el mantel era
adamascado, y toda la habitación estaba perfumada por rosas frescas dispuestas con
gracia en cuencos a lo largo de la mesa.
Su reacción trajo una sonrisa de placer a la cara de la señora Farrell.
Esa mirada se desvaneció en una de afrenta, cuando Linney la acompañó a su
silla, diciendo: —Gracias, señora Farrell. Voy a tomar el relevo a partir de aquí.
Él había arreglado las cosas para que la comida se colocara en un aparador junto
a la puerta al salir de la cocina. Lo llevó a la mesa, sirvió a su amo y señora, y se llevó
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Capítulo Ocho
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Se dejó caer al suelo del lavabo, colocando la cabeza en sus manos. En realidad,
no había comprendido simplemente lo incómodo que era para él lo que ella daba por
sentado. Y con su torpe insistencia en sus propios derechos, lo había obligado a hablar
de la debilidad que ocultaba al resto del mundo con tanto éxito
Se sintió profundamente avergonzada de sí misma.
Y, peor aún, experimentó una sensación de que había dado a su marido otra
razón para disgustarle.
***
El Capitán Fawley levantó los ojos de los balances, para ver si Travers estaba
tratando de burlarse de él.
No había nada en los ojos del agente que demostrara que era algo más que un
empleado diligente.
— ¿Está absolutamente seguro? — eventualmente se atrevió a preguntar.
—Bueno, por supuesto, las cifras son del fin del último trimestre. Ha habido
algunas fluctuaciones en el valor general desde entonces. Pero no de forma significativa.
—No tenía ni idea.
Travers sonrió por primera vez desde que había entrado en la oficina para, como
estaba previsto, repasar los libros con el nuevo propietario de The Dovecote.
—Nadie lo sabía, salvo la señorita Lampton y yo, —dijo Travers, con un brillo
de entusiasmo iluminando su comportamiento anteriormente incoloro. —Una mente
muy astuta tenía la señorita Lampton. Invirtió muy sabiamente.
El Capitán Fawley se encontró de repente atacado por una ola de curiosidad
hacia su benefactora.
—Explíquese —ladró, aunque sin la intensión asumir la actitud de un
comandante hacia su subordinado. Travers se sentó automáticamente un poco más
erguido.
—Bueno, la señorita Lampton, señor, tenía un poco de dinero de su cuenta
cuando inicialmente se vino a vivir aquí. Su padre le había expulsado de la casa cuando
se negó a casarse con quien él había dispuesto para ella. Pero en lugar de pedir su
perdón, la señorita Lampton con dureza tensó su decisión de ser independiente de
cualquier hombre. Y así, en secreto, empezó a, uhm, especular en diversas empresas...
— ¿Bajo su consejo?
—Oh, no, señor. Ella tenía sus propias ideas acerca de cómo quería invertir su
dinero. Muy contundentemente. Ella tendría que haber negociado con los operadores
financieros personalmente, pero esa actividad le estaba prohibida por el hecho de ser
mujer. No le gustó tener que recurrir a mí, al menos al principio. Después de algunos
años, sin embargo... —sonrió cayendo en recuerdos—... bueno, nos acostumbramos el
uno al otro.
—Una asociación muy exitosa, en efecto.
—Sí señor, como se puede ver. —Travers mostró los libros de contabilidad, que
estaban abiertos sobre la mesa.
Casi cada empresa en la que la señorita Lampton había decidido meterse pagaba
grandes dividendos. La riqueza que había legado al Capitán Fawley era estupenda.
Podía vivir como un señor por el resto de sus días. Él frunció el ceño. Sus propios
requisitos modestos apenas podrían hacer mella en tal fortuna. Estaba demasiado
desfigurado para tratar de jugar un papel destacado en la sociedad. En otras
circunstancias, él habría estado encantado ante la perspectiva de poder disfrutar de su
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amor por los caballos. Ahora apenas podía controlar la yegua suave que Lensborough
había entrenado y que le había vendido casi regalada.
—Yo no puedo continuar con lo que ella comenzó—admitió después de un
momento de reflexión. —Siempre he sido soldado. Yo no tengo cabeza para los
negocios.
—Ella previó esa eventualidad —dijo Travers un poco demasiado rápido. —Ella
sugirió que tal vez le gustaría simplemente vender e invertir en los fondos y vivir una
vida ociosa.
Por la expresión en la cara del agente, el Capitán Fawley juzgó que la señorita
Lampton no había mantenido muy altas expectativas de sus capacidades. Sin embargo,
eso no le había impedido dejar todo lo que poseía a él. Pasó una mano temblorosa sobre
la pila de libros de contabilidad sobre el escritorio.
Tenía una visión repentina de la mujer que había vivido en esta casa,
maquinando e ingeniándose para hacer una fortuna que al final dejaría a un completo
desconocido. Ella no lo había hecho porque tenía ningún sentimiento personal por él.
Por lo que había sido capaz de adivinar, a ella no le agradaban los hombres.
— ¿Por qué yo? —dijo. —No tengo relación con ella en absoluto.
Travers metió la barbilla un poco y dijo —Lo hizo para beneficio suyo, señor.
La familia de ella se lavó las manos cuando ella, digámoslo así, se volvió difícil.
Cualquiera de sus hermanos podría haberla defendido cuando su padre le expulsó de la
casa familiar. O incluso cuando el viejo murió. Pero no hicieron nada. La única persona
que intentó interceder en favor de ella fue la madre de usted, quien fue con el anciano y
le rogó que dejara a Euphemia elegir un marido al que pudiera amar. Cuando Algernon
se convirtió en la cabeza de la familia, comenzó a perseguir a su madre. La culpaba de
incitar a su hermana a desafiar a su padre. Para cuando la señorita Lampton descubrió lo
que pasaba, no había nada que pudiera hacer por la desafortunada dama. Pero ella sentía
que podía remediar en parte la injusticia, heredándole. ¿Procedo a la venta por usted,
señor? —Preguntó Travers, cuando el Capitán Fawley permaneció en silencio.
—Supongo que sería lo mejor —concedió. Ahora podría establecer un plan de
pago con Lensborough. Sería la primera cosa que haría. —Ocúpese de eso, ¿sí?
Travers sonrió mientras se ponía de pie. —Con mucho gusto, señor. Y debo
decir lo contento que estoy de que usted haya cumplido las condiciones necesarias para
heredar la fortuna que la señorita Lampton trabajó toda la vida para dejársela a usted.
Hubiera sido triste ver que el sobrino de ella pusiera sus manos en ella. —Su sonrisa se
oscureció. —Ni una sola vez fue a visitarla, cuando pensaba que no era más que una
anciana excéntrica, ¡luchando por su existencia en la dureza rural!
—Para ser justos yo tampoco.
—Ah, pero usted ni siquiera sabía de su existencia, ¿no es así, señor? Le divertía
pensar en sí misma como una especie de hada madrina, tejiendo su magia detrás del
escenario... —dijo deteniéndose al fijarse en el aspecto apaleado del Capitán Fawley.
—Bueno, yo no niego que era un poco excéntrica —dijo incómodamente. —
Sólo una pregunta más —dijo el Capitán Fawley. El abogado esperó con la actitud
anodina de un servidor, en espera de complacerle. —Si no le gustaba su hermano, ni el
hijo de su hermano, ¿cómo es que Percy Lampton pudo conseguir una mención en su
testamento?
—Un mal asunto ese —la cara de Travers se oscureció. —En sus últimos años,
cuando perdió movilidad, Algernon vino a visitarla de vez en cuando. Venía al lugar,
evaluaba su valor, asumiendo que ella debía legarle a algún miembro de la familia. Él
quería que su hijo menor, Percy, heredara, ya que la mayor parte de su propia fortuna
fue a su primer hijo. Cuando descubrió que no solo se había hecho ya un testamento,
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pero que además era en su favor, se puso... bueno, creo que violento es la única palabra
para describirlo. Él la acosó y la persiguió hasta que ella hizo aquel codicilo, pero no la
convenció de dejarle a usted por fuera, ¡eso no pudo! —Se reacomodó y dijo — ¿Es
todo?
El Capitán Fawley sintió una extraña sensación de parentesco con la mujer a la
que nunca había conocido personalmente. Parecía haberle disgustado su hermano casi
tanto como a él. Ella debió pasar por muchas molestias para asegurarse de que el niño
que se habían propuesto oprimir fuera rico.
Cuando el agente se fue, el Capitán Fawley se quedó sentado ante el escritorio,
maravillado por lo inmenso de su buena suerte. Una sensación de exaltación se levantó
de su pecho y se escapó de sus labios en forma de risa. Esperaba nunca más preocuparse
por una factura. Comprar ropa nueva cada vez que le diera la gana. Jugar a las cartas sin
tener que considerar primero cuánto tenía en el bolsillo. ¡Nada de eso!
Tenía que encontrar a Deborah y contarle. Avanzando por la chimenea, llamó al
ama de llaves.
—Dígale a mi esposa que quiero hablarle.
La señora Farrell levantó las cejas en una expresión de desaprobación, pero no
dijo nada mientras obedecía sus órdenes. Fue sólo cuando, unos minutos más tarde, un
golpe muy tímido en la puerta presagiaba la llegada de su esposa que se le ocurrió que
podría haber parecido un poco autocrático para enviar por ella como si fuera uno de sus
subordinados.
La mirada de miedo en su rostro mientras se acercaba a la mesa detrás de la cual
se sentó sólo confirmó su sentido de haberla tratado con menos respeto del debido a una
esposa. Recordó la forma en que había huido de su ataque de ira por la mañana. No la
había visto desde entonces. Parecía como si ella no deseara estar viéndolo ahora.
—Yo sólo mandé llamarte para compartirte la noticia que el agente me ha
dado—dijo. — ¡Siéntate! ¡Pareces un subalterno nervioso en una carga!— Espetó, su
conciencia lo hacía arremeter, bastante injustamente, en la dirección contraria. Era con
él mismo que estaba molesto. Se sintió aún más enojado consigo mismo cuando ella se
hundió en el asiento, con la cabeza hacia abajo, con las manos sobre el regazo como si
esperara un regaño.
Revisando rápidamente las pocas palabras que habían intercambiado desde que
hicieron sus votos, apenas podía culparla. Con un profundo suspiro, dijo: —No han de
haber sido fáciles para ti los últimos días. Me disculpo.
— ¿Se disculpa? —lo miró interrogante. Luego sacudió la cabeza. —Se me ha
ocurrido, durante esta mañana, que también tengo algunas cosas por las que
disculparme.
— ¿De verdad? —Se sentó de golpe, completamente atónito — ¿Por qué, qué
has hecho?
—Bueno, he estado enojada con usted en más de una ocasión...
—Que bien me lo merecía, me atrevo a decir. Mira —dijo, cuando ella abrió la
boca como si fuera a protestar —claramente no es una tarea sencilla combinar dos vidas
como yo había pensado. Vamos a tener que llegar a algún acuerdo sobre la presencia de
Linney en nuestra habitación. No puedo prescindir de su ayuda, ya sabes, pero...
—Si me avisas antes de que mandes por él, para poder cubrirme. O para salir si
necesitas hacer algo de naturaleza delicada.
Sus mejillas de ella se pusieron de un rojo brillante. Le recordaba lo
deliciosamente despeinada que se había visto por la mañana, después de haber pasado
algunos minutos escondida debajo de las mantas. Hizo un esfuerzo para suavizar su voz
cuando dijo: —No debí haber usado un lenguaje tan crudo esta mañana, Deborah. Era
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inexcusable.
Sonrió con timidez hacia él. —Como dices, los dos tenemos que hacer ajustes,
estando casados. Me atrevo a decir que nos llevará algún tiempo acostumbrarnos a las
formas del otro.
¡Qué naturaleza tan generosa tenía!, pensó él. Y lo razonablemente que estaba
tratando su pelea anterior. Recordó algunas de las escenas que habían sucedido en
Walton House cuando su medio hermano había llevado por primera vez a casa a su
esposa francesa. Portazos, vajilla lanzada, el mal humor y las rabietas. Heloise había ido
por la ciudad, actuando con atrevimiento, para tratar de castigar a su marido por su
tratamiento frío y autocrático. Reconocieron con el tiempo que se habían hecho daño el
uno al otro.
Por supuesto, había sabido desde el principio que Deborah no lo trataría con
tales rabietas. Él nunca la había visto hacer un alboroto acerca de las dificultades de la
vida. Ella solo hacía lo que fuese que tuviera que hacer, de buen grado.
—Tenemos toda una vida —Él sonrió, congratulándose por la elección de una
muchacha tan sensata como esposa. —Y si los dos podemos ser tan razonables como tú
lo estás siendo esta mañana, entonces será un placer acostumbrarme a tus formas.
—Oh —dijo ella, con una sonrisa cada vez más amplia. Qué cosa más hermosa
había dicho. Sobre todo porque sabía que lo decía en serio ¿No había prometido él que
nunca le ofrecería una moneda Española2? Agachó la cabeza, jugando con un hilo que se
estaba desprendiendo en su brazalete.
Viendo su gesto nervioso, de repente supo en qué quería gastar su dinero. No era
sólo que ella no había traído mucha ropa con ella. Sino que ella nunca había tenido
mucha ropa. Se había puesto el mismo vestido con diferentes guarniciones, para toda la
temporada, hasta la noche del baile de Lensborough. Ella tenía sólo tres o cuatro trapos,
según recordaba, y siempre se había puesto los mismos guantes que las costuras eran
visibles.
—Cuando volvamos a Londres, quiero que salgas a comprar un vestuario nuevo,
—dijo con decisión.
Ella lo miró alarmada. — ¿No te gusta mi ropa?
—Eso es irrelevante. Necesitas otras nuevas. Quiero que te veas a la moda. —Él
quería verla disfrutando de ella. Las mujeres disfrutaban de la compra de ropa. Y luego
lucirla.
—Vamos a tener que conseguir un carruaje, para que podemos conducir por
Hyde Park. —Él frunció el ceño. —Y una casa, una casa en la mejor dirección.
El corazón de Deborah se hundió. Ella no era el tipo de mujer con la que debería
haberse casado en absoluto. Mientras que su cabeza había estado llena de sueños de una
casa en el campo, llena de niños, parecía que, desde el principio, él había querido vivir
en la ciudad y estar a la moda. Con una punzada, se dio cuenta de que nunca habían
discutido lo que querían para su matrimonio. Robert había mencionado los niños y la
seguridad, pero no los detalles de dónde o cómo podrían vivir sus vidas.
Ella sostuvo una sonrisa valiente en sus labios mientras se obligó a decir: —Eso
suena adorable.
Él frunció el ceño. —No puede hacerse todo a la vez. Puede tomarle algún
tiempo a Travers incrementar el capital. —Indicó el montón de libros de contabilidad
sobre la mesa que los separaba.
—Oh, no me importa quedarme aquí un tiempo —dijo en forma rápida. Si tenía
la intención de volver a Londres, era mejor aprovechar al máximo el poco tiempo que
tenía aquí. Desde el asiento de la ventana de una habitación del segundo piso vacío,
donde se había refugiado en la mañana, había notado, no un roble, sino un completo
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—No lo voy a dejar que se enfríe entonces —dijo él con voz ronca —ni vamos a
esperar. Pero si lo quieres ahora —le advirtió —vas a tener que ayudarme.
—Lo sé —susurró —Dime qué hacer.
Con un gruñido feroz, buscó su boca de nuevo, besándola con avidez. Por
primera vez, usó su brazo herido para asirla por la cintura, acercándola a él. Ella podía
sentir lo fuerte que era, sosteniéndola contra su pecho. Se sentía un poco extraño, pues
el brazo terminaba justo por debajo del codo. Pero eso fue sólo un pensamiento fugaz.
Era lo que su otra mano estaba haciendo lo que dominaba su mente. Él había recogido
su falda subiéndola hasta encontrar la suave piel de sus muslos que dejaba al
descubierto sus medias. Él se detuvo apenas allí. Pronto comenzó a gemir, aferrándose a
sus hombros cuando las caricias de sus hábiles dedos la hicieron sentir que flaqueaban
sus rodillas, pensó que sus piernas se rendirían.
—La pared, la pared —gruñó, empujándola hacia atrás hasta que ella estaba
apoyada en un espacio entre dos estanterías de vidrio. Alza tus faldas —ordenó, al
separarse un poco para desabrocharse los pantalones.
—Esto no va a ser muy decoroso —él advirtió, cuando ella le obedeció,
otorgándole el acceso que buscaba.
No, se quedó sin aliento. No era para nada decoroso. Tampoco era frío o formal.
Fue frenético y emocionante y... necesario. Oh, era necesaria para ella esta prueba de
que no podía esperar a la noche, que la necesitaba ahora.
—Robert —jadeó ella, poniendo sus brazos alrededor de su cuello. —Robert,
yo... yo...
Te amo, quería llorar.
Su boca encontró la de ella, y las palabras no fueron pronunciadas. La besó
como si su vida dependiera de ello, golpeando en ella mientras se aferraba a él, el ancla
que la sostenía en la tormenta de pasión que les barría a los dos.
Esta vez, alcanzaron juntos la costa, abrazados, como sobrevivientes de un
naufragio. Sus extremidades enredadas, se dejaron caer al suelo, jadeando y temblando
con la fuerza de lo que habían compartido.
—Mi Dios —dijo Deborah jadeante, con la cara apretada contra la ajada tela de
su chaqueta.
—Dios no tuvo nada que ver con ello —Él se rio entre dientes, rodando a su
lado para mirarla. Tenía las mejillas encendidas, sus párpados todavía pesados con
pasión. Se inclinó para besar cada uno.
Ella le echó los brazos al cuello, arqueándose contra él. Devorah no quería que
este interludio tuviera fin. Odiaba cuando él se apartaba de ella por la noche, silencioso
y meditabundo ¡Si sólo supiera cómo prolongar esa sensación de cercanía!
—Ten piedad, mujer —gimió, rodando parcialmente encima de ella. —Por lo
menos espera hasta después del almuerzo, cuando haya tenido la oportunidad de
recuperarme, y sea posible retirarnos a la intimidad de nuestro dormitorio.
— ¿Qué? —Ella lo miró con desconcierto durante unos segundos antes de
entender ¡Él pensaba que ella quería más de lo que habían estado haciendo! No había
ternura en su mirada, sólo una especie de orgullo de suficiencia. El tipo de mirada que
supuso que un hombre daría a la mujer que recién había seducido en su biblioteca.
Se sentía confundida, abaratada de alguna manera por la constatación de que,
para él, su unión no tenía nada que ver con el amor.
Se incorporó, retorciendo sus faldas hacia sus rodillas. Se dio la vuelta sobre su
espalda, con los brazos extendidos a sus lados.
—Mira lo que me has hecho, mujer —gruño fingiendo desesperación—Tendrás
que ayudarme a ponerme de pie, arreglar mi camisa, mis pantalones...
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Quería abofetearlo. Había sido culpa suya tanto como de ella. Más, de hecho ¡Él
fue el que había sugerido volver a la cama en el primer lugar! Rápidamente, se arrodilló
y se dio a la tarea de poner en orden su ropa. Él le cogió la mano.
— ¿Qué he hecho ahora para hacerte enojar?
— ¡Nada! —Espetó ella.
Y toda la luz murió en sus ojos.
Se dio la vuelta y se incorporó con su rodilla buena, apoyando su peso sobre su
mano.
— ¡Puedo hacerlo sin ti! —Dijo, cuando quiso ayudarlo a ponerse de pie. Y
entonces, con una agilidad que no había sospechado, después de necesitar una y otra vez
a Linney, se puso de pie, asiendo la pata de la mesa, la parte posterior de la silla y pura
determinación.
—Te dejaré solo, entonces —dijo ella, mientras él se dejaba caer en la silla
detrás del escritorio.
— ¡Deborah, espera! —Le oyó decir mientras ella se dirigía a la puerta. Tardó
unos minutos tirando del asa antes de recordar que él la había cerrado.
—Deborah, por el amor de Dios...
Ella no escuchó lo que él quería decir. Abriendo la puerta, se precipitó hacia el
pasillo, yendo a ciegas hacia la puerta principal, que estaba entreabierta. Una vez fuera,
levantó la cara hacia el sol que brillaba en un cielo azul sin nubes. Todo parecía mal
¿Cómo podía estar el día tan gloriosamente hermoso aquí fuera, cuando ella se sentía
tan agitaba y turbada en su interior?
Daba igual de todas formas. Ella tenía que poner algo de distancia entre ella y el
hombre que podía hacerla fundir en un momento de entrega, y que luego le hacía añicos
con su frialdad.
Alejándose del porche, se fue hacia los jardines.
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Capítulo Nueve
— ¿Le dirías a mi marido que he ido a nuestra habitación para descansar? —dijo
Deborah a la señora Farrell.
Había caminado durante lo que parecieron horas. Tenía los pies doloridos, le
dolía el corazón, y tenía los inicios de un dolor de cabeza persistente en la base de su
cráneo. Era su propia culpa, por su apresuramiento as salir sin un bonete. No podía
entender lo que le había sucedido a la chica sensata y práctica que había resistido la
muerte de su padre. Estos últimos días la más mínima cosa la hacía perder el control.
Ni siquiera había atravesado el césped cuando comprendió que la escena en la
biblioteca no había sido culpa de Robert. Se sintió avergonzada de su comportamiento,
y cuando él se había burlado de ella, había arremetido en su contra. Girando hacia el
huerto pensó que si sólo hubiera susurrado palabras de afecto y consuelo, ella habría
sido capaz de llevar todo con aplomo.
Pero su honestidad innata pronto la tuvo rechazando ese razonamiento. Mientras
abría la puerta de la huerta, se dio cuenta de que era el hecho de que lo amaba tanto
como para abandonar todos sus principios, lo que la había hecho sentir tan susceptible.
Lo que sea que él hubiera dicho habría sido un error. Incluso si él hubiese murmurado
esas palabras que tanto deseaba escuchar, sólo lo habría acusado de ser deshonesto.
No, nada de eso fue culpa de Robert. Había sido escrupulosamente honesto con
ella. Ella era la que estaba viviendo una mentira, haciéndole pensar que ella se había
casado con él por seguridad financiera.
La señora Farrell la miró con extrañeza.
—Bueno, ya que se ha perdido el almuerzo, ¿le gustaría que le lleve una bandeja
también?
—Gracias, sí —dijo ella, buscando a tientas la manija de la puerta de su
habitación. —Si me disculpa —cruzó la sala de estar con rapidez, pero se detuvo en el
umbral de la habitación. Alguien ya había estado allí y había corrido las cortinas, como
si hubiera sabido que ella volvería con dolor de cabeza.
— ¿Dónde demonios has estado?
La voz, que provenía de la cama, la sobresaltó. A través de la penumbra pudo
distinguir a Robert, que reposaba sobre la colcha. Parecía oscuro y amenazante,
apoyado contra las almohadas de encaje de la cabecera.
Se llevó la mano a la garganta. —He estado caminando por los jardines— jadeó,
su corazón todavía latía con fuerza por la hostilidad en su voz. Aunque ¿por qué debería
estar sorprendida de que estuviera enfadado con ella? Ella se había portado muy mal.
—Robert —dijo, apresurándose a los pies de la cama antes de que tuviera la
oportunidad de decir otra palabra, —siento mucho la forma en que salí corriendo,
después de, umm, bueno, ya sabes.
— ¿Tener relaciones conyugales contra la pared de mi estudio? —Dijo con
frialdad.
—Por favor, no hagas esto más difícil para mí —rogó ella, con los dedos
sujetando el reposapiés hasta que sus nudillos se pusieron blancos. —No quiero pelear
contigo todo el tiempo. Pero no puedo... hacer frente a...
— ¿La realidad de estar casada con un inválido?
Ella levantó abruptamente su cabeza para mirarlo con una expresión de asombro
en su rostro.
— ¡No es eso! ¡Nunca debes pensar eso!
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Había pensado una vez que las heridas de Robert no eran sólo físicas. Sus
heridas eran profundas, y, de forma típicamente masculina, arremetía contra todo aquel
que se refiriera a ellas.
Con pesar, Deborah pensó que era culpable de hacer exactamente lo mismo.
Cada vez que ella se daba cuenta de lo poco que la valoraba, su orgullo herido le hacía
arremeter contra él.
Si es que alguna vez iban a superar este terrible tira- y- afloja, uno de ellos iba a
tener que estar dispuesto a abandonar su orgullo, y simplemente absorber las heridas del
otro. Ella no suponía ni por un minuto que esa persona sería Robert.
Dio la vuelta a un lado de la cama y se sentó en el borde del colchón.
—El hacer frente a la realidad de estar casada es más que suficiente para mí —
confesó, uniendo sus manos en su regazo, solemnemente. —Yo tenía poca idea de lo
que sucedía en la cama matrimonial antes de nuestra noche de bodas. Fue una
revelación. Y cuando empezaste a hablar de ello... —vaciló, buscando en vano las
palabras para describir lo que había sentido. —Mi corazón comenzó a latir con fuerza
—dijo ella, con las mejillas sonrojadas —y de repente se me ocurrió que podíamos
hacer eso de nuevo, y yo... bueno, sé que perdí la cabeza. Y después, cuando empezaste
a bromear con lo que habíamos hecho, yo... bueno, me sentí humillada, si quieres
saberlo. Había hecho algo de lo que me sentí bastante avergonzada... —Su voz se atoró
en un sollozo reprimido. Se detuvo, aspirando una bocanada de aire, y mirándolo con
reproche le dijo —Y luego te burlaste de mí.
—Esa no era mi intención —dijo colocando su mano sobre la de ella.
—No, yo... lo pensé, mientras caminaba por la huerta. Sólo estabas tratando de
mostrar las dificultades que tenías para levantarte del suelo. —Ella le lanzó otra mirada,
esta vez llena de inquietud.
—En el futuro, creo que sería mejor si limitamos nuestras actividades de esa
naturaleza a la habitación —gruñó. —Recuerda que era mi primera opción. Sólo quería
tenerte desnuda y en la cama y mantenerte así hasta que fuera el momento de volver a la
ciudad.
Se había olvidado por completo de la primera parte de la conversación, hasta
este recordatorio. Recordó súbitamente que él había expresado su determinación de
llegar a conocerla, y su enigmática referencia a no necesitar ropa ¿Por qué ella no había
entendido que él se refería a algo carnal?
En ese momento, la señora Farrell volvió con la bandeja prometida. Deborah se
alegró con la interrupción. Se sentía muy avergonzada por la forma tan franca en que
Robert hablaba de lo que ella consideraba un tema muy delicado.
—Aquí tiene —dijo la señora Farrell, colocando la bandeja de té en la pequeña
mesa bajo la ventana —una buena taza de té, y algo para comer, y pronto se sentirá
mucho mejor.
Sonriendo débilmente, Deborah se acercó a la mesa, permitiendo al ama de
llaves servirle.
—Usted también debería tomar algo, señor, si no le importa. Apenas tocó el
almuerzo —le informó a Deborah, mostrando aflicción. —Puedo ver que las noticias del
Sr. Travers lo conmocionaron.
Después de sólo un momento de vacilación, Robert sacó las piernas de la cama y
se unió a Deborah en la mesa.
Se dio cuenta de que toda la comida había sido preparada para que su marido
pudiera comer sin ayuda. Incluso el pastel de cordero frío había sido cortado en
pequeños cuadrados. No había ninguna necesidad de llamar a Linney y verlo cernido
sobre ellos todo el rato mientras comían. Sintió desaparecer algo de la tensión en sus
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hombros.
La señora Farrell se retiró después de constatar que ambos estaban tomando el
ligero aperitivo.
—Ella parece bastante decidida a ponernos bajo su ala —dijo Robert, señalando
con la cabeza en la dirección de la puerta por la que su ama de llaves se había ido.
En lugar replicar que su propio criado no era exactamente un típico ayuda de
cámara, reflexionó en algo que la señora Farrell había dicho, que la había
desconcertado.
— ¿Acaso el señor Travers no trajo las noticias que esperabas? ¿Estás muy
decepcionado? —no le sorprendería que la supuesta fortuna no fuese lo que Robert
había esperado. La casa era modesta en sus dimensiones. Y según lo que había visto, las
tierras sólo podían proveer la cocina apenas con lo más esencial. —Ruego me perdones
—añadió apresuradamente, al ver la expresión pétrea en el rostro de su marido. —No
era mi intención mencionar...
—No, no en absoluto —dijo, mirándola intensamente. No se le había ocurrido,
hasta este momento, que no tenía ni idea del tamaño de la fortuna que transformaría sus
vidas para siempre.
Ya no podía atribuir su participación entusiasta en su atletismo sexual en su
estudio a un deseo de complacer a su marido de repente rico, en previsión de las
recompensas que iba a recibir por tanta generosidad.
—Nunca llegué a informarte de lo que me dijo Travers, ¿verdad? —Reflexionó.
Si él hubiera estado pensando lógicamente, habría sabido que si la avaricia la
hacía abandonar su comportamiento apropiado, ella no se habría alejado de él con
semejante rabieta. Podría haber sido capaz de comer su almuerzo, en lugar de empujar
la comida por el mal humor, preguntándose por qué estaba tan decepcionado al recibir
una prueba más de que Deborah no era diferente a cualquier otra mujer.
—Y ese fue el propósito de pedirte que te unieras conmigo en la biblioteca.
Nos...Distrajimos, ¿no es así?
Ella rápidamente apartó la mirada, haciendo una bola con un trozo de pan con
mantequilla.
Él se metió un trozo de pastel de carne de cordero en la boca, percibiendo que
ella estaba severamente avergonzada.
A pesar de que no había mostrado ninguna vergüenza en la biblioteca. Había
estado tan dispuesta a levantar sus faldas como él lo estuvo en meterse en ellas.
Hasta esa mañana, siempre había pensado que era ella una niña más bien tímida
y retraída. Y su confesión anterior había confirmado su creencia de que ella también era
bastante ingenua. ¿Qué se había apoderado de ella, entonces? Hasta hace dos días había
sido virgen. Esta mañana, prácticamente le había arrancado la camisa en su afán de
apretarse contra su piel desnuda.
¿Había disfrutado tanto su primera experiencia sexual que no podía esperar para
repetirla? Ella había admitido perder la cabeza. Fue sólo después cuando se sintió
avergonzada.
Al tener un vicario como padre, ella había sido criada bajo una educación
rígidamente moralista ¿Creía que disfrutar del sexo era pecado? ¿De eso era de lo que se
trataba todo? ¿No el dinero, sino la moral? Ciertamente encajaba con su evaluación
inicial del carácter de su esposa.
—Deborah —dijo suavemente —no hay nada malo en disfrutar de las relaciones
maritales ¿No recuerdas las palabras del servicio de matrimonio? Sí, el celibato es un
estado honorable, pero hay algunas personas que tienen naturalezas apasionadas. Tú
eres una de ellas.
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Ella dejó caer la comida en su plato, deseando tener el valor para decirle lo
equivocado que estaba. Ella no tenía una naturaleza apasionada. Antes de conocerlo,
nunca había anhelado atención masculina. Podría haber vivido toda su vida sin casarse,
y ser feliz. Conocer a Robert era lo que había cambiado todo ¡Porque ella estaba
enamorada de él!
Cuando no estaba con ella, sólo tenía que pensar en él para estremecerse de
deseo. Cuando lo veía, siempre anhelaba su toque. Y cuando la tocaba, dejaba de pensar
en sí misma como una solterona a quien ningún hombre miraría dos veces. Se convertía
en la mujer del Capitán Fawley, su corazón latía con tanta pasión que barría con todo
idea excepto el deseo de fusionarse completamente con él.
Pero él no quería oírla hablar de nada que tuviera que ver con las emociones.
¡Sin tonterías románticas! Miró con tristeza fuera de la ventana de la habitación.
—No tienes que avergonzarte de la manera en que eres —él persistió —Yo, por
mi parte, estoy muy contento con esto.
Ella se sorprendió cuando sintió como si un dardo de placer la atravesaba.
Él se inclinó sobre la mesa, tomó su barbilla en la mano, y volvió su cara hacia
la de él. Mirándola fijamente a los ojos, dijo: — ¿Tienes idea de lo que es para mí
tenerte arañando mi espalda, instándome, mientras subo tus faldas?
—Robert, por favor, no... — ¿Cómo podía gustarle la idea de que pudiera
comportarse así, sin saber que era porque lo amaba? Ella trató de apartar la cabeza, pero
su agarre en su barbilla era demasiado fuerte.
—No, Deborah, es demasiado tarde para fingir que no disfrutas de mis
atenciones ¿Por qué deberías incluso intentarlo? — relajó su agarre, de manera que los
dedos sólo se enmarcaron su cara. —Somos marido y mujer. Nunca pensé —dijo,
acariciando su cara suavemente, ahora que había dejado de tratar de apartar la mirada —
que yo podría... —Se detuvo, a punto de confesar que una vez había temido que nunca
se recuperaría por completo su virilidad. Había aceptado el hecho de que, incluso si
alguna vez recuperaba sus impulsos naturales, cualquier encuentro sería brutal, breve y
limitado a la clase de antros oscuros donde se intercambiaba por dinero. Pero tener a
esta preciosa mujer besando su rostro, como si no hubiera nada malo en ello, explotando
en éxtasis mientras él se satisfacía de placer con ella, era más de lo que jamás podría
haber imaginado. Eso era, él se dio cuenta súbitamente, por lo que estaba tan
decepcionado al pensar que la motivaba la avaricia.
Sacudió la cabeza. Había conocido a esta mujer hace tan sólo unas semanas, y
había tenido relaciones íntimas con ella hacía cuestión de días. No estaba dispuesto a
desnudar su alma cuando no tenía la menor idea de lo que la motivaba.
Así que se inclinó sobre la mesa y le dio un beso.
Por un momento fugaz, Deborah se preguntó si debía resistirse un poco. Pero el
último aliento de su orgullo desapareció. La deseaba, e incluso si era sólo en un sentido
físico, incluso si ésta era la única forma en que la querría, ella no lo impediría. Además,
ella lo quería también. Sería un hipócrita si pretendía lo contrario, cuando el roce más
mínimo de sus labios la reducía a una masa temblorosa de deseo.
Ella suspiró en su boca, entrecruzando los brazos alrededor de su cuello. Era
todo el ánimo que él necesitaba. Poniéndose de pie, la hizo ponerse de pie, y tiró de ella
con fuerza contra él. Se preguntó, después de lo ocurrido esa mañana, si su conciencia la
haría luchar contra sus propias inclinaciones. Pero lejos de luchar, ella se apretó contra
él, jadeando.
—Cama —dijo con firmeza, entre besos. No rompió el contacto con ella por más
del segundo necesario para decir esa palabra mientras la apartaba de la mesa.
Ella sintió que sus rodillas golpeaban el borde del colchón, y luego descendieron
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por la cintura de él. Y los sirvientes pueden pensar lo que quieran. Si Robert me quiere
aquí en la cama, aquí me tiene.
Y con una sonrisa jugueteando en sus labios, se deslizó en un sueño reparador.
Robert se movió un poco, de modo que pudiera mirar hacia abajo. Su cabeza
descansaba sobre su hombro lleno de cicatrices, su pelo fluía sobre su brazo mutilado
como un lienzo de la más suave seda. Algo se agitó en su pecho viendo su elegante
perfección acurrucada confiadamente contra su cuerpo maltratado.
No era ternura.
¡No lo era!
Era el cálido resplandor que a veces llegaba a un hombre después de un
encuentro sexual tan satisfactorio. Y, naturalmente, se sintió satisfecho por la forma en
que las cosas estaban resultando. Había temido que nunca podría tener una mujer
dispuesta en su cama de nuevo. No sólo estaba dispuesta, ¡además ella podía excitarlo
de tal forma que él lograba hacerlo dos veces en un día!
Naturalmente tuvo una sensación de calor cuando miró hacia ella y la vio
acostada en sus brazos. Ella le había dado mucho que agradecer.
***
Durante las siguientes dos semanas, pensó que pedirle a Deborah que fuera su
esposa había sido una elección inspirada. Parecía haber tenido en cuenta la seguridad de
que no era un pecado para los casados disfrutar del sexo. Aunque nunca lo instigó,
siempre respondió con entusiasmo a sus propuestas. En una ocasión, ella incluso le hizo
reír, inclinando la cabeza hacia un lado, dándose golpecitos con el dedo en la barbilla,
pensativa, diciendo: —Es buena cosa que yo sea de naturaleza práctica. Y que me
importe poco donde dejo mi ropa. —Porque a pesar de que él dijo que lo mejor era
restringir sus interludios amorosos al dormitorio, pronto descubrió que no había ningún
sitio donde no hicieran el amor, a pesar de su discapacidad, si ella se lo proponía.
Ella era una maravilla.
La observó sentada a la mesa de comedor, admiró la forma en que la luz de la
vela iluminaba los ricos tonos castaños en su pelo, y se preguntó cómo había podido
existir antes de que ella entrara en su vida.
Ese pensamiento fue como ser rociado con un cubo de agua fría. Sólo había
planeado pasar una semana en The Dovecote, el tiempo suficiente para tomar posesión y
conocer el lugar. Su única ambición había sido volver a Londres, y hacer alarde de su
riqueza en la cara de Percy Lampton. Pero ella había apartado todos sus planes de su
cabeza. Habían estado aquí más de quince días, y todo lo que hacía era establecer que
no había ningún sitio en el que un discapacitado no pudiera tener relaciones sexuales, si
su pareja estaba suficientemente determinada.
Bajando súbitamente su copa de vino, la miró.
—Hemos estado jugueteando aquí el tiempo suficiente. Mañana tenemos que
volver a Londres.
Su rostro sombrío y su tono cortante hirieron a Deborah en lo más vivo. Ella se
había permitido, se percató de repente, tener esperanza de que sus atenciones durante las
últimas dos semanas hubieran significado que estaba creciendo su afición por ella. Pero
esa sola palabra, jugueteando, fue como una fuerte helada que arruina los brotes tiernos
que han crecido bajo el engaño de unos días inusualmente cálidos. Juguetear es lo que
un hombre hace con una cocinera. No con May, la cocinera de ella, por supuesto, ya que
cualquier hombre lo suficientemente tonto como para tratar de divertirse con ella
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asumido que acabaría haciendo lo que quisiera, y pasaría por encima de cualquier
objeción que pudiera plantear.
—Sí tú. Será tu casa también. Y no olvides, el dinero ya no es un problema. La
señorita Lampton me dejó una enorme fortuna. —Luego frunció el ceño, recordando
que todavía no habían hablado de nada que realmente importara. Siempre que habían
estado solos, hablar había sido la última cosa en sus mentes. No tenía más idea de lo que
ocurría detrás de esos lánguidos ojos marrones de la que tenía el día de su boda. Ella le
había fascinado, deslumbrado y lo distrajo con su deseo de participar en el acto sexual.
Físicamente, sí, eran tan íntimos como era posible para dos personas.
Pero él no la conocía realmente.
—Mi riqueza está en forma de acciones en varias empresas. Puedes residir en
una casa tan de moda como lo desees.
—Yo... yo no había pensado en eso —admitió.
Robert frunció el ceño, como si su observación le disgustara. Pero todo lo que
dijo fue: —Tal vez deberíamos conseguir un agente para que investigue al respecto y
que nos haga saber lo que hay en el mercado antes de tomar una decisión.
—Muy bien.
—Y mientras tanto, ve a abrir cuentas con modistas, sombrereros y demás. Lady
Walton estará encantada de guiarte, me atrevo a decir. Ella siempre luce muy bien de
pie a cabeza.
Y yo no, pensó ella, luchando contra otra ola de dolor. Él le había dicho una vez
que él quería que ella luciera a la moda. Como Lady Walton. Su querida amiga, pensó,
comprimiendo los labios con irritación. La mujer a la que le había confiado tanto,
cuando él no confió en ella para nada. Ni siquiera confiaba lo suficiente en ella como
para dejarla comprar su propia ropa. Él quería que otra mujer la vigilara, y se asegurara
de que no siguiera saliendo por allí luciendo poco elegante o provincial.
Un lacayo de aspecto imponente, en uniforme azul y plateado, se inclinó cuando
Linney llamó a la puerta. Robert rápidamente caminó por el pasillo, abrió una puerta
interior, y dijo por encima del hombro, —Si tienes alguna queja sobre el alojamiento, no
quiero oírla. Sólo estaremos aquí hasta que elijas nuestra nueva casa. —Diciendo eso,
simplemente desapareció por la puerta, dejándola en el pasillo sin saber qué hacer.
Para su sorpresa, Linney vino a su rescate.
—No preste atención, señora. Él siempre es así cuando su pierna le está
doliendo. Y los viajes largos en un carruaje siempre lo sacuden. Espero que una de las
primeras cosas que le persuada a comprar, ahora que tiene tanto dinero, sea un carruaje
con buena suspensión. Así él no seguirá contratando más de esos coches destartalados.
—Gracias, Linney —dijo ella, aunque no sabía por qué él pensaría que ella
podría tener alguna influencia sobre su marido.
Fue al otro lado del pasillo, deteniéndose en el umbral del dominio de su marido
para ver por qué pensaba que no le gustarían las habitaciones.
Estaba mirando una sala de estar. Una habitación muy masculina, tenía que
admitir, con sofás de cuero grandes y sillas diseminadas sobre un piso que no había sido
pulido desde hace algún tiempo. Robert estaba tumbado sobre uno de los sofás que
flanqueaban una chimenea vacía, tenía ya una copa con licor en su mano, llevándola a
suponer que Linney estaba en lo correcto.
—Por aquí está el dormitorio, señora —dijo Linney, abriendo una puerta a la
derecha de la chimenea. Ella se asomó dentro. Una vez más, era una habitación muy
masculina, con una cama de sólido roble, muebles pesados y tablas en el suelo. El
lavabo, observó con cierto recelo, estaba al lado del armario. No tendría privacidad, a
menos que ella echara a su esposo de su propia cama cada mañana. La logística, como
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Robert lo había llamado, sería algo complicada. Había una cama que apenas sobresalía
de debajo de la cama principal, la cual supuso que Linney había usado para dormir.
Mirándolo, se inclinó hacia ella murmurando, —voy a pasar a las habitaciones junto con
el resto del personal, señora. No me necesita como antes, ahora que la tiene a usted. Y si
tiene alguna dificultad, sólo tiene que llamarme, y yo estaré aquí en un dos por tres.
—Esta es la puerta que conduce a la calle lateral donde están los establos —
continuó, en voz más alta, indicando una puerta escondida en un rincón de la sala de
estar.
—Mi esposa utilizará la puerta principal de la Walton House, no se esconderá en
la parte posterior, como si fuera una especie de malhechora —Robert gruñó desde el
sofá.
— ¿Muchos malhechores suelen entrar por aquí atrás, entonces? —Preguntó
ella, tomando asiento en el sofá frente a su marido y quitándose los guantes. Si no
conseguía aligerar la atmósfera, temía que pudiera estallar en lágrimas.
—Uno o dos —gruñó, vaciando su copa y dejando caer su cabeza contra el
respaldo del sofá, aunque mantuvo sus ojos fijos en ella.
—Qué vida más interesante debes haber llevado antes de casarnos ¿Altero tu
estilo de vida?
—Mejor mantenemos la puerta cerrada, ahora que te encuentras en la residencia
—dijo, ignorando su intento de humor. —Todos los malhechores que conozco tendrán
que entrar por la puerta principal, de ahora en adelante. Encárgate, Linney, ¿sí?
Ella se desató el sombrero, y lo puso sobre el cojín.
— ¿Puedo ofrecerle un refresco? —Dijo Linney.
Mientras Linney jugaba el anfitrión, su marido simplemente se quedó allí
mirándola.
—Gracias ¿Qué tiene?
—Aquí sólo un licor fuerte o cerveza. Pero me atrevo a decir que si yo lo
pidiese, el personal de Lord Walton podría prepararle un poco de té.
—Gracias, Linney. Eso estaría bien.
Con un movimiento de cabeza, y una sonrisa afable, el criado salió de la
habitación.
Ella jugueteó con las cintas de su cofia, preguntándose qué tema podría abordar
de manera segura sin que arrancara su cabeza de un mordisco.
— ¿Y bien? —Espetó él — ¿Podrás vivir en dos habitaciones que han sido
creadas con el fin de hacerle la vida más fácil a un lisiado?
Y entonces ella cayó en cuenta de por qué las tablas del suelo estaban sin pulir.
No había alfombras o superficies resbaladizas para él mientras había estado aprendiendo
a caminar con una muleta, y, más tarde, con su pierna falsa. No necesitaba subir los
escalones de la entrada, en caso de que deseara salir. El camino a la caballeriza estaba
probablemente al mismo nivel. No había mesitas con las que podría chocar. Sólo un
escritorio, debajo de la ventana, con dos sillas al lado que se usaba también como mesa
de comedor. Se acordó de la barandilla junto a la cama, donde ella habría esperado una
mesa de noche. Los escalones extra anchos colocados para que fuera fácil de salir y
entrar de la cama. Nada en sí mismo había sido lo suficientemente notable para darse
cuenta, pero en conjunto, era obvio que hablaban de su discapacidad. Y que él aborrecía
verlo.
—Parece cualquier otro conjunto de habitaciones de soltero —dijo ella, con un
ligero encogimiento de hombros — ¿Por qué debería oponerse cualquiera a él? Después
de todo... —le lanzó una mirada por debajo de sus pestañas —... Nunca te he oído
quejarte de los adornos femeninos que dominaron las decoraciones en The Dovecote.
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—Hmm —dijo, mirándola con los ojos entrecerrados —tienes el don de mejorar
las cosas, ¿verdad? —Sus labios se torcieron en una mueca. —No tengo ninguna duda
de que habrías recurrido a citar algún texto edificante para ayudarte a pasar los días si te
hubieras convertido en maestra.
Ella se encogió ante la amargura en su tono. Y se sintió de todo corazón aliviada
cuando regresó Linney, salvándola de la necesidad de tener que dar una respuesta.
—Lady Walton ha oído que usted ha regresado, y se pregunta si le gustaría
tomar un refresco en su sala de estar. Quiere hablar del baile.
— ¿Baile? —Dijo Deborah.
— ¡El infierno y la condena! —Dijo Robert —Me había olvidado por completo
del baile—Se incorporó y se frotó con cansancio la cara. ¿Cómo podía haber olvidado el
baile que iba a organizar aquí, en Walton House? Todo había sido parte de su plan para
hacer alarde de su victoria en la cara de Percy Lampton. Y su hermano estaba
igualmente dispuesto a hacer su parte.
—Será una demostración pública de nuestra solidaridad familiar —Charles dijo
—Una manera de silenciar los rumores vergonzosos con respecto a tu nacimiento de
una vez por todas. A pesar de la forma en que se salieron con la suya durante tanto
tiempo. ¡Cualquiera que haya estado alguna vez en la galería de retratos en Wycke vería
que eres más Fawley que yo!
—Sospecho que las circunstancias que rodearon mi matrimonio causaron
muchos más chismes de los que podrán serán silenciados por una baile —respondió.
El conde sonrió con frialdad. —Pero va a servir para separar las ovejas de las
cabras.
La buena sociedad se polarizó entre los que desean agradar al Conde, y los que
apoyan a los Lamptons. Lord Lensborough estaba seguro de tener influencia. Su
presencia aseguraría su aceptación y la de su esposa entre su propia camarilla. Sus
verdaderos amigos, compañeros de su regimiento, estarían con él sin importar qué. Y en
cuanto a lo que pensaba el resto de la sociedad, no importaba. Los Lamptons no podrían
difundir cuentos de él, ni decir que había ganado su fortuna mediante el engaño. Pero
estaba acostumbrado a la malicia de ellos. Por lo que a ellos respecta, él siempre había
sido el cuco en el nido.
Había estado esperando su lanzamiento en la sociedad educada que siempre le
había excluido, gracias a las mentiras de los Lamptons. Sin embargo, solo una noche en
la cama de Deborah y se había olvidado todos eso.
Él la miró. —El baile para celebrar nuestro matrimonio se llevará a cabo en dos
semanas, el viernes. Es mejor ir y averiguar qué arreglos ha hecho Lady Walton. Y
ofrecer la ayuda que puedas. Ella no debería hacer todo el trabajo, no en su estado.
Ella experimentó una sensación de contracción peculiar en su estómago. Él la
estaba castigando por no organizar un baile que del que no tenía ni idea.
— ¡Bueno, manos a la obra! —Robert ladró, cuando ella se quedó en el sofá
congelada mirándolo en silencio durante varios segundos. —Pero no esperes el té allí.
Heloise no toma esa cosa.
— ¿No vienes?
— ¡Por supuesto que no! — ¿Qué sabía él de organizar un baile? Era cosa de
mujeres. Ellas lo disfrutarían, no hay duda. Y sería una buena oportunidad para que
Deborah conociera mejor a Heloise. La condesa tenía pocos amigos cercanos, pero ella
ya se había encariñado con su esposa, por alguna razón que no lograba entender.
—Todo lo que quiero es mi cama. Y un poco de paz. —Tenía que quitarse la
pierna falsa. La había estado usando durante períodos cada vez más largos, y el roce era
casi insoportable. Ese fue el precio que tuvo que pagar por caer en la vanidad. No quería
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que su mujer lo viera cojear en sus muletas. Y había dejado de tener a Linney cada
noche, para frotar la pomada que aliviaba su muñón, porque a Deborah no le gustaba
tener un criado en su dormitorio.
Más bien tiesa, Deborah se puso de pie y se tambaleó hacia la puerta. Él quería
un poco de paz. En otras palabras, ella lo irritaba. Esto era por lo que de repente había
decidido volver a Londres. No sólo era que estaba cansado del flirteo, quería que su
vida volviera a ser como había sido. No podía haberle dicho más claramente que, si no
hubiera sido por la herencia, no se hubiera casado con ella en absoluto.
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Capítulo Diez
Susannah tenía razón. Era bastante conveniente conocer a una persona como La
condesa de Walton. Modistas, sombrereros, camiseros, todos se postraron para servir a
un personaje tan exaltado. Incluso con la Temporada en plena marcha, todas las mejores
modistas trabajarían a toda máquina para satisfacer las demandas de sus clientes de
moda, asegurando a la condesa que su amiga tendría una fabulosa creación lista a
tiempo para su baile.
La Condesa eligió una enagua de color rosa. Dado que se adaptaba a la
coloración oscura de Deborah, no vio por qué presentar objeción alguna, sobre todo
porque estaba segura de que, si hubiera venido sola, esta modista particular, le habría
mostrado la puerta. Ella puso reparos sobre la altura del escote, pero tanto la modista
como la Condesa insistieron en que no iba a lucir a la moda si tenía una pulgada extra
de encaje para preservar su pudor. Como Robert había estipulado que él quería que ella
fuese a la moda, ella compró una prenda de vestir que se sentía como no más que una
tira de cinta atada alrededor de sus pezones, de la que colgaban cantidades de gasa con
lentejuelas tan ligeras como cascadas.
Mientras que las costureras trabajaban en su guardarropa, Robert aceptó una
invitación a una partida de cartas informal en la casa del Capitán Samuels, y una noche
en la ópera con el Conde y la Condesa.
—A mis amigos no les importará cómo luces —informó. —Por lo tanto, no
importa si ninguno de los nuevos vestidos están listos. Y pensé que aquella cosa
brillante que tenías en el baile de Lensborough estaría muy bien para la ópera. Sólo
asegúrate de llevar una capa encima. Eso no debería ser demasiado difícil. ¿No es así?
—No, en absoluto —ella respondió, mostrando sus dientes en una sonrisa de
cortesía. Ni siquiera la hija provincial del vicario podría dejar de tener en sus manos una
capa de ópera si se le anunciaba dos días completos antes. Podía usar una de Susannah,
en caso de apuro.
Se las arregló para disfrutar en la fiesta del Capitán Samuels, aunque el anguloso
oficial con cabellos color arena la saludó con una especie de camaradería a la que no
estaba acostumbrada. Le tomó un poco de tiempo saber que todos los caballeros
presentes la consideraban la esposa de un oficial compañero y la aceptaban en su seno
como una extensión de Robert.
La noche en la ópera fue más inquietante todavía. Cada vez que el Conde le
presentaba como su cuñada, la miraban como si fuera alguien que merecía gran respeto.
No como la habían visto cuando era la señorita Deborah Gillies. Por supuesto, ella ya no
era la señorita Gillies. Ahora estaba casada. Aunque todavía no estaba muy segura de
quién era ella.
Cayó en cuenta de que era un milagro siquiera haber conocido a Robert. Se
movían en círculos sociales completamente diferentes a los que estaba acostumbrada.
De hecho, si no hubiera estado persiguiendo a de Susannah con tanta determinación...
No, ella no permitiría que sus pensamientos se desviaran en esa dirección. No
permitiría que los celos se reflejaran en su cara.
Además, nadie podía sentir celos de Susannah en este momento. Ella se sentía
bastante miserable y desgraciada.
Ya que Percy Lampton no se había acercado a ella desde el día en que el anuncio
del matrimonio del Capitán Fawley había aparecido en el Morning Post.
—No estaba excesivamente preocupada al principio —la señora Gillies le
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una manada de perros de agua. Se habría sentido mortificada de haber sido ella el centro
de atención, pero las bellas damas lo estaban disfrutando. Y cuando una de ellas
abandonó su pose de indiferencia con una sonrisa sofocada, haciendo que los jóvenes
oficiales aclamaran en coro, pensó que ese era exactamente el tipo de distracción que
necesitaba Susannah. Oh, no es que superaría la decepción de Lampton de una vez. Pero
recibir la adulación de una nueva serie de admiradores podría evitar que su depresión
aumentara.
—Gracias —sonrió. —Me gustaría eso.
Fue sólo al estar en su casa cuando se preguntó por qué la mujer había asumido
que Robert no vendría con ella ¿Le habría pedido a la señora Samuels que la alejara de
él? Aunque no se veían mucho en estos días. La vida en Londres era un torbellino.
Tenía un baile que organizar, y Robert estaba liado con todo tipo de hombres de
negocios en relación a los arreglos de su nueva fortuna, así como las visitas a sus sastres
y todo lo demás, sólo parecían encontrarse en las comidas. Su conversación consistía en
comunicarse su programación diaria, y discutir cuáles invitaciones aceptaría.
—Aunque después de un tiempo, no espero que nuestras vidas sociales
coincidirán mucho —había dicho una vez, y sintió un escalofrío por la espalda.
¿Era su sutil manera de decir que no la quería colgada de su manga en público
todo el tiempo? Hasta la invitación de la señora Samuels, ella había estado tratando de
reírse de su ridícula sensación de aprensión. Porque Robert no sabía cómo ser sutil. ¡Si
tenía algo que decir, lo decía fríamente!
¿Seguramente?
Ella sacudió su cabeza. Ella sabía que era insoportablemente sensible en cuanto
a los estados de ánimo de su marido se refería. Probablemente estaba leyendo
demasiado en sus palabras.
Pero en cuanto a este día de campo... oh, cómo le gustaría ir más allá de las
calles de la ciudad, llena de gente ruidosa, y respirar aire fresco del campo por un
tiempo.
E invitaría a Susannah a venir. Especialmente ahora que Robert, al parecer, no
iba a asistir. No supuso que a Susannah le resultaría difícil acercarse a Robert de nuevo,
pero para él sin duda lo sería.
Sus hombros cayeron mientras subía los escalones de la entrada a Walton
House. No podía dejar de pensar que si Susannah se hubiera casado con él, la habría
acompañado a todas partes, mostrándola con orgullo. Pero se mantenía rígidamente al
lado Deborah en los pocos eventos a los que habían asistido como pareja, rompiendo
con respuestas concisas las felicitaciones exageradas que había recibido de sus amigos
militares. Aunque ella no esperaba que él la mirara con orgullo o afecto, como algunos
de los otros oficiales lo hacían con sus esposas, ¿no iba a tratar de mirarla como si
estuviera contento con ella? Eso no era mucho pedir en público, ¿verdad?
Se dirigió a la mesa multiusos bajo la ventana y sacó papel de carta de una
gaveta. Invitaría a Susannah al picnic, y enviaría la carta a través de uno de los lacayos
de Lord Walton. Lady Walton con ligereza le había dicho que debía considerarlos a su
disposición, hasta que Robert contratara sus propios lacayos. Ella sonrió, moviendo el
extremo de la pluma bajo la barbilla al imagina la cara de Susannah iluminarse cuando
el criado de un Conde le entregara la nota. Y la emoción de sus padres, cuando les
escribiera contándoles este pequeño párrafo de noticia.
Desde la cama, donde Robert se había reclinado, vio la sonrisa traviesa que
iluminó su rostro con una sensación de profundo malestar. La había visto desanimada al
entrar. Siempre había sabido que casarse con él no sería una delicia para cualquier
mujer. Pero Deborah normalmente lo soportaba con la fortaleza con la que lleva todo lo
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que la vida coloca en su camino. Ese alegre pensamiento cuando escribía una carta...
Él hizo una mueca de dolor, aunque por primera vez desde que regresó de
Berkshire, no fue a causa de su pierna. Había pagado un alto precio por la dicha que
había conocido en los brazos de Deborah, durante los primeros días de su regreso a
Londres. Lo diabólico de todo es que por lo general era el pie faltante lo que más le
dolía. Era una sensación extraña, despertar con la ardiente necesidad de quitarse el
agonizante peso de la cobija, sólo para recordar que el pie que dolía abominablemente
en realidad estaba tumbado en algún montón de estiércol en España.
No, el espasmo de dolor que le había levantado sobresaltado de la cama no era
físico. Eran celos. Crudos y ardientes. Sentía su aguijón cada vez que algún compañero
le felicitaba por su matrimonio, recorriendo con ojos apreciativos a su preciosa y joven
esposa. Era preciosa. Tenía un brillo saludable en ella que había estado ausente cuando
se conocieron. Dos semanas en el campo habían puesto carne en sus huesos, y color en
sus mejillas.
Pero el brillo en los ojos de ella al recibir las felicitaciones de sus compañeros
oficiales, le heló. Ella bajaba la cabeza y miraba con timidez a través de sus pestañas a
los hombres que él había considerado sus amigos, y se ruborizaba receptivamente.
Deseó no haberse tomado tantas molestias para asegurar su placer en el lecho
matrimonial. Deseó haber sido brutal y rápido y convertir todo en un calvario tal que la
hiciera sentir asco ante la perspectiva del toque de un hombre. Había pensado que el
placer sexual era lo único que podía darle, a cambio de todo lo que ella le había dado.
Pero había sido un grave error. Ahora había despertado en ella esa parte de su
naturaleza, y evidentemente no podría detenerla.
Ella debió sentirlo mover en el dormitorio, pues levantó la vista de su misiva,
con el ceño fruncido. No escapó a su atención que ella empujó la carta a medio terminar
a escondidas en un cajón.
Se apoyó en la jamba de la puerta, sintiéndose cansado. ¿Qué podía decir un
hombre en este tipo de situaciones? ¿Preguntarle que estaba escribiendo? ¿Prohibirle
tener algo que ver con otro hombre?
¿Por qué debería molestarle, de todos modos? pensó. Se había casado sabiendo
que ninguna mujer podía quererlo. Deborah había tratado, tuvo que concederle eso. Pero
llegado el momento, por supuesto preferiría la compañía de un hombre entero, guapo y
dado a repartir las tontas cortesías que a todas las mujeres gusta.
Ella frunció el ceño cuando lo vio desplomarse en el sofá, con un gran vaso de
coñac en la mano.
— ¿Te duele la pierna?
—No —gruñó, bebiendo la mitad de la copa en un solo trago.
Por la forma en que la estaba mirando, Deborah sospechó que él quería decir que
era debido a ella que estaba bebiendo. De repente, decidió ir a visitar a Susannah en
persona. Metiendo la mano en el cajón, sacó la carta arrugada y la metió en su bolso. No
quería dejarla ahí para que Robert la encontrara.
— ¿A dónde vas? —Preguntó Robert cuando ella colocaba su mano en la puerta.
No quería hacerle más daño, cuando ya se encontraba mal, mencionando a la
mujer con la que había querido casarse.
—A visitar a una amiga—respondió ella, escapando por la puerta.
Una amiga. Se tomó el resto de la bebida de un golpe, y arrojó el vaso vacío
entre los cojines.
Si fuera un hombre entero, podría ofrecerle acompañarla. O tal vez incluso
seguirla ¿Qué bien haría eso? Si le impedía embarcarse en una aventura ahora, sólo
sería posponer lo inevitable. Las mujeres son criaturas inconstantes. Siempre había
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Le tomó un par de segundos darse cuenta de que estaba luchando, pero tan
pronto como lo hizo, él se separó, para mirarla con todo el resentimiento que había
estado acumulando de manera constante durante todo el día.
—Oh, Robert —jadeó ella, alzó la mano para tocarle la mejilla.
Él la atrapó antes de que llegara a la piel arrugada, causándole dolor al asir su
muñeca.
Antes de darse cuenta, la había llevado a la habitación y la tiró a la cama junto a
él.
Su corazón se disparó cuando la besó con más pasión de lo que nunca había
hecho antes.
Pero luego cerró los ojos cuando él le levantó la falda. Hundió la cara en su
cuello mientras él se liberaba de sus pantalones. Y al entrar en ella sin más preámbulos,
dio un gemido que le recordó a ella que no era pasión lo que él sentía sino dolor. Un
dolor que Susannah había causado. Oh, él podría estar buscando consuelo en su cuerpo,
pero no era ella la que le había llevado a esa pasión.
Un sollozo brotó y sacudió su garganta mientras hacía lo único que podía hacer
por él. Ella le echó los brazos al cuello, pasó sus piernas alrededor de su cintura y lo
dejó verter todo su dolor y sufrimiento en ella, absorbiéndola con una desesperación
estremecedora. A pesar de que estaba convencida de que sólo la estaba utilizando, no
podía evitar la respuesta de su cuerpo a su apareamiento salvaje como siempre lo hacía.
Pronto la necesidad los consumió a los dos, cruda y agonizante en su intensidad. Ella se
pegó a él en el mismo segundo en que él se derramó en ella, las lágrimas fluyendo sin
control por su cara y su cabello.
—No me arrepiento—jadeó con voz ronca en su oído. —No me importa si te
hago daño.
—Lo sé —susurró ella, dejando caer los brazos a sus lados. —Pero no me has
hecho daño.
—No, te ha gustado, ¿verdad? —Se incorporó, mirándola con desprecio. —Te
gusta duro y rápido, como la puta barata que eres.
Se apartó de ella, colocando un brazo sobre su cara, como si no pudiera soportar
verla.
Sentía que algo dentro de ella moría ¿No le aseguró siempre que le gustaba el
hecho de que ella respondiera con una pasión que igualaba a la de él? Ahora le estaba
diciendo lo contrario. Y ya era demasiado tarde para tratar de explicar que ella no podía
evitar responder como lo hacía. Él podría pensar que estaba inventando excusas para
tratar de justificar su comportamiento si después de esto le decía que lo amaba.
Convirtió su enamorada y libre oferta de sí misma en algo desagradable y
sórdido, y lo arrojó a su cara. Se bajó de la cama y se tambaleó fuera de la habitación.
Pero no era lo suficientemente lejos. No podía quedarse en la misma casa que él,
ni por un segundo más.
Recogió el sombrero de la mesa al lado de la puerta, se fue sin hacer ruido, y se
quedó sin saber qué hacer en el escalón de la entrada durante unos minutos. Un taxi
pasó por la esquina, dejando a sus pasajeros en una casa a tres puertas.
Corrió por la acera, intentando buscar el único santuario que se le ocurrió.
— ¿Me puede llevar a Half Moon Street, por favor? —Preguntó al conductor.
Necesitaba a su madre.
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Era ridículo estar asistiendo a este baile, pensó Deborah unos diez días más
tarde, para celebrar el matrimonio de dos personas que apenas se hablaban el uno al
otro. Estaba allí pálida y temblorosa recibiendo a sus invitados, al lado de la forma
rígida y taciturna de Robert, aunque solo Lady Walton parecía no haber notado que algo
andaba mal. Había echado un vistazo a sus caras en la cena que precede al baile, y se
había inclinado hacia ella para susurrarle —Las primeras semanas de matrimonio son
terribles, ¿no es así? Pero una vez que pases toda esa tontería, estoy segura de que serás
tan feliz como Charles y yo.
Deborah dudaba mucho de eso. Aunque dada la formalidad extrema en sus
relaciones con la mayoría de la gente, el Conde de Walton estaba claramente muy
enamorado de su esposa. Reveló que la amaba en una docena de formas. Un toque con
la mano en la parte posterior de la cintura de ella mientras la acompañaba a una
habitación, o una mirada y una sonrisa que hablaba de pensamientos compartidos.
Robert no le sonreía. Tampoco podía soportar la idea de volver a tocarla. No
desde el día de la salida de campo, cuando le había expresado su desprecio por ella de
una manera tal que incluso ya no podía aferrarse a ninguna esperanza de que pudiera
enamorarse de ella.
Él incluso había discutido con su hermano sobre el tema de este baile. A pesar
de que se iba a celebrar en honor a su matrimonio, no vio ninguna razón por la que
debería estar obligado a bailar allí.
— ¿Crees que quiero hacer un espectáculo de mí mismo haciendo cabriolas
sobre un suelo resbaladizo mientras los invitados están apostando cuánto tiempo me
tomará caerme? —Había dicho.
Deborah quería hacerse un ovillo y morir. Él no plantearía ninguna objeción si
se hubiera casado con Susannah. Había rogado y suplicado bailar con ella,
persiguiéndola de un evento a otro. Y no le habría importado en lo más mínimo lo que
los invitados de Lord Lensborough dijeran o pensaran.
— ¿Por qué no abres el baile con un vals? —Sugirió Heloise —En lugar de un
largo set de contradanzas
—No es exactamente la tradicional apertura de un baile, pero creo que serviría,
respondió el Conde, mirándola orgulloso por la sugerencia de su esposa.
Robert se había calmado, su aprobación a regañadientes retorcía el cuchillo un
poco más profundo en ella. —Bailaré parte de un vals con mi esposa, y ese es mi límite.
Habría caminado sobre brasas por Susannah, pero ni siquiera deseaba bailar un
tranquilo vals con su simple y anodina esposa.
Aunque bailar un vals requiriese que ella tocara su mano izquierda, la falsa, cuya
simple idea había hecho que Susannah se quejara de disgusto.
Entristecida, miró por encima del hombro izquierdo de él, cuando los músicos
comenzaron el primer acorde, recordando cómo antes él había hecho una inclinación de
la barbilla desafiante cuando Linney había le abrochado ayudándolo con su camisa.
Como un caballero, que está siendo armado por su escudero, listo para entrar en
combate. Ella sintió que habría sido un honor tomar esa mano ahora, y demostrarle al
mundo que nada podría interponerse entre ellos, si solamente él no fuera tan reacio a
tenerla en sus brazos. El sudor emanaba de la frente de Robert. Maldita sea, tal vez
debería haber bailado con el grupo de bailarines en los bailes tradicionales, y soportado
el dolor que eso le causaría a su miembro amputado. No pudo haber sido peor que la
agonía de tener a tanta gente viéndolo tropezar alrededor del salón con una mujer cuyo
rostro estaba rígido y lleno de desagrado. Casi no podía culparla. Lo que estaban
haciendo no era bailar, sino caminar con mucho cuidado al ritmo de la música. Tiempo
atrás, habría disfrutado llevar a su pareja de baile girando a la esquina de la pista de
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baile, aprovechando la oportunidad de llevar una mujer bonita un poco más cerca de su
cuerpo de lo que estaba estrictamente permitido. Ahora, temía encontrarse con algún
tipo de obstáculo que le exigiera intentar algo más que el paso más básico.
Afortunadamente, después de algunos pasos de insoportable vergüenza, el Conde llevó
a su esposa a la pista, Lord Lensborough siguió, y pronto, muchas parejas estaban dando
vueltas a su alrededor por lo que se sintió seguro de abandonar el salón de baile, en
dirección a la puerta más cercana.
—Gracias a Dios que ha terminado —dijo, soltando el brazo de Deborah.
—Supongo que vas a pasar el resto de la noche en la sala de juego —Dijo con
frialdad, cuando él se sentó en la silla más cercana. Desde el día de campo, este se había
convertido en el patrón de los pocos eventos a los que habían asistido juntos. Él la había
acompañado, le presentaba a algunos de sus amigos, y luego la abandonaba al cuidado
de ellos mientras él se alejaba para ver el juego.
Se puso de pie y se inclinó fríamente educado antes de irse, dejándola
completamente sola. En otras noches, podría haber sido excusable. ¿No podría él haber
fingido sólo por esta vez, en la noche que se suponía que debían estar celebrando su
matrimonio, de que no se arrepentía de haberlo hecho, tanto como lo hacía?
¿Estaba tratando de humillarla deliberadamente?
Cuadró los hombros y levantó la barbilla antes de entrar de nuevo en el salón de
baile. No dejaría que alguien notara lo que le pasaba. No iba a convertirse en el objeto
de la compasión de nadie. Y así se comportó como si estuviera muy feliz de bailar con
otros caballeros, y que ella no se sentía sumamente afligida por la forma en que su
marido la repudió públicamente. Su tarjeta de baile se llenó de amigos de Robert, que en
broma se compadecieron de ella por estar encadenada a un perro sordo. Uno o dos de
los amigos políticos del Conde, que no se habían dignado a mucho cuando era la
señorita Gillies, parecían sentir que era apropiado fijarse en ella en su propio baile.
Por fin, se calmó lo suficiente como para dejar de pensar sólo en sí misma. Sabía
que debía al menos asegurarse de que Susannah la estaba pasando bien. La había visto
bailar con el Conde en algún momento, aunque no le pareció feliz de hacerlo. Pero ya
no la veía por ninguna parte.
Fue a los bancos de las chaperonas para preguntar a su madre si sabía dónde
estaba.
—Salió a la terraza para tratar de recuperar la compostura —dijo su madre,
ominosamente.
—Oh, querida. Tal vez sea mejor que vaya tras ella, y le haga compañía por un
tiempo.
—Oh, sí, querida, ¿verdad? Debo confesar que estoy al borde. ¿Por qué, por una
vez, al estar en un evento como este tendría...?—se apagó, sacudiendo la cabeza.
Deborah sabía exactamente lo que significaba para su ambiciosa amiga moverse
en tales círculos y bailar con un conde.
Fue directamente al extremo de la terraza antes de que detectara el débil sonido
de sollozos procedentes de más allá del tramo de escalera que descendía a un jardín. A
medida que se alejaba de la casa, y la música del salón de baile se hacía más débil, la
preocupaba más la forma en que su amiga parecía finalmente haberse roto bajo la
presión, incluso hipando palabras ininteligibles entre sollozos. Pero cuando por fin la
encontró, en lugar de correr a su lado y envolverla en sus brazos, se congeló.
Susannah no estaba sola.
Y el hombre que estaba con ella, que la había llevado a sus brazos de manera
que sus sollozos fueran amortiguados contra su pecho, era Robert.
—Silencio, ahora —dijo él mientras Deborah se detuvo en seco, a menos de dos
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Capítulo Once
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vestido de paseo y una capa. No pudo evitar dar una última mirada a su marido, que
descubrió con resentimiento, dormía profundamente, con su brazo extendido.
Ella iría a ver a su madre primero, decidió, mientras tiraba el faustuoso vestido
de baile sobre el respaldo del sofá, y se metía en su sencillo vestido de paseo, de tela de
batista. No sería razonable irse de Londres sin advertirle del asunto que era probable
que iniciara tan pronto como ella estuviera fuera del camino.
Un adormilado lacayo descorrió el cerrojo de la puerta principal para ella,
preguntando si necesitaba su escolta.
—No gracias. Planeo tomar un taxi directamente a casa de mi madre. ¡Oh mira!
Hay uno justo en la esquina.
Después de haber dado su dirección al conductor, se metió dentro, y se hundió
de agradecimiento en los cojines. Esperaba que no fuera demasiado pronto para hacer
una visita de este tipo. Estaba segura de que a su madre no le importaría levantarse. O
tal vez iría directamente a la habitación de su madre y hablaría con ella allí. Lo que
tenían que hablar no era para los oídos de nadie más.
Se preguntó por qué aún no había sentido la necesidad de llorar. Ella sabía que
amaba a Robert más que a la vida misma. Sin embargo, desde el momento en que había
visto a Susannah en sus brazos, se había sentido extrañamente congelada.
Había escuchado a la gente hablando de volverse insensible al dolor. Ella
suponía que por eso mantenía una apariencia de calma en el exterior, mientras que por
dentro se sentía terriblemente fría. Se había sentido exactamente igual después de que su
padre había muerto, ocupándose mecánicamente todos los detalles necesarios. Sólo se
calmó después de que el funeral había terminado, cuando tomó uno de sus abrigos que
preservaba el familiar aroma sobre la tela, y supo que nunca lo volvería a ver. Fue
entonces cuando las lágrimas habían comenzado a fluir.
Ella lloraría a Robert cuando este adormecimiento desapareciera. Con cansancio,
se volvió para mirar por la ventana. Y se incorporó en su asiento con el ceño fruncido al
ver que el carruaje estaba pasando por una calle en mal estado que estaba segura que
nunca había visto antes.
Tiró de la ventana de abajo, y gritó al conductor —Disculpe, creo que puede
haber confundido mi dirección. Le pedí que me llevara a Half Moon Street.
El conductor detuvo el taxi. Otro hombre, uno que había estado sentado con el
conductor, se bajó, y llegó a la ventana sobre la que ella se asomaba.
En vez de disculparse por su error, para sorpresa de Deborah, abrió la puerta del
taxi.
— ¿Qué cree que está haciendo? —Chilló cuando él la empujó en su asiento, y
entraba, sentándose frente a ella.
—Asegurándome de que no se nos escurra de las manos —dijo lacónicamente.
—Escurrirme... ¿qué está diciendo? —Su corazón comenzó a latir contra su
pecho. — ¡Salga de este taxi y déjeme salir a la vez! —exigió, con tono de autoridad. —
¡O se va a arrepentir!
— ¿Amenazas, no? —Sonrió. —No, no debería estar amenazándome, señora
Fawley. Lo que usted debe hacer es pedir clemencia.
La débil esperanza de que la hubiera confundido con otra persona huyó cuando
él se dirigió a ella por su nombre. Sin embargo, puso buena cara, obligándose a mirarle
directamente a los ojos, cuando dijo, — ¿pedir clemencia? Oh no. Usted es el que
debería pedir perdón por ser tan mal educado como para tratar de asustarme.
El hombre se rio entre dientes mientras le daba una bofetada. Ella no lo podía
creer. Pareció no poner ningún esfuerzo en golpearla, y sin embargo, la había enviado al
rincón del carruaje. Ella se enderezó, llevándose la mano instintivamente al labio
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Ella asintió, con la boca tan seca por el miedo que era incapaz de hablar.
—Necesito conseguir la atención de su marido. Me debe, y tiene que
devolverme el dinero.
— ¡R...Robert no tiene ninguna deuda!
—Bueno, ya ve, es ahí donde discrepamos. Cuando él engañó a un hombre que
sí me debe, dejándolo sin los medios para pagarme, las deudas de ese hombre se
convirtieron en suyas.
¡Robert no podría engañar a nadie!
La única persona que podría incluso llegar cerca de hacer tal acusación contra él
sería... Percy Lampton.
¿El tonto había tomado prestado a cuenta de sus expectativas?
¿De este hombre?
Ella miraba al hombre delgado con creciente comprensión. Lampton no tenía
medios para pagar nada ahora. Robert tenía todo el dinero que había asumido que sería
suyo.
—Veo que sabe exactamente lo que quiero decir —el hombre se burló. —Me
alegro de que haya dejado de pretender inocencia. La gente como usted necesita
aprender que no puede salirse con la suya de hombres como yo. Deben pagar. De una
forma u otra —dijo, dando un paso hacia ella —Siempre los hago pagar.
Mientras se movía, ella vio el brillo opaco de la hoja de un cuchillo en la mano.
— ¡No! —Exclamó, sintiendo que la sangre dejaba de circular por su cara.
—Yo le aconsejaría que permaneciera inmóvil, Sra. Fawley, si no quiere salir
más herida —el hombre delgado dijo amenazadoramente. —Esto habrá terminado antes
de lo que usted cree.
El pánico se apoderó de ella. Se precipitó hacia la puerta abierta, corriendo a
toda velocidad hacia el hombre corpulento, que apareció de la nada. La arrojó de
espaldas a la celda con tanta fuerza que la parte posterior de la cabeza impactó contra el
ladrillo áspero de la pared opuesta a la puerta. Él se colocó detrás de ella, apretando con
una mano su cuello, mientras que con destreza desataba las cintas de su sombrero con la
otra. Los sentidos de Deborah oscilaron. El hedor de él llenó sus fosas nasales,
ahogándola con tanta eficacia como el dominio con el que la retenía por su cuello.
Bailaban manchas bailaban ante sus ojos mientras que el dolor florecía y extendía sus
tentáculos desde el punto de impacto en la parte trasera de su cabeza. Ella percibió solo
vagamente al hombre tirando su sombrero a un lado, pues había visto que el hombre
delgado se acercaba, con el cuchillo extendido hacia ella.
Con un rápido movimiento, le cortó un mechón de su cabello, el hombre
corpulento soltó su agarre y Deborah cayó de rodillas en el suelo entre ellos.
—Chis, chis —El hombre delgado negó con la cabeza —Tanto alboroto por un
mechón de cabello. Cualquiera pensaría que queríamos asesinarte.
Mientras respiraba dolorosamente a través de su garganta magullada, sabía que
eso era exactamente lo que querían que pensara. Ellos querían mantenerla en un estado
de sumisión. Ambos rieron burlonamente mientras ella se encogía en el suelo a los pies
de ellos. Y sintió una nueva oleada de humillación. Estaba aterrorizada.
—Ahora dame la mano —el hombre delgado ordenó.
Mucho más allá de atreverse a mostrar cualquier desafío, Deborah levantó la
mano. A una señal de su amo, el hombre corpulento se arrodilló en el suelo junto a ella,
la tomó de la mano extendida y poco a poco desabrochó su guante. A continuación, le
acarició la mano, dedo a dedo, mirándola fijamente a la cara.
Ella se sintió violada.
No dejó de temblar, con el estómago agitado, hasta mucho después de que
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Chambers pronto perdió la expresión altiva que le era habitual cuando negaba el acceso
a los visitantes no deseados. Pero es que antes nadie le había pedido alguna vez la
entrada a punta de pistola.
— ¿Está tu señor? —Dijo el rufián de cara cicatrizada en la puerta. —No me
digas mentiras ahora.
—No me atrevería, señor —respondió con nerviosismo al tragar cuando vio a un
segundo hombre, de hombros anchos, de pie en el escalón, de espaldas al edificio
mientras examinaba la calle.
— ¡Entonces llévame con él!
Cualquier esperanza de que el ayuda de cámara hubiese albergado de pedir
ayuda para su amo, que estaba convencido de que estaba a punto de ser asesinado, se
desvaneció cuando el segundo intruso subió los escalones, cerró la puerta detrás de él, y
se le abalanzó con sombrío propósito.
—Él... él está ahí —dijo el ayuda de cámara, poniéndose blanco al indicar la
puerta de la sala. No podía soportar ver la sangre. Ya había sido bastante malo la última
vez, aunque aquellos hombres no habían utilizado pistolas. Tendría que pensar en
entregar su renuncia. Evitar criminales no era parte de su descripción de trabajo.
Aunque después de esta noche, probablemente ya no tendría trabajo. El resentimiento
hinchó su pecho ¿Qué tipo de persona emplearía a un criado cuyo anterior señor había
sido brutalmente asesinado? Sólo la clase que buscaba notoriedad. No tenía ningún
deseo de trabajar para esa clase de persona. Con un resoplido ofendido, se sentó en el
estrecho pasillo, mirando al hombre corpulento que estaba de pie, con los brazos
cruzados, de espaldas a la puerta principal.
El Capitán Fawley entró en la sala de estar, apuntando con una de sus pistolas
hacia el joven que estaba tumbado en un sillón frente al fuego. Se refrenó al ver la cara
de Percy Lampton. Estaba cubierta de moretones y costras. El que fuera una vez un
petimetre elegante estaba envuelto en una bata en mal estado, con un plato de lo que
olía a ponche reposando junto a su codo.
—Ven y acaba conmigo, Fawley. —Lampton arrastró las palabras, mirando la
pistola cansado, con los ojos inyectados en sangre. —No creo que quieras oírlo, pero, de
hecho, me estarías haciendo un favor.
—Sería sólo lo que te mereces —Robert espetó con frialdad. —Pero no soy un
asesino. Son respuestas lo que quiero, no tu sangre.
—Da lo mismo. No creo que quede mucho —dijo Percy, siguiendo con los
dedos el mosaico de sus magulladuras. —Aunque no sé qué tipo de respuestas puedas
querer de mí.
— ¡Quiero saber quién se ha llevado a mi esposa!
— ¿Llevado a tu esposa? ¿De qué manera? —Se burló. — ¿Cornudo desde ya?
Nadie podría culparla.
La pistola se disparó, destrozando la ponchera y lanzando fragmentos de vidrio
por todas partes.
—Tu puntería está fallando —Percy se burló, sacudiendo el ponche de ron de su
elegante mano con indiferencia, aunque sus labios se habían puesto blancos.
—Mi puntería está bien —respondió Robert, sacando la segunda pistola del
bolsillo —La siguiente bala irá directamente a tu corazón negro si no me dices lo que
quiero saber.
—No tengo idea de quién pudo haber tomado a tu esposa como su amante, ni
debes suponer que fui yo —protestó. — ¡No soy un adúltero!
— ¡No, sólo un seductor de jóvenes muchachas inocentes!
— ¡Nunca he seducido a una muchacha inocente!
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Capítulo Doce
Deborah perdió la noción del tiempo en esa prisión oscura. Tres veces se abrió la
puerta después de que el hombre delgado había cortado un mechón de su pelo, y el
hombre corpulento que la había golpeado entró con un plato de pan y queso, y una taza
de lo que parecía y olía a cerveza.
La primera vez, a pesar de que su garganta aún le dolía había desdeñado beber la
cerveza. La perspectiva de tener que usar ese cubo más adelante, tanto si el hombre
venía a vaciarlo con una sonrisa, o si lo dejaba para añadir su acritud al desagradable
olor del lugar, era demasiado horrible para siquiera considerarlo. Arrancó una tira de su
enagua, la mojó en la jarra de cerveza, y la apretó contra su frente, con la esperanza de
que el alcohol pudiera limpiar el corte, que simplemente no dejaba de sangrar. Sólo la
hizo sentirse peor. No sólo que hacía aún peor el olor del lugar, sino que además, ahora
ella apestaba a cerveza.
No mucho tiempo después de eso, empezó a rascarse. Y descubrió que el
colchón, en el que había estado sentada, tenía pulgas. Horrorizada, se levantó de un
salto y se dirigió a la esquina más alejada de su celda. Ella no podría quedarse de pie
para siempre, sin embargo. La sangre parecía acumularse en sus pies, haciendo que se
sintiera débil. Intentó caminar de aquí para allá, lo que la ayudó un poco, pero no podría
seguir indefinidamente. Eventualmente, cuando el agotamiento se apoderó de ella, se
puso en cuclillas en una esquina, tan lejos del colchón como pudo.
Cuando por fin la puerta se abrió y el hombre corpulento trajo alimentos frescos
y cerveza, se sentía demasiado cansada, con las piernas demasiado rígidas y con un
dolor de espalda que no le permitían ir por su alimento. Y la oscuridad, que se había
filtrado en su alma, mientras la humedad empapaba su ropa, le hizo preguntarse si valía
la pena tratar de mantener su fuerza. No creía que Robert se desprendería de su dinero
para rescatarla. Era el dinero lo que le importaba, no ella. Pero sus captores habían
dicho "alguien" pagará. Era cada vez más evidente que ese "alguien" podría ser ella.
Su cuerpo se estremeció. Nunca sería lo suficientemente fuerte como para luchar
contra ellos. Ellos harían lo que quisieran con ella. La harían sufrir. Su única esperanza
era que ella fuese demasiado débil como para sobrevivir a su castigo. En un arranque de
desafío, le dio una patada a la jarra de cerveza, y aplastó la pieza de pan rancio en el
suelo, las migas se mezclaron con el mortero enmohecido que sostenía los ladrillos en
su lugar.
La última vez que su enemigo había entrado, se había sentido demasiado débil
como para alcanzar los platos que él había arrojado al suelo junto a ella. Su misma
fragilidad provocó un breve destello de triunfo que aflojó la desesperación que la
atenazaba, como un puño de hierro, mientras la oscuridad sin tregua seguía y seguía.
Puede que no pase mucho más tiempo, sonrió para sí misma, antes de que salga de allí.
Podía oír a su carcelero moverse al otro lado de la puerta. Oyó a otro hombre.
Oyó el murmullo de voces masculinas, una silla raspando el piso de ladrillo, y luego
períodos de calma, intercalados con estallidos concisos de blasfemias. De vez en cuando
una palabra reconocible se filtraba a través de la rejilla, que la hizo deducir que jugaban
a las cartas.
Entonces oyó un ruido de botas en la escalera del sótano. El comienzo de un
grito se ahogó en un gruñido de dolor, y luego sonaba como si alguien estuviera
arrojando los muebles.
Estaba ocurriendo una pelea.
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— ¡Deborah!
Levantó la cabeza que había estado descansando sobre sus rodillas dobladas.
— ¿Robert?
Casi no podía creer lo que oía.
—Deborah, ¿dónde estás?
De alguna reserva interior recogió fuerzas y se arrastró hacia la puerta — ¡Aquí!
—Dijo con voz ronca, forzándose para tratar de llegar a la rejilla. — ¡Robert!—Su voz
estaba oxidada por el desuso. Nunca sería capaz de oírla. En su desesperación, levantó
sus puños, y golpeó inútilmente contra la pesada puerta.
Oyó el sonido de los pernos; antes de que pudiera salir del camino, la puerta se
abrió hacia dentro, empujándola a un lado haciéndola caer extendida de manera poco
elegante en el centro de la celda.
Y Robert estaba allí, una silueta oscura contra la luz tenue del exterior de la
bodega.
Sus brazos temblaron por el esfuerzo que le tomó sentarse. Sentía como si
hubiera gastado sus últimas fuerzas en hacerse escuchar. Pero él se quedó allí, en
silencio absoluto, y algún momento supo que iba a tener que levantarse por sí misma.
Él no quería estar aquí. No podría haber sido más evidente de haberlo gritado. El
solo hecho de hacerse a un lado cuando ella logró encaminarse hacia la puerta abierta,
hablaba de su renuencia a tocarla.
Pero había ido. Ella viviría.
Y saber eso le dio la fuerza para llegar a la puerta, donde se inclinó por un
momento o dos, con su cabeza dando vueltas.
En la otra habitación cuatro hombres estaban luchando como demonios. Su boca
se abrió al ver que uno de ellos era el Marqués de Lensborough. La primera vez que lo
había visto, había pensado que era un hombre feo, y ciertamente tenía una fea expresión
en su cara ahora. Pero fue magnífico contemplar cómo golpeaba al otro hombre como si
fuera un saco de boxeo, pues era el hombre que había sentido placer al lastimarla a ella.
Se llevó la mano a la boca cuando el otro villano, el que había estado manejando
el carruaje, levantó una silla para intentar aplastarla sobre la cabeza de su otro
rescatador. Para su sorpresa, reconoció el reluciente cabello castaño dorado del Conde
de Walton. Pero el Conde la sorprendió tanto a ella como a su agresor con la agilidad de
su próxima maniobra. Saltó a un lado, esquivando la silla y al mismo tiempo elevó la
rodilla para dar en el estómago de su atacante. A medida que el conductor del taxi se
doblaba, la silla de alguna manera terminó en las manos del Conde. La rompió sobre la
cabeza del secuestrador, una fracción de segundo después el Marqués asestó un fuerte
golpe a la mandíbula del villano corpulento dejándolo noqueado.
Los secuestradores yacían entre los muebles destrozados. El Conde y el Marqués
se quedaron allí jadeantes, luego, se sonrieron el uno al otro como un par de colegiales
traviesos al pasar sobre los cuerpos extendidos y estrecharse las manos.
—Por acá —dijo Robert, extendiendo el brazo para indicar una escalera, que
serpenteaba para subir de la bodega. —Y que sea rápido.
Retrocediendo por la brusquedad de su tono, Deborah se tambaleó hacia las
escaleras. Ella no había dado más que unos pocos pasos, antes de que el Marqués
tomara uno de sus brazos, y el Conde el otro, y que la arrastraran escaleras arriba,
mientras Robert los seguía. Los cuatro salieron a un patio frío y húmedo en donde
esperaba un taxi negro. Linney era el conductor, empuñaba un par de pistolas para alejar
las pocas narices que se asomaban en puertas y ventanas.
— ¿Cómo me has encontrado? —Preguntó Deborah, una vez que todos habían
entrado en el carruaje. — ¿Has tenido que pagar un rescate? Ese hombre dijo que le
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debías de dinero.
—Lampton le debía dinero —dijo Robert cortante cuando el Conde y el
Marqués se sentaron frente a ellos. —Y fue Lampton quien me dijo dónde podría
encontrarte.
El carruaje se puso en marcha con una sacudida que empujó a Deborah hacia los
cojines detrás de ella. Robert la estabilizó, luego se alejó con rapidez. Con tanta rapidez
que ella tuvo que girar la cabeza lejos de él para ocultar su dolor.
—Tu ayuda de cámara puede ser muy útil en una situación difícil, pero no es un
cochero—observó el Marqués, agarrando la correa.
—Es usted también un hombre útil para tener al lado en una situación difícil —
dijo Deborah, girando los ojos muy abiertos hacia él. —Debo agradecerle por lo que ha
hecho hoy. A los dos —añadió, dirigiéndose al Conde.
—Simplemente estoy devolviendo un favor que el Capitán Fawley me hizo no
hace mucho tiempo, por mi esposa —el Marqués respondió con frialdad.
—No se preocupe —añadió el Conde. Luego, dirigiéndose a Robert dijo —No
tenía idea de que tenerte en mi casa me proveería de este tipo de aventuras.
Mantenían un constante bombardeo de observaciones intrascendentes,
recordándole a ella a un par de colegiales traviesos que acababa de salirse con la suya
con algún tipo de broma. No le tomó mucho tiempo saber que gran parte de la chanza
tenía la intención de distraerla. La última cosa que quería hacer era echarse abajo
delante de estos nobles hombres y, a juzgar por la forma en que ninguno de ellos la
miraba a los ojos, verla llorar les sería muy incómodo. Y ella se sintió inclinada a
estallar en lágrimas cuando el taxi se puso en marcha, indicando que su calvario había
terminado.
El Conde y el Marqués la ayudaron a salir del taxi cuando se detuvieron en un
callejón en la parte trasera de la Casa Walton. Contrariamente a lo que ella había
pensado, había un tramo de escaleras que conducían a la puerta trasera de Robert, que
ellos alcanzaron después de cruzar un patio pavimentado. Incluso había un cartel en la
puerta, que llevaba su nombre, y una aldaba en forma de cabeza de león, como si se
tratara de un apartamento privado, alquilado, y no una parte integral de Walton House.
La Condesa estaba esperando. En cuanto los vio, se levantó de un salto, abriendo
los ojos con horror al ver a Deborah. Su siguiente acción fue arrebatar una manta del
sofá en el que había estado sentada, solo lanzando una mirada de reproche a Robert
mientras lo hacía.
—Nadie debe verla con este aspecto —exclamó — ¿En qué estabas pensando?
—En sacarla de ese lugar, en primer lugar —Robert espetó. —Pero por lo menos
tuve la precaución de entrar por la puerta de atrás. Nadie sabe acerca de este terrible
asunto—dijo a Deborah. — Hemos conseguido mantenerlo oculto. Estaba seguro de que
no debía angustiar a tu madre. Así que cada vez que preguntó por tu paradero, le dije
que estabas indispuesta, o de compras. Ahora te sugiero que vayas arriba con Lady
Walton, que velará por tus necesidades inmediatas.
Era como si él no pudiera esperar para deshacerse de ella, pensó, con una mirada
a su actitud general.
Extrañamente, su deseo de llorar se congeló bajo el chorro de frialdad de él.
Podía sentirlo, una presencia tangible, justo debajo de su esternón, como si se hubiera
tragado un trozo de hielo. Era sorprendente, pensó, mientras Lady Walton la llevaba
escaleras arriba, hasta qué punto el orgullo podría guiar a unas piernas que ella creyó tan
débiles que no podrían llevarla un paso más allá.
—Te sentirás mejor después de un baño y algo de comer —dijo la Condesa,
guiándola a su femenino y bello salón.
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— ¿Lo estaré? —sacudió la cabeza, cansada. No había sido capaz de olvidar por
un segundo, incluso a través de todos sus otros terrores, que su marido estaba a punto de
embarcarse en una aventura con otra mujer. Por lo que a él respecta, no podía haber sido
secuestrada en un momento más inoportuno. Debe haber tenido que pasar por una gran
cantidad de problemas para efectuar su rescate, cuando hubiera preferido estado
planeando...
Sintiéndose desmayar, Deborah se dejó caer en el sofá más cercano, inclinando
su cabeza sobre sus rodillas.
—Toma, toma —La Condesa se arrodilló a sus pies, dándole una taza de té y un
platillo.
—Creí que no tomabas té —Deborah intentó bromear débilmente, mientras
tomaba la bebida caliente y dulce.
—Oh, no, lo odio. Pero ustedes los ingleses lo aman, y dicen que es restaurador,
y pareces necesitar ser restaurada. ¿Acaso no te alimentaron? ¡Oh, discúlpame! No se
supone que te moleste con preguntas. Robert dijo que no te gustaría hablar de ello.
Poniéndose de pie, la Condesa se acercó a la chimenea y tiró de la cuerda de la
campana.
—Por favor, entra en mi habitación, Deborah. Las doncellas traerán agua para tu
baño, pero estoy segura de que no vas a querer que te vean... —Se interrumpió,
dirigiendo su mirada fija a la cara de ella, y apartándola rápidamente con un parpadeo.
Por primera vez, Deborah se preguntó cómo luciría su cara. Le dolía todo el
cuerpo, por lo que supuso que debía estar molida. Terminando su té siguió a la Condesa
a un dormitorio opulento. La cama tenía cortinas de terciopelo, la alfombra era una
suave capa azul que invitaba a una mujer a hundir sus pies descalzos en ella, y había
cuencos de flores frescas en varias de las mesitas que salpicaban la sala. Podía olerlas,
por encima del hedor de la prisión que se le pegaba a la ropa. Todo parecía tan limpio y
tan delicadamente femenino que Deborah se sentía como si estuviera contaminando el
lugar solo estando de pie con toda la suciedad y desorden que la cubrían.
La Condesa salió como una flecha, al escuchar a las criadas trajinando con los
recipientes de agua en el vestuario, y Deborah se tomó un momento para ir al tocador y
ver su reflejo en el espejo. Su rostro estaba hinchado, casi irreconocible. Tenía un ojo
negro que no habría estado fuera de lugar en un boxeador profesional, y una costra
sobre su ceja. Su cabello en ese lado de su cara estaba manchado de la sangre de ese
corte, y su boca... La tocó con cuidado con la punta de los dedos. Su labio inferior
estaba hinchado y con costras ocasionadas por el primer golpe que recibió.
Inconscientemente, metió la mano bajo la manga de su vestido, para rascarse una
de las picaduras de pulgas en su muñeca, y luego de repente se rasgó la ropa sucia. Para
el momento que la Condesa volvió para decirle que el baño estaba listo, Deborah estaba
en cuclillas desnuda ante el fuego, sosteniendo su enagua en las llamas con un atizador.
—Tiene que ser quemado—explicó cuando Lady Walton la miró con asombro.
—Todo. Hasta en mis zapatos. —Era la única manera de impedir que las pulgas se
metieran en las alfombras y cortinas. Cuando la Condesa se movió involuntariamente
hacia ella, levantó la mano para protegerse. — ¡No, tengo que hacerlo yo misma! —No
creía tener pulgas, pero no quería correr el riesgo de pasárselas, si las tenía.
Se puso de pie y se dio cuenta de que tenía las rodillas lastimadas, aunque no
podía recordar exactamente cuándo había sucedido. Podría haber sido cuando había
caído a los adoquines, cuando el corpulento hombre la arrastró afuera del taxi. O más
tarde, cuando se había visto obligada a arrodillarse en la celda después de que le
cortaran el pelo. Por cierto, la Condesa había estado echando un vistazo a su espalda,
luego miró apresuradamente, como si algo la afligiera, por lo que ella supuso que tenía
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los ojos con ella, una vez que Heloise le dijo que se había quedado dormida.
—Debe estar agotada —dijo Heloise cuando subieron las escaleras. —Me
preguntaba, después de todo lo que había sufrido, y teniendo en cuenta el dolor que
debía sentir, sí tendría que darle algo para ayudarla a dormir, pero casi antes de que
terminara su baño, estaba luchando para mantener los ojos abiertos. Y me dijo que casi
no había dormido nada... ni tampoco parece saber qué día es, pues la celda era tan
oscura...
Él no se sorprendió al oír que se había dormido tan rápidamente. Obviamente
había agotado sus escasas reservas tratando de luchar contra esos hombres. Todo su
cuerpo había temblando con el esfuerzo que le había tomado levantarse de ese piso
sucio.
Heloise le dijo cómo Deborah había quemado su ropa, diciendo que nunca se
sentiría limpia de nuevo, y su corazón se hundió hasta sus botas.
Ella había comenzado a retirarse discretamente de la habitación, con la intención
de dejarlo solo con su esposa. Pero él se lo impidió. Su matrimonio había fallado en la
medida en que lo último que querría, cuando despertara, era verlo cernido sobre ella.
Sería como despertar de una pesadilla a otra. Se puso de pie, erguido, maldiciéndose a sí
mismo mientras miraba la cara maltratada de su esposa.
Ello no se ocupó de trenzar su pelo para ir a la cama. Se extendía húmedo por
todo su almohada, dándole un aspecto muy joven y vulnerable.
Tenía ganas de inclinarse y tomar uno de esos mechones de pelo húmedo en sus
dedos, llevárselo a los labios y besarlo. Había soñado con su pelo, la noche en que había
estado lejos de él, las pocas veces que había logrado dormitar. Había soñado que estaba
pasando los dedos por su cabello, mientras ella yacía a su lado, sonriéndole con la
satisfacción soñolienta que a veces había tenido el privilegio de ver en su cara. Pero
entonces su imagen había brillado, disipándose como la niebla en una brisa. Había
saltado de la cama, corriendo a la puerta, y, gritando su nombre, salió a la calle a
buscarla. Pero esa niebla cerrada lo cegó, y cuando trató de arrancarla de su cara con las
manos, se despertó, sudando y temblando, a la dura realidad. Había perdido la mano, la
que había soñado que se llenaba con la textura sedosa del cabello de su esposa, en una
tienda de un hospital de campaña a las afueras de Salamanca. No es que él vaya a salir
huyendo, nunca más. Pero esa pérdida era nada comparada con el dolor de saber que su
Deborah se había ido, y que no sabía cómo traerla de vuelta.
¡Ella debería tener un marido decente, que pudiera protegerla, no un inválido
inútil, el cual había se había puesto en peligro a sí mismo y los que le rodeaban!
Pero sobre todo, ella debe tener a alguien a quien pueda recurrir, alguien que
pueda tenerla en sus brazos y consolarla, no un hombre cuyo toque sólo podría añadirle
a ella angustia.
Él sufría al saberla tan aislada. Sin embargo, sabía que no había nadie a quien
ella pudiera hablarle de su terrible experiencia. Sería como vivir todo de nuevo. Como
soldado, se había encontrado con mujeres que habían sido tratadas brutalmente por las
tropas francesas, y lo último que cualquiera de ellas hubiera querido era tener que hablar
de su violación con nadie.
Más tarde él se había retirado a sus habitaciones, aunque sabía que no iba a
dormir esa noche. Saber que ella estaba arriba, segura, debería haberle proporcionado
algún alivio. En cambio, su agonía fue redoblada al saber que, si ella no lo había odiado
antes de esto, seguramente lo haría ahora. Ella estaba más perdida para él que nunca.
Fatigado hasta los huesos, se dejó caer en un sofá con una copa de brandy. Le
había costado horas de búsqueda minuciosa en los lugares que frecuentaba
habitualmente Hincksey antes de que un puñado de monedas le hubiera proporcionado
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había utilizado para satisfacerlos. Y como había sido una tonta romántica, y había
respondido con amor, él la llamó una puta. Y entonces siguió en su persecución de
Susannah.
¡Había sido tan tonta! Se había enamorado como una escolar lo haría de un
héroe herido, no del hombre real.
Para el momento en que llegó a la salita de la Condesa, después de la cena al
segundo día, ya le costaba recordar lo que había visto en él. Y fue todo lo que ella pudo
hacer para mantener su resentimiento refrenado cuando él entró a la salita. ¿Cómo pudo
hacerle esto a ella? ¿Hacer que ella lo amara, y luego que dejara de amarlo así de
rápido?
Podía sentir el hielo alrededor de su corazón derretirse bajo una ráfaga ardiente
de ira. La cual fue seguida rápidamente por el dolor más agonizante. Oh, cómo deseaba
estar todavía en estado de shock. El desamor duele mucho, mucho peor que el amor.
Cuando se enamoró, tenía esperanzas. Ahora no había ninguna.
— ¿Qué quieres? —le espetó, ya que él se había quedado vacilando en el
umbral.
—Sólo he venido a informarte que se han hecho arreglos para que puedas
acompañar a Lord y Lady Walton a Wycke, al final de la semana. No voy a ir contigo.
Pensé que sería lo mejor.
Sí, a él le gustaría estar en Londres con Susannah, mientras duraba la
Temporada. Enviarla a la finca de la familia, como una compañía de la Condesa durante
el nacimiento, no causaría ningún comentario indebido en la sociedad. Él se desharía de
ella, se libraría de ella.
¡Y ella de él!
Levantando la barbilla, dijo —yo no podía estar más de acuerdo. ¿Eso es todo?
—No. Pensé que desearías saber que no habrá un juicio, como resultado de... de
tu penosa experiencia. Nadie tiene por qué saber nada si tú no lo cuentas.
Por lo tanto, no pensó que valía la pena llevar a juicio a los hombres que la
habían arrastrado en la calle y que la mantuvieron cautiva ¿Qué prueba más necesitaba
de su total falta de compasión? Sólo quería que todo el incidente desapareciera.
Al igual que él quería que ella desapareciera de su vida.
A ella solo le sorprendió que él se hubiera tomado siquiera la molestia de ir a su
rescate. Si él la hubiera dejado, probablemente para este momento no tendría una
esposa. El testamento sólo decía que tenía que casarse, no que tenía que seguir casado
durante un periodo de tiempo específico. Como viudo, habría sido libre...
No, no podía seguir esa línea de pensamiento. Una cosa era aceptar su naturaleza
como tal y otra muy distinta pensar que él podría ser cómplice de su muerte.
Temblorosa, se llevó una mano a la frente, agitando la otra hacia él en un gesto
desdeñoso. No pensaba con claridad. Todavía estaba sobreexcitada, eso diría su madre.
Cuando levantó la cabeza, para darle algún tipo de respuesta, descubrió que
estaba sola en la habitación una vez más.
Pues bien, ¿qué había esperado?
Solo había ido a decirle sus planes para su futuro. No tenía ninguna razón para
quedarse una vez que había entregado ese mensaje.
Ninguna razón en absoluto.
De repente, se sentía como si un pozo negro se abriera ante ella. Estaba cayendo,
cayendo en él, y no había nadie que la ayudara, nada a lo que aferrarse. Extendió la
mano y se agarró a los brazos de la silla, recordándose que estaba en una bonita sala de
estar, en una silla cómoda, y que pronto estaría viajando para quedarse en una magnífica
residencia.
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Capítulo Trece
Iban a viajar a Wycke el viernes. Ella estaría encantada de ir. Estaba empezando
a sentirse tan prisionera en este bonito conjunto de Walton House como lo había estado
en esa celda sucia. Después del primer par de días, cuando ella se había sentido
demasiado débil y maltratada como para hacer algo más que comer y dormir, pasó más
tiempo como el tigre enjaulado que una vez había visto en la casa de las fieras de la
Torre.
Al menos en Wycke podía dar largos paseos en los jardines y quemar un poco su
ira con el ejercicio. O montar. El Conde entró y habló con ella muy amablemente una
noche, diciéndole que se aseguraría de que hubiera un caballo adecuado para su uso.
Pero Robert no había ido con él.
¡Había tenido suficiente! Se dirigió a la chimenea, y tiró de la campanilla.
Cuando Sukey llegó, ella dijo: — ¿Puedes enviar a uno de los lacayos para pedir
un taxi para mí? — Ella hubiese deseado tomar esa precaución la última vez que había
decidido salir. Esos hombres deben haber estado observando sus movimientos desde
hacía algún tiempo, en busca de una oportunidad para raptarla. Ella había pedido con
frecuencia taxis para llevarla a visitar a su madre. No sería descuidada de nuevo nunca
más.
Si a Lord Walton no le importaba, podría llevar a uno de los criados con ella.
Fue al armario que Lady Walton había designado a su uso, y sacó su chaqueta
azul marino y el bonete en combinación. Se tomó unos segundos para fijar un velo a su
borde. Por alguna razón, Robert no quería que nadie viera su rostro, aunque ella no
entendía por qué él estaba haciendo tanto escándalo. Sus moretones se estaban
desvaneciendo, y gran parte de la hinchazón había bajado. El árnica era
maravillosamente suavizante, mucho más eficaz que la cerveza, hizo una mueca
mientras acomodaba el velo en su posición.
Unos minutos más tarde, Sukey llegó a decirle que un taxi la estaba esperando.
Había conseguido bajar por las escaleras, antes de notar a Robert abajo.
— ¿A dónde vas?
Ella levantó la barbilla.
—A visitar a mi madre.
—Eso sería poco aconsejable —Su cara expresaba que lo prohibía.
Pero ella había tenido suficiente de sus edictos prepotentes. —No voy a salir de
la ciudad sin despedirme. Ella pensará que es raro. —Deborah descendió el último
escalón. Pero él se acercó, tomándola del brazo, diciendo: —Si insistes en ir, iré
contigo.
—No hay necesidad.
— ¡Hay toda la necesidad!
Se miraron durante unos segundos, desconcertada en cuanto a por qué querría ir
con ella, cuando él hizo tan evidente que estaba enfermo y cansado de la sola idea de
estar con ella. Sólo le tomó algunos momentos comprenderlo. Él no querría que ella
dijera nada que pudiera molestar a su preciosa Susannah, que seguía viviendo con su
madre. La única razón por la que insistía en ir con ella era asegurarse de que se
comportara.
Se sintió profundamente insultada.
—Si insistes, supongo que no puedo detenerte —suspiró, apartando los ojos
lejos de él, para mirar con añoranza a la puerta abierta.
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final, tu madre me convenció de dar una vuelta por el jardín con él.
El corazón de Deborah se sacudió ¿Se le propuso en el jardín, el mismo lugar en
que Robert se le había propuesto a ella?
—En primer lugar, me rogó que perdonara dejarme de lado por tanto tiempo,
después de haberme prestado tanta atención. Explicó que, en un principio, sólo había
tenido la intención de ligar con la debutante más bonita de la Temporada. Pero a medida
que pasaba el tiempo, la atracción se hizo tan fuerte que se sintió obligado a romper
todo contacto conmigo, antes de que las cosas fueran demasiado lejos. Su familia nunca
estaría de acuerdo en que se casara con una mujer como yo. Sabía que tendría que elegir
entre mí y su familia, en caso de proponerme matrimonio. Pero al final, ya no pudo
mantenerse alejado. No puede vivir sin mí. ¡Eso pasó! —Terminó ella, con las manos
entrelazadas, con los ojos brillantes de asombro — ¿No es maravilloso?
—Increíble —dijo Deborah débilmente, finalmente, lanzando una mirada de
preocupación a su marido. Su rostro expresaba desprecio al escuchar una declaración
tan ingenua. Ambos sabían por qué Lampton había comenzado a coquetear con
Susannah. Y ambos podrían adivinar hacía donde se dirigían sus intenciones en este
momento.
Hincksey era un hombre peligroso. Era evidente que no iba a descansar hasta
que recuperara su dinero. Debe haberse dado cuenta de que había cometido un grave
error al suponer que Robert sería un blanco fácil, y decidió volver a Lampton.
Desesperado por encontrar dinero para pagar, Lampton no tenía más remedio
que tomar ventaja del enamoramiento de Susannah. Puede ser que signifique romper
con su familia, pero las amenazas de Hincksey le había hecho temer por su propia vida.
Probablemente creía que no viviría si no podía convencer a Susannah de casarse con él,
y ganar el control de su dote. Él seguramente le dio a sus mentiras el sentido de
sinceridad necesario para convencer a Susannah que era en serio, especialmente cuando
él le estaba diciendo exactamente lo que ella más deseaba oír.
—Espero que seas feliz —acertó a decir ella, cuando no podía, a conciencia,
felicitarla más.
— ¡Oh, lo seré... —suspiró —...porque amo a Percy! Nos casaremos pronto—
inclinándose hacia delante. —Yo espero que seas mi dama de honor. A pesar de que
nunca me pediste que fuera la tuya —añadió con un toque de reproche.
—Estoy segura de Deborah estaría encantada —dijo Robert bastante chocante
—Debe hacernos saber cuándo y dónde se llevará a cabo la boda.
El resto de la visita giró en torno al vestido de novia de Susannah, lo encantados
que sus padres estaban por haber conseguido un buen partido en su primera Temporada,
y que se casarían en la elegante capilla de San Jorge, o en su propia iglesia parroquial de
Lower Wakering.
Robert no hizo ninguna contribución a la conversación. Cuando llegó el
momento de partir, no pudo disimular su alivio.
Se hundió en el asiento frente a ella en la cabina de vuelta a Walton House.
A pesar de que Deborah había decidido que ya no lo amaba, se veía tan
miserable que su tierno corazón se apiadó de él.
—Lo siento —dijo ella en voz baja, sin poder evitar extender la mano para
tocarle su manga.
Sus ojos se abrieron, atajándola en el mismo momento que ella retiraba su mano
y la llevaba a su regazo.
— ¿Qué es lo que sientes?
—Que Percy Lampton se va a casar con Susannah después de todo.
Él frunció el ceño durante unos segundos antes de decir lentamente —no sé por
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qué piensas que debo sentir que Lampton se case con ella ¡Fue sugerencia mía, después
de todo!
— ¿Tu sugerencia? Pero no querrías que él... que cualquier hombre... — vaciló,
completamente desconcertada por su declaración.
—Por supuesto que quería que Lampton se casara con Susannah ¡Se merecen el
uno al otro! —Espetó —Ella es una criatura egoísta, tonta y poco profunda que sólo ve
el exterior, y él lo único que quiere es el dinero suficiente para vivir con estilo. No le
importa la forma en que lo adquiere, incluso casándose con una chica que él cree que
esta tan por debajo de él en la escala social que ella solo es adecuada para ser su amante.
Deborah sacudió la cabeza —No puedo creer... —pero de repente, vio lo que
había sucedido. Se había desenamorado de Susannah, al igual que ella de él. Parecía que
el amor no correspondido estaba condenado a desaparecer. Sin duda, explicaba la
amargura de las palabras que había elegido para describir el carácter de Susannah ¿No
lo maldijo ella a fondo, durante sus largas y solitarias noches de insomnio? Y cuando se
volvió para mirar por la ventana se dio cuenta de cómo las caras de muchas personas,
mientras se desplazaban a lo largo de las calles, parecían tensas o abatidas. La vida era
una empresa deprimente.
— ¿No crees que haría cualquier cosa para mantenerte a salvo, Deborah? —Dijo
con urgencia, inclinándose hacia ella.
Se volvió hacia él con un sobresalto. Eso era lo último que habría esperado que
dijera. Su asombro debió de reflejarse en su cara, porque él se echó hacia atrás, y su
rostro adoptó una forma sardónica.
—No, no puedes creer nada bueno de mí. No te culpo, supongo. Le advertí a
Lampton que si no se casaba con Susannah, lo haría pagar por poner tu vida en peligro.
Sólo tuve que disparar mi pistola una vez para hacerle ver que ya era hora de que se
tragara su orgullo. Pronto decidió que podía casarse con una chica cuyo dinero proviene
del comercio, una vez que comprendió que tenía que pagarle a Hincksey lo que le debía,
de lo contrario enfrentaría mi venganza ¿Por qué me debe importar el mal de los dos,
siempre y cuando Hincksey no tenga motivos para acercarse de nuevo a ti?
— ¿Lo amenazaste con una pistola? —Su corazón había comenzado a latir en un
ritmo extraño e irregular.
—Llevé a Linney conmigo, naturalmente —se burló. —No estoy en condiciones
de hacer mucho para intimidar por mi cuenta. Incluso con un par de pistolas. Pero
Lampton no es mucho partido —dijo con amargura. —Sólo sirve para molestar y
engañar mujeres. Frente a un hombre, aunque sea medio como yo, no tarda en mostrar
su verdadera cara.
— ¿Por qué, Robert? ¿Por qué insistir en que se casara Susannah? Cuando
podrías tener... ¡Oh! —Sería más fácil tener una aventura con una mujer casada. Si
fueran discretos, la reputación de Susannah no sufriría.
—Robert, lo siento, pero no creo que funcione para ti. Susannah ama a Lampton.
Y nunca... es decir, que no podría... —Ella sacudió la cabeza, incapaz de decirle que,
incluso ahora, que su amiga lo encontraba físicamente repulsivo.
A pesar de que ella había ido a él esa noche junto a la fuente. Tal vez tenía la
esperanza de que, una vez que conociera a Lampton, Susannah estuviera desesperada e
iría a él de nuevo.
El taxi se detuvo frente a Walton House y un lacayo se apresuró a abrirles la
puerta y ayudarlos a bajarse.
Entraron, lado a lado, como si fueran cualquier pareja casada, al regresar de una
visita en la mañana. A pesar de que parecía como si su mundo estaba llegando a su fin,
y se sentía como si estuviera sangrando por dentro.
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le habían enseñado que una dama siempre debe mostrar. En las pocas ocasiones en que
había titubeado de su autocontrol, se había alejado de la confrontación.
Pero ahora se sentía presionada. Se puso de pie, cruzó el estrecho espacio entre
los dos sofás y lo abofeteó con fuerza en la cara. Las lágrimas corrían por su rostro sin
control ahora. Se paró frente a él, respirando con dificultad mientras se esforzaba por
encontrar las palabras para decirle lo que pensaba.
Pero no había ninguna lo suficientemente fuerte como para expresar el alcance
de su ira, o el fondo de su angustia.
Ella observó como las marcas de los dedos florecieron en sus rasgos pálidos, un
testamento increíblemente satisfactorio de su arrebato físico. Y ella echó hacia atrás el
brazo para golpearlo de nuevo.
Esta vez, él le cogió la mano en el aire, la tapa de cristal saltó de sus dedos y se
estrelló contra el mármol de la chimenea.
Así que ella levantó la otra mano, la apretó en un puño y la sacudió
violentamente contra él. Él levantó su brazo lesionado para protegerse de los golpes que
cayeron sobre su rostro y hombros. Pero al mismo tiempo, retorcía el otro brazo de ella
hasta lograr traer todo su cuerpo a su lado en el sofá. Ella se deslizó en el asiento de
cuero en un esfuerzo por alejarse de él, pero él era demasiado fuerte para ella.
Cogiéndola por la cintura con su brazo izquierdo, tiró de ella contra su pecho, y de
alguna manera se encontró con que estaba sentada en su regazo, llorando en su cuello,
mientras él la abrazaba con fuerza contra su cuerpo, con los brazos de ella brazos
sujetados a sus costados.
Eventualmente, ella dejó de luchar, y dejó que las lágrimas inundaran todo.
Cuando la tormenta pasó, se dejó caer en él, con los ojos cerrados, esperando que su
abrazo aflojara, que la abandonara.
Pero simplemente siguió abrazándola con fuerza, con su propia cara pegada a la
coronilla de su cabeza.
Por último, aunque mantuvo los ojos cerrados, con la cara apretada contra su
cuello, sacó la fuerza suficiente de alguna fuente más profunda para decir, con una voz
que temblaba de desafío: —Si estoy embarazada, yo por lo menos, amaré estarlo.
Incluso si tú no quieres tener nada que ver con eso, o conmigo...
— ¡No! —Él se enderezó y tomó su barbilla con la mano, por lo que tuvo que
mirarlo a los ojos, dijo: —Si estás embarazada, yo te apoyaré. ¡En todo lo que pueda!
¡Sólo tienes que hacérmelo saber, y te juro, que haré lo que solicites de mí!
Ella frunció el ceño, una vez más intrigada por sus palabras. Pero asió el
pequeño grano de esperanza que había vislumbrado en ellas.
—Si me entero de que estoy embarazada, ¿vendrás a Wycke, entonces?
—Por supuesto, si estás segura de que eso quieres.
Antes de que tuviera tiempo para pensar, ella soltó: —Oh, entonces espero estar
embarazada.
Él se tambaleó hacia atrás, con una expresión de horror en su rostro.
— ¡No puedes desear eso! Deborah, no puedes decirlo en serio.
— ¿Por qué no? —Se enderezó en su regazo, mirándolo — ¿Qué hay de malo en
querer tener un bebé? A pesar de que no me ames, ¿seguramente quieres tener hijos?
Cuando propusiste casarnos, me prometiste que…
— ¡Esto no tiene nada que ver con el amor!
—Lo sé... —suspiró —...Sé que sólo te casaste conmigo para conseguir el
dinero. Siempre he sabido que estás enamorado de Susannah. Y, de hecho, yo…
— ¿Enamorado de Susannah? ¿Te has vuelto loca? ¿De dónde sacas una idea
tan ridícula?
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vio que estaba mal perseguir a un hombre sólo por su título. Lampton no tiene título. Y
ella ha aceptado casarse con él ¡Ella lo ama!
Robert hizo un sonido que expresó su disgusto por esa declaración —Ella no
sabe el significado de esa palabra. Simplemente está deslumbrada por su aspecto y su
encanto superficial. No sabe nada del amor. Pero eso no viene al caso. —Se movió,
tomándola con firmeza alrededor de las caderas y empujándola fuera de su regazo,
aunque ella tuvo el consuelo de que él la colocó sobre los cojines junto a él, en lugar de
tirarla al suelo, como pensaba que él deseaba hacer.
—Pero hay algo peor —dijo con gravedad, mirando hacia abajo a sus botas, en
lugar de a ella. —Yo hice una apuesta que la involucraba. Aposté a Lensborough que
podría conseguir que la debutante más bonita de la Temporada se postrara para mí,
aunque la sola idea de verme la hiciera sentir mal... —Se pasó los dedos por el pelo, con
expresión de desprecio en su rostro.
—Nunca me importó Susannah —confesó en carne viva. —De ninguna manera.
Pero debido a la apuesta, Lampton la persiguió, ¡pensando que estaba a punto de
proponerle matrimonio! —Él se rio con amargura, moviendo la cabeza por el absurdo
de la situación. —Nunca tuve intención de casarme con ella.
Él levantó la cabeza para mirarla, diciendo, 'La única mujer con la que he
querido casarme eres tú.
Él se puso de pie y se alejó de ella.
—Dios, qué desastre.
Deborah miraba la rigidez de sus hombros, sintiendo que la miseria que había
sido su carga por tanto tiempo desaparecía un poco mientras repetía — ¿Querías casarte
conmigo? —Pero no iba a saltar a conclusiones. —Para conseguir el dinero de la
señorita Lampton que había dejado en su testamento. Y para vengarte de Lampton por
robarte a Susannah...
Él se dio la vuelta, con expresión tan feroz que la habría asustado si la hubiese
visto de esa forma al principio del día, cuando todavía creía que estaba enamorado de
Susannah.
— ¡Yo no consideraba que me hubiera robado a Susannah! ¡No tenía nada que
ver con ella! O, al menos, muy poco ¡Era mi pasado! Mi infancia. Mi Dios, Deborah,
¿no ves lo mucho que odio a los Lamptons? Una vez que supe que podría vengarme, no
me importó lo que tuviera que hacer, ¡quería hacerle daño! ¡Para vengar a mi madre,
nada más! Los Lamptons la mataron, ¿sabías? Sacándola de su casa, insinuando que yo
no era hijo de mi padre, negándose a dejarla ver a Charles, a quien consideraba como un
hijo... —Todo su cuerpo temblaba de rabia. —Y por eso te usé. Te he forzado a casarte
conmigo, prometiéndote un futuro financiero seguro, y niños, sin considerar un
pensamiento para ti.
Se dirigió a la parte trasera del sofá, se apoyó en él asiéndolo con fuerza, su
rostro lleno de dolor —Y debido a mi egoísmo, mi deseo de venganza, quedaste
atrapada en la pelea, y esos hombres te capturaron, y te hirieron... —Con una mano
trazó las contusiones que ya se estaban desvaneciendo en la mejilla, la cicatriz en el
labio.
—Te violaron. Y podrías estar embarazada...
Ella jadeó. — ¡Nadie me violó!
—Pero los moretones en el cuello... el vestido rasgado.
— ¿Pensaste que me habían violado? —Preguntó ella, sacudiendo la cabeza con
incredulidad. En lugar de tratar de consolarla, él se había alejado de ella tan lejos como
pudo. Incluso había decidido enviarla al campo.
—Te equivocaste —ella le informó con voz plana. —Mi vestido se rompió
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cuando me sacaron del carruaje. Me partieron los labios para darme una lección por
tratar de escapar. Y mi cuello se lastimó cuando me sujetaron para cortar un mechón de
mi cabello y enviártelo.
—Pero Heloise dijo que quemaste toda tu ropa. Dijo que nunca te sentirías
limpia de nuevo. Pensé…
—Sí, me has dicho lo que pensabas —dijo con amargura. —Quemé mi ropa
porque tenía miedo de haber traído pulgas a la casa. Y claro que me sentiría sucia si
hubiera pasado un par de días durmiendo con esa ropa, en una celda sucia, ¡con nada
más que cerveza para lavarme! ¡Apestaba como una fábrica de cerveza!
Volvió al sofá con la intención de tomar su mano. —Ellos no te violaron.
Gracias a Dios…
Pero ella se levantó de un salto, alejándose de él — ¿Qué clase de hombre eres?
Puedes sostener mi mano ahora, cuando sabes que no se ha contaminado, pero cuando te
necesitaba, cuando desperté en la noche temblando de miedo, ¿dónde estabas entonces,
Robert?
Ella temblaba con la fuerza de su ira y la decepción. Cada vez que ella sentía
que podría haber una oportunidad para ellos, él cerraba la puerta de su esperanza.
— ¡Creía que no me querías cerca! —Protestó —No después de la última vez,
cuando te alejaste de mí. No te culpo, pero me di cuenta de que dabas un respingo cada
vez que me acercaba a ti, después de eso.
Se dio cuenta de que ella estaba de pie con los puños apretados a los costados,
ligeramente agachada como si se dispusiera a saltar sobre él. Ella se obligó a
enderezarse, y estirar sus manos, antes de sisear — ¿Después de que me llamaste una
puta, quieres decir?
Él respiró profundamente —Estaba tan enojado contigo, Deborah, después de la
salida campestre. Te había estado observando todo el día, ¡tratando de ver con cuál de
mis supuestos amigos estabas planeando ponerme los cuernos!
La esperanza parpadeó y murió. Con cansancio, se fue a buscar a su bonete.
—No me conoces en absoluto, ¿verdad, Robert? Desde la primera vez que me
preguntaste si quería casarme contigo, no has hecho más que insultarme.
—Lo sé —Él se puso de pie, erguido, mientras ella caminaba hacia la puerta. —
Mereces más. Es por eso que te estoy dejando ir.
— ¿Dejarme ir? —Ella soltó la manija de la puerta, y se volvió hacia él con
renovada furia. —Me estás enviando lejos. Tú has decidido, por alguna razón, que ya no
te molestarás pretendiendo querer ser mi marido, ¡por eso te escondes detrás de esas
excusas patéticas!
Se dirigió de nuevo a él, con los ojos ardiendo con una furia que ella ya no tenía
ninguna intención de tratar de controlar.
—Por una vez en tu vida, Robert, ¿por qué no admites la verdad?
— ¿La verdad? —Dijo —La verdad es que una vez que te vayas, me sentiré
como si me arrancaran el corazón. No sé cómo voy a sobrevivir, pero es por tu bien, sé
que debo hacerlo. Es la única cosa que puedo hacer por ti...
¿Como si le arrancaran el corazón?
Su propio corazón dio un vuelco cuando recordó uno o dos de los comentarios
que él había hecho anteriormente, y que tanto la habían confundido. Había hablado de
amenazar con una pistola a Lampton, de modo que ella estaría a salvo de Hincksey.
Había negado con vehemencia amar a Susannah, declarando que ella era la única mujer
con la que había querido casarse. Se acordó de la naturaleza casi desafiante de esa
propuesta, su certeza de que cualquier mujer en su sano juicio lo rechazaría.
Y de repente, todo parecía encajar.
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FIN
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Notas
[←1] Demi-train en vestuario se refiere a una porción más o menos larga de tela que
se arrastra por la parte posterior de la falda o del vestido. Era parte común en los
vestidos de las damas de la corte. (N del T)
[←2] Dar una Moneda Española: término del habla común usado en el período de la
Regencia (1800-1820) para indicar adulación falsa. (N del T)
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