Se presentó el Sonorama. En Madrid, en la sala de fiestas Joy
Eslava. Una sala repleta de personas entregadas al espíritu del Sonorama. Sí, porque hay una corriente de notas apodícticas (en todos los sentidos que reconozcáis a esta palabra) que emerge de la gente que acude al Sonorama y que se podía beber en las palabras de las conversaciones en la fila interminable para acceder al local. Esa corriente que nos conecta a todos. Personas que ya acudieron a varias ediciones, otras que son adictas (se puede hablar de adicción al Sonorama, que si fuera un neuroconector absolutamente necesario para las funciones cognitivas) y otras muchas que era la primera vez que acudían a la llamada del mismo y que sabían de la existencia de diversos escenarios y ya pedían croquis de la ubicación de los mismos y pedían indicaciones precisas sobre el césped de acampada y otros muchos elementos que querían conocer. Por el escenario del Joy Eslava fluyó Aranda y la Ribera y su vino y el apellido de ambas, ese Duero vital, a cada segundo fecundante en este acto de presentación germinativa. Una Aranda acogedora, sosegada, poliédrica, ecléctica, maternal, de la mano de Artdetroya y Javier Ajenjo. Un vino enteogénico que discurre por las venas de quien lo bebe, venas de oro, de Duero. Un vino que consigue que se epifaníe la espiritualidad a través de la música. Una espiritualidad que se incardina en el personal y lo conecta de una manera genuina, amable, fraternal. Conexión, es lo que discurrió desde el escenario al público y viceversa – se transmitía una comunicación eléctrica. Una conexión comunicativa de comunión que consigue que todo el mundo allí sea arandino. Sean de donde sean, arandinos del Sonorama todos. El mundo es Sonorama. Una presentación genial, una obra maestra, que, si además contiene dentro de nada un “jei”, será apoteósica. Una bomba para cambiar el mundo.