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Filosofía

El simbolismo en el arte
como identidad colectiva
• MARGARITA CALLE GUERRA

Resumen
Diversidad de lenguajes y de categorías discursivas, definen hoy
los modos y los medios de representación del arte y los fenóme-
nos estéticos, y derivan nuevas condiciones para la su interpreta-
ción e interlocución. En ellos se despliega un continente de meta-
lenguajes y visiones de mundo, que edificados sobre el funda-
mento estructural del símbolo como identidad colectiva, se hacen
cada vez más trascendentes y universales para entender las diná-
micas propias de la contemporaneidad.

Palabras claves: Lenguajes estéticos, símbolo, signo, arte,


cultura, contemporaneidad, metarrelatos.

Abstrac
The ways and means of Arts representation, besides the aesthetic
phenomenon are nowadays defined by the language and discur-
sive categories diversity, which offers new conditions for their in-
terpretation and interlocution. A huge variety of meta-languages
and visions of the world is present in Arts and aesthetics. This
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variety is built on the structural basis of the symbol as collective


identity. As time passes, it is more and more transcendental and
universal in order to understand the dynamics of contemporary
times.

Key words: Art and aesthetic, Arts representation, Symbol,


contemporary times, collective identity, meta-languages

• Margarita Calle Guerra. Directora del Departamento de Humanidades e Idio-


mas - Facultad de Bellas Artes y Humanidades de la UTP. Coordinadora del
grupo de investigación en arte y cultura regional de la misma Facultad. 7
La realidad de la obra y su fuerza declarativa
no se dejan limitar al horizonte histórico originario en el cual
el creador de la obra y el contemplador, eran efectivamente simultáneos.
H.G. Gadamer

La pregunta por la contemporaneidad nos ubica en los intersticios


de una realidad desbordada en sus discursos y en sus formas de re-
presentación. Por ella discurren lenguajes estéticos, categorías expre-
sivas, formas y medios de representación, conjugados en un ejercicio
de mutua implicación, que fusiona el modo de ser de los objetos ar-
tísticos y los fenómenos estéticos con el universo significado: suceso,
indicio, discurso, que nos demuestra que la obra de arte no es un
vestigio mudo o un mero objeto de placer, sino un cuerpo significan-
te, un objeto hemenéutico capaz de reactivarse y recrearse en tanto
es reserva: «dice todo lo que puede, pero no puede decirlo todo»1, porque
reclama una intuición que propicie su entendimiento; una acción re-
cíproca que permita penetrar su vida interior, en pos de una cons-
ciencia axiológica trascendente y reveladora.

Esta convergencia de eventos y temporalidades en la creación artísti-


ca, nos coloca frente a tres posiciones bien diferenciadas del juicio
estético, desde el punto de vista conceptual y operativo, cada una de
las cuales, a su vez, configura un micromundo de realidades estre-
chamente interconectadas entre sí y que, para los objetivos de este
texto, deben ser asumidos referencialmente: la mirada del creador, la
obra como representación y el punto de vista del espectador. Si bien,
reconocemos que el creador como artífice transfiere a la obra una
gran carga de sensibilidad y de mundo interior, su intencionalidad
como tal termina siendo desplazada por el estatuto que alcanza la
obra cuando es configurada como totalidad, su inmanencia como for-
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ma y significante ocupa el espectro de lo que puede ser relevante


para el lector, de tal suerte que éste ya no irá al encuentro de las mo-
tivaciones que dieron origen a la obra, sino tras su valor figurado,
ese valor más objetivo y universal que, en palabras de Pareyson2, es
consustancial y connatural a la obra en tanto es el juicio con el que
ésta surge y con el que el autor la concluye, la configuración de un
universo de naturaleza simbólica, articulado en tramas sutiles de exis-
tencia y representación. Por eso, el siguiente desarrollo se centra en
fundamentar los dos tipos de juicios restantes, el de la obra y el del
lector, a partir de la asunción de lo simbólico como referente de inter-
pretación y clave de acceso a la complejidad textual de las formas
8 estéticas y a la naturaleza de sus implicaciones teleológica, poéticas,
contemplativas y axiológicas, en el deslinde de una propuesta que
pretende sustentar el valor sígnico de la obra de arte como objeto
hermenéutico y polifonía discursiva, en el escenario cambiante de
una contemporaneidad que parece rebasar continuamente los apara-
tos teóricos que soportan el devenir de sus propios metarrelatos.

Forma e imaginación
El símbolo, definido por Aniela Jaffé como «un objeto del mundo cono-
cido, sugiriendo algo que es desconocido; lo conocido expresando la vida y
sentido de lo inexpresable»3, dimensiona la visión mítica del ser y de su
naturaleza dinámica; la misma que le garantiza una permanencia má-
gica y material, y le permite elaborar ideas y proposiciones para pre-
figurar el lugar que ocupa en el universo, atendiendo a una condi-
ción propia de los pueblos primitivos quienes, según Hegel 4, expre-
saban sus sentimientos más íntimos y profundos, no mediante fór-
mulas abstractas, sino mediante formas imaginativas, impulsados por
la necesidad de dar sentido a su vida o excitados por las fantasías
que experimentaron los primeros narradores de las sociedades más
antiguas.

Apoyados en estos remanentes, vistos desde la psicología Jungiana


como arquetipos que «se manifiestan en fantasías y que con frecuencia
revelan su presencia sólo por medio de imágenes simbólicas» 5, asistimos a
un encuentro que se dimensiona más allá de la razón, allí donde la
mente reconfigura paisajes disueltos y proyecta momentos de per-
cepción, cuya dimensión espacio-temporal se funde con variaciones
de la realidad, aduciendo símbolos de inmanente plurisignificación.

La historia nos ha enseñado que cada época encuentra siempre su


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forma conveniente y adecuada, y son particularmente las formas del


arte las que, a manera de juicios estéticos, configuran esas represen-
taciones. Ellas sustentan la proyección que sobre los materiales hace
el artista para penetrar en el laberinto de los significados, definirse a
sí mismo y materializar sus ideas en el plano simbólico, conjugando
sus experiencias místicas con las proyecciones de su mundo cons-
ciente e inconsciente.

En un primer momento, el artista utiliza la piedra6, (símbolo preemi-


nente de la totalidad del hombre) para extraer de ella los espíritus
tutelares y soberanos de la naturaleza. Su pulimento, a través de la
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constancia del artista, revela la idea y hace brotar la forma, en cuya
materialización convergen la verdad de la obra y la constatación de
un momento histórico particular. Es así como el artista, en tanto artí-
fice de la forma, representa y se hace portavoz del espíritu de su épo-
ca, es quien da forma a la naturaleza y a los valores de su tiempo, los
cuales a su vez, lo constituyen a él como tal.

En el arte contemporáneo se busca conservar la esencia natural de


los materiales como expresión simbólica del imaginario del artista.
Éstos revelan las transmutaciones que le son propias o imputadas
históricamente y las transformaciones que, con el uso, hacen trascen-
der su estado natural, para mostrarse como clave del «alma secreta de
las cosas»7, en tanto manifestación de aquello que el pensamiento del
hombre apenas adivina o presiente. Una perspectiva que estructura
la base de la configuración simbólica y teje las concepciones del arte
contemporáneo, en tanto consolida el espacio de comprensión del
efecto que las obras producen en el ambiente y que no pueden expli-
carse por la totalidad de sus formas visibles, sino por los reductos
conjugados de un universo en donde el observador interpreta sus
realidades, sus laberintos espirituales y sus raíces casuales, en un acto
que desborda connotaciones, sentencias y enunciados individualiza-
dos, para incidir directamente en el trasfondo de lo colectivo (incons-
ciente colectivo).

El artista, su mundo, su obra


La realidad entonces, conjuga dimensiones imperceptibles, a la vez
que convoca el modelo de un mundo supra-terrenal, extendido en
redes de sentido y en lenguajes multiformes, en cuya representación
se disuelve el significado primario de las cosas. La obra de arte con-
sume en su forma los planos del contenido y se despliega en las posi-
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bilidades simbólicas de la abstracción, haciendo suya la retribución


enunciada por Kandinsky 8 desde principios del siglo XX, en el senti-
do de conmutar en la obra los elementos que cohesionan lo expresi-
vo (la vibración del alma) con el contenido, para producir un arte
capaz de superar, de modo radical, la expresión artística como mero
simulacro de representaciones.

El potencial que el artista transmuta en una obra está marcado por


una necesidad íntima, entendida ésta como la fuerza que pulsa en el
dispositivo pictórico, «…una energía que trabaja»9 acercando al artista
a la esencialidad de las cosas, «su alma secreta», para capturar la ma-
10 teria y estructurar la obra como un referente cargado de valores esté-
ticos-simbólicos y de opciones comunicativas, gracias a la «significa-
tividad» de los medios de representación, que traducen la sustancia-
lidad de las formas y condensan las posibilidades del color. El proce-
so simbolizador trastoca el dispositivo plástico, generando el eterno
conflicto que motiva el significar de los objetos artísticos, al desenca-
denar, desde la contemplación, impulsos infinitos de provocación y
magia. En consecuencia, plantea Pere Salabert10, los intereses en la
exploración de la obra siempre van tras esos vestigios o rastros pro-
cesales, conjugados en la representación, primero como efecto de una
acción plástica con determinadas características, accesible sólo a tra-
vés del rastro, la impresión, la huella o signatura dejada por el artífi-
ce, y segundo, en función de lo que su interpretación propone con
cierta independencia de dicha acción: el significante, en su doble cara
de producido y productor.

El artista divaga por territorios oníricos, de sentidos y contrasenti-


dos, en los cuales la cotidianidad se inscribe como sustancia vital, al
posibilitar al artífice develar utopías y realidades, en las que el pen-
samiento toma forma, se hace imagen, símbolo, expresión. Pintores
como Carlo Carrá, Paul Klee y el mismo Kandinsky, refieren esta ex-
periencia como una vivencia interior en donde la percepción supera
la mera forma, para capturar la esencialidad de una idea 11, la génesis
de un universo potenciado en su representación que apela a diversi-
dad de medios para que la obra exista, e incluso, sea capaz de vis-
lumbrar su propio futuro (eficacia simbólica).

El potencial simbólico y comunicativo de la obra de arte, entendido


desde su «trascendencia», reside entonces, como lo afirma Calabre-
se12, en su capacidad para «hacer nacer» en el espectador condiciones
y actitudes para contemplar la realidad en la obra y actuar, significa-
tivamente frente a ella, no en el sentido retributivo de la comunica-
ción, sino en una sintonía perceptiva que ponga en correlación de
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sentido, los valores que la obra comporta y el juicio del lector. Un


planteamiento coincidente con la perspectiva de S. Langer 13, princi-
pal representante del Simbolismo Estético Estadounidense, para quien
la función comunicativa de la obra de arte puede ser activa o pasiva,
dependiendo de las circunstancias en que se use su contenido poten-
cial, gracias a una característica esencial o a una peculiar forma de
hablar de las obras, configurada como «artificio» (metáfora), la cual
permite que el espectador traspase la forma y elabore una abstrac-
ción de los significados en ella estatuidos. En este sentido, la obra se
manifiesta, primero como un macrotexto de interlocuciones y de sig-
nificados estéticos, susceptibles de ser reconstruidos y exterioriza-
dos desde mediaciones individuales y contextuales; y segundo, como
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una entidad autónoma y acabada, compleja en su estructura y arti-
culación, depositaria de textos e interpretaciones, que sólo se mani-
fiestan a quienes saben entenderlos o mediante métodos de compren-
sión adecuados para intervenir la naturaleza simbólica de la obra,
como lo es el hermenéutico.

Es en el campo de «El decir»14, en donde lo estético se despliega por


sus posibilidades argumentativas para develar los contenidos implí-
citos en sus significados connotativos o explícitos en su significado
denotativo. Lo que no se dice configura el gran contexto de la obra:
su mundo esencial y trascendente, y la garantía de que funcione y
mantenga su vigencia como imaginario simbólico y social.

Ahora bien, si asumimos que toda acción requiere un motivo, una


causa que la antecede, podemos afirmar que en el caso del arte, es el
deseo y la consecuente búsqueda de gratificación interior, lo que im-
pulsa al artista a intervenir la realidad sensible, transformándola en
hechos o representaciones estéticas. De allí la explicación de Pierce15
cuando alude a la acción estética como el medio para alcanzar pro-
pósitos ulteriores capaces de trascender el hecho práctico en sí mis-
mo, en tanto refieren una búsqueda razonable de sentido.

Es por esto que el hombre en la cultura ha establecido la obra de arte


en un mundo de significación; un objeto dinámico y tematizado, es-
tructurado en sistemas sígnicos que permite establecer funcionalmente
las relaciones de la obra de arte con los procesos de percepción y
simbolización, a los cuales está sujeta en su tránsito hacia su cons-
trucción de sentido y apropiación social y que, desde la perspectiva
de Pierce, se concretiza entre tres componentes sustanciales: «repre-
sentamen (primeridad), objeto (segundidad) e interpretante (terceridad)»16.

La Primeridad: Dada como el hecho mismo de que hay una cualidad


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(cualidades de los fenómenos); presentada como una posibilidad, se ubi-


ca en el primer vértice del triángulo: lo real (el concepto), como la
categoría que permite que todo lo que existe y es conocido por el
hombre tenga la posibilidad de su representamen, es decir, de entrar
en relación sígnica. Aquí se presenta la obra de arte por sí misma, su
inmanencia, su esencia, su ser latente y consustancial en una dimen-
sión pura, el ícono.

La Segundidad: Designada como la cualidad ligada a un hecho, a un


facto, las relaciones del signo con su objeto (referente); se presenta
como la concreción, el índice, la relación que se da en el sentido de
12 acción y reacción, es el objeto activado, la obra convertida en signifi-
cante. Insiste en trazar su reconocimiento con el otro, un tú que se
acerca a lo imaginario, el otro que entra en relación con su ego a tra-
vés de la percepción de la «mismidad» de la obra; en este nivel se
configura el primer nivel de la simbolización.

La Terceridad: Articula la categoría de la lógica del símbolo en tanto


alude al ser representado; surge como mediación referencial y se cons-
truye en la representación misma del hecho más allá de la norma y el
principio que lo inspira. Es el resultado de la relación Triadica donde
se desglosan las potencialidades que puede generar la obra artística,
su posibilidad de ser en el mundo de las percepciones. En la Terceri-
dad se encuentra la metáfora como el resultado de los propósitos es-
tablecidos en la relación sígnica. Un símbolo que vuelve sobre sí mis-
mo para ser reconstruido por el espectador, quien devela, en última
instancia el interpretante, aquello que significa la obra y que se proyec-
ta en la Terceridad: ley que gobierna los hechos estéticos, propiciando
una relación sentido que permitirá traspasar la visión del artista para
acceder al cúmulo contenido de significados.

A la luz de esta relación Triadica se debe llegar al centro de las relacio-


nes: el escenario en el cual se origina la obra, se asientan sus referen-
tes y se configuran las categorías estéticas y simbólicas que, despren-
didas de sus posibilidades de sentido e interpretación, permitirán al
contemplador, asimilar los juicios connotados y reconstruir los pro-
pios.

Recomposición de relatos
En la pluridimensionalidad de lo contemporáneo y sus objetos, el
símbolo y sus hiper-sentidos, confrontan continuamente realidades
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objetivas con realidades mentales. Dicha actitud le permite al arte


enfrentar una constante mutación simbólica y, a la vez, trazar los lí-
mites para inducir un ejercicio constante de recomposición y resigni-
ficación que garanticen, como plantea Baudrillard, que éste no su-
cumba ante el éxtasis de la seducción, es decir, que no sea instaurado
como mero objeto de placer sino que pueda ser recompuesto como
campo de sentido «antes de que sea cautivado como objeto mismo» 17.

A esta vertiginosa transformación simbólica, se suma el cambio per-


manente de los paradigmas estéticos, los cuales rebasan los valores
expresivos y adoptan esquemas propios de una hiper-realidad don-
de las imágenes a razón de parecer perfectas, «arte de simulación»18, se 13
configuran en hiper-imágenes o artefactos, con capacidad para des-
plegar dimensionalidades apenas intuidas, las cuales validan desde
su forma y movilidad, la visión de mundos paralelos y la integración
de nuevas maneras de afrontar la significación: la plurisignificación.

Desde esta postura polifónica la funcionalidad del «texto» como ele-


mento único y acabado, pierde total validez. La diversidad significa-
tiva propone, dentro de los nuevos patrones de lo contemporáneo,
una amalgama de horizontes que alteran los modelos habituales de
pensamiento, en favor de la existencia de múltiples relatos (declive
de los «grandes relatos»19). En este panorama, el pasado permanece
navegando en un espacio suspendido, en donde las tradiciones no
alcanzan el tiempo de la sucesión y, el futuro, se presenta por defini-
ción como «aquello que no se parece ni al pasado ni al presente: es la región
de lo inesperado»20. Una visión que condensa «el tiempo que todavía no
es y que siempre está a punto de ser»21 y que convierte al individuo en
un sujeto ensimismado, un individuo que ha abandonado los códi-
gos unívocos del gran relato universal, pero que, sin embargo, debe
asumir la aventura de ensayar nuevos relatos, discursos que sean legi-
timados y deconstruidos de manera permanente en el accionar, por
vía las transformaciones sociales y las representaciones culturales.

Los nuevos relatos prefiguran una diáspora de posibilidades, en cuya


dinámica fluctúan los individuos, construyendo sus símbolos y ani-
quilando las categorías de una verdad única. Con ellos, en el sentido
de Lyotard, aparecen los «relatantes»: los sujetos que se muestran y se
suman a la colectividad, desprendidos del imperio del significado
estático, en un ejercicio que los lanza a la deriva, hacia la conquista
de su propia satisfacción simbólica, una «forma simbólica que ha de
entenderse como toda energía del espíritu, en cuya virtud un contenido es-
piritual de significados es vinculado a un signo sensible, concreto y le es
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atribuído interiormente»22.

En este contexto, el lenguaje como toda estructura social, redimen-


siona sus posibilidades semióticas y se redefine no sólo desde los
macrotextos de la tecnología, sino también desde parámetros de re-
presentación como los del arte y la estética, cuyos discursos configu-
ran la amalgama de una variabilidad de formas de simbolización,
capaces de formular las relaciones complejas de los sujetos con sus
contextos reales o imaginarios. De acuerdo con Germán Muñoz, «todo
individuo y toda sociedad elaboran su orden simbólico a partir de los len-
guajes ya constituidos»23 y el arte, como forma de lenguaje, ha cons-
14 truido sus códigos apoyado en los remanentes simbólicos de siste-
mas precedentes, que le permiten aludir y formular discursos cada
vez más paradigmáticos y focalizados.

A partir de estas mutaciones conceptuales se genera una nueva ma-


nera de pensar la realidad, imaginar la cultura e interactuar con ella.
El sujeto que se debate entre la tecnología, la complejidad de los tex-
tos y la globalización, crea y apropia mecanismos para insertarse en
los modelos epistemológicos que reestructuran su percepción del «yo»
y del «otro», en una vía que le posibilite asumirse como individuali-
dad, sin ignorar el vínculo que reclama su compromiso y participa-
ción en la configuración de un nuevo sujeto social, capaz de com-
prender la realidad e interactuar con ella, en concordancia con una
perspectiva cognitiva, teleológica o cultural, sólo evidente en el en-
cuentro con las formas y la representación simbólica derivada de és-
tas. No obstante, en esta deconstrucción de sentidos, las fisuras cul-
turales se ahondan y para mostrar la sensibilidad de un tiempo que,
desde relatos efímeros, examina y articula, de manera transitoria, la
trama multitextual de las nuevas sociedades; comunidades dispersa
en redes simuladas de interacción que desde su «accionar», buscan
ser legitimadas en sus relatos y particularidades.

El desequilibrio y la discontinuidad, configuran la visión de un tiem-


po que día a día se reafirma en el tejido sensible de las contradiccio-
nes y disfunciones. Un tiempo que, según Dora Fried Schnitman 24,
también puede ser entendido como el tiempo de la creatividad, de la
generatividad, de la restauración de los elementos singulares, de lo
local, de los dilemas, de la apertura de nuevas potencialidades; asu-
mida la creatividad como una especial capacidad de modificar un
orden dado, abierto a la construcción y compenetración sensible con
lo simbólico y lo imaginario. Una condición de estar en el mundo
que dimana de su naturaleza significante y que permite, en palabras
de Marcel Duchamp25, explorar la transformación de la materia iner-
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te en obra de arte, en experiencia creativa y trascendente.

A través de la incorporación de nuevos paradigmas, nos abrimos a


otras formas de significado y de pensamiento, fuentes de metáfora, que
no sólo actúan sobre nuestra percepción subjetiva del mundo, sino
que, ante todo, estructuran las condiciones en que participamos en la
construcción de los nuevos diseños sociales y culturales, toda vez
que la esencia de la observación y la interpretación estética, reside en
la multiplicidad de miradas implicadas y en la densidad de los pro-
cesos deconstructivos y constructivos, los cuales devienen en resig-
nificaciones y relecturas de los hechos, que no tiene otro fin que co-
nectarnos con el mundo esencial y trascendente de las cosas.
15
Notas bibliográficas

1. GADAMER, H. Georg. Estética y hermenéutica. España: Gedisa, 2000, p.


13.
2. PAREYSON, Luigi. Conversaciones de estética. Madrid: Balsa de la Medusa,
p. 103.
3. JAFFÉ, Aniela. El símbolo en las artes visuales. En: El hombre y sus símbolos.
Concebido y realizado por Carl G. Jung. Madrid: Editorial Aguilar,1969, p.
264.
4. HEGEL, J. G. Federico. De lo bello y sus formas. Madrid: Espasa-Calpe,
1980, p. 145.
5. JUNG. Carl G. Acercamiento al inconsciente. En: El hombre y sus símbolos.
Op. Cit. p. 69.
6. La piedra de los alquimistas, el lapis, que simboliza algo que nunca puede
perderse o caer en la disolución; prefigurada como el símbolo de la totali-
dad: Dios. Particularmente, el artista ve en la piedra, el objeto material por
excelencia para moldear sus ideas, para representar desde lo ‘inerte’ su vi-
sión interna de la realidad. La piedra es el fundamento de la vida y la exis-
tencia, en contraposición a otros materiales que son temporales y hechos por
el hombre. Cabe resaltar el hecho de que las grandes civilizaciones antiguas
construyeron todos sus monumentos en piedra, como un tributo a los dio-
ses, con la certeza de que éstos trascenderían su tiempo. JUNG. C. Op. Cit.
p. 70.
7. Op. Cit., p. 254
8. KANDINSKY, Vasili. La gramática de la creación. El futuro de la pintura.
Buenos Aires: Paidós, 1996, p. 43.
9. LYOTARD, Jean-François. Citado por SALABERT, Pere. (D)efecto de la pin-
tura. España: Antropos, 1985, p. 213.
10. SALABERT, Pere. (D)efecto de la pintura. España: Antropos, 1985, p. 214.
11. De acuerdo con Carlo Carrá, exponente del Futurismo Italiano: “Las formas
corrientes son las que revelan aquellas formas de sencillez mediante las cuales pode-
mos percibir esa situación superior y más significativa del ser, donde reside el esplen-
dor del arte”. MASSIMO, Carrà. COEN, Ester, et al. Carlo Carrà. El impresio-
nismo y los inicios de la pintura moderna. España: Planeta, 1999, p. 24.
Paul Klee, por su parte, plantea cómo cuanto más al fondo de las cosas pene-
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tra el artista, más fácilmente podrá cambiar la realidad, el «hoy y el ayer», en


lugar de sostener una imagen inmutable, natural y definida. PIRANI, Fede-
rica. Klee. El impresionismo y los inicios de la pintura moderna. España: Planeta,
1999, p. 38.
Para Kandinsky, por su parte, el arte no es un fenómeno indiferente y casual,
su origen es producto de fuerzas activas y creativas, que lo potencian para
una vida independiente y real. KANDINSKY, Vasili. De los espiritual en el
arte. Op. Cit., p. 101.
12. CALABRESE, Omar. El lenguaje del arte. Barcelona: Paidós, 1997, p. 35.
13. LANGER, Susan. Citada por CALABRESE, Omar. Ibid, p. 30-31.
14. GARRONI, Emilio. Re-conocimiento de la Semiótica. Tres lecciones. Méxi-
co: Ed. Concepto S. A., 1979, p.121. En este texto el autor define cómo el
16 símbolo en cuanto sentido, establece una correlación con un significado,
pudiendo cargarse él mismo de significado al aparecer exhibido en esa co-
rrelación. Así mismo, Garroni aclara cómo el instrumento o la acción que da
origen a la obra no es algo inmediatamente semiótico, pero sí algo operativo
que se semiotiza, pudiendo de esta forma, llamarse símbolo.
15. RESTREPO, Mariluz. Ser signo-interpretante. Filosofía de la representación de
Charles S. Pierce. Bogotá: Gráficas Ducal, 1993, p. 150.
16. PIERCE, Charles. Citado por RESTREPO, Mariluz. En: Ser signo-
interpretante. Filosofía de la representación de Charles S. Pierce. Bogotá: Gráficas
Ducal, 1993, p. 157-163
17. BAUDRILLARD, Jean. Ilusión y desilusión estéticas. Venezuela: Monte Ávila
Editores, 1997, p. 21.
18. Lo simulado se sincretiza con el remedo de una realidad, que a razón de
mostrar una imagen perfecta, desvanece la «ilusión propia del arte». Véanse
los planteamientos que hace Baudrillard en cuanto a la imagen cinematográ-
fica. Ibid., p. 18.
19. En La condición postmoderna, Lyotard plantea cómo la época contemporánea
configura una época en la que se han superado los grandes relatos, lo que se
constituye en clave fundamental para comprender la modernidad. En este
sentido sostiene cómo ya no vemos el mundo semejante a un macrouniverso
ideológico, tal como lo describían el Marxismo, el Cristianismo, el Socialis-
mo, sino desde la visión de infinidad de relatos, en los cuales, tal vez lo más
relevante, es que aparecen los relatantes.
20. PAZ, Octavio. Los hijos del Limo. Colombia: Seix Barral, 1986 p. 30. En este
mismo texto el autor alude al tiempo de la modernidad como un tiempo
cíclico y de reiteraciones, en el que se niega el transcurrir y la historia.
21. Ibid, p. 37
22. CASSIRER, E. Esencia y efecto del concepto de símbolo. Barcelona: Paidós,
1986, p. 163.
23. MUÑOZ G., Germán. Lo simbólico imaginario en objetos culturales urba-
nos. Mimeo, Maestría en Comunicación Educativa, Seminario Comunica-
ción y Ciudad, Universidad Tecnológica de Pereira, 1998.
24. FRIED SCHNITMAN, Dora. Ciencia, cultura y subjetividad. Barcelona:
Paidós, 1994, p. 16.
25. CALVESI, Mauricio. Duchamp. El impresionismo y los inicios de la pintura mo-
derna. España: Planeta, Bogotá, 1999., p. 21
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