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(1982)
Introducción
Ya en la Sesión Plenaria del año 1979, la Comisión teológica internacional se ocupó del tema
cristológico, y el año 1980 publicó la relación conclusiva de esos trabajos suyos[1]. En octubre de
1980, al cumplirse el segundo quinquenio de sus actividades (1974-1979), la Comisión recibió una
nueva composición de miembros. La mayor parte de ellos, sobre todo de los nuevos, deseó continuar
el estudio del tema cristológico. Aunque la nueva Comisión tenía plena libertad para discutir todas
las cuestiones cristológicas, sin embargo, incluso por motivos de prudencia, y de economía de fuerzas
y de tiempo, se evitaron aquellas que hubieran implicado una mera vuelta a lo que ya se había tratado
en el documento anteriormente publicado sobre la misma materia.
A esta luz, los dos documentos cristológicos de las dos últimas Sesiones quizás puedan formar un
todo. Aunque, como es obvio, esta valoración se deja al juicio del benévolo lector.
El deseo y el conocimiento de Dios por parte del hombre, la revelación cristiana del Dios trino y la
imagen del hombre que se recaba sea de las perspectivas de la antropología actual sea de la misma
Encarnación de Jesucristo, forman como el contexto en el que debe realizarse cuidadosamente la
reflexión cristológica. Si no se hace una correcta preparación de este fundamento, la construcción
misma de la Cristología se pone en peligro. Igualmente se obscurecen las consecuencias necesarias
para elaborar una doctrina sobre el hombre. Por lo cual, se deben iluminar, de modo nuevo, estos
puntos que son el horizonte complejo de todo Cristología.
1. ¿Qué relación existe entre la Cristología y el problema de la revelación de Dios? Para evitar en
esta cuestión toda confusión y toda separación, hay que mantener una relación de complementariedad
entre dos vías: una que desciende de Dios a Jesús, y otra que vuelve de Jesús a Dios.
1.1. Hay confusión entre la Cristología y la consideración acerca de Dios, si se supone que el nombre
de Dios carece de todo sentido fuera de Jesucristo y que no existe teología alguna que no brote de la
revelación cristiana. Así no se mantiene el misterio del hombre creado, en el que surge el deseo
natural de Dios, y que supone, a lo largo de toda la historia, en las religiones y en las doctrinas
filosóficas, una cierta prenoción de Dios; o se abandona la importancia de los vestigios de Dios que
se dan en la creación (cf. Rom 1, 20). Así se establece también un desacuerdo con la economía de la
revelación del único Dios al pueblo escogido de Israel, la cual fue siempre reconocida por la Iglesia
ya desde el comienzo, y con la actitud teocéntrica de Jesús que afirma que el Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob es su propio Padre. Se engendra así, por último, una grave ambigüedad para entender
la profesión «Jesús es el Hijo de Dios», ambigüedad que, en último término, podría degenerar incluso
en una cristología atea.
1.2. La separación entre la Cristología y la consideración del Dios revelado, en cualquier lugar del
cuerpo de la Teología en que se sitúe, supone frecuentemente que el concepto de Dios elaborado por
la sabiduría filosófica basta sin más para la consideración de la fe revelada. No se advierte, de este
modo, la novedad de la revelación hecha al pueblo de Israel y la novedad más radical contenida en
la fe cristiana, y se disminuye el valor del acontecimiento de Jesucristo. De modo paradójico, esta
separación puede llegar a la convicción de que la investigación cristológica se basta a sí misma y
puede cerrarse en sí misma, renunciando a toda referencia a Dios.
2. Parece posible aplicar aquí, con las debidas adaptaciones, el criterio que se empleó en la definición
de Calcedonia: hay que mantener la distinción, sin confusión ni separación, entre la Cristología y el
problema de Dios. Es la distinción que existe igualmente entre los dos tiempos de la revelación que
se corresponden entre sí: uno, el de la manifestación universal que Dios hace de sí mismo en la
creación primordial, y otro, el de la revelación más personal que progresa en la historia de la salvación
desde la vocación de Abrahán hasta la venida de Jesucristo, el Hijo de Dios.
3. Existe, por tanto, reciprocidad y circularidad entre la vía que se esfuerza por entender a Jesús a la
luz de la idea de Dios, y la que descubre a Dios en Jesús.
3.1. Por una parte, el creyente no puede reconocer la plena manifestación de Dios en Jesús, sino a la
luz de la prenoción y deseo de Dios, luz que vive en el corazón del hombre. Esta luz, desde hace
mucho tiempo, brilla —aunque mezclada con algunos errores— en las religiones de los diversos
pueblos y en la búsqueda filosófica; esta luz actuaba ya con la revelación del único Dios en el Antiguo
Testamento y está todavía presente en la conciencia contemporánea a pesar de la virulencia del
ateísmo: se la encuentra en los valores buscados como absolutos, por ejemplo, la justicia y la
solidaridad. Además se presupone necesariamente en la confesión de fe: «Jesucristo es el Hijo de
Dios».
3.2. Por otra parte —aunque hay que decirlo con gran humildad, no sólo porque la fe y la vida de los
cristianos no están en conformidad con esta revelación totalmente gratuita que ha tenido su
cumplimiento en Jesucristo, sino también porque el misterio revelado sobrepasa todos los enunciados
teológicos—, el misterio de Dios, tal y como se ha revelado definitivamente en Jesucristo, contiene
«riquezas insondables» (cf. Ef 3, 8), que superan y transcienden los pensamientos y deseos del
espíritu filosófico y del espíritu religioso dejados a sus propias fuerzas. Todo cuanto de verdadero
hay en ellos, es contenido, confirmado y llevado a su propia plenitud por este misterio, abriendo a
las más nobles intuiciones de los hombres un camino despejado hacia Dios siempre mayor. Los
errores y desviaciones que se dan en ellos, son corregidas por este misterio, guiándolas hacia los
senderos más rectos y plenos que sus deseos buscan. Así también el misterio de Dios, que debe ser
entendido cada vez más profundamente, recibe de ellos e integra sus intuiciones y experiencias
religiosas, de modo que la catolicidad de la fe cristiana se realice más ampliamente.
1.2. Ya que el teísmo cristiano consiste propiamente en el Dios trinitario y éste sólo nos es conocido
en Jesucristo por revelación, por una parte el conocimiento de Jesucristo lleva al conocimiento de la
Trinidad y alcanza su plenitud en el conocimiento de la Trinidad; por otra parte no se da conocimiento
del Dios trino sino en el conocimiento mismo de Jesucristo. De ello se sigue que no hay distinción
alguna entre teocentrismo y cristocentrismo, sino que ambos designan la misma realidad.
1.3. El cristocentrismo, dejando aparte nociones menos propias, connota propiamente la cristología
de Jesús de Nazaret, la cual, tomada en su intención más profunda, expresa la «singularidad» de
Jesús; pero la singularidad de Jesús concuerda propiamente con la revelación de la Trinidad, ya que,
por una parte, se define por la singular relación del mismo Jesús con el Padre y el Espíritu Santo; y
consecuentemente, por otra parte, por su singular manera de ser con y para los hombres.
2. El teísmo cristiano no excluye, sino que, por el contrario, presupone, en cierto modo, el teísmo
natural, porque el teísmo cristiano tiene su origen en Dios que se ha revelado por un designio
libérrimo de su voluntad; por su parte, el teísmo natural corresponde intrínsecamente a la razón
humana, como enseña el Concilio Vaticano I[3].
3. No debe confundirse el teísmo natural con el teísmo/monoteísmo del Antiguo Testamento ni con
los teísmos históricos, es decir, con el teísmo que, de modos diversos, profesan los no cristianos en
sus religiones. El monoteísmo del Antiguo Testamento tiene su origen en la revelación sobrenatural
y, por ello, contiene una relación intrínseca a la revelación trinitaria. Los teísmos históricos no han
nacido de la «naturaleza pura», sino de la naturaleza sometida al pecado, a la vez que objetivamente
redimida por Jesucristo y elevada al fin sobrenatural.
1. La economía de Jesucristo revela al Dios trino; Jesucristo sólo puede ser conocido en su misión,
si se entiende correctamente la presencia singular de Dios mismo en él. Por ello, teocentrismo y
cristocentrismo se iluminan y postulan mutuamente. Pero queda la cuestión de la relación de la
Cristología con la revelación del Dios trino.
1.1. Según el testimonio del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia antigua ha tenido siempre
como cierto que Dios, por el acontecimiento de Jesucristo y el don del Espíritu Santo, se nos ha
revelado como él es. Él es en sí mismo como se ha manifestado a nosotros: «Felipe, quien me ve, ve
al Padre» (Jn 14, 9).
1.2. Por tanto, los tres nombres divinos son en la economía de la salvación como son en la «Teología»
según la acepción que dan a este término los Padres griegos, es decir, nuestra ciencia acerca de la
vida eterna de Dios. Aquella economía es para nosotros la fuente, única y definitiva, de todo
conocimiento del misterio de la Trinidad: la elaboración de la doctrina trinitaria ha tenido su origen
en la economía de la salvación. A su vez, la Trinidad económica presupone siempre necesariamente
a la Trinidad eterna e inmanente. La teología y la catequesis tienen siempre que dar razón de esta
afirmación de la fe primitiva.
2. Por ello, el axioma fundamental de la teología actual se expresa muy bien con las siguientes
palabras: la Trinidad que se manifiesta en la economía de la salvación es la Trinidad inmanente, y la
misma Trinidad inmanente es la que se comunica libre y graciosamente en la economía de la
salvación.
2.1. Consecuentemente hay que evitar en la teología y en la catequesis todo separación entre la
cristología y la doctrina trinitaria. El misterio de Jesucristo se inserta en la estructura de la Trinidad.
La separación puede revestir una forma neoescolástica o una forma moderna. A veces, los autores de
la llamada neoescolástica aislaban la consideración de la Trinidad, del conjunto del misterio cristiano
y no la tenían suficientemente en cuenta para entender la Encarnación y la deificación del hombre.
A veces, no se mostraba en absoluto la importancia de la Trinidad en el conjunto de las verdades de
la fe o en la vida cristiana.
La separación moderna coloca una especie de velo entre los hombres y la Trinidad eterna como si la
revelación cristiana no invitara al hombre al conocimiento del Dios trino y a la participación de su
vida. Conduce así con respecto a la Trinidad eterna, a un cierto «agnosticismo» que no se puede
aceptar en modo alguno. Pues aunque Dios es siempre mayor que todo lo que de él podemos conocer,
la revelación cristiana afirma que eso «mayor» es siempre trinitario.
2.2. Hay que evitar igualmente toda confusión inmediata entre el acontecimiento de Jesucristo y la
Trinidad. La Trinidad no se ha constituido simplemente en la historia de la salvación por la
encarnación, la cruz y la resurrección de Jesucristo como si Dios necesitara un proceso histórico para
llegar a ser trino. Hay que mantener, por tanto, la distinción entre la Trinidad inmanente, en la que la
libertad y la necesidad son idénticas en la esencia eterna de Dios, y la economía trinitaria de la
salvación, en la que Dios ejercita absolutamente su propia libertad sin necesidad alguna por parte de
la naturaleza.
3. La distinción entre la Trinidad inmanente y la Trinidad económica concuerda con la identidad real
de ambas y, por ello, no puede utilizarse para justificar nuevos modos de separación, sino que hay
que entenderla según la vía de afirmación, negación y eminencia. La economía de la salvación
manifiesta que el Hijo eterno en su misma vida asume el acontecimiento «kenótico» del nacimiento,
de la vida humana y de la muerte en la cruz. Este acontecimiento, en el que Dios se revela y comunica
absoluta y definitivamente, afecta, de alguna manera, el ser propio de Dios Padre en cuanto que él es
el Dios que realiza estos misterios y los vive como propios y suyos con el Hijo y el Espíritu Santo.
Pues Dios Padre no sólo se nos revela y comunica libre y graciosamente en el misterio de Jesucristo,
sino que el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo conduce la vida trinitaria de modo profundísimo y
—al menos, según nuestra manera de entender— casi nuevo, en cuanto que la relación del Padre al
Hijo encarnado en la consumación del don del Espíritu es la misma relación constitutiva de la
Trinidad. En la vida interna de Dios está presente la condición de posibilidad de aquellos
acontecimientos que por la incomprensible libertad de Dios encontramos en la historia de la salvación
del Señor Jesucristo.
Por tanto, los grandes acontecimientos de la vida de Jesús expresan para nosotros manifiestamente y
hacen eficaz, de un modo nuevo, el coloquio de la generación eterna, en el que el Padre dice al Hijo:
«Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. Hech 13, 33; Heb 1, 5; 5, 5; y también Lc
3, 22).
El anuncio acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios, se presenta con el signo bíblico del «por nosotros».
Por lo cual, se debe tratar toda la cristología desde el punto de vista de la soteriología. Por eso, algunos
modernos, de alguna manera y con razón, se han esforzado por elaborar una cristología «funcional».
Pero, en dirección opuesta, es igualmente válido que la «existencia para los otros» de Jesucristo no
se puede separar de su relación y comunión íntima con el Padre, y, por eso, debe fundarse en su
filiación eterna. La pro-existencia de Jesucristo, por la que Dios se comunica a sí mismo a los
hombres, presupone su preexistencia. De no ser así, el anuncio salvífico acerca de Jesucristo se
convertiría en mera ficción e ilusión, y no podría rechazar la acusación moderna de ser una ideología.
La cuestión de si la cristología debe ser funcional u ontológica presupone una alternativa
completamente falsa.
2.1. La cristología exige una antropología porque la fe presupone al hombre, por haber sido creado
por Dios, como capaz de responder a Dios y abierto a él. Por este motivo, la teología, siguiendo la
doctrina del Concilio Vaticano II, debe atribuir al hombre, como al mundo, una autonomía relativa,
es decir, la autonomía de causa segunda, fundada en su relación a Dios creador, y reconocer la justa
libertad de las ciencias[4]; más aún, de modo positivo, puede hacer suya la acentuación antropológica
propia de los tiempos modernos. La fe cristiana debe demostrar su índole propia en cuanto que
defiende y fomenta la trascendencia completamente distintiva de la persona humana[5].
2.2. El Evangelio de Jesucristo no sólo presupone la existencia y esencia del hombre, sino que lo
perfecciona plenamente. Lo que todos los hombres, al menos de modo implícito, buscan, desean y
esperan, es tan transcendente e infinito que sólo puede encontrarse en Dios. La verdadera
humanización del hombre, por ello, alcanza su culmen en su gratuita divinización o sea en su amistad
y comunión con Dios, por la que el hombre es hecho gratuitamente templo de Dios y disfruta la
inhabitación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La adoración y el culto de Dios, en primer
lugar el culto eucarístico, hacen al hombre plenamente humano. Por ello, en Jesucristo, a la vez Dios
y hombre, se encuentra la plenitud escatológica del hombre, y sólo en él se constituye «la medida de
la edad adulta y de la plenitud» del hombre (cf. Ef 4, 13). Sólo en Jesucristo aparece concretamente
la apertura indefinida del hombre, y en él, sobre todo, se nos manifiesta íntegramente el misterio del
hombre y de su altísima vocación[6]. La gracia de Jesucristo colma copiosamente los íntimos deseos
del hombre que tienden más allá de los límites de las fuerzas humanas.
La historia salvífica del pueblo de Israel es tipo de la esperanza del hombre, que Dios no defrauda,
aunque las promesas divinas se cumplan abundante y fielmente por caminos nuevos y, a veces,
inesperados.
3. En esta triple consideración cristológica del hombre se manifiesta al mundo el misterio de Dios y
del hombre, como misterio de caridad. De esta consideración, bajo la guía de la fe cristiana, se puede
deducir una nueva visión universal de todas las cosas, la cual, aunque examina críticamente los
aspiraciones del hombre actual, sin embargo las reafirma, las purifica y las supera.
En el centro de esta «metafísica de la caridad» ya no se coloca, como en la filosofía antigua, la
sustancia en general, sino la persona, cuyo acto perfectísimo y sumamente perfectivo es la caridad.
1. «El Verbo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios»[7]. Este axioma de la
soteriología de los Padres, sobre todo de los Padres griegos, se niega en nuestros tiempos por varias
razones. Algunos pretenden que la «deificación» es una noción típicamente helenista de la salvación
que conduce a la fuga de la condición humana y a la negación del hombre. Les parece que la
deificación suprime la diferencia entre Dios y el hombre y conduce a la fusión sin distinción. A veces
se le opone, como un adagio más coherente con nuestra época, esta fórmula: «Dios se ha hecho
hombre para hacer al hombre más humano» Ciertamente, las
palabras deificatio,theosis, theopoiesis, homoiosis theo, etc., ofrecen, de suyo, alguna ambigüedad.
Por eso, hay que exponer brevemente, en sus líneas fundamentales, el sentido genuino, es decir,
cristiano de la «deificación».
2. De hecho, la filosofía y la religión griegas reconocían un cierto parentesco «natural» entre la mente
humana y la divina. Mientras que la revelación bíblica considera claramente al hombre como creatura
que tiende a Dios por la contemplación y el amor. La cercanía a Dios no se alcanza tanto por la
capacidad intelectual del hombre cuanto por la conversión del corazón, por una obediencia nueva y
por la acción moral, las cuales no se realizan sin la gracia de Dios. El hombre llamado puede sólo
por la gracia alcanzar lo que Dios es por naturaleza.
3. Deben añadirse los temas propios de la predicación cristiana. El hombre, que ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios, es invitado a la comunión de vida con Dios, el cual es el único que
puede colmar los deseos más profundos del hombre. La idea de deificación alcanza su culminación
en la encarnación de Jesucristo: el Verbo encarnado asume nuestra carne mortal para que nosotros,
liberados del pecado y de la muerte, participemos de la vida divina. Por Jesucristo en el Espíritu
Santo somos hijos y así también coherederos (cf. Rom 8, 17), «partícipes de la naturaleza divina» (2
Pe 1, 4). La deificación consiste en esta gracia, que nos libera de la muerte del pecado y nos comunica
la misma vida divina: somos hijos e hijas en el Hijo.
4. El sentido verdaderamente cristiano de nuestro adagio se hace más profundo por el misterio de
Jesucristo. De la misma manera que la encarnación del Verbo no muda ni disminuye la naturaleza
divina, así tampoco la divinidad de Jesucristo muda o disuelve la naturaleza humana, sino que la
afirma más y la perfecciona en su condición creatural original. La redención no convierte a la
naturaleza humana simplemente en algo divino, sino que la eleva según la medida de Jesucristo.
En san Máximo el Confesor, esta idea está también determinada por la experiencia extrema de
Jesucristo, es decir, por la pasión y el abandono de Dios: cuanto más profundamente desciende
Jesucristo en la participación de la miseria humana, tanto más alto asciende el hombre en la
participación de la vida divina.
En lo dicho hasta ahora hemos expuesto el fundamento y las dimensiones trinitarias y antropológicas
de la Cristología. Pero se dan también algunos problemas que hay que tratar de modo menos general,
es decir, de modo más concreto y preciso. Entre ellos elegimos dos cuestiones: en primer lugar, la
«preexistencia» de Jesucristo, que ocupa un puesto intermedio entre la cristología y la teología
trinitaria, y, a continuación, la inmutabilidad y el «dolor» de Dios, que tienen relieve en las
discusiones teológicas actuales[10].
2. Los intentos de explicar las afirmaciones bíblicas sobre la preexistencia de Jesucristo a partir de
fuentes míticas, helenísticas y gnósticas no han tenido éxito; por el contrario, hoy tienen más relieve
las semejanzas de la literatura intertestamentaria[12] y, sobre todo, los impulsos veterotestamentarios
de la teología sapiencial (cf. Prov 8, 22ss, Sir 24). Ulteriormente se estiman más los temas propios
de la evolución de la cristología bíblica: la relación única y específica del Jesús terrestre con Dios
Padre (Abba, como dice Jesús), la misión singular del Hijo y la resurrección gloriosa. A la luz de su
exaltación el origen de Jesucristo se entiende clara y definitivamente: sentado a la derecha de Dios,
es decir, en su condición de «posexistencia» (= después de la existencia terrena), él preexiste junto a
Dios ya «desde el principio» y antes de su venida al mundo. Desde el acontecimiento escatológico
de Jesucristo se pasa a su significación protológica, y también viceversa. La misión singular del Hijo
(cf. Mc 12, 1-12) es inseparable de la persona de Jesucristo, el cual no ha recibido del Padre sólo una
tarea profética temporal y limitada, sino su origen coeterno. El Hijo de Dios ha recibido de Dios
Padre todo desde la eternidad. Finalmente, se debe subrayar la perspectiva escatológico-
soteriológica: Jesucristo no puede abrirnos el acceso a la vida eterna si él mismo no es «eterno». El
anuncio escatológico y la doctrina escatológica suponen la preexistencia de Jesucristo y, por cierto,
divina.
El que Jesucristo tiene su origen del Padre no se ha deducido mediante una reflexión posterior, sino
que de sus palabras, su oración y hechos aparece claramente que Jesús suponía como cierto que él en
toda su existencia había sido enviado por el Padre. Por tanto, al menos implícitamente, se manifiesta
la conciencia de Jesucristo con respecto a su existencia eterna como el Hijo del Padre, que debe
reconciliar el mundo todo con Dios (véanse, como los fundamentos primeros, el «yo» de Jesucristo
en los Evangelios sinópticos, las palabras «yo soy» en el cuarto Evangelio y la «misión» de Jesús en
muchos escritos del Nuevo Testamento).
— La misión del Hijo de Dios en el mundo y en la carne (cf. Gál 4, 4; Rom 8, 3s; 1 Tim 3, 16, Jn 3,
16s).
— Jesucristo estuvo presente y actuó, de modo escondido, ya en la historia del Pueblo de Israel (cf.
1 Cor 10, 1-4; Jn 1, 30; 8, 14. 58).
— Jesucristo, mediador de la creación, también conserva el mundo en el ser, y es además cabeza del
cuerpo de la Iglesia y reconciliador de todas las cosas (cf. 1 Cor 8, 6; Col 1, 15ss; Jn 1, 1-3. 17; Heb
1, 2s). Todos los mediadores que parecían poseer una significación salvífica propia, o son suprimidos
o sólo pueden entenderse como subordinados; Jesucristo tiene una potencia absoluta sobre todas las
otras mediaciones y constituye, en su obra y en su persona, el acontecimiento escatológico.
— Jesucristo posee el primado cósmico Y comunica a todos la redención, que se concibe como una
nueva creación (cf. Col 1, 15ss; 1 Cor 8, 6; Heb 1, 2s; Jn 1, 2).
— La sumisión de las potestades malas comienza con la exaltación de Jesucristo (cf. Flp 2, 10, Col
1, 16. 20).
1. Los promotores de esta teología dicen que las raíces de sus ideas se encuentran ya en el Antiguo y
en el Nuevo Testamento y en algunos Padres. Pero ciertamente el peso de la filosofía moderna, al
menos en la construcción de esta teoría, ha tenido una importancia mayor.
1.1. En primer lugar, Hegel postula que la idea de Dios debe incluir el «dolor de lo negativo» más
aún la «dureza del abandono» (die Härte der Gottlosigkeit) para alcanzar su contenido total. En él
queda una ambigüedad fundamental: ¿Necesita Dios verdaderamente el trabajo de la evolución del
mundo o no? Después de Hegel, los teólogos protestantes llamados de la kénosis y numerosos
anglicanos desarrollaron sistemas «staurocéntricos» en los que la pasión del Hijo afecta, de modo
diverso, a toda la Trinidad y especialmente manifiesta el dolor del Padre que abandona al Hijo, que
«no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32, cf. Jn 3, 16), o
también el dolor del Espíritu Santo que abarca en la Pasión la «distancia» entre el Padre y el Hijo.
1.2. Según muchos autores actuales, este dolor trinitario se funda en la misma esencia divina; según
otros, en una cierta kénosis de Dios que crea y se liga así, de alguna manera, a la libertad de la
creatura; o, finalmente, en una alianza estipulada por Dios, con la que Dios libremente se obliga a
entregar a su Hijo; de esta entrega dicen que ella hace el dolor del Padre más profundo que todo dolor
del orden de lo creado.
Muchos autores católicos han hecho suyas recientemente proposiciones parecidas, diciendo que la
tarea principal del Crucificado fue mostrar la pasión del Padre.
2. El Antiguo Testamento insinúa frecuentemente —no obstante la trascendencia divina (cf. Jer 7,
16-19)— que Dios sufre con los pecados de los hombres. Estas expresiones quizás no pueden
explicarse como meros «antropomorfismos» (véase, por ejemplo, Gén 6, 6: «El Señor se arrepintió
de haber hecho al hombre sobre la tierra. Y dolido internamente en su corazón..."»; Dt 4, 25; Sal 78,
41; Is 7, 13; 63, 10; Jer 12, 7; 31, 20, Os 4, 6; 6, 4; 11, 8s). La teología rabínica amplía este tema,
hablando, por ejemplo, de la lamentación de Dios por la alianza estipulada por la que está ligado, o
por la destrucción del templo, y, a la vez, subraya la debilidad de Dios frente a las potestades
malas[14].
En el Nuevo Testamento, las lágrimas de Jesucristo (cf. Lc 19, 41), su ira (cf. Mc 3, 5) y su tristeza
(cf. Mt 17, 17) son también manifestaciones de un cierto modo de comportarse de Dios mismo, del
cual se afirma explícitamente en otros pasajes que se aíra (cf. Rom 1, 18; 3, 5; 9, 22; Jn 3, 36; Apoc
15, 1).
3. Ciertamente los Padres subrayan (contra los mitologías paganas) la apatheia de Dios, sin que, a
pesar de ello, nieguen su compasión con el mundo que sufre. En ellos, el término apatheia expresa
la oposición a pathos que significa una pasión involuntaria impuesta desde fuera, o también que sea
consecuencia de una naturaleza caída. Cuando admiten πáθη naturales e inocentes (como el hambre
o el sueño), los atribuyen a Jesucristo, e incluso a Dios, en cuanto padece juntamente con los
hombres[15]. A veces, hablan también de modo dialéctico: Dios padeció en Jesucristo de modo
impasible, porque en virtud de una elección libre[16].
Según el Concilio de Éfeso (cf. la carta de San Cirilo, dirigida a Nestorio)[17], el Hijo se apropió los
dolores infligidos a su naturaleza humana (oikeiosis); los intentos de reducir esta proposición (y otras
existentes en la Tradición, semejantes a ella) a mera «comunicación de idiomas» sólo pueden reflejar
su sentido íntimo, de modo insuficiente y sin agotarlo. Pero la Cristología de la Iglesia no acepta que
se hable formalmente de pasibilidad de Jesucristo según la divinidad[18].
4. A pesar de cuanto hasta ahora hemos dicho, los Padres citados afirman claramente la inmutabilidad
e impasibilidad de Dios[19]. Así excluyen en la misma esencia de Dios la mutabilidad y aquella
pasibilidad que pasara de la potencia al acto[20]. Finalmente, en la tradición de la fe de la Iglesia, la
cuestión se ilustraba siguiendo estas líneas:
4.1. Con respecto a la inmutabilidad de Dios hay que decir que la vida divina es tan inagotable e
inmensa, que Dios no necesita, en modo alguno, de las creaturas[21] y ningún acontecimiento en la
creación puede añadirle algo nuevo o hacer que sea acto, algo que fuera todavía potencial en él. Dios,
por tanto, no puede cambiarse ni por disminución ni por progreso. «De ahí que, al no ser Dios mutable
de ninguna de estas maneras, es propio de él ser completamente inmutable»[22]. Lo mismo afirma
la Sagrada Escritura, de Dios Padre, «en el cual no hay variación ni sombra de cambio» (Sant 1, 17).
Sin embargo, esta inmutabilidad del Dios vivo no se opone a su suprema libertad, como lo demuestra
claramente el acontecimiento de la encarnación.
5. La tradición teológica medieval y moderna subrayó prevalentemente el primer aspecto (cf. 4.1).
En realidad, también hoy la fe católica defiende así la esencia y la libertad de Dios (oponiéndose a
teorías exageradas, cf. supra II, B, 1). Pero simultáneamente el segundo aspecto (cf. 4.2) requiere una
mayor atención.
5.1. En nuestros tiempos, los aspiraciones de los hombres buscan una Divinidad que ciertamente sea
omnipotente, pero que no parezca indiferente; más aún, que esté como conmovida
misericordiosamente por los desgracias de los hombres, y en este sentido «compadezca» con sus
miserias. La piedad cristiana siempre rehusó la idea de una Divinidad a la que de ningún modo
llegaran las vicisitudes de su creatura; incluso era propensa a conceder que, como la compasión es
una perfección nobilísima entre los hombres, también existe en Dios, de modo eminente y sin
imperfección alguna, la misma compasión, es decir, «la inclinación [...] de la conmiseración, no la
falta de poder»[24] y que ella es conciliable con su felicidad eterna. Los Padres llamaron a esta
misericordia perfecta con respecto a las desgracias y dolores de los hombres, «Pasión de amor», de
un amor que en la Pasión de Jesucristo llevó a cumplimiento y venció los sufrimientos[25].
5.2. Por ello, en las expresiones de la Sagrada Escritura y de los Padres, y en los intentos modernos,
que hay que purificar en el sentido explicado, ciertamente hay algo que retener. Quizá hay que decir
lo mismo del aspecto trinitario de la cruz de Jesucristo. Según la Sagrada Escritura, Dios ha creado
libremente el mundo, conociendo en la presencia eterna —no menos eterna que la misma generación
del Hijo— que la sangre preciosa del Cordero inmaculado Jesucristo (cf. 1 Pe 1, 19s; Ef 1, 7) sería
derramada. En este sentido, el don de la divinidad del Padre al Hijo tiene una íntima correspondencia
con el don del Hijo al abandono de la cruz. Pero, ya que también la resurrección es conocida en el
designio eterno de Dios, el dolor de la «separación» (cf. supra II, B, 1.1) siempre se supera con el
gozo de la unión, y la compasión de Dios trino en la pasión del Verbo se entiende propiamente como
una obra de amor perfectísimo, de la que hay que alegrarse. Por el contrario, hay que excluir
completamente de Dios el concepto hegeliano de «negatividad».
Conclusión
No podemos ni queremos negar que lo que hemos delineado en este estudio tiene su origen en la
teología científica actual. Pero la realidad subyacente, es decir, la fe viva de toda la Iglesia en la
Persona del Señor Jesucristo tiende, más allá de las fronteras concretas de culturas particulares, a una
universalidad cada vez mayor en entender y amar el misterio de Jesucristo. Como el Apóstol Pablo
se ha «hecho todo a todos» (cf. 1 Cor 9, 22), también nosotros debemos insertar más profundamente
el anuncio evangélico de Jesucristo en todas las lenguas y formas culturales de los pueblos. Esta tarea
es muy difícil. Sólo puede tener éxito si permanecemos en un continuo diálogo, sobre todo con la
Sagrada Escritura y con la fe y magisterio de la Iglesia, pero también con las grandes riquezas de las
tradiciones culturales de todos las Iglesias particulares y con las de las experiencias humanas de todas
las culturas, en las que la acción del Espíritu Santo y su gracia pueden estar presentes[26]. Queremos
sentirnos alentados para conseguir este fin, siguiendo la tarea propia del apóstol: «Y seréis mis
testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaría y hasta los últimos confines de la tierra» (Hech 1, 8).