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TRIBUNA: JOSÉ MARÍA RIDAO

¿Qué fue de la leyenda negra?


La reciente aparición de La légende noire de l'Espagne, obra del historiador francés Joseph Pérez, ha venido a
recordar que también el conocimiento del pasado se rige por la moda. Si tras el desastre de 1898 y durante los
años más sombríos del franquismo la Leyenda negra constituyó un objeto de estudio recurrente en la
historiografía de nuestro país, la instauración del régimen democrático y la incorporación de España al proyecto
de la Europa unida hicieron que el interés fuera decreciendo, hasta casi desparecer. Esto ha permitido a Joseph
Pérez enfrentarse a la Leyenda negra como a un episodio cerrado, planteando su indagación en los términos de
un balance orientado a discriminar la parte de verdad y de insidia que incluían las invectivas contra España.
Por lo que respecta a este último aspecto, Joseph Pérez ha optado por aplicar las conclusiones de la
historiografía más reciente, en la que se modulan los juicios sobre la conquista de América, el gobierno de Felipe
II, las campañas de los Países Bajos o la Inquisición, a los principales tópicos de la Leyenda negra. Joseph
Pérez recurre, además, al argumento de que la brutalidad de las medidas adoptadas por la monarquía católica
no fue una excepción en la Europa de la época: en Inglaterra y Francia no se gobernaba de otro modo, ni en la
metrópoli ni en las futuras colonias, y, por tanto, es preciso relativizar las acusaciones contra España por la vía
de ponerlas en contexto. Y aún apunta un tercer argumento, consistente en establecer un paralelismo entre los
sentimientos que despiertan los Estados Unidos de hoy y los que, por similares razones, debía de suscitar en el
siglo XVI el poder de la corte establecida en Castilla, una mezcla inextricable de admiración y de temor.
De algún modo, la aproximación adoptada por Joseph Pérez en su obra continúa la de quienes, como Julián
Juderías, se propusieron combatir la Leyenda negra por la vía de desmentir su contenido, un trabajo sin duda
necesario para evitar que la historia se construya sobre documentos de propaganda política elaborados en
épocas pasadas. Pero existiría otra aproximación que, haciendo abstracción del contenido, se esforzase en
explicar la Leyenda negra como fenómeno, colocando el foco de atención sobre un hecho en verdad singular: la
extemporánea preocupación que experimentaron algunos de los más destacados escritores españoles en torno
a 1900 por contestar agravios de tres siglos antes. Es cierto que, como recuerda Joseph Pérez, las escaramuzas
propagandísticas en contra y a favor de la monarquía católica fueron frecuentes desde el siglo XVI, en especial a
partir de la publicación de la Apología de Guillermo de Orange, considerada retrospectivamente como el acta de
nacimiento de la Leyenda negra. Y es cierto, además, que la crueldad de Felipe II se convirtió en un tópico
artístico durante los siglos siguientes, recreado, entre otros, por escritores como Schiller y músicos como Verdi.
Pero nada de ello justificaría que restaurar la reputación de España se convirtiera en una urgencia historiográfica
al iniciarse el siglo XX, cuando ya nadie la atacaba. Y no porque España hubiera declarado una paz ecuménica,
sino porque, sencillamente, había dejado de contar en los nuevos equilibrios internacionales.
Analizada como fenómeno que necesita explicación y no como repertorio de invectivas que reclama un
desmentido, la Leyenda negra aparece como el inevitable reverso de una forma de contar la historia que
confunde las grandezas y las miserias de la dinastía Habsburgo con las de España. El equívoco no es, desde
luego, arbitrario, pero no por ello deja de ser un equívoco, vinculado a la elaboración de los relatos nacionalistas
del pasado en los principales países europeos y, en el caso español, a la consideración que ese relato dispensa
al reinado de Isabel la Católica. En lugar de retratarla como lo que fue, una reina que usurpó el trono de su
hermano Enrique a la heredera Juana, que desencadenó una feroz guerra civil en Castilla y que desmanteló el
sistema institucional del reino para asentar su poder ilegítimo, la historiografía nacionalista la exalta como
creadora del "Estado moderno" y autora de unas "reformas" pioneras en Europa. En realidad, la reina Isabel no
hizo otra cosa que lo que cualquier tirano en cualquier edad y latitud: desmantelar las instituciones que violentó y
consolidar en su lugar un artefacto político hecho a la medida de su ambición.
La interpretación hagiográfica del reinado de Isabel podría haber permanecido como un equívoco aislado en el
relato de la historia de España si, al convalidarlo, no se hubieran sentado, automáticamente, las bases de un
nuevo equívoco que afecta al sentido de la revuelta de los Comuneros en 1520, y al que, a su vez, seguirán
otros equívocos, en una espiral incontrolable. Si no se admite que los mecanismos de gobierno instaurados por
Isabel son los propios de, por así decir, una dictadura, es imposible desentrañar el sentido último de los
Comuneros, y de ahí que la historiografía se dividiese en función de las opciones políticas de los autores, no de
la interpretación estricta de los hechos. Para unos, la revuelta tuvo, así, un sentido democrático; para otros, en
cambio, expresaba el rechazo a la política europeísta de Carlos V. El motivo de fondo debió de ser menos
ideológico, entre otras razones porque las categorías sobre las que se apoyan esos juicios -democrático,
europeísta- son simples anacronismos: los recursos de Castilla, que incluían la plata procedente de las Indias,
servían para financiar las necesidades del emperador en sus restantes reinos, algo que los castellanos no
podían impedir porque, debido al "Estado moderno" y a las "reformas" de Isabel, carecían de instrumentos
institucionales para hacerlo.
Los Comuneros fueron derrotados, pero una de sus reclamaciones se aceptó: el heredero de Carlos V, Felipe II,
fijaría su residencia en Castilla. Es precisamente en este punto donde la historiografía nacionalista se deja
arrastrar definitivamente por la espiral de equívocos en la que la Leyenda negra aparece, en efecto, como el
inevitable reverso de una forma de contar la historia. La instalación de una corte estable en Madrid llevó a
afirmar, según hizo la historiografía nacionalista, que España gobernó el mundo, cuando, en realidad, lo que
estrictamente sucedió fue que una rama de la dinastía Habsburgo gobernó sus amplísimos dominios desde
Castilla. No hubo, por consiguiente, una hacienda española sino una hacienda de los Habsburgo de la que
formaban parte las de Castilla y Aragón, entre otras. Como tampoco hubo tercios españoles en el sentido de que
estuvieran compuestos o mandados por españoles, sino fuerzas reclutadas y financiadas por los Habsburgo en
sus diversos dominios. La historiografía nacionalista llega a hablar, incluso, de la "política exterior" de Felipe II en
los Países Bajos, un territorio del que, sin embargo, era señor.
Una de las consecuencias más relevantes de esta forma de relatar el pasado es que, si por orgullo nacionalista
se reclamaban como españolas las grandezas de los Habsburgo, entonces había que asumir también como
españolas sus miserias. O dicho en otros términos: pese a los denodados esfuerzos de algunos de los más
destacados autores españoles en torno a 1900, no podía haber "imperio español" que nos hiciera sentir
melancólicamente grandes sin Leyenda negra que, al mismo tiempo, nos agraviase; eran las dos caras de la
misma moneda. La instauración del régimen democrático y la incorporación de España al proyecto de la Europa
unida han propiciado, por fortuna, que estas cuestiones no parezcan inaplazables urgencias historiográficas, que
dejen de estar de moda, hasta el punto de que cabría preguntarse qué fue de la Leyenda negra. La respuesta
más inmediata sería que, por fin, los españoles han asumido su historia; la más plausible, en cambio, sería que
han asumido una historia que no es suya. Esta segunda posibilidad nada tendría que ver con una auto-
exculpación sino con una formulación más acertada de las lecciones que cabe extraer del pasado y, en definitiva,
con lo que se espera del estudio de la historia y, mucho más, de las cada vez más numerosas y seguramente
innecesarias conmemoraciones públicas.
Resultaría muy distinto, por ejemplo, un bicentenario de la independencia de América celebrado bajo la implícita
consigna de España, culpable, debe pedir perdón, que otro conmemorado en torno a la idea de que el mismo
poder que esclavizaba a los indios en América ajusticiaba con hogueras y mazmorras a los españoles conversos
y moriscos en su propia tierra.

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