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Las pensiones públicas se han visto siempre amenazadas, pero no por las limitaciones
económicas, sino por los intereses del sistema financiero y de las fuerzas económicas.
La ofensiva ha sido constante. Ya en los años ochenta y noventa el sistema público
sufrió varias reformas, todas ellas encaminadas al empeoramiento de las condiciones
para los beneficiarios, pero ha sido en este siglo, con la llegada del euro y
principalmente con la crisis económica, cuando el ataque ha sido férreo y ha afectado a
los mismos cimientos del sistema.
Las pensiones públicas han estado en el centro de todas las políticas de austeridad y de
los diversos ajustes impuestos a los países miembros por Bruselas. En España la
agresión se inició en aquella fatídica noche de mayo de 2010 en la que, contra toda
lógica, Zapatero y su ministra de Economía se entregaron sin resistencia alguna a las
presiones de Alemania. Junto al tajo dado a las retribuciones de los empleados públicos,
se congelaron las pensiones. La ofensiva continuó con la reforma acometida más tarde,
en 2011, por el mismo Zapatero, en la que ya se perfilaba el factor de sostenibilidad;
pero se consumó y perfeccionó con la emprendida por Rajoy en 2013, con efectos
letales tanto por la eliminación de la actualización anual de la pensión por el incremento
del IPC, como por la concreción del factor de sostenibilidad, que amenaza seriamente la
cuantía de las futuras prestaciones.
Durante este tiempo, las distintas fuerzas políticas han estado mareando la perdiz sin
enfrentarse seriamente con este problema. Tan solo cuando los pensionistas se han
echado a la calle es cuando han intervenido, pero con una única finalidad: pescar votos
en río revuelto. Junto a los muchos errores, el Pacto de Toledo tenía dos aspectos
positivos. El primero, el compromiso de todos los partidos de no utilizar las pensiones
como arma electoral; el segundo, garantizar a los jubilados que sus prestaciones
mantendrían el poder adquisitivo. Ambos factores parecen haberse perdido en el
momento presente.
En el tema de las pensiones -que afecta tanto a los jubilados actuales como a los futuros-
se dan dos aspectos que, aunque conectados, conviene separar. Uno es el de la
actualización anual de las pensiones, contemplado hasta en la Carta Magna; el otro es el
de la solvencia del sistema en el futuro.
La actualización o no de las pensiones por el IPC es un falso problema que solo aparece
como tal cuando se rodea de falacias. En la época en la que estaba vigente la
actualización de las prestaciones por el IPC, si la inflación había crecido más de lo
esperado y había que pagar la correspondiente diferencia a los jubilados, casi todos los
medios de comunicación asumían la mentira de que representaba un coste adicional al
erario público, lo que no es cierto, ya que con la inflación también se incrementan los
ingresos del sector público en igual o mayor cuantía.
Hacienda afirma que este año la recaudación impositiva va viento en popa. La razón hay
que buscarla ciertamente en que la economía en términos reales está creciendo un 3%,
pero también en el incremento de los precios, que aumenta de forma automática los
ingresos del Estado. No hay, por lo tanto, ninguna razón para negarse a la actualización.
Rechazarla es tan solo aprovechar la inflación para hacer una transferencia de recursos
del colectivo de los pensionistas a las otras aplicaciones presupuestarias o a la reducción
del déficit.
Desde el Ministerio de Trabajo, departamento del que han surgido las reformas más
duras y reaccionarias (no sé por qué los pensionistas se fueron a manifestar ante el
Ministerio de Hacienda en lugar de ir al de Trabajo, que es el que elaboró la ley), se ha
filtrado un cuadro que ha recogido algún periódico de Madrid. Pretende mostrar cómo
evolucionará en el futuro el porcentaje del gasto en pensiones sobre el PIB, si se
actualizasen las prestaciones por el IPC. Distingue varios escenarios según el
incremento real de la economía, pero curiosamente la hipótesis que escoge para la
inflación siempre es la misma, 1,8%. La razón es evidente, los datos son idénticos sea
cual sea la inflación; incluso si esta fuese cero y por lo tanto no hubiese ninguna
actualización de las prestaciones. No sé si los datos son buenos o malos. Solo el
ministerio tiene las tripas, y conoce las hipótesis sobre las que se han elaborado, pero
cuadros como este se vienen confeccionando desde los años ochenta sin que jamás se
haya acertado en las previsiones a tan largo plazo. En cualquier caso, lo que es seguro es
que la evolución del porcentaje del gasto sobre el PIB no depende de la inflación ni de
que se actualicen las pensiones. Otra cosa es que se quiera aprovechar la inflación para
rebajar las prestaciones a los jubilados y conseguir así que el gasto total se reduzca. En
ese caso es innegable que cuanto mayor sea el IPC, mayor será el recorte que se dé en
términos reales a las pensiones y menor, el gasto total, lo que no tiene mucho sentido.
Hay que negar hasta que haya que plantearse el problema. ¿Por qué específicamente nos
preguntamos si es posible la financiación de las pensiones públicas y no de la
educación, de la sanidad, del ejército, de la policía, de las ayudas a la dependencia, del
pago de la deuda, de las subvenciones a los empresarios y emprendedores, de los gastos
de los Ayuntamientos, de las Comunidades Autónomas, del servicio exterior del Estado,
de la justicia, del seguro de desempleo, del AVE, y de otras muchas obras públicas, y de
tantas y tantas partidas de gasto público? Si de algún capitulo de gasto no se debería
dudar, es precisamente del de las pensiones, porque en cierto modo se trata de una
deuda contraída por el Estado: devolver a los jubilados lo que han aportado (en su
conjunto) a lo largo de su vida activa.
La pregunta que hay que hacerse es qué estructura fiscal se precisa para financiar los
múltiples aspectos de un Estado social, al que recurrimos continuamente para reclamarle
toda clase de servicios y prestaciones, pero al que somos totalmente renuentes a la hora
de financiarlo. La cuestión habrá que plantearla en toda su amplitud. Es el conjunto de
los ingresos del Estado el que debe financiar todos los gastos, sin hacer corralitos, sin
comportamientos estancos y sin crear impuestos afectados a finalidades concretas.
Desde esta perspectiva, la variable estratégica no es la pirámide de población o la tasa
de natalidad. Si lo fuesen, la salida sería relativamente sencilla, permitir mayores tasas
de emigración. ¿Pero para qué queremos incrementar la población activa si se va a
traducir en un número mayor de desempleados? Tampoco podemos afirmar que el quid
radique, en sentido estricto, en el número de ocupados. Lo importante no es cuántos
producen sino cuánto se produce. Lo que no es lo mismo. Un número más reducido de
personas puede producir una cantidad mayor de bienes si se incrementa la
productividad.
Desde esa perspectiva global, en la que todos los ingresos financian la totalidad de los
gastos, la variable fundamental es la evolución de la renta global del país (sea cual sea
el número de activos) y cómo se reparte. Más concretamente, qué porción va al Estado,
como accionista mayoritario de la economía nacional, para financiar la totalidad de los
bienes y servicios públicos, entre los que se encuentran las pensiones.
Thomas Piketty, en su libro “El capital en el siglo XXI”, realiza un enorme esfuerzo
para obtener series históricas de determinadas magnitudes, remontándose de manera
estimable en el tiempo. Entre las variables que estudia se encuentra la elevación de la
renta per cápita como resultado del incremento de la productividad. El PIB por habitante
apenas creció hasta 1700, con lo que tampoco se modificó sustancialmente el nivel
económico y el género de vida de las sociedades. La realidad económica comienza a
modificarse de forma notable a partir de la Revolución Industrial. En la Europa
occidental la renta per cápita en términos constantes pasó de 100 euros mensuales en
1700 a más de 2.500 euros en 2012, con un crecimiento anual promedio del 1%.
Este sencillo ejemplo desmonta todas las profecías catastrofistas de los que ponen en
duda la viabilidad del sistema público de pensiones. El incremento de un 25% del PIB
(porcentaje más bien modesto de acuerdo con la tendencia existente en Europa desde
1700) permite que, aun cuando la cifra de los jubilados haya crecido un 50% (cuatro
millones) y los ocupados hayan descendido en un número similar, las pensiones puedan
mantener el poder adquisitivo y al mismo tiempo es posible un crecimiento sustancial
del excedente empresarial y del salario medio.
La viabilidad del sistema público de pensiones, al igual que la del resto de las
prestaciones sociales, no es un problema de producción, sino de distribución.
Trabajadores, empresarios y Estado concurren a participar en la renta nacional. No es
tanto una cuestión económica sino política. ¿Qué parte de la renta debe ir mediante
impuestos al Estado para acometer todas las cargas del sector público? John Kenneth
Galbraith anunció ya hace bastantes años la idea de que cambios como la incorporación
de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida exigirían una
redistribución de los bienes y servicios que habrían de ser producidos y, en
consecuencia, consumidos, a favor de los llamados bienes públicos y en contra de los
privados.
La verdadera amenaza a las pensiones y en general al conjunto del Estado social radica
en esa postura cada vez más generalizada que se opone a la subida de impuestos a pesar
de que España cuenta con una presión fiscal muy por debajo de la media Europea; y el
mayor peligro se encuentra en las fuerzas políticas como Ciudadanos que van más allá,
puesto que para pactar con el Gobierno lo primero que exigen es la bajada de impuestos
y se niegan después a la actualización de las pensiones de acuerdo con la inflación. Eso
sí, pretenden engañar al personal (como buen partido populista) afirmando que la rebaja
impositiva va dirigida a los pensionistas.
Los detractores del sistema público de pensiones adoptan a menudo un tono compasivo,
preocupándose de las futuras generaciones y considerando que no rebajar las pensiones
constituye una enorme injusticia intergeneracional, ya que, según dicen, se hará recaer
sobre las próximas generaciones una carga muy pesada. En primer lugar, hay que
señalar que los más interesados en que se mantengan las pensiones públicas o en que no
se reduzca su cuantía son los jubilados del futuro, porque el efecto de cualquier recorte
o reforma será tanto mayor cuanto más se aleje del presente.
En segundo lugar, si cada generación es más rica que la precedente se debe en buena
medida a que parten de un nivel técnico, educacional y social mayor, gracias al esfuerzo
realizado por las anteriores generaciones que acumularon un bagaje de estructuras y de
inteligencia colectiva que ha hecho posible el incremento de la productividad.
Concretamente en el caso de España, los jubilados actuales han costeado con sus
impuestos una educación universal y gratuita de la que la mayoría de ellos no gozaron
en su infancia y adolescencia. También con sus impuestos han facilitado en buena
medida el acceso a la universidad de las generaciones posteriores, facilidades de las que
muy pocos de su generación disfrutaron. Con sus cotizaciones se han mantenido las
pensiones de los trabajadores de épocas precedentes. Han sido su trabajo y sus
contribuciones al erario público los que han hecho posible que hoy las estructuras y el
desarrollo económico en España sean muy superiores a los que conocieron en su niñez y
que la renta per cápita sea más del doble de la existente hace cuarenta años. ¿No tienen
derecho a que al menos se mantenga el poder adquisitivo de sus pensiones?
El suicidio de Rajoy
Juan Francisco Martín Seco | 22/03/2018
También podría haber titulado este artículo “La rebelión de los pensionistas (III)”,
porque va a ser seguramente el asunto de las pensiones el que acabe dando la puntilla al
presidente del Gobierno. Rajoy ha sido un superviviente. Con su carácter gallego y con
cierta dosis de sentido común ha resistido todos los envites, que no han sido pocos. Su
principal error, sin embargo, ha sido el de los nombramientos de sus ministros; entre los
que sobresale el de la ministra de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez quien,
como se han encargado de vocear en Internet, no ha tenido ningún empleo ni público ni
privado, solo político, y nunca ha cotizado a la Seguridad Social. Y aunque en su
currículum aparece como economista y licenciada en Derecho, me temo que lo que
posee es uno de esos títulos híbridos que dan algunos centros universitarios de la iglesia,
que pretenden abarcar todo, pero cuyos alumnos terminan no siendo ni juristas ni
economistas.
Lo cierto es que Fátima Báñez ha empujado al Gobierno de Rajoy a aprobar dos de las
leyes más nocivas desde el punto de vista social: la de la reforma laboral y la de las
pensiones. La primera hizo perder al PP casi la mitad de los diputados en las pasadas
elecciones, y la de las pensiones y el empecinamiento actual a no corregirla les puede
conducir a perder parte del resto. No sé si Rajoy se ha dado cuenta de que entre los
actuales pensionistas y los que están a punto de jubilarse se encuentra una buena parte
de sus votantes.
Pocas veces se ha podido ver tan indignados a los pensionistas. Lo que no tiene nada de
extraño, porque es ahora cuando comienzan a manifestarse los efectos perversos de la
reforma. En los años anteriores, en plena crisis, la inflación era negativa o cercana a
cero con lo que la actualización o no de las pensiones apenas tenía importancia. Es en
este año, cuando el incremento de los precios ha comenzado a tener cierta relevancia y
además se acerca ya 2019, momento en el que entrará en vigor el factor de
sostenibilidad que deprimirá aun más las prestaciones futuras.
Rajoy recurre una vez más a Europa y a poner como pantalla la necesidad que hubo de
eludir el rescate. No caben demasiadas dudas de que Bruselas y más bien Frankfurt
estuvieron detrás de la aprobación de ambas leyes. Es más, en cierto modo estas
exigencias estaban ya implícitas en la carta que Trichet y Fernández Ordóñez enviaron a
Zapatero en 2011. Sin embargo, no está nada claro que, de no haber aprobado la ley de
pensiones, se hubiera tenido que instrumentar el rescate. Entre otras cosas, porque las
fechas no cuadran.
Todo ello coadyuvó a que no fuese necesario pedir el rescate. En la solución tuvo
mucho que ver el ortodoxo Monti que, contra todo pronóstico, en la Cumbre de junio de
2012 se rebeló y amenazó con vetar el comunicado final si no se aprobaba que fuese la
Unión Europea (MEDE) la que asumiese el saneamiento de los bancos en crisis. A esta
pretensión se sumó inmediatamente Rajoy, inmerso en la crisis de la banca española, y
un poco más tarde, aunque quizás con menos decisión, Hollande. Merkel no tuvo más
remedio que aceptar la idea, pero echó balones fuera, condicionándola a que antes se
adoptasen las medidas necesarias para que las instituciones de la Unión asumiesen la
supervisión y la potestad de liquidación y resolución de las entidades.
Aun cuando esa cumbre no sirvió para que el MEDE absorbiese el coste de las crisis
bancarias de España e Irlanda, sí fue el precedente de que tan solo un mes después
Mario Draghi pronunciase la famosa frase “El BCE hará todo lo necesario para sostener
el euro. Y, créanme, eso será suficiente”, que sirvió para despejar los negros nubarrones
que se cernían sobre el euro y sobre las deudas italiana y española. En todo caso, lo que
parece evidente es que la ley de pensiones que se aprobó más tarde (2013) no ha tenido
nada que ver en la superación de la crisis, ni con la corrección del déficit ni con la
recuperación económica. Curiosamente hasta este momento ha sido totalmente
inoperante, y es precisamente ahora cuando la economía lleva varios años de
crecimiento, cuando comienza a surtir sus efectos.
Es por esto por lo que se entiende muy mal la cerrazón de Rajoy de no actualizar las
pensiones, siquiera de acuerdo con la inflación. Ya no hay presión de la Unión Europea,
al menos no tiene la misma fuerza. La política de austeridad pierde puntos y se pone en
cuestión. ¿Cómo se puede afirmar que la crisis ha pasado y que la economía va viento
en popa y al mismo tiempo defender que hay que recortar la renta a una parte
importante de la población, tan vulnerable como la de los pensionistas? Además, son en
buena medida el huerto electoral del Partido Popular. Hay que remarcar el hecho de que
la cuestión no radica en subir o no subir las pensiones, sino de si se reducen, pues esa es
la consecuencia al no regularizarlas por la inflación.
Proponer impuestos a la banca está muy bien y tiene muy buena prensa, pero que nadie
crea que con ello está resuelto el problema. Detrás de los bancos casi nunca se sabe
quién hay o, lo que es peor, está el Estado que termina haciéndose cargo de las
insolvencias. Lo importante es gravar a los banqueros, a los accionistas y a los
ejecutivos, pero no solo de la banca, sino de otras muchas empresas. En general,
restituir la imposición de las rentas de capital a las que casi se ha eximido de tributar y
reformar globalmente todos los impuestos directos (IRPF, Sociedades, Sucesiones y
Patrimonio) para que recuperen la virtualidad de la que se les ha privado a lo largo de
las tres últimas décadas. El mensaje de que hay que subir los impuestos no es fácil para
una formación política, pero, si de verdad quieren ser creíbles, no tendrán más remedio
que afrontarlo. Todo lo demás es demagogia y pretender engañar al personal, y al
personal no se le engaña tan fácilmente.
Rajoy, por su parte, haría mal en minusvalorar el problema. Sus votos salen
principalmente del grupo de los jubilados, colectivo que está realmente indignado. Han
tomado conciencia de que pertenecen a las generaciones que han levantado el país en las
últimas décadas, que incluso han mantenido en buena parte la economía en la reciente
crisis y ven cómo ahora se les quiere condenar a morir en la indigencia. Presiento que
no van a consentirlo y que pueden llevarse a Rajoy y al PP por delante.