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ALFONSO PÉREZ DE LABORDA
Tiempo e historia:
una filosofía del cuerpo
© 2002
Alfonso Pérez de Laborda y Pérez de Rada
y
Ediciones Encuentro, S.A.
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ÍNDICE
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
PRIMERA PARTE
HACIA UNA FILOSOFÍA DE LA REALIDAD: TIEMPO E HISTORIA 19
7
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
SEGUNDA PARTE
HACIA UNA FILOSOFÍA DEL CUERPO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397
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PRÓLOGO
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Prólogo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Prólogo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Prólogo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
8 De ahí que sea el capítulo 1 de Sobre quién es el hombre, pp. 40-66 [texto,
sin embargo, fechado el 6 de abril de 1985]. Este libro me parece el más nuclear
de lo que he escrito hasta ahora, en el que creo se expresa mi pensar de mane-
ra más ceñida y contando con mis propias palabras más que en otros. Hago
notar aquí, sin embargo, que el capítulo 14 del presente libro es continuación
de aquel en su importancia teórica, o, al menos, así me lo parece.
9 Discernimiento y humildad, Encuentro, Madrid, 1988, p. 183. El texto al
que me refiero había sido escrito a fines de 1984, en una de las cartas sobre
cine, la que hablaba de París-Texas de Wim Wenders.
10 Capítulo 2 de Sobre quién es el hombre, pp. 67-116. Pero estas páginas ya
venían empujadas por los contenidos del libro La razón y las razones. De la
racionalidad científica a la racionalidad creyente, Tecnos, Madrid, 1991, 255 p.
11 Sobre quién es el hombre, pp. 173-176.
12 Capítulo 7 de Sobre quién es el hombre, pp. 199-265.
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Prólogo
El capítulo 15, citado en la nota 13, para expresar un pensar sobre la verdad,
habla de literatura y de interpretaciones musicales. El mismo capítulo 12 de este
libro, ‘Para una filosofía del cuerpo’, para explicarse, incide sobre la literatura y
el cine. En todo caso, en la anterior etapa, la de la ‘prueba por el deseo’, esta-
rán las raíces de la nueva etapa, la de ‘la prueba por el amor’, si es que esta ter-
mina por llegar.
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PRIMERA PARTE
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1. KEPLER Y GALILEO: LA CIENCIA MODERNA
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
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inscrita en él. Entre los infinitos ovoides posibles, comienza Kepler pro-
bando aquel en que se dé una oscilación del planeta desde el círculo
perfecto siguiendo la ley del seno. Pero, una vez más, esta hipótesis
lleva al fracaso. Cierto es que por poco, ¡pero no da cuenta de las obser-
vaciones! Aunque la diferencia era mínima, la teoría no resultaba ade-
cuada. Así, tras sucesivos tanteos, llega —en 1605— a la consideración
de que la órbita es una elipse, en uno de cuyos focos está el Sol.
La tarea no ha sido fácil, ni mucho menos. Para establecer esta ley,
Kepler, que no dispone aún de la herramienta precisa para estos cál-
culos, el cálculo infinitesimal, ha debido ligar mediante operaciones
matemáticas sumamente arduas, basadas en su conocimiento exhausti-
vo de las figuras cónicas, la ley de las áreas con la ley dinámica de las
distancias y el juego propio de las elipses. Piénsese al planeta en un
punto y dejemos que transcurra un instante, el planeta ocupará un
segundo punto. ¿Cuál ha sido la trayectoria seguida por el planeta?
Todo sería sencillo si esta fuera circular y el movimiento en ella uni-
forme. Pero no es así. Si el segundo punto no está a igual distancia que
el primero del Sol, como no lo está, la velocidad ha variado al pasar
de un punto a otro. Sabemos sólo que esa velocidad es inversamente
proporcional a la distancia al centro de la órbita y que el área barrida
al pasar de unos puntos a otros es idéntica si consideramos tiempos
iguales. Contando con todo lo que venimos diciendo hay que, paso a
paso, calcular la órbita, tomando variaciones suficientemente pequeñas
para que las distancias al centro puedan considerarse aproximadamen-
te iguales; pero, salto a salto, hay que completar toda la órbita. El obje-
tivo, para colmo, es hacer cuadrar estos nuestros cálculos con las
observaciones previas. ¿Cómo resolver el rompecabezas? Kepler lo hizo
decidiéndose por la elipse de pequeña excentricidad y en uno de
cuyos focos está el Sol.
A partir de esa elección, todo queda iluminado. En una elipse, dos
puntos próximos están a distinta distancia del foco, por lo que la velo-
cidad del planeta en cada uno de ellos es distinta. En la elipse se cum-
ple todo lo convenido como hipótesis y, además, coinciden exacta-
mente las observaciones. ¡Todo está aclarado! Mas, ¿por qué van los
planetas por órbitas que son, precisamente, elípticas? Habrá de venir
Newton con sus campos de fuerza y la ley de atracción universal para
dar la primera respuesta a esta pregunta.
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Para Kepler hay algo que se nos escapa todavía de la estructura del
universo por no haber tenido en cuenta un elemento fundamental, el
tiempo. Las relaciones geométricas no pueden explicarlo todo. Son
necesarias consideraciones de armonía, puesto que Dios, como lo pre-
sintieron en la antigüedad los pitagóricos —nos dice Kepler en su libro
Harmonice mundi24 publicado en 1619—, es geómetra, pero también,
y quizá más aún, Dios es músico. Cada uno de los planetas emite un
tono musical fundamental que, en su girar en torno al Sol, produce sus
armónicos, con lo que cada planeta emite toda una frase musical, pro-
duciendo en su conjunto una armonía polifónica y contrapuntística. La
base de esta acústica celeste no son las distancias, como supusieron los
pitagóricos, sino las velocidades angulares; la velocidad angular media
produce el tono fundamental y, sobre ella, vienen las variaciones. ¡Ya
hemos encontrado, según Kepler, el secreto del orden cósmico!
Nadie siguió a Kepler en sus teorías: ni en su física celeste, ni en sus
leyes, ni en su armonía celestial. Galileo y Descartes lo olvidaron casi
por completo. Gassendi es de los pocos que le citan. Hay que esperar
hasta Newton y su generación para que sea tomado en serio.
Tras este breve repaso de la doctrina de Kepler, son varias las con-
sideraciones a hacer. En primer lugar, su enorme interés en que la hipó-
tesis copernicana sea verdad. La causa de este interés está en que no
puede hacerse ya la separación entre el mundo de los puros cálculos y
el mundo de las realidades físicas. Los movimientos de los astros y de
los objetos todos del mundo no han de mirarse en su pureza ingrávida,
sino que van a ser actuados por virtudes o fuerzas que les arrastrarán
en su movimiento. De pronto, los cuerpos que se mueven aparecen
como graves. Es importante recordar que en 1600 un inglés, William
Gilbert (1540-1603), había publicado un libro sensacional, De Magnete,
en el que estudia el fenómeno magnético. En el sistema solar debe
pasar algo similar, debe escaparse del Sol algún efluvio que, mediante
la atracción, mueva a los planetas. La astronomía y la física unen sus
caminos: lo que sea la una lo será la otra.
Como hemos visto, además, la física aristotélica de los lugares natu-
rales y de los movimientos naturales y violentos ha comenzado a cru-
jir, preludio de su derrumbe definitivo. Pero se plantea entonces un
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luego papa; visita Roma, en donde es recibido con grandes honores por
los sabios jesuitas del Colegio Romano; es hecho miembro de la
Academia dei Lincei.
Un dominico, Niccolò Lorini, predica el 2 de noviembre de 1612, en
San Marcos de Florencia, contra la tesis del movimiento de la Tierra. No
menciona siquiera a Copérnico pues desconoce su nombre. Por ahora,
la cosa no pasa de ahí. Mas Galileo aprovecha la ocasión para escribir
una carta —una carta abierta, que diríamos hoy— a un benedictino
amigo suyo, Benedetto Castelli28. Discute en ella el argumento de algu-
nos que, basándose en Josué 10, 12-15, oponen la Escritura a las con-
clusiones de la ciencia. Para él, la Escritura no puede «mentir o errar,
sino ser sus decretos de una absoluta e inviolable verdad», pero sí pue-
den errar sus intérpretes o expositores cuando se encierren en el puro
significado de sus palabras, con lo que se llega no sólo a contradiccio-
nes sino también a herejías y blasfemias como que Dios tiene manos o
pies, lo que es prueba de que en muchos lugares debe exponerse la
Escritura diversamente de lo que el aparente significado de sus palabras
parece decir. Además, tanto la Escritura como la naturaleza proceden de
un mismo Dios; si se tiene en cuenta, para la Escritura, el argumento
anterior y que la naturaleza es inexorable, inmutable y nada cuidadosa
de que sus razones y modos de operar se adecuen a la capacidad de
los hombres, parece claro que «los efectos naturales que la sensata
experiencia pone ante los ojos o las demostraciones necesarias conclu-
yen» no pueden ser puestos en duda apoyándose en la Escritura. Oficio
de los expositores será encontrar el verdadero sentido de la Escritura,
concordante con aquellas conclusiones naturales que, por su sentido
manifiesto o por las demostraciones necesarias, deban ser tenidas por
ciertas y seguras:
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
Galileo, Opere, V.
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
Galileo fue condenado a cárcel formal que desde los pocos días cum-
plió en su villa de Arcetri y como penitencia se le impuso que, durante
tres años, recitara una vez a la semana los siete salmos penitenciales.
Además leyó y firmó una abjuración de sus errores: «con corazón y fe no
fingida, abjuro, maldigo y detesto los susodichos errores y herejías, y en
general todo error, herejía y secta contraria a la Santa Iglesia».
En su nueva vida se dedica otra vez al estudio y comienza a traba-
jar en una buena obra, aunque, la vista le va cada vez peor. En 1638 se
publica en Leiden, para evitarse problemas, sus Dialoghi delle Nuove
Scienze.
En 1623 había publicado Galileo un libro polémico, muy violento,
contra el jesuita Orazio Grassi —que firma Sarsi—, Il Saggiatore. En él
atacaba duramente la opinión del jesuita, para quien es siempre nece-
sario apoyar las propias opiniones científicas sobre las espaldas de
algún autor célebre. Léase lo que opina Galileo al respecto:
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Por otro lado, siempre que uno se imagina una materia o substancia
corpórea, debe esta ser pensada con una cierta figura, con una cierta
relación de grande o pequeño en comparación con otras cosas, en este
o en el otro lugar y tiempo, moviéndose o quieta, tocando a otros cuer-
pos o no, de cuyas condiciones no puede ser separada. En cambio, que
el color sea este o el otro, que sea amarga o dulce, sonora o muda, de
grato o de ingrato olor, sabor, color, tiene solamente incidencia en el
cuerpo sensitivo del sujeto. De aquí que, en los cuerpos externos, no
se necesite más que grandeza, figura, multitud y movimiento tardo o
veloz, mientras que olores, sabores y sonidos son meros nombres35.
Hay, pues, que distinguir entre cualidades primarias y cualidades secun-
darias; solamente las primeras tienen interés para la construcción de la
nueva ciencia. Queda sentado así, en Galileo, algo muy semejante a lo
que, por ese mismo tiempo, comienza Descartes a pensar como la «res
extensa», base de toda la mecánica. Es en ella en donde se da la medi-
ción y en donde es factible la matematización, la madre de la ciencia
nueva.
El interés mayor para nosotros ahora en Galileo va a ser la enuncia-
ción de la ley de caída de los cuerpos. Convergen en ella varias líneas
de investigación de nuestro científico, además de su potente reflexión
intelectual, como vamos a ver.
Hagamos experimentos —evidentes para cualquiera que esté metido
en estos campos, sin siquiera necesidad de tener que realizarlos— con
un barreño que llenaremos de diversos líquidos y en el que dejaremos
caer bolitas de diferentes materiales. Las bolitas más pesadas caerán más
deprisa que las ligeras o que floten. Comencemos con un líquido muy
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
36 Véase su ‘Discorso intorno alle cose che stanno in sul’acque o che in que-
lla si muovono’ (1612), en Galileo, Opere, IV, 63-140; léase la página del
Dialoghi, en VIII, 116-117.
37 Cf. ‘Le Mecaniche’, anterior a 1599; en Galileo, Opere, II, 155-190.
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
Observemos la piedra que cae desde el reposo. ¿Con qué ley cae?
Tras largos esfuerzos cree Galileo haber llegado a ella; esta convicción
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203; léase A. Koyré, Études galiléennes, Hermann, París, 1966, 85-107 y 136-158.
44 Galileo, Opere, VIII, 189.
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Kepler y Galileo: la ciencia moderna
«Pero, incluso sin constreñirnos a esta experiencia (la cual es, sin
duda, totalmente concluyente), no me parece difícil establecer el
mismo hecho por el solo razonamiento. Tomemos una piedra y man-
tengámosla en el aire en reposo; al quitar su soporte y quedar libe-
rada, como es más pesada que el aire, cae hacia abajo, primero len-
tamente, luego acelerándose continuamente. Ahora bien, dado que
la velocidad puede aumentar y disminuir hasta el infinito, ¿qué razón
me hará creer que este móvil, que ha partido de una infinita lentitud
(como lo es el reposo), adquirirá inmediatamente diez grados de
velocidad mejor que cuatro, y cuatro mejor que dos, o uno, o medio,
o incluso una centésima de grado, y así sucesivamente para los más
pequeños grados? Escúcheme bien. No creo que usted rechace el
concederme que una piedra que cae desde el estado de reposo
adquiera sus grados de velocidad en el orden en el cual esos mis-
mos grados disminuirían y perderían si una fuerza motriz la recon-
dujera hasta la misma altura; y aunque lo rehúse, no veo cómo la
piedra, cuya velocidad disminuye y se consume en su totalidad en
el curso de la ascensión, podría alcanzar el estado de reposo sin
antes haber pasado por todos los grados sucesivos de lentitud»45.
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2. LEIBNIZ, PENSADOR BARROCO:
EL DESPLIEGUE FILOSÓFICO DE LA REALIDAD
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Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad
II
El paradigma atomista fue, como el mismo Leibniz nos dice, una ten-
tación que le asedió en su juventud primera, pero de cuyas garras pron-
to pudo escapar, al convencerse de que con él, entendido en su mera
materialidad, no se daba cuenta de todo lo que es real en su compleji-
dad, lo que se le va haciendo evidente con claridad mayor cada vez.
Aunque, como reconoce sin ambages, sus mónadas son puntos o áto-
mos metafísicos, ha trasladado el paradigma atomista a un lugar distin-
to, más allá de donde otros lo han puesto y le han dejado: a un lugar
que ha sido trastocado por el paradigma del logos. El atomismo toma-
do como tal resulta ser demasiado corto, como no sea convertido en ese
‘atomismo monádico’ que se abre un lugar en el paradigma del logos.
¿Por qué? Porque el paradigma atomista pone las cosas de la física
en un terreno meramente abstracto, con abstracción física y con abs-
tracción matemática: tal es el caso, respectivamente, de Descartes y de
Newton. Hacer esto puede ser preciso en ocasiones, fundante incluso
de conocimiento físico, si se entiende con corrección; pero lo que no
está bien es suplantar lo real por el resultado que se obtiene con este
tratamiento, parcial, aunque interesante, pero que se hace incorrecto en
el punto en el que la parcialidad se toma por la realidad toda.
Vamos, pues, a la física. Hay una manera de entenderla, la cartesia-
na, que es demasiado corta; mejor dicho, que, en el empeño de su cor-
tedad, se hace falsa, pues no se preocupa de alcanzar la realidad como
ella es. Lo debemos afirmar enseguida: una física inexacta lleva a una
metafísica inexacta; a su vez, una metafísica inexacta lleva a una física
inexacta.
Hay una física, la cartesiana (asimilada al paradigma atomista en lo
que le toca —aunque el conjunto de su filosofía sea luego muy com-
plejo—, pues afirma: en física todo es mero comportamiento mecánico),
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
que se queda por ello en el mero mecanicismo, sin haber sido capaz de
encontrar que aquello que se mueve —y vive— lo hace por poseer algo
que debe ser desentrañado en su novedad absoluta: una fuerza que
lleva derechamente a la energía. Cuando acierta, esta física se debe a
que ha considerado sólo algunos fenómenos meramente particulares
entresacados de la compleja realidad y lo ha hecho con un sesgo tal que
las abstracciones con que los trata se hacen ahí —pero sólo ahí— váli-
das. Este acierto es ya no poco, por supuesto; sirve para comenzar, pero
quedarse ahí es un error fatal para la filosofía y, de vuelta, para la pro-
pia física.
El error está en considerar que esa realidad tomada de manera abs-
tractiva es, sin más, la realidad. Se considera que en los choques —y
todo movimiento, así como todo reposo, se originan en un choque y
cambian su estado por efecto de un choque— hay algo del conjunto
que se conserva, eso es verdad; pero Descartes considera que eso que
se conserva es lo que denomina «cantidad de movimiento», entendien-
do por tal la mera suma de los productos de la masa por la velocidad
del conjunto de los elementos del sistema considerado (se conserva
Σmv). Para algunos casos sencillos, como acontece con los choques per-
fectos entre bolas de billar, vale con esa sola consideración. Pero en
cuanto tenemos la pretensión de salirnos de ahí —¿y quién dice que la
realidad toda es una enorme y perfecta mesa de billar?— no es cierto
que se conserve la cantidad de movimiento del sistema tal como la con-
sidera Descartes. Lo que se conserva es algo muy distinto y cuya exis-
tencia es real: la energía.
Descartes pensó que su cantidad de movimiento era una cantidad
escalar cuando es ella una cantidad vectorial. La energía sí que es, de
cierto, una cantidad escalar, un número, una cantidad que ‘expresa’ un
estado real de aquello que consideramos, que es algo intrínseco a ello.
La cantidad de movimiento, por el contrario —y Descartes no se aper-
cibió de su falta—, es una cantidad que depende de las direcciones de
los movimientos. La energía no, porque es algo más primario, profun-
do y esencial. La energía es algo intrínseco a quien la posee, que lo
señala y caracteriza en su comportamiento. Se gana o se pierde energía
—mediante la acción de fuerzas— siempre que algún otro elemento
real la pierde o la gana, respectivamente, en su favor; porque la física
—entendida en un sentido tan amplio como se pueda y que, sobre
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mismo y de sus relaciones incesantes con el conjunto del todo; que una
vez efectuada esa desvinculación, se olvida de la substitución reductiva
que se había hecho.
Por eso, un tratamiento matemático de la filosofía natural es, por su
esencia misma, parcial, parcializante, abstractivo. No está mal, nada mal,
siempre que nos mantengamos a sabiendas en aquello que hemos que-
rido así. Es un desastre, en cambio, desde el momento en que se nos
olvida algo decisivo: la realidad no es abarcada sólo, y menos aún de
manera total, por la filosofía natural aupada sobre las matemáticas. De
ahí que “los principios matemáticos de la filosofía natural”, a fuer de
interesantes, sin embargo, sepan a demasiado poco cuando alguien
quiere ir con empeño hasta el final de la verdadera comprensión de lo
real. Peor aún, sean peligrosos en extremo en cuanto con ellos se quie-
ra introducir en la cadena del razonar algo que no es otra cosa que un
paralizante “milagro” continuo, allí en donde debía estar (como vamos
a ver a continuación) la búsqueda incesante de los ‘porqués’; de esta
suerte se desliga al pensamiento de la razón, por lo que este, evidente-
mente, deja de ser al instante lo que dice.
Al proceder así, se convierte el ámbito de lo natural en mero sobre-
natural, pero no porque sea tal, sino porque, poniéndolo ahí donde se le
ha puesto, ha quedado fuera de la razón, se le ha dejado aposta fuera de
nuestra búsqueda sin término (por la que vamos a apostar), como si se
tratara de algo que está en un terreno reservado a la irracionalidad, en
donde “todo es sin razón”; en donde nada hay que buscar, pues la mera
afirmación de lo que está ahí, pero afirmación “sin razones”, vale. Con lo
que esto tiene de grave en la opción decisoria de nuestra manera de acce-
der al mundo; con lo que esto tiene de pérdida evidente del verdadero
ámbito de aquello que es ‘natural’ y, en el mismo movimiento y como
contrapartida (¿lo podríamos olvidar?), del verdadero ámbito de lo ‘sobre-
natural’. Al proceder así, algo decisivo de una manera falsa de compren-
der quién es Dios y cuál es la obra de su creación, se nos cuela de ron-
dón; algo que invalida tanto el campo de la física como el de la teología,
pues sitúa sus respectivos ámbitos en lugares falsos, sin su realidad pro-
pia, fuera de la realidad. Pero, nótese bien, no está el desacuerdo en la
mostración de ‘lo que hay’, sino en el ‘empastamiento’ en que se ofrece
eso que hay, pues lo que hay sólo es en el conjunto del todo. El desa-
cuerdo con Newton no está tanto ‘en lo que hay’, cuanto ‘en lo que es’.
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(y necesario) ir más allá, porque ‘lo que es’ es mucho más de “lo que
(en apariencia) hay”.
Es en las preguntas, que se suponen siempre con respuesta, en
donde se da el plegamiento barroco del pensamiento de Leibniz.
Preguntando una y otra vez, sin cesar, indefinidamente, sobre lo que
acontece, sobre lo que vemos, sobre lo que somos, sobre lo que es el
mundo, hay que dar razones una y otra vez, sin cesar, pues ‘todo tiene
su razón’. Es en las respuestas a esas preguntas en donde logra Leibniz
ese repujado del pensamiento que llega hasta el detalle de lo que es;
capaz de ir siempre más allá, más cerca de lo grande y más cerca de lo
pequeño, sin acabar nunca de llegar al final —un final que sólo lo está
en el conjunto entero de lo real—, pues la infinita complejidad de lo de
dentro y de lo de fuera de la mónada jamás podrá ser abrazada por
nuestro pensamiento, ya que este siempre es limitado —no así el pen-
samiento de Dios, en el cual sí que cabe la entera realidad en toda su
múltiple complejidad, incluso en los detalles de lo pequeño y de lo
grande—.
Pero ¿cómo sabemos que todo lo que es tiene su razón de ser?
Porque el mundo, el conjunto multiforme de la realidad, es creación de
Dios y el Creador ha hecho el mundo contando en todo momento con
su capacidad en acto de razonabilidad infinita, fuente inagotable de
acción, aplicada de continuo en su acción creadora. Por más vueltas
que demos al mundo, pues, siempre hemos de ver con el pensamiento
una cadena de razones que se enlazan unas con otras ya que ‘nada en
el mundo es sin razón’. Desde este presupuesto, tendremos una certe-
za fundante en la razonabilidad del mundo. Por eso, aunque sean sólo
unas pocas las razones que nosotros ahora, mediante nuestro pensa-
miento, seamos capaces de dar sobre unos pocos fenómenos del
mundo, sin embargo, tendremos para siempre la convicción profunda
de la razonabilidad de todo en el mundo, por complejo, difícil o lejano
que sea. De esta manera, la ciencia será siempre una posibilidad nece-
saria buscada con ardor por quien quiere pensar.
Más aún, vistas las cosas desde Dios (¿y cómo no podríamos tener
los humanos —por analogía— algún acceso al punto de vista de Dios,
si hemos sido creados por él a su imagen y semejanza?), es evidente
que hay razones, y que él conoce las razones con las que hizo el
mundo; de esto tenemos seguridad cierta. Para nosotros, al contrario,
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Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad
esas razones permanecen ocultas en muy buena parte. Para Dios, las
razones del mundo —y la urdimbre en que se tejen— están actualmente
dadas; todas las tiene presentes, y nosotros lo sabemos, aunque no las
tengamos presentes. Para nosotros, aunque, claro es, esas razones en su
infinita complejidad concreta no nos están dadas —por lo que jamás las
podremos tener presentes en su exhaustividad—, sin embargo, está
dada así, de una vez por todas, la razonabilidad del mundo. Como
decía, por tanto, la física no sólo nos es posible, sino necesaria; nada
puede malograrnos nuestra dedicación a ella. Pero, yendo más allá,
nada ni nadie puede dejar sin efecto en nosotros la metafísica, que se
pregunta por el todo.
Y ¿cómo sabemos que el mundo es creación de un Dios Creador?
Porque entre las razones a encontrar, la primera y más importante de
todas, la más decisiva, es la razón de «por qué existe algo en vez de
nada». Si nos pudiéramos plantear todas las preguntas en busca de todas
las razones, como es el caso, pero falláramos en esta o se nos volviera
opaca o imposible, nos fallaría la razón fundante por la cual todo tiene
su razón, perderíamos la razón de nuestras razones. Dios ha creado el
mundo siguiendo la red sistemática de sus razones, desarrollando el
armonioso sistema preestablecido de los sistemas, y nosotros tenemos
acceso a ese sistema de razones, aunque sea parcial nuestro acceso a él
y sean parciales los resultados que obtengamos; tenemos acceso a ese
encadenamiento de razonabilidad continuada de lo que sea nuestro
decir sobre el mundo; pero esto es así, precisamente, porque hay una
Razón Creadora por la cual ‘existe algo en vez de nada’.
El pensamiento leibniciano ha resumido esta estrategia, esta manera
de actuar del pensamiento, mediante el «principio de razón suficiente»:
nada hay sin razón. Por esto, empeñándonos, emperrándonos, en el
desplegamiento de las razones que van desvelando los sucesivos ple-
gamientos de la realidad del mundo, tendremos la certeza, presupues-
ta, de que alcanzaremos a decir lo que es, aunque sólo, evidentemen-
te, nos topemos con un aspecto parcial, incluso muy parcial, del sistema
de lo que es. De aquí la necesidad de que esos pensamientos se expli-
quen razonadamente, porque pensar no es un ir diciendo lo que nos
venga en gana en cada momento, de cualquier modo, según las suce-
sivas circunstancias desordenadas en las que nos hallemos, sino que
pensar es un serio encadenamiento lógico de proposiciones en las
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Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad
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Leibniz, pensador barroco: el despliegue filosófico de la realidad
ilimitación que le lleva a ese inmenso poder de su Razón para idear infi-
nitos mundos posibles, hay que sumar algo que es decisivo y último: su
bondad. La decisión de qué mundo crear es una decisión de la Bondad.
VII
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3. EL DIOS TRINITARIO, CULMINACIÓN
DE LA FILOSOFÍA DE LEIBNIZ:
EL VÍNCULO SUBSTANCIAL
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
cielo53: lectio, meditatio, oratio, contemplatio. La lectio tiene que ver con
el libro, pero ¿podremos olvidar la doble cualidad del libro en la nueva
ciencia —el libro de las Sagradas Escrituras y también el libro de la natu-
raleza, como Galileo y otros muchos estimaron ya—? La meditatio es
una acción estudiosa de la mente que busca incesantemente noticia de
las verdades ocultas y lo hace mediante la investigación conducida por
la razón. La oratio es una elevación del alma a Dios que aparta del mal
y adhiere al bien. La contemplatio, por último, el peldaño más elevado
de la escala, es suspender la mente en Dios allá en lo alto, gustando de
su dulzura. El filósofo Leibniz integra en su acción filosófica los cuatro
grados de esta escala.
Y, sin embargo, cuando Jacques Jalabert dedica un libro entero54 a
hablar del Dios de Leibniz, nos aparece allá un Dios que nada tiene de
sabor teológico, reflejo quizá perfecto del llamado “Dios de los filóso-
fos”, pero no parece claro que esté ahí el Dios trinitario del cristianis-
mo. Los reproches de Pascal, ¿serán de verdad aplicables a Leibniz?
Leyendo en cambio el libro magnífico de Jean Baruzi55 sobre Leibniz
y la organización religiosa de la tierra, el acento es muy distinto.
Aunque Baruzi una y otra vez debe reiterar —lo escribió en 1907— que
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El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
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VII, 302-308; tr. Olaso 472-80. La explicación de las siglas, en la nota 63.
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El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
alma y del cuerpo 60. Jesucristo como la ocasión del vínculo substancial
y más aún el verdadero vínculo substancial de lo real, por fin, en la
correspondencia con Des Bosses a la que me voy a referir luego larga-
mente.
Si fuera como acabo de enunciar, en el pensamiento filosófico de
Leibniz el Dios trinitario tiene un lugar decisivo. Esto es lo que voy a
intentar mostrar en las páginas siguientes.
II
bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps, publicado en el Journal des
Savants del 27 de junio de 1695, en LPS IV, 477-87; tr. Olaso 458-71.
61 Guhrauer, G. W. Leibnitz: Eine Biographie, 2. vols., Breslau 1846, t. I, pp.
65
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
66
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
serán como soles (Da 12, 3 y Mt 13, 43) y que ni nuestros sentidos
ni nuestro espíritu jamás han saboreado nada que se aproxime a la
felicidad que Dios prepara a los que le aman (1 Co 2, 9)»63.
Otro texto posterior en unos pocos años nos pone ante algo que es
decisivo en el pensamiento de Leibniz: Dios ha revelado a los hombres
la verdadera religión a través de la luz de la naturaleza, y ¿cómo lo ha
hecho?: por medio de una «irradiación» de su razón sobre la nuestra; ¿no
veremos aquí una alusión al comienzo del Génesis: hemos sido creados
por Dios a su imagen y semejanza, unida a otra al comienzo del evan-
gelio de san Juan que nos presenta al Logos? Ahora bien, los hombres
raramente empleamos la razón de «forma satisfactoria», por lo que Dios
nos ha enseñado «por medio de Moisés, y del modo más soberbio por
medio de Cristo, las verdades y reglas más elevadas de la felicidad
mediante el cumplimiento de su voluntad»; muchas personas prudentes
se han ocupado de la acción práctica, «pero todo lo que han dicho, e
incluso algo más, está condensado en la regla principal de la religión
cristiana que sostiene que debemos amar a Dios sobre todo y a los
demás hombres como a nosotros mismos»64.
Olms, Hildesheim, 1978, 462-3 (= LPS). Hay una magnífica traducción de tex-
tos sueltos de Leibniz editada por Ezequiel de Olaso con Roberto Torretti y
Tomás E. Zwanck: G. W. Leibniz, Escritos filosóficos, Charcas, Buenos Aires,
1982, 666 p. (= tr. Olaso); nuestro texto en tr. Olaso, 326-7. Una edición insu-
perablemente bien anotada —la mejor manera, sin duda, de adentrarse en el
complejo mundo leibniziano— es la de Georges Le Roy: Leibniz, Discours de
métaphysique et Correspondance avec Arnauld, Vrin, París, 3ª ed., 1970, 319 p.
64 Texto alemán de 1694-1698, Von der Weisheit, en Leibniz, Textes inédits,
edición Gaston Grua, París, Vrin, vol. II, p. 585; tr. Olaso, 401-2. No quiero dejar
de poner este texto curioso, que va en un sentido similar, aunque un poco a su
manera: «Et le précepte de Jésus-Christ de se mettre a la place d’autrui ne sert
pas seulement au but dont parle Notre Seigneur, c’est-à-dire à la morale, pour
connaître notre devoir envers le prochain; mais encore à la politique, pour con-
naître les vues que notre voisin peut avoir contre nous. On n’y entre jamais
mieux que lorsqu’on se met a sa place, ou lorsqu’on se feint conseiller et minis-
tre d’État d’un prince ennemi ou suspect. On pense alors ce qu’il pourrait pen-
ser et entreprendre, et ce qu’on lui pourrait conseiller. Cette fiction excite nos
pensées et m’a servi plus d’une fois à deviner au juste ce qui se faisait ailleurs.
Il se peut, à la vérité, que le voisin ne soit pas si mal intentionné, ni même si
clairvoyant que je le fais, mais le plus sûr est de prendre les choses au pis en
67
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
politique (...) comme il faut les prendre au mieux en morale (...) Cependant la
morale même permet cette politique lorsque le mal qu’on craint est grand (...)
Ainsi on peut dire que la place d’autrui en morale comme en politique est une
place propre à nous faire découvrir des considérations qui sans cela ne nous
seraient point venues: et que tout ce que nous trouverions injuste, si nous étions
à la place d’autrui, nous doit paraître suspect d’injustice. —Et même tout ce que
nous ne voudrions pas, si nous étions à cette place, doit nous arrêter pour l’e-
xaminer plus mûrement. Ainsi le sens du principe est: ne fais ou ne refuse
point... ce que tu voudrais qu’on ne te fit on qu’on ne te refusât pas . —Penses-
y plus mûrement, après l’être mis à la place d’autrui, qui te fournira des consi-
dérations propres à mieux connaître la conséquence de ce que tu fais» (inédito,
en Baruzi, LORT, 272-3).
65 Inédito en Baruzi, LORT, 437-8.
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El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
La labor leibniciana fue tan vasta y tan compleja que no es fácil abar-
carla de una sola mirada. Una parte importante de esa labor fue su tra-
bajo para la unión de las iglesias cristianas y para lograr una expansión
congruente del cristianismo en las lejanas tierras de la China. Unas pala-
bras de Leibniz pueden iluminarnos sobre la ilusión última de Leibniz
con respecto a tan lejanas tierras. Así le escribe el 25 de abril de 1695
al padre jesuita Antoine Verjus con el que mantiene relación para estar
en contacto con los misioneros jesuitas en China, relaciones que se con-
templan en un contexto de católicos, protestantes y ortodoxos rusos: «El
intento de llevar la luz de Jesucristo a países lejanos es tan bonito que
no distingo lo que nos distingue»67. Los que aman verdaderamente a
69
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Dios, dice Leibniz en otra carta, «son llenados por la gracia del Espíritu
Santo y se encuentran estrechamente unidos con el Verbo eterno y con
la sabiduría divina que está en Jesucristo, aunque no le conocieran en
absoluto según la carne»68.
Jean Baruzi tuvo la virtud enorme de hacernos ver a los leibnicianos
la trascendencia que la gloria de Dios tiene en el pensamiento del filó-
sofo. Voy a seguir muy de cerca, por ello, algunas de sus páginas en las
que bellísimamente reivindica el pensamiento que podríamos llamar
místico y religioso de Leibniz69 —la contemplatio, quizá—. Amar a Dios
es comprender la gloria de Dios y buscar, por tanto, aumentarla, pues
el Bien general no es otra cosa que esa misma gloria; es idéntico a ella.
Dios es la sede de la armonía universal, de ahí que él sea el Bien gene-
ral universal. Para nosotros, pues, hacer una obra armoniosa es conti-
nuar la obra armoniosa de Dios, del Dios creador, acrecentar su gloria
haciéndola presente más y más en los corazones de los hombres.
Amarnos unos a otros es amar a Dios, puesto que él se realiza por
medio de una armonía viviente. Y de otro lado, conocer la naturaleza
—la lectio, también aquí, quizá— es amar y conocer a Dios, porque
Dios es la armonía universal. No se puede hacer distinción entre dos
fines: desear que la naturaleza sea mejor conocida es amar al hombre,
puesto que cuanto más conocida sea, mejor se revelan los atributos de
Dios y así su gloria crece en nosotros, por lo que le amamos aún más.
Amor de los hombres y conocimiento de la naturaleza es «caminar del
Bien general al Bien universal y finalmente vibrar de amor por Dios,
puesto que en una armonía humana, como en una armonía cósmica,
nos encontramos con Dios, Bien de esta humanidad y de este universo.
Sólo así podemos estar seguros de amar a Dios». La moviente trinidad
del Amor de Dios, del Bien general y de la Gloria de Dios son idénti-
cos. «La marcha regresiva es desde ahora posible; la Gloria de Dios se
ha alcanzado metafísicamente y deviene el principio infinito de nuestra
acción»70.
70
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
«n. 49 Pero la mayor razón para elegir como mejor una serie de
cosas (sin duda la que existe) fue Cristo qeavnqrwpo" (Theánthropos,
el Dios que se hizo hombre) quien, en cuanto criatura elevada al
grado supremo, debía estar contenida en esa nobilísima serie como
parte, incluso como cabeza del universo creado; a quien le ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra, en quien deberían ser ben-
decidos todos los pueblos, por quien toda criatura será liberada de
la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de
los hijos de Dios.
n. 54 A estas quejas72 se deben dar dos respuestas: una, que apor-
tó el apóstol, que las aflicciones de este tiempo no son dignas de la
gloria futura que se revelará a nosotros. La segunda, lo que Cristo
mismo nos ha sugerido con una bellísima comparación: si el grano
de trigo que cae en tierra no muere no dará su fruto»73.
71
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
III
cesa parcial anotada en Fremont, 75-209. El padre Des Bosses nació en Holanda
en 1663, entró en la Compañía de Jesús en 1686. Tras conseguir el doctorado en
teología en Colonia, la enseñó en el Colegio de los jesuitas de Hildesheim hasta
1709, luego matemáticas de nuevo en Colonia hasta 1711, después estuvo hasta
1713 en Paderborn enseñando teología y por fin otra vez en Colonia como profe-
sor de matemáticas, en donde murió en 1738. Tradujo la Teodicea al latín.
72
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
Newton75 por intermedio de Samuel Clarke en eso que es, por así decir,
la coronación de lo “ya pensado”. A esta polémica se refiere Leibniz por
lo largo y por lo ancho en sus cartas de la época dirigidas a sus más diver-
sos correspondientes. En cambio, su diálogo con el padre Des Bosses
parece mantenerse en el secreto en donde se produce y se expresa el
pensamiento mismo, como si fuese el lugar en donde piensa lo nuevo.
Como digo, sus últimas cartas, sobre todo, son de una importancia capi-
tal en el pensamiento leibniciano. Por su misma densidad y por el lugar
que ocupan de tercer ‘cierre’ del sistema como le llama Christiane
Fremont, sólo puedo dedicarles poco más que algunas menciones.
Desde la primera carta de Leibniz a Des Bosses del 2 de febrero de
1706, nos topamos ya con la mención de la objeción del padre
Tournemine en el número de marzo de 1704 de las Mémoires des
Trévoux, la revista de los jesuitas franceses76: la explicación leibniciana
del acuerdo entre cuerpo y alma no explica esa unión. Leibniz objeta
que su intención ha sido sólo la de explicar los fenómenos y la unión
no es propiamente un fenómeno, pero todavía no quiere entrar en esa
cuestión77. El tema reaparece varias veces en la correspondencia, como
vamos a ver, y el problema que esa objeción ocasiona en su sistema es,
sin duda, el motivo de que al aparecer la cuestión de la transubstancia-
ción Leibniz encuentre solución a sus inquietudes y perplejidades siste-
máticas con el vínculo substancial.
Muy poco después, en la carta del 14 de ese mismo mes de febrero
de 1706, dice Leibniz que las razones progresan al infinito no al dar
cuenta de los universales sino de los singulares, por eso una mente
creada no puede dar cuenta de ellos78. Otro tema conexo se introduce
73
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El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
77
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Phenomene, et comme on n’en a pas même donné une Notion intelligible, je n’ay
pas pris sur moy d’en chercher la raison. Cependant je ne nie pas, qu’il y ait quel-
que chose de cette nature: et il en seroit à peu pres comme de la presence, dont
jusqu’icy on n’a pas expliqué non plus la notion, lorsqu’on l’a appliquée aux cho-
ses incorporelles, et qu’on l’a distinguée des rapports harmoniques qui l’accom-
pagnent, et qui sont aussi des phenomenes propres à marquer l’endroit de la chose
incorporelle. Après avoir conçu une Union et une presence dans les choses mate-
rielles, nous jugeons qu’il y a je ne say quoy d’Analogique dans les immaterielles:
78
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
mais tant que nous ne pouvons pas en concevoir d’avantage, nous n’en avons que
des Notions obscures. C’est comme dans les Mysteres où nous tachons aussi d’e-
lever ce que nous concevons dans le cours ordinaire des Creatures, à quelque
chose de plus sublime qui y puisse repondre par rapport à la Nature, et à la
Puissance Divine, sans pouvoir concevoir rien d’assez distinct et d’assez propre à
former une Definition intelligible en tout. C’est aussi pour cela qu’on ne sauroit
rendre raison parfaitement de tels Mysteres, ny les entendre entierement icy bas. Il
y a quelque chose de plus, que des simples Mots, cependant il n’y a pas de quoy
venir à une explication exacte des Termes», LPS VI, 595-6.
104 Cf. Teodicea, 86-91 y 397, en LPS VI, 149-53 y 352-3.
105 LPS II, 371.
106 LPS II, 378.
107 LPS II, 378-9.
79
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81
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
de las cosas, cf. Fremont 153 nota 1. Con respecto a la mecánica de fluidos hay
que ver la discusión con Hartsoeker, que se desarrolla a la vez que esta corres-
pondencia con Des Bosses y de la que se hace mención detallada aquí.
82
El Dios trinitario, culminación de la filosofía de Leibniz
Fremont tiene unas palabras muy atinadas: «La unidad de un cuerpo de la natu-
raleza no es geométrica sino dinámica: procede de la fuerza dominante que da
al conjunto su cohesión», Fremont 155 nota 2.
122 LPS II, 435.
83
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
123 LPS II, 435-6; no deje de leerse la nota de Fremont, 166 nota 6; me salto
84
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IV
89
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Digo necesaria, pues la magnitud física constituida por las cosas exten-
sas es continua.
Pero esta última consideración nos lleva ya al mundo de lo real, en
donde algo similar acontecería. Las mónadas, que en sí mismas tienen
unidad, constituirían en su conjunto algo sin contigüidad de unas con
otras; cada una de ellas, por tanto, aislada en su esplendor, sin ninguna
otra junto a sí, por lo que el mundo sería una esplendorosa discontinui-
dad producida por las mónadas radicalmente inconexas —aunque, bien
es verdad, interconectadas a través de Dios—. El mundo así sería radi-
calmente discontinuo. Falta algo todavía. Lo real, de esta manera, sería
una serie infinita de mónadas que no se tocan. Sí, es verdad, cada una
de ellas ‘expresa’ el mundo entero desde su particular punto de vista,
pero no se ‘toca’ con las demás mónadas, está en un supremo aisla-
miento sin tocarse con ninguna otra mónada; su unidad con ellas sólo
es, hasta ahora, por arriba, a través de Dios. Esa expresión es, ciertamen-
te, una manera compacta de interrelacionarse en un todo que todo lo
llena. Pero, incluso vistas las cosas así, no habría verdadera continuidad
en lo real. Así pues, ‘lo real’ no habría dado cuenta todavía de lo verda-
deramente real, pues éste es esencialmente continuo. Es necesario ‘llenar’’
los infinitos huecos hasta constituir la verdadera continuidad de lo real.
Esto se hace mediante el ‘vínculo’, el cual, dando unidad a lo que no es
más que relación, ‘llena’ los infinitos huecos dejados por la serie infinita
de mónadas y constituye así la vecindad decisiva de lo que es continuo.
Antes de seguir, viene a cuento mencionar algo: parecería que todo
en el leibnicianismo discurriría por otros derroteros que los de la física
esencialmente discontinua de nuestro tiempo —me atrevería a decir que
visceralmente discontinua—. No creo que la comparación pueda que-
dar sin más en un problema de la continuidad leibniciana contra la dis-
continuidad moderna. Eso sería una discusión de meras palabras, como
si las palabras expresaran sin más la realidad de lo que cada uno dice.
Dejándolo aquí, habría que mencionar al menos el problema que en la
filosofía de la física de hoy se plantea entre la discontinuidad de lo real
producto de la mecánica cuántica y los esfuerzos einsteinianos y de sus
sucesores de los años noventa del pasado siglo por llegar en la física a
posturas realistas de continuidad.
Prosigamos. La armonía preestablecida, a la que ya me he referido
sin nombrarla, pone de acuerdo la unión del cuerpo y el alma. El alma
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Queda, pues, algo que resulta ser decisivo a la postre. Las mónadas
en las series de sus acciones se relacionan entre sí a través de su ser
dependiente de Dios, aunque un Dios que todo lo quiere con su
Espíritu en el Amor. Pero no hay unión entre las propias substancias; la
interconexión mutua se hace sólo en su pura dependencia de Dios. Por
ejemplo, no hay unión entre el cuerpo y alma, hay exacto paralelismo
armónico en sus acciones a través de la armonía preestablecida entre el
conjunto monádico corporal y la mónada que es el alma por interme-
dio de Dios. Ni siquiera hay unión en el cuerpo, que por ahora resulta
ser un mero agregado monádico, por muy armonioso que sea. Falta
algo decisivo, que es pensar la unión substancial del cuerpo y la liga-
zón substancial entre ese cuerpo y el alma. No sería válido decir sin más
que la mónada alma es forma del cuerpo y que es ella quien le da al
cuerpo una unidad ‘almádica’. Las cosas no son posibles de este modo
en el leibnicianismo, porque las mónadas están ya plantadas, y el cuer-
po es un agregado de infinitas mónadas regidas —a través de la armo-
nía preestablecida por Dios— por la mónada alma, en acuerdo mutuo
de total consenso, pero sin que haya influencia directa de la mónada
alma sobre el agregado corporal. La identificación de las mónadas sería
el único camino, pero este es, evidentemente, un camino imposible en
el leibnicianismo. Así pues, el cuerpo tendría una unidad substancial
monádica, y se identificaría con otra mónada. Pero las mónadas jamás
pueden identificarse porque siempre son y han de ser discernibles unas
de otras, como expresión que cada una de ellas en su nivel son del uni-
verso entero desde su punto de vista, y no caben dos puntos de vista
que comiencen siendo distintos para terminar identificándose en el
mismo. Leibniz se encuentra así en un callejón sin salida: no hay uni-
dad corporal, no hay unidad de ningún estilo en lo mundanal, no hay
unidad del mundo como tal.
Es necesario algo más; y eso lo encuentra Leibniz en la comprensión
de la transubstanciación eucarística en su correspondencia con el jesui-
ta Des Bosses. En el mundo de las composibilidades armónicas prees-
tablecidas por Dios se ha tejido una red inmensa, infinita, de relaciones.
Es necesario, para terminar el sistema, dar ligazón substancial a esas
relaciones, por lo que se establecerán las uniones intermonádicas. Este
es el vinculum substantiale que encuentra en la explicación de la tran-
substanciación eucarística.
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144 Ilya Prigogine e Isabelle Stengers, Entre le temps et l’éternité, París, 1988,
pp. 41-42.
95
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
145 Leibniz está persuadido de que no pudiendo ser demostrados los miste-
Scourmont durante las Navidades de 1990. Doy las gracias a aquellos amigos
por su tan amable acogida.
96
4. LA COSMOLOGÍA DE LEIBNIZ: TEOLOGÍA DE LA
RAZÓN PURA — FILOSOFÍA DE LA RAZÓN PRÁCTICA
«... il s’est tué, oui, quand il a compris que la vérité était en marche»
(Georges Simenon)
«... et que la vérité, si elle marche bien lentement, n’est pas moins en marche»
(Henri Poincaré)
«Il suo è un sguardo affetivo dotato di memoria, temprato dalla lontananza
e dalla separazione» (Pier Vittorio Tondelli)
I. Planteamiento
97
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
las que utilizo pueden ser categorías interesantes para dilucidar algunos
pensamientos que propongo como fecundos. Más aún, quisiera mostrar
que valen incluso para hacernos comprender mejor los caminos del
pensamiento leibniciano, por un lado, mientras que, por otro, pueden
servirnos también para dejarnos ayudar por el filósofo barroco en lo
que son nuestros pensamientos, en el planteamiento y resolución de
nuestros problemas, en la respuesta a nuestros propios porqués.
La ciencia leibniciana dirige a quien la practica, sin recato alguno,
hacia la metafísica, atravesando la cosmología, como lo vamos a ver.
Una ciencia que sea poco segura, por el contrario, una ciencia que no
se atenga a las verdaderas razones de nuestra ‘razón práctica’ porque se
haya quedado empantanada en una pretendida mera “pura razón”, nos
habrá de llevar a falsedad necesaria en ese adelgazamiento del pensar
con razones —cuajado de peligros— que es el paso a la ‘razón pura’
—la que construye la metafísica—; paso que en mi hipótesis se da en
la cosmología, junto a la consideración de la ‘prueba de la existencia de
Dios’. Cuando la ciencia y esa metafísica incoada ya, siguiendo a
Leibniz, consideran la cosmología, el pensamiento del mundo como
creación se hace patente a las razones. El ‘Dios de la prueba’, es decir,
el Dios que surge como evidente en el paso que atravesando la cos-
mología va desde la física —la ciencia, todo el razonamiento matemáti-
co y un razonamiento incoado que va más allá de la matemática— hasta
la metafísica —el pensamiento globalizador de las razones que se entre-
lazan según principios—; el Dios que surge como necesidad absoluta
de la apertura del pensamiento a la metafísica, no es un “dios de la mera
prueba lógica”, sino el Dios verdadero, el Dios de un mundo que debe
ser considerado ya como Creación, el Dios creador, y un Creador que
crea el mundo por amor. Se inscribe aquí, finalmente, la belleza del vín-
culo substancial del último pensamiento leibniciano —seguramente
hipotético en el sistema, todavía—, pues nos señala que el Dios crea-
dor es no sólo un Dios de amor, sino que su creación es creación en el
Espíritu.
La cosmología leibniciana estaría así estrechamente ligada al paso de
una ‘filosofía de la razón práctica’ —que surge como rechazo frontal de
una susodicha filosofía (científica) de la mera “pura razón”— a una ‘teo-
logía de la razón pura’. La cosmología leibniciana sería así el lugar en
donde se piensa el conjunto: sea porque se buscan leyes y principios
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La cosmología de Leibniz
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La cosmología de Leibniz
Malebranche, en A II i 443.
153 Carta a Malebranche del 2 de julio de 1679, en A II i 473.
154 Carta al duque Johann Friedrich, quizá de 1678, en A II i 441.
155 Carta a un desconocido, seguramente escrita en 1679, en A II i 500.
156 Carta a Christian Philip de enero de 1680, en A II i 508.
101
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
aclaración: «Por tanto, afirmar que la idea de las cosas está en nosotros no es
más que sostener que Dios, autor a la vez de las cosas y de la mente, ha impre-
so en ella aquella facultad de pensar de tal modo que puede obtener mediante
sus operaciones todo lo que se corresponde perfectamente con lo que surge de
las cosas mismas», en LPS VII 264; tr. Olaso 179. Anteriormente ya había escrito
Leibniz sobre lo mismo: Ens Perfectissimum Existit, noviembre 1676, A VI iii
574-7; tr. Olaso 148-50.
102
La cosmología de Leibniz
es posible. Pero se puede ver que Dios es, con tal de que sea posible161.
Luego, si Dios es posible, Dios existe.
Pero ¿por qué Dios es posible? Volvamos —de la misma mano de
Leibniz— a Descartes, para quien el método que él mismo propone es
excelente, pues lo que sólo aparece como probable en física se prueba
en la geometría. Pero Descartes, según Leibniz, sin embargo, yerra tanto
en física como en geometría. En física puede explicarse que yerre, pues
no era ducho en experiencias, pero la geometría depende sólo de cada
uno. Se confunde Descartes en geometría desconociendo los «nuevos
métodos». Se confunde en física, pues las reglas del movimiento son
bien distintas a las que él consideró. ¿Qué tiene de extraño, por tanto,
que también se confunda en metafísica? No es ésta diferente ya —con
la Característica universal— de la verdadera lógica, es decir, del arte de
inventar en general. Metafísica o teología natural leibniciana: el mismo
Dios que es la fuente de todos los bienes es también el principio de
todos nuestros conocimientos. Puesto que la idea de Dios encierra en
sí el ser absoluto, lo que hay de simple en nuestros pensamientos, ahí
tiene su origen. Algunos piensan que idea e imagen son una misma
cosa, por lo que no podríamos tener ninguna idea de Dios; pero no lo
son: cuando pensamos en una cosa lo que nos hace reconocerla es la
idea de esa cosa. Por eso hay una idea de lo que no es material ni ima-
ginable. Otros no entienden cómo de la idea de Dios, que encierra
todas las perfecciones, se seguiría su existencia, que es una perfección.
Hay que probar que, efectivamente, tenemos la idea de un ser absolu-
tamente perfecto. Podemos pensar en cosas imposibles, sin duda; pode-
mos encontrar incluso demostraciones para ellas. El punto clave en este
terreno, pues, no es la imposibilidad, sino la contradicción. Una vez que
sé qué es el ser y lo que es el ser más grande y perfecto, todavía no sé
—según Leibniz— pensó que todo lo que puede suponerse clara y distintamen-
te es verdadero; lo que le valía para demostrar la existencia de Dios desde la idea
de un ser soberanamente perfecto, que encierra todas las perfecciones, por tanto
también la existencia. Para Leibniz, el axioma de que todo lo que sale de la defi-
nición puede enunciarse de la cosa definida, no es absolutamente universal,
puesto que cuando una definición implica contradicción, se pueden concluir
cosas absurdas; mientras no se sepa si es posible, no se podrá estar seguro de
las consecuencias. Hay que probar todavía, pues, que Dios es posible.
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interminable polémica sobre las fuerzas vivas. Véase, por ejemplo, Pierre
Costabel, La question des forces vives, CNRS, París, 1984, 170 p.
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(impetus)»184. Tales son las almas en los seres vivientes y las formas
substanciales en los demás seres. La materia primera sí que es mera-
mente pasiva, pero no es una substancia completa; la materia segun-
da, por el contrario, es una substancia completa, aquella que a la
materia primera se le ha añadido una entelequia primera, «esto es,
cierto impulso185 (nisum) o fuerza primitiva de actuar, que es la ley ínsi-
ta en ella, impresa por decreto divino»186. Tales son las mónadas.
Pero prosigamos. En el movimiento hay cambio de lugar, pero no
todo se termina ahí, pues «tiene lugar también el conato, es decir, el
impulso (nisum) a cambiar de lugar de modo que el estado siguiente al
actual se sigue de sí mismo, por la fuerza de la naturaleza»187. Si no fuera
así, suponiendo dos cuerpos con la misma cantidad y figura y en los
que el cuerpo que se mueve en nada se diferencie del otro en reposo;
nos faltaría la diferenciación sin la que no podríamos distinguir los esta-
dos del mundo corpóreo en momentos diversos, ni habría diferencia-
ción de unas partes de otras, ni diferenciación de las cosas presentes de
las futuras. La diferenciación por la mera figura, ahí, nada diferenciaría
en verdad. «Y puesto que todas las cosas que son sustituidas por las
anteriores son completamente equivalentes, ningún observador, aunque
fuera omnisciente, percibiría ni el más mínimo cambio. Por lo tanto,
todo sucederá como si no ocurriera ningún cambio ni diferenciación en
los cuerpos; y a partir de ello jamás podríamos dar razón de las diver-
sas apariencias que percibimos»188.
Son dignas de ser reseñadas las singulares últimas palabras de este
escrito leibniciano: «Me parece que de estos axiomas puede nacer el
Sistema restaurado y reformado de una filosofía intermedia que una y
conserve como es debido el formalismo y el materialismo»189.
principio de individuación.
189 De ipsa natura, en LPS IV 516; tr. Olaso 500.
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La cosmología de Leibniz
Para Leibniz, las matemáticas son el ars inveniendi: «el uso e inclu-
so la marca misma de la verdadera ciencia consiste, a mi entender, en
las invenciones útiles que de ella se puedan sacar»192. Tenía desde siem-
pre puestas todas sus esperanzas en ese ‘arte de inventar’ que en algún
momento temprano de su correspondencia se identifica, sin más, con el
análisis de los matemáticos —sobre el que por entonces cavila—, con
objeto de «reducir todos los razonamientos humanos a una especie de
cálculo que servirá para descubrir la verdad»193. Él mismo resultó ser
asombrosamente inventivo en ese arte194. Llegó tarde a los estudios
matemáticos —estando en París— y nunca fue un profesional sino casi
un diletante: nunca fue un calculador. Dejaba sus hallazgos enseguida
en manos de gentes más dotadas que él; su interés estaba sólo en
encontrar el meollo en donde las cosas se clarifican e inventar métodos
elegantes que ayudaran a resolver los difíciles problemas planteados,
imposibles de resolver en la geometría cartesiana. Sin embargo, hay que
decir enseguida que una actitud de origen es decisiva en las matemáti-
cas leibnicianas, y en general en las matemáticas de finales del siglo
XVII. El primado griego de la exactitud —con el que todavía se escriben
en 1687 los Philosophia Naturalis Principia Mathematica de Newton,
aunque no tanto el resto de su obra— deja paso a una exploración de
nuevos campos en los que se mira más la coherencia, la claridad, la ele-
gancia de planteamientos y resultados, que el rigor apasionado por la
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
seguridad teórica de lo que se hace; sin que esto quiera decir que no se
tenga confianza en la certeza teórica de los resultados del ‘nuevo méto-
do’, prodigiosos en su exactitud, sin duda alguna. Se tiene certeza abso-
luta en la seguridad de lo que se hace en el cálculo infinitesimal y en los
resultados apasionantes que con él se obtienen, pero los fundamentos
teóricos del hacer de esas operaciones infinitas de infinitos infinitésimos,
sin embargo, no tiene ni mucho menos todavía claridad teórica.
En matemáticas las cosas están muy claras; para Leibniz, pues, como
dirá a Samuel Clarke en el esplendor del final de su vida, «el gran fun-
damento de las Matemáticas es el Principio de Contradicción o de
Identidad, es decir, que un Enunciado no podrá ser verdadero y falso al
mismo tiempo, y que así A es A y no podrá ser no-A. Con este único
principio es suficiente para demostrar la Aritmética y toda la Geometría,
es decir, todos los Principios Matemáticos»195. Pero, nos hace notar
Leibniz, una cosa son las ciencias matemáticas puras, la aritmética y la
geometría, y otra distinta es la aplicación de esas ciencias a la naturale-
za tal como la «hacen las matemáticas mixtas»196. Ayuda decisiva para
resolver esos difíciles problemas que en ella se plantean es, según
Leibniz, «mi cálculo diferencial u otro similar»197. En opinión de un buen
conocedor de la matemática leibniciana, sin embargo, esas cuestiones
de matemáticas mixtas no son de hecho ni matemáticas ni físicas, rara
vez son la formalización de alguna situación concreta, y contienen siem-
pre una parte de arbitrariedad que señala un desajuste entre objetos
matemáticos y objetos físicos; de ahí que nunca hable Leibniz de las
propiedades de tal o tal curva sino de su naturaleza, que no es la natu-
raleza empírica sino una realidad sui generis de nociones ideales198.
párrafo: «Mais précisément l’intérêt des géometres pour les Mathématiques Mixtes
révèle son véritable ressort: loin de se soucier d’abord de situations concrètes, des
géomètres comme Leibniz ou les frères Bernoulli ne cherchent peut-être dans la phy-
sique qu’un supplément d’imagination pour la formulation abstraite des difficultés
théoriques les plus retorses», tr. Carpentier 282; cf. así mismo 309, 339 nota 10 y 363.
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La cosmología de Leibniz
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
cuenta de todo lo que es, porque todo lo que es se debe atener nece-
sariamente a ella; una razón matemática que es muy razonable en sí
misma, pero que con esa reducción abstractiva ha devenido algo que
sólo es (mera) “pura razón”. Leibniz es formal a este respecto: quien se
queda ahí no alcanza lo real, ni siquiera lo posible. El verdadero uso
puro de la razón es el uso que pasa por la que llamo ‘razón practica’
para ir más allá de ella. La construcción de la física leibniciana nos lo
enseña. Nada tiene que ver con el uso de la razón de alguna “filosofía
experimental” en el sentido newtoniano, como sabemos. Nada tiene
que ver con la “razón matemática” cuando esta es entendida como
razón reductora. Nada tiene aquella que ver con una conjunción de
ambas, lo que daría lugar a una (ficticia) “pura razón”.
Creo que la consideración de los largos esfuerzos de Leibniz por
avanzar en los estudios matemáticos, que llevan a la invención del cál-
culo infinitesimal, pueden ponernos claramente en la pista de la que
llamo su ‘razón práctica’. Porque, según mi hipótesis, su absoluta nece-
sidad culmina en esos estudios. Las matemáticas para Leibniz son algo
instrumental, una herramienta maravillosa, pero en absoluto piensa que
muestren las esencias mismas de los fenómenos, de lo que sea la reali-
dad. Lo que sea la realidad se nos aparece en la globalidad cuidada de
nuestras razones, una vez que hemos recorrido los caminos adecuados
para ello, y esos caminos no terminan, ni mucho menos, lo hemos visto,
en la práctica de la “razón matemática”: la física leibniciana está más allá
de los principios matemáticos de la filosofía natural. La física leibnicia-
na es un esfuerzo razonable y decidido por ir a las cosas mismas, tal
como ellas son.
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La cosmología de Leibniz
202 El más extenso de los que escribiera, aunque —como casi siempre— no
publicó, pues a la muerte de Locke, en 1704, no le pareció prudente criticar a
alguien que ya no le podía responder: Nouveaux essais sur l’entendement
humain par l’auteur du système de l’harmonie préétablie [= NE ], en LPS V, tam-
bién, editado por André Robinet, en A VI vi. Hay una edición inmejorable de
Jacques Brunschwig en la colección de bolsillo de Garnier-Flammarion. Hay una
traducción española de Javier Echeverría (Editora Nacional, Madrid, 1983).
Puede verse Nicholas Jolley, Leibniz and Locke. A Study of the ‘New Essays on
Human Understanding’, Clarendon Press, Oxford, 1984, 215 p.
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La cosmología de Leibniz
208 Lo mismo acontece, por ejemplo, con los colores o con la luz, cf. NE II
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dits, edición de Gaston Grua, PUF, París, 1948, pp. 478-86, escrito entre 1699 y
1703; en la recopilación de textos preparada por Jaime de Salas, G. W. Leibniz,
Escritos de filosofía jurídica y política, Editora Nacional, Madrid, 1984
[= tr. Salas], pp. 444 y 446.
223 NE prefacio, ed. Brunschwig 49.
224 NE prefacio, ed. Brunschwig 46.
225 NE I i, ed. Brunschwig 59.
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231 Véase, por ejemplo, Conversation sur la liberté et le destin, en Grua 478-
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239 NE II xxi, ed. Brunschwig 158 y 160. El nombre hace referencia a las raí-
ces sordas.
240 Carta a Coste de 1706, en LPS III 383. Cf. también NE I i, en V 99, ed.
Brunschwig 91; NE IV vi, en 379, ed. Brunschwig 350 (junta representación con
característica).
241 Carta a la princesa Sofía, en LPS VII 552.
242 Carta a Remond de 1714, en LPS III 622.
243 En LPS VII 330.
244 Teodicea, en LPS VI 327.
245 Principes de la Nature et de la Grâce, fondés en Raison § 12, en LPS VI
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Con Leibniz, pues, hemos llegado también nosotros a hacer neta esta
doble afirmación: «he reconocido que la verdadera Metafísica no es ya
más diferente de la verdadera Lógica, es decir, del arte de inventar en
249 Carta a Morell del 29 de septiembre de 1698, en Grua 136-40; tr. Salas 438-9.
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de dos especies. Unas tienen certeza metafísica y otras certeza moral. Las
primeras suponen definiciones, axiomas y teoremas tomados de la ver-
dadera filosofía y de la teología natural. Las segundas suponen en parte
la historia y los hechos, y en parte la interpretación de los textos254.
En sus Nuevos ensayos hace referencia Leibniz a dos artículos suyos
en torno a la prueba de la existencia de Dios a los que considera espe-
cialmente pertinentes255. En el primero de ellos comienza diciéndonos
que el conocimiento «si es simultáneamente adecuado e intuitivo es
sumamente perfecto»256. El conocimiento será claro «cuando posea aque-
llo con lo que puedo reconocer la cosa representada», y la noción será
distinta cuando sea una «que permite distinguir esa cosa de todos los
demás cuerpos parecidos por medio de notas y exámenes suficientes»,
por lo que en el conocimiento distinto de las nociones compuestas
todavía falta algo para que sea adecuado, es decir, «cuando todo aque-
llo de que se compone una noción distinta se conoce además distinta-
mente o cuando el análisis llega hasta sus últimos elementos, el cono-
cimiento es adecuado y no sé si los hombres pueden ofrecer un
ejemplo perfecto de éste, aunque la noción de los números se le apro-
xima mucho». Pero no podemos ver la naturaleza toda de la cosa de un
modo simultáneo, «sino que empleamos signos en lugar de las cosas
cuya explicación, al meditar, solemos omitir por razón de economía,
sabiendo o creyendo que la poseemos». Este es el tipo de pensamiento
que llama simbólico. Cuando la noción es muy compuesta no nos es
posible pensar simultáneamente todas las nociones que la componen,
aunque a veces es esto factible, y en cuanto que lo es «lo llama cono-
cimiento intuitivo»257. El pensamiento de las cosas compuestas es en
general sólo simbólico, mientras que el de la noción primitiva distinta
se da sólo en cuanto que es simbólico.
Por todo ello, piensa Leibniz, apelar a las ideas no siempre es garan-
tía de seguridad y muchos creen ahí dar solidez a productos que sólo
lo son de su imaginación. Así acontece cuando se piensa que, como
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Dios existe». Pero para eso, prosigue Leibniz, hay que conceder que
Dios es posible, y «mientras no se demuestre esta posibilidad, debe
considerarse que ese argumento no demuestra perfectamente la exis-
tencia de Dios». Nada se puede inferir con seguridad de lo definido
mientras no conste que la definición expresa algo posible, pues si
envolviera una contradicción oculta se deduciría de ella algo absurdo.
Pero con el argumento sabemos algo que no basta en las cosas para
probar su existencia: la naturaleza divina «existe por el solo hecho de
ser posible». Cuando se demuestre la posibilidad de Dios tendremos
una prueba261.
El centro mismo de su De rerum originatione radicali es una parte
mayor de la prueba, mas ya he dedicado un trabajo entero a lo que sig-
nifica ese escrito leibniciano y por ello no me fijaré ahora en él.
En los Principios de la Naturaleza y de la gracia fundados en razón
elabora la ‘prueba por el principio de la conveniencia’. El pensamiento
filosófico leibniciano se ha ido elaborando coherentemente en una red
hipotética que quiere y logra abrazar la realidad. Supone, para poner
orden en el conjunto de lo que va diciendo, una maravillosa ‘armonía
preestablecida’ entre las substancias. Pues bien, ahí está la clave, pues
«esta hipótesis también proporciona una nueva prueba de la existencia
de Dios, prueba que posee una claridad sorprendente. Pues ese acuer-
do perfecto de tantas substancias que carecen de toda comunicación
entre sí sólo puede provenir de una causa común»262. Hay otra prueba,
la prueba a posteriori. Hay razones para pensar que podemos dar razón
de las cosas, de la serie de las cosas difundidas por el universo de las
criaturas. Y esas razones no son razones sueltas, sino que son razones
ligadas como razones suficientes, razones últimas que nos explican por
entero la secuencia de esas series. Pero si las cosas son así, «la última
razón de las cosas debe estar en una substancia necesaria en la cual el
detalle de los cambios está sólo eminentemente como en su fuente: y a
esto es a lo que llamamos Dios»263.
aussi bien que de l’union qu’il y a entre l’ame et le corps § 16, en LPS IV 485-6;
tr. Olaso 470. Se publicó en el Journal des Savants del 27 de junio de 1695.
263 Monadología § 38, en LPS VI 613; tr. Olaso 614.
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266 Rudolf Carnap, La construcción lógica del mundo (1928), UNAM, México,
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quiera sacar las consecuencias dramáticas que ello tiene. Pero, para
decirlo de manera gráfica, lo mismo que hace unas décadas quisieron
dejar de lado para siempre la metafísica, y luego hasta ellos mismo se
dieron cuenta de que lo que acontecía es que su metafísica era muy
burda, ahora quieren dejar de lado la teología, y comenzamos a darnos
cuenta de que lo que acontece es que su teología es muy burda. ¿No
fue aquella entonces la mala actuación racional de una “razón perezo-
sa”? ¿No es esta ahora la mala actuación racional de la misma “razón
perezosa”?
Comienzo a pensar que con los que siguen hoy sosteniendo lo
insostenible debe hablarse el lenguaje ockhamiano de Pierre Alféri267.
Pero lo que aquí apunto puede quedar —¡debe quedar también!—
para otra ocasión268.
267 Pierre Alféri, Guillaume d’Ockham. Le singulier, Minuit, París, 1989, 482 p.
268 Rendido tras todo un jueves paseando por Roma y dando vueltas a cuál
sea la piedra de clave de lo que mañana he de decir, creo haber encontrado
algo. Podría haberme limitado a leer lo que he escrito en estos papeles sólo, en
decir, pues, con la mayor garantía posible de exactitud el pensamiento de
Leibniz sobre la cosmología. Pero no sería de interés alguno —para mí— si lo
que diga no fuera algo que yo mismo pienso y que sea algo que lo pueda
comunicar —con objeto de persuadirles— a quienes me van a escuchar maña-
na viernes, porque para eso tengo que hablarles. Todo un día de cabizbajas
cavilaciones romanas me han llevado, creo, a alguna luz. Creo ver cómo hablar
de cosmología, cómo hablar de aquello que pienso sobre ella y, además, cómo
encuentro alguna luz en eso que quiero pensar, pensando lo que pensó Leibniz.
Ese me gustaría que fuera el tema de mi charla de mañana.
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5. ISAAC NEWTON: FILOSOFÍA NATURAL Y RELIGIÓN269
269 Este trabajo, pedido para Giuseppe Tanzella-Nitti y Alberto Smurro (eds.),
Dobbs, The Janus Faces of Genius: The Role of Alchemy in Newton’s thought,
Cambridge University Press, Cambridge, 1991; A.R. Hall, Philosphers at War: The
Quarrel beetween Newton and Leibniz, Cambridge University Press, Cambridge,
1980; Isaac Newton: Adventurer in Thought, Blackwell, Oxford, 1992; M. C.
Jacob, The Newtonians and the English Revolution: 1689-1720, Cornell
University Press, Ithaca, 1976; A. Koyré, Newtonians Studies, Harvard University
Press, Cambridge, MA, 1965; From the Closed World to the Infinite Universe, John
Hopkins University, Baltimore, 1965; F. E. Manuel, The Religion of Isaac Newton,
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A los dieciocho, en junio de 1661, siendo uno o dos años mayor que
sus compañeros, fue aceptado en el Trinity College de Cambridge, el
más famoso de sus colegios. Newton ingresó en la universidad como
subsizar, lo que en Oxford se denominaba servitor, «estudiante pobre
que pagaba su estancia con trabajos serviles para los fellows»272. ¿Por
qué, si su familia tenía los medios de un señorío que, sin duda, le hubie-
ra permitido pagar el costo del colegio? Fue un estudiante «solitario y
triste»273, como lo califica Westfall, quien añade luego: «La escrupulosi-
dad, el autocastigo, la austeridad, la disciplina y la laboriosidad de una
moralidad que, a falta de una palabra más apropiada, podría llamarse
puritana, quedaron grabados en su carácter desde edad muy temprana.
La figura de un censor había crecido en su interior, y vivió siempre bajo
la mirada atenta de ese Juez»274.
Leyó a Descartes, a Pierre Gassendi, el Dialogo sopra i due massimi
sistemi del mondo de Galileo, a Robert Boyle, Thomas Hobbes y Henri
More. «Veritas, la nueva amistad de Newton, no era otra que la philoso-
phia mechanica»275, en la que se consideraba un mundo en constante
movimiento. Nos queda de entonces un cuaderno suyo titulado
Quaestiones quaedam Philosophicae, escrito en inglés, en donde puede
estudiarse su primera problemática, sus primeras preguntas, y cuyo con-
tenido anticipa ya su pensamiento entero. Si el estudio de Descartes le
introdujo en la filosofía mecánica, lo cierto es que se sumó enseguida
al pensamiento de los atomistas. Pronto, sin embargo, se sintió «alarma-
do» por las implicaciones negativas para la religión del cartesianismo,
sobre todo después de leer a Hobbes. Además de la filosofía natural, en
esos años Newton descubrió las matemáticas, de las que al punto se
constituyó en un singularísimo experto. Guardó siempre el gusto por la
larga resolución escrita de largos y complicados problemas matemáticos.
Además, constantemente estaba con la pluma en la mano, repetía una y
otra vez las cosas; parece, como han dicho, que pensaba con la pluma.
La cátedra lucasiana de matemáticas de la universidad de Cambridge se
fundó en 1663, y su primer ocupante, Isaac Barrow (1630-1677), tuvo su
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299 Optice, 1706, pp. 344-345; el texto inglés de 1717 está muy aumentado:
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otra manera»306. Este poder está actualmente presente en todas las par-
tes del universo, lo que hace que «el Autor del poder de la gravedad
está presente en todos los tiempos, en todos los lugares del universo».
Más aún, es cierto y está perfectamente demostrado que «el Autor de
este Poder es un Ser Inmaterial y Espiritual, presente y penetrante en el
Universo entero»307.
Sin embargo, no todos se van a dejar convencer sumisamente por
esas afirmaciones. Como dirá el secretario perpetuo de la Academia de
Ciencias de París, Bernard le Bovier de Fontenelle, en el elogio fúnebre
pronunciado a la muerte del presidente de la Sociedad Real de Londres:
Newton no establece más que cualidades manifiestas (y no cualidades
ocultas, como le acusan); mas son las causas las que nos son ocultas, y
«deja su búsqueda a otros filósofos».
Es obvio, si en algún momento el newtonianismo teológico había
soñado en que esa «causa oculta» fuera el dedo de Dios, sucederá que
otros filósofos futuros encontrarán explicaciones nuevas que harán
innecesario ese dedo, y a Dios con él. Recuérdese que Laplace, quien
encontraba que esta atracción universal es un «principio» y «no simple-
mente una hipótesis», tras su exposición del sistema de mundo ante
Napoleón, al preguntarle este dónde queda Dios en su sistema, le res-
ponderá: Señor, yo no necesito de esa hipótesis. Esa «causa», pues,
habría dejado de ser necesaria en la consideración del mundo.
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Dos citas largas nos van a poner, con sus mismas palabras, frente a
la concepción última, por más que sea neblinosa, que Newton tiene de
Dios, estableciéndonos las íntimas y secretas conexiones que se dan
entre “filosofía natural” y ‘religión’.
El primer texto procede de un manuscrito inédito. Refiriéndose a
Jesucristo, Newton, hablando de las figuras de Arrio y Atanasio, dice así:
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«Este (Dios) rige todas las cosas, no como alma del mundo, sino
como señor del universo. Y por causa de su dominio, el señor Dios
suele ser llamado pantocrator. Pues Dios es una voz relativa y se refie-
re a los siervos; y la deidad es dominación de Dios, pero no en el pro-
pio cuerpo, con lo que Dios sería el alma del mundo, sino en los sier-
vos. Dios es el sumo ente, eterno, infinito, absolutamente perfecto.
Pero el ente perfecto sin Dominio no es el señor Dios. Decimos,
pues, Dios mío, Dios nuestro, Dios de Israel, Dios de los dioses y
señor de los señores, pero no decimos eterno mío, eterno nuestro,
eterno de Israel, eterno de los dioses; no decimos infinito mío o per-
fecto mío. Estas apelaciones no tienen relación con los siervos. La
palabra Dios significa señor, pero no todo señor es Dios. La domina-
ción del ente espiritual constituye a Dios, la verdadera (dominación)
al verdadero, la suma al sumo, la falsa al falso. Y de la dominación
verdadera se sigue que Dios es verdadero y vivo, inteligente y
potente; de las restantes perfecciones, que es pleno o sumamente
perfecto. Es eterno e infinito, omnipotente y omnisciente, esto es,
dura de la eternidad a la eternidad, está presente desde el infinito al
infinito; gobierna todas las cosas y todas las conoce, las que están
hechas y las que pueden ser hechas. No es la duración y el espacio,
pero dura y está presente. Dura siempre y está presente en todas
partes; existiendo siempre y en todas partes, constituye la duración
y el espacio. Como cada partícula del espacio es siempre y en cada
momento indivisible de la duración en todas partes, ciertamente el
Artífice y Señor de todas las cosas no será nunca y en ninguna parte.
Toda alma que siente en los diversos tiempos y en los diversos sen-
tidos y órganos del movimiento es una persona invisible. Las partes
se dan sucesivamente en la duración, coexistentes en el espacio,
pero no en la persona del hombre o en su principio racional, y
mucho menos en la substancia pensante de Dios. Todo hombre, en
cuanto cosa sentiente es único e idéntico durante toda su vida en
todos y cada uno de los órganos del sentido. Dios es uno y el mismo
Dios siempre y en todas partes. Omnipresente lo es no únicamente
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Isaac Newton: filosofía natural y religión
Ese mundo cuasi inmaterial en su conjunto, está regido por una ley
general, la de la gravitación, que tiene aspiraciones a ser ley única en
la cosmología newtoniana. Se trata de una fuerza central, direccional, que
se da en los cuerpos —sería mejor decir que se da a los cuerpos—,
pero Newton no se cansa de decir una y otra vez que no es una fuer-
za ínsita en los propios cuerpos, es decir, algo consubstancial a la
misma materia, pues la materia newtoniana es meramente inerte, debe
ser meramente inerte. Sin embargo, pasará toda su vida con una terri-
ble duda: si en su mundo todo el espacio está prácticamente vacío,
¿cómo se transmite esa fuerza de atracción por él?, ¿será una fuerza,
pues, que no se transmite por contacto, en contra de lo aceptado por
todos?, o, por el contrario, ¿habrá que suponer al vacío lleno de un
éter, éter inmaterial que tampoco es el espacio mismo, puesto que
tiene propiedades mecánicas, y no sólo matemáticas?, ¿cómo conce-
birlo?; y, si se postula su existencia, ¿cómo hablar de solos átomos y
vacío?
El mundo newtoniano es un mundo infinito. Si fuera finito, al estar el
resto del espacio infinito vacío de toda materia, ese mundo finito, en defi-
nitiva, sólo tendría fuerzas gravitatorias internas, no contrarrestadas por
otras externas a él —lo que no acontecería si el mundo fuera infinito,
puesto toda parte de mundo tendría otras partes externas a ella—, y en
consecuencia el mundo caería rápidamente en un enorme barullo sobre
sí mismo. Mas piensa Newton que, finalmente y en realidad, esto es lo
que acontecerá con el mundo.
Ese mundo newtoniano es a la vez un mundo poblado sobre todo, casi
únicamente en el fondo, de fuerzas —y de espíritus— que, al igual que el
referencial espacio-temporal, también tienen que ver íntimamente con
Dios, sean las propias fuerzas gravitacionales, sean las fuerzas tangencia-
les que, junto con aquellas, llevan a los cuerpos ajustadísimamente por sus
órbitas elípticas, pues en un caso y en otro el mismo dedo de Dios es quien
origina actualmente ambas fuerzas, les da su dirección precisa y las calcu-
la con la cuidadosa exactitud requerida para que los cuerpos se muevan
por las complicadas órbitas elípticas que tienen. Complicadas, puesto que
en una elipse el valor absoluto y la dirección de esas fuerzas cambian
constantemente, dependiendo en cada punto de la elipse de su distancia
al foco en el que se encuentra el cuerpo que es realmente atractor, debi-
do a su masa imponente mayor que la del atraído, y sólo la ajustadísima
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derivadas parciales, a las que sólo les faltan las condiciones de contorno
o condiciones iniciales para ser susceptibles de una resolución que efec-
tivamente todo nos lo enseñe —el pasado, el presente y el futuro, cada
detalle del conjunto y el conjunto en todo su detalle—. En ese mundo
esencialmente predeterminado y determinista, el tiempo es una mera
variable que se puede recorrer hacia el +, cuando (t1 - t0) > 0 = futuro,
o hacia el -, cuando (t1 - t0) < 0 = pasado, sin que, por tanto, futuro, pasa-
do, presente, tengan una realidad en esta cosmología. Llegamos así a lo
que se ha convertido después de Newton en un determinismo riguroso
y rigurosamente atemporal. De ahí que ese Dios “seco” pueda ahora ser
substituido con extremada facilidad por una Gran Razón Matemática. Así,
Dios es substituido de una manera natural por la (mera) Razón Natural.
¡La herencia de la cosmología newtoniana será recogida, finalmente, en
una cosmología postnewtoniana materialista!
El mundo newtoniano se termina en sí mismo, pero jamás se hace
realidad. Es un mundo regido por el más inexorable “principio de obje-
tividad”. Un mundo seco y desencarnado, que sólo puede ser produc-
to de un Dios “seco” y “desencarnado”, en el que de ninguna manera
cabe siquiera la encarnación; en el que jamás existe la Palabra, sólo el
mandato soberano. Un Dios que no es sólo ya el Dios de los filósofos,
sino, peor aún, el Dios de la mera geometría analítica. Pero también, y
al punto, un mundo en el que enseguida Dios ya no es necesario.
Tras el esfuerzo newtoniano viene de manera inexorable una con-
cepción radicalmente materialista. Basta con algún pequeño retoque
aquí y allá. Uno convierte a Dios en una hipótesis que ya no se nece-
sita en adelante. Otro hace ínsitas a la propia materia las fuerzas atrac-
tivas y tangenciales, es decir, las hace producto de la esencia misma de
la materia, consubstanciales a ella; las hace materiales de una forma que
resulta esencialmente reductiva, como esencialmente reductivo era el
modelo newtoniano del que se hace heredera esta manera postnewto-
niana de ver una creación que ya apenas lo es: para que deje de serlo,
bastará con que se haga luz la afirmación de que la materia es necesa-
riamente eterna, volviendo así a los atomistas antiguos de los que
Newton —sin razón suficiente— se había apartado en su modelo cos-
mológico.
168
6. GALILEO Y LA RETÓRICA DE LA NATURALEZA:
EL MITO COSMOLÓGICO DEL ‘NUEVO ARISTÓTELES’
I. Introducción310
310 Este trabajo fue escrito corriendo el año 1994. Véase, después, Peter
169
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
312 Que se une a otras estrategias de acción, suyas y de sus amigos. Léase el
magnífico libro de Mario Biagioli, del que se habla en el apéndice del capítulo.
170
Galileo y la retórica de la naturaleza
313 Galileo Galilei, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, edición
171
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
canal entre Pádua y Venecia. Se deja caer una piedra de lo alto del más-
til. Alguien, en el velero, observa la caída. La piedra cae paralela al mástil
siguiendo la línea que une sus dos extremos, una línea recta perpendicu-
lar a la cubierta del buque, lo que al observador que se mueve con el
barco le parece lo más natural. Alguien, quieto en la orilla, observa la
misma caída. La piedra cae siguiendo ahora una línea transversal, pues
desde el momento en que la piedra abandona el extremo superior del
mástil todo el conjunto del buque se ha movido en el agua —¡y la piedra
con él!—, por lo que aquella ha caído sobre la superficie de la Tierra
siguiendo una línea transversal que se aleja de la vertical del punto en que
comenzó su caída en la dirección del sentido de la marcha del velero.
La ‘prueba’ definitiva, por tanto, de que la piedra no cae absoluta-
mente siguiendo una línea recta perpendicular a la superficie de la Tierra
para un observador alejado del movimiento del velero y situado en la
quietud casi indiferente de la orilla —Galileo, evidentemente—, es que
el observador situado en el barco —por supuesto, Simplicio—, ve caer
sobre la cubierta del barco verticalmente en línea recta una piedra que
incide sobre la superficie de la Tierra siguiendo una línea transversal314.
La misma piedra cae de manera distinta para Galileo que para Simplicio.
Para Simplicio, por tanto, comprender el nuevo comienzo de la físi-
ca del movimiento315 es demasiado difícil. Salviati da la explicación de
que así sea cuando le espeta: «si observase, si no con el ojo de la fren-
te, al menos con el ojo de la mente», le sería más fácil ver las cosas que
acontecen. A lo que Simplicio responde con muchísima razón: «Sería
necesario poder hacer una tal experiencia»316, pues Galileo sabe muy
bien que todo su argumento descansa en una ‘experiencia’ no realiza-
da realmente317. Sin embargo, nótese cómo interpreta y entiende
314 Tal es lo que luego se llamará principio galileano de la relatividad del movi-
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Galileo y la retórica de la naturaleza
lo que acontece para uno y otro observador. Llegará un día en que ponerla en
entredicho será una nueva evidencia.
322 Del que la ‘experiencia’ a la que me acabo de referir es una parte.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
323 Y en los subsiguientes libros galileanos sobre la Luna y las manchas solares.
324 Dialogo, en Opere, VII, 142. También, en la misma página: «tanto è far
mouver la Terra sola quanto tutto’l resto del mundo».
325 Salviati se muestra extraordinariamente fiero de la resolución de un pro-
blema al que Galileo ha dedicado grandes esfuerzos, pero que sólo soluciona-
rá años más tarde en el retiro obligado de su villa de Arcetri, y que publicará
en 1638 en sus Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due nuove scien-
ze attinenti alla mecanica ed i movimenti locali. Esto es, sin duda, parte de la
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Galileo y la retórica de la naturaleza
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
327 Este Galileo es el que terminará siendo el más interesante para nosotros,
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Galileo y la retórica de la naturaleza
refiere Galileo sigue desconfiando de «su saber» incluso tras la más cuidadosa
de las observaciones, y ha aprendido que lo desconocido y lo inopinable tie-
nen un lugar preferente en estas cuestiones, pues la más cuidadosa de las obser-
vaciones no nos hace ver el «el todo», lo que le hace concluir que «la ricchezza
della natura nel produr suoi effeti con maniere inescogitabili da noi, quando il
senso e l’experienza non ci lo mostrasse, la quale anco talvolta non basta a sup-
plire alla nostra incapacità», en Opere, VI, 280-281; el texto citado en 281.
328 El texto clásico sobre los dos libros es el de Il Saggiatore, en Opere, VI, 232.
329 O como dice poco después, atengámonos a lo que «il senso manifesto o
le dimostrazioni necessarie ci avesser resi certi sicuri», que nadie ponga en duda
lo que «il senso e le ragioni dimostrative e necessarie», nos han enseñado, carta
a Benedetto Castelli del 21 diciembre 1613, en Opere, V, 283-284.
330 Que ahora, para el caso, tiene tres caras: «osservazioni celesti», «esperien-
ze sensate», «incontro di effettti naturali», carta a Piero Dini del 23 marzo 1615,
en Opere, V, 300. La doctrina copernicana no fue introducida «per salvar l’ap-
parenze»; en ella se trata «della vera costituzione (...) dalla vera e reale (...) la
vera disposizione delle parti del mondo», 297-298. La movilidad de la Tierra,
añade, debe considerarse como «sicurissima, verissima e irrefragabile», 299.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Galileo y la retórica de la naturaleza
del mundo, por tanto, asevera Galileo, nada de conformarse con «una
mayor probabilidad», sino que se aspira a «demostración necesaria».
Pero dichas afirmaciones están en contradicción absoluta con lo que
hemos visto como final y corolario del segundo parágrafo. La razón es
clara: en su estrategia de las evidencias, Galileo tuvo que tirar mucho las-
tre para, sin poder producir la ‘prueba’, lograr, sin embargo, el mismo
efecto. Por tanto, con respecto a la «sensata experiencia», hay una dife-
rencia esencial entre lo que decía antes de 1616 y lo que dirá después;
lo que se debe a que no ha podido producir la prueba que busca para
el copernicanismo. Por eso, cuando Galileo es consciente de no tenerla,
deberá buscar por otros caminos, aparentemente menos ciertos, para lo
que producirá toda una compleja estrategia de evidencias que terminen
por ofrecerle un resultado que parecería paradójico: tener el mismo efec-
to asegurador que la prueba de necesidad. Estrategia de evidencias que,
como hemos visto en el parágrafo segundo, encuentra en su retórica de
la naturaleza, y que constituirá la enorme fuerza de su persuasión.
334 Paolo Antonio Foscari, carmelita napolitano, había publicado en 1615 una
carta en italiano al general de su orden en la que hacía una defensa cerrada del
copernicanismo. No está publicada en la edición de Antonio Favaro de Le
Opere. Sólo se puede leer en traducción inglesa en Richard J. Blackwell, Galileo,
Bellarmine, and the Bible, University of Notre Dame Press, Notre Dame y
Londres, 1991, pp. 217-251. No creo exagerado afirmar que si el copernicanis-
mo dependiera exclusivamente de ‘las razones’ con las que es defendido en esta
carta, habría que decir que, gracias a Dios, esa hipótesis es falsa.
335 Carta del 12 de abril de 1615, en Opere, XII, 171-172.
179
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
sol está en medio del mundo», pues esto no sólo irrita a los filósofos y
a los teólogos de la Escuela, sino que toca afirmaciones explícitas de la
Escritura. En segundo lugar, continúa Bellarmino, el Concilio de Trento
prohíbe exponer la Escritura «contra el sentir común de los Santos
Padres», quienes de manera unánime exponen los textos bíblicos incri-
minados según su sentido literal. Por fin, afirma de manera tajante:
«3º Digo que aunque fuesen demostraciones» lo que afirma el coperni-
canismo respecto a la quietud del Sol y la movilidad de la Tierra, «se
debería entonces andar con mucha consideración en explicar las
Escrituras que parecen contrarias».
Cierto que Bellarmino no creía personalmente en que se encontraría
dicha prueba, pues tenía sus propias ideas sobre cuestiones cosmológi-
cas336. Cierto también que se trata de una carta privada y no oficial del
poderoso jefe del Santo Uffizio romano. Pero nadie puede poner en
duda la importancia decisiva de la persona del cardenal jesuita y de sus
opiniones en todo lo que por entonces aconteció. Y Galileo tomó muy
en serio el desafío científico de encontrar la prueba del copernicanismo
que hiciera posible hablar de ellas, no tanto como de hipótesis mate-
máticas, sino como constitutivas de auténticas realidades físicas.
Además, encontrada la prueba irrefutable buscada, los textos incrimina-
dos de la Escritura deberían desde ese momento interpretarse bajo su
luz337. Pero, como su amigo Piero Dini le escribe, Cristoph Grienberger,
336 Véase el libro de Blackwell citado más arriba, así como U. Baldini and G.
Coyne, The Louvain Lectures of Bellarmine and the Autograph Copy of His 1616
Declaration to Galileo, Vatican Observatory Publications, Ciudad del Vaticano,
1984, 48 p.; Annibale Fantoli, Galileo. Per il copernicanismo e per la Chiesa,
Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1993, pp. 154-170.
337 Las sucesivas cartas a su amigo Dini y a Cristina de Lorena quieren dejar
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Galileo y la retórica de la naturaleza
Este sí afirma, en cambio, que «noi siamo obbligati alle scienze superiori, le
quali sole son potenti a dissottenebrar la cecità della nostra mente de a inser-
grarci quelle discipline alle quali per nostre esperienze o ragioni giammai non
arriveremmo» (511-512).
349 Tras el libro de Mario Biagioli, nunca podremos olvidar que Galileo era
anunciaba a Giovanni Buonamici que «sono sul finire alcuni Dialogi, ne i quali
tratto la costituzione dell’universo, e tra i problemi principale scrivo del flusso
e reflusso del mare, dandomi a credere d’haverne trovata la vera ragione, lon-
tanissima da tutte quelle alle quali è stato sin qui attribuito cotale effeto. Io la
stimo vera, e tale e stimato tutti quelli con i quali l’ho conferita», Opere, XIV, 54.
Los subrayados son míos, mejor, de Fantoli, pues pueden llevar a pensar, como
dice, en «un resto d’incerteza in fondo alla sua mente». Sobre lo que sigue, véase
Fantoli, Galileo, 265-279.; la frase citada, en 270.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
352 Por ‘razones superiores’. Puede que siguiendo el deseo expreso del
mismo papa Urbano VIII. En la carta al ‘discreto lector’ que inicia el libro, el
último punto del programa que se establece, dice así: «Nel terzo luego proporrò
una fantasia ingegnosa. Mi trovaro aver detto, molti anni sono, che l’ignoto pro-
blema del flusso del mare potrebbe ricever qualque luce, ammesso il moto
terrestre», Dialogo, en Opere, VII, 30. No deje de notarse la manera ‘retórica’ con
que es enunciado el punto. Se acaba de afirmar explícitamente, además, que el
copernicanismo se toma como una mera ‘hipótesis matemática’, en la página
anterior.
353 Dialogo, en Opere, VII, 487. Simplicio es quien, poco después, asume la
postura de Urbano VIII de que, con todo y con eso, por más que se lleve dicho,
nadie quiere acá «limitare e coartare la divina providenza e sapienza ad una sua
fantasia particolare», Dialogo, en Opere, VII, 488; enseguida, Salviati asentirá (489).
354 Dialogo, en Opere, VII, 372.
355 Peter Machamer, en la p. 6 de su artículo ‘Feyerabend and Galileo’, cita-
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
los que cuenta y las construcciones teóricas que desde ellos realiza.
Otra cosa muy distinta hubiera sido para Aristóteles si hubiera podi-
do disponer de los ‘nuevos datos’. De ellos, precisamente, dispone
ahora Galileo. Sin duda, de haber vivido en los ‘nuevos tiempos’,
Aristóteles hubiera sido como él. Galileo es, así pues, el ‘nuevo Aris-
tóteles’.
358 Que trata de la unidad del mundo y se dedica sobre todo a los movi-
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Galileo y la retórica de la naturaleza
entiende algunas cosas tan perfectamente, y tiene una certeza tan abso-
luta como si tuviese la misma naturaleza; y tales son las ciencias mate-
máticas puras, es decir, la geometría y la aritmética, en las cuales el
intelecto divino sabe infinitamente más proposiciones, por su naturale-
za; pero en aquellas pocas entendidas por el intelecto humano, creo
que el conocimiento iguala al divino en la certeza objetiva, puesto que
llega a comprender la necesidad, sobre la que no parece que pueda
haber seguridad mayor». Porque las demostraciones matemáticas dan al
conocimiento una verdad que es «la misma que conoce la sabiduría
divina», aunque nosotros sólo conozcamos unas pocas. De cierto que
Dios conoce las infinitas proposiciones y las conoce de un modo
mucho más excelente que el nuestro. Él conoce «con una simple intui-
ción», mientras que nosotros conocemos «pasando de conclusión en
conclusión»359; los pasos que «nuestro intelecto da en el tiempo y con
movimiento de paso en paso, el entendimiento divino, a guisa de luz,
lo transcurre en un instante, lo que equivale a decir que los tiene siem-
pre presentes». En cuanto al modo, nuestro intelecto está muy lejos del
divino. Pero en absoluto en cuanto a lo que conoce, y la razón de ello
está en que «conozco y entiendo claramente ser la mente humana obra
de Dios, y de las más excelentes»360.
Véase con qué fuerza Galileo toma como justificación última de su
pensamiento la idea clásica de un mundo creado por Dios y de un hom-
bre hecho “a su imagen y semejanza”. Pero, sobre todo, no deje de
notarse la interpretación que da a esa idea de los Padres de la Iglesia,
pues hace de ella el pilar sobre el que se quiere construir la nuova
scienza. ¿No es esa justificación última, no es ese pilar, precisamente, el
quicio mismo sobre el que se asienta la fuerza invencible de las ‘razo-
nes superiores’361 a las que me he referido ya varias veces?
Por ello, además, la nuova scienza de la que tan decididamente es
partidario Galileo y que de tal manera impulsó, habrá de ser conside-
rada como una filosofía de la “razón pura”, es decir, una manera de ver
las cosas tal que considera a la obra científica del ‘intelecto humano’
187
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363 Bastará que nos olvidemos de Dios para que, sin más, hayamos divini-
zado a la ciencia. Porque, cuando Galileo hace estas afirmaciones, está hablan-
do de la ciencia —de su ciencia y de la ciencia del porvenir—, ya que se trata
siempre de la lectura del libro de la naturaleza. Y si nos olvidamos de Dios
—sea, por ejemplo, porque el insensato dice en su corazón ‘no hay Dios’—,
¿para qué habrá que leer el otro libro? Pero, evidentemente, si hay Ciencia
—y no ciencia— no hay mas que dios —en ningún caso Dios—.
364 En Opere, VI, 558-559.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
365 Para ver «quanto il moto circolare è piu perfetto del moto reto», Dialogo,
ce Monde, pour en venir voir vn autre tout nouveau, que je feray naistre en sa
presence dans les espaces imaginaires», Descartes, en Le Monde ou Traité de la
Lumière, VI, en AT, XI, 31. ¡También aquí asistimos al espectáculo de la crea-
ción del mundo por Dios!
367 Dialogo, en Opere, VII, 45.
368 Dialogo, en Opere, VII, 53.
369 Dialogo, en Opere, VII, 54.
190
Galileo y la retórica de la naturaleza
Vamos a ver ahora, con suma brevedad, como mero esbozo o apun-
te, por qué no nos basta con lo que hemos visto en Galileo. Más aún,
vamos a ver las razones por las que deberemos cerrar en la historia del
pensamiento el ciclo iniciado en el siglo XVII con Galileo.
370 Que, como sabemos, sólo se completará y llegará a buen término en los
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ANEJO
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197
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Galileo deberá ser otro. Tan otro, tan distinto, que aquel en el que se
nos había presentado hasta hoy nuestro personaje resulta ser de una fal-
sedad histórica evidente. Sepan todos que, a partir del libro de Biagioli,
quien siga presentando el “viejo cuadro de Galileo” nos estará mintien-
do, dándonos gato por liebre; nos estará intentando engañar, querien-
do hacer que, so capa de Galileo, pase su propia ideología personal. A
partir de Biagioli, quien quiera dedicarse a esa labor la deberá hacer a
cuerpo limpio, sin el escudo galileano.
De la misma manera que la obra de William A. Wallace es indispen-
sable para conocer la relación del pensamiento de Galileo con sus orí-
genes, la figura que, a partir de ahora, tengamos que rehacernos de
Galileo, su enmarcación histórica, incluso la comprensión que de su obra
nos hagamos, deberá pasar por la puerta que nos ha abierto el libro de
Marco Biagioli, marcando el camino que se nos ha hecho indispensable
de una vez por todas para conocer a Galileo como una figura en su pai-
saje, y no hablar —¿seguir hablando?— de un Galileo que nunca existió.
Algo decisivo porque se trata de un personaje emblemático para noso-
tros, de un personaje-quicio en nuestra propia comprensión.
El libro de Marco Biagioli creo que ocupará en la ‘historia de la cien-
cia’ —¿sólo sobre Galileo?— un lugar parecido al libro de Kuhn, la zorra
que se comió todas las gallinas del gallinero neopositivista, iniciando una
época distinta en la filosofía de la ciencia. Muchos lo sabían antes de
Kuhn, pero el toque efectivo lo dio él. Muchos lo sabían y lo habían
apuntado antes de Biagioli, pero el toque de trompetas ha sido el suyo.
Después de este libro, la historia de la ciencia no podrá ser ya más una
historia ideológica, ni siquiera una historia (meramente) científica,
deberá ser una historia real.
198
7. COSMOLOGÍAS Y DOGMÁTICAS: UN PROBLEMA
DE INTERFERENCIA Y DE REPRESENTACIÓN375
«Des faits. Des phrases. Des mots. Mais autour?», Georges Simenon
«The hero of modern cosmology is undoubtedly
Monsignor Georges Lemaître», Joseph Silk
I. Introducción
375 Ponencia presentada en el coloquio ‘Mgr Georges Lemaître, savant & cro-
199
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
200
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
significaría esto? ¿Cómo interpretarlo? Ya Lemaître tuvo que enfrentarse con este
problema, como veremos a continuación. ¿Sólo Sísifo podrá resolverlo?
378 Léase, por ejemplo, lo que decía en 1934: «La gravitation aurait ainsi
202
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
tre de l’Univers?, Armand Colin, París, 1994, p. 282. Sin extenderme más, no
puedo dejar de anotar aquí, sin embargo, el malestar que me produce que se
hable del “Hombre” y no del ‘hombre’. Pues, para mí, el primero es el “(mero)
Hombre”, el hombre-abstracto-irreal-e-inexistente, mientras que es el segundo,
el hombre-en-su-realidad-individualizada, el único existente en realidad. Pero,
quizá, soy demasiado susceptible con respecto a este problema.
380 En Lemaître, L’hypothese de l’atome primitif, p. 56 del apéndice.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
con ella, con sus ‘decires’ —sus conceptos, sus teorías, sus principios,
sus tradiciones—, alcanza una representación del mundo tal como este
es, por más que ello, evidentemente, se consiga sólo en parte. Para
decirlo con una imagen aclaradora: nuestra visión intelectual sería com-
prendida como una potente luz, un haz de rayos-X que logra represen-
tar en la pantalla de nuestro pensamiento —un pensamiento que se
hace patente en sus ‘decires’— las interioridades mismas del mundo;
interioridades escondidas, por supuesto, a otras visiones que no sean la
científica. Contexto, pues, de “razón pura”. Los ‘decires’ de la ciencia
dicen lo que es; ni más ni menos. El teatro del mundo se nos ha con-
vertido así en el mundo: nuestras certezas significan que la representa-
ción substituye al mundo. El mundo, de esta manera, además, ha que-
dado reducido a nuestro pensamiento sobre él, “pensamiento
acertante”, claro es; a nuestros decires sobre él. Ha habido, pues, una
deriva hacia lo que he venido en llamar ‘teología de la razón pura’381,
muy lejos, por tanto, de la ciencia382.
Aunque me parece obvio que esas afirmaciones del discípulo no se
corresponden con el pensar mismo del maestro383, no entro ahora en
ello, y sin buscar en absoluto despreciar a quien fue discípulo entraña-
ble, quiero aprovecharme de sus palabras para hacer notar la red de
relaciones englobantes en las que se entiende el pensamiento cosmo-
lógico de Lemaître, a la vez que hace explicativa su racionalidad. Sólo
me interesa aquí hacer ver la contextualidad en la que, a fines de los
sesenta, se comprende la cosmología, y hacer ver también que ese cua-
dro de comprehensión de la cosmología de Lemaître se muestra como
algo tan seguro que se dice de pasada, sin necesidad de mayor refle-
xión; porque parece obvio, porque va de soi.
Según esa red de comprehensión no habría habido en Lemaître
interferencia alguna entre su cosmología —pura ciencia— y sus con-
vicciones religiosas —pura dogmática—. Parece seguro: no hay ni
puede haber interferencias entre ellas, pues la libertad científica es
381 Véase ‘La teología como ciencia. Teología de la razón pura y filosofía de
204
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
205
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
El primer párrafo de este texto está estirado por una doble tensión,
la de “encontrar pruebas positivas” y la de “verificar”. Podría pensarse
que se trata, simplemente, de frases y palabras de uso corriente a las que
no debe darse demasiada importancia. Pero eso sería no tener en cuen-
ta la interesante cuestión del ‘cierto aire de familia’ del que hablaba
Wittgenstein con tanta razón. Esa doble tensión de Georges Lemaître es
expresada en el mismo momento en que tensiones similares aparecen en
el proscenio de la comprehensión de la ciencia llevadas de la mano por
el Círculo de Viena. Nada de extraño, pues, que se dé ese ‘aire de fami-
lia’ en quien no quiere interferencias entre cosmología y dogmática.
Me parece todavía más importante y sistemático lo que leemos en el
segundo párrafo. Se confundirá crasamente quien vea en esas palabras
un mero sombrerito piadoso que Lemaître pone a sus estudios científi-
cos. Quien así lo entienda, habrá que decir que, seguramente, no ha
entendido nada. La tesis lemaîtreana es clara: “la Ciencia alcanza Verdad,
conquista Verdad”. ¿Cuáles son las razones que nos permiten convertir a
esa tesis asumida en axioma de la razón última de “la cientificidad misma
de la ciencia”? Las razones son también claras: nuestra inteligencia nos
ha sido dada —por el Creador, evidentemente— con dos objetivos, el
de conocerle —un ‘conocerle’ lleno de modulaciones—, y el de leer
(lo que ha sido escrito en el libro de) nuestro universo —reflejo de su
gloria—. No cabe ninguna duda de que sea así, pues nuestra facultad
de conocer —nuestra inteligencia— ha sido perfectamente adaptada
(por su Creador) para leer lo escrito en ese libro. La lectura que así
hacemos es lo que llamamos Ciencia. Cierto que, para Lemaître, no una
ciencia que es una mera construcción a priori, sino una Ciencia que
206
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
todo seguro —habría que decir con una sonrisa en los labios—, pero del uso
que hacemos de los electrones sí, al menos por esto estoy seguro de su exis-
tencia: «By the time we can use the electrons to manipulate other parts of natu-
re in a systematic way, the electron has ceased to be something hypothetical,
something inferred. It has ceased to be theoretical and has became experimen-
tal», Ian Hacking, Representing and Intervening. Introductory topics in the philo-
sophy of Natural Science, Cambridge University Press, Cambridge, 1983, p. 262.
386 ¿Arrancándole su propio corazón para poner en su lugar un nuevo cora-
zón? ¿No será esto algo decisivo para una comprehensión de la dogmática cris-
tiana que no esté ‘vendida’ a priori a una “cierta dogmática cientificista” que vio
la luz en el siglo XVII?
207
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
387 Galileo Galilei, Dialogo dei due massimi sistemi del mondo, en la edición
208
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
pensamiento que, a fines del siglo XVI y principios del XVII, crea la
‘nueva ciencia’. Este ‘añadido dogmático’ decisivo afirma sí que el uni-
verso ha sido creado por el Logos de Dios, pero de un Dios que es
ahora el Gran Matemático, y que, por su parte, la inteligencia del hom-
bre es sí el logos del hombre, pero ahora de un hombre que es un mate-
mático y que comprenderá el universo fundamentalmente por medio de
las matemáticas, las cuales le son accesibles por entero.
Cierto es que, lo acaba de decir Georges Lemaître, esas certezas
matemáticas deberán ser aún contrastadas con pruebas positivas y veri-
ficaciones pertinentes, pero se nos ha dado ya el ámbito en el que debe-
remos buscar y encontrar la realidad misma del universo, una realidad
que es esencialmente matemática. Cierto es también, ya lo sabemos y
no lo olvidamos, que, para Lemaître, ese encuentro no se da en abso-
luto de manera automática, incluso que, para él, ese encuentro será
mucho menos automático de lo que lo era, seguramente, para el mismo
Galileo388. Cierto es, por último, que nosotros no somos el Dios creador.
Mas, sin embargo, no es menos cierto que, en esta manera de ver, noso-
tros conocemos el universo con “el punto de vista de Dios”, pues nues-
tra inteligencia es esencialmente una “máquina matemática”389. Y,
teniendo como nuestro “el punto de vista de Dios”, ¿cómo el universo
se resistiría a ser conocido por nosotros? Construyendo desde esta dog-
mática, bien es verdad que sin que debamos nunca perder la pruden-
cia que nos viene de una contrastación necesaria de nuestras teorías por
pruebas positivas y verificaciones pertinentes, ¿cómo se nos habría de
escapar la comprehensión de lo que el universo es en sí mismo?
La construcción científica de Galileo y de Lemaître se basa, así pues,
en una dogmática. Una dogmática con dos dogmas principales articula-
dos en una unidad: el dogma cristiano de la creación y el dogma pita-
górico-platónico-arquimedeano de la esencia matemática del universo.
Corolario decisivo del primero es la afirmación de que nos es posible
388 En el mismo texto de 1934 citado en la nota 3, añade Lemaître que, una
vez encajados los elementos del puzzle, «Nous obteindrions un état de choses
qui ressemble très fort à l’univers réel où la matière est agglomérée en nébu-
leuses qui se dispersent», Lemaître, L’hypothese de l’atome primitif, p. 119.
389 ¿Qué tiene de extraño que algún día digamos que una ‘máquina matemá-
tica’ como la que somos los hombres no es otra cosa sino una ‘inteligencia arti-
ficial’, pues, en esencia, esta en nada es distinta a nuestra propia inteligencia?
209
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
mismo Dios!
210
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
211
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Londres, 1991, pp. 21-22. La punta de lanza de esta postura meramente cienti-
ficista en el “último reducto” que aún quedaría por explicar —el alma— puede
leerse en Francis Crick, The Astonishing Hypothesis. The Scientific Search for the
Soul, Scribner, Nueva York, 1994, 317 p. Cf. Paul M. Churchland, The Engine of
Reason. The Seat of the Soul: A Philosophical Journey into the Brain, MIT Press,
Cambridge, Mas., 1994.
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Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
el que la profecía (que hablaba del futuro) aparece como ya realizada (en el
presente). Seguramente toda profecía, para serlo, pide siempre ese paso por
el tiempo, pero así estamos en el ámbito constituido de una ‘tradición de cre-
yentes’.
394 De ahí que pueda decir: «But while materialism of one sort or another is
213
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
395 Stephen Hawking, Una breve historia del tiempo. Del big bang a los agu-
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Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
acuerdo con las tesis que defiendo? Hoy, sin duda, la ideología del MIT —en
donde se publican casi todos los libros principales que destilan la ‘dogmática’
de Galileo—Lemaître, reconvertida al “materialismo [quizá] no-reduccionista”,
que combato— es hoy sin duda la ‘segregación ideológica del imperio’.
399 Me he esforzado por encontrar las bases de otra ‘dogmática creacionista’
215
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
todos aquellos con los que comparte ‘un cierto aire de familia’, apo-
sentados ya en esas certezas axiomáticas, en esa dogmática se añade
con rotundidad un tercer punto, sin embargo, mucho menos fundante
que los dos anteriores: 3º) la cuestión de las pruebas positivas y de las
verificaciones pertinentes. Tomada esta dogmática en su conjunto, por
tanto, obtenemos un lugar de racionalidad por el cual estamos seguros
de que podremos obtener un estado de cosas que se asemeja fuerte-
mente al universo real400. Nótese bien, en todo caso, que en esta dog-
mática no se afirma que «l’emprise» por la inteligencia sea hecha “sobre
nuestros datos (hechos) del mundo”, ni “sobre nuestras teorías (palabras
y frases) sobre el mundo”, sino “sobre el mundo”, a secas. La ‘palabra’
de tal manera parece haberse hipostasiado en el universo, que no hay
conciencia ninguna —excepto en el supuesto ya olvidado del primer
axioma401—.
Estamos así, por tanto, ante las bases mismas de la dogmática de las
certezas sobre la que se ha construido durante mucho tiempo la filosofía
de la ciencia, y con ella la comprensión de lo que la ciencia misma hace.
Una dogmática que, lo sabemos, ha derivado —que fácilmente puede
derivar— en una “dogmática del evidente materialismo (recibido)”, el que
llamaba “materialismo orondo”.
tas, como si la cosa va de soi. Deus sive Natura, es decir, basta con la Natura.
No es este, evidentemente, el caso de Georges Lemaître. Sin embargo, una cier-
ta concepción del lugar de racionalidad de la ciencia, entre los que —no cre-
yendo ya en nada con una creencia que no haya perdido ese lugar por haber
procedido a una separación de su ciencia y de su fe en la que la primera guar-
da toda la racionalidad y la segunda se queda con el sentimiento— guardan su
fe religiosa, sólo deja para esta la necesidad de calentar sus corazones encerra-
dos en la sacristía en la que cantan los aleluya.
216
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
papel mediador de la razón; una razón capaz, sin duda, de alcanzar los porti-
llos que hacen razonable el hecho de que haya revelación, y no un mero meteo-
rito que cae sobre nosotros. A quien se interese por estas cosas, le invito a leer
el capítulo 5 de El mundo como creación: ‘¿Razones de creer? Un ensayo esbo-
zado de filosofía teológica’, pp. 106-122.
403 «One of the hardest —and most important— tasks of philosophy is to
make clear the distinction between those features of the world that are intrin-
sic, in the sense that they exist independent of any observer, and those features
that are observer relative, in the sense that they only exist relative to some out-
side observer or user», John R. Searle, The Rediscovery of Mind, MIT Press,
Cambridge, Mass., 1992, pp. xii-xiii. Aunque Searle sólo hable de ‘rasgos del
mundo’ —no de teorías y, menos aún, de razón práctica—, la distinción es sufi-
ciente para poner en dificultad la manera de pensar con la que muestro en estas
páginas mi desacuerdo frontal.
217
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
218
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
219
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Un discurso fideísta como este, al olvidar que sus ‘decires’ son pala-
bra, al pensar que su discurso se sostiene a sí mismo en la certeza de
sus opiniones, al creer que habla sin interferencias y que sus ‘decires’
representan, sin más, la verdad real de la realidad, se pone en mala pos-
tura, precisamente, para responder a las preguntas planteadas de mane-
ra tal que ‘alcance realidad’.
Nótese bien, antes de terminar este parágrafo tercero, que en ningún
momento he dicho que el discurso de Galileo-Lemaître sea fideísta. Su
dogmática no es fideísta —otra cosa distinta es que sí lo sean sus herede-
ros— pues el recurso a la razón está en su entraña misma; bien es verdad
que se trata de una razón que es logos. En ningún caso se impide una
acción crítica de la razón; bien es verdad que se considera a la matemati-
cidad como su verdadero corazón, pero el añadido, el axioma 3º está ahí
como prueba decisiva de lo que la razón ha logrado ejerciendo su mate-
maticidad. Y es muy importante que así sea, porque, por así decir, el
mundo puede siempre sorprendernos y siempre nos sorprende de hecho,
pues desde los mismos fundamentos dependemos de lo que sea la expe-
riencia que tenemos del propio mundo. En cambio, en la “dogmática
materialista de la ciencia” que pasa por ser su heredera hay una condición
de base que, en mi opinión, todo lo falsea: se ha decidido de antemano
qué-ha-de-ser-la-experiencia-que-podemos-tener-del-mundo, y, fuera de
esa posibilidad, no hay experiencia posible del mundo, a lo sumo esta será
una “experiencia subjetiva” que podremos algún día explicar por comple-
to. En la primera, las sorpresas, incluso mayúsculas, son posibles, pues el
mundo es esencialmente abierto. En la segunda no caben sorpresas —no
caben misterios, dicen— pues el mundo es un mundo-cerrado-para-siem-
pre-por-nuestro-conocimiento; está cerrado y bien cerrado. Las sorpresas
sólo serán relativamente menores, y algún día ya no habrá ninguna sor-
presa, pues, por emplear de nuevo el ritornello de Hawking, “conocere-
mos el pensamiento de Dios”, de un dios que, evidentemente, no existe,
pues su existencia no cabe en la-experiencia-de-nuestro-mundo-cerrado-
para-siempre-por-nuestro-conocimiento.
¿No acontece, pues, que en esa “dogmática materialista de la ciencia”,
el teatro del mundo substituye al mundo? ¿Será que lo único real del
mundo es la representación que de él hacemos en el ‘teatro del mundo’?
¿No estamos entrando en una época en la que el sentimiento vence a la
razón, en un nuevo romanticismo?
220
Cosmologías y dogmáticas: un problema de interferencia y de representación
221
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Así pues, no parece ser ni banal ni una mera falsa retórica el plan-
tearse con urgencia esta pregunta.
***
222
8. CON DESCARTES, ‘YO DEFIENDO LA CAUSA DE DIOS’
Proemio406
405 Estas páginas llevan la fecha del día de Epifanía de 1996. Se las envié al
entonces amigo sufriente, ahora amigo muerto, para quien la muerte es, gracias
a Dios, la pascua de la creación.
406 Estas páginas son fruto de una ponencia en el coloquio Scienza e Sacra
223
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
nado el pecado original que cometí al haber sido desde siempre un (¿mero?)
ingeniero industrial.
408 Pero, me pregunto casi con angustia, ¿por qué la literatura en español no
224
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
¿Por qué Descartes? Hay una primera ocasión, motivo de una nueva
amistad. Maurizio Mamiani me invitó a hablar sobre él. Además, leer
hoy a Descartes —no como mero historiador de la filosofía, sino como
pensador activo— sigue siendo una prodigiosa manera de proseguir
con los propios pensamientos. Con esa lectura se aprende algo decisi-
vo: cómo ser libre, libre con absoluta radicalidad, mientras uno se man-
tiene dentro de unos fines principales, que, precisamente, le empujan a
uno al desaforante esfuerzo del pensar [de pensar el mundo], de pen-
sarse a sí mismo, de pensar la realidad en la que se está, de pensar la
realidad, de pensar, también, el pensamiento de otros que nos ayudan,
sin duda, a pensar el todo por nosotros mismos. ¿No es suficiente para
explicar el ‘por qué Descartes’?
Lo primero que sorprende cuando nos adentramos en la lectura de
este filósofo es su profunda originalidad como pensador. Nada para él
estaba dado de antemano, todo debía ser descubierto, comenzando por
la forma409, la forma misma de escribir la filosofía, además de la forma
de, con ella, por supuesto, alcanzar pensamiento de realidad. Todo en
él surge como novedad absoluta dentro del mundo de las ideas, comen-
zando, lo acabo de decir, por la forma de sus mismos escritos, que muy
poco o nada tienen que ver con lo que era tenido como la manera de
escribir sobre los problemas de la filosofía. Su método de escritura,
resultado riguroso —quizá el más riguroso— de su método del hacer
filosófico, no se parece al de ningún filósofo anterior, el cómo se aden-
tra, frase a frase, en los problemas que se le plantean y en las solucio-
nes que va encontrando. Nadie parece guiarle, por más que, lo sabe-
mos, tenga ancestros. Es un filósofo de una potencia creativa
ca aquí. Charles Dumont nos hace ver cuánto la utilizan los cistercienses (y sus
derivados: informatio, reformatio, formosus, etc.), especialmente san
Bernardo: «Venit ipsa forma, la forme divine s’est incarnée, cette image de Dieu
selon laquelle l’homme est crée»; así, los que sean formados, informados por
ella, elegirán una forma de vida que llamarán ‘fórmula de vida’, formula insti-
tutionis nostrae, formula conversationis nostrae, cf. C. Dumont, Sagesse arden-
te. À l’école cistercienne de l’amour dans la tradition bènédictine, Abbaye
Notre-Dame du Lac, Oka, Québec, 1995, p. 251.
225
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
410 «Davantage: comme toute partie d’un tableau d’un grand peintre porte la
marque de son art, chaque élément de cette oeuvre, jusqu’aux moindres lettres,
porte celle de la discipline de pensée que Descartes a inventée à son propre
usage, et qu’il serait bien vain de vouloir distinguer absolument d’un art d’ecri-
re. Or, cette discipline qui procure à l’oeuvre sa forte organisation interne et sa
manifeste unité de style est dans son principe un art de la singularité. Elle n’a
jamais consisté en application mécanique, à tout problème particulier, de cer-
taines règles générales, mais bien plutôt en une réflexion sur la manière dont
tel problème, avec ses données originales, peut être traité (ou résolu) selon les
contraintes d’un certain style et à l’exemple, ou sur le fondement, de solutions
précédemment trouvées à des problèmes apparentés. Ce faisant, elle compose
pour ce problème la solution originale qui lui convient. Si donc, ainsi comprise
la ‘méthode’ cartésienne doit avoir été à l’oeuvre partout (sur toute espèce de
problème, y compris la formulation), et s’il faut prendre au sérieux, quitte à en
reconstruire le concept, son caractère originellement mathématique, alors (...)»,
D. Kambouchner, L’homme des Passions. Commentaires sur Descartes, I,
Analytique, Albin Michel, París, 1995, pp. 12-13.
411 El 10 de noviembre de 1619, Olímpicas, en la edición de Alquié en tres
226
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
sein cartésien de montrer que sans Dieu l’homme n’a aucune certitude, pas
même en mathématiques», G. Rodis-Lewis, Descartes. Biographie, Calmann-
Lévy, París, 1995, p. 103. Más adelante: «Il [Descartes] a visé les plus intelligents
des athées, pour montrer que sans Dieu nous n’avons aucune certitude, aucu-
ne science», p. 207.
413 Carta al P. Fournet, antiguo profesor suyo en el Colegio de la Flèche, del
227
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
415 Carta del 22 de febrero de 1638 al jesuita Antoine Vatier, A, II, 30-31.
416 Carta a un desconocido, quizá de agosto 1638, A, II, 81-82. Añade: «Et
enfin, bien que nous soyons obligés à prendre grade que nos raisonnements à
ce que Dieu a voulu que nous crussions, je crois néanmoins que c’est appliquer
l’Écriture sainte à une fin pour laquelle Dieu ne l’a point donnée, et par consé-
quent en abuser, que d’en vouloir tirer la connaissance des vérités qui n’appar-
tient qu’aux sciences humaines, et qui ne servent point à notre salut».
417 Se trata del Diálogo de las dos nuevas ciencias, que se publicó en 1637.
418 Carta a Mersenne del 11 octubre 1638, A, II, 91. Aunque, en su conjun-
228
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
del pensamiento»420 significa sólo que «esas cosas pueden servir de obje-
tos a verdaderos pensamientos» —sean nuestros o sean de Dios—, sin
que pueda darse una definición meramente lógica que ayude a conocer
su naturaleza. Lo mismo que acontece con cosas muy simples y que se
conocen naturalmente, como la figura, el grandor, el movimiento, el
lugar o el tiempo, las cuales, cuando se quieren definir, no se hace sino
obscurecerlas de mala manera421.
Tras estas brevísimas indicaciones, estamos en situación de ofrecer
lo que venimos buscando, pues en la carta a Mersenne del 30 de sep-
tiembre de 1640, en la que decide dedicar sus Meditaciones a los teó-
logos de la Sorbona, nos dice que, estando seguro de que en ellas nada
hay que pueda molestar a los teólogos, se lo dedicará a esos señores,
«a fin de rogarles que sean mis protectores en la causa de Dios»422. Muy
pocos días después, insiste a otro de sus amigos con motivos similares:
«y sobre todo por causa de que es la causa de Dios la que he intenta-
do defender, espero mucho de su asistencia en esto»423. La convicción
de Descartes es clara: «yo sostengo la causa de Dios»424.
420 Nota de Alquié: «La vérité de Descartes, ne fait qu’un avec l’être. Mais elle
est le propre, soit de l’idée, soit de la chose même. Descartes distingue donc,
avec les scolastiques, la vérité de notre connaissance (veritas intellectus), et la
vérité de l’objet connu, ou réalité (veritas rei). Mais les deux définitions se
rejoignent en ce que, dans notre connaissance, l’idée est vrai quand elle est adé-
quate à la chose», en A, II, 144.
421 Nota de Alquié: «Descartes a toujours pensé que les idées claires nous
229
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
p. 125.
230
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
apologétiques suivent ce même rythme; leur thème a été esquissé dans les pre-
mières pensées du jeune Descartes; il est l’écho de l’enseignement de la Flèche;
il est l’empreinte ineffaçable d’une éducation religieuse intelligente. C’est lui qu’on
retrouve dans les Méditations, dans les lettres où Descartes se met en colère con-
tre les athées, dans cette esquisse de théologie eucharistique qu’il ajoute à son
système; mais c’est lui aussi qu’on retrouve, mêlé a d’autres, dans ses invectives
contre la scolastique, source de la mauvaise physique et des hérésies, dans le trai-
té du Monde qui, destiné à nous rendre maîtres et possesseurs de la nature, fait
éclater en même temps la gloire de Dieu législateur de l’Univers», en p. 170.
231
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
sabía—, este es el Descartes que, con todo derecho, le gusta a Peter Machamer,
mi amigo. Pero el ataque frontal y masivo a mi visión de Descartes, desde una
interpretación radicalmente mecano-materialista —y que decía no ser una inter-
pretación ‘sesgada’ de la filosofía cartesiana—, vino de otro ponente, el profe-
sor Paolo Rossi. Suerte que luego, en particular, Rivka Feldhay, profesora de la
Universidad de Tel Aviv, me animó con calor y me dijo que mi interpretación
era semejante a la de Gary Hatfield, al que entonces desconocía.
232
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
428 En la traza del Timeo y del De Natura Rerum, los Principios son consi-
derados por Alquié, «au lieu du premier ouvrage scientifique moderne, le der-
nier des romans de la Nature» (274). Porque, siempre según Alquié, Descartes,
como físico «suppose le primat de la pensée, et des vérités abstraites d’une phy-
sique géométrique», quiere explicarlo todo, «c’est-à-dire ramener à l’unité le
système complet de ses représentations». Pero, como hombre, «sent que l’uni-
vers du mécanisme ne peu se suffire, aspire à l’être et à l’éternité, veut retrou-
ver un Monde», por eso, desde ahí: «La philosophie, au lieu de laisser se déve-
lopper librement la science et de ne réfléchir qu’ensuite sur elle, l’installe dans
l’être et en fait un roman. (...) Si pourtant, en cela, la science se perd, la médi-
tation sur l’homme s’approfondit, et, sur certains points, se précise, conduisant
Descartes, en la dernière partie de sa vie, à définir l’homme comme liberté et
comme esprit incarné. La métaphysique du Descartes savant fut théologique», F.
Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, 4ª ed., PUF,
París, 1991, pp. 277-278.
233
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
propia relación con la física, haciendo que esta ocupe un lugar por
demás diferente de aquel en el que Descartes quiso ponerla. El lugar de
nuestra elección para desarrollar nuestras estrategias de defensa del fin
principal varía de tal manera que las nuestras son muy distintas a las
cartesianas —¿son muy distintas a las cartesianas?—.
‘Sin Dios el hombre no alcanza certeza alguna, ni siquiera en mate-
máticas’. Si se entienden las cosas así, esa certeza es la que he solido
llamar certeza debida a la “razón pura”, pero en ningún caso se debe a
la acción de la ‘razón práctica’, lugar en el que, como he solido decir,
se da la ciencia. Otra cosa distinta es si se trata de ‘fin principal’ y de
‘condición necesaria’ (en donde no podrá haber confusión con la críti-
ca que he solido hacer al abandono de las cuestiones de cosmología en
la prueba de la existencia de Dios). Como he dicho antes, la cuestión
es no tanto de física, cuanto de epistemología de la física, pues las crí-
ticas a la física cartesiana ya han sido moneda corriente desde Leibniz.
Creo que es otra cosa la que nos jugamos acá, y es cuestión de seguir-
le la pista, dentro, por supuesto, de lo que se puede llamar un ‘leibni-
cianismo superado’429.
234
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
que hace, o en sí misma sobre las cosas intelectuales, o, para las corpora-
les, sobre las diversas disposiciones del cerebro al que ella está asociada,
sea que esas disposiciones dependan de los sentidos o de otras causas».
Hay un instinto natural, pues, pero deben distinguirse dos especies: «uno
está en nosotros en tanto que hombres y es puramente intelectual, es la luz
natural o intuitus mentis»; el otro está en nosotros en tanto que animales432.
Ya en las Reglas había considerado Descartes por lo largo la cues-
tión de la certeza y de la intuición. Debemos ocuparnos sólo de los
objetos de los que nuestro espíritu parece poder alcanzar un conoci-
miento cierto e indudable, dice el encabezado de la Regla II, y, añade
en el cuerpo del capítulo, ese conocimiento es «ciencia», por más que,
por supuesto, «el que duda» rechace todos los conocimientos que no
son sino probables —simples «conjeturas», dirá poco después—. ¿Cuáles
quedarán así como seguros, si aplicamos esta regla? Pues bien, de las
ciencias constituidas quedarán sólo la aritmética y la geometría433.
¿Cómo llegamos al conocimiento de las cosas? Por una doble vía: «la
experiencia» —sabiendo que las alcanzadas por ella son «engañosas»
con harta frecuencia— y «la deducción» —simple inferencia de una
cosa a partir de otra, que no puede jamás ser mal hecha por un enten-
dimiento dotado de razón—. ¿Queremos llegar a la verdad misma?,
pues la conclusión es nítida: los que buscan el camino derecho de la
verdad no deben ocuparse de ningún objeto a propósito del que no
puedan obtener una certeza igual a las demostraciones de la aritméti-
ca y de la geometría434.
432 Carta a Mersenne del 16 octubre 1639, A, II, 146. Alquié anota así este
texto: la fuente de las ideas parece ser doble, todo acontece como si hubiera
dos sujetos, «l’âme pure, et l’âme unie au corps». Luego: «Intuition de l’esprit. La
connaissance par intuitus est, pour Descartes, synonyme d’évidence (cf.
Regulae, III); elle est toujours vraie. Elle est le propre de l’entendement qui, de
ce fait, se trouve à la racine de toute connaissance. La force qui connaît est pro-
prement spirituelle (cf. Regulae. XII, AT, X, 415). Mais elle opère tantôt isolé-
ment, tantôt sous l’action du corps. Ainsi l’imagination, les sens, etc., enferment
toujours en eux quelque sorte d’intellection, mais ils contiennent aussi autre
chose, qui, cette fois, est de l’ordre de l’affection».
433 Puesto que ellas, añade Descartes poco después, en la misma Regla II,
son las únicas que tratan de un objeto tan puro y simple que no acepta en abso-
luto nada que la experiencia haya vuelto incierto, consistiendo por entero en
sacar consecuencias por medio de deducción racional.
434 Cf. Regla II, AT, X, 362-366.
235
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Pero ¿de qué podemos tener una intuición clara y evidente, o sobre
qué podemos deducir con certeza?, se pregunta la Regla III. Pasemos
revista a los actos de nuestro entendimiento, nos pide Descartes. La
intuición es «una representación que es el hecho de la inteligencia pura
y atenta», tan fácil y tan distinta que «no subsiste duda alguna sobre lo
que se comprende en ella», inaccesible a la duda —inasequible al desa-
liento de la duda para quien quiere alimentarse de las solas certezas—,
y «que nace de la única luz de la razón». ¿El otro camino? La deduc-
ción435. Pero, sin embargo, los mismos primeros principios no son cono-
cidos sino por la intuición. ¿Y la fe, se pregunta Descartes para termi-
nar? Hay que tener en cuenta que la fe «no es un acto de la inteligencia,
sino un acto de la voluntad»436 —mas, al final ¿no aparecerá que lo más
grandioso de Descartes terminará siendo, precisamente, ese acto de
elección de una voluntad infinita, de la fuerza de un deseo incompren-
sible, inexpresable, inextinguible, que sólo Dios podría colmar?—.
Quede claro que, por ahora, para Descartes, nada puede conocerse
anteriormente al entendimiento, puesto que de él depende el conoci-
miento de todo el resto, y no a la inversa437; por eso, al menos una vez
en la vida deberá uno buscar qué es el conocimiento humano, y hasta
dónde se extiende, y en esa encuesta se encuentran «los verdaderos úti-
les del saber, y del método entero». Por eso deberemos preguntarnos las
cosas que, por ser accesibles al entendimiento, deben ser acá conside-
radas438. A ellas, sin duda las más insignificantes y las más fáciles, debe
dirigirse la mirada del espíritu por largo tiempo, junto con Descartes,
para acostumbrarse a tomar una intuición distinta y perfectamente clara
de la verdad439.
236
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
440 Lo que sigue es una paráfrasis de la segunda parte del Discurso del
tanto como me sea necesario; 3º) «conducir mis pensamientos por orden»,
comenzando por los más simples y subir poco a poco, «como por grados», hasta
el conocimiento de los más complejos, poniendo orden incluso en los que no
proceden naturalmente unos de otros; y 4º) hacer en todo enumeraciones com-
pletas, que nada omitan.
442 No dejen de notarse los sutiles paralelismos que se dan entre ‘cosas’, que
237
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
«Or puisque nous prenons la liberté de feindre cette matière à notre fantaisie,
attribuons lui, s’il vous plaît, une nature en laquelle il n’y ait rien du tout que
chacun ne puisse connaître aussi parfaitement qu’il est possible». Famosa pala-
bra con una larga historia posterior, hasta el grito antileibniciano, y prueba de
una engorrosa falta de conciencia filosófica, del bueno de Newton: «Hypotheses
non fingo».
445 Alquié, engorrosamente, nos pregunta: ¿cuál es el primer principio?, ¿la
238
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
podía ser el caso de la idea de un ser más perfecto que el mío, que,
manifiestamente, no había podido venirme de la nada, por lo que sólo
quedaba que hubiera sido puesta en mí por una naturaleza verdadera-
mente más perfecta de lo que la mía era, incluso que tuviera todas las
perfecciones de las que yo pudiera tener alguna idea. ¡Hete aquí que yo
no era él único ser existente, puesto que Dios también estaba existente
y de él dependía en mi propia subsistencia! Por fin, en cuarto lugar, me
pondré, con Descartes, a la rebusca de nuevas verdades y llegaré a la
conclusión de que es Dios la garantía de toda evidencia, pues, tras las
dos certezas que llevamos, ninguna otra, incluida la del Mundo (carte-
siano), podemos adquirir que no ‘presuponga’ la existencia de Dios.
¡Qué importante este resultado, con la necesidad tan imperiosa que
teníamos de encontrar certezas!
Casi como por juego, nosotros que no creíamos en las certezas, nos
hemos dejado seducir por Descartes, y vean hasta dónde hemos llega-
do en nuestra búsqueda. Estamos ciertos de que nos descubrimos como
siendo en el acto de pensar, el cual, precisamente, constituye nuestro
ser. Estamos ciertos de que la existencia de Dios se da junto a la de
nuestro propio ser, sin que de ninguna manera la podamos poner en
duda sin ponernos nosotros en duda como seres por él creados y que
tenemos nuestra subsistencia de él, y sin cerrarnos a cualquier otra cer-
teza, que pasará, así, por la presuposición de la existencia misma de
Dios.
Ahora, precisamente ahora, que habíamos llegado a poder decir con
toda la fuerza maravillosa de la filosófica cartesiana: yo, con Descartes,
defiendo la causa de Dios, ¿nos atreveremos a poner en duda las lim-
pias y claras certezas adquiridas, para hablar luego de algo tan vago
como que nuestro pensamiento descansa sobre ‘emperramientos’? ¿No
nos hubiera valido más emperrarnos en quedarnos junto a Descartes,
protegiéndonos del duro invierno encerrados con él «dans un poêle»?
446 Cf. Primera Meditación. Lo que digo está en el ‘Abregé des six Méditations
239
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
forman parte de mi pensamiento. «Et c’est bien la sensation, considerée dans son
évidence psychologique immédiate, qu’il atribue à la pensèe, qu’il tient pour une
pensée». «La pensée qui, jusque-là, apparaissait comme le résidu d’une analyse le
séparant du corps, apparaîtra comme la condition de la perception de ce corps
même», aunque, concluye, «l’esprit est plus certain que le corps», en A, II, 422-423.
450 Todo esto se encuentra, ya lo he dicho, en la Segunda Meditación, AT,
240
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
451 Nota de Alquié, en A, II, 456. Exactamente: «ad caeterarum rerum cogni-
conocimiento que hubiéramos podido tener, y cuya causa está en que nos
encontramos entre Dios y la nada, entre el soberano ser y el no-ser, participan-
do, pues, de la nada y del no-ser, nuestro poder es limitado, cf. AT, VII, 54-55.
«Mais cependant il est à remarquer que je ne traitte nullement en ce lieu du
péché, c’est-à-dire de l’erreur qui se commet dans la poursuite du bien et du
mal, mais seulement de celle qui arrive dans le jugement et le discernement du
vrai et du faux; et que je n’entends point y parler des choses qui appartient à
la foi, ou à la conduite de la vie, mais seulement de celles qui regardent les véri-
tés spéculatives et connues par l’aide de la seule lumière naturelle», cf. Abregé
des six Méditations, AT, IX, 11.
453 Cf. Cuarta Meditación, AT, VII, 56. La magnífica expresión «si vague et si
241
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
456 Cf. Cuarta Meditación, AT, VII, 58, en conjunto, porque hay pequeños
añadidos, con la traducción francesa, AT, IX, 46. ¿No habíamos quedado, junto
a Descartes, que el pecado no tenía que ver con el error?
457 Cf. Cuarta Meditación, AT, VII, 60, en conjunto, porque hay pequeños
242
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
243
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
244
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
«La liberté de notre volonté se connaît sans preuve, par la seule expérience que
nous en avons» Principios, 39, AT, IX-2, 41; «Il n’y a (...) personne qui, se regar-
dant seulement soi-même, ne ressente et n’expérimente que la volonté et la
liberté ne sont qu’une même chose», Respuesta a las Terceras Objeciones, 12, AT,
IX, 148.
462 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 289.
463 F. Alquié, La découverte métaphysique de l’homme chez Descartes, p. 285.
245
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
246
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
467 Carta a Mersenne del 25 diciembre 1639, A, II, 153. Descartes, siempre
do, que ya el mismo Descartes denomina como el Hiperaspistes, cf. A, II, 362.
247
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
248
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
«Ce qui sera cause que l’âme étant unie à cette machine concevra l’idée géné-
rale de la faim» (163), de la sed, de la alegría, de la tristeza (164).
474 Tratado del Hombre, AT, XI, 143. Nota de Alquié: «A ce point seulement
admettre ici une présence de l’organique au mental, ce qui lui permet de nom-
mer idées les conditions physiques de nos sensations. Il semble donc qu’à cette
datte sa métaphysique ne soit pas clairement constituée», en A, I, 450. ¡Menos
mal! ¿Se comprende la ambigüedad terrible de una cierta lectura tan fácilmente
posible del Hombre-Máquina cartesiano, inserto como parte de un Mundo
meramente material?
476 Tratado del Hombre, AT, XI, 183.
477 Cf. nota de Alquié, en A, I, 460.
249
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
478 Tratado del Hombre, AT, XI, 202. Con estas palabras se cierra el conjun-
cómo transmiten hasta el cerebro las señales que reciben, pues todo es hoy tan
igual y tan distinto de lo fisiología cartesiana, que no merece la pena, creo,
entrar en ello. Lo que nos parece tan obvio estudiando el pensamiento carte-
siano, ¿por qué no nos habría de parecer igualmente obvio al estudiar el pen-
samiento de los Churchland o Crick? ¿Es que las indicaciones ‘técnicas’ del
momento se substituirán al razonamiento filosófico que tiene en cuenta la reali-
dad de lo que nos va siendo? ¿Es que substituirán el razonamiento filosófico por
indicaciones técnicas que buscan, seguramente, confundir al cándido lector?
482 Dióptrica. VI, 112.
250
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
483 Dióptrica. VI, 113-114. Justo entonces comienza con estas palabras el
quinto discurso: «Vous voyez donc assez que, pour sentir, l’âme n’a pas besoin
de contempler aucunes images qui soient semblables aux choses qu’elle sent;
mais cela n’empêche pas qu’il ne soit vrai que les objets que nous regardons en
impriment d’assez parfaites dans le fond de nos yeux: (...)»
484 Déjeseme, como ya he hecho antes, que haga una paráfrasis, para no car-
251
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
«Tant il est vrai que le cogito est pour lui [Descartes] volonté», en A, II, 484.
252
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
487 Meditación Sexta, AT, VII, 81 [tr. francesa, AT, IX, 64]. Nota de Alquié: «En
outre, si Descartes accorde que je fais un seul tout avec mon corps, il ne va pas
jusqu’à dire que l’union constitue une vrai substance», A, II, 492-493. De una
manera más esquemática y organizada vuelve a hablar Descartes de su solución
al ‘problema mente-cerebro’ en sus Principios de la filosofía, final de la cuarta
parte, artículos 189 a 198, AT, IX, II, 310-317. Hubiera sido también interesante
ver cómo la cuestión de la transubtanciación eucarística es para él la prueba de
su concepción de la unión entre alma y cuerpo (cf. Meditaciones, Cuartas y
Sextas Respuestas; cartas a Vatier de febrero 1638, a Mersenne de 28 enero y 18
marzo 1641, a Mesland de 2 mayo 1644, 9 febrero y mayo 1645, etc.). ¡Uf!,
demasiado para el espacio y para el tiempo. Véase, sin duda, D. Kambouchner,
L’homme des Passions. Commentaires sur Descartes, I, Analytique, pp. 36 ss.
253
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
254
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
que nada tiene que ver con la extensión, de la capacidad infinita de elec-
ción que se nos da en la voluntad, pero una capacidad que desborda por
completo el horizonte de cualquier acción de la razón, que va mucho
más allá incluso de cualquier deseo del fin primordial, que nos deja,
quizá, ante la atracción hipnótica de la nada. ¡Qué Descartes tan distin-
to del que esperábamos! Pero si hasta ahora, en este nuestro trabajo,
nuestros pensamientos se han dejado llevar tantas veces por los carte-
sianos, ¿cómo lo abandonaríamos en este preciso momento?
Confieso que al término de este estudio mi manera de ver la filoso-
fía cartesiana ha variado profundamente en este aspecto de la certeza.
Comencé teniendo un enemigo, porque siempre hay que tener algún
enemigo para echarse al ruedo del pensar, y este enemigo era todo
aquel que hiciera en la obra y el pensamiento cartesianos unas limpias
incisiones para asentarse en sus certezas dejando de lado las subjetivi-
dades del cogito. De manera que todo en él quedara resuelto en pen-
sar un mundo, el Mundo [cartesiano], que funcionara de modo perfec-
tamente mecánico, un mundo en definitiva de la sola res extensa, por
más que, cómo negarlo, para Descartes hubiera todavía una res cogi-
tans, pero que había establecido una fuerza de persuasión científica tan
grande en su modelo de pensamiento que ya no quedaba duda:
Descartes había sentado las bases para decir que no sólo en el Mundo
[cartesiano], sino en el mundo a secas, es decir, en la realidad de lo que
nos es dado, todo es res extensa, en definitiva mera materia. Una hipó-
tesis que se ha ido esclareciendo hasta tener una convicción: sólo queda
el ‘problema mente-cerebro’ para que el Mundo [cartesiano] y el mundo
coincidan sin más. En esta hipótesis desiderativa, el dualismo cartesia-
no era, simplemente, un accidente del camino, un tomar conciencia
definitiva de algo que es mero espejismo: la interioridad. De esta mane-
ra se podían heredar de Descartes las certezas aseguradoras.
Pero Descartes se ha tomado la revancha de un grandísimo filósofo,
por eso he terminado en mis investigaciones por ver cómo en él se
planteaba al final la relación entre el alma y el cuerpo de una manera
profundamente ligada con la libertad —problema fundante, para él y
para mí, problema menor para tantos habladores del problema ‘mente-
cerebro’ y de la artificialidad mecánica de la inteligencia—, la libertad,
la experiencia más profunda que tenemos de aquello que somos.
Pensábamos en un principio, con Descartes, ser entendimiento
255
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
489 Permítame una confidencia el sufrido lector, llegado hasta acá conmigo.
No había hecho aún esta lectura filosófica de Descartes —y, por no haber estu-
diado filosofía de manera académica, desconocía la profundidad de este (para
mí) otro Descartes, confinado como estaba, más bien, en el científico, casi “cien-
tificista”—, cuando a vueltas con mis propios pensamientos, con ‘mi filosofía’
—a mi amigo José Antonio Méndez no le gusta que hable así, pero no tema, no
es una manera de darme pote, sino de saber lo que quiero hacer—, al final de
las páginas de mayor envergadura filosófica que haya escrito [hasta ese momen-
to] —todavía ‘filosofía geográfica’— escribía: «Y mi sorpresa última es, pues,
esta: es la voluntad la que guía finalmente a la razón, mientras que la razón
ayuda a la voluntad», en ‘Racionalidad, realidad y verdad’, capítulo 2 de Sobre
quién es el hombre, pp. 67-116. ¡Hasta en esto era cartesiano, sin saberlo!
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Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
que jamais, il faut rappeller une remarque que G. Milhaud faisait à propos de
ses premiers essais scientifiques: “Ce n’est pas le fait de formuler une vérité qui
compte pour lui: c’est le fait de la démontrer, de la comprendre, de l’expliquer”
(G. Milhaud, Descartes savant, París, Alcan, 1921, p. 36)», H. Gouhier, La pensée
religieuse de Descartes, p. 84.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
amigo Mersenne: «Et je ne crois pas devoir jamais plus répondre à ce que vous
me pourriez envoyer de cet homme [Hobbes], que je pense devoir mépriser à
l’extrême», A, II, 317.
495 Por si el lector no quiere decepcionarse conmigo, lo pondré en nota: «No
hay ningún sujeto que actúe más inmediatamente contra nuestra alma que el cuer-
po al cual está junta», hasta el punto de que lo que es acción para una, es pasión
para el otro (2). Las pasiones están en el alma, pero causadas por el cuerpo, en
donde está su fuente (nota de Alquié, en A, III, 953). Lo que experimentamos que
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Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
está en nosotros, y que vemos cómo puede estar en cuerpos totalmente ina-
nimados, es del cuerpo: ‘el resto’ de lo que experimentamos, del alma (3). Los
pensamientos que están en nosotros, son del alma; el calor y todos los movi-
mientos que en nosotros están, en tanto que no dependen del pensamiento, del
cuerpo (4). ¿La muerte? Nunca llega por el alma, sino por la corrupción de algu-
na de las partes principales del cuerpo (6). Explicación radicalmente ‘automáti-
ca’ de cómo está compuesta «la máquina de nuestro cuerpo» (7 a 16), que ya
conocemos por el Tratado del Hombre. Nada sino los pensamientos deben ser
atribuidos al alma; acciones del alma, «todas nuestras voluntades»; pasiones del
alma, las percepciones o conocimientos que se encuentran en nosotros, que con
frecuencia no las hace el alma como tales, y siempre recibe de las cosas que son
representadas por ella (17). ¿Las voluntades? Unas, acciones del alma que se ter-
minan en ella; otras, acciones que se terminan en el cuerpo (18). ¿Las percep-
ciones? Unas, tienen al alma por causa; otras, el cuerpo (19). ¿Las percepciones
de los objetos que están fuera de nosotros? Excitan los nervios, «y por su medio
en el cerebro, dan al alma» sentimientos diferentes (23). Nuestras percepciones,
tanto las que se refieren a los objetos exteriores como a las diversas afecciones
del cuerpo, son verdaderas pasiones de nuestra alma (25). ¿Qué son las pasio-
nes del alma? Percepciones o sentimientos del alma, que se refieren particular-
mente a ella, causados, entretenidos y fortificados por el movimiento de los espí-
ritus (27) [‘espíritus animales’, puramente materiales, las partes más vivas y sutiles
de la sangre]. El alma —una, indivisible, claro— está verdaderamente unida a
todo el cuerpo, el cual es uno y en algún modo indivisible, en razón de la dis-
posición de los órganos interrelacionados entre sí hasta el punto de que cuando
uno falta el cuerpo es defectuoso, y a causa de «todo el ensamblaje de sus órga-
nos» (30); Alquié señala una unidad finalista y funcional que el cuerpo posee en
tanto que máquina construida por Dios (nota, en A, III, 975). Pero aunque el
alma esté unida a todo el cuerpo «hay en él, sin embargo, una parte en la que
ejerce sus funciones más particularmente que en todas las otras», una cierta glán-
dula muy pequeña (31). Ella irradia a todo el cuerpo, por espíritus, nervios y san-
gre; y ella «puede ser movida diversamente por el alma» (34). ¡Hemos encontra-
do la piedra filosofal! «Y toda la acción del alma consiste en que, por el mismo
hecho de que quiera alguna cosa, hace que la pequeña glándula a la que está
estrechamente unida se mueva de la manera que se requiere para producir el
efecto que se relaciona a esa voluntad» (41). En fin, para qué seguir. Todos estos
textos en AT, XI, 327-370. En las citas he puesto entre paréntesis el artículo
correspondiente. Quizá una lectura más reposada, y ayudándome del libro de
Denis Kaumbuchner, me aleje algún día de esta mi decepción cartesiana.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
estas palabras de un autor que polemiza con otro, el cual, dice el primero, no
ha respondido todavía a los argumentos con los que él respondió a las críticas
expresadas por este segundo autor: «Je m’en tiendrai forcément aussi à mon opi-
nion. Jusqu’à preuve de contraire, évidement!», P. De Vooght, L’hérésie de Jean
Hus, 2ª ed., Publications Universitaires, Louvain, 1975, p.1012.
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Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
porque ¿qué importa que hoy la ‘glándula pineal’ se nos haya con-
vertido en un maravillosamente complejo cerebro, aupado en el sis-
tema nervioso central?—, o, finalmente, una mera corporalidad mate-
rial, de una materia que llega al final de su proceso evolutivo de
complejificación. Un “espíritu encarnado” como el cartesiano no
habla todavía de la nobleza y de la ambigüedad de la carne, y, sobre
todo, no habla de la gloria de la encarnación, aunque, de cierto, sí
habla de la ambigüedad de la voluntad que se nos escapa de puro
infinita y de la gloria del sujeto pensante. Pero, para Descartes, en
todo caso, ‘el lugar desde donde se parte’ es el espíritu, mientras
que, para nosotros, para mí, lo decisivo es ‘el lugar en donde se
está’, el cual, con un estar extremadamente dinámico, no puede ser
otro que el cuerpo [el ‘cuerpo de hombre’].
¿Cómo llegar a todo esto que apunto sin caer en una “filosofía de la
razón pura”, que no sería sino el vano nombre de una teología que no
quiere reconocerse como tal; cómo hacerlo, por el contrario, desde la
acción racional de una ‘filosofía de la razón práctica’? Mas, si no pudie-
ra llegarse hasta ahí, ¿pasa algo? ¿No estamos hablando de una convic-
ción fundante en la que nos encontramos siendo?
¿Ambigüedad de la razón, de la libertad, de la voluntad, como que-
rría Descartes, o, por el contrario, sin renegar de aquellas, sobre todo,
fundante ambigüedad de la carne? ¿Pesantez de la voluntad, atraída,
importunada, por la materialidad mundanal de un “espíritu encarnado”,
como quiere Descartes, o, más bien, pesantez de la carne, pesantez del
‘cuerpo espiritualizado’ —para seguir en el juego de Alquié—, o, mejor,
de la ‘carne enmemoriada’?
Pues al llegar acá, desde la perplejidad, nos debemos preguntar,
¿cómo es que Descartes no habla del sufrimiento? ¿Por qué sus comen-
taristas parecen no darse cuenta? ¿Es que el sufrimiento está fuera del
alcance del pensar? ¿Acaso no es un ‘problema filosófico’? ¿Valdrá, pues,
con un (mero) “espíritu encarnado”?
El Verbo se hizo carne; por eso, a la carne —a nuestra carne— se
le ha dado hacerse verbo, más aún, se le ofrece la posibilidad glorio-
sa de devenir semejante al Verbo. Las extrañas palabras que constitu-
yen la segunda parte de la frase anterior —porque la primera proce-
de del prólogo del Evangelio de san Juan—, no vienen, aunque a
primera vista pueda parecerlo, de alguna gnosis sectaria, sino que se
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Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
claro está y como siempre, a san Bernardo y sus primeros discípulos, recuerda,
dice y emplea fórmulas —formas de vida— apasionantes: «La vie de l’âme est
dans sa volonté». «Notre esprit n’est pas autant présent dans ce qu’il anime que
là où il aime». «Cette volonté n’est jamais irrationnelle, ce qui mènerait au volon-
tarisme, elle est guidée par la sagesse, qui est intelligence et ‘goût’ des choses
telles qu’elles sont»; «il faudrait parler de ‘moralisme mystique’, car ce n’est pas
la connaissance qui est transformante, mais la conformité qui est vision uniti-
ve». «Si l’union à Dieu réside dans l’accord des volontés, grâce et liberté agis-
sent conjointement, simultanément et indissociablement. La liberté est sauvée
par son consentement (con-sentire = avoir le même sentiment) et ainsi Dieu est
présent dans l’être libre par un accord de volonté, par consentement récipro-
que. Dieu veut ce que veut l’homme qui fait Sa volonté. Tel est la nature de
l’amour. C’est ainsi que l’âme humaine est capacité de Dieu (capax Dei) et que
l’amour est intelligence». Amor meus, pondus meus. En C. Dumont, Sagesse
ardente, pp. 87-89.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
499 Son interesantísimas las siguientes palabras de Pedro Laín Entralgo: «Una
pregunta inicial: ¿cuándo, por qué y cómo comenzó a existir en el ser humano
una actitud ante el mundo y ante sí mismo a la que lícitamente podamos atri-
buir religiosidad ? Si, como enseñan los peleontólogos, hace como tres millones
de años aparecieron sobre la Tierra seres vivientes a los que podemos consi-
derar hombres, y si lo poco que sabemos acerca de ellos —posesión de un
esqueleto que permitía la marcha bipedestante, capacidad para construir obje-
tos tallando piedras, no sólo quebrándolas— en modo alguno nos autoriza a
pensar que en su vida hubiese algo equiparable a lo que nosotros llamamos
religiosidad —esto es, la creencia en algo trascendente a nuestra realidad, ante
lo cual en una u otra forma experimentemos las vivencias de lo fascinante y lo
estremecedor— ¿cuándo, cómo y por qué la noción de ese algo surgió en el dila-
tado curso de la evolución del género humano que transcurre desde el origina-
rio Homo habilis hasta el que presuntuosamente se llama a sí mismo Homo
sapiens sapiens ?», P. Lain Entralgo, El País, 13 noviembre 1995. Hace mención
de dos libros: A. J. Mandell, God in the Brain, y E. G. D’Aquilli, The
Neurobiological Basis of Myth and Concepts of Deity, de los que desconozco
[cuando escribí esta nota] todo excepto esta referencia.
500 Pueden verse unas extrañas y abruptas páginas que escribí sobre el cuer-
264
Con Descartes, ‘yo defiendo la causa de Dios’
Mas ¿hay otra manera de pensar a Dios como una respuesta que
‘nosotros’ nos damos como respuesta a los problemas sobre la realidad
y el sentido que ‘nosotros’ nos planteamos? Si no hubiera problemas
sobre la realidad y sobre el sentido “no habría Dios para nosotros”,
puesto que en ningún momento nos plantearíamos la necesidad de
encontrar una respuesta a esos problemas. Pero ¿esto significa, sin más,
que “no hay Dios”, puesto que Dios no es así sino un mero “Dios para
nosotros”? ¿Se puede decir lo mismo de la religión, que no es sino un
‘constructo’ que nosotros nos hacemos como horizonte en el que colo-
carnos para darnos las respuestas a los problemas que nos planteamos
sobre nosotros mismos y nuestro lugar en la realidad?
Si planteamos las cosas de esta manera, parecería que convertimos
a la religión y, sobre todo, a Dios en algo meramente subjetivo, pro-
ducto de las respuestas que “nuestro cerebro” se da a los problemas
que, a lo largo de la hominización evolutiva, se plantea sobre el hori-
zonte de realidad en el que se encuentra echado, arrojado-ahí. Podría
decirse que Feuerbach tendría así toda la razón. Pero, entonces, la rea-
lidad entera como tal perdería lo que ella tiene de real. Todo se con-
vertiría en un sueño, el sueño al que llamaríamos conciencia, un mero
sueño fruto de la materia que de manera (libremente, quizá) predeter-
minada nos hace lo que somos, lo que pensamos, lo que queremos,
dándonos nuestras propias experiencias a las que llamaríamos concien-
cia501. Sin embargo, al punto nos viene el recuerdo del filósofo al que
hemos acompañado en largos paseos. ¿Seguro que, aunque sólo fuera
así, habría que concluir “no hay Dios”? ¿No sería ello, más bien, la prue-
ba (cartesiana) de la existencia de Dios? ¿Qué otra cosa buscó Descartes
sino asegurarse que ‘hay Dios’ como fundamento necesario de su pen-
sar el sujeto y la seguridad racional de la existencia del mundo, aunque
en su caso fuera un Mundo [cartesiano] que ya ni es ni puede ser el
nuestro?
were explained, there would still remain a further mystery: Why is the perfor-
mance of these functions accompanied by conscious experience? It is this addi-
tional conundrum that makes the hard problem hard», David J. Chalmers, ‘The
Puzzle of Conscious Experience’, Scientific American, diciembre 1995, p. 64.
Anuncia un libro suyo que será publicado próximamente en Oxford University
Press, bajo el título The Conscious Mind. Promete.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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9. ¿TIEMPO O INCERTIDUMBRE?
«Son tantas y tantas, hijo mío, las cosas de las que no consigo
desentenderme, que a veces, entre amargas lágrimas, me cambiaría
gustosa por cualquier objeto que fuera capaz de sentirse desligado,
desentendido, de todas estas cosas de las que yo, Eliacim, ¡qué mal-
dición!, no consigo saberme ajena.
No consigo desentenderme, hijo mío, del tiempo que pasa, de la
lluvia que cae, del té que bebo, del hombre con el que me cruzo
por la calle, del perro aterido de frío que araña la puerta de la casa,
de tu memoria. Y lo que yo quisiera, hijo mío, te lo podría jurar, era
no tener tantas y tantas cosas atenazándome, tantas y tantas cosas
recordándome a cada instante que no consigo desentenderme de
ellas y vivir libre.
Las cosas, Eliacim, demostrarían más nobles sentimientos borrán-
dose para siempre, como una lágrima que cae al mar»,
Mrs. Caldwell habla con su hijo, CAMILO JOSÉ CELA.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
bien establecidas las causas y sus efectos —o las complejas redes, mejor,
cadenas de causas conectadas con complejas redes, mejor, cadenas de
efectos—, por donde habría ocasión de hablar de la ‘flecha del tiempo’,
nos deja la impresión filosófica primera de que, indudablemente, hay
tiempo. Pero, qué duda cabe, es este un tiempo tan escuálido, tan poco
interesante, tan producto de ínfima clase que más bien no parece ser
un tiempo de verdad; digo de ínfima clase, pues mera variable-t, o,
todavía mejor, mera cuarta coordenada-t. Sería, a lo sumo, como un
nombre último, como el nombre apósito a todo aquello que, de verdad,
no es tiempo.
Porque, ¿cómo hablaríamos de un ‘tiempo’ en el que nosotros nada
tendríamos que hacer, pues todo en él se nos daría hecho desde fuera?
¿Cómo habría de acontecer que sea el tiempo lo único que, en el terre-
no de la ciencia, no tenga nada que ver con el ‘principio antrópico’?
Mas, podría parecer que, siguiendo las costumbres de la filosofía de
la ciencia de hoy, muy alejada del determinismo, y mucho más por la
labor del indeterminismo y del azar, estuviéramos más cerca de una
nueva filosofía de la ciencia que tenga al tiempo como mira decidida-
mente importante de sus desvelos. ¿Es así?, ¿el indeterminismo —o el
azar— nos acerca, en verdad, a tomar en consideración al tiempo? En
el sentido de que hay ahora un camino con capacidad de bifurcaciones,
sin duda que sí; pero, me pregunto, ¿no se rompe de esta manera lo
que el tiempo tiene de capacidad envolvente de unificación?, ¿no se
convierte al tiempo así, sin más, en el nombre de lo que ya ha sido, un
nombre para designar lo que, por ser lo ya pasado, indica un camino
en el que ya no hay bifurcaciones, porque se ha fijado en el determi-
nismo de lo que ya ha sido? Cuando se habla de la historia del univer-
so, por ejemplo, con lo que aparentemente se está hablando del tiem-
po, ¿no se trata de un tiempo determinístico de lo que por ser, siendo,
es tiempo en cuanto que ya ha sido?
¿Qué será, pues, el tiempo? Pero un tiempo que tenga más enjundia
que este; por tanto, un tiempo que nos lleve de la mano hasta la histo-
ria; mas, claro es, no una historia que sea, además de radicalmente falsa,
una mera obviedad: la de considerar como ya sido lo que fue. Esta sería
una historia, y por tanto un tiempo, que nada nos hace comprender,
fuera de una obviedad tan parcial que apenas es. Porque, ¿no es esa
(falsa) historia un mirar sesgante y radicalmente sesgado a algo de lo
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502 Agradezco a Antonio Sánchez, sobre todo, que me haya señalado este
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está el alma para ver que los que narran cosas pasadas, narran cosas
verdaderas, y si estas fueran nada, de ningún modo podrían ser vistas.
Porque las cosas pasadas y futuras, allá donde estén, no serán sino pre-
sentes, e, inquiere, ¿dónde estarán las cosas pasadas?, en mi memoria;
y ¿dónde las acciones futuras?, se nos hacen presentes en nuestra pre-
meditación, cuando las comenzamos a poner por obra, entonces se nos
hacen presentes (XI, 16-18). Por tanto, afirma, lo propio sería decir que
los tiempos son tres: praesens de praeteritis, praesens de praesentibus,
praesens de futuris, porque esas son las tres cosas que existen en el
alma: el presente de lo pasado, la memoria; el presente de lo presente,
la visión (contuitus); y el presente de lo futuro, la expectación; los tres
existen (XI, 20). Mas, vuelve a preguntarse, ¿cómo medimos los tiem-
pos?, ¿cómo el presente, si no tiene espacio?, cuando pasa, no cuando
ya es pasado, pues entonces nada hay que medir; lo que medimos es
el tiempo en algún espacio (quid autem metimur nisi tempus in aliquo
spatio), aunque lo que no es carece de espacio. ¡Qué complicado es,
así, el tiempo, reza el santo, que Dios me lo desvele! ¿Será el tiempo el
movimiento del sol, de la luna y de las estrellas? No, responde, el tiem-
po no es ese ‘tiempo cósmico’ del que algunos hablan, ¿es que, retori-
za, acaso no sabemos que el sol se detuvo cuando Josué mandó que se
parara? Pero, afirma, el tiempo es una cierta distensión. Ningún cuerpo
se mueve si no es en el tiempo, pero, continúa, el tiempo no es el
mismo movimiento; una cosa es el movimiento del cuerpo, y otra aque-
llo con lo que medimos su duración (XI, 21-24). El tiempo, decía antes,
es una cierta distensión o extensión (distensionem), pero, ¿de qué cosa?
San Agustín no lo sabe, pero, nos dice, maravilla será si no es la misma
alma. Mas, vuelve a preguntarse, ¿qué es lo que mido?, nos recuerda
que ya lo tiene dicho: medimos los tiempos que pasan, no medimos los
tiempos pasados, ni los presentes, ni los futuros, y, sin embargo, medi-
mos los tiempos. Mido, maravillosa afirmación agustiniana, lo que per-
manece fijo en mi memoria: In te, anime meus, tempora metior. En ella,
concluye, existen futuro, presente y pasado, porque ella espera (expec-
tat), atiende (attendit) y recuerda (meminit), para que lo que espera, a
través de lo que atiende, pase a lo que recuerda (XI, 26-28). Pero, me
pregunto, si las cosas del tiempo son así, ¿qué es el alma del hombre?
Todo el tiempo agustiniano es un trasiego, por tanto, dentro del
campo semántico formado por el juego de los praeteriret, adveniret,
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esset, el juego de los expectat, attendit, meminit, y, por fin, el juego del
praesens y de la aeternitas, este último un juego que se juega, eviden-
temente, entre Dios y el alma. El tiempo agustiniano se daría en el sen-
timiento del pasar, pues medimos el propio pasar del sentimiento en la
memoria; sentimiento de una fluencia y memoria de ella. Número,
medida y memoria. Con la manera agustiniana de ver, el tiempo aristo-
télico ha quedado substancialmente fuera del tiempo objetivo y del
tiempo matemático, para desarrollar lo que hasta ahora era una simple
posibilidad, la de convertirlo fundamentalmente en un ‘tiempo almal’, y,
quizá sobre todo, en un ‘tiempo de la memoria del alma’. Pero, qué
duda cabe, con san Agustín, una cierta comprensión del ambivalente
tiempo aristotélico ha llegado a su culminación. El tiempo agustiniano,
como el aristotélico, habla de número y de medida —por más que el
número agustiniano sea mucho más el número de las curiosas cavila-
ciones neopitagóricas que el número que se liga con el grandor geo-
métrico—, pero, a diferencia de él, está también íntimamente ligado a
la memoria; memoria de un alma, claro es, un alma medidora del juego
de todo lo que es, un alma, si vale decirlo así, preñada por el orden
bello del número, hasta el punto de que es ella la sostenedora decisiva
del ‘nuevo tiempo’. De ahí que el tiempo agustiniano esté radicalmen-
te abierto a la historia. Desde ahora, la historia ocupa el mismo centro
de lo que es el horizonte de nuestras posibilidades reflexivas sobre el
tiempo.
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Cierto es que toda metáfora tiene sus peligros. Cómo no, también la
recién utilizada. Porque, en esta manera de ver las cosas, probable-
mente neoempirista, es mucho y decisivo lo que no se recoge de la rea-
lidad en la metáfora de la película que vemos cuando se nos proyecta
el film.
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Figura 1
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todo”, para los efectos del saber a qué atenernos, es como si “nada
influye en nada”. Me pregunto si así la causalidad no desaparecía del
horizonte, si el indeterminismo no sería ahora moneda corriente, pues
cualquier camino —o todo camino— puede habernos llevado al ahora
en el que estamos, y cualquier futuro puede nacer en el ahora, simple-
mente con que nos mantengamos dentro de los límites del diábolo.
Así pues, los infinitos eventos que están dentro de los límites del diá-
bolo podrían pertenecer a las filiformes cadenas causales del evento A0,
y los infinitos eventos que caen fuera de él, no. Esta manera tan her-
mosa de mirar la realidad apenas nos dice nada sobre la realidad pro-
pia de las ‘cosas’, simplemente pone unos límites de imposibilidad
—por excesiva ‘lejanía’—, lo cual no es poco, dentro de lo que pudie-
ra ser la acción, la información o la comunicación. Pero nada afirma res-
pecto a la causalidad, como no sea decirnos que, dentro de la com-
postura del límite dado por la superficie del diábolo, “todo influye en
todo”, siendo este todo lo de dentro del diábolo.
Es evidente que en este modelo los eventos A0 no deben ser trata-
dos siempre como meras individualidades; aunque —¡horror!— eventos
A0 y B0 que sean coetáneos no pueden tener ninguna influencia diga-
mos que inmediata uno sobre el otro, por lo que todos los eventos coe-
táneos serán siempre irresponsables los unos de los otros en lo que es
su pura inmediatez.
Volviendo a los dos eventos A0 y B0, figura 2, la intersección de ambos
diábolos, que tienen sus ejes paralelos, da una parte común aguas arriba,
que marca la parte común de su pasado, aquella, pues, que es, o puede
ser, al menos, causa común a cada uno de los dos eventos porque pase
la filiforme cadena causal; y da otra parte común aguas abajo, que marca
la parte común de su futuro, aquella, pues, que es, o puede ser, al menos,
efecto común de cada uno de los dos eventos.
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Figura 2
Figura 3
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evento A0, pues una ‘historia’ son los acontecimientos que siguen la
complicación bifurcatoria de una de las ramas del árbol que nació en
A0, la historia real y todas las historias posibles; le serán historias impo-
sibles, por el contrario, las que no tengan su origen en A0, o que, par-
tiendo de él, no coincidan con algunos de «los senderos que se bifur-
can». Así quedan establecidas las “historias en árbol” del evento A0.
Ninguna ‘historia’, evidentemente, puede dar saltos de una rama a otra;
se debe ir siempre por uno de los caminos posibles, pues cada “histo-
ria” es una pura línea quebrada con origen en A0. Este sistema arbóreo
es, evidentemente, determinista, por complicado que lo hagamos, pues
en cada bifurcación podemos poner una cierta probabilidad en cada
uno de los senderos que nacen en ella; pero lo que no cabe es que el
futuro del evento A0 no siga alguna de las “posibilidades” con las que
se encuentra. Si hubiera indeterminación, esta no sería sino una simple
medida de nuestro desconocimiento. Y es determinista en el sentido
riguroso del término, pues, por complejo que sea el mundo de las his-
torias posibles, nunca la historia real del evento A0 puede salirse de los
caminos que se le marcan; en ella cabe complejidad, pero no novedad
radical —sobre todo, como se viene haciendo desde los tiempos de
Laplace, si tenemos un sistema de ecuaciones diferenciales, o lo busca-
mos con esperanzas de encontrarlo algún día, y, en segundo lugar,
podemos definir las condiciones iniciales—.
En todo caso, en este modelo hay un problema grave para los lógi-
cos, el de cómo definir, siguiendo la maraña de líneas-ramas del árbol,
cuáles son los acontecimiento subsiguientes a A0 que se producen en
un mismo tiempo. Los lógicos están en él.
Pero hay otro problema que creo más importante, pues las ‘histo-
rias verdaderas’ saltan de unas ramas a otras, siguiendo caminos que
se dirían son ‘caminos reales’ y no “caminos lógicos”, pues no coinci-
den con ninguna de las líneas-ramas de la maraña del árbol. Las ‘histo-
rias verdaderas’ no se ciñen, o parecen no querer ceñirse, a esas “his-
torias”. Los que llamo caminos reales son los que va tomando la realidad,
cualquiera que esta sea. Los que llamo caminos lógicos son, evidente-
mente, los que va tomando nuestro razonamiento; si se trata de un mero
juego lógico, entonces no importa, pues cada uno pone las reglas que
quiere a su juego, y hace la calceta que le place; otra cosa es que, con
ellos, queramos dar cuenta, o aproximarnos todo lo que nos sea posible
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a los caminos reales; cabe otra posibilidad, muy del agrado de algunos,
pero que se me antoja algo irrisoria, la de que decretemos que los cami-
nos reales, por la fuerza de nuestra interdicto, deben tender a coincidir
con los (meros) caminos lógicos, opinión muy relacionada con ese crea-
cionismo-que-deja-de-lado-a-Dios-y-olvida-sus-presupuestos, al que me
he referido; opinión que, quizá de manera indebida, además, pone a la
lógica en el lugar de las matemáticas. Incluso se diría que, hoy, los
determinismos han saltado por los aires, y que entramos, quizá para
siempre, en el reino de los indeterminismos.
Piénsese, por ejemplo, en todo lo que aconteció cuando, a partir de
1989, se hace realidad un salto de rama, si aplicamos a esa historia el
modelo lógico del árbol, pues se abandona la rama-URSS para seguir
por la rama-Rusia, que no tuvo continuidad desde 1917. Dentro de la
historia derivada de la Revolución de Octubre, historias que parten del
evento A0, cabían bifurcaciones que la llevaran por caminos muy diver-
sos, dándose lugar así a una enorme variedad de ‘historias posibles’ que
de aquella procedían, pero, en la aplicación de ese modelo lógico, era
clara una cosa: la rama del evento historia-rusa había quedado trunca-
da para siempre, sin ninguna historia posible que de ella descendiera,
ahí está precisamente la particularidad del hecho-revolución. Podía
acontecer lo que fuere, pero siempre en el esquema árbol que nació
con el evento A0. Sin embargo, setenta y dos años después, la historia
real descendiente de la Revolución parece taponarse y desaparecer en
las aguas del desierto, y al punto se continúa una historia desaparecida
durante todo eso tiempo, una historia taponada, truncada, comenzando
esta nueva historia, para colmo, en el mismo punto en que se había
cegado setenta y dos años antes. Hay un salto de rama, y salto a ramas
prohibidas puesto que “historia imposible”, ya que la historia sigue sus
propios caminos reales, que nada parecen tener que ver con los decre-
tados caminos de la “historia (lógica)”.
O cuando nos adentramos en las complejísimas consecuencias de los
teoremas de Bell que llevan a los problemas de la no-localidad o de la
no-separabilidad, que parecen dinamitar esas estructuras de árbol
haciendo saltar a los eventos de rama en rama por ‘historias’ distintas.
En todo caso, acontecimientos B, C, D, etc., a los que no se llega
siguiendo una única línea quebrada que parta desde A0, sino a los que
se llega siguiendo varios caminos bifurcados distintos, que habíamos
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hoy, han roto cualquier imagen global de lo que sea la realidad física,
sobre todo de lo que sea nuestra comprensión global de ella, y del con-
junto de las explicaciones que nos ofrecemos sobre ella; porque, me
pregunto, ¿el indeterminismo y el azar son explicaciones globales de lo
que sea el mundo en sí mismo, o la medida de nuestras perplejidades?
¿Seguiremos, por siempre, hablando de azar y de indeterminismo, o
comenzaremos un día a hablar de complejidad? ¿Quién nos asegura que
esa línea fundante de la “intuición de la simplicidad” con la que se cons-
truyó la ciencia moderna desde el siglo XVII es hoy todavía una hipó-
tesis acertante, y que lo seguirá siendo en el futuro? La hipótesis acer-
tante del futuro, por el contrario, ¿no será la que procede de una
‘intuición de la complejidad’? Mas ¿cómo pensar todo esto?
Si consideramos el mundo como creación, y creo encontrar no pocas
razones para hablar de ello, deberemos considerar que, como he dicho
en otro lugar, en el comienzo, en un acto originario de su voluntad,
Dios crea el mundo en su dinamicidad; crea la ‘materia en su dinamici-
dad’ [el mundo en su dinamicidad], no una mera mecanicidad a la que,
como externalidad, haya que añadirle una fuerza, una materia que
desde el acto originario que la crea está siempre dinámicamente infor-
mada; y en ese acto originario de la creación del mundo en su dinami-
cidad están dadas las cuatro internalidades del mundo: espacio, tiempo,
geometría y legalidad. Me parece que de ahí se derivan no pocas con-
secuencias para una concepción del tiempo.
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por el azar”? Con esta pregunta nada afirmo sobre la verdad o false-
dad de dicha proposición, simplemente pregunto algo sencillo:
¿quién lo dice? Un sujeto humano es también el sujeto de esa pro-
posición.
El ‘principio antrópico’ es aquí decisivo. No me refiero de prime-
ras, por supuesto, a ningún ‘principio antrópico cosmológico’, ni fuer-
te ni débil. Digo, de manera muy simple, que esa proposición, como
cualquier otra proposición, es dicha por un sujeto humano, quien
tiene, seguramente, convicciones firmes, razones fuertes y emperra-
mientos racionales que apoyan su decir. Pero, es obvio, quien sostie-
ne la proposición es la fuerza de las razones que la apoyan, no, pri-
mariamente, la “objetividad-sin-sujeto” de lo que se dice. Puede
ocurrir que sea una proposición verdadera, pero, si lo es, se deberá
a la fuerza de las razones que nos llevan a una convicción racional
sobre lo que contienen y también al emperramiento racional que nos
hará sostener su contenido como contenido verdadero, es decir, acer-
tante sobre el aspecto de la realidad al que se refiere, por lo que,
abandonarlo, sería una renuncia parcial, o quizá total, a nuestra acti-
tud racional. Y la actitud racional está muy ligada a una actitud de
globalidad y de coherencia. Las proposiciones no van por suelto. Las
proposiciones se enraciman. La verdad está en el conjunto, como
resultado de la convicción y del emperramiento racionales, no en la
suma analítica de los detalles. Los detalles quedan empastados en ese
conjunto, no vienen dados por suelto —¡no son “hechos”!—. En lo
que toca a la historia, el que llamo ‘principio antrópico’ es igualmen-
te decisivo. El relato tiene siempre un sujeto; no puede haber relato
sin sujeto; en un relato, además del propio sujeto y sus intereses, es
decisivo lo relatado.
Mas al llegar acá me entran escrúpulos, ¿estaré siempre dando
vueltas y más vueltas a problemas epistemológicos, sin acabar jamás
de salir de ellos?, ¿serán las trazas y las huellas meros frutos de mi
infundado emperramiento?, ¿serán, por el contrario, trazas y huellas
que tienen su origen en aquel acto originario de la creación?, ¿habrá
en él algo que pueda ser llamado un designio?, ¿nos bastará con esa
inmensa platitud de decir que la afirmación de un designio para el
mundo ha quedado substituida por el “designio de la evolución dar-
winiana”?
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10. DE CÓMO EL TIEMPO Y LA HISTORIA IRRUMPEN
EN LA CIENCIA Y EN LA TRASCENDENCIA.
SOBRE UNA TEORÍA DEL CUERPO
(Madrid, Tecnos, 1962), cuya edición original alemana es de 1933, pero que, sin
embargo, sólo comenzó a tener influencia tras la publicación inglesa de 1959,
con apéndices nuevos que ocupan la mitad del libro. Por ello, la fecha de 1934
puede ser absolutamente engañosa para indicar el comienzo de la ‘crisis’.
505 Se refiere a Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas
(México, FCE, 1971), publicado en 1962 y que es, sin duda, uno de los libros
más sugestivos e influyentes que se han escrito en filosofía de la ciencia. Como
he escrito alguna vez, fue la zorra que se introdujo en el gallinero neopositivis-
ta y se zampó todo lo que en él se movía. Desde entonces, nada ha sido igual
en la filosofía de la ciencia. Kuhn, no lo olvidemos, pues ahí esta seguramente
su fuerza, nació al pensamiento filosófico en un contexto en el que eran deci-
sivos Pierre Duhem, Alexandre Koyré, y también I. Bernard Cohen.
506 Se refiere a J. D. Sneed, The Logical Structure of Mathematical Physics
(Dordrecht, Reidel, 1971). A esta escuela pertenece uno de los pocos filósofos
de la ciencia hispanófonos que cuentan: C. Ulises Moulines. Con todos los res-
petos, hubiera preferido, si a lógica nos referimos, ver citado a Kurt Gödel, en
donde encuentro el origen de esa ‘crisis de la lógica neopositivista’, pues me
parece que Sneed es un intento de poner límites al esfuerzo carnapiano de ‘logi-
ficar’ la realidad entera, y de manera especial la física, para, precisamente, a la
larga, hacer posible el objetivo que Carnap se planteaba en su filosofía.
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lo cual significaría que no sería verdad que Dios fuera amor, porque en
él, en su acción, la fuente primera, el amor, estaría enturbiada por la
necesidad, y hacer algo ‘por amor’ es muy distinto de hacer algo “por
necesidad”; no hay mixtura posible entre ambas maneras de hacer. Y si
Dios no fuera libre por completo en su obra ad extra, significaría que
no lo es porque no lo puede ser, y no lo podría ser porque en él, en
las relaciones entre las tres Personas, no se darían relaciones guiadas de
manera radicalmente absoluta por el amor y la donación, por la liber-
tad absoluta que permite el amor, pues entonces habría al menos una
sombra de necesidad en esas relaciones, necesidad que haría de él un
dios —un ídolo, por tanto— que en ningún caso podría ser el Dios que
se nos ha revelado en Jesús, el Cristo.
Quien, viniendo de la hondura de Dios mismo, se nos da de mane-
ra esencial en el tiempo y en la historia es Jesús, el Cristo, el Hijo de
Dios. Por su nacimiento de las entrañas de la Virgen María, irrumpe en
el tiempo para crear una historia nueva —“un cielo nuevo y una tierra
nueva”—, como carne mortal, en todo igual a nosotros excepto en el
pecado —por tanto, su libertad será siempre libertad-recreadora, liber-
tad obediencial, además, pero jamás libertad-distanciadora-de-Dios—.
El misterio de la encarnación nos indica, así, el momento del tiempo de
la creación en que irrumpe la culminación de la historia de la salvación.
En un tiempo que es fruto, como una de sus internalidades, del acto de
la creación del mundo, la encarnación señala el momento de la tempo-
ralidad en que irrumpe la trascendencia; más aún, señala también el
momento temporal en que a través de la carne del Hijo irrumpe la tem-
poralidad en el seno mismo de Dios, como algo nuevo, como comien-
zo de una historia nueva, historia de plenitud de amor en el mismo seno
de Dios, porque Dios no puede ser impasible a esta encarnación del
Hijo, al cuerpo de Cristo, punto refulgente de la creación, en el que la
creación se re-crea, se hace nueva, se hace otra en la posibilidad de
convergir hacia aquel punto W.
El punto W al que me refiero, al menos por ahora, quiere significar
dos cosas: hay historia, y la hay porque hay sentido en la temporalidad.
El discurrir de la temporalidad no es un ir por cualquier lado, sin rumbo
definido, sin lugar a donde ir. El discurrir de la temporalidad se nos
hace historia, es decir, tiene para nosotros sentido como historia, y lo
tiene porque, tras la irrupción encarnadora, la temporalidad misma
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Sobre una teoría del cuerpo
como tal se hace historia, tiene un lugar hacia donde ir. No bastaría, por
tanto, con que nosotros creyéramos que hay sentido, pues lo encontra-
mos y con ello nos basta, sino que ese sentido es real, verdadero;
encontramos sentido porque lo hay en la realidad —el principio antró-
pico es un principio de realidad, no simplemente un obvio principio de
ordenación de nuestra sensibilidad—. El mundo creado tiene sentido, y
ese sentido viene por el acto de la creación, pero, sobre todo, tras la
irrupción re-creadora en medio de nuestra carne del cuerpo de Cristo.
En el cuerpo de Cristo y por él, la ‘carne de hombre’ creada y, sobre
todo, re-creada en la irrupción encarnadora, da sentido al mundo.
IV
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Según Otto Hermann Pesch, para santo Tomás507 es más noble ver que
oír, conocer más que querer, y en la teología se trata de conocer, del
conocer supremo, de la comprensión de todas las cosas partiendo de lo
que es su fundamento supremo, Dios; esta es la sabiduría. La forma terre-
na de la salvación es la sabiduría; en cambio, en la consumación escato-
lógica —que aquí se ha llamado punto W—, en la bienaventuranza eter-
na, lo es la visión de Dios. Sin embargo, tenemos que preguntarnos por
lo que sabemos de Dios; y, para Tomás, lo último y definitivo del saber
humano sobre Dios es que, en definitiva, de él nada sabemos, mientras
que poder contemplar algo de él es lo que más gusto nos da.
De cierto que la filosofía nos proporciona conocimientos considerables
sobre Dios, y que nos acercan a él, pero se calla ante la pregunta del cami-
no que lleva a Dios; por ello, para Tomás, es necesaria una sabiduría que
viene de Dios por revelación. De esta manera, la sacra doctrina es como
una impresión de la ciencia divina en el espíritu del hombre. ¿Qué es,
pues, la teología? El esfuerzo de comprensión del hombre cuyo cometido
es el de contemplarlo todo a la luz de Dios. Por eso, la sacra doctrina es
a la vez dos cosas: palabra reveladora de Dios y esfuerzo humano de
comprensión. La palabra reveladora de Dios que se convierte en sabidu-
ría que el hombre debe intentar comprender de más en más.
Y ¿qué sabe esta sabiduría acerca de Dios? Que las criaturas salen y
vuelven a Dios, que en él tienen su origen y su fin, que se van convir-
tiendo en perfecta imagen de la bondad del Dios que fue la razón única
por las que fueron creadas por él. De Dios salen y a Dios retornan. En
el hombre, que entiende y sabe lo que hace, ese retorno se hace en
libertad y de buena gana, y el camino concreto para ello es Jesucristo;
en él, Dios ha elegido a los hombres desde la eternidad. Así, el miste-
rio de la encarnación, para santo Tomás de Aquino, queda incorpora-
do en la contemplación de los caminos de Dios como creador que lleva
a su fin a toda su creación. De esta manera, por anticipación, Dios ha
puesto en Cristo el remedio al pecado, que por eso se convierte en
felix culpa; pecado al que Dios no se opone por aniquilación, sino por
la gracia. La justificación del pecador, así, es el restablecimiento en el
507 Para las líneas que siguen, me inspiro de cerca en un bello libro, aunque
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Sobre una teoría del cuerpo
hombre del estado original, lo que lleva a una conversión siempre más
profunda de toda la esencia del hombre hacia Dios, hasta que, al fin de
los tiempos, se dé en él la visión beatífica, la cual fascina de tal mane-
ra al hombre que ya desde ahora no sólo no puede separarse de Dios,
sino que no quiere hacerlo. Esta justificación es, obviamente, la más
importante de las obras de Dios.
Tras estas preciosas páginas, Pesch concluye que Tomás de Aquino
no tiene otro anhelo que contemplar las obras de Dios, y me alegro que
piense que, entre nosotros, el que más se asemeja a él en ese punto
decisivo sea Pierre Teilhard de Chardin.
***
Es verdad que si hubiera que escoger a palo seco entre ‘ver’ y ‘oír’
o entre ‘conocer’ y ‘querer’, habría poderosas razones para quedarse pri-
mero con el ‘ver’ y el ‘conocer’ y luego, profundamente a la vez, con el
‘oír’ y el ‘querer’. Pero las cosa no pueden ser así: con lo que nos que-
damos es con un ‘cuerpo’ que ve y oye, que conoce y quiere, puesto
que esas, y otras muchas, son funciones del ‘cuerpo de hombre’508.
Si habláramos, pues, de sabiduría, esta no podrá ser ya un conocer
que se construya en un ver. Hay un oír que es parte decisiva del ‘cuer-
po de hombre’, un oír que es tener entrañas de misericordia para escu-
char al menesteroso. El ver es todavía dominación, el oír es siempre
estar atento. En el oír nos encontramos con el tiempo, aunque
comience a ser sólo con el tiempo de los demás, con el tiempo dona-
do a los otros. El ver es señorío intemporal; el oír es ya tiempo. Así
pues, la sabiduría que se construyera en el ver sería una sabiduría
que no está ligada al tiempo, una sabiduría de la razón pura; por ello,
jamás puede ser nuestra sabiduría: la nuestra es siempre fruto de una
acción, una acción compleja puesto que es la acción del ‘cuerpo de
508 Sería demasiado poco decir ‘cuerpo’, que puede conllevar el reduccionis-
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VI
Estando las cosas en este punto, puede parecer poco lo que voy
diciendo, y, sobre todo, podría pensarse que hemos caído de una abs-
tracción rechazable, la que hablaba de una “razón pura” en otra casi tan
abstracta como ella, la que he llamado ‘cuerpo de hombre’. Se puede
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
pensar con razón que las categorías de visage y de autrui del pensa-
miento levinasiano son mucho más plenas, más hondas, más ricas de
humanidad. Hago notar, sin embargo, que todo cuerpo de hombre tiene
rostro, que el rostro es la clave de bóveda del cuerpo, su resumen, su
centro desplazado; que el cuerpo es siempre otro, una singularidad
cerrada que no se cierra sobre sí misma, sino que se abre a los otros
cuerpos —a los otros rostros—, que tiene esa capacidad maravillosa de
poder abrirse al totalmente Otro, y de ahí, quizá, puede abrirse a los
otros en cuanto que otros.
¿Por qué, entonces, sin tampoco abandonarlas, preferir la categoría
de ‘cuerpo de hombre’ a la de rostro o la de otro? Porque la categoría
de cuerpo es más englobante, más entroncada en la realidad primera,
más anunciadora de la globalidad de lo que hemos sido y de lo que
somos, por donde anunciadora también de lo que seremos.
Hay algo decisivo en esta categoría de ‘cuerpo de hombre’: en ella
se encierran de manera nuclear las categorías de tiempo y de historia.
Se da en la realidad que nos ha fundamentado y que nos fundamenta
como seres humanos una actividad compleja en la que se nos ofrece
este amasado que somos, en el que nuestra corporalidad es capaz de
temporalidad y de historicidad, ya que ella es, precisamente, el más per-
fecto producto de la temporalidad, aquella realidad en la que la histo-
ricidad se hace realidad patente. La historia sólo cabe en el ‘cuerpo de
hombre’. Es su irrupción en la realidad, producto de aquella dinamici-
dad con sus cuatro internalidades que se dio en el acto de la creación
del mundo, la que hace que, en el tiempo, irrumpa la historia como tal.
Déjeseme decirlo en analogía con lo que Aristóteles apuntaba con refe-
rencia al tiempo: sólo hay historia porque un ‘cuerpo de hombre’ está
ahí para vivirla, para percibirla, quizá para comprenderla, para, sabién-
dose él mismo un ser histórico, construir para sí y para la creación ente-
ra una historia encaminada a un punto W.
Aunque es verdad que en la realidad existe fuera de nosotros el
tiempo —e incluso la historia—, aunque no sea más que porque somos
fruto de las cuatro internalidades, una de las cuales es el tiempo, no es
nada obvio que podamos referirnos a él, sin más, como algo que,
teniendo existencia objetiva fuera de nosotros, cuando hablamos de él
—y siempre estamos ‘hablando de él’, incluso en la ciencia, por
supuesto—, estamos en una representación de él: de nuestra boca no
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Sobre una teoría del cuerpo
fluye, sin más, el tiempo, sino que en ese fluir hay mediaciones extre-
madamente complejas de las que nunca podemos librarnos, aunque, sí
es verdad, podamos perseguirlas, explicarlas e incluso comprenderlas,
en parte. Pero, aquí, la pregunta es: ¿podremos alguna vez alcanzar el
tiempo en su misma realidad, fuera de nuestra mediación? Husserl, en
páginas de una belleza singular, parece decir que sí, pero no estoy tan
convencido de ello como él y sus seguidores. Estamos de tal manera
amasados con el tiempo que des-amasarnos de él para mirarnos “obje-
tivamente” es asesinarnos, es decir, no hablar más de esa realidad com-
pleja, temporal e histórica, gloriosa y terrible que somos, sino de algo
que, a lo sumo, pueden ser habladurías de las que tendencialmente algo
tenemos y que pueden servir para comprendernos algo más con tal de
que no creamos que ellas son nuestra más íntima realidad. Y no deje de
notarse que, incluso ahora, nunca podremos substituir la palabra ‘habla-
durías’, tan bella, tan expresiva de lo que es la manera en que nosotros
conocemos, incluso nos conocemos a nosotros mismos, por la de ‘rea-
lidades’, pues nosotros somos siempre quienes decimos. Lo complejo
del asunto es que, en cuanto que ‘decires’ o ‘habladurías’, también son
ya ‘realidades’, pues tenemos la capacidad de crear realidad. No se
olvide que, en esta concepción, el acto de creación del mundo con sus
cuatro internalidades es un acto dinámico, con una dinamicidad que es
lo más intrínseco al mundo. Dinamicidad que hoy, por supuesto, no
está agotada, pues su agotamiento significaría la muerte del mundo,
aunque fuera en un mundo por siempre fijado sobre sí mismo, igual a
sí mismo, en la estaticidad, un mundo sin tiempo y sin capacidad de
historia, un mundo en el que ya no cabría, evidentemente, ningún
‘cuerpo de hombre’, pues para este es esencial la creatividad. Pero
¿cualquiera de nuestro ‘decires’ o de nuestras ‘habladurías’ crea la rea-
lidad de la que habla? Cierto que se refiere a una realidad, pero, es
obvio, no la crea sin más. Si así fuera, el papel de la ciencia sería el
que algunos, confundiéndose de plano, dicen ser el suyo: ir de verdad
en verdad.
El ‘cuerpo de hombre’ tampoco es, sin más, ‘materia’. O si se pre-
fiere, para encerrar la fuerza de la realidad en un uso cuidadoso de los
diferentes entrecomillados, el ‘cuerpo de hombre’ sería <materia>, pero,
entonces, la cosa es clara: la <materia> no se reduce a ‘materia’. Ni se
puede reducir a cuerpo de animal, ni se puede reducir a materia.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
sería una máquina del mecanicismo del siglo XVII o XVIII, sino una de aquellas tan
sibilinas que hoy somos capaces de construir. Una máquina, por tanto, será aquí un
artefacto que, valiéndonos de nuestros conocimientos científicos y capacidades téc-
nicas, nosotros somos capaces de crear y construir. Puede ser también una ‘máqui-
na mental’, de igual modo que se habla de un ‘experimento mental’, de modo que,
aunque de realización tan compleja que no seamos capaces de construirla, sí sea-
mos capaces de explicar y prever perfectamente su manera de funcionar.
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Tiempo. Materia, Alianza, Madrid, 1996, 714 p. Pero, aunque me haya quedado
pasmado ante él, especialmente por lo que en él se escribe sobre la materia, no
puedo dejar de expresar aquí mi profundo malestar ante la edición póstuma de
las obras de Zubiri. Los editores, en este caso Antonio Ferraz, nos piden que les
firmemos un cheque en blanco sobre la excelencia de su labor —sin que jamás
dejen en nuestras manos elementos de juicio suficientes para que nos hagamos
una idea cabal sobre ella—, mientras consiguen —¡lo que no es fácil!— que
jamás sepamos a ciencia cierta si nos encontramos ante un texto por entero de
Zubiri, o ante un pequeño arreglo que ellos hacen ahora para juntar varios tex-
tos zubirianos de los que dicen elegir el mejor, o ante pequeñas manipulacio-
nes redaccionales que dicen tocar apenas el texto, o incluso, ahora, cabe la sos-
pecha de que encontremos cosas de la mano de Ignacio Ellacuría; afirmando
siempre, con no poco desparpajo, que debemos tener entera confianza en su
labor. Ni que decir tiene que nunca sabemos, si no es vagamente y de manera
asaz contradictoria, cuándo escribió Zubiri las páginas que leemos, e incluso,
ahora, se nos advierte que algunas de ellas han sido tomadas de textos previa-
mente publicados —sin que sepamos de cuáles se trata, ¿por qué tendrá que
afanarse en buscarlas el sufrido lector?, ni, por supuesto, de cuándo son—. En
fin, déjenme que muestre mi enorme desasosiego y que lo diga con toda fran-
queza: como edición de textos póstumos, una vergüenza, impresentable, que la
obra ingente de Zubiri no se merecía.
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VII
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VIII
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cambiar nuestra concepción de la propia ciencia para que sea así. Sin
embargo, en dicho ámbito planea una tentación curiosa, la que dice así-
ha-sido-anteriormente-pero-nosotros-(¡no-ellos!)-somos-científicos-
anclados-en-la-objetividad. Puede. Pero, en todo caso, este pensamien-
to emperrado sobre nuestra propia capacidad cognoscitiva me parece
conllevar una actitud poco probable porque insidiosa: nosotros-somos-
mejores-que-nuestros-padres. Es obvio que no es así, aunque siempre
cabe el pensar que lo es (sólo) en el ámbito del conocimiento en el que
se basamenta la ciencia. Me parece que, al menos, cabe discusión sobre
que así sea; más aún, esa actitud no es, sin más, una obviedad científi-
ca, sino que, a lo máximo, es una propuesta filosófica. Aunque todo lo
que voy pensando me incita a sostener que estamos ahí ante una filo-
sofía de la ciencia cargada de “metafísica”, lo que supongo que sus
defensores niegan, o, lo que sería peor todavía, no son conscientes de
que así sea. Y lo malo del caso es que se trata de una mala “metafísica”:
sospecho que estamos acá ante una discusión filosófica a la que no veo
fin, pues en ella nos jugamos mucho de lo que decimos ser. Y, es obvio,
unos y otros ‘decimos ser’ porque tenemos razones para pensar que
efectivamente somos como decimos.
Así pues, se plantea aquí una problemática filosófica nueva y de
inmensa complejidad: la que atiende a la coherencia global de todos
nuestros decires. Veámoslo con mayor cercanía. Cierto que los enun-
ciados científicos tienen su basamento en experiencias. Sin embargo,
sería demasiado corto y quizá hasta confuso decir que se asientan en
hechos, pues sabemos muy bien que los “hechos” son siempre hechos-
con-teoría, es decir, no son hechos sin más, que se nos ofrecen en un
puro darse incontaminado de toda nuestra propia acción racional. Por
eso, aunque en todo enunciado científico se da ese basamento experi-
mental, ni los propios enunciados científicos van por suelto, pues se nos
ofrecen siempre —¡cómo los hechos!— en una teoría científica; ni ese
basamento es sencillo, pues la construcción experimental se hace a la
manera de las triangulaciones topográficas, las cuales por sucesivas eta-
pas, y sin perder su exactitud, van alejándose de más en más de su ‘base
experimental’. Y todo ello, es obvio, jamás se hace fuera del ámbito de
la valoración. No digo de la mera evaluación que podría ser una eva-
luación valorativa, me refiero a algo más concreto: no se hace fuera del
ámbito de los valores. Hacemos lo que hacemos porque nos movemos
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carácter que parece irreversible. Así pues, en esta física, el tiempo tiene
mera existencia de variable independiente, pero en absoluto el carácter
de magnitud direccional que parecería ser esencial en el tiempo, al
menos de la experiencia temporal que se diría es la nuestra. La termo-
dinámica sí parece que habla de una ‘flecha del tiempo’, de su carácter
de irreversibilidad, pero, al menos hasta hoy, no se ha logrado impo-
nerla como basamento en el que descanse el conjunto entero de la físi-
ca. La física continúa impertérrita su camino montada en esas dos teo-
rías esplendorosas que son la teoría de la relatividad y la mecánica
cuántica, en ninguna de las cuales hay tiempo como magnitud irrever-
sible. Para colmo, los esfuerzos iniciados por Hans Reichenbach para
hablar del sentido del tiempo en la física, parecen haber llegado a algo
concluyente: el tiempo no tiene sentido. Ya he hablado de todo esto
antes; no insistiré más sobre ello.
Cierto que sí parece ser esencial esa flecha del tiempo en la teoría
de la evolución, por lo que el tiempo se introduce en la cosmología a
través de una teoría cosmológica evolucionista como la del big bang.
Pero ante ella viene a nuestras mientes una cascada de preguntas:
¿lograrán su éxito los esfuerzos por atravesar el ‘tiempo cosmológico
del origen’ a través de agujeros negros o de gusanos, o los que buscan
referirlo todo a no sé qué bellos cimbreamientos microcuánticos? Tal es
la diversión de muchos cosmólogos; la finalidad divertida de ellos es
clara: cargarse al tiempo. Porque nada parece ser más inseguro para un
físico de raza que el tiempo. En todo caso, ¿acaso hay algo más ‘antró-
pico’ que aquella teoría? ¿No dijo ya el viejo Popper, con mucha sen-
satez, que la teoría de la evolución era una teoría que racionalizaba el
vasto conjunto de nuestros conocimientos, los cuales de otra manera
serían una mera dispersión de enunciados inconexos? En fin, de nuevo,
se diría que no podemos evitarlo en este capítulo: nos encontramos acá
en una difícil y áspera discusión filosófica, plagada de enredos, de
valoraciones previas, y que no tiene otra salida que la tan clásica de
ponerse a filosofar. Quien no quiera hacerlo, sobre todo, quizá, si es
científico, absténgase en esta discusión —¡y en tantas otras!—, pues los
que queremos filosofar no nos dejaremos fácilmente engañar por las-
(malas)-razones-de-una-(mala)-metafísica-que-dice-no-ser-ella-otra-
cosa-que-pura-ciencia. Bien estará si los que así dicen engañan a los
(malos) filósofos. Pero no es el caso.
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Sobre una teoría del cuerpo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Sobre una teoría del cuerpo
IX
333
Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Si vale decirlo así, pues hemos sido hechos con el tiempo, el tiem-
po irrumpe en el mundo como ‘cuerpo de hombre’. Este es el ser tem-
poral por excelencia, no porque los demás seres creados del mundo
no sean también temporales, sino porque en él la temporalidad adquie-
re un sentido nuevo, el de la historicidad, pues con él, con su cuerpo,
nace la historia como posibilidad de la creación. Una posibilidad que,
estando ya ínsita en la misma dinamicidad originaria, sin embargo, sólo
por él y con él se hace verdadera historia. Y se hace verdadera histo-
ria puesto que sólo con él y por él cabe una posibilidad nueva: la del
sentido, sentido del tiempo, sentido de la historia. Sentido de com-
prensión y sentido de dirección. Con él y por él comienza a ser cosa
de sentido el punto W al que, ahora, todo lo que viene afectado por el
‘cuerpo de hombre’ puede dirigirse. Labor de consciencia a la que, por
él y con él, nada más que por él y con él, la creación entera puede
aspirar: tenemos un lugar a donde ir, porque hay un lugar a donde ir.
El ‘cuerpo de hombre’ ocupa así un lugar central en el conjunto ente-
ro de la creación. Originariamente central, puesto que sólo él fue crea-
do “a imagen y semejanza” del propio Dios, porque así lo quiso; un
origen de dinamicidad, fruto de esa materia evolutiva a la que me he
referido. Finalmente central, pues sólo por él y con él, el punto W
adviene como lugar de sentido. Pero en el entretanto, con él y por él,
el ‘hiato’, fruto de una libertad encarnada que elige otros puntos a los
que dirigirse o por los que regirse, que prefiere la posibilidad real de
la ambigüedad o del rechazo global, de la labor de incoherencia en la
acción, se produce un corrimiento: ¿a dónde iremos?, ¿a quién elegire-
mos?, ¿a quién serviremos?, ¿a quién dominaremos?, ¿a qué y a quién
destruiremos?, ¡comeremos de todos los frutos y seremos como dioses!
Es el rechazo de lo que tenemos de originariamente central; la nega-
ción del lugar finalmente central al que nos dirigimos. Un ‘tenemos’ y
un nos ‘dirigimos’ capaces con absoluta radicalidad de tomar las deri-
vas que, dentro de los constreñimientos que atenazan al ‘cuerpo de
hombre’ que somos, nuestra libertad escoja para sí y, por su medio,
para el conjunto entero del mundo, siempre solidario con nuestra suer-
te. Somos seres libres, pues hemos sido creados libres, esencialmente
libres. Libres para lo mejor; libres para lo peor; libres para la ambi-
güedad. Constreñimiento y libertad son palabras decisivas en lo que
somos.
334
Sobre una teoría del cuerpo
Si vale decirlo así, pues el tiempo fue creado por él, el Hijo de Dios,
por su encarnación en un ‘cuerpo de hombre’, irrumpe en nuestro tiem-
po como fajador de la historia de la salvación. El que voy llamando
punto W, debido al ‘hiato’, ha quedado tan prendido de las brumas de
nuestra radical ambigüedad que no sabemos ni hacia dónde ir, pues
vagamos perdidos “como ovejas sin pastor”. No valdría con que ánge-
les o hados nos señalaran el camino, pues somos más que ellos, la ima-
gen y la semejanza sólo en nosotros se da. La gnosis de todos los tiem-
pos —y, es seguro, todo parece apuntar a que entramos en un tiempo
fuertemente gnóstico— está ahí: rebajarnos a lo que no somos para
compensarnos con un falso saber y un falso lugar a donde ir —pues
“seréis como dioses”—, para que así nos perdamos lo que somos, y per-
diéndonos nosotros, con nosotros se pierda el mundo. Pero la salvación
se nos ofrece por medio de la encarnación del Hijo de Dios en carne
como la nuestra, nacido en Nazaret de la Virgen María. Carne la suya,
‘cuerpo de hombre’, en la que no hay ninguna ambigüedad, ningún
‘hiato’, y por la que —“tras su muerte en la cruz por nuestros peca-
dos”— se nos ofrece como historia de nuestra salvación la posibilidad
real de recuperar como nuestra la originalidad central de la que parti-
mos y la finalidad central para la que, en el mundo, fuimos creados.
Y ahora, lo que en nosotros era cuerpo de ambigüedad, sin destruir-
la por entero, pues la gracia no impone la justificación, sino que la hace
posibilidad real de nuestra radical libertad, se convierte en cuerpo de libre
realidad. ‘Cuerpo de hombre’ que, tras la irrupción del Hijo en nuestro
tiempo y en nuestra historia, se hace ‘cuerpo de Cristo’ en su doble acep-
ción revelada de ‘cuerpo eclesial’ y de ‘cuerpo eucarístico’. “Haced esto
en memoria mía”. ¿Hacer qué?, ¿el simple gesto, las puras palabras? No,
claro, eso sería heréticamente sectario por corto, por haber comprendido
mal la grandeza de la que somos capaces: “haced lo que yo he hecho”,
“sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”. ‘Cuerpo eclesial’ y ‘cuer-
po eucarístico’, que siendo el ‘cuerpo de Cristo’, ya nunca dejarán de ser
la posibilidad última del ‘cuerpo de hombre’. Tal es el punto W.
En fin, valgan estas páginas como llamada a espabilar una manera
de pensar que, en mi opinión, da cuenta por entero de lo que somos512.
512 Me permito, sin citarlas aquí, remitir a otras páginas mías sin las que estas
335
11. ¿INCERTEZA DEL TIEMPO? TIEMPO DE LA FÍSICA
Y TIEMPO DE LA HISTORIA. ESBOZO PREPARATORIO
PARA UNA TEOLOGÍA DEL CUERPO
I. Introducción
Estas páginas513 son una reflexión sobre qué sea el tiempo y la his-
toria. Y una reflexión desde una perspectiva que es casi una perple-
jidad: no parece tomarse suficientemente en serio esa terrible dicoto-
mía del tiempo, la que hay entre un ‘tiempo físico’ en el que no
termina de caber la irreversibilidad, y, sin embargo, en el que la histo-
ria puede entrar como de matute, sin que nadie parezca darse cuenta
de ello, y un ‘tiempo almal’ que, al menos como experiencia subjetiva,
está precisamente marcado por el ‘sentido del tiempo’. Del primero
habrá que decir algo ante su extraño destino, el de no poder repre-
sentar lo que nos parece ser como una certeza evidente. En cuanto al
segundo, habrá que enfrentarse con que la subjetividad, entendida
como tal, debe ser considerada con enormes complejidades, si es que,
sin más, no deba ser puesta en duda. En lo que sigue iremos viendo
336
Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
con mayor precisión qué significan estos dos tiempos y de qué mane-
ra parecen ser irreductibles el uno al otro, hasta el punto de que
tengo dudas razonables de si en estos asuntos nuestros pensares
están mucho más allá de lo que estuvieron los de nuestros lejanos
padres.
Y, sin embargo, llegar sólo hasta el que he comenzado a llamar
‘tiempo almal’ —si es que a él termináramos por llegar— sería toda-
vía demasiado poco, pues lo que a nosotros nos da vueltas en la cabe-
za es la historia, es decir, no una simple ordenación temporal, sea la
que fuere, sino mucho más. Porque no nos paramos con el tiempo;
queremos considerar que hay una historia. Llegar hasta ahí, a la his-
toria, es decisivo; quienes no se aventuran en ese terreno peligroso,
no han llegado todavía al final de una reflexión profunda sobre el
tiempo, y quienes lo hacen se topan de bruces, aun sin quererlo, aun
negándolo, con un pensamiento que es ya pura ‘teología’, puro pen-
samiento teológico.
¿Cómo salir de esta perplejidad? Me parece poder apuntar que sólo
hay una salida: una teoría sobre el cuerpo, pues es en ella en donde
quedan establecidas las líneas de fuerza de todo lo que, en coherencia
racional, pespuntea una solución a estos nuestros problemas sobre el
tiempo y la historia. En lo que somos y decimos, todo pasa por el cuer-
po, depende de él, se hace carne con él. Pensamientos, deseos, memo-
ria, cultura, ciencia, arte, religión, societariedad, todo es fruto de carna-
lidad. Incluso los más bellos y sublimes pensamientos del místico y del
poeta son producto de carnalidad, quizá de su ternura, o de su despre-
cio, de su despecho, de su desafección. El pensamiento es húmedo,
como alguno ha dicho del cerebro. Si fuéramos máquinas, como pien-
san tantos, seríamos máquinas húmedas, de carne y hueso, no asépti-
cos y secos constructos maquinales. Es la mera evidencia, un cuerpo
que no es una mera máquina, pues está lleno de pliegues. Plegamientos
en donde le cabe el mundo y su representación, que le hacen creador
de mundos nuevos y también destructor de mundos, cargado de posi-
bilidades y de peligros. Hoy, como nunca, sabemos que el mundo está
en nuestras manos, a la vez que conocemos nuestra extremada peque-
ñez, mejor, nuestra insignificancia mundanal. Y, sin embargo, hay que
decirlo al punto, un cuerpo que es templo; seguramente templo de
Dios.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Todo lo que está en el tiempo, por tanto, está envuelto por él. Y este
produce una cierta pasión, una cierta destrucción, pues el movimiento
deshace lo que hay. Los seres eternos no están en el tiempo, pues este
no los envuelve ni mide su existencia. Siendo el tiempo número que
mide el movimiento, también lo será del reposo. Y de la destrucción y
generación, en el tiempo todo se engendra y se destruye; más de esto
que de aquello.
El instante aristotélico es la continuidad del tiempo, pues une el tiem-
po pasado con el futuro. Es el límite del tiempo, comienzo de una parte
y fin de otra. ¿Puede agotarse el tiempo? No el tiempo aristotélico, pues
el movimiento existe siempre. El tiempo aristotélico estará de continuo
terminando y comenzando, por tanto, de continuo es diferente.
Ahora bien, debe quedar muy claro que si no hubiera nadie que
numerara, nada habría numerable y, en consecuencia, no habría ni
número ni lo numerado. Pero como no hay nous sin alma, no puede
haber tiempo sin ella.
Pero ¿de qué movimiento es número el tiempo? Del movimiento
continuo en general, no de tal movimiento. Cuando los movimientos
son simultáneos, el tiempo es el mismo. El tiempo se mide por un tiem-
po determinado. Si lo que es primero es medida, el transporte circular
y uniforme es la principal medida, puesto que su número es el más
conocido. Por ello, el tiempo parece ser el movimiento de las esferas,
puesto que es el movimiento que mide los otros movimientos y que
también mide el tiempo.
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
¿Podrá ser que Dios —se pregunta san Agustín515—, a quien pertene-
ce la eternidad, vea en el tiempo lo que en el tiempo acontece?
Nosotros, seres temporales, tenemos a Dios como objeto de nuestro
deseo —deseo lleno de obscuridades—, de ahí que él, en su Hijo Jesús,
Verbo encarnado, hombre y Dios, nos ha buscado, sin que le buscára-
mos, para que le busquemos. Audiam ut intelligam. ¿Me hablará Dios
en hebreo o en latín? Ni en hebreo ni en latín, ni en griego ni en bár-
baro, sino que dentro de mí, en el ‘domicilio de mis cogitaciones’, sin
servirse de boca, de lengua o de sílabas, me dirá: «dice verdad»; y yo me
asentaré en la certeza, confiante en ese hombre: «tú dices verdad».
El cielo y la tierra, prosigue, puesto que cambian, proclaman que
han sido hechos, que no se hicieron a sí mismos. Tú, Señor, los has
hecho: bello, los hiciste bellos; bueno, buenos, aunque distintos; ‘com-
parados’ contigo no lo son; nuestra ciencia, comparada con la tuya, es
sólo ignorancia. ¿Creación por una suerte de artesano, como los hom-
bres hacemos? No, Dios hizo el mundo de lo que no era; las cosas son
porque Dios es (quid enim est, nisi quia tu es?): dijiste y las cosas fue-
ron hechas, en tu verbo las hiciste. Resonó el verbo que expresaba la
voluntad eterna de Dios, las palabras expresadas al oído exterior las
transmitió a la mente, a la inteligencia vigilante, en donde el oído inte-
rior está en silencio, a la escucha del verbo eterno de Dios. No es en el
universo que ha hecho el universo, pues no había lugar en donde
hacerlo, antes de haberlo hecho, para que fuese: por tanto, dijiste y fue-
ron hechas, en tu verbo las hiciste. En tu verbo coeterno, simultánea y
sempiternamente, dices todo lo que dices, y todo lo haces diciéndolo;
y, sin embargo, todas las cosas que haces diciéndolas no son hechas
simultánea y sempiternamente. Lo que comienza a ser o termina de ser,
lo hace cuando debe comenzar o terminar en el conocimiento de la
razón eterna, que es el verbo, que es el principio que nos habla.
***
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
Los tiempos son tres: presente del pasado (memoria), presente del pre-
sente (contuitus: visión) y presente del futuro (expectatio).
Medimos los tiempos cuando pasan, es verdad, prosigue Agustín,
pero ¿cómo medimos el tiempo presente que no tiene espacio? Sed
unde et qua et quo cuando medimos, ¿de dónde, sino del futuro?, ¿por
qué, sino por el presente?, ¿en qué, sino en el pasado? Medimos el tiem-
po en un cierto espacio, pero ¿en qué espacio lo medimos? Para algu-
nos el movimiento del sol, de la luna y de los astros es el tiempo mismo,
pero no es así. Nos sea dado a los hombres ver en una cosa pequeña
las communes notitias 516 de las cosas pequeñas y de las grandes. El
movimiento del sol no puede ser quien mida el tiempo; si corriera a
doble velocidad, los días serían la mitad de largos517. Una cosa es el
movimiento de un cuerpo y otra con lo que lo medimos. El tiempo es
una cierta distensión.
Mido el tiempo, dice Agustín, y no sé lo que sea el tiempo. Veamos,
por analogía, lo que acontece con una frase latina como esta: Deus crea-
tor omnium, que debe leerse según el valor de sus sílabas largas y sus
sílabas breves. El tiempo, así, no es otra cosa que una cierta disten-
sión518. ¿Distensión de qué cosa? No lo sé, dice Agustín, pero me pre-
gunto si no de la misma alma. ¿Qué mido? Los tiempos que pasan, no
los pasados. Sírvanos la analogía del sonido. Ponemos en él intervalos,
incluso de silencio, y de ello tenemos sensación manifiesta, y de lo que
mido respondo con confianza, y lo que mido no son cosas que ya no
son, sino que mido algo que está en mi memoria, que en ella perma-
nece fijo. In te, anime meus, tempora metior, mido la afección que,
pasando, las cosas hacen en ella; mido esta cuando está presente y no
las cosas que han pasado para producirla.
Tres son, por tanto, los actos del ánimo: expectat, adtendit, memi-
nit. En él hay la expectación de las cosas futuras y la memoria de las
pasadas. El tiempo presente no tiene espacio, puesto que pasa en un
punto; pero, sin embargo, perdura en la attentio, por la que prosigue
hacia la ausencia. Ni el pasado ni el futuro son ‘largos’, sino que lo es
su memoria y su expectación. Así, la expectación se consume cuando
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
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Dios, piensa san Agustín, habla como a los oídos del cuerpo, por-
que habla como a través del cuerpo, pero en realidad habla con la ver-
dad misma, si alguien es capaz de oír no con el cuerpo, sino con la
mente, lo mejor del hombre, y que sólo Dios supera519. El hombre,
hecho a imagen de Dios. La mente, razón e inteligencia, pero invalida-
da por los vicios para unirse a la luz inmutable. Podemos conocer lo
que está al alcance de nuestros sentidos; para lo que está lejos de ellos,
recurrimos a los que lo han visto; para las cosas invisibles, alejadas de
nuestro sentido interno, que se perciben por el ánimo y la mente, es
indispensable que creamos a los que las han conocido dispuestas en la
luz incorpórea, o las contemplan en su permanencia. La cosa visible
más grande es el mundo; la invisible más grande, Dios. La existencia del
mundo la conocemos; la de Dios, la creemos. La misma Sabiduría de
Dios que hizo todas las cosas, estuvo allá y nos lo dice. Algunos pien-
san que el mundo es eterno, y que no fue hecho por Dios, pero el
mundo mismo, sus cambios y movilidad tan ordenada, y su esplendo-
rosa hermosura, lo proclaman silenciosamente. Otros, que no hay
519 Cf. san Agustín, La ciudad de Dios, XI, 4-6 y XII, 11-20.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
comienzo del tiempo, pero si las cosas son coeternas de Dios, ¿de
dónde le vino la nueva miseria que no tuvo desde la eternidad? Quienes
se preguntan sobre el tiempo del mundo, también deberán preguntarse
sobre su lugar, por qué aquí y no allá. Si imaginan infinitos espacios de
tiempo, también deben imaginar infinitos espacios de lugares. ¿Habrá
que soñar, pues, con Epicuro, en infinitos mundos?
¿Hay innumerables mundos?, se pregunta san Agustín; ¿el mundo
muere y vuelve a resurgir indefinidamente?, ¿por qué Dios no creó al
hombre en los anteriores espacios temporales? Pero, en todo caso, la
abstención creadora de Dios anterior al hombre es eterna y sin princi-
pio. Dos finitos, por grande que sea uno y pequeño el otro, son com-
parables, y sustrayendo el pequeño del grande, sucesivamente, siem-
pre terminaremos por dar cuenta de este. Así pues, encontraremos en
todo caso la misma cuestión por mucho que adelantemos la creación
del hombre. Bastante misterio es que Dios haya existido siempre y, sin
haber hecho nunca al hombre, decida hacerlo sin que cambie el con-
sejo de su voluntad.
Aunque se diga que “el tiempo existió siempre” —pues de los ánge-
les se dice que, aunque ‘existieron siempre’, son criaturas de Dios—,
podemos hablar de la creación del tiempo, puesto que en todo tiempo
hubo tiempo. No por eso es eterno como el Creador, pues sólo él ha
existido siempre en una eternidad inmutable; para nada puede decirse
en él que haya movimiento que fue pero ya no es, o que será, pero
todavía no es; en cambio, el tiempo transcurre gracias a la mutabilidad.
Así pues, una criatura no engendrada por él, sino hecha de la nada y
no coeterna con él, no causa ningún problema: antes que ella, existía
él, aunque no hubiera tiempo sin ella —los ángeles han sido hechos; si
decimos que han existido siempre, es porque han sido en todo tiempo,
y sin ellos el mismo tiempo no era posible, su inmortalidad no transcu-
rre con el tiempo, su movimiento, por el que se origina el tiempo, va
pasando del futuro al pasado—.
¿Que cuántos siglos han transcurrido desde la creación del hombre?
No lo sabe Agustín, pero le queda muy claro que no existe ninguna cria-
tura coeterna con el Creador. ¿Retornos eternamente repetidos del uni-
verso?, ¿ciclos cósmicos? Quien habla así quiere medir con su inteligen-
cia finita la inteligencia divina. Nosotros seguimos un camino recto, que
para nosotros es Cristo, y no esos quiméricos e inútiles ciclos cósmicos.
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
***
Primero con Aristóteles y ahora con san Agustín, por mucho tiempo
las cartas están echadas de una vez por todas. El tiempo aparece en su
dicotomía: ‘tiempo físico’ y ‘tiempo almal’. Tiempo del discurrir del
mundo astral, digámoslo así, y nuestro propio tiempo, sobre todo como
tiempo de la memoria. Tiempo de la objetividad y tiempo de la subje-
tividad, quizá. Pero entre ambos parece haberse abierto un foso infran-
queable, aunque, lo hemos visto, en el tiempo físico la voz de ‘nume-
rarse’ la debe dar el alma, un alma, por más que esto llegue a pasar
desapercibido para quien no mire las cosas con sumo cuidado.
Aristóteles, con la analogía entre tiempo y línea, instante y punto, ha
encarrilado por siglos una manera de hacérsenos patente el tiempo, y ha
dicho a la posteridad que ese es el tiempo de verdad, que por ahí se da
la solución al problema de la existencia del tiempo y de sus paradojas.
Pero en el aristotelismo hay una doble vertiente. Ésta, la procedente de
la analogía, y otra, la que enlaza al tiempo dentro del emparrillado fun-
damentado en la ‘localidad natural’ del punto central y de la esfera que
no tiene límite: involución hacia el centro —en el que estamos corpo-
ralmente, hacia él caemos— e involución hacia el cielo —en el que,
quizá, deberíamos estar almalmente, pues hacia él nos elevamos—,
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
como arrastrados por las dos involuciones que, en nuestra unidad —el
hombre aristotélico no es dualista como el platónico—, son, segura-
mente, constitutivas de dinamicidad.
Con san Agustín hay algo que avanza irresistiblemente, y también
llega hasta nosotros con fuerza: somos memoria, el alma adquiere espe-
sor, pero, no deje de notarse, espesor de carnalidad; quizá porque con
él el pensar filosófico ha sido engarzado en el pensamiento del Antiguo
y, sobre todo, del Nuevo Testamento. Y la memoria —«haced esto en
memoria mía» (Lu, 22, 19)— constituye el núcleo mismo de la historia,
que desde ahora se hace realidad en nosotros.
La llegada de los nuevos tiempos, los tiempos de la ciencia moder-
na, quién lo hubiera dicho, suponen el éxito más profundo del ‘tiempo
físico’ aristotélico con respecto al ‘tiempo almal’ agustiniano. Lo vere-
mos partiendo de la nuova scienza de Galileo Galilei.
520 Galileo Galilei, Dialogo sopra i due Massimi Sistemi, dialogo 1, in Opere
VII, 126-130: «Salv. (...) io direi sempre, diferentissime ed a noi del tutto inim-
maginabili, che cosí mi pare che ricerchi la ricchezza della natura e l’onnipo-
tenza del Creatore e Governatore. (...) dicendo che l’intendere si può pigliare in
due modi, cioè intensive, o vero extensive: e che extensive, cioè quanto alla mul-
titudine degli intelligibili, che sono infiniti, l’intender umano è come nullo,
quando bene egli intendesse mille proposizioni, perché mille rispetto all’infinità
è come un zero; ma pigliando l’intendere intensive, in quanto cotal termine
importa intensivamente, cioè perfettamente, alcuna proposiozione, dico que
l’intelletto umano ne intende alcune cosí perfettamente, e ne ha cosí assoluta
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
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521 Galileo Galilei, Discorsi intorno a due nuove scienze, ed. Giusti, pp. 188-
189 «Salv. Voi [Simplicio], da vero scienzato, fate una ben ragionevol domanda;
e così si costuma e conviene nelle scienze le quali alle conclusioni naturali
applicano le dimostrazioni matematiche, como si vede ne i perspettivi, negli
astronomi, ne i mecanici, ne i musici ad altri, li quali con sensate esperienze
confermano i principii loro, che sono fondamenti di tutta la seguente struttu-
ra: e però non voglio che ci paia superfluo se con troppa lunghezza haremo
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Esbozo preparatorio para una teología del cuerpo
522 Véase Leibniz y Newton, vol. II, Física, filosofía y teodicea, Universidad
«Si plures ponantur existere rerum status, nihil oppositum involventes, dicentur
existere simul. Itaque quae anno praeterito et praesente facta sunt negamus esse
simul, involvunt enim oppositos ejusdem rei status. Si eorum quae non sunt
simul unum rationem alterius involvat, illud prius, hoc posterius habetur. Status
meus prior rationem involvit, ut posterius existat. Et cum status meus prior, ob
omnium rerum connexionem, etiam statum aliarum rerum priorem involvat, hinc
status meus prior etiam rationem involvit status posterioris aliarum rerum atque
adeo et aliarum rerum statu est prior. Et ideo quicquid existit alteri existenti aut
simul est aut prius aut posterius. Tempus est ordo existendi eorum quae non sunt
simul. Atque adeo est ordo mutationum generalis, aut mutationum species non
spectatur. Duratio est temporis magnitudo. Si temporis magnitudo aequabiliter
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525 Wilhelm Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, FCE, México,
1968.
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tiempo que nuestro yo, por tanto se nos da como vida; el mundo exte-
rior se nos da al mismo tiempo que nuestra propia vida. Sabemos de él
no por conclusiones de causa a efecto, puesto que hasta estas son abs-
tracciones sacadas de la vida por nuestra voluntad. La vida jamás se
agota en representación.
Para él, por tanto, la vida es lo primero y está siempre presente; las
abstracciones del conocimiento son lo segundo y se refieren siempre a
la vida. La conexión de las cosas se fabrica originalmente por la totali-
dad de las fuerzas del ánimo y sólo poco a poco el conocimiento ha
podido desprender lo puramente inteligible.
El hombre como unidad de vida, prosigue Dilthey, es, a la vez, una
trama de hechos espirituales de la percatación interna y un todo cor-
poral en donde se da la captación sensible. De ahí, continúa, resultan
dos puntos opuestos. Si parto de la experiencia interna, todo lo exterior
se da en mi conciencia, y las leyes del mundo natural se hallan bajo las
condiciones de mi conciencia; por tanto, dependiendo de ellas —la
naturaleza se halla bajo las condiciones de la conciencia—. Si tomo la
conexión natural tal como se muestra como realidad ante mí, en mi cap-
tación natural, y encuentro que los hechos psíquicos se incardinan en
la sucesión temporal y en la distribución espacial de ese mundo exte-
rior, encuentro que de la intervención de la naturaleza o de nuestros
experimentos dependen cambios espirituales —el desarrollo del espíri-
tu se halla bajo las condiciones de la naturaleza—. ¿Hay, pues, se pre-
gunta Dilthey, unidad posible?
La naturaleza, arguye, nos es extraña como algo exterior; la sociedad
es nuestro mundo. Yo mismo, que me conozco por dentro, constituyo
un elemento del cuerpo social, y los demás elementos son semejantes a
mí y captables por mí en su interioridad; de esa semejanza se da una
comunidad de su contenido vital. Por eso comprendo la vida de la socie-
dad. Así pues, se da aquí el análisis progresivo de un todo que posee-
mos de antemano por saber inmediato y comprensión, nos dice. Se da
así un género especial de experiencia: el objeto se construye a sí mismo.
Además de esa semejanza, continúa Dilthey, hay otras fuerzas que
obligan con más poder a la asociación de voluntades: intereses y coac-
ción. Pues se da la conexión de fines y la organización externa, que
configuran un sistema. El individuo es el punto de cruce de una plura-
lidad de sistemas.
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527 Aunque es posible que no sea este el lugar más adecuado para hacerlo,
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de su duración ‘cae’ tras su fin en un pasado cada vez más lejano. Pero
en esa ‘caída’ lo ‘retengo’, lo tengo en una ‘retención’. Puedo dirigir mi
atención sobre la manera en que se da; tengo conciencia de él y de la
duración que llena en una continuidad de ‘modos’, en un ‘flujo conti-
nuo’. El sonido es dado, tengo conciencia de él como presente en tanto
que tengo conciencia de alguna de sus fases como presente; tengo con-
ciencia de una continuidad de fases en tanto que ha tenido lugar en un
‘instante’ y durante toda la extensión de su duración, desde su inicio
hasta el instante presente, en tanto que duración que ha fluido, pero
todavía no la tengo del resto de la extensión; en el instante final, tengo
conciencia de él como de un instante presente, y tengo conciencia de
toda la duración como de una duración que ya ha fluido. ‘Durante’ todo
ese flujo de la conciencia, tengo conciencia de un único e idéntico soni-
do, en tanto sonido que dura ahora: ‘antes’ no tenía conciencia de él;
‘después’ tengo todavía conciencia de él un ‘cierto tiempo’ en la ‘reten-
ción’ en tanto que pasado, alejándose cada vez más de mi conciencia,
por eso, aunque el sonido es el mismo, el sonido en su modo de apa-
rición aparece sin cesar como otro.
En cada instante de la extensión de la duración del sonido, prosigue
en su análisis, no es percibido sino el punto de la duración caracteriza-
do como presente. De la extensión ya fluida, decimos tener conciencia
en las retenciones; con claridad decreciente tenemos conciencia de las
partes de la duración más próximas al instante actual, y las más aleja-
das nos son obscuras. Acontece lo mismo tras la fluencia de toda la
duración: según se va alejando del presente actual, lo que se encuentra
más cerca de él tiene todavía una eventual claridad, pero el conjunto se
desvanece ya en la sombra, en una conciencia retencional vacía; des-
vaneciéndose, finalmente, en cuanto cesa la retención. Es ahí en donde
encontramos el ‘objeto temporal’, aunque distingamos en él entre el
objeto que dura, inmanente, y el objeto en su modo, del que tenemos
conciencia en tanto que presente o en tanto que pasado. La conciencia
se relaciona con su objeto por intermedio de una aparición.
Para él es preferible evitar el término de ‘aparición’ y hablar de ‘fenó-
meno de fluencia’, de ‘modos de la perspectiva temporal’. Hay una con-
tinuidad de mutaciones incesantes que forman una unidad indivisible;
una continuidad que, en cierta manera, es inmutable en su forma, pero
que, sin embargo, nunca puede tener lugar dos veces.
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nuevos. Aquellos que antes eran sólo prefigurados, ahora son casi pre-
sentes, casi en el modo del presente que realiza.
Distingamos en un objeto temporal, continúa Husserl, su contenido
y su duración. Sólo se puede representar o poner una duración si está
ella misma puesta en un encadenamiento temporal; si existen intencio-
nes que enfocan el encadenamiento temporal. Además, esas intencio-
nes deben tener la forma de intenciones o del pasado o del futuro. Por
ello, en cada re-presentación debe distinguirse la reproducción de la
conciencia en la que el objeto pasado que duró fue dado, y aquello que
se agarra a esta reproducción como constitutivo para la conciencia, la
característica de ‘pasado’, ‘presente’ o ‘futuro’. ¿Es esto último también
una reproducción? Se da aquí un punto fundamental de la génesis feno-
menológica a priori: el recuerdo se da en un flujo continuo, puesto que
la vida de la consciencia está en un flujo continuo; no se conjunta sólo
término a término de la cadena, sino que cada elemento nuevo actúa
sobre el antiguo, realizándose su intención anticipadora, lo que produ-
ce la coloración determinada de la reproducción. Se muestra así una
retroacción necesaria a priori; una fuerza retroactiva vuelve hacia atrás
a lo largo de toda la cadena. No, por tanto, intenciones asociadas unas
a otras, sino una única intención que enfoca la serie de las realizacio-
nes posibles. Intención no-intuitiva, ‘vacía’, cuyo objetivo es la serie
objetiva de los acontecimientos en el tiempo, el alrededor obscuro de
lo actualmente rememorado, con sus diferentes planos.
La espera no es un recuerdo, piensa Husserl, sino la representación
intuitiva de un acontecimiento futuro; algo de aquel tiene puesto que es
una intuición de la vuelta del recuerdo, sin embargo, en ella aprehen-
demos con ‘carne y huesos’ una realidad futura, y, además, termina en
una percepción; pertenece a la esencia de toda espera ser algo que va
a ser percibido, y cuando la espera se presenta, el presente deviene el
pasado de ella.
Muchas veces, arguye Husserl, cuando la retención de lo que acaba
de pasar está todavía viva, surge una imagen reproductora; recapitula-
mos así lo que acabamos de vivir y se realiza la consciencia de identi-
dad entre una y otra. La consciencia del ahora se transforma continua-
mente en conciencia del pasado, a la vez que simultáneamente se
edifica una nueva consciencia del ahora. Así, la intención objetiva per-
manece absolutamente la misma e idéntica. El momento del ahora se
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Berkeley y Los Angeles, 1956 (tr. esp. El sentido del tiempo, UNAM, México, 1959).
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un objeto físico —la identidad física nada tiene que ver con la identi-
dad lógica—, cuando decimos que distintos acontecimientos son esta-
dos de una misma cosa, hablamos de su genidentidad; dos aconteci-
mientos genidénticos no son simultáneos; si lo fueran, serían idénticos.
En virtud de que la red causal es abierta, es posible hablar de cosas y
personas que permanecen idénticas y unívocas en el flujo del tiempo.
Pero todo esto origina un orden, todavía no un sentido. Sí, en cambio,
si introducimos una causa alternativa de intervención —venía la pelota
y ponemos en su camino una raqueta—.
La relatividad de la simultaneidad supone una estructura de red cau-
sal abierta, de orden temporal, no del sentido del tiempo, concluye
Reichenbach. Los acontecimientos A y B —que está en el cono de futu-
ro de A— determinan un intervalo semejante-al-tiempo; A y C —que no
está en el cono de futuro de A— definen un intervalo semejante-al-espa-
cio. Esta distinción es idéntica a los acontecimientos ordenados causal-
mente y los indeterminados respecto al orden del tiempo.
En la termodinámica y microestadística, continúa Reichenbach, el
sentido de los procesos físicos y el sentido del tiempo se explican como
una tendencia estadística: el acto del devenir es la transición de confi-
guraciones moleculares improbables a configuraciones moleculares pro-
bables. Boltzmann supuso que todos los procesos elementales están
determinados por leyes causales estrictas y trató de mostrar que la tota-
lidad de dichos procesos se encuentra gobernada por leyes estadísticas.
Pero no llegó a las conclusiones esperadas. La entropía se entendió
como una función general que caracteriza el estado de un gas como un
todo, por lo que mediría el estado del desorden, la medida inversa del
orden, pues ella y la probabilidad aumentan con el número de ordena-
ciones pertenecientes a un estado. Pero, al hacer así, los cálculos de
probabilidad de la mecánica estadística se basan en la suposición de la
probabilidad métrica inicial, lo que nunca ha dejado de preocupar,
puesto que sólo puede ser introducida como una hipótesis física que la
observación deberá confirmar. Boltzmann enunció la hipótesis ergódica
—de la trayectoria (=odos) y de la energía (=ergos)—: el punto de fase
acaba por pasar por cada punto de la superficie de energía —se mos-
tró falsa, hay que decir que la trayectoria se acerca a cada punto den-
tro de una e > 0, tan pequeña como se quiera—. Esta hipótesis no debe
añadirse a las leyes causales que describen la trayectoria, sino que son
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Figura 5
Nuestro sentido del tiempo, por tanto, se refiere en la figura531 sólo a la
sección ascendente de la curva de entropía en la que estamos viviendo,
pero “llegará un día” —¡expresión profética por excelencia!—, cuando este-
mos en la zona descendente de la curva de entropía —aunque, bien es ver-
dad, para ello deberá pasarse por estados de entropía que no permiten la
vida, la cual queda limitada a las regiones templadas—, en que el sentido
interno del tiempo será el contrario: nos encontraremos en la misma situa-
ción que en la de ahora, pero en lugar de caminar del nacimiento hacia la
muerte, entonces caminaremos de la muerte al nacimiento.
A partir de aquí me pregunto si Reichenbach no se convierte él
mismo en un verdadero visionario. En todo caso, es interesante notar
que el sentido del tiempo reichenbachiano está ligado a la localidad, y
‘en este tiempo’, el tiempo tiene —¡uf!, sería terrible para nosotros que
fuera de otro modo— un ‘sentido ascendente’.
Tras esos sustos, que Hans Reichenbach atraviesa impertérrito y lleno
de ardorosa intrepidez, como si nada hubiera pasado, volvamos ahora,
con él, a la macroestadística, y retomemos la cuestión de la causa y el efec-
to. El ejemplo que pone es bellísimo. Unas huellas de pisadas humanas en
la arena de una playa, suavizadas ya por el viento. Es seguro: las distintas
ordenaciones de los granos de arena, desde la superficie tersa hasta la
huella, tienen su probabilidad, pero, es evidente, no son ordenaciones
531 La figura 5 está tomada de Reichenbach, p. 186. Tiene este pie: «Un
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equiprobables; por la acción del viento una superficie lisa o una ondula-
da son más probables que una que tenga orificios en forma de huella,
dándose por ello una métrica de la probabilidad que establece que la
huella es un estado altamente ordenado, mientras que la arena lisa es un
estado no ordenado. Ahora sí podemos hacer la pregunta precisa: ¿cómo
podemos explicar la presencia de este estado ordenado? Por una causa:
la pisada del hombre, cuyo efecto es la huella en la arena.
La explicación en función de causas se requiere cuando encontre-
mos un sistema aislado con un orden muy improbable en la historia de
ese sistema: supondremos que el sistema no estuvo aislado en tiempos
anteriores, sino que sufrió una interacción en el pasado que provocó su
actual situación. Y esto establece un orden. Así pues, cuando explica-
mos el orden improbable en función de causas, la regla es extraer lo
improbable de la estructura derivada del universo: la causa es la inte-
racción, el estado de orden, el efecto.
Podríamos suponer lo contrario: primero hay huellas difusas, luego
sopla el viento de manera que esas formas de arena se hagan más nítidas
hasta adoptar el molde exacto de un pie humano, para que en ese momen-
to llegue el hombre caminando hacia atrás y vaya poniendo los pies en esas
nítidas huellas que se amoldan perfectamente a sus pies, y cuando levanta
su pie, la arena cae y llena por completo el agujero para quedar lisa.
El lenguaje primero es el de la explicación científica; el segundo len-
guaje —que deberíamos llamar “explicación espuria”, aunque no lo diga
Reichenbach así—, en lugar de conducirnos a la causalidad, nos llevaría a
la finalidad. De aquí concluye que, si definimos el sentido del tiempo en
la forma usual, no hay finalidad y sólo la causalidad es el constituyente de
la explicación. La finalidad nos haría considerar al tiempo como fluyendo
de estados de alta entropía a estados de baja entropía, lo que contradiría
el sentido del tiempo de la experiencia psicológica. El pasado produce el
futuro, y no al revés. La distinción entre causa y efecto es una cuestión de
entropía y coincide, dice, con la distinción entre pasado y futuro. El pasa-
do puede ser registrado por el lenguaje primero; el futuro, no.
El presente, nos dice Reichenbach, es el intercambio entre pasado y
futuro; contiene al agente activo que produce el futuro y los registros
del pasado, y una vez consumado, es ya irrecuperable. De esta mane-
ra, cada macroproceso, por más que sea reversible, tendría por sí mismo
un sentido del tiempo. Yendo todavía más allá, siempre de la mano de
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532 Si alguien quiere ver más de cerca la historia de los problemas a los que
aquí damos vueltas, y la amplia bibliografía a que han dado lugar, le aconsejo
vivamente que lea: Rafael Martínez, Immagini del dinamismo fisico. Causa e
tempo nella storia della scienza, Armando Editore, Roma, 1996.
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533 Véase, sobre todo, Steven F. Savitt (ed.), Time‘s Arrow Today. Recent
edita, retoma las siete posibles flechas del tiempo a las que, en 1979, se refirió
Roger Penrose: 1) el comportamiento de los mesones neutros parece estar regi-
do por una ley de tiempo asimétrico, cuya inferencia es delicada, sin embargo,
y que sería la única ley de esta clase en la física de partículas; 2) el proceso de
medida en la mecánica cuántica, que suele entenderse con frecuencia con una
asimetría del tiempo debida al así llamado ‘colapso de la función de onda’;
3) la segunda ley de la termodinámica que asevera que la entropía de los pro-
cesos en sistemas aislados crece siempre; 4) la radiación de ciertas fuentes esfé-
ricas, en lo que no entro; 5) la dirección del tiempo psicológico, en donde se
incluye la cuestión del ‘viaje’ al pasado; 6) la expansión del universo; y 7) de
acuerdo con la teoría general de la relatividad, el colapso gravitacional de una
estrella suficientemente masiva que da lugar a un ‘agujero negro’, y la singula-
ridad inicial de un ‘agujero blanco’ que haría surgir todo un borboteo de mate-
ria ordinaria, cf. Savitt, pp. 4-6.
535 Todo parece señalar que el libro que haya que masticar para adentrarse
en cómo se plantean hoy las cosas del tiempo será el de Paul Horwich,
Asymetries in Time. Problem’s in the Philosophy of Time, MIT Press, Cambridge,
Mass., Londres, 1987.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
pensar— que causa leer cómo Steven F. Savitt, en 1995, concluye la introducción
al libro que edita con éstas palabras escritas en 1974 por el filósofo de la cien-
cia de Pittsburgh John Earman: «very little progress has been made on the fun-
damental issues involved in ‘the problem of the direction of time’. By itself, this
would not be especially surprising since the issues are deep and difficult ones.
What is curious, however, is that despite all the spilled ink, the controversy, and
the emotion, little progress has been made towards clarifying the issues, it seems
not a very great exaggeration to say that the main problem with ‘the problem of
the direction of time’ is to figure out exactly what the problem is supposed to
be». Viejas palabras de Earman, a las que el propio Savitt sólo añade: «I hope that
the papers contained in this volume will help to clarify and perhaps even to
resolve some of the problems of the direction of time», cf. Savitt, p. 19.
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IX. En donde, por fin, aparece que el tiempo nos es una experiencia,
experiencia de un ‘cuerpo de hombre’
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que somos, somos el cuerpo que somos desde el cuerpo que se nos
ofreció de primeras, porque miramos ‘más allá’, y este mirar más allá es
cuestión de fines y de valores.
Pero no todo queda en la percepción y en la sensibilidad, hay toda-
vía algo tan importante como el pensamiento, pues el cuerpo no sólo
percibe y siente, sino que piensa. Y el pensar se aprende, se aprende
también la capacidad de pensar, se establecen nuevas conexiones de
pensamiento. El pensamiento es lo más decisivo y hermoso que ha reci-
bido y se ha dado a sí mismo el cuerpo. Y lo ha hecho incrementando
una posibilidad que la evolución del cuerpo le había conseguido desde
que, con la disposición prensil de nuestra mano, quedamos libres para
erguirnos mirando al frente, y para seguir, como algunos tan bellamen-
te quieren, el gesto del jefe de la horda humana que, con los ojos fijos
en la posible presa, gira su brazo desde su posición de descanso junto
al tronco, primero hacia atrás, para, marcando con el gesto un semiar-
co completo que indica el cielo entero, terminar señalando con el índi-
ce, punto final de su brazo bien extendido, la pieza que, por su invita-
ción, el grupo entero cazará. Gesto, dicen, que es una señal en la que
se unen cielo y tierra en una única acción humana grupal provocada
por el lenguaje incoativo del signo, y que en toda su extraordinaria
complejidad inicia el pensamiento. Porque el pensar es cosa del cuer-
po, de una sociedad de cuerpos. De un cuerpo que aprende, que
aprende señales y significados, aprende lenguaje y comunicación,
aprende convivencia, aprende a pensar.
Un cuerpo que también aprehende el tiempo. Pues como todo en lo
tocante al cuerpo hay disposiciones de percepción de realidades, pero
de realidades que nunca nos son dadas como “datos”, de una manera,
sin más, primaria y objetiva. El cuerpo da que pensar en el tiempo. El
tiempo se aprende; dicen que el niño tarda siete u ocho en ‘aprender
el tiempo’. Pero, es evidente, es un aprender de un tiempo que también
existe ahí, con el que nos encontramos, que no ‘inventamos’ por ente-
ro. En todo caso, es claro también que el tiempo es algo de lo que se
habla, y sólo nuestro cuerpo habla, por lo que en un aspecto muy
importante el tiempo es una cuestión que toca al cuerpo.
Que toca al cuerpo en cuanto que somos seres temporales, cuerpos
que están preñados de tiempo, y que toca al cuerpo en cuanto que sólo
él es capaz de percibir el tiempo como tal, tiene la sensibilidad abierta
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540 John Earman, con el humor que le caracteriza, se pregunta si los cientí-
ficos han decidido, de pronto, ponerse a competir con los escritores de ciencia
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en el sentido tan bello, tan rico, tan decisivo en el que el teólogo Juan
Zizioulas habla del concepto de persona, sin el que el cuerpo no ha adqui-
rido su espesor definitivo. Importante, decisivo, pero demasiado largo y
complejo para hablar aquí y ahora de corporeidad y personalidad, de cor-
poralidades. También ello queda para otra vez.
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realidad, son ya parte de la realidad, como lo son las galaxias. Así pues,
todo esto es también, hay que decirlo así, ‘cuerpo de hombre’.
Ahora, ya al final, tendríamos que hablar del cuerpo martirizado. No
porque yo tenga una especial atracción por ese cuerpo, mayor que por el
cuerpo gozoso, sino porque, en lo que vamos viendo, finalmente, si nos
atenemos a realidad, debe aparecernos el ‘misterio de iniquidad’. No hubié-
ramos hecho una representación verdadera del ‘cuerpo de hombre’ sin
haber tenido presente el cuerpo martirizado del inocente, incluso el cuer-
po condenado del culpable. También esta es obra del cuerpo, y obra hacia
fuera de sí, hacia el otro cuerpo al que se trata como lo que no es. El cuer-
po martirizado nos da ocasión, precisamente, de darnos cuenta de algo que
es esencial: del valor del cuerpo [del ‘cuerpo de hombre’]. Valor infinito
el suyo. Nada más valioso en el entero mundo. Por eso, precisamente
el cuerpo martirizado es la obra del ‘misterio de iniquidad’, terrible mis-
terio que habita también en nosotros, que se apodera de nosotros con
un deseo infernal y nos empuja a la violencia y la muerte del otro; otro
como yo, otro cuerpo como yo soy cuerpo. Misterio inexorable este,
puesto que fruto de nuestra propia libertad. El cuerpo martirizado es,
precisamente él, fruto de lo que no es necesario, pues el cuerpo se rea-
liza con absoluta verdad en el amor a los otros cuerpos, amor al entero
mundo y amor a quien lo creó todo, a la creatividad del todo. Digámoslo
así, el cuerpo está hecho para el amor y de amor será examinado al caer la
tarde. Y, sin embargo, nuestra gran tentación es la de estremecer el cuerpo
del otro, esclavizarlo, aplastarlo, golpear su rostro, ahí en donde, precisa-
mente, el cuerpo se nos hace mirada y escucha. Por tanto, también historia
del cuerpo martirizado, pues sin esta no hay historia verdadera, porque sin
ella sería una historia olvidadora de los tiempos.
El cuerpo, misterio de vida y de muerte, de odio y de amor, de respe-
to y de afecto. Puesto que al cuerpo todo le es posible en extremada liber-
tad. Evidentemente, ‘misterio de iniquidad’, pero, quizá, sobre todo, ‘mis-
terio de salvación’. Muerte y resurrección. Cuerpo aplastado por el odio y
cuerpo resucitado por el amor, porque —¡afirmación de pura locura, de
deseo realizado ya desde ahora!— el destino final del cuerpo es la resu-
rrección de la carne. «Pero él hablaba del templo de su cuerpo». El cuer-
po, así, es icono, mejor, templo del mismo Dios que lo ha creado.
Por ello, todo lo que llevo dicho en estas páginas es, como se ve,
un esbozo preparatorio para una teología del cuerpo.
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SEGUNDA PARTE
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12. PARA UNA FILOSOFÍA DEL CUERPO
542 Notas escritas en diálogo con mis alumnos de antropología filosófica del
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¿Cómo es que uno de los dos sexos «se ha afirmado como el único
esencial, negando toda relatividad con relación a su correlativo»? Ningún
sujeto se plantea espontáneamente como inesencial; «no es el Otro
quien definiéndose como Otro define el Uno: es enunciado como Otro
por el Uno que se enuncia como Uno»544. ¿Por qué se da esta sumisión?
La división de sexos es un dato biológico, y de ahí lo que caracteriza a
la mujer: «es el Otro en el corazón de una totalidad cuyos dos términos
son necesarios el uno al otro»545.
Ahora bien, cuando un individuo o grupo de individuos es mante-
nido en situación de inferioridad, «el hecho es que es inferior; pero
habrá que ponerse de acuerdo en el alcance de la palabra ser». Sí, es
verdad que las mujeres «en su conjunto son hoy inferiores a los hom-
bres, es decir, su situación les abre menores posibilidades: el problema
está en saber si este estado de cosas debe perpetuarse»546.
Ningún problema humano es tratado sin tomar partido, por ello
Simone de Beauvoir reconoce el suyo. No hay otro bien público que
aquél que asegura el bien probado de los ciudadanos, y las institu-
ciones son juzgadas por las oportunidades concretas que ofrecen a
los individuos, sin por ello confundir felicidad con interés privado. La
perspectiva que adopta es la de «la moral existencialista», que expli-
cita así:
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¡Dios mío, menudo pedrisco nos cayó encima! ¿No ha caído final-
mente Simone de Beauvoir, a quien veo ahora que la he leído con tier-
na simpatía, en una esclavitud del hombre, del macho, del macho
moderno, de sus ideales existencialistas, tan férrea o más que aquella
que tan bien y con tantísima fuerza critica? ¿No ha deseado Simone de
Beauvoir tan ardientemente que llegaran tiempos de neo-liberalismo
descarnadamente utilitario y de mundialización explotadora, que aquí
los tenemos? Y ahora, ¿qué? ¿Qué pensar del pensamiento de Simone de
Beauvoir y de su segundo y tercer sexos?
En primer lugar, que no me gusta su cuerpo. Que no me gusta su
libertad. Su cuerpo no es, en su caso, verdadero ‘cuerpo de mujer’. Su
libertad es un desquiciado remedo de libertad, la libertad del aire, de los
flatus vocis. ¿Por qué? La razón me parece sencilla, porque tiene una con-
cepción falsa de lo que es el ‘cuerpo de hombre’, aunque muchas de las
cosas que dice Simone de Beauvoir son de extraordinaria agudeza. Y
tiene una concepción falsa de lo que es el cuerpo debido a que no lo
considera con su real espesor de carnalidad. Es una mujer que sabe
mucho, y dice muy bien lo que sabe, pero que no tiene el espesor de la
memoria, y sin espesor de memoria no hay carnalidad, no hay cuerpo;
evita por todos los medios intelectuales y personales ser carne enmemo-
riada. Para ella, los constreñimientos, entre otros el de la pesantez del
cuerpo, son desgracias, alienaciones, acciones de enemigos a batir, que
debemos evitar, malograr, hacer desaparecer a toda costa como nuestros
569 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 173
570 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 174.
571 Le deuxième sexe. I, Les faits et les mythes, p. 70.
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572 Sus libros de memorias son maravillosos: Mémoires d’une jeune fille rangé,
La force de l’âge y La force des choses, Gallimard, París, 1958, 1960, 1963, 359, 622,
686, p., respectivamente. Un inmenso cúmulo que hay que leer por necesidad.
573 La razón y las razones, Tecnos, Madrid, 1991, p. 241. Por extrañas e ines-
crutables fuerzas del destino, quizá el destino de aquellos años, este libro fue
publicado —¡tengo en casa la prueba!—, pero nunca fue distribuido —¡al menos
nunca lo encontré en ninguna librería, siendo como soy un infatigable comprador
de libros!—, y ni siquiera estoy seguro de haberlo visto en algún catálogo de esa
editorial. Siempre me he preguntado el porqué, entonces, lo publicaron aquellos
probos editores. Quizá, sin más, se debió a que al punto quedó claro que nadie
lo compraría. Algo ha ganado el pobre libro: ahora es una verdadera rareza.
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574 Recuerdo al lector que originariamente son unas notas escritas en diálo-
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lo que decimos sobre ella expresa nuestra manera de ver el mundo, por
más que, evidentemente, nos emperremos con razón, y cargados de
razones, en que esos nuestros decires sobre el mundo son verdaderos.
El ‘cuerpo de hombre’ como centro es el resultado de una historia.
La historia de nuestra tribu, de nuestra familia, siempre desde los más
viejos tiempos, todas las ciencias históricas nos dicen cómo se ha ido
constituyendo eso que somos como resultado; nuestra propia historia
personal, de la que tanto aprendemos también mediante la interpreta-
ción psicológica. Todo ello nos constituye en lo que somos de princi-
pio. Evolución e historia nos proporcionan el nicho en el que se nos da
lo que somos, lo que somos en la sociedad que es la nuestra, y lo que
somos personalmente cada uno de nosotros, en lo que estamos siendo
de principio. Todo lo que somos nos ha sido dado en el proceso de la
evolución y en la historia. Ambos, pues, nos ofrecen los constreñi-
mientos a los que debemos atenernos, desde la mano prensil y la capa-
cidad craneana, hasta el hecho de hablar una lengua y poder contar las
historias de nuestra familia. Constreñimientos, pues estamos impelidos
a proceder con eso que nos ha sido dado como ‘cuerpo de hombre’,
cuerpo individual y cuerpo societario. Jamás podremos saltar sobre él a
lo largo de nuestra acción, y durante toda la vida; son nuestro espesor
de carnalidad, impiden que podamos ser considerados como platónicos
“espíritus puros”, que todo se nos resuelva en la mera almalidad. Para
nosotros, el cuerpo es un dato fundante, es el lugar desde el que cons-
truimos, con él nos expresamos, con él nos hacemos lo que vamos sien-
do, hasta el punto de que nada tiene de pesada carga que debemos
arrastrar la vida entera, sino que es la condición de posibilidad de ir
siendo lo que podemos ser, de lo que escogemos ir siendo, es el lugar
individuado de nuestro serse; con él expresamos realidad, nos hacemos
realidad. Si hay la pesantez del cuerpo, si hay pesada carga, al menos a
veces, es la pesada carga del ir siendo; todo lo contrario de la levedad
del ser de la que algún insensato habla. El serse es ese juego sutil entre
los constreñimientos y la libertad —pues somos libres—, que a lo largo
del tiempo nos constituye en eso que somos. Tenemos un nicho en el
que ser, sería mejor decir en el que comenzar a ser, pero buscamos
incesantemente un lugar en el que estar, siempre nuevo y distinto, aun-
que sólo fuera porque el cuerpo, el ‘cuerpo de hombre’, es esencial-
mente temporal, para ser en él, siempre el mismo y siempre distinto,
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La Razón.
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576 Aunque esta sea materia y luego, sucesivamente, se tenga que hacer una
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577 Por más que sólo fuere porque somos los únicos que podemos pregun-
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poder decir, y decirlo porque sabemos que lo es, que el hombre es una
unidad. Porque desde la mera consideración de nuestra composición
algo decisivo se nos escapa. Que todo eso que somos en infinita com-
plejidad de compuesto, los constreñimientos que producen el ‘cuerpo
de hombre’, reciben su unificación de manera que ahora podemos decir
que es esta la que nos hace en verdad ser lo que somos, hombres, tener
consciencia de que somos, ser unidad consciente y de acción.
El ‘cuerpo de hombre’ como compuesto de extremada y frágil com-
plejidad nos ofrece nuestros constreñimientos, nuestro nicho, pero ello
sólo sería poco, faltaría algo esencial, y es que ahí, desde ahí, se nos da
la posibilidad de la libertad, de sabernos libres y de serlo en verdad, de
ser conscientes de ello, y ahí se nos ofrece nuestra unificación última y
decisiva, hasta el punto de que sin ella no somos siquiera cuerpos de
hombre. Por ahí, creo, se nos abre la posibilidad filosófica de hablar del
alma.
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13. DEL SENTIMIENTO TRÁGICO
EN EL ABISMO UNAMUNIANO
424
Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano
Madrid, 2000, el capítulo 15, sobre todo pp. 400-409; en el capítulo 16, pp. 435,
442 y 451; en la introducción, pp. 17, 23, 23, 27, 36 a 39.
583 Véase Sobre quién es el hombre, pp. 442-443.
425
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584 ¿No se entiende así mejor el «¡que inventen ellos!» de Unamuno? Hace
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Del sentimiento trágico en el abismo unamuniano
Madrid, 1995, 289 p.; Teoría del Contorno Lógico, Nossa y Jara, Madrid, 1999,
125p.; Lógica Modal y Ontología, Nossa y Jara, Madrid, 2001, 158 p.
586 Del sentimiento trágico de la vida, p. 162.
587 Del sentimiento trágico de la vida, p. 163.
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irracional. Eso sería si la razón pudiera ser algo que nada tiene que ver
con nosotros, ‘cuerpo de hombre’, y se tratara de una mera razón racio-
cinante, “razón logificante”588, que se da en un mundo etéreo bien lejos
de nuestro mundo, del mundo en el que se nos da el ‘cuerpo de hom-
bre’. Pero, en mi opinión, no es así. La razón, ¿podré decirlo de esta
manera?, viniendo de él, porque en el surgimos, en definitiva, nada
tiene que ver con el mundo en el que obtenemos nuestro ‘cuerpo de
hombre’, sino que es uno de los instrumentos más poderosos —junto
con la imaginación, con la voluntad, con el deseo— que se nos ofrece
en cuanto que hacemos el paso del mundo a la realidad. Porque pasa-
mos del mundo a la realidad tenemos razón; ella, junto a las otras, es
el camino de ese paso, quien lo provoca. Podemos decir que, en un
movimiento circular, retroductivo, la razón nos produce la realidad y la
realidad nos ofrece la razón. Siendo así, y en cuanto que pueda ser así,
en cuanto que sea así, el problema unamuniano queda planteado de
manera distinta en la raíz.
Claro que esto apunta a problemas graves, como, por ejemplo, el
planteado por Pablo Domínguez con respecto a la lógica, y que de igual
manera se plantea con respecto a las matemáticas. ¿Son ellas fruto de la
mera creatividad humana? Sí y no, o si se prefiere, no y sí. La clave está
en la palabra “mera”. Toda acción racional de la razón práctica es capaz
de alcanzar realidad. Por eso, siendo esta un constructo humano, del
‘cuerpo de hombre’, sin embargo, no es sólo una “mera” construcción
suya, sino que tiene esa capacidad asombrosa de crear realidad, de
expresar realidad. Una realidad que, por supuesto, no es, sin más, una
“mera” imaginación suya, sino que, arrastrada por el deseo de llegar
más allá, a otro ámbito, en otro terreno, siendo producto incoado de su
imaginación, es mucho más que eso, es realidad creada, es sorpresa de
una realidad que nos sobrepasa, a la que, de pronto, hemos tenido
acceso, expresión de una realidad que se nos dona. Fruto de la creati-
vidad humana es obvio que lo son —los libros de mis lógicos llevan
nombre de autor, deben llevarlo, son libros con sujeto, que no pueden
dejar de tener sujeto—, pero son mucho más que frutos de una “mera”
creatividad humana. Si la creatividad humana fuera algo circunscrito al
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mundo, reflejo de él, reductible a él, sería así “mera” creatividad huma-
na, producto, seguramente, de una historia evolutiva que en nosotros
llega a alcanzar ese poder de creatividad como ‘punto rojo’ del árbol de
la evolución que somos. Pero no está circunscrita ahí, al mundo, sino
que es el instrumento, uno de los instrumentos, con los que, creando
ámbitos totalmente nuevos, modos nuevos producidos por esa capaci-
dad que sólo nosotros tenemos de ser, y saberlo, ‘figuras en un paisa-
je’, imaginativamente creados, ardientemente deseados, y buscados para
subsistir en la vida mundanal, aunque irreductibles a “mera” mundana-
lidad, accedemos a ese ámbito diferente, infinitamente más rico y com-
plejo que el mundo: la realidad. Una realidad que, a la vez, en íntima
complejidad, es creada porque nos es dada589.
Para Unamuno, la razón del racionalismo es razón raciocinante. La
razón tiene, así, sus límites; está cerrada, encerrada dentro de sus lími-
tes. Y por eso, esa razón pura, él la rechaza por entero. Prefiere la fe,
el deseo, la consolación. Hay que romper los límites de ese vano racio-
nalismo. Como si riñera con el Kant de la razón pura echándose en los
brazos del Kant de la razón práctica, del uso práctico de la razón. Si
fuera así, sería poco, demasiado poco; como me gusta decir, también la
razón pura no es sino práctica. Pues, me pregunto, ¿hay que aceptar una
“razón” así? ¿Es esa nuestra razón, la que utilizamos de continuo, inclu-
so la razón con la que construimos la ciencia? ¿No siendo unamunianos
en este punto decisivo, caemos en el absoluto relativismo del escépti-
co, como él pronostica a los seguidores de la ‘razón’? Mas aún, ¿no
habría que discutir ásperamente la opinión kantiana de que la razón
tiene límites? Me explico, claro que los tiene, pero ¿de dónde surgen y
cómo son esos límites?, ¿de nuestro propio ser ‘cuerpo de hombres’ y
de la realidad de lo que con ella alcanzamos, en un uso de absoluto
régimen abierto, como parece que debamos pensar, o de unos límites
pre-definidos de antemano, aún antes de comenzar a utilizarla?, ¿no es
esto, precisamente, lo que se juega en la distinción problemática de la
univocidad del ente y la analogía del ser, en donde se nos ofrecen dos
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1991 [¿seguro?].
601 Del sentimiento trágico de la vida, p. 125.
602 Del sentimiento trágico de la vida, p. 126.
603 Del sentimiento trágico de la vida, p. 128.
604 Del sentimiento trágico de la vida, p. 129.
605 Del sentimiento trágico de la vida, p. 132.
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
«¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!,
¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!,
¡ser Dios!»607.
Riesgo, sí, pero es que, con Unamuno, «no quiero morirme, no, no
quiero ni quiero quererlo»608. Y no lo quiero para mí ni para nadie.
Quiero la inmortalidad para todos. Esa es mi querencia. Con arrebata-
dora fuerza persuasiva, con su inmejorable retórica de la persuasión, con
la razón del exceso, logrando que pensemos como él, nos convence:
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615 «El amor personaliza cuanto ama», prosiguiendo luego: «lo personaliza
todo y descubre que el total Todo, que el Universo es Persona también, que
tiene una Conciencia, Conciencia que a su vez sufre, compadece y ama, es
decir, es conciencia. Y a esta Conciencia del Universo, que el amor descubre
personalizando cuando ama, es a lo que llamamos Dios. (…) Personalizamos al
Todo para salvarnos de la nada, y el único misterio verdaderamente misterioso
es el misterio del dolor», Del sentimiento trágico de la vida, p. 192. Estas reso-
nancias teilhardianas llegan hasta el final del capítulo VII. También: «Se sale uno
de sí mismo para adentrarse más en su Yo supremo; la conciencia individual se
nos sale a sumergirse en la Conciencia total de que forma parte, pero sin disol-
verse en ella», p. 225.
616 Del sentimiento trágico de la vida, p. 88.
617 Del sentimiento trágico de la vida, p. 188. Pues ¿no llegaremos a decir
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que vive, a todo lo que existe. Creciendo el amor, crece el «ansia ardo-
rosa de más allá y de más adentro»618, siempre más y más, siendo otro,
todo otro, siendo todo, hasta llegar «a compadecerlo todo, al amor uni-
versal»619. Sentirlo todo, personalizarlo todo, pues «el amor personaliza
cuanto ama»620, hasta descubrir que el todo, el universo, también es per-
sona, que tiene una conciencia, y esta conciencia del universo es a lo
que llamamos Dios. Desmadre desaforado del amor compadecedero y
ansioso de Unamuno. Personalizamos al todo para librarnos de la nada,
de la nada que tan horrible se le aparecía cuando era mozo. Y ahí, en
ese ámbito que acaba de descubrirse, se encuentra con ser para siem-
pre, siendo por siempre:
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Pero luchar, al menos para mí, con Unamuno es labor vana. La fuerza
de su escritura, de su incertidumbre, de su fe, de su trágico sentimiento,
del abismo luminoso en el que lo encontramos, está en él, viene de él, nos
subyuga, nos arrastra, nos sofoca, nos gana, nos hace estar junto a él.
Él se atreve a pescar «a anzuelo desnudo, sin cebo; el que quiera
picar que pique, mas yo a nadie engaño»627. Yo no, no soy capaz.
Unamuno, con su vendaval de palabras, me ganará siempre, y yo me
dejaré ganar con gusto. Su lenguaje es de una fuerza arrebatadora,
maestro de retórica. El mío no; yo no. Unamuno es, además, filósofo en
las fronteras, pensador en la crisis, alumbrador de obscuridades, fajador
de esperanzas; de una terrible actualidad. Todos los maestros de la sos-
pecha son barridos por él de un solo gesto, como por crecida súbita que
todo lo arrastra, que lleva consigo todo lo que estaba en mal lugar
—en mal lugar racional—, pero que con la fuerza de sus palabras deja
los campos preparados para la simiente. No puedo, no quiero, no me
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Tiempo e historia: una filosofía del cuerpo
«En una palabra, que con razón, sin razón o contra razón, no me
da la gana de morirme. Y cuando al fin me muera, si es del todo, no
me habré muerto yo, esto es, no me habré dejado morir, sino que
me habrá matado el destino humano. Como no llegue a perder la
cabeza, o mejor aún que la cabeza, el corazón, yo no dimito de la
vida; se me destituirá de ella»628.
Por eso, ¿qué decir contra él? Ciertamente, nada. Sólo apuntar de forma
callada que no tiene razón con su “razón” y tampoco tiene razón con su
“de carne y hueso”, pues no termina de ser ‘cuerpo de hombre’. En todo
lo demás —en casi todo; no comparto tampoco el énfasis que pone, y tal
como lo hace, en la “vida”— soy unamuniano, pues Unamuno ha confor-
mado desde su comienzo las entrañas mismas de mi pensamiento, desde
que los veranos de mis 19 y 20 años me había ido a la mili en Monte la
Reina con los dos volumencillos de los Ensayos de Unamuno publicados
por la editorial Aguilar. Volver a él es como encontrarme de nuevo comen-
zando a ser. Pero debo apuntar, por más tímidamente que sea, que la
razón es otra cosa, porque el ‘cuerpo de hombre’ es otra cosa, y que dife-
rencias aquí conllevan a diferencias radicales allí. Sus enemigos son mis
enemigos, pero quizá él se confundió tomándolos demasiado en serio, y
creyendo que ellos le habían ganado para siempre la batalla por la pose-
sión de la razón. Puede que sus tiempos no sean nuestros tiempos en
demasiadas cosas, que el ámbito en el que se le plantean los problemas
—por más que estos sigan siendo los nuestros— tenga demasiado poco
que ver con el nuestro; miserias maravillosas de la filosofía, tributo que
pagamos al pensar. Temporalidad de todo emperramiento racional.
Pero no es así, los enemigos de Unamuno no habían ganado para siem-
pre la batalla de la razón; por eso, en este campo, sus rechazos no pueden
ser los nuestros. Unamuno no fue adelante en esa comprensión apuntada
de que somos de carne y hueso, se quedó a medio camino; mejor aún, se
retiró a la pura almalidad de la conciencia, por más que fuera conciencia
solidaria. Pero la razón es siempre razón de ‘cuerpo de hombre’.
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14. PRIMEROS APUNTES SOBRE EL CONCEPTO
Y COMPRENSIÓN DE LA HISTORIA
Introducción 629
629 Estas notas, escritas tras la calentura de la clase, quieren reflejar las con-
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el hacer memoria, aunque no otra cosa que trazas y huellas de eso que
fuimos.
Por esto, debemos darnos cuenta enseguida también, y de una
manera preeminente, un ‘cuerpo de hombre’, siempre comunional,
que es creador de ‘corporalidades’: constructor de casas, de mesas, de
ordenadores, de aviones, de la teoría general de la relatividad y de la
teoría de la evolución, de leyes innumerables, de constituciones, de
obras de arte y de religiones, fruto todo ello de la obra común de otros
‘cuerpos de hombre’ que trabajaron de arquitectos, de ingenieros, de
artesanos, de cocineros, de artistas, de estudiantes, de pensadores, de
sacerdotes, y haciéndolo siempre desde eso que somos, ‘cuerpo de
hombre’, en una relación de unidad extremadamente compleja con
otros ‘cuerpos de hombre’. Las corporalidades, nuestra creación pro-
pia y colectiva, nos acompañan siempre, nos proporcionan nuestro
nicho propio y comunitario, nos dan el lugar en el que estar; un lugar,
pues, construido por nosotros, de manera personal y, sobre todo,
construido comunitariamente, en común con otros ‘cuerpos de hom-
bre’, algunos todavía vivientes como nosotros, otros ya desaparecidos,
de los que, quizá, nos quedan sólo esas trazas, además de lo que, de
ellos, si es el caso, en nosotros mismos se ha hecho carne de nuestra
carne.
Así pues, siempre somos ‘cuerpo de hombre’ entre ‘cuerpos de hom-
bre’, en comunión obligada con ellos. Nunca somos otra cosa, al menos
mientras estamos en vida, que un ‘cuerpo de hombre’; nunca salimos
de él, como no sea sino en sueños. Siempre nos sustentamos en él,
hasta el punto de que tenemos que decir: «yo soy un cuerpo; mas yo
no soy, sin más, mi cuerpo», si por cuerpo, en este caso, entendemos la
mera animalidad que tocamos y pellizcamos con nuestras propias
manos; no vale con decirnos sólo ‘cuerpo’, aunque lo seamos, pues soy
más que cuerpo, en cuanto que soy ‘cuerpo de hombre’ en su identi-
dad-dual, lo que me lleva a afirmar con rotundidad que no soy reduc-
tible a mero cuerpo. En mi discurso filosófico, ‘cuerpo de hombre’ es la
manera que encuentro de señalar que nunca somos sólo meros animales
específicamente evolucionados —lo que se quiere significar, en un horri-
ble lenguaje abstractivo y, por tanto, nefando, con la expresión de que
somos “seres humanos”—. Si estos papeles terminan yendo por donde
debieran, se verá finalmente que el mejor y más exacto equivalente para
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631 Para entender esto, oí una vez a un físico italiano un ejemplo genialmente
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La historia evolutiva del mundo nos ha dado forma, tal como nos lo
dice el árbol de la evolución. Estamos enmarcados en la historia cos-
mológica que, según parece, comenzó en una gran explosión inicial de
un magma primitivo a temperaturas tan extremas que todavía no había
siquiera partículas elementales. En ambos casos se utiliza de manera
exacta la palabra historia, que, es obvio, es una palabra tomada de otros
ámbitos. Pero no por eso dejan de ser esas verdaderas historias.
Cambios en el tiempo, y cambios interrelacionados entre sí —el próxi-
mo día hablaremos de que falta todavía por expresar una condición
esencial, sin la que, veremos, no se daría de verdad historia—.
Digámoslo de manera vulgar y rápida. Si se saca una foto en un
momento, sea en la historia de la evolución, sea en la historia del cos-
mos, y se saca otra foto en otro momento posterior, sabemos que se ha
dado un movimiento de todo lo retratado en el paso del primer momen-
to al segundo, y este paso ha tenido sus reglas —que suponemos las
podemos conocer, al menos en parte—, de manera tal que decimos a
la vez estas dos cosas: lo consignado en la segunda foto ‘surge’ de lo
consignado en la primera, y nosotros podemos conocer las reglas —al
menos en parte, insisto— de la evolución de ese surgimiento de la foto
segunda desde la foto primera. En una primera aproximación, esas de
la evolución y de la cosmología son, pues, historias científicas.
La teoría de la evolución y la teoría cosmológica de la explosión ini-
cial son parte aceptada de la ciencia de hoy. Rechazarlas es salir —cosa
bien peligrosa— de lo que es el conocimiento científico de hoy. Yo, al
menos, no lo haré. Aunque de todos es sabido que hay discusiones furi-
bundas en casi todas las páginas de la ciencia, también aquí; y aquí si
cabe aún más.
Porque las cosas en estos ámbitos son así, nos encontramos inmer-
sos en un mundo que es material, y, vamos a decirlo así, tenemos la
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632 Paul M. Churchland, The Engine of Reason. The Seat of the Soul:
A Philosophical Journey into the Brain, MIT Press, Cambridge, Mas.,1994. ¡Lo sien-
to, pero no tengo acá más referencias sobre la obra del matrimonio Churchland!
633 Francis Crick, The Astonishing Hypothesis. The Scientific Search for the
Soul, Scribner, New York, 1994, 317 p. (hay traducción castellana en Crítica,
Barcelona).
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Albert Einstein, quien seguía pensando que la física debe ser realista y
determinista, como de hecho lo es la teoría general de la relatividad que
él trajo al mundo. La discusión Bohr-Einstein, una de las más largas, sor-
prendentes, fructíferas, confusas e interesantes de todo el siglo XX,
parece ser que ha llevado a un consenso: no hablaremos ya de incerti-
dumbre sino de indeterminación estadística, volveremos al realismo,
diremos que las teorías científicas expresan lo que el mundo sea en sí
mismo, y si para ello hay que hablar, por ejemplo, de la no-localidad,
es decir, negar que los eventos físicos se dan en un “lugar”, lo que se
venía afirmando al menos desde Aristóteles, tiraremos a la basura la
localidad sin que nos tiemblen los pulsos.
Por los años setenta y ochenta del pasado siglo se pensó, sobre todo
por parte de Ilya Prigogine y sus seguidores, que la solución del pro-
blema del tiempo físico podría estar en poner en el núcleo duro de la
física no a la teoría de la relatividad, sino a la termodinámica, la cual
(parece) que toma en consideración un tiempo irreversible, es decir,
que toma en consideración un tiempo que viene dado por una flecha
del tiempo. Sin embargo, se diría que la partida la ganaron decidida-
mente los físicos relativistas. Y en esas estamos y seguimos.
A partir de los ochenta han aparecido dos novedades. Las teorías del
caos y de la ciencia de la complejidad, por un lado, y el estudio más
detallado de las condiciones de contorno —recuérdese la mesa de billar
con sus lados ligeramente alabeados— que llevan a ‘resultados’ inde-
terministas con el uso clásico de las leyes físicas expresadas con unas
matemáticas fundadas en ecuaciones diferenciales —no se cambia el
billar como paradigma cartesiano de la física, pero con la ‘nueva mesa’
de billar, todo es radicalmente distinto—. Creo que ambas novedades
son extremadamente interesantes, pues ambas aventuran el aumento
indefinido de los ‘grados de libertad (física)’, lo que deja entrever una
posibilidad para una consideración más abierta de la física a la historia
y a la libertad.
Ahora bien, cuidado, nadie se confunda y quiera echar al vuelo —si es
que le da por ahí— las campanas de su gozo espiritualista. Stuart
Kaufmann, por ejemplo, uno de los creadores de la ciencia de la comple-
jidad, no por eso deja de ser materialista y buscador de la naturalización.
Mas lo que ahora se adivina es una consideración de la “materia”
extremadamente complejificada, en la cual encontramos por caminos de
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que no tienen ninguna solución. Para buscar alguna solución hay que
jugar por necesidad con condiciones de contorno o iniciales que per-
mitan simplificarlas hasta poder buscar alguna solución. ¿Cuáles? A par-
tir de ahora, cada quien hará lo que pueda en cosmología. Si para ello
tenemos que aceptar unas hipótesis precisas que nos lleven a un mundo
que no contiene ninguna materia, como en la cosmología de
Friedmann, pues muy bien, parecerá muy raro, pero nos quedaremos
tan panchos, pues, en todo caso, habremos construido un modelo cos-
mológico.
El sacerdote belga, profesor en la Universidad Católica de Lovaina,
Georges Lemaître, fue uno de los que primero y mejor ideó una solu-
ción posible a las ecuaciones cosmológicas de Einstein. Había que
suponer que el universo se había expandido en la historia desde la posi-
ción inicial de un ‘átomo primitivo’ que contenía toda la masa-energía
del mundo actual, y que esa expansión, que había dado origen al tiem-
po, se había hecho desde una gigantesca explosión inicial que hace que
desde ese momento siguiente al t = 0, el mundo esté en expansión
constante. Las cosas funcionaban con este modelo. El único problema,
que Einstein hizo ver a Lemaître, es que: claro está, van a decir que es
el modelo físico que un sacerdote católico y un judío se han inventa-
do para hacer del mundo creación de Dios, puesto que se habla de un
t = 0 y de una historia del universo.
Este modelo fue un puro y simple modelo hasta 1964, cuando se dio
la conjunción casual, tomando café en la misma mesa un grupo de inge-
nieros de telecomunicaciones que habían ‘oído’ un extrañísimo ruido de
fondo en todo el cosmos correspondiente a la emisión de un cuerpo
negro a 3° K, que no podían comprender ni interpretar, con unos cos-
mólogos que esperaban poder ‘oír’ los restos de la explosión inicial que,
según sus cálculos, debía corresponder a la radiación de un cuerpo
negro a 3° K. Desde entonces no hay otra manera de explicar este dato
experimental sino a través de la cosmología que nos ofrece la teoría
cosmológica de la gran explosión inicial.
¿Se corresponde esto con la sed de ‘experimentalismo’ y de una cien-
cia basada sólo en experiencias que durante tanto tiempo se ha soñado
por tantos científicos y filósofos de la ciencia?
Recuerdo ahora también esa extraña cuestión que vimos uno de
estos días pasados cuando el árbol de la ciencia, con su punto rojo, nos
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aparecía como un árbol del que sólo existe con existencia de mundo la
superficie última y externa del árbol, y que de todo el ramaje interior
sólo tienen existencia de mundo un pequeño conjunto de fósiles y
nuestra red de teorías y seguridades que constituyen el andamiaje últi-
mo levantado dentro del árbol con ayuda de la teoría darwiniana de la
evolución, y sus múltiples continuaciones.
¿Qué quiero decir con todo esto? Que las teorías científicas son una
maravillosa construcción del ‘cuerpo de hombre’, que son una de sus
‘corporalidades’ más geniales y sofisticadas.
Dos años antes, en 1962, se había publicado el celebérrimo libro de
Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, quien,
apoyándose sobre todo en filósofos e historiadores de la ciencia de la
tradición francesa, daba una feroz dentellada a la filosofía de la ciencia
heredera del Círculo de Viena: las teorías científicas no se “verifican”
—ni siquiera se “falsan”, a la manera popperiana—, son simples cons-
trucciones de la comunidad de los científicos que caen y son aceptadas
dentro del “paradigma” vigente, y los que cambian y constituyen las
revoluciones científicas son los cambios de paradigma. La zorra que se
comió a todas la gallinas del gallinero neopositivista. Sarampión de his-
toricismo, de sociologismo, de relativismo, de “todo vale” y “todo es
igual”, que comenzó a curarse —no en todos los cuerpos, pues algunos
estaban demasiado infectados, quizá porque eran cuerpos demasiado
endebles— de manera generalizada desde 1990.
Por entonces también, Brandon Carter enunció por vez primera el
principio antrópico: la evolución del cosmos en su historia, desde la
explosión inicial, ha sido tan compleja en las infinitas bifurcaciones de
los infinitos caminos posibles, que el hecho de que estemos nosotros
en corro hablando de cómo ha sido la historia del universo, es tan
improbable, con probabilidad rigurosamente cero, que ese hecho debe
de haber “influido” decisivamente en la elección de los infinitos veri-
cuetos de las infinitas bifurcaciones de los infinitos caminos posibles de
la historia evolutiva del cosmos, porque de otra manera no hubiéramos
llegado a donde estamos. Ergo, nosotros somos la finalidad de toda la
historia del cosmos, o cosa parecida.
Todos entendieron enseguida que esto parecía de nuevo plantear
algo antiguo: luego el mundo ha sido creado con una finalidad. Más
tarde, sobre todo con Tipler y Barrow, fue degenerando cada vez más,
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yendo hacia un allá de aventura, un allá que nos saca de nuestros qui-
cios, un deseo que nos hace querer tener lo que no tenemos, querer
estar donde no estamos, querer poseer lo que no poseemos. Incluso
comparándonos con los demás animales somos insaciables, los únicos
insaciables. Sobre todo, un deseo que nos hace querer ser lo que no
somos, quizá lo que todavía no somos, pero que nos empeñamos en
ser. Una querencia insaciable, un deseo irreprimible por ser más, por
mirar más allá. Nada llena ese deseo nuestro, nada lo completa, nada lo
apaga. Ese deseo es central en lo que es el ‘cuerpo de hombre’. No es
un añadido, sino que es parte de su núcleo duro, de lo que lo consti-
tuye como tal. Somos seres deseantes, esencialmente deseantes.
Deseamos lo que no podemos alcanzar, lo que no se nos da de princi-
pio, incluso lo inalcanzable, lo vedado. El deseo transfigura nuestra
vida, le da sentido, le da dirección. Nos hace subir a la montaña para
encontrar el portillo desde el que veamos el otro lado, y por el que
podamos descender a ese otro lado. Deseo de aventurarnos en ese
caminar, en ese ascender, en ese abrir nuevas perspectivas.
Pero con el deseo, junto a él, tenemos la imaginación. Imaginación
para conseguir vislumbrar como real en nuestra vida eso que deseamos.
Imaginación para precisar como existente eso que, es obvio, no es exis-
tente. Somos animales esencialmente imaginativos. Imaginamos nuevos
caminos, imaginamos cómo alcanzarlos. Imaginamos lo imposible. Con
el deseo y la imaginación rompemos eso que se nos da dentro del
mundo de los posibles. No cabemos ya más en ninguna conceptualidad,
ya no nos dejamos regir en el esquematismo de ninguna “racionalidad
logicista del ente unívoco” que, en él, nos ofrezca todo aquello que
tenemos posibilidad de alcanzar. La imaginación, espoleada por el ina-
cabable e ingobernable deseo, busca, diseña caminos para alcanzar lo
imposible. Somos seres que quieren lo imposible, que nunca se quedan
satisfechos con lo que les es posible, con lo que se les da como posi-
ble. Que quieren ir más allá, en un caminar sin descanso yendo en
busca de lo que les es imposible. Buscadores de lo imposible.
Pero con el deseo y la imaginación no hemos terminado todavía,
pues el ‘cuerpo de hombre’ dispone de esa capacidad de creatividad
inmensa, infinita, con la que lo imaginado espoleado por el deseo se
hace una entrada en la realidad de lo imposible. Con ella, lo imposible
se nos viene a las manos. Los mundos posibles cerraban lo posible de
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totalidad global, se pregunta por las razones de ese conjunto del todo,
puesto que hubiera podido darse otra posibilidad, la de que en lugar de
ser eso que es en su totalidad —como quiera que sea en su detalle esa
totalidad, pues lo único decisivo en este preguntarse es haber acepta-
do, lo que se ha hecho mucho antes, la viabilidad de que las preguntas
por qué, que se hace la razón, llevan a respuestas que se va constru-
yendo la acción racional de la razón práctica, de manera que si hasta
ahora ha valido este procedimiento, no hay razón para suponer que
sólo ahora, llegando a la suprema pregunta por la totalidad, ya no sea
válido—, no fuera. Esta pregunta última sobre la totalidad del mundo
nos lleva a la consideración del mundo como creación y a la respuesta
de que es así porque hay un Creador.
La realidad, así, tiene dos características que la transitan por todas
sus líneas, superficies y volúmenes, por todo lo que ella, en su fluen-
cia, va siendo, y estas pueden representarse por dos palabras: historici-
dad y hermenéutica.
La realidad, pues, es siempre una realidad histórica, nunca está
hecha de una vez por todas. Como el ‘cuerpo de hombre’, pues de su
creación se trata, está siempre en un yendo. Siempre en construcción.
Nunca terminada y a nuestra disposición. Por eso, característica fun-
dante de la realidad es la historicidad, su ser en la historicidad. Siempre,
pues, se nos da en la historia, como historia. Jamás se trata de una obra
acabada, sino que de continuo es una obra en recuerdo y en proyecto.
Nada se nos da en ella fuera de la historicidad; ni, por supuesto, la cien-
cia, que, al menos para algunos, confundiéndose, parece ser cosa tan
distinta de su historia. Podemos mirar hacia atrás viendo cómo era la
realidad de los primeros ‘cuerpos de hombre’ que existieron sobre la
tierra, tan distinta de la nuestra. Podemos hacer memoria de lo que era
la realidad a comienzos del siglo XX. Podemos, por supuesto, y con
imaginación poderosa, desear una nueva realidad, y, ya desde ahora,
comenzar ese esfuerzo creativo de la acción racional de la razón prác-
tica que nos lleve hacia ella. Siempre, por tanto, ese mirar más-allá
hacia nuevas metas, hacia lo todavía por lograr, hacia la desconocida
apuesta.
Por lo mismo, nuestra labor dentro de esa historicidad radical en la
que estamos inmersos es de interpretación, porque tampoco aquí nada
se nos ha dado. Tenemos que colocarnos, tomar partido; y tomamos
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Primeros apuntes sobre el concepto y comprensión de la historia
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PROCEDENCIAS
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Procedencias
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Del mismo autor
Leibniz y Newton
I: La discusión sobre la invención del cálculo infinitesimal
Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1977
Leibniz y Newton
II: Física, filosofía y teodicea
Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 1980
Dios y la ciencia
Madrid, SM, 1985
Poder y bienaventuranza,
Madrid, Encuentro, 1984
Discernimiento y humildad
Madrid, Encuentro, 1988
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