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INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………………. 2
EROS……………………………………………………………………………………... 3
EROS PANDEMO………………………………………………………………………. 5
EROS URANIO…………………………………………………………………………. 8
LA METÁFORA……………………………………………………………………….. 12
EL POETA…………………………………………………………………………….. 15
LA DUALIDAD DE EROS………………………………………………………………… 17
LA MURALLA………………………………………………………………………… 19
BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………….. 28
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INTRODUCCIÓN
La lectura de los libros del singular escritor checo Milan Kundera propone al lector un
reto sin parangón: adentrarse en su mundo interior a través de la vida y pensamientos de
diversos personajes paralelos intercalados con la segmentada y velada biografía del
autor. También pone en una difícil tesitura al crítico literario, aboliendo las categorías y
etiquetas tan apreciadas por los libreros: ¿son novelas, son ensayos, son autobiografías?
No hay una única respuesta, como tampoco la hay para sus sinopsis. ¿Qué implica un
breve resumen? Un tema, un hilo conductor. Pero entre sus páginas no aguarda ninguna
Ariadna que nos tienda un seguro ovillo, a pesar de que sí existan miríadas de paredes
que forman un enorme laberinto que aparentemente no tiene una salida clara. Al
recorrerlo encontramos —también sin rumbo— decenas de desconocidos que sin
embargo orbitan entre sí de manera inevitable. Hay tantos caminos por tomar como
lecturas a realizar. Y cada uno de ellos nos aporta un conocimiento, nos arroja una
conclusión, nos abre los ojos de una manera distinta.
Hablar de camino sólo tiene sentido si hablamos de una meta, un lugar al que nos
dirijamos, pues de lo contrario seríamos un wanderer, un vagabundo. En este trabajo el
fin es analizar estéticamente la presencia del Eros en las páginas de Kundera,
empleando como paradigma tres de sus obras: La insoportable levedad del ser, El libro
de la risa y el olvido y La identidad. Este objetivo es un Dédalo insatisfecho que, dentro
de su ya consagrada construcción, crea otro laberinto. Y en éste, como un fractal, es
donde ahora nos encontramos, golpeándonos contra las paredes en busca de una salida.
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EROS
¿Por qué Eros? ¿Por qué no amor? ¿No es acaso lo mismo? Con frecuencia las
traducciones «al uso» que se hacen de ciertos conceptos filosóficos o teológicos no
facilitan en absoluto su comprensión. Quizá el mayor daño que se le ha hecho al
concepto de Eros es precisamente éste, su identificación con el amor. Porque a nosotros,
seres de la postmodernidad, hijos de nuestro tiempo, el concepto de amor nos ha sido
pervertido y confundido a lo largo de los siglos.
Primero fueron las doctrinas judeocristianas que identificaron el amor como algo
exógeno y privilegiado, que no merecemos y que de nosotros nadie más merece sino
Dios. Después fueron los renacentistas que, en un intento de recuperación de la
sabiduría grecolatina, rescataron los conceptos de techné y poiesis como vías de
expresarlo, es decir, mediante el virtuosismo en la técnica y la consecuente producción
artística. La Ilustración exilió el amor del corazón a la razón, y después los románticos
se arrancaron la razón para devolverle su trono a la pasión. Quizá de ellos heredamos
principalmente nuestra visión del amor, que sin embargo aún no ha sido definido. Lo
cierto es que junto con su traducción se perdió también su significado y quedó sólo un
maleable cadáver léxico, manipulado hasta la saciedad. Reencontrarnos con el Eros
implica abandonar por tanto nuestro tiempo y retroceder al origen de la sabiduría, a los
albores del hombre, a la jovialidad —a la manera nietzscheana— helenística.
Fue Platón con sus discursos recogidos en El Banquete quien ilustró excelsa y
eternamente el Eros con sus infinitas significaciones. Eros es el impulso vital que da
sentido a nuestras acciones, que nos conecta con la Belleza —que para Platón se
identificaba con la Verdad, con la Idea— y por ello es el sentimiento que mayor elogio
merece de los hombres. Eros se identifica con el dios homónimo, hijo de Afrodita, del
que se afirma ser el más antiguo y venerable (Platón, 2014, pp. 61-62). Pero en su
discurso Pausanias puntualiza la existencia, al igual que de dos Afroditas, de dos Eros:
Uranio y Pandemo.
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creador del cielo y padre de los primeros Titanes. Uno de ellos, Cronos, cercenó los
genitales de su padre y su esperma fue diseminado por el océano creando la espuma del
mar, de la que nació Afrodita. Ésta por tanto no conoce el placer carnal, no es fruto de
coito: es celestial. Afrodita Pandemo, más joven, es concebida por Zeus y Dione, y por
tanto está íntimamente vinculada con lo común y lo terrenal. Análogamente, ambos
tipos de Eros tienen las características de la respectiva Afrodita.
La identificación del concepto con un dios mitológico nos da más pistas acerca del valor
que el Eros tenía para la polis ateniense. «Toda acción realizada por sí misma no es de
suyo ni hermosa ni fea […], únicamente en la acción, según cómo se haga, resulta una
cosa u otra» (Platón, 2014, p. 62), es decir, es el fin de la acción y su contexto lo que
define su valor, y el motor de dicha acción es Eros. Lo que impulsa al hombre a actuar
no es más que éste, y su origen definirá si el resultado es «hermoso» o «feo».
La mejor manera de entender ese impulso vital que representa el Eros es el argumento
que Sócrates defiende en El Banquete (Platón, 2014, pp. 93-98): amamos y deseamos lo
que no poseemos, pues no podemos desear lo que ya tenemos, como el rico no puede
desear ser rico. Si Eros es deseo de amor y de belleza, él carece de ambas. Y puesto que
para Platón lo bello se identifica con lo bueno (kalokagathia), el Eros en sí está falto de
cosas buenas. De todo esto podemos concluir que no reside en lo erótico la Belleza (es
decir, el Amor, la Idea, lo Bueno), sino que conforma la vía para llegar a ella y dotar de
sentido nuestro camino que, en última instancia, es nuestra existencia misma.
Pero, ¿cómo Eros, un dios, puede carecer de amor y belleza? Lo cierto es que en boca
de Diotima Platón explica cómo en realidad Eros, por este motivo, no es un dios, sino
un demon, un ser intermedio entre mortales y dioses. Fue concebido por Poros
(Abundancia, Recurso) y de Penía (Indigencia, Carencia). Su condición híbrida entre la
naturaleza de sus progenitores lo convierte en un intermediario entre la eternidad de los
dioses y el envejecer y renacer del devenir sensible. Permite, por tanto, conectar la Idea,
trascendente, con lo inmanente (Trías 1997, p. 38). Así, «interpreta y comunica a los
dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses […], llena el espacio
entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo»
(Platón, 2014, p. 99).
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Aclarado el concepto de Eros, eje fundamental del resto de argumentos, podemos
comenzar a despedazar la obra de Milan Kundera y los innumerables brazos que surgen
del Eros que tan presente se encuentra en sus libros.
EROS PANDEMO
«Cuando hacía el amor, lo que más le interesaba en las mujeres era la cara. Como si los cuerpos
con su movimiento hicieran girar el gran carrete de una máquina de cine y en la cara, como en una
pantalla de televisión, se proyectase una película fascinante, llena de emoción, de esperas, de
explosiones, de dolor, de gritos, de ternura y de maldad» (Kundera, 2016, p. 253).
Así nos introduce el escritor a Jan, un joven que aparece en escena al comienzo de la
última parte de El libro de la risa y el olvido. Es la primera alusión a él y también la
primera de las pocas descripciones que se hacen del personaje. Como si su manera de
hacer el amor fuese su rasgo definitorio, como si más allá de lo que le motivase a
realizar el coito nada más tuviese importancia.
«Solo que la cara de Hedvika era una pantalla apagada y Jan se atormentaba con preguntas: ¿se
aburre con él? ¿Está cansada? ¿No disfruta haciendo el amor? ¿Está acostumbrada a mejores
amantes? […] Por supuesto que se lo hubiera podido preguntar. Pero le pasaba algo muy
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particular. Siendo los dos locuaces y sinceros el uno con el otro, enmudecían en el momento en el
que sus cuerpos desnudos se abrazaban».
¿Acaso le importa realmente que su compañera esté disfrutando? No. Movidos por Eros
Pandemo arrollamos los muros cuando tras ellos se halla la temporal satisfacción del
deseo, tras lo cual será como si nada hubiese ocurrido. Esas preguntas inquisitivas que
él mismo se realiza son los ecos del Eros Uranio que el terrenal reprime en el mismo
momento en el que clava la bandera en su objetivo.
«Tales personas aman […] con vistas sólo a conseguir su propósito, despreocupándose de si la
manera de hacerlo es bella o no. De donde les acontece que realizan lo que se les presente al azar,
tanto si es bueno como si es lo contrario» (Platón, 2014, p. 62).
El fin se presenta por tanto como un capote rojo en una plaza de toros, y mientras somos
llevados por este Eros Pandemo lo demás carece de sentido, desaparece ante nuestros
ojos. Pero esto sólo sirve para aplazar la próxima embestida, y entre ellas sólo queda
vacío e insatisfacción, porque esto es lo único que una copia, cambiante y terrenal puede
ofrecernos. En una visión Aristotélica, el Eros Pandemo se queda en la forma e ignora la
materia. ¿Y por qué entonces nos dejamos ser arrastrados por esta fuerza? Lo cierto es
que nada podemos hacer para evitarlo. Ésta es la naturaleza de Jan, este es el Eros que
ha cultivado y que es inherente a él. Y él es consciente de su incapacidad para resistirse:
«¿Por qué quiere hacer el amor conmigo?, se preguntaba con frecuencia, pero no encontraba
respuesta. Lo único que sabía era que sus polvos silenciosos eran inevitables, igual que es
inevitable que un ciudadano se ponga firme al oír el sonido del himno nacional, a pesar de que,
evidentemente, eso no le produce satisfacción alguna ni a él ni a su patria» (Kundera, 2016, p.
255).
Pero lo realmente interesante es que inconscientemente Jan conoce la dualidad del Eros,
manifestada en la expresión de la vida erótica. Plantea su reflexión de manera aforística:
Jan piensa que al comienzo de la vida erótica del hombre existe la excitación sin placer y al final el
placer sin excitación. La excitación sin placer es Dafnis [protagonista de la novela Dafnis y Cloe
de Longo]. El placer sin excitación es la chica de la tienda de alquiler de artículos deportivos».
(Kundera, 2016, p. 266).
Excitación sin placer: Eros Uranio, impulso vital hacia lo inalcanzable. Placer sin
excitación es fin en sí mismo, sin recorrido, sin impulso; Eros Pandemo Ese placer del
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que habla Jan es para Trías «el máximo momento de ascenso que puede vivirse en el
seno del orden mundanal, el momento gozoso de unión del alma con la belleza en su
reflejo terreno» (Trías, 2016, p. 74). Pero este goce es un goce sensible, una belleza que
es copia de la Idea y por tanto carece de su eternidad. Y la definitiva imagen de esto es
la descripción que a continuación hace de la chica de la tienda:
Era una fanática del orgasmo. El orgasmo era su religión, su meta, el más alto imperativo de la
higiene […]. Y no era fácil hacerle sentir placer. Lo pedía “más rápido, más rápido”, y después
“despacio, despacio” […], como un entrenador que marca a gritos el ritmo a los remeros de un
K-8. […] Él sudaba y sus ojos veían pasar la imagen de ese ágil mecanismo para la fabricación de
una pequeña explosión en la que residía el sentido y el objetivo de todo».
Y es que eso es Eros Pandemo, una pequeña explosión en la que reside el sentido y el
objetivo de todo. Y después de la explosión, nada. Porque la mígesis es la unión entre
Eros y poiesis, y lo que se alcanza con esta unión es la inmortalidad (Trías, 1997, p. 37).
Eros Pandemo aparece ensombrecido ante su contraparte, al ser incompleto y no
cumplir con la síntesis de estos dos términos platónicos que representa la mígesis. Las
palabras de Trías al respecto son especialmente clarificadoras:
«Eros no es deseo, no sólo es deseo. Eros no se halla, por lo demás, satisfecho con la posesión o
presencia de eso que le falta, belleza o bien. O esa satisfacción no se cumple con la simple
contemplación. […] El objeto del Eros, lo que le define, es la fecundación [mígesis]» (Trías, 1997,
p. 35).
Aquél que sigue su impulso erótico y conecta con la Idea pero no desciende es el
romántico. Kundera nos propone otra variante: el que sigue su impulso erótico y
vislumbra de lejos la Belleza, sin llegar a conectar con ella: el promiscuo. Jan, como
tantos de sus personajes, es uno de ellos.
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EROS URANIO
Podemos establecer entonces que la principal diferencia entre Eros Pandemo y Eros
Uranio es la consumación de la mígesis, entendida como unión entre Eros y poiesis. Es
más, si en el caso anterior existía ya un Eros, lo que realmente distingue a uno del otro
es la existencia de la poiesis, de modo que el sujeto a través del impulso erótico conduce
su alma desde lo sensible a lo ideal y posteriormente desciende a la Ciudad para
iluminarla con lo contemplado en la ascensión (Trías, 1997, p. 42). Este ideal erótico es
tras el Romanticismo el más difícil de encontrar, pues es un recorrido complejo que
nuestra impaciente sociedad se ve incapaz de cumplir. Igual de poco comunes son los
personajes que representan a este Eros Uranio; sin embargo, podemos encontrar en
Franz la figura que nos ilumine este capítulo.
Franz es uno de los personajes del complejo entramado amoroso de La insoportable
levedad del ser. A pesar de estar casado, se enamora de su amante Sabina, a la que
mantiene en las sombras para no dañar a la mujer que hay en su esposa Marie-Claude.
Sí, él habla de valorar «la mujer que hay en Marie-Claude», no «valorar a
Marie-Claude». Para Franz su esposa es sólo el recipiente en el que se encuentra la Idea
de mujer, mejor dicho, es el impulso erótico que le permite conectar con ella. ¿Por qué
entonces se enamora de Sabina? Es porque Marie-Claude es una romántica. En su
relación no existe poiesis.
«Hace más de veinte años, algunos meses después de conocerse, le amenazó con quitarse la vida si
la abandonaba. Franz se quedó prendado de aquella amenaza. Marie-Claude no le gustaba
demasiado, pero su amor le parecía maravilloso. Le parecía que no era digno de tan gran amor y
que debía inclinarse profundamente ante él» (Kundera, 2014, p.96).
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muerte se presenta como fin en sí mismo de todo amor, surgiendo un amor romántico
desligado de toda conexión cívica y una producción que pierde su vínculo fecundante
con la pasión erótica y con la Belleza (Trías 1997, p.46, 48). Franz se ve aplastado por
este Eros que es también un Eros Pandemo: si Jan era el promiscuo, Marie-Claude es la
romántica.
Cabe ahora entender por qué cae prendado por Sabina, ¿acaso no es natural del hombre
abandonar lo bueno por lo mejor? Movido por ella, Franz es Eros Uranio. Y esto no
significa que su amor sea perfecto; de hecho, la fuerza de su impulso erótico hacia
Sabina parte de las diferencias entre ambos. Kundera nos propone a lo largo de la cuarta
parte del libro un Diccionario de palabras incomprendidas, a través del cual podemos
ver la abismal diferencia existente entre sus puntos de vista. La Belleza que alberga
Sabina es para Franz desconocida, la Idea que se encuentra más allá de su belleza
terrenal es incomprensible y por tanto alberga un contenido paideico sólo alcanzable
mediante el Eros Celestial. Porque no sólo ha de ascender hacia la Idea, sino que
mediante la poiesis ha de descender a la Ciudad donde poner en práctica lo que ha
aprendido, lo que ha contemplado, y posteriormente realizar el movimiento opuesto
(Ciudad → Idea → Alma) para satisfacer su alma y comprender a Sabina. Se obtiene así
un aprendizaje de lo desconocido, la paideia. A través de ella llega a la infinitud del
mundo de las ideas, y esto es reflejado metafóricamente:
«Cuando penetra a Sabina, cierra los ojos. El gozo que le inunda requiere oscuridad. Esa oscuridad
es pura, limpia, sin imágenes ni visiones, esa oscuridad no tiene final, no tiene fronteras, esa
oscuridad es el infinito que cada uno de nosotros lleva dentro de sí. En el momento en que siente
que el gozo se extiende por su cuerpo, Franz se diluye en el infinito de su oscuridad, él mismo se
vuelve infinito» (Kundera 2014, p. 101).
Franz quiere «vivir en la verdad», y por eso confiesa a su mujer su relación con Sabina.
«Vivir en la verdad» significa abolir las barreras entre la vida privada y la pública,
descender de la Idea y con ella vivir en la Ciudad mediante la poiesis, lo que es
imposible hacer tras la máscara de la mentira y la infidelidad. Pero habiendo dejado a su
mujer, posteriormente Sabina abandona a Franz, dejándolo solo. Y sin embargo él no es
desdichado. La repentina huida de la amada, en contra del ideal romántico, no le hizo
sino más feliz.
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«La presencia física de Sabina era mucho menos importante de lo que había supuesto. Lo
importante era la huella dorada, la huella mágica que había dejado en su vida y que nadie podría
quitarle. […] Le había dado la inesperada libertad del hombre que vive solo, le había regalado la
luz de la seducción» (Kundera 2014, p. 128)
Este párrafo alberga valiosas lecturas. En primer lugar, ¿qué es esa huella dorada? La
huella dorada es el fruto de la paideia. Sabina no era la Idea en sí, ni siquiera era el
impulso erótico en sí. Sabina era el pretexto, el desencadenante del impulso erótico,
como una médium es simplemente el canal por el que el espíritu se manifiesta. Sabina
fue la llave que permitió a Franz conectar con la Idea y, a diferencia de los anteriores
personajes, descender a la Ciudad. Y es a eso a lo que se refiere ese regalo de la «luz de
la seducción», que no es más que la luz de la sabiduría, la luz que irradia quien ha
ascendido para descender y poner en común lo que ha aprendido. Sabina es pura
inmanencia, y Franz era consciente de ello desde el principio, conocía su caducidad, su
temporalidad:
«No entendía nada, lo único que sabía era que había estado esperando aquel momento desde el
instante en que conoció a Sabina. Había pasado lo que tenía que pasar. Franz no se resistía».
(Kundera 2014, p. 128)
«Cuando publica algún trabajo en una revista especializada, su estudiante es la primera lectora y
quiere discutirlo con él. Pero él piensa en qué diría Sabina si lo leyese. Todo lo que hace lo hace
para Sabina y lo hace de modo que le guste a Sabina. […] El culto a Sabina era para él más una
cuestión de religión que de amor» (Kundera 2014, p. 134).
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No hemos de tomar aquí las palabras de Kundera al pie de la letra. Eros Uranio ha
estado presente en su relación con Sabina y ha supuesto para él el canon a seguir.
Cuando piensa en ella en realidad está pensando en el impulso erótico que sentía hacia
ella, pues tanto Sabina como la estudiante son inmanentes, al contrario que la Idea
inmutable a la que llega a través de éste. El Eros Uranio es el mismo, a pesar de que
haya cambiado el ser amado, lo que de nuevo nos da idea de su unicidad y perfección. Y
la estudiante, nutrida por el carácter paidéico del amor de Franz, recorre ahora también
la vía mística y la vía cívica de las que hablaba Trías.
Nominar es poseer, crear; quien tiene el poder de las palabras tiene el control del
mundo. Podemos acudir a la doctrina judeocristiana, determinante en la evolución de
nuestra cultura occidental y, por extensión, mundial, para reafirmarnos en esta
sentencia: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios»
(Juan 1:1). El verbo, el logos, la palabra legisladora, que crea y ordena. El logos queda
desde entonces situado más allá del hombre y la naturaleza, mucho más allá del ser y la
nada: el logos es el principio más allá de todo lo principiado (Zambrano, 2013, pp.
14-15). Es por tanto imposible hablar del Eros, del amor, sin hablar de su lenguaje,
mucho menos cuando lo analizamos a través del prisma del escritor checo.
Es paradójico señalar la importancia del lenguaje en uno de los ámbitos humanos en los
que a menudo se suele resaltar la insuficiencia del mismo para expresar los
sentimientos. Acudimos a los besos, a los gestos, a las miradas; rehuimos de ese verbo
por su imperfección. Pero en las raíces de los sentimientos se encuentra anidada en
simbiosis perfecta con lo no verbal la fuente del lenguaje del amor: la metáfora. Nacen
de ella las emociones y mediante ella se transmiten. Su tradicional definición académica
es enormemente insatisfactoria y su importancia escasamente reconocida. Si queremos
destripar los misterios del Eros y entenderlo en la obra de Kundera debemos profundizar
mucho más en este fundamental concepto.
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LA METÁFORA
Metáfora, del griego μεταφορά. Meta: más allá; phero: portar. Llevar el significado más
allá de la propia palabra. Despreciar el contenido externo para adentrar en su interior,
destriparlo y con el mayor soplo de subjetividad, dotarlo de un sentido más allá de la
verdad, más allá de lo lógico. Aparentemente se muestra como un recurso poético, o un
elemento situacional del lenguaje, pero en realidad la metáfora es el origen, fuente y
reina de nuestras palabras; la metáfora se sitúa como la base de la comprensión entre
seres humanos. Y es en el terreno del amor, el área dominada por el Eros, donde su
fuerza se extiende infinitamente por los campos de las emociones y las pasiones.
«Tomás no se daba cuenta en aquella ocasión de que las metáforas son peligrosas. Con las
metáforas no se juega. El amor puede surgir de una sola metáfora» (Kundera, 2014, p. 17).
La base de este capítulo reside en esta declaración sobre Tomás, personaje de La
insoportable levedad del ser. En efecto, un elemento de tal poder como la metáfora
puede ser manantial creador o un arma destructiva, y entender esto significa haber
entendido finalmente el verdadero sentido de la palabra «metáfora».
Lo cierto es que la metáfora se encuentra tan integrada en nuestro ser que difícilmente
somos capaces de discernir qué lo es y qué no. La metáfora impregna nuestra vida
cotidiana con todas sus consecuencias: no sólo el lenguaje, también el pensamiento y la
acción. Nuestro sistema conceptual, en términos del cual pensamos y actuamos, afirman
los expertos lingüistas y pensadores George Lakoff y Mark Johnson, es de naturaleza
metafórica. Por ese mismo motivo es imposible identificarla cuando aparece. Acudo a
uno de los múltiples ejemplos que aparecen en su obra Metáforas de la vida cotidiana
para ilustrar este punto: una discusión es una guerra.
Destruí su argumento.
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El hecho de identificar las discusiones con una guerra hace que participemos en ellas de
manera tensa, con un claro objetivo: ganar. Y como en la guerra, sólo uno de los
participantes puede alzarse con la razón, consagrarse como el portador de la verdad. Y
es aquí cuando empezamos a comprender el poder de la metáfora: ¿y si, como proponen
dichos autores, identificásemos la discusión con un baile? ¿Y si viésemos así las
discusiones como un intercambio de opiniones pacífico en los que nadie puede ganar ni
perder, sino solo colaborar? Los participantes, cual bailarines, participarían en la
discusión con el fin de ejecutarla de manera estética y agradable (Lakoff & Johnson,
2012, p. 44) La mera designación metafórica determina la forma en la que consideramos
acciones como ésta, y en función de la misma se llevan a cabo y se experimentan de una
manera u otra.
Realmente la verdad no es más que una mentira asimilada a lo largo de siglos, metáforas
consolidadas en nuestro lenguaje y sensibilidad que han dejado de ser consideradas
como tales. ¿Hemos reflexionado quizá alguna vez qué metáfora alberga en su seno el
amor? De nuevo Lakoff y Johnson nos la revelan: el amor es una obra de arte en
colaboración.
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El amor es cooperación.
Como no podría ser de otra forma, el amor es relacionado con la creación artística. Esto
enlaza con nuestra anterior reflexión: si no existe verdad, nosotros hemos de crearla,
hemos de modelar la realidad para entendernos con el prójimo y poder vivir en
sociedad. El amor entonces se nos revela como el origen de lo conocido, el punto de
partida de la construcción metafórica de lo sensible. Recordemos a Eros Uranio y el
camino que, mediante su impulso, hemos de realizar para conocer lo Bello y vivir en la
Ciudad: Alma → Idea → Ciudad. Existe un claro paralelismo entre éste recorrido y el
proceso realizado para designar la realidad: Experiencia → Metáfora → Realidad.
Podemos entonces afirmar que también es el impulso erótico el que asciende la
experiencia a metáfora y es la poiesis la que la consolida en la vida cotidiana.
Recupero ahora la premisa de la que partía este capítulo: las metáforas son peligrosas.
La elección de una metáfora u otra, el uso de las mismas y su significado son los
cimientos de nuestra comunicación. Y el amor, como obra de arte en creación, surge de
la metáfora, que no es sino la argamasa que une todas las piezas del mosaico erótico. El
peligro, por tanto, reside en el infinito poder que posee quien designa la metáfora. ¿Y
quién es el creador de metáforas? El poeta.
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EL POETA
Imbuidos por el Eros, los amantes se convierten en artistas, se convierten en poetas que
dan vida a un mundo ajeno al del resto de personas. Porque como poetas son creadores
de metáforas, y como tales son constructores de realidades. Pero la realidad que
creamos en común no es perecedera, y define nuestro aparato crítico, lógico y sensible.
Incluso cuando el amor ha acabado, las metáforas originadas mantendrán su significado
para siempre, un significado sólo compartido por dos personas pero que se diluye en el
resto de nuestras relaciones. Kundera ejemplifica (por supuesto, una vez más, de manera
metafórica) este fenómeno:
«Mientras las personas son jóvenes y la composición musical de su vida está aún en sus primeros
compases, pueden escribirla juntas e intercambiarse motivos, pero cuando se encuentran y son ya
mayores, sus composiciones musicales están ya más o menos cerradas y cada palabra, cada objeto,
significa una cosa distinta en la composición de la una y en la de la otra» (Kundera, 2014, p. 95).
Sí, las metáforas son peligrosas. Pero el verdadero peligro es el poeta, el amante movido
por el impulso erótico, pues es él quien les da vida. El amor romántico, tan inherente a
la modernidad, ha encontrado en el poeta un enemigo y para vencerlo ha debido atraerlo
en sus filas. El poeta romántico es aquel que se entrega por completo al ser amado y
halla en su vacío dolor, se siente incorrespondido, no puede amar nada más y rechaza la
sociedad porque no se identifica con ella. Pero su contraparte, el poeta erótico, el que
realiza el ya mencionado recorrido, no sufre en el acto de amar. Porque la poesía es un
poseerse por no tener ya nada que dar, un encontrarse entero por haberse enteramente
dado. El poeta vive enamorado del mundo, y su apego a cada cosa y al instante fugitivo
de ella no significa sino la plenitud de su amor a la integridad. El poeta no puede
renunciar a nada porque el verdadero objeto de su amor es el mundo (Zambrano, 2013,
p. 111).
En esta multiplicidad amorosa, en esta infinitud del amar encontramos el peligro del que
nos alertaba Kundera. No podemos desprendernos del amor romántico que hemos
bebido durante cientos de años y éste exige un amor, un solo amor que ha de ser
recíproco y doloroso por definición. Pero el verdadero poeta, el poeta que ha
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contemplado la Belleza no puede sino ser un enamorado de la vida, un admirador de lo
que le rodea. Para él el ser amado no es sino un compañero vital, que le acompaña en su
amor por la realidad que juntos construyen mediante metáforas que no son cicatrices,
sino pinturas del museo que es la vida del poeta, que portará múltiples colaboraciones
de otros artistas, de otros amantes. En El libro de la risa y el olvido el poeta Bocaccio
personifica el Romanticismo y nos ilumina esta tesis:
«Desde siempre los hombres se dividen en dos grandes categorías. En adoradores de las mujeres,
llamados también poetas, y misóginos o mejor dicho ginófobos. Los adoradores adoran en la mujer
la femineidad, mientras que el ginófobo prefiere a la mujer antes que a la femineidad. […] El
adorador o poeta es capaz de darle a la mujer el drama, la pasión, el llanto, pero jamás ninguna
satisfacción. Yo he conocido a uno. Adoraba a su mujer. Después empezó a adorar a otra»
(Kundera, 2016, pp. 174, 175).
Este párrafo es de difícil interpretación pero la conclusión a la que nos lleva permitirá
comprender y cerrar este capítulo. En primer lugar Bocaccio nos da una visión
heterosexual y patriarcal del amor que por supuesto no es la que trato de defender, sino
que me refiero al concepto erótico aplicable y presente en todo tipo de relación
amorosa. Cuando designa a los dos tipos de hombre como poetas y ginófobos, está en
realidad diferenciando Eros Uranio de Eros Pandemo. Sin embargo, él identifica el
primero como el negativo, el tóxico, el peligroso. El poeta ama la femineidad que es (en
el sistema de valores de Bocaccio) el rasgo definitorio de la mujer, es decir, la Idea que
se halla tras la multiplicidad. A través de todas las mujeres y movido por el impulso
erótico el poeta es capaz de alcanzar la Idea de femineidad y adorarla; en cambio, el
ginófobo se contenta con la contemplación de la forma, la mujer, que es cada una
diferente del resto, y por tanto sólo puede amar a una. Es por tanto el primero quien en
su capacidad de amar lo aparentemente múltiple, amando en realidad lo
trascendentalmente único (podemos compararlo con el concepto plotiniano de lo Uno),
se convierte en el enemigo del Romanticismo. De este modo, la amada del poeta, para
Bocaccio aliada romántica, sufre por no ser eternamente correspondida, así no le ocurre
con el ginófobo: el poeta se convierte en el mayor peligro para nuestra postromántica
sociedad.
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LA DUALIDAD DE EROS
El nacimiento de Eros, una vez más, está ligado a esta constante dualidad, a este poseer
lo que no se puede aprehender. Si Eros se ve completo, se aniquila. Imaginémoslo como
uno de los tres colores primarios lumínicos, un potente rojo o un profundo azul. Por sí
mismo no es más que uno de los infinitos haces en los que la luz se dividió en el origen
al atravesar un prisma newtoniano (podemos aquí establecer un claro paralelismo con el
famoso discurso de Aristófanes en El banquete). Pero en el momento que se funde con
el resto de colores, desaparece en la incolora luz blanca. Sí, es una luz completa y de
hecho la más pura, pues es la luz solar, pero es invisible, sin identidad. La fuerza del
color sólo aparece en la incompletud.
Anne Carson abre su libro mencionando un relato de Kafka, La peonza, en el que un
filósofo acecha a los niños que juegan para apropiarse de sus peonzas. Mientras las
persigue y en el preciso instante en el que las caza una gran felicidad se apodera de él.
Pero cuando a continuación observa la inmóvil peonza en su mano, la náusea le invade
y, lleno de repulsión, la lanza lejos de sí. Entonces la poeta arroja luz sobre la metáfora
del texto:
«El cuento trata de la razón por la que nos encanta enamorarnos. La belleza sería entender cómo es
posible esa estabilidad irrelevante en el vértigo. No obstante, el placer no necesita llegar tan lejos:
correr poseído, pero sin haber llegado, es ya delicioso en sí mismo, un momento suspendido de
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esperanza viviente. Suprimir esa irrelevancia no es el objetivo del que ama. Tampoco podemos
creer que el filósofo vaya detrás del entendimiento. Más bien, se ha convertido en filósofo para
darse a sí mismo pretextos por los que echar a correr tras las peonzas» (Carson, 2015, p. 8).
¿Y acaso no es eso el amar? ¿Acaso no reside el deleite en ese instante en el que dos
desconocidas miradas se cruzan y se reflejan en el iris del otro? Y su presencia
enamorada no llena un vacío, sino que lo crea, un vacío puesto en manifiesto por el
amado, un vacío dulce que ansiamos cubrir con su presencia sin saber, ignorantes de
nosotros, que si alguna vez es llenado jamás volveremos a amar.
«El placer y el dolor alcanzan a la vez al que ama, en la medida en que el atractivo del objeto del
amor se deriva, en parte, de su carencia. ¿De quién es esa carencia? Del que ama. Si seguimos la
trayectoria de Eros, lo encontramos trazando coherentemente la misma ruta: sale desde el que ama
hacia el amado, luego rebota de nuevo hacia el que ama y hacia el hueco que hay en él, antes
inadvertido. ¿Quién es el sujeto real de la mayoría de los poemas de amor? No es el amado, es ese
hueco» (Carson, 2015, p. 44).
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LA MURALLA
El acontecimiento que lo cambió todo, una vez más, fue la aparición de la doctrina
judeocristiana. Entonces la muralla comenzó a implicar la existencia de una otredad
hostil, que a diferencia de la otredad griega, es ajena y enemiga. La muralla pasó a
constituir un elemento de defensa y por tanto quien se hallaba al otro lado era el
enemigo. Tal concepción afectó profundamente al impulso erótico. Ha quedado
establecido que dicho impulso erótico necesita de algo ajeno, de algo otro. Los griegos,
cómodos con su posición de ser fronterizo, asumían este hecho y, como Carson
ilustraba, crearon a Eros para definirlo. Pero con el cristianismo este otro es enemigo, y
el vacío que pone de relieve es doloroso y sangrante, y para saciarlo el amado ha de ser
poseído incluso si esto supone el fin del deseo. El amor se convierte en un cadáver vacío
cuya única función es ya la de salvar al que ama, de paliar su dolor egoísta, y es en este
contexto en el que el sacramento del matrimonio surge con todo su sentido. La palabra,
poderosa como hemos descrito, une dos cuerpos hasta su muerte: la separación deja de
ser algo concebible para ser el mayor pecado, la convivencia se da por sentado y
ninguna otra circunstancia ha de afectar al hecho de que amante y amado desde
entonces han de vivir por y para satisfacer el vacío del otro.
Ha habido por tanto en nuestra historia dos momentos claramente diferenciados, uno en
el que estábamos cómodos con el hecho de que somos seres fronterizos y otro en el que
observábamos con espanto nuestra condición. Esta es la razón por lo que ahora tenemos
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una sensación agridulce al ser conscientes de ello, y es en el amor cuando, como hemos
visto, la muralla se hace de nuevo claramente presente. De nuevo traigo a escena a Jan,
el joven que ejemplificó anteriormente al Eros Pandemo. El capítulo en el que cobra
vida se llama precisamente «La frontera», y es que Jan se hace precisamente consciente
de la existencia de la misma en su vida a través, por supuesto, del amor.
«Jan se despide. Dentro de algunos meses atravesará la frontera. Pero nada más pensarlo, la
palabra frontera, utilizada en su habitual sentido geográfico, le recuerda otra frontera, inmaterial e
inaprehensible, en la que últimamente piensa cada vez con mayor frecuencia.
¿Qué frontera?
La mujer a la que más ha querido en el mundo solía decirle que lo que la mantenía viva no era más
que un pelo. […] Basta con tan poco, tan terriblemente poco, para que uno se encuentre al otro
lado de la frontera, donde todo pierde su sentido: el amor, las convicciones, la fe, la historia. Todo
el secreto de la vida humana consiste en que transcurre en la inmediata proximidad, casi en
contacto directo con esa frontera, que no está separada de ella por kilómetros sino por un único
milímetro» (Kundera, 2016, p. 269).
Como su amada decía, son esos milímetros que nos unen a la frontera los que dan
sentido a toda nuestra vida, una vida que hace funambulismo sobre sus almenas.
Atravesar la muralla, alejarse de ella, implica la pérdida total de sentido de la misma.
¿Cómo podemos entonces sentir fobia por nuestra condición? Como los griegos hemos
de abrazarla, y a través de esta certeza comprender la esencia del Eros. Asumir la
distancia del amado y proteger el vacío que él descubre, que sólo existe si hay una
muralla que lo delimita.
El ser amado es entonces por definición un ser otro, pues si pone de relieve la existencia
de una frontera y una separación ha de encontrarse al otro lado de la línea fronteriza (si
bien, como Kundera ha expresado, la distancia a la línea es de unos pocos milímetros).
Quizás sea el amado el único otro que no es concebido como un enemigo tras la llegada
de la doctrina judeocristiana, en la línea de las aparentes contradicciones y paradojas del
Eros. La existencia del ser amado como ser otro desempolva esa línea fronteriza y la
pone de manifiesto, nos hace conscientes de nuevo (como fueron los griegos) de que
somos seres limítrofes. El espacio entre los enamorados es la muralla, y el espacio entre
el amante y la muralla es ese vacío que ha de ser protegido pues, como el hambre, al ser
saciado el impulso erótico desaparece.
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El Eros no puede existir sin frontera, pues el momento en el que se hace consciente de
su inexistencia, sólo queda la náusea. Si el impulso erótico no se encuentra en la
muralla, significa que amante y amado se encuentran del mismo lado, en el lado del
otro. Ser conscientes de que nos hallamos en el lado incorrecto de la frontera y por tanto
que no la necesitamos sólo nos provoca una inmensa náusea. Kundera establece una
categoría para designar a esos amantes que nos hacen vernos al otro lado de la frontera.
Nos gustaron, nosotros les gustamos a ellas, pero al mismo tiempo comprendimos de inmediato
que no podíamos tenerlas porque al estar con ellas nos encontrábamos del otro lado de la frontera»
(Kundera, 2016, p. 270).
Jan se encuentra en un tren con una joven que le atrae y, sin embargo, no es capaz de
conectar con ella, no es capaz de sentirse cómodo en su presencia. Su situación ilustra
con claridad el sentimiento de repulsión que conlleva la no-presencia de la muralla, es
decir, verse en el lado del amado:
«De pronto Jan se veía con los ojos de ella. Veía la mísera pantomima de su mirada y su gesto,
una mueca estereotipada que al repetirse durante muchos años había perdido cualquier contenido.
[…] La mirada de la chica formaba alrededor de él un ambiente en el que todo multiplicaba su
peso. […] A la salida de la estación ella le dijo que vivía cerca y lo invitó a su casa. Rechazó la
invitación. Después se pasó semanas enteras pensando cómo había podido rechazar la invitación
de una chica que le gustaba. En su compañía se había sentido al otro lado de la frontera»
(Kundera, 2016, p. 270).
Es por tanto la muralla y el vacío del amante condición y límite del Eros. Pero es una
distancia que no ha de ser dolorosa, sino que hay que deleitarse en ella, pues la
desesperación, fruto de los ya mencionados cambios de percepción vital a lo largo de
los siglos, sólo conduce al fin del mismo. Y es que, ¿acaso intentar suplir este vacío que
el amado revela no implica acercarnos más al mismo, y para ello atravesar la muralla?
Sí, llenar el vacío es atravesar la frontera. Y cuando estamos del mismo lado que el ser
amado y acariciamos su mano descubrimos con espanto que no hay ya separación
alguna entre ambos, nos observamos a nosotros mismos a través de sus ojos y nos
inunda la inevitable náusea, la desesperación, y sin entender realmente cómo ni por qué,
el impulso erótico se extingue y el amado pasa de manera paradójica ahora que se halla
a nuestro lado a ser un enemigo, un verdadero ser otro.
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EL FIN DEL AMOR: ARTE COMO SALVACIÓN Y MEMORIA
Sea así, atravesando la muralla, o de cualquier otra manera, lo cierto es que el fin del
amor es necesario como límite, pues como ya hemos explicado el deseo se pone de
manifiesto con la aparición de un límite que deseamos no sobrepasar. El dolor que
conlleva la pérdida del amado está ligado a esa indebida necesidad de llenar el vacío del
amante, de modo que cuando el primero desaparece dicho hueco se hace más profundo
que nunca. Tal desesperación es intensa y el único fin, si no fuese por el arte, sería el
suicidio.
«El sentimiento de lo sublime se alumbra, pues, en plena ambigüedad y ambivalencia entre dolor y
placer. El objeto que lo remueve, debería despertar dolor en el sujeto. […] Para poder ser gozado
el objeto debe ser contemplado a distancia» (Trías, 2017, p. 39).
«Es siniestro aquello que “habiendo de permanecer secreto, se ha revelado”. Se trata, pues, de algo
que acaso fue familiar y ha llegado a resultar extraño e inhóspito. Algo que, al revelarse, se
muestra en su faz siniestra, pese a ser, o precisamente por ser, en realidad, en profundidad, muy
familiar, lo más propiamente familiar, íntimo, recognoscible». (Trías, 2017, p. 45).
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expresa su definición, el objeto de la obra de arte ha realmente de producir dolor en el
sujeto, pero al volcarlo en la creación artística lo ocultamos y alejamos y es entonces
cuando, desde la distancia, su contemplación se vuelve gozosa. El dolor del amor se
proclama así como motor del arte, como manantial inagotable del poeta que en una
perfecta simbiosis se sirve de él para crear y sobrevivir.
Pero no es sólo el arte herramienta del poeta, también lo es de Eros. Sólo en el arte él
puede aparecer visiblemente, ser capturado, apresado eternamente: ¿qué serían de los
sentimientos si no fuesen recogidos en las obras de arte? El tiempo y el devenir
enterrarían constantemente el sentimiento de ayer, el ardor del impulso erótico sería
negado tras la ruptura amorosa. En el libro La identidad, Chantal sueña que pierde a
Jean-Marc y, al despertarse, reacciona así:
«Ella decía: “Ya no dejaré de mirarte. Te miraré sin parar”. Y, después de una pausa: “Tengo miedo
cuando mis ojos parpadean. Miedo de que, durante ese segundo en que mi mirada desaparece, se deslice
en tu lugar una serpiente, una rata, otro hombre”. Él intentaba incorporarse un poco para tocarla con los
labios. Ella movía la cabeza: “No, quiero únicamente mirarte”. Y luego: “Dejaré la lámpara encendida
toda la noche. Todas las noches”» (Kundera, 2012, p. 178).
Esto es el arte, un dejar por siempre la lámpara encendida, un infinito mirar, porque
cuando los ojos se cierran los sentimientos huyen, se confunden, se enquistan.
Plasmarlos en la obra artística no sólo supone su perennidad, sino que actúa como
exorcismo del dolor. Pero no es un exorcismo peligroso, dañino; es un exorcismo
redentor, que lo aleja para conformar algo sublime, algo bello. Algo que guarda en su
seno experiencias vitales, lágrimas, pero que al ser ocultas sólo queda una obra de arte
ante la que todos podemos deleitarnos y reconocernos, pues todos somos seres
fronterizos, enamorados, tocados por el impulso erótico, observados por Eros. Una obra
de arte como los libros de Milan Kundera, cuya dolorosa experiencia vital nos permite
hoy a nosotros analizar el Eros a través de sus creaciones.
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EPÍLOGO: PANDÉMICA Y CELESTE
A lo largo de estas páginas hemos analizado el Eros desde diversas ópticas, hemos
viajado acompañados de los personajes de Milan Kundera que nos han servido como
sujetos de prueba, como compañeros que han experimentado el Eros de múltiples
formas. Hemos retrocedido a las raíces de nuestra cultura y hemos visto, con un rápido
volar de águila, su devenir hasta su situación en nuestra cultura actual. Comprender el
impulso erótico no es sólo un ejercicio teórico sino práctico, que hemos de
experimentar, sentir orgánicamente; hemos de enamorarnos, enamorarnos y volvernos a
enamorar. No sólo de cuerpos, también de atardeceres, libros, instantes, silencios;
hemos de sentir el llanto, el ardor de la pérdida, el sufrimiento del final.
Jaime Gil de Biedma compuso un extenso poema titulado Pandémica y Celeste que
recoge en 100 versos lo narrado en las páginas anteriores. El lector podrá ahora
analizarlo y comprenderlo en su totalidad, y posteriormente, deleitarse —y
reflexionar— con el profundo efecto que ejercerá sobre él.
PANDÉMICA Y CELESTE
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a ser posible jóvenes:
yo persigo también el dulce amor,
el tierno amor para dormir al lado
y que alegre mi cama al despertarse,
cercano como un pájaro.
¡Si yo no puedo desnudarme nunca,
si jamás he podido entrar en unos brazos
sin sentir —aunque sea nada más que un momento—
igual deslumbramiento que a los veinte años!
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en cuartos recién fríos,
noches que devolvéis a vuestros huéspedes
un olvidado sabor a sí mismos!
La historia en cuerpo y alma, como una
imagen rota,
de la langueur goutée a ce mal d'être deux.
Sin despreciar
—alegres como fiesta entre semana—
las experiencias de promiscuidad.
Su juventud, la mía,
—música de mi fondo—
sonríe aún en la imprecisa gracia
de cada cuerpo joven,
en cada encuentro anónimo,
iluminándolo. Dándole un alma.
Y no hay muslos hermosos
que no me hagan pensar en sus hermosos muslos
cuando nos conocimos, antes de ir a la cama.
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en los labios,
o la ligera palpitación de un miembro,
para hacerme sentir la maravilla
de aquella gracia antigua, fugaz como un reflejo.
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BIBLIOGRAFÍA
Kundera, M. (2014). La insoportable levedad del ser. Barcelona: Tusquets Editores.
Lakoff, G., & Johnson, M. (2012). Metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Ediciones
Cátedra.
Trías, E. (2017). Lo bello y lo siniestro. Barcelona: Penguin Random House Grupo
Editorial.
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