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ROBERTO R.

ARAMAYO
JAVIER MUGUERZA
CONCHA ROLDAN
(Editores)

LA PAZ Y EL IDEAL
COSMOPOLITA
DE LA ILUSTRACIÓN

A propósito del bicentenario


de Hacia la paz perpetua de Kant

temos
Impresión de cubierta:
Gráficas Molina

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autorización.

© Joaquín Abellán, Reinhard Brandt, Félix Duque, Javier Echeverría, José


Gómez Caffarena, Javier Muguerza, Faustino Oncina, Carlos Pereda, José
María Ripalda, Roberto Rodríguez Aramayo, Concha Roldan, Antonio
Truyol, Antonio Valdecantos y José Luis Villacañas, 1996
© EDITORIAL TECNOS, S.A., 1996
Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid
ISBN: 84-309-2889-8
Depósito Legal: M- 30321-1996
Printed in Spain. Impreso en España por Rigorma Gráfica, S.A.
Pol. Alparrache, Navalcarnero (Madrid)
ÍNDICE

NOTA PRELIMINAR DE LOS EDITORES: EN POS DEL COSMO


POLITISMO Pág. 9

I.ELTEXTODEKANT:
PROBLEMAS E INTERPRETACIONES

1. Antonio Truyol: A MODO DE INTRODUCCIÓN: LA PAZ PERPE


TUA DE KANT EN LA HISTORIA DEL DERECHO DE GENTES ..

2. Reinhard Brandt (Universidad de Marburgo): OBSERVACIONES


CRÍTICO-HISTÓRICAS AL ESCRITO DE KANT SOBRE LA PAZ

3. José Gómez Caffarena (Universidad de Comillas): LA CONEXIÓN


DE LA POLÍTICA CON LA ÉTICA: (¿LOGRARÁ LA PALOMA
GUIAR A LA SERPIENTE?)

4. Carlos Pereda (UNAM): SOBRE LA CONSIGNA: «HACIA LA


PAZ, PERPETUAMENTE»

5. Roberto R. Aramayo (CSIC): LA VERSIÓN KANTIANA DE «LA


MANO INVISIBLE» (Y OTROS ALIAS DEL DESTINO)

II. LOS ANTECEDENTES Y LA RECEPCIÓN


DEL ENSAYO KANTIANO

6. Concha Roldan (CSIC): LOS «PROLEGÓMENOS» DEL PRO


YECTO KANTIANO SOBRE LA PAZ PERPETUA

7. Faustino Oncina (Universidad de Valencia): DE LA CANDIDEZ DE


LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE: LA RECEPCIÓN
DE LA PAZ PERPETUA ENTRE SUS COETÁNEOS

8. Félix Duque (Universidad Autónoma de Madrid): NATURA DAEDALA


RERUM. DE LA INQUIETANTE DEFENSA KANTIANA DE LA
MÁQUINADE GUERRA
9. José Luis Villacañas (Universidad de Murcia): LA GUERRA EN
EL PENSAMIENTO KANTIANO ANTES DE LA REVOLUCIÓN
FRANCESA: LA PROGNOSIS DE LOS PROCESOS MODER
NOS
8 ÍNDICE

10. JOAQUÍN ABELLÁN (Universidad Complutense de Madrid): EN TORNO


AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT. COMENTARIO DE
UNA APoRÍA 239

III. ¿CUÁLES HOYLAVIGENCIA


DEL COSMOPOLITISMO ILUSTRADO?

11. JosÉ MARíA R!PALDA (UNED): SIN COSMOS NI POLIS . . .. . . . . 259

12. ANToNlo VALDECANTOS (Universidad Autónoma de Madrid): ENTRE


LEVIATÁNYCOSMÓPOLIS............................. 275

13. JAVIER ECHEVERRÍA (Universidad del País Vasco): COSMOPOLITAS


DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX . . . . . . . . . . . . . . . . . 325
. .

14. JAVIER MUGUERZ~ (UNEO): LOS PELI?AÑOS DEL COSMOPOLI-


TISMO 347
NOTA PRELIMINAR DE LOS EDITORES
EN POS DEL COSMOPOLITISMO

Tal como le gusta contar al profesor Emilio Lledó, este opúsculo


kantiano ha sido propuesto al parlamento de Estrasburgo, por ser con
siderado un texto idóneo para la formación de los futuros ciudada
nos europeos, en tanto que sus tesis cosmopolitas representan un mag
nífico antídoto contra los excesos del exacerbado ultranacionalismo
que salpica este fin de siglo. La tesis kantiana de considerarse ciu
dadano del mundo, antes que ninguna otra cosa, recobra su plena
vigencia en este final de milenio, tan aquejado por la miopía de los
más variopintos nacionalismos, una vez arrumbado el sueño inter
nacionalista del socialismo. Uno de los colaboradores del presente
volumen, el profesor Reinhard Brandt, fundador del Archivo kan
tiano de Marburgo y responsable de culminar la edición académica
de los escritos de Kant, fue quien realizó la propuesta en cuestión. El
influjo ejercido por este pequeño ensayo en la creación de una
Sociedad o Liga de las Naciones y, por ende, de la ONU, es algo que
suele recordar con fruición D. Antonio Truyol, otro de los que han
decidido honrar con su presencia esta obra colectiva. Su influjo y su
vigencia quedan, pues, fuera de toda duda.
El ensayo en cuestión rezuma una ironía y un sarcasmo que no
son habituales en el célebre autor de las tres Críticas, cuya pluma se
ve asociada con un proverbial rigorismo incluso en el terreno del
estilo. Irónico es el propio título del escrito, que comienza por supo
ner a la eterna paz de los cementerios como la única susceptible de
ser.conseguida por unos políticos que no aciertan a conjurar los con
flictos bélicos. Pero su carácter satírico determina incluso la com
posición misma del opúsculo, que decide imitar la enrevesada estruc
tura de los protocolos diplomáticos y, en lugar de capítulos, nos pre
senta diversos artículos preliminares y otros definitivos, para dejar
paso a distintos anexos y apéndices que ocupan la mayor parte del
espacio.
A mediados de abril del año 1795 se firma la llamada paz de
Basilea. La joven república francesa ha logrado imponerse sobre
Prusia y ese tratado significa su reconocimiento en el concierto inter-
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

nacional. Una ola de obligado pacifismo recorre así las cancillerías


europeas y muy en particular la prusiana, cuya política exterior se
vuelca prioritariamente sobre la defensa de sus fronteras y opta por
la negociación en un intento de olvidar su descalabro militar. En este
marco histórico es donde Kant redacta su ensayo Hacia la paz per
petua. Un proyecto filosófico. Fiel a las premisas de su filosofía trans
cendental, su propósito no es otro que indagar las condiciones de
posibilidad requeridas por el objeto estudiado, acometiendo el inven
tario de los requisitos que se le antojan imprescindibles para funda
mentar una paz perpetua.
Su formato, como ya hemos apuntado hace un momento, adopta
el aire de un solemne protocolo diplomático. Sus dos apartados con
tienen, respectivamente, seis artículos preliminares y tres definitivos,
todos ellos encaminados a convertir en auténticos tratados de paz lo
que no acostumbran a ser sino meros armisticios inducidos por el
agotamiento y destinados a reponer fuerzas para reanudar poco des
pués unos conflictos bélicos que han gozado de un simple receso.
Según Kant, los tratados de paz no deben contener ningún tipo
de reserva mental que oculte —al modo jesuítico— pretensiones
supuestamente irrenunciables que sólo se obvian transitoriamente y
darán pronto pie a renovadas contiendas. También se subraya el hecho
de que las naciones no pueden ser administradas por sus gobernan
tes en términos patrimoniales y que, por lo tanto, no son susceptibles
de donación, herencia, trueque o compraventa. Por eso mismo deberá
evitarse que la deuda pública comprometa gravemente la política
exterior. Ni tampoco es lícito que los gobiernos hegémonicos del
momento se inmiscuyan por la fuerza en las competencias de otros
Estados menos poderosos, pues con ello se atenta contra el principio
mismo de soberanía y se desbaratan las reglas de juego del orden
internacional. Incluso en tiempos de guerra deben respetarse deter
minadas reglas (no utilizar a los embajadores como espías camufla
dos y cosas por el estilo), cuya observancia servirá para evitar futu
ros recelos durante la paz. Además, conviene que los ejércitos per
manentes vayan desapareciendo paulatinamente, pues el continuo
pertrechamiento bélico constituye una constante amenaza para los
demás países, que se aprestan así a incrementar sus respectivos arse
nales, distrayendo unos recursos económicos que podrían potenciar
el bienestar de la comunidad; esa carrera de armamentos propicia un
gasto tan oneroso como para convertir la paz en algo más opresivo
que una guerra corta, llegándose a declarar guerras ofensivas con el
único fin de amortizar esa desorbitada inversión. Sin embargo, no
hay nada que objetar contra la existencia de una milicia voluntaria
NOTA PRELIMINAR DE LOS EDITORES

que se adiestre periódicamente para defender el suelo patrio; las tro


pas mercenarias, es decir, la utilización del hombre para matar o ser
muerto a cambio de algún dinero supone todo un atentado contra la
dignidad humana.
Tras esta media docena de artículos preliminares, nuestro autor
establece tres definitivos. El primero establece que la constitución
debe ser de índole republicana. Esto no significa necesariamente que
sea imprescindible abolir las monarquías. Kant no quiere confundir
la personalidad jurídica que ostenta el poder supremo del Estado (el
cual puede verse representada en su más alta instancia por un prín
cipe —autocracia— algún colectivo privilegiado —aristocracia— o
el pueblo —democracia—) y el modo de gobernar; con arreglo a este
segundo criterio, la constitución será republicana o despótica, según
se disocie, o no, el poder legislativo del ejecutivo. Estas distinciones
le servirán para fundamentar su apuesta por un reformismo que ahu
yente la revolución.
Análogamente a como los individuos abandonan el estado de
naturaleza y entran en la sociedad civil gracias al contrato social, tam
bién las naciones deberían suscribir algo parecido, para crear una
federación de Estados libres, donde sus diferencias queden solven
tadas por un cuerpo legislativo común en lugar de tener que acudir a
las contiendas bélicas. Kant descarta expresamente la fórmula de una
confederación interestatal, porque la fusión de los distintos pueblos
en un macro estado diluiría su identidad nacional y esto es algo tan
indeseable como innecesario.
La tercera premisa viene dada por el derecho cosmopolita, cuya
única regla es la hospitalidad, es decir, ese inalienable derecho que
tiene todo forastero a no ser tratado con hostilidad por la mera con
tingencia de haber nacido en otro lugar. Nadie debería permitirse
decir aquello de: «es que tú no eres de aquí».
Como sucede con los mejores relatos, el ensayo kantiano cobra
su mayor interés cuando parece que ha llegado al final. En el primero
de sus dos anexos Kant busca un avalista para su proyecto. La mejor
garantía de su anhelada paz perpetua es encontrada en la propia natu
raleza, que suele utilizar los alias de providencia y destino. Al igual
que la sabia naturaleza se las ingenia para rentabilizar del mejor modo
posible nuestras inclinaciones egoístas, una buena organización del
Estado puede conseguir un orden de cosas en el que dichas tenden
cias queden convenientemente neutralizadas.
Es bien conocida la célebre metáfora kantiana que ilustra el meca
nismo de nuestra insociable sociabilidad. Los árboles crecen en un
bosque derechos y erguidos, al verse obligados a buscar por encima
12 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de sus congéneres el sol que precisan, en lugar de retorcerse sobre sí


mismos y encorvar caprichosamente sus ramas como hacen los tron
cos aislados. De igual modo, la cultura y el orden social son fruto del
antagonismo de nuestras tendencias egoístas. Como buen lector de
Mandeville, Kant opta por las abejas en detrimento de las ovejas, y
prefiere la prosperidad lograda por las primeras en su panal, gracias
al acicate de los vicios privados, antes que la nada envidiable Arcadia
del rebaño bovino, cuyo carácter bonachón hace inviable cualquier
tipo de progreso.
Al igual que Adam Smith en el ámbito de la economía, Kant
quiere contar también con una especie de «mano invisible» que se
las ingenie para extraer concordia de la discordia. Y este proceso dia
léctico dispone de dos mecanismos contrapuestos, que operan en él
a modo de tesis y antítesis. De un lado, el idioma y las convicciones
religiosas disgregan a los pueblos, mientras que, por otro, el espíritu
comercial tiende a unirlos.
Este diagnóstico kantiano coincide plenamente con esa gran para
doja que viene a presidir el final del siglo xx, donde los proyectos de
fusionar los mercados (la Comunidad Económica Europea, el Tratado
Americano de Libre Comercio, la inserción de China o Rusia en los
circuitos comerciales occidentales) coexisten con un proceso anta
gónico en el que la religión (el integrismo islámico resulta bien elo
cuente a este respecto) y las diferencias etnolingüísticas fragmentan
cada vez más los bloques geopolíticos existentes hasta la fecha (como
muestra el puzzle a que ha dado lugar la vieja Yugoslavia). Esa es la
razón de que ahora, más que nunca, convenga recordar la defensa del
cosmopolitismo acometida por Kant hace doscientos años.
Animado seguramente por el éxito de su libro, Kant incorporó
en la segunda edición un anexo que había obviado antes. En los pro
tocolos diplomáticos nunca falta la presencia de algún «Artículo
secreto», y también hay uno en el ensayo kantiano. La filosofía, lejos
de ponerse al servicio del jurista para justificar las normas vigentes,
debe ir por delante del Derecho para iluminar su tarea. El intelectual
ha de criticar por definición al poder establecido y abstenerse de acce
der a él, porque nadie puede asumir la esquizofrénica labor de osten
tar el poder y criticarlo constructivamente al mismo tiempo.
El primero de los dos apéndices versa precisamente sobre las
discrepancias entre política y moral. Kant reniega del «moralista polí
tico» y ensalza la figura del «político moral». Éste intentará conju
gar sus reglas de juego con las pautas morales, adoptándolas y adap
tándose a ellas cuanto pueda, mientras que aquél pretenderá forjar
una ética domesticada por las conveniencias de la razón de Estado.
NOTA PRELIMINAR DE LOS EDITORES 1 J

Al entender de Kant, toda política que merezca tal nombre no


puede dar un solo paso sin rendir vasallaje a la moral; el político debe
doblar su rodilla delante del Derecho y someterse a él sin paliativos.
«El derecho es algo que debe ser salvaguardado como algo sacro
santo, sean cuales fueren las costas que tal prioridad acarree al poder
establecido. A este respecto no cabe partir la diferencia e inventarse
una componenda intermedia como sería el híbrido de un derecho
pragmáticamente condicionado (a medio camino entre lo justo y lo
útil)».
La piedra de toque para compulsar todo esto viene dada por la
publicidad. Será injusta cualquier acción que afecte al derecho de
otros hombres y cuyos principios no admitan verse publicados. Como
vemos, no se trata sino de un criterio meramente negativo, el cual
sólo sirve (mas no es poco) para conocer aquello que se revela como
injusto. Huelga señalar que un tema de tan candente actualidad como
los fondos reservados no sale muy bien parado en esta sencilla e ine
xorable compulsa.

El texto de Kant cuyas tesis hemos glosado aquí cumple ahora


su primer bicentenario. Este volumen quiere aprovechar esa efemé
rides para iluminar los problemas del presente dialogando con un clá
sico de su talla. Desde luego, la insistencia kantiana en pro del cos
mopolitismo merece verse revisitada, sobre todo en los tiempos que
corren actualmente.
Los trabajos aquí presentados quedaron reunidos merced a un
seminario que, bajo el rótulo de «A propósito del ensayo kantiano
Hacia la paz perpetua (La vigencia de una propuesta bicentenaria)»,
tuvo lugar en Madrid a lo largo del año 1994. Dicho seminario se vio
propiciado por la colaboración de dos proyectos de investigación ads
critos al Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, a saber: «La configuración de la razón histórica a partir
de la Revolución Francesa: hacia una reconstrucción de la historia
intelectual contemporánea» (CAM 178/92), del Plan Regional de
Investigación de la Comunidad de Madrid, e «Individualismo y acción
racional. ¿Una reformulación de la tercera antinomia kantiana?»
(PS91-0002), de la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología,
dirigidos, respectivamente, por Javier Muguerza y Roberto R.
Aramayo.
De alguna manera, dicho seminario se vio reeditado a escala
reducida en un curso de la Universidad Internacional Menéndez
14 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Pelayo (UIMP), celebrado en Santa Cruz de Tenerife la primera


semana del mes de abril de 1995, y en el que oficiaron como coor
dinadores Antonio Pérez Quintana y Roberto R. Aramayo.
Como de costumbre, debemos agradecer a nuestros compañeros
del Instituto, Victoria Garrido y Pedro Pastar, una diligencia que suele
desbordar con mucho sus obligaciones. E igualmente, querríamos
dejar constancia de las personas que con su asistencia enriquecieron
los coloquios del seminario en cuestión, a saber: Francisco Álvarez,
Toni Doménech, Rosa García Montealegre, Antonio Gimeno, Jesús
Carlos Gómez Muñoz, José María González, María Herrera, Mirtha
Hernández, Fernando de Madariaga, Isabel Moreno, Manuel Francisco
Pérez, Nuria Roca y Carlos Thiebaut.
Roberto R. Aramayo,
Javier Muguerza
y Concha Roldan

Madrid, septiembre de 1995


1. A MODO DE INTRODUCCIÓN:
LA PAZ PERPETUA DE KANT EN LA HISTORIA
DEL DERECHO DE GENTES*
Antonio Truyol
A la memoria de D. Gabriel Tortella Oteo, funda
dor y muchos años director y generoso propulsor de la
Editorial que hoy acoge este libro, con el inolvidable
recuerdo del hombre de bien y de paz y el fiel amigo
que fue.

Kant pertenece a la historia del derecho que en su época se desig


naba como derecho de gentes (ius gentium) —término que por cierto
se conserva en alemán (Vólkerrecht) para hacerlo— y que a partir de
Jeremy Bentham (1780) se viene llamando comúnmente derecho
internacional público o simplemente derecho internacional. Y perte
nece a ella de manera análoga a como forman parte de la misma, con
anterioridad, los teólogos juristas españoles de los siglos xvi y xvn,
Grocio y la escuela del derecho natural racionalista de los siglos xvn
y xvm, Hobbes y Espinosa (Spinoza), y, con posterioridad, Hegel y
los neohegelianos.
Como todos ellos, Kant contribuyó a la doctrina del derecho de
gentes en el marco de su filosofía del derecho y del Estado, espe
cialmente de los Principios metafísicos de la doctrina del Derecho
de 1797, incorporados luego a la Metafísica de las costumbres.
No hay que olvidar que el derecho de gentes en su sentido
moderno de derecho entre las gentes (ius inter gentes, derecho inter
nacional), o sea, de derecho que rige entre las sociedades humanas
diferenciadas e independientes (soberanas, según la nueva termino
logía), nació del seno del derecho natural y alcanzó a partir de éste

* Recogemos a continuación puntos de vista expuestos en nuestro artículo «La


guerra y la paz en Rousseau y Kant», publicado en la Revista de Estudios Políticos,
Madrid, 8 (nueva época), marzo-abril de 1979, pp. 47-62, y en la «presentación» de
la traducción castellana de Sobre la paz. perpetua de Joaquín Abellán, Tecnos, Madrid,
1985 (3.° ed., 1991), a la que nos referimos en principio para las citas. En éstas, y
eventualmente en el texto, las cursivas son de Kant.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

su autonomía, fortalecida por el desarrollo de un derecho de gentes


positivo fundado en la costumbre y los tratados —tratados que sobre
la base de la Paz de Westfalia (1648) fueron constituyendo un cor-
pus cada vez más denso.
En este aspecto, es significativo que la primera cátedra consa
grada específicamente al derecho natural y de gentes, creada en
Heidelberg en 1661, cuya titularidad, ofrecida a Espinosa y no acep
tada por éste, fue confiada a Pufendorf, uno de los representantes más
destacados del iusnaturalismo calificado de clásico.
Pero Kant forma parte de la historia del derecho de gentes en
otro aspecto, que le singulariza con respecto a los pensadores antes
mencionados y le relaciona con una corriente doctrinal preocupada
esencial y exclusivamente, por así decir monográficamente, por el
problema de la paz, mejor dicho, de la «paz perpetua», o sea, no la
que resulta de los tratados que ponen fin a las distintas y sucesivas
guerras, cuyo fin no se vislumbra en una sociedad de Estados inor
ganizada, sino la que surja algún día de un acuerdo global en el marco
de una organización adecuada de la sociedad internacional.
Porque el hecho es que el derecho de gentes, aunque, como todo
derecho, sea un orden que busca la paz —en su caso, la paz entre los
Estados—, no excluía la guerra como medio de ejecución de sus nor
mas. No sólo no la excluía, sino que la presuponía como inherente a
una sociedad, la sociedad internacional, carente de una autoridad
superior a los Estados capaz de asegurar su respeto coercitivamente.
Es sabido que una parte esencial del derecho de gentes en los
escolásticos era una doctrina de la «guerra justa» (iustum bellum), es
decir, de las condiciones que la guerra debía cumplir para ser legí
tima. Es revelador asimismo que la obra principal de Grocio se titule
De iure belli ac pacis y que en ella la guerra no sólo se mencione
antes que la paz, sino que su consideración ocupe con mucho la mayor
parte del tratado.
En una palabra: el derecho de gentes, hasta nuestra época, con
sideraba la guerra como una institución, limitándose a regularla y
limitarla en lo que cabe, especialmente por medio del derecho inter
nacional humanitario, cuyos efectos, por lo demás, han sido reduci
dos en las dos guerras mundiales de nuestro siglo, en particular en la
segunda.
Pero la conciencia cristiana, humanística e ilustrada, e incluso
consideraciones políticas y de seguridad, fueron desarrollando un
ideal pacifista que aspiraba a poner fin a toda guerra. Este ideal, que
en Erasmo de Rotterdam, Juan Luis Vives y Amos Contenió tuvo una
dimensión esencialmente ética, dio lugar también a una literatura que,
A MODO DE INTRODUCCIÓN

más allá de la moral personal (especialmente la de los gobernantes),


vinculaba la paz a la instauración de una organización dotada de órga
nos supraestatales encargados del establecimiento y ejecución del
derecho en la sociedad internacional.
Así surgió el género literario de los proyectos de paz perpetua y
organización internacional, que unas veces eran de alcance universal,
y otras se limitaban a Europa (diferencia entonces relativizada por el
hecho de que Europa constituía el centro propulsor del mundo de los
Estados). Es un género, por lo demás, que discurre paralelo al de los
tratados y manuales de derecho de gentes, y que en otra ocasión he com
parado con el de las utopías en el ámbito de la filosofía política y social.
Es de señalar que hasta Kant, entre los autores de tales proyec
tos encontramos a estadistas como el rey de Bohemia Jorge de
Podyebrad (inspirado por Antoine Marini, agente aventurero) y Sully,
ministro de Enrique IV de Francia; arbitristas como Pierre Dubois,
Emeric Crucé y el abate de Saint-Pierre; hombres de religión como
Raimundo Lulio y el cuáquero Willian Penn; pensadores como el
a la vez poeta Dante, Leibniz y Rousseau. Llama la atención la ausen
cia de juristas, los cuales no aparecerán en este ámbito hasta la segunda
mitad del siglo xix, sin duda por la razón antes señalada de que la
guerra estaba incorporada a las instituciones del derecho de gentes y
por éste asumida en tanto en cuanto respondiese a determinados requi
sitos de forma y de fondo. No cabe pasar por alto que, dadas las con
diciones requeridas, la conquista, avalada por los respectivos trata
dos de paz, era un título legítimo de adquisición territorial, y que en
definitiva el mapa político del mundo se ha configurado por el resul
tado de los sucesivos conflictos bélicos.
No estará de más echar una ojeada a los principales de estos pro
yectos.
El «gran designio» («grand dessein») que Sully, de religión refor
mada, atribuye al rey Enrique IV, del que fuera ministro, en sus
Memorias (1638-1662), busca el equilibrio europeo frente a la pre
ponderancia que entonces ejercía la Casa de Austria, el equilibrio con
fesional entre católicos, luteranos y reformados (calvinistas) enfren
tados, y la lucha común contra el turco, que asediaba la Cristiandad
en el corazón de Europa. Pedía como condición previa un reajuste
territorial. Comprendía un Consejo General y seis Consejos
Provinciales, siendo de subrayar que en el primero regía una repre
sentación ponderada simple (cuatro miembros para los Estados gran
des y dos para los más pequeños). El Consejo dispondría de un ejer
cito permanente. Y quedaban abolidas las aduanas en el seno de la
Unión.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Willian Penn, en su Ensayo para llegar a la paz presente y futura


de Europa (1693), redactado en plena guerra de la Liga de Augsburgo,
profesa un pacifismo de honda inspiración religiosa. Preveía la ins
tauración de una Dieta o Parlamento, con representación ponderada
ya más elaborada (yendo el número de representantes desde doce
reservados al Imperio a uno para los ducados de Holstein y Curlandia).
Se contemplaba la hipótesis de la participación de Rusia y Turquía.
Las decisiones exigirían para ser válidas una mayoría de los tres cuar
tos o de la mitad más siete. Por ello, el proyecto de Penn aparece
como claro precursor de las Comunidades Europeas y de la Unión
Europea.
En cuanto a Saint-Pierre, cuyo abundoso Proyecto de paz per
petua (1712), presentado en las postrimerías de la guerra de
Sucesión de España en el marco de las negociaciones que condu
cirían a la Paz de Utrecht, y resumido en un Abrégé (1729), seguido
a su vez de un Supplement (1733), fue muy comentado en su siglo.
Establecía el carácter obligatorio y permanente de la unión preco
nizada entre los monarcas europeos. Su órgano principal era un
Senado con atribuciones legislativas, ejecutivas y judiciales. La
representación de los Estados miembros en el Senado resultaba
moderadamente ponderada, por cuanto cada Estado de más de un
millón de habitantes tendría dos representantes y los de menos
habrían de agruparse. La función pacificadora del Senado tendría
lugar en dos etapas: una de conciliación y mediación y otra de arbi
traje. Es importante el hecho de que las sentencias serían públicas.
Las decisiones se adoptarían por mayoría y se establecía para su
ejecución un ejército permanente. Estas disposiciones de índole
política se completaban, en el ámbito económico y financiero, con
la abolición de las aduanas y la unificación de monedas, pesas y
medidas.
La legibilidad del proyecto del abate parisino no correspondía
por desgracia a la bondad de sus intenciones. Lo cual movió a la
señora Dupin, cuyo salón frecuentaba, y una de las sucesivas pro
tectoras de Juan Jacobo Rousseau, a encargarle lo extractara; cosa
que hizo en 1758, pero añadiendo a su extracto un juicio que expre
saba su posición personal. No creía Rousseau en una federación
de los reyes, demasiado apegados a un poder absoluto y a insa
ciables ambiciones territoriales. De hacerse una federación, la
harían los pueblos, con el peligro de que fuese por medio de una
revolución, en cuyo caso el precio resultaría muy alto. Una difi
cultad subrayada por Rousseau (ciudadano, por cierto, de un
pequeño Estado, Ginebra) consistía en el desnivel de poder exis-
A MODO DE INTRODUCCIÓN

tente entre los Estados grandes y los pequeños; dificultad que,


sobre una base pragmática, podía paliarse con la federación de los
pequeños Estados.
Unos años antes de la publicación del opúsculo de Kant sobre la
paz perpetua, en 1789, el ya citado Bentham había elaborado asi
mismo Un plan para una paz universal y perpetua en el marco de
sus reflexiones sobre el mundo de los Estados y el derecho llamado
a regularlo. Se trataba de un proyecto de alcance universal, con pre
visiones coherentes con su filosofía realista y pragmática, y que tenía
en cuenta además factores sociales y económicos antes no conside
rados en la misma medida. Concedía, como Saint-Pierre, un papel
decisivo a la publicidad, haciéndola extensiva también a las nego
ciaciones, en oposición a la «diplomacia secreta» practicada por las
cancillerías, y a la opinión pública, cuya relevancia ha sido siempre
tradicionalmente reconocida en los países anglosajones. En particu
lar, propugnaba el desarme y el abandono de las colonias por los
Estados que las poseían. Ahora bien, no parece que dicho proyecto,
que apunta a nuevos planteamientos propios del siglo xix, ejerciera
ya en aquellos años una marcada influencia. De los proyectos ante
riores a Kant, es sin duda el de Saint-Pierre, con el comentario de
Rousseau, el más directamente presente, pero debidamente enmar
cado por el conjunto de su filosofía; aunque no se nos oculta, dado
el escepticismo del ginebrino ante una posible federación europea,
que Kant le sigue en esta parte de su obra menos que en el resto.
El opúsculo de Kant sobre la paz perpetua lleva el subtítulo de
Ensayo filosófico y ya hemos aludido a su estrecha relación con su
Metafísica de las costumbres. También la guarda con un artículo
publicado once años antes en una revista berlinesa sobre la «Idea de
una historia general desde una perspectiva cosmopolita», y a las pre
ocupaciones que por entonces sentía acerca de la relación entre la
política y la ética y la teoría y la práctica.
A diferencia de Rousseau, Kant entiende que la lucha tiene sus
raíces en la naturaleza humana. El hombre es ciertamente un ser social,
abierto a la asociación con los demás en beneficio mutuo; pero hay
a la vez en él una dimensión antisocial, debida a un sentimiento de
repulsa. La atracción recíproca se ve en parte contrarrestada por la
tendencia a disociarse de los otros. De ahí la existencia en el hom
bre de lo que con acierto llamó Kant su «insociable sociabilidad»
(ungesellige Geselligkeit), que traduce una polaridad de concordia y
discordia finalmente beneficiosa para la especie, como más adelante
veremos.
De ello se sigue que la paz no es lo natural entre los hombres,
22 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

sino una conquista de su voluntad consciente, lo cual quiere decir que


debe ser instaurada'. Comparte Kant la opinión común de los iusna-
turalistas contractualistas de su siglo según la cual las sociedades polí
ticas viven en el estado de naturaleza, de libertad natural, lo que impüca
un estado de guerra perpetua no siempre actual, pero en todo caso vir
tual. El derecho que regula sus relaciones, el derecho de gentes (ius
gentium, Vólkerrecht), es por ello un derecho precario, en el que el
papel de la fuerza engendra inseguridad. Pero Kant no se resigna a
ese estado de cosas, como Hobbes y en cierta medida Espinosa, y
subraya la necesidad, para las sociedades políticas, de salir de su sta
tus naturalis e instaurar un estado de convivencia pacífica, análogo
al existente entre los individuos en la sociedad civil, basado en el «con
trato originario» (que Kant designa como ursprünglicher Kontrakt o
ursprünglicher Vertrag). Pero responde a la índole más genuina del
kantismo el que este proceso no se produzca sólo por consideracio
nes de utilidad basadas en que la paz resulta más beneficiosa. Antes
bien, salir del estado de naturaleza en el que los Estados se encuen
tran y constituir una «sociedad civil» entre ellos mediante un «con
trato originario», es un deber impuesto por el imperativo de la razón.
Ésta impone el «veto», que en la Metafísica de las costumbres se cali
fica de «irrevocable», de que «no debe haber guerra»2. El mismo impe
rativo categórico que obliga a los individuos a asociarse en el Estado,
les obliga también a superar el estado de naturaleza que subsiste entre
los Estados y constituir una «unión de Estados» (Staatenverein), un
«Estado de pueblos» (en alemán Vólkerstaat, en latín civitas gen
tium), potencialmente extensible a todos los pueblos de la tierra3. Con
lo cual la idea de una federación mundial que Kant califica de «cos
mopolita» (weltbürgerlich) se convierte en principio regulativo para
cumplir el deber de eliminar la guerra, sólo posible en dicho marco.
Ese Estado mundial se regirá por un derecho también mundial, que
Kant denomina «derecho cosmopolita» (Weltbürgerrecht, ius cosmo-
politicum), al que define como el que atañe a «la posible asociación
de todos los pueblos en orden a ciertas leyes generales de su posible
comercio»4, debiendo entenderse esta última palabra en el sentido más
amplio de Verkehr. En definitiva, el derecho de gentes en cuanto dere
cho entre las gentes se convertirá en un derecho político mundial.

lPazperp.,
2 Metafísicasección segunda, proemio.
de las costumbres, primera parte («Teoría del Derecho«), sección ter
cera, conclusión.
3Pazperp., sección segunda, segundo artículo definitivo.
*Metafís. de las cost., § 62.
A MODO DE INTRODUCCIÓN

Entretanto, el derecho de gentes vigente no pasa de ser un suce


dáneo «provisional», insuficiente para asegurar una paz estable.
Ésta requiere, como etapa intermedia, la creación de una «liga» o
«federación» de los pueblos, un Vólkerbund. Pero esta asociación
carece todavía de un «poder soberano» como el que existe en una
«sociedad civil»; constituye una corporación o federación
(Genossenschaft, Foderalitat, foedus Amphyctionum), de natura
leza siempre denunciable, si bien representa un paso más que un
simple tratado de paz que pone fin a una guerra. «Tiene que haber
—escribe Kant— una federación (ein Bund) de índole particular,
que puede llamarse «federación pacífica» (Friedensbund, foedus
pacificum), la cual se distinguiría del tratado de paz (Friedensver-
trag, pactum pacis) en que éste trata de poner fin meramente a una
guerra, y aquélla, en cambio, a todas las guerras para siempre»5.
Al igual que el derecho de gentes, esta federación es también un
sucedáneo aunque a un nivel más alto: toda vez que los Estados no
quieren poner fin al estado de naturaleza en el que se encuentran y
constituirse en estado civil que a todos incluya, únicamente el suce
dáneo de una federación (un Bund) encaminada a prevenir la gue
rra y en continua expansión podrá detener el raudal de los instin
tos antijurídicos y hostiles, si bien con la amenaza constante de que
aquéllos estallen6.
Concebida bajo el signo de la paz perpetua como meta final,
resulta obvio, para Kant, que el derecho a la guerra, inherente al estado
de naturaleza, debe ejercerse de manera que deje siempre abierta la
posibilidad de salir de él, evitando los medios susceptibles de des
truir la confianza en la futura paz.
La referida inseguridad del estado de naturaleza explica que Kant
admita la licitud de la guerra preventiva en caso de peligro grave o
de amenaza al equilibrio existente. Pero proscribe tajantemente la
guerra que persiga el exterminio del adversario (Ausrottungskrieg,
bellum internecinum) o su sujeción (Unterjochungskrieg, bellum
subiugatorium), ni siquiera en concepto de castigo. Una guerra entre
Estados independientes no puede ser guerra punitiva (bellum puniti-
vum), pues un castigo sólo cabe en la relación de superior y subdito,
y no es la que hay entre los Estados. En definitiva, si ante la imposi
bilidad de que los Estados, en el estado actual de sus relaciones, resuel
van sus litigios mediante un proceso, teniendo que recurrir a la fuerza,

sPazperp., sección segunda, segundo artículo definitivo.


6Pazperp., ibid.
4 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

es esencial que ésta no llegue a cerrar el paso a un orden de paz exi


gido por la razón y que únicamente se hace posible en el ámbito de
un Estado mundial. El fin último del derecho de gentes es la paz per
petua, aunque el precio sea su desaparición como tal y su transfor
mación en un derecho cosmopolítico.
Kant no podía eludir la cuestión de la posibilidad de instaurar
el Estado mundial y con él la paz perpetua. Su actitud ante la inte
rrogante es típica de su modo de pensar. Sea o no realizable la ins
tauración del Estado mundial y, con él, de la paz perpetua (las con
diciones de los medios de comunicación de la época frente a inmen
sidades espaciales de las que ya no tenemos idea en la era del
ferrocarril, la navegación de motor y la aviación, no la facilitaban
por cierto), es realizable en todo caso la aproximación a ella mediante
el adecuado proceso asociativo por parte de los Estados. Oigamos
al propio Kant a este respecto. «La paz perpetua (el fin último de
todo el derecho de gentes) es ciertamente una idea irrealizable. Pero
los principios políticos que a ella tienden, o sea, integrar aquellas
asociaciones de Estados que sirven para la aproximación continua
a ella, no lo son; sino que, antes bien, así como ésta es una tarea fun
dada en el deber, y por consiguiente también en el derecho de los
hombres y Estados, son en todo caso realizables»7. En último tér
mino, «la idea racional de una comunidad pacífica, aunque todavía
no amistosa, plena, de todos los pueblos de la tierra, que pueden lle
gar a estar en relaciones efectivas entre sí, no es en absoluto filan
trópica (ética), sino un principio jurídico», cuyo desarrollo da lugar
al derecho cosmopolítico8.
Hemos visto que el opúsculo sobre la paz perpetua es, en los
términos mismos de Kant, un «ensayo filosófico». En este sen
tido, no se limita al análisis de la estructura concreta de la res
pectiva organización, sino que señala las condiciones, unas pre
vias y otras definitivas, que son necesarias para alcanzar la fina
lidad propuesta y pueden considerarse como sus supuestos
constitucionales.
Entre las condiciones previas, destaca en primer lugar el prin
cipio de la buena fe, por virtud del cual «no debe considerarse válido
ningún tratado de paz como tal que se haya celebrado con la reserva
secreta de un motivo de guerra futura»; pues tal reserva lo conver
tiría en un mero armisticio. Otra condición previa (la tercera) es la

' Metafís. de las cost., loe. cit., § 61.


! Ibid, ibid., § 62.
A MODO DE INTRODUCCIÓN

supresión total, con el tiempo, de los ejércitos permanentes (miles


perpetuus), en otros términos el desarme total progresivo, ya que
la carga económica de la carrera de armamentos, acrecentada por
el estímulo recíproco que suscita, puede conducir a estimar que la
paz es más gravosa que una guerra corta. Ello sin tener en cuenta
que «ser tomados a cambio de dinero para matar o ser muertos
parece implicar un abuso de los hombres como meras máquinas e
instrumentos en manos de otro (el Estado)», lo cual «no se armo
niza bien con el derecho de la humanidad en nuestra propia per
sona». Es obvio que no ocurre lo mismo cuando se trata de «defen
derse y defender a la patria de los ataques del exterior con las prác
ticas voluntarias de los ciudadanos, realizadas periódicamente».
Otra condición (la quinta) a destacar es la no-intervención recíproca
en los asuntos internos, que Kant formula en los siguientes térmi
nos: «ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitu
ción y gobierno de otro»,pues «¿qué le daría derecho a ello?». La
última (sexta) afecta al «derecho en la guerra», por cuanto «ningún
Estado en guerra con otro debe permitirse tales hostilidades que
hagan imposible la confianza mutua en la paz futura, como el empleo
en el otro Estado de asesinos (percussores), envenenadores (vene-
fici), la ruptura de capitulaciones, la inducción a la traición (per-
duellio), etc.». Porque aun en plena guerra ha de existir alguna con
fianza en la mentalidad del enemigo, y estas estratagemas deshon
rosas la socavan.
En cuanto a las condiciones definitivas para la paz perpetua,
son en número de tres. En primer lugar, «la constitución civil de
cada Estado debe ser republicana» en el sentido kantiano de la pala
bra. La constitución republicana, para Kant, es la establecida según
los principios: «primero, de libertad de los miembros de una socie
dad (en cuanto hombres); segundo, de dependencia de todos de una
única legislación común (en cuanto subditos); y tercero, de con
formidad con la ley de la igualdad de éstos (en cuanto ciudada
nos)». Esta constitución es, según Kant, «la única que deriva de la
idea del contrato originario y sobre la que tiene que fundarse toda
legislación jurídica de un pueblo». Para delimitar la constitución
republicana de la democrática, que suele confundirse con ella, se
remite Kant a la diferenciación de las formas de gobierno con arre
glo al criterio del modo de gobernar. El republicanismo, desde esta
perspectiva, se contrapone al despotismo. «Es el principio político
de la separación del poder ejecutivo (gobierno) del legislativo»,
mientras el despotismo es el principio de la ejecución arbitraria por
el Estado de leyes que él mismo se ha dado, con lo que la voluntad
26 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

pública es manejada por el gobernante como su voluntad particu


lar». Por ello califica Kant también la civitas gentium de «república
mundial» (Weltrepublik)9.
Esta exigencia de la adopción de la forma republicana de
gobierno, entendida como régimen representativo y basado en la divi
sión de poderes, es significativa. Responde a la necesidad de una
homogeneidad constitucional fundamental que evite distorsiones sus
ceptibles de convertir la federación en despótica. Y con ella se anti
cipa la idea kantiana de la federación mundial a la que se ha plas
mado en nuestro siglo en el Consejo de Europa y la Comunidad
Europea, convertida en Unión Europea, que imponen a sus miem
bros la adhesión a los principios de la democracia parlamentaria plu
ralista y la protección efectiva de los derechos humanos y las liber
tades fundamentales.
El segundo artículo definitivo para la paz perpetua de Kant esti
pula que «el derecho de gentes debe fundarse en una federación de
Estados libres». Esta exigencia no es más que la aplicación del impe
rativo de la razón de salir del estado de naturaleza en que se hallan
los Estados. Kant hace una certera referencia a la realidad interna
cional imperante, en la que los Estados civilizados en cuanto indivi
duos que en su estado de naturaleza se perjudican unos a otros por
su mera coexistencia, compartían el apego de los salvajes a la liber
tad sin ley, que prefieren la lucha continua a la sumisión a una fuerza
legal determinable por ellos mismos, prefiriendo esa actuación a la
hermosa libertad de los seres racionales (unidos en la sociedad civil).
Lo consideramos como «barbarie, primitivismo y degradación ani
mal de la humanidad»; pero lejos de apresurarse esos mismos pue
blos civilizados «en salir cuanto antes de esa situación infame», los
Estados se valen de su soberanía (Majestat) precisamente para no
estar sometidos a ninguna fuerza legal externa».
Aprovecha Kant la ocasión para denunciar la paradoja de que el
derecho se siga invocando por quienes lo cifran todo en la fuerza, en
un texto no exento de ironía al aludir al papel de los iusinternacio-
nalistas, y que no nos resistimos a reproducir: «Teniendo en cuenta
la maldad de la naturaleza humana, que puede contemplarse en su
desnudez en las relaciones libres entre los pueblos (mientras que en
el estado legal-civil aparece velada por la coacción del gobierno), es
de admirar, ciertamente, que la palabra derecho no haya podido ser

9 Sobre el concepto kantiano de república, véase el estudio de J. Abellán al frente


de su mencionada traducción (pp. XXIII-XXXIII).
A MODO DE INTRODUCCIÓN

expulsada todavía de la política de guerra, por pedante, y que ningún


Estado sa haya atrevido todavía a manifestarse públicamente a favor de
esta opinión; pues aún se sigue citando a Hugo Grocio, Pufendorf, Vattel
y otros (¡dichoso consuelo!), aunque sus códigos elaborados filosófica
o diplomáticamente no tienen la menor fuerza legal ni pueden tenerla
(pues los Estados como tales no están bajo una fuerza exterior común),
como justificación de una agresión bélica, pero no se ha dado ningún
caso de que un Estado haya abandonado sus propósitos a causa de las
argumentaciones de tan importantes hombres». Y añade, en relación
con la guerra como única manera de procurar su derecho los Estados,
que «el derecho, sin embargo, no puede ser decidido mediante la gue
rra ni mediante su resultado favorable, la victoria», y que un tratado de
paz puede poner término a una guerra determinada «pero no a una situa
ción de guerra (posibilidad de encontrar un nuevo pretexto para la gue
rra, a la que tampoco se la puede tachar de injusta porque en esta situa
ción cada uno es juez de sus propios asuntos)». Él único camino que
conduce a la paz perpetua es el antes descrito, de instauración de un
estado civil entre los Estados, consintiendo leyes públicas coactivas, de
la misma manera que los individuos entregan su libertad salvaje (sin
leyes), y formar el Estado de pueblos organizado en república mundial.
Él tercer y último artículo para la paz perpetua dice: «el derecho
cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad uni
versal». Con ello, Kant reduce el contenido de ese derecho, como
corresponde a un Estado mundial que tiene que ser muy descentra
lizado por su propia índole. La hospitalidad de que aquí se habla sig
nifica «el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente por
el hecho de haber llegado al territorio de otro». De suyo no hay un
«derecho de huésped», a no ser que un contrato o un tratado (en ale
mán los dos términos se designan con la misma palabra: Vertrag)
especialmente generoso hiciera huésped por cierto tiempo al extran
jero, sino un derecho de visita, que tienen todos los hombres «en vir
tud del derecho de posesión en común de la superficie de la tierra,
sobre la que los hombres no pueden extenderse hasta el infinito, por
ser una superficie esférica, teniendo que soportarse unos junto a otros
y no teniendo nadie originariamente más derecho que otro a estar en
un determinado lugar de la tierra». Gracias a este derecho, calificado
de natural, y a pesar de los casos de inhospitalidad que se dan en
determinadas regiones (como, por ejemplo, las costas berberiscas),
pueden establecer relaciones pacíficas partes alejadas del mundo,
«relaciones que se convertirán finalmente en legales y públicas,
pudiendo así aproximar al género humano a una constitución cos
mopolita».
28 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Alude de paso Kant a la conducta inhospitalaria de los Estados


civilizados (gesittet) de nuestro continente, «particularmente de los
comerciantes». Reconoce que «produce espanto la injusticia que
ponen de manifiesto en la visita a países y pueblos extranjeros, que
para ellos significa lo mismo que conquistarlos», refiriéndose con
cretamente a América, los países de negros, las islas de las especies,
el Cabo, las Indias orientales, y disculpa al respecto a China y Japón,
que, habiendo tratado con semejantes huéspedes, «han permitido
sabiamente el acceso pero no la entrada, en el caso de China, y sólo
un acceso limitado a un único pueblo europeo, los holandeses, en el
caso de Japón, a los que, además, excluyen de la comunidad de los
nativos como a prisioneros».
Este acercamiento a la dinámica política, económica y social de
las sociedades humanas lleva a Kant a una visión del futuro que abre
una perspectiva positiva en la cuestión de la viabilidad final de la
postulada federación mundial. Esta perspectiva se da en función de
la evolución histórica. Porque a través de un largo proceso, la propia
naturaleza conduce a la humanidad al Estado mundial. Un superior
designio utiliza para tal fin no sólo las solidaridades, sino también
las rivalidades y luchas, por cuanto éstas, oponiendo a los hombres
entre sí, a la vez los unen. La «insociable sociabilidad» del hombre,
a la que antes se hizo referencia, se convierte así en factor de evo
lución del que se sirve la naturaleza para producir una concordia supe
rior, más allá de la voluntad de los interesados, según un proceso que,
como en los estoicos, aparece a la vez como destino (Schicksal) en
orden a su causalidad oculta, y como providencia (Vorsehung) en
orden a su sabia finalidad. Lo que nos da la garantía de la paz per
petua «es nada menos que la gran artista, la naturaleza, (natura dae-
dala rerum), en cuyo curso mecánico brilla visiblemente una finali
dad: la de hacer brotar de la discordia de los hombres la concordia,
incluso contra su voluntad [...]»'°. Como señalamos ya en otra oca
sión", esta «intención de la naturaleza» implica una heterogénesis
de los fines, ya expresada por Vico en su concepto de Providencia
divina, y que Hegel desarrollaría con su referencia a la «argucia» de
la Razón (List der Vernunft), atribuyéndole, más explícitamente aún,
un papel análogo de motor de la historia en el proceso dialéctico de
la libertad.

10 Paz perp., Apéndice I («De la garantía de la paz perpetua«). Cf. asimismo los
opúsculos sobre filosofía de la historia, en particular la Idea de una historia uni
versal desde un punto de vista (o en clave) cosmopolita, de 1784.
" En el referido artículo de la Rev. de Est. Polít., pp. 61-62.
A MODO DE INTRODUCCIÓN

Con ello — añadíamos — la filosofía del derecho de Kant, y en


el marco de la misma su filosofía del derecho de gentes, desemboca
en una filosofía de la historia: el Estado mundial, Estado mundial de
Derecho en cuanto república mundial, condición de la paz perpetua,
es no sólo el fin de la doctrina del derecho, sino el fin del devenir his
tórico de la humanidad.
La vinculación kantiana de la idea de la paz mundial a la idea de
la organización internacional a escala también mundial, puede con
siderarse una adquisición decisiva para la evolución de la organiza
ción internacional misma. La guerra es ciertamente violencia, pero
no toda violencia es guerra. La guerra es violencia institucionalizada
entre sociedades políticas, y su supresión no es, como entendió gran
parte del pacifismo tradicional, una cuestión que dependa tan sólo de
la moral individual de los gobernantes (aun cuando no carezca ésta
de cierta influencia al respecto), sino una cuestión institucional: la
de la transferencia del monopolio legal de la fuerza de manos de los
Estados a una organización dotada de un poder legislativo y un poder
ejecutivo propios sobre la base de un Estado de Derecho mundial, en
el respeto de la identidad de los pueblos.
2. OBSERVACIONES CRITICO-HISTORICAS
AL ESCRITO DE KANT SOBRE LA PAZ*
Reinhard Brandt
Universidad de Marburgo
I. INTRODUCCIÓN: GUERRA Y PAZ
La humanidad parece haber desistido en el empeño de alabar a
la guerra. Ya han pasado los tiempos en que Marinetti pudiera dedi
car poesías a las ametralladoras y Ernst Jünger fascinase a un lector
belicosamente enardecido con sus Tormentas de acero. En época de
Kant cundía la opinión de que la guerra y la paz habían de alternarse,
habida cuenta de que el espíritu mercantil corrompía moralmente a
los pueblos y la guerra resultaba imprescindible para el restableci
miento de las virtudes, razón por la cual entraba dentro de los desig
nios de la providencia. Así lo pensaba, cuando menos, Henry Home:
«La guerra perpetua es una mala cosa, porque convierte a los hom
bres en animales de rapiña; pero la paz perpetua es aún peor, porque
convierte a los hombres en acémilas. Para prevenir tan funesta dege
neración en ambos casos, lo único que se muestra eficaz es la alter
nancia entre guerra y paz, y tal es el designio de la providencia»1.
Johann H.G. Justi quiso mostrar que la idea de una federación euro
pea basada en la paz es una quimera2 y el predicador de la corte Johann
F.W. Jerusalem hizo lo propio con los diversos beneficios anejos a la
guerra que tienen cabida en la voluntad divina3. Incluso en el propio
* Versión castellana de Roberto R. Aramayo y Concha Roldan.
1 Cfr. Henry Home, Sketches of the History of Man, Edinburgh 1778/1779,
vol. II, p. 296. Adam Ferguson aduce una valoración similar en su Essay on the
History of Civil Society (1767), en el capítulo titulado «Of the principles of War and
Dissension» (Edinburgh, 1966, pp. 20-25). Ferguson señala la función histórica de
la guerra y su dimensión ética: «he who has never struggled with his fellow-creatu
res, is a stranger to half the sentiments of mankind» (cfr. ibid., p. 24).
2 Cfr. Johann H. G. Justi, «Indagación sobre si Europa puede ser colocada bajo
una constitución política merced a la cual quepa esperar una paz perdurable», en
Historische undjuristische Schriften (Frankfurt/Leipzig, 1760), vol. I, pp. 171-184.
3 Cfr. Johann F.W. Jerusalem, Observaciones sobre las más eximias verdades de
la religión, Leipzig, 1768, p. 143. Tanto a Justi como a Jerusalem se remite Klaus
Epstein, The Genesis of German Conservatism, Princenton, 1966, pp. 291-293.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Kant se advierte cierta tendencia a enfatizar la función histórica de


la guerra4 y se encuentran indicios de una estimación positiva en sen
tido ético: «La guerra misma —dice en la Crítica del Juicio—, cuando
es llevada con orden y respeto sagrado de los derechos ciudadanos,
tiene algo de sublime en sí, y, al mismo tiempo, hace más sublime el
modolfc pensar del pueblo que la lleva de esta manera cuanto mayo
res son los peligros que ha arrostrado y en ellos se ha podido afirmar
valeroso; en cambio, una larga paz suele hacer dominar el mero espí
ritu de negocio, y con él el bajo provecho propio, la cobardía y la
debilidad, y rebajar el modo de pensar del pueblo»5. Por contra, el
ensayo relativo a una paz anclada en un derecho cosmopolita exige
de modo categórico la abolición de la guerra e intenta mostrar que,
si bien la guerra ofició como un instrumento en la expansión plane
taria de la humanidad (como especie animal: Ak. VIII, 365), ahora
no sólo sería del todo improcedente, sino que incluso carecería de
función alguna. Pero, al mismo tiempo, se salvaguarda —como se
hará ver luego— el transfondo de las ideas citadas hasta el momento:
el lugar de la guerra no es ocupado por la temida serenidad de una
monarquía universal, sino por el conflicto pacífico entre pueblos sepa
rados merced al idioma y la religión.
La tecnología moderna ha conseguido fabricar armas de tal poder
destructivo que imposibilita la distinción entre civiles y combatien
tes e incluso, en último término, entre los integrantes del propio
bando y el del enemigo; su empleo se opone con ello al derecho de
gentes y aun al derecho civil mismo. Él uso de armas totalmente
automatizadas no inspira en el observador ninguna suerte de subli
midad ni tampoco exige virtud alguna, como presumían los autores
citados en vista de otra clase de armas. El riguroso precepto jurí-
dico-moral de Kant sobre la paz vertido en el escrito de 1795 se

4 Cfr. el séptimo principio de sus «Ideas para una historia universal en clave cos
mopolita» (Ak. VIII, 24-25) o la observación final de su «Probable inicio de la his
toria humana» (Ak. VIH, 121): «dado el nivel cultural en que se halla todavía el
género humano, la guerra constituye un medio indispensable para seguir haciendo
avanzar la cultura», en I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmo
polita y otros escritos sobre filosofía de la historia (versión castellana de Concha
Roldan y Roberto R. Aramayo), Tecnos, Madrid, 1987/1994, p. 74.
5 Cfr. K. U., V, 263 [citamos la versión castellana de Manuel García Morente].
Todos los autores citados hasta el momento comparten idéntico parecer al defen
dido por los antiguos, sobre todo en la época de los cesares, parecer del que supo
ne un buen exponente Juvenal, quien en sus Sátiras dejó escrito lo siguiente:
«Nunc patimur longae pacis mala, Luxuria incubuit victumque ulciscitut orbem»
(VI 293-294).
O B S E RVA C I O N E S C R Í T I C O - H I S T Ó R I C A S 3 3

podría convertir, gracias a este rodeo, en algo propio del sentido


común —pues la tesis kantiana sobre la paz perpetua cuenta con
granjearse la simpatía del entendimiento o de la razón del lector pers
picaz.
En unos epígrafes que simulan tener el aire de un protocolo diplo
mático van estipulándose cuatro grupos temáticos. Los «artículos
preliminares» abordan diversos quebrantamientos jurídicos —asom
brosamente actuales— que tocan tangencialmente a la paz y que
deben cesar inmediatamente o a largo plazo para instaurar ésta. Los
artículos definitivos y su aval por parte de la naturaleza esbozan todo
un sistema de derecho público y perfilan una historia natural de la
humanidad que halla en la paz tanto su fin final como su fin último.
La explicitación de este sistema jurídico e histórico configura, por
una parte, un tratado cerrado sobre sí mismo y, por otra, da pie a las
condiciones preliminares o requisitos de un sistema pacífico entre
los Estados. El suplemento (añadido en la segunda edición) sobre los
filósofos y los dos apéndices (concebidos de hecho con anterioridad
al resto del ensayo)6 relativos a las relaciones entre «moral y polí
tica» representan, a su vez, deliberaciones independientes acerca de
las condiciones bajo las cuales cabe conseguir la paz.
«Un esbozo filosófico» reza el subtítulo. Sin embargo, el escrito
no desarrolla los principios filosóficos de la paz, que finalmente vie
nen a coincidir con los principios del derecho en general7. No supone
una especie de anticipo de una parte de los «Principios metafísicos
de la doctrina del derecho», que aparecerán dos años depués en la
Metafísica de las costumbres, sino que conjuga elementos de la teo
ría pura del derecho con la cuestión (de nuevo universal) de su rea
lización política. Sobre esta combinación, es decir, no en el ámbito
de la pura teoría, sino en el problema del nexo entre la teoría y la
práctica, descansa el centro neurálgico del tratado; se trata de un
escrito polémico en pro de la paz, dirigido contra aquellos autores
que, como los representantes del poder feudal del Estado, definen la
teoría a partir de la praxis en boga y no la praxis a partir de la teoría.
En términos propios de una gigantomaquia, las cosas podrían expre
sarse así: el (francófilo) Kant platónico se enfrenta a los (anglofilos)
empiristas de la política; su praxis-teórica basada en una pretendida

6 Cfr. nota 21.


7 Cfr. la conclusión de los Principios metafísicos de la doctrina del derecho (Ak.
VI, 354-355); cfr. asimismo Georg Geismann, «Kants Rechtslehre vom Weltfrieden»,
Zeitschriftfiir philosophische Forschung 37 (1983), p. 363.
[ LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

experiencia ocupa el topos de una teoría pura, frente a una praxis


regida por la teoría y la experiencia de una antropología real.
En este breve escrito, tan compacto como un macizo montañoso,
se concentran muchas y muy sugestivas ideas; en lo que sigue se ana
lizarán algunas de ellas y se pasará revista a determinados problemas
de lectura. Comenzaré por "brindar una exposición histórica de cier
tas ideas precursoras relativas a la paz, en la medida en que estas pre
meditaciones han encontrado eco, implícita o explícitamente en el
tratado kantiano; todas ellas confluyen en la tarea que intenta sol
ventar la parte central del escrito, a saber: ¿cómo cabe demostrar que
el precepto de una paz necesaria desde un punto de vista racional es
realista y no quimérico? Este realismo es el responsable de que en la
formulación negativa de los artículos preliminares se introduzca la
lex permissiva y, asimismo, de que se abra paso a la garantía de la
naturaleza en los artículos definitivos, concebidos ahora positiva
mente. Mas ¿cómo se ha de entender que esta garantía debe compa
recer incluso cuando el precepto racional del artículo definitivo no
es acatado? El rechazo del principio platónico acerca del rey-filósofo
guarda conexión tanto con el principio republicano relativo al reparto
de poderes como con el comercio global; al mismo tiempo, el pos
tulado kantiano sobre la separación entre el poder y la sabiduría
entraña una crítica elemental de sus adversarios en la imprenta. A
modo de conclusión se intentará probar la íntima ligazón que se da
entre la problemática del binomio política/moral con las ideas rela
tivas a la libertad de expresión y a la necesidad de que las máximas
políticas sean susceptibles de verse publicitadas. Es ésta una idea
kantiana que se vuelve virulenta primero en el plano del conocimiento,
después en el de la estética y luego también en el del derecho.

II. LA SITUACIÓN FILOSOFICO-HISTORICA


DEL PROBLEMA

«No hay que esperar que los reyes filosofen o que los filósofos
sean reyes, mas tampoco hay que desearlo; porque detentar el poder
corrompe inexorablemente el libre juicio de la razón» (Ak. VIH, 369).
Kant no cita a Platón, pero se refiere a él en un tono de complicidad
para el lector avisado8. Kant había leído en la Politeia: «Si los filó-
8 La referencia obligada para este caso es el escrito publicado anónimamente por
Ludwig Heinrich Jakob bajo el título de Antimaquiavelo, o sobre los límites de la
obediencia ciudadana (Halle, 1794).
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 3 5

sofos no llegan a ser reyes en los Estados o los actuales reyes y deten
tadores del poder no filosofan sinceramente y con fundamento, aunán
dose el poder político y la filosofía, no hay término alguno para el
mal, tanto para las naciones como para el género humano» (473c-d).
La rectificación kantiana del principio del rey-filósofo se fundamenta
en su propia teoría de la separación de los poderes en la república, y
luego habremos de volver sobre ella. De momento nos interesa repa
rar en la concepción platónica de la paz; Kant se había referido a la
República en la Crítica de la razón pura9, declarándola un paradigma
con el que juzgar su propia filosofía política y del derecho. Es más,
su doctrina de las ideas y su teoría de la razón se desarrollan recu
rriendo directamente a Platón. Nuestro interés aquí por Platón no se
basa en la búsqueda de una fuente histórica, sino en su relevancia
para el análisis del pensamiento kantiano. La filosofía práctica de
Platón representa en éste un elemento constitutivo, aun cuando haya
experimentado toda una metamorfosis.
La polis platónica descansa en la división del trabajo; en el trato
con la naturaleza no humana se manifiesta como algo favorable el
hecho de que los hombres configuren una simbiosis, cuyos miem
bros se especialicen en determinados trabajos necesarios y ejecuten
éstos para los restantes miembros de la comunidad simbiótica. La
sociedad se vuelve por ello un cuerpo humano más extenso. Se des
plegará la lógica interna del crecimiento y de la organización esta
mental, en la que cada uno hace lo suyo (suum quisque), con un domi
nio cognoscitivo orientado hacia el bien; imperio cognoscitivo: la
separación del poder político respecto de una instancia más alta, cual
es el conocimiento del bien, no es posible (tal como Kant querrá sos
tener frente a Platón dentro de un nuevo contexto). La polis es una
configuración autárquica, un mundo autosuficiente. El hecho de que
existan otros Estados es una pura contingencia para la que, pese a
todo, la polis está preparada. El segundo estamento, el de los guar
dianes armados, no se ocupa tan sólo del mantenimiento de la ley en
el interior, sino de precaverse también contra posibles peligros pro
venientes del exterior. La polis misma es un Estado pacífico y evita
toda guerra injusta en base a su dinámica interna, pues lo que resulta
bueno y justo en sí mismo, también lo es para propios y extraños; la

9 «La república platónica se ha hecho proverbial como supuesto ejemplo sor


prendente de una perfección soñada que sólo podría encontrar cobijo en el cerebro
de un pensador ocioso. Sin embargo, sería preferible ir en pos de tales ideas» (K. r. V.,
A 316, B 372).
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

polis platónica se ve organizada con arreglo a los principios de lo


bueno y lo justo, de tal modo que las almas de los ciudadanos se
modelan isomórficamente en la estructura de la Politeia y tanto la
ciudad como sus ciudadanos buscan la paz con los Estados o las per
sonas circundantes.
Kant es platónico, pero platónico bajo las condiciones de la
modernidad. No aboga por los anciens en lo referente al derecho y
a la política, sino que se inclina decididamente del lado de los moder
nos, siendo así que el teórico de la modernidad es, a su modo de
ver, Thomas Hobbes. Mientras que los fundamentos de la polis de
los filósofos se basan en una división del trabajo encaminada a la
superación de las necesidades humanas con respecto a la natura
leza exterior (alimento, vestimenta y vivienda), el punto de partida
hobbesiano es el conflicto de los hombres entre sí. El miedo ante
la muerte violenta guía las acciones que no pueden ser prohibidas
y que por ello se ven autorizadas más allá del confín de la justicia.
Esta fobia radical es el origen de un derecho sobre todo y todos que,
al corresponder a todos y cada uno, no puede verse verificado por
nadie. La lógica del miedo desemboca en un infinito juego de espe
jos; cada cual debe temer que el otro tome precauciones precisa
mente por temor a una agresión e intentar así anticiparse para tomar
la delantera. A partir de tal aporía los hombres se refugian en una
asociación jurídica que cumple con dos tareas; al constituirse dicha
asociación se ven despojados del conflictivoj'ms in omnia et omnes,
para recobrarlo, tan pronto como se instaura dicha unión, parcial
mente dosificado como algo jurídicamente ordenado; y, en segundo
lugar, protege los derechos así ordenados de cada uno frente a los
abusos internos y externos. En principio, los hombres pueden vivir
sin temor en ese recinto jurídico y hacer cada uno lo que tenga por
bueno para sí.
En el Estado de justicia platónico impera el adagio de que «cada
uno (hace) lo suyo»; en cambio Hobbes funda un Estado formal de
derecho con la divisa «a cada uno (le pertenece) lo suyo». Platón tenía
que comprometerse a conocer la verdadera naturaleza del hombre,
así como a determinar lo que resulta objetivamente bueno y justo
para el hombre. Por el contrario, Hobbes parte del miedo y de su sum
mum malum, la muerte violenta, dejando a cada cual determinar lo
que sea el bien en relación con su particular suum. Lo justo no estriba
en su comportamiento, sino en la opción tomada en caso de litigio
para con un correlativo suum.
Platón crea la polis como un totum vital que configura una uni
dad autárquica; junto a ella se dan —casi por casualidad— otras con-
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 3 7

figuraciones semejantes, cuya existencia no tiene, sin embargo, influjo


alguno en la comunidad vital.
Todo es muy distinto en Hobbes. La situación inicial viene a
imponer un Estado mundial, pues la necesidad de protección ante la
muerte violenta se refiere a cualquier potencial agresor humano en
general10. La restricción del Estado a un área determinada y a sus
moradores no se basa en la naturaleza del hombre, como en Platón,
pues el Estado de Hobbes no configura ninguna comunidad humana
limitada para la realización de la vida buena y justa, sino que se basa
en un imperioso pacto frente a una amenaza real o inminente contra
la propia vida. Esta apremiante necesidad constriñe al hombre a per
manecer a medio camino y cerrar pactos parcialmente beneficiosos,
a la par de parcialmente contraproducentes, que le llevan a reprodu
cir el status naturalis en los Estados, sólo que con mayor fuerza y
mayor sobresalto". Una paz incidental en el estado del básico bellum
omnium contra omnes sólo se ve posibilitada por un armamento disua-
sorio. Los demás Estados se ven urgidos a temer quedar derrotados
en una agresión anticipada y, en su defecto, sabrán descubrir o inven
tar alguna razón para perpetrar tal agresión. Como medio de la
—jurídicamente necesaria— autoconservación, Hobbes sólo puede
recomendar al Estado el adelantarse a las agresiones o el exceso de
pertrechamiento bélico.
Kant asumirá esa hipótesis e intentará solucionar este problema:
¿Como cabe trocar ese fatídico destino de gladiador propio de los
Estados hobbesianos en una preservación de la paz (ordenada por el
principio del neminem laecle), sin que los Estados se disuelvan en un
Estado mundial muy conforme a la razón pero sin visos de realidad?
En Rousseau encuentra Kant dos elementos que incorpora a su
teoría de la paz; de un lado, el Estado republicano que preconizara
John Locke, por el otro, la idea de una confederación de pueblos o
sociedad de naciones que constituya una vía media entre la alterna
tiva hobbesiana de la anticipación y la carrera de armamentos.
Con Locke comienza, tras la titánica obra de Hobbes, la histo
ria jurídica de la modernidad; en los Two Treatises of Government el
hombre como persona es el punto de partida. Está obligado a priori

10 A lo que yo sé, Hobbes no puso nombre alguno a esta consecuencia interna de


su principio.
11 Como es bien sabido, Platón mismo dejó dicho en las Nomoi que la guerra pre
domina naturalmente entre unos Estados contra otros (625d); más arriba nos refería
mos tan solo a la lógica interna de la Politeia citada por Platón, sin que tal cosa deba
dar pie a ningún problema de interpretación histórica.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

a la autoconservación y por eso cuenta con el derecho de disponer de


los medios que la naturaleza le brinda para ello. No puede suprimir
su libertad de acción externa, necesaria para su autoconservación,
sino que está obligado a preservar dicha libertad —con lo cual se blo
quea el acceso al Estado hobbesiano y se abre el camino a la repú
blica de la época moderna, caracterizada por la separación de los
poderes y comprometida con la realización de los derechos natura
les de los ciudadanos—. El déspota hobbesiano es retrotraído al estado
de naturaleza como legibus absolutus y, por lo tanto, como outlaw.
Por lo que sabemos, Kant no leyó ninguno de los dos tratados de
Locke, pero trabó conocimiento con las innovadoras propuestas loc-
keanas a través de su recepción en otros autores, particularmente gra
cias al Contrat social de Rousseau, que data de 1762.
La teoría rousseauniana alberga una tesis que Kant no asumirá.
Dicha teoría identifica la volonté genérale con el interés general, sin
que este último pueda quedar definido por la primera y ser así pura
mente formal. El interés universal se conforma en cuanto al conte
nido como la concreta voluntad vital del moi commun, y en eso se
distancia Kant de Rousseau. Mientras Rousseau aspira a una con
vergencia de la prosperidad y ciertos intereses homogéneos, restitu
yéndose así un summum bonum del ciudadano, del bourgeois, Kant
separa la vertiente formal del derecho del contenido de los intereses
vitales. El hecho de que el hombre tenga un interés vital por el Estado
—coincidiendo aquí por lo tanto la exigencia racional de la morali
dad (exeundum est e statu naturali) y el «interés común de todos por
estar en el estadio jurídico» (Ak. VI, 311)— es algo que resulta com
prensible y no supone problema alguno; sin embargo, el hecho de
que el poder legislativo articule el interés del ciudadano bajo una
forma universal, viene a contradecir las ideas de la legislación misma;
en ésta el ciudadano, el citoyen, es representante, esto es, no articula
el interés vital de la comunidad, sino la legislación formal que posi
bilita la realización sin conflictos de los intereses cambiantes del
bourgeois. En segundo lugar, Rousseau es el autor que ha propagado
las ideas del Abbé de Saint Pierre sobre una federación de pueblos12.
Rousseau resume los escritos del abad e intenta difundir la idea de

12 Cfr. Georg Cavallar, Pax Kantiana. Systematisch-historische Untersuchung des


Entwurfs «Zum ewigen Frieden» (1795), Wien/Kóln/Weimar, 1992: «Saint Pierre y
Rousseau ejercieron la influencia más poderosa en el proyecto kantiano sobre la paz;
el resto de los escritos publicados a este respecto no parecen haber sido conocidos
por Kant» (p. 33). Sin embargo, con el título Kant recoge expresamente un tópico
leibniziano; cfr. Heiner F. Klemme, Immanuel Kant, 1992, pp. 111-112.
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 3 9

una pacífica liga europea, cuya defensa será asumida por Kant con
una locución casi más estereotipada contra el reproche de que seme
jante foro sea una quimera13.
Ensoñación, quimera: tales son los eslóganes que quienes con
forman la praxis a la experiencia lanzan contra una mera teoría sin
vigor para la práctica. Kant, el platónico de la razón práctica, se sitúa
en esta nueva gigantomaquia sobre la cima de la pura teoría. Sin
embargo, tal como el Abbé de Saint Pierre concibió su paz perpetua,
tampoco es realizable en opinión de Kant, pues, aun cuando la idea en
cuanto tal sea racionalmente necesaria, no deja de estar mal empla
zada. El tratado kantiano se propone la tarea de desarrollar o, mejor
dicho, constatar la necesidad ética de tal empresa y, por otra parte, pro
porcionar las condiciones bajo las cuales la inobjetable idea del abad
no es ninguna quimera. «Tanto el Abbé de Saint Pierre como vos mismo
os habéis aprestado a viajar por el país de las quimeras», escribe
Sylvestre Chauvelot a Kant en 179614. El tratado de 1795 fue conce
bido justamente para responder a este reproche. La tesis kantiana viene
a contestar así: los Estados feudales que el abad tenía en mente son
incapaces de cimentar constitucionalmente una política de paz; la repú
blica burguesa, sin embargo, está concebida en su estructura interna de
tal modo que eluda por principio la guerra ofensiva; en cambio, el espí
ritu de comercio burgués conduce hacia la paz, pues el comercio pre
supone la cercanía o incluso contraposición pacífica de los pueblos.

III. INTERDICTOS RACIONALES Y LEYES PERMISIVAS

«Los artículos preliminares tendentes a la paz perpetua entre los


Estados»: el apartado en cuestión proclama la exhaustividad de los
artículos enumerados; sin embargo, esta exhaustividad no se revela
como un principio de ordenación de los artículos entre sí. Por con
tra, el resto de las partes del escrito sí están ordenadas sistemática
mente, excepción hecha del artículo secreto sobre la libertad de pluma,
ya que fue añadido ulteriormente.
13 Cfr. Klemme, op. cit.,p. 111. En la conclusión de su Extrait du projet depaixper-
pétuelle de Monsieur l'Abbé de Saint Pierre (1761) Rousseau escribió lo siguiente:
«Si, malgré tout cela, ce Projet demeure sans execution, ce n'est done pas qu'il soit
chimérique; c'est que les hommes sont insensés, et que c'est une sorte de folie
d'etre sage au milieu des fous» (cfr. Oeuvres completes, Paris, 1959 ss., vol. IH, p.
589).
14 Cfr. Ak. XII, 166 y Domenico Losurdo, lmmanuel Kant. Freiheit, Recht und
Revolution, Kóln, 1987, pp. 160-161.
40 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Los artículos preliminares son formulados como prohibiciones,


aunque no lo imponga necesariamente así su carácter técnico-con
tractual, pues los artículos preliminares bien pueden contener pre
ceptos o constataciones positivas. Es más, también su contenido se
deja captar mediante un precepto acompañado de la subsiguiente
explicación; tal es el caso del primer artículo, donde se vincula el
sellar la paz con la representación de que con dicho acuerdo queden
eliminadas todas las posibles motivaciones de la guerra. De la cua
lidad de un Estado, consistente en ser una persona moral o jurídica,
y del precepto implícito en ello, de respetar a ese Estado como se
haría con dicha persona, se sigue inmediatamente que, en tan escasa
medida como una persona natural15 puede ser objeto de un acto here
ditario conforme al derecho privado, igualmente se deduce de todo
ello el interdicto de intervención enunciado en el artículo quinto. La
milicia civil constituye la forma jurídica de la defensa; los impues
tos sólo son legítimos con respecto a determinadas tareas estatales...
Mientras que los artículos preliminares son formulados como
prohibiciones que se han de aplicar inmediatamente o a largo plazo,
los artículos definitivos cobran la apariencia de preceptos: «La cons
titución civil de todo Estado debe... / el derecho de gentes debe... / el
derecho cosmopolita debe...». Las prohibiciones se refieren a accio
nes jurídicas públicas y se levantan en contra de su abuso; en cam
bio, los artículos definitivos se orientan a las constituciones jurídi
cas públicas y las situaciones de los Estados entre sí, cosas ambas
que no pueden ser objeto de acciones singulares en modo alguno. Los
artículos preliminares tienen por destinatarios a los políticos y prín
cipes que tienen poder para satisfacer esas prohibiciones con deter
minadas acciones individuales; en el caso de los artículos definitivos
se trata más bien de un sistema social y su necesario progreso histó-
rico-jurídico. En los artículos preliminares serán enumerados los actos
ilegales; el criterio de su denominación y presumiblemente también
el de su rapsódico agrupamiento es la praxis efectiva del político16.
Para cada uno de los seis comportamientos ilegales recogidos en

15 Cfr. esta sentencia de Fichte: «el hombre no puede ser heredado, ni comprado,
ni regalado...» (cfr. Johann Gottlieb Fichte, Gesamtausgabe der Bayerischen
Akademie der Wissenschaften, hrsg. von R. Lauth u. H. Jacob, Stuttgart/Bad Cannstatt,
1964 ss., vol. I, p. 173; cfr. Reivindicación de la libertad de pensamiento -ed. de
Faustino Oncina-, Tecnos, Madrid, 1986).
16 Cfr. la bibliografía brindada por Jochen Hennigfeld, «Der Friede ais philoso-
phischen Problem. Kants Schrift Zum ewigen Frieden», en Allgemeine Zeitschrift
für Philosophie 8 (1983), pp. 24-25. Geismann (op. cit., pp. 369-376) interpreta
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 4 1

dichos artículos, no costaría ningún esfuerzo allegar algunos casos


concretos que tanto el autor como sus lectores coetáneos tenían bien
presentes; aquí no se habla de actos ilegales en los que acaso nadie
incurra desde una perspectiva sistemática y abstracta. El hecho de
que los tratados de paz no puedan ser considerados como perma
nentes o el que los Estados, a pesar de ser personas jurídicas, puedan
ser objeto de contratos ajustados a la naturaleza del derecho privado
(herencia, trueque, venta y donación)17, ha devenido moneda comente
en los usos de la modernidad. Los impuestos (artículo 4) son un «inge
nioso invento alumbrado en este siglo por un pueblo de comercian
tes» (Ak. VIII, 348)18. Los ejércitos permanentes (artículo 3) ya exis
tían en la antigüedad y a ello alude Kant con la expresión miles per
petuus (Ak. VIII, 345); Adam Smith escribió: «Uno de los primeros
ejércitos permanentes de los que tenemos noticias fidedignas es el de
Filipo de Macedonia»19; pero estos ejércitos se vuelven, al parecer
de Kant, una abrumadora carga en el presente (cfr., v.g., Ak. VIII,
3ll)20. La prohibición del intervencionismo (artículo 5) hace pie en

cabalmente los artículos preliminares como presupuestos indispensables para sellar


la paz entre Estados autónomos, no indispensables en sentido temporal (p. 375), pero
sí desde un punto de vista sistemático. La cuestión de si hay otros presupuestos (o
factores) indispensables, es algo que no le interesa al texto kantiano, centrado como
está en la praxis injusta y no en un derecho sistemático. Geismann intenta com
prender el primer artículo como fundamento del resto, como sería el caso del segundo
artículo: «Así pues, un tratado de paz excluye en su posibilidad la herencia, trueque,
venta y donación de Estados» (371). Sin embargo, el artículo 2 vale también para
Estados que no hayan sellado con otros tratado de paz alguno. Cada uno por su lado
los artículos vienen a denunciar sin ánimo sistémico unas escandalosas transgre
siones jurídicas que acarrean la guerra. Limitándose a interpretar -como hace
Geismann- el escrito en base a unos principios meramente teoréticos queda cegada
una parte sustantiva de su problemática, al igual que, por el contrario, algunas otras
explicaciones -como v.g. la de Losurdo (cfr. op. cit.)- se ciñen al aspecto estricta
mente político de las propuestas kantianas.
17 Cfr. en los Principios metafísicos de la doctrina del derecho los epígrafes A.c
yB.adel§31yelbdel§34.
18 Adam Smith planteó la cuestión de los impuestos públicos en el último capítulo
de la Riqueza de las Naciones (cfr. A. Smith, The Wealth of Nations —1776—, ed.
by E.R.A. Seligman, London/New York, 1958, vol. II, pp. 389-430»: «Of Public
Debts»). Ya en las Ideas para una historia universal en clave cosmopolita o en Teoría
y práctica se había referido Kant al rico ingenio de los ingleses (Ak. VIII, 28).
19 Cfr. Adam Smith, op. cit., vol. II, p. 192 (vl.ll «Of the Expense of Defence»;
aquí también se ofrece una confrontación entre la milicia ciudadana y el ejército per
manente.
20 Para hacerse una idea de lo que se pensaba por entonces sobre los ejércitos per
manentes, cabe acudir a Klaus Epstein, op. cit., pp. 289-293 («The Controversy on
Standing Armies and War»).
42 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

la guerra mantenida por Austria y Prusia contra la Francia revolu


cionaria21.
Los seis interdictos citados se dividen en dos clases: unos deman
dan una entrada en vigor inmediata, mientras que otros admiten ver
demorada su vigencia. Esta hibridez de los artículos preliminares
(los cuales no muestran sistematicidad alguna ni en su estructura
ción ni en su número) da lugar a una nueva diferenciación en el seno
de la negación: De un modo a priori y necesario se dan tanto el pre
cepto, como la prohibición y el permiso relativo al interdicto22. La
lex permissiva se ofrece «a una razón sistemático-clasificatoria de
sí misma» (Ak. VIII, 348)23. La permisión es interpretada sin con
tar con una definición temporal próxima y en cuanto licencia para
la postergación de su cumplimiento24. Con esta indicación Kant nos
hace reparar en la evidencia de que, según su propio planteamiento,
la posición sistemática del permiso está vinculada, de hecho reñida
(sic)25, con la proyección de una razón compartimentada y muestra
las razones de que los preceptos no puedan dividirse para verse rea
lizados al instante o a más largo plazo. También aquí entra en escena
la disolvente «antinomia» de la ley permisiva entre la vigencia del
derecho positivo y la ley de la razón, de modo que los preceptos de
los artículos definitivos constituyen en realidad normas de un pro
ceso a largo plazo destinado a no llevar a cabo de inmediato las pau
tas de acción.

21 Sobre la filiación francófila que los coetáneos de Kant podrían detectar en este
artículo preliminar, cfr. Domenico Losurdo, op. cit., pp. 157-181.
22 Se introduce aquí una idea que ya había sido expuesta con anterioridad (cfr. el
apéndice I del Weimarer Reinschriftfragment editado por Lehmann), pero que no se
había aplicado a las leyes universales de la razón («Estas son las leyes permisivas
de la razón...» -Ak. VIII, 373). No se recurre a la introducción de las leyes permisi
vas realizada poco antes en los artículos preliminares.
23 De modo similar se dice respecto a la división tripartita entre derecho civil,
derecho de gentes y derecho cosmopolita: «Esta división no es arbitraria, sino nece
saria con respecto a la idea de una paz perpetua» (Ak. VIII, 349). Aquí la triada no
es entendida como una división racional necesariamente a priori, sino en cuanto al
contenido de la relación recíproca entre los hombres, la de los Estados entre sí y la
de los hombres para con los Estados. Allí no tiene una función principio-teorética
en el escrito y la dudosa (cfr. el § 25 del manual de historia de la filosofía de Johann
Gottlieb Buhle, Lehrbuch der Geschichte der Philosophic, Góttingen, 1798) posi
ción sistemática de la ley permisiva es indicada como de pasada en una nota.
24 Como ilustración de una concepción atemporal de una ley permisiva cabría
recordar que, mientras en algunos recintos ciertas acciones son preceptivas, en otros
están prohibidas y en una zona intermedia se ven permanentemente consentidas.
25 Cfr. Ak. VIII, 347-348.
O B S E RVA C I O N E S C R Í T I C O - H I S T Ó R I C A S 4 3

Aun cuando la ley permisiva debe inferirse de una necesidad sis


temática, tampoco deja de ser la reacción al desiderátum del conjuro
de disposiciones precipitadas. El propio Kant se sirve de este lema
en La paz perpetua: cualquier cambio debe «acontecer sin apresura
miento y nunca en contra del propósito mismo» (Ak. VIII, 347 y
373)26. Precipitadas fueron, según una convicción muy generalizada,
las reformas de José II, así como también la revolución francesa;
sobre la premura de las mejoras ilustradas advirtieron varios autores,
entre los que se cuentan el conde Windischgraetz y el jurista Ernst
Friedrich Klein27.

26 Cfr. Ak. VIII, 372: «toda falta ha de ser enmendada de inmediato y con impe
tuosidad». En su respuesta al tópico de Kant August Wilhelm Rehberg había enfa-
tizado esta «antinomia» (esa colisión de las leyes constatada por Quintiliano) con
la que ya estamos familiarizados: «Contra un sistema de determinaciones positiva
mente demostrables a priori del derecho natural aplicado al mundo del hombre, no
puede derivarse ninguna otra cosa salvo la total disolución de la actual constitución
civil»; la «teoría de las revoluciones» es una consecuencia inexorable del sistema
del derecho natural (cfr. Dieter Henrich -Hrsg.-: Kant, Gentz, Rehberg, Über Theorie
und Praxis, Frankfurt, 1967, p. 128).
27 Cfr. Reinhard Brandt, «Das Erlaubnisgesetz, oder: Vernunft und Geschichte in
Kants Rechtslehre», en Rechtsphilosophie der Aufklarung (Symposium celebrado
en Wolfenbüttel durante 1981), hrsg. von R. Brandt, Berlin/New York, 1982,
pp. 250-255. Rousseau termina su escrito editado postumamente (1782), el «Jugement
sur le projet de paix perpétuelle», con el problema que Kant intenta solucionar con
la ley permisiva: Las ligas entre naciones sólo podrían imponerse con revoluciones
«et sur ce principe qui de nous oseroit dire si cette Ligue Européenne est a désirer
ou a craindre? Elle feroit peut-étre plus de mal tout d'un coup qu'elle n'en pré-
viendroit pour des siécles» (cfr. J. J. Rousseau, op. cit., vol. Ill, p. 600). Kant parece
haber tomado nota del escrito; en un anexo de las Lecciones de Antropología de
mediados de los años ochenta (¡y no antes!) se indica textualmente: «Por eso dice
Rousseau mismo: Es mejor ser su [de los príncipes -RB] enemigo que su ciudadano.
Pues las naciones se vuelven bárbaras en su interior mismo a causa de estas gue
rras» (Antropología-Mrongovius, 129; dentro de poco en el vol. XXV de la edición
de la Academia). La afirmación parece hacer referencia a la siguiente cita del
«Jugement»: «Enfin chacun voit assés que les Princes conquerans font pour le moins
autant la guerre a leurs sujets qu'á leurs ennemis et que la condition des vainqueurs
n'est pas meilleur que celle des vaincus» (cfr. J. J. Rousseau, ed. cit., vol. Ill, p. 593).
En la Antropología-Mrongovius se acoge positivamente el plan de paz y con el pen
samiento puesto en un poder que «tiene un fuerte control» (129) sobre las senten
cias legales de un derecho de gentes. Falta la vinculación a una organización repu
blicana de las naciones implicadas. Esto último vale también para la «Idea para una
historia universal en clave cosmopolita» de 1784; aquí la liga de naciones no es con
seguida por las naciones, sino que, por el contrario, las naciones consiguen una fuerza
legal interior satisfactoria únicamente a través de la intervención de un cuerpo de
Estado poderoso (cfr. Ak. VIII, 24). Rousseau aparece nombrado todavía junto al
«Abbé de St. Pierre».
44 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Los apresuramientos hacen fracasar los mandatos de la razón,


convirtiéndolos en meras quimeras. La solución de Kant: La methe-
xis de la realidad debe, por una parte, incorporarse inmediatamente
a la idea, mientras que, por otra, se tolerará una postergación provi
sional en la modificación de determinadas circunstancias o institu
ciones ilegales. En la precedente filosofía de Kant, el estado ilegal
de la situación política estaba causado por la materia irracional, la
cual obliga sólo a un progresivo per áspera ad astra; el ser humano
comienza en la barbarie del estado de naturaleza y se va elevando
desde éste paulatinamente hacia la razón. Sólo con la ley permisiva
de la razón pura cabe concebir la no-razonabilidad de la propia razón
y se hace comprensible el proceso de superación del hiato28. La inclu
sión de las leyes permisivas en la legislación de la razón práctica se
comprende por lo tanto como algo necesario desde un punto de vista
filosófico, aunque al mismo tiempo constituye un movimiento de aje
drez que apuesta por la política reformista en contra de la precipita
ción y el estancamiento.

IV. MANDATOS DE LA RAZÓN E HISTORIA NATURAL

La paz es un fin racional que aparece expuesto en los artículos


definitivos en sus tres pasos necesarios. La garantía de la naturaleza
es la prueba positiva necesaria, únicamente asociable a un precepto,
de la practicabilidad de aquello que la razón positiva postula: Lo que
es nuestro deber no es quimérico, sino factible, pues está en conso
nancia con los fines de la Naturaleza. «[...] trabajar por conseguir este
fin (no meramente quimérico)», así acaba la reflexión que conduce
a la garantía de la Naturaleza (Ak. VIII, 368).
«Naturaleza» es un calificativo que tiene muchas capas; cuando
Kant habla de una garantía de la Naturaleza, se está presuponiendo
que no tratamos aquí de una determinación categorial de la Naturaleza,
sino que nos estamos confrontando con fenómenos inmersos en la
Naturaleza experienciable, a la que no concebimos como adecuada
con el entendimiento, sino con la razón o con el juicio reflexionante.

28 Según esto, Kant aboga ya antes de la introducción explícita de la ley permi


siva por la posibilidad de una postergación: «No tengo nada en contra de que aque
llos que tienen el poder en sus manos, obligados por las circunstancias, aplacen para
luego, para mucho después, el librarse de estas tres cadenas [...]», dice en su ensayo
sobre la religión (Ak. VI, 188 Nota).
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 4 5

«Garantía de la Naturaleza» es, por consiguiente, un concepto refle


xivo que construimos subjetivamente de forma necesaria29.
Para reconocer la función de la garantía de la Naturaleza en la
teoría de la paz, es oportuno acordarse de aquel postulado de Cicerón
relativo a que lo honesto debe estar siempre vinculado con lo (ver
daderamente) útil30. Rousseau retoma este postulado al comienzo del
Contrato social: «A lo largo de la presente investigación intentaré
aliar en todo momento aquello que permite el derecho con aquello
que prescribe el interés, a fin de que la justicia y la utilidad no se vean
disociadas en modo alguno»31. Éste es el punto de vista del legisla
dor con respecto a la sociedad establecida. Hume formula desde la
perspectiva del ciudadano y su deber de sumisión «que nuestra pro
pia obligación de obedecer a la magistratura y a las leyes no se fun
damenta sino en el interés de la sociedad»32. La obligación de sumi
sión de cada uno está fundada exclusivamente en el interés de todos;
si no se obtiene el provecho común, se extingue la obligación.
Kant fundamenta sus leyes jurídicas en la ley de la libertad, que
ante todo no tiene vinculación de ninguna clase con la legislación de
la Naturaleza categorialmente determinada, esto es, con todo aque
llo que es relevante para la eficacia, pero no depende de nuestro pro
pio poder. La razón pura práctica obliga con ello a los hombres a la
realización de fines, sin decir nada sobre el substrato de la acción en
el que deben ser realizados estos fines morales. En el mito de Sísifo
se describe el peligro del comportamiento absurdo: La piedra de Sísifo
aniquila la finalidad de la acción con legitimidad y pone de relieve
su carácter quimérico. Kant tiene que mostrar, tras el diseño de su
teoría, que la naturaleza —sustraída al propio poder de la acción—

29 Cfr. la formulación, no podríamos «explicarnos de otra manera» (Ak. VIH, 361)


la forma de la Naturaleza. En general, Kant entra muy poco en detalles, aquí o en
tratados semejantes, acerca del estatus epistemológico de la teleología, de forma
parecida a como Newton tiene que considerar que su física no trata de las cosas como
tales, sino de los fenómenos.
30 De esto se ocupa particularmente el tercer libro de De officiis; Christian Garve
resume el contenido en el título «Reglas generales, a partir de las cuales se puede
decidir en la lucha aparente entre virtud y utilidad» (cfr. Christian Garve, Abhandlung
über die menschlichen Pflichten in drey Büchern aus dem Lateinischen des Marcus
Tullius Cicero, Breslau, 1784, p. 211). La misma cuestión vuelve a aparecer en el
«Apéndice» del escrito sobre la paz; se muestra que no puede haber ninguna lucha
real entre moral y política (utilidad).
31 Cfr. J. J. Rousseau, op. cit., vol. HI, p. 351 (Du Contrat social, Livre I).
32 Cfr. David Hume, An Inquiry Concerning the Principles of Morals, III, 2,
Note 3.
46 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

del hombre y del mundo, en donde actúa éste, no es la naturaleza


del infierno, sino que se armoniza con los fines de las leyes de la
libertad y posibilita una vinculación de lo honestum y lo utile. Esto
debe mostrarlo contra el empirista que rechaza la teoría moral pura
y su honestum como no practicable, por lo que, bien al contrario,
eleva lo fáctico a norma en su «política natural» (Ak. XXIII, 192)
y deduce los fines de la acción de la mera naturaleza empírica del
ser humano33.
La Naturaleza garantiza la practicabilidad, el ser-ño-quimérico,
del fin moral de la acción realizando ella misma ese fin34. El meca
nismo de inclinación antropológica secunda, por consiguiente, a la
razón pura práctica; pero no lo hace de manera que garantice la rea
lización de los fines entonces y sólo entonces, cuando el ser humano
obedece a la «obligación moral», sino que produce el fin por su pro
pia cuenta, lo quiera o no lo quiera el ser humano: «Cuando digo de
la Naturaleza: quiere que suceda esto o aquello, esto no quiere decir
tanto como que nos imponga el deber de hacerlo (pues esto obra sólo
en poder de la razón práctica libre de coacción), sino que lo hace ella
misma, lo queramos o no (fata volentem ducunt, nolentem trahunt)»
(Ak. VIII, 365), y: esto lo «garantiza la Naturaleza por medio del
mecanismo de las inclinaciones humanas incluso la paz perpetua»
(Ak. VIII, 368).
Nolentem trahunt35. Esto significa que la Naturaleza garantiza

33 El conflicto cultural, en el que interviene el escrito sobre la paz, es también


una lucha por la apelación legítima a la «Naturaleza» —¿a quién le pertenece?—.
Edmund Burke se ocupa de lo kata physin, secundum naturam, con las siguientes
declaraciones: «This policy [la de la tradición inglesa, RB] appears to me be the
result of profound reflection; or rather the happy effect of following nature, which
is wisdom without reflection, and above it [...] By a constitutional policy, working
after the pattern of nature [...] Our political system is placed in a just correspondence
and symmetry with the order of the world [...] Thus, by preserving the method of
nature in the conduct of the state, in what we improve, we are never wholly new; in
what we retain, we are never wholly obsolete [...] Through the same plan of a con
formity to nature in our artificial institutions [...]» (cfr. Edmund Burke, Reflections
on the revolution in France -1790-, London/New York, 1964, pp. 31-32). La tarea
de Kant: Reconquistar la Naturaleza para el complicado programa de una ruptura
con la tradición sin revolución.
34 En todo momento late la siguiente reflexión como transfondo: La certeza de
este conocimiento es suficiente para nuestra praxis, una certitudo moralis, no
mathematica o metaphysica.
35 Kant utiliza la misma expresión también al final de Teoría y práctica (VIH 313),
también allí dirigida contra los políticos, los falsos «dioses de la tierra» (Ak. VHI,
313), quienes no sólo deberían acatar el derecho por razones morales, sino también
OBSERVAC ION ES C R ÍTIC O-H ISTÓRICAS 4 /

no sólo el «si, entonces», ésta es la lógica-de la esperanza del bien


supremo36, sino que realiza la consecuencia incluso cuando la con
dición no es cumplida en absoluto por parte de quienes actúan. Por
consiguiente, se da aquí un traspaso de la realización hacia el lado
de la Naturaleza. Lo mismo que nos impulsa instintivamente por
medio del dolor y el placer a la realización de la vida individual que
nos ha sido otorgada, realiza la finalidad de la especie humana por
su propia cuenta. Volveremos más tarde sobre el problema que se
encuentra en la base de este planteamiento, esto es, si con ello no
resulta superfluo el actuar libre del ser humano; primero nos con
centraremos en la cuestión: ¿Qué función tiene este nolentem trahunt,
a primera vista redundante para la argumentación? El destinatario no
puede ser alguien que necesite para su actuar por deber de una garan
tía sobre la viabilidad del fin ético-jurídico de la actuación; sino que
se piensa —así hay que suponerlo— en los políticos, en los hombres
de la razón de Estado37 que consideran el derecho racional como mera
teoría que no sirve para la práctica. La cláusula que subyace a esta
afirmación supone, si la interpretación es correcta, una advertencia
política para los gobernantes: Si los postulados jurídicos no se reali
zan por una reforma de las tiranías, la Naturaleza arrastrará tras de sí
a los que se opongan y obtendrá por la fuerza la realización a su
manera; quien no comienza ninguna reforma por decisión propia,
provoca la revolución de los ciudadanos y se convierte en su víctima.
«La Naturaleza quiere de modo inexorable que, al fin y a la postre,
el derecho se salga con la suya. Aquello que se ha descuidado hacer,
acaba verificándose, aunque con muchas molestias. "Quien dobla
demasiado la caña, termina rompiéndola; y quien desea demasiadas

considerar la «naturaleza de las cosas» por motivos de prudencia, «los cuales obli
gan a ir a donde uno no quiere». Aquí se apela bajo la denominación de naturaleza
humana a que «en ella siempre está vivo el respeto por el derecho y el deber» (Ak.
VII, 313), por lo tanto, justamente la parte racional de los ciudadanos, que no acep
tarán a la larga la injusticia permanente por motivos morales. A fin de cuentas es
indiferente para el cálculo prudencial de los gobernantes, respecto del nolentem
trahunt, si los arrastra al patíbulo la razón de los maltratados ciudadanos o su meca
nismo de inclinación.
36 En la teoría kantiana del bien supremo hay al menos una muy esperanzadora
garantía de la realización de nuestros fines propuestos por la razón; cfr. u. a.V 107
ss. (K.p.V. «Dialéctica de la razón práctica»). En ambos casos se trata de un ámbito
esencial para la realizabilidad de nuestros fines moralmente necesarios de la acción,
un ámbito que ya no depende del poder del que actúa.
37 Este término no es utilizado por Kant ni en las obras publicadas ni en la corres
pondencia.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

cosas, acaba por no poder aspirar a nada" —Boutewerk» (Ak. VIII,


367). Lo que se ha dejado de hacer no se recoge después en una actua
ción humana realizada según una norma, prohibida, indicada o per
mitida, sino que «esto mismo se hace a fin de cuentas»38. La conso
nancia estoico-spinozista de razón y antropología indica lo siguiente:
aquello que postula la moral jurídica, queda «garantizado»; por con
siguiente, se puede seguir con toda confianza el mandato de la razón,
pues no conduce a ningún fin quimérico; además, los gobernantes
están por supuesto bien aconsejados para hacer esto por libre deci
sión y con arreglo a un plan, antes de que se hagan pedazos los diques;
en el momento en que los políticos no actúen razonablemente, se
verán arrastrados por el suelo como perros bajo el carro de la Historia-
Naturaleza39.
Respecto a la acción paralela de razón y naturaleza humana sobre
los tres sectores que resultan necesariamente del derecho civil, del
derecho de gentes y del derecho cosmopolita: 1. El derecho civil.
Kant distingue dos modos de gobernar, el republicano y el despótico;
con arreglo a su argumentación, en el primer caso cabría distinguir
una (idea de) república que ha realizado de hecho los desiderata cons
titucionales de la división de poderes y un Estado que cuando menos
es gobernado con arreglo al espíritu republicano40. La república (o el
Estado regido de modo republicano) evita la guerra ofensiva con
forme a un principio y se cualifica como el único basamento de la
paz entre los pueblos. El motivo de que la república «no pueda estar
ávida de guerra» (Ak. VII, 88) es desconcertante dentro de su siste
mática-razón-naturaleza, pues reza: Los ciudadanos apenas pueden
otorgar su consentimiento a la cuestión de si una guerra debe ser
empezada o no, «puesto que todos los desastres de la guerra acaba
rían revirtiendo sobre sí mismos» (Ak. VIII, 351)41.

38 La observación de Kant se incorpora a la interpretación coetánea de la revolu


ción como un suceso natural, cfr. Domenico Losurdo, op. cit., pp. 111-115
(«Inundaciones, terremotos y revoluciones»).
39 Este es el sentido que subyace en el fondo de la expresión/oía volentem ducunt,
nolentem trahunt.
40 Respecto al papel de la idea de república en relación a la realidad histórica cfr.
Horst Dreir, «Demokratische Reprásentation und vernünftiger Allgemeinwille», en
Archiv des offentlichen Rechts 113 (1988), pp. 472-474; cfr. asimismo Karlfriedrich
Herb u. Ludwig Bernd, «Kants kritisches Staatsrecht», en Jahrbuch für Ethik und
Recht/Annual Review of Law and ethics 2 (1994), pp. 457-504.
41 En la recepción de este argumento, tan frecuentemente aducido a favor de la
necesaria práctica pacífica de la república, Fichte no pone el acento sobre los per
juicios de los ciudadanos, sino sobre el hecho de que la ganancia sería muy pequeña
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 4 9

La respuesta es desconcertante, pues Kant está de acuerdo con


Rousseau (y Locke) en que un Estado de derecho no es pensable sin
la separación, sobre todo, del poder legislativo del ejecutivo. Las
leyes del poder legislativo autónomo son universales y valen por anto
nomasia para todo ciudadano; por el contrario, los actos o decretos
del gobierno son particulares y sólo pueden ser decretados en su par
ticularidad en la ejecución de la ley precedente. Aquí está de acuerdo
Kant con Rousseau; pero Kant combina de otra manera que Rousseau
la república sometida a la separación de poderes con el principio de
la representación, que Rousseau había clasificado como confusión
moderna y había rechazado42. Lo que significa representación exac
tamente, no se puede deducir del texto con facilidad43. No obstante,
representativo quiere decir al menos que la legislación se refiere sólo
a lo Universal necesario (en contraposición a las medidas del poder
ejecutivo), y esto es válido independientemente de que alguien haya
tomado realmente parte en la votación y haya votado a favor o en
contra. La ley acordada (o pensable como así acordada) en el poder
legislativo es, por consiguiente, a priori de la voluntad jurídica de
cada ciudadano, como quiera que se la invoca por mor de su propia
opinión y de sus intereses; representa su razón legal necesaria, no su
voluntad (de vivir)44. Precisamente esta estructura formal no le pare-

para los individuos, con la habitual hipostatación retórica: «El que una nación entera
deba determinar invadir un país vecino a causa del saqueo, es imposible, mientras
en un Estado, en el cual todos son iguales, la rapiña no se convierta en el botín de
guerra de unos Pocos, sino que se reparta a partes iguales entre Todos, pues la pro
porción que le corresponde a cada individuo no merecería nunca más las penas con
llevadas por la guerra» (cfr. J. G. Fichte, ed. cit., vol. VI, pp. 273-274, El destino del
hombre).
42 Cfr. J. J. Rousseau, ed. cit., vol. Ill, pp. 428-431 (Del Contrato Social, III, 15).
El motivo apremiante del debate kantiano está dado por un artículo de Biester en su
Berlinischer Monatsschrift, cfr. HeinerF. Klemme, op. cit., pp. 114 y 132-133.
43 En G. Cavallar, op. cit., p. 151, queda oscuro lo que hay que entender bajo este
concepto. Dreier (cfr. op. cit., pp. 474-478) intenta buscar una aclaración; con todo,
no me parece posible comprender la «llamada discrepancia 'platónica' entre el ideal
(esto es, la respublica noumenon) y la realidad que renquea constantemente detrás»
(p. 476) como una referencia de la representación, porque el pueblo que se repre
senta no es idéntico con la república ideal.
44 De ahí el criterio jurídico: «lo que el pueblo en su conjunto no puede acordar
sobre sí mismo, tampoco puede acordarlo el legislador sobre el pueblo» (Ak. VI,
327). La posibilidad de una determinación semejante de la voluntad general garan
tiza que en ella también están representadas las personas jurídicas, las cuales están
excluidas de la participación real por motivos naturales (todos los menores de edad
por naturaleza, como por ejemplo niños y mujeres) o a causa de su estatus no-autó
nomo en la sociedad. Si la voluntad general no es representativa, como es el caso
50 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

cía clara a Rousseau; él se movía en esta dirección, relacionaba, no


obstante, la voluntad general con el interés general, por consiguiente,
con la voluntad real de vivir, la cual no puede ser de hecho delegada
o representada, sino sólo reunida en un moi commun.
La cuestión de si un Estado es regido efectivamente de forma
republicana o despótica, se responde por medio de la respuesta a la
pregunta: ¿Quién decide de hecho si una guerra debe tener lugar o
no, el rey o los representantes del pueblo? En este punto saca Kant a
colación la cuestión de la constitución45. Ahora bien, el motivo de
por qué los ciudadanos no quieren ninguna guerra ofensiva, no es de
naturaleza jurídico-moral, sino que se basa en el interés de evitar los
daños. Y aquí reside la dificultad: ¿Puede hacer valer el poder legis
lativo kantiano los intereses materiales de los ciudadanos como fun
damento de su decisión? La minoría de los fabricantes de armamento
se ven privados de sus ganancias, quizá de su existencia burguesa;
además, esta república está preparada, si se diera el caso, para una
guerra ofensiva sin miedos ni reparos, cuando como en el caso de
colonias lejanas, no han de temerse las penalidades de la guerra den
tro del propio país.
Si estas consideraciones son correctas, habrá que exigir—frente
al texto de Kant— del poder legislativo de la república una ley, en la
que el Estado renuncie por motivos jurídicos a toda guerra ofensiva;
del lado de la Naturaleza, podría luego comparecer el argumento de
que los intereses de la mayoría de los ciudadanos podrían ser com
patibles con una ley de este tipo, la cual tendría, por lo tanto, una
oportunidad real de ser aprobada.
Por la parte del mecanismo de inclinación y de la antropología,
las figuras de ángel y demonio colman el campo conceptual (Ak.
VIII, 365-367). La república de Platón, se decía, es una forma de
gobierno para seres humanos como deben ser (ángel), mas no como
son46. Con una argumentación paralela se postula que la constatada

de las antiguas democracias (cfr. Ak. XXIII, 167) o del contrato social rousseau-
niano, entonces los ciudadanos que votan formulan en el poder legislativo siempre
sólo su voluntad particular como general; la voluntad de la minoría vencida y de los
ciudadanos pasivos ya no está representada con ello en la ley.
45 Cfr. especialmete Ak. VII, 90 nota; cfr. también la cita del manuscrito-
Antropología de Kant no editada en la publicación del libro de 1798: «La respuesta
a la pregunta de si la guerra debe tener o no lugar, la determinan en lo sucesivo los
gobernantes que detentan el poder» (Ak. VII, 410). La cuestión no se refiere a una
ley universal, sino que se restringe al poder legislativo a la hora de tomar una de-
46 El primer crítico en este sentido es Platón mismo, cfr. Nomoi 732 e. August
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 5 1

naturaleza mala de los seres humanos conduce a la república, pues


sólo los estados republicanos son por principio capaces de una polí
tica de paz; sin embargo, se concede a los demonios, que Kant pre
cisa como base natural del estado de derecho y que encarnan de forma
ideal al mecanismo antropológico de inclinación, únicamente el poder
solucionar el «problema de la formación del Estado»47 (Ak. VIII,
366), pero ¿también el de la república? Si se quiere obtener una lógica
interna del pensamiento, Old Nick4* y su pueblo no tienen que redac
tar una constitución despótica, sino una republicana como solución
óptima a su egoísmo incurable, aunque esta consecuencia del pen
samiento kantiano nos pueda sonar muy dura49.
Por parte de la naturaleza, es tratada sólo la génesis del Estado,
esto es, de la república; la relación con la cuestión de guerra o paz
no aparece aquí. El derecho de gentes se encuentra en una situación
ambivalente. El precepto del exeundum est e statu naturali para los
Estados debería ser válido en uno nuevo, a saber, el Estado mundial.
Un Estado semejante no sería con todo una estructura fomentadora
del derecho, sino necesariamente una despótica; además los Estados
son soberanos y se mantienen apegados por necesidad racional a su
soberanía, la cual posibilita el derecho de sus ciudadanos. La solu-

Wilhelm Rehberg recordaba en su crítica al texto kantiano sobre Teoría y práctica


que «Rousseau (con cuyos principios fundamentales coincide la teoría del señor
Kant en lo esencial tan perfectamente que sólo se necesita intercalar la terminolo
gía del Contrato social en los lugares pertinentes)»; también observa «que su sis
tema sólo sirve para una república de dioses» (en Henrich, ed. cit., p. 127), y hace
reparar en una nota sobre la cuestión de si el contrato originario está fundamentado
en la razón o en la razonable arbitrariedad; con el pueblo de demonios deja Kant
sentado que la última basta.
47 Si después pueden y quieren construir de hecho el Estado, es algo que se escapa
al conocimiento humano.
48 De Mcoló Machiaveli. Los demonios se siguen pues sólo de la solución acce
sible del entendimiento de cada uno, si no anteponen, como el méchant de Diderot
(cfr. el artículo «Droit naturel» de la Enciclopedia), la vida llena de riesgos del Estado
sin leyes a una segura existencia burguesa. Pero ¿para que se necesitan entonces en
Kant qua demonios?
49 Pues Kant había anotado también: «La constitución del Estado descansa por
último sobre la moralidad de los pueblos» (cfr. Ak. XXIII, 162). La ambivalencia
del pensamiento ha sido puesta de manifiesto también por Jürgen Habermas, cam
biando un poco el acento: Por una parte, comparte Kant la confianza de los libera
les, en que el «orden natural» de la sociedad burguesa ocasiona también el estado
jurídico exigido por la razón, es decir, la república; por otra parte, esto precisa de la
estimulación moral para alcanzar las relaciones jurídicas exigidas (cfr. Jürgen
Habermas, Strukturwandel der Ojfentlichkeit. Untersuchungen zu einer Kategorie
der bürgerlichen Gesellschaft, Neuwied, 1965, pp. 125-131).
52 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ción de esta (no denominada así por Kant) antinomia entre Estado
mundial y estado de guerra es la confederación pacífica de Estados
libres y autónomos.
El derecho de gentes se funda también —contrariamente a lo que
sucedía en el Abbé de Saint Pierre— «en un federalismo de Estados
libres» (Ak. VIII, 354), no de Estados despóticos. El interés propio
de los príncipes, que había sido apelado hasta ese momento en los
planes de paz y de confederación, se manifiesta como una base ina-
propiada para la sociedad de naciones. A los príncipes les resulta fácil
disponer de los recursos para llevar a cabo la guerra: el ejército per
manente, un tesoro o crédito estatal; y no sabrán renunciar a este
medio para dar pábulo a su ambición, puesto que pueden sustraerse
muy cómodamente a las miserias de la guerra50.
Kant apuesta por las repúblicas y especialmente por Francia. Si
la fortuna favorece que un pueblo poderoso e ilustrado se convierta
en una república, éste puede servir como núcleo de una coalición
federativa con otros Estados (Ak. VIII, 356). A partir de aquí se exten
derán planetariamente las ligas pacíficas de Estados republicanos51.
(La razón no experimenta ninguna simpatía por el poligenismo de
las asociaciones republicanas; al igual que la constitución del mundo
tiene lugar a partir de un centro identificable aun en el espacio infi
nito, tal como la humanidad se remite a una pareja originaria, así se
origina la sociedad de naciones a partir de la federación con una pri
mera república que, como Kant quiere, no cabe localizar en los
Estados Unidos de América, sino en Francia52. El nuevo mundo no

50 Así se presenta el panorama kantiano; una imagen algo diferente resulta de


Herfried Münkler, Gewalt und Ordnung. Das Bild des Krieges im politischen Denken,
Frankfurt, 1992.
51 El acento está puesto aquí en la unión libre; Kant se separa con ello de la idea
de una institución pacífica respaldada por un poder central, al que se da satisfacción
en caso de necesidad con violencia; sobre esto, cfr. Losurdo 1989, 209-210.
52 Antes de la Revolución francesa de los años noventa, Kant remite a la opinión
del Abbé de St. Pierre de que Alemania era el centro natural de la confederación de
Estados, cfr. G. Cavallar, op. cit., p. 213; Antropología-Mrongovius, 123. Fichte
escribe en su recensión involuntaria o deliberadamente: «Dos nuevos fenómenos en
la historia universal garantizan la consecución de este fin [de un actuar humano -
RB]: el Estado libre fundado en Norteamérica y que florece al otro lado del hemis
ferio, desde el que se extenderá de forma necesaria ilustración y libertad sobre las
partes del mundo que ahora están oprimidas; y el gran Estado-República europeo
[...] (cfr. J.G. Fichte, ed. cit., vol III, p. 228). Para la polémica sobre el papel de
América y Francia en el seno de los comentaristas alemanes, cfr. Faustino Oncina,
«La revolución americana contra la Revolución francesa: un argumento del burkia-
OBSERVACIONES CRITICO-HISTORICAS

está más allá del océano, sino que comienza —por fidelidad a la cita—
con los cañonazos de Valmy en Europa; con ello, no sólo no hay plu
ralidad geográfica de nuevos comienzos, sino tampoco temporal).
De parte de la Naturaleza descansa el argumento anunciado ya
al principio, con el que Kant recoge el problema de la degeneración
moral de los seres humanos en el estado de paz. La Naturaleza separa
a los pueblos y con ellos a los Estados por medio de la diversidad de
lengua y religión y por medio de ello proporciona tensiones cons
tantes y «el más enérgico celo» que resulta de ello (Ak. VIII, 367);
la guerra puede acabar sin que el espíritu mercantil corrompa moral-
mente a los seres humanos y los convierta en beast of burden52.
El derecho cosmopolita. Como ha quedado claro, no es posible
un Estado mundial basado en razones jurídicas. El derecho interna
cional se restringe al derecho de hospitalidad, al cual puede aspirar
cualquier ser humano en cuanto persona y poblador de la tierra (en
la terminología de la Metafísica de las costumbres, es propio del tuyo
y mío internos poder residir en alguna parte de este globo)54, el cual,
sin embargo, no fundamenta ningún derecho de expansión y coloni
zación ulterior. El forastero tiene un derecho de visita, nada más55.
Con ello se salva la vida del huésped voluntario o involuntario, pero
no se constituye ninguna paz entre los pueblos.
La siguiente idea afirmativa aparece por el lado de la Naturaleza.
La Naturaleza reúne a los seres humanos y fomenta con ello la paz

nismo contra el kantismo», en E. Bello, Filosofía y Revolución. Estudios sobre la


Revolución francesa y su recepción filológica. Murcia, 1991, pp. 157-196 (con la
referencia a su Tesis Doctoral, que no pude consultar, Derecho Natural y Revolución:
La polémica de la filosofía política en la época de Fichte, Valencia, 1988).
53 En un trabajo preliminar intercala Kant en la frase que luego interrumpe: «Por
ello disponía la Naturaleza que la relación de los Estados según el derecho de gen
tes sea un estado de guerra» (Ak. XXIII 170); aquí se interrumpe la frase; antes se
dice que la paz perpetua no puede proceder de la monarquía universal. Aquí sólo
puede hacerse referencia sumariamente al hecho de que para Kant el conflicto esen
cial en la constitución de la realidad se encuentra en la Naturaleza y la cultura (coin
cidiendo con muchos teóricos de la ilustración, que se sirven del concepto newto-
niano de atracción y repulsión).
54 Cfr. también las explicaciones en Ak. XXIII, 172.
55 Vlachos critica: «Mais elle [la ley del derecho cosmopolita, RB] demeure chi-
mérique du fait méme qu'elle posséde une valeur normative pure et elle est impuis-
sante a se traduire par des mesures constructives, d'ordre institutionnel et pratique»
(cfr. Georg Vlachos, Lepensée politique de Kant. Métaphysique de l'ordre et dia-
lectique duprogrés, París, 1962, p. 577). La crítica no está justificada en cuanto que
Kant sólo explícita las reglas del derecho, no los motivos que posibilitan o que obli
gan a su ejecución.
54 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

entre los pueblos gracias al egoísmo recíproco. «Se trata del espíritu
comercial que no puede coexistir con la guerra» (Ak. VIII, 368). La
libre circulación de mercancías sólo es posible —tal y como reza el
argumento tan a menudo citado— en la paz; por consiguiente, la paz
es favorecida como premisa del enriquecimiento y por ello consigue
aquí, también merced a una astucia de la Naturaleza, lo que la razón
práctica exige de los seres humanos56.
Por parte de la antropología se construyen, por lo tanto, dos argu
mentos complementarios que apoyan la idea de la paz. Los ciudada
nos no votarán por la guerra (ofensiva), para alejar de sí los perjui
cios que conlleva; y el comercio sólo es posible bajo las condiciones
de paz. El secreto está, por lo tanto, en el cálculo de perjuicios y pro
vecho del antiguo tercer estado57, que ahora se ha convertido sin más
ni más en la burguesía. El Abbé de Saint-Pierre apela al verdadero
interés de los príncipes; pero su razón de estado no era refutable por
su ratio, sus passions no se dejaban conducir a sus reales y verdade
ros intereses. Kant señala que las pasiones del ciudadano son idénti
cas con sus intereses y que la presunta razón de estado es absorbida
por su racionalidad; el ciudadano se muestra apasionado por evitar
la guerra y está interesado en la instauración de una paz general.

56 La función de paz del comercio que une a los pueblos se opone a la «conducta
inhospitalaria de los Estados civilizados, especialmente los comerciantes, de nues
tra parte del planeta» (VIII 358). Las dos formas en las que Kant describe el comer
cio, corresponden a las fases históricas de las relaciones extraeuropeas, tal y como
las describe Urs Bitterli en Alte Welt neue Welt, Munich, 1986: Hasta entrado el siglo
xvm fueron colonizados los continentes recién descubiertos y explotados para la
importación de materias primas, pero se cambió de opinión en la segunda mitad del
siglo xvm: Se confiere valor a las relaciones comerciales bilaterales para obtener el
provecho mutuo y para aumentar el bienestar común, se desiste de la fundación de
colonias y se busca el encuentro con los llamados salvajes para humanizarlos. Cfr.
en particular las aclaraciones a De Gérando: «Con Voltaire se vuelve De Gérando
vehementemente contra los crímenes de los poderes coloniales europeos [...]. De
acuerdo con Dalrympe y De Brosses, pero también con los escritos del economista
inglés Adam Smith, ve De Gérando en el inicio y mantenimiento de las relaciones
comerciales el medio más adecuado, no sólo para conseguir la paz entre los pue
blos, sino también para aspirar a la civilización y con ello al bien general» (p. 198).
Como complemento resulta interesante ver la división del colonialismo en cuatro
épocas, que Cavallar (cfr. op. cit., pp. 227-234) realiza en compañía de otros auto
res; cfr. la blibliografía ofrecida en la nota 4 de la p. 227.
57 Para la organización de estamentos antes de 1789, cfr. la tríada de Consejo de
finanzas (tercer estado, pagador de impuestos), Intelectual y Oficial en el escrito de
la Ilustración de 1784 (cfr. Ak. VIH, 36-37). Cfr. al respecto Reinhard Brandt,
D'Artagnan und die Urteilstafel. Über ein Ordnungsprinzip der europaischen
Kulturgeschichte (I, 2, 3/4), Stuttgart, 1991, pp. 40-43.
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 5 5

Hay en el escrito otro argumento con el que quiere mostrarse que


el actuar conforme a la idea de justicia no es quimérico; no pertenece
ni a la parte de la mera norma racional ni a la garantía de la natura
leza, sino que reúne norma y experiencia: La historia documenta que
existe de hecho un sentimiento progresivo de justicia. En La paz per
petua se traen a colación algunas observaciones poco marcadas, casi
casuales: El «homenaje que cada Estado rinde al concepto de justi
cia (al menos de palabra), demuestra que hay que dar con una dis
posición moral todavía mayor —aunque por el momento está ador
mecida— en el ser humano, que le haga superar de una vez el prin
cipio del mal que se encuentra en él (lo que no puede negar) y esperar
esto también de los demás» (Ak. VIII, 355). Kant es de la opinión,
como muchos de sus coetáneos, de que existe un progreso de la huma
nidad, inequívocamente documentable, en el terreno del derecho y
la moral. La antigua democracia era necesariamente inestable e impe
día la formación de organizaciones jurídicas sólidas, porque carecía
del elemento estructural de la representación; hoy tenemos Estados
nacionales estables. Antes eran los seres humanos públicamente crue
les; hoy ya no se acepta la crueldad en público. Veamos una cita de
una versión de las Lecciones de Antropología: «Hume menciona en
su historia de Inglaterra algunos hechos inhumanos, que ahora ya no
podrían tener lugar, porque la actual época más culta ha arrojado tal
menosprecio sobre semejante conducta, que ningún ser humano, aun
cuando se sintiera inclinado a ello, se atrevería a hacer algo seme
jante»58. Por consiguiente, la ley moral encuentra un efecto docu
mentable en la historia de la humanidad; y de esta manera, el actuar
moral no se encuentra emplazado en un desierto, como pretende el
moralista político, sino en un mundo progresivamente humano.
El escrito sobre la paz es parco en referencias a un progreso moral
interior; Kant quería causar la impresión de realista y no de soñador,
y la línea fundamental era que podemos confiar en la realización de
aquello a lo cual estamos obligados moralmente, porque la natura
leza misma se propone el mismo fin que la razón y, por lo tanto, actúa
como su garante. Friedrich Schlegel critica, con todo, en su recen
sión la falta de indicios claros de un progreso interior de los seres
humanos: «No es suficiente que se muestren los medios de la posi
bilidad, las causas externas del destino para la producción real pro
gresiva de la paz perpetua. Se espera una respuesta a la pregunta:

58 Cfr. I. Kant Menschenkunde —hrsg. von Fr. Ch. Starke—, Leipzig, 1831,
p. 291.
¡ 6 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

¿Conduce a este fin el desarrollo interno de la humanidad?»59 Kant


completa este punto en La contienda entre las facultades de 1798:
A favor del progreso moral interno se presenta el claro indicio del
entusiasmo de la Revolución de los años noventa, que sólo es expli
cable por medio de la efectividad de la idea jurídica pura en los áni
mos de los seres humanos.
Con esta posición de 1798 se plantea la pregunta de si Kant está
completando los argumentos del escrito sobre la paz o si los reem
plaza a favor de la Naturaleza. El complemento es inofensivo; sin
embargo, la sustitución significa que hay un error en La paz perpe
tua que Kant quería arreglar en 1798. Ese error podía descansar en
la concepción de una Naturaleza que ocasione a toda costa la repú
blica y la paz perpetua con sus medios mecánicos, aun sin la inicia
tiva racional de los seres humanos. Si la paz es el resultado necesa
rio de los intereses materiales de los ciudadanos, que se imponen de
todos modos, entonces se convierte el actuar moralmente motivado,
contra la intención de Kant, en una quimera spinozista, pues el fin
final de la Naturaleza se realiza entonces como el último fin de la
Naturaleza también sin la razón. Dejamos abierta la cuestión.

V. REYES FILÓSOFOS, EMBARGO COMERCIAL


Y DIVISIÓN DE PODERES

Se le ha reprochado a Platón que su república era un Estado para


seres humanos como debían ser, no como eran, esto es, un Estado
quimérico, para ángeles, no para seres humanos. Kant tiene que apos
tar por el principio de realidad. La república con separación de pode
res no sólo representa la solución jurídico-moral de la razón, sino
también la solución de la prudencia y del entendimiento respecto a
los problemas del bellum-omnium.
Dentro de la concepción kantiana el Estado «dejará hablar» a los
filósofos «libre y públicamente sobre las máximas generales del hacer
la guerra y restablecer la paz» (Ak. VIII, 369). Kant admite con esto
el principio, ya defendido por él en 1784, de la «libertad de pluma»,
el cual no queda restringido a los filósofos y al tema de la guerra y
la paz. En esta forma más general, no restringida ni corporativa ni
temáticamente, se puede asociar el «artículo secreto» en dos campos
59 Cfr. Klaus Reich, Kant, 1959, p. XVII. Kant no sólo había mostrado «medios
de la posibilidad» y «causas externas del destino», sino que también había intentado
presentar la paz como fin de la Naturaleza.
OBSERVACIONES CRITICO-HISTORICAS

con los temas ya tratados del escrito de la paz. Por una parte, se rela
ciona la libertad de publicación antes de Kant y en Kant con la liber
tad del comercio; por otra parte, se coloca la libertad de pluma en
una tradición, que separa la información pública y la formación del
juicio de los tres restantes poderes como un cuarto poder.
Shaftesbury escribe en su ensayo Freedom of Wit and Humour:
«El ingenio representa su mejor solución. Libertad y comercio han de
ser una y la misma cosa. El único peligro es el del embargo. Tanto
aquí como en el caso de los negocios. Las imposiciones y las restric
ciones no sirven sino para mermar su potencialidad. Nada le resulta
tan ventajoso como un puerto franco»60. Kant retoma el motivo de la
analogía de la libertad de comercio y libertad de publicación en la
Contienda entre las facultades: El comerciante dice al ministro: «Haga
buenos caminos, acuñe buena moneda, proporciónenos un derecho de
cambio ágil y todo eso, pero respecto a lo demás, ¡déjenos hacer! Una
respuesta similar sería la que habría de dar la Facultad de filosofía,
cuando el gobierno le preguntase sobre la doctrina que ha prescrito al
estudioso en general: limitarse a no estorbar el progreso del conoci
miento y de las ciencias» (Ak. VII19-20 nota). Ningún embargo, nin
gún monopolio de comercio61 y ninguna censura por parte del gobierno.
Si se reclama la libertad de opinión y de publicación de los eruditos,
se le presenta esta exigencia al promotor-naturaleza de la paz, junto a
la de una política económica liberal.
El segundo punto se refería al principio de la división de pode
res. El que la posesión del poder corrompe irremediablemente el libre
juicio de la razón, se hace valer contra el concepto platónico de una
unidad necesaria de ambos. En la doctrina kantiana misma de la divi
sión de poderes no aparece ninguna unión de ambas cosas, aunque
su reclamación de la libertad de pluma se encuentra en la tradición,
que en el siglo xix condujo consecuentemente a la idea de un cuarto
poder. En el «Contrato social» de Rousseau se expone claramente la
conexión, no de la prensa sino de la opinión pública, con la división
de poderes, y desde luego con la indicación de que el legislador se
ocupe en secret de esta instancia en el Estado; quizá se acordaba Kant

60 Cfr. Anthony Earl of Shaftesbury, Characteristics of Men, Manners, Opinions,


Times..., ed. by J. M. Robertson, Loucester, 1963, vol. I, pp. 46-47. La reivindica
ción de Shaftesbury pertenece a los tan a menudo repetidos topoi de la literatura
europea especial sobre la materia, cfr. Leo Balet u. E. Gerhard [Eberhard Rebling],
Die Verbürgerlichung der deutschen Kunst, Literatur undMusik im 18. Jahrhundert
-hrsg. von G, Mattenklott-, Frankfurt, 1972, sobre todo pp. 84-86.
61 Los monopolios contradicen al contrato social: Refl. 7768 (XIX 511).
¡ 8 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

en su «artículo secreto» de este aserto rousseauniano «en tanto que


él hace de ello un secreto» (Ak. VIII, 369), naturalmente dirigido de
forma irónica contra la secreta política de gabinete de los señores
consejeros. Después de la descripción de los tres poderes y de sus
leyes expone el ginebrino: «A estas tres clases de leyes cabe añadir
una tercera, la más importante de todas. Me refiero a los hábitos, a
las costumbres y sobre todo a la opinión, algo de lo que se ocupa en
secreto el gran Legislador»62.
Independientemente de la cuestión moderna de los tres o cuatro
poderes en el Estado, se asume, por una parte, el dualismo platónico
de la filosofía y, por otra parte, el poder supremo del Estado repre
sentado por el rey. Los filósofos no participan, tras la división kan
tiana, en el poder del Estado, sino que piensan, escriben y publican
bajo su propia responsabilidad; en la medida que el filósofo se encuen
tre cerca del rey, debe «ser enteramente libre y concebido como sujeto
tan sólo a la legislación de la razón y no a la del gobierno», como se
completa en La contienda entre las facultades (Ak. VII, 27). Pero la
teoría kantiana en su conjunto indica al mismo tiempo que los filó
sofos detentan la primacía, pues los principios morales que defien
den deben preceder al actuar, no debiendo ser la moral política, sino
la política moral. La cuestión de a quién le corresponde la preferen
cia, a la filosofía o al poder del Estado, queda zanjada claramente
con ello. Los reyes deben someterse a la razón; «más bien no existe
ningún descanso del mal para los Estados, querido Glauco, y yo pienso
que tampoco para el género humano»63. Esa razón resulta, en el con
cepto moderno de Kant, de la discusión pública de muchos, no de la
doctrina escolástica de uno solo.
Hay otras dos líneas de conexión del artículo secreto con el escrito
en su conjunto. Kant apunta una vez a sus enemigos publicistas, en
otra ocasión refleja la obra sus propias condiciones de publicación.
Los prominentes críticos del ensayo kantiano sobre Teoría y prác
tica, August Wilhelm Rehberg y Friedrich Gentz64, son apologetas
de la praxis de dominación existente, y ambos son beneficiarios de
esa dominación, Rehberg como «Consejero secreto», Gentz al
comienzo de su carrera política como «Secretario secreto» (del direc
torio general real en Berlín). Hacia ellos dirige Kant la mirada de los
coetáneos, cuando escribe que el poder corrompe el libre juicio de la

62 Cfr. J. J. Rousseau, ed. cit., vol. Ill, p. 394 (Du Contrat social, II, 12). Para la
localización histórica cfr. J. Habermas, op. cit, pp. 110-116.
63 Platón, Politeia, 473 d.
64 Cfr. D. Herrich, op. cit.
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 5 9

razón. Coloca frente a los juristas y políticos del gabinete secreto y


quizá también frente a los, únicamente en apariencia libres, publi
cistas político-filosóficos como Garve, la Facultad filosófica inde
pendiente del Estado; en ella es posible la actividad de la razón sin
presiones65. Así se explica la intensa referencia a los diferentes nego
cios públicos de los juristas y de los filósofos. Sólo el filósofo está
libre de intereses, aparte del propio interés de la razón. Kant lucha
en los años noventa por un fortalecimiento de la Universidad como
corporación independiente con una censura propia, por lo tanto, no
una censura puesta en práctica por el gobierno; en este camino, los
científicos debían ser dejados en libertad por los potentados políti
cos del gobierno de Berlín. Con la idea de una formación del juicio
independiente de la objeción política, no sólo inofensiva para la polí
tica, sino también provechosa, se refiere el «artículo secreto» al mismo
tiempo a la primera parte del escrito, en la que se solicita provisio
nal e irónicamente la libertad de publicación del escrito sobre la paz66.

VI. Anti-Maquiavelo

«En la doctrina de la virtud no dejaré de considerar —escribe


Kant en 1765— aquello que sucede histórica y filosóficamente, antes
de mostrar lo que debe suceder» (Ak. II, 311). Esta idea de una fun-
damentación antropológica de la moral será tildada de absolutamente
falsa en 1770 en el escrito De mundi sensibilis atque intelligibilis
forma et principiis. Hay que invertir el orden de sucesión, la norma
moral tiene que desarrollarse de suyo en primer lugar, constituyendo
su aplicación a la naturaleza humana una cura posterior. La necesi
dad de dar la vuelta al orden de sucesión entre naturaleza y razón es
puesta de relieve como argumento central en la Crítica de la razón
práctica, que le dedica sus «Paradojas del método»67. Tanto para quie-

65 Acerca de la dependencia del Estado de las Facultades superiores en contrapo


sición a las inferiores, cfr. Ak. VIII, 369 y la introducción a La contienda entre las
Facultades, Ak. VII, 21 -29.
66 Cfr. G. Cavallar, op. cit., pp. 337-343. Habría que añadir que la libertad de
pluma para Kant significa también que la prohibición de intervención requerida vale
para ambas partes; conforme a esto, Kant no se ha mezclado en cuestiones políticas
y no ha ejercido con su pluma ningún poder (inmediato) o presión; él condena rei
teradas veces las anomalías de forma general (Despotismo; servidumbre; esclavi
tud), aunque no actúa para imponer sus ideas.
67 Cfr. Reinhard Brandt, «Paradoxen der Methode», Veritas filia temporis
(Festschrift Rainer Specht), Berlin, 1995.
60 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

nes actúan como para los filósofos morales la paradójica inversión


de la naturaleza frente al orden moral presenta idéntica validez. No
es el impulso natural lo que debe ser colocado al principio y dirigir
la acción, sino que primero hay que consultar a la norma moral, a la
ley de la libertad. El escrito sobre religión cifra el mal radical en la
inversión naturalista del orden de la moral, siendo justamente con
esta teoría del bien y del mal como se articula la «discordancia entre
la moral y la política» en el apéndice del escrito sobre la paz, donde
dicha discordancia se resuelve al unificarse ambos términos del bino
mio. El orden de sucesión invertido y el correcto se constata incluso
a nivel terminológico. Del lado (superior) de la gigantomaquia se
coloca el político moral, del otro (inferior) al moralista político (Ak.
VIII, 372).
Contra el político maquiavélico y su pretensión de funda
mentar la política en la experiencia, el «Anti-Maquiavelo» de
Kant introduce una vez más el Apriori de la razón práctica, que
no puede entrar en ningún conflicto real con la praxis (Ak. VIII,
370). Por tanto, la razón posee la superioridad de la evidencia y
la seguridad frente a la experiencia evocada por los políticos; lo
que realmente sucede depende, en cambio, del «destino» (Ak.
VIII, 370), un concepto indeducible por definición68 que denota
una multiplicidad inabarcable de cadenas causales; lo que nos
topamos en la experiencia no contiene ningún principio de nin
gún tipo de orientación, como el mero político supone69. E incluso
la referencia a la naturaleza no es concluyente, pues «el ser
humano» no es idéntico a los hombres con los que el político se
codea y que constituyen sus testigos principales. Kant retoma
aquí un tema que aparece en 1798 al principio y al final de la
Antropología en sentido pragmático. A la verdadera antropolo
gía no sólo le corresponde ocuparse de la cuestión relativa a lo
que el ser humano hace de sí en el plano de los hechos, sino que
también le compete cuanto debe hacer y en qué consiste su des
tino racional (VII 119 y 321-333).

68 Cfr. K.r.V.,KU,B 117.


69 Kant alude con frecuencia en su filosofía moral a este asunto (que se remonta
a Parménides y Platón) de la confusión de la realidad meramente sensible; así lo
hace, por ejemplo, en la Crítica de la razón práctica: Lo que aporta una ventaja ver
dadera y perdurable se halla «envuelto en una oscuridad impenetrable»; por el con
trario, orientarse en la ley moral es «muy fácil» (Ak. V, 36); en este mismo sentido
la Fundamentación para la metafísica de las costumbres utiliza la expresión: «con
esta brújula en la mano» (Ak. IV, 404).
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 6 1

Así se priva al adversario de toda base. Bajo el título de la dis


cordancia se discute también la posible unanimidad entre moral y
política70; ésta no consiste sino en la revolución del orden natural
hacia el orden inverso de la moral. El orden moral proporciona aque
llo que le falta al cálculo prudencial del político.
En el segundo Apéndice se presenta un criterio, calificado como
trascendental, para la unanimidad de política y moral anteriormente
desarrollada. Se trata de la capacidad y necesidad de publicidad de las
máximas que dirigen el actuar jurídico-político71. Lambién aquí nos las
habernos con un tema de candente actualidad en su momento. Los
adversarios de la concepción de la teoría kantiana apuestan, junto con
Garve y Burke, por la tradición y praxis inglesa. Y es exactamente aquí
donde Kant aprecia la insuficiencia de aquella política secreta que tiene
que rehuir la luz de la publicidad. El monarca inglés, cuyo poder se
diría aparentemente limitado, es de hecho un déspota absoluto, porque
los representantes del pueblo dependen de él; si él ordena que debe
haber guerra, habrá guerra. Su «sistema de corrupción ha de sustraerse
a la publicidad para tener que dar buen resultado» (Ak. VII, 90 nota)72.
Para esta construcción del nexo que une a la paradoja del método
con el principio de la publicidad existe un precedente espectacular,
que ilustra bien la dimensión en donde queda establecido el princi
pio de publicidad: el juicio estético. Este precedente puede aclarar,
quizá, por qué Kant utiliza el concepto de lo trascendental en rela
ción con el de publicidad73.

70 Esto coincide con la concepción originaria del apéndice titulado «Sobre la con
fluencia de la moral y la política con objeto de la paz perpetua» (cfr. Gerhard
Lehmann, «Ein Reinschriftfragment zu Kants Abhandlung vom ewigen Frieden
(1795)», en Beitrage zur Geschichte und Interpretation der Philosophic Kants, Berlín,
1969, pp. 53 y 59. 1969, 53 y 59).
71 Considerándolo con más detenimiento, la incompatibilidad de una máxima con
la publicidad es un criterio con respecto al derecho (Ak. VIII, 381), mientras que las
máximas que necesitan publicidad también armonizan con la política (Ak. VIII,
386); política entendida aquí no sólo como doctrina del derecho en ejercicio (Ak.
VIII, 370), sino como tarea de armonizar en las medidas con la finalidad de los ciu
dadanos (aquí: el «público»), es decir, la realización de la propia representación de
felicidad (Ak. VIII, 386).
72 En este punto de la polémica de Kant con los partidarios alemanes de Burke,
cfr. Faustino Oncina, op. cit., pp. 175 y 192, nota 27.
73 La designación de un principio jurídico como trascendental es singular y nece
sita de una explicación (en muchas publicaciones se considera la filosofía práctica
de Kant generalmente como parte de la filosofía trascendental; bajo estas falsas pre
misas, la discusión del «concepto trascendental del derecho público» (Ak. VIII, 381)
pasa naturalmente desapercibida y necesita de interpretación). Kant mismo presenta
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

En el campo del conocimiento y de la estética no se habla de la


posibilidad de la publicitación, sino de la capacidad de comunicación.
Los juicios del conocimiento tienen que ser necesariamente comuni
cables, tal y como se afirma en la Crítica de la razón pura: la verdad
descansa en la concordancia con el objeto, «y por lo tanto los juicios
formulados a ese respecto tienen que coincidir (consecuentia uni ter-
tio, consentitunt inter se). El criterio del tener por verdadero es por
ello externo y consiste en la posibilidad de comunicarlo, a fin de com
probar su validez para toda razón humana»74. El criterio de la verdad
es la reproductibilidad del conocimiento en la relación al objeto idén
tico. Ahora bien, en la primera parte de la Crítica de la facultad de
juzgar el pasaje que nos interesa reza como sigue: «Examen de la cues
tión de si el sentimiento del placer precede al enjuiciamiento del objeto
o viceversa...» (Ak. V, 216-217). Sólo en el precedente del elemento
racional («Conocimiento en general») ante el placer resulta comuni
cable este último en un juicio puro del gusto.
La pretensión de la comunicabilidad de un juicio estético supone
un indicio «para los filósofos trascendentales»75, por lo que se puede
asimismo conceptuar como un principio trascendental, ya que se ve
inmediatamente unido con el'fundamento de la presunción de un jui
cio del gusto. El juego de imaginación y entendimiento es comuni
cable necesariamente como algo meramente formal; por el contra
rio, al juicio que brota de un orden inverso y eh el que el placer ante
cede al juicio, le falta la comunicabilidad. Cabe reproducirlo como
un material que no es invariablemente subjetivo. En la estética, por
lo tanto, esto significa la puesta en marcha del libre juego (por con
siguiente no referido al objeto) de imaginación y entendimiento res
pecto a un conocimiento en general; en el escrito sobre la paz, la
correspondencia de las máximas de las acciones políticas con la idea
de derecho y las ideas políticas de los ciudadanos que juzgan libre
mente.

la abstracción de toda materia del derecho como fundamento para el uso del con
cepto, de manera que resta la forma de la publicidad, «cuya posibilidad contiene en
sí una pretensión de derecho» (Ak. VIII, 381). En los Principios metafísicos de la
doctrina del derecho no se utiliza para este estado de cosas el concepto de lo tras
cendental; necesita también de una condición suplementaria, para no otorgar tam
bién, por ejemplo a la matemática, el estatuto de un conocimiento trascendental.
74 Cfr. K.r.V, A 820, B 848; cfr. también los comentarios de Kant en la carta a
Jacob Sigismund Beck del 1 de julio de 1794 (Ak. XI, 496).
75 Cfr. al respecto Ak. ,V 213 (en el § 8 del «Segundo momento» de la «Analítica
de lo bello»; a este segundo momento pertenece también el § 9).
O B S E RVA C I O N E S C R I T I C O - H I S TO R I C A S 6 3

A estas reflexiones se refiere el escrito, en mi opinión, cuando


describe como trascendental al principio formal de publicidad de la
política. Se trata de una profundización ulterior del tema kantiano de
la vida: El mundo común de la vigilia y la ensoñación76.

76 En el sentido del viejo adagio: «Cuando estamos despiertos, tenemos un mundo


común, pero cuando soñamos, cada uno tiene el suyo» (cfr. Sueños de un visiona
rio, Ak. II, 342).
3. LA CONEXIÓN DE LA POLÍTICA
CON LA ÉTICA. (¿LOGRARÁ LA PALOMA GUIAR
A LA SERPIENLE?)

José Gómez Caffarena


Universidad de Comillas

I. INTRODUCCIÓN

Voy a centrar mi atención en el Apéndice —largo, no menos de


17 páginas del volumen VIII de la edición de la Academia—, que
Kant pone como final de su libro, volviendo a lo que podría ser un
supuesto tácito de todo él, la correcta relación de la Política con la
Etica.
No voy a intentar un comentario. Me parece que tal comentario
no está suficientemente hecho; y, desde luego, merecería bien la pena.
Pero yo no me siento en modo alguno preparado para hacerlo; habría
que dominar la doctrina kantiana del Derecho, algo de lo que disto
muchísimo. Ni siquiera, como se verá, me he sentido capaz de comen
tar ampliamente la significación, tan sugerente, del «doble principio
trascendental de publicidad», que Kant expone al final del Apéndice
y es probablemente la aportación más relevante de este texto kantiano.
Me voy a limitar a presentar mi lectura de las líneas básicas del
texto en cuanto relacionan Etica y Política. Quizá es ésta la vez —a
propósito, pues, de la política internacional— en que Kant ha expuesto
más detalladamente esa relación, a la que, por otra parte, aluden fre
cuentemente la Doctrina del Derecho y los escritos de Filosofía de
la Historia
Me ha parecido que, si bien con todos estos recortes mi aporta
ción es muy modesta, tiene sentido y da que pensar el mirar some
ramente cómo establece Kant la dicha relación de Ética y Política;
qué problemas pone de manifiesto al hacerlo, sin lograr resolverlos.
Se trata, en todo caso, de algo incidental en el tema del coloquio, que
es La paz perpetua y sus ecos actuales. No en vano para Kant se trató
de un Apéndice. Véase mi breve intervención también como apen-
dicular.
66 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

II. PLANTEAMIENTO

Lo esencial podía esperarse. Desde el primer párrafo y sin dejar


el menor espacio a una posible duda, afirma Kant la primacía de la
Ética. Que la Política deba someterse a la Ética es algo que ni puede
entrar en discusión. Si es, arguye Kant, ausübender Rechtslehre, doc
trina jurídica en ejercicio, no puede estar en contra de la Ética.
Mantener que pudiera oponérsele, sería rebajar la Ética a simple
Pragmática (Klugheitslehre).
Lo más esencial está, pues, juzgado de antemano. Pero no deja
por ello Kant de percibir la dificultad que la relación descrita encie
rra. Por ello escribe el texto. Percibe que la Política no va a acep
tar fácilmente el papel que debe ocupar. ¿Puede leerse el texto
como un intento de que lo acepte y no quede todo en diálogo de
sordos? Al menos me ha resultado iluminador el preguntármelo de
antemano y encontrar precisamente en esta pregunta un hilo con
ductor.
Cabe dar dramatismo destacando —me he atrevido hasta a
hacerlo subtítulo— el símbolo al que Kant mismo acude desde el
comienzo de su exposición mediante la evocación de un conocido
logion evangélico:
La Política dice: «sed astutos como la serpiente». La Moral añade (como
condición limitativa): «y sin engaño, como la paloma» [VIII, 370 . 17-19]'.

1. EL DECIDIDO PRIMADO DE LA MORAL

Kant es consciente de que afronta una dificultad no pequeña en


su intento de armonizar las dos llamadas. El primer apartado de su
Apéndice lleva el subtítulo: «Sobre la discrepancia entre Moral y
Política respecto a la paz perpetua»; el segundo, el contrapuesto:
«Sobre la armonía de la Política y Moral según el concepto trascen
dental del Derecho público». En realidad, este segundo apartado se
refiere sólo al cómo de una armonía que ha sido ya establecida como
principio en el primero. Porque, como ya he dicho, Kant no deja, en

1 Mis citas de las obras kantianas van en el texto mismo y se refieren a la edición
de la Academia (volumen, página, líneas). Para un estudio analítico, H. -G. Schmitz:
«Moral oder Klugheit? Überlegungen zur Gestalt der Autonomie des Politischen im
Denken Kants». En Kant-Studien, 81 (1990). 413-434.
LA CONEXIÓN DE LA POLÍTICA CON LA ETICA 67

su teoría, lugar a una discrepancia que fuera algo más que un simple
hecho, en principio incorrecto.
La armonía posible viene, pues, del primado de la Moral. La
Moral debe guiar a la Política. Reconoce, desde luego, Kant que
«lamentablemente, la práctica contradice con frecuencia la proposi
ción: "la honradez es la mejor política"» —ello sería, valga comen
tar, algo así como un simple encantamiento de la serpiente por la
paloma...— Pero sí vale, en cambio: «la honradez es mejor que toda
política» y es «su ineludible condición» (370, 23-27). La paloma,
pues, por difícil que ello sea, debe guiar a la serpiente. Así y sólo así
se obtiene la armonía.

A) Cómo puede actuar la Etica sobre la Política


Para entender correctamente la pretensión kantiana, hay que
advertir la diferente significación del comparativo «mejor» en ambas
proposiciones. En la primera, al calificar la «Política», se sitúa en su
género, el del cálculo sagaz. En la segunda es un «mejor» de sentido
absoluto, el adecuado a lo moral, categórico.
Encontramos así la distinción de niveles que bien sabemos es
esencial al Criticismo. La Política es sagacidad o prudencia (Klugheit),
versa sobre el tipo de acción que transforma técnicamente la reali
dad empírica; para lograrlo, se apoya en conocimientos fenoménicos
adecuados y acata sus conexiones fácticas. La Moral, en cambio, es
la expresión del homo noumenon y de su libertad.
La Política es arte (Kunsf) mientras que la Moral es sabiduría
(Weisheit). No habrá contradicción en tanto la Política se subordine
a la Moral. Las descripciones kantianas no dejan claro siempre el
modo de esa subordinación. Pienso que prevalece la visión sensata,
que no supone que la Moral haya de dictar reglas concretas a la
Política. Se trata sólo de que la Política —que tiene una indiscutida
autonomía— acepte la condición restrictiva que pone la Moral.
Kant supone en conjunto que el político tiene conocimientos
empíricos sobre la naturaleza humana y trata de hacerlos más plenos
y adecuados. La Moral no interfiere dictando leyes empíricas (eso es
lo que hace falsa la proposición: «La Moral es la mejor Política»).
Pero los seres humanos, y los pueblos, no son simples objetos feno-
ménico-empíricos sobre los que tener conocimiento y ejercer técnica
y arte. Hay que recordar que, en cuanto seres noumenales, forman
un «reino de fines en sí», coligado por la ley moral —por esa cons
titución anterior a las constituciones políticas—. Tienen dignidad y
68 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

no precio, deben tomarse siempre de manera que quede a salvo su


condición de fines en sí mismos. El político es también un miembro
de ese reino. Al acometer, no una tarea técnica cualquiera sino la de
regir a un pueblo —a pueblos, en la política internacional— de seres
humanos, ha de tener especialmente presente que nunca podrá tomar
los como puros medios (cfr. IV, 428-434).
Kant está presuponiendo también una premisa que desarrolla en
otros lugares de sus escritos: un cierto «contrato social» por el que
cada uno de los que entran en el «estado civil» dejando el «de natu
raleza», cede aquello de sus posibles «derechos» (todavía no plena
mente tales) que hubiera de obstaculizar el funcionamiento del
Estado. Pero no cede otra parte más íntima de esos «derechos» que
se hará plenamente tal al ser proclamada en la constitución del
Estado). El gobernante que asume el régimen del Estado asume tam
bién la obligación de respetar esos derechos. Esto es lo esencial de
la restricción que la Moral pone a la Política (cfr. VIII, 289-290).
El razonamiento envuelve un reconocimiento del primado de lo
ético. Que, en nuestro pasaje, se expresa aún mediante otra expre
sión simbólica:
«El dios-límite (der Grenzgott) de la Moral no cede ante Júpiter
(dios-límite del Poder)». Añade: «pues éste está aún bajo el Destino».
Lo que aclara así: «Y la razón no tiene luz suficiente para comprender
las cadenas causales que anunciarían de antemano con seguridad el
resultado feliz o desgraciado de las acciones humanas según el meca
nismo de la Naturaleza. Sí la tiene en cambio para permanecer en el
camino del deber según reglas de sabiduría...» (370, 29-33).
Esta neta preferencia del Bien sobre el Poder lleva a Kant a la
expresión más audaz de su escrito. Hacia el final de la primera parte:
La verdadera Política no puede dar un paso sin rendir tributo a la Moral
[380, 27-28].

El uso del adjetivo «verdadera» connota una descalificación que


puede parecer excesiva. ¿Equivale a decir que no son «verdadera
política», sino pseudopolítica la mayoría de las prácticas ejercidas y
teorizadas en el arte de gobernar? Pero ¿puede realmente decirse que
una política inmoral sea, por el hecho mismo, pseudopolítica?

B) La polémica del «político moral» y el «moralista político»


Para ponderar el alcance y la verosimilitud de esta pretensión,
lo mejor es reconstruir, elementalmente, el debate que es el núcleo
de la primera parte.
LA CONEXIÓN DE LA POLÍTICA CON LA ETICA 69

Contrapone Kant dos figuras y las enfrenta polémicamente. La


primera es la del «político moral» (der moralische Politiker), es decir,
aquel que, debiendo ejercer la sagacidad política, trata de que sus
máximas resulten coherentes con la Moral. La segunda es la del
«moralista político» (derpolitische Moralist), que, en la misma situa
ción, forja una moral acomodaticia favorable al gobernante (372).
La primera de esas figuras encarna la posición que Kant está
propugnando. La estrategia del escrito busca hacer resaltar esa
figura precisamente mediante el contraste con la segunda. Es difí
cil que ésta no evoque en el lector el nombre de Niccolo
Machiavelli. Kant, empero, no lo nombra. (Ni parece haberlo leído;
aunque, tomado del manual de Derecho Natural de Achenwall, que
explicaba en las clases, ha usado en éstas alguna vez el título de
«maquiavelismo»2).
Da Kant un breve código de las máximas («sofísticas», califica)
de esa sagacidad de corto alcance: 1) Fac et excusa; 2) Sifecisti,
niega; 3) Divide et impera (374-375). Añade sólo una breve glosa
que no va más allá de lo obvio.
No me queda claro de dónde ha tomado Kant concretamente su
pequeño compendio de sagacidad sofística. «No engañará a nadie»,
apostilla. Lo más importante me parece ser el captar qué tipo de argu
mentación le opone. Parte de que los que sustentan tales máximas
—y piensa en los rectores de la política internacional— lógicamente
no se avergüenzan de ellas. No será su inmoralidad sino sólo su fra
caso lo que les avergonzará (375, 16-21). Pero cabe preguntarse por
ello: ¿pretende Kant con sus razones impactar al adversario o sólo
reafirmarse en su postura?
Precisamente con el citado código y con una breve apostilla con
traria terminaba un trabajo previo de Kant, conservado en un manus
crito que estuvo en poder de Goethe3. En dicha apostilla remachaba
Kant aún la argumentación en favor de un proceder más moral, apo
yándola en la índole autodestructiva que tendrían las prácticas polí
ticas inspiradas por esas máximas (XXIII, 192); una argumentación
ésta que parece descender al terreno pragmático y podría hacer mella
en el «moralista político».
En el escrito definitivamente publicado en 1795, el comentario

2 Concretamente, en un trabajo previo para el escrito sobre teoría y praxis. Ver


XXIII, 134, 13 (trad, en R. Rodríguez Aramayo, Kant, Península, Barcelona, 1991,
181). Para la referencia a Achenwall (Juris Naturalis, II, 206), XIX, 416.
3 Ver XXIII, 182-192.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

incluye un intento más amplio de argumentación. Pero que se centra


en reafirmar el primado de la Moral; y sólo hacia el final insinúa la
argumentación que sería pragmáticamente eficaz.
De todas esas «sinuosidades de serpiente» (Schlangenwendungen)
(375, 22) deja sagacidad inmoral se deja ver, al menos, la necesidad
que encuentra el moralista político de contar con el Derecho. Pero es
fácil ver que, al hacerlo, «habla en favor del Poder» y, así, «no hace
otra cosa que unir los caballos tras el carro» (376, 18-20).
Hay que anteponer el problema moral al problema técnico. Aquí
recurre Kant de nuevo a una expresión de resonancia evangélica
para expresarse: «Esforzaos ante todo por el reinado de la Razón
práctica y su justicia; se os dará por añadidura el resultado feliz de
la paz perpetua» (378, 5-7). Esta vez añade una cierta traducción
argumentativa: el seguir la voz de «la voluntad general dada a
priori», si es llevado consecuentemente a la realización, es lo único
que podrá, también según el mecanismo de la Naturaleza, dar efec
tividad al Derecho; y ello es lo único que conducirá a la paz (378,
6-19). Valga apostillar que el argumento no es muy convincente y
que no puede augurarse que los políticos pragmáticos vayan a acep
tarlo.
Pero Kant prosigue en tono victorioso, quizá demasiado triun
falista. El ya proverbial fiat iustitia, pereat mundus, arguye, debe
en realidad entenderse así: «reine la justicia, aunque ello suponga
que se hundan los malvados que hay en el mundo»; «un principio
—dice— correcto, que corta todos los subterfugios de la astucia o
el poder» (378-379). Termina remachando: «no perecerá el mundo
porque haya en él menos malvados» (379, 18-19). Y añade: «Lo
moralmente malo tiene la propiedad, inseparable de su naturaleza,
de contradecirse y autodestruirse en sus propósitos (sobre todo, por
cuanto los malvados tratan con malvados); va así dejando paso,
aunque lentamente, al principio del bien» (379, 19-23). Ésta sí es
la argumentación que ya recordé se insinuaba en el escrito prepa
ratorio.
El haber descendido así al terreno de la argumentación pragmá
tica le conduce a terminar considerando una utilización que de ella
podría hacer el «moralista político». Puesto que gobernante y pue
blo, o pueblo y pueblo, que actúan llevados de la astucia o el poder,
no se hacen injusticia, podría ser justo que se destruyeran y su des
trucción quedara como un providencial ejemplo admonitorio... (380).
Pero Kant añade una protesta contra esta hipótesis: «ninguna teodi
cea podrá justificar que haya habido en la tierra semejante perver-
LA CONEXIÓN DE LA POLÍTICA CON LA ETICA 71

sión» ...En todo caso, nos desborda todo ese tipo de reflexión teórica
(380, 15-21).
Más sano es, concluye, no negar validez objetiva a los princi
pios del Derecho, sino orientar por ellos las relaciones de los pue
blos, «objete lo que objete la política empírica» (380, 26). Y aquí
inserta la expresión ya citada, según la cual «la verdadera Política no
puede dar un paso sin rendir tributo a la Moral» (380, 27-28). ¿Ha
quedado justificada...?
Este debate del «político moral» (con el que se identifica Kant)
y el «moralista político» (al que es fácil dar el nombre de Machiavelli)
termina para Kant con una victoria sin concesiones. La paloma
—podemos decir si volvemos al símbolo inicial— vence; y se com
promete a servir de guía a la serpiente. Pero no es difícil conjeturar
que los partidarios de la serpiente no lo verán así. Y quizá el mismo
Kant no estaba tan tranquilamente contento con su victoria, puesto
que añadió:
aunque la Política es en sí un arte difícil, su conjunción con la Moral no
es ningún arte; ya que ésta corta el nudo que aquélla no podía desatar en
cuanto surgen desavenencias entre ambas [380, 28-32].

¡La paloma de Kant no es nada tímida ni se arredra ante las difi


cultades !

2. LA ARMONÍA POR EL CRITERIO DE PUBLICIDAD

En mi presentación —fruto de una lectura hecha buscando ver


si se podría superar el diálogo de sordos— he ido sugiriendo dudas
sobre lo persuasivo de la argumentación. Más fuerza podría alcanzar
al efecto la segunda parte del escrito, más breve. Dando ya por
supuesta la no discrepancia de Moral y Política, busca Kant formu
lar algunos principios que expliquen cómo puede darse la armonía.
Son, diríamos, consejos concretos de la paloma; esta vez expresados
en un lenguaje menos severamente moral, más cercano al sentido
pragmático de la Política, con lo que podrían ser más atendibles para
los políticos.
Kant hace, sin duda, una aportación original y clara al recurrir,
como criterio, a la publicidad. Denomina «fórmula trascendental del
Derecho público» a la siguiente:
Todas las acciones referidas al derecho de otros hombres, cuya máxima
no pudiera ser pública, son injustas [381, 24-25].
2 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Piensa Kant que no es éste solamente un principio ético, sino


también jurídico. Es, como bien muestra su tenor, negativo; sirve para
rechazar lo inaceptable. «Es, cual un axioma, indemostrablemente
verdadero y fácil de aplicar» (381-382). Seguirá resultando dudoso
que tal principio pueda parecer axiomático a quien mire las cosas no
desde el ángulo ético, sino desde el político-pragmático. Pero pienso
que esta vez el «moralista político», con el que Kant ha estado men
talmente polemizando, sí reconocerá una verosimilitud en el pro
nunciamiento y algo, al menos, que le obliga a pensar.
La apelación a la publicidad será molesta, por cuanto limita al
que en un determinado caso es más poderoso y se vería favorecido
por el secreto; pero, correlativamente, puede proporcionarle una garan
tía para los casos en los que o fuera menos fuerte o le fuera perjudi
cial tener que prever todos los riesgos ocultos. No cabe duda, en todo
caso, de que un principio de publicidad está entre los que podrían ser
objeto de consensos en la Federación de naciones que ya sabemos
preconiza Kant en su escrito como medio para perpetuar la paz.
El principio dicho, ha reconocido Kant, es negativo. No vale una
simple inversión para producir un principio positivo válido. No todo
lo que sea compatible con la publicidad será, por lo mismo, justo.
Podría, por ejemplo, una superpotencia permitirse publicitar amena
zas de violación de derechos ajenos, sin que ello le quedara disua
dido por riesgos proporcionados (cfr. 385, 7) . Pero Kant formula
también un principio positivo, algo más complejo:
Todas las máximas que necesitan de la publicidad (para no fallar en
los fines que se proponen) concuerdan a la vez con el Derecho y con la
Política [385, 12-13].

Ya sólo añade Kant que deja para otra ocasión el explicar y desa
rrollar este principio. Es lástima. Porque, a mi entender, esta última
es la formulación en la que más ha conseguido acercar Moral y
Política. Sigue siendo el filósofo ético quien habla; sigue tratándose
de traducciones del imperativo categórico al terreno político. Pero
tengo la impresión de que, esta vez, el político pragmático podría
quedar más cerca de aceptar de grado la norma que se le brinda.
Veámoslo algo más de cerca. Sujeto del principio kantiano son
«máximas» de actuación que puede un político proponerse para obte
ner determinados fines. Tampoco esta vez el enunciado kantiano (uni
versal) es simplemente convertible. No mantiene, por tanto, Kant que
no puedan ser morales máximas de un político que no necesiten de
la publicidad. «Necesitar» (bedürfen) de la publicidad para la efica-
LA CONEXIÓN DE LA POLÍTICA CON LA ETICA 73

cia («para no fallar en los fines que se proponen») viene a ser una
garantía de que no se esconde en ellas engaño ni injusticia para nadie.
Pues, al conocer tal intención, el amenazado se pondría en guardia y
podría frustrarla. Es algo como lo que hoy solemos llamar «transpa
rencia en las actuaciones públicas».
En el fondo de un principio así sigue estando el imperativo cate
górico, que pide la universalizabilidad de las máximas como garan
tía del respeto a la dignidad humana. Pero mediante la explicita-
ción de la necesidad de publicidad, se añade la apelación a un posi
ble consenso fáctico de todos los interesados —algo que en el
procedimiento de decisión ética individual es meramente presu
mido por el individuo que toma la decisión—. Aun sin contar con
que el «moralista político» vaya a comprometerse con el impera
tivo categórico, podría en ciertos casos apreciar como pragmática
mente razonable la propuesta kantiana. Cabe replicar, desde luego,
que el acuerdo no es grande, puesto que su «racionalidad» no coin
cidirá con la pedida por Kant. El esfuerzo de aproximación tiene
un límite.

III. REFLEXIONES CONCLUSIVAS

Me he preguntado más de una vez mientras escribía qué podría


personalmente decir más allá de mi simpatía por Kant y por su talante
ético, tan vigorosamente subrayado en este su intento por compren
der la política.
El problema con el que he querido enfrentarme es si un lenguaje
tan austeramente ético como el de Kant puede aspirar a ser com
prendido y acogido por los profesionales de la política, que son por
necesidad pragmáticos y tenderán a verlo como una bella idealidad,
simplemente inviable. Ño es sólo un problema concreto de incomu
nicación interhumana. Si realmente el ético Kant no llegara a poder
hacerse entender de los políticos, ¿no habría fracasado la Ética en
uno de los campos de la vida humana en el que más importante es
que no fracase?
Se viene a la mente el reproche de Sartre a Camus («no tener
manos» como precio del «no tener manos sucias»). Sin dramatizar
—y no temiendo, por otra parte, a la soledad testimonial de una Ética
como la propugnada por Kant— es obligado trabajar por que la Ética
llegue a poder inspirar una Política viable; al menos, en el sentido de
dar que pensar a los políticos. ¿Cabe, entonces, añadir aún algo que,
en espíritu kantiano, logre un poco más de persuasividad?
. 4 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

No cabe apelar en este tema al conocido recurso kantiano al ardid


de la Naturaleza («o mejor, de la Providencia», como Kant suele aña
dir), por el que esa, natural, «insociable sociabilidad» humana acaba
realizando para la especie, por caminos torcidos, lo que una acción
inspirada éticamente hubiera debido realizar por otros más derechos.
En este recurso se funda, como es sabido, la Filosofía kantiana de la
Historia. Pero en ella se trata de una visión teórica de hechos (empí
ricos), que el teorizador ya no puede cambiar y a los que trata, al
menos, de encontrar un sentido. Mientras que la Política es una teo
ría ordenada a una práctica que todavía sigue dependiendo de la liber
tad del hombre. Es, seguramente, por eso por lo que la insistencia
kantiana en la urgencia de la actitud moral ha sido tan grande como
hemos podido ver. (Sólo alguna vez, y de refilón, ha aparecido la con
sideración simplemente teórica; y no como solución.)
En su postulación de una Política genuinamente moral, con
tra todas las razones pragmáticas y sus travestimientos pseudoéti-
cos, ha ejercido Kant no sólo su talante ético, sino también esa su
peculiar infatigable fe esperanzada en el ser humano. Hay algún
momento en el discurso kantiano, que podría haber sido más desa
rrollado, en el que tal fe esperanzada busca una verosimilitud empí
rica. Creo que es importante destacarlo. Su afirmación esencial
podría reformularse así: a la larga, libertad y derechos de todos
es, incluso pragmáticamente, mejor para todos. Hay que subrayar
el «a la larga». Y hay, probablemente, que conceder que no se trata
de un principio evidente ni fácilmente demostrable. Pero quizá sí
pueden encontrarse para esa afirmación ciertos apoyos tomados de
la historia. Y, para allí donde no lleguen dichos apoyos, cabe toda
vía argumentar que el progreso cultural irá haciendo siempre más
y más plausible el que en el futuro la afirmación enuncie verdad
empírica.
Con ello —y éste sería un corolario bien conforme con el espí
ritu de Kant— un consejo que, en cualquier caso, es pertinente al
intentar moralizar la política es de orden pedagógico. Importa sobre
manera promover una ilustración armónica, el progreso cultural en
la libertad. Nada como ello contribuirá a la paz perpetua.

Permítaseme añadir todavía, en tono sapiencial, una evaluación


de la aportación de Kant al progreso de las relaciones políticas huma-

En el principio era el Poder... (¡El «estado de naturaleza» parece


LA CONEXIÓN DE LA POLÍTICA CON LA ETICA 7¿,

hubiera sido todavía peor!) Pero el Poder se hace Leviatán —el dis
curso de Kant no lo ha mencionado, pero ello está en su trasfondo4.
Y Leviatán es duro para los humanos. Y cuenta con el fiel servicio
de la serpiente (el «moralista político»).
Así las cosas, algo importante ocurre en la historia política
humana, cuando, al menos, se va dejando oír la voz de la paloma (el
«político moral», al que Kant ha encarnado sin demasiado éxito dia
léctico). Nada hay más deseable para el bien de esa historia que tal
voz vaya teniendo más y más audiencia, con presentaciones que mejo
ren la kantiana. Y quizá no es demasiado optimismo esperar que,
efectivamente, irá siendo así.

4 Una mención (temprana, de entre 1764 y 1768) del Leviatán es hallada en la


Refl. 6593, donde se esboza una meditación sobre el hombre y, además del nombre
de Hobbes, aparece el título de la obra de Rousseau, Aemil (XIX, 98-100).
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ,
PERPETUAMENTE»
Carlos Pereda
Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM

El Derecho y las instituciones capaces de respaldar la paz, «resul


tados» del «contrato social», del contrato que «constituye» una socie
dad, ha «introducido» en el interior de los Estados, la posibilidad de
una paz duradera: el Derecho es el garante de la paz interna, o mejor
dicho, el Estado, en tanto posee el monopolio de la fuerza legítima
es el garante del Derecho y así, de la paz. Sin embargo, es un hecho
que hasta ahora carecemos de un «contrato inter-social», o más bien,
«inter-estatal», de un contrato de los diferentes Estados que evite la
violencia entre ellos, sin excluir esa forma extrema de violencia que
es la guerra. Y la mayoría de las guerras son guerras entre Estados o
entre naciones que pretenden constituirse como Estados.
No obstante, los esfuerzos, al menos, los esfuerzos teóricos por
formular tal «contrato», no son nuevos, más todavía, desde la Edad
Media se han multiplicado las sugerencias al respecto. Sin embargo,
en esta discusión, me limito a concentrarme un poco en la propuesta
de Kant de 1795, Zum ewigen Frieden, título que tradicionalmente
suele traducirse como «Sobre la paz perpetua», aunque quizá sería
mejor verterlo al castellano con la expresión «Hacia la paz perpetua».
La propuesta kantiana se articula como un tratado de paz externa
que deben firmar los Estados después de alguna guerra y su funda-
mentación; de esta manera, el texto puede reconstruirse en dos par
tes. La primera, el tratado propiamente dicho, contiene seis artículos
que formulan las pre-condiciones de paz y otros tres artículos que
nos dicen como establecerla definitivamente. La segunda parte con
forma la justificación de la primera y se compone de dos suplemen
tos y dos apéndices en los que se defiende que la garantía de la paz
perpetua entre las naciones la otorga:
nada menos que esa gran artista llamada naturaleza (natura daedala
rerum), en cuyo curso mecánico brilla visiblemente una finalidad: que a
través del antagonismo de los hombres surja la armonía, incluso contra
su voluntad.
78 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Así lo indica Kant al comienzo del «Suplemento primero», para,


de inmediato, aclarar que su optimismo en el futuro descansa, en
último término, en su creencia en la Providencia. Ah, y en el «espí
ritu comercial»:
que no puede coexistir con la guerra y que, antes o después, se apodera
de todos los pueblos. Como el poder del dinero es, en realidad, el más
fiel de todos los poderes (medios) subordinados al poder del Estado, los
Estados se ven obligados a fomentar la paz (por supuesto, no por impul
sos de la moralidad) y a evitar la guerra con negociaciones.

Evitemos tanto vértigo de lo sublime. Pues, como no me resulta


muy claro cuál es el sentido de la palabra «finalidad» en relación
con el «curso mecánico» de la naturaleza, y menos, aplicado a la
historia, como los designios de la Providencia, incluso cuando se
crea en ellos, por lo menos desde Job, se nos han vuelto cada vez
más enigmáticos, y como el «espíritu comercial» a veces es un buen
antídoto en contra de la guerra pero en otras ocasiones, no sólo coe
xiste con ella, sino que incluso puede hacerla su objeto, convir
tiendo a la guerra en un excelente negocio, dejaré esta fundamen-
tación por completo de lado, y concentraré mi lectura argumentada
casi exclusivamente en la primera parte, en la formulación del tra
tado de paz.
Tal vez se proteste: ¿es posible, sin debilitar excesivamente al
texto del tratado, dejar de lado su «fundamentación»? No sólo es
posible, algo más, creo que es imprescindible si se quiere rescatar
la propuesta kantiana. En primer lugar, la teoría providencialista
de la historia introduce una macroteleología incompatible con un
concepto central de la Crítica de la razón práctica como es el con
cepto de autonomía, y entre defender una moral de la autonomía
o una filosofía de la inevitabilidad histórica, considero que lo más
provechoso, y hasta quizá lo único inteligible, es defender una
moral de la autonomía. En segundo lugar, y en general, cualquier
«garantía de éxito» que se le quiera ofrecer a la acción es ilusoria,
pues no son razonables en tanto tales garantías, ni la macroteleo
logía de la naturaleza, ni el espíritu comercial, ni tampoco los otros
candidatos, las otras metáforas propuestas antes o después de Kant,
la «mano invisible del mercado», la «astucia de la razón» de Hegel,
el «determinismo de la infraestructura económica»... Quiero decir:
el actuar humano no puede ampararse en ninguna «garantía
de éxito» so pena de eliminar precisamente la realidad de ese mismo
actuar en tanto lo que es, actuar libre y, por ello, un proceso pre-
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE

Comencemos, pues, a leer ya la propuesta kantiana. Básicamente,


esta lectura (que bordea a veces la parcialidad con el fin de subrayar
ciertas dificultades recurrentes) se ocupará en discutir algunos aspec
tos de la política conceptual que es necesario seguir tanto con res
pecto a la palabra «paz» como en relación con palabras como «per
petua» o «eterna». Sin embargo, tal vez alarme la expresión «polí
tica conceptual». La palabra «política» designa aquello relativo al
gobierno, al poder; previsiblemente, la expresión «política concep
tual» aludirá al gobierno de los conceptos, al poder de las palabras.
Además ¿por qué hablar de «política conceptual» y no, más tranqui
lamente, de «descripción conceptual»? No hay por qué alborotarse.
Recuérdese la ya introducida regla argumental: «Ten cuidado con las
palabras».
A partir de las palabras y giros y metáforas y tramas de palabras
que admitimos o repudiamos y de cómo estimamos o deshonramos
y hasta difamamos ciertos conceptos, esto es, en las palabras que usa
mos, en tanto ellas ponen en circulación algunos conceptos y no otros,
se juega en parte cómo las personas discriminan y vinculan las rea
lidades en sí mismas y en torno a sí, cómo las personas se constitu
yen a sí mismas, a las otras personas, al mundo. O expresándonos de
manera menos pomposa, no se olvide que la «función predicativa»
del lenguaje en alguna medida inevitablemente depende de los inte
reses de quienes predican. Así, el concepto de política conceptual
sólo posee como presupuesto la negación de un concepto de lenguaje
según el cual éste es un instrumento mediador puramente pasivo, que
se limita a recoger predicaciones dadas de antemano, un «mosaico
mental» que representa en cada caso un mundo ya exhaustivamente
articulado con independencia de las personas participantes de ese len
guaje y sus afanes. De ahí que no sea vana hipérbole señalar que dis
cutir la política conceptual en torno a ciertas palabras, implica dis
cutir los pro y los contra de ordenar, de articular, de «constituir» nues
tras vidas, nuestros proyectos y, en cierta medida, el mundo, de una
manera y no de otra: «Dime como usas las palabras y te diré quien
eres». Por eso, después de todo, quizá no sea tan arriesgado defen
der que no hay política más predeterminante que la política concep
tual, lo que por supuesto, no implica negar las relaciones de ésta con
las otras políticas.
Regresemos a Kant. Seguramente, más que para insinuar que
también sabía jugar ese juego, para disipar cualquier vecindad peli
grosa, Kant comienza «Hacia la paz perpetua» con una ligerísima
ironía: aquello que se va a discutir nada tiene que ver con la inscrip
ción «hacia la paz perpetua» de cierta posada holandesa junto al dibujo
¡O LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de un cementerio. Sin embargo, la expresión «nada tiene que ver» no


es del todo correcta, en realidad, dicha inscripción y el breve tratado
kantiano, sí que tienen que ver: la una alude a un contraejemplo fuerte
al asunto que refiere el otro. Relación de contraejemplo fuerte, el con
cepto de paz perpetua entre los Estados que afanosamente procura
entrever Kant, la ardua, diversa hasta la multiplicidad divergente y,
por ello, llena de sorpresas e incertidumbre paz perpetua de los vivos,
busca proponerse como la alternativa —quizá, como la única alter
nativa— a la otra paz perpetua, a la fácil, monótona, previsible paz
perpetua de los muertos.
Sin embargo, no es este contraejemplo fuerte, la paz perpetua de
los muertos, el único contraejemplo que se propone a la paz perpe
tua de los vivos entre los Estados; hay también contraejemplos débi
les. Si no me equivoco, las diferencias entre contraejemplos fuertes
y débiles puede formularse como sigue: un contraejemplo fuerte con
forma un opuesto al concepto en cuestión, en cambio, los contrae
jemplos débiles expresan aproximaciones o degradaciones a tal con
cepto; de esta manera, en el primer caso, se estará ante una diferen
cia absoluta y, en el segundo, ante una diferencia de grado. Según la
situación, ambos tipos de contraejemplos pueden resultar de la mayor
utilidad pues caracterizar y defender un concepto es, en gran parte,
recortarlo con uno o varios contraejemplos y, sobre todo, recortarlo
y demarcarlo de la maraña de contraejemplos que son sus fetiches.
De esta manera, cualquier política conceptual justa se encontrará a
cada paso con la virtud del espíritu de rescate y su norma, la máxima
de los datos, fetiches y materiales:
Cuando discutas sobre cualquier asunto reúne una cantidad impor
tante de datos sobre él o sobre su entorno, luego somete esos datos a una
crítica implacable para distinguir entre ellos, los fetiches de los materia
les que hay que retomar en la propia argumentación.

Precisamente, la «Sección primera» de Hacia la paz perpetua


que contiene seis «artículos preliminares para la paz perpetua entre
los Estados», puede reconstruirse como recogiendo en cada uno de
sus cinco primeros artículos, un contraejemplo débil al concepto de
paz perpetua de los vivos: pequeños fetiches a los que se puede alu
dir con expresiones como «paz estratégica», «paz inmoral», «paz
opresiva», «paz endeudada», «paz impuesta»; luego, Kant vuelve a
atender el contraejemplo fuerte ya introducido de la paz perpetua de
los muertos. Pero leamos con más parsimonia.
Por lo pronto, no olvidemos que ninguno de estos contraejem
plos es focalizado o estudiado en general por Kant, sino a partir de
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE» 81

un aspecto, a veces incluso de una simple puntualización un poco


hecha al margen y que, además, la situación varía en cada caso.
El concepto de la paz estratégica es introducido en la formula
ción misma del primer artículo:
No debe considerarse válido ningún tratado de paz que se haya cele
brado con la reserva secreta sobre alguna causa de guerra en el futuro.

La paz estratégica, la paz que es sólo un medio de ciertos agen


tes para replegarse y, de esta manera, juntar fuerzas con el fin de ganar
tarde o temprano una guerra, no es paz genuina y, por ello, no perte
nece al tipo de paz al que se busca referir con la expresión «paz per
petua»; en este contexto, Kant hace una precisión a rescatar: la paz
estratégica es un contraejemplo de la paz entre las naciones pero sólo
si se piensa con rigor, «si se juzga el asunto tal como es en sí mismo»;
en cambio, desde el vértigo de lo sublime que desencadena la retó
rica de la sangre y de la patria, desde la retórica del espíritu de la
tribu, cuando se sitúa al «honor del Estado» en «el continuo incre
mento del poder sin importar los medios», la distinción entre paz
estratégica y paz entre los Estados «parecerá pedante y escolar»,
puesto que, para quienes son presos de dicha retórica, la paz no posee
dignidad en sí, es sólo una astucia en medio de una intrincada tela
raña de astucias, un arma más del poder y punto.
Muy indirectamente es introducido el próximo contraejemplo,
el concepto de paz inmoral. El segundo artículo preliminar es la
siguiente —tal vez no demasiado clara— norma del derecho inter
nacional en contra del imperialismo:

Ningún estado independiente (grande o pequeño, lo mismo da) podrá


ser adquirido por otro mediante herencia, permuta, compra o donación.

Para justificar esta norma, Kant propone cierta política concep


tual: pensar los Estados independientes en analogía con las personas
y, recuérdese la Crítica de la razón práctica, las personas no tienen
precio sino dignidad; heredar, permutar, comprar o donar una per
sona implica darle un precio y quitarle su dignidad, implica, pues, el
régimen de la esclavitud, convertirla en una cosa. La paz que trate a
las personas, los individuos, o su análogo, los Estados, como cosas,
es una paz inmoral. Por eso —¿hay que todavía recordarlo?— el
imperialismo es inmoral. Pero ¿en qué sentido es buena la analogía
de un Estado con una «persona moral»? La respuesta quizá se encuen
tre si se piensan los Estados como autónomos; porque sí, un Estado
no es heterónomo, no es un patrimonio como el suelo sobre el que
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

descansa, sino que es autónomo, «una sociedad de hombres sobre


la que nadie más que ella misma tiene que mandar y disponer». La
paz perpetua no puede conformarse, entonces, con una paz interna
cional inmoral, con una paz que coexista con el imperialismo, con
las guerras de conquista que provoca «heredar», «permutar», «com
prar» o «donar» Estados... Más adelante, sin embargo, veremos que
esta analogía entre Estados y personas posee mucho más dificulta
des de las que parece reconocer la tradición. Lo que llamo «paz
opresiva» es la paz que sobrevive en medio de las herramientas y
los preparativos de la guerra, por ejemplo, la paz que incluye la pre
sencia de ejércitos permanentes que, por así decirlo, vigilan y hasta
articulan esta paz. Él concepto de paz opresiva es también introdu
cido muy indirectamente, a través de un tercer artículo preliminar
que es, sin duda, el más utópico de este ensayo y, por lo demás, uno
de los pocos momentos de clara utopía política que se permite el
razonable e incluso, a veces, demasiado cauteloso liberal que es
Kant:
Los ejércitos permanentes deben desaparecer totalmente con el tiempo.

Kant no defiende su utopía, como lo han hecho otros, con el argu


mento de los instrumentos potenciales peligrosos, aquello de que,
puesto que si una persona tiene un arma cargada en el ropero, tarde
o temprano, intereses o sentimientos cegadores como el miedo o el
honor, la llevarán a encontrar ocasiones propicias para usarla, por
eso, lo mejor es no guardar armas cargadas en el ropero (las diver
sas seriales de televisión, o las diversas variedades de la misma señal
de televisión, suelen ser una ilustración de todo ello). Sin embargo,
el hecho de que no use este argumento no implica que no use ningún
argumento prudencial; sin duda, el siguiente es un argumento de este
tipo: buscando aparecer bien preparados para la guerra, muchos
Estados se «estimulan» mutuamente a superarse, en una carrera arma
mentista que aumenta sin cesar y, finalmente, resulta más opresiva
la paz que una guerra corta; además, los gastos generados por tales
armamentos, se convierten, ellos mismos, en la causa de guerras futu
ras, con el fin de liberarse de esas cargas. Por eso, incluso si se con
sidera demasiado utópica y, por ello, imposible de satisfacer la norma
kantiana, no obstante, quienes no consideren con sarcasmo los deseos
de paz, tanto interna como externa, inevitablemente tendrán que defen
der alguna norma en esa dirección: exigir algún grado de desarme
generalizado.
Por otra parte, junto a este argumento prudencial que pide el
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE» 83

desarme total, Kant reitera uno de sus más conocidos argumentos


morales, ya recordado con respecto a la paz inmoral: tratar a las per
sonas «a cambio de dinero, para matar o ser muertos» abusa de las
personas, desconociendo su autonomía, las corrompe conviertién
dolas en «máquinas de matar», lo que contradice «el derecho de la
humanidad en nuestra propia persona». Para Kant, pues, no es del
todo compatible ser soldado —al menos, ser profesional de un ejér
cito permanente— y ser persona.
El cuarto contraejemplo, la paz endeudada, consiste en aque
lla paz propia de un Estado que ha contraído deudas con otro. Kant
recurre nuevamente a argumentos prudenciales y llega a llamar a
este tipo de paz, un «tesoro para la guerra» sin, al parecer, darse
cuenta de que tal metáfora algo quizá tenga que ver con la para-
Providencia del «espíritu comercial» en que, en otros pasajes, tanto
confía:
un sistema de crédito, como instrumento en manos de las potencias para
sus relaciones recíprocas, puede crecer indefinidamente y resulta siem
pre un poder financiero [...], es decir, es un tesoro para la guerra.

El quinto contraejemplo, la paz impuesta, parte de aquella norma


internacional que establece la soberanía de los Estados y remite al
segundo artículo preliminar: «Ningún Estado debe inmiscuirse por
la fuerza en la constitución y gobierno de otro».
Luego de formular esta norma de soberanía, de inmediato Kant
se pregunta: «pues ¿qué le daría derecho a ello?». De nuevo, el argu
mento de fondo es la concepción de un Estado en analogía con una
persona y, por lo tanto, autónoma: ninguna persona tiene derecho a
inmiscuirse por la fuerza en la conducta de otra persona, mientras
ella no viole derechos ajenos, ya que, como se ha afirmado, las per
sonas son autónomas. La norma y el argumento por analogía que la
respalda, en principio, parecen correctos. Sin embargo, su aplicación
es de caso en caso mucho más problemática de lo que resulta a pri
mera vista pues, en concreto, así como no pocas veces es difícil dis
tinguir entre los actos que sólo atañen a una persona y los que inevi
tablemente repercuten sobre las demás —de ahí, todas las dificulta
des cada vez que se discuten políticas en algún sentido sospechosas
de paternalismo—, también es a menudo complicado distinguir entre
los actos de un Estado que atañen a los otros Estados y aquellos que
no. Por ejemplo, en tiempos de Kant era ya arduo decidir si la
Revolución Francesa era un asunto exclusivamente de Francia o, en
alguna medida, del mundo pues, por lo menos, su lección liberadora
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

recorría el resto de los países europeos y hasta de países de conti


nentes lejanos: ese terremoto, en la realidad o en el imaginario colec
tivo, pero en cualquier caso, ese terremoto de la historia, la caída de
la corona francesa ¿acaso no puso en peligro el resto de las cabezas
coronadas? En la actualidad, dificultades como éstas se plantean todos
los días, con y sin razones, bien y mal planteadas.
Exploremos algunas de las dificultades bien planteadas. Por
lo pronto, a la política conceptual que propone pensar los Estados
en analogía con las personas, apenas se la examina con cierto
detalle se le multiplican las dificultades. En primer lugar, con
respecto a las personas, cada una es la portadora de derechos,
pero ¿quién es el portador de derechos en los Estados?, ¿la mayo
ría del pueblo, la mayoría y las minorías más importantes, la
mayoría y todas las minorías, el gobierno de turno si posee alguna
legitimidad, o cualquiera que sea el gobierno de turno? ¿O un
Estado sólo es portador de derechos si se trata de un Estado demo
crático? Por ejemplo ¿quién era el portador de derechos en el
Estado nazi en la Alemania de los años treinta?, ¿quien era el por
tador de derechos en la Sudáfrica del apartheid? Én general ¿acaso
frente a la masacre de los oponentes políticos o de una minoría
en su conjunto —desde los judíos o los gitanos a los gays— puede
pensarse en alguna «ayuda» que no provenga «de afuera»? ¿Y
qué decir cuando un gobierno despótico esclaviza a su propio
pueblo, eliminando de inmediato el menor signo de oposición y
convirtiendo al país entero en una cárcel? En situaciones como
éstas ¿sigue valiendo el principio de no intervención? Creo que
para responder preguntas como éstas, de caso en caso, hay que
tener presente dos series de datos: por un lado, los datos que per-
tencen a la lista de masacres al amparo del principio de no inter
vención, por otro lado, los datos que recuerdan que ningún Estado
jamás ha enviado soldados a otro exclusivamente por razones
morales. ¿Por qué política conceptual debemos decidirnos, enton
ces: por pensar los Estados como personas o por no pensarlos
como tales?
En segundo lugar, algunas consecuencias de esta analogía
son peligrosas (y no pocas veces se expresan metáforas peligro
sas). Por ejemplo, dicha analogía, después de Kant, condujo a
pensadores como Fichte y a cierto insistente marxismo a acabar
abusando de metáforas como «la voluntad del Estado» y, sobre
todo, «la voluntad del pueblo» (como si en sociedades comple
jas pudiera haber algo así como «la voluntad del pueblo») y, a la
sombra de cierto antiindividualismo militante, pronto se concluyó
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE»

recomendando «colectivismos» agresivos (que tales «colectivis


mos» sean de cuño nacionalista o internacionalista es lo de
menos).
Con el sexto contraejemplo se regresa a la ironía del comienzo,
a la paz perpetua de los muertos. El último artículo preliminar se
introduce como una observación que, como a menudo es el caso en
Kant, resulta realista y prudente, pero es algo más; sin embargo, no
refiere de manera directa ni a un ejemplo ni a un contraejemplo de
la paz, sino a aquella falta de límites de la guerra, esa destrucción
minuciosa y progresiva de cualquier confianza elemental que es «con
dición de imposibilidad» de cualquier paz internacional futura:

Ningún Estado en guerra con otro debe permitirse tales hostilidades


que hagan imposible la confianza mutua en la paz futura, como el empleo
en el otro Estado de asesinos (percussores), envenenadores (venefici), el
quebrantamiento de capitulaciones, la inducción a la traición (perdue-
llio), etc.

Para respaldar esta norma, Kant razona que, a partir de determi


nado punto, las estratagemas deshonrosas hacen perder el mínimo
respeto que se debe tener al adversario, sin el cual éste se transforma
en enemigo a muerte; de esta manera, cierto tipo de hostilidades anula
cualquier voluntad de paz futura y conducen al desastre generalizado.
De todo esto se sigue que una guerra de exterminio, en la que
puede producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo
el derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cemente
rio de la especie humana y, por consiguiente, no puede permitirse ni
una guerra semejante ni el uso de los medios conducentes a ella.
A lo largo de la Edad Media se habían hecho consideraciones
similares al distinguir entre el problema de la guerra justa, o más bien,
de la guerra justificada, jus ad bellum, y el problema de la justicia en
la guerra, jus in bello, y cómo las injusticias en la guerra podían com
prometer incluso la justicia de la guerra más justificada.
¿Qué decir de esta política conceptual que así recorta la paz, que
perfila y demarca el concepto de paz, tanto interna como externa,
pero sobre todo externa, con los conceptos de la paz estratégica, de
la paz inmoral, de la paz opresiva, de la paz endeudada, de la paz
impuesta, de la paz perpetua de los muertos en tanto contraejemplos
débiles y fuertes de la paz perpetua de los vivos?
Por lo pronto, aunque todos los artículos preliminares se propo
nen como «leyes prohibitivas», Kant sugiere que varía la urgencia
con que se deben cumplir. Por un lado, los artículos primero, quinto
y sexto deben ser aplicados «rígidamente» (strengen), en el sentido
86 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de: «sin consideración de las circunstancias», pues sin esa aplicación


«rígida», si no se está preparado a aceptar los tratados de paz ya exis
tentes, la soberanía de los Estados y mínimas condiciones de respeto
en los conflictos armados, según Kant, cualquier propuesta de paz
internacional más o menos estable se evapora. Por otro lado, Kant no
espera que los artículos segundo, tercero y cuarto se apliquen de
manera rígida, esto es, inmediatamente y, por eso, introduce el con
cepto —desde el punto de vista legal, algo más que problemá
tico, como el mismo Kant reconoce— de «leyes permisivas»
(Erlaubnisgesetze), esto es, leyes que «contienen una autorización
para aplazar la ejecución de la norma sin perder de vista su fin
último». De esta manera, esta «temporalización del Derecho» nos
invita a convivir incluso en la paz con la paz inmoral, con la paz opre
siva, con la paz endeudada: a aceptar una paz internacional con gue
rras locales de conquista, con ejércitos permanentes y con deudas
entre los Estados.
Tal vez sea razonable, en contra de Kant, generalizar esta última
propuesta y proponer: todos los contraejemplos débiles tienen que
aplicarse «permisivamente», pues hay que aprender a convivir con
todos ellos, pues ¿no son acaso los esfuerzos de paz también com
patibles con la existencia de la paz estratégica y de la paz impuesta?
Si ha de responderse con la afirmativa, entonces, todos los contrae
jemplos débiles de la paz, la paz estratégica, la paz inmoral, la paz
opresiva, la paz endeudada y la paz impuesta son contraejemplos
débiles en el doble sentido de: degradaciones de la paz y/o aproxi
maciones a la paz. Porque todos estos tipos de paz son, en alguna
medida, tipos de paz de los vivos, tipos imperfectos de paz y hasta
fetiches de la paz pero tipos de paz al fin; en cambio, el contraejem
plo fuerte, la paz perpetua de los muertos no es, en sentido estricto,
ningún tipo de paz, puesto que la paz es una circunstancia de la vida,
y la muerte no es una circunstancia de la vida, sino su ausencia. La
paz perpetua de los muertos es, entonces, un contraejemplo fuerte y,
en este sentido, como fetiche, el más vicioso de todos, pues si bien
en relación con los otros contraejemplos, se trata de posibilidades
con las que se podrá luchar en el interior de la paz, en este contrae
jemplo, se formula aquello que conforma el límite de la paz.
No obstante, y por eso mismo, por ser la paz perpetua de los
muertos el contraejemplo fuerte, el contraideal ¿no existe tal vez el
peligro de que el adjetivo «perpetuo» de la expresión «paz perpetua
de los muertos» contamine la expresión «paz perpetua de los vivos»?
¿No configura una política conceptual razonable con respecto a la
palabra «paz» aquella que renuncia de una buena vez por todas al
SOBRE LA CONSIGNA «HACÍALA PAZ, PERPETUAMENTE»

adjetivo «perpetuo», a la expresión «paz perpetua»? La voz «perpe


tuo» tiene el sentido de: «constante», «continuo», «duradero para
siempre», «imperecedero», «perdurable», «inmortal». Sin embargo,
¿pueden aplicarse esos adjetivos a los procesos de la vida?, ¿no son
quizá todos los procesos de la vida pasajeros, variables, temporales,
perecederos, inseguros? Quiero decir: entre el concepto —cualquiera
que él sea, incluyendo al kantiano— de paz perpetua y el concepto
de perpetuum mobile ¿no se establece acaso una viciosa posibilidad
de cercanía? Pero ¿de qué hablo?
Un perpetuum mobile postula una máquina que posee movimiento
perpetuo: una máquina que, una vez puesta en marcha, continúa en
movimiento indefinidamente sin recibir energía suplementaria de nin
guna fuente externa a ella. La historia de tales construcciones consiste
en relatos de algo así como alquimistas anacrónicos, alocados inven
tores, sin embargo, aquí no me interesan los vanos o fraudulentos
esfuerzos por construir tales máquinas, sino el atractivo concepto que
en ellas se articula. En efecto, el proceder de una máquina perpetuum
mobile, los procesos perpetuum mobile son procesos:
a) infinitos, y
b) sin necesidad de energía exterior.
Por el contrario, los procesos simétricamente opuestos a los pro
cesos pepetuum mobile son los procesos precarios. En este sentido,
por definición, un proceso precario es un proceso:
a) finito, y
b) con necesidad de energía exterior.
Tal vez se proteste: pero no hay tal cosa como procesos perpe
tuum mobile, ¿para qué, entonces, disponer de un concepto con refe
rente imposible? Porque, si no me equivoco, se trata de un concepto
que presuponen muchos de nuestros anhelos e incluso algunas de las
más frecuentadas nostalgias, una fascinación que suele aparecer ape
nas se araña un poco la superficie de varios ideales recurrentes y hasta
de no pocos tercos deseos. De ahí que operar con la oposición con
ceptual entre los procesos perpetuum mobile y los procesos precarios
resulta un útilísimo instrumento de análisis, de crítica, de evaluación.
Regresemos otra vez a Kant y a sus reflexiones sobre la paz per
petua. Creo que la dificultad con respecto a la política conceptual en
torno a la paz a que se buscaba aludir cuando se sospechó una posi
ble contaminación por parte del concepto de paz perpetua de los muer
tos en el concepto de paz peipetua de los vivos se reformula con más
rigor de la siguiente manera: cuando se piensa en la paz perpetua de
los vivos hay que tener cuidado de que adjetivos como «perpetuo» no
hagan degenerar este concepto y pensemos la paz como un proceso
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

que, una vez puesto en marcha, se comportará en tanto proceso per


petuum mobile, cuando inevitablemente no se puede pensar la paz en
el interior de los Estados y entre los Estados más que como una com
plicada trama de procesos precarios: de procesos finitos y que, a cada
paso, dependen de la «energía» del medio en que se llevan a cabo.
Precisamente, a ello parece atender Kant al comienzo mismo de
la «Sección segunda»; Kant, a diferencia de Rousseau y, en este punto,
muy cerca de Hobbes, recuerda que la paz no es entre los humanos
el primer dato a recoger; porque lo que se encuentra en la base de los
individuos y los grupos humanos, el espíritu de la tribu, el naciona
lismo, lo «natural», es la barbarie: la violencia y sus músicas gue
rreras. La paz, tanto interna como externa, es, por el contrario, una
empeñosa y siempre incierta conquista, el elaborado pero frágil logro
de la razón en contra de la naturaleza, y en contra de esa segunda
naturaleza que es el espíritu de la tribu.
El estado de paz entre los hombres que viven juntos no es un estado
de naturaleza (status naturalis), sino, más bien un estado de guerra,
es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han decla
rado, sí existe una constante amenaza.
A partir de estas premisas, Kant concluye:
El estado de paz, por lo tanto, debe ser instaurado.

Por eso, teniendo en cuenta la virtud del rigor y, específicamente,


los peligros de palabras como «perpetuo», cualquier política con
ceptual en torno a la paz debería corregir a Kant y puntualizar:
El estado de paz, por lo tanto, debe ser una y otra vez instaurado.

Esta aparentemente pequeña corrección conlleva más diferencias


de las que tal vez se perciben a primera vista, pues implica pasar de
usar palabras como «perpetuo» en tanto adjetivos en enunciados como:

(A) El estado de paz perpetua debe ser instaurado,


a formular una obligación en enunciados en los cuales voces
como «perpetuo» se convierten en adverbio:

(B) El estado de paz debe sex perpetuamente instaurado.


Pienso que cualquier política conceptual razonable tiene que
defender la perspectiva adverbial (B), en contra de la perspectiva
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE»

adjetival (A), que es precisamente lo que la «fundamentación» kan


tiana de «Hacia la paz perpetua» no hace y hasta tal vez prohibe. Pues
¿qué otro tipo de procesos podría constituir una Providencia que pro
cesos tipo perpetuum mobile? Repensemos, sin embargo, tanto los
«artículos preliminares» como los «artículos definitivos» que nos
propone Kant, desde una perspectiva adverbial.
Ante todo, debe subrayarse que, desde la perspectiva adverbial,
los «artículos preliminares» de Kant y, sobre todo, los tipos de paz
imperfecta que ellos ayudan a formular, no conforman en ninguna
situación un pasado definitivamente a despedir, sino más bien la
memoria de un pasado no pasado: la memoria que da que pensar de
un pasado y, a la vez, un registro de algunos posibles obstáculos a
tener en cuenta perpetuamente. De ahí que haya que ser mucho
menos inflexible que Kant con respecto a las leyes de la paz: la paz
es una tarea tan difícil y tan indispensable que no se puede exigir
demasiado, basta con lo que realmente se consiga; ninguna exigen
cia en relación con la paz poseerá, lamentablemente, aplicación
rígida. Por eso, repito, ha de aceptarse que la paz estratégica, la paz
inmoral, la paz opresiva, la paz endeudada y la paz impuesta son
tipos de paz con los que, ineludiblemente, nos encontraremos a cada
paso en cualquier paz ya instaurada, aproximaciones imperfectas
que es necesario mantener bajo control, pero que también hay que
aprender a apreciar, porque cualquier deseo de perfección en polí
tica internacional —como por lo demás, en todos los asuntos polí
ticos— no ha dejado de resultar contraproducente: de nuevo, leáse
un libro de historia o el periódico del día. De ahí que, pese a su tur
bio carácter legal, es necesario bajar el tono en relación con un con
cepto fuerte de Derecho y resignarnos a que todas las leyes del
Derecho Internacional sean, en algún grado, leyes permisivas. O,
hablando con un poco de pompa, hay que confesar que, puesto que
la Providencia no habla claro —si es que habla—, entre la nada y la
resignación, entre la nada y la aproximación imperfecta, hay que,
rehuyendo del mecanismo del todo o nada, elegir la resignación, la
aproximación imperfecta.
Preguntémonos ya: ¿cómo pensar desde la perspectiva adverbial
los «artículos definitivos» de Kant? Por lo pronto, hay que observar
que en todos los artículos, pero especialmente en los «definitivos»,
la formulación de éstos no debe hacer olvidar que, aunque su pre
tensión es general, queda claro, como no puede ser de otra manera
con respecto a cualquier formulación general, qué tipo de ejemplos
se tiene especialmente en cuenta.
El primer artículo «definitivo» indica una obligación con res-
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

pecto a la estructa interna de los Estados, por aquello de que las


relaciones dependen en gran parte de la conformación interna de
los términos relacionados y, más específicamente, porque, a la
larga, existe un principio de continuidad entre la política interna,
doméstica, y la política internacional. Dicho de manera más gene
ral, el punto de vista interno a nuestra sociedad determina el punto
de vista externo con respecto a las otras sociedades: el interno que
somos con respecto a la sociedad y tradiciones que consideramos
como nuestras, determina al externo, presente o ausente, que tam
bién inevitablemente somos en relación con otras sociedades y
tradiciones, y la configuración de cada uno de esos puntos de vista
se hace en relación recíproca con la configuración del otro. De
esta manera: «La constitución de todo Estado debe ser republi
cana».
Frente a este primer «artículo definitivo», sobre todo frente a
su justificación, la lectura argumentada no debe perder nunca de
vista la máxima de los datos, fetiches y materiales. Comencemos
recogiendo datos; Kant señala que la constitución de todo Estado
que aspire a la paz perpetua (pero tal vez mejor, ya se anotó, debe
ría decir: que aspire perpetuamente a la paz) debe ser republicana,
y entiende por tal aquellas constituciones establecidas de confor
midad con los derechos individuales, constituciones que, además,
deben organizar el poder a partir de una idea de representación y así,
contar con un principio de separación de poderes. Detengámonos
un poco en cada uno de estos elementos de la constitución republi
cana.
En primer lugar, los derechos individuales, la libertad y la igual
dad, son, según Kant, derechos fundados en la naturaleza humana,
pero no estamos ante simples derechos morales, sino ante derechos
con un contenido directamente jurídico; se trata, pues, de derechos
a la vez, naturales y que hay que «positivizar», que hay que legis
lar. La libertad jurídica no es, para Kant, mera negatividad, no se
define como la facultad de hacer todo lo que se quiera, con tal de no
perjudicar a nadie, incluso Kant rechaza esta formulación por encon
trarla tautológica, pero lo hace, erróneamente creo, a partir de una
definición algo más que discutible del concepto de facultad. Así,
para Kant, la libertad jurídica conforma, de manera subrayadamente
positiva, la «facultad de no obedecer ninguna ley exterior sino en
tanto he podido darle mi consentimiento»; la libertad jurídica con
forma, pues, la dimensión y, también, el sostén externo del princi
pio moral de autonomía y en este sentido, y en contra de Kant, es
necesario defender tanto los aspectos negativos como los positivos
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE» 91

del concepto de libertad. En cuanto a la igualdad en un Estado, si


no me equivoco, articula externamente la dimensión moral de la uni
versalidad, «consiste en una relación entre los ciudadanos, según la
cual nadie puede imponer a otro una obligación jurídica, sin some
terse él mismo también a la ley y poder ser, de la misma manera, a
su vez, obligado».
En segundo lugar, Kant caracteriza la constitución republicana
como un sistema representativo y con división de poderes, llegando
a afirmar:
Toda forma de gobierno que no sea representativa es en propiedad
una no-forma, porque el legislador no puede ser al mismo tiempo ejecu
tor de su voluntad en una y la misma persona.

Esta no-forma de gobierno se articula tarde o temprano —hasta


ahora, más temprano que tarde— en alguna configuración despótica.
Lástima que la aplicación que hace Kant de estos compartibles prin
cipios no es, considero, para nada compartible y nuevamente no lo
es, como no lo era en relación con el concepto negativo de libertad,
por dificultades con su política conceptual en torno a ciertas pala
bras. En efecto, el concepto kantiano de democracia es un fetiche, y
sólo a partir de ese fetiche, puede concluir Kant que la democracia
es una especie del género «despotismo»:

la democracia es, en el sentido propio de la palabra, necesariamente un


despotismo, porque funda un poder ejecutivo donde todos deciden sobre
y, en todo caso, también contra uno (quien, por tanto, no da su consenti
miento), con lo que todos, sin ser todos, deciden.

La «contradicción» que encuentra Kant en la democracia no es


tal. La democracia no consiste en el fetiche que saca a relucir Kant,
siguiendo demasiado al Rousseau que, en el capítulo IV del libro III
de Del contrato social, afirmó: «Si hubiera un pueblo de dioses se
gobernaría democráticamente».
Afirmación que Rousseau explica, no sin sarcasmo, en el capí
tulo V del mismo libro, aludiendo a las complejas «mediaciones» de
cualquier democracia representativa que, pronto, según él, eliminan
toda posible vigencia al principio de la soberanía popular: «El pue
blo inglés se piensa libre; se equivoca mucho; sólo lo es durante la
elección de los miembros del Parlamento; en cuanto han sido elegi
dos, es esclavo».
Considero que no disponemos de buenas razones para estar de
acuerdo con tal dictamen. Quien «se equivoca mucho» no es el pue-
'■'■' LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

blo inglés sino Rousseau. La democracia no es un imposible régimen


de gobierno «sin mediaciones» a partir del consenso de todos y ade
más, constantemente puesto a prueba, sino un gobierno de las mayo
rías, o más precisamente, de la representación de las mayorías que,
a su vez, debe respetar a las minorías. Así, un gobierno democrático,
lejos de «contradecir» la libertad —¿también rousseauniana?— es
más bien su condición de posibilidad, y también de la paz, tanto
interna como externa.
Por eso, los atributos valiosos que los prejuicios de la época de
Kant atribuyen a la monarquía republicana son, en realidad, atribu
tos valiosos de la democracia, o más precisamente, de la «democra
cia republicana». En el siguiente argumento de Kant acerca de cómo
el egoísmo bien entendido suele resultar un buen freno a la guerra
sustituyo la palabra «republicana» por la expresión «democracia repu
blicana» y creo que con ello, la extrema prudencia, en el sentido de
«la extrema sabiduría práctica que se articula en este argumento»,
cobra todavía mayor fuerza:
Si es preciso el consentimiento de los ciudadanos (como no puede
ser de otro modo en esta constitución) para decidir si debe haber gue
rra o no, nada es más natural que se piensen mucho el comenzar un
juego tan maligno, puesto que ellos tendrían que decidir para sí mis
mos todos los sufrimientos de la guerra (como combatir, costear los gas
tos de la guerra con su propio patrimonio, reconstruir penosamente la
devastación que deja tras de sí la guerra y, por último y para colmo de
males, hacerse cargo de las deudas que se transfieren a la paz misma y
que no desaparecerán nunca (por nuevas y próximas guerras): por el
contrario, en una constitución en la que el subdito no es ciudadano, en
una constitución que no es, por tanto democrático-republicana, la gue
rra es la cosa más sencilla del mundo, porque el jefe de Estado no es un
miembro del Estado sino su propietario, la guerra no le hace perder lo
más mínimo de sus banquetes, cacerías, palacios de recreo, fiestas cor
tesanas, etc., y puede, por tanto, decidir la guerra, como una especie de
juego, por causas insignificantes y encomendar indiferentemente la jus
tificación de la misma, por mor de la seriedad, al siempre dispuesto
cuerpo diplomático.

A diferencia de lo que sucede en un régimen despótico, en una


democracia los ciudadanos pueden ejercer presión, y de diferentes
maneras, en un gobierno que ellos mismos —al menos indirecta
mente— constituyen. Por eso, y aquí reencontramos una vez más la
premisa (1) de nuestro primer argumento turbador, el miedo de todo
aquello que se arriesga en caso de una guerra, no sólo los bienes sino
incluso la propia vida, refuerza el deseo de paz y mueve a los ciuda
danos de una democracia a oponerse a la guerra, en un sentido simi-
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE» 93

lar al que también los mueve a oponerse a cualquier estado de cosas


que ponga en peligro sus bienes y sus vidas.
Se protestará: el argumento de Kant, o mi ligera reformulación,
y en general, el argumento turbador, es presa de un vértigo simplifi-
cador porque ignora que también una constitución republicana, o
como prefiero hablar, que también una constitución democrático-
republicana, incluso aplicada con legitimidad y hasta satisfactoria
mente, es compatible, por ejemplo, con la demagogia más confun
dente y las manipulaciones más sutiles, aquellas que permiten que
ciertos grupos hagan olvidar a la mayoría de la población los deseos
y creencias y emociones que mejor responden a sus intereses más
legítimos y así, arriesguen sus bienes y sus vidas de manera irracio
nal, persiguiendo metas que en nada los beneficiarán. Esto no sólo
es verdad, sino que se trata de una de esas verdades que, para com
probarse, de nuevo, no se necesita de mucha historia, basta hojear el
periódico del día.
Cuidado, sin embargo; por un lado, no se pase por alto que el
argumento del egoísmo bien entendido razona una tendencia a evi
tar la guerra, no una garantía de que éste será necesariamente el caso.
Por otro lado, a partir de observaciones como las de Rousseau (las
fantasías de una democracia directa descalificando todo arreglo demo
crático real, lo que llamaré más adelante el «concepto fantasmal de
democracia») y de estas protestas, se desencadenan rumores que, con
fervor abierto o apenas disfrazado, propagan una continua mala fama
de la democracia, paralela tanto a la mala fama de la paz como a la
mala fama de la argumentación.
Con la expresión «mala fama de la democracia», de nuevo, no
aludo tanto a las argumentaciones teóricas dirigidas frontalmente en
contra de la democracia —que hacia finales del siglo xx y después
del llamado «derrumbe del socialismo real» han caído en bastante
descrédito—, como a todo ese decidido y no pocas veces elaborado
malestar en contra del quehacer político diario en las democracias
reales y de quienes, en primer término, lo realizan; me refiero a esos
elaborados rumores acerca de corrupciones reales o posibles que, en
casi todas las democracias modernas, suelen permear los discursos
prácticos, desde los editoriales de los periódicos y las conversacio
nes más casuales hasta los tratados de la academia... Tal vez se ata
que: lo que posee mala fama no es, en concreto, la democracia sino,
más en general, lo político, toda la política. La boutade «para dedi
carse a la política hay que ser muy corrupto o muy tonto» descubre
un sobreentendido cuya otra cara es, claro: «si una persona busca
vivir honestamente tendrá que alejarse de los sucios tejes y manejes
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de la política». Frente a ataques como éste hay que comenzar por res
ponder concediendo: sin duda, tal sobreentendido existe y, además,
con cierta molesta frecuencia se trata de la verdad (no pocas veces,
los políticos son corruptos o incompetentes básicos con sorprendente
carisma). Sin embargo, cuidado, pues, si no me equivoco, la mala
fama de la política es, en realidad, la mala fama de la democracia.
En tales alegatos se tiende a olvidar que la corrupción ha exis
tido también en cualquiera de los otros regímenes políticos que regis
tra la historia y que sólo su crítica minuciosa y, a veces, con buenos
argumentos, ha sido una posibilidad, por lo demás, a menudo reali
zada, de los regímenes democráticos.
Por eso, luego de aceptar cualquier ataque que evoque la dema
gogia y corrupción propias de las diferentes democracias reales, hay
de inmediato que agregar: los regímenes políticos emanados de cons
tituciones democráticas son compatibles con el hecho que los ciuda
danos, cegados por alguna manipulación, no defiendan sus propios
intereses y hasta defiendan las posiciones más contrarias a ellos; no
obstante, estamos ante la única clase de régimen político en la que
existe la posibilidad de que los ciudadanos también puedan criticar
en público esas manipulaciones y defender efectivamente lo que ellos
consideran sus intereses más legítimos.
De ahí que el ataque, más que en contra de una constitución o
de un régimen democrático, haya que dirigirlo tal vez en contra de
una constitución o de un régimen democrático convertido en un feti
che cuyo proceder se piensa en tanto perpetuum mobile: sin duda, un
régimen democrático, como cualquier régimen político, no consti
tuye un artefacto que, una vez puesto en marcha, funciona indefini
damente con energía propia; por el contrario, se trata de un «arte
facto» que, aunque formal, o precisamente, por formal, necesita a
cada paso de la energía externa material que le pueda otorgar la pobla
ción sujeta a ese régimen.
La expresión «energía externa material» refiere en este contexto
a las creencias, deseos y sentimientos, propios de una población, así
como a sus intereses y formas de vida: nadie defiende un régimen
político que no considere como una fuente de bienes inmediatos y
mediatos, quiero decir, ningún pueblo defiende un sistema político
que no considere que sea, además de virtuoso, materialmente bene
ficioso, esto es, que realice más o menos plenamente alguna forma
de la «buena vida». Esta «energía externa material» es, pues, lo que
Hegel llamaba «Sittlichkeit», conjunto de valores efectivamente vivi
dos en un pueblo, junto con sus costumbres, rutinas..., que podría
expresarse también con la expresión de Wittgenstein, «forma de vida»,
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE

y que este panfleto recogerá más adelante con la palabra «cultura».


Sobre estos conceptos regresaré más adelante cuando discuta el «argu
mento de los secuestros».
Pero ¿no estoy acaso estrechando excesivamente la atención con
la metáfora del «artefacto formal» y de su necesaria «energía mate
rial?; ¿por qué esa sospecha? La política conceptual también, por
supuesto, atañe a las metáforas que usamos. También las metáforas
dirigen nuestra atención en cierta dirección y no en otras, también
nos constituyen a nosotros mismos, a los otros, al mundo de cierta
manera y no de otra; más todavía, una función —no, claro, la fun
ción— de las metáforas puede ser la de sugerir pensamientos e incluso
la de que las metáforas sirvan como modelos capaces de proveer nue
vas hipótesis para penetrar en realidades, por alguna razón, resisten
tes al saber. De ahí que en este momento de mi argumento, tal vez
no pocos urjan una distinción en relación con mi subrayado de que
la democracia no es un proceso perpetuum mobile. Porque esta nega
ción puede respaldarse en dos metáforas divergentes: la metáfora de
la máquina, del artefacto, que es la metáfora que ha guiado hasta
ahora mi reflexión, pero también podría preferirse la metáfora del
cuerpo humano, o en general, del cuerpo animal; después de todo,
recuérdese que se habla tanto de la «máquina política» como del
«cuerpo político».
Quien se deje orientar por la metáfora de la «máquina política»
seguramente pensará la democracia en tanto «artefacto formal» que
necesita de cierta «energía externa material», los deseos, creencias y
emociones de cierta población (y que, como ya adelanté, lo expre
saré aludiendo a las «culturas» de cierta población).
En cambio, para quien se deje guiar por la metáfora del «cuerpo
político», la relación entre «estructura formal» y materiales particu
lares, entre régimen político y Sittlichkeit o forma de vida, será dife
rente. La relación entre un artefacto y su energía es la relación entre
dos realidades perfectamente diferenciadas: la energía no se «com
bina» con el artefacto, al menos no lo realiza en el sentido en que lo
hace un cuerpo vivo con aquello que lo alimenta. Con respecto a una
máquina, a un artefacto, no existe esa peculiar metamorfosis que se
llama «metabolismo» que, como indicaba Marguerite Yourcenar, en
cualquier hombre o en cualquier mujer, convierte un pedazo de pan
en coraje... Pero ¿de qué hablo?
Quien se aferré a la metáfora de la máquina política pensará las
relaciones entre la vida política, la esfera de lo público, y el resto de
las vidas de los individuos, las esferas de lo privado, como puramente
externas: entre ambas clases de esferas hay relaciones, pero se trata
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de relaciones externas entre dos ámbitos ya claramente conformados


y que, al vincularse, no se modifican recíprocamente; según esta metá
fora, pues, los individuos llevan a las instituciones del espacio público
sus deseos, creencias, emociones ya formadas de manera previa e
independiente de ese espacio, y el espacio público debe respetar todo
ello sin más.
En cambio, si los procesos de conformación de nuestros deseos,
creencias y emociones poseen cierta buena analogía con el metabo
lismo, habrá un continuum con diferencias constantemente a deter
minar entre lo público y lo privado..., así, tal vez, la conformación,
evaluación y cultivo de muchos de nuestros deseos, creencias y emo
ciones no será un asunto meramente privado sino también, en alguna
medida, un asunto de las instituciones y argumentaciones públicas
(lo que, en este sentido, creo que es una consecuencia en favor de la
metáfora del «cuerpo político»).
Sin embargo, lo que más importa en este debate es subrayar que,
sea que pensemos la democracia como una «máquina política», sea
que lo hagamos como un «cuerpo político», en ningún caso, la demo
cracia es o podría ser un régimen inmune al olvido ciudadano de sus
intereses más propios y, por lo tanto, inmune a la violencia, e incluso
a las peores guerras. Ño obstante, es el régimen en el cual existe la
mayor posibilidad de que los ciudadanos puedan articular sus inte
reses y defenderlos, y de esta manera, el único régimen en el que es
sistemáticamente posible y, además, esperable, una renovación per
petua, aunque a menudo penosa, de la paz, tanto interna como externa.
Pero eso sí, es tan fetiche el propósito de una «democracia perpetua»,
como lo es el de la «paz perpetua»: ni la democracia ni la paz son o
pueden ser un perpetuum mobile.
De ahí que, como en el caso de la paz, hay que salirle al paso a
la mala fama de la democracia y defender una política conceptual
en la que palabras como «perpetuo» o «eterno» no operen, en rela
ción con la palabra «democracia» como adjetivos, sino en la que
actúen sólo como adverbios: no se trata de levantar el fantasioso lema
«hacia la democracia perpetua», sino el muy diferente, y en muchos
sentidos, intranquilizador y fatigante lema, «hacia la democracia, per
petuamente».
Vayamos al segundo artículo «definitivo» que, para decirlo desde
la perspectiva adverbial, procura perpetuamente la paz:
El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados
libres.
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE» 97

Para justificar este artículo, una concretización del imperativo


moral de universalidad, Kant parte de su recurrida analogía entre un
Estado y una persona: así como los individuos se perjudican mutua
mente en su hobbesiano estado de naturaleza, así también se perju
dican los Estados, y en uno y otro caso abandonan el estado de natu
raleza los pueblos que se obligan bajo una constitución, sea bajo la
constitución civil de un Estado, sea bajo la constitución de una fede
ración de pueblos. En relación a la posibilidad de esta última hay, sin
embargo, una serie de obstáculos, comenzando, según Kant, por aque
llo que los hombres y las mujeres realmente son:
Teniendo en cuenta la maldad de la naturaleza humana, que puede
contemplarse en su desnudez en las relaciones libres entre los pueblos
(mientras que en el estado legal-civil aparece velada por la coacción del
gobierno) es de admirar, ciertamente, que la palabra derecho no haya
podido ser expulsada todavía de la política de guerra.

Los conflictos en un Estado, en último término, los solucionan


los tribunales de acuerdo al derecho vigente en ese Estado, pero ¿qué
derecho y qué tribunales podrían tener vigencia entre Estados sobe
ranos? Obsérvese que la pregunta es muy difícil de responder si se
piensa, como Kant, en lo que podría llamarse un «cosmopolitismo
negativo», una «Federación de pueblos», y no en un «cosmopoli
tismo positivo», en un «Estado de pueblos», esto es, en un «Estado
internacional», Estado al que Kant califica de «idea irrealizable» ¿y
acaso temible? En efecto, la dificultad radica en que, si una Federación
de Estados libres procura respaldar en algún sentido leyes interna
cionales, incluso leyes internacionales «permisivas», la Federación
tendrá que disponer de autoridad y de poderes superiores a la auto
ridad y los poderes de cada uno de los miembros federados, con lo
cual éstos renunciarían a ser Estados plenamente soberanos, renun
cia que de antemano se rechaza. Por supuesto, esta es una persistente
dificultad a la que se han enfrentado todas las organizaciones inter
nacionales y a la que, diariamente, se enfrenta la actual «Naciones
Unidas» y sus dependencias. Ala respuesta de Kant frente a esta difi
cultad se la podría llamar —como por lo demás, tal vez a todo su pen
samiento político— «optimismo evolutivo»: aunque no se pueda rea
lizar empíricamente un Estado Internacional, dicho Estado es una
idea moral regulativa, que en alguna medida debe regir las acciones
entre los Estados y hacia la cual nos aproximamos gradualmente,
aunque sin lograr e incluso «sin querer lograr» nunca alcanzarlo. En
este sentido, no es irrazonable depositar alguna confianza —aunque
no mucha— en las organizaciones internacionales y sus «leyes per-
98 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

misivas» como aproximaciones a ese imposible y temible «Estado


internacional» y, sobre todo, hay que confiar que la experiencia y la
reflexión sobre ella acaben reafirmando los deseos de paz y los temo
res a la guerra de que hablaba la premisa (1) de nuestro primer argu
mento turbador, y ello ponga en marcha procesos de aprendizaje,
«procesos de ilustración» en los cuales los individuos entiendan que,
así como los Estados nacionales lo son en el propio interés del indi
viduo, de lo contrario, estallaría la guerra de todos contra todos, pro
pia del estado de naturaleza, así también, algo así como «leyes inter
nacionales sin Estado internacional en sentido estricto» lo serían
directamente en bien de los Estados nacionales y, por ello, indirec
tamente de los individuos de los Estados nacionales... Pero, claro,
tales consideraciones se «estrellan» con las creencias, deseos y sen
timientos más mimados por el espíritu de toda «tribu no democrá
tica» y hasta no pocas veces de las «tribus democráticas»: las músi
cas guerreras que celebran la propia identidad. De ahí que tal vez,
como se observa más adelante, la única esperanza en una paz dura
dera —si es que hay alguna esperanza— reside en lo que podríamos
llamar «una cultura democrática en expansión», expresión que, sin
duda, provocará, de nuevo, sarcasmos. En cualquier caso, los pro
cesos de instauración de la paz internacional no son ninguna clase
de procesos perpetuum mobile, sino procesos, casi diría, desmesu
radamente, atormentadoramente precarios: procesos amenazados de
manera recurrente por las más cegadoras pasiones y los más hete
rogéneos intereses particulares y que, por eso, a cada paso pueden
«estallar». Sin embargo, como internos a cierta sociedad y externos
a otras ¿qué otra opción queda que trabajar perpetuamente en esas
imperfectas aproximaciones a la paz... y confiar en que ello sirva
para algo?
El tercer y último artículo «definitivo» para aproximarnos per
petuamente a la paz indica:
El derecho cosmopolita (o de ciudadanía mundial) debe limitarse a
las condiciones de la hospitalidad universal.

Este artículo es polémico, y constituye una de esas ya aludidas


generalidades que para comprenderlas correctamente hay que pen
sarlas teniendo en cuenta ciertos ejemplos bien precisos, en este caso,
el colonialismo de los europeos, que Kant ya había condenado en los
artículos preliminares del tratado que estamos leyendo, específica
mente cada vez que ha subrayado la soberanía de los Estados res
paldándose en la analogía de ésta con la autonomía de las personas.
SOBRE LA CONSIGNA «HACIA LA PAZ, PERPETUAMENTE» 99

Este artículo posee una dimensión negativa y otra positiva; la dimen


sión negativa se da en la formulación misma del artículo, en el «debe
limitarse a», pues nadie tiene el derecho sin más a establecerse en
otro país, como lo hace, ante la vista de Kant, la colonización euro
pea movida por el «espíritu comercial» que, como ya se ha indicado,
en otros momentos de estas discusiones, Kant tanto alaba, sin que en
aquellos pasajes de este breve tratado parezca percibir su constitu
tiva ambigüedad:
Si se compara la conducta inhospitalaria de los Estados civilizados
de nuestro continente, particularmente de los comerciantes, produce
espanto la injusticia que ponen de manifiesto en la visita a países y pue
blos extranjeros (para ellos significa lo mismo que conquistarlos).
América, los países negros, las islas de las especies, el Cabo, etc., eran
para ellos, al descubrirlos, países que no pertenecían a nadie, pues no
tuvieron para nada en cuenta a sus habitantes. En las Indias orientales
(Indostán) introdujeron tropas extranjeras, bajo el pretexto de estableci
mientos comerciales, y con las tropas introdujeron la opresión de los nati
vos, la incitación de sus distintos Estados a grandes guerras, hambres,
rebelión, perfidia y la letanía de todos los males que afligen al género
humano.

En cambio, el derecho universal de hospitalidad que ofrece la


dimensión positiva de este tercer y último artículo, nada tiene que
ver con el colonialismo, sino al contrario; es el derecho que posee
cualquier extranjero «de presentarse» en una sociedad y «de ofre
cer su sociedad», correspondiendo al pueblo visitado decidir sobre
ese ofrecimiento, un derecho no de vencedores como el de la colo
nización europea sino, en la gran mayoría de los casos, de venci
dos: derecho para todos aquellos que, por razones económicas, reli
giosas, étnicas o políticas ya no pueden o quieren ser más internos
a sus países de origen y parten en la búsqueda de otros horizontes,
emigrantes, refugiados, asilados..., toda esa inmensa multitud de
mujeres y hombres que, no pocas veces arrinconados y aplastados
en lo que alguna vez llamaron su «patria» —de pronto, esa «mal
vada», esa «impía»...—, quiero decir, toda esa inmensa multitud de
hombres y de mujeres que, no pocas veces en los límites mismos
de la desesperación y hasta de la vida, parten a cualquier parte, cielo,
tierra o infierno, pero parten... haciendo valer: «un derecho de visita,
derecho a presentarse a la sociedad, que tienen todos los hombres
en virtud del derecho de propiedad en común de la superficie de la
tierra».
Estas palabras de Kant cobran en nosotros una resonancia muy
particular por la aterradora necesidad que tantas mujeres y hombres
100 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

han tenido en el siglo xx de hacer uso de este partir a cualquier parte,


por la frecuente ansiedad en relación con este «derecho de visita».
Claro, con tal «derecho» se está aún muy lejos de cualquier cosmo
politismo, incluso negativo, pero... con algo hay que empezar.
5. LA VERSION KANTIANA
DE «LA MANO INVISIBLE»
(Y OTROS ALIAS DEL DESTINO)
Roberto Rodríguez Aramayo
Instituto de Filosofía del CSIC

Según Adam Smith las leyes del mercado parecen hallarse subrepti
ciamente regidas por una especie de mano invisible, una secreta instan
cia que se las ingenia para rentabilizar del mejor modo posible nuestras
motivaciones egoístas, logrando que, al perseguir cada cual su propio
beneficio, este objetivo redunde a su vez en provecho de toda la comu
nidad. Kant rebautizará este misterioso mecanismo con el nombre de
insociable sociabilidad. Como buen lector de Mandeville, también pre
ferirá un próspero panal de «abejas» antes que una idílica Arcadia de
pacíficas «ovejas» en donde, a la par que los conflictos, brille por su
ausencia cualquier atisbo de progreso en todos los órdenes. Sin el anta
gonismo de nuestras inclinaciones nunca llegaríamos a desplegar todas
nuestras potencialidades. Ahora bien, este mecanismo ajeno a nuestra
voluntad —que muchas veces ha sido comparado con la hegeliana astu
cia de la razón—, lejos de invitarnos al conformismo, dentro del plan
teamiento kantiano constituye un acicate para la paulatina transforma
ción del orden establecido. Ese plan oculto de la Naturaleza, detectado
por su filosofía de la historia, tiene como principal misión hacer que no
descarguemos en el Destino toda nuestra responsabilidad. En defini
tiva, se trata de apostar en términos pascalianos entre la desesperación
y la esperanza: uno ha de creer que todo aquello cuanto debe hacer
resulta factible por definición, acuñándose así la divisa kantiana del
«debo, luego puedo».
«El confín divino de la moral no retrocede
ante Júpiter (el confín divino del poder),
porque éste se halla sometido al Destino».
(Zum ewigen Frieden, Ak., VÜJ, 370)

I. PROEMIO ROUSSEANIANO

Como es bien conocido, Rousseau se mostró muy interesado por


el Proyecto de paz perpetua del Abbé de Saint Pierre, hasta el punto
de redactar un extracto del mismo, que fue publicado por El mundo
(una gaceta de la época) en la primavera de 1761. Sin duda, debió
102 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

creer necesario prestar a tan digna causa la elocuencia de su pluma,


para suplir el poco talento literario del bienintencionado abad, cuya
escritura consideraba desprovista de toda elegancia y resulta macria-
conamente reiterativa; sin embargo, este defecto estilístico quedaba
bien compensado por el objetivo perseguido: fundamentar moralmente
la política, algo que no podía dejar de subyugar al filósofo ginebrino1.
Ante los ojos de Rousseau, Saint Pierre aparece como un pen
sador harto ingenuo. «Hubiera sido un hombre muy sensato —escribe
refiriéndose al célebre abad— si no hubiese padecido la locura de
la razón; parece ignorar que los príncipes, como cualquier otro hom
bre, no se conducen sino por sus pasiones y no razonan sino para jus
tificar las necedades que éstas les hacen cometer2». Por eso, él no
quiere seguir sus pasos y, en lugar de atender a las posibles virtudes
de los príncipes, prefiere intentar convencerles de que las ideas expues
tas por Saint Pierre vienen a coincidir cabalmente con sus intereses
más primordiales. No le parece suficiente invocar el pundonor de los
dirigentes políticos y hacerles ver que la empresa de instaurar una
paz perpetua les procurará gloria inmortal3. A su modo de ver, es pre
ferible mostrarles lo que saldrían ganando en esa empresa, consta
tando que «supone un bien para todos el renunciar a ciertas preten
siones, a fin de asegurar lo que ya se posee4».
Tomemos en cuenta la consunción de hombres, dinero y toda suerte de
recursos, esa extenuación en que sume a cualquier Estado la guerra más
afortunada; al comparar este perjuicio con las ventajas que nos reporta, nos
encontraremos con que a menudo uno pierde cuando cree ganar y que
incluso el vencedor, siempre más debilitado que antes de la guerra, no tiene
otro consuelo salvo el de ver al vencido aún más debilitado que él; aun
cuando esta ventaja es menos real que aparente, porque la superioridad que
pueda haber adquirido sobre su adversario, la ha perdido al mismo tiempo
en relación con las potencias neutrales que, sin modificar un ápice su situa
ción anterior, salen fortalecidas merced a nuestro debilitamiento, extra
ñándose uno entonces de ser tan débil por haberse vuelto tan poderoso3.

1 «El abad de Saint Pierre escribe sin elegancia ni persuasión algunas y, sin
embargo, no ceso de leerlo. ¿Por qué? Pues porque su razonamiento siempre resulta
eficaz; porque su política está tan bien fundamentada sobre la moral que la mayo
ría de sus máximas de Estado representan consejos de la virtud». Cfr. Fragments et
notes sur l 'Abbé de Saint Pierre, en J. J. Rousseau, Oeuvres completes, Seuil, Paris,
1971, vol. II, p. 374.
2 Cfr. op. cit., p. 369.
3 Cfr. Extrait du projet de paixperpétuelle de M. L'Abbé de Saint Pierre, ed. cit.,
vol. n, p. 343.
4 Cfr. op. cit., p. 344.
5 Ibid.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 103

Tal es el tono de las consideraciones vertidas por Rousseau en


su Extracto del proyecto de paz perpetua. Su intención es poner de
relieve ante los gobernantes las grandes costas acarreadas por sus
campañas bélicas, para persuadirles de que la guerra es un mal nego
cio en todo momento, al margen de que se gane o se pierda. Nuestro
autor quiere agotar todos los argumentos y dedica también una
pequeña reflexión a los incondicionales de la maquinaria militar, pre
sumiblemente desencantados ante la mera perspectiva de que pudiera
caer en desuso el arte de la guerra y los valores que van aparejados
al mismo. «¿Qué vale más —les pregunta—, cultivar un arte tan
funesto, o volverle inútil? ¿Si hubiera un secreto para disfrutar de
una salud inalterable, acaso sería juicioso desdeñarlo por no esca
motear a los médicos la ocasión de adquirir experiencia?»6.
También sabemos que Rousseau se mostraba muy escéptico res
pecto a una puesta en práctica del proyecto político propugnado por
el abad de Saint Pierre, quien haría gala de una ingenuidad en la que
él no quiere incurrir de ninguna manera y de la que se quiso des
marcar en textos como éste:
Al examinar la constitución de los Estados que componen Europa, he
observado que, mientras que unos ya son demasiado grandes para poder ser
bien gobernados, otros son demasiado pequeños para poder mantener su
independencia; los abusos infinitos que reinan por doquier me han parecido
tan difíciles de prevenir como imposibles de corregir, dado que tales abu
sos descansan en el interés de los únicos que podrían erradicarlos. Hay, en
suma, tantos prejuicios contrapuestos a todo tipo de cambio que, a menos
de contar con el respaldo de la fuerza, hay que ser tan inocente como el
abad de Saint Pierre para proponer la menor innovación a cualquier gobierno7.

Mas Rousseau no quiso renunciar a erigirse —pese a todo— en


portavoz de las ideas del «ingenuo» abad, aun cuando se propusiera
corregir su presunta falta de realismo, y revestirlas del pragmatismo
que las haría llegar más eficazmente a sus destinatarios. El esquema
de la propuesta es bastante simple. Se trata de constituir una repú
blica europea, cuya presidencia sea rotatoria y no tenga en cuenta el
tamaño de las potencias asociadas. Semejante alianza conjuraría de
una vez por todas la formación de aquellos pactos forjados con el
solo propósito de aislar al país que se quiere conquistar y la única
misión del ejército común a tal alianza -cuyo coste se abarataría con-

6 Cfr. ibid., 346.


7 Fragment sur le projet de paix perpétuelle, ed. cit., vol. H, p. 347. La cursiva es
104 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

siderablemente al ser sufragado a escote por todos los Estados miem


bros- sería proteger las fronteras europeas.
El razonamiento de fondo se centra en el absurdo que representa
haber salido del estado de naturaleza en cuanto individuos y disfrutar
de un estado civil entre nuestros conciudadanos, para seguir inmersos
en aquel estado con respecto al resto del mundo, con lo que habríamos
acertado a prevenir las guerras particulares únicamente para dar paso
a las generales y a las mayores atrocidades acarreadas por éstas8.
Rentabilizando este paralelismo, Rousseau aprovecha para hacer una
caricatura del soberano reacio a suscribir este «contrato social inte
restatal». En su opinión, «el estado de independencia absoluta sus
trae a los soberanos del imperio de la ley para someterlos al del azar,
asemejándolos a un piloto insensato que, para hacer gala de un vano
saber ante su tripulación, prefiriese navegar a la deriva entre las rocas
durante una tempestad, en lugar de anclar su embarcación»9.
En sus Fragmentos sobre la guerra vuelve a recalcar esta paradoja,
según la cual vivimos inmersos en cuanto individuos dentro de un estado
civil y sometidos al imperio de la ley, mientras que nos hallamos aban
donados al libertinaje propio del estado de naturaleza como miembros
de un determinado pueblo, circunstancia que «torna nuestra situación
peor que si estas distinciones nos fueran desconocidas. Porque, al vivir
a un tiempo dentro del orden social y en el estado de naturaleza, nos
vemos amarrados a los inconvenientes del uno y del otro sin hallar la
seguridad en ninguno de los dos. La perfección del orden social con
siste, desde luego, en el concurso de la fuerza de la ley; pero para esto
es menester que la ley guíe a la fuerza, en lugar de que, dentro de las
ideas de absoluta independencia de los príncipes, la nuda fuerza, hablando
a los ciudadanos bajo el nombre de ley y a los extranjeros bajo el nom
bre de razón de Estado, despoje a éstos del poder y a los primeros de la
voluntad de resistir, de suerte que el nombre de la justicia sea usado en
vano y no sirva por doquier sino como salvaguarda de la violencia»10.

II. EL CANDOR DE LA QUIMERA

Resulta curioso constatar cómo se van sucediendo unas a otras


las acusaciones de ingenuidad hacia sus respectivos precursores.

8 Cfr. Extrait du projet de paix perpétuelle de M. L 'Abbé de Saint Pierre, ed. cit.,
vol. II, p. 334.
9 Cfr. Jugement sur le projet de paix perpétuelle, ed. cit., vol. II, p. 348.
10 Cfr. Que l'état de guerre nait de l'état social, ed. cit., vol. II, p. 386.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 105

Como ya hemos visto, Rousseau destaca el candor de Saint Pierre,


incapaz de reparar en la verdadera naturaleza del género humano, al
proyectar sobre sus congéneres una bonhomía que suele brillar por
su ausencia y es aún más rara entre los responsables políticos. «Aun
cuando el proyecto sea muy sagaz —nos dice—, los medios para su
ejecución se resienten de la candidez del autor, el cual se imaginaba
bonachonamente que no hacía falta sino convocar un congreso y pro
poner sus artículos, para que éstos fueran suscritos y todo quedara
hecho. Este hombre honesto veía bastante bien el efecto de las cosas,
una vez establecidas, pero su juicio resulta pueril a la hora de fijar
los medios para realizar sus proyectos»11.
Sin embargo, pese a esgrimir todas estas cautelas, el propio
Rousseau no se libró de verse criticado por la ingeniosa pluma de
Voltaire, quien le reprocharía de un modo sarcástico haberse cir
cunscrito a Europa en un opúsculo titulado Rescripto del emperador
de la China con motivo del proyecto de paz perpetua12. En un pasaje
de dicho escrito, su autor se permite ironizar con lo «fácil» que resul
taría implicar a las distintas religiones en un proyecto semejante.
«Para mejor consolidar la obra de la paz perpetua —escribe cáusti
camente Voltaire— pondremos en contacto a nuestro santo padre el
gran lama, a nuestro santo padre el gran dairí, a nuestro santo padre
el muftí y a nuestro santo padre el papa, los cuales se pondrán fácil
mente de acuerdo gracias a las exhortaciones de algunos jesuítas por
tugueses»13. El opúsculo volteriano termina prescribiendo «a todos
los soberanos que no tengan jamás ninguna querella, bajo la pena de
un folleto de Jean Jacques la primera vez y de destierro del universo
la segunda»14.
Desde luego, Kant se mostró muy consciente de que tales ideas
habían sido ridiculizadas hasta el escarnio, tanto en el caso de Saint
Pierre como en el de Rousseau, «quizá —sugiere— porque creyeron
que su realización era inminente»15. Por ello, fiel al ucronismo que
caracteriza los utopemas kantianos, él ubicará su concreción en un

11 Cfr. Jugement sur le projet de paix perpétuelle, ed. cit., vol. II, p. 350
12 Cfr. Opúsculos satíricos y filosóficos (pról. de Carlos Pujol; trad, y notas de
Carlos R. de Dampierre), Alfaguara, Madrid, 1978, pp. 246-248. (Debo a la Dra.
Concha Roldan el haberme hecho reparar en estas páginas de Voltaire.)
13 Cfr. ibid., p. 248.
14 Cfr. ibid.
15 Cfr. Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, Ak.,
VIII, 24; en I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros
escritos sobre filosofía de la historia (versión cast, de Concha Roldan y Roberto R.
Aramayo), p. 14.
106 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

futuro mediato, más o menos asintótico respecto del presente, trans


firiendo la ejecución del proyecto en cuestión a una época indeter
minada, donde se recogerían los frutos de una educación de corte
cosmopolita que tiene como referente la teoría pedagógica preconi
zada por Basedow: «De llevarse a efecto la propuesta del abad de
Saint Pierre sobre una federación cosmopolita, esto constituiría un
notable avance del género humano, un verdadero hito hacia la per
fección. Pero no cabe esperar nada semejante por parte de los prín
cipes, quienes gobiernan caprichosamente y a su antojo, al no tener
ascendiente alguno sobre ellos la idea del derecho. Para lograr esa
meta no existe otro camino salvo el de la educación»16.
Pero todas estas prevenciones tampoco le servirán de nada.
También él será tildado de ingenuo por un matemático francés lla
mado Sylvestre Chauvelot, quien en una carta fechada el 18 de sep
tiembre de 1796 escribe a Kant lo siguiente: «El abad de Saint Pierre
y vos, señor, habéis viajado por el país de las quimeras, al figuraros
ambos, en base a una pura bondad de ánimo o a causa de haber pro
fundizado demasiado poco dentro del corazón humano, que la paz
podría reinar algún día umversalmente sobre la tierra, tras lograr el
desarme de todas las naciones»17.

III. «DE UNA MADERA TAN RETORCIDA, NO SE PUEDE


TALLAR NADA RECTO»

Hay que apresurarse a señalar cuan desacertado es este diagnós


tico de Chavelot. El filósofo de Kónigsberg merecerá muchos otros
reproches, pero hay uno que no le cuadra en absoluto y es el de igno
rar los resortes del obrar humano. No en vano, su pesimismo antro
pológico se ha hecho proverbial gracias a este conocido lema: «a par
tir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre
no puede tallarse nada enteramente recto»18. Este aserto, enunciado
en el marco del sexto principio de su Idea para una historia univer
sal en clave cosmopolita, es formulado como una interrogante en su

16 Cfr. I. Kant, Lecciones de ética (versión cast, de Roberto R. Aramayo y Concha


Roldan), Crítica, Barcelona, 1988, pp. 301-302. Cfr. I. Kant, Menschenkunde (hrsg.
von Fr. Ch. Strake), Georg Olms, Hildesheim, 1976, p. 176.
17 Cfr. Ak., Xn, 116. Esta carta de Chavelot cuenta conel valor añadido de brin
darnos una transcripción de la correspondencia mantenida por el abad de Saint Pierre
con el Cardenal de Fleury a instancias de Fontenelle (cfr. Ak., XII, 116-117n.).
18 Cfr. Idee..., Ak. VIII, 23; ed. cast, cit., p. 12.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 107

ensayo sobre La religión: «¿Cómo cabe aguardar que de una madera


tan curva (como es la naturaleza humana) pueda labrarse algo cabal
mente recto?»19. Desde luego, a Kant, a ese teórico del mal radical
que recomendaba desviar la mirada del comportamiento humano, para
evitar caer en una irremontable misantropía20, no le casa bien ser til
dado de ingenuo y mal conocedor del hombre tal cual es.
En su Nachlafi nos volvemos a encontrar con esta divisa y una
variante que no carece de interés: «De una madera tan torcida —lee
mos ahora— no se puede tallar caduceo21 alguno»22. El caduceo es
una vara delgada, lisa y cilindrica, que cuenta con dos alas extendi
das en su parte superior, donde se han enroscado un par de serpien
tes. Era considerado un símbolo de la paz, ya que, según cuenta una
leyenda mítica, Mercurio habría interpuesto su caduceo entre un par
de serpientes que se peleaban y que cesaron en su lucha para enros
carse al mismo. Eso es justamente lo que Kant echa de menos, un
dios como Mercurio que, cual atinado ebanista, fuera capaz de tallar
esa curva y retorcida madera que sería la naturaleza humana, para
convertirla en un mágico y armonizante caduceo.
A falta de tan cualificado carpintero, Kant hará de la necesidad
virtud y, siguiendo los pasos de Mandeville, subrayará las ventajas
que nos reporta ese retorcimiento de la naturaleza humana. Desde
luego, resulta ocioso recordar aquí el contenido de La fábula de las
abejas, ese relato en que se nos describe un panal donde «cada parte
estaba llena de vicios, pero todo el conjunto era un Paraíso»23, pues

19 Cfr. Religion innerhalb der Grenzen der blofien Vernunft, Ak. VI, 100.
20 Cfr. Reí, Ak. VI, 34. En este pasaje me ha hecho reparar el profesor Antonio
Pérez Quintana.
21 Atributo de ciertas divinidades de la mitología grecorromana, cuya misión con
sistía en llevar los mensajes y dispensar los favores del Olimpo; con él transformaba
Mercurio las tinieblas en luz, fuente de prosperidad y bienestar. Esta insignia de
Mercurio fue considerada por los gentiles como símbolo de la paz y luego fue uti
lizada como emblema del comercio.
22 Cfr. Refl. 1464, Ak., XV, 644; fragmento 168 de mi Antología de Kant (ed. de
Roberto R. Aramayo), Península, Barcelona, 1991, p. 114. Quiero aprovechar para
enmendarme la plana y subsanar un error en esta versión castellana. Allí traduje
Merkur por azogue (mercurio), creyendo que Kant se refería mediatamente con ello
a la fabricación de un espejo. Asociación tan alambicada no podía sino ser errónea.
Sólo ahora caigo en la cuenta de que nos hallamos ante un término bien distinto,
cual es «caduceo» (Merkurstab), que Kant ha consignado mediante abreviatura,
como en tantas otras ocasiones de su Nachlafi.
23 Cfr. B. Mandeville, La fábula de las abejas o Los vicios privados hacen la pros
peridad pública (comentario crítico, histórico y explicativo de F. B. Kaye; versión cas
tellana de losé Ferrater Mora), Fondo de Cultura Económica, México, 1982, p. 14.
108 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

«la misma envidia, y la vanidad, eran ministros de la industria»24, en


tanto que «el vicio nutría al ingenio y traía consigo las convenien
cias de la vida»25. Todo funcionaba perfectamente hasta que «al grito
de ¡mueran los bribones!», logran que Júpiter erradique los fraudes
y haga imperar la honradez, arruinándose así la hasta entonces legen
daria prosperidad del panal.
Kant demuestra haber tomado buena nota de semejante moraleja
y se felicita por el hecho de que nuestras más viles pasiones nos impi
dan parecemos a un honrado rebaño de ovejas, que sería —según él—
en lo que acabó convirtiéndose aquel próspero panal de abejas descrito
por Mandeville. Despojados de cualidades tales como la envidia o la
codicia —señala Kant—, «todos los talentos quedarían eternamente
ocultos en su germen, en medio de una arcádica vida de pastores donde
reinarían la más perfecta armonía, la frugalidad y el conformismo, de
suerte que los hombres serían tan bondadosos como las ovejas que apa-
centan. ¡Demos, pues, gracias a la Naturaleza por esa envidiosa vani
dad que nos hace rivalizar y por ese anhelo insaciable de acaparar o
incluso de dominar!»25. Sin el antagonismo de nuestras pretensiones
egoístas, no ya la prosperidad, sino incluso la propia cultura brillaría
por su ausencia. Dicha idea quedó expresada en esta hermosa metáfora:
Tal y como los árboles logran en medio del bosque un bello y recto
crecimiento, precisamente porque cada uno intenta privarle al otro del
aire y el sol, obligándose mutuamente a buscar ambas cosas por encima
de sí, en lugar de crecer atrofiados y encorvados como aquéllos que extien
den caprichosamente sus ramas y están apartados de los otros; de modo
semejante, toda la cultura y el arte que adornan a la humanidad, así como
el más bello orden social, son frutos de la insociabilidad, en virtud de la
cual la humanidad se ve obligada a autodosciplinarse y a desarrollar ple
namente los gérmenes de la naturaleza gracias a tan imperioso arte27.

Así las cosas, Kant decide que se impone la presencia de una


especie de «guardabosques», esto es, de alguien que vele por abor
tar a tiempo los conatos de incendio y sepa también podar los exce
sos de aquellos miembros de la comunidad que amenazan con mar
chitar el buen desarrollo de sus vecinos. En otras palabras, nuestro
autor está firmemente convencido de que «el hombre es un animal

24 Cfr. ibid., p. 15.


25 Cfr. ibid.
26 Idee..., Ak. VIII, 21; ed. cast. cit. pp. 9 y 10.
27 Cfr. Idee..., Ak. VIH, 22; ed. cast, cit., p. 11. Cfr. Lecciones de Ética, ed. cit.,
p. 299 y Pádagogik, Ak., IX, 448.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 109

que necesita de un señor», dado que «reclama sus derechos sin gus
tar de reconocer los de los demás»28. En una de sus Reflexiones sobre
Antropología Kant dejó escrito lo siguiente:
El ser humano es una criatura que necesita de un señor. Esto le degrada
entre todos los animales que no precisan de señor alguno para mantenerse
en sociedad. La causa estriba en su libertad, en que no se ve propulsado
por el instinto natural, que uniformiza a todos los miembros de una espe
cie, sino por antojos y ocurrencias que no propician unidad alguna. Precisa,
pues, de un señor que le llame al orden, siendo así que verse dominado
y limitado es lo que más detesta. Se somete en aras de garantizar su pro
pia seguridad, aparentando acatar de buen grado la autoridad que le pro
tege frente a los otros; sin embargo, siempre anhela en secreto sustraerse
a sí mismo de esa autoridad y conservar una libertad sin ataduras, gus
tando al mismo tiempo de que los demás se sometan a la coacción de la
ley en sus relaciones con él. Se da perfecta cuenta de la equidad de la ley,
no deseando sino constituir una excepción a ella29.

¿Cuál es el principal problema que se deriva de semejante plan


teamiento? Pues muy sencillo, que tal señor habría de verse sujeto a
otro y éste, a su vez, a un tercero, embarcándonos así en un procese
sin fin. Este problema es declarado como prácticamente irresoluble.
Kant, cuya desconfianza y escepticismo sobre la naturaleza humana
no tienen límites, está seguro de que, sea quien fuere la persona o el
grupo de personas que oficien como señores, habrán de abusar siem
pre de su libertad, «si no tienen por encima de sí alguien que ejerza el
poder conforme a leyes. El jefe supremo debe ser, sin embargo, justo
por sí mismo sin dejar de ser un hombre. Por eso ésta es la tarea más
difícil de todas y su solución perfecta es poco menos que imposible»30.

IV LOS VASALLOS DEL DESTINO

Lo cierto es que Kant brindó su solución particular a este pro


blema en principio irresoluble, declarando al soberano el primer ser
vidor del Estado, tal como Federico II quiso describirse a sí mismo
en su testamento político31. En opinión de Kant, todo soberano sería

28 Cfr. Refl. 1464, Ak., XV, 630; Antología de Kant, ed. cit., p. 114.
29 Refl. 1500, Ak. XV, 785-786; Antología de Kant, ed. cit., p. 117.
30 Cfr. Idee..., Ak. VHI, 23; ed. cast, cit., p. 12.
31 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 352; cfr. Federico II de Prusia/Voltaire,
Antimaquiavelo (ed. a cargo de Roberto R. Aramayo), Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1995, p. 16.
110 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

por definición el vasallo de un poder superior al que debe rendir plei


tesía: la justicia y el derecho. Cualquier soberano, a poco inteligente
que sea —nos dice Kant—, habría de ver abatido su orgullo, al com
prender que le ha sido encomendada una misión titánica para un sim
ple mortal, cual es la de «administrar lo más sagrado que hay sobre
la tierra, el derecho de los hombres, debiendo hallarse constantemente
preocupado por haberse situado demasiado cerca del ojo de Dios»32.
Para el filósofo de Kónigsberg, «el derecho es un santuario que se
alza por encima de cualquier precio y que ningún gobernante puede
violar en aras de la utilidad»33.
Es ésta una tesis en la que Kant insistirá una y otra vez. En Hacia
la paz perpetua, por ejemplo, cabe leer lo siguiente: «El derecho es
algo que debe ser salvaguardado como algo sacrosanto, sean cuales
sean los sacrificios que tal cosa pudiese acarrear al poder establecido.
A este respecto no cabe partir la diferencia e inventarse una compo
nenda intermedia como sería el híbrido de un derecho pragmática
mente condicionado (a medio camino entre lo justo y lo provechoso),
sino que todo político debe doblar su rodilla ante la justicia repre
sentada por el derecho»34. El razonamiento kantiano que venimos
examinando se ve presidido por este lema: «el confín divino de la
moral no cede ante Júpiter (el confín divino del poder), al quedar éste
sometido al Destino»35.
¿A qué destino se refiere aquí Kant? Pues al que se transmuta en
las ideas de justicia y derecho, esas mismas ideas que, a su modo de
ver, rigen el decurso histórico del obrar humano36. «La justicia, al
igual que elfatum de los antiguos poetas filosóficos, se halla incluso
por encima del propio Júpiter y expresa el derecho conforme a una
férrea e inexorable necesidad que, por lo demás, nos resulta ines
crutable»37.
Este pasaje de la Metafísica de las costumbres nos revela que,
dentro del planteamiento kantiano, el soberano, esto es, el jefe supremo
de una estructura política determinada, ha de rendir vasallaje a un

32 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 353n, así como sus correspondientes
Vorarbeiten, Ak. XXIII, 166.
33 Cfr. Der Streit der Fakultaten, Ak., VH, 87n.
34 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 380.
35 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. Vin, 370.
36 «Cabe preguntarse si existe algo sistemático que articule la historia del obrar
humano. Toda ella se deja guiar por una idea rectora: la del derecho» (Refl. 1420,
Ak., XV, 618; Antología de Kant, ed. cit., p. 113).
37 Cfr. Metaphysik der Sitien, Ak. VI, 489.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 111

señor aún más poderoso: la justicia. Pero lo que nos interesa resaltar
ahora es esa plena identificación de la justicia con el destino que
vemos establecida en el texto recién citado. Al final de su Teoría y
práctica Kant da en llamar a los Jefes de Estado «dioses de la Tierra»
y les advierte que la naturaleza de las cosas podría llevarles por la
fuerza hacia donde no se quiere ir de buen grado, citando el celebé
rrimo adagio estoico de fata volentem ducunt, nolentem trahunt3*,
esto es, «el destino sirve de guía a quien lo acata, pero arrastra tras
de sí a quien se le resiste».
Dentro del escenario kantiano que venimos reconstruyendo, los
diosecillos del Olimpo de la política quedan sometidos a una deidad
que se halla por encima del mismísimo Zeus, cual es ese imperio de
la justicia que Kant viene a identificar con el omnímodo destino de
los estoicos. El soberano que no se revele como un buen vasallo de
semejante señor tendrá que atenerse a las consecuencias. Aquel sobe
rano que no acometa de buen grado las reformas pertinentes para ir
adaptándose a los imperativos del derecho y la justicia, estará propi
ciando con sus omisiones el advenimiento de una revolución.

V. REFORMA/REVOLUCIÓN: «EL JUICIO DE DIOS»

Sabido es que Kant se negó a reconocer estatuto jurídico alguno


para un presunto derecho de rebelión contra el despotismo y las tira
nías, así como que semejante actitud parece no compadecerse muy
bien con su admirativo reconocimiento de la Revolución francesa.
El tópico es lo bastante conocido como para no vemos obligados a
recordar aquí las brillantes páginas dedicadas por Felipe González
Vicén a explicar esa desconcertante contradicción, haciéndonos ver
que no se trata de una inconsecuencia por parte del filósofo de
Konigsberg, sino sólo de «una doble perspectiva en la consideración
de uno y el mismo problema»39. Una cosa es lo que Kant se veía obli-

38 Cfr. Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber
nichtfür die Praxis, Ak. VIII, 313; en I. Kant, Teoría y práctica (versión castellana
de Manuel Francisco Pérez López y Roberto R. Aramayo), Tecnos, Madrid, 1986,
p. 60.
39 Cfr. La filosofía del Estado en Kant, La Laguna, 1952, pp. 95 y ss. Queriendo
rendir un modesto homenaje a su autor, estas páginas fueron añadidas a la lección
inaugural del seminario que dio lugar al volumen colectivo editado por Javier
Muguerza y Roberto R. Aramayo, Kant después de Kant (En el bicentenario de la
«Crítica de la razón práctica», Tecnos, Madrid, 1989.
112 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN
l
gado a decir, adoptando la perspectiva de una inexorable lógica jurí
dica y otra muy distinta lo que apuntó desde la peculiar atalaya del
filósofo de la historia.
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, la rebelión repre
senta pura y simplemente algo absurdo y sin sentido40. Ciertamente,
no cabe instaurar una instancia judicativa que pueda mediar entre los
ciudadanos y su soberano, a fin de resolver semejante contencioso
por la vía judicial. Ésa es la razón de que, incluso ante una flagrante
infracción de la ley por parte del gobernante, al subdito no le resulta
lícito sino quejarse y denunciar esta injusticia, pero sin resistirse a
ella41. Ahora bien, si proseguimos nuestra lectura, comprobaremos
que al final de todo este razonamiento, el autor de la Metafísica de
las costumbres concede su beneplácito a los procesos revoluciona
rios: «toda vez que la revolución haya tenido éxito y fundamente una
nueva constitución, la ilegitimidad de su origen y ejecución no puede
exonerar a los subditos de la obligación de someterse como buenos
ciudadanos al nuevo orden de cosas, ni tampoco pueden negarse a
obedecer lealmente a la autoridad que detenta ahora el poder»42. Este
aserto es bien coherente con lo que se nos ha dicho al comienzo del
capítulo en cuestión, donde se ha declarado al origen del poder
supremo como algo inescrutable para el subdito, el cual no debe suti
lizar a este respecto, debiendo resultarle indiferente que la violencia
se halle en la base del pacto de sumisión al poder supremo43.
En Hacia la paz perpetua, Kant dictamina que «en la guerra nin
guna de las dos partes puede ser declarado enemigo injusto (porque
esto presupone ya una sentencia judicial), siendo su desenlace (al
igual que ante los llamados juicios de Dios) lo que decide de qué lado
está el derecho»44. ¿Y acaso no es una guerra lo que declaran los revo
lucionarios al poder establecido? En el primer Apéndice del ensayo
cuyo bicentenario celebramos ahora se nos dice: «si mediante la vio
lenta impetuosidad propia de una revolución, provocada por una mala

40 Cfr. Metaphysik der Sitien, Ak. VI, 320.


41 Cfr. Metaphysik der Sitien, Ak. VI, 319.
42 Cfr. Metaphysik der Sitien, Ak. VI, 322-323. De idéntica manera, «apenas cabe
dudar de que, si hubieran fracasado aquellas revoluciones por las cuales Suiza, los
Países Bajos o también Gran Bretaña han conseguido sus constituciones, ahora tan
alabadas por su acierto, el lector de la historia de las mismas no vería en el ajusti
ciamiento de sus promotores -tan ensalzados actualmente- sino el merecido castigo
de los grandes criminales de Estado» (Überden Gemeinspruch..., Ak. VHI, 301; ed.
cast, cit., p. 42).
43 Cfr. Metaphysik der Sitten, Ak. VI, 318.
44 Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 346-347.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 113

constitución, se hubiera obtenido de modo ilegítimo una constitución


más conforme al imperio de la ley y la justicia, no debería consen
tirse de ninguna manera el retrotraer nuevamente al pueblo a la vieja
constitución»45. Así pues, allí donde fracase la fuerza de la razón,
habrá de apelarse al respaldo de la fuerza, entablándose un conflicto
bélico que dirima, como en una especie de torneo, de qué lado se
halla la justicia46. Cuando, lejos de ser sofocada, una rebelión resulta
triunfante, su violencia e ilegitimidad originarias no deslegitiman en
absoluto los logros alcanzados, siempre y cuando el orden de cosas
resultante sea más justo que su predecesor, algo que Kant da casi por
sentado.

VI. EXCURSO EN TORNO AL ENTUSIASMO


¿Cuál es la razón de que para Kant toda revolución triunfante
suponga una mejora en el orden político? ¿Por qué queda más o menos
justificada por su éxito? El criterio de ambas cosas nos viene dado
por el sentimiento moral del entusiasmo, que Kant define así en El
conflicto de las facultades: «el verdadero entusiasmo se ciñe siem
pre a lo puramente moral, como es el caso de los conceptos de justi
cia y derecho, no pudiendo verse jamás henchido por el egoísmo»47.
Esta caracterización será suscrita por Madame de Staél, quien en su
libro sobre Alemania nos advierte de lo siguiente: «Muchas perso
nas se previenen contra el entusiasmo; lo confunden con el fanatismo,
y es un gran error. El fanatismo es una pasión exclusiva, cuyo objeto
es una opinión; el entusiasmo se repliega a la armonía universal. Casi
siempre es el entusiasmo quien nos lleva a sacrificar nuestro propio
bienestar o nuestra propia vida. Sólo el entusiasmo puede contra
rrestar la tendencia al egoísmo»48.
En efecto, Kant piensa que resulta sencillo deslindar el fanatismo
del entusiasmo, cuando menos tanto como distinguir entre un acto
egoísta y otro de abnegación. Comoquiera que sea, el entusiasmo se
presenta como una magnífica piedra de toque para comprobar si nos

45 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 372.


46 «Si por ventura no se tratase del derecho sino sólo de la fuerza, también al pue
blo le estaría permitido intentar ejercer la suya» (Über den Gemeinspruch..., Ak.
VIII, 306; ed. cast, cit., p. 50). .
47 Cfr. Streit der Fakultaten, Ak. VII, 86; ed. cast. cit. p. 89.
48 Cfr. Madame de Staél, Alemania (pról. de Guido Brunner; trad, de Manuel
Granell), Espasa-Calpe, Madrid, 1991, pp. 187 y 188.
114 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

hallamos ante un buen revolucionario, y no ante un fanático involu-


cionista, es decir, para discriminar entre un paladín de la justicia y
un cancerbero de ciertos intereses creados. Además, en la querencia
de Kant, ahí residiría también la clave del éxito que corresponde a
una revolución genuina, cuya finalidad sea defender los derechos de
la humanidad y no los de una determinada ideología o hacienda. A
su modo de ver, si la victoria favoreció a los revolucionarios france
ses, ello se debió en gran parte al entusiasmo que les embargaba y
que resultaba del todo inasequible para los mercenarios contra quie
nes combatían. «Sus contrincantes —escribió Kant— no podían emu
lar mediante incentivos pecuniarios el fervor y la grandeza de ánimo
que el solo concepto del derecho insuflaba a los revolucionarios e
incluso el concepto del honor de la vieja aristocracia militar se disipó
ante las armas de quienes las habían empuñado teniendo presente el
derecho del pueblo al que pertenecían, exaltación con la que simpa
tizó el público que observaba los acontecimientos desde fuera sin
albergar la menor intención de participar activamente en ellos»49.
El entusiasmo no embarga únicamente a los actores de la revo
lución, sino también —y esto es mucho más importante— al espec
tador desinteresado que no se ve concernido por la contienda. Kant
es muy consciente de que toda revolución «puede acumular miserias
y atrocidades en tal medida que cualquier hombre sensato no se deci
diría jamás a repetir un experimento tan costoso, aun cuando pudiera
llevarlo a cabo de nuevo con fundadas expectativas de éxito y, sin
embargo, esa revolución encuentra en el ánimo de todos los espec
tadores (que no están comprometidos en el juego) una simpatía rayana
en el entusiasmo, que no puede tener otra causa sino la de una dis
posición moral en el género humano»50.
El padre del formalismo ético, cuando filosofa sobre la historia,
recurre a una de las categorías puestas en circulación por esos mora
listas ingleses que tanto influyeron en él durante su época de forma
ción y entre los que sentía particular predilección por Adam Smith51.
Kant echa mano en este contexto de la simpatía experimentada por
un observador imparcial. En una Reflexión fechada hacia 1777, nues
tro autor se autoformulaba la siguiente pregunta: «En el sistema de
Smith, ¿por qué se inclina el juez imparcial (que no es uno de los par-

49 Cfr. Streit der Fakultaten, Ak., VII, 86-87; ed. cast, cit., pp. 89-90.
50 Cfr. Streit der Fakultaten, Ak. VII, 85; ed. cast, cit., p. 88.
51 Esto lo sabemos gracias a una carta de Marcus Herz fechada el 9 de julio de
1771 (cfr. Ak. X, 126).
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 115

ticipantes) por lo que es universalmente bueno?, y ¿cuál es la razón


de que encuentre cierto bienestar en ello?»52. Veinte años después
encontrará la respuesta y se contestará a sí mismo: pues porque aque
llo que suscita «un entusiasmo tan universal como desinteresado ha
de tener necesariamente un fundamento moral»53. Pero, abandone
mos aquí esta digresión acerca del entusiasmo54 —pues es un tema
que bien merece ser examinado en algún otro trabajo de modo inde
pendiente55—, y retornemos al argumento principal de nuestra expo-

VII. LA RECREACIÓN KANTIANA


DE LA «MANO INVISIBLE» DE ADAM SMITH

Como veíamos, el soberano debe introducir las reformas oportu


nas con el objeto de ir mejorando la legislación vigente, y esto es algo
que puede serle demandado. «Cuando menos —escribe Kant—,

52 Cfr. Refl. 6864, Ak. XIX, 185; en Antología de Kant, ed. cit., p. 74.
53 Cfr. Streit der Fakultaten, Ak. VII, 86; en Ideas..., ed. cast, cit., p. 91.
54 «Puede que uno de los mayores anhelos del criticismo fuera el saber distinguir
las vanas ilusiones de los auténticos ideales, el contar con una piedra de toque para
poder discriminar entre quimeras o espejismos y aquello que merezca ser catalo
gado como una verdadera meta práctica, es decir, entre las ensoñaciones fantasio
sas y los quiliasmos inspirados por la esperanza. Esta piedra de toque la encontró
en el sentimiento moral del entusiasmo, en esa simpatía llena de apasionamiento
merced a la cual un espectador desinteresado sabe distinguir al mercenario de aquel
otro que lucha por el derecho del pueblo y está defendiendo un ideal moral. La faena
del entusiasmo no consistirá, en definitiva, sino en tomar el pulso a esa esperanza
que oficia como una suerte de «apercepción transcendental» en la que podríamos
bautizar como Crítica de la razón ucrónica; esa obra que, haciendo honor a su título,
Kant no cesó de redactar a lo largo de su vasta producción, esbozando continua
mente sus líneas maestras» (cfr. Roberto R. Aramayo, Crítica de la razón ucrónica.
Estudios en torno a las aporías morales de Kant —pról. de lavier Muguerza—,
Tecnos, Madrid, 1992, p. 30.
55 El título del mismo podría ser el de «La "piedra filosofar del formalismo ético»,
pues eso es lo que viene a representar para la ética de Kant el entusiasmo. Se trata
de una categoría moral (muy emparentada con el juicio estético de lo sublime) que
nos descubre algo descartado por sus premisas morales: el hecho de que un acto
«patológicamente» determinado entrañe abnegación y desinterés, en lugar de ser
egoísta. Y, por si esto fuera poco, este tipo de acciones también generan en el obser
vador más o menos imparcial aquel mismo respeto que nos inspiraba la ley moral
(cfr. «La pseudoantinomia entre autonomía y universalidad: un diálogo con Javier
Muguerza y su imperativo de la disidencia», en El individuo y la historia, Paidós,
Barcelona, 1995).
116 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

sí cabe exigirle a quien detenta el poder que haga suya la máxima de


la necesidad de una reforma, para permanecer en una constante apro
ximación al fin de obtener la mejor constitución con arreglo a leyes
jurídicas»56. Es más, el soberano debería considerar a los procesos
revolucionarios como una estridente amonestación del destino poí
no someterse de buen grado al imperio de la justicia, de suerte que
toda revolución habría de ser entendida «como un aviso por parte de
la naturaleza para establecer, mediante minuciosas reformas, la única
constitución legal perdurable, aquella que se basa en los principios
de la libertad»57. Para Kant, «la naturaleza quiere a toda costa que,
en última instancia, el derecho mantenga una incontestable supre
macía, siendo así que cuanto se pase por alto en este sentido, se hará
finalmente por sí solo, si bien de un modo más ingrato»58.
Así pues, Kant se hará eco de aquel argumento esgrimido por
Rousseau que recordábamos al comienzo de la exposición y señalará
también que, tal como los individuos han salido del estado de natu
raleza y se hallan instalados en un estado civil, las naciones habrían
de hacer otro tanto, a saber: «abandonar el estado anímico propio de
los salvajes e ingresar en una confederación de pueblos, dentro de la
cual aun el Estado más pequeño pudiera contar con que tanto su segu
ridad como su derecho no dependieran de su propio poderío»59. La
novedad es que, para Kant, este proceso cuenta con un sólido aval y
su consumación está garantizada, puesto que «la naturaleza les arras
tra hacia lo que la razón podría haberles indicado sin necesidad de
tantas y tan penosas experiencias»60.
Al igual que merced al antagonismo de nuestras egoístas incli
naciones nos vemos impulsados a salir del estado de naturaleza para
suscribir el pacto social, eso mismo es lo que habrá de conducir a las
distintas naciones hacia una confederación universal, en cuyo seno
los conflictos interestatales puedan resolverse pacíficamente sin recu
rrir al expediente de la guerra. Y todo este proceso es llevado a cabo
por la naturaleza de un modo mecánico, lo que viene a constituir el
mejor aval para la postrera consecución de una paz perpetua:
Aquello que suministra esta garantía es, ni más ni menos, ese gran
artista que representa la Naturaleza, en cuyo curso mecánico destaca

56 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 372.


57 Zum ewigen Frieden, Ak. Vin, 373n.
58 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VHI, 367.
59 Cfr. Idee..., Ak. VIH, 24; ed. cast. cit. p. 14.
60 Cfr. ibid.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE»

ostensiblemente la intención de hacer sobresalir la concordia merced a la


discordia de los hombres, incluso en contra de su voluntad, y por eso se
le llama indistintamente Destino, en cuanto instancia de una causa cuyas
pautas operativas nos resultan desconocidas, o bien Providencia, al tomar
en consideración su finalidad en el transcurso del mundo [...], tratándose
siempre de una causa que propiamente no podemos reconocer en esas
improntas artísticas de la naturaleza, ni tan siquiera inferir a partir de tales
trazas, sino que únicamente nos cabe conjeturar, para formarnos un con
cepto de su posibilidad por analogía con el arte humano61.

En su Idea para una historia universal Kant afirma lo siguiente:


«Poco imaginan los hombres (en tanto que individuos e incluso como
pueblos) que, al perseguir cada cual su propia intención según su
parecer y a menudo en contra de los otros, siguen sin advertirlo
—como un hilo conductor— la intención de la naturaleza, que les es
desconocida, trabajando así en pro de la misma»62. Con estas pala
bras Kant está recreando aquel pasaje de La riqueza de las naciones,
donde Adam Smith vertió esta célebre reflexión:
Nadie suele proponerse originariamente promover el interés público
y acaso ni siquiera sepa cómo lo fomenta cuando no abriga tal propósito.
Cuando prefiere la industria doméstica sobre la extranjera, sólo medita
sobre su propia seguridad y, cuando dirige la primera de forma que su
producto sea del mayor valor posible, sólo piensa en su propia ganancia;
sin embargo, tanto en éste como en muchos otros casos es conducido,
como por una mano invisible, a promover un fin que nunca albergó en su
intención. AI seguir las miras de su propio interés, viene a promover el
de la comunidad con mucha más eficacia que cuando pretende fomen
tarlo expresamente»63.

Así las cosas, casi es preferible contar con una comunidad com
puesta por demonios antes que por ángeles, dando por buena la fábula
de Mandeville. Como ya hemos visto, Kant prefería un enjambre de
abejas egoístas, cuya laboriosidad esté acicateada por la envidia y el
afán de dominio, antes que un rebaño de arcádicas ovejas donde reine
la más adocenante de las concordias. Las pasiones constituyen el motor
de todo progreso y la génesis del orden social más loable, al rentabili-
zar con provecho «el mecanismo natural de contrarrestar las inclina-

61 Zum ewigen Frieden, Ak. VIH, 360-362.


62 Cfr. Idee..., Ak. VIII, 17; ed. cast, cit., p. 4.
63 Adam Smith, Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las nacio
nes (Revisión y adaptación al castellano moderno de la traducción del licenciado
José Alonso Ortiz, publicada en 1794), Lib. IV, cap. 2, secc. 1; Bosch, Barcelona,
1983, vol. II, p. 191.
118 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ciones egoístas»64. En su mutua contraposición, dichas inclinaciones


irán sublimándose recíprocamente, de suerte que la discordia del anta
gonismo terminaría por abrirle paso a su antagonista: la concordia.
El mismo papel que juega el antagonismo de nuestras inclina
ciones entre los individuos es desempeñado por la guerra entre los
distintos Estados. La guerra es la responsable de que se hayan poblado
incluso las regiones más inhóspitas de la tierra y de que se hayan esta
blecido relaciones más o menos ajustadas a la ley entre los pueblos65.
E incluso presenta otras ventajas nada desdeñables, como aquellas
que se pormenorizan en el § 83 de la Crítica del Juicio: «La guerra
no es una empresa premeditada por parte de los hombres, pero sí un
proyecto intencionado por parte de la suprema sabiduría. Y, a pesar
de las terribles penalidades que la guerra impone al género humano,
así como de las tribulaciones, acaso aún mayores, que su continua
preparación origina durante la paz, supone un impulso para desarro
llar hasta sus más altas cotas todos los talentos que sirven a la cul
tura»66; «pues, dado el nivel cultural en que se halla todavía el género
humano, la guerra constituye un medio indispensable para seguir
haciendo avanzar la cultura, y sólo después de haberse consumado
una cultura —sabe Dios cuándo— podría sernos provechosa una paz
perpetua, que además sólo será posible en virtud de aquélla»67.
Pero todo esto no significa que Kant sea un ardiente defensor de
las contiendas bélicas. De hecho, aboga por la desaparición paula
tina de los ejércitos permanentes, al entender que los gastos origina
dos por ese continuo pertrechamiento bélico termina representando
una situación aún más opresiva en términos económicos que una gue
rra corta y se convierten ellos mismos en la causa de guerras ofensi
vas, al objeto de liberarse de tan insoportable carga68. La guerra es
reclutada por nuestro autor para cumplir con la misión suicida de pro
piciar justo aquello que puede acabar con ella y erradicarla de una
vez por todas. «La guerra no puede ser evitada sino por medio del
auténtico republicanismo de un Estado poderoso; sin eliminar la gue
rra no es posible el progreso. Sin embargo, la propia guerra tiende al
republicanismo y acaba por engendrarlo»69.

- Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 366.


65 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 363.
66 Cfr. K.U.,Ak. V,433.
67 Cfr. Muthmafllicher Anfang der Menschengeschichte, Ak. VIII, 121; en Ideas...,
ed. cast, cit., p. 74.
68 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 345.
69 Cfr. Refl. 8077, Ak., XIX, 611-612; en Antología de Kant, ed. cit., pp. 106-107.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 119

Y, como ya sabemos, este «parto», que dará origen a la consti


tución política más perfecta posible, será más o menos traumático en
función de la comadrona que lo asista, pues, de no seguirse la vía del
reformismo, se impondrá por sí misma la cesárea de un proceso revo
lucionario.

VIII. DEL DESTINO COMO ECO DE NUESTRO TALANTE


(O DE LA VERDADERA REVOLUCIÓN)
Puede que, después de todo, pese a ser tan buen conocedor de
la naturaleza humana y de sus flaquezas, Kant no deje de resultar
algo ingenuo respecto a su empeño por confiar en que un soberano
convenientemente ilustrado sabría sortear las revoluciones mediante
oportunas reformas. En todo caso, su realismo no tiene parangón,
cuando se muestra firme partidario de no suscribir el ideal platónico
del rey-filósofo. Evocamos ahora ese pasaje de su ensayo Hacia la
paz perpetua en el que nos advierte: «No cabe confiar en que los
reyes filosofen o esperar que los filósofos lleguen a ser reyes, pero
tampoco hay que desearlo, porque detentar el poder corrompe ine
xorablemente el libre juicio de la razón. Sin embargo es imprescin
dible que los reyes no hagan desaparecer o acallar a la casta de los
filósofos y que, por el contrario, les dejen hablar públicamente para
que iluminen su tarea»70. Ésta es la tesis que configura el artículo
secreto de su tratado sobre la paz perpetua, una cláusula que se reduce
a una cuestión tan elemental como la siguiente: a su modo de ver,
quienes detentan el poder deberían atender los razonamientos de
aquellos que no se ven contaminados por su desempeño ni someti
dos a las múltiples e irresistibles tentaciones acarreadas por él.
«Hobbes —anota Kant en una de sus Reflexiones— sostuvo que el
pueblo no conserva derecho alguno tras la transmisión efectuada por
medio del contrato social. Pero ha de querer decir únicamente que
no posee el derecho de rebelión, mas sí el de amonestación y el de
promulgar la idea de perfección. Pues, de lo contrario, ¿de dónde
deben provenir ambas cosas? Los escritos de los filósofos han de

70 Cfr. Zum ewigen Frieden, Ak. VIII, 369. Cfr. Roberto R. Aramayo, «De la
incompatibilidad entre los oficios de filósofo y Rey, o del primado de la moral sobre
la política», presentación a I. Kant, Por la paz perpetua (versión castellana de Rafael
Montestruch y nota preliminar de Juan Alberto Belloch), Ediciones del Ministerio
de Justicia e Interior, Madrid, 1994, pp. xxx-xxxix.
120 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

colocar tanto al soberano como al pueblo en situación de reconocer


lo que es injusto»71.
Acaso no le faltara razón a Kant y la única revolución válida sea
en realidad la interior, esto es, aquella que sólo puede tener lugar en
el fuero interno de cada uno; una revolución en el modo de pensar
que conlleva la fundación de un carácter concerniente a nuestra índole
o talante moral, esa revolución de que nos habla en La Religión12 y
la Antropología13. Es ésta una revolución que no admite verse can
jeada por ninguna reforma paulatina y sobre la que Kant sólo dejó
escritas estas pocas líneas:
suele decirse que los poetas carecen de carácter y ofenden a sus mejores
amigos antes que renunciar a una ocurrencia ingeniosa, ni tampoco hay
que buscar esa firmeza de carácter entre los cortesanos, obligados a doble
garse de todas las maneras imaginables, o entre los eclesiásticos, quienes
hacen la corte al señor de los cielos, pero sin dejar de mostrar idéntica dis
posición hacia los señores de la tierra, cundiendo así la idea de que tener
carácter en sentido moral supone tan sólo un deseo irrealizable; aunque
acaso todo sea culpa de los filósofos, por no haber sabido realzar este con
cepto como se merece y definirlo escuetamente como la sinceridad en el
diálogo interior con uno mismo, así como en el modo de comportarse con
los demás, haciendo ver que la índole moral de nuestro carácter supera
con mucho al mayor de los talentos en lo tocante a la dignidad74.

A esta revolución interior es a la que más ha de contribuir el filó


sofo kantiano, a quien le competería denunciar cuantas iniquidades
advierta, para mostrar con ello la prevalencia del talante moral sobre
cualquier tipo de talento, por muy deslumbrante o provechoso que
pueda ser éste. En definitiva, creemos que Kant no dudaría en sus
cribir estas líneas de Ramón J. Sender acerca de la mano invisible
del destino:
El destino existe, desde luego, y actúa sobre nosotros y decide nues
tras vidas, pero sólo puede actuar con lo que nosotros mismos le propor-

71 Cfr. Vorarbeiten zum Gemeinspruch, Ak. XXIII, 134; en Antología de Kant,


ed. cit, pp. 181-182; cfr. asimismo Über den Gemeinspruch..., Ak. VIII, 304; ed.
cast, cit., pp. 46-47. Allí se nos habla de la libertad de pluma (de una pluma no com
prometida con el poder establecido, claro está) como del «único paladín de los dere
chos del pueblo».
72 Cfr. Rel.,Ak. VI, 47-48.
73 Cfr. Anthropologic in pragmatischer Hinsicht, Ak. VII, 294.
74 Anthropologic in pragmatischer Hinsicht, Ak. VII, 295; cfr. Antropología en
sentido pragmático, versión castellana de José Gaos, Alianza Editorial, Madrid,
1991, p. 242.
LA VERSION KANTIANA DE «LA MANO INVISIBLE» 121

donamos. Se lo proporcionamos con nuestra conducta exterior, que es


naturalmente un eco directo o indirecto de nuestra manera peculiar y pri
vada de ser75.

También en Kant el destino es encarado como un mero eco de


nuestro comportamiento. Lejos de representarnos como unas vul
gares marionetas en manos del Destino, Kant sostiene que sólo noso
tros venimos a mover los hilos de cuantas «manos invisibles» quepa
imaginar, de suerte que, frente al imprevisible azar, somos los úni
cos responsables de nuestro propio destino, al administrar de uno
u otro modo las oportunidades, los kairós que se nos van presen
tando a lo largo de nuestro transcurso vital. Precisamente por eso
Kant no era nada partidario de transferir nuestra responsabilidad a
esa instancia comodín que solemos denominar «Destino» y des
cargarnos así de nuestra propia culpa en la marcha de las cosas.
Kant quiere invitarnos a «evitar la tentación de responsabilizar por
completo al destino, para no perder de vista nuestra propia culpa,
por si acaso —dice— fuera ésta la única causa de todos nuestros
males, con el fin de no desaprovechar la baza del autoperfecciona-
miento», por un lado, y «cobrar ánimo en medio de tantas penali
dades»76, por el otro.
A la hora de apostar entre la desesperación propia del fatalismo
o una esperanza que nos incite a no cruzarnos de brazos y que nos
estimule a transformar una decepcionante realidad mediante la inven
tiva de nuestro ingenio moral, Kant no lo duda ni un momento. Su
radical pesismismo antropológico se torna en el más desbordante de
los optimismos cuando asume la perspectiva del filósofo de la his
toria. De ahí el bifrontismo de su pensamiento ético.
La moral kantiana presenta un rostro jánico, en el que una de sus caras,
de aire serio y circunspecto, como corresponde a su vertiente rigorista,
convive con esa otra de semblante alegre y optimista donde moraría lo
que hemos dado en llamar imperativo elpidológico. Mientras la primera
vuelve la vista hacia lo que se ha dejado atrás, para hacer balance a la
hora del ocaso, la otra clava su mirada en el porvenir, escudriñando el
despuntar del alba. Y es que, cuando la conciencia moral examina el
pasado, es decir, lo que ya ha sido y no puede modificarse, no puede sino
entristecerse y fruncir el ceño melancólicamente, imaginando cómo
hubiera debido ser. Sin embargo, al encarar el futuro, su rostro se ilumina

75 Prefacio a sus Novelas históricas, en Ramón J. Sender, Obras completas,


Destino, Barcelona, 1976, vol. I, p. 37.
76 Cfr. Muthmafilicher Anfang der Menschengeschichte, Ak. VIII, 121; ed. cast.
cit. p. 73.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

con la esperanza de que las cosas vayan a ser como debieran, dado que
todo es posible todavía; nada nos impide proponernos arribar algún día
hasta ese cielo estrellado que colma nuestro ánimo de admiración, desa
filándonos a emprender viaje y surcar indefinidamente esa galaxia de uto-
pemas ucrónicos que nos acerca hasta él o, mejor dicho, no deja de inci
tarnos a «hacer camino» por el sendero de la ética, una senda cuyo hori
zonte se torna bien distinto según se trate del alba o del ocaso77.

77 Cfr. Roberto R. Aramayo, Crítica de la razón ucrónica, ed. cit., pp. 57-58.
6. LOS «PROLEGÓMENOS» DEL PROYECTO
KANTIANO SOBRE LA PAZ PERPETUA*
Concha Roldan
Instituto de Filosofía del CSIC

Sin duda fue Kant el primer filósofo de nuestra era que no


sólo se ocupó de estudiar las medidas políticas para asegurar la
paz, sino también de analizar las condiciones previas que debían
crearse en la sociedad humana para conseguir una paz general.
De esta manera, sistematizó en su Hacia la paz perpetua (1795)
—que hoy celebramos— las ideas sobre el federalismo entre
Estados libres, sobre el derecho cosmopolita universal o sobre la
supresión de los ejércitos permanentes, pilares sobre los que se
levanta el derecho internacional de las Naciones Unidas. Pero no
se olvidó de dedicar sus esfuerzos —en este ensayo que calificó
en su subtítulo de «filosófico»— a mostrar la necesidad ética de
la paz, así como a buscar en su realización unas garantías —desde
mi punto de vista bastante cuestionables— procedentes de sus
convicciones como filósofo de la historia.
Desde Kant, y a pesar de las sucesivas y desgraciadamente
inacabadas infracciones prácticas de esta ley, «la razón práctico-
moral formula en nosotros su veto irrevocable: no debe haber
guerra»^. Esto es, la misma exigencia racional del imperativo
categórico que conduce a los individuos a asociarse y someterse
a las leyes del Estado, les obliga también a superar el estado de
naturaleza que impera entre los Estados y constituir una unión de

* Versiones anteriores del presente trabajo tuvieron ocasión de ser discuti


das tanto en el Instituto de Filosofía del CSIC como en la UIMP de Tenerife.
Quiero agradecer aquí las observaciones hechas por Pepe González, Javier
Echeverría, Faustino Oncina, Antonio Pérez, Roberto Rodríguez Aramayo,
Carlos Thiebaut, Antonio Valdecantos y José Luis Villacañas; ellas me ayuda
ron a enriquecer esta última redacción.
1 Metafísica de las costumbres, Ia parte: Teoría del derecho, sección 3a,
conclusión (Ak. VI, 354).
126 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Estados (Staatenverein) o Estado de los pueblos (Volkerstaat):


«Los Estados con relaciones recíprocas entre sí no tienen otro
medio, según la razón, para salir de la situación sin leyes, que
conduce a la guerra, que el de consentir las leyes públicas coac
tivas, de la misma manera que los individuos entregan su libertad
salvaje (sin leyes), y formar un Estado de pueblos (civitas gen
tium) que (siempre, por supuesto, en aumento) abarcaría final
mente a todos los pueblos de la tierra»2.
No es difícil ver la sombra de Rousseau detrás del intento
kantiano por convertir la vertiente negativa del derecho de gen
tes (=derecho para la guerra «justa») en un derecho cosmopolita
(para la paz), haciendo de la unión entre pueblos una trasposi
ción del «contrato social» entre individuos en el estado civil3. La
idea rousseauniana de Confederación alienta el proyecto kan
tiano de paz, a pesar de que su inspirador no llegara a escribir la
obra que completaba el Contrato social dedicada al derecho de
gentes4; no obstante, puede que Kant llegase a leer un tratado de
Rousseau que no ha llegado a nuestras manos y que llevaba por
título Des confederations.
La influencia ético-política de Rousseau5 en la filosofía prác
tica de Kant es incuestionable y ha sido suficientemente estu
diada entre nosotros6; tampoco faltan voces que subrayen la rele-

2 La paz perpetua, trad, de Abellán, Tecnos, Madrid, 1985, pp. 25-26.


3 Cfr. J. J. Rousseau, Extrait du Projet de paix perpétuelle de M. I 'abbé de
Saint-Pierre (1761), en Oeuvres completes, Seuil, París, 1967 (en adelante OC),
vol. II, p. 335: «Si existe algún medio de evitar tan peligrosas contradicciones
no puede ser otro que una forma de gobierno confederal, que, uniendo a los pue
blos con lazos semejantes a los que existen entre los individuos, someta a unos
y a otros a la autoridad de las leyes» (cfr. J. J. Rousseau, Escritos sobre la paz y
la guerra —ed. de Antonio Truyol y trad, de Margarita Moran—, Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1982, pp. 2-3).
4 Como es sabido, el Contrato social —del que Rousseau dejó una primera
versión manuscrita— venía a constituir, en su plan inicial, la primera parte de un
tratado general más ambicioso, Institutions politiques, que hubiese tenido por
objeto en su segunda parte el derecho de gentes, a la manera de las grandes
sumas filosófico-jurídicas De iure naturae et gentium de los siglos xvn y xvm.
Cfr. al respecto A. Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del
Estado II. Del Renacimiento a Kant, Revista de Occidente, Madrid, 1975,
p. 260.
5 Es bien conocido que Kant llega a denominar a Rousseau «Newton de la
moral». Cfr. AK, 20, p. 58.
6 Cfr. por ej. J. Rubio Carracedo, «Rousseau en Kant», en Kant después de
Kant. En el bicentenario de la Crítica de la razón práctica, ed. de Javier Muguerza
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 127

vancia del ginebrino en el tratamiento concreto kantiano del pro


blema de la paz7. Sin embargo, apenas se ha prestado atención a
la posible influencia de algunos conceptos leibnizianos en la filo
sofía kantiana de la historia, de la que el opúsculo que nos ocupa
podría representar en definitiva una buena muestra. En mi opi
nión, Leibniz no sólo transmite al proyecto cosmopolita de Kant
los tintes de universalismo de que carecían las propuestas de
Rousseau y del Abbé de Saint-Pierre, reducidas a Europa, sino
que, con sus principios de perfección, continuidad y armonía,
proporciona mediatamente al pensador de Kónigsberg una base
sobre la que instaurar y garantizar la paz perpetua indefinida
mente.
En este trabajo persigo, pues, dos metas. Primera, presentar
el escrito kantiano sobre La paz perpetua como el resultado de un
proceso de secularización iniciado en el Renacimiento y que se
revela en Kant en todo su esplendor al emancipar el proyecto de
paz de la unidad religiosa de los distintos países. Segunda, mos
trar que las ideas kantianas sobre filosofía de la historia que sub-
yacen al mencionado escrito son deudoras de un planteamiento
metafísico que hubiera rechazado el autor de las Críticas y que
no hace sino introducir el concepto de «Providencia» por detrás
de la finalidad histórica, convirtiéndose en el espíritu inspirador
de los determinismos históricos y de todo tipo de totalitarismos,
ya sean de signo idealista o materialista.
Con otras palabras, la «letra» de La paz perpetua kantiana es
el resultado lógico de la herencia de los escritos llevados a cabo
al respecto por autores del siglo xvn (entre los que cabría desta
car la obra del Abbé de Saint-Pierre), enriquecidos por el enfo
que sociopolítico rousseauniano, aunque Kant sólo tenga de los
primeros un conocimiento superficial y mediatizado por el resu
men que hace Rousseau de El proyecto de paz perpetua de Saint-
Pierre. El «espíritu», en cambio, al colocar la garantía de la paz
en una intención (trascendente e impersonal) oculta de la natura
leza, encierra el peligro de una filosofía de la historia providen-

y Roberto Rodríguez Aramayo. Tecnos, Madrid, 1989, pp. 349-368. O del


mismo autor «El influjo de Rousseau en la filosofía práctica de Kant», en E.
Guisan (comp.), Esplendor y miseria de la ética kantiana, Anthropos,
Barcelona, 1987, pp. 29-74.
7 Cfr. A. Truyol y Serra, «La guerra y la paz en Rousseau y Kant», en
Revista de Estudios políticos 8 (Nueva Época), número monográfico sobre Jean-
Jacques Rousseau, 1979, pp. 47-62.
128 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

cialista que, paradójicamente, justificará la existencia perpetua de


la guerra y la escalada de los nacionalismos «anticosmopolitas»,
no sólo por colocar demasiado lejos la meta pacífica, sino por con
ducir a exonerar a los individuos de responsabilidad histórica.
Con esta finalidad, he dividido mi exposición en dos partes.
En la primera, tras una pequeña introducción que subraya los
antecedentes religiosos de la idea de paz perpetua, me referiré a
las influencias de los análisis —ya secularizados— de Saint-
Pierre y Rousseau en la obrita de Kant. En este marco, dedicaré
un apartado al comentario crítico que lleva a cabo Leibniz del
Proyecto de paz perpetua de Saint-Pierre, alentada por el anoni
mato en que éste ha vivido desde el siglo xvm hasta nuestros
días. Leibniz no marca ningún hito en las consideraciones kan
tianas acerca de la paz perpetua, sin embargo, mi tesis es que su
pensamiento ejerció una influencia sutil en su trasfondo filosó
fico, aunque Kant mismo no hubiera dado crédito de ello. Y con
esto entro en la segunda parte de mi trabajo, que he titulado «la
marejada de fondo de la filosofía de la historia», donde muestro
como con la introducción kantiana de la naturaleza como garan
tía de la paz perpetua (que se sirve de la insociable sociabilidad
para producir una armonía superior), aparece una Razón —así,
con mayúsculas— intencionada (Providencia) que se sitúa por
encima de las voluntades de los individuos, a modo de fuerza
impersonal (Destino), haciendo peligrar su autonomía. En mi
opinión, según este enfoque podríamos incluir a Kant en lo que
he denominado la «vía profética» de la filosofía de la historia8,
caracterizada por la introducción de elementos finalistas trascen
dentes e impersonales, bien representada por la «astucia de la
razón» hegeliana y que terminará conduciendo, en última instan
cia, a los determinismos históricos de todo signo, así como a las
teorías de la predictibilidad e inevitabilidad históricas. Pero esta
concepción no surge por generación espontánea, y su antecedente
más próximo hay que buscarlo en los principios leibnizianos de
perfección, continuidad y armonía, todos ellos sustentando la
base de una filosofía de la historia que no se ha podido desvincu
lar, a pesar de Kant, de su impronta metafísica y que tiene que
pagar, si es consecuente, el altísimo precio de la libertad y auto
nomía individuales, si quiere conservar el sentido de la historia.

8 Cfr. al respecto la introducción de mi libro Entre Casandra y Clio. Una


historia de la filosofía de la historia, Akal, Madrid, 1996.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 129

I. ANTECEDENTES EN LA «LETRA»
DE LA PAZ PERPETUA KANTIANA

1. EL CAMINO HASTA EL ABBÉ DE SAINT-PlERRE

A) La prehistoria de la paz perpetua


Durante siglos había tomado carácter de postulado universal
el principio de la unidad religiosa como cimiento de la unidad
política. Lo fue todavía en la Paz religiosa de Augsburgo de 1555
entre católicos y luteranos del Imperio, basada implícitamente en
el principio territorial cuius regio, eius religio; e incluso en la Paz
de Westfalia (1648), que puso fin a la guerra de los Treinta Años9.
En este contexto recibía el concepto de paz su impulso más fuerte
del mensaje de salvación cristiano, entendido como «paz y uni
dad para aquellos que tienen una misma confesión»; de forma
que en la mente de muchos monarcas la resurrección del Sacro
Imperio Romano ocultaba bajo el manto de la religión su
«maquiavélica» política de poder que pretendía expander un
absolutismo imperialista.
Paralelamente, el derecho de gentes (ius gentium), que se
consolida en el siglo xvn de la mano del derecho natural, otor
gaba a los estados el «derecho a la guerra» como posibilidad de
expansión de su soberaneidad, a la vez que el derecho se preocu
paba por una cierta humanización en la manera de hacer la gue
rra. Algunos filósofos y juristas exhortaban a la paz, pero la coe
xistencia de guerra y paz se convirtió en una constante histórica.
No hay que olvidar que, junto a las primeras preocupaciones
pacíficas del humanismo, como el ensayo de Erasmo titulado
Quaerela pacis (1517) o los dos tratados de Vives titulados res
pectivamente De concordia et discordia in humano genere y De
pacificatione (1529), empieza a desarrollarse una literatura para
lela que prima las estrategias militares en orden a conseguir vic
torias bélicas, como es el caso de la obrita de Maquiavelo titulada
Dell'arte della guerra (1520).
La alternancia de guerra y paz se aceptaban como naturales.
Y este hecho se refleja en las primeras elaboraciones del derecho
de gentes10, tal y como muestra la obra que inmortalizaría a

9 Cfr. A. Truyol y Serra, op. cit. en nota 4, p. 116.


10 Acaso no esté de más resaltar el papel puntero que desempeñaron algu-
130 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Grocio, De iure belli ac pads (1625)11, donde las páginas dedi


cadas a regular la denominada «guerra justa» son mucho más
numerosas que las dedicadas a la paz, considerada siempre desde
el aspecto contingente de «tratado»; el estado de guerra es inelu
dible, pero un trasfondo humanista cristiano aconseja que, «para
tener seguro y confiado en Dios el ánimo, se tienda siempre a la
paz en la administración de la guerra»12, y para avalar su opinión
cita Grocio a Salustio «los sabios hacen la guerra por la paz», con
quien estaría conforme la sentencia de San Agustín «no buscar la
paz para hacer la guerra, sino hacer la guerra para conquistar la
paz». Con todo, Grocio mismo había sabido convertirse en el
abanderado de la paz y la tolerancia, a base de una confianza
optimista en la razón natural, a pesar de que su obra fundamental
vio la luz en una Europa azotada por las luchas religiosas y poli-

nos filósofos españoles en el desarrollo de la filosofía del derecho, convirtién


dose en clásicos y ejerciendo una gran influencia en el pensamiento occidental,
conocidos en toda Europa como «escuela española del Derecho natural y de gen
tes». Ahora bien, a pesar de su importancia, aún no han iniciado una vía clara
mente secularizada; son por lo general eclesiásticos y universitarios, en la línea
de la tradición escolástica (lo que se ha denominado «la segunda escolástica»),
que cultivan simultáneamente, sin confundirlas, pero sin tampoco separarlas, la
filosofía y la teología. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que esta escolás
tica fue sensible, bajo la influencia de Francisco de Vitoria (1546f), al espíritu
humanístico; no hay que olvidar que Vitoria inició, o por lo menos consagró, la
secularización del derecho internacional, al sustituir la categoría de la cristian
dad por la del orbe (aunque no renunciara a considerar la cristiandad como la
forma ideal de convivir los pueblos); consecuencia de la idea del orbe y de un
derecho de gentes natural y positivo de alcance ecuménico, es el reconocimiento
de la personalidad jurídico-internacional de las comunidades políticas no-cris
tianas; en la práctica, la doctrina vitoriana de la comunidad jurídica internacio
nal equivalía a poner entre paréntesis la legitimidad de la ocupación de América
por los españoles, y en general la de toda colonización. Cfr. al respecto
«Renovación escolástica y humanismo. Vitoria», en la obra citada de A. Truyol
y Serra, I, cap. 4, pp. 50-61.
11 El título completo de la obra es De iure belli ac pacis libri tres, in quibus
ius naturae et gentium item iuris publici praecipua explicantur y constituye un
auténtico tratado del derecho natural y de gentes. Hugo Grocio (Grotius, 1583-
1645), comúnmente considerado como el fundador de la nueva escuela de dere
cho natural, recuerda todavía mucho a los escolásticos, de los que es deudor en
muchas cosas. Casi un siglo antes, Francisco de Vitoria había publicado su De
Indis posterior, más conocida como De iure belli (1539).
12 Grocio, op. cit., II, 25. Sobre el derecho de guerra y paz en Grocio, cfr.
el cap. 1 («Hugo Grotius, la juridicisation de la guerre et de la paix») del libro
de Simone Goyard-Fabre, La construcción de la paix ou le travail de Sisyphe,
Vrin, Paris, 1994, pp. 35-60.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 131

ticas, en una Europa devastada por la guerra de los Treinta años;


únicamente la razón era capaz, a su juicio, de reducir los con
trastes doctrinales a un común denominador.
Podemos afirmar, pues, que hasta los albores racionalistas de
la Ilustración, alentados por una creciente tolerancia, no comenzó
a ponerse en entredicho la necesidad de la guerra, fenómeno que
coincide con una creciente secularización de la filosofía que
separa los procesos racionales de la revelación, intentando res
ponder a las exigencias del ser humano en cuanto tal (no en
cuanto que cristiano iluminado por la fe); de esta manera, su vin
culación con el derecho natural en sus orígenes es evidente,
puesto que las elucubraciones racionales quedaban restringidas a
la vida terrenal (no a la sobrenatural) y en primer lugar a los actos
externos de los seres humanos (frente a la teología moral que se
dirigía en primer lugar a los actos internos). Este camino de secu
larización es el que inicia Leibniz, como aparece claro en la
introducción de sus Essais de Théodicée, donde se presenta la
emancipación de la razón respecto a la revelación, aunque sus
verdades puedan —y deban— coincidir13. En este mismo sentido,
se dice de Pufendorf que seculariza el derecho natural, al acen
tuar la separación entre la razón y el derecho, de un lado, y la
revelación y la teología moral, de otro.
Éste es, en resumen, el talante que está en la base de las dis
cusiones sobre el derecho de gentes, sobre la guerra y la paz, en
el seno del iusnaturalismo racionalista, que conoció su mayor
auge en la Alemania de los siglos xvn y xvm y cuyos represen
tantes más destacados serán^ Samuel Pufendorf14, Christian
Thomasius y Christian Wolff. Ésta es la atmósfera que respirará
Kant. Y precisamente en este contexto intelectual, en el que
impera la razón natural y la tolerancia, ve la luz en el año 1713 el
escrito del Abbé de Saint-Pierre, bajo el título Projet pour rendre
la paix perpétuelle en Europe.

13 Sobre la secularización leibniziana ha insistido Jaime de Salas en algu


nos de sus escritos; cfr. por ejemplo, Razón y legitimidad en Leibniz, Tecnos,
Madrid, 1994, pp. 111-156.
14 En 1672 publicó Pufendorf su obra maestra De iure naturae et gentium;
desconozco si existe trad, cast., pero puede encontrarse en trad, francesa de
Barbeyrac, Le droit de la nature et des gens, Presses universitaires de Caen,
1987. S. Goyard-Fabre le dedica un capítulo, «Samuel Pufendorf, le droit des
gens et la paix», en op. cit., pp. 61-79.
132 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

B) El proyecto de paz perpetua del Abbé de Saint-Pierre: entre


el rechazo y el desconocimiento

La obra de Charles Irenée Castel de Saint-Pierre (1658-


1743) —más conocido como Abbé de Saint-Pierre— consta de
tres volúmenes. Los dos primeros fueron publicados en Utrecht,
en 1713, por Antoine Schouten, bajo el título mencionado15. Un
tercer volumen fue publicado por el mismo editor en 1717 con
el título: Projet de Traite pour rendre la paix perpétuelle entre
les souveraines chrétiens. En 1729 publicó todavía una versión
abreviada del Proyecto, pero todas las versiones fueron acogi
das con recelo por la mayoría de sus coetáneos16 y desaparecie
ron poco a poco de la circulación hasta que en 1981 fueron ree
ditados por Simone Goyard-Fabre, en edición facsímil a partir
de los originales (un saldo total de 719 páginas). En el entre
acto, la voluminosa obra de Saint-Pierre fue conocida a través

15 Se trata de la misma «Mémoire pour rendre la paix perpétuelle á


l'Europe» que en 1712 aporta a las negociaciones de Utrecht (para sancionar el
resultado de la Guerra de Sucesión en España y que culminarán en 1713 con un
Tratado que establece el nuevo equilibrio entre las potencias europeas), donde
se presenta como acompañante del negociador francés Polignac. A estas nego
ciaciones hace referencia en el prefacio de la obra: «II est aisé de comprendre
que plus ce Projet renfermera de moyens de rendre la Paix inalterable en Europe.
ment á Utrech: car les Alliez de la Maison d'Autriche désirent la Paix autant que
nous, mais ils ne la veulent qu'á condition qu'on leur donnera des súretez suffi-
santes de sa durée.[...]» (p. 17).
16 Incluso aquellos que mostraron simpatía por el proyecto (Leibniz,
Fontenelle, Mably, Montesquieu o D'Alembert) no dejaron de encontrarle obje
ciones, mostrándose escépticos ante la realización de lo que parecía una utopía.
Voltaire dio muestras de su ironía, acuñando para el abad el mote de «Saint-
Pierre d'Utopie» o «bonzo Saint-Pierre» (Cfr. el Rescripto del Emperador de la
China con motivo del proyecto de paz perpetua (1761), en Opúsculos satíricos
y filosóficos, en Alfaguara, Madrid, 1978, p. 246). Pero la opinión más sarcás-
tica procede de los políticos; incluso el ilustrado Federico II de Prusia, autor del
Anti-Maquiavelo (cfr. Antimaquiavelo o Refutación del Príncipe de Maquiavelo
—ed. de Roberto R. Aramayo—, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1995) escribe en una carta a Voltaire: «El abate de Saint-Pierre me ha enviado
un hermoso escrito sobre el modo de restablecer la paz en Europa y de consoli
darla para siempre. La cosa es muy practicable... Para hacerla triunfar sólo falta
el consentimiento de los europeos y algunas otras bagatelas por el estilo»
(Citado por J. Rubio Carracedo en su introducción a la traducción del
«Resumen» de Rousseau del Proyecto de Saint-Pierre, en Philosophica
Malacitana, vol. VI-1993, p. 174).
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 133

del «Resumen» y el «Juicio» de ésta, publicados por Rousseau


en 1761 y 1782, respectivamente, y a los que me referiré más
tarde. Es casi seguro que tanto Kant como Fichte o Saint-Simon
tuvieron acceso a la extensa obra de Saint-Pierre sólo por esta
mediación de Rousseau, quien, si bien respetó las ideas esen
ciales del abad, no dejó de introducir su filosofía política en el
desarrollo.
No pretendo hacer aquí un análisis exhaustivo del Proyecto
de Saint-Pierre, pero no está de más presentar un pequeño resu
men de una obra que ha pasado por más de dos siglos de anoni
mato y que parece ser el detonante, aunque mediato, del ensayo
kantiano sobre la paz perpetua.
Los dos primeros volúmenes aparecen divididos en siete
Discursos, cuya finalidad principal es proponer los medios para
establecer la paz perpetua entre todos los estados cristianos,
como indica en su prefacio17. Como vemos, su propósito aún está
lejos de una intención cosmopolita, apelando todavía al principio
de unidad religiosa como fundamento de la unidad política. En
este sentido, dedica sus tres primeros discursos a mostrar de
manera silogística a los Soberanos cristianos las ventajas de sus
cribir una Dieta Europea. Para ello, constata (Primer Discurso-
Premisa mayor) que los medios usados hasta el momento para
obtener la paz son ineficaces; dos proposiciones se encargan de
mostrar que de la constitución actual de Europa no se pueden
deducir más que guerras y que la «política de equilibrio» practi
cada entre las casas de Francia y de Austria no puede engendrar
seguridad suficiente18. Obtiene su argumento (Segundo Discurso-

17 «Mon dessein est de proposer des moyens de rendre la Paix perpétuelle entre
tous les États Chretiens», cito por la reimpresión de la Ed. de S. Goyard-Fabre, Fayard
1986, p. 9. A partir de ahora, citaré por esta edición, mencionando el número de página.
18 Así enuncia estas proposiciones en el prefacio de su Proyecto (p. 11 de
la ed. mencionada): «Io. La constitution présente de 1'Europe ne scauroit jamais
produire que des Guerres presque continuelles; parce qu'elle ne scauroit jamais
procurer de süreté suffisante de l'execution des Traitez. 2o. L'Equilibre de puis
sance entre la Maison de France et la Maison d'Autriche ne scauroit procurer de
süreté suffisante ni contre les Guerres Etrangéres, ni contre les Guerres Civiles,
et ne scauroit par consequent procurer de süreté suffisante soit pour la conser
vation des États, soit pour la conservation du commerce»; entre las pp. 22 y 48
procura demostrar estas proposiciones, oponiendo el imperio de la ley frente a
la fuerza y reflexionando sobre los graves inconvenientes que representan los
poco sólidos tratados y ligas temporales realizados hasta la fecha; en su opinión,
una Sociedad permanente lo suficientemente potente sería garantía suficiente de
134 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Premisa menor) de un doble precedente histórico: el de la antigua


confederación alemana19 y, sobre todo, del vasto proyecto
europeo del rey Enrique IV20. Y termina demostrando (Tercer
Dz'scwrso-Conclusion) que, si la sociedad europea, a la que el
abad expone su proyecto, es favorable a la seguridad y a la paz,
cada uno de los soberanos cristianos de Europa ha de tener inte
rés en entrar en la Dieta Europea21.
En realidad, estos primeros discursos hacen las veces de pre
misa mayor de otro silogismo globalizador, mostrando los moti
vos para establecer la unidad europea, mientras que el Cuarto
Discurso actúa como premisa menor, expresando los medios para
conseguirlo; la conclusión sería el fin que se ha propuesto en la
obra22. En este discurso, en el que se centrará más tarde Rousseau

solidez, evitando las guerras entre ellos por un arbitraje perpetuo y disfrutando
de las ventajas de un comercio perpetuo entre las naciones de la unión.
19 «Les mémes motifs et les mémes moyens qui ont suffi pour former autre
fois une Societépermanente de toutes les Souveraneitez d' Allemagne, sont éga-
lemente en nótre pouvoir, et peuvent suffire pour former une Societé permanente
de toutes les Souveraneitez Chrétiennes» (p. 51). Sobre este punto —desarro
llado entre las páginas 51 y 80— volveremos más adelante a través de la crítica
de Leibniz.
20 Saint-Pierre se está refiriendo a la obra de Maximilien de Béthune, duque
de Sully, al servicio del rey mencionado, a quien atribuye su obra titulada
Mémoires des sages et royales oeconomies d'Estat de Henry le Grand (1638).
Según Sully, el rey Enrique IV habría sido el autor de un «gran proyecto» que
contemplaba la constitución de una república europea formada por quince
Estados. No hay duda de que en el espíritu de Sully este proyecto «federativo»
estaba destinado a conjurar la amenaza que los turcos hacían pesar sobre
Europa; con toda seguridad, veía en el proyecto también el medio coyuntural de
oponerse al imperialismo de los Habsburgo (Sully quiere mantener las estructu
ras económicas del momento y justifica sus tendencias conservadoras afirmando
que se trata de un estado querido por Dios; considera que la Providencia ha dado
a las diversas naciones aptitudes diferentes y admite una división internacional
del trabajo en la que Francia se enriquecería sobre todo por la venta de produc
tos agrícolas; la influencia de Jenofonte y las preocupaciones de orden moral
explican que Sully desee hacer de Francia más bien un estado agrario que indus
trial). Pero debajo de una vocación histórica puramente circunstancial, el texto
de Sully traza las líneas maestras de un cuerpo «europeo», primer paso de un
internacionalismo necesario para pensar la paz del mundo.
21 «Si la Societé Européenne que je propose peut procurer a tous les
Souverains Chretiens süreté suffisante de la perpetuité de la Paix au dedans et
au dehors de leurs États, il n'y a aucun d'eux pour qu'il n'y ait beaucoup plus
d'avantages a signer le traite pour l'étabfissement de cette Societé, qu'á ne le pas
signer»22 (p.
Cfr.95).
op. cit. p. 15. Previamente ha escrito: «Tout le Projet se réduit done
a un simple argument, que voici:
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 135

en su «Resumen», quiere demostrar cómo la sociedad europea


que propone procurará a todos los soberanos cristianos seguridad
suficiente de la perpetuidad de la paz dentro y fuera de sus
Estados23. Para ello, expone Saint-Pierre los doce artículos fun
damentales de una Carta de la Sociedad Europea24. Entre ellos
hay que destacar el principio de no injerencia de la Sociedad
Europea en los asuntos interiores de los Estados miembros, que
constituirá el quinto artículo preliminar para la paz perpetua kan
tiano y que recogieron como un principio esencial el pacto de la
Sociedad de Naciones y la carta de las Naciones Unidas. Así
como la prohibición de cesiones, compras o anexiones de unos
Estados por otros, que será formulado por Kant en su segundo
artículo preliminar de la siguiente manera: «Ningún Estado inde
pendiente (grande o pequeño, lo mismo da) podrá ser adquirido
por otro mediante herencia, permuta, compra o donación».
Como en planes anteriores, el instrumento de acción princi
pal es el senado o Dieta europea, dotada de poderes legislativos
y judiciales y compuesta por veinticuatro representantes de
los respectivos países miembros: Francia, España, Inglaterra,
Holanda, Saboya, Portugal, Baviera y sus asociados, Venecia,
Genova y sus asociados, Florencia y sus asociados, Suiza y aso-

— Si la Societé Européenne que Ton propose, peut procurer a tous les


Princes Chretiens süreté suffisante de la perpétuité de la Paix au dedans et
dehors de leurs États, il n'y a aucun d'eux pour qui il n'y ait beaucoup plus d'a-
vantages á signer le Traite pour l'établissement de cette Societé, qu'á ne le pas
signer.
— Or la Societé Européenne, que l'on propose, pourra procurer á tous les
Princes Chretiens süreté suffisante de la perpétuité de la Paix au dedans et au
dehors de leurs États.
— Done il n'y aura aucun d'eux pour qui il n'y ait beaucoup plus d'avan-
tages a signer le Traite pour l'établissement de cette Societé, qu'á ne le pas sig-
23 «La Societé Européenne telle que l'on va la proposer, procurera a tous
les Souverains Chretiens süreté suffisante de la perpétuité de la Paix au dedans
et au dehors de leurs États» (p. 159). A continuación discute la posibilidad de
hacer un Tratado con los pueblos mahometanos vecinos de Europa (tártaros, tur
cos, tunecinos, tripolinos, argelinos y marroquíes); se les diera voz o no en el
Congreso de la Unión, lo más importante parece ser preservar la posibilidad de
comercio con ellos.
24 Cfr. op. cit., pp. 161-198. A continuación enunciará los «Ocho artículos
importantes» (pp. 198-214), los cuales se diferencian de. los «fundamentales»
(que son inamovibles de no darse el consentimiento unánime de todos los miem
bros) en que pueden modificarse avalados por las tres cuartas partes del sufragio.
136 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ciados, Lorena y asociados, Suecia, Dinamarca, Polonia, el


papado, Moscovia, Austria, Curlandia y asociados (como Danzic,
Hamburgo, Lubek y Rostok), Prusia, Sajonia, Palatinado y sus
asociados, Hannover y sus asociados, y, por último, los arzobis
pos electores y asociados. Como sedes se proponían Estrasburgo,
Dijon, Colonia, Utrecht, Genova, Aquisgrán. Un ejército de
600.000 hombres (24.000 por cada miembro de la liga) asegura
ría la paz e intervendría donde los acuerdos no se respetasen; algo
que, salvando las distancias, podría evocar anticipatoriamente la
misión de los cascos azules en nuestros días.
Quedaban fuera del proyecto europeo de Saint-Pierre los tur
cos, con quienes se sugería firmar un tratado, al igual que con los
tártaros y pueblos del norte de África. El proyecto de Europa no
contempla, pues, razones ajenas a las religiosas; no está en su inten
ción hacer extensiva la Unión a pueblos mahometanos, pero no
quiere renunciar a la posibilidad de comerciar con ellos en paz25.
El Discurso quinto, muy breve, sugiere que, durante la guerra,
la conclusión del tratado europeo facilitará la venida de la paz; que,
durante las conferencias de paz, facilitará las conversaciones y su
éxito; y que, una vez establecida la paz, permitirá su duración26.
Los Discursos sexto y séptimo constituyen el segundo volu
men como un conjunto de «objeciones y respuestas» que reflejan
los impedimentos fruto de los intereses políticos de los distintos
países candidatos a la unión europea27, con una estructura muy
similar al tercer volumen que publica cinco años después y que
pretende recoger las nuevas objeciones recibidas y que se centran
en la conciliación de la independencia de los diferentes Estados
con su unión y arbitraje permanentes para conservar la paz28.
El proyecto de Saint-Pierre fue tachado de utópico por los
intelectuales de su época y plenamente rechazado por la política

25 Véase nota 23.


26 Cfr. op. cit, pp. 215-218.
27 Cfr. op. cit., pp. 219-427.
28 Este tercer volumen ocupa las páginas 428 a 703 de la edición mencio
nada y no añade grandes novedades sobre los anteriores. Su título completo reza
Projet de Traite pour rendre la Paix perpétuelle entre les Souveraines Chretiens,
pour maintenir toujours le Commerce libre entre les Nations; pour ajfermir
beaucoup davantage les Maisons Souveraines sur le Troné. Propose autrefois
par Henry le Grand Roy de France. Agréépar la Reine Elisabeth, par Jaques I
Roí d'Angleterre son Successeur, et par la plüpart des autres Potentats
d'Europe. Éclairci par M. L'Abbé de S. Pierre de l'Academie Franqoise, cy-
devant Premier Aumónier de Madame.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 137

francesa que veía en la propuesta de federación europea una dis


minución de su poder.
La utilización del «Cuerpo alemán» como modelo era, sin
duda, poco acertada —como le criticará Leibniz—, tanto por la
diferencia de sus orígenes históricos como por la divergencia de
su finalidad política, y fue, además, interpretada por sus compa
triotas como una especie de traición.
En definitiva, la razón última de que la propuesta de paz per
petua de Saint-Pierre fuera rechazada por los intelectuales y po
líticos franceses de su época residía en la crítica implícita
al absolutismo de Luis XIV que escondía, esto es, a la puesta en
entredicho de la política de guerras de conquista del monarca, la
cual convertía a Europa en un campo de batalla permanente con
el único beneficio de aumentar su megalomanía; precisamente
esta crítica despertaría, aunque por diferentes motivos, las sim
patías de Leibniz y de Kant hacia el abad.
La crítica de Saint-Pierre al absolutismo se hizo explícita en
su Polysynodie (1718), obra cuyo título significa etimológica
mente «Sistema de varios Consejos», y donde se acomete la con
sideración de la política nacional francesa desde la perspectiva de
un recorte considerable de la omnipotencia del monarca. Su
publicación supuso tal escándalo que se terminó expulsando a
Saint-Pierre de la Academia francesa; entonces buscó cobijo en
el Club de 1'Entresol (1725), donde conoció a Montesquieu, pero
este club fue cerrado también por Fleury en 1731 y Saint-Pierre
buscó su último refugio en «esos espacios fronterizos»29 que
constituían los salones literarios regentados por mujeres y que
comenzaban a proliferar en la Francia de la época.
Pero veamos algún aspecto más de su Proyecto al hilo de la
crítica a que fue sometido por parte de Leibniz.

2. la crítica le1bniziana al proyecto de paz perpetua


de Saint-Pierre: El canto de cisne
de la república cristiana

El abad de Saint-Pierre, buscando por todos los medios


difundir sus ideas, necesitaba encontrar apoyos entre los pensa-

29 Cfr. al respecto Oliva Blanco Corujo «La "Querelle feministe" en el siglo


xvn. La ambigüedad de un término: del elogio al vituperio», en Actas del
Seminario permanente Feminismo e Ilustración 1988-1992, coord. Celia
Amorós, Instituto de Investigaciones Feministas, Madrid, 1992, p. 77.
138 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

dores de más renombre. Por este motivo, había enviado el texto


de su Proyecto (1713), a través de su amigo Varignon, a un hom
bre que ejercía una especie de dictadura intelectual en Europa y
cuya aprobación le era en extremo valiosa: me refiero a G. W.
Leibniz. Se trataba, además, de uno de los hombres más suscep
tibles de interesarse en la idea, por su propia trayectoria intelec
tual, en la que no había escamoteado esfuerzos por conseguir la
unidad política y religiosa del Imperio, ni había ahorrado espe
culaciones políticas destinadas a facilitar la eliminación de todos
los elementos de discordia que azotaban a Europa. Precisamente
cuando el envío del abad llega a Hannover, Leibniz se encuentra
en Viena, donde se preparaba el tratado de Utrecht.
Leibniz responde al abad el 7 de febrero de 1715 a través de
Rémond de Montmort, a quien Leibniz comenta: «Se trata de un
proyecto cargado de buenas intenciones y que contiene razones
sólidas. Es bien cierto que si los hombres quisieran, podrían libe
rarse de tres grandes plagas, la guerra, la peste y el hambre»30. Su
carta a Saint-Pierre es cortés, pero a todas luces carente de entu
siasmo; el problema fundamental, llevar a los hombres (esto es,
a los monarcas) a querer la paz perpetua, no ha sido solucionado
por el abad; según palabras del propio Leibniz: «un soberano que
lo desea puede preservar sus Estados de la peste, un soberano
puede incluso salvar a sus Estados del hambre, pero para hacer
cesar la guerra haría falta que otro Enrique IV, junto con algunos
grandes príncipes de su tiempo, se interesara por vuestro pro
yecto; lo malo es que es difícil hacerlo entender a los grandes
príncipes»31.
A su breve carta añade Leibniz no menos breves observacio
nes que pretenden comentar los dos volúmenes enviados por
Saint-Pierre en forma de siete discursos, y a que acabamos de
referirnos.
No comparto con algunos autores que Leibniz no se toma en
serio el proyecto de Saint-Pierre32. Leibniz lee con atención el
largo y farragoso escrito del abad, en la convicción de que un
proyecto tal sería factible y de gran utilidad para la humanidad,

30 GP III, 637. Carta a Rémond fechada el 11 de febrero de 1715. El subra


yado 31
es Carta
mío. de Leibniz al Abbé de Saint-Pierre, fechada en Hannover el 7 de
febrero de 1715. Cfr. Foucher de Careil, 1862, IV, pp. 325-26.
32 Cfr. E. Goumy, Etude sur la vie et les écrits de l'Abbé de Saint-Pierre,
Genéve, 1971, p. 35.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 139

en el caso de que —y aquí entra en juego su realismo político—


los más poderosos se interesaran por llevarlo a cabo. Así pues, no
es que el proyecto no sea factible y deseable a los ojos de
Leibniz, ni mucho menos hará burla de su autor; únicamente
subraya que no puede llevarse a cabo un proyecto tal desde la
ingenuidad, es decir, desde la ignorancia de las pasiones huma
nas y la presencia de éstas en la ambición de los monarcas, quie
nes sin duda habrían de acoger con recelo un plan conducente al
carácter definitivo de las fronteras que sancionaba; ningún terri
torio podía cambiar sus límites al quedar vetada la posibilidad de
cesiones, compras, conquistas, anexiones, sucesiones, etc.
Según Leibniz, un proyecto que pretende establecer la paz
perpetua no puede ignorar que el conflicto es connatural a los
seres vivos, que se enfrentan por la incompatibilidad de sus inte
reses. Por eso, había aludido irónicamente a la obra de Saint-
Pierre en una carta a Grimarest, un par de años antes de que el
abad le enviara su escrito, en los siguientes términos: «He visto
alguna referencia del proyecto del señor de Saint-Pierre para ase
gurar la paz perpetua en Europa. Me recuerda una leyenda en un
cementerio con las palabras pax perpetua; ahora bien, los muer
tos ya no luchan, pero los vivos tienen un talante diferente; y los
más poderosos no respetan tribunal alguno»33.
Leibniz recuerda, sin duda, el ejemplo que mencionaba en un
pasaje del Codex Iuris Gentium (1693): «... un bromista holan
dés, después de haber colocado en la fachada de su casa, de
acuerdo con la costumbre local, un cartel en el que se leía "paz
perpetua", dibujó debajo de esta frase un cementerio», y que será
recogido por Kant al comienzo de su ensayo sobre la paz.
En esta consideración de que la lucha tiene sus raíces en la
naturaleza humana, estaría Leibniz en consonancia con Hobbes y
Kant. La paz no es lo connatural entre los hombres, sino una con
quista de su voluntad consciente; como dirá Kant, «el estado de
paz debe ser instaurado».
En otro orden de cosas, hará Leibniz algunas acotaciones al
entusiasmo del abad por considerar a la «unión alemana» como
modelo para la federación europea que propone34, recordándole

33 Carta a Grimarest del 4 de junio de 1712, en Kortholt, Recueil de diver


ses pieces, \13A, p. 43.
34 Escribe el Abbé de Saint-Pierre: «Examinando el gobierno de los sobe
ranos de Alemania, no me pareció que pueda haber en nuestros días más difi-
140 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

que el origen histórico del Imperio no tiene en la base ningún tra


tado de unión, así como algunas diferencias jurídicas respecto a
su proyecto de soberanía europea. Como he señalado en otros
sitios35, la liga federal alemana tiene —desde el punto de vista
leibniziano— la doble función de cimentar la unidad estatal de
Alemania (creando un estado fuerte) a la vez que combatir un
gobierno absolutista. Pero, en cualquier caso, se trata de un fede
ralismo nacional que no le parece trasladable a una confederación
europea, constituyendo una especie de «super-Estado» que
diluya las diferencias nacionales. Sólo una confederación cientí
fica universal, que trascienda los intereses político-económico
nacionales, sería a los ojos de Leibniz el único vehículo posible
para una paz y entendimiento entre las naciones36.
Por otra parte, recomienda Leibniz a Saint-Pierre incluir un
poco más de erudición y conocimientos históricos en sucesivas
ediciones de su obra. Así le recuerda la existencia de un libro que
leyó en su juventud titulado Nouveau Cynéas, donde el autor37

cuitad en formar el cuerpo europeo que la que hubo otrora para formar el cuerpo
germánico, para ejecutar en una mayor dimensión lo que antes se ejecutó en una
dimensión más reducida; por el contrario, me pareció que habría menos obstácu
los y más facilidades para formar el cuerpo europeo [...] Los mismos motivos y
los mismos medios que bastaron otrora para formar una sociedad permanente de
todas las soberanías de Alemania [...] pueden bastar para formar una sociedad
permanente de todas las soberanías cristianas de Europa» (Projet pour rendre la
paix perpétuelle en Europa a Utrech, Tours, 1986, pp. 12-13, cit. por E. Garzón
Valdés, «La paz republicana», en Kant: de la Crítica a la filosofía de la religión,
Anthropos, Barcelona, 1994, p. 162).
35 Cfr. «Leibniz' Einstellung zum Projekt des ewigen Friedens ais politi-
sche Voraussetzung für eine europáische Einheit», en Leibniz und Europa. Akten
des VI. Internationalen Leibniz-Kongresses, Hannover 1994, II Teil, pp. 248-
253. Cfr. asimismo «Las raíces del multiculturalismo en la crítica leibniziana al
proyecto de paz perpetua», en Saber y conciencia. Homenaje a Otto Saame, ed.
Comares, Granada, 1995, pp. 369-394.
36 Cfr. al respecto mi artículo «El papel pacificador de la ciencia en
Leibniz», Theoria, en prensa.
37 Se refiere a Emeric Crucé, y el título completo de su obra fue Le nouveau
Cynée ou Discours des ocasions et moyens d'établir une paix genérale et la
liberté du commerce par tout le monde (1623). Tomando como protagonista a
Cynéas, confidente del rey Pyrrhus, Crucé expone un programa de paz univer
sal. Dicho programa está unido, de manera muy original para la época, a las con
diciones económicas del país. Por ello, se sitúa mucho más cerca de
Montchrestien, inventor de la economía política (su Traite d'économiepolitique
había aparecido en 1615), que del humanismo erasmiano. Pero Montchrestien
era belicista; las guerras eran, según él, uno de los medios de consolidar la uni-
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 141

aconsejaba a los soberanos —entre los que incluía a Estados no


cristianos— gobernar sus estados en paz, y hacer juzgar sus dife
rencias por un tribunal establecido. Tampoco ha de olvidarse
mencionar la obra del landgrave Ernst de Hesse-Rheinfels, El
católico discreto, donde además de dedicarse a las controversias
teológicas, presentaría un proyecto semejante al del abad de
Saint-Pierre. No obstante, le parece que la autoridad de Enrique
IV38 vale más que todas las otras, «y aunoue se puede sospechar
que tiene sus miras puestas en derrocar a la casa de Austria más
que en establecer una sociedad de soberanos, se ve que siempre
ha creído procedente este proyecto; y parece claro que si los
soberanos poderosos lo propusieran, los otros lo recibirían de
buen grado; pero no sé si los menos poderosos se atreverían a
proponerlo a los grandes príncipes»39. Acostumbrado a la necesi
dad del mecenazgo de los poderosos para llevar a cabo sus
empresas, a Leibniz le parece imprescindible hacer depender
también de la buena voluntad de un potente soberano la viabili
dad del proyecto de paz.
Hasta aquí hemos analizado, a grandes rasgos, la crítica leib-
niziana a la posibilidad de realización del proyecto de paz perpe
tua de Saint-Pierre. Pero aún señalará otro punto débil, en el
hipotético caso de qué se hubiera llevado a cabo una federación
europea con fines pacíficos, pues haría falta que las estipulacio
nes descansaran sobre sólidas garantías, para lo que la mera pro
puesta de arbitraje por parte de los países de la supuesta confede
ración que hacía el abad, le parece insuficiente40. Buen conocedor

dad de una nación. Crucé es abiertamente pacifista; el deísmo que se dibuja en


su tratado, así como sus ideas sobre la tolerancia, hacen de él un precursor del
abad de Saint-Pierre, aunque éste lo ignorase. Muestra que el «valor» de un
Estado o de un príncipe no podría «ser envilecido por una paz general», sino
que, más bien al contrario, la paz «mantiene a los príncipes en grandeza, respeto
y en seguridad». Al final del prefacio declara: «II ne faut point dire que les pro
positions qui se font de la paix sont chimériques et mal fondees. Chacun jugera
de ce livre selon son plaisir. J'espére qu'il trouvera place dans le cabinet des
grandes,
38 Aletrey
que les hommes
Enrique IV se lejudicieux en proyecto
atribuía un feront état,
de malgré
paz quel'ennui».
había sido escrito
en realidad por su ministro M. de Béthune, duque de Sully. Véase nota 20.
39 Observaciones, Foucher de Careil, ibid, pp. 329-330.
40 Simone Goyard-Fabre, quien en La constrution de la paix califica —con
tra mi parecer— a Saint-Pierre de «realista y pragmático» (p. 19), subraya la
confianza depositada por el abad en el derecho internacional, en la búsqueda de
una seguridad que la «política de equilibrio» entre potencias, con su prolifera
ción de tratados, era incapaz de conseguir (pp. 121-138), aunque termina pre-
142 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de la historia y de la psicología de los príncipes, piensa que habría


que buscar las garantías de la paz en su propia ambición («que no
es menos eficaz que el amor», —dirá), y en este sentido escribe al
abad en una carta posterior: «La ejecución de su proyecto sumi
nistraría una especie de garantía general, pero como por desgracia
las garantías precisan algunas veces ellas mismas de garantías,
creo que deberíais pensar de antemano en la manera de asegurar
la vuestra. Pues si dos o tres jóvenes monarcas de los más pode
rosos se cansaran de las leyes que les son prescritas, y las quisie
ran romper, ¿cómo impedírselo de otra manera que por una gue
rra cuyo éxito sería dudoso? No sería vano para este propósito que
el mayor Banco de Europa estuviera en manos del Consejo
General y que todos los príncipes tuvieran (cada uno proporcio-
nalmente) millones depositados en dicho Banco, los cuales esta
rían allí tan seguros como en sus cofres y les proporcionarían
incluso intereses. Así, su capital no permanecería improductivo y
serviría a su vez como una especie de caución burguesa»41.
La propuesta de Leibniz es revolucionaria, digna de un «polí
tico sagaz». Pero encontrándose viejo y enfermo, soñando con ter
minar su obra filosófica y frenado continuamente en sus trabajos
por el compromiso adquirido de acabar la redacción de una histo
ria de la casa de Brunswick, se ve obligado a dejarla en estado
enbrionario. El «político» encuentra ingenua la obra del abad, que
llega a comparar con una novela utópica que nos transporta al
siglo de oro, en su afán por resucitar el Sacro Imperio Romano, y

guntándose si un tratado diplomático fundador de la unidad europea no sería asi


mismo frágil (p. 138). Más aún, se pregunta la autora, «¿ofrece la concepción
"federalista" propuesta por el abad de Saint-Pierre un cuadro jurídico pertinente
a la paz internacional?», respondiendo que «desde el punto de vista del derecho
internacional, una federación de Estados es un instrumento insuficiente para
obtener la paz» (pp. 138-144). Esta misma cuestión es la que yo me planteaba en
las publicaciones más arriba mencionadas, viendo en la crítica de Leibniz al pro
yecto federalista de Saint-Pierre una vía diferente a la que ha conducido, sin ir
más lejos, a nuestra comunidad europea; ¿es el federalismo condición de la paz,
o viceversa?
41 Leibniz al Abbé de Saint-Pierre, 4. April 1715, en Voprosy filosofa 18
(1964), pp. 121-124. En la carta citada en la nota X a Grimarest había presen
tado la cuestión mucho más drásticamente: «Sería preciso que todos esos seño
res depositasen una caución burguesa en el banco del tribunal: un rey de Francia,
por ejemplo, cien millones de escudos, y un rey de gran Bretaña, una cantidad
proporcional, a fin de que las sentencias del tribunal pudieran ser ejecutadas
sobre su dinero, en caso de que se mostrasen refractarios».
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 143

en ese caso, como escribe a Grimarest, «¿por qué no hacer al Papa


el presidente de la federación europea?»42. Sin embargo, el «teó
logo de reconocida virtud» —por jugar con las denominaciones de
uno de sus conocidos diálogos— no cejó nunca en su pretensión
de civilizar y reunir a todos los pueblos del mundo, alentado por
el objetivo de establecer la paz universal (no olvidemos que
muchos de sus escritos están firmados bajo el pseudónimo de
Guilelmus Pacidius), si bien este ideal no excluía la guerra del
panorama político como una instrumentalidad ocasional.
Desde el realismo político del Leibniz maduro, no puede
soñarse con la instauración de una paz perpetua, fundamentada
en una confederación europea que da la espalda a la situación his
tórica concreta. Atrás quedan los sueños juveniles de Leibniz y
su pretensión de instaurar una República cristiana universal, que
acabara con la fragmentación de la humanidad en una serie de
fases: primero sería el fortalecimiento y la unificación de
Alemania, luego del Sacro Imperio Romano, después de toda
Europa y, por fin, a través del puente de Rusia, hacia China y el
mundo entero.
Para Leibniz, si alguna posibilidad hay de instaurar una paz
duradera, tiene que ser trascendiendo el nivel político y situán
dose en un campo donde se carezca de intereses o, mejor dicho,
donde éstos sean universalizables. Con otras palabras, lo que
Leibniz propondrá será la expansión de las artes y las ciencias
como vehículo pacificador, sirviéndose de otro tipo de confede
raciones para cimentar la unificación europea y cosmopolita: las
Sociedades científicas (o Academias), a cuya fundación dedicará
muchos de sus esfuerzos. Se trata de la constitución de una
Sociedad de sabios, de hombres bienintencionados que, guiados
por la razón, tiendan a conseguir el provecho de todo el género
humano por encima de las cortas miras nacionales. De esta
forma, sus actividades políticas quedaban subordinadas a sus
convicciones filosóficas y científicas; aquéllas no eran tanto
contradictorias con éstas, como huérfanas de una especie de
superación dialéctica. Así, las manipulaciones políticas de su

42 Cfr. carta cit. a Grimarest, loe. cit., p. 44. Todavía más irónicamente
escribiría a Conrad Widou, senador de la república de Hamburgo, el 30 de octu
bre de 1716, poco antes de morir: «Si el abad de Saint-Pierre pudiera volverlos
a todos Romanos y hacerles creer en la infalibilidad del Papa, no habría necesi
dad en absoluto de otro imperio que aquel del Vicario de Jesucristo».
144 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Kabinettspolitik contemplaban alianzas transitorias, pero en su


intención albergaban siempre una finalidad universalista, que no
se cifraba en un cosmopolitismo sin rostro, en cuanto que preveía
que las culturas individuales conservasen su carácter nacional
como mónadas indestructibles, a la vez que se incorporaban en
un orden más complejo que acabaría con las discordias de los
hombres. Esta concepción es la que nos permite ver a Leibniz a
la vez como el primer patriota que se opone al expansionismo
francés43, como europeísta y como pensador cosmopolita.
Con otras palabras, para Leibniz, la paz no puede resultar
inmediatamente del establecimiento de confederaciones políticas
(o económicas) entre diversos Estados, sino más bien mediata
mente a través de la fundación de Sociedades científicas, cuyos
miembros, al servicio de intereses universales, influyan sobre los
soberanos haciendo que el gobierno de la recta razón se ante
ponga a las ambiciones del poder. De ahí que «la mejor forma de
servir a Dios sea la de la actividad política»44, convicción que
sustenta su famoso lema: «Theoria cumpraxi».
La propuesta de Leibniz descansa en su confianza en la per
fectibilidad y el progreso moral de la humanidad, en un proceso
de «moralización» que anticipa la postura ilustrada kantiana.
Desde la perspectiva leibniziana ilustrada, se trata de «mejorar la
voluntad de los hombres», «iluminando su entendimiento» y esta
tarea constituiría el deber moral de los intelectuales, que han de
ganar adeptos para una cultura que contrarreste la barbarie, ter
minando por conseguir que las disputas no sangrientas sustituyan
a las guerras: «El género humano llegará a ser culto en todas las
partes del mundo, sólo cuando nuestra sociedad domine más de
la mitad de la humanidad; entonces ejercerá dicha sociedad de
arbitro en las guerras y garantizará la seguridad universal sin el
empleo de la fuerza injusta. ¡Radiante y favorable día para la
humanidad cuando esto acontezca!»45.

43 Cfr. por ejemplo, Caesarini Fürsternerii (De Iure Suprematus


ac Legationis Principium Germaniae), 1677, A IV, 2, 3-270, o Mars
Christianisimus, 1683, A IV, 2, 446-502.
44 Cfr. Grundrifi eines Bedenckens vori Aufrichtung einer Sozietat in
Teutschland zu auffnehmen der Kiinste und Wissenschaften (1671), AIV, 1, 535:
«Die vollkommenste Art, Gott zu dienen, ist die der politisch tátigen, der Lenker
der offentlichen Angelegenheiten.»
45 Cfr. Societas philadelphica (1669), A IV, 1, 556.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 145

3. LA CONFEDERACIÓN DE ESTADOS REPUBLICANOS: RECEPCIÓN


ROUSSEAUNIANA DEL ABBÉ DE SAINT-PlERRE

Para que la paz deje de ser considerada una conquista espiri


tual que atañe a las almas, y que no por ello es incompatible con
la guerra, hay que dar el salto cualitativo de la república cristiana
al Estado democrático, y de esto se encargará Rousseau, aunque
él mismo siga afirmando que el proyecto de una República cris
tiana no es quimérico46. El concepto de Estado republicano (que
ya anticipara Locke) será el otro elemento —junto a la idea de
confederación antes mencionada— que Kant tome de Rousseau
para incorporarlo a su teoría sobre la paz en su primer artículo
definitivo. Los principios de libertad, igualdad e independencia
ya habían sido formulados en su ensayo Teoría y práctica (1793)
como principios a priori que fundan el estado civil considerado
en su faceta meramente jurídica47, y serán formulados de nuevo
en la Teoría del Derecho de 1797. Estos derechos individuales,
junto con la existencia de un sistema representativo y el principio
político de la separación del poder ejecutivo (gobierno) del legis
lativo, harán para Kant de la constitución republicana —frente a
la despótica— la única capaz de sustentar un proyecto de paz.
Rousseau es para Kant el creador de la autonomía política, en
cuanto que hace a los individuos darse las leyes a las cuales se
han de someter, pero desde el punto de vista del tema que nos
ocupa, es también el receptor del escrito del Abbé de Saint-Pierre
sobre la paz perpetua, sobre la idea de formar una sociedad de
naciones, que le será transmitida a Kant como algo más que una
utopía.
El filósofo e historiador francés Gabriel Bonnot, abate de
Mably48, había encargado a Rousseau, por medio de Mme Dupin,

46 Cfr. J. J. Rousseau, Jugement sur le projet de paix perpétuelle de l 'abbé


de Saint Pierre (1782), en Oeuvres completes, vol. II, p. 350: «Para demostrar
que el proyecto de la república cristiana no es una quimera, me limitaría a dar el
nombre de su primer autor, pues seguramente Enrique IV no era un loco ni Sully
un visionario» (cfr. J. J. Rousseau, Escritos sobre la paz y la guerra —ed.
de Antonio Truyol y trad, de Margarita Moran—, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid, 1982, p. 43).
47 Cfr. I. Kant, Teoría y práctica, versión castellana de Roberto R. Aramayo
y Francisco Pérez López, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 27-36.
48 Natural de Grenoble (1709), hermano mayor de Condillac, fue secretario
del ministro cardenal de Tencin entre 1741 y 1748, lo que le proporcionó expe
riencia jurídica y política, retirándose después a una vida de estudio hasta su
146 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

mantenedora de uno de los salones científicos y literarios pari


sienses y entusiasta del proyecto de Saint-Pierre, para compen
diar los confusos y farragosos volúmenes del abad. Así vio la luz
en 1761 (un año antes de la publicación de El contrato social) el
Extracto del proyecto de paz perpetua del señor abad de Saint-
Pierre, donde el talante europeísta de Rousseau se pone de mani
fiesto.
Rousseau destaca la singularidad europea proveniente de su
pasado romano y cristiano, moldeado por un acontecer histórico
que ha homogeneizado intereses, usos, costumbres, credos, etc.
Junto con el abad, rechaza la solución de un poder arbitral único
para conciliar las divergencias conflictivas; una Liga, al modo
del Imperio, los Estados Generales de Holanda o los cantones
helvéticos (no puede olvidarse que Rousseau había nacido en
Ginebra) le parece la mejor solución; ahora bien, de la lista de
integrantes europeos propuesta por el abad a esta Liga o Dieta,
Rousseau elimina a Genova, Lorena, Curlandia, Sajonia y los
arzobispados, añadiendo en cambio los nuevos reinos de Ñapóles
y Cerdeña y Rusia, antes considerada como Moscovia. Lo mismo
que en el Resumen de Rousseau quedan reducidos a diecinueve
los veinticuatro candidatos a la unidad europea, los artículos fun
damentales pasarán de doce a cinco, hecho en el que quedan
reflejados tanto los cambios históricos realizados en el lapso de
tiempo transcurrido, como la propia interpretación del ginebrino,
crítica con la herencia de Grocio (a quien no siempre hace justi
cia) y de Hobbes49.
A pesar de la influencia ejercida por Grocio en Rousseau,
éste no dejará de criticar en el Emilio la puerilidad (cuando no la
mala fe) de aquél, y en El contrato social le reprochará «su cons
tante manera de razonar estableciendo siempre el derecho por el
hecho»50. A decir verdad, Grocio situaba en el terreno jurídico el
problema de la guerra y la paz; pero cuando Rousseau le repro
cha que la guerra no es una situación de hecho, sino un problema
de derecho, lo que pretende es arremeter contra la concepción
iusnaturalista que asimilaba derecho a «justo» y hacía que «el

muerte, acaecida en París (1785) en vísperas de la Revolución. De las catorce


obras que escribió, su Droit public de VEurope fonde sur les traites (1748) tiene
un cierto renombre en la historia del derecho internacional público, y es rele
vante desde el tema que nos ocupa.
49 Cfr. S. Goyard-Fabre, La construction de la paix, pp. 147-162.
50 Cfr. OC III, 317 y OC II, 519, respectivamente.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 147

dictado de la recta razón» se convirtiera en ley, de manera que el


concepto de guerra no aparecía como independiente de la norma
jurídica de lo «justo». Por eso, Rousseau alaba a Saint-Pierre en
su concepción de que el fenómeno de la guerra y, de manera
adyacente, el problema de la paz, deben ser pensados en términos
de derecho. Ahora bien, el Proyecto de paz de Saint-Pierre ado
lece, en opinión de Rousseau, de bases filosóficas lo suficiente
mente fuertes para elaborar sobre ellas las estructuras jurídicas
que pretende; sin olvidar que la cuestión de la paz requiere asi
mismo un tratamiento más pormenorizado del derecho de la gue
rra, algo que Saint-Pierre no hace a lo largo de su voluminosa
obra.
La obra del abad le parece sólida y reflexiva, y las ventajas
que resultarían de la ejecución de su proyecto para cada príncipe,
para cada pueblo y para toda Europa, le parecen inmensas51. Sin
embargo, Rousseau se muestra escéptico respecto a la posibilidad
de alcanzar el entendimiento entre las naciones52, ya que el hom
bre ha tenido como constante histórica actuar en contra de su
naturaleza racional. Por esta razón, considera que la posible cola
boración europea no vendrá de un voluntarismo racional, sino de
una reflexión sobre los beneficios que se derivarán de la concor
dia, esto es, la disponibilidad de recursos no empleados en la gue
rra o mayores facilidades para el comercio. Kant también aludirá
en su primer suplemento de La paz perpetua al «espíritu comer
cial», que no puede subsistir con la guerra, como al motor que
ayudará a suprimir la guerra entre los hombres que buscan su pro
pio provecho y se inclinan ante el «poder del dinero»53.
Pero la guerra que —frente a la opinión hobbesiana y del
propio Kant («insociable sociabilidad»)— nace para Rousseau
del estado social y no del de naturaleza54, no sólo es dañina por
los males que acarrea, sino por la desestabilización que conlleva

5' Cfr. OC II, p. 348 (cfr. ed. cast, cit., pp. 38 y ss.).
52 «Convengamos, pues, en que el estado relativo de las potencias de
Europa es propiamente un estado de guerra, y que todos los Tratados parciales
entre algunas de estas potencias son más treguas pasajeras que auténticas paces»
(Extrait..., OC II, p. 337; ed. cast, cit., p. 7).
53 Cfr. trad. Abellán, p.41.
54 El opúsculo Que l'Etat de guerre natt de l'état social enuncia con toda
claridad su crítica a la postura hobbesiana, concluyendo «No hay guerra entre
los hombres, sólo hay guerra entre los Estados» (OC II, p. 383; ed. cast, cit
p.53).
148 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

para los Estados en su política interior, tal y como lo expresa en


su Jugement sur le projet de paix perpétuelle del abad de Saint-
Pierre: «Puede observarse con claridad que los príncipes con
quistadores hacen al menos la guerra tanto a sus subditos como a
sus enemigos y que la condición de los vencedores no sale mejor
parada que la de los vencidos»55. Con este enfoque, establece
Rousseau un vínculo esencial entre la política interior y la exte
rior, más aún, una primacía de la política exterior sobre la inte
rior que en nuestros días ha alcanzado un relieve sin preceden
tes56. Sólo habrá una forma de conseguir un equilibrio entre la
política interior y la exterior, y es, desde su punto de vista de
intérprete libre del Abbé de Saint-Pierre, mediante la constitu
ción de gobiernos confederados: «Si algún medio hay de superar
estas peligrosas contradicciones, no puede ser más que por una
forma de gobierno confederativo, que, uniendo a los pueblos por
lazos semejantes a aquellos que unen a los individuos, someta
igualmente a unos y otros a la autoridad de las leyes»57. El
gobierno de repúblicas confederadas supone, pues, una especie
de «contrato social interestatal» que las permitiría salir del estado
de naturaleza (=guerra o guerra potencial).
Ahora bien, por otra parte, Rousseau considera que la fór
mula confederativa no tiene una base antropológica sólida.
Aunque reconoce la imposibilidad de que un Estado se refugie en
el aislamiento de su «voluntad general» (ni aun en el caso de una
isla), le parece sumamente precario el vínculo que existiría en
una posible confederación de Estados. La razón de fondo de esta
desconfianza hay que buscarla en su escepticismo acerca de la
posibilidad de elaborar un derecho común, rector de una plurali
dad de sociedades políticas donde, a su vez, cada una conserve su
soberanía. Con otras palabras, por una parte nos encontramos
con un derecho estatal que procede de la ley como expresión de
la «voluntad general» particular de un pueblo y, por otra parte,
con un derecho internacional que supone el buen entendimiento
de los Estados puesto que él no lo crea58. Lo que en definitiva
equivale a decir, como sostenía Leibniz en su crítica a Saint-
Pierre, que no son tanto las confederaciones entre Estados la con-

55 OC II, p. 349.
56 Cfr. A. Truyol y Serra, art. cit. en nota 7, p. 53.
57 OC II, p. 335; ed. cast, cit., pp. 2-3.
58 Cfr. S. Goyard-Fabre, op. cit., 170.
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 149

dición previa de la paz, sino más bien a la inversa, esto es, la


mejor forma de mantener una paz establecida, aunque lo que falta
es saber si los Estados estarán dispuestos a pagar el alto precio
para sus intereses que implica someter su poder soberano a la
autoridad confederada59. No olvidemos que, a pesar de que en la
actualidad se diferencia claramente entre las concepciones jurí
dicas de una federación y una confederación, el tema de la limi
tación de la soberanía de los Estados sigue siendo una de las
cuestiones más espinosas del derecho internacional.
Este pesimismo es lo que inhibe a Rousseau del internaciona
lismo, pugnando más bien por que los Estados se queden anclados
en su soberanía nacional y se esfuercen por sobrevivir en medio
de las rivalidades y los conflictos. A pesar de la simpatía que le
produce el proyecto de Saint-Pierre, parece que Rousseau se
resigna a la situación de estado de guerra que impera entre las
naciones. Lo mismo que Leibniz, Rousseau piensa que se trata de
un proyecto factible, pero desconfía de su instauración por parte
de los monarcas y se cuestiona si podremos asumir la contradic
ción de introducir un estado de paz por medio de la violencia que
implicaría una revolución: «... admiremos tan bello proyecto, pero
consolémonos de no ver cómo se lleva a cabo, pues no se puede
hacer más que por medios violentos y terribles para la humanidad.
Vemos que las ligas federativas sólo se establecen por medio de
revoluciones, y, según esto, ¿quién de nosotros osaría decir si la
liga europea es deseable o temible? Quizá haría más daño de una
vez que el que podría evitar durante siglos»60.

4. EL PLANTEAMIENTO KANTIANO

Kant mismo será consciente de este estado de guerra siempre


latente entre Estados61, sin embargo, su opúsculo muestra una
mayor confianza en las perspectivas que podría aportar un
«Congreso permanente de Estados».

59 Cfr. Extrait..., ed cast, cit., p. 18 y pp. 21-22.


60 Jugement..., OC II, p. 352 (ed. cast, cit., p. 48).
61 Cfr. La paz perpetua, al comienzo de la sección segunda (que contiene
los artículos definitivos para la paz perpetua): «El estado de paz entre hombres
que viven juntos no es un estado de naturaleza, que es más bien un estado de
guerra, es decir, un estado en el que, si bien las hostilidades no se han declarado,
sí existe una constante amenaza» (trad, de J. Abellán, p. 14).
150 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

El planteamiento kantiano en su ensayo sobre la paz es esen


cialmente ético: no existe la paz entre los pueblos, luego «el
estado de paz debe ser instaurado». Y para mostrar las vías de
consecución de este fin, se sirve en la mayor parte de su escrito
de la exposición de los medios políticos para ello, apoyándose en
tres pilares fundamentales: 1) la formación de gobiernos republi
canos, 2) la creación de una federación de estados libres, sin
diluir la identidad nacional, y 3) la constitución de un derecho
cosmopolita.
Es obvio que el mundo político contemporáneo (desde la
Sociedad de Naciones hasta el Parlamento de Estrasburgo) se ha
nutrido en gran medida —en su tratamiento del problema de la
paz y del derecho internacional— de esta obrita kantiana, canali-
zadora de la tradición anterior que hemos venido analizando
hasta el momento. No voy a estudiar aquí los escollos con que
topa la pretensión kantiana de cosmopolitismo desde el punto de
vista del interés político más práctico (algo a lo que he hecho
referencia en alguno de mis trabajos ya mencionados).
Simplemente señalar que podemos encontrar un pequeño botón
de muestra en el hecho de que la reciente Comunidad Europea
sólo haya sido capaz de prosperar por un interés económico
«defensivo» frente a otras potencias. En esta contribución qui
siera acabar, más bien, apuntando los peligros que entraña la
introducción de la perspectiva de la filosofía de la historia en un
discurso que venía siendo ético-político, como un intento por
parte de Kant de buscar la garantía para el desiderátum moral en
intenciones ocultas y razones impersonales.

LA MAREJADA DE FONDO DE LA FILOSOFÍA


DE LA HISTORIA

Cuando Kant comienza la sección segunda de su ensayo


sobre la paz constatando que el estado de paz no es un estado de
naturaleza (que es más bien un estado de guerra), anuncia que el
estado de paz debe ser instaurado. A continuación, y en forma de
los tres artículos definitivos, nos presenta las condiciones de
posibilidad para que dicha paz pueda ser instaurada, pero por nin
guna parte aparecen los sujetos que han de llevar a cabo dicha
instauración, ni la garantía de su mantenimiento. Hasta que no
llegamos al Anexo primero no se nos enciende la lucecita: ¡aja!,
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 151

la historia misma es la garante de una instauración paulatina de


la paz a través de una aproximación «asintótica» —por utilizar la
expresión consagrada entre nosotros por Roberto Rodríguez
Aramayo— a la meta perseguida, esto es, a lo largo de indefini
das páginas de guerra y sangre.
La naturaleza misma, a lo largo de su indefinido devenir his
tórico, se convierte en la garante de la paz perpetua al conducir a
la humanidad a un Estado cosmopolita, y lo hace (por una especie
de designio superior) sirviéndose no sólo de los pactos solidarios
(Federaciones pacíficas) sino también de las insolidarias rivalida
des (guerras). Más aún, la naturaleza se vale casi exclusivamente
de los antagonismos humanos —de la «insociable sociabilidad»—
para producir una armonía superior, que a modo de fuerza imper
sonal se sitúa por encima de las voluntades de los interesados. Se
trata de un proceso de tintes estoicos que se nos presenta a la vez
como destino y como providencia, según se subraye su causalidad
oculta o su sabia finalidad. El texto de Kant no tiene desperdicio:
«Quien suministra esta garantía es, nada menos, que la gran
artista naturaleza (natura daedala rerum), en cuyo curso mecá
nico brilla visiblemente una finalidad: que a través del antago
nismo de los hombres surja la armonía, incluso contra su volun
tad. Por esta razón se la llama indistintamente destino, como causa
necesaria de los efectos producidos según sus leyes, desconocidas
para nosotros, o providencia, por referencia a la finalidad del
curso del mundo, como la sabiduría profunda de una causa más
elevada que se guía por el fin último objetivo del género humano
y que predetermina el devenir del mundo»62.
Pareciera como si el Kant filósofo de la historia, que no puede
vislumbrar la viabilidad del proyecto de paz en el futuro, decidiera
cortar por lo sano y deshacerse del imperativo ético, que sin
embargo formulará dos años después en la Metafísica de las cos
tumbres: «no debe haber guerra», en cuanto que ésta se convierte
paradójicamente en el medio más seguro de conseguir la paz.
No quisiera minimizar aquí la importante distinción kantiana
entre juicios determinantes y juicios reflexionantes. Ya en ¿Qué
significa orientarse en materia de pensamiento? (1786) indicaba
Kant la naturaleza del vínculo que establece el filósofo entre el
estatuto de la paz como idea, es decir, como «necesidad de la
razón», y las tentativas por las que los hombres razonables asu-

62 Trad, de Abellán, p. 31.


152 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

men la pesada carga de trabajar por su consecución. Teoría y


práctica (1793) renueva este planteamiento, sacando partido
tanto de las enseñanzas de la Revolución Francesa como de la
profundización filosófica que había llevado a cabo en la Crítica
del juicio, por lo que respecta al problema de la paz, que parece
ir ganando posiciones en la filosofía práctica kantiana. Sin
embargo, cabe preguntarse si el Kant filósofo de la historia no se
aleja en exceso con el paso de los años de la isla del conoci
miento, para adentrarse en un mar ignoto donde surgen como
sombras amenazantes los conceptos ideológicos del pasado, que
tanto se había empeñado en controlar poniendo coto a la metafí
sica y a la teología.
La filosofía kantiana de la historia quiere satisfacer a la vez
dos de sus concepciones antagónicas: su pesimismo antropoló
gico y su creencia en el progreso. Rousseau no supo convencerle
de lo contrario y Kant sostuvo siempre que la naturaleza humana
es malvada (vanidad, apetito insaciable de poder y riquezas, riva
lidad)63. Por eso tiene que convertir el juego de las pasiones
humanas en el motor eficiente del progreso64. La «insociable
sociabilidad» de los hombres65 contiene a la vez, a nivel de la
especie, la potencia de sus antagonismos y su capacidad de
asociación: su rechazo a unirse corre parejo con su inclinación a
aproximarse y aliarse. No se trata para Kant de señalar more leib-
niziano la armonía por la que el mal y el bien se compensan, sino
más bien de descifrar el sentido de la marcha de las cosas huma
nas por medio de la antropología o, mejor dicho, colocándose en
el punto de vista de la razón y de su idea a priori del destino de
la humanidad. La cadena de los acontecimientos de la historia
realiza (bajo el desorden aparente de concordias y discordias) el
progreso que conduce a la especie humana hacia su finalidad
esencial. Obedeciendo al designio teleológico de la naturaleza
eleva la rudeza originaria de la especie a su más alta cultura66.
Será, pues, el destino oculto y providencial de la naturaleza quien
se encargue de rentabilizar los impulsos irracionales de la especie,

63 «A partir de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hom
bre no puede tallarse nada enteramente recto», afirmará en Ideas para una his
toria universal en clave cosmopolita, Ak. VIII, 23 (ed. cast, de Roberto R.
Aramayo y Concha Roldan, Tecnos, Madrid, 1987, p. 12).
64 Cfr. ibid., Ak VIII, 28 (ed. cast. pp. 19-20.
65 Cfr. ibid., Ak. VIII, 20 (ed. cast. pp. 9-10).
66 Cfr. ibid., Ak. VIII, 27 (ed. cast. p. 17).
LOS «PROLEGÓMENOS» SOBRE LA PAZ PERPETUA 1:

encadenándolos racionalmente. De esta manera, la naturaleza pro


vidente se ha convertido aquí en una Razón (con mayúscula) inten
cionada que se coloca por encima de los individuos haciendo peli
grar su autonomía. Así pues, no son los seres humanos mismos
quienes forjan el designio razonable de orientarse desde la guerra
hacia la paz, sino que todo sucede porque el designio teleológico de
la naturaleza interviene en el curso de la historia, determinándola.
Esta vía —que a mí me parece que habría que calificar de «vía
muerta» en cuanto que deja sin salida histórica a los individuos-
será la que entroncará con la «astucia de la razón» (List der
Vernunft) hegeliana, así como con los determinismos históricos de
todo signo, situándose en la base de las teorías de la predictibilidad
e inevitabilidad históricas. Pero su antecedente más próximo hay
que buscarlo en algunos conceptos metafísicos leibnizianos, ante
los que probablemente Kant se revolviera en su tumba, viendo que
se le colaba por la gatera lo que tanto trabajo le había costado des
montar: como un contable que introduce un asiento falso para cua
drar el ejercicio presupuestario, Kant deberá pagar un altísimo pre
cio por salvar el sentido de la historia, ya que no lo hará sino a
costa de sacrificar la libertad y autonomía individuales.
Los conceptos leibnizianos que se encuentran en la base de
la filosofía de la historia kantiana que se revela en el ensayo
sobre la paz perpetua no son otros que los principios de perfec
ción, continuidad y armonía. Utilizando lenguaje leibniziano,
podríamos hacer la siguiente transposición del planteamiento de
Kant: Puesto que el género humano se halla en continuo progreso
hacia lo mejor, no debe preocuparnos el mal en el mundo, esto es,
la guerra, pues la razón providente divina que se esconde en la
naturaleza de las cosas se encargará de instaurar la pacífica armo
nía universal, a pesar de las disonancias que nuestra ignorancia
siembre en el trayecto, puesto que cuando reculamos siempre es
para saltar mejor en un progreso infinito que, por definición,
nunca podrá alcanzar su término. La infinita indivisibilidad del
continuo se encarga de que el progreso nunca llegue a su tér
mino67 o, como escribe a Sofía Carlota, «la vida, el progreso y los
más mínimos cambios de las sustancias, están regulados para
aproximarse a un fin determinado, o, mejor dicho, para aproxi
marse a él cada vez más, como hacen las asíntotas»68.

67 Cfr. Sobre el origen radical de las cosas, GP VII, 308.


68 GP VI, 508.
154 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Para Kant, lo mismo que para Leibniz, la paz perpetua es una


meta inalcanzable (como llega a afirmar en la Metafísica de las
costumbres), aunque constituya una idea regulativa sin la que no
podría hablarse de perfectibilidad y progreso continuos, algo que
forma parte constitutiva de su talante ilustrado. La contradicción
surge —desde mi punto de vista— cuando se busca una armonía
superior que trascienda a los individuos y sus acciones, y en la
que hay que creer por una especie de acto de fe. En definitiva, no
importa lo que hagamos, pues con ello seguiremos el «plan de la
Naturaleza o de la Providencia» de manera inconsciente. Kant
afirma explícitamente que el que la naturaleza fuerce a los hom
bres a aproximarse a esta «Constitución civil perfecta» no es más
que una idea69. El problema surge al convertir esta idea de la
razón humana en algo impersonal y trascendente al hombre
mismo.
El filósofo de la historia que intenta descubrir en el absurdo
decurso de las cosas humanas una «intención oculta»70 que mues
tre cómo las criaturas, lejos de conducirse por un plan propio, lo
hacen conforme al plan de la Naturaleza, aparece reñida con la
tarea del filósofo ético que pugna por la emancipación y autono
mía de los individuos. Y es que el precio del sentido de la histo
ria siempre ha sido la libertad humana, el despotismo de
Casandra sobre una Clío cuyos sujetos no pueden disfrutar de
autonomía moral. Por eso, no renunciemos a lo que de positivo
nos brinda la herencia kantiana, pero seamos conscientes de sus
lagunas y hagamos que la filosofía de la historia no dé ningún
paso sin estar doblada de una ética en la que las razones humanas
marquen el rumbo, si no de lo que se debe hacer, al menos de lo
que no deberá repetirse jamás, con la modestia que proporciona
la ausencia de absolutos. Como muy bien decía Carlos Pereda, si
no hacia la paz perpetua, sí «hacia la paz, perpetuamente».

69 Cfr. Ideas..., Ak. VIII, 23 (ed. cast. p. 12).


70 Cfr. Ideas..., Ak. VIII, 27 (ed. cast. p. 18).
7. DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA
A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE:
LA RECEPCIÓN DE LA PAZ PERPETUA
ENTRE SUS COETÁNEOS*
Faustino Oncina Coves
Universidad de Valencia

A la memoria de mis profesores Rudolf'Matter


y Otto Saame.

En el prólogo a la segunda edición de la KrV Kant nos delata su


colombofilia metafórica: «La ligera paloma, que siente la resisten
cia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que
volaría mucho mejor aún en un espacio vacío» (A5 B8-9). A des
pecho de la ingenuidad del ave, el obstáculo constituye la ambrosía
del pensar genuino. Sólo el pensar que convoca e interpela a su con
trario, que abandona su pusilanimidad y se mantiene enhiesto, es
libre. Kant, en el opúsculo que aquí nos reúne, creó un espacio sur
cado de resistencias, de complicidades y enconos. Ese cambio con
tinuo de diapasón entre sus coetáneos, que él animó, va a ocuparnos
en esta contribución. Su horizonte consistirá en indagar los engen
dros de los distintos cruces posibles entre, de nuevo recurre a la metá
fora, la candidez de la paloma y la astucia de la serpiente (P, 370).
Si Saint-Pierre se convierte en el centro de la malla de discu
siones en torno a la paz en Francia, Kant catalizará el debate en
Alemania. Aproximadamente unos 75 autores participan en el

* Este trabajo forma parte del proyecto de investigación PS 90-0090 de la


DGICYT. Su redacción definitiva la recibió durante una estancia en el Instituto
Max-Planck de Historia del Derecho Europeo de Frankfurt gracias a la invita
ción de sus directores, M. Stolleis y D. Simon, y al empeño de H. Mohnhaupt.
Emplearemos las siguientes abreviaturas: KrV, KpV y KU para la primera,
segunda y tercera Críticas, respectivamente, y P para La paz perpetua. Remitiremos
siempre a la edición de la obra kantiana de la Academia berlinesa (AK), en cuyo
volumen VIII se encuentra este último tratado. Al referirnos a él bastará con indi
car la página.
156 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

mismo. Antes de la aparición del opúsculo kantiano los intelec


tuales germanos ya estaban enzarzados en esta polémica, susci
tada y jaleada por la Revolución Francesa. Con Kant no queda
relegado este acontecimiento, pero su reflexión gana una dimen
sión más radical al remover estratos profundos del criticismo.
No pretendemos rastrear exhaustivamente la acogida de este
escrito, pues semejante labor desembocaría en una demoscopia
rapsódica. Un criterio más rentable para clasificar y ordenar el
abigarrado espectro de sus interlocutores estriba en examinar las
aportaciones englobables dentro de lo que en alemán se denomina
Publizistik. Esta etiqueta la aplicamos a quienes, apuntando en
este caso a Kant y teniéndolo como referencia en sus reseñas, des
pliegan una arboladura de investigaciones propias que van más
allá del dominio acotado por nuestro autor. Pueden ser sus inqui
sidores o sus correligionarios, pero su actitud no se reduce a la
mera adhesión o al simple agravio, a la pleitesía o a la insidia.
Hacer un inventario de las reseñas sería una empresa redundante.
Se nos antoja más útil concentrarnos en voces emblemáticas de la
época, por liderar corrientes de opinión o ser la vanguardia de una
determinada posición, por ser opinólogos o ideólogos.
De una manera deliberadamente provisional podríamos cata
logar la literatura publicista más sobresaliente en tres grupos. En
el primero hay que ubicar a loseph Gorres e incluso a Friedrich
Schlegel. Antes de alinearse en el frente del romanticismo, pro
fesaron un republicanismo no exento de sarpullidos y dimisiones.
El empleo de esta signatura es muy laxo. A menudo se asimila, a
pesar de las reticencias del propio Kant, a la de jacobinismo y
democratismo1.
Un segundo grupo estaría integrado por aquellos autores con
temporizadores, incorporados al mundo académico y practican
tes de una doblez política que se remonta a su anfitrionazgo de la
Revolución Francesa. Constreñidos a expiar soflamas subversi
vas y suspiros de admiración por la gesta de los francos, navegan
entre dos orillas que sobre ellos ejercen, alternativamente, una
fuerza de atracción o de repulsión. Aquí se encuadra principal
mente Fichte, el Fichte de Jena. Este grupo camina a horcajadas
sobre un kantismo que ya no le resulta satisfactorio y del que va
soltando amarras.

1 Geschichtliche Grundbegriffe. Hrsg.v O. Brunner, W. Conze und R. Koselleck,


Stuttgart, 1972,1, p. 854 ss.
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 157

Por último, existe un grupo inequívocamente hostil hacia Kant.


Conviven en su seno junto a veleidades protorrománticas postu
ras involucionistas que incluso propugnan una nueva Edad Media.
Su figura destacada es Friedrich Gentz, el divulgador, en el Viejo
Continente e incluso en el Nuevo Mundo, del burkianismo, del
ideario del británico E. Burke2.
Hemos de observar que la mayoría de estas reseñas no anali
zan La paz perpetua de una manera hilvanada y siguiendo siste
máticamente los apartados fijados por Kant, sino que lo hacen en
función de sus propios intereses. Ocasionalmente, nos permitire
mos introducir algunas cuñas kantianas con el propósito de enmen
dar extravíos exegéticos desmesurados.

I. UN REPUBLICANISMO DE DUDOSA REPUTACIÓN


KANTIANA

1. Friedrich Schlegel: puente entre Grecia e Inglaterra

La contribución de Friedrich Schlegel, Ensayo sobre el con


cepto de republicanismo. A propósito del escrito de Kant «Para
la paz perpetua», apareció en 1796 en la revista Deutschland, edi
tada por J. F. Reichardt, una de las personalidades más detestadas
en Alemania por su inquebrantable apoyo a Francia3. La apuesta
de Schlegel por una revista tan comprometida con la causa de sus
vecinos constituye un síntoma de sus convicciones en ese tiempo.
Pero esas convicciones cuentan con proféticas grietas.

2 Kurt von Raumer, Ewiger Friede. Friedensrufe und Frieáensplane seit der
Renaissance, Karl Alber, Freiburg/München, 1953; H. Durchhardt, Gleichgewicht
der Krcifte, Convenance, europaisches Konzert: Friedenskongresse und
Friedensschlüsse vom Zeitalter Ludwigs XIV bis zum Wiener Kongrefi,
Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1976; Z. Batscha/R. Saage,
Friedensutopien. Kant, Fichte, Schlegel, Górres, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1976;
M. Buhr/S. Dietzsch, lmma.nu.el Kant, Zum ewigen Frieden. Ein philosophischer
Entwurf. Texte zur Rezeption 1796-1800, Reclam, Leipzig, 1984; Anita y Walter
Dietze (Hrsg.), Ewiger Friede? Dokumente einer deutschen Diskussion um 1800,
Gustav Kiepenheuer Verlag, Leipzig/Weimar, 1989; G. Cavallar, Pax Kantiana.
Systematisch-historische Untersuchung des Entwurfs «Zum ewigen Frieden»
(1795) von ¡mmanuel Kant, Bóhlau Verlag, Wien-Kóln-Weimar, 1992.
3 El ensayo fue rechazado previamente en tres ocasiones por el editor del
Philosophisches Journal, Niethammer, quien instó, una vez tras otra, a Schlegel
a introducir modificaciones (E. Behler, Einleitung a Kritische Friedrich-Schlegel-
Ausgabe —a partir de ahora FS—, Bd. VIII, Munchen, 1966, p. XXVII ss.).
158 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Schlegel reivindica la composibilidad entre republicanismo


y democratismo: «El republicanismo es necesariamente demo
crático» (FS,17), y, por lo tanto, debe basarse en la voluntad gene
ral, pero en la práctica, «en el terreno de la experiencia (im Gebiete
der Erfahrung) no puede realizarse, existiendo sólo en el mundo
de las ideas (Gedanken) puras» (FS, 16). ¿Cuál es entonces el
gozne entre teoría y experiencia, entre la voluntad universal y la
individual? Hay que recurrir a la ficción de que una voluntad empí
rica representa o actúa como subrogado de la voluntad a priori.
La única ficción política válida consiste en hacer de la voluntad
de la mayoría el esquema de la general, pues sería su mejor «apro
ximación» y alejaría el riesgo de su privatización. De ahí que con
sidere las definiciones kantianas de libertad e igualdad jurídicas
como un «mínimo» en su aproximación asintótica a la idea. Pero
«el máximo sería una igualdad absoluta de derechos y obligacio
nes de los ciudadanos, que, por consiguiente, pusiera fin a todo
dominio y dependencia» (FS, 12-13). Tal meta comporta la supe
ración de una ciudadanía diezmada, como es la kantiana, pues el
sexo y la propiedad no deben condicionar la participación en la
res publica, el ejercicio del derecho de voto (FS, 17). Esta es la
cima más alta que escala el radicalismo de Schlegel4. El descenso
se encuentra plagado de abdicaciones que auguran ya un vuelco
en su itinerario.
Aprueba la dictadura, delimitándola del despotismo, como un
«estado necesariamente transitorio» en base a razones pragmáti
cas, esto es, merced a su «utilidad» y extraordinario rendimiento,
según lo atestigua la historia de los griegos (FS, 14). En lugar de
los principios puros a priori del derecho ensalza los principios de
una «teoría de la historia política» (FS, 24). Tal declaración en
particular y el Ensayo en su globalidad contiene ráfagas de su pró
ximo conservadurismo, que nace de las mismas entrañas de su

4 El derecho de resistencia cuenta con su aquiescencia: «La insurrección no es


políticamente imposible o absolutamente injusta». Como motivos legítimos cita
el «fin [de] la organización del republicanismo» y la lucha contra «el despotismo
absoluto» (FS, 24-25). En el sentido de Kant formula un juicio positivo sobre la
monarquía: «El criterio de la monarquía (que la distingue del despotismo) es la
máxima promoción posible del republicanismo» (FS, 20). En los artículos defi
nitivos censura que quede abierta «la posibilidad, incluso en los Estados repu
blicanos, cuya tendencia pacifista ha demostrado Kant tan atinadamente, de una
guerra injusta e innecesaria». Exige un «republicanismo universal y perfecto»,
auspiciado por la «civilización de todas las naciones» y la «fraternidad de todos
los republicanos» (FS, 22).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 15 9

desgarbado republicanismo. Esto se constata en la débil réplica a


Kant. Podía haber mostrado que una democracia evita su dege
neración en la oclocracia, garantizando la independencia a sus
representantes, es decir, alienando la voluntad del pueblo y aban
donando la soberanía popular directa, separando legislativo y eje
cutivo. Pero cuanto más insistía Schlegel en los peligros de la
oclocracia, con tanta mayor vehemencia reclamaba la necesidad
de proporcionar un férreo blindaje a la autoridad. El esquema de
la voluntad general, la mayoría, acababa inmolándose al trocarse
en el dominio de la «masa», en el «despotismo de la mayoría sobre
la minoría», en el «sansculotismo» (FS, 19; cf. AK VI, 339). El
contrapunto a esta democracia menguante ha de ser un gobierno
creciente. El reconocimiento de las virtualidades de la dictadura,
del trueque de la representación por la cesión de la soberanía, lo
corrobora. El número (Zahl) de los votos no resulta tan definitivo
ni tan útil como su calidad (Gewicht), deben ser sopesados antes
que contados (FS, 17). El sufragio universal anteriormente vin
dicado comienza a desmoronarse. El temor al populacho se torna
un importante factor en la evolución de Schlegel.
Sus ídolos políticos son, paradójicamente, democracias cen
suarías: Grecia, Roma e Inglaterra. Su apología desganada del
republicanismo moderno contrasta con su evidente satisfacción
con el antiguo. La cultura política de las repúblicas modernas, de
manera análoga a la cultura literario-poética (como testimonia
Sobre el estudio de la poesía griega (1795-1797) de esos mismos
años, es decididamente inferior a la de los antiguos en un aspecto
fundamental: las repúblicas antiguas podían jactarse de una ver
dadera «comunidad de costumbres» (Gemeinschaft der Sitien)
(FS, 18). Por tal no entiende una sociedad arrebujada por leyes
abstractas, sino unida por un espíritu común. La simple estructura
legal no basta para el auténtico Estado; debe haber un afecto y
amor genuinos entre los conciudadanos. Propone una noción de
política más clásica que moderna: «por política no entiendo el arte
de aprovechar el mecanismo de la naturaleza para el gobierno de
los hombres, sino (como los filósofos griegos) una ciencia prác
tica en el sentido kantiano del término, cuyo objeto es la relación
de los individuos y especies prácticas» (FS, 15). Esta alianza entre
los griegos y Kant encuentra en el ejemplo británico su más cum
plida encarnación: «En lo tocante a comunidad de las costumbres,
la cultura política de los modernos está todavía en el estadio de la
infancia (im Stande der Kindheit), si la comparamos con la de los
antiguos, y ningún Estado, a no ser el de los británicos, ha alean-
160 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

zado un grado mayor de libertad e igualdad» (FS, 18). De este


modo la grecomanía va escorándose hacia la anglomanía, que
pronto imperará en los círculos antirrevolucionarios germanos5.

2. Gorres y la ideologización de Kant: la paz


al servicio del estado franco

Joseph Gorres representa, en las fechas en que redacta su


reseña, la línea más pura del jacobinismo y del democratismo ale
manes. Se empeñó en fundir dentro de un mismo crisol estas dos
etiquetas con la de republicanismo. Autores alineados en el mismo
grupo que Gorres, p. ej. J. B. Erhard, no se prestaron a un inter
cambio tan sencillo entre esas tres insignias. La Revolución Francesa
es la clave de su escrito La paz universal, un ideal (1798), pues
lo inaugura con la dedicatoria «A la nación franca de parte de un
republicano alemán»6. Para enaltecer la revolución, le concede a
Francia el derecho de afrancesar (Gentz le concederá a Inglaterra
el de britanizar), esto es, de «republicanizar» los Estados vecinos,
que adopta la forma de un «derecho externo de apropiación y de
propiedad sobre los bárbaros que la rodean» (JG, 43). La prohi
bición de intervención del quinto artículo preliminar [«5. Ningún
Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la constitución y gobierno
de otro» (P, 346)] es invalidada. En lugar del derecho surge una
suerte de doctrina misionera, una cruzada legitimadora del expan-

5 Ni siquiera su ensayo sobre el jacobino maguntino Georg Forster, aparecido


en 1797 en el Lyceum der schónen Kiinste, editado también por Reichardt, puede
aducirse en favor de un republicanismo radical. Aquí su estrategia es rehabilitar
a Forster como escritor, y, en particular, como escritor alemán: «Behind Schlegel's
portrait of Forster is his own ideal of the writer. The romantic poet is a social
writer, a Forster in verse» (F. C. Beiser, Enlightenment, Revolution, & Romanticism,
Harvard, 1992, p. 253). Además, como revela una carta a su hermano del 31 de
octubre de 1797, sus relaciones con Reichardt se hallaban muy deterioradas (op.
cit., p. 254). En la primavera de 1796, período en que su corazón confiesa sen
tirse más próximo a! republicanismo que a la crítica o a la poesía divinas, escri
bió un artículo, ahora perdido, sobre republicanismo antiguo y moderno (FS
XXIH, 237, 304). Cf. W. Weiland, Derjunge Friedrich Schlegel oderdie Revolution
in der Frühromantik, Stuttgart, 1968. Los modelos schlegelianos son, sin embargo,
poco encarecidos por Kant: «Los griegos no conocían el sistema representativo»
(AK XXIII, 167). Los reparos que le planteó al constitucionalismo británico los
presentaremos más adelante.
6 Joseph Gorres. Gesammelle Schriften —a partir de ahora IG—, Bd. I. Hrsg. v.
Max Braubach, Colonia, 1928, p. 17.
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 161

sionismo francés. Gorres, traicionando a Kant, subordina los prin


cipios al fin, pues persigue abrigar jurídicamente la ocupación de
los márgenes del Rin y, de este modo, «engancha los caballos
detrás del coche» (P, 376). La invasión francesa la disfrazará con
la gloria de la liberación de sus hermanos oprimidos, instaurando
la República cisrenana. Su división entre «Estados normales»
republicanos y «Estados regulativos» despóticos viola el princi
pio de igualdad jurídica. Lo que les está permitido a los primeros,
no lo está a los segundos. Ni siquiera se detiene ante una flagrante
ideologización de la moral: «Todo esto es un mandato inmediato
de la ley moral» (JG, 39; cf. 40,44-46). Francia puede y debe fun
dar, en caso necesario con violencia, una «gran república de los
pueblos». La anexión de otros Estados no se entiende sin guerra.
De ahí que le otorgue a Napoleón la condecoración de ser porta
dor de «la santa llama de la libertad hasta las fronteras del país»
(JG, 60) e incluso más allá. Gérmenes racistas son perceptibles,
cuando, refiriéndose a los no-republicanos, sentencia que son
«seres de una especie inferior». En el marco de una «ley de las
fronteras naturales», exige para Francia la frontera renana: «El
Rin debe por eso ser la duna de la república» (JG, 62). La apro
bación del escrito por el directorio parece comprensible7.
El joven Gorres no sabe moderar su escandalosa parcialidad:
«un Estado organizado legítimamente [Francia] no tiene necesi
dad de aguardar aquí una agresión; ya la máxima de los mismos
de hacer de su provecho la pauta de conducta y de la satisfacción
de sus apetitos animales el fin constituye un agravio suficiente»
(JG, 43-44; cf. 38). Esa torticera dialéctica ellos-nosotros, fun-

7 «El ministro del interior al ciudadano G.


»E1 Directorio ejecutivo me encarga, ciudadano, testimoniaros toda su satis
facción por el envío, que le habéis hecho llegar, de un manuscrito alemán de
vuestra composición. Todo anuncia en vuestra obra un amigo sincero de los hom
bres, puesto que es al triunfo y al mantenimiento de los derechos de la humani
dad que la habéis consagrado. Semejante homenaje, siempre honorable para su
autor, no puede sin duda convenir más que a un gobierno fundado sobre estos
mismos derechos, y el Directorio ejecutivo está demasiado celoso de confor
marse a ellos para no acoger con interés todo lo que los recuerda. Debo también
preveniros, ciudadano, que vuestra obra, tras haber sido examinada, está conve
nientemente depositada, a fin de que vuestras ideas no se pierdan y os sea remi
tida, cuando juzguéis oportuno reclamarla» (JG, 19).
La ley de las fronteras naturales será asumida por Fichte en El Estado comer
cial cerrado (1800). Sólo el Estado que haya alcanzado, aun a costa de la paz,
sus lindes naturales, podrá consumar el ideal de la autarquía.
162 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

dadora del derecho a ocupar los Estados cimarrones que circun


dan al Estado angelical, ilustra los ardides típicos del probabi-
lismo y del peccatum philosophicum, las recetas de la macabra
prudencia política escarnecida por el opúsculo kantiano8. Este
derecho lo adquiere la nación franca para instituir una forma libre
de gobierno en todos los «Estados despóticos». Por déspotas
entiende Gorres las monarquías europeas. No mide con el mismo
rasero los fenómenos políticos, al negar únicamente a los Estados
despóticos un derecho a la intervención violenta. El jacobino es
aquí un socra contra natura del conservador Gentz. Ambos par
ten de que el Estado injusto, por el mero hecho de su existencia,
le causa una lesión al «legítimo». Ambos fundamentan esta tesis
arguyendo que el Estado injusto procede según máximas malas y,
por eso, no puede tener ningún derecho. Kant moviliza un aparato
conceptual más complejo, al diferenciar la constitución jurídica
(rechtliche) de la legítima (rechtmafiigen) o justa, esto es, la repu
blicana (P, 373). Ni Francia ni el resto de Europa pueden afirmar
poseer una constitución legítima. Aun cuando así fuera, de aquí
no cabría colegir ningún derecho de apropiación o de propiedad
sobre otros Estados. Lo definitivo es la lesión efectiva, real, y no
la presunción, la sospecha de que existen intenciones protervas
en otros Estados, de que a éstos les anima la máxima mala (no
declarada, sin embargo, ni de palabra ni de obra) de agredir
(cf. §56 y §60 de la Metafísica de las costumbres, AK VI, 346,349).
Los artículos kantianos distorsionados por Gorres apuntan a dos
flancos. Por un lado, se dirige contra las cruzadas del pasado, en las
que se intentaba propagar por la fuerza un determinado tipo de creen
cia en una autoproclamada «guerra santa». A este respecto diferencia
entre religión, «válida para todos los hombres y en todos los tiempos»,
y tipo de creencia, «vehículo de la religión, que es accidental y puede
variar según los tiempos y lugares»9. Por otro lado, previene proféti-

8 El probabilismo consiste en «achacar malas intenciones a los otros, o con


vertir la probabilidad de un posible desequilibrio (Übergewicht) por su parte, en
fundamento jurídico para el sometimiento de otros Estados pacíficos», y el pec
catum philosophicum en «considerar como una bagatela, fácilmente perdonable,
que un Estado pequeño sea conquistado por otro mucho mayor para un supuesto
mundo mejor» (P, 385). De nuevo los extremos, Gorres y Gentz, se tocan.
9 Vale la pena reproducir íntegramente este texto crucial: «Puede haber cier
tamente diferentes tipos de creencia que no radican en la religión, sino en la his
toria de los medios utilizados para su fomento, pertenecientes al campo de la eru
dición; y puede haber, por ello mismo, diferentes libros religiosos (Zendavesta,
Veda, Corán, etc.), pero sólo puede existir una única religión válida para todos
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 163

camente contra las futuras guerras ideológicas, que cifran su objetivo


en la extensión de una doctrina de redención política o social.
Sin duda, Kant, con su veto a la intromisión violenta en otro
país, execra también —aunque no sólo— el presunto derecho de
intervención de las monarquías europeas en la Francia revolu
cionaria. La propaganda reaccionaria habló a menudo de un «escán
dalo» (P, 346), consistente en las vejaciones infligidas al rey fran
cés. Gentz considera asimismo inadmisible la absolutización del
veto a la injerencia bélica. Los actos vergonzosos de la Revolución
Francesa confieren a los demás Estados el derecho a ensañarse
contra Francia, a «reconducirla al orden por la fuerza»10. Kant
censura esta argumentación, pero sin deslizarse hacia el extremo
opuesto, lo que equivaldría a abolir el principio jurídico de reci
procidad y permitir excepcionalmente a la Francia revoluciona
ria lo que le prohibe categóricamente a las monarquías europeas.
La excepción que en el quinto artículo preliminar introduce Kant
se refiere a Estados divididos «en dos partes a consecuencia de
disensiones internas». Bajo estas circunstancias «sólo existe anar
quía», y que «un tercer Estado preste entonces ayuda a una de las
partes no podría ser considerado como injerencia en la constitu
ción de otro Estado» (P, 346). El punto de vista jurídico excluye
cualquier sesgo ideológico que promueva la discriminación. En
caso contrario, Kant habría hecho, en favor de Francia, una excep
ción a su rechazo del derecho de revolución11. En cambio, el dere
cho de intervención reclamado por los jacobinos y demócratas
para la Francia revolucionaria es criticado al igual que el reivin
dicado por los conservadores para la contrarrevolución.
En Gorres no es el derecho la cuestión prioritaria. Apuntala
la aspiración a la paz con un argumento de tinte utilitarista, pro
fundamente antikantiano. Su «fin reside en lograr la felicidad de
los pueblos (Vólkerbeglückung). [...]. La paz perpetua, tal como
la establecieron Saint-Pierre y Rousseau y que Kant ha defendido
contra las objeciones, estrechas de miras, de empiristas pusiláni-

los hombres y en todos los tiempos. Aquellas creencias no contienen nada más
que el vehículo de la religión, que es accidental y puede variar según los tiem
pos10y Über
lugares»
den(P, 367). und Charakter des Krieges gegen die Franzósische
Ursprung
Revolution, Berlin, 1801, en Dietze, op.cit., p.410.
11 Batscha/Saage, op. cit., p. 32; Cavallar, op. cit., p. 127, y «Kant's Society
of Nations: Free Federation or Worl Republic?», en Journal of the History of
Philosophy, XXXII/3 (1994), p. 461-482,
164 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

mes es, así pues, el ideal hacia el cual la humanidad debe tender
sin cesar, porque su consecución significaría para ella la felicidad
(Glück) absoluta» (JG, 25-26). Kant ofrece el razonamiento inverso,
pues la felicidad, administrada por la política, promete un vergel
para el despotismo. Como fuente de legitimación de un Estado va
ligada al paternalismo: «El mayor despotismo pensable... es el
que está dado por un gobierno constituido sobre el principio de la
benevolencia para con el pueblo, comportándose como un padre
con sus hijos; es decir, por un gobierno paternal (imperiumpater-
nale) en el que los subditos —como los niños menores de edad,
que no pueden distinguir lo que verosímilmente les es útil o
nocivo— están obligados a comportarse de un modo meramente
pasivo, para esperar la manera de ser felices del juicio del jefe del
Estado y de que éste lo quiera, o sea, de su simple benevolencia»12.
El concepto de progreso que maneja Gorres se asemeja al de
Condorcet, cuya mención abre y cierra el escrito13. Su optimismo
ingenuo espera, bajo la férula de Francia, una «paz duradera» (JG,
26). Con simpleza contrasta el pasado tenebroso con el esplendor
del presente y el futuro iluminados por el sol de la razón, una razón
con pasaporte francés. La redención, la salvación ha arribado gra
cias a la Revolución Francesa «tras milenios ahitos de horror y mise
ria humana» (JG, 23). En el nombre de la paz alienta la guerra por
mor de la «felicidad de los pueblos». La revolución mimetiza de este
modo estrategias del Antiguo Régimen. La política que así auspicia
este republicanismo sectario se asienta en la candida convicción de
la paloma de contarse entre un pueblo de ángeles, cuando, en reali
dad, está incubando el huevo de la serpiente, cebando al Estado con
armas ideológicas para que su engorde culmine la «grande Nation».

II. FICHTE: LA SÍNTESIS BUSCADA ENTRE KANT


Y PLATÓN

A pesar de su brevedad, la reseña de Fichte es la más prolija


filosóficamente. Aquí nos ceñiremos a algunos puntos del

12 Über den Gemeinspruch, AK VIII, 290-291. Cf. KrV A316 B373; KpV V,
28, 63; VI, 98; VIII, 28.
13IG, 21, 63. La fascinación por Condorcet también está presente en Friedrich
Schlegel, quien inmediatamente antes de su Ensayo sobre el republicanismo
reseña el libro del francés ([Über] Esquisse d'un tableau historique desprogrés
de l'esprit humain. Ouvrage posthume de Condorcet (1795), en FS VIII,3-10.
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 165

Fundamento del derecho natural espoleados por su reseña de Zum


ewigen Frieden, ambos de 1796. Este autor sobresale por su andro-
ginia política. Sus conocidos panfletos en favor de la Revolución
Francesa fueron un estigma en su posterior trayectoria. Por un
lado, su osadía rompió el pacto entre intelectualidad y poder vigente
en Alemania. Por otro, se afanó por recomponerlo, trató de gran
jearse la confianza de la corte con gestos acomodaticios, sin can
tar la palinodia. De ahí que prodigara las acrobacias, y no renun
ciara a gestionar interesadamente la acusación de jacobinismo y
democratismo. Incluso estuvo en un tris de ganar una cátedra en
la nueva Universidad de Maguncia que pretendía fundar la
República cisrenana, aquella República, fraterna de la francesa,
por la que suspiraba Gorres. Abordaremos dos apartados inspira
dos por el opúsculo de Kant: 1) la emancipación del derecho de
la tutela de la moral y de la historia, y 2) una teoría del Estado
como alternativa a la república kantiana14.

1. LA MAYORÍA DE EDAD DEL DERECHO

A) La ruptura de las nupcias con la moral


Los vastagos más tempranos de la escuela jurídica kantiana
se inclinan por definir el derecho a partir de la ética. En los deno
minados Escritos de Revolución de 1793, Fichte situaba en el vér
tice superior de la genealogía del derecho un Yo (Selbst) moná-
dico desarraigado de la alteridad social. El Estado ni siquiera ha
de comparecer como vigía coactivo de la aplicación del derecho,
sino que, a la inversa, merma la autonomía de cada particular, y
sucumbe a la tentación de conculcar los derechos inalienables
individuales. En el FDN el Yo abandona su narcisismo y la sub
jetividad es colmada sólo entre otras subjetividades, esto es, desde
la intersubjetividad. Los derechos originarios son meras ficcio
nes, vacías de contenido real, a resguardo de su inoperancia úni
camente en el contexto de una res publica, de un Estado de dere
cho (FDN, 403-404).

14 Cf. nuestros artículos «Para la paz perpetua de Kant y el Fundamento del


Derecho Natural de Fichte: encuentros y desencuentros» y «J. G. Fichte. Reseña
del proyecto de paz perpetua de Kant», en Daimon, 9 (1994), p. 323-339, 373-
381. Citaremos las obras de Fichte por la edición de la Academia bávara (GA).
La reseña (RPP) y la primera parte del Fundamento (FDN) se encuentran en el
volumen 1/3, y bastará con añadir la página.
166 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

En su reseña Fichte secunda una tendencia que va despere


zándose en estos años: la constitución del derecho como una dis
ciplina científica autónoma (FDN, 321), «tiene que ser una cien
cia separada, y no un capítulo de otra ciencia» (GA11/3,404). Esta
separación del derecho respecto de la moral viene propiciada por
las alusiones kantianas en La paz perpetua a la lex permissiva.
Aunque, según Fichte, tales alusiones son vacilantes15, su herme
néutica la pone al servicio de deslindar la ley jurídica y la ley
moral: «No se puede inferir claramente a partir del escrito citado
[Para la paz perpetua] si Kant deduce la ley jurídica de la ley
moral, tal como se hace habitualmente, o si admite otra deduc
ción. Sin embargo, gracias a la observación sobre el concepto de
una ley permisiva..., es, al menos, altamente probable que su deduc
ción concuerde con la dada aquí.
Un derecho es, evidentemente, algo de lo que uno puede ser
virse o no; resulta, por consiguiente, de una ley meramente per
misiva [...]. No se puede comprender en absoluto cómo una ley
permisiva podría ser derivada de la ley moral, que ordena incon-
dicionalmente» (FDN, 324; cf. 320-322, 386; RPP, 222-223).
La hermenéutica fichteana no ha sido fiel al sentido de la lex
permissiva en Kant, el cual la invoca para justificar el aplaza
miento temporal, en determinadas circunstancias, de la realiza
ción del derecho racional, o, en otros términos, para tender un
puente entre la historia y la razón, entre el derecho provisional y
el perentorio16. Mediante tal ley Kant para mientes en el hiato ine-

15 P, 347-348, 373 Anm.; cf. Metaphysik der Sitien, VI, p. 222-223;


K. Hammacher, Über Erlaubnisgesetze und die soziale Gerechtigkeit im Anschlufi
an Kant, Fichte, Jacobi und einige Zeitgenossen, en Erneuerung der
Transzendentalphilosophie, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1979, p. 121-141.
16 Kant expone en su opúsculo dos casos de ley permisiva. El primero se refiere
a la prohibición de adquirir un Estado por otro mediante herencia. Teniendo en
cuenta las circunstancias de su aplicación, tal ley prohibitiva contiene un per
miso, una autorización para «aplazar la ejecución de la norma sin perder de vista
el fin, [...] sólo para que la restitución no se haga de manera apresurada y de
manera contraria a la propia intención» (P, 347-348).
En el segundo afirma: «Por lo que se refiere a las relaciones exteriores de los
Estados, no se puede exigir a un Estado que abandone su constitución, aunque
sea despótica (que es la más fuerte en relación a los enemigos exteriores), mien
tras corra el peligro de ser conquistado rápidamente por otros Estados; con esa
finalidad debe permitirse el aplazamiento de la realización (de las reformas) hasta
mejor ocasión» (P, 373). Cf. W. Kersting, Wohlgeordnete Freiheit. Immanuel
Kants Rechts- und Staatsphilosophie, Berlín, 1984, p. 63 ss., y el brillante aná
lisis de esta cuestión por R. Brandt en «Das Erlaubnisgesetz, oder: Vernunft und
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 167

vitable entre las condiciones de la génesis violenta de la sobera


nía estatal y sus condiciones de validez jurídica. Legitima el recurso
a la fuerza en la fundación del Estado al soslayar la rememora
ción de su origen, inescrutable, como posible fundamento de las
dudas acerca de la pretensión normativa del derecho.
En los Escritos de Revolución el derecho aparecía como coro
lario de la ley moral, ya como consecuencia del mandato del deber,
ya como consecuencia de su silencio, esto es, de su permiso. Ahora,
en cambio, se pone el énfasis en las marcas distintivas que enfren
tan a los conceptos de derecho y deber. En el FDN el momento
jurídico es deducido como una condición de la intersubjetividad,
y, por ende, de la autoconciencia. La exigencia de observar el dere
cho no procede de la ley moral, sino del principio de coherencia
lógica en el pensar y en el obrar. La coherencia debe producir la
conexión entre mi reconocimiento del otro como ser libre, lo que
es una condición necesaria para la autoconciencia (la racionali
dad del prójimo se funda en el fenómeno externo de la corporali
dad), y mi acción consiguiente, que ha de respetar su libertad,
siendo, por tanto, una acción jurídica. El elemento que obliga no
proviene de la ley moral, sino de la ley del pensamiento
(Denkgesetz), y el silogismo, la lógica posee aquí una validez prác
tica. De este modo logra emanciparse el derecho natural, pues su
carácter vinculante es separado del imperativo ético17.

B) Un derecho apóstata de la historia

Apenas tres años después de sus Escritos de Revolución,


donde enarbola la bondad natural del hombre (GA 1/1, 277), se
retracta, al considerar al unísono la hipótesis del egoísmo uni
versal y la necesidad de diseñar un mecanismo coercitivo capaz
de frenar sus excesos sin cometerlos a su vez él mismo: «En el
dominio del derecho natural la voluntad buena no tiene nada que
hacer. El derecho debe observarse mediante coacción, aun cuando

Geschichte in Kants Rechtslehre», en Rechtsphilosophie der Aufklarung. Symposium


Wolfenbüttel 1981. Hrsg. v. R. Brandt, Berlín, 1982, p. 233-285.
17 FDN, 353-359. Sin embargo, las reglas de la lógica no permiten concluir
una conducta práctica a partir de un conocimiento teórico. Exhortación y reac
ción son concebidas no sólo como condiciones de posibilidad de la autocon
ciencia, sino que la comunidad determinada por la interpelación y la respuesta
es al mismo tiempo una meta ética (FDN, 320,359).
168 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ningún hombre poseyese una voluntad buena» (FDN, 359; cf.


427, 433-434).
El cuaderno de bitácora de Fichte lo hallamos a bordo de la
Apología del diablo de J.B. Erhard y de La paz perpetua (FDN,
321), obras entre las que existe una afinidad electiva. La idea de
malignidad puede ser rentabilizada jurídicamente mediante la posi
bilidad de concebir un sistema de derecho segregado de la mora
lidad, sin desembocar en la inexorabilidad de una tiranía en aras
de la realización fenoménica del mismo. El paso crucial estriba
en decidir si la compatibilidad —la limitación recíproca— de los
egoísmos proviene de un movimiento cuyo propulsor es interno
a dicho movimiento —cuya superación es una autosuperación—,
el resultado de un plan inscrito en él, o si esa limitación es exi
gida desde fuera e impuesta mediante coacción, esto es, mediante
la fuerza física institucionalizada.
Fichte no se aviene a subordinar la ciencia del derecho a la
historia: «la constitución política no puede ordenar como un impe
rativo, pues no depende de una sola voluntad, sino que surge úni
camente de la reunión de varias voluntades. Esta reunión parece
ser un producto de la naturaleza (p. ej. en La paz perpetua de
Kant). El problema de esta doctrina del derecho radica en que
voluntades libres deben ser conducidas a través de un cierto meca
nismo y sometidas a la regla que les impone una relación de cohe
sión y acción recíproca. En sí no existe tal mecanismo natural;
luego depende también en parte de la libertad. La actividad por la
cual los hombres producen esta constitución legal es un efecto
de la reunión de la naturaleza y de la libertad» (Nova Methodo,
GA IV/2, 264).
El derecho no es rehén ni de la moral (su obediencia y deduc
ción no emplazan en ella su fuente) ni de la historia (no es un
efecto natural de la misma, ajeno a la voluntad de los hombres).
En su reseña, inspiradora de la mayoría de edad de la ciencia jurí
dica, de su progresiva autonomización, desvela su interpretación
de la filosofía kantiana de la historia: «si se puede demostrar inme
diatamente (lo que es el caso) que la idea de la paz perpetua, como
tarea, reside en la razón pura, ¿quién nos garantiza que será algo
más que un simple concepto, que se realizará en el mundo sensi
ble? La naturaleza misma, responde Kant, por el enlace de las
cosas según su mecanismo» (RPP, 226-227).
Esta lectura en clave naturalista o providencialista de la his
toria, atribuida a Kant, es deudora de la querella fichteana con W.
Rehberg, que se apropió de la batería de argumentos de Edmund
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 169

Burke para contrarrestar la entusiasta acogida de la Revolución


Francesa en Alemania (GA 1/1, 225-226). Fichte polemiza con un
modo de pensar que pretende extraer del pasado criterios para la
valoración de fenómenos políticos contemporáneos (Schlegel y
Gentz, vg.). El curso que hasta ahora ha seguido la humanidad no
muestra por sí mismo ni un sentido positivo ni negativo; resulta
igualmente plausible interpretarlo ya como la obra de una volun
tad diabólica que persigue condenar a la especie humana a la mise
ria y a la corrupción, ya como la prueba de una sabia Providencia.
El pasado aparece como un cúmulo infinito de posibilidades, como
un «revoltijo» (Durcheinander) de acontecimientos de muy diversa
índole, neutro tomado como un todo, pero que como material de
una actividad futura puede llegar a ser bueno o malo dependiendo
exclusivamente de la dirección que le imprima la intervención de
la libertad humana (GA III, 230).
Sienta las bases de una filosofía práctica de la historia que no
cede —es un reproche a la filosofía de la historia de Kant— ni al
designio de la naturaleza ni al plan de la Providencia la parusía
del derecho. Le objeta a Kant su criticismo apocado, exangüe,
inconsecuente. La realización histórica, natural, del derecho es
inviable, pues la naturaleza se caracteriza por su inercia, por su
falta de una dinámica interna, y, por tanto, es incapaz de promo
ver la limitación recíproca de las libertades (GA 1/3, 66). Tampoco
resulta transitable el camino providencial, a causa de la capitula
ción ante la heteronomía que supone abandonar a una instancia
foránea las riendas del propio destino. Un capítulo del derecho, y
no ajeno al mismo para no mermar la autonomía buscada, deberá
abordar esta cuestión, partiendo de la premisa de que es la acción
práctica de los hombres el factor propulsor de la aplicación del
derecho al mundo fenoménico. Ese capítulo abogará por una cierta
organización del Estado como institución coactiva, cuyo funcio
namiento asegura la plasmación sensible de la comunidad jurí
dica. Ese reto cuenta con referentes republicanos: el floreciente
Estado libre norteamericano y la gran república de los Estados
europeos (RPP, 228). A estos referentes prácticos hay que sumarle
su imagen teórica especular, Kant.

2. Democracia tutelada: el sabio como custodio de la nación

Fichte le escamotea al republicanismo kantiano una de sus


señas de identidad: la división de poderes. La separación entre el
170 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ejecutivo, el legislativo y el judicial es un lastre para las ambi


ciones del derecho: la realización de la libertad en el mundo sen
sible. Tal separación adolece de indeterminación y, por ello, ero
siona la eficacia del mecanismo jurídico (RPP, 225; GA III/3, 72,
80). El ejecutivo deglute las atribuciones de los otros dos pode
res. De esta manera, y a pesar de salvar el principio de represen
tación, queda descartado el parlamentarismo.
Su postura implica que el ejecutivo (Exekutive) acapara las
competencias de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo en
su sentido más restringido (ausübende) (FDN, 440-441). La opti-
mización del derecho impone henchir al ejecutivo con todos los
poderes disponibles. Pero su negativa a aceptar una división entre
esas dimensiones no comporta un monopolio de todos los órga
nos constitucionales por parte del gobierno. Incluso la piedra de
toque de la legitimidad del republicanismo, el criterio que discri
mina entre una democracia deleznable y una democracia bene-
factora, consiste en la escisión entre el poder ejecutivo y el Eforato,
encargado este último de supervisar la correcta administración del
primero (FDN, 440). La voluntad general, la voluntad de la comu
nidad se encuentra así escindida, duplicada. Esta redundancia no
es, sin embargo, superflua.
Pronto nos veremos abocados al escrutinio de dos graves apo-
rías. Por un lado, su derecho político se disuelve en un moralismo.
Por otro, Fichte se esmera por fijar una clara cesura entre derecho
y política, razón y empiria, a priori y a posteriori. La política, una
ciencia bastarda, no una ciencia en sentido estricto, al alimentarse
de la contingencia histórica, es presentada inicialmente como un
mero apéndice o anexo (Anhang) que intercede entre el Estado
racional y el real. Sin embargo, de ella acabará dependiendo el
pleno rendimiento del derecho, convirtiéndose en su irremplaza-
ble valido. Esa cesura va menguando, en la medida en que la polí
tica parece exonerar al derecho de su prístino cometido: la desti
lación de la voluntad general (FDN, 442,451).
El elitismo en la elección de magistrados y éforos —piedra
angular de su proyecto (FDN, 453; 1/4, 16)—, podría ser matizado
y conjurado desde una reflexión, preterida aquí, acerca del prin
cipio de publicidad. La designación de los representantes se basa
en la virtud, más que en el sufragio, menudeando las pruebas de
mesianismo moral. Los éforos son los «grandes hombres y los más
probos» (FDN, 456; cf. 451, 457). Son seleccionados entre y por
el pueblo a causa de su moralidad. El sufragio confirma la virtud,
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 171

la asamblea refrenda la probidad. La elección llevada a cabo por


el pueblo está dirigida, encauzada, enderezada por el criterio de
la moralidad. El criterio de la mayoría se adhiere al de la pureza
del corazón. Son escogidos a través del pueblo, y no tanto por el
pueblo. De ahí que los éforos naturales, los salvadores, «los cus
todios de la nación», sobresalgan por su coraje (Herz) y su virtud
(Tugend); se sienten llamados, destinados a cumplir esa misión
en favor y en nombre del pueblo, pero sin el pueblo.
La publicidad en Kant purga la política moral de señuelos ideo
lógicos y de corruptelas, y ese purgante no opera en el caso del
constitucionalismo británico (AK VII, 90-91). Fichte no alude en
su reseña a este principio ético-jurídico tal como aparece en La
paz perpetua y en el FDN intercala su reflexión sobre la publici
dad con la de la coherencia (FDN, 445-446). En Erhard, un jaco
bino kantiano que le sirve de anfitrión en este tema, la publicidad
es encajada en el principio de coherencia. Éste formula una de las
variantes más fecundas de aquél, pues funde el componente cri-
terial ético-jurídico y la exigencia de participación democrática.
Publizitat engloba la Óffentlichkeit de las cláusulas y ordena
mientos legales —lo que asegura su universalidad— y el Publikum
que integra una sociedad madura, al abrir un flujo recíproco, una
interacción sinérgica entre representantes y representados18. En
el FDN esa comunicación, al ser unidireccional, a merced del jui
cio del eforato, queda obturada.
La democracia plebiscitaria es repudiada por facilitar el uso
terrorista de la violencia19. En la deducción del derecho no se ha
cancelado la premisa del egoísmo universal (FDN, 432-434), la
hipótesis de un pueblo de diablos. De ahí que la democracia directa
no sea sino un catalizador de los desafueros de todos. La cons
titución legítima ha de ser necesariamente representativa20. El pue
blo delega el ejercicio de la soberanía positivamente en los magis
trados del ejecutivo, y negativamente en los éforos; puede ser
soberano sólo de una manera mediata, indirecta, inducida. Con
miras a una garantía segura de la aplicación del derecho, se trans
fiere la soberanía popular, subsidiariamente, a un órgano consti
tucional, el eforato, que tiene el «derecho de inspeccionar y enjui-

18 Introducción a nuestra edición de Johann Benjamin Erhard: Apología del


diablo, Er Textos Clásicos, Sevilla, 1993.
19 FDN, 439, 432, 438, 440; GA 1/4, 80-81; 1/6, 172; III/3, 356; P, 351-353.
20 FDN, 325, 439-442, 452; 1/4,81.
172 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ciar» cómo el ejecutivo administra el poder público. A este órgano


le compete decidir cuándo se produce un status necessitatis (Notstand)
(FDN, 440,448) y, mediante el anuncio de un interdicto, de una
orden de suspensión de todas las funciones gubernamentales, con
voca a la comunidad como tribunal capaz de dirimir el uso legítimo
o ilegítimo del poder. El eforato es una sublimación de la sobera
nía popular y una figura refleja del sabio (Gelehrten), del filósofo
platónico. Pero ¿es plausible que el pueblo reunido emita un juicio
unívoco, monocorde (einstimmiges) sobre el ejecutivo y el eforato,
e incluso se sume unánime (einmütigen) a un llamamiento a suble
varse? Un insoslayable dilema se esconde en esta (para Fichte) inte
rrogación retórica: O bien el pueblo posee una facultad de discer
nimiento madura y siempre activa, y, en consecuencia, el eforato
es superfluo, al controlar la opinión pública misma el ejercicio del
poder, o no posee dicha facultad y precisa éforos, por lo que no
existe la certeza de que la comunidad congregada tome una deci
sión justa. Paradójicamente, la democracia desahuciada, la directa,
la asamblearia, que significa un atentado contra el derecho, acaba
convirtiéndose en la tabla de salvación, pero, según las premisas
fichteanas, al mismo tiempo en la autodestrucción, de la constitu
ción legítima, de la democracia republicana.
Sobre las numerosas apelaciones de Fichte a lo largo de su
vida a la publicidad, al público, al pueblo, a la comunidad, a la
nación, se cierne la sospecha de su arribismo. Esta constelación
conceptual siempre está regida por una aristocracia de sabios, un
eforato. En 1796 a este consejo de «sabios y virtuosos» le corres
ponde la misión de trocar un agregado amorfo políticamente, una
masa exaltada de subditos en un pueblo de ciudadanos, en una
comunidad de individuos responsables21. Los éforos representan
institucionalmente la opinión pública, y existe el peligro continuo
de que la suplanten, de que usurpen el juicio del público. El reverso
de la activación del eforato es la desactivación del pueblo.
La institución nuclear dentro de la democracia benefactora es
el eforato, cuyo proceder debe someterse a una observación perma
nente. Ahora bien, por mor de la máxima eficacia, los órganos cons
titucionales de control deberían multiplicarse infinitamente. La rea-

21 RPP, 226; FDN,439, 447-448, 452. Cf. Fichtes Briefentwurf An den Kaiser
Franz IL aus dem Jahre 1799, en: Transzendentalphilosophie ais System, hrsg.
v. A. Mués, Hamburg, 1989, p. 313-320. Kant se aleja del platonismo político en
el Suplemento segundo. Artículo secreto para la paz perpetua de su opúsculo
(P, 368-369).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 173

lización del derecho fracasa entonces por un regressus ad infinitum.


Añadiremos otro serio revés. Fichte parte de la inmadurez del pue
blo para atenerse a la voluntad general. De ahí se sigue la perento
riedad de establecer mecanismos de disuasión y de represión de todas
sus desviaciones mediante un aparato policial ubicuo e implacable.
Simultáneamente, la comunidad asume la responsabilidad de deci
dir qué proceder, el de los ejecutores o el de los éforos, es justo. El
cumplimiento del derecho requiere la vigilancia extrema de la liber
tad del individuo, la sospecha generalizada. Únicamente la violen
cia policial puede mantener unido el totum del pueblo.
La política se transfigura en El Estado comercial cerrado en
planificación económica. El concepto de propiedad tiende un
puente entre derecho y economía. Este concepto híbrido mienta
la reciprocidad entre orden jurídico y orden económico. El dere
cho se propone la delimitación de las esferas de acción económi
cas, la división del trabajo. El Estado, y primordialmente los hom
bres sabios y virtuosos instalados en su cúspide, determinan
verticalmente un orden estamental y las formas de vida unilate
rales resultantes, y están facultados para ampliar vía militar los
límites de su país hasta alcanzar sus fronteras naturales y clausu
rarse así en una autarquía perfecta. En suma, la guerra por mor de
la consumación del derecho y, por supuesto, por mor de la paz.
El organigrama fichteano no consigue conjurar los peligros
de quiebra que le acechan. Si, de un lado, execra la democracia
directa por su carácter despótico y antijurídico, de otro, le cede a
ella in extremis la virtualidad de resolver el eventual litigio entre
el ejecutivo y el eforato. Si, por un parte, dispone una serie de
resortes institucionales para impedir la incertidumbre de la revo
lución popular, por otra, ésta constituye el momento regenerador
del sistema. Un pueblo inmaduro se convierte por ensalmo en
maduro y en el canon de la legitimidad. Por último, una filosofía
que, fiel al idealismo, deslinda escrupulosamente lo a priori y lo
a posteriori, razón y empiria, derecho y política, borra paulatina
mente estos confines, depositando en lo segundo el quiliasmo de
lo primero. Así pues, Maquiavelo va conquistando terreno en
Fichte y también las metáforas zoológicas experimentarán cam
bios: la paloma se metamorfosea en la serpiente22.

22 El ensayo Sobre Maquiavelo será la culminación de esa maquiavelización


del fichteanismo (ed. cast. J.G. Fichte, Reivindicación de la libertad de pensa
miento y otros escritos políticos, Tecnos, Madrid, 1986).
174 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

III. F. GENTZ: EL EQUILIBRIO COMO ANTÍDOTO


CONTRA LA REVOLUCIÓN TOTAL

Inmediatamente después de la publicación del opúsculo paci


fista, Gentz se había pronunciado vehementemente en su contra
y anunciado su oposición a él (carta de Kiesewetter a Kant del 5
de noviembre de 1795, AK XII, 47). Ni el pronunciamiento ni el
anuncio pueden extrañar, pues desde 1793 no cesa en sus embes
tidas contra Kant y sus discípulos. Su conversión al burkianismo,
su culto al constitucionalismo británico y a la Revolución Gloriosa,
coincide con su abjuración del criticismo y con su francofobia.
Pronto cumplió su advertencia con la aparición de Sobre la paz
perpetua en una revista fundada por él mismo, el Historisches
JournaP3. Esta revista destaca por su obsesivo acoso a la Revolución
francesa y la continua apología de la americana, como epígono de
la inglesa. Gentz reduce el tratado de Kant a sus dos primeros ar
tículos definitivos; los restantes ni siquiera se mencionan.

1. Gentz contra el republicanismo: primer artículo


definitivo

Gentz convierte a Kant en un simple escolio a su ajuste de


cuentas con la Revolución Francesa. Los revolucionarios «se ima
ginaban poder reunir a todos los pueblos de la tierra en una gran
alianza cosmopolita, y desencadenaron la guerra mundial más
cruel que jamás conmocionó y desgarró a la sociedad»24. Así tensa
Gentz el arco para apuntar a su diana, el primer artículo defini
tivo. Su estrategia es artera, pues la despliega en una nota, a pie
de página, a la crónica negra de los crímenes perpetrados por sus
vecinos. El descrédito de la barbarie debe mermar el crédito de
uno de sus auspiciadores: «Según la opinión de ciertos políticos,
[la Revolución] ha provocado esto por su tendencia al republica
nismo, que ella ha extendido por todas partes en Europa; mientras

23III. Bd., diciembre 1800, p. 712-790. A partir de ahora nos referiremos a ese
ensayo con la abreviatura
24 Examina HJ. penetrante varios factores explicativos de este pro
de una manera
ceso degenerativo: el entusiasmo revolucionario, el despliegue de la fuerza armada,
el desarrollo de nuevos recursos financieros y económicos, el servicio militar
universal y el desprecio por los derechos —«esta única garantía cierta de la paz»,
afirma Gentz muy kantianamente— hasta hacerlos desaparecer (HJ, 788-790).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 175

que otros políticos creen que la guerra tendría un fin si todos los
Estados poseyeran (besafien) una constitución republicana. Me
había propuesto discutir exhaustivamente este sistema, que fue
introducido hace algunos años en Alemania por la autoridad de
un gran hombre y que, en efecto, guardaba una relación directa
con el tema del presente ensayo». Gentz se refiere al primer artículo
con bastante desdén y cree incluso poder ahorrarse una discusión
minuciosa, pues lo achaca a un manifiesto error de Kant: «Tras
una profunda reflexión me convencí de que de hecho esto hubiera
sido un esfuerzo baldío, una pérdida de tiempo. Se ahorra un sin
número de tópicos, si se abandona a su propio destino un error
que, según todo lo que nos ha enseñado la razón y la experiencia,
no puede ni siquiera conservar la apariencia exterior de la ver
dad» (HJ, 788).
Reproduce la virtualidad del republicanismo con las siguien
tes palabras: «la guerra tendría un fin, si todos los Estados pose
yeran (besafien) una constitución republicana». Pero Kant no
afirma esto en absoluto. No mantiene que los ciudadanos no opten
nunca por la guerra, sino sólo que se pensarán mucho romper las
hostilidades: «Si es preciso el consentimiento de los ciudadanos
(como no puede ser de otro modo en esta constitución) para deci
dir si debe haber guerra o no, nada es más natural que se piensen
mucho (bedenken sehr) el comenzar un juego tan maligno, puesto
que ellos tendrían que decidir para sí mismos todos los sufrimientos
de la guerra...; por el contrario, en una constitución en la que el
subdito no es ciudadano, en una constitución que no es, por tanto,
republicana, la guerra es la cosa más sencilla del mundo, porque
el jefe del Estado no es un miembro del Estado sino su propieta
rio» (P, 351). Kant argumenta desde el interés material bien enten
dido de los ciudadanos, desde consideraciones pragmáticas.
Cautamente habla de la «perspectiva», de la «expectativa», de la
«vista» (Aussicht) que tiene puesta la constitución republicana en
la consecuencia de la paz perpetua: «La constitución republicana,
además de tener la pureza de su origen, de haber nacido en la pura
fuente del concepto de derecho, tiene la vista (Aussicht) puesta en
el resultado (Folge) deseado, esto es, en la paz perpetua (de la cual
aquél es el fundamento (Grund))» (P, 351). No se arroga, pues
entonces se situaría extramuros del criticismo, la plena intelec
ción de los nexos causales de los procesos históricos. Concluye,
por tanto, en que es más probable que el republicanismo, en opo
sición al despotismo, promueva la paz. Exige el consentimiento
de los ciudadanos vía representantes para decidir la guerra (AK
176 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

VI, 345-346). Pero jamás ha abrigado la esperanza ingenua de que


meramente con ello desaparecerían todos los conflictos25. Es más,
a pesar de execrar contundentemente las contiendas bélicas como
recurso jurídico26, no porfía en una paz a cualquier precio, y mucho
menos en la que invoca el despotismo —«la paz de los cemente
rios», ironiza Kant— a guisa de autolegitimación (P, 346-347,
367). Ni siquiera desautoriza la intervención contra un Estado
injusto, aunque siempre bajo la condición de no mancillar el dere
cho de gentes27.
Gentz, al igual que su reverso, Gorres, sitúa a Kant en el regazo
de la Revolución Francesa. De este modo identifica inaceptable
mente el proyecto racional a priori de la constitución republicana
con su versión empírico-histórica de la Francia revolucionaria.

25 En la Lógica Jasche define la probabilidad (Wahrscheinlichkeit) como «un


asentimiento desde fundamentos [razones] insuficientes (Führwahrhalten aus
unzureichenden Griinden), pero que están en mayor proporción con los sufi
cientes que si se adujeran fundamentos [razones] contrarios» (AK IX, 81 s.).
Mediante esta definición dintingue probabilitas y verosimilitudo (Scheinbarkeit).
La última consiste en el asentimiento desde fundamentos insuficientes, pero
mayores que los contrarios. En el primer caso, la razón del asentimiento es obje
tivamente mayor, pues cabe compararla proporcionalmente a la razón suficiente;
en el segundo, esa razón es sólo subjetivamente mayor, pues sólo sabemos que
tenemos más razones para afirmar una cosa que su contraria (cf. Los progresos
de la metafísica, XX, 299-300).
26 «la razón, desde el trono del máximo poder legislativo moral, condena abso
lutamente la guerra como vía jurídica (Rechtsgang)» (P, 356).
27 En la Metafísica de las costumbres afirma: «El derecho de un Estado frente
a un enemigo injusto no tiene límites (ciertamente en cuanto a la cualidad, pero
no en cuanto a la cantidad, o sea, al grado): es decir, el Estado perjudicado no
puede servirse de todos los medios, pero sí que puede utilizar para mantener lo
suyo los medios en sí lícitos, en la medida en que tenga fuerzas para ello». Un
«enemigo injusto según los conceptos del derecho de gentes... es aquel cuya
voluntad públicamente expresada (sea de palabra o de obra) denota una máxima
según la cual, si se convirtiera en regla universal, seria imposible un estado de
paz entre los pueblos y tendría que perpetuarse el estado de naturaleza. Este es
el caso de la violación de los pactos públicos, de la que puede pensarse que afecta
a los intereses de todos los pueblos, cuya libertad se ve así amenazada y que se
sienten provocados de este modo a unirse contra tal desorden y a quitarle el poder
para ello; pero no para repartirse el territorio del país, no para hacer desapare
cer un Estado de la faz de la tierra, por así decirlo, ya que esto significaría come
ter una injusticia contra el pueblo, que no puede perder su derecho originario a
unirse en una comunidad, sino para hacerles aceptar una nueva constitución que
sea, por su naturaleza, contraria a la guerra» (§60, AK VI, 349). Luego las gue
rras punitivas, de exterminio y de sometimiento son incompatibles con el dere
cho internacional (cf. §57, VI; 347).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 177

Pero la compleja relación de Kant con la Revolución Francesa no


es la de un entusiasta aerifico o devoto seguidor. Junto a las expre
siones de simpatía, no ha escatimado su censura ni ha ocultado
sus reticencias28. Los Estados pueden aproximarse más o menos
al republicanismo, sin alcanzarlo nunca plenamente (AK XXIII,
141; VI, 350). Los principios a priori de la constitución republi
cana, libertad e igualdad, son categorías dinámicas de la política,
puesto que «nadie puede ni debe determinar cuál es el supremo
grado en el cual tiene que detenerse la humanidad, ni, por tanto,
zación». En lugar de detenerse complacientemente en la conse
cución, los hombres deben esforzarse siempre en pos de un «más»,
«porque se trata precisamente de la libertad, la cual es capaz de
franquear toda frontera predeterminadada» (KrV A317 B374).
Kant siempre ha sido un fiel aliado de la lectura que ha empren
dido Koselleck de la modernidad, quien le ha dotado de una insa
ciable movilidad al subrayar el carácter dinámico de sus concep
tos emblemáticos.
No basta la Revolución Francesa, «que puede acumular mise
rias y atrocidades» (AK VII,85), para refutar el primer artículo.
Kant no quiere ceder la voluntad de paz de los Estados al albur
del soberano, sino asegurarla institucionalmente. Aduce los ejem
plos históricos de emperadores romanos que, aunque gobernaron
bien, dejaron malos sucesores, «lo que no habría podido suceder
con una buena constitución». Esta observación de Kant la consi
deró Gentz como una afrenta personal, por ser el traductor de
Mallet du Pan, escarnecido en esta nota: «Mallet du Pan se vana
gloria, con su lenguaje pomposo pero vacío, de haberse conven
cido de la verdad del famoso dicho de Pope, después de muchos
años de experiencia: "deja que los tontos discutan sobre el mejor
gobierno; el mejor gobierno es el que gobierna mejor". Si esta
frase quiere decir que el gobierno que mejor gobierna es el mejor
gobernado, Pope ha partido una nuez y le ha salido un gusano (en

28 Si, por un lado, Kant parece avalar la mencionada identificación en el opúscu


lo que comentamos, cuando, refiriéndose al surgimiento de una federación inter
nacional, parte de que «un pueblo fuerte e ilustrado puede formar una república
(que por su propia naturaleza debe tender a la paz perpetua)» (P, 356); por otro,
en el §77 de la Antropología (1798) califica la fase del «comité de salvación
pública de la república francesa» de ejemplo de una época de «injusticia pública
y declarada legal (gesetzmafiig) por un estado revolucionario» (AK VII, 259; cf.
VI,102; VII, 86, 87; XIX, 604-612; XXIII, 462).
178 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

expresión de Swift); si significa que es también la mejor forma


de gobierno, es decir, de Constitución, es radicalmente falso,
pues los ejemplos de buen gobierno no demuestran nada sobre
la forma de gobierno. Quién ha gobernado mejor que Tito y Marco
Aurelio y dejaron como sucesores, sin embargo, uno a Domiciano
y el otro a Cómodo, lo que no habría podido suceder con una
buena Constitución, pues la incapacidad de estos últimos para
el cargo había sido conocida con suficiente antelación y el poder
del emperador era también suficiente para haberlos excluido»
(P, 353).
La constitución republicana no equivale al buen gobierno de
un soberano que se distinga por su probidad y amor a la paz, pues
en ella «no son los hombres quienes detentan el poder, sino las
leyes» (AK VI, 355; cf. VII, 87). Gentz renuncia a entibar jurídi
camente la paz. Esta depende, en última instancia, del ansia de
concordia del regente. Mallet du Pan y los burkianos incurren en
una tautología o en un sofisma. O bien sostienen tautológicamente
la tesis de que «el gobierno que mejor gobierna es el mejor gober
nado», o bien que éste «es también la mejor forma de gobierno,
es decir, de constitución política», pero la última versión de la
tesis es «radicalmente falsa»29.
Gentz vierte sus exabruptos contra la República francesa como
testaferro de la República kantiana. Frente a ambas rinde tributo
a la única organización política equilibrada, la británica, y es pre
cisamente ese equilibrio el único modo de conjurar el peligro de
la guerra. Su crédito reside en la prudencia de los diputados, garan
tes de la estabilidad del sistema. En cambio, Kant se muestra impla
cable con un parlamentarismo adulterado como el británico y pro-

29 P, 353. En la Metafísica de las costumbres calca el argumento: «En cuanto


a la vaga esperanza con que el pueblo debe contentarse de que la monarquía (pro
piamente hablando, aquí la autocracia) sea la mejor constitución si el monarca
es bueno (es decir, que no sólo tiene la voluntad sino también la visión (Einsicht)
para ello), pertenece a las sabias sentencias tautológicas y no dice sino que la
mejor constitución es aquella por la que el administrador del Estado se convierte
en el mejor gobernante, es decir, aquella que es la mejor» (§51, AK VI, 339).
Kiesewetter le contesta a Kant en su carta de 1795 que lo que ha dicho respecto
a du Pan, también puede ser aplicado a Gentz: «Que vuestro escrito no encon
traría aquí en todos igual acogida, cabía suponerlo de antemano. El Sr. Gentz, el
traductor de Mallet du Pan, que acaso presiente que lo que habéis dicho de su
héroe podría ser aplicado también a él, ha hablado vehementemente en su con
tra y quizás escriba algo a este propósito; tal como lo hizo en otro tiempo contra
su artículo en la revista mensual berlinesa» (XII, 47).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 179

pugna una independencia real del poder legislativo y la publici


dad como la mejor pócima antibelicista30.

2. Contra el segundo artículo definitivo: La federación


de pueblos

Gentz hace una criba de los proyectos de paz presentados hasta


entonces. Rechaza la monarquía universal, la «absoluta reunión
de todas las naciones en un solo y mismo Estado, reunión que con
llevaría la eliminación de todas las colisiones provocadas por la
separación de sus gobiernos»31. El modelo contrario pretende sor-

30 HJ, II. Bd., mayo 1800, p. 61-62. Kant le recriminaba al sistema británico
su poco genuino parlamentarismo, en la medida en que el legislativo se dejaba
manipular por el ejecutivo, para quien la pretendida separación de poderes era
una mera coartada con miras a reinar despóticamente con una falsa aura parla
mentaria: «A buen seguro, ofendería a la grandeza del pueblo británico el afir
mar que se hallan bajo una monarquía absoluta, pues, bien al contrario, pretende
que su constitución limita la voluntad del monarca por medio de las dos Cámaras
del Parlamento, en tanto que representantes del pueblo, pero, como todo el mundo
sabe muy bien, el influjo del monarca sobre esos representantes es tan grande e
indefectible que, en dichas Cámaras, sólo se acuerda cuanto él desea y propone
a través de sus ministros, aunque algunas veces propone acuerdos a sabiendas de
que le serán discutidos (v.g., la trata de negros) e incluso hace que se le opon
gan, para dar una prueba de aparente libertad parlamentaria. Esta fraudulenta
presentación de su naturaleza hace que no se busque una constitución verdade
ramente ajustada a derecho, puesto que se cree haberla encontrado en un ejem
plo ya existente y una publicidad engañosa embauca al pueblo con el espejismo
de una monarquía limitada por leyes que dimanan de él, mientras que sus repre
sentantes, sobornados por las corruptelas, lo someten subrepticiamente a un
monarca absoluto».
En una nota a pie de página agrega: «¿Qué es un monarca absoluto? Aquel
que cuando ordena: "¡Que haya guerra!", la hay en seguida. ¿Qué es, por el con
trario, un monarca limitado! Aquel que ha de consultar previamente al pueblo si
debe o no haber guerra y, al contestar el pueblo: "no debe haber guerra", no la
hay. Pues la guerra es un estado en el que todas las fuerzas del Estado han de que
dar bajo las órdenes del soberano. Ahora bien, el monarca británico ha llevado
a cabo muchas guerras sin el consentimiento del pueblo para ello. Por consi
guiente, este rey es un monarca absoluto, aunque no debiera ser tal de acuerdo
con la constitución; sin embargo, el monarca siempre puede pasar por alto esa
constitución, dado que, al dispensar todo tipo de cargos y prebendas, puede ase
gurarse el asentimiento de los representantes del pueblo. Claro está que seme
jante sistema de corrupción ha de sustraerse a la publicidad para tener éxito, ocul
tándose por ello bajo el muy transparente velo del secreto» (AK VII, 90-91).
31 También Kant se desmarca del modelo de Dante de la monarquía universal
180 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

tear las fricciones con la «absoluta segregación y aislamiento» de


Estados completamente autárquicos, es decir, con «una constitu
ción de los Estado merced a la cual cesaría todo interés de uno en
lesionar a otro en sus derechos» (HJ, 719). Es la estrategia fich-
teana en El Estado comercial cerrado. Una última alternativa
sugiere la organización de las naciones en una alianza o federa
ción que preserva su soberanía estatal y resuelve sus conflictos
por vías pacíficas. Aquí cabe una doble fórmula: o bien una «libre
federación» sin poder central o una «constitución según el dere
cho de gentes» con un poder central dotado de un tribunal supremo:
«Esta organización consiste o bien en un acuerdo voluntario de
los Estados en virtud del cual se comprometen los unos frente a
los otros a dirimir todos los litigios que surjan entre ellos ante un
arbitro designado a tal efecto o a designar en cada caso particu
lar, y a renunciar a toda decisión fundada en la fuerza; o bien en
una constitución formal expresa del derecho de gentes, mediante
la cual se instituye un tribunal supremo al cual se someten todos
los Estados y que, al mismo tiempo, es revestido de los poderes
necesarios para hacer ejecutar sus sentencias» (HJ, 719-720).
La propuesta, efímera, de Gentz, «el cuarto y último modelo»,
se inclina por «una constitución formal expresa del derecho de
gentes en la cual el poder legislativo, el judicial y el ejecutivo
estarían reunidos en un órgano supremo de la voluntad común».
Aunque la considera como la «única constitución satisfactoria»,
no se libra de serias objeciones. En primer lugar, es una «eterna
quimera», porque no puede englobar toda la tierra, no puede exten
derse al mundo entero. En segundo lugar, es absolutamente impo
sible que el poder central del senado supremo supere con creces,
en términos comparativos, el poder de los Estados particulares en
el caso de que fueran grandes potencias. En tercer lugar, contra
aquellos Estados eventualmente renuentes habría que adoptar
«medidas coactivas», pero que sólo pueden consistir en una gue
rra, con lo que la federación misma conduce al absurdo, porque
practica lo que querría evitar: «Pues es imposible suponer que
cada Estado particular se sometería de buen grado al veredicto del
tribunal supremo. Así como en el interior de los Estados la fuerza
debe intervenir muy a menudo para hacer aplicar el derecho, tam
bién en los litigios entre los pueblos, y quizás incluso más a menudo

—«fusión por una potencia que controlase a las demás...»— por su ineficacia y
su despotismo o anarquía (P, 367).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 181

todavía que en las relaciones de orden privado, se impondría la


necesidad de una ejecución, asegurada por medidas coercitivas,
de las decisiones judiciales. Ahora bien, las medidas coercitivas
contra un Estado nunca son otra cosa que la guerra; por consi
guiente, incluso en tal constitución la guerra sería inevitable» (HJ,
763-767).
Gentz subsume la federación de pueblos (Vólkerbund) de Kant
bajo el modelo de una «constitución federal entre Estados»
(Fóderativ-Verfassung unter den Staaten) (HJ, 752). Al federa
lismo pacífico de este filósofo le reprocha que «ni siquiera ha indi
cado los rasgos básicos (Grundzüge), según los cuales debe ser
organizado semejante federalismo» (HJ, 753). Obviamente, esta
crítica es deudora de la que le plantea al primer artículo defini
tivo, donde, pese a la obstinación de Gentz en lo contrario, Kant
sí ha delineado esos rasgos básicos. Si no llegó a fondear en los
detalles, acaso haya que atribuirlo a que se tomó en serio la cari
catura que realizó Rousseau de aquellos proyectos cuyo afán de
exhaustividad les había impulsado a deliberar acerca de si en el
lugar de reuniones del Congreso de los Estados de Europa «la
mesa debe ser redonda o cuadrada, si la sala debe tener más o
menos puertas, si este plenipotenciario debe estar de cara o de
espalda a la ventana o aquel otro andará dos pulgadas de más o de
menos en una visita, y acerca de mil cuestiones de parecida impor
tancia»32. Kant sólo está interesado en proporcionar principios
filosófico-jurídicos, es decir, los «rasgos básicos»; los detalles de
su puesta en práctica competen a los diplomáticos.
Para Gentz, «la dificultad, o más bien la total imposibilidad
de la [federación de pueblos] no reside en absoluto en la génesis
de la federación; reside en las condiciones de su duración». Arropa
su afirmación con una atinada apostilla: «Ha habido más de un
momento en la historia reciente de Europa, en que todos los regen
tes han preferido con buena voluntad la seguridad de una paz con
tinua al incierto éxito de las guerras; es posible que se repitan, e
incluso habrá más de uno de esos momentos» (HJ, 754-755). Tras
las guerras los gobernantes manifiestan su disposición a asegurar
la paz: en 1815 nace la Santa Alianza, en 1919 la Sociedad de
Naciones, en 1945 las Naciones Unidas. Pero más tarde esa dis
posición empieza a zozobrar. De ahí que la «constitución [de la

32 Extrait du Projet de paix perpétuelle (1761), en Rousseau. Oeuvres comple


tes, 2, Du Seuil, Paris, 1971, p. 340.
182 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

federación de pueblos] no pueda depender de la mera voluntad


perpetua de sus miembros», sino que precisa una garantía sólida,
esto es, coacción y un poder central supremo: «Las inclinaciones
de los hombres y de los Estados son más variables que la natura
leza y su moralidad es un junco que cimbrea el viento. Una asocia
ción jurídica presupone necesariamente coacción, y la coacción
un poder supremo. Pero es esto lo que se echa en falta enteramente
en cada proyecto de una federación de Estados». En efecto, una
federación erigida únicamente sobre la buena voluntad de sus inte
grantes es de una «inutilidad radical» (HJ, 755). Por eso, Kant
pretende apuntalar la paz mediante el derecho político y de gen
tes, y no abandonarla a la discreción del regente.
Una última objeción afecta a los proyectos que, en caso de
miembros renuentes, confieren al poder central el derecho de ini
ciar una guerra contra ellos. Aquí resuena una reflexión lessin-
guiana33. La federación «puede ser mantenida por medios que
destruirían su fin, en lugar de promoverlo; y, en consecuencia, es
una idea que se contradice a sí misma» (HJ, 756). Gentz prueba
impecablemente la contradicción lógica de una guerra empren
dida por la federación de pueblos con el fin de conseguir la paz.
También Kant ha atisbado este problema, resultándole de veras
enojoso el recurso a un medio como la guerra, rechazable jurí
dica y moralmente. El dilema de cómo superar el estado natural
interestatal, si no existe ninguna facultad coercitiva, lo soluciona
parcialmente con la combinación de los requisitos del primero y
segundo artículos definitivos. Pero se ve entonces ya competido
a mentar una instancia no humana, la naturaleza astuta, compo
nente del imperativo elpidológico y cuyo status, tal como dicta
minó Fichte, es crucial para optar por una filosofía teórica o prác
tica de la historia.
El sistema del equilibrio político resta como «único refugio»
«teniendo en cuenta la probada inviabilidad de todos los otros pla
nes con vistas a la garantía de paz» (HJ, 759). Si bien esto no con
duce a la completa eliminación de la guerra, sin embargo, con
duce a su minimización. Erradica, por desestabilizadores, los

33 Refiriéndose a la sociedad civil, dice: «no puede unir a los hombres sin sepa
rarlos, ni separarlos sin consolidar abismos entre ellos, sin interponer entre ellos
murallas divisorias» (Diálogos para francmasones, en G.E. Lessing. Escritos
filosóficos y teológicos, Ed. Nacional, Madrid, 1982, p. 615). Y poco antes: «el
medio [las constituciones políticas] que une a los hombres para asegurar, mediante
esa unión, su felicidad, al mismo tiempo los separa» (p. 614).
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 18 3

principios filosófico-jurídicos, el republicanismo y la federación


de pueblos, de Kant, quien, invocándolos, tacha la taumaturgia
burkiana del equilibrio de fantasmagórica: «una paz universal
duradera conseguida mediante el llamado equilibrio de las poten
cias en Europa es una simple quimera, igual que la casa de Swift,
tan perfectamente construida por un arquitecto de acuerdo con
todas las leyes del equilibrio que, al posarse sobre ella un gorrión,
se vino enseguida abajo» (P, 312).
Pero la querella entre Kant y Gentz a propósito de la paz no
es sino un episodio de la que enfrentó al criticismo y al burkia-
nismo continental en torno a la hermenéutica de las revoluciones,
cuyas voces han llegado hasta nosotros a través de la polémica
entre Habermas y Arendt. Gentz acuña una conceptualización de
estos fenómenos que desembocará en su teoría del equilibrio como
alternativa a la de federación de pueblos: «La Revolución fran
cesa ha aniquilado totalmente la antigua constitución política de
Europa, y lo que se llamaba hasta entonces el equilibrio entre los
Estados; por consiguiente, ha hecho del establecimiento de un sis
tema federal la primera necesidad y la tarea más urgente de la polí
tica» (HJ, 788-789). Introduce dos nociones claves: revolución
total y revolución capital o principal. El criterio de una revolu
ción total reside en su manera de proceder, esto es, «en dar a un
Estado una nueva constitución en sus puntos esenciales (es decir,
en los que determinan la forma), sin ninguna consideración prác
tica a la existente»34. De este tipo fue la Revolución francesa, que
tuvo la ocasión de ser una gran revolución, una revolución capi
tal si se hubiera ajustado a la horma de la Revolución Gloriosa
británica. Una consulta a la historia revela dos casos subsumibles
bajo el concepto de revolución total, la americana y la francesa
(FG II, 49). La Revolución inglesa de 1688 sólo afectó a uno de
los tres pilares del edificio político, al trono, mientras que los otros
dos, la cámara alta y la baja, y todo lo que integraba el fundamento
de la constitución, permanecieron intactos. Sería un ejemplo de
una revolución capital. Luego los Estados libres de América ofre-

34 Über die Moralitat in den Staatsrevolutionen, en: Ausgewahlte Schriften


von Friedrich Gentz, II, Stuttgart/Leipzig, 1837, p. 44-5, 43. A partir de ahora
FG. Cf. F. Oncina, «La revolución americana contra la revolución francesa. Un
argumento del burkianismo contra el kantismo», en E. Bello (ed.), Filosofía y
Revolución. Estudios sobre la revolución francesa y su recepción filosófica,
Universidad de Murcia, 1991, p. 157-196. Este trabajo contiene una exhaustiva
bibliografía.
184 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

cieron la primera muestra práctica de una constitución levantada


metódicamente desde su base a partir de ideas teóricas sin ate
nerse —al menos aparentemente— a una forma de gobierno ante
rior. Los franceses intentaron secundar su ejemplo, mas es preci
samente la situación peculiar de las colonias americanas y la de
Francia la que determina el diferente juicio sobre la moralidad de
ambas revoluciones. América era una sociedad incipiente y, por
lo tanto, de extraordinaria simplicidad. Francia, en cambio, era
una nación añeja, cultivada y compleja. Esta diversidad tuvo dos
efectos: En primer lugar, la creación de una nueva constitución
en América, una vez superada la resistencia exterior, fue una tarea
fácil; en Francia fue, sin contar la resistencia exterior, ni siquiera
toda la interior, una empresa inmensa, incomensurable. En segundo
lugar, los adversarios del nuevo orden de cosas en América no
podían ser muy numerosos; en Francia engrosaban una muy res
petable minoría. Respecto al primer efecto, las provincias ameri
canas se hallaban libres de grandes obstáculos interiores para el
establecimiento de una nueva constitución. No había estamentos
privilegiados, ni una diferencia desmesurada entre pobres y ricos.
El legislador construyó aquí sobre la igualdad, no la creó; existía
ya un sedimento de experiencias políticas (las asambleas colo
niales) que se erigió por sí solo en instituciones. En Francia, la
introducción de un nuevo sistema significaba una metamorfosis
radical en las relaciones personales y de propiedad. Respecto al
segundo efecto, a la inevitable resistencia a una revolución, en
América se reducía a los funcionarios de la corona británica; mien
tras que en Francia la violencia se cernió sobre los estamentos.
Los criterios de una revolución total legítima son segregados
de una particular y a menudo caprichosa reconstrucción de la his
toria de la independencia de las colonias, relatada en un ensayo
coetáneo al dedicado a la paz, El origen y los principios de la
Revolución americana comparados con el origen y los principios
de la francesa. La americana es reputada como un apéndice de la
revolución británica, «porque [a los americanos] se les negaba,
como británicos, los derechos que sancionaba la constitución bri
tánica» (FG I, 22). Únicamente en esa ocasión se consumó el matri
monio entre la revolución total y la revolución capital, y, en vir
tud de esta insólita unión, no hubo un vacuum entre teoría y praxis,
puesto que la primera fue una secreción de la segunda, una teoría
surgida a expensas de la experiencia (Theorie aus der Erfahrung).
Luego declarar legítimo cualquier conato subversivo reclamaba
absoluta unanimidad de los miembros de la nación insurrecta (la
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 185

revolución total), o el apego casi completo a las instituciones y


orden legados por la tradición (la revolución capital).
El enfrentamiento entre Kant y Gentz no queda limitado al
testimonio de las diferencias entre dos hechos históricos; es la
punta del iceberg. Lo que de veras separa a ambos es una distinta
concepción del compromiso de la filosofía con la realidad. Gentz
se propone amputar del kantismo la filosofía política y la filoso
fía de la historia, pero en el kantismo son inescindibles moral, his
toria y política, hasta el punto de que el propio Kant habla de polí
tica moral y de historia moral (P, 370-380; AK VII, 79). La filosofía
kantiana no renuncia a plantear utopemas, considera indigno de
un filósofo vaciar sus ideas de dimensiones críticas, dejar sin alter
nativa el status quo y postrarse ante la experiencia35. Estar frente
al poder o en su contra significa la corrupción de la filosofía, según
los burkianos. Su subsistencia depende de que exista o bien al
margen de la política, como inocua metafísica, o bien al servicio
del Estado, como ciencia orgánica o prudencia política. Es preci
samente ese rol del filósofo, ya en su posición marginal (ensi
mismado en su torre de marfil), ya en su empleo funcionarial y
burocrático (gestionando y tramitando lo establecido), lo que
detesta el kantismo. Este exige la politización del filósofo sin que
a su vez sea pasto de la política. Rechaza por igual el platonismo
y el indiferentismo de la razón, es decir, tanto el fichteanismo
como el burkianismo. Una filosofía cómplice del poder (incluida
la de Gorres), capaz sólo de propagar eufemismos del orden impe
rante, o incapaz de proponer utopemas, esto es, una filosofía que
o está en las nubes o de rodillas, «corrompe inevitablemente el
libre juicio de la razón». La filosofía no puede preservar su inte
gridad al precio de andar cabizbaja en una penitente genuflexión
ni mirar de soslayo los retos del presente a cambio de un brindis
con el poder, sino que debe caminar erguida blandiendo la antor
cha que desenmascara incluso los arcana imperii mejor velados
(P, 369; cf. AK VIII, 36-38).
Lo más enojoso de Gentz radica en su maniqueísmo herme-
néutico, que contrapone una revolución buena (la americana) y
una revolución mala (la francesa), una revolución benéfica y una
revolución maléfica, una revolución defensiva y una revolución

35 La reservatio mentalis propia de la casuística de la pseudopolítica es recha


zada por Kant al omitir interesadamente «la diferencia entre status quo de fait y
de droit» (P, 385; cf. 344).
186 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ofensiva: «La revolución norteamericana fue [...] una revolución


dictada por la necesidad. [...]. Norteamérica no buscó la revolu
ción; cedió a ella, impelida por la necesidad, y no porque deseara
obtener una situación mejor que la anterior, sino porque deseaba
evitar otra peor, que le habían preparado. Exactamente lo opuesto
de todo esto fue el caso de Francia. La revolución francesa fue
ofensiva en su origen, ofensiva en su desarrollo, ofensiva en su
totalidad y en cada momento característico de su existencia. Así
como la revolución norteamericana había sido modelo de mode
ración en la defensa, la francesa fue modelo sin precedentes de
violencia y furia en el ataque. [...]. Cuando en el país ya no había
nada que atacar, el frenesí ofensivo se dirigió contra los Estados
vecinos y, finalmente, en solemnes decretos, declaró la guerra a
toda sociedad civil» (HJ II, 89-96). De ese maniqueísmo se sigue
un diagnóstico y un pronóstico, asimismo irritantes. El primero
asegura que la victoria hasta ahora ha correspondido a la revolu
ción total ilegítima y se ha condenado al ostracismo a la legítima.
Luego hay que enmendar este agravio, equilibrar ese sobrepeso
con un contrapeso. Frente al imperialismo de la revolución dia
bólica se impone reivindicar un maniqueísmo que permita deli
mitar quiénes fueron los auténticos triunfadores y quiénes los per
dedores, quiénes los héroes y quiénes los villanos. Se trata de una
labor de proselitismo y de propaganda, que, sin embargo, es insu
ficiente. Francia ha guillotinado el equilibrio imperante en Europa36.

36 «Norteamérica tenía que mantener o perder su independencia. En esta sola


alternativa estaba comprendido el destino total de la contienda; y cualesquiera
que fueran los efectos de cualquiera de los dos acontecimientos en un futuro
lejano, ni la victoria del parlamento británico ni la del Congreso norteamericano
podrían alterar el balance de Europa o poner en peligro su paz» (HJ 11,109-110).
En cambio, la revolución francesa no era un mero acontecimiento local, sino que
envolvía a toda la humanidad: «El teatro que Francia ofrecía a su sed de des
trucción era demasiado pequeño para la ambición o el entusiasmo de este insa
ciable partido. Deseaban destruir el mundo y empezar una nueva era para la huma
nidad» (HJ II, 120). En los Fragmentos de la historia más reciente del equilibrio
político en Europa (1806^ se empeña en ofrecer una definición neutral de equi
librio que encubra su inexcusable sesgo ideológico: «Lo que se denomina habi-
tualmente equilibrio político (balance du pouvoir) es aquella constitución de
Estados existentes unos juntos a otros y más o menos asociados entre sí, mediante
la cual ninguno de ellos puede lesionar la independencia o los derechos esen
ciales de otro sin resistencia efectiva de alguna parte y, por consiguiente, sin peli
gro para sí mismo» (FG IV, 39). Y en una carta de finales del año anterior (28 de
diciembre de 1805) a J. Müller afirma toda una ontología política: «Los mejores
tiempos del mundo son siempre aquéllos en que ambos principios opuestos [el
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 187

Las acciones militares contra el factor de desestabilización son


una máxima de la prudencia política. Para Gentz, la prudencia
política no es un asunto de principios y convicciones. Caricaturiza
la candidez de la paloma, y se reserva la astucia de la serpiente.
Una y otra, tomadas aisladamente, conducen al terror, ya sea al
terror de la virtud, Robespierre, ya sea al terror de la prudencia,
Metternich.
El híbrido entre la paloma y la serpiente no logra sobrevivir,
y, sí por contra, el engendrado por la unión entre dos bestias, la
zorra y el león. La prudencia es esa bestia que le aconseja al gober
nante: «Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado
y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por
todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el
resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo»37.
La candidez de la paloma y la astucia de la serpiente se extinguen
frente a la argucia del zorro y la fortaleza del león. Kant se exilia
y regresa Maquiavelo.
Pero esto significa que sus interlocutores han preferido volar
en el vacío, esquivar los envites planteados por el propio Kant.
Casi en el frontispicio de La paz perpetua comienza renegando
del corolario de todos los recensores; el quiliasmo de la Ilustración
compete a la prudencia política, definida como «el continuo incre
mento del poder sin importar los medios», la damisela que pierde
gustosa su honra para mayor honor del Estado38. Esta estrategia

principio del progreso constante y el de la necesaria limitación de este progreso]


se mantienen en el más fausto equilibrio. En tales tiempos también cada hombre
formado debe entonces acoger ambos conjuntamente en su interior y en su acti
vidad. Pero en tiempos salvajes y tempestuosos, en los que cada equilibrio es
perturbado en contra del principio de conservación, también cada hombre parti
cular debe tomar partido [...] para oponerle una especie de contrapeso
(Gegengewicht) sólo al desorden existente fuera de él» (Schriften. Hrsg.v. G.
Schesier, Bd. 4, Mannheim, 1840, p. 176 s.).
37 Maquiavelo, El Príncipe, Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 92. «Estando,
por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe ele
gir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni
la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas
y león para amedrentar a los lobos» (p. 91). B. Gracián lo traduce así: «Cuando
no puede uno vestirse la piel de león, vístase la de la vulpeja» (Oráculo manual
y arte de prudencia, en Obras completas, Madrid, 1967, p. 211, 220. Cf. M.
Stolleis, Lowe und Fuchs. Einepolitische Máxime im Frühabsolutismus, en: Staat
und Staatsrdson in der frühen Neuzeit. Studien zur Geschichte des óffentlichen
Rechts, Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1990, pp. 21-36).
38 P, 344. La doctrina de la prudencia se define como «una teoría de las máxi-
188 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de elección de fines y medios desde el a priori sagrado de la razón


de Estado, esta adulación de la lógica burocrática forja un reper
torio de máximas talladas a la medida de sus gestores, que persi
guen «el engrandecimiento de su poder por el camino que sea»
(P, 375; cf. 372, 376). Como alternativa a esta prudencia política,
a esta política moralista, Kant plantea una política moral per
trechada de otro tipo de capacidad, la «sabiduría política
(Staatsweisheit)»: «la sabiduría política... convierte en vergüenza
toda artificiosidad, va directamente al fin, claro que recordando
la prudencia (Klugheit) para no precipitar el fin sino ir aproxi
mándosele sin interrupción, aprovechando las circunstancias favo
rables» (P, 377-378; cf. AK VIII, 288-289). Principios y fines,
convicciones y consecuencias no se repelen mutuamente en el
seno del criticismo. La sabiduría política encuentra su venero en

mas para elegir los medios adecuados a sus propósitos interesados». El político
que se aviene a la condición limitativa de la moral es candido como la paloma,
puesto que interioriza las «leyes incondicionalmente obligatorias según las que
debemos actuar», esto es, la máxima de la voluntad buena. Pero sólo esta condi
ción no lo convierte en político. Hay que añadirle un plus que explica el peligro
de corrupción de la razón, ya que el político es primordialmente astuto (klug)
como la serpiente (P, 370). El suplicio de Tántalo radica en reconciliar ambas
dimensiones en la praxis. Un primer paso consiste en eliminar la concepción de
la moral y del derecho como mera teoría o como «prácticas». El político incli
nado a concebirlos como una hipótesis o un enunciado teórico que debe ser com
pulsado empíricamente, apelará a una nutrida serie de hechos que desmentirán
el status teórico del derecho y la moral, y que abocarán al pesimismo en lo que
se refiere a su viabilidad. Mediante la reducción del imperativo a una idea teó
rica, se consigue plegarla a la noción de experiencia, a las prácticas, pues la teo
ría surge a expensas de las prácticas (Theorie aus Erfahrung): «Estos astutos
políticos (staatsklugen), en vez de conocer la práctica (Praxis), de la que se ufa
nan, saben de. prácticas (Praktiken), estando dispuestos a sacrificar al pueblo y
al mundo entero, si es posible, con sus halagos al poder dominante (para no per
der su provecho particular)» (P, 373). Kant se esmera en deslindar entre la pru
dencia política (Staatsklugheit) que tiene como fundamento jurídico la instaura
ción de la federación de pueblos, y las estratagema y subterfugios (Klügelei) de
la pseudopolítica (Afterpolitik), cuyos modos de casuística enumera: 1) Reservatio
mentalis. 2) Probabilismo. 3) Peccatum Philosophicum (peccatillum, bagatelle)
(P, 385). Kant remite al consejero áulico Garve para ejemplificar las máximas
que despliegan esos modos casuísticos. La referencia a Garve no es inocente,
pues es el tutor de Gentz, otro consejero áulico, y puente entre éste y Burke
con su traducción en 1773, de un enorme impacto en Alemania, del ensayo del
último Philosophical Inquiry into the Origin of Our Ideas on the Sublime and
Beautiful de 1756 [cf. J. Whiton, «Friedrich Gentz and the Reception of Edmund
Burke in postrevolutionary Germany», en German Life and Letters, A6IA (1993),
pp. 311-318],
DE LA CANDIDEZ DE LA PALOMA A LA ASTUCIA DE LA SERPIENTE 189

la historia cosmopolita y la publicidad. La recepción alemana de


La paz perpetua se caracteriza por ignorar este yacimiento que
quedó en barbecho, que quizá continúa estándolo.
Esta contribución ha expuesto la discusión en torno a la paz
perpetua como un palimpsesto, en el que distinguimos las rúbri
cas de diversas sensibilidades y asistimos a la metamorfosis de la
ilustración en el idealismo y el romanticismo. Hemos sido testi
gos de la metempsícosis, de las sucesivas reencarnaciones de una
idea, exánime cuando cae prisionera de políticas desalmadas.
8. NATURA DAEDALA RERUM.
DE LA INQUIETANTE DEFENSA KANTIANA
DE LA MÁQUINA DE GUERRA
Félix Duque
Universidad Autónoma de Madrid

Las consideraciones filosóficas de Kant sobre la guerra y la


paz constituyen un amasijo de problemas tan inextricable que a
veces se estaría tentado de tacharlo de «nido de presunciones dia
lécticas» —según la famosa denuncia del argumento cosmoló
gico—; sólo que en este caso podría llegarse a desesperar de que
«la crítica trascendental» pudiera llegar alguna vez a «desvelar y
destruir» tal enredo (KrV B637/A609). Para empezar, aun el
título mismo de la obra explícitamente dedicada al tema, y de
cuya publicación se cumplen ahora los doscientos años, es tan
ambiguo que ocasiona quebraderos de cabeza a los propios intér
pretes alemanes: Zum ewigen Frieden podría entenderse en
efecto como Vom ewigen Frieden, es decir: Sobre la paz eterna;
como Beitrage zum ewigen Frieden (al igual que, por caso, Zur
Sache des Denkens, de Heidegger), y entonces tendríamos algo
así como: Contribuciones al problema de la paz eterna o, sim
plemente —como parece sugerir la alusión inicial al Hangeschild
de la taberna holandesa—: A la paz eterna. Por último, y éste
parece ser el caso, dadas las intenciones del propio Kant, se tra
taría de un «estar en camino» (unterwegs, zum) hacia algo por
definición inalcanzable, pero cuyo valor de regulación, de
«Cómo orientarse en la acción política», por parafrasear otro
título famoso, sería extraordinariamente valioso. Según eso,
deberíamos entender el título programático como: Hacia la paz
eterna, y en ningún caso desde luego como La paz perpetua,
según reza en la traducción española (o, análogamente, en la
francesa). El distingo es importante: «La paz perpetua» tiene en
primer lugar valor de aserto —como si se tratara de algo siquiera
conceptualmente inteligible—, y en segundo lugar el adjetivo
parece apuntar a algo que podría darse en el tiempo, y con el
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

tiempo, y en él proseguiría indefinidamente. Por el contrario,


ewig tiene el sentido de «cierre» y clausura del tiempo, de un
eschaton paralelo al «mito» (explícitamente considerado como
tal) del Muthmasslicher Anfang der Menschengeschichte, de
1786. En este sentido, bien podría decirse que Zum ewigen
Frieden cierra ideal y escatológicamente la doctrina del derecho,
al igual que el escrito inmediatamente anterior: Das Ende aller
Dinge, cerraba la religión racional kantiana. Kant, que podría
haber hecho suyo el famoso dictum aristotélico, parece así
hacerse más amigo del mito según envejece, habiendo entendido,
pues, que los límites externos, marginales de la razón son en defi
nitiva irracionales, un eikota mython, por decirlo con Platón,
suficiente para mover la vida e intenciones de los hombres.
En efecto, el propio Kant confiesa en la Rechtslehre (§61;
Ak. VI, 350) que es: «La paz eterna (la última meta de todo el
derecho de gentes) desde luego una idea irrealizable.» Una idea
irrealizable: una suerte de pospuesta Edad de Oro, pues, pro
puesta para el final del tiempo, cuando los Estados republicanos,
unidos como buenas personas morales, deciden poner por siem
pre fin a sus disputas. Que se trata de un mito queda claro ya
desde el primer Artículo Provisional de Hacia la paz eterna (si
así se me permite denominar al controvertido opúsculo), cuya
formulación choca contra los mismísimos Postulados del pensa
miento empírico de la primera Crítica, desde el momento en que,
a partir del presente, pretende extenderse nada menos que a la
totalidad del futuro (un Inbegriff del tiempo que englobaría, no
sólo todo cuanto sucederá de ahora en adelante, sino también un
tiempo pasado de vejaciones y humillaciones, felizmente olvi
dado pero que podría volver a ser descubierto alguna vez y utili
zado como casus belli). Así, algo que no es sino una mera pro
mesa se tornaría en algo necesario, es decir, «determinado según
condiciones universales de la experiencia» (KrV A 218/B 266),
cuando en verdad se trata de un estado —la paz— que jamás se
ha dado en la experiencia. En ese Artículo, Kant sobrevuela en
efecto, cual ligera paloma, no sólo las causas ocasionales de gue
rra futura, incluyendo en ellas «las no conocidas aún por los paci
ficadores» (las causas futuras, pues), sino además las que «pue
dan también ser extraídas con harta habilidad inquisitorial de
documentos archivados» (VIII, 343 s.: en este caso se trataría de
causas pasadas y, de momento, sobreseídas u olvidadas, mas
siempre susceptibles de revisión; por caso, nuestro largo conten
cioso sobre Gibraltar o la disputa sobre las Malvinas). Es cierto
NATURA DAEDALA RERUM

que nada repugna más que la reservatio mentalis utilizada sola


padamente por el Estado que, de momento debilitado, se prepara
para un futuro belicoso, ejerciendo una suerte de Jesuiten-
casuistik. Pero no deja en cambio de ser asombroso que un
Estado soberano (y como tal, o sea como una Persona moral, lo
toma Kant) renuncie desde ahora para siempre a considerar cual
quier situación —futura o pasada, pero exhumable— como posi
ble casus belli. Es obvio que tal cláusula sólo podría tener valor
—siquiera, propedéutico— si absolutamente todos los Estados
existentes se comprometieran a la misma. Y no sólo los existen
tes, sino también los futuros —lo cual ya entraría dentro de la
«política-ficción»—, si es cierto, como afirma Kant en la Idee,
que por las guerras pueden surgir nuevos Estados a partir de los
ya existentes (durch Zerstückelung aller [se. Staaten] neue
Kórper zu bilden; VIII, 25). Sólo si supusiéramos que el número
y la índole de los Estados ahora existentes continuarán así en el
futuro tendrían sentido los pactos señalados en el Primer Artículo
Preliminar: si aceptásemos pues —y desde luego Kant funciona
por lo común como si éste fuese el caso—, que en el futuro las
únicas guerras posibles deberían ser las interestatales (si no fuera
porque ya de un plumazo habrían sido eliminadas por ese
acuerdo, que se ha de dar en el tiempo y a la vez ha de verse como
válido para todos los tiempos). Ahora bien, dejando aparte el
hecho de que ni en tiempos de Kant ni en nuestra época es éste ni
mucho menos el caso, como veremos, parece que podríamos salir
del paso con relativa facilidad si, con Kant, hacemos hincapié en
que la «paz eterna» —ese pleonasmo— es una Idea, una fábula
utens, y no un concepto del entendimiento. Y por la Anthropolo
gic sabemos que las ideas son: «conceptos acerca de un estado
perfecto —Vollkommenheit— al que cabe ciertamente acercarse
más y más, sin que nunca pueda ser alcanzado empero por com
pleto» (Anthr. §43, VII, 200). La paz sería pues nada más —y
nada menos— que una Idea. Y aquí sería conveniente establecer
una importante distinción: a Kant no le interesa lo que podríamos
denominar una «paz negativa», es decir, la ausencia de hostilida
des, siquiera fuera para siempre. Pues tal ausencia de guerra
podría conseguirse muy bien a través de un Estado Universal des
pótico, que se limitaría a impedir de antemano —ante el temor de
males mayores— todo conflicto (ad intra, en nuestro Estado bien
particular hemos «gozado» durante mucho tiempo de esa «paz»,
celebrada propagandísticamente cuando se cumplieron los XXV
—fechas así hay que escribirlas al estilo del Imperio— Años de
IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

la Victoria). No. De lo que se trataría es de la consecución de una


paz positiva, esto es: de la fecunda interacción entre una condi
ción republicana intraestatal y un derecho internacional garante
de un commercium interestatal provechoso para todas las partes
implicadas. Se trataría en suma de la consecución de un estatuto
jurídico a nivel mundial, de tal índole que, a su través, pudiera
fomentarse el paso continuo de la legalidad a la moralidad.
Y es esa moralidad perfecta, o sea: el fin final (Endzweck) de
la Creación, más alto desde luego que el fin último (letzter
Zweck) del derecho, lo que estaría impulsando secretamente la
consecución de la paz eterna. Ello explica que sea la moralisch
praktische Vernunft la que pronuncie su unwiderstehliches Veto:
NO debe haber GUERRA; pues la guerra no es el «modo en que
cada uno debe perseguir su derecho». De ahí que la paz mundial,
esta paz, sea vista por Kant como un Surrogat de Dios en la tie
rra. Ño el Estado —como en Hegel— sino la Paz mundial sería
entonces el Dios terrestre: «el Bien Supremo político» (MSR, VI,
355). Bien está. Lo que ocurre es que Kant, tan prudente en lo
político como pesimista en lo antropológico, hará que acompa
ñen a esa ley prohibitiva, a ese estricto Verbot, tal cantidad de
imperativos hipotéticos (en plan de «consejos de la prudencia»),
de leges permissivae y de hipótesis ad hoc sospechosamente
metafísico-teológicas (por más que revestidas del humilde ropaje
de la Naturaleza), que al cabo se corre el peligro de desplazar tan
anhelado estado final ad calendas graecas y, lo que es peor, de
caer en una suerte de romántica y hasta ultramontana revelatio
sub contrario: en una suerte de mística de «cuanto peor, mejor»,
que podría conllevar la exigencia de una extensión ilimitada de la
guerra (la Guerra Total o Mundial) para, a través de una violentí
sima e hiperhegeliana «negación de la negación», salir por fin a
riveder le stelle. No digo que éste sea el caso perseguido cons
cientemente por el buen «republicano», suo modo pacifista (y
seguramente demócrata, a tenor de reflexiones y apuntes no
publicados1), que fue Kant. Pero sí quisiera insinuar (y de ahí el

1 He aquí algunos significativos ejemplos: es «republikanisch... eine demo-


kratische Verfassung in einem reprasentativen System» (XXIII, 166). Sin
embargo, Kant insiste a renglón seguido en que: «die blosse Demokratie
[entiendo, la democracia no representativa, «directa» o asambleísta: la oclocra
cia, F. D.] der Regierungsart nach despotisch ist.» El aserto concuerda pues con
Zum ewigen Frieden. (Pero ver también XV, Refl. 1446: «Alie bürgerliche
Verfassung ist eigentlich Demokratie».) Más revelador es sin duda el siguiente
N AT U R A DAEDALA RERUM 195

subtítulo de este ensayo: la inquietante defensa de la máquina de


guerra) que la extremosa contraposición entre una ética formal y
abstracta (que ha de manifestarse en y como derecho) y un fuerte
pesimismo respecto al hombre como individuo hecho de una
madera torcida (y que ha de ser rectificado a lo largo de una
Historia teleológicamente guiada) va a hacer teóricamente difí
cil —y prácticamente poco viable, hoy— la consecución armo
niosa de ese territorium en el que debieran cruzarse ambos extre
mos, siquiera fuere a través de sus «transiciones» proto-empí-
ricas (o zum Behuf der Erfahrung, como Kant gusta de decir): el
Derecho y la Historia.
Me gustaría comenzar señalando que mi inquietud ante una
«defensa de la guerra» (aunque sea en vista de una Paz al otro
lado del macizo del tiempo) no es exagerada. Kant fue de hecho
entendido así, muy interesadamente, lo mismo por el lado francés
—que, rousseaunianamente, pretendía librar algo así como the
war to end all wars, o sea: la Madre de todas las Batallas contra
el Ancien Regime, todavía subsistente fuera de las fronteras de la
República—2, como por el alemán, empezando por el «discípulo»
más aventajado políticamente —y seguramente más heterodoxo,
tras su conversión a Burke—: Friedrich von Gentz, el cual, a par
tir de la Idee einer weisen Weltregierung, acabará defendiendo
justamente el «carácter irremediable de las guerras»3, y siguiendo
por el Jefe del Estado Mayor del Primer Reich prusiano, el Conde
Helmuth von Moltke, el cual —en «completa concordancia con
Kant», según se ufanan los editores de sus obras—, decía en una
carta de diciembre de 1880 las siguientes lindezas: «La paz per-

pasaje: «Das reprásentative System der Demokratie ist das der Gleichheit der
Gesellschaft oder die Republik» (XXIII, 342). Es evidente que el cauto Kant
—como haría después Hegel—, sin mentir jamás, sabe decir medias verdades
que no asusten en demasía a un Poder cuya eficiente censura se había manifes
tado ya en toda su crudeza sólo dos años antes de ZeF.
2 Ya antes de ZeF, en 1791, el General Dumouriez declaraba a la Asamblea
Nacional Francesa: «Las leyes constitucionales que estáis elaborando echarán
los cimientos de la felicidad y la fraternidad de las naciones. Esta guerra será la
última» [en Anita y Walter Dietze (eds.), Ewiger Friede? Dokumente einer
deutschen Diskussion um 1800 Munich, 1989, p. 55]. La idea, o el pium deside-
rium, se repetirá ad nauseam. Sin ir más lejos, en el Himno de la Internacional:
«Agrupémonos todos en la lucha final...».
3 Fr. v. Gentz, Über den ewigen Frieden [1800], en Kurt v. Raumer, Ewiger
Friede. Friedensrufe und Friedensplcine seit der Renaissance, Friburgo/Br,.
1953, esp. pp. 483-492.
196 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

petua es un sueño, sin ser siquiera un sueño hermoso, mientras


que la guerra es un miembro en la cadena del orden del mundo
—Weltordnung— instituido por Dios (¡ya hay aquí, pues, una
premonición del World Orderl, F. D.). En ella se despliegan las
más nobles virtudes del hombre: coraje y renuncia, lealtad hacia
el deber y disposición al sacrificio, con entrega de la propia vida.
Sin la guerra, el mundo se sumiría en el materialismo»4. ¡Al idea
lismo por la guerra, pues! Y ya veremos cómo algunos textos
kantianos, parcial y hasta malévolamente utilizados, pueden dar
pie tanto a la idea de «guerra final» (tradicionalmente, un eslógan
del bando progresista) como a la de la continuidad de las guerras
(propia del lado reaccionario). Por lo demás, podría incluso pen
sarse que ambas posiciones coinciden al cabo (y no sólo en teo
ría: las dos guerras mundiales podrían verse como pavorosos
ensayos —frustrados— de tal conciliación), ya que la una pre
tende —tautológicamente— que tras la «última» guerra ya no
habrá más guerras (Fin de la Historia, final de los tiempos: de
Rousseau a Fukuyama, pasando por Kojéve, y por fin a Ernst
Jünger), mientras que la versión belicosa, «prusiana», sostiene
que mientras haya tiempo —e Historia— habrá guerras (de César
a Moltke, y de éste al Reich de los Mil Años hitleriano). Dos ver
siones de la vieja y terrible conseja: si vis pacem para bellum, de
la que el propio Kant parece hacerse eco cuando —en contradic
ción con la Rechtslehre, según la cual la guerra no es el «modo
en que cada uno debe perseguir su derecho»— escribe en Refl.
8070 (XIX): «La guerra tiene que ser vista únicamente como
modus ius suum persequendi (pacem parare bello), y habrá de ser
conducida hasta que sea posible una confianza mutua en [el
estado de] paz.»
Todo depende, sin embargo, de lo que entienda Kant por
«paz» (ya apuntamos que había de tratarse de una paz «positiva»,
en favor del derecho y, mediatamente, de la moral) y por «gue
rra». Sin ir más lejos, en la misma Reflexión que acabamos de
citar se dice: «En la guerra no les está todo permitido a las partes
en conflicto, sino sólo en tanto que su conducción pueda coexis
tir con una inclinación efectiva hacia la consecución de la paz
futura» (ib.). Y por ello será conveniente que nos dediquemos a

4 H. von Moltke, Gesammelte Schriften und Denkwürdigkeiten, Berlín, 1892;


5, 194. (cit. en G. Cavallar, Pax kantiana, Viena/Colonia/Weimar, 1992,
p. 385).
NATURA DAEDALA RERUM

examinar este extraño Mittelbegriffque sería el estado de guerra


como transición hacia la paz: una paz que secretamente alentaría
en la guerra misma. Pues bien puede ser que el «error» franco-
prusiano (y no sólo de esas potencias) esté en considerar —al
modo del Verstand, diría Hegel— «guerra» y «paz» como dos
conceptos aislados e independientes, en lugar de verlos como
estrechamente unidos —al modo de la Vernunft, si queremos—.
Más aún, de seguir a Kant —y lo seguiremos hasta donde poda
mos—, bien podría ser que la guerra, con todos sus horrores,
fuera la manifestación en la Historia y como Historia de la Paz
suprahistórica: la puerta jurídica que conduciría al Absoluto Bien
Supremo. La guerra, las guerras: ¿serían la Erscheinung del nou-
menon Paz, de la concatenación mundial de la república noume-
nonl ¿La negrura circundada por un alba horizóntica, siempre
diferida, siempre por venir? Por rara y hasta inquietante que tal
idea parezca, creo que algo así rondaba por la cabeza del anciano
de Kónigsberg. Sólo que eso de la Paz Eterna como Horizonte no
dejará de traer a nuestra memoria el donoso chiste recogido por
Drozdzynski y citado por Koselleck: «"En el horizonte ya es visi
ble el comunismo", explica Kruschev en un discurso.» Cuando
un oyente pregunta al jerarca qué sea el horizonte, éste le remite
al diccionario, en el que puede leer: «Horizonte, una línea ima
ginaria que separa el cielo de la tierra y que se aleja cuando uno
se acerca»5.
Para evitar esta desesperada andanza hacia algo que se aleja
de nosotros, intentemos más bien pensar en la Paz como un
adviento, esto es: como algo que viene a nosotros en cuanto pro
mesa de un futuro ya legible en ciertas huellas del presente (sólo
así podríamos creer que nos acercamos a la Paz o, más exacta
mente, que la Paz va acercándose constantemente a nosotros).
Abrámonos al eventum como Adviento, pues. Pongamos manos a
la obra. Vayamos: Hacia la paz eterna. De la misma manera que
en Das Ende aller Dinge era consciente Kant de que la realiza
ción fáctica del bien requería —más allá de la posibilidad siem
pre ofrecida por el imperativo categórico— la existencia de un
exemplum, de una Begebenheit que, estando en el tiempo, apun
tara más allá de él, o sea: exigía en suma el acto de presencia de
la persona del Cristo y, sobre todo, el sacrificio de Éste por amor,

5 A. Drozdzynski, Der politische Witz im Ostblock, Dusseldorf, 1974, p. 80,


(cit. en R. Koselleck, Futuro pasado, Barcelona, 1993, p. 340).
198 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

así también los seis Artículos Preliminares y, sobre todo, los tres
Definitivos (Republicanismo, Federalismo y Hospitalidad) de
Zum ewigen Frieden precisan para su realización de una garantía,
de una señal o Geschichtszeichen, según la cual se advierta que,
además de su pensabilidad-posibilidad (esto es: su no contradic-
toriedad), la Paz —como el Oráculo deifico de Heráclito—
semainei, «lanza destellos», impulsándonos así a «actuar como si
existiera algo que quizá no exista» (MSR, VI, 354). Pues bien
podría resultar al cabo que lo único «perpetuo» (en el sentido de
fortwahrend) sea, no la Paz (ésta, por ser eterna, quedaría mayes-
tática, radiantemente inmóvil, al otro lado del tiempo), sino el
camino hacia ella. Pero ese camino es un sendero de guerra.
El Escolio I de la obra de 1795 se abre con una figura tan fas
cinante como equívoca, expresada mediante un oxímoron, una
antítesis aparentemente inconciliable. Allí se nos dice, en efecto,
que la garantía de la paz eterna viene dada por «la Naturaleza,
esa gran artista (natura daedala rerum)» (VIII, 360). La expre
sión es de Lucrecio, que entiende esa figura como: «naturaleza
que ordena todas las cosas»6. Y ya es significativo que Kant pida
ayuda al respecto a un materialista mecanicista que, sin embargo,
hace de la Naturaleza una hipóstasis divina y la tiene por princi
pio de orden. Con todo, no es la primera vez que Kant juega con
la concepción sutil de que el mecanismo de la naturaleza irradia
Zweckmassigkeit, «conformidad a fin»7. Ya en la primera Crítica
se entreveía la activa latencia de una freiwirkenden Natur, «(la
cual hace posible todo arte y quizá la razón misma)» (KrV B
654/A 626), y que estaría secretamente en la base de la «idea de
un mecanismo» (KrV B 614/A 646). Pero es sobre todo en el
Apéndice —¡adviértase el paralelismo estructural con la
Garantieerklarungl— de la Teleología de la tercera Crítica
(§§ 80 y s.) donde, a través del juicio reflexionante y el
Hinzudenken («añadir lo que falta, pensando»: remediar una
falta, mediante el trabajo activo del pensar. Esto es: aquí aparece,
ad-viene a nosotros un concepto sintético, mediador entre
Denken y Erkennen; un término ya presente en Idee de 1784
[Tesis IX] y que se repetirá en Zum ewigen Frieden), donde se

6 Vid. sub voce: daedala en Nuevo Diccionario Latino-Español Etimológico


de R. de Miguel y el Marqués de Morante, Leipzig, 1867, p. 255.
7 Cf. mi Causalidad y teleología en Kant. En: J. Muguerza y R. Rodríguez
Aramayo (eds.), Kant después de Kant, Madrid, 1989, pp. 285-307.
NATURA DAEDALA RERUM

advierte —digo— cómo el Mecanismo de la Naturaleza (some


tido al Verstand) se pliega y recoge bajo la Naturaleza teleológica
(«pensada por añadidura», si así puede decirse, en virtud de la
Urteilskraft), la cual es a su vez pródromo y anuncio delfín final
en la Naturaleza —pero ya no propio de ella— (apertura a la
Ética y, en su fondo, a la Éticoteología, bajo la égida de laprak-
tische Vernunft).
Pues bien, esa Técnica de la Naturaleza que allí daba sentido
a los organismos (y en última instancia al Animal Tierra) había
aparecido ya, bajo el nombre de Intención de la Naturaleza
(Naturabsicht), en la Idee de 1784, para dar sentido a la Historia
del hombre. Un presupuesto básico anima a Kant —un presu
puesto muy ilustrado—: natura nihil fit frustra, o sea, en nuestro
caso: «Todas las disposiciones naturales (Naturanlagen) de una
criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez por com
pleto, y en conformidad a fin» (VIII, 18; Erster Satz; cf. KU A
292). Ahora bien, por lo que toca al hombre, esas Naturanlagen
se desarrollarán «sólo en la especie, no en el individuo» (ibid.
Zweiter Satz. Una idea muy coherente con las distintas formula
ciones del imperativo categórico y con el sentimiento moral del
respeto, que implica la humillación del individuo —como tal,
patológico— en nombre de la Humanidad, a la que la persona
física representa). Un conocido y perpetuo conflicto se sigue de
esta concepción: el hombre ha de llegar a desarrollar lo verdade
ramente humano, no por evolución de su «existencia animal»
(VIII, 19), sino produciéndolo a partir de sí mismo, negando por
así decir su propia «naturaleza» terrestre: ha de llegar a hacerse
radicalmente extraño a ese «seno materno» al que, como mero
animal, estaría destinado. Pero ese violento destacarse de lo que
él mismo, en el fondo, es, no está en manos del individuo. Hay
una escisión entre el «fondo» y la «mismidad» (que, agustiniana-
mente, es más íntima que la propia creída y sentida intimidad) en
la que se prefigura ya, más allá del hombre, la lucha incesante de
Dios consigo mismo (Existenz versus Grund) que Schelling reve
lará en 1809.
Así también, en Kant, para que este hombre reniegue de su
individualidad corpórea en favor del Hombre moral es necesario
que la Naturaleza entre en guerra, desdoblándose, consigo
misma. Al respecto, sería a mi entender altamente confundente
todo intento de acercamiento entre esta «Naturaleza» libre y la
Deidad de D'Holbach o del Esquisse de Condorcet (1794: es
obvio que en nada, ni por fechas ni por intención, pudo influir el
200 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

escrito del Marqués —optimista malgré tout— en el piadoso


Kant). Todo lo contrario. No se trata de reducir lo alto a lo bajo,
ni tampoco de un mero Progreso, sino de una ascensión (o mejor:
asunción) y de una sublimación (en todos los sentidos del tér
mino). Esta «Naturaleza que obra libremente» es más bien la
bisagra entre el ser y el deber-ser, entre la realidad y la norma.
Ciertamente, no puede negar su parentesco con la doctrina (ya
presente en Vico, pero que Kant tampoco conoció) de la hetero-
gonía de los fines, tal como aparece por ejemplo en Turgot (para
quien el progreso de la especie va surgiendo, a la contra, a partir
de la estupidez, la pasión y la inmoralidad de los individuos8) o
en Adam Smith, con su «mano invisible»9.
Pero en Kant se añade a esta vieja concepción un trasfondo
mítico-religioso, con innegables trazos de violencia y hasta de
crueldad. No es posible pensar aquí ni en términos «mecánicos»
ni tampoco en otros que fueran estrictamente, ortodoxamente
cristianos, como en las Meditaciones cartesianas o en el Discours
de Bossuet (ya que la gracia naturam non tollit, sed perficit). Es
necesario, en cambio, que la Naturaleza obligue al hombre, no a
adecuarse a ella (como pensaban los estoicos, a los que Kant cita,
pero a los que en absoluto sigue), sino a desembarazarse de ella,
a reprimirla y aun ahogarla. De la misma manera que el indivi-

8 Cf. Anne-Robert-Jacques Turgot, Discursos sobre el progreso humano


(1750), ed. de G. Mayos, Madrid, 1991.
9 Adam Smith, An Inquiry Into the Nature and Causes of the Wealth of
Nations (1776), ed. de Edwin Cannan, Nueva York, 1937. Según Smith, el indi
viduo viene «led by an invisible hand to promote an end which was no part of his
intention» (L. IV, Ch. 2). Kant había leído esta obra (cf. MSR A 127; Anthr. A
136, y también XXVII,2,2, 1138). Quizá con mayor evidencia se impone el
recuerdo de Mandeville y su Fable of the Bees (1714-29; influjo en Kant: XIX,
Refl. 6637; y XXVII, 1, 107), puesto que aquí se admite que, entre \os prívate
vices de los que surgen necesariamente public benefits, se encuentra la guerra.
La doctrina es, desde luego, más antigua, y parece acomodarse democrática
mente tanto a librepensadores ateos como a piadosos bienpensantes (de cuyo
seno salió: el trasfondo religioso y pesimista —¡el pecado original sólo es redi
mible por la gracia «añadida»: hinzugedacht\— es innegable). A Bossuet le
sirve, p. e., para «probar» que Dios escrive dreito em linhas tortas, que dicen los
portugueses: «De ahí que todos los soberanos se hayan sentido sujetos a un
Poder superior. Ellos hacen más o menos lo que se proponen, y sus designios tie
nen siempre efectos imprevistos» [Discours sur l'histoire universelle (1681), en
Oeuvres, París, 1935, 3éme P., ch. VIII]. Ni qué decir tiene que la cadena se pro
longará —complicándose bastante— en la List der Vernunft hegeliana. Pero eso
es ya otra historia (y otra Historia).
NATURA DAEDALA RERUM

dúo ha de vivir a pesar de tener todas las razones del mundo para
dejar de hacerlo (y sólo entonces tiene su acción valor moral),
«viviendo» así en una suerte de Eternidad personalmente repre
sentada, en una suerte de Vida del Espíritu lograda a base de
humillar su individualidad patológica, de igual modo la Especie,
transformada a la fuerza por la Naturaleza en Cultura, ha de aca
bar por forzar a la Fuerza misma, transfigurándose así en
Humanidad (se supone que mediante la autorrepresión de los
Estados-Naciones, que ahogarán constantemente sus «buenos
motivos», sean los que fueren —cf. el Primer Artículo Preliminar
de Zum ewigen Frieden— para entrar en guerra: Paz exterior a
base de interiorizar el conflicto).
La síntesis de ser y deber-ser, de Naturaleza mecánica y de
Cultura, en una palabra no puede ser el vínculo añadido «desde
fuera»; así pues, es necesario que ni en lo más recóndito del
«ser», o, digamos, de la Naturaleza mecánica, se anuncie una
redención. Para empezar, de sí misma, de su inerte condición de
partes extra partes. Es necesario pues que el monótono e inerte
curso mecánico se repliegue y combe, obedeciendo así la
Naturaleza una orden, una astucia ínsita en ella, pero que no es
de ella (igualmente el Cristo habría renegado, ya de siempre, de
su voluntad, poniéndose en manos del Padre: un mismo pliegue,
una misma re-flexión sangrienta articula todas las coyunturas del
sistema kantiano). Y como el Hijo, también la Madre ha de
doblegarse, ha de sacrificarse bajo un Poder superior (dicho sea
de paso, éste es un viejo mito que llega al menos hasta El tiempo
y el otro, de Levinas). Pero esa abnegación tiene su cruel contra
partida, su despótica compensación. En una violenta cadena
sacrificial, aquello que está a la vez bajo el poder de la Naturaleza
«libre» se doblega ante ella, que es así despótica con los anima
les (destinados a morir en favor de la especie) y madrastra con
los hombres, a los que mueve a guerra en favor de la Cultura. Por
lo demás, Kant no explica cómo es que la Vieja Magna Mater se
ha metamorfoseado en madrastra: pero es obvio que para un buen
cristiano —y más para alguien que, en sus concepciones teológi
cas, en vez de seguir un ortodoxo luteranismo se acerca, sin sos
pecharlo, en su rigorismo a las posiciones de un criptojudío,
barruntado por el fino olfato del joven Hegel bernés—, la
Naturaleza nunca podría haber entrado in illo tempore en nupcias
con el Padre, sino a lo sumo presentarse como un travestimento
de Éste. En efecto, ya en la primera Crítica se nos declara que,
con respecto al pensamiento regulativo, teleológico: «tiene que
IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

dar exactamente lo mismo decir que Dios lo ha querido así en su


sabiduría o que la naturaleza lo ha dispuesto así en su sabiduría»
(KrVB 1211A 699). Sólo que, para evitar la Scylla de las especu
laciones hiperfísicas (B 728/A 700), Kant prefiere caer en el
Caribdis de un «antropomorfismo sutil» (ib.; en la tercera Crítica
ese antropomorfismo quedará revestido técnicamente, junto con
el Hinzudenken del Juicio reflexionante) cruzado de terminología
(y sólo de terminología) estoico-epicúrea, y seguir el «lenguaje
modesto y razonable de los filósofos de todos los tiempos», los
cuales «emplean como sinónimos las expresiones "sabiduría y
providencia de la naturaleza" y "sabiduría divina" (B 729/A 701).
En una larga y erudita nota de la Garantieerklarung se entregará
Kant a sutiles distinciones sobre la Vorherbestimmung, la Providen-
tia que alentaría en la «forma» (la «conformidad a fin») que subyace
a la existencia misma de la Naturaleza (vid. VIII, 361 s.). Sólo que,
tras las conquistas de la tercera Crítica, ya no es necesario soste
ner la peligrosa sinonimia defendida en la primera. Desde el punto
de vista teórico —dice— la idea de «providencia» es übersch-
wenglich. No así en el respecto práctico, para «utilizar» (benut-
zen) el mecanismo de la naturaleza en vista del deber: tender a la
Paz eterna. En este sentido, esa idea sería en cambio dogmatisch
y bien fundada según su Realitat. Kant no explica sin embargo poi
qué lo sería. En realidad, no podría hacerlo, ya que la idea de Paz
no admite Deduktion, sino a lo sumo un signum, surgido no sólo
azarosa, sino incluso ilegalmente: el signum —que suscitará
Enthusiasmus, pero «desinteresado» y a distancia, en Der Streit
der Fakultaten— de la Revolución Francesa como Begebenheit y
exemplum de pueblo que se ha dado las leyes a sí mismo y esta
blecido la constitución republicana y que, sólo por ello, puede
servir como aglutinante y modelo de una federación libre de pue
blos: «Pues cuando la fortuna (Glück) así lo trama-y-ajusta (es so
fiigt), a saber: [dispone] que un pueblo poderoso e ilustrado
se haya podido configurar como una República, sirve ésta luego
de punto central (Mittelpunkt) de la unión federativa para
otros Estados, a fin de que se anexionen (anzuschliessen) a ella»
(VIII, 356); es evidente que esta optimista referencia de 1795
—¡Paz de Basilea!— a la anexión libre de otros estados no podía
sostenerse ya en el escrito de 1798, en donde se prefiere hacer
notar el escarmiento en cabeza ajena: hacer reformas para que no
haya revolución. Por lo demás, a la ulterior y forzada Rheinbund
napoleónica corresponderá después la Alemania nazi con otro
siniestro Anschlufi). En todo caso, tenemos aquí una clara analo-
N AT U R A DAEDALA RERUM 203

gía con la doctrina del genio, y tan peligrosa como ésta: pues es
«necesario» el azar para que, al romperse la legalidad anterior
—convertida ya en rutina—, surja otra nueva, más vigorosa y
fresca (sea dicho de paso: quizá aquí, a través de esta extensión
jurídico-política a la doctrina del genio, se encuentre un secreto
lazo de unión entre la libertad trascendental, que corta el tiempo
mecánico, muerto, y abre cadenas significativas, y el héroe-artista
nietzscheano de la Segunda Consideración Intempestiva).
De todas formas, es obvio que ya en estos mismos pasajes se
da cuenta Kant del gravísimo peligro que conlleva una anexión,
un pactum unionis internacional por analogía con el configurador
de una natio como cives. Pues un pueblo sí puede decirse, por
boca de sus miembros: «Es solí unter uns kein Krieg sein», «Que
no haya más guerra entre nosotros» (VIII, 358), integrándose así
voluntariamente en un Estado y sometiéndose a un Poder
(Gewalt) común pero articulado, a fin de allanar pacíficamente
los conflictos. ¿Por qué? ¿De dónde procede esa Befugnisl Todos
los miembros vienen aquí implícitamente considerados como
autóctonos, nacidos de la misma tierra en la que están enterrados
sus muertos —y por ende, ligados en una misma creencia o
Glaubensart—. Aquí es posible entonces, en estrecho parale
lismo con el sentimiento moral del respeto, reprimir el primitivo
status naturae (ese ansia de libertad externa y de dominio sobre
las cosas y sobre otros hombres) para sujetarse a la Ley. Así, de
consuno, los individuos se transfiguran en personas (en princi
pio, representantes por igual del Estado: origen de la necesidad
de la representatividad democrático-republicana) y todas ellas
juntas se aunan —muy spinozistamente— en una única Persona
moral: el Estado-Nación (o más exactamente: el Estado-Persona
que se sirve de la Nación, o sea, de territorio y subditos como ins
trumento para perseverar en su ser: para su autoconservación y
pujanza. De nuevo se apunta aquí una contradicción —difícil
mente salvable— en el intento kantiano de conciliar la libertad
rousseauniana y la sumisión hobbesiana). Pero los distintos
Estados-Personae son, en cambio, literalmente independientes
unos de otros. En este sentido, bien puede hablarse de un status
naturae interestatal, una suerte de bellum omnium contra omnes,
siguiendo das Ideal des hobbes10. De ahí que sea imposible la

10 Cf. K. Herb / B. Ludwig, Naturzustand, Eigentum und Staat. I. Kants


Relativierung des «Ideal des hobbes». Kant-Studien 84/3 (1993), esp. 303-316.
204 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

consecución de un Vólkerstaat, de una república universal, en la


que los distintos Estados soberanos habrían de subyugarse
—como si fueran meras Naciones/Naturaleza— a una Gewalt
central que asegurara el derecho de cada uno y evitara por la
fuerza desequilibrios y sojuzgamientos de los estados más pode
rosos respecto a los más débiles.
Los Estados del mundo no pueden en efecto considerarse
—según Kant— como un «nosotros», sino como «Yoes» sueltos,
si así puede decirse. Lo único que cabe aquí es un Surrogat de la
vinculación social civil, propia de cada Estado: der freie
Foderalism. Un mal menor que oscila precariamente entre los
extremos de la absorción y fusión de todas las Personas morales
—que dejarían eo ipso de serlo— en un único Superestado (a su
vez, él mismo condenado, extremosamente, o a la tiranía o a la
disolución anárquica; cf. VIII, 367) y la caída en esa condición las
timosa —en la que el ius gentium desaparecería— del derecho a la
guerra de unos contra otros, lo cual conduciría a esa «paz eterna»
de la que macabramente se burlaba el cartelón de la taberna holan
desa: la paz de la «ancha fosa» que cubriría por igual las fechorías
y los facinerosos (VIII, 357). Y así, entre el nihil negativum de la
Weltrepublik (el objeto de un concepto autocontradictorio; cf. KrV
B 348/A 291) y el nihilprivativum de la guerra/paz total (concepto
de la falta de un objeto), Kant propone lo que bien podría denomi
narse una ficción útil para la vida: no una Idea positiva, sino sólo
das negative Surrogat de aquella Idea (VIII, 357). Las consecuen
cias son, a mi ver, funestas para la concepción kantiana, y en un
doble respecto: tanto teórica como empíricamente. Pues ¿cómo
puede un sucedáneo negativo acercarse a una Idea, esto es: a la
Idea, no ya de una Weltrepublik —que es efectivamente una
«mala» idea—, sino a la Idea positiva de la Paz eterna, que debiera
ser la Position absoluta de toda política interestatal? Pero la cosa
no va mejor en el respecto empírico. Kant, por huir de las solucio
nes «violentas» de Leibniz y Rousseau, acaba por convertir esa fic
ción de un Bund expansivo en algo insostenible, desde el momento
en que tal asociación libre se parece muy sospechosamente a aque
llo que más temía Kant en el orden arquitectónico, a saber: a un
mero Aggregat que, en el mejor de los casos, sostendrá una preca
ria paz exterior a costa de vetar cualquier intervención en los asun
tos internos de cada Estado (Quinto Artículo Preliminar), cayendo
así —contra las propias intenciones iniciales— en una mera ausen
cia de hostilidades, en una paz tan negativa como negativo es el
sucedáneo de la Weltrepublik.
NATURA DAEDALA RERUM

Para evitar este verdadero escándalo, Kant se ve forzado a


recurrir a una doble estratagema: por un lado, se concede muy
hobbesianamente que cada Estado —o mejor, su Oberhaupt—
desea alcanzar la Paz mundial por el expeditivo procedimiento de
adueñarse del mundo entero. «Pero la Naturaleza quiere otra
cosa» (VIII, 367). Veremos en el párrafo siguiente qué es lo que
quiere la Naturaleza. Pero antes, examinemos con alguna deten
ción el otro lado: la opresión interna al propio Estado es en el
fondo irremediable, ya que aquí una persona física —el
Soberano— representa a la Persona moral —el Estado—: y el
paso entre la representación y la identificación es tan corto que
siempre se dará, pues «la posesión del poder echa irremediable
mente a perder el libre juicio de la razón»: VIII, 369. Kant cree
empero que aquella opresión podría aminorarse paulatinamente
si se introdujera un Artículo Secreto para la Paz Eterna que
garantizara la libertad de expresión y publicación por parte del
filósofo, el cual, como buen Geheimrat, aconsejaría —atrinche
rado en la aparentemente inerme Facultad de Filosofía— al Poder
a través de las mediaciones de las demás Facultades (correas de
transmisión de ese Poder único). ¿Y por qué habría de seguir el
Soberano —mediatamente: Kant no quiere desde luego ser cor
tesano— los consejos del filósofo? ¿De dónde le viene a Kant esa
desmesura, tan vieja y tan reciente, de «guiar al Guía»? De la
razón por él aducida cabe desde luego aportar numerosos ejem
plos, desde el punto de vista empírico. Pero no es en absoluto
convincente desde el respecto teórico. Antítesis absoluta del
Monarca (que es al cabo un Individuo animado por la tendencia
irrefrenable de identificar en una sola Persona los respectos físico
y moral), el Filósofo sería radicalmente «individualista», de
modo que —según Kant— no debería tener miedo el Poder de
que todos los filósofos juntos formaran algo así como una
Clubbenverbündung (VIII, 369; alusión clara a las sociedades
secretas que pululaban en la época, y que ya estaban desembo
cando en la creación de clubes jacobinos fuera del territorio fran
cés). También los filósofos serían pues incapaces de decir «noso
tros». También ellos serían un Aggregat. Pero entonces, aparte de
que se harán guerra unos a otros, ¿a quién escuchar, si todos ellos
son iguales? Que Kant se dio cuenta del problema lo prueba la
Verkündigung des nahen Abschlusses eines Tractats zum ewigen
Frieden in der Philosophic, de 1796. Pero que la solución
—puramente formal y negativa— de la Wahrhaftigkeit sea con
vincente es algo difícilmente aceptable: «No debes mentir» (VIII,
206 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

422) no implica en absoluto coincidencia en la verdad, sino que


deja abierta la posibilidad de propalar cualquier doctrina, con tal
de que se crea en ella. ¿Y, qué otra Facultad —y menos, el Poder
del que dependen— va a escuchar y seguir el guirigay de los
«Yoes» separados e independientes de los integrantes de la
Facultad de Filosofía, aunque no sean mentirosos? Es más, si esto
es así (y el estado actual de nuestras facultades ratifica aún más
el juicio pesimista), entonces todo el programa kantiano, ilus
trado por la cita de Bacon al inicio de la primera Crítica, cae por
los suelos como mera hipocresía o, a lo sumo, como pium desi-
derium. Kant ofrece al respecto una bonita imagen: la Filosofía
sólo podría ser considerada como función ancilar de las otras
facultades, en cuanto que es ella la que porta la antorcha. De
acuerdo, pero ¿quién sería el individuo señalado para llevar la
antorcha? ¿Cómo se puede fundar un sistema bien articulado
sobre la base de la abnegación de individuos dispares (sean físi
cos: hombres singulares, o políticos: naciones) para exigir al
cabo que los consejos vengan dados por un Individuo distin
guido: el Filósofo? Es evidente que, en el ámbito estrictamente
político, el Protagoras del diálogo homónimo de Platón tenía toda
la razón, al concluir su «cuento» sobre Prometeo: aidós y diké
son cosa de todos, no algo exclusivo de un excelente technítes,
que luego los repartiría a su leal saber y entender, von oben
herab. Sobre esta base es imposible la fundación de la polis. O
bien se permiten isonomía e isegoría, esto es libertad de partici
pación y de expresión, el derecho de publicidad por parte de
todos los ciudadanos (como ya ocurría de hecho en la época kan
tiana a través de periódicos, con todas las presiones y cortapisas
del caso, y que llegan hasta hoy), o bien se recae, poniéndonos en
lo mejor, en un despotismo ilustrado propio del consejero áulico
a la Voltaire; o, en lo peor, en una premonición del Führerprinzip
de una Facultad Elegida, que —con el Rector a la cabeza: Kant lo
era— pretende erigirse en Guía de las demás Facultades, meras
servidoras del Estado (baste pensar al respecto en la tristemente
célebre Rektoratsrede de Heidegger).
Pero volvamos ahora a nuestro tema central: ¿Qué es eso
que la Naturaleza quiere, tan potente que contrariará velis nolis
el ansia de dominio mundial del Soberano? Quiere, natural
mente, lo mismo que ella ya impelía a hacer en el ámbito del
derecho civil: la promoción de la sociabilidad a través de la inso
ciabilidad, de la igualdad a través de la desigualdad (cf. la Tesis
IV de Idee; VIII, 20 s.). Esta concepción es tan peligrosa como
NATURA DAEDALA RERUM

difícilmente evitable, dentro de las coordenadas kantianas. Pues


el ámbito del derecho no puede deducirse sencilla y llanamente
a partir de la esfera moral —contra lo que corre por ahí en
manuales—, ya que ésta vive de la constante superación de la
resistencia que el fondo animal, material del hombre opone a la
incondicionada formalidad del mandato (por eso las prescrip
ciones morales, al presentarse en el territorio religioso o jurí
dico, tienen una formulación exclusivamente negativa). La idea
kantiana es potente y sutil, pero bordea siempre la contradic
ción: el hombre, como individuo, lo mismo que el Estado —con
siderado como Persona aislada— tiende eo ipso a la guerra: no
se conforma con menos que con todo. En este respecto, la guerra
es causada por el hombre —o por los hombres agrupados en
Estado—. Y aquí no caben subterfugios ni paliativos. Esa ver
dadera Versündigung (VIII 357, n.), ese pecado contra Dios, no
es provocado por la Divinidad —contra la utilización ultramon
tana de la guerra como castigo y acicate para la regeneración, á
la Joseph de Maistre, ni tampoco desde luego como impulso
ascendente y revitalizador, a la Moltke—. No hay que justificar
a Dios por este mal (como querría la Teodicea), sino establecer
un juicio sobre el hombre mismo (Antropodicea), que al matar a
otro vulnera de manera definitiva e irremediable el imperativo
categórico del Selbstzweck. De modo contundente afirma Kant:
«Todos los males (Übel) del mundo le vienen al hombre por
causa del hombre» (XV, Refl. 1427). Pero este desvarío, esta
salida de la órbita del ordo communis naturae (por decirlo con
términos spinozistas) genera una verdadera heterogonía de los
fines, de manera que los males causados por la guerra se vuelven
con violencia destructora contra quienes la produjeron, hasta el
punto de que el filósofo —ese espectador desinteresado— se ve
precisado a «pensar por añadidura», o sea, a reflexionar sobre
este extraño efecto de retroalimentación expansiva, atribuyén
dolo a un Plan oculto de la Naturaleza «libre» para que el hom
bre, reforzado y templado por esas «tempestades de acero», no
recaiga en su estado natural, ferino, sino que ascienda a las
regiones de la cultura y de la legalidad jurídica, y por su medio,
a la suprema esfera de la moralidad. Sólo así pueden explicar
se algunos pasajes kantianos que, sacados de contexto, darían
pie a lecturas toto cáelo distintas de las intenciones del de
Kónigsberg.
Aduciré algunos ejemplos significativos. En claro anticipo
de la «lucha a muerte» de las autoconciencias hegelianas, Kant
208 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

señala que «aun para el salvaje» —uno diría, más bien: precisa
mente para el salvaje— el «objeto de la más grande admiración»
es el guerrero (KU §28; V 262), es decir: el hombre que expone
su vida con plena reflexión, domeñando así el instinto primigenio
de la autoconservación. Por eso, sigue Kant: «Incluso en la con
dición más civilizada de todas (allergesittetsten) sigue dándose
esta preferente estimación (el término alemán es más fuerte:
Hochachtung, "alta consideración", F. D.) por el guerrero» (ib.).
En el parangón entre el estadista (Staatsmanns) y el general
(Feldherrn: el señor de la guerra) siempre saldrá perdiendo el pri
mero. Tal es el dictamen del juicio estético. Es más, en un ritmo
ascendente no exento de patetismo, dice Kant que «la guerra
misma, cuando es llevada con orden y respeto sagrado de los
derechos civiles tiene algo de sublime en sí (etwas Erhabenes an
sich) y, al mismo tiempo, hace tanto más sublime el modo de pen
sar (Denkungsart: ¡pero eso es lo que se propone Kant en todos
los órdenes de su filosofar: un cambio en el Denkungsarñ, F. D.)
del pueblo que la lleva de esta manera cuanto mayores son los
peligros que ha arrostrado y cuanto más se ha podido, valeroso,
afirmar en ellos» (V, 263). La verdad es que la primera cláusula
de este apasionado canto a la guerra parece difícilmente compa-
ginable con la segunda, a menos que aceptemos una división
interna al Estado: dos tipos de ciudadanía. Pues bien podríamos
pensar —con Federico II, de cuyas palabras se hace eco Kant en
esta peligrosa loa—" que el burgués se queda en su casa, tran
quilo —ruhig in seiner Hauslichkeit, dice Federico II—, mientras
que en interés suyo y por la gloria del Monarca se bate el «pue
blo», el cual, dado que no debiera estar constituido por mercena
rios (según el Tercer Artículo Preliminar de la paz eterna: VIII,
345), tendría que estarlo por voluntarios. Pero, ¿de dónde proce
dería ese «cuerpo de defensa» sino de la base «natural» de la
nación, del Volk, que redime así su baja estofa al exponer
—y entregar— su vida en beneficio del burgués? Sólo que esta
inaceptable escisión entre pueblo y burguesía —inaceptable para
nosotros, no para Kant ni para el Rey Grande— se aviene además
muy mal con lo que nos sigue diciendo el filósofo en el §28 de la

11 Según el controvertido y astuto Rey de Persia, en la guerra: «der friedliche


Burger» debe estar «ruhig und ohne in seiner Hauslichkeit gestort zu werden,
nicht wissen würde, dass die Nation sich schlágt, wenn er es nicht aus den
Kriegsberichten erführe» (en Cavallar, op. cit., p. 136).
NATURA DAEDALA RERUM

tercera Crítica, a menos que veamos en todo ello un claro ejerci


cio de cinismo, mezclado con una secreta envidia ante la Rohheit
de las clases bajas de la nación. Leamos: «en cambio, una larga
paz suele hacer que domine el mero espíritu de negocio
(Handelsgeist), y con él el bajo provecho propio (Eigennutz), la
cobardía y la molicie, degradando el modo de pensar del pueblo»
(KU, V 263).
Y algo de cinismo y a la vez de secreta envidia debe de latir
en esa concepción, como se aprecia al comparar estos pasajes con
otros de Zum ewigen Frieden, en los que se nos dice que es arti
maña de la Naturaleza la promoción del acercamiento entre los
distintos pueblos «mediante el recíproco provecho propio
(Eigennutz)», ejemplificado en el Handelsgeist, «que no puede
coexistir con la guerra y que tarde o temprano se adueña de todo
pueblo» (VIII, 368). La inversión es aquí perfecta: ahora es el
«espíritu de negocio» el que promueve la «noble paz», denostada
en 1790 por degradar al pueblo. La idea, por demás, de que ese
espíritu acaba por «adueñarse» del pueblo lleva desde luego a
pensar que tan mercantil entidad viene insertada en aquél, por así
decir, desde arriba: von oben herab. ¿Qué es en cambio lo con
natural al pueblo? Justamente, los factores de desunión, de sepa
ración entre los Estados soberanos: la diversidad de lenguas y de
religiones (o, mejor, de «tipos de creencia»: Glaubensarten)
(cf. VIII, 367). Esa diversidad sería la causante del odio mutuo
entre los pueblos y de la belicosidad propia del status naturae
(bien interesante es el hecho de que entre los libros sagrados cita
dos por Kant —el Zend Avesta, los Vedas, el Corán— no figure
la Biblia). Está claro lo que Kant pretende: explícitamente, que se
llegue a la supresión de esas «confesiones» paganas, meramente
historisch (VIII, 367 n.), para implantar en su lugar una religión
—dentro de los límites de la razón, obviamente— que coincide
sospechosamente con un cristianismo esclarecido. Implíci
tamente, establecer un lenguaje dominante —si no único— que
permitiera traducir «racionalmente» esas otras lenguas, tan cer
canas a la naturaleza salvaje, volviendo así —civilizadamente—
a un estadio prebabélico.
¿Y cómo podría llevarse a cabo tan prometedora redención
—o si queremos, reducción—? Por un lado, el alma noble de
Kant se muestra aquí en toda su pureza, al enfrentarse al fenó
meno del colonialismo. La condena es aquí absoluta, sin ate
nuante alguno. Con verdadera pasión arremete el filósofo contra
los pueblos —holandeses, ingleses— que, llevados justamente de
Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ese Handelsgeist, entraron a sangre y fuego en el Indostán,


moviendo guerras entre los Estados allí constituidos y provo
cando «la letanía de todos males que oprimen al género humano»
(VIII, 359). Por eso, piensa Kant, procedieron sabiamente los
grandes Imperios ya constituidos, China y Japón, al limitar el
acceso de los europeos. En cambio, el expolio llevado a cabo en
las Zuckerinseln (las Antillas): «esa sede de la más cruel esclavi
tud, llevada a cabo meticulosamente» (ib.), tiende poco a poco a
extinguirse precisamente porque va dejando de ser negocio, sin
servir ya para otra finalidad que para la educación de los solda
dos de Marina y, de este modo, indirectamente, para el fomento
de la guerra en Europa. Kant condena sin paliativos esa conducta,
no sólo por inmoral, sino que lo hace incluso desde una base
puramente mercantil. Y lo mismo por lo que respecta a las regio
nes entonces más primitivas: Amerika, die Negerlcinder, die
Gewürzinseln, das Cap, usurpadas primero por los conquistado
res y luego por las naciones comerciantes so pretexto de que esas
tierras «a nadie pertenecerían, pues en nada tenían a los habitan
tes de ellas» (VIII, 358). Como sabemos —y al final nos deten
dremos brevemente en ello— todas esas zonas siguen siendo oca
sión de conflictos bélicos.
Pero, por otro lado, el propio Kant debería reconocer —ya en
su época— que ese mismo «espíritu mercantil» (al parecer,
amante de la paz) ha sido el que ha provocado la tristísima expe
riencia de aquellas guerras, más salvajes que las llevadas a cabo
en Europa (estas últimas, las llamadas Kabinetts-Kriege). Y el
filósofo ha de confesar también que la reducción a lenguajes civi
lizados y al cristianismo ha acompañado necesariamente a aquel
despojo. Aquí, como en las otras Ubergangszonen de su doctrina,
bien puede apreciarse la clarividencia de Kant y a la vez su inge
nuidad —o si malévolamente se quiere, su cinismo—. En efecto,
ha sido justamente el espíritu de negocios (factor de unión), al
extenderse planetariamente, el que ha contribuido con mucha
más fuerza y rapidez que el guerrero, el político o el religioso
—por no hablar del filósofo— a la paulatina desaparición de la
diversidad de lenguajes y religiones (factor de separación), o al
menos a degradar aquéllos a lenguajes de segunda y vergonzante
clase y éstas a restos de valor folklórico y casi turístico (se habla
en la lengua del vencedor, y se cree en una religión al inicio
impuesta). Ciertamente, se han ido estableciendo así, al menos en
teoría, esas «pacíficas relaciones, que... llevarían quizá a la raza
humana a instaurar una constitución cosmopolita» (VIII, 358).
NATURA DAEDALA RERUM

Sólo que, a cambio, se ha hecho proliferar artificialmente el


número de Estados (en una aplicación sui generis de la «máxima
sofística»: Divide et impera; VIII, 375), para después integrarlos
más o menos forzadamente en comunidades más amplias de libre
cambio y comercio (la Commonwealth, por ejemplo).
Pero en lo que difícilmente podríamos creer muchos de noso
tros hoy —a pesar de que en algunos casos pueda concederse que
se han establecido relaciones pacíficas, públicas y legales entre
las antiguas colonias y la metrópoli— es en que todo ese estadio
postcolonialista permita prever una disminución de los conflictos
—más bien se aprecia todo lo contrario— y mucho menos un
acrecentamiento de la moralidad. ¿Por qué la terca experiencia
no quiere acomodarse a los bienintencionados designios kantia
nos? ¿Vamos de verdad hacia la paz eterna, ahora, en un mundo
en el que la técnica, el comercio, las comunicaciones y aun las
diversiones se van uniformando vertiginosamente? ¿A qué se
debe la amarga sonrisa que provocan en nosotros textos como
éste: «La Naturaleza [es lo que] permanece, y aunque nosotros no
sepamos aún lo que ella sea, tenemos que figurarnos lo mejor
(das Beste)» (XV, 896; Refl. 1524)? Y además, y dejando aparte
sus justas denuncias contra el incipiente colonialismo, Kant, en
su famoso opúsculo de 1786 —pendant de Zum ewigen
Frieden—, sigue insistiendo —y con palabras que habrían hecho
las delicias de un Moltke— en que las guerras (se supone que no
las de rapiña —de «civilizados» contra salvajes— ni las de exter
minio —de salvajes entre sí—, sino las guerras «ilustradas»
europeas, llevadas en el mejor «orden y respeto a los derechos de
los ciudadanos») no sólo son necesarias, sino convenientes,
debiendo prolongarse indefinidamente ese status naturae —refi
nado y moderado por el derecho internacional, empero—: «En el
estado de la cultura... en que se halla aún el género humano es la
guerra un medio imprescindible para seguir impulsando a aque
lla hacia adelante; y sólo después de una cultura cabal (que Dios
sabe cuándo se conseguirá) sería para nosotros saludable una paz
duradera, la cual, a su vez, únicamente por medio de la guerra
sería posible» (Muthmasslicher Anfang, VIII, 121). ¿Eso es lo
«mejor» que podemos imaginarnos de la Naturaleza (y, a su tra
vés, de la Providencia)? ¿Por qué?
La cultura es el desarrollo de las actividades artísticas (sensu
lato: comprendiendo las técnicas, establecidas bajo reglas de
habilidad) del hombre como ser racional, el cual, operando sobre
su propia naturalidad y sobre la naturaleza externa, gefesselte:
, IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

sometida al entendimiento, prueba así su desgajamiento del


tiempo en el tiempo mismo, pone a prueba a la Naturaleza para
ver lo que ésta da de sí(KU §&3; V431), abriéndose de este modo
a los consejos de la prudencia (el campo jurídico-político) y, por
su medio, a la consideración del hombre como «fin final» de la
Creación, en cuanto persona moral. Ahora bien, Kant confiesa
que: «la habilidad no puede ser bien desarrollada en el género
humano sino por medio de la desigualdad entre los hombres» (V
432). Desigualdad ésta que se opone al mismísimo concepto del
derecho, en cuanto: «conjunto (Inbegriff de condiciones bajo las
cuales el arbitrio de uno puede ser unificado con el del otro según
una ley universal de libertad» (MSR, VI, 230). Sólo que esta
desigualdad —cree Kant— es benéfica. Es verdad que: «Los
males (Plagen) crecen con el progreso de la cultura» (V 432), y
además por los dos lados: el de la opresión extraña y el de la insa-
ciabilidad interior. Pero esa «miseria brillante» (glanzende
Elend: una expresión que tanto recuerda a los splendida vitia
agustinianos), enlazada con las Naturanlagen de la especie, hace
que la Naturaleza alcance su fin último (letzten Zweck), que sin
ser el del hombre qua ser racional, constituye empero el basa
mento, en cuanto Zweckmassigkeit, del despliegue de la actividad
moral, en cuanto Zwecktatigkeit: el Hombre como «fin final»
(Endzweck). Ese último fin es el de la consecución de una bür-
gerliche Gesellschaft a nivel mundial. Y el medio para conse
guirlo (cf. XXIII, 175 s.) es terrible: se trata de la triste experien
cia de la guerra.
¿Cómo es posible que de la guerra surja la paz? Mediante las
guerras —razona Kant— pueblos más poderosos empujan a los
aborígenes a regiones más inhóspitas, hasta que se cumple el des
tino de la especie: el ecumenismo, a la vez que se obliga al pue
blo amenazado a establecer una interacción interna para poder
rechazar al enemigo, estableciendo así fronteras. De este modo,
el problema de la consecución de una constitución republicana
interna está inextricablemente ligado al del progresivo reconoci
miento de Estados soberanos. Y ese reconocimiento, si no quiere
llevar a una nueva disolución anárquica —pues el ciudadano es el
que aporta los fondos necesarios para la guerra, dificultándose así
el comercio—, exige la creación de ligas libres entre Estados,
mediante relaciones reconocidas por el derecho internacional. El
destino último, en las intenciones kantianas, es el de una
Federación libre de Estados independientes (un simulacro de esto
último, a nivel parcial, puede encontrarse en la denomina-
N AT U R A DAEDALA RERUM 213

ción actual de la antigua URSS: la Comunidad de Estados


Independientes).
Casi todo lo predicho por Kant ha sucedido: pero como más
cara y simulacro. Y tenemos todo el derecho del mundo a des
confiar de esa ingenua confianza kantiana en que la hipocresía es
ya un signo de que, en el fondo, viene respetado el derecho. Pues
con igual motivo podría invertirse la idea y pensar que el derecho
es utilizado (de una manera parecida a la «racionalización» freu-
diana) para dar un manto de precaria legitimidad a un estado de
cosas conseguido por la fuerza. Si la Guerra Mundial parece hoy
cada vez más lejana, los conflictos suceden ahora en el interior.
¿Qué ha sucedido? El planteamiento de Kant era, por un lado,
mítico (una Naturaleza abnegada que se pliega, a la contra, para
dejar un espacio libre a algo que no es ella misma, y que la
reprime constantemente). Por el otro, abstracto: Kant juega con
la idea de la persona singular y del Estado a la vez universal (den
tro de sus fronteras, mediante la Ley) y singular (fuera de ellas,
como Persona moral enfrentada a otras). Queda de este modo
radicalmente fuera de juego lo particular: todo el entramado de
tradiciones, maneras específicas e históricamente constituidas de
ser y de pensar, expresadas justamente por aquello que Kant
—con razón— ve como factor de desunión y de guerra: la diver
sidad de lenguas y de religiones. A lo sumo, se pide a esas ins
tancias «naturales» (desde las costumbres —los Volktales— al
propio Volk, sin olvidar las exigencias —bien terrestres— del
suelo y de la sangre) que, de suyo, se «conformen» a una finali
dad que no es la propia, a través de una List der Natur que
expresa más un pium desiderium que una real sujeción. De esa
manera, tales instancias quedan «liberadas», sueltas, y regresan
al mundo burgués, primero fantasmáticamente, y luego de forma
bien real y pavorosa, como prueban los no acabados fascismos de
este torturado siglo. Intérpretes consumados del kantismo dejan
entrever, por vía de clamorosa ausencia, este carácter abstracto
de la solución kantiana, como cuando uno de ellos nos dice:
«Sólo se trata de ponernos en las puertas de la gran decisión: unl
versalizar los fines de las conductas sociales, y permitir como
contrapartida la autonomía de las conductas auténticamente per
sonales.»12 De un lado, pues, la universalización. Del otro, la sin-
gularización. Como si la conducta no estuviera mediada por toda

J. L. Villacañas Berlanga, Racionalidad crítica, Madrid, 1987, p. 30"/


214 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

una serie de estructuras —en buena medida inconscientes— que


rigen todo aquello que el buen Hegel —otro kantiano, algo
menos ingenuo— llamó el demonio de cada individuo: su tempe
ramento.
Justamente el mod :1o con el que juega Kant para su pro
yecto de paz eterna, a saber: el Estado-Nación, se encuentra hoy
en crisis por todas partes. Vuelven esos viejos demonios, contra
los que no cabe invocar de nuevo el «tenedor» dual de la ley y la
persona, sino conceder un espacio —cada vez más amplio— al
juego de interacciones simbólicas que permiten el reconoci
miento carnal del individuo, ligado a grupos por la sangre, el
territorio, la lengua y el sistema de creencias. Actualmente hay
aproximadamente 150 Estados integrados en las Naciones
Unidas. Pues bien, ¡esos Estados acogen o reprimen en su seno,
según los casos, a más de 1.500 naciones o etnias distintas! De
los 92 conflictos bélicos habidos p.e. en 1989, sólo siete se han
debido a guerras interestatales del tipo estudiado por Kant (casos
señalados: fricciones entre Pakistán e India, o entre Etiopía y
Somalia). En este mismo año de 1995, sólo se conoce un con
flicto de este tipo, y efímero: la corta guerra fronteriza entre
Perú y Ecuador. En cambio, y por volver a 1989, 44 conflictos
locales se debieron al desmembramiento de nuevos estados a
partir de otros mayores, y 41 conflictos internos fueron causados
por la diferencia de raza y etnicidad. Es evidente que el número
de estos últimos no ha hecho sino crecer desde entonces13. El
auge de las religiones y sectas se debe a dos factores, antitética
mente correspondientes a los que Kant consideraba como pro
pulsores de cultura: por una parte sirven de consuelo ante el cre
ciente deterioro económico, y por otra de arma —cada vez
menos simbólica, como prueba el caso de Argelia— para con
quistar por la fuerza un Poder cada vez más endeudado a bloques
hegemónicos, con derecho de intervención y veto (algo que va
por lo demás directamente contra las cláusulas kantianas de Zum
ewigen Frieden).
Y ello por lo que respecta a los conflictos sociales, en los que
destaca, cada vez con más fuerza, un elemento «nuevo», para el
que ni siquiera había nombre propio, y que nosotros importamos
del inglés ethnicity: la etnicidad como grupo unido por relaciones

13 Cf. Karen Landgren, States in Armed Conflict 1989, Uppsala, 1991 (cit. en
Johan Galtung, The emerging conflict formations. Dialektik, 1993/2, p. 46).
NATURA DAEDALA RERUM

simbólicas, no necesariamente —ni menos exclusivamente— de


consanguinidad. Si a algo se parece el concepto de «etnicidad» es
justamente a la encarnación de eso que Kant denominaba
Glaubensart: «sistema de creencias». Y por lo que hace a las
razas, sólo un 25 por 100 del total de la población es de raza
blanca, que sin embargo controla todas las fuentes del poder eco
nómico, político y militar. Por último, dentro de los sexos, el 90
por 100 de los varones son responsables de la violencia directa
ejercida contra las mujeres, mientras que ambos sexos —si gozan
de algún tipo de dominio— dirigen su violencia contra las capas
«improductivas»: niños y ancianos, según el Informe Galtung
reseñado en nota anterior.
Es ist Zeit, umzukehren: «Es tiempo de volver», nos amo
nesta Paul Celan en su discurso Der Meridian. Pero volver,
¿adonde sino, a través del derecho y la cultura, a ese seno natu
ral —antes visto como algo patológico— que permita el desarro
llo de la irreductible alteridad de individuos y pueblos, frente a
las exangües abstracciones de la Persona y el Estado? Pues éstas
han vivido —y deberán seguir viviendo, para garantizar las
reglas del juego— de aquellas instancias bien concretas. Pero
antes lo hicieron von oben herab, a través de mandatos y prohi
biciones que humillaban aquella naturaleza salvaje que tan ilu
soriamente se creía podría plegarse y conformarse a fines que no
eran los suyos, sino los de una supuesta Naturaleza hinzugedacht.
Mediando precaria, flexiblemente entre los caminos extre
mados de Kant y de Nietzsche, tras tantas humillaciones y sufri
mientos de hombres, etnias, pueblos y naciones marginados,
quizá ahora estemos por fin en camino de pensar (de pensar refle
xivamente, al menos) en lo que podría ser una vía hacia la paz.
Una paz perpetua, no eterna. La paz de la vida, no la denostada
paz del cementerio, pero tampoco esa abstracta pax kantiana,
ubicada ucrónicamente (según la feliz expresión de Rodríguez
Aramayo14): al otro lado del tiempo. Vigilantes y activos, sin
esperar recompensa ni felicidad alguna que no se halle en el pro
pio proceso laborioso por ir estableciendo la paz. Pues: Beatitudo
non est virtutis praemium, sed ipsa virtus (Spinoza, Ethica, P. V,
Prop. XLII).

14 Cf. R. Rodriguez Aramayo, Crítica de la razón ucrónica, Madrid, 1992.


9. LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO
KANTIANO ANTES DE LA REVOLUCIÓN
FRANCESA: LA PROGNOSIS
DE LOS PROCESOS MODERNOS
José Luis Villacañas
Universidad de Murcia

La filosofía de Kant integra una precisa conciencia de la línea


evolutiva de las sociedades europeas. Como es sabido, Kant pro
pone una filosofía de la historia de corte universalista y progre
sista que identifica los motores de este progreso en fuerzas socia
les muy concretas, que podemos llamar burguesas. Pero no sólo
nos ofrece una mirada reflexiva capaz de mostrar a estas fuerzas
sociales la legitimidad histórica y universal de su tarea. También
propone una prognosis del futuro inmediato, en el que la direc
ción del proceso pasa de las fuerzas sociales emergentes al Estado
que ellas mismas sean capaz de construir. Ése es el giro más pre
ciso de la experiencia kantiana1. La modernidad, que para Kant
era ante todo social y económica, debía dar el paso a la moderni
dad política. El destino de la Ilustración, y de la dimensión uni
versal de la historia, dependía del éxito de este paso. Sin embargo,
este paso se dio en falso durante dos siglos.

I. UN SISTEMA QUE AMA LA ANTINOMIA

Una de las paradojas más llamativas del pensamiento kan


tiano, con frecuencia señalada por sus críticos, reside en que el
autor que se hizo famoso en toda Europa por una obra preparato-
¡ la paz perpetua, de hecho escribiese muchos textos de reco
nocimiento del papel positivo de la guerra en el progreso humano.
Esta paradoja no debería llamarnos la atención en un autor que
mantiene un método muy peculiar a lo largo de su vida. Pues, en

1 Cf. mi trabajo Del público a ¡a masa, Paidós, 1995.


218 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

efecto, allí donde su pensamiento se esfuerza por enfrentar de una


manera precisa la idea con la realidad, Kant se detiene en una anti
nomia que permanece abierta2. Así sucede con el problema de la
propiedad, así sucede con el problema de la libertad, así sucede
con el problema de la verdad y de lo sublime. Así sucede con la
razón entera, en todas sus dimensiones. Sin duda ninguna, aquí
debemos registrar la profunda humildad de Kant ante la historia,
que en cada presente debe jugar su partida. Pero también la pre
tensión metanistórica de su sistema: una antinomia racional define
una estructura que rueda por el tiempo. Los portadores históricos,
en su concreción, pueden cambiar. Los problemas, no. El tiempo,
en este renovado estoicismo, no acaba afectando a la estructura
profunda del Logos, sino ofreciéndole el campo para su batalla.
Con la guerra y la paz sucede en Kant algo parecido. Intui
tivamente recordamos que elevó la eterna antinomia entre estas
dos potencias a una sentencia eterna: concordia discors o insocia
ble sociabilidad es la estructura de la vida humana. Pero decir sólo
esto sena una aproximación muy general para caracterizar con
acierto la cuestión. Las antinomias tienen un aspecto antes y des
pués del supremo ejercicio reflexivo de la razón, antes y después
de la autoconciencia que la razón alcanza de sus estructuras. Por
poner un ejemplo: la mera descripción de la lucha histórica entre
los filósofos empiristas y racionalistas (entre Hume y Leibniz, por
ejemplo) es muy diferente de la exposición realizada en la Dialéctica
Transcendental de la Crítica, donde se concede a los beligerantes
la defensa de legítimos intereses de la razón. Lo mismo sucede con
el problema de la guerra y la paz. Una cosa es la mera descripción
de su facticidad, de las batallas realizadas en el tiempo, en sí misma
carente de esa normatividad que le confiere el discurso de la razón
y, otra muy distinta, la previsión normativa de lo que puede ser la
guerra y la paz, una vez cumplida la autoconciencia normativa que
debe regirlas dentro del sistema de acciones racionales.

2 La metafórica de la guerra está entretejida con el método de la antinomia.


Así, en KrV 711 ya se habla de la correlación entre una verdadera antitética y un
genuino campo de batalla. Pero la guerra siempre lleva a una paz como la anti
tética, siempre lleva a una estable posesión de la razón. Lo mismo sucede en B
779-780, donde, además, el problema es el de la guerra civil, en el sentido de que
la paz no puede establecerse excepto mediante la constitución de un estado legal
y soberano que resuelve todos los conflictos vía derecho, y que funda no una.pax,
sino una Friede, esto es, no un cese de la beligerancia, sino una situación en que
una sabe su derecho. Para el despliegue de esta metafórica de la guerra civil en
el contexto de la dialéctica transcendental, se puede ver B 805.
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO

Así tenemos en Kant dos tipos de textos sobre la guerra y la


paz. Unos descriptivos sobre el pasado y otros normativos sobre
el futuro más o menos previsible. Unos hacen referencia a la poten
cia natural de la guerra, asentada en dimensiones antropológicas
inextirpables, que nos recuerdan el polemós de los estoicos; otros
reciben determinaciones normativas, dependientes de la lógica
del republicanismo. Los primeros describen lo que el fenómeno
de la guerra produce, entregado al libre juego junto con otras poten
cias naturales. Los segundos prescriben cómo orientar el fenó
meno de la guerra en contextos en los que la razón regula las dimen
siones de la naturaleza. Sin embargo, los textos que reconstruyen
el pasado ya lo reconstruyen racionalmente. En tanto textos sobre
el pasado histórico, incluso las descripciones del hecho de la gue
rra se rigen por la teleología moral que regula toda reflexividad
histórica. Las anticipaciones normativas en estos textos no resul
tan evidentes, pero en sí mismos son textos que se rigen por las
ideas metodológicas de la Crítica del Juicio3. Se trata de com
probar, en una diposición natural concreta como es la violencia,
que también ella puede dirigirse teleológicamente a la producción
de bienes racionales. Por el contrario, en los textos donde la gue
rra aparece dominada por una lógica normativa republicana, la
normatividad no es sólo teórico-reflexiva, sino práctica. No se
trata de verificar que la naturaleza ayuda a la razón, sino de diri
gir la acción humana según la razón libre. Ahora bien, no hay lugar
en Kant para una acción racional libre que no respete, conozca y
use los potenciales de colaboración —y por ello de resistencia—

3 No sólo aquellas que tienden a reflexionar para entregar un concepto ade


cuado a un fenómeno individual, sino también aquellas que apuntan a descubrir
el sentimiento de lo sublime en nosotros. Así, esa alabanza de la guerra que regis
tramos en el §28 de la KU y que al mismo tiempo nos habla del tipo de guerra
que Kant tiene en mente cuando hace una alabanza de la guerra. «La misma gue
rra -dice- si es conducida con orden y sagrado respeto de los derechos civiles,
tiene algo de sublime y hace la mentalidad del pueblo que así la conduce tanto
más sublime cuanto mayores fueron los peligros a que estuvo expuesto, habiendo
sabido mantenerse valeroso en medio de ellos; por el contrario, una paz prolon
gada suele hacer dominar el mero espíritu comercial, y con él, el egoísmo, la
cobardía y la molicie, y rebajar la mentalidad de un pueblo» (Ak, V, 263). Sin
ninguna duda, consideraciones de este tipo, aplicadas a otros sistemas de gue
rra, están en la base de la apología de la guerra que se realiza alrededor de 1914
y que tiene su cénit en la obra de Sombart sobre Héroes y Comerciantes, donde
se realiza una genealogía de la derrota alemana como triunfo interno del espíritu
de los comerciantes frente a los militares prusianos. Cf. Domenico Losurdo, La
comunitát, lamorte, la guerra, 1993.
220 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de las fuerzas naturales. En este sentido, los textos normativos


republicanos deben ya usar las conclusiones de los textos mera
mente reflexivos. Esta colaboración entre los dos tipos de textos
es posible porque la reflexión sobre la historia sirve ya a intere
ses prácticos. Esta convergencia resulta manifiesta si recordamos
que la recontrucción histórica se realiza en clave cosmopolita, y
que cosmopolita es la suprema aspiración normativa de la prác
tica. Pues bien, esta convergencia se verificará relacionando los
textos de Ideas con los grandes textos normativos, con la Paz per
petua y la Metafísica del Derecho.

II. GUERRA EN EL SISTEMA DE LA RAZÓN DE ESTADOS


Y LA NUEVA SITUACIÓN

La clave en la que voy a insistir ahora es la siguiente: Kant


es consciente de que los avances normativos, sustanciados mediante
avances de la autoconciencia racional, son permitidos por cam
bios históricos que motivan a la reflexión. Sólo ellos posibilitan
ese «amplio horizonte y su juicio sobre lo que es, en comparación
con lo que debe ser —por tanto su autocensura» (Ak. VIII, 309).
Estos hechos históricos son Wendungen, en el sentido dado por
Kant a esta palabra, muy cercano a nuestro sentido de revolución.
Quiero decir que también en el terreno de la práctica, y más pre
cisamente en el de la paz y la guerra, la historia funciona como en
el avance del saber científico: mediante lo que Kant llama la estruc
tura de la revolución copernicana. La Revolución Francesa es, en
cierto sentido, una revolución al modo copernicano: el Estado ya
no es la estructura heredada, independiente de los subditos, que
determina su lugar en el cosmos social, sino antes bien resultado
de los subditos, de las fuerzas del propio cosmos social que lo
construyen racionalmente. La consecuencia más precisa de este
giro reflexivo no es sino la comprensión de la naturaleza univer
sal del Estado, válida a priori para cualquier realidad civil.
Kant evita el voluntarismo en el diagnóstico del origen de
estas Wendungen. De hecho, jamás pierde de vista su afinidad con
los movimientos naturales, por lo que siempre se trata de proce
sos que integran un elemento de necesidad. Incluso las revolu
ciones políticas son fruto de la necesidad y no de la mera volun
tad de los hombres. Dependen, en su origen y en su movilización,
de la naturaleza de los hombres y de su inclinación a la felicidad,
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO 221

más que de su libertad y su deseo de conquistar el fin moral. Y sin


embargo, este hecho produce en Kant más confianza que los fenó
menos de fanatismo y superstición mesiánica, aliados del volun
tarismo extremo (Ak. VIII, 309). Las instancias del derecho, úni
cas que sirven de base a los Estados, son medios racionales de
neutralización de la violencia endémica prerrevolucionaria, mien
tras que las instancias mesiánicas son parte de la llama de esta
violencia endémica, parte del fuego de la desgracia.
Sin embargo, la guerra y la violencia también pueden darse en
tal grado de generalización que acaben produciendo ante el hom
bre esa amplitud de horizonte reflexivo. Entonces se da algún tipo
de giro o Wendung, en el que la autoconciencia racional extrema
su agudeza reflexiva y hace emerger estructuras normativas con
cretas de cosmopolitismo (cf. Ak. VIII, 309). Sin ninguna duda, el
cosmopolitismo es la estructura de la razón —aquí Kant una vez
más hace valer su inclinación estoica, ahora mediada en la moder
nidad por la figura de Althusius—. Se trata de mostrar la forma
concreta del cosmopolitismo necesaria a partir de cierto giro de la
situación histórica de las sociedades europeas. Pues también la
monorchia universalis romana fue legitimada desde categorías
estoicas y desde formas precisas de guerra y de paz. Y, sin embargo,
ni ésta ni ninguna de sus derivaciones medievales, como la del
Imperio, puede ser la forma de paz tras el giro de la modernidad.
¿De qué se trata aquí? ¿Qué acontecimiento histórico abre los
ojos de la reflexión y genera una normatividad más precisa, cohe-
>az de reconocer la naturaleza de las cosas y de orien
tarla hacia fines racionales? Sin duda ninguna, se trata de un cris
talizado en el que aparece en todo su brillo un fenómeno acumulado
en largos procesos del pasado histórico. Podemos llamar provi
sionalmente a este giro la emergencia de la guerra republicana,
puesta de manifiesto por la Revolución Francesa. Si nuestro plan
teamiento es correcto, debemos ver este giro como resultado de
un proceso histórico de largo alcance, que podemos llamar la repu-
blicanización del Estado dinástico, emergente en el siglo xvi. Este
proceso significó la paulatina ampliación de la base burguesa del
Estado tradicional patrimonial. Este es un proceso específico de
la modernidad4, y condiciona, en la reflexión de Kant, la forma
específica de cosmopolitismo moderno. Veamos de qué se trata.

4 Cf. Max Weber, Economía y Sociedad, Cap. IX. Hoy se puede ver una recons
trucción precisa en Stefan Breuer, Burokratie und Charisma, WbG, 1994.
222 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

III. LAS FORMAS HISTÓRICAS DE LA GUERRA Y LA PAZ


Como toda potencia natural5, la guerra tiene una aspiración
universal. Por eso mismo, la paz, como respuesta racional, repro
duce aquella aspiración con planes igualmente cosmopolitas. En
ambos casos, las dimensiones de la naturaleza y las respuestas de
la razón tienen la pretensión de alcanzar a la tierra entera. Esto lo
ha dejado Kant perfectamente claro en Comienzo verosímil de la
historia humana. En la tremenda elipsis del pequeño texto, casi
calderoniana, en la que se abre el telón con el rótulo del «Inicio
de la historia», para inmediatamente echarlo tras el cartel de
«Desenlace de la historia», se nos pretende describir una estruc
tura muy profunda y formal de la vida humana. Sólo por eso, su
descripción inicial es ya también desenlace. La estructura estoica
de la repetición resulta supuesta, naturalmente. Pero ¿qué se repite?
Dos palabras se escriben aquí: trabajo y discordia (Ak. VIII,
117, cast. 706). Kant resume con estas dos palabras la estructura
de la sociedad. Ahí reside la fuente de desigualdad social sobre la
que se organiza la guerra. El polemós no brota inmediatamente de
la existencia humana, sino de la división de trabajo y de la dife
rente estructura social que éste produce. Así que la misma expre
sión positiva de la existencia (el trabajo) genera, mediante la desi
gualdad7, la dimensión odiosa y negativa (discordia y guerra). Sin

5 El texto donde la guerra aparece radicalmente antisublimada, como mera poten


cia natural, se encuentra en la K.U. §83, dentro del sistema causas naturales que
trabajan produciendo la destrucción del hombre. En este sentido «el hombre nunca
es más que un miembro de la cadena de fines naturales». Por eso, en la medida en
que se considera como potencia natural puede ser representada en un arte bello,
alegóricamente, como se representan las furias, las calamidades y otras desgracias
naturales. Cf. K.U. § 48, Ak, V, 312. Sin embargo, toda reflexión levantada sobre
el hecho de la guerra, tiende siempre a ponerle fin (Ak. VII, 276). La reflexión glo
bal y cosmopolita siempre surge desde el interés de la paz. El arte antiguo, pagano,
incapaz de una reflexión cosmopolita, fue igualmente incapaz de superar una rela
ción naturalista con la guerra. De esta forma, se hizo posible no sólo la considera
ción alegórica, sino también la consideración astrológica: un fenómeno natural
podía ser índice causal de la guerra, de la peste, de otras desgracias naturales, hasta
el punto de que podían apuntar la llegada apocalíptica del fin del mundo por con
sunción de las fuerzas de éste, cf. Anthropologic, Ak. VII, 194.
6 Cito por la edición castellana de Roberto R. Aramayo, Ideas para una historia
universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, tra
ducción de Concha Roldan y R. R. Aramayo, Tecnos, 1987; a partir de ahora cast.
7La genealogía social más completa de esta violencia, desplazada luego al
estado y al sistema de Estados basado en la guerra, se puede ver en la K.U., §83,
Ak. V, 433. Ahí ya se identifica que la solución cosmopolita pasa por la eleva-
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO

ninguna duda, la previsión utópica de que una determinada orde


nación del trabajo determine el final de la violencia jamás se abre
camino en Kant. Esta mirada desencantada sobre el trabajo humano
y sus consecuencias aleja a Kant de toda perspectiva marxista. No
necesito decir que creo firmemente que la razón está de parte de
Kant. El trabajo no es sólo fuente de cooperación. También lo es
de competencia.
Ahora bien, Kant reconoce (Ak. VIII, 119, cast. 72) que el
peligro de guerra entre los grupos aumenta el valor de la libertad
interna a los grupos y, con ello, aumenta el aprecio por la creati
vidad de los individuos que los componen. La guerra, formal y
estructuralmente, dinamiza a los grupos humanos y tiende a aumen
tar la colaboración y la igualdad en su base. Por el contrario, la
respuesta que neutraliza el conflicto tiende a producir sociedades
más amplias y pacíficas, con estructuras de gobierno más estables
y, por ello, más inclinadas a la actuación despótica. Kant resume
así el proceso de la historia antigua, que partiendo de la constitu
ción de los grandes imperios orientales paulatinamente se extiende
hacia occidente. Que la tiara de los persas se luzca en la cabeza
del lejano Papa de Roma es un símbolo preciso de este proceso.
Mas la previsión kantiana en Comienzo sirve sólo como resu
men del proceso, repetido en la historia antigua, que va desde la
libertad comunitaria de los pueblos en situación endémica de gue
rra al despotismo imperial de los pueblos pacificados. Pax apa
rece aquí como una exigencia imperial al mismo tiempo fuente de
un agudo despotismo. Pero pax no es Friede, ni hace referencia
alguna al derecho. Hace referencia al final de la violencia, no a
un final justo y basado en el derecho. Como se puede suponer,
esta diferencia será clave en el giro moderno. Al referir estos pro
cesos históricos, Kant no está confeccionando una ley histórica.
Conviene recordar que la discordia tiene siempre en su base una
forma de trabajo. Paz equivale a despotismo —Kant insiste en
eso— cuando la estructura de la discordia estaba generada por la
división de trabajo entre ganaderos y agricultores (Ak. VIII. 119,
cast. 72-73). Pero la forma moderna de esta relación estructural
entre trabajo y discordia es muy diferente. Kant lo sabe. El pro
greso aquí viene descrito como progreso de producción de riqueza
sobre formas de trabajo burgués.

ción de un sistema de Estados fundado en moral, esto es, elevado sobre las
reglas del derecho.
224 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Pero según la riqueza, las bases sociales y comunitarias de la


paz y de la guerra son muy distintas. «En un pueblo pobre ha de
suplantarse la riqueza por una gran participación en el manteni
miento de la comunidad, lo que a su vez no es posible si [el pue
blo] no se siente libre» (Ak. VIII, 119, cast. 72). Kant recuerda
aquí la estructura del republicanismo clásico, tal y como se da en
la polis griega, y define sobre esta base la libertad de los antiguos,
libertad sostenida con la guerra y con la puesta a disposición de
la polis de todas las estructuras económicas. Pero la estructura de
la guerra moderna no tiene su base en esa aportación directa de
sangre y oro por parte del ciudadano, sino fundamentalmente de
una parte de su riqueza y trabajo bajo la forma de impuesto o de
préstamo contable.
Una vez dicho esto, debemos acudir a los textos donde Kant habla
de «hoy en día». «Actualmente un Estado precisa de mucha riqueza
para convertirse en una potencia y sin libertad no se darían las ini
ciativas que pueden crear esa riqueza» (Ak. VIII, 119, cast. 72). Kant
describe sobre todo el sistema inglés de los Orange, con su revolu
ción económica liberal introducida a partir de 1688, y la creación del
Banco de Inglaterra, como administrador racional de los impuestos
votados por el Parlamento. La base estuctural del Estado es ya para
Kant una política financiera adecuada8. Lo que implica una adecuada
relación del Estado con la riqueza de los subditos. El supuesto de todo
el sistema consiste en que el Estado reconozca ante todo la libertad
privada de sus subditos como libertad económica. Inglaterra ya había
dado este paso desde 1688 y en cierto modo los demás Estados lo
iban dando paulatinamente. La guerra, como dimensión pública del
Estado, quedaba sostenida por la libertad económica capitalista, como
dimensión privada y sagrada del individuo. Por eso no podía hacerse
guerra absoluta. Se basaba en un cómputo racional de fuerzas de nato-
raleza económica: de riesgos y de ganancias limitadas y contables.
Sobre esta base, la libertad republicana antigua se recortó hasta adqui
rir la forma que más tarde será definida como libertad de los moder
nos, inicialmente destinada a regir la vida privada centralizada en el
ámbito de la libre economía productiva.
Vemos así cómo la nueva forma de trabajo libre condicionó
una nueva forma de discordia y de guerra. Llamamos a esta forma
moderna de guerra la forma racionalista de la guerra de operacio
nes y de movimientos, conducida por el Estado dinástico sostenido
por la riqueza burguesa. Queremos decir que, en tanto libertad eco-

sCf. Stephan Breuer, Burokratie und Charisma, WbG, 1994, 33, p. 59.
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO 225

nómica en el seno de Estados pacificados, el capitalismo moderno


expulsó la guerra a guerra entre Estados. Kant describe así la forma
de la guerra propia del sistema clásico de los Estados de los siglos
xvii-xviii9. El trabajo capitalista productor de riqueza debía ser
dinamizado para aumentar la capacidad bélica del Estado en lucha
con otros Estados. La guerra entre Estados dinamizó a su manera
la libertad de los modernos, la forma de trabajo burgués, al tiempo
que fortaleció la paz interior necesaria para ese trabajo. Pero el sis
tema clásico de los Estados no racionalizó totalmente estos dos
fenómenos, guerra y capitalismo. Es muy curioso que el Estado
que más había desarrollado la libertad de los modernos (Inglaterra),
no puso su riqueza económica al servicio de una dimensión beli
cista, sino al servicio de una administración económica expansiva
del trabajo productivo burgués. El que menos la había desarrollado,
Francia, era justamente el más belicista. Este decalage tiene su
importancia para comprender la Revolución francesa.
Cuando Kant escribe Comienzo, en 1786, nada parece alterar
la estructura clásica de la razón de Estado. Sus valoraciones posi
tivas sobre la guerra juegan en este contexto y ahí deben ser com
prendidas. «Dado el nivel cultural en el que se halla todavía el
género humano, la guerra constituye un medio indispensable para
seguir avanzando hacia la cultura» (Ak. VIII, 121, cast. 74). Esta
afirmación es rotunda. Pero lo que quiera decir depende de lo que
se entienda por nivel cultural del género humano en aquella situa-

9 Ésta es la idea de guerra que Kant tiene en mente desde sus primeros escri
tos. Cf. Begriff der negativen grófien, Ak. II, 199, donde queda claro que se trata
de una guerra mecánica. Incluso la guerra que puede ser sublime, exige ese orden
estricto de la guerra racionalista, basada en maniobras precisas y ordenadas, que
pueden hacer de frío contrapunto con el hecho crucial de que allí está jugando la
muerte su partida. La más soprendente de esta relación entre la guerra clásica y
el racionalismo, se da en el §103 de Lebendige Krafte, de 1746, donde se com
para la demostración de una proposición por una gran cadena de proposiciones
anteriores mediante un método estricto de análisis a la «astucia militar de un ejér
cito que produce una ilusión en sus enemigos al ocultar su debilidad dividién
dose en muchos escuadrones y extendiendo mucho sus banderas». (Ak. I, 113).
Las virtudes de la guerra que Kant contempla no son el arrojo personal, la rabia
o el coraje, todas ellas pasiones que caracterizarán la guerra nacional y la gue
rrilla o guerra pequeña, como este concepto se tradujo en Europa. Su virtud es
el Mut, el valor, que «reposa sobre principios fundamentales y es una virtud»
(Anthropologic, Ak. VII, 256). Supone por tanto esta escisión humana sublime
de aceptar un orden estricto intelectual y reflexivo que también te dice que es un
orden de muerte. Esta reflexión dual te impone al mismo tiempo huir y quedarte.
Para las relaciones entre la guerra y el duelo, que luego tendrá importancia en
Clausewitz, cf. Anthropologic, § 77, Ak. VII, 259.
226 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ción. En todo caso, Kant dice que la humanidad en 1786 no puede


prescindir del efecto dinamizador de la guerra. La paz perpetua
no sería ahora provechosa, insiste Kant. La razón podemos suge
rirla nosotros: una paz perpetua ahora sería pax, no Friede. Una
paz perpetua ahora generaría despotismo, no republicanismo. Pero
la guerra de la que no podemos prescindir no es la guerra tal y
como la conocemos tras el giro que vamos a estudiar en este ensayo,
sino la guerra que conoce Kant en el día de la fecha en que escribe
el texto, 1786, la guerra que hemos llamado moderna.
Veamos el asunto de cerca. Kant reconoce que las mayores
desgracias de los pueblos civilizados son las guerras. Pero no se
queja por catástrofes que el mundo moderno ha conocido en 1914
o en 1939. Éstas no son las guerras del sistema clásico de los
Estados. Kant no descubre horrorizado los campos de batalla de
Jünger, ni la movilización total. La desgracia consiste en que el
sistema clásico de los Estados torna endémica la situación de gue
rra. Así, acaba produciendo una escalada de rearme que detrae
cada vez más energías y recursos del Estado. De esta forma, la
escalada del rearme implica una escalada de exigencias fiscales.
Pero también, subraya Kant, de respeto por la humanidad y la
libertad del subdito, a fin de que se produzca una escalada de pro
ducción económica. La clave de este proceso es que la compe
tencia militar entre los Estados genera una competencia científica
y económica. Lo decisivo, como siempre, nos aguarda en el límite
del proceso, en el estado de excepción del sistema.
Kant parece prever que, de paralizarse este sistema, el des
potismo sería inevitable, porque no toda la población ha entrado
en el proceso modernizador del trabajo burgués. En efecto, el
Estado patrimonial no ha llegado al punto de dejar libres a todos
sus subditos para que se incorporen al proceso de producción libre
de riquezas. Sobre esa parte de la población, el Estado patrimo
nial y feudal dejaría sentir su despotismo. Pero a la vez, Kant com
prende que de entregar los recursos que reclama el Estado a los
fines pacíficos de producción de cultura, el progreso emancipa-
torio hacia la nueva forma de trabajo sería mayor y más directo.
Por lo tanto, aquí Kant reconoce una culpabilidad humana, un
ámbito de intervención. La discordia que produce el trabajo puede
canalizarse como lucha por el progreso económico —una forma
civilizada de la violencia—, en lugar de canalizarse como guerra.
La lucha económica-científica-técnica explícita sería la solución
para implicar a todos los hombres de un Estado en un trabajo libre.
Svarez y Freiherr von Stein lo entendieron así, llevando adelante
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO 227

un programa de reformas inspirado en Kant y tendente a estable


cer una categoría homogénea de ciudadano y de libertad, clara
mente dinamizadores de la economía, no de la política10.
Y sin embargo, en 1795, Kant entiende que ha llegado el
momento de definir normativamente ese mismo proyecto de Paz
perpetua que en 1786 era prematuro. Diez años antes del escrito
Hacia la paz perpetua y un años antes del Comienzo verosímil,
en Ideas, Kant analiza el tema de la guerra y de la Paz, en térmi
nos muy parecidos a los hasta ahora expuestos. Allí se establece,
de forma más general, la tesis de que el antagonismo mantiene,
disciplina y dinamiza el despliegue de las facultades humanas,
tornándolas habituales y dotándolas de estructuras legales. Es irre
levante que Kant despliegue aquí una noción de individuo tan alta
mente peyorativa que comprenda los consensos antagónicos ine
ludibles como patológicos (IV principio). El avance normativo de
Ideas sobre Comienzo —por muy abstracto que sea—, consiste
en que Kant es plenamente consciente de que la incorporación de
elementos normativos en la praxis humana depende de que se
introduzcan en el sistema de los Estados, no en un Estado parti
cular". Los avances en la libertad y en la justicia o son globales
para toda Europa, o no serán. Por lo tanto Ideen nos permite avan
zar una pregunta allí donde Comienzo apenas dejaba un apunte.
Esta pregunta dice así: ¿cómo evolucionará el sistema de Estados?
¿Cuándo pasará a ser provechosa la idea de una paz perpetua?
¿Bajo qué condiciones de posibilidad se abrirá camino la paz en
la Modernidad?

10Cf. Reinhart Koselleck, Preufien zwischen Reform und Revolution, Klett


Cotta, Stuttgart, 1981 (2.a ed.). Cf. igualmente Wilhem Wagner, Diepreufiischen
Reformer und die
11 En cierto modoZeitgenossische
era una creencia Philosophic, Koln,
tradicional la 1956.
de que el sistema de los esta
dos europeo era un sistema único. Esta es la premisa con la que Ranke inicia su
trabajo sobre las Grandes Potencias, en la Historisch-politische Zeitschrift, tomo
III, de 1833. Cf. traduc. española de FCE, Mexico, 1948 y 1979, pp. 69-97. El
supuesto fundamental de este sistema, y de todo el derecho internacional, era su
homogeneidad constitucional, que en términos weberianos podemos caracterizar
como legitimidad de corte tradicional dinástica. La descripción rankiana de lo que
para este sistema de Estados era la guerra se ha convertido en una exageración,
pero sin ninguna duda pone de manifiesto rasgos centrales. «Las campañas mili
tares son, en esta época, uno de tantos pasatiempos de la corte —el rey reúne un
ejército, se luce con sus oficiales, en las paradas, ante las damas palatinas— y este
boato triunfal del retorno, esta admiración de sus cortesanos es precisamente lo
que sirve de aliciente a sus empresas. Al rey no le importan tanto las conquistas
y la guerra como el esplendor que de ellas emana» (op. cit., p. 73).
228 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

IV UNA PREVISIÓN PARA EL SISTEMA DE LOS ESTADOS

Aquí es cuando Kant hace jugar en su previsión una línea con


tinua de progreso que avanza sin sacudidas hacia el giro decisivo,
en el que por fin naturaleza y libertad se den cita. El principio
Séptimo de Ideas es muy claro: sin relaciones interestatales racio
nales no puede haber constitución racional. Por fin, Kant une inse
parablemente el destino de los dos grandes temas del pensamiento
político occidental. Ahora bien, su análisis del sistema clásico de
los Estados es muy desencantado: todos los Estados están atra
vesados por «vanos y violentos intentos de expansión» (VIII, 25,
cast. 17). De ahí que todos aspiren a usar el esfuerzo de sus sub
ditos en una progresión de armamentos. Esta pretensión hege-
mónica siempre es contestada por una tendencia al equilibrio, que
orienta la libertad de los Estados en relación con sus alianzas, den
tro de los preparativos de una guerra moralmente neutralizada.
Para Kant, se trata de un caos que puede ser analizado de dos
maneras: según la metafórica de la filosofía epicúrea o de la estoica.
Desde el punto de vista de la metafórica epicúrea, los átomos esta
tales chocan en el espacio vacío de la guerra de las maneras más
extrañas, buscando una y otra vez, mediante el azar de la alianzas
y contrapesos, la producción de un equilibrio estable. Mas el azar
como causa opera de forma incompatible con la estabilidad del
equilibrio12. La casualidad, en esta visión abderita de la historia
defendida por Moses Mendelssohn, resulta incapaz de construir
nada estable, pero al menos se muestra reacia a permitir que un
solo Estado disfrute de una hegemonía duradera13.
La inspiración estoica ofrece a Kant el esquema central de su
previsión, al mismo tiempo que le reconcilia con el principio de
que toda guerra quiere una paz. De hecho, sólo desde una inspi
ración estoica se puede hablar de previsión, en la medida en que
en ella juega ya la categoría de necesidad, y no la de azar. Pero
bajo esta noción de necesidad se ocultan varias cosas, por mucho

nTodavía en 1793 Kant hará uso del ingenioso Swift para describir este equi
librio. Se trata del cuento en el que un ingeniero construye una casa según las
leyes perfectas del equilibiro, pero tan extremo y delicado que al ponerse sobre
ella un gorrión se vino abajo (Ak, VIII, 311. cas. 59).
l3Ranke tiene una observación cercana: «el genio que parece guardar siempre
a Europa de la suerte de caer bajo una tendencia violenta y unilateral [...] ha
sabido salvar siempre con fortuna la libertad y la independencia de sus nacio
nes» (op. cit., p. 75).
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO 229

que Kant la use para describir el espacio homogéneo del progreso.


En efecto, Kant dice que las fuerzas en choque en el espacio vacío
del sistema clásico de Estados cada vez serán más fuertes. No hay
por tanto un azar, sino una racionalidad, en la medida en que los
fenómenos intensifican sus masas y sus fuerzas. No hay caos, sino
principio de orden, por mucho que sea cuantitativo. Por otra parte,
el aumento del poder armado del Estado implica aumento de su
presión sobre la riqueza de sus subditos. La progresión en los pre
parativos belicistas, de esta forma, puede conducir a «la total con
sunción interna de sus fuerzas [de los Estados]» (Ak. VIII, 23).
La necesidad conduce a su anulación a los Estados que buscan su
expansión14. Con ello se muestra que la guerra sirve a la intención
de la paz, y sobre todo la guerra definitiva en la que el sistema de
Estados, arruinado finalmente, produzca justamente una confe
deración de pueblos. La previsión política, como se ve, es inver
samente proporcional a la mítica y masiva apelación a la necesi
dad que sigue su camino a lo largo de una órbita cuya inmensa
trayectoria desconocemos (Ak. VIII, 26, cast. 18). Ahora, sin
embargo, descubrimos el juego de la necesidad: fata volenten
clucunt, nollenten trahunt. El destino conduce a la paz o a la des
trucción del sistema. Este es el escenario general de la normativa
cosmopolita.
Pero Kant no se engaña respecto a lo que crece bajo el quiste
del sistema clásico de Estados y que tan necesario le resulta: la
libertad civil, la actividad profesional, el comercio. Aunque quiere
superarlo, Kant no ignora los planteamientos de Hobbes. La com
petencia internacional impide al Estado prescindir de estos pro
cesos burgueses, aunque su propio uso belicista retarda el dina
mismo de su progreso. De hecho, la propia actividad económica,
que ha crecido en el seno del Estado pacificado, reclama cada vez
con intensidad más creciente un espacio internacional también
pacificado. La política inglesa de equilibrio continental tiene ese
preciso sentido. La relación entre un dinamismo económico y
social, que poco a poco va tejiendo unas relaciones internaciona
les pacíficas, y una expansión belicista del Estado, se computa en
el montante de la deuda pública, igualmente internacional. Kant,

l4Ranke, op. cit., p. 73, tiene un diagnóstico semejante: «Aquel estado de


hecho, creado al margen de todo orden jurídico, que amenazaba con dar arbitra
riamente al traste con la paz en todo momento, acabaría necesariamente destru
yendo las bases del orden de cosas europeo y de su desarollo.»
230 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de una manera extraordinariamente aguda, entiende que la insti


tución de la deuda pública limita de facto la soberanía de los
Estados y aumenta la capacidad de intervención pacífica en los
asuntos de otros Estados. Este contexto económico concreto deter
mina la apelación abstracta a la necesidad, anteriormente anali
zada, y abre una nueva previsión evolutiva para el sistema clásico
de Estados, que debe ser cuidadosamente analizada. Aquí justo
vemos como la Necesidad se abre camino en giros. No en vano
Notwendigkeit incorpora siempre el semantema de Wendung.
Necesidad es el giro de la escasez, de la ruina. Pero ahora, en la
previsión de Kant, de la ruina económica moderna.
Este texto debe ser comentado: «Dadas las repercusiones que
toda quiebra estatal tiene sobre los otros Estados, al estar tan entre
lazadas sus actividades comerciales en esta parte del mundo, esta
interdependencia es algo tan notable que los Estados, apremiados
por su propio peligro, se ofrecen a hacer de arbitros de la situa
ción, aunque no tengan autoridad legal para ello, preparándose
así, indirectamente, para integrar un macrocuerpo político, algo
de lo que los tiempos pasados no han ofrecido ejemplo alguno»
(Ak. VIII, 27, cast. 20). Hay aquí un giro previsto. Ante todo,
vemos aquí romperse el progreso indefinido en el crecimiento de
la tensión de armamentos. Este crecimiento continuo de arma
mentos y preparativos bélicos tiene un límite: el del crédito inter
nacional que tal Estado merece. Pues esta dimensión internacio
nal del crédito permite racionalizar la relación del Estado con la
riqueza de su sistema social, de sus fuerzas burguesas. En efecto,
la deuda pública no puede ir más allá de cierto montante. La hipo
teca no puede lanzarse sobre el futuro de varias generaciones de
subditos. La lógica del capital no es la lógica de la guerra. Un sis
tema económico hipotecado hasta cierto extremo no puede pro
ducir riqueza. La política de los Estados clásicos, en la prognosis
kantiana, escapa por primera vez a su autorreferencialidad abso
luta—que era su ilusión teológica— y se somete a las leyes impla
cables del crédito bancario.
Astutamente, Kant ha visto que estas leyes implacables son
inicialmente contrarias a la guerra absoluta. Primero, no permiti
rán que se ponga en manos de los Estados nuevos recursos. Segundo,
obligarán a pagarlos una vez contraídos. El tejido de estas inter
dependencias obligará, dice Kant, a formar un macrocuerpo polí
tico. Y Kant confiesa que ésta es una novedad radical de la histo
ria. La necesidad estoica conduce a este proceso de economización
general de las relaciones internacionales, y ésta es la intención
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO 231

pacífica que alberga la naturaleza en relación con el Estado cos


mopolita (Ak. VIII, 27, cast. 20). A nivel internacional tiende a
producirse el mismo proceso que a nivel intraestatal. Con ello las
bases sociales del trabajo burgués se tornan universales. No hay
aquí caos, sino una ley que Francia no discriminó, como ha mos
trado Norbert Elias15. Francia creía que su capacidad de endeu
darse era tan amplia como su voluntad. La deuda pública impa
gable fue la clave de la Revolución francesa, aunque era muy
inferior a la que tenía Inglaterra. Así que era verdad: el sistema
clásico de los Estados iba a ser destruido por el agotamiento inte
rior, por la consunción de las fuerzas internas, pero no en los cam
pos de batalla, sino en el espacio abstracto del crédito interna
cional. La incomprensión de las leyes de la economía por parte
del Estado continental hegemónico determinó su ruina revolu
cionaria. Pero ¿acabó como Kant lo había diagnosticado?

V. GIRO REVOLUCIONARIO

Inmediatamente después de señalar la novedad que todavía


se presenta como un sentimiento, Kant habla de transformar esta
difusa situación en una clara esperanza. Así habla de que «tras
varias revoluciones de reestructuración» al final acabará por cons
tituirse el sistema del Estado cosmopolita. Como buen estoico,
Kant habla de revoluciones como el que ve crecer las plantas. Pero
quizás no estaba en condiciones de anticipar la que verdadera
mente estaba fraguándose delante de sus ojos, la que, según
Tocqueville, era la más preparada, la más anunciada y la menos
esperada de todas las revoluciones. Y sin embargo, Kant no juega
con la ventaja de Tocqueville, que describe a toro pasado los
hechos. Kant realiza una prognosis. Por nuestra parte, tratemos
de entender el sentido que da Kant a estas revoluciones del futuro,
tan lejano siempre de toda comprensión sublimada de los fenó
menos. No habla de revolución final, ni de escatología alguna. Se
trata de una reestructuración. Por el contexto, naturalmente se
sobreentiende que lo reestructuado debe ser el sistema de los
Estados. Así que lo implícito en el texto de Kant acabó siendo lo
más explícito en la historia. Al final, la Revolución acabó siendo
justamente eso: una tremenda reestructuración del sistema clásico

15 El proceso de Civilización.
232 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de los Estados, en la que se llegó a una síntesis entre legitimidad


dinástica y libertad de los modernos.
Aquí alcanzamos a ver una estructura del pensamiento kan
tiano, siempre alojado en unos esquemas mentales en cierto modo
ajenos a los que hoy en día son dominantes. Kant no tiene un sen
tido para los acontecimientos como luego será propio de la con
temporaneidad. Su mentalidad estoica le vacuna contra los suce
sos mesiánicamente peraltados, contra cualquier tipo de sublimación
de la historia. A lo sumo, llegó a considerar un acontecimiento
como síntoma de que la Naturaleza y el Logos eran estructuras
convergentes, y así hizo de la Revolución francesa una señal que
le confirmaba su vieja fe estoica. En realidad, ante Kant se pre
senta el tiempo de la especie humana como si ésta se hallase en
la temprana edad del mundo, como si ante los hombres se abrie
ran los amplios espacios estelares. Su noción de progreso no tiene
apenas nada que ver con la nuestra, pues nosotros estamos acos
tumbrados a medir el progreso en una generación, mientras que
él sólo tenía ojos para procesos multiseculares que ahora giraban,
buscando un nuevo y más sólido punto de apoyo. Su mirada en
este sentido quiere especializarse en detectar los tempos lentos de
la evolución humana. En este sentido se puede hablar de una his
toria de la razón como complemento de su reflexión. Y, sin embargo,
comprendió perfectamente que una lenta evolución estaba a punto
de cristalizar en un nuevo rostro, en un giro de la necesidad, en
una Wendung.
En cierto sentido, y como he repetido, la metafórica central
de su pensamiento fue siempre la cosmológica. Y desde ella dedujo
la necesidad de una humilde valoración del presente, claramente
afín a su profunda inclinación antinarcisista, ella también muy
ajena a nosotros. En un texto de Ideas extrajo las consecuencias
que para la Filosofía de la Historia tenía su antigua tesis escrita
treinta años antes, en Historia Natural y Teoría del Cielo. Aquí
habló de procesos cósmicos de orden y desorden que ahora podían
ser referidos a la Historia. Ahora bien, el camino de la historia
coincide tan escasamente con el camino de una generación, que
es muy difícil que el individuo pueda observar el sentido del tiempo.
«Esta órbita [de la historia] parece requerir tanto tiempo hasta
clausurarse que, partiendo del pequeño tramo que la humanidad
ha recorrido en tal sentido, sólo cabe determinar la configuración
de su trayectoria y la relación de las partes con el todo de un modo
tan incierto a como, en base a las observaciones celestes realiza
das hasta el momento, se puede determinar el curso que nuestro
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO

sol sigue junto a su gran cohorte de satélites en el gran sistema de


las estrellas fijas» (Ak. VIII, 27, cast. 18).
La analogía, la fuente más profunda del sistema kantiano, ella
misma un pensamiento metafórico, favorecía el supuesto de que efec
tivamente la historia generaba una ratio. Y sin embargo, a pesar de
que Kant compartía la metafórica astronómica16 con la Revolución
política, la diferencia no podía ser más precisa. Mientras que la
Revolución quiso dar a entender que por fin el tiempo de una gene
ración coincidía con el tiempo soberano de la historia, el diseño de
Kant iba dirigido a bloquear esta coincidencia como una superstición.
Nunca el tiempo de la Tierra coincide con el tiempo del Sol. Una revo
lución de reestructuración, y no una revolución escatológica, éso era
lo que Kant preveía. Pero el propio enunciado de su propuesta ya
denuncia el supuesto: se trata en todo caso de un único camino17, de
una continuidad histórica, de una órbita que no puede volver al prin
cipio para cerrarse (esto quiere decir revolutio), sino que reorienta su
dirección manteniendo su identidad. Ya lo sabemos: lo que se rees
tructura es el sistema clásico de los Estados. Este suceso no tiene nada
de mesiánico. Pero su importancia es radical. Por eso cuando llegó la
Revolución Francesa, Kant entendió que, según su prognosis, había
llegado el momento de esa reestructuración. El escrito sobre la paz
perpetua es el diseño normativo derivado desde la reflexión sobre ese
giro. La movilización general de la nación francesa le hizo pensar que
las bases de la libertad, hasta ahora económicas, podían traducirse, en
aquellos días, en bases republicanas y políticas capaces de fundar a la
vez una constitución y un nuevo sistema de Estados.
Esta traducción de categorías económicas a categorías polí
ticas, por la que el viejo individuo privado se eleva a soberano
político, se registra en el segundo análisis público que Kant hace
de la Revolución Francesa18. En efecto, en 1793, en el escrito hoy
casi generalmente titulado Teoría y Praxis, Kant continúa punto
por punto los análisis de los escritos de la década anterior (Ideas
y Comienzo), hasta llegar al tema de la deuda pública. Pero los

16 Cfr. mi trabajo sobre Fichte y la órbita excéntrica.


17 En Teoría y Práctica, (Ak. VIII, 308, ed. cast, de R. Rodríguez Aramayo,
Tecnos, 1986), oponiéndose a Mendelssohn, y en cierto modo aliándose a Lessing,
Kant establece de manera clara que «el progreso será sin duda muchas veces inte
rrumpido, pero jamás roto».
18E1 primero, como se sabe, ya estaba realizado en la Crítica del Juicio. El
segundo, al que me refiero ahora, está en Teoría y Práctica, Ak. VIII, 309 ss.
(cast. 56 ss).
234 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

hechos revolucionarios, la crisis o giro ya ha tenido lugar. Y así,


en lugar de la prevista intervención internacional para salvar la
deuda pública francesa mediante pactos internacionales de natu
raleza pacifista, Kant describe lo que realmente ha tenido lugar:
la emergencia del pueblo como sujeto político homogéneo (éste
es el aporte Sieyés) que se niega a pagar con sus impuestos las
guerras del monarca. Pues, para no pagar impuestos abusivos se
retira al monarca la soberanía que decide la guerra y la paz. Pero
para retirar al rey la soberanía que decide la guerra y la paz, se le
tiene que retirar tout court su soberanía. Y para ello se tiene que
abrir camino la idea política del contrato originario19. Definir el
montante de los impuestos es ahora la nueva forma de soberanía,
y es la sustancia misma de la legitimidad republicana, tal y como
se prevé en la prognosis de Kant, en coherencia con la libertad de
los modernos que se ha abierto camino paulatinamente en el pro
greso económico europeo.
Así que, respecto de aquella exigencia de que el progreso de
racionalidad internacional caminara al unísono con la racionali
dad constituyente interna, los hechos revolucionarios se han decan
tado por una posibilidad no prevista por Kant. Para él, era más
fácil suponer que el sistema clásico de los Estados limitaría los
gastos de armamento, como única posibilidad de supervivencia
general. Esta medida implicaría el aumento del uso pacífico de la
riqueza, con el consiguiente aumento de la base social del repu
blicanismo. Sin embargo, el sistema de crédito internacional aban
donó a Francia en la bancarrota. Necker no pudo impedir que efec
tivamente tuviera lugar un estallido revolucionario radical, que
impuso una lógica republicana en un solo país, que tenía que gene
rar un nuevo sistema de Estados.
La desviación del diagnóstico trajo consigo graves proble
mas. Ante todo mostró la incapacidad del sistema de Estados para
autocontrolarse. El choque radical de la legitimidad republicana
con la dinástica produjo un enfrentamiento internacional que
diluyó la expectativa kantiana de una paulatina homogeneidad
europea de legitimidades. El nuevo sistema de Estados no partía

I9E1 texto no deja lugar a dudas: «organizar internamente cada Estado de manera
que no sea su jefe (a quien la guerra no le cuesta nada realmente, porque traslada
su coste a otro, esto es, al pueblo), sino el pueblo, a quien sí le cuesta, el que
tenga la última palabra sobre si debe haber guerra o no (para eso sin duda ha de
presuponerse necesariamente la realización de aquella idea del contrato origi
nario)» (VIII, 310, cast. 57).
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO

desde la Monarquía hacia el republicanismo, según todas las pre


visiones progresistas, sino desde el Republicanismo hacia el sis
tema federal en un ambiente dinástico. Era fácil suponer que cada
paso expansivo de la legitimidad republicana implicaría una nueva
violencia, cada vez más intensa y general. En todo caso, el nuevo
cosmopolitismo burgués no partía desde un sistema de legitimi
dad internacionalmente homogéneo, sino desde un sistema hete-
rógeno basado en estructuras antagónicas y condenado él mismo
a la guerra.
Pero ésta no fue sino la desviación germinal de las previsio
nes kantianas, nunca la más importante. Más determinante para
los procesos en que iban a quedar explícitas las dimensiones anta
gónicas de las dos legitimacies en pugna, fue la interpretación radi
cal del republicanismo francés, que, en una situación de guerra
internacional, pronto se sacudió la vinculación a los valores pro
pios de la libertad de los modernos, para desplegar, con la reso
lución jacobina, valores que reactivaban la libertad de los anti
guos. De hecho, y aunque este peligro era inevitable, el despliegue
de una libertad como la de los antiguos, más allá del momento
constituyente, era contrario a las propias bases modernas del pro
ceso. Por eso la Dictadura Jacobina no pudo ser más que un estado
de excepción en el curso de la Revolución. Kant había previsto,
en efecto, que para hacer valer su posición de seres económicos
libres, los subditos debían hacer valer en un punto dado su posi
ción de hombres políticamente libres, reclamando la estructura
republicana del contrato originario, basado en la soberanía popu
lar. En este momento, cuando las cuestiones económicas se des
plazaban al terreno de la política, el peligro residía en no detener
la ratio política, en autonomizarla de forma que atentara contra
su propia base burguesa. Naturalmente, este peligro se disolvería
tan pronto se construyera un poder estable. Podemos decir que la
Revolución, en la medida en que se dio bajo la forma de la gue
rra civil, no creó este poder. Mas todos los intentos de crearlo
tuvieron que pactar, en el ámbito interno del Estado, con los valo
res de la libertad de los modernos, como sucedió en Termidor,
como siempre sucedió con la Gironda. Para entonces, sin embargo,
el contexto internacional que la lucha de legitimidades había
creado fue tanto o más determinante del proceso constituyente
que el juego de fuerzas de la propia guerra civil.
En suma, el momento de la emancipación política de la razón
económica burguesa se dio bajo la vieja forma europea del con-
236 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

flicto, una guerra civil e internacional que tenía como su antece


dente inmediato las guerras de religión que determinaron la emer
gencia del sistema clásico de los Estados. Por eso no es de extra
ñar que la guerra civil e internacional europea, en la que se
enfrentaban las legitimidades republicana y dinástica, tanto en los
diferentes Estados que conformaron, como en las diferentes fuer
zas sociales que las representaban en el seno de aquéllos, se des
plegó usando los modelos formales de la guerra religiosa, la única
que había justificado que corriera la sangre en Europa. Esta memo
ria en las formas de vivir la guerra determinó una sublimación de
las políticas republicanas dinásticas —como vías de salvación
escatológica, tanto en Robespierre y en Babeuf, como en Maistre
y Bonald— que estaba radicalmente alejada de la causa econó
mica que motivó el encuentro revolucionario en los Estados
Generales de 1789. Aquí también, la nación fue el objetcsagrado
que determinó la sublimación de estas políticas, ya se viera como
exigencia de reparto e igualdad de la misma tierra común, o como
estructura eterna destinada por Dios para la salvación de Europa.
Sin duda, ésta es la diferencia más básica entre la Revolución ame
ricana y la francesa: aquélla no se entregó a este proceso de subli
mación de la política. La política en América siempre fue enten
dida como un medio que garantizaba la independencia económica
de los propietarios en las votaciones de los presupuestos.
Lo decisivo en este paso consistió en que la racionalidad de
la política se desvinculó temporal y excepcionalmente de consi
deraciones propias de la ratio económica, que era el condicionante
que Kant había previsto, con toda sensatez, como propio y cohe
rente con la historia moderna. Esta desvinculación fue facilitada
por la propia bancarrota del Estado francés y su salida del sistema
financiero internacional. Al hacerse absoluta, la ratio política sólo
pudo asentarse en su propia práctica ideológica, aceptando la legi
timidad nacional como valor material absoluto que, en la lucha
contra el sistema clásico de los Estados, reclamó más energías que
las tradicionales de los Estados dinásticos, porque ni siquiera tenía
que contarlas, como ellos. Esta elevación de la nación a valor abso
luto, en este contexto, tuvo efectos radicales sobre un hecho: liberó
a la guerra de los condicionantes económicos que la habían limi
tado hasta ahora a ciertos juegos calculados. Así que la elevación
de la política a ratio absoluta, sublimada, basada en la mística de
la nación, tanto más mística cuanto más describía una guerra civil,
sustitutiva en todo caso de la vieja forma de vida religiosa, tuvo
como consecuencia la elevación de la guerra a total, tal y como
LA GUERRA EN EL PENSAMIENTO KANTIANO 237

había acontecido en la Europa previa dal sistema de Estados, en


la Europa de las guerras de la religión. Pero con un agravante: esta
nueva forma de guerra salvaje se produjo en una situación histó
rica mucho más avanzada en todo lo relativo a medios cientí
fico-técnicos.
Así que la Revolución, atacada por la legitimidad dinástica
internacional, organizada en coalición, creó el contexto en el que
se hizo verdad la situación que los viejos generales de la monar
quía borbónica, los maestros de Napoleón, reclamaban como con
dición de posibilidad de toda aspiración de mantener intacta la
hegemonía continental de Francia. En efecto, Francois Apollini,
conde de Guibert (1744-1790), publicó en 1773 un Essai gené
rale de tactique, donde se decía que «sería fácil conseguir ejérci
tos invencibles en un Estado en el que los subditos fueran ciuda
danos»20. Guibert pensaba que la guerra del siglo xvm era ineficaz
porque aplicaba armadas pequeñas, se veía dificultada por medi
das financieras muy restrictivas y era conducida por generales
supercautos. «Pero supóngase, añadía, que surgiese en Europa un
pueblo con energía, con genio, con recursos, con gobierno, un
pueblo que combinara la virtud de la austeridad con una milicia
nacional y que añadiera a ello un plan fijo de engrandecimiento;
que nunca perdiera la mira de este sistema, que conociera cómo
hacer la guerra con un pequeño coste y subsistiera por sus victo
rias, que no fuera forzado por cálculos de finanzas a deponer sus
armas. Veríamos este pueblo someter a sus vecinos y elevar nues
tra débil constitución como el viento del norte hincha las velas
[bends the slender reeds]»21. Sólo Diderot había sido tan agudo
en su diagnóstico respecto de la evolución de la política interna.
Cuando las prognosis de Guibert y de Diderot se conjuntaran, ten
dríamos a Napoleón. Mas para eso los buenos jacobinos tenían
que ser el juguete del destino de un filósofo estoico y de un gene
ral aristócrata.
Con ello teníamos el giro radical de la guerra, correlativo al
de la política. Este horizonte ya era el que había ampliado las miras
de Kant, el que había motivado sus renovados esfuerzos reflexi
vos para impulsar ese proyecto normativo de Paz Perpetua.

20 Historia del Mundo Moderno, Cambrigde, vol. IX, p. 215.


21 Enciclopedia Británica. Cf. Guibert.
10. EN TORNO AL CONCEPTO
DE CIUDADANO EN KANT.
COMENTARIO DE UNA APORÍA
Joaquín Abellán
Universidad Complutense

Cuando Kant define al Estado en los párrafos 45 y 46 de la


Metafísica de las Costumbres utiliza como sinónimos Staat, civi-
tas y societas civilis1 . Se sitúa, por tanto, dentro de una tradición
europea en la que el término latino «societas civilis» denominaba
la comunidad política2, antes de que se produjera la escisión con
ceptual entre «Estado» y «Sociedad civil»3. Aun manteniendo
todavía el contenido político de la societas civilis, Kant romperá

1 Kants Gesammelte Schriften, Edición Académica (AA) de la Kóniglich


PreuBische Akademie der Wissenschaften, Berlín, vol. 6 (1907), pp. 313-314 (ed.
cast, de Adela Cortina y Jesús Conill, Tecnos, Madrid, 1989, pp. 142-143).
2 La fórmula clásica de esta identidad en la filosofía política europea era: civi-
tas sive societas civilis sive res publica: Alberto Magno:«de numero eorum quae
sunt natura homini, id est, quae sunt naturalia homini, civitas est, et communi-
catio civilis, sive política» (Commentarii in Octo Libros Politicorum Aristotelis,
Lib. I, cap. 1, en Opera Omnia , vol. viii, 1891, p. 6; J. Bodino: «Est enim res
publica civilis societas, quae sine collegiis et corporibus stare per se ipsa potest,
sine familia non potest» (De República Libre Sex, Latine Ab Auctore redditi, Editio
Quarta, 1601, pp. 511-512; T. Hobbes: «unió autem sic tacta appelatur civitas
sive societas civilis» (De Cive, 1647, cap. V, párr. 9). J. Locke titula el cap. 7 de
su Segundo Ensayo «Sociedad política o civil». En alemán se tradujo la expre
sión latina societas civilis, a finales del siglo xvn, por bürgerliche Gesellschaft
o bürgerliche Gemeinschaft, generalizándose la primera. En la traducción al ale
mán de los textos latinos de S. Pufendorf su traductor deja claro que bürgerliche
Gesellschaft se refiere a una unión de personas, a una comunidad política entre
varones libres e independientes de una ciudad o de un país, englobando a quie
nes ejercen el poder y a los subditos. Véase Manfred Riedel, «Gesellschaft, bür
gerliche», en Geschichtliche Grundbegriffe, ed. por O. Brunner, W. Conze y R.
Koselleck, vol. 2, Stuttgart, 1992 (3.a ed.), pp. 738-742.
3 Sobre los comienzos de la distinción conceptual entre «Estado» y «socie
dad civil», véase Erich Angermann, «Das Auseinandertreten von Staat und
Gesellschaft im Denken des 18. Jahrhunderts», en Zeitschrift für Politik 10
(1963), 89-101. Sobre el concepto de ciudadano en general: Manfred Riedel,
240 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

con la tradición al construir aquélla sobre otros fundamentos y


dotándola de otros atributos. En su elaboración, sin embargo, del
concepto de ciudadano no se separa tan radicalmente de los plan
teamientos anteriores. La introducción de un elemento empírico,
no fundamentado normativamente —la posesión de alguna pro
piedad como condición del ciudadano activo—, a la vez que
genera una quiebra dentro dé su construcción apriorística de la
societas civilis, reproduce una de las características básicas del
concepto de ciudadano de la tradición aristotélica y iusnatura-
lista moderna.

1. El término societas civilis era la traducción literal de la


expresión griega politike koinonia, con la que Aristóteles había
denominado a la polis4. Esta concepción aristotélica de la «socie
dad civil» como una comunidad política, como una comunidad de
ciudadanos unidos para la consecución de una vida feliz y vir
tuosa, se mantendría en el pensamiento europeo hasta la segunda
mitad del siglo xvm, aportando una de las coordenadas básicas
de la filosofía política moderna. Entre los rasgos de esta sociedad
civil o comunidad política aristotélica, dos de ellos especialmente
se conservaron en el pensamiento político europeo moderno, inclui
dos los teóricos continentales del derecho natural de los siglos
xvn y xvm, quienes, a pesar de las innovaciones conceptuales que
introdujeron en la filosofía política, no se alejaron finalmente de
las coordendas aristotélicas:

a) en primer lugar, la societas civilis se entendía como una


sociedad distinta y contrapuesta a la sociedad doméstica. La comu
nidad política no estaba integrada por todos los componentes de
la «casa», de la sociedad doméstica. No todos los habitantes de
un mismo territorio ni todos los componentes de una «casa» esta
ban cualificados por la civilitas. Los hombres no libres, los que
tenían que realizar los trabajos útiles y necesarios para la vida en

«Bürger, Staatsbürger, Bürgertum», en Geschichtliche Grundbegriffe, vol. 1,


Stuttgart, 1972, 672 ss.; P. L. Weinacht, «Staatsbürger. Zur Geschichte und Kritik
eines politischen Begriffs», en Der Staat 8 (1969), pp. 41-63; J. Schlumbohm,
Freiheit. Die Aufange der bürgerlichen Emanzipationsbewe gung in Deutschland
im Spiegel Hires Leitwortes (ca. 1760-ca.l800), Dusseldorf, 1975; D. Klippel,
Politische Freiheit und Freiheitsrechte im deutschen Naturrecht des 18.
Jahrhunderts, Paderborn, 1976.
4 Aristóteles, Política 1252a 6
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 241

el ámbito de la sociedad doméstica, no pertenecían a la sociedad


civil o comunidad política. El principio básico de la política aris
totélica, que formaba al mismo tiempo la premisa de su econo
mía, era que para los esclavos no hay polis5. La vida de estos hom
bres no libres, dependientes económicamente, discurría fuera de
la sociedad civil, la cual lograba precisamente su propia determi
nación por contraposición a la sociedad doméstica.

b) El otro rasgo importante de la polis como comunidad polí


tica era su naturalidad. Para Aristóteles la comunidad política era
una forma de comunidad en la que la naturaleza del hombre se
convertía en fundamento de las instituciones y del poder políti
cos, pues la naturaleza del hombre se cumplía, se desarrollaba ple
namente en la comunidad política. El problema de Aristóteles es
que no fundamenta o justifica las formas de poder político. Junto
a la comunidad política existe la comunidad doméstica, también
natural y también dotada con un poder propio. Ambas formas de
poder son ciertamente distintas, pues mientras en la sociedad
doméstica el poder del «señor de la casa» se ejerce sobre seres no
libres (siervos), todavía no libres (niños) o libres con menor dere
cho (mujeres), en la comunidad política se trata de un poder sobre
seres libres e iguales con miras a la utilidad común de gobernan
tes y gobernados en el ámbito de la vida virtuosa y feliz. Ambas
formas de sociedad son naturales y ambas formas de poder son
asimismo naturales. La legitimación del poder político no procede
en Aristóteles a través de un contrato —nada más ajeno a su pen
samiento—, sino a través de la teoría de los fines de la naturaleza
humana. La polis como comunidad política es presentada como
la realización de la sociedad humana, como el telos del desarro
llo humano, y en cuanto tal se convierte en el criterio o norma para
determinar la justicia o injusticia de la propia sociedad y del poder
existente en ella: será justa aquella comunidad política que se ade
cué al fin de la vida buena y virtuosa. Para quienes vivan de acuerdo
con los fines de la naturaleza humana —la vida virtuosa y buena—
no será necesaria la aplicación de la fuerza. Quienes no vivan de
acuerdo con estos fines —los no libres o los no totalmente libres—
deberían ser obligados a realizar el fin de la vida buena, resul
tando así que la coacción para el bien no encuentra una legitima
ción legal en Aristóteles. En definitiva, la relación entre la «natu-

5 Aristóteles, Política, 1280a 32


242 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

raleza» del hombre y su realización histórica concreta en una comu


nidad política no queda aclarada en Aristóteles, pues éste siempre
entiende la naturaleza del hombre como un hecho histórico. Para
Aristóteles no constituía ningún problema el que la comunidad
política fundada en el derecho —de los libres e iguales— estuviese
basada sobre un poder injusto. Aristóteles no se pregunta por una
regulación normativa de la relación entre poder y esclavitud.
En resumen, en Aristóteles es ciudadano el hombre que actúa y
manda políticamente. El ciudadano no pertenece al ámbito de la socie
dad doméstica, sino, al revés, puede ser ciudadano porque domina
en la esfera privada de la «casa», del trabajo y la producción.
2. Los teóricos del derecho natural del siglo xvm, con los que
Kant discute y de los que explícitamente se separa en su cons
trucción teórica de la sociedad civil, mantuvieron los puntos esen
ciales de la aportación aristotélica: siguieron entendiendo la socie
tas civilis como una sociedad política, continuaron determinando
la posición dentro de esa sociedad política a partir de la posición
patrimonial del ciudadano y, a pesar de la introducción de la figura
del contrato social para explicar el origen de la societas civilis y
del poder político en ella, no se alejaron en realidad de la tesis
aristotélica del carácter natural de la societas civilis.
Los teóricos del derecho natural de los siglos xvn y xvm
habían introducido, en efecto, una importante novedad respecto
a la filosofía política clásica: la idea del contrato. Tanto el origen
de la sociedad civil como del poder de hombres sobre hombres
que esa sociedad conlleva se explicaban desde el contrato. La legi
timidad del poder en la sociedad civil o política procedía del con
trato, no de un derecho natural. Pero si, debido a su origen con
tractual, la sociedad civil/política podía parecer ya como algo no
natural, los teóricos continentales del derecho natural no se apar
taban, sin embargo, de la tradición aristotélica, pues hacían des
cansar el contrato social en la ley natural de los fines de la vida
humana que impulsa a los hombres a unirse para conseguir esos
fines, los cuales operan para los hombres como una norma obli
gatoria. Los hombres forman una sociedad civil o Estado a tra
vés de un contrato para realizar los fines de la vida humana6 y, si

6 En expresión de Wolff, «vitae necessitas, commoditas ac jucunditas, immo


felicitas»: Ch. Wolff, Jus naturae methodo scientifica pertractatum.
Halle/Magdeburg, 1740-1748, vol. 8, párr. 30 (reed, en Ges. Werke, lat. Werke,
vol. 17, Hildesheim, 1972).
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 243

la sociedad civil formada no sería ya natural por su origen con


tractual, al descansar el contrato social en último término en la
ley natural, la societas civilis se presupone en verdad como algo
natural, como algo que coincide con la naturaleza humana. La
coincidencia que existe en los teóricos del derecho natural entre
los conceptos de «Estado», «pueblo» y «sociedad civil» es preci
samente consecuencia de la coincidencia existente entre los fines
a que aspiran los individuos en el contrato y lo's fines de la socie
dad civil en su conjunto, coincidencia que, de nuevo en Christian
Wolff, procede de que deriva el origen y los fines de la bürgerli
che Gesellschaft de la ley natural: «legi naturae convenienter con-
tractae sunt societates civiles, et sic ex subjectione natum est
Imperium civile, sive publicum»7.
Los teóricos del derecho natural moderno, efectivamente,
ponen a los individuos como origen de la sociedad civil y como
origen del poder —imperium publicum— a través del contrato.
Pero este planteamiento no conduce finalmente a una disolución
del conjunto social en los individuos como partes de éste: la socie
dad se presenta como «política», como relativa al poder, es decir,
como un conjunto de hombres libres e iguales, con poder. Quiere
decirse que la parte contratante en el contrato no es el individuo
como tal, sino el individuo libre, sui iuris, que puede existir por
sí mismo. No es el hombre, sino el libre e independiente con poder
de disposición el que está en la base de la sociedad civil, pues ésta
es un tipo de sociedad caracterizada precisamente por el poder.
La sociedad civil es un tipo de sociedad, precisamente una socie
dad «política» (bürgerlich), que se diferencia de otras sociedades
como la doméstica, la matrimonial o la familiar. La denominación
de civitas o civitas civilis o bürgerliche Gesellschaft se aplica a
toda forma de asociación política, es decir, a toda forma de asocia
ción en que se reúnan personas con poder: un municipio, una baro
nía, etc., entendiendo el poder como la capacidad de disponer
sobre una «casa», siendo irrelevante si se trata de una dinastía o
de un señorío. Esto significa que hay muchas sociedades políti
cas (bürgerlich), coincidentes todas ellas en que están configura
das porque sus miembros tienen poder, es decir, son señores de sí
mismos.
Los teóricos del derecho natural moderno no alteran, por tanto,
en lo esencial la tradición aristotélica. El hombre de que parten

Wolff, Jus naturae, vol. 8, Praefatio; ib., párr. 26-30.


244 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

no es el individuo, sino el hombre sui iuris, el paterfamilias. La


capacidad de contratar en el seno de la sociedad dependía del poder
de disposición sobre una casa8. Es el hecho de tener propiedad el
factor decisivo en la configuración de las sociedades civiles/polí
ticas. La capacidad jurídica y política del hombre deriva de que
sea propietario: el matrimonio y los hijos son entendidos como un
derecho de propiedad del paterfamilias a mujer e hijos; el contrato
es un derecho de propiedad del hombre sobre sus acciones; la liber
tad es una propiedad que se puede perder, enajenar y recuperar.
Respecto a la propiedad como hecho determinante de la posición
pública cabe el no tener propiedad en absoluto —la servidumbre—
o las distintas formas y niveles de someterse entre sí que tienen los
hombres a través del contrato. Por esta razón, los teóricos del dere
cho natural, a la hora de legitimar el poder de hombres sobre hom
bres a través del contrato, se detienen ante el hecho de la socie
dad. La sociedad es, en último término, natural y su organización
y estructuración es determinante para la organización de la/las
sociedades civiles/políticas: los factores de la propiedad, de la pro
cedencia familiar o el tipo de actividad productiva se convierten
en los factores de participación en el orden político. La sinonimia
de societas civilis y societas política da cuenta precisamente de
esta coincidencia: el orden político se constituía desde la vida civil,
era realmente coincidente con ella. En este sentido el contractua-
lismo de los teóricos iusnaturalistas continentales no se aleja de la
naturalidad que la tradición aristotélica había conferido a la socie
dad civil o política ni elimina, por consiguiente, el carácter redu
cido del concepto de ciudadano: los seres humanos no libres o los
dependientes de otros en su trabajo o los miembros de la sociedad

8 Ch. Wolff define el «gemeines Wesen» como la unión de muchas «casas»:


Vernünftige Gedancken von dem gesellschaftlichen Leben der Menschen (1721).
Frankfurt/Leipzig, 1736, vol. 2, p. 173. La «casa» era la unidad básica de la orga
nización social y política. La ciencia de la casa, del oikos, era la «Economía»,
contrapuesta a la «Política» como ciencia de la comunidad o sociedad civil. La
Economía analizaba las variadas relaciones y actividades existentes en la «casa»:
relaciones entre las personas que la integraban, las actividades productivas (agri
cultura, cría de animales, etc.). La «Economía» de la vieja Europa abarcaba, por
tanto, un conjunto de doctrinas pertenecientes a la ética, a la pedagogía, a la medi
cina, a las técnicas de producción agraria. Una obra capital dentro de la litera
tura sobre la «casa» y el paterfamilias fue la de Wolf Helmhard von Hoberg
(1682): véase Otto Brunner, «La "casa grande" y la "oeconomica" de la vieja
Europa», en O. Brunner, Nuevos caminos de la historia social y constitucional,
trad, cast., Buenos Aires, 1976, pp. 87-123.
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 245

doméstica sometidos al paterfamilias —mujeres y sirvientes— no


pertenecen a las sociedades civiles, pues no tienen poder de dis
posición sobre sí mismos. El «individualismo» que suele atribuirse
al derecho natural moderno no puede ocultar que no se trata, en
realidad, del individuo en cuanto tal sino del individuo que es sui
iuris. El derecho natural moderno no se hacía ningún problema de
la exclusión de la sociedad civil del individuo dependiente, del
alieni iuris 9. La construcción del contrato en Wolff no sólo no eli
mina la desigualdad, sino que sirve además para afirmar un poder
político ilimitado. Se trata de un contrato de sumisión en una sola
dirección, pues los individuos entregan sus derechos a la sociedad
sin recibir a cambio ningún derecho que convierta el poder así sur
gido en un poder general que aunara coacción y libertad, que será
precisamente lo que desarrolle Kant en su teoría del derecho. La
libertas civilis, definida a veces como el residuo de la libertad natu
ral, tiene en los iusnaturalistas wolffianos realmente poca capaci
dad para defenderse de las injerencias del Estado, pues puede ser
limitada discrecionalmente 10.
El civis de los teóricos del derecho natural es una construc
ción teórica dentro de la legitimación del poder absoluto, debajo
de la cual seguía existiendo la vieja sociedad estamental de las
múltiples corporaciones privilegiadas. En torno a los años de la
Revolución francesa de 1789, la libertas civilis se transformará,
de una libertad en y a través del Estado, en una libertad frente al
Estado. La libertad y la seguridad pasarán a ser considerados por
algunos teóricos como los fines del Estado, desplazando a la «feli
cidad». Kant elevará el principio de la libertad a principio fun
dante de la sociedad civil y definirá al ciudadano en términos de
«participación en la legislación», aunque, como veremos a conti
nuación, sin llegar a eliminar todos los elementos del iusnatura-
lismo anterior que había querido superar.

9 Sobre la compatibilidad entre la afirmación de la igualdad natural y la desi


gualdad política en los teóricos alemanes de los siglos xvn y xvm, así como la
función que cumplió la idea de igualdad en esa época, véase Otto Dann, Gleichheit
und Gleichberechtigung. Das Gleichheitspostulat in der alteuropaischen Tradition
und in Deutschland bis zum ausgehenden 19. Jahrhundert., Berlin, 1980 esp
85-131.
10 «residuum libertatis naturalis,... vocatur libertas civilis» escribe Gottfried
Achenwall en Ius naturae, Gottingen, 1763, 5.a ed., 107, p. 89. Por la propia liber
tad natural había que permitir, escribía Wolff, que uno pudiera entregarse a la
esclavitud (Grundsatze der Natur- und Vólckerrechts, Halle, 1754, 948).
246 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

3. A diferencia de los teóricos del derecho natural moderno,


Kant no basa su idea de la sociedad civil ni en la antropología ni en
la teoría de los fines de la vida humana ".Y aunque sigue utilizando
algunos conceptos básicos utilizados por los teóricos del derecho
natural, les confiere una significación teórica muy distinta. Kant
habla también, en efecto, del «estado de naturaleza» y de su supe
ración a través del «contrato», pero la función que le atribuye al
contrato social es radicalmente diferente a la habitual entre los ius-
naturalistas anteriores y coetáneos. La diferencia fundamental reside
en que Kant no entiende el contrato social como un factum, sino
como una mera idea de la razón, que, como tal, debe guiar la prác
tica política y jurídica. El contrato se convierte en la filosofía polí
tica de Kant en una fórmula heurística para traducir las exigencias
de la razón práctica en la realidad de la sociedad civil o Estado.
Según Kant, no es preciso suponer que el contrato originario, el
único sobre el que se puede fundar entre los hombres una constitu
ción civil, sea un hecho; ni siquiera es posible suponerlo 12. Por eso
critica expresamente a los iusnaturalistas que «consideraron la idea
de un contrato originario como algo que tiene que haber ocurrido
realmente» 13. Y por esta misma razón tampoco está de acuerdo
Kant con los revolucionarios franceses, como Danton, que habían
tratado el contrato social como un factum y habían declarado nulos
todos los derechos amparados por la constitución en caso de que no
se hubiera dado el factum del contrato 14.
Frente a esa consideración del contrato originario como un
hecho real, Kant lo entiende como un «principio racional parajuz-

11 Sobre la polémica de Kant con los teóricos del Derecho natural, véase
Maximiliano Hernández Marcos, La Crítica de la razón pura como proceso civil.
Sobre la interpretación jurídica de la filosofía trascendental de I. Kant, Tesis
Doctoral, Universidad de Salamanca, 1994, esp. el capítulo 2.
12 Kant, Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt
aber nicht für die Praxis (1793), AA vol. 8 (1912), pág. 297 (trad. cast, de R.
Rodríguez Aramayo, En torno al tópico: «tal vez eso sea correcto en teoría, pero
no sirve para la práctica, en Kant, Teoría y Práctica, Tecnos, Madrid, 1986,
p. 36). Sobre la idea del contrato en Kant, A. Cortina, «El contrato social como
ideal del Estado de Derecho. El dudoso contractualismo de I. Kant», en Revista
de Estudios Políticos 59 (1988), pp. 49-64 y el Estudio Preliminar a Kant, Metafísica
de las Costumbres, Madrid 1989, esp. pp. lix-lxx.
13 Kant, ibidem, 302 (trad, cast., p. 43). En el no reconocimiento del contrato
como un factum se apoya Kant para negarle al pueblo capacidad para rescindir
el contrato cuando aquél considere que se ha violado.
14 Ibidem, p. 302 (trad, cast., p. 44).
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 247

gar toda la constitución jurídica pública» 15, es decir, como una


norma o pauta regulativa de la práctica. En su concepto del con
trato originario, por tanto, Kant distingue perfectamente entre hecho
y norma. Al no considerarlo ya como un hecho, Kant no lo enten
derá como el origen de la societas civilis '6: el contrato no funda el
Estado, pues éste es previo, surgido directamente de la idea del dere
cho; pero, al entenderlo como una norma de la razón, le confiere
una indudable realidad práctica, pues esa norma racional tendrá que
manifestar sus efectos en la construcción de la sociedad civil.
Esta clara diferenciación entre factum y norma, sin embargo,
no la observa Kant en todos los pasos de su construcción de la
sociedad civil, concretamente en el último de los tres principios a
priori en los que fundamenta la sociedad civil o Estado. Estos tres
principios tienen en la Metafísica de las Costumbres la siguiente
formulación: «la libertad legal de no obedecer a ninguna otra ley
más que a aquella a la que ha dado su consentimiento; la igualdad
civil, es decir, no reconocer ningún superior en el pueblo, sólo a
aquél al que tiene la capacidad moral de obligar jurídicamente del
mismo modo que éste puede obligarle a él; en tercer lugar, el atri
buto de la independencia civil, es decir, no deber la propia exis
tencia y su conservación al arbitrio de otro en el pueblo, sino a sus
propios derechos y facultades como miembro de la comunidad, por
consiguiente, la personalidad civil que consiste en no poder ser
representado por ningún otro en los asuntos jurídicos. Sólo la capa
cidad de votar cualifica al ciudadano; pero tal capacidad presu
pone la independencia del que, en el pueblo, no quiere ser única
mente parte de la comunidad, sino también miembro de ella, es
decir, quiere ser una parte de la comunidad que actúa por su pro
pio arbitrio junto con otros»17. Es precisamente en este tercer prin
cipio donde Kant rompe su propia construcción apriorística de la
sociedad civil, introduciendo un hecho empírico, no justificado
normativamente, como fundante de la cualidad de ciudadano activo.
La formulación kantiana de la libertad como un derecho del
hombre en cuanto hombre significa evidentemente una ruptura fun
damental respecto a la filosofía política tradicional y convierte a la
libertad en el derecho único, originario del hombre. La afirmación

15 Ibidem.
16 Kant, Reflexion 7734, AA vol. 19, p. 503.
17 Kant, Metaphysik der Sitien (como en nota 1), p. 314 (trad, cast., pp. 143-
144). En Über den Gemeinspruch se recogía esta formulación en p. 290 (trad,
cast., p. 27).
248 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de la libertad como un derecho del hombre elimina toda posibilidad


de un sistema jurídico y político basado en privilegios estamentales
o en sociedades de desiguales: «la sociedad es aequalis, dice Kant
en la Reflexion 7548, pues todas las partes de un todo están rela
cionadas entre sí (esto es, reciproce actio). Para la unió voluntatum
se requiere que cada voluntad sea una parte de la voluntad conjunta
y que cada uno sólo sea gobernado por la voluntad conjunta, al haber
asociado su propia voluntad junto con la de los otros a aquélla 1S. El
concepto de sociedad implica para Kant la igualdad. Todo pacto que
implique una contradicción con el ser humano es nulo por natura
leza 19. El derecho de la libertad, que tiene cada miembro de la Sozietat,
niega los derechos y libertades de las corporaciones, de los esta
mentos, de las jurisdicciones señoriales. En la Reflexion 7641, escrita
con anterioridad a la Revolución francesa, en 1769 o en torno a
1773/1775, dice Kant que de la idea de la voluntad unida a priori se
deduce la supresión de los derechos reales (la propiedad rústica) pre
tendidos por las corporaciones y los estamentos y la eliminación de
los privilegios y las prerrogativas de la nobleza 20. La formulación
kantiana de la libertad afirma a ésta como el derecho originario que
se refiere al hombre mismo, a sus intereses privados, a la búsqueda
de la felicidad por el camino que cada uno quiera, haciendo com
patible que la libertad de los otros también busque su felicidad por
el camino que quiera igualmente. La libertad kantiana como el dere
cho de los hombres en cuanto hombres contradice, en definitiva, el
principio de la vieja sociedad civil, con su jerarquización y diferen
ciación desde el punto de vista del poder.
La libertad incluye para Kant, en sí misma, las otras cualida
des humanas, como la igualdad y la capacidad de disponer sobre
sí mismo, es decir, de ser sui iuris: «la igualdad innata, es decir,
la independencia, que consiste en no ser obligado por otros sino
a aquello a lo que también recíprocamente podemos obligarles;
por consiguiente, la cualidad del hombre de ser su propio señor
(sui iuris); de igual modo, la de ser un hombre íntegro (iusti)... ;

18 Kant, Reflexion 7548, Reflexionen zur Rechtsphilosophie, AA vol. 19 (1934),


p. 452 (escrita en torno a 1769/1770 ó 1773/1775).
19 Kant, Reflexion 7576 (en torno a 1769/1770 ó 1773/1775), AA vol. 19, p.
4569. Por eso Kant se alza contra la servidumbre de la gleba y la servidumbre
hereditaria porque contradice de manera llamativa la esencia del hombre. Véase,
por20
ejemplo,
Kant, AAMetaphysik der Sitien,
vol. 19, p. 475. Véase,AA vol. 6, p.Metaphysik
asimismo, 330. der Sitien, AA vol. 6,
p. 324
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 249

todas estas facultades se encuentran ya en el principio de la liber


tad innata y no se distinguen realmente de ella» 21. Kant establece
así una relación directa e inmediata entre la libertad del hombre
en cuanto hombre y la cualidad de ser dueño de sí mismo.
Sin embargo, esta relación directa se altera en la exposición
kantiana del principio de la independencia en relación con el dere
cho a voto, pues entonces Kant entiende la cualidad de ser sui iuris
—condición para disfrutar del derecho a voto y ser, por consi
guiente, ciudadano activo — vinculada a disponer de alguna pro
piedad. Partiendo del principio de la libertad, y de la consiguiente
igualdad, habría sido lógico que Kant hubiera entendido la cuali
dad de ser dueño de sí mismo como propia de todo hombre, exten
diendo, en consecuencia, el concepto de ciudadano a todos los seres
humanos —libres e iguales—. Pero en la exposición de ester ter
cer principio de la sociedad civil, sin embargo, Kant abandona real
mente el método trascendental y se traslada al terreno empírico.
Tanto en En torno al tópico... (1793) como en Metafísica de las
Costumbres (1797), la caracterización de la cualidad de ser sui
iuris procede del terreno empírico, abandonando la fundamenta-
ción racional-apriorística a partir del principio de la libertad.
En En torno al tópico..., Kant define al ciudadano en sentido
de citoyen, de ciudadano del Estado, —Staatsbürger—, diferen
ciándolo, por tanto, del bourgeois o ciudadano de la ciudad
—Stadtbürger—, como «aquel que tiene derecho a voto en la legis
lación» 22. Pero la auténtica contraposición de «ciudadano» se da

21 Kant, Metaphysik der Sitien, AA vol. 6, pp. 237-238.


22 Kant, Über den Gemeinspruch, AA vol. 8, p. 296. Con anterioridad a la
Revolución Francesa y, por consiguiente, a En torno al tópico..., Kant había apli
cado el concepto de Staatsbürger a los miembros del estamento de la nobleza, supe
rando este planteamiento en los años de la Revolución francesa e identificando
entonces al Staatsbürger con el citoyen francés. En efecto, en la Reflexion 7974,
escrita alrededor de 1785/1788 ó 1788/1789, había distinguido entre Staatsbürger
(civis) —partícipe en la formación del poder supremo— y Zunftbürgev (civicus)
—sometido al poder supremo, sin participar en ese poder supremo ni estar some
tido a ningún estamento o poder de la comunidad (gemeines Wesen)—. El
Staatsbürger, por otra parte, se diferencia de aquellos «que tienen la capacidad
hereditaria para mandar en la administración del Estado. Aquel pertenece al pue
blo común (plebs), éstos a la nobleza (status equestris). Estos últimos pertene
cen o al summum imperium y son senadores hereditarios (patricii, Lords) o son
solamente nobles (optimates) con un derecho hereditario a ser ejecutores del
poder supremo como autoridades subordinadas (nobleza titulada)». Pero Kant se
pregunta «si es justo que el summum imperium ponga a estos señores heredita
rios como marqueses, condes, etc. Serían entonces no sólo «Staatsbürger», sino
250 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

frente a los «Schutzgenossen», es decir, frente aquellos que no


participan en la legislación, aunque son también miembros de la
comunidad (gemeines Wesen) sometidos, por tanto, a las leyes
y partícipes de la protección que éstas brindan 23. La diferencia
entre ambos viene determinada por la posesión de una determi
nada cualidad: aparte de la cualidad natural de no ser niño ni
mujer, dice Kant que es preciso para ser ciudadano que uno dis
ponga de sí mismo, es decir, que sea sui iuris. Esta cualidad equi
vale para Kant a tener alguna propiedad que le mantenga e incluye
bajo este concepto de propiedad cualquier habilidad, oficio, arte
o ciencia24. En este pasaje de En torno al tópico, Kant reconoce
abiertamente que resulta difícil determinar los requisitos pro
pios que convierten a un hombre en sui iuris, pero suministra
una guía para poder determinarlos. Distingue entonces entre
quienes hacen una prestatio operae —el servidor doméstico, el
dependiente de comercio, el jornalero, el peluquero— y quienes
son auténticamente artífices, quienes elaboran un opus25. En
Metafísica de las Costumbres mantiene esta misma limitación
para el derecho a voto, introduciendo una diferenciación con
ceptual entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos o entre
ciudadanos y «simples componentes del Estado». Sólo los ciu
dadanos activos tienen derecho a voto, derecho a participar en
la elaboración de las leyes, mientras que los ciudadanos pasivos
o «simples componentes del Estado» no pueden exigir tomar
parte en la elaboración de las leyes, aunque sí pueden exigir que
las leyes no sean contrarias a la igualdad y a la libertad. Aunque
Kant reconoce abiertamente que el concepto de ciudadano pasivo
parece estar en contradicción con el concepto de ciudadano en
general como participe en la legislación, mantiene esa clasifi
cación y pretender resolver la dificultad planteada. Su preten
dida resolución consiste, en realidad, en la enumeración de algu
nos ejemplos de «ciudadanos pasivos», entre los que menciona
al mozo que trabaja al servicio de un comerciante o artesano, al

que tendrían cargo hereditario» [Reflexionen zur Rechtsphilosophie, Nr. 7974,


AA vol. 19 (1934), pp. 558 y s.].
23 Kant, Über den Gemeinspruch AA vol. 8, p. 294.
24 Ibidem, AA vol. 8, p. 295. En Reflexionen zur Anthropologic, entre 1792 y
1794, había escrito que «todos nacen como posibles ciudadanos (Staatsbürger),
pero para llegar a serlo tienen que tener un patrimonio, sea en méritos o en cosas...
Subditos (Staatsuntertan) lo son todos y además hereditariamente» [AA vol. 15/2
(1913), p. 544].
25 Ibidem, p. 295, nota
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 251

sirviente, al menor de edad y a todas las mujeres, es decir, a cual


quiera que no pueda mantenerse por su propia actividad y se vea
forzado a ponerse a las órdenes de otro, que no sea el Estado.
Aquellos que no tienen una vida independiente desde el punto de
vista jurídico/económico no tienen personalidad civil/política26.
Estos ejemplos, sin embargo, no parece que sirvan para resol
ver la dificultad de esa diferenciación entre ciudadano activo y
ciudadano pasivo, pues no nos dicen por qué hay que establecer
esa diferenciación si se parte del principio de la libertad y la igual
dad, pero sí nos dan la pista de cómo entiende ahora Kant el ter
cer principio de la independencia. Los ejemplos que Kant men
ciona nos remiten a la sociedad doméstica, al derecho del dueño
de la casa, que Kant entiende como un «derecho personal de carác
ter real» y que aborda en los párrafos 22-30 de la Metafísica de
las Costumbres.
Ese «derecho personal de carácter real», un híbrido que no
es sólo derecho personal ni sólo derecho real, lo define Kant
como un «derecho a poseer un objeto exterior como una cosa y
a usarlo como una persona» 27 y con él explica la relación entre
el dueño de la casa y los sirvientes domésticos 28. En esta rela
ción, dice Kant, los sirvientes domésticos pertenecen a lo suyo
del dueño de la casa por un derecho real, pues éste puede recu
perarlos por una decisión unilateral si se le escapan de casa, pero,
sin embargo, no pueden ser tratados como si fueran propiedad
del dueño porque están en su poder por contrato, es decir, que
el uso de los sirvientes domésticos no puede ser un abuso29. Los
sirvientes no pueden disponer de sí mismos, pero son personas
libres. La sociedad doméstica es una sociedad compuesta por
personas libres, aunque desigual, por la desigualdad que hay
entre el que manda y los que obedecen. Con esta referencia kan
tiana a la sociedad doméstica se determina perfectamente el con
tenido del concepto sui iuris que Kant establece como la condi
ción decisiva para ser ciudadano, trasladando así el esquema de
una sociedad desigual a la sociedad civil o Estado. El contenido
del ser sui iuris es el del «dueño de la casa» y no deriva direc-

26 Kant, Metaphysik der Sitien, AA vol. 6, párr. 46, pp. 314-315.


27 Ibidem, párr. 22, p. 276
28 Ibidem, párr. 30, pp. 282-284. «Derecho personal de carácter real» existe
también, según Kant, en el derecho conyugal y en el derecho de los padres sobre
los hijos.
29 Ibidem, párr. 30, p. 283.
IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

tamente del principio de la libertad e igualdad de los hombres


en cuanto hombres. Es ahora un hecho empírico —el disponer
de un poder de disposición, que obviamente no se deduce a
priori— el que otorga la cualificación para ser ciudadano activo.
La quiebra que esto supone en la construcción apriorística de
la sociedad civil le impide a Kant ir realmente más allá del ius-
naturalismo anterior. Una importante limitación de éste residía
precisamente en que la sociedad civil estaba vinculada a las
estructuras concretas de la sociedad existente y Kant, al elevar
la independencia jurídico-económica a condición de la ciuda
danía, está introduciendo el mismo principio político —a pos
teriori— que regía la vieja societas civilis. Las consecuencias
normativas del contrato originario se inhiben, en el concepto de
ciudadano, por esta referencia a la esfera de los fenómenos empí-

En resumen, el concepto de ciudadano de Kant —limitado el


derecho a voto a los paterfamilias independientes— modera sen
siblemente las consecuencias revolucionarias de los principios de
libertad e igualdad que atribuye a la sociedad civil o Estado. El
ciudadano kantiano muestra, en definitiva, una doble faz: por un
lado, es un concepto que al definirlo Kant como partícipe en la
legislación está apuntando hacia el futuro, pero, por otro lado, no
va más allá de las fronteras del derecho positivo prusiano expre
sado en el Allgemeines Landrechtfür diepreufiischen Staaten, de
1794. En este código legislativo, en efecto, a pesar de algunos
enfoques individualistas, sigue siendo la sociedad doméstica, «la
casa», la unidad fundamental en torno a la que se vertebra la regu
lación jurídico-pública y el «dueño de la casa» su representante
natural30.

4. La reducción kantiana del concepto de ciudadano a las


personas independientes en los términos explicados anteriormente
es coincidente con la tesis mayoritaria sostenida por tratadistas
y publicistas alemanes de la última década del siglo xvm31. Pero
hubo, sin embargo, algunos teóricos que criticaron expresamente

30 Sobre el Allgemeines Landrecht, véase R. Koselleck, Preufien zwischen


Reform und Revolution,
31 Véase al respectoStuttgart,
Michael 1967.
Stolleis, «Untertan-Bürger-Staatsbürger.
Bemerkungen zur juristischen Terminologie im sptáten 18. lahrhundert», en R.
Vierhaus, ed., Bürger und Bürgerlichkeit im Zeitalter der Aufklarung. Heidelber
1981, pp. 65-99.
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 253

la argumentación kantiana por el estrechamiento que había intro


ducido en la condición de ciudadano, es decir, por no haber lle
vado consecuentemente los principios de la libertad e igualdad al
concepto de ciudadano o ciudadano activo. Entre las críticas expre
samente formuladas contra Kant cabe mencionar la efectuada por
Friedrich Schlegel en su recensión de la Paz perpetua. En las pági
nas dedicadas a comentar este opúsculo kantiano, publicadas en
la revista berlinesa Deutschland, en 1796, Friedrich Schlegel cri
tica básicamente la tesis kantiana de que el democratismo sea nece
sariamente despótico, arguyendo por el contrario que el republi
canismo, tal como lo había formulado Kant, tenía que ser
necesariamente democrático. La argumentación de Friedrich
Schlegel parte de que la única ficción política es aquella que se
basa en la ley de la igualdad, es decir, que la voluntad de la mayo
ría debe valer como subrogado de la voluntad general. Y la apli
cación de este principio conduce, según él, a la no privación de la
condición de ciudadano a quienes se encuentren en una situación
de dependencia jurídico-económica. Él considera que no es válida
la presuposición del concepto kantiano de ciudadano de que deter
minadas situaciones sociales o determinadas características natu
rales incapacitan para tener derecho a voto. La exclusión no se
deriva de ese principio de la ley de la igualdad. Por eso afirma que
no puede presuponerse, sino que debería probarse realmente, que
un individuo carezca de voluntad libre por encontrarse en una
determinada situación económico-social o por pertenecer al sexo
femenino: «la pobreza, la venalidad supuesta, la condición feme
nina o una supuesta debilidad, no son motivos legítimos para
excluir del derecho de voto» 32.
En la misma dirección critica a Kant un escritor político de
Leipzig, Johann Adam Bergk, quien, en 1797, escribía: «La dife
renciación entre ciudadanos activos y pasivos, que hace Kant, me
parece incorrecta, porque contradice la calidad de los seres suje
tos de derechos, pero es también contraria a derecho, porque con
vierte al derecho mismo en una quimera» 33. Según Bergk, todas

32 Fr. Schlegel, «Ensayo sobre el concepto de republicanismo. A propósito del


ensayo de Kant Para una paz perpetua» (Versuch über den Begriff des
Republikanismus, veranlasst durch die Kantische Schrift zum ewigen Frieden,
1796), en Fr. Schelegel, Obras Selectas, trad. cast, de M. A. Vega, vol. I, Madrid
1983, pp. 41-42.
33 I.A. Bergk, Briefe über Immanuel Kants metaphysische Anfangsgründe der
Rechtslehre, Leipzig/Gera, 1797; reimpresión, Bruselas, 1968, p. 186.
254 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

las personas capaces podrían ser ciudadanos, es decir, gozar de la


libertad política como «facultad de participar en la administra
ción del Estado y de participar en el establecimiento de la ciuda
danía (Bürgerverein) bajo leyes» 34. Su conclusión respecto a las
mujeres era clara: «No sé cómo se les puede negar jurídicamente
a las mujeres el derecho de ciudadanía, mientras se las tenga de
buena fe por seres humanos... La diferencia natural del sexo no
justifica en absoluto ninguna diferencia del derecho, que debe ser
igual para todos los seres humanos» 35. La base de su argumenta
ción está, por tanto, en referir el atributo de la independencia al
ser humano y no al ciudadano, eliminando la reducción en el con
cepto del sui iuris que había efectuado Kant36.
El posterior ministro bávaro liberal, Wilhelm Joseph Behr,
en su Teoría del Estado de 1804, elaborada en espíritu kantiano-
fichteano, también aplica el derecho de voto a todos las personas
capaces (dependientes económicamente, sirvientes, jornaleros,
mujeres solteras): «igualdad de todos y cada uno, como miem
bros integrantes del conjunto estatal, en cuya soberanía origina
ria participan —igualdad de todos y de cada uno en la sumisión,
como miembros subordinados al conjunto—, libertad jurídica e
independencia jurídica son según esto los caracteres esenciales
de la relación del ciudadano del Estado con el conjunto y entre
sí, cuya realización es la condición absoluta para que sea posi
ble que domine el derecho o para poder lograr el verdadero fin
del Estado»37

34 LA. Bergk, ibidem, p. 47


33 LA. Bergk, ibidem, p. 186.
36 LA. Bergk, ibidem, pp. 181-182. En la cuestión de la igualdad jurídica y
política de las mujeres insistió especialmente el ilustrado de Konigsberg Theodor
Gottlieb Hippel, quien en 1782, escribía: «como las mujeres son tan buenos seres
humanos como los varones y como le corresponden iguales derechos, ¿podrían
faltar propuestas para poner a ambos grupos sobre la misma base?... ¿Debe per
manecer el segundo grupo del género humano, un
cia eternamente y entretenerlo siempre con juegos y golosinas'.'» . Por eso pro
ponía un plan de educación política en la que no se tomara en consideración la
diferenciación sexual: «la necesaria "desigualdad política" no puede proclamar
como indigno a todo un género en el que, por lo general, hay más capaces que
en el nuestro y para lo que no existe ningún otro motivo que el hecho de que la
legislación está compuesta solamente de varones» (Hippel, Über die bürgerli
che Verbesserung der Weiber, Berlin, 1792, pp. 207 y s., cit. en Otto Dann,
Gleichheit und Gleichberechtigung, Berlin, 1980, p. 238.)
37 W. J. Behr, System derallgemeinen Staatslehre, vol. 1, Bamberg/Würzburg
1804, §835
EN TORNO AL CONCEPTO DE CIUDADANO EN KANT 255

Que de los principios kantianos de libertad e igualdad podían


derivarse otras consecuencias políticas más amplias que las for
muladas por el propio Kant era también evidente para un tradi-
cionalista como August Wilhelm Rehberg. Según él, de esos prin
cipios kantianos no sólo podía derivarse la igualdad jurídica, sino
también una «auténtica libertad política» y una «igualdad de la
propiedad» 38.
5. El concepto de Staatsbürger como el ciudadano con dere
cho a voto en la legislación, en cuya formulación había destacado
I. Kant, fue aceptándose paulatinamente, haciendo que el con
cepto de subdito (Untertan) cayera en descrédito. Campe ofrece
en 1810, en el «Diccionario de la lengua alemana», la definición
kantiana: «Der Staatsbürger: ciudadano (Burger) de un Estado,
un miembro de la sociedad llamada Estado; especialmente, aquel
que tiene el derecho a voto en la legislación para el Estado»39. No
obstante, la cuestión de a quiénes corresponde participar en la
legislación para el Estado siguió siendo motivo de discusión ervtre
los teóricos. El concepto sobrevivió, en todo caso, a los años de
la Restauración y se fue incorporando en el vocabulario político
del constitucionalismo alemán posterior a 1815, especialmente en
los primeros Estados constitucionales del sur de Alemania (Baviera,
Württemberg, Badén), si bien las leyes electorales de esos Estados
volvieron a reproducir de nuevo la vieja sociedad estamental 40.
El giro kantiano en el contenido del concepto de ciudadano
no quedó, sin embargo, olvidado, pues las corrientes radicales y
demócratas de los años anteriores a la Revolución alemana de
1848/1849 crecieron también sobre su suelo.

38 A. W. Rehberg, «Über das Verháltnis der Theorie zur Praxis», en:


Kant/Gentz/Rehberg, Über Theorie und Praxis, ed. de Dieter Henrich, Frankfurt,
1967, p. 124.
39 Campe, Worterbuch der deutschen Sprache. Braunschweig 1810, 4.a parte,
pág. 567
40 Véase E. R. Huber, Deutsche Verfassungsgeschichte, vol. 1, Stuttgart, 1957,
p. 336 y ss.
11. SIN COSMOS NI POLIS
José María Ripalda
UNED

El bicentenario del escrito Sobre la paz perpetua nos ha puesto


en una situación curiosa a quienes estamos celebrándolo a pro
puesta de Roberto Rodríguez Aramayo. Como él mismo, entre
otros ponentes, nos ha recordado, el subtítulo del escrito kan
tiano, «Un ensayo filosófico», garantizaba un espacio discursivo
homogéneo que transitaron antecesores como el abbé de Saint-
Pierre, Rousseau, Voltaire, Condorcet, Mandeville, o, según ha
expuesto Faustino Oncina, sus sucesores Friedrich Schlegel,
Gorres, Fichte y Genz. Ahora bien, esta homogeneidad discur
siva no caracteriza nuestra reunión de «filósofos». Seguramente
el enfoque dominante en esta reunión se ha apoyado en los tex
tos de Kant para realizar operaciones normativas o bien los ha
asociado con ellas, lo que sin duda hace justicia al menos a una
intención que ha modelado visiblemente aquellos textos. Pero
cada uno de nosotros ha partido de intereses teóricos y prácticas
discursivas distintas, que han constituido un espacio más plural
que el texto estudiado. Hemos transitado por Kant... en una geo
logía cambiada.
La frescura y espontaneidad con que se han expuesto hipóte
sis y esbozos de proyectos en curso, la amistad en que se ha cons
tituido este espacio plural, me anima a mí también a explicitar una
hipótesis en el cruce de mi curso de la UNED sobre «Cambio cul
tural y cambio ideológico» con este bicentenario1. Mi exposición
va a ir avanzando como por pseudópodos, el primero de los cua
les ha sido atraído por la aludida pluralidad discursiva que dife
rencia nuestra «filosofía» de la kantiana.

1 Por esta razón citaré a menudo algunas publicaciones propias en que me he


apoyado; sus siglas son:
FC: Fin del Clasicismo, Trotta, Madrid, 1993.
HEJ: Hegel, Escritos de juventud, FCE, Madrid, 1978.
ND: La nación dividida, FCE, Madrid, 1978.
260 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Una característica de esa pluralidad discursiva es los momen


tos de asombro que genera. Así cuando, en una de las últimas dis
cusiones, Antoni Doménech exponía la paradójica cercanía del
«segundo óptimo» al «primero» en una elección racional, pues
pueden estar representados en una función con la máxima lejanía,
daba una sorprendente muestra del poder explicativo de esque
mas matemáticos para fenómenos sociales tan complejos como
las oscilaciones de masas entre comunismo y fascismo. A la vez
quedaba al descubierto tanto el escaso contenido sustantivo como
la endeble fundamentación trascendental —en términos kantia
nos— de tal explicación. Una vez decapitada la filosofía kantiana
de su supremo reducto trascendental, la producción de teoría parece
que sólo tuviera para guiarse las reglas de una correcta aplicación
de los esquemas (y ciertamente la atención de Kant a la esque-
matización fue sospechosamente intensa y amplia).
Este «desfondamiento» y «pobreza» de la teoría afecta a todas
las propuestas teóricas que estamos presentando estos días. La
filosofía que consideramos tradicional —y se ha hecho más bien
restauradora— creía acceder a la verdad por la categorización de
tipo aristotélico, por el logos, el Yo, el Espíritu, al menos, en su
versión mínima y más actual, por la razón. Pero jalones como
Marx, Darwin y Nietzsche muestran una creciente incredulidad
frente a tales fundaciones. Las nuestras, a juzgar por lo expuesto
estos días, van más bien por la bibliografía establecida, la tópica
usual en una institución, lo actual como es elaborado en alguna
academia metropolitana, las pautas de razonamiento aceptadas
institucionalmente en cada discursividad (y nosotros estamos fun
cionando aquí como una institución, si bien pequeña y subalterna).
La «crítica» ilustrada de los fundamentos no ha realizado sobre
sí misma la retorsio, que sólo podía ser externa e irreverente, hasta
una fecha fijable simbólicamente en los meses anteriores a la gran
hecatombe de la primera Guerra Mundial. Desde el verano de 1913
hasta la primavera del año siguiente Freud, tratando de com
prender las «parafrenias», llegó a trazar asimismo una genealo
gía de la conciencia en el sentido ético kantiano. Su exposición,
que preludia la llamada segunda tópica, tiene lugar en la
Introducción del narcisismo, especialmente en su tercera parte.
La operación intelectual ya no es simplemente función del meta
bolismo con la naturaleza, como la había entendido Marx (El
Capital, 1.1, cap. 5, i.e.), sino del control y reorientación de una
SIN COSMOS NI POLIS 261

naturaleza interior, tan interior que ni puede ser aislada de su ela


boración social. Su principal problema y a la vez resorte es ven
cer adecuadamente las resistencias. El mismo texto freudiano las
testimonia en su retorcimiento no siempre congruente2.
Freud ha indicado también que, si la psicología analítica
no surgió antes, ello se debió, pese a suficientes bases experi
mentales, al miedo ante la transferencia que iba a caer sobre el
analista. Pienso que en filósofos sensibles a cambios históri
cos profundos un talante conservador facilita precisamente la
aceptación de lo nuevo, y por ello necesariamente destructivo,
pues lo funde en formas convencionales que permiten su expre
sión indirecta o atemperada. Éste fue, en mi opinión desde
luego, el caso de Hegel y el del mismo Freud. Ciertas oscila
ciones e incoherencias son a la vez el lugar de la operación teó
rica decisiva, como veremos en el caso de Kant. Propio tam
bién de su rigor deductivo es el uso de cláusulas retóricas
específicas, para marcar los lugares en que el discurso «tiene»
que arriesgar un salto. Un pasaje característico en este sentido
me parecen los dos últimos párrafos del «2.° artículo defini
tivo» de La paz perpetua, en los que aparecen repetidamente
cláusulas del tipo: «no puede entenderse en absoluto, si no...»,
«si es que se ha de entender algo bajo este concepto», «pro
piamente [con esta concepción] no hay modo de entender nada
en absoluto». (Otro caso, especialmente importante sería el
licet que abre la página A 124 de la Crítica de la razón prác
tica, en la «Típica del puro juicio práctico»: «por tanto tam
bién se puede tomar la naturaleza del mundo sensible como
tipo de una naturaleza inteligible»... aplicando —nada menos—
la forma de las leyes naturales a la ética.)
Características de los grandes textos filosóficos serían las
fallas y resistencias que denotan un intenso trabajo del texto, sin
caer ni en la simple incoherencia —satisfactoria sólo para el nar
cisismo directo, cortocircuitado— ni en un rechazo de las resis
tencias previo, exterior al texto, que me parece característico de
toda escolástica y del típico discurso disciplinar contemporáneo
(en parte porque debe afirmarse en el mercado interior de cada
institución, en parte porque cada disciplina institucionalizada es
de por sí una defensa).

2 Cf. Sigmund Freud, Studienausgabe, ed. A. Mitscherlich, etc., Fischer,


Frankfurt, 1975, III, 40.
262 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Todo esto carece seguramente de importancia, si uno se con


forma con disponer de un museo de doctrinas del pasado, accesi
bles tras un trabajo filológico adecuado. Y ésta es seguramente la
posición global de Kant, tal como la expone en la nota a la tesis 9
de su Idea de una historia universal cosmopolita, que supone «un
público culto» homogéneo desde los griegos. Pero esta cataloga
ción estática no creo que la necesitemos sino para rellenar y flan
quear lo que ya sabemos y nos interesa, para rejustificar lo que
hacemos. La «crítica» ilustrada podrá repetirse ahora dogmatizada;
en cambio, si no se toma como doctrina sino como la distancia, el
examen hoy posibles, se destruye, se convierte en otra cosa.
Difícilmente podremos volver a la Ilustración en los propios
términos de ésta. Y sin embargo experimento un placer en regre
sar una y otra vez a ellos, que dudo en explicar por razones bio
gráficas. Como también me gusta el lugar que me ha sido asig
nado en esta ocasión: el de historiador de la filosofía, es decir el
de una disciplina anticuada, como yo lo soy y, siguiendo con la
ironía, como lo es no poco de lo que se considera filosofía dura y
pura. Una forma dominante de practicarla consiste en estudiar his
tóricamente algunos grandes autores más o menos recientes y
extraer de ellos por identificación doctrina aceptable en las insti
tuciones académicas. Tal me parece el caso de especialistas de
reconocida competencia, inteligentes y orientados eficazmente
hacia el mundo en que viven a través de las instituciones cultura
les, como Rorty y Vattimo. Freud lo explica en la tercera parte de
El Yo y el Ello (1923) como una operación narcisista, que se sirve
de identificaciones para suplir al yo de libido. (Cf. FC 19418.)
Ya se ve que la historiación de la filosofía no puede ser tomada
con inocencia disciplinar como un punto de partida incuestionado.
Menos aún lo es si tomamos en serio el tema de nuestra sesión:
«¿Cuál es hoy la vigencia del cosmopolitismo ilustrado?»
«Vigencia», aludiendo, indicando el tema fundamental de la dis
ciplina, es casi una trampa. Porque, si nos centramos en Kant, ¿qué
nos queda de él? Un nombre, unos textos. Pero lo que los ro
deaba, los apoyaba, daba sentido, constituía, se lo ha llevado como
una marea el tiempo, la muerte, aquí y allá un árido cerro testigo,
unas rampas que cambian con cada gran tormenta; nuevos estra
tos aparecen, otros se gastan, la misma geología cambia, a veces
en violenta tectónica. Un penoso cotejo con otros restos disper
sos apenas nos permite reconstruir algo de aquel complejo con
texto. Citando lo que he escrito en otra ocasión, «la tradición per
dura; pero ha dejado de ser suelo, sabemos que es también abismo
SIN COSMOS NI POLIS

innumerable.» (FC 12.) Actualmente añadiría que la tradición se


reconstituye una y otra vez en contextos innovadores, de los que
sólo precariamente es separable; un caso especialmente pregnante
es el que abre la era moderna con la recuperación renacentista de
la Antigüedad. Otro caso, simétricamente oponible, lo constituye
la diferencia entre el centripetismo que domina la composición
en la pintura renacentista y la centración subjetiva de un cuadro
de Friedrich, o entre ésta y la de una «vanguardia» de nuestro
siglo.
Los conceptos históricos que se atribuyen a una época están
desfondados de antemano. Las nociones renacentistas «anticipan»
tanto como «recuperan»: antes de haber sido nociones ilustradas,
«nación, patria, pueblo, tolerancia, progreso, libertad, skepsis,
entusiasmo eran ya consignas en la Europa de Carlos V». (ND 16.)
A su vez el entorno terminológico de Kant abunda en ejemplos de
relieve conceptual inestable, en lapsos inferiores incluso a un dece
nio: «Genio» designa en la Ilustración el carácter singular de un
individuo según el dicho castellano «genio y figura hasta la sepul
tura»; a finales del xvm pasa a designar la fuerza creadora origi
nal. En los mismos años el término «original» resulta sustituido
por «originario», que hace referencia a la productividad de algo
nuevo. El siglo xvm había sido educado en las lágrimas por la
novela sentimental británica y Diderot consideraba un monstruo
al abbé Galliani porque «no lloraba»; pero el sentimentalismo y
la tratadística de la pasión a lo Longinos se esfuman ante la vio
lencia de la pasión romántica. La «máquina» a que se refiere la
Ilustración pertenece a la geometría cartesiana; la «máquina» del
Premarzo es ya la de la revolución industrial. La «nación» ilus
trada, cifra de una nueva fantasía, de una nueva dignidad, es un
proyecto de solidaridad colectiva frente al privilegio hereditario;
la «nación» que surge de las guerras napoleónicas se ha despla
zado hacia un proyecto tecnocrático de rejerarquización social por
el Estado. La «crítica» se refiere a mediados del xvm sobre todo
a la filología, antes de que cobre toda su dimensión ideológica.
(Cf. FC201s.)
Ninguna catalogación genérica sirve para estabilizar y homo-
geneizar, sino más bien para ocultar, la enorme dispersión y viru
lencia que oscuramente nos llega de la historia. Si uno se conforma
con un historicismo que individualiza la «Ilustración» cuasiépi-
camente, está fingiendo la historia; trata de ahorrarse el recono
cimiento de una inestabilidad, de una pérdida íntima y con ella del
trabajo que hoy constituiría una memoria viva, es decir, inmersa
264 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

en la muerte. Lo que hizo aquel texto sobre La paz perpetua ahora


tiene la forma muerta de resto, si es que alguna vez tuvo otra. Y
sin embargo lo que uno puede descubrir —como en un conden
sarse del tiempo— al leerlo es que me pensó anticipadamente
antes de haber sido. Ese otro, muerto, me constituye infinitamente
como cuerpo y recuerdo anónimo, indisponible, rompiendo la
separación entre las dimensiones del tiempo, como las rompe
mos nosotros escribiendo desde los que fueron y hacia los que
vendrán (Walter Benjamin, tesis 6.a Sobre el concepto de la his
toria).
Cuando Hegel habla de «Erinnerung» (re-cuerdo, no mera
memoria, para la que Hegel tiene el nombre de «Gedachtnis»),
está explicando la constitución de la interioridad, psijé, identidad
viniendo de su exterior. Ese exterior está hecho de nombres, nues
tro verdadero cuerpo a diferencia del cuerpo animal3. La con
cepción hegeliana, que hace así de la alienación algo insupera
blemente constitutivo, casa con una concepción de la historia como
nombres, escritura. Nuestro exterior nos lo representamos como
pasado, lo que nos permite recuperarlo como memoria, recupe
rarnos a nosotros mismos de nuestra materialidad, de nuestra pura
naturalidad, de la mortalidad constitutiva proyectada como pasado
muerto. Ciertamente en Hegel la subordinación dialéctica de la
memoria externa (Gedachtnis) al recuerdo (Erinnerung) reinte
gra la opaca materialidad en la intuición interna del Espíritu. Pero
con ello no hace sino encubrir una tensión demasiado dura para
él, que ha descubierto para nosotros: la materialidad exterior de
los nombres encierra asimismo nuestra única pervivencia, en vida
y post mortem, como lo fue la de los ilustrados. Si la Ilustración
comparó conscientemente lenguaje y dinero, es porque fue cons
ciente de que también los nombres funcionan por su valor nomi
nal, sin relación interna simbólica. Los nombres quedan del pasado
como divisas no convertibles. Y su exterioridad conlleva la dis
persión. Tampoco los lenguajes son convertibles, su mercado, por
así decirlo, es incompleto; por eso los lugares de intersección entre

3 Vid. Hegel, Filosofía real, FCE, Madrid, 1984, 156-160. La misma contra
posición entre memoria y recuerdo resulta hoy —como toda la terminología filo
sófica tradicional y en general un uso culto, racionalista o jurídico, del lenguaje
cotidiano— insidiosamente subvertida por la tecnologización de la memoria,
que está alcanzando dimensiones inéditas y previsiblemente sólo iniciales. Cf.
a este respecto lacques Derrida, Mémoires pour Paul de Man, Galilee, Paris,
1988, pp. 108 ss.
SIN COSMOS NI POLIS

ellos generan plusvalías no calculables, que requieren un arte de


la interpretación.

La materialidad de los nombres, los desplazamientos que cubre


y a la vez apoya, la potencia histórica que una y otra vez recrea
en ellos la tradición, son rechazados por Kant al mundo fenomé
nico, fuera de la libertad. Como dice un esbozo de Hegel de 1798
(HEJ 270), «la razón práctica de Kant es la facultad de lo gene
ral, es decir la facultad de excluir; el [único] móvil, el respeto
[ante la ley]».
El radical idealismo kantiano encierra una virtualidad que
parece haber asustado a Hegel, pues la exclusión kantiana rompe
la unidad aristotélica entre libertad y cosmos. Precisamente la
dinamizadora «negatividad» hegeliana puede entenderse genea
lógicamente como la reinclusión en la realidad de esa enérgica
libertad kantiana, que niega la realidad fenoménica. En este sen
tido Hegel restaura la unidad aristotélica entre concepto y reali
dad que Kant quiebra violentamente: la misma quiebra kantiana
sería un elemento inmanente de esa unidad, el principio moderno
de la libertad se incorporaría al orden eterno del logos.
Kant es el primer filósofo decididamente postaristotélico;
dicho en términos sistémicos, es el primer exponente del princi
pio formalista moderno, que, separando radicalmente la ley y el
ser, rompe definitivamente el «cosmos» antiguo. Y su exposición
es tan poderosa que el mismo Hegel sólo consigue restaurar tras
él un Aristóteles espúreo, alejandrino. (ND 253'.)
Lo curioso, sin embargo, es que Kant dé por lo demás una
imagen más aristotélica que el propio Hegel. Ahora bien, no se
puede ignorar que la sentencia aristotélica de que no hay ciencia
de lo particular cobraba en el siglo xvm una punta polémica diri
gida contra la aristocracia, en concreto contra su alegación de
razones históricas, hereditarias para justificar su posición de pri
vilegio. Desde Descartes a Locke se hace referencia a la ocupa
ción del recurso a la historia por los intereses de los poderosos.
(Cf. FC 200.) La crítica ilustrada de la «positividad» polemiza
contra esa misma fundamentación del privilegio en los hechos
consumados, oponiéndole la razón. Incluso el establishment lute
rano, armado de escolástica desde Melanchton —especialmente
266 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de la escolástica suarista— favoreció hasta el fin del siglo xvm


argumentaciones de este tipo. El aristotelismo constituía un impor
tante vehículo y reducto de la Ilustración. El recurso a la razón
aristotélica en aquel momento conlleva un mundo de rebeldía y
creatividad hoy oculto bajo su repetición estabilizadora; pero que
aún era patente a Hegel.
El hecho más decisivo, en mi opinión, a lo largo de la teoría
dieciochesca es la desintegración de los hechos con respecto a la
teoría como consecuencia de la explosión de los conocimientos
concretos y de las técnicas. Su masa, aún integrable en Leibniz,
quien contribuyó él mismo a su incremento, se hace a finales del
siglo excesivamente potente. Goethe y Hegel lucharán aún a
comienzos del siglo siguiente por salvar la observación directa
frente a la construcción teórica de la experimentación. (Cf. FC
105.) En este contexto veo el surgimiento de la historia como resul
tado de la dignidad que va cobrando lo particular bajo su propia
masa irreductible, capaz incluso de generar teoría, así como de la
importancia que cobra paralelamente el instante, lo irrepetible;
pero también lo veo como un intento tardío de reintegrar los hechos
en la teoría. La educación del género humano (1780), en que cul
mina la obra de Lessing, trata de mantener una instancia divina
como sentido último de los hechos, si bien desligada de las ins
tancias del antiguo régimen.
Kant es hostil a la piedad lessingiana de la historia, con la que
hace crisis en él cualquier intento de mantener las viejas certezas.
Y Aristóteles le sirve de inspiración, aunque no pueda retroceder
al apoyo del cosmos griego. La ley, irreductible a lo empírico,
incapaz incluso de componenda con ello, es estática, imita la natu
raleza. El rigor requerido para mantener ambos extremos en su
separación es ya expresivo de por sí, fascinando —aunque no sin
horror— a la generación que inicia el Romanticismo; la violenta
tectónica que impone a las nociones aristotélicas, insinúa un sur
gimiento histórico de dimensiones colosales, que aún hoy nos atrae
misteriosamente desde aquellos textos al cambio de siglo.
Fichte, al considerar la tabla aristotélica de las categorías un
último reducto de «positividad» en la Analítica kantiana de los
conceptos, la libera de este lastre, deduciéndola del Yo. Pero pre
cisamente este radicalismo inicia para el Romanticismo la con
sagración de un principio subjetivo, que no toma en serio su pre
via reducción formalista ferozmente enunciada por Kant. La libertad
se carga virtualmente de contenidos, que excluía de ella la impo
sibilidad incluso de experimentarla (KpV, A 124).
SIN COSMOS NI POLIS 267

El énfasis rigorista de Kant era desde luego sospechoso. Aunque


a los jóvenes alemanes de hace ahora justo dos siglos les des
lumhró la destrucción kantiana de la fundamentación convencio
nal, dogmática de la moral, no estaban dispuestos a aceptar el
rígido corsé de que se arma y con que se dignifica, el resultado de
un trabajo colosal del duelo, para el que las características vita
les de Kant fueron quizás el recipiente ideal. Por eso Hólderlin
llamó a Kant «Moisés de la nueva nación»: capaz de guiarla en la
salida de Egipto (el antiguo régimen político y social), incapaz de
entrar en la Tierra Prometida. Schiller, el más próximo a Kant, lo
critica en Gracia y Dignidad (1793) por su rigorismo, mientras
que las Cartas filosóficas sobre dogmatismo y criticismo (1796)
de Schelling comienzan por una crítica que alcanza su máximo
grado de severidad en el Espíritu del cristianismo (1798-1800) de
su amigo Hegel. Quien concebía el matrimonio como el contrato
de uso recíproco de dos cuerpos tenía que haber vivido de espal
das al amor en la fría pasión del cálculo o el desierto abrasador de
la abstracción. (HEJ 308 ss.) Hegel, en el último párrafo del
artículo Sobre los modos científicos de tratar el Derecho Natural
(1803), rechaza enérgicamente «refugiarse bien en un cosmopo
litismo informe, bien en la vacuidad de los derechos humanos u
otras vacuidades semejantes como un Estado de los pueblos y la
República Universal. Tales abstracciones y formalismos repre
sentan la oposición más directa con la vitalidad moral4, y con res
pecto a la individualidad son esencialmente protestantes [por ínti
mamente autoritarias] y revolucionarias [por violentamente
abstractas].» La alternativa propugnada inmediatamente a conti
nuación consiste en «conocer además para la alta idea de la moral
absoluta la figura más bella».
Esta forma de corregir a Kant no puede evitar la impresión
de un retroceso frente al descubrimiento kantiano. Pero no se la

4 Empleo «moral» para traducir sittlich, conforme a la propuesta que ha hecho


estos días Carlos Thiebaut, basada en la etimología (mos, morís: costumbre), en
el empleo del término para el comportamiento reconocido públicamente, y en la
interiorización creciente del término «ética». Tengo todavía algunas dificultades
para adoptar esta traducción, debido al intencionalismo cristiano de la «moral»
y al empleo constante de «moral» en alemán para lo que en la propuesta de Thiebaut
es «ética». La traducción que he preferido otras veces, «ética comunitaria», tiene
el inconveniente al menos de su pesadez. Para ésta y otras propuestas de traduc
ción, vid. Hegel, Filosofía real, op. cit., «Glosario», a. v. «ética comunitaria»,
pp. 390 s.
268 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

puede confundir ya con el clasicismo schilleriano, aún cercano a


una complementación de la razón con la sensibilidad; precisa
mente lo que Hegel sospecha en Kant es una reproducción de la
típica concordancia postulada preceptistamente, por así decirlo,
a lo largo de la tradición ilustrada protestante5. Y la crítica hege-
liana es también la clave para una revolución política capaz de
recuperar la integración de la antigua polis desde el kantianismo.
(Vid. FC 235.) El Hyperion de Holderlin se había debatido con
las aporías de este proyecto. Pero en la Filosofía real (1805/06)
Hegel reconoce ya como ineludible el planteamiento —no la solu
ción— de la desgarrada subjetividad «protestante» y renuncia
tanto a las expectativas que había compartido con Holderlin como
a la intuitiva belleza schellingiana6. La dureza kantiana se con
vierte en una corriente que subterráneamente va a ir influyendo,
no siempre previsiblemente; pero alcanzará plena vigencia incluso
en el formalismo del modernismo estético desde el último tercio
del siglo xix.
El mismo Kant ha tratado de rebajar la violencia de su filo
sofía, acercando los extremos que separa. Tras haber conciliado
nada menos que libertad, razón aristotélica y ciencia moderna en
el pasaje antes citado de la Crítica de la razón práctica (A 123
s.), en el Apéndice I de La paz perpetua postula un encuentro final
entre libertad y facticidad, por tardío o incluso asintótico que sea.
También el Suplemento 1.° enuncia una coincidencia entre el
destino que rige el mundo y la justicia, bajo preeminencia de ésta,
que —como ya ha indicado Roberto Rodríguez Aramayo— repe
tidamente ha sido objeto de exposición por parte de Kant. La invo
cación de la Naturaleza parece dar aquí cierta plausibilidad aris
totélica a esa concordia; pero ni la justicia se halla inscrita en ella
ni está claro en el mismo texto de Kant que la Naturaleza sea más
que un recurso para poder pensar el triunfo de la justicia sin recu
rrir a la Providencia.
La carga de la plausibilidad de esa concordancia de hecho la
encomienda Kant a un esquema expuesto sobre todo en el § 3 del

5 HEJ, pp. 139 s. Kant desde luego fue muy matizado en este punto, como mues
tra su discusión con Christian Garve en la 1.a Parte de En torno al tópico: «tal vez
eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica» (1793), trad, por R.
Rodríguez Aramayo y otros en Kant. Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1986.
6 En la Filosofía de la Naturaleza el Sol es degradado de forma primigenia y
noble del Espíritu —según la romántica concepción schellingiana— a su expre
sión indiferenciada e inerte. Cf. Filosofía real, 249.
SIN COSMOS NI POLIS 269

Suplemento 1.°, pero también, más implícitamente, al final del


§ 2 (equilibrio en viva competencia de los pueblos) y en el
3. " Artículo definitivo (comunidad de los pueblos por un comer
cio sin colonialismo): el mercado. El mismo esquema subyace en
la tesis 7.a de la Idea de una historia universal... al desiderátum
de un Estado que funcione como un «autómata». El Apéndice I
de La paz perpetua expone además el esquema —decididamente
rechazado por Hegel— del acercamiento asintótico de la realidad
a la norma como principio ético inspirador de la república; es el
mismo esquema con el que sigue justificando la democracia libe
ral en su incumplimiento crónico de los principios que suelen enca
bezar las Constituciones; el mismo con el que se supone que la
«economía de mercado» culminará en el mayor beneficio de todos7.
El recurso al mercado podía apoyarse para Kant en la con
fianza dieciochesca en la mano invisible que guía el mercado como
vicaria sustituía de la Providencia (a la que seculariza y banaliza
difiriéndola). La concepción mercantilista, dominante en la eco
nomía de entonces, se basaba en el intercambio de metales pre
ciosos bajo el supuesto de que el enriquecimiento de un país era
el empobrecimiento del otro, de que la riqueza tenía consisten
cia natural, corpórea y por tanto podía disponerse en relación jerar
quizada con el cuerpo humano. Precisamente las quejas de Quevedo
y Shakespeare contra el dinero proceden de la denuncia de que
éste usurpaba una dignidad que no le correspondía. A finales del
siglo xvm esta mentalidad, representada ejemplarmente por el
tratadista J. Steuart, entra en quiebra. El inmenso éxito publicís-
tico de Adam Smith con la Investigación sobre la naturaleza y
causas de la riqueza de las naciones impone la autonomización
de la ciencia económica. Aunque su traductor al alemán (1794/1796)
fuera Christian Garve, un aristotélico en pugna con Kant por man
tener una moral moderadamente «eudaimonista», también Smith
rompe, como vio Marx al comienzo del Capital, la naturalidad
aristotélica. Smith, que suele pasar por el típico representante de
la concepción ilustrada de la mano invisible, en realidad le añade
un toque de pesimismo. Smith, el humanista, que a través de la
teoría del valor sigue manteniendo la vinculación de la riqueza

7 Aun así Kant critica duramente en el mismo lugar a los «políticos morali
zantes», que remiten al futuro como una coartada para el bloqueo real de una
mejoría real de la sociedad. Sólo que la distinción entre éstos y un hipotético
político kantiano no es fácil de precisar más allá de definiciones éticas.
270 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

con su productor humano, ya no puede hacer referencia a la idea


de justicia sino a un automatismo que ahora —a diferencia de La
paz perpetua— le parece amenazador.
Hegel lee Adam Smith en los primeros años del siglo xix
sobre el trasfondo de su propia hostilidad a la fundamentación
de la «república» en la propiedad privada, una hostilidad basada
tanto en el recuerdo de la república griega como en su actuali
zación por los sans-culottes1''. Su conclusión será que, siendo la
fuerza del mercado tan inevitable como peligrosa, procede subor
dinarla a la racionalidad del Estado con toda la violencia que sea
precisa, incluida la de la guerra, que quiebra los mezquinos inte
reses individuales sustentados en el mercado. Los «jóvenes hege-
lianos» descubrirán pronto, en plena expansión de la revolución
industrial por el continente, que es el mercado quien se subor
dina al Estado, en diametral oposición a la afirmación expresa
de Kant en el § 3 del 2.° Suplemento9. En cuanto a que la idea
sea algo derivado con respecto a lo que pretende guiar, las argu
mentaciones sobre todo de la lingüística y el psicoanálisis no
han hecho sino abrir en la misma dirección perspectivas que des
centran por completo el principio racional kantiano.

El legado descentrador del siglo xix, que actualmente cons


tituye un pre-juicio generalizado, priva a la «crítica» de posición
externa a su objeto, y a la moral de cúspide normativa. Frente al
recurso a una mano invisible armonizadora, el mercado se pre
senta actualmente como sistema de la violencia, no como causa

8 Vid. HEJ p. 175. Además hasta el siglo xix no se dio un capitalismo inde
pendiente del Estado en Alemania. A finales del siglo xvm es el Estado quien,
al ordenar la explotación minera de la cuenca del Ruhr, sienta las bases del pode
río industrial germano. La antigua oligarquía predominaba entonces en la mine
ría, la cerámica, el vidrio y el textil. Vid. Werner Sombart, El burgués, Alianza,
Madrid, 1979 (4914), pp. 90-99, 291-298.
9 Esta inversión se da ya antes de Marx en Feuerbach, que es el inspirador
principal de la Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel (1843) por Marx, según
he mostrado en las notas al tomo 5 de las Obras de Marx y Engels (ed. M. Sacristán):
Karl Marx, Manuscritos de París, Anuarios Francoalemanes, Crítica, Barcelona,
1978, 4-132. Habría que tener en cuenta además al menos a Arnold Ruge.
SIN COSMOS NI POLIS

de ella sino como ley. La ética normativa sólo imita esta legali
dad, irrealizándose en un reino de principios; a la vez que se
mimetiza a la forma de la ley (de modo anticuado, sustancia-
lista), pertenece íntegra a un ámbito restringido de la realidad,
producido institucionalmente. La trascendencia corresponde
ahora a las instancias dominadoras, que operan sin considera
ciones éticas bajo la ley del mercado, sin que éste necesaria
mente las exprese. La identidad del mercado universal consti
tuye una homogeneidad dispersante, en la que los mismos
individuos se definen por posiciones de mercado, cuyo conte
nido es arbitrario con respecto a la norma. Y el formalismo kan
tiano alcanza un extremismo completo hasta reducir el princi
pio de la libertad a puro esquema aleatorio sin reserva. La instancia
que sustenta nuestros actos no puede seguir siendo concebida ni
con la generalidad del concepto ni por recurso al esquema gene
ral de las leyes naturales. Tampoco una refundación de la ética
en los sujetos singulares como tales podría contar con un sin
gular compacto para establecer cualquier generalización sobre
esa base. Formalismos como la teoría del preferidor racional des
pliegan el esquema de una generalidad de actores anónimos y
dispersos, perdida la íntima consistencia nouménica y trascen
dental kantiana, incluso cuando busca en el adjetivo «racional»
un último anclaje aristotélico.
«Todo lo cual sugiere una especie de hipótesis histórica más
general, a saber: que conceptos como angustia [Heidegger] y alie
nación [Hegel] (y las experiencias correspondientes, como en El
Grito [de Edvard Munch]) han dejado de ser adecuados en el
mundo postmoderno. Las grandes imágenes de Warhol —la misma
Marilyn o Edie Sedgewick— , los notorios casos de autodestruc-
ción y quemarse en público a finales de los sesenta, así como las
grandes experiencias dominantes de las drogas y la esquizofrenia
parece que han dejado de tener nada en común con la histeria y la
neurosis de la épr>ca en que vivió Freud o con esas experiencias
canónicas de aislamiento y soledad radicales, de anomía y de rebe
lión privada, la locura del tipo Van Gogh, que dominaron la época
de apogeo del modernismo. Se puede caracterizar este desplaza
miento en el dinamismo de la patología cultural como uno en el
que la alienación del sujeto es suplantada por su fragmentación»10.

10 Fredric lameson, Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism,


Duke University Press, 1991, p. 14.
272 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

La autocentración del sujeto ético kantiano es sustituida por


el sistema de elementos externos que «consume», la elaboración
de la propia memoria por las imágenes paratemporales que «zap-
pea», el entorno de que se responsabilizaría por la infinitud glo
bal, en la que los efectos de sus acciones no son experienciables
incluso cuando son previsibles. (Ya el término «consumo» insi
núa la destructividad global en que todos participan y su carácter
material, nada metafórico.) La materialidad de los significantes
como sistema sin el cual ninguno de ellos tiene relación con «su»
significado, ha superado —Saussure, Wittgenstein, Austin...—
el nivel de su intuición domesticada en la circulación de la dia
léctica fichteano-hegeliana. Como Kant ya preveía, nadie es capaz
de controlar el sistema global. Pero ni siquiera disponemos de un
núcleo normativo para centrarlo. La metrópoli simula material
mente ser ese punto reservándose, incluso en la época de circula
ción mundial de los bienes culturales, la facultad de teorizarlos
desde sus instituciones. Pero la recepción espúrea en las diversas
periferias de los impulsos dominantes pudiera estar produciendo
puntos de indecidibilidad que, sin ser centrales ni normativos,
desequilibran virtualmente la circulación del sistema11. En esa
contaminación actúan además de mil centros periféricos, otros mil
incentrables, sin identidad coherente, en la misma metrópoli
—también ella misma vaciada en tercer mundo— , proliferando
libremente en el formalismo del mercado, destructivo de todo
núcleo estable, supremo disolvente de «positividades». Quienes
pretenden dirigir el sistema ya sólo pueden controlarlo como un
fuego, en forma de barreras y resistencias, de modo que no todos
los elementos circulen por igual bajo la ley del mercado.
¿Fue ésta «la vigencia del cosmopolitismo ilustrado»? De Kant
además nos ronda algo que precisamente Heidegger trató de con
jurar interpretando constantemente a Holderlin —el kantiano más
consecuente sin las protecciones kantianas— como unidad de ley
y ser. Paul de Man, rechazando consistentemente esta cicatriza
ción temerosa, reactiva, reaccionaria de la herida kantiana, devuelve
a la vez su lugar a una filosofía posible como radicalización «des
consagrada» —«desertizada», diría Derrida— del Romanticismo12.

11 Vid. Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y


salir de la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992.
12 Vid. Paul de Man, «Heidegger y las exegesis de Holderlin», en (mismo),
Visión y ceguera. Ensayos sobre la retórica de la crítica contemporánea,
Universidad de Puerto Rico, 1991, pp. 277-301.
SIN COSMOS NI POLIS

Pero entonces esta filosofía antiintuitiva —como lo es la filoso


fía kantiana de la libertad (cf. KpV A 124)— , violenta percep
ción activa de la propia insustantividad y materialidad (y no sólo
de la propia realidad fenoménica), carece de la capacidad kantiana
para normar la realidad. Su lugar es la hoy fabulosa tecnicidad
que descentra la constitución de la memoria. Es la libertad vivida
asimismo como necesidad externa, el mercado como producido,
la ley como imperativo contradictorio, irreductible a ética.
El filósofo se constituye por la atención a esa norma de extrema
formalidad y contradicción in«superable» —frente a XaAufhebung
hegeliana— ; ninguna deducción le es permitida desde aquélla.
El filósofo se constituye por tanto como una posición más, sin pri
vilegio en el sistema global. Sólo su intenso contacto con la mate
rialidad del lenguaje, en la que se constituye también todo otro
discurso, le da a su posición excéntrica cierta capacidad de inter
venir inmanentemente en los otros discursos. Pero también él,
cuando interviene fuera de su estricta formalidad específica, se
pierde en el más allá de la ley bajo la ley.
12. ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS.
KANT, HOBBES, LA DICOTOMÍA HECHO/VALOR
Y LOS EFECTOS NO INTENCIONADOS
DE LAS TEORÍAS POLÍTICAS*

Antonio Valdecantos
Universidad Autónoma de Madrid

El Leviatán de Hobbes y La paz perpetua1 de Kant son dos


de las obras más célebres y comentadas de la historia de la filo
sofía política, pero la comparación entre ambas sugiere que son
más que eso. Para la imaginación moderna, los razonamientos de
Kant en el opúsculo de 1795 constituyen el ejemplo más elocuente
de una concepción de la política rigurosamente sometida a prin
cipios morales. Es cierto que para defender su utopía cosmopo
lita Kant se sirvió de recursos probablemente incoherentes; al lec
tor malévolo de La paz perpetua siempre le quedará la duda de si
son en efecto los imperativos de la moralidad quienes hacen inex
cusable la paz universal aun cuando ésta no tuviera los vientos de
la naturaleza o de la historia a su favor o si, por el contrario, la
laberíntica teleología de una natura daedala rerum conduciría al
advenimiento de Cosmópolis aun cuando ello repugnara a la razón
pura práctica. Pero la incoherencia kantiana muy bien puede pasarse
por alto, y esto es lo que hace la mayor parte de los lectores de
Kant2, para quienes La paz perpetua es, antes que cualquier otra

* Una primera versión de este escrito fue expuesta en las jornadas conmemo
rativas del segundo centenario de La paz perpetua de Kant celebradas en el Instituto
de Filosofía del CSIC (Madrid) en abril de 1994. Antoni Doménech, Carlos Pereda
y losé Luis Villacañas me hicieron objeto de valiosos comentarios y críticas, que
les agradezco. El texto que leí entonces fue pasando por sucesivas revisiones y
ampliaciones hasta alcanzar un tamaño poco aconsejable para lo exigido en este
volumen. Entre otros materiales, ha tenido que ser omitida una larga serie de con
sideraciones sobre la plausibilidad de comprender la filosofía política como un
género literario o conjunto de géneros literarios. Espero ofrecer en otro momento
una exposición más amplia y documentada de lo que aquí defiendo.
1 Me referiré invariablemente el título Zum ewigen Frieden como La paz per
petua. No sólo parece la versión española más consagrada, sino que me permite
276 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

cosa, un manifiesto filosófico claro y persuasivo en pro de que


ninguna forma de organización política es digna de aprecio si no
constituye la expresión de valores éticos universales sistemática
mente obedecidos. La concepción kantiana de la política exige
pensar en el supremo bien e imaginarlo con viveza, dejando para
después la pregunta por el camino que lleva a él o a sus proximi
dades. Por eso es inusual que quienes se entusiasman con Kant
logren parecido estado de ánimo con el Leviatán de Hobbes. La
imaginación moderna ha encontrado en este último al clásico por
antonomasia de una política tenebrosa y una antropología pesi
mista, de una concepción intelectual y una percepción estética de
lo político como el reino del mal y de la ciega necesidad, sem
brado de peligros y minado de trampas. Es verdad que Hobbes se
ocupa de mostrar cómo puede establecerse la obligación política
para que a ese mal se le pueda domeñar y embridar, pero el resul
tado de la filosofía política de Hobbes es incapaz de mover un
solo afecto que no esté emparentado con el temor, con la sospe
cha y con la desesperanza. Kant quiso enseñar a las gentes cómo
podrían llegar a vivir y Hobbes trató de explicarles por qué viven
como viven. Mientras el primero señala a un horizonte promiso
rio, el segundo advierte sobre un origen todavía más sombrío que
la situación presente. Allí donde La paz perpetua proclama qué
podemos esperar dando razones para esperarlo, el Leviatán desa
conseja esperar nada distinto de lo ya conocido, mostrando que
lo que nos ha tocado conocer obedece a causas opacas a nuestros
buenos deseos3. Me parece que la contienda entre las filosofías

librarme de la ambigüedad presente en la formulación kantiana, traducible como


Hacia la paz perpetua, Para la paz perpetua y Sobre la paz perpetua (o incluso
como Hacia la paz, perpetuamente, según ha mostrado Carlos Pereda con bue
nos argumentos).
2 Naturalmente, son mayoritarias las interpretaciones de Kant según las
cuales no hay incoherencia de ninguna índole. Entre nosotros, Roberto R.
Aramayo viene defendiendo con ahínco desde hace años la tesis del encaje
perfecto entre la ética y la filosofía de la historia kantianas. Vid. sobre todo
su Crítica de la razón ucrónica. Estudios sobre las aportas morales de Kant,
Tecnos, Madrid, 1992. He tratado de oponerme al punto de vista de Aramayo
en mi nota «Planes secretos y dioses mentirosos», Claves de Razón Práctica,
51 (1995), pp. 66-72.
3 La oposición entre Hobbes y Kant que he tratado de esbozar es, desde luego,
muy cuestionable a la luz de los textos: el sesgo pesimista de la filosofía kan
tiana es mucho más que una querencia episódica del pensador báltico. Pero no
hay duda de que la recepción habitual de las filosofías políticas hobbesiana y
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M O P O L I S 2 7 7

políticas de Hobbes y de Kant —o entre Leviatán y Cosmópolis,


por designar así las visiones del mundo que aquéllas procuran—
está irreversiblemente interiorizada por los agentes políticos de
las sociedades modernas, divididos sin remedio en un alma levia-
tanesca y otra cosmopolita, y que entenderíamos mal los proce
sos de deliberación y de juicio político propios de nuestras socie
dades si creyéramos que esa contienda puede tener fin.
En las seis secciones de este escrito me propongo examinar
la oposición entre Leviatán y Cosmópolis atendiendo a dos asun
tos a primera vista poco relacionados entre sí. El primero es uno
de los problemas clásicos de la metafísica moral (quizá el más clá
sico y controvertido): la dicotomía o ausencia de dicotomía entre
los hechos y los valores. En la medida en que la visión leviata-
nesca quiere ser una explicación de los hechos políticos esencia
les y la cosmopolita una determinación de los valores políticos
superiores, el modo como se relacionen una y otra visión parece
remitir al problema de la dicotomía mencionada y promete ilus
trarla. Hablar de las fronteras entre los dominios de Leviatán y el
territorio de Cosmópolis es entonces una manera oblicua de tra
tar la vieja cuestión de los valores y los hechos. Mi otro objeto de
interés son los efectos o consecuencias no intencionadas de las
acciones humanas, un terreno muy frecuentado por la filosofía de
la acción y la teoría social contemporáneas pero sin ninguna cone
xión aparente con la metafísica moral. Espero persuadir al lector
de que la conexión entre ambos campos de problemas puede pro
ducir conclusiones de interés para el examen de cada uno de ellos
y no desconfío del todo de que mis argumentos puedan contribuir
a reemprender la aciaga batalla —intelectual y casi vital— entre
Leviatán y Cosmópolis en un frente que la haga más fecunda.

I. HECHOS, VALORES, ENUNCIADOS Y TEORÍAS

La disputa sobre la naturaleza de los valores en relación con


la de los hechos y sobre la índole de las expresiones normativas
y valorativas en relación con los enunciados de hecho ha venido
ocupando a la filosofía moderna desde la época del Treatise de
Hume y a la sociología contemporánea a partir del escrito de Max

kantiana y de las visiones del mundo respectivas ha abundado en un Kant espe


ranzadamente utópico opuesto a un Hobbes tenebrosamente realista.
278 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Weber sobre «El sentido del "estar libre de valores" de las cien
cias sociológicas y económicas». Contrariamente a lo que fue un
supuesto común de la filosofía práctica tradicional, Hume creía
que de un enunciado con «es» no puede inferirse ningún enun
ciado con «debe» porque ello sería el producto de confundir las
fuentes de ambas expresiones (según Hume, la razón y el senti
miento respectivamente). Al revés de lo que suponían las ciencias
morales y sociales anteriores a él, Max Weber sostuvo que los
sociólogos deben abstenerse de proferir juicios de valor porque
ello resulta contrario tanto a la lógica de la ciencia como al «des
tino» del científico en el Occidente racionalizado. Aunque las tesis
de Hume y de Weber han tenido y tienen adversarios muy encar
nizados, nadie duda hoy a la hora de tomarlas en serio (para Putnam,
incluso, la idea de una dicotomía entre los hechos y los valores ha
llegado a convertirse en una «institución cultural»)4. Pero Hume
y Weber fueron, en su día, innovadores no poco audaces. Cualquier
filósofo moral anterior a Hume habría visto con escándalo la prohi
bición humeana de inferir enunciados normativos a partir de enun
ciados fácticos; la idea de que debe hacerse o es bueno hacer aque
llo que exige la naturaleza de las cosas rectamente entendida —algo
asequible a cierto tipo particular de conocimiento de «hechos»—
fue durante siglos una institución cultural sagrada. Cualquier cul
tivador de las ciencias morales (o históricas, o sociales, o «del
espíritu») anterior a Max Weber se habría mesado con horror los
cabellos ante la prohibición weberiana de emitir juicios de valor
en el seno de la ciencia; la idea de que el conocimiento de la socie
dad o de la historia está uncido al carro del progreso moral o social
(o de que el conocimiento del pasado se halla al servicio de la per
fección del presente) fue durante los siglos xvm y xix una de las
instituciones culturales más poderosas de Occidente. Las tradi
ciones prehumeanas y preweberianas fueron —con terminología

4 H. Putnam, «Hecho y valor», cap. 6 de Razón, verdad e historia, Tecnos,


Madrid, 1988. Putnam es el filósofo contemporáneo que con mayor constancia
y agudeza se ha ocupado del problema de la DHV. Véanse, además del mencio
nado, sus escritos «Reichenbach and the Myth of the Given», en Words and Life,
ed. by J. Conant. Harvard University Press, Cambridge, Mass.: 1994, pp. 115-
130; «Bernard Williams y la concepción absoluta del mundo», cap. V de Cómo
renovar la filosofía, Cátedra, Madrid, 1994, pp. 125-159; «Beyond the Fact/Value
Dichotomy», en Realism with a Human Face ed. and intr. by J. Conant. Harvard
University Press, Cambridge, Mass., 1990, 135-141; «The Place of Facts in a
World of Values», op. cit., pp. 142-162, y «Objectivity and the Science/Ethics
Distinction», op. cit., 163-178.
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M O P O L I S 2 7 9

de Alfredo Deaño que emplearé aquí para designar la reductibili-


dad de los valores a los hechos y viceversa— «paratácticas», y la
reflexión posterior a Hume y a Weber se ha debatido entre la solu
ción paratáctica y la que —de nuevo con un término de Deaño—
llamaremos «jorística»5. Gracias a argumentos que nada tenían
que ver con los de Hume, Kant construyó una filosofía moral
robustamente jorística, y la mayor parte de la sociología acadé
mica contemporánea se sustenta sobre cimientos jorísticos que no
deben demasiado a la argumentación de Weber. Sin embargo, las
respuestas paratácticas a Hume y a Weber no se hicieron esperar
mucho. Sobre bases incompatibles con los supuestos paratácticos
de la ética tradicional, el utilitarismo pudo desarrollar toda una
filosofía moral, social y política que habla por sí sola de la posi
bilidad de una concepción paratáctica posthumeana, y sobre fun
damentos hostiles a las convicciones paratácticas de la ciencia
social «burguesa», las teorías sociales y políticas deudoras del
marxismo son el ejemplo más elocuente de que Weber no hizo
imposibles nuevas aventuras paratácticas.
Contar con detalle la historia de la DHV y de sus detractores
equivaldría a escribir una monumental historia comparada de la
epistemología, la filosofía moral y la ciencia social modernas y
contemporáneas, labor tan fascinante como desproporcionada.
Buena parte de los grandes debates que han configurado la iden
tidad de dichas disciplinas son refriegas de diverso tipo entre jorís
ticos y paratácticos; si se alcanzase un esquema general capaz de
dar cuenta de todas estas escaramuzas, se tendría la llave de nume
rosos pasadizos secretos entre partes esenciales de la cultura con
temporánea. Podemos, a pesar de lo sobrecogedor de la tarea, for
jar alguna conjetura sobre esa clave. Para ello, es sensato partir
de la forma general que adopta la mayor parte de los argumentos
paratácticos blandidos contra la tesis jorística. No es difícil darse
cuenta de que dichos argumentos pueden reducirse a dos, com-

5Alfredo Deaño denominó «jorísticas» a las concepciones de la lógica según


las cuales los principios lógicos son irreductibles a cualesquiera otros (hay un
khorismós o separación radical entre ellos y cualquier otra proposición, en par
ticular las psicológicas) y designó como «paratácticas» a las concepciones que
defienden la continuidad o yuxtaposición de los principios lógicos respecto de
otros. Vid. su obra postuma Las concepciones de la Lógica,, ed. al cuidado de
J. Muguerza y C. Solís, Taurus, Madrid, 1980, passim. Llamaré «jorísticas» a las
doctrinas que defienden una dicotomía absoluta entre el lenguaje fáctico y el
valorativo y «paratácticas» a las que sostienen su reductibilidad recíproca.
280 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

patibles entre sí pero independientes, que intentaré reconstruir


aquí.
Al primero de ellos, común a numerosas teorías éticas y a no
pocas concepciones de la ciencia social, se le podría llamar el
argumento de la reductibilidad a hechos. La forma general de este
argumento se asemeja a la siguiente. A primera vista, los enun
ciados valorativos y normativos parecen en verdad irreductibles
a los enunciados fácticos. Es frecuente encontrarse con expresio
nes del primer tipo que, aun resultando plausibles, no pueden gozar
de apoyo o justificación alguna por expresiones del segundo, y
ello conduce a un pesimismo razonable: entre el lenguaje valora-
tivo y normativo y el fáctico hay una sima tan tremenda como la
postulada por los jorísticos. Sin embargo, la experiencia muestra
que algunas expresiones valorativas y normativas prima facie irre
ductibles pueden traducirse con éxito a lenguaje fáctico o puede
encontrarse para afirmarlas una justificación fáctica adecuada.
Si uno renuncia de antemano a toda reducción, dará la razón al
jorístico, pero quizá el jorístico no esté tan acertado como parece.
A él le gustaría que oraciones como «es bueno que siga habiendo
capa de ozono» o «deberías dormir más de cuatro horas diarias»
fueran inasequibles a toda justificación por enunciados fácticos,
pero lo cierto es que no lo son, y celebraría que términos como
«digno», «aconsejable» o «abyecto» fueran insustituibles por tér
minos no valorativos, pero lo cierto es que sí pueden sustituirse
por ellos. La reducción de las oraciones valorativas y normativas
a las fácticas y de los términos dotados de valoración a términos
libres de ella resulta algo muy frecuente y nada problemático. Es
verdad que hay casos en que la reducción es difícil porque no
conocemos la manera de dar con un enunciado fáctico que dé
apoyo al enunciado normativo o valorativo que queremos justifi
car, o porque ninguno de los términos desprovistos de valoración
que conocemos equivale al término valorativo que queremos tra
ducir. Hay incluso casos límite que suscitan el pesimismo más
melancólico. Pero aun en esas ocasiones desesperadas debemos
guiarnos por dos buenos consejos. En primer lugar, los continua
dos fracasos de la labor de reducción no hacen imposible que ella
se logre alguna vez (quizá el fracaso se debe a torpeza nuestra o
a prejuicios o a falta de imaginación). En segundo lugar, nadie
puede darse por contento con dichos fracasos; aunque la reduc
ción parezca inverosímil, no por ello nos libramos de una ten
dencia irreprimible a seguir buscándola y está bien que así sea si
queremos conducirnos con racionalidad: abdicar de la tarea reduc-
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

tiva es decir adiós a exigencias humanas difícilmente renuncia-


bles.
Al segundo argumento cabe bautizarlo como el argumento de
la carga valorativa y su aspecto general es el que sigue. Resulta
natural dividir los conceptos en que pensamos y los términos de
que nos servimos al hablar en valorativos y no valorativos. Que
términos como «blanco», «frágil», «redondo» o «soluble» se dis
tinguen claramente de «sublime», «reprensible», «indecoroso» u
«óptimo» es algo muy claro para cualquier hablante, y segura
mente lo es en la mayor parte de las lenguas que disponen de tér
minos semejantes. Demasiados problemas de todo tipo dan ya los
términos valorativos para que empecemos a buscar valoración
donde indudablemente no la hay; por fortuna todos estamos de
acuerdo en que la nieve es blanca, en que los cuervos son negros
y en muchísimas otras cosas que no tienen nada que ver con valor
alguno. Lo anterior es cierto, pero no lo es menos la circunstan
cia de que a menudo tropezamos con términos cuya índole valo
rativa es problemática. ¿A qué clase pertenecen, por ejemplo,
«valiente», «grácil», «huraño» y «suspicaz»? ¿Y «tahúr», «apa
cible», «dadivoso» o «emprendedor»? Palabras como éstas y como
otras muchas parecen valorativas, aunque sólo a medias o en cierta
medida, porque lo valorativo admite grados. Pero si hay grados
de valoración, entonces puede haberlos sin duda muy pequeños e
incluso imperceptibles. No ver valoración donde la hay es un error
que ha de evitarse en lo posible, y además no es una forma pru
dente de conducirse en la vida porque nos expone a la manipula
ción y al engaño. Y cuanto menor sea el componente valorativo
de un concepto, tanto más importa desenmascararlo; descubrir la
carga de valor que hay en los términos aparentemente neutros
aumenta nuestra ilustración y es señal de finura interpretativa.
Cuanto más nos desprendamos de prejuicios por el estilo de la
tesis jorística, mayor pericia tendremos para sopesar la carga valo
rativa del lenguaje fáctico, una tarea en la que nunca hay que des
fallecer aunque el componente valorativo se nos resista.
El argumento de la reductibilidad y el de la carga valorativa
son probablemente las dos bazas más frecuentadas por los adver
sarios paratácticos de la DHV y naturalmente cuentan con res
puestas jorísticas adecuadas. Creo que la historia de la dicotomía
hecho/valor consiste esencialmente en una sucesión de discusio
nes en torno a argumentos semejantes a los dos expuestos.
Cuando los filósofos modernos y contemporáneos han hablado
del «es» y el «debe» o del hecho y del valor, han tenido invaria-
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

blemente presente la expresión lingüística de tales entidades por


medio de enunciados u oraciones y por medio de términos. Hume,
que fue el primer gran defensor de la dicotomía, estaba princi
palmente interesado en resolver el problema de si una proposi
ción (statement) con «ought» podía o no inferirse correctamente
a partir de una o varias proposiciones con «is», de modo que el
argumento de Hume se entiende bien como un análisis de deter
minados tipos de oraciones y de la posibilidad de establecer una
inferencia válida entre ellas. Kant, por su parte, pudo sostener una
filosofía práctica fundada en la distinción entre ley natural y ley
moral gracias a que confiaba en que hay ciertas expresiones de
mandato que obligan de manera apodíctica, categórica o incon-
dicionada: la mera forma de estas expresiones (consistentes en
oraciones con la forma «obra de tal manera que...») asegura, según
Kant, su independencia absoluta con respecto a otras expresiones
que obligan de forma hipotética. Hume y Kant —como después
Moore y el primer Wittgenstein— compartían la creencia en que
el análisis lógico o lingüístico de expresiones (oraciones) de hecho
y de valor tomadas por separado era el mejor medio para esta
blecer si hay o no una dicotomía entre el ámbito de los hechos y
el ámbito de los valores. Y lo cierto es que los adversarios de la
dicotomía —desde Bentham y Mili hasta Searle y Putnam— han
estado plenamente de acuerdo con esta estrategia que podríamos
llamar «enunciativa». Según los adversarios de la DHV, pueden
hallarse ciertas oraciones —las de promesa, por ejemplo, o las que
expresan «hechos institucionales» o las que contienen términos
ambivalentes como «amable», etc.— cuya simple existencia cons
tituye un contraejemplo a la existencia de una dicotomía absoluta.
Allí donde los defensores de la DHV han propuesto ejemplos de
oraciones pertenecientes a uno y otro ámbito y han querido mos
trar la resistencia de ellas a toda reductibilidad, los adversarios de
la dicotomía se han preocupado por dar contraejemplos (igual
mente enunciativos) que harían inservible la dicotomía.
Se podrían dar naturalmente otros ejemplos de argumentos
en pro de la DHV y otros tantos de argumentos en su contra. Pero
lo que nos importa ahora es que la discusión sobre la naturaleza
de las teorías políticas normativas y positivas (y sobre su posible
reducción a un único tipo de teorías) no es otra cosa que un capí
tulo de la discusión sobre la distinción hecho/valor. En las pági
nas que siguen voy a proponer invertir la consideración habitual
de este problema. La filosofía contemporánea ha llevado a cabo
esfuerzos muy meritorios para darle una, pero ninguno de ellos
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

ha logrado —como es fácil de imaginar— desacreditar las razo


nes de sus oponentes. Mi propósito aquí no es partir de los hechos
y los valores (o de las expresiones lingüísticas de los mismos) para
que el estudio de su naturaleza ilumine el modo como se relacio
nan entre sí las TPP y las TPN6, sino intentar seguir el mismo
camino en la dirección contraria, confiando en que un examen del
modo como las mencionadas teorías se usan en su contexto social
pueda proporcionar una reelaboración fructífera del problema de
la DHV.
Si siguiéramos aquí la estrategia enunciativa deberíamos con
siderar a las TPN como un conjunto de «enunciados de valor»
(naturalmente, puede variarse la terminología) que establecerían
lo que debe haber en la sociedad, contrariamente a las TPP, que
consistirían en conjuntos de «enunciados de hecho» sobre lo que
hay efectivamente en la sociedad, o sobre cómo es lo que hay, o
quizás sobre por qué hay aquello que hay o sobre cómo ha lle
gado a haber lo que hay. Es cierto que a veces una teoría política
puede formularse (o reconstruirse) mediante una lista finita de
enunciados y que, si se sigue esta vía, se acabará tropezando con
expresiones («fácticas» o «valorativas») como las que tan gran
des quebraderos de cabeza han ocasionado a los defensores y a
los adversarios de la DHV. Pero cabe examinar el problema de
la naturaleza y conexiones recíprocas entre las TPN y las TPP de
manera que pase por alto la circunstancia incontrovertible de que
toda teoría se compone de una lista más o menos larga de enun
ciados. La pregunta «enunciativa» podría formularse más o menos
así: «¿qué rasgos comparten los enunciados de que constan las
teorías?», con la confianza de que su respuesta pueda resolver el
problema de la naturaleza de las teorías. Aquí propondré tratar
el problema de manera muy distinta. Las dos preguntas que soli
citarán mi atención serán «¿cuándo triunfa y cuándo fracasa una
TPP y una TPN?» y «¿qué consecuencias tiene el hecho de que
los agentes (individuales y colectivos) sobre los que versa las
TPP y las TPN conozcan la enunciación de la correspondiente
teoría ?

6 Emplearé TPP como abreviatura tanto del singular como del plural de «teo
ría política positiva», y lo mismo haré con TPN para las teorías políticas nor
mativas. En rigor, debería escribir TT.PP.PP. y TT.PP.NN. para referirme a los
respectivos plurales, aunque quizá lo único que lograría con ello es fatigar toda
vía más la vista del lector, que espero no se pierda entre mi proliferación de siglas.
284 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

La primera de las preguntas no debe confundirse con un asunto


de indagación histórica o sociológica (asunto, desde luego, nada des
deñable y que la mayor parte de las veces será de notable interés). La
cuestión es más bien cuáles son las condiciones que una teoría nor
mativa o positiva establece para que, en los términos de la misma,
pueda decirse que la teoría ha triunfado o ha fracasado. Si se quiere,
podría reformularse la pregunta en esta otra, de cierto sabor witt-
gensteiniano: «¿quépasa si una teoría positiva o una normativa no
triunfan ?» o bien «¿ qué les pasa a una teoría positiva y a una nor
mativa cuando no triunfan?» La segunda pregunta parte de tres supues
tos: tanto las TPP como las TPN versan acerca de agentes humanos
(individuales y colectivos), algunos de los agentes humanos ante
riores conocerán presumiblemente la teoría en cuestión y ese cono
cimiento alterará de alguna forma la conducta de esos agentes con
respecto a la que se habría dado si ese conocimiento no existiese.

CUANDO TRIUNFA Y CUANDO FRACASA


UNA TEORÍA POLÍTICA POSITIVA

Una TPP es un repertorio de conceptos que se combinan


entre sí permitiendo formular tesis o proposiciones y argumen
taciones complejas acerca de la naturaleza o el origen de cier
tos fenómenos políticos. Quizás toda teoría política puede com
pendiarse en una lista razonablemente breve de proposiciones o
tesis y de argumentos construidos con dichas proposiciones o
tesis. Si los conceptos que propone la teoría están bien defini
dos y el conjunto de los mismos puede usarse coherentemente y
si además las tesis de la teoría son prima facie plausibles —no
contienen contradicciones, poseen contenido informativo y son
coherentes con las demás tesis de la teoría— y si, en fin, los argu
mentos utilizados son correctos desde el punto de vista formal
—no son especiosos y muestran pulcritud y honradez argumen
tativas—, entonces estamos ya en condiciones de preguntarnos
por el conjunto de fenómenos que la teoría trata de explicar o
interpretar. La idea de que exista algo así como «la experiencia»
con lo que se pudieran confrontar las teorías políticas parece
ingenua y primitiva, pero deja de serlo si al término «experien
cia» se le quita el valor que posee en la epistemología tradicio
nal y se toma el que tiene en el lenguaje ordinario cuando se
habla de la experiencia política. Por «experiencia» cabe enten-
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M O P O L I S 2 8 5

der entonces el conjunto relativamente consistente de intuicio


nes preteóricas enumerables a partir del sentido común preva
leciente en una sociedad o comunidad dada7. Puede pensarse que
para que una teoría triunfe no basta con que sea coherente y con
que abarque una gama lo más amplia posible de «fenómenos»8.
Será preciso, además, que se adecué a la experiencia o a la infor
mación referida al ámbito tratado por la teoría y tenida por ver
dadera.
Pero esa noción de «la experiencia» política sugiere que las
creencias habituales sobre los fenómenos políticos están a su vez
moldeadas en parte por otras teorías políticas anteriores que, a su
manera, se han incorporado (si fueron exitosas) al acervo común
de intuiciones tomado como relevante. Si ello es así, parecería
que una TPP triunfa en el tribunal de la experiencia cuando con
firma lo sostenido por otras teorías anteriores y fracasa cuando
las critica o refuta. Naturalmente, este contraintuitivo resultado
es falso. Para que triunfe una TPP, es preciso que sea novedosa y
que, o bien llegue más lejos que teorías anteriores con las que ella
es compatible, o bien las refute en todo o en parte. Pero ¿qué ocu
rre en este último caso? Si una teoría nueva refuta o falsa a otra
anterior que estaba parcialmente incorporada al acervo de intui
ciones políticas prevaleciente, entonces parece que lo que ha ocu
rrido es que «la experiencia» ha desmentido a la teoría nueva o
viceversa. Sin embargo, lo anterior sería una visión equivocada:
cuando una teoría positiva triunfa a causa de que ha refutado (o,
más débilmente, desacreditado) a otra anterior, ha de apoyarse
desde luego en la experiencia9 para fundar esa refutación o des
crédito. Simplemente, la teoría nueva encaja con el resto de la
experiencia política mejor que la refutada y de esta manera se des
cubre ahora que la anterior teoría exitosa se había beneficiado de
un éxito demasiado apresurado y caduco. Ahora puede verse que

7 He expuesto este enfoque en mi artículo «¿Es posible lograr un equilibrio


reflexivo en torno a la noción de autonomía?», en R. R. Aramayo, J. Muguerza,
A. Valdecantos (eds.), El individuo y la historia. Antinomias de la herencia
moderna, Paidós, Barcelona, 1995, pp. 99-131.
8 Este uso de «fenómenos» no es el de la epistemología postbaconiana, pero sí
el de Aristóteles. Vid. M.C. Nussbaum, «Saving Aristotle's Appearances»,
cap. 8 de The Fragility of Goodness. Luck and Ethics in Greek Tragedy and
Philosophy. (Cambridge University Press, Cambridge, 1986).
9 Cuando hable en lo sucesivo de la experiencia, me referiré al sentido de «expe
riencia» que he esbozado. Ya no entrecomillaré la expresión.
286 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

lo que se creía un buen encaje tenía en realidad defectos antes


inadvertidos. La teoría nueva ha logrado superar esos defectos, y
lo ha hecho trayendo a colación intuiciones de la experiencia a las
que la anterior teoría no apelaba.
Creo que un esquema como éste es razonablemente plausi
ble si se quiere dar cuenta de la manera como las teorías políti
cas positivas se refieren a cierto tipo de experiencias (o, lo que
es lo mismo, si se desea evitar una visión según la cual basta con
que las teorías sean coherentes para que sean válidas —o si se
quiere dar un sentido no meramente retórico a la exigencia de
que sean verdaderas). Pero cabe oponerle un reparo. Cuando una
TPP triunfa por su adecuación a la experiencia, es difícil soste
ner que lo haya hecho a causa de un «encaje» exitoso con algo
por el estilo de «la experiencia tal como era antes de la exposi
ción de la teoría». A veces, ciertas teorías tienen una gran influen
cia sobre la experiencia en el sentido de que la alteran de un modo
que habría sido imposible de predecir antes de la formulación de
la teoría. Algunas teorías predisponen en su favor a la experien
cia de un modo característico: alterando o modificando intuicio
nes preteóricas de tal modo que la experiencia con la que la teo
ría ha de encajar es ya una experiencia parcialmente moldeada
por la teoría misma. Ciertos éxitos sobresalientes de teorías polí
ticas estriban precisamente en esto: en que producen intuiciones
políticas nuevas e inusitadas que hacen necesaria una teoría sis
temática (ella u otra) que encaje con las mismas10. Este aspecto
quizá no sirve de mucho a la hora de examinar la mayor parte de
las teorías políticas positivas, pero me parece que define bien
aquello en lo que consiste el triunfo de las grandes teorías polí
ticas, de aquellas que tomamos por más representativas de esta
actividad humana. Y tiene sobrada importancia para decidir sobre
la plausibilidad del esquema de la verdad como adecuación a la
experiencia con que estamos trabajando. Creo que, si se toma en
serio el sentido ordinario de los términos «verdad» y «experien
cia», se contrae la obligación de lidiar con estas complicaciones
del esquema. Pero creo también que las complicaciones del mismo
no esgrimen nada en contra de su plausibilidad. Mantener viejos
términos como «experiencia» o «verdad» con todos sus ecos de

10 Las teorías políticas son «generadores de intuición» en el sentido que ha


empleado Daniel Dennett. Vid. Libertad de acción. Un análisis de la exigencia
de libre albedrío, Gedisa, Barcelona, 1991, pp. 44 ss.
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

empirismo o realismo vulgares y hasta de dogmatismo puede


tener a veces el efecto de alterar drásticamente el valor usual de
dichos términos. Con las observaciones anteriores hemos entrado
en un terreno por el que ineludiblemente habíamos de transitar:
en el terreno de los efectos de las teorías sobre la realidad o de
las consecuencias que produce sobre los agentes acerca de que
versan las teorías el conocimiento de las mismas. La circunstan
cia de que las teorías políticas sean o puedan ser teorías «refle
xivas» habrá de ocuparnos más adelante.
Conviene que pasemos ahora a un aspecto que hemos igno
rado hasta este momento. He hablado del éxito o triunfo de una
TPP y de las condiciones de dicho éxito o triunfo, y he supuesto
(cediendo quizá a la fuerza de ciertas palabras) que ese éxito o
triunfo debía ser total para poder considerarlo seriamente. La for
taleza se rinde del todo o no se rinde en absoluto. Pero las pala
bras no han de embriagarnos más allá de cierto límite saludable,
porque todos sabemos que hay muchos ejemplos de teorías polí
ticas positivas que han fracasado totalmente, pero probablemente
ninguno de teorías que hayan triunfado plenamente (por lo pronto,
quehayan triunfado plenamente en el sentido que hemos dado al
triunfo de una teoría en virtud de su conformidad a la experien
cia). La anterior observación es fácil de admitir, pero nos lleva a
tener que cambiar términos como «triunfo» o «éxito» por otros
como «triunfo parcial» o «éxito parcial» o, si queremos adoptar
la perspectiva del teórico —quien indudablemente aspira siempre
a que su éxito sea total y sin restricciones—, a utilizar una expre
sión tan pesimista como «fracaso parcial». Las teorías políticas
positivas dignas de interés son siempre teorías parcialmente fra
casadas porque ninguna de ellas ha logrado modelar exhaustiva
mente la experiencia disponible o coincidir plenamente con ella.
Esto no es una contingencia histórica que, por más recurrente que
haya sido hasta ahora, pudiera alguna vez variarse en favor de las
teorías. La coincidencia plena con la experiencia —ya sea por la
vía del encaje perfecto, ya por la de la modelación exhaustiva—
es una utopía conceptual imposible de llevar a la práctica por razo
nes asimismo conceptuales: la experiencia política es imposible
de describir exhaustivamente —es una entidad radicalmente inde
terminada— mientras que toda teoría es un conjunto finito de con
ceptos, tesis y argumentos. (Ni aun sumando a la teoría el con
junto —infinito— de sus potenciales interpretaciones y recepciones
podría obtenerse el resultado apetecido: siempre podrá mostrarse
un caso de una intuición extrateórica no modelada por la teoría o
288 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

divergente con ella11.) Una buena TPP es como una red bien entre
tejida de conceptos, tesis y argumentos, pero su triunfo no suele
ser el triunfo del tejido en su conjunto. Lo que el teórico ha unido,
muy a menudo lo separa la experiencia, y el éxito de una teoría
consiste a menudo en el éxito de un concepto o de unos pocos con
ceptos de la misma, que pasan a incorporarse a la experiencia polí
tica en forma de intuiciones extrateóricas («vulgarizándose») o
constituyen un patrimonio común de toda (o casi toda) teoría polí
tica futura. Naturalmente, este triunfo de partes «descontextuali-
zadas» de la teoría no es algo que les ocurra en exclusiva a los
conceptos; también las tesis y los argumentos (o, al menos, la
forma o el «estilo» de estos últimos) pueden desprenderse de la
armazón originaria en que fueron concebidos y tener éxito con
tra la propia concepción o pretensión del teórico. Importa desta
car esta última circunstancia, que creo nos obliga a distinguir las
condiciones de éxito de una teoría con respecto a la previsión de
triunfo de una teoría por su autor. Todo teórico imagina la utopía
conceptual de un éxito pleno de su teoría —de una recepción com
pleta y sin fisuras por la experiencia, que pasaría a ser exhausti
vamente modelada por ella— pero el éxito de una teoría equivale
a su fracaso parcial. Y, si las teorías triunfan sólo parcialmente y
lo hacen contra la previsión de éxito de sus autores, entonces
resulta que el éxito de una TPP es constitutivamente una conse
cuencia lateral de la misma, y más en particular, un subproducto
de la acción de ir buscando un encaje perfecto con la experiencia.
He supuesto hasta ahora que las teorías políticas positivas bus
can la conformidad con la experiencia, en un sentido que, según
hemos visto, nos lleva a tener que abandonar casi por completo toda
epistemología empirista. Pero cuanto se ha visto sólo es aplicable
a un tipo de teorías políticas positivas. Porque las teorías de que
venimos hablando no son ciertamente las únicas, ni siquiera las más
numerosas ni las más interesantes. Las llamaremos teorías positi
vas reconstructivas12. Pasaremos ahora a ocuparnos de la otra fami
lia de las teorías positivas, las que llamaremos «revisionistas».

11 He expuesto un argumento semejante en «El Dogma del Verdadero Contexto»,


cap. IX de mi tesis doctoral inédita El mito del contexto. Tres argumentos sobre
el ideal contextualista en la filosofía moral contemporánea, Universidad Autónoma
de Madrid, 1994.
12 Adapto aquí la distinción de Strawson entre una «metafísica descriptiva» y
una «metafísica revisionista». Puede verse sobre esto A. Valdecantos, «¿Es posi
ble lograr un equilibrio reflexivo en torno a la noción de autonomía?», cit.
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

No todas las teorías políticas son, según decíamos, recons


tructivas. Las teorías positivas revisionistas no se elaboran con él
propósito de que sus resultados casen o se ajusten con la expe
riencia en el sentido antes apuntado. Por el contrario, la coinci
dencia perfecta con la experiencia o conjunto de intuiciones pre-
teóricas y extrateóricas vigentes es una mala utopía conceptual
para el teórico revisionista: una utopía que, de poder lograrse,
haría que los propósitos del teórico se incumplieran del todo. Los
autores de teorías revisionistas están persuadidos de que la manera
habitual de comprender y explicar la naturaleza de la política o
aspectos importantes de ella es globalmente errónea o inadecuada,
de modo que no aspiran en absoluto a que la experiencia —cons
tituida por las intuiciones extrateóricas o preteóricas más el acervo
de las anteriores teorías habitualmente admitidas— dé la razón al
tipo de teoría que quieren construir. El propósito de una teoría
positiva revisionista es precisamente cambiar esa experiencia,
alterándola tan drásticamente como sea posible para que los vicios
de comprensión o las explicaciones inapropiadas desaparezcan
del todo. La experiencia tiene su esquema o conjunto de esque
mas sobre cómo son las cosas (tiene sus propios conceptos, sus
propias tesis y sus propios argumentos), pero el teórico revisio
nista cree tener un esquema mejor y trata de imponérselo a la expe
riencia por la fuerza de sus argumentos y por la debilidad de la
propia experiencia.
Esta sumaria definición de las teoría., evisionistas parece
implicar dos consecuencias incómodas sobre la naturaleza de
dichas teorías. En primer lugar, si la teoría tiene como propósito
desmentir a la experiencia, entonces no parece que el recurrir a
ésta pueda tener ningún valor a la hora de determinar las condi
ciones de validez o de éxito de este tipo de teorías; y, si hemos de
olvidarnos de la experiencia, entonces parece que estuviésemos
condenados a quedarnos con la coherencia interna de la teoría
como único criterio de validez. En segundo lugar, el hecho de que
el propósito de la teoría sea cambiar la visión de la realidad parece
acercar las teorías positivas revisionistas a las teorías normativas.
Si una teoría política normativa se propone cambiar la realidad
política dada, mejorándola conforme a un esquema ideal sobre
cómo debe ser, entonces las teorías positivas revisionistas son
«normativas» —siquiera sea en la medida en que pretenden modi
ficar ese aspecto de la realidad política constituido por el modo
como los agentes entienden la realidad política— y la distinción
290 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

entre teorías positivas y normativas amenazaría con venirse abajo.


Creo que sería incorrecto extraer de la definición que he dado cual
quiera de estas dos consecuencias. Explicar por qué ello es así
puede ser de ayuda para delimitar mejor la noción de una teoría
positiva revisionista.
Vayamos con la primera aparente consecuencia. Que una teo
ría pretenda desmentir a la experiencia no quiere decir en abso
luto que esa teoría esté en condiciones de poder prescindir de ella.
Más bien ocurre al contrario: el teórico revisionista está tan obse
sivamente preocupado por la experiencia como lo está el teórico
reconstructivo o probablemente lo está más. El no se contenta en
absoluto con la coherencia interna de su teoría, dejando que lo
demás se le dé por añadidura; él trabaja con una idea muy clara
de cómo sería la experiencia en caso de que la teoría triunfara, y
esa idea sobre la experiencia desempeña para él una función aná
loga a la que la experiencia dada desempeña para el teórico recons
tructivo. El autor de teorías reconstructivas quiere ceñirse lo más
posible a la experiencia tal como es; el autor de teorías revisio
nistas procura ajustarse a lo que sería una experiencia mejorada.
Si las intuiciones comunes de la gente no estuvieran gravemente
distorsionadas, deformadas y empobrecidas, entonces la teoría
revisionista triunfaría por completo, y lo haría del mismo modo
en que los teóricos reconstructivos desean que triunfen sus teo
rías. Por desgracia, las intuiciones de la experiencia ordinaria son
como son y no como al teórico le gustaría que fuesen, de manera
que el único instrumento que él tiene para modificar aquéllas es
elaborar teorías revisionistas y esperar que triunfen. Si así ocu
rre, la experiencia política habrá quedado modelada —exhausti
vamente modelada, según su pretensión— por el teórico y se habrá
logrado la utopía de la coincidencia plena. El autor de teorías revi
sionistas cree que la experiencia es moldeable por las teorías y su
creencia equivale a sostener que puede haber un tipo particular de
intuiciones tales que, si se dieran, entonces esas intuiciones casa
rían perfectamente con la teoría. Los teóricos revisionistas inven
tan entonces la ficción de una experiencia depurada y creen que
en la adecuación a ella radica la condición del éxito de una teoría
revisionista. Si se supone que una teoría revisionista triunfa, enton
ces se supone que se comporta como si fuera una teoría recons
tructiva (a la espera, quizá, de que aparezcan nuevas revisiones o
intentos de revisión que ella pueda resistir). De esta manera, en
la ficción que construye el teórico el papel de la experiencia es
central para la validez de la teoría. Pero esta ficción no consiste
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

en imaginar circularmente que las intuiciones coinciden con la


teoría porque la teoría ha modelado esas intuiciones (si así fuese,
se podría perfectamente prescindir de éstas y quedarse con la cohe
rencia interna como único criterio de validez). De lo que se trata
no es de esto, sino de imaginar intuiciones que casaran con la teo
ría sin que hubieran sido producidas por ella.
A lo anterior podría objetársele que la idea de experiencia con
que trabaja el teórico revisionista es una noción por entero ficti
cia de lo que sea la experiencia, una noción que no se compadece
en absoluto con los rasgos que la experiencia ha de poseer para
poder funcionar como un referente con el que comparar teorías.
Pero ¿cuáles son estos rasgos? Creo que el carácter ficticio o «cons
truido» de la experiencia según esta noción no es ni mucho menos
patrimonio exclusivo de las teorías políticas positivas de orienta
ción revisionista. Las propias teorías reconstructivas —para las
cuales la experiencia parecía ser algo dado y previo a ellas— esta
ban también obligadas, según ha habido ocasión de comprobar, a
elaborar ellas mismas su construcción de la experiencia, selec
cionando, a partir de una variedad infinita de posibilidades de
ordenación y estructuración de las intuiciones ordinarias sobre la
política, una descripción de esa experiencia y una sola. Es cierto
que la experiencia la construyen o inventan los teóricos, pero esto
no equivale en absoluto a que la experiencia esté (totalmente)
determinada por la teoría. Los teóricos construyen la experiencia,
pero una regla constitutiva del juego de construir la experiencia
es que ella ha de construirse como algo ajeno a la teoría, como un
patrón exterior con el que ella tiene que medirse. Naturalmente,
lo anterior no basta para que la experiencia funcione de hecho
como un patrón exterior. Si cada teoría construye la experiencia
como algo externo, el resultado verosímil será que hay tantas ela
boraciones de la experiencia como teorías haya, algo con lo que
no se adelanta gran cosa cuando lo que se quiere es salir de una
noción meramente coherentista de la validez de las teorías. Pero
ocurre que la elaboración de la experiencia posee sus propias
reglas, y que esas reglas le vienen dadas al teórico sin que él pueda
hacer nada por variarlas. Porque los teóricos no son los únicos que
elaboran la experiencia. Para que una elaboración teórica de la
experiencia cuente como experiencia y no como un mero cons-
tructo arbitrario del teórico, es preciso que dicha elaboración sea
coherente no con la teoría misma (ésa es la condición de éxito de
ella, que se podrá cumplir o no) sino con las otras elaboraciones
teóricas y no teóricas de la experiencia que cualquiera puede pro-
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

poner como alternativas a las del teórico. Es cierto que cualquier


teórico es libre para decir «la experiencia es de tal y cual manera»
y de hacerlo con vistas a que su teoría case con ello, pero antes
tendrá que hacer plausible que su elaboración de la experiencia
es correcta, lo que equivale a lograr que esa «experiencia» valga
como algo que esté en condiciones de ser identificado como tal
experiencia por las intuiciones políticas ordinarias de una comu
nidad más o menos amplia. La teoría, en suma, ha de ser cohe
rente consigo misma y con algo más que ella no es la única en
construir. Y ese algo más puede tener relaciones de coherencia o
de incoherencia con otras instancias aparte de las teorías. Que
haya algo que deba guardar coherencia con elementos ajenos a la
teoría me parece que es lo único que estamos en condiciones de
pedirle a ésta. Y hay buenos motivos, creo, para llamar «expe
riencia» a ese «algo más» de las teorías.
Pasemos ahora a la segunda objeción. Es verdad que toda teo
ría revisionista quiere cambiar la percepción de la realidad polí
tica, que pretende que ese cambio sea para mejor y que trabaja,
por tanto, con una idea de lo que sea la buena —o la adecuada o
correcta— percepción de la realidad. Y resulta razonable enton
ces concluir que el propósito de las teorías positivas revisionistas
es (en cierto sentido peculiar pero dotado de significación) nor
mativo, de manera que nos encontraríamos con teorías que son al
mismo tiempo positivas y normativas y la distinción que nos viene
ocupando se difuminaría en gran medida. Una objeción así puede
parecer meramente terminológica y desvanecerse en cuanto se
acuñe un término que designe el tipo de normatividad de las teo
rías positivas revisionistas por oposición al de las teorías políti
cas normativas. Pero creo que la objeción tiene más calado y que
de la respuesta que pueda dársele se siguen consecuencias de cierto
interés. Podría alegarse que las teorías positivas revisionistas son
«normativas» en un sentido que nada tiene que ver con aquél en
que son normativas las teorías normativas mismas. Mientras que
estas últimas procuran mejorar la realidad política, las primeras
se contentan con mejorar la comprensión que se tiene de esa rea
lidad, y esos dos tipos de mejora parecen lo bastante distintos para
que no tenga demasiado sentido confundirlas o considerarlas dos
especies diferenciadas de lo mismo. Sin embargo, resulta difícil
sostener cualquier idea de lo que sea «la realidad» política sin que
esa noción incluya la comprensión de esa realidad. El universo de
lo político se compone de instituciones, de reglas, de instrumen
tos de coacción y de cosas por el estilo, pero también de creen-
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

cias acerca del poder (en ello reside nada menos que la legitimi
dad) y de información sobre las condiciones de la acción política
individual y colectiva. Y las teorías positivas revisionistas son —
al igual que las reconstructivas— un elemento a veces muy impor
tante en las creencias de los agentes sobre esa realidad, de modo
que su cambio es inevitablemente un cambio de la realidad. Habría
entonces distintos tipos de teorías normativas, y las positivas
(¿siguen siéndolo?) revisionistas serían un caso particular de ellas.
Ciertas teorías normativas se proponen cambiar instituciones, o
reglas o valores orientadores de la acción, mientras que otras se
encaminan a modificar las creencias de los agentes sobre la acti
vidad política, y esa sería la única diferencia.
Conviene notar a propósito de todo lo anterior algo en lo que
no será difícil convenir. Si las teorías positivas revisionistas son
normativas en el sentido apuntado —quedando con ello puesta en
tela de juicio su «positividad»—, entonces hay otro sentido, aná
logo al anterior, en que también son normativas las teorías posi
tivas reconstructivas. Una conclusión así nos llevaría a declarar
que todas las teorías positivas son, cada una a su manera, norma
tivas, de modo que la distinción terminaría por borrarse irremisi
blemente. Pero, en cualquiera de los casos, lo que importa desta
car es que la aceptación o rechazo por la experiencia no puede ser
anticipada por la teoría: es un fenómeno de recepción y una con
secuencia lateral de la misma. El teórico está incapacitado para
buscar deliberadamente este efecto y ha de atenerse a la fidelidad
a los hechos como ideal regulativo.
Las teorías políticas positivas afirman que el mundo es de
determinada manera y se proponen, mediante el recurso a la expe
riencia, que el mundo les dé totalmente la razón. Sin embargo,
este propósito no se logra nunca ni puede lograrse: el mundo no
está hecho de tal modo que pueda dar la razón a los autores de teo
rías políticas. Quienes sí aprueban o rechazan estas teorías son los
únicos seres capaces de aprobar o rechazar las tesis y los argu
mentos comprendidos en esas teorías y de usar o desechar los con
ceptos que ellas manejan. Tales seres coinciden con uno de los
objetos prioritarios de estudio de las teorías políticas positivas
(quizá con su único objeto de estudio): los agentes, individuales
o colectivos, capaces de conducta política. Los agentes o actores
políticos —que, desde luego, forman parte del mundo— pueden
dar el triunfo a una teoría política positiva de dos maneras dis
tintas: admitiéndola como verdadera por creer que proporciona
una buena elaboración de las intuiciones sobre la política que ellos
294 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

tenían antes de que la teoría se conociese o haciéndola verdadera


porque la teoría logra cambiar esas intuiciones por otras acordes
con ella. El teórico político positivo debe, pues, darse por con
tento con una de estas dos modestas formas de éxito y, si se aviene
a reconocer que eso y sólo eso es lo que sus teorías pueden lograr,
entonces no hay graves problemas para consentirle que siga
hablando, si quiere, de un mundo o de una experiencia que le dan
la razón. Pero, según hemos visto, el teórico ha de dar todavía otra
prueba de modestia. En caso de que el mundo, la experiencia o
quienquiera que sea admita sus teorías o coincida con ellas, las
admitirá sólo en parte y nunca coincidirá con la totalidad de las
mismas sino sólo con retales suyos, más grandes o más pequeños,
deshilvanados de la primorosa trama en que el teórico se preo
cupó de tejerlos. La botella de la teoría política está siempre medio
vacía, y medir su éxito es lo mismo que medir su fracaso parcial.
Algo parecido a lo anterior es lo que, según he tratado de mostrar,
les pasa a las teorías políticas positivas en su curioso trato con la
experiencia y la realidad, tanto si esas teorías son del tipo que cabe
llamar «reconstructivo» (las que se proponen aclarar o reordenar
las intuiciones políticas comunes) como si son del tipo «revisio
nista» (las que procuran mejorar y cambiar, a menudo drástica
mente, esas intuiciones comunes).

III. LAS TEORÍAS NORMATIVAS


Y SUS EFECTOS LATERALES

Hemos de ocuparnos ahora de la otra gran familia de las teo


rías políticas, aquellas teorías de índole «normativa» cuyo pro
pósito no es explicar, ni describir ni interpretar el mundo sino jus
tificarlo o transformarlo. Hay muy pocas teorías políticas normativas
cuyo propósito explícito sea justificar o dar por bueno que el mundo
es como es. Por motivos oscuros que sería interesante desentra
ñar, los teóricos políticos acomodaticios o de signo conservador
gustan de presentarse desde hace aproximadamente un par de siglos
como gente ávida de reformas y de innovaciones. Es posible que
lo anterior no se deba tan sólo a un aprecio excesivo por la céle
bre máxima que aconseja cambiar todo lo que haga falta para que
nada cambie; los efectos deseados y no deseados del pensamiento
progresista (reformista o revolucionario) sobre el mundo moderno
son, sin duda, lo bastante señalados para que ningún teórico con
servador inteligente pueda darse por contento con el mundo que
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

le ha tocado encontrar. Una teoría política normativa que se pro


pusiera como fin principal dar razones en pro del statu quo sería
difícil de tomar en serio: el espíritu de los tiempos modernos obliga
a ser inconformistas hasta a los más cínicos apologistas de lo real
mente existente. Un estudio de las teorías políticas normativas
hará bien, por tanto, en ceñirse a las teorías normativas transfor
madoras.
Podemos ahora medir las teorías normativas con el mismo
rasero que antes usé para las positivas. Y entonces la pregunta por
lo que hace triunfar o tener éxito a una teoría política normativa
no parece, a primera vista, muy difícil de responder. Si este tipo
de teorías no se ocupan de explicar cómo está hecho el mundo
sino que tratan de decir cómo debe ser o cómo es bueno que sea,
resulta claro que una teoría normativa triunfa cuando logra modi
ficar la realidad o los aspectos pertinentes de la misma conforme
a lo que la teoría considera bueno, justo o deseable, y fracasa
cuando dicha realidad queda inalterada por la teoría. Como pro
clamó Aristóteles, el fin de la ciencia política —de la ciencia nor
mativa de la política, podemos entender nosotros— no es decir
qué es la bondad sino ser buenos. A los razonamientos de las teo
rías políticas normativas no les basta para su éxito con ser correc
tos o formalmente válidos, sino que necesitan que su conclusión
sea una acción o conjunto de acciones guiadas y movidas por las
premisas de que se partía. Las teorías políticas normativas no
siguen el modelo de los razonamientos teóricos (cuya conclusión
es un juicio o proposición), sino el de los silogismos prácticos:
que una teoría normativa sea admitida quiere decir que quien la
admite obra a causa de las razones para la acción que ella pro
porciona. A los autores de teorías normativas no les vale de nada
el que los agentes políticos se limiten a decir que sus teorías son ■
buenas; para que la teoría tenga éxito, es preciso que se cumpla y
que no se cumpla de cualquier manera (a causa del azar, por ejem
plo, o sin contar con la intención de los agentes), sino precisa
mente en virtud de las razones que la teoría da para justificar la
bondad del ideal político que ella preconiza. Un pensador tan poco
aristotélico como Kant se preocupó por dejar claras ambas cosas
y no sólo desacreditó la muletilla vulgar «todo eso puede que esté
bien en teoría, pero no sirve para la práctica», sino que excluyó
del ámbito de las acciones moralmente válidas a aquellas que no
estuviesen puramente motivadas por el acatamiento de los prin
cipios de su teoría normativa, exigiendo a cualquier acción que
no sólo fuera «conforme al deber» sino ejecutada precisamente
296 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

«por deber». La mayor parte de los teóricos políticos normativos


de todas las épocas se han visto a sí mismos como autores de pre
misas de silogismos prácticos aristotélicos y como legisladores
de un mundo que, si debía prestar obediencia a sus teorías, tenía
que hacerlo —a la manera kantiana— por los motivos dados por
válidos en las mismas. Toda teoría política normativa propone,
pues, un modelo de lo que debe ser la buena sociedad o la socie
dad justa y establece que dicho estado de cosas ha de ser el resul
tado de determinado tipo de acciones llevadas a cabo en virtud de
ciertas razones, y el triunfo de dichas teorías tiene que sustentarse
en un férreo encadenamiento de tales razones, acciones y resul
tados; para que una teoría normativa tenga éxito es preciso que
esta cadena no deje suelto ninguno de sus eslabones.
Al tratar de las teorías políticas positivas, ha habido ocasión
de tropezar con el problema de su «reflexividad», con la circuns
tancia de que el conocimiento de las teorías por sus usuarios inter
viene, a menudo decisivamente, en la verdad de las mismas. La
reflexividad del conocimiento es un descubrimiento relativamente
nuevo de la teoría social —aunque sin duda algún clásico la vis
lumbró hace un par de siglos13—, pero a ningún autor antiguo o
moderno se le habría podido ocurrir en serio la pertinencia de
dicho asunto para las teorías normativas. El carácter «reflexivo»
de éstas es algo demasiado obvio para que el proclamarlo sea un
descubrimiento. Si una teoría normativa puede describirse como
un conjunto razonado de mandatos y si el éxito de la teoría con
siste en el cumplimiento razonado de los mismos, no hace falta
aclarar que tiene que haber alguien que los cumpla y que dicho
cumplimiento exige conocer la teoría o conocer, al menos, alguna
versión vulgarizada de la misma o un cuerpo de doctrina al que la
teoría confiera validez normativa. Es cierto que el derecho posi
tivo suele admitir el principio de que la ignorancia de las leyes no
excusa su incumplimiento, pero las teorías políticas normativas,
al igual que las teorías éticas, parecen sostenerse sobre la suposi
ción contraria. Si alguien elabora una teoría política normativa
defensora de una sociedad en la que la distinción de géneros sea

13 Precisamente Kant, con sus ideas en torno a la profecía que se cumple a sí


misma. Vid. las primeras páginas de su escrito «De nuevo la pregunta de si el
género humano está en progreso constante hacia lo mejor», AL, VII, pp. 79-81.
(Hay traducción castellana en I. Kant, Ideas para una historia universal en clave
cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, trad. C. Roldan y R.
R. Aramayo, Tecnos, Madrid, 1987, pp. 80-81.)
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

políticamente irrelevante y funda su apuesta normativa en el reco


nocimiento de la igualdad entre todos (y todas), es muy difícil que
dé por buena una organización social en la que la igualdad entre
hombres y mujeres sea el resultado del paternalismo de los pri
meros: para que pueda decirse que la teoría ha tenido éxito, es
imprescindible que las razones que guían a los agentes impulso
res de ese tipo de sociedad sean precisamente las convicciones
igualitarias y no otras. Naturalmente, lo anterior no exige que sea
la formulación de la teoría llevada a cabo por el teórico la que guíe
las reformas (o revoluciones) sociales pertinentes. Es muy dudoso
que Kant —quien, además de ser adversario de la igualdad polí
tica entre hombres y mujeres, no parecía creer en la generaliza
ción de los hábitos críticos a todos los sectores de la sociedad—
llegase a concebir la idea de que para obrar de manera moralmente
correcta hubiese que leer la Fundamentación y la segunda Crítica.
Todo teórico normativo que no sea un consumado megalómano
se dará por contento con que los agentes políticos den por válido
(y, por tanto, sean capaces de formular y conozcan) un conjunto
de razones para la acción que sean deducibles de su teoría nor
mativa o que su teoría esté en condiciones de admitir como bue
nas razones para la acción. Puede objetarse sensatamente que lo
anterior es una visión idealizada de los propósitos de las TPN.
Habitualmente, el teórico no exigirá que todos cumplan la teoría
a causa de su adhesión a las razones para la acción que ella esta
blece; para casi todas las teorías normativas hay siempre conjun
tos de agentes que cumplirán la teoría a pesar de ellos mismos y
contra su voluntad (agentes de los que no se espera, por motivos
variados, adhesión alguna a la teoría y sí indiferencia o rechazo).
Para los teóricos del despotismo ilustrado no era verosímil que
las masas iletradas actuasen por las razones políticas que ellos
consideraban válidas, mientras que para los teóricos políticos mar-
xistas es absurdo esperar que la burguesía monopolista vaya a
adoptar como razones para la acción la aspiración a una sociedad
sin clases y sin Estado. Por regla general, las TPN seleccionan el
conjunto de agentes que han de cumplir la teoría por adhesión a
ella misma (o a un equivalente suyo) y determinan con ello la clase
de quienes la cumplirán pasivamente o contra su propia voluntad.
En cualquiera de los casos, sin embargo, tiene que haber algún
agente o conjunto de agentes (el monarca ilustrado unido al público
docto o la vanguardia del proletariado y sus aliados) que den cum
plimiento a la teoría movidos precisamente por las razones para
la acción que ella establece como válidas.
298 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

La mayor parte de las TPN que conocemos se han elaborado,


pues, con los supuestos de que hay una conexión rígida razones-
acciones-resultados y de que la teoría es capaz de proporcionar
aquellas razones que conducirán a los resultados apetecidos. Lo
anterior puede expresarse de otro modo afirmando que las teorías
normativas se basan en la distinción entre tres fases o momentos
de las mismas y en la idea de que el segundo y el tercero pueden
ser determinados y predichos por el primero. A dichos momentos
se los podría designar como la formulación de la teoría por el teó
rico o comunidad de teóricos, la recepción por el conjunto perti
nente de agentes políticos (con la incorporación de aquélla al reper
torio de razones para la acción de éstos) y la aplicación o ejecución
de la teoría. El teórico político normativo está convencido y tiene
que estarlo de que la formulación de su teoría conducirá a deter
minado tipo de recepción por una comunidad de destinatarios (la
opinión pública, el soberano, cierta clase social) que la entende
rán de la manera prevista por él sin distorsiones ni equívocos y de
que esa recepción culminará —en caso de que la teoría triunfe—
en la aplicación o ejecución de la teoría por su grupo receptor, de
modo que la organización de la sociedad se lleve a cabo conforme
a lo que la teoría consideraba una sociedad buena o justa. No hay
mucha dificultad en admitir que estos supuestos son esenciales
para el teórico normativo: si él creyese en serio que la formula
ción de su teoría puede conducir a cualquier tipo de recepción y
si partiese del supuesto de que la aplicación o ejecución puede
producir resultados incompatibles con lo que la teoría proclamaba
como ideales normativamente válidos, nos encontraríamos ante
el extraño caso de un teórico que no cree en la teoría que elabora.
(Un teórico que imaginase que su teoría va a proporcionar razo
nes a acciones contrarias a las que su teoría propugna, o que pen
sase que las acciones exigidas por su teoría van a conducir a resul
tados indeseables para la misma, y que supiese con certeza bastante
que ése será el efecto de su teoría y no otro, y que, a pesar de todo,
formulase la teoría no será sólo un teórico inconsistente —un per
petrador de contradicciones performativas gruesas—, sino segu
ramente un teórico inverosímil. La admisión de la rigidez de la
cadena razones-acciones-resultados y el supuesto de que toda teo
ría normativa prefigura su propia recepción y aplicación son requi
sitos de consistencia pragmática de las TPN.)
El esquema que se acaba de exponer parece —o eso creo—
una descripción fiable de lo que los teóricos políticos normativos
tienen en mente cuando piensan en el éxito de sus teorías o cuando
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M O P O L I S 2 9 9

sueñan con una teoría normativa perfecta que colme sus aspira
ciones más exigentes. Pero quizá no es sensato albergar la espe
ranza de éxitos así. Adecuadamente instruidos, los autores de teo
rías políticas de tipo normativo podrían acostumbrarse a rebajar
un poco sus expectativas y a conformarse con un cumplimiento
tan sólo parcial, aunque razonable, de estos propósitos máxima-
listas.14 Lo que ocurre es que parece muy difícil imaginar a un teó
rico político minimalista:15 ¿acaso puede darse por contento el
autor de una teoría normativa si su teoría conduce a los resulta
dos apetecidos a causa de que se han producido acciones movi
das por razones contrarias a las proporcionadas por la teoría o
incompatibles con ellas?, ¿estará satisfecho quizá con acciones
rectamente movidas por las razones pertinentes pero que desem
bocan en consecuencias abominables para la teoría?
Difícilmente las posibilidades últimamente mencionadas pue
den representar un éxito, siquiera parcial, de teoría normativa
alguna. Para la teoría política marxiana, el logro de una sociedad
sin clases y sin Estado que resultase de una revolución proletaria
debida a la adhesión consciente a un credo religioso milenarista
no será verosímilmente un éxito. Para la teoría política de El
Federalista, la acción política eficaz, y conducente a resultados
favorables, de individuos que se rigieran por la máxima de
Mandeville «vicios privados, beneficios públicos» no sería, desde
luego, un caso de éxito. Las teorías políticas normativas parecen
estar pensadas de tal modo que, o triunfan del todo —cuando la
cadena razones-acciones-resultados se revela irrompible— o, en
cualquiera de los otros casos, fracasan completamente.

I4«Maximalismo» y sus derivados provienen, según creo, de la jerga política


de la Segunda Internacional, que distinguía entre el «programa mínimo», inme
diato y coyuntural, de los partidos obreros y su «programa máximo» (en el caso
del partido socialista obrero español, «la supresión de todas las clases sociales y
su sustitución por una sola de trabajadores libres, iguales, honrados e inteligen
tes» [sic]). Sea o no cierto que la clase trabajadora es la heredera de la filosofía
clásica (alemana o de otro sitio), el vocabulario político del movimiento obrero
y de sus organizaciones más o menos burocráticas es un vivero muy rico de ter
minología filosófica: cuando hemos hablado de teorías «revisionistas», la fuente
era asimismo la tradición socialdemócrata. Naturalmente, el uso que hacemos de
estos términos es un efecto lateral y no deseado de una conspicua teoría política
normativa.
15 Como se ve, no sólo las teorías políticas, sino también las estéticas tienen a
veces efectos laterales y no deseados. El uso fuera de contexto de categorías artís
ticas y políticas hace extraños compañeros de viaje, por utilizar una rancia expre
sión estalinista hoy incorporada al lenguaje coloquial. ..
300 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Los casos reales de recepción y aplicación de las teorías nor


mativas que conocemos son en su inmensa mayoría casos irregu
lares, escandalosos para la teoría y para el teórico. El encadena
miento férreo de razones, acciones y resultados es imprescindible
para la consistencia de las teorías, pero constituye una utopía con
ceptual tan inusitada en la práctica como lo que les ocurre a las
teorías políticas positivas con la coincidencia perfecta con la expe
riencia. Si se nos presentara una relación de las —digamos treinta—
teorías normativas más destacadas de la historia de las ideas, sería
muy difícil encontrar un solo caso donde el encadenamiento de
razones, acciones y resultados (o de formulación, recepción y apli
cación) se libre de rupturas significativas. El autor de teorías polí
ticas normativas confía siempre en que la cadena no se romperá.
Quizá sí admite que hasta entonces se ha roto siempre, pero casi
todo autor de teorías normativas cree que la suya es, en algún sen
tido esencial, superior a todas las anteriores, ya sea alguien dado
a las rupturas drásticas, ya alguien que crea en un progreso acu
mulativo llevado a cabo por enanos a hombros de gigantes, de
modo que las teorías predecesoras rompieron la áurea cadena por
que no eran suficientemente inteligentes o porque estaban mal ela
boradas. El que no conozcamos teorías normativas que se hayan
cumplido conforme a los designios de sus autores no es, desde
luego, algo que pruebe nada contra la idea de que las teorías nor
mativas deben cumplirse de la manera preconizada por el teórico.
Pero tampoco prueba nada contra la posibilidad de que así vaya a
ocurrir de hecho. Mientras usted se distrae (o se enoja) leyendo
estas consideraciones escépticas, quizá haya alguien dedicado a
elaborar una teoría normativa robustísima cuyo éxito perfecto nos
será dado contemplar algún día a usted, amable lector o lectora,
y a mí, logrando con ello nuestra dicha más consumada o haciendo
quizá que nuestra piel —como se dice que ocurrió con la
Enciclopedia— haya de suministrarse al encuadernador que com
ponga la segunda edición de la obra en que se enuncie dicha teo
ría. La cadena razones-acciones-resultados está muy bien, puede
afirmar algún despistado, para la teoría, pero no sirve en absoluto
para la práctica. Sin embargo, el argumento del despistado es una
precaria inducción que se viene abajo con facilidad. ¿O es que hay
alguna imposibilidad radical, no empírica ni inductiva, de que
pueda mantenerse sin rupturas la cadena razones-acciones-resul
tados (o formulación-recepción-aplicación)?
Me parece que sí pueden darse argumentos en pro de que el
ideal de encadenamiento tiene que enfrentarse a obstáculos no
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

empíricos sino conceptuales. Quizá ese ideal no sirve para la prác


tica porque ni siquiera es bueno en la teoría. El ideal del encade
namiento parece depender de dos condiciones:
1.a) para toda descripción de una acción, puede determinarse
el conjunto de las razones que pueden oficiar como razones para
la acción;
2.a) para toda descripción de una acción, puede determinarse
el conjunto de consecuencias de esa acción, el conjunto de accio
nes de las que esa acción será causa (parcial) o a las que pro
porcionará razones.
No es difícil mostrar que ambas tesis son poco plausibles,
aunque quizá el creyente en el supuesto del encadenamiento no
exija una formulación tan fuerte como la que se ha expuesto hace
un momento y se dé por satisfecho si se sustituye «para toda acción»
por «para la mayor parte de las acciones que interesan» y «deter
minarse» por «determinarse con un grado razonable de aproxi
mación». En efecto, casi todos los agentes humanos psicológica
mente sanos creemos en algo parecido al ideal del encadenamiento,
de modo que los teóricos políticos normativos gozan de masiva
compañía en sus suposiciones. Cuando la mayor parte de noso
tros sube al autobús nocturno, supone que las razones habituales
de la gente para montar en él forman una clase fácil de enumerar.
Ciertamente, tomar el ómnibus para elaborar un tratado de fisiog-
nómica o para examinar a los demás viajeros en busca de poten
ciales pacientes de una consulta psicoanalítica pueden ser dos bue
nas razones para la acción de tomar el autobús nocturno, pero la
mayor parte de las personas sensatas excluyen esas razones y otras
por el estilo de su conjunto intuitivo de razones para la acción de
coger el «buho» (de lo contrario, quizá pasarían el viaje haciendo
muecas o poniéndose caretas para despistar al fisiognomista, o
bien leyendo a Popper para ahuyentar al individuo untuoso de
acento argentino que alquila su diván por horas). El primer supuesto
está pues, confirmado y otro tanto cabe decir del segundo: si no
supiésemos que la mayor parte de nuestras acciones conducen
regularmente a determinadas consecuencias, habríamos de renun
ciar a actuar racionalmente. Cuando alguien elige determinados
medios para lograr algún fin —y esto lo hacen, por lo que se sabe,
hasta los autores profesionales de escritos contra la razón instru
mental—, obra bajo el supuesto de que la conexión entre medios
y fines puede establecerse con certeza bastante, o, lo que es casi
equivalente, bajo la suposición de que a tales y cuales acciones
les seguirán regularmente tales y cuales consecuencias. Es ver-
302 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

dad que mi decisión de regalar a mi amigo Julián por su cumple


años un ejemplar de Razón práctica y normas de Joseph Raz puede
tener consecuencias imprevistas, tales como que Julián caiga víc
tima de una depresión prolongada o me asesine con un punzón o
se haga adicto a la filosofía analítica del derecho. Pero lo más nor
mal será que no haga ninguna de estas tres cosas, y yo haré bien
en suponerlo, confiando en que el resultado de mi acción sea que
Julián me agradezca el regalo sin mucho entusiasmo y proceda a
continuación a dirigir palabras galantes a alguna invitada a su
fiesta de aniversario.
La creencia en que la cadena razones-acciones-resultados no
se romperá es un supuesto habitual en la deliberación de casi todas
las acciones humanas; ponerla en suspenso conduciría probable
mente a la parálisis o acaso a una actuación sistemáticamente irra
cional (si la cadena no existe, todo está permitido). Los teóricos
políticos normativos, al igual que los agentes ordinarios que mon
tan en ómnibus y van a cumpleaños hacen bien en suponer que los
resultados de las acciones pueden preverse y que ciertas acciones
se han de llevar a cabo movidas por un conjunto bien preciso de
razones. El supuesto de que los agentes ordinarios actúan de ese
modo es imprescindible para comprender sus acciones y el supuesto
de que los teóricos obran de esa misma guisa es esencial para com
prender sus teorías. Pero hacemos muy mal en creer que la com
prensión de una teoría es lo mismo que la comprensión de sus
recepciones. Las TPN se caracterizan por una recepción que está
reñida con la validez del anterior supuesto. Las TPN no triunfan
de la manera prevista por ellas, sino de otra mucho más alambi
cada: tienen éxito cuando sus receptores se habitúan a elaborar la
experiencia política de tal modo que ella pueda compararse con
el esquema ideal de un mundo que obedeciera a lo exigido por la
teoría. La utopía conceptual del teórico normativo coincide aquí
con lo que habitualmente se entiende por utopía: la descripción
de un lugar que no existe, llevada a cabo con el propósito de ilus
trar sobre lo que les falta a los lugares que sí existen para pare
cerse a ella. Las buenas TPN suelen dejar una huella indeleble:
después de enunciadas, el mundo real tiene que admitir como des
cripciones suyas las que hacen referencia a un mundo utópico. Lo
que efectivamente hay sólo puede definirse por contraste con lo
que debería haber.
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

IV LA PERSPECTIVA DEL TEÓRICO


Y LA PERSPECTIVA DEL USUARIO

Las acciones que llevan a cabo los autores de teorías políti


cas pertenecen, según lo visto, a un tipo bien curioso y enreve
sado de acciones. Algunos de estos personajes —los que elabo
ran teorías positivas— tienen la obsesión de que la experiencia
confirme exhaustivamente la verdad de sus investigaciones, bien
dándolas por exactas y adecuadas a la realidad, bien modificando
la visión que se tiene de ésta de modo que cuadre con lo que explica
la teoría. Otros —los componedores de teorías normativas— andan
de cabeza tras un propósito no menos ambicioso: que de sus esfuer
zos resulte una transformación de la realidad llevada a cabo
mediante un encadenamiento férreo de razones, acciones y resul
tados. Sin embargo, ni unos ni otros teóricos podrán ver nunca
cumplidos sus anhelos. Los primeros no triunfarán nunca de la
manera que ellos desean, porque la estructura de la experiencia
política es incompatible con el sueño de un encaje perfecto con
teoría alguna; los segundos fracasan siempre porque la estructura
de la acción humana compleja es incompatible con la utopía con
ceptual de una determinación de los resultados de las acciones por
las razones de las mismas. Pero las teorías políticas no sólo están
condenadas a incumplir sus propósitos; también lo están a que se
cumplan otros que no son los suyos. Los verdaderos triunfos de
estas teorías llegan, en efecto, por caminos muy distintos de los
que sus autores acostumbran a imaginar. Las teorías positivas tie
nen éxito —en mayor o menor grado— cuando hay una comuni
dad de agentes políticos (no necesariamente la deseada por el teó
rico) que aprende a usar con mayor o menor extensión los conceptos
propuestos por la teoría (a menudo sacándolos de contexto) y que
toma sus proposiciones y argumentaciones como dignas de ser
tomadas en serio (casi nunca como proposiciones verdaderas o
argumentaciones correctas), como instrumentos para formar una
perspectiva particular que ha de coexistir con otras. Las teorías
normativas, por su parte, triunfan —en mayor o menor grado—
cuando logran que cierta comunidad de agentes políticos (no nece
sariamente la determinada por la teoría) se acostumbre a inter
pretar y explicar la realidad política contrastándola con lo que esa
realidad sería en caso de que la teoría hubiese gozado del éxito
pretendido por ella. Tanto las teorías positivas como las normati
vas se proponen utopías conceptuales imposibles de llevar a la
práctica, y tanto unas como otras logran resultados que desmien-
, IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ten a esas utopías aunque, en cierto sentido del que en seguida nos
ocuparemos, presuponen que se las admita como tales.
Si esta visión es adecuada, creo que puede contribuir a colo
car el problema de la DHV en un campo de discusión distinto de
los usuales. En cuanto uno abandona la suposición de que los
hechos y los valores se expresan en enunciados y prefiere verlos
encarnados en teorías, y en cuanto se examinan las condiciones
de éxito y fracaso que esas teorías se imponen a sí mismas y el
modo como realmente triunfan o fracasan, se vuelve difícil pres
tar adhesión a los argumentos jorísticos y paratácticos habituales.
Pero antes conviene detenerse un poco en lo que alguien podría
considerar apresuradamente una consecuencia perversa de lo que
llevo dicho. Si medimos las teorías políticas por sus éxitos —o,
lo que es lo mismo, por su grado de fracaso parcial— y procla
mamos que las condiciones de triunfo que las teorías se imponen
a sí mismas son sólo quimeras conceptuales que nunca se reali
zan, quizá se gane con ello algo de conocimiento sobre los efec
tos de las teorías en la realidad, pero acaso se pierda algo que es
esencial en los argumentos jorísticos y paratácticos habituales y
que no sería bueno perder del todo. Quizá se consiga entender
mejor un mundo en el que hay, entre otras cosas, teorías, pero
acaso se corra el riesgo de perder de vista (o de despreciar) lo que
ocurre cuando un teórico imagina o enuncia una teoría, algo que
no tiene mucho que ver con que las teorías formen o no parte del
mundo, pero sí con que el mundo (diversamente observado o ima
ginado) forma parte de las teorías. Quizá se aprovechen, en suma,
las ventajas que tiene el examinar a las teorías y a sus autores en
tercera persona (o en una perspectiva externa), pero a costa
de despreciar por completo la perspectiva interna o de la primera
persona.
Propongo que pensemos en un teórico político —positivo o
normativo; ahora se puede prescindir de la distinción— que cobrara
consciencia de las condiciones reales de éxito y fracaso de las teo
rías políticas y que quisiera extraer de ello alguna consecuencia
para su quehacer teórico. Nuestro héroe (porque se trataría desde
luego de un héroe) iría elaborando su teoría conforme a los crite
rios habituales de éxito y fracaso y en cierto momento de su ingrata
tarea se percataría de que esos criterios no funcionan en absoluto
en la realidad. Podría ocurrir, desde luego, que renunciara a cam
biar de perspectiva y prefiriera seguir aferrado a su utopía con
ceptual, pero vamos a imaginar que desea lo contrario. Imaginemos
que nuestro teórico está de acuerdo con todo lo que llevamos visto
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M O P O L I S 3 0 5

y sustituye su deseo de coincidir con la experiencia por el propó


sito de llevar a cabo un reajuste o alteración de la misma en la
manera que antes describí (o imaginemos que renuncia a su anhelo
de transformar normativamente la realidad y se propone tan sólo
trazar el esquema de un orden político distinto para que los agen
tes cambien la visión que poseen del mundo que realmente hay).
No hace falta mucho esfuerzo para cerciorarse de que nuestro
héroe se ha forjado un propósito imposible de lograr. Con su afán
de no autoengañarse sobre el significado de su tarea, se ha embar
cado en una acción internamente inconsistente, ya que no puede
procurar al mismo tiempo la coincidencia con la ex
discoincidencia con ella, ni el objetivo de que un conjunto de man
datos sea obedecido con el de que se sigan ciertas consecuencias
de la desobediencia al mismo. Nuestro personaje se halla sujeto
a un doble vínculo que bloqueará su acción: si cree que puede anti
cipar las consecuencias de la enunciación de su teoría y emprende
esa tarea, entonces no podrá elaborar la teoría; y, si la elabora efec
tivamente, entonces no podrá añadirle unas previsiones de recep
ción que alteran radicalmente el contenido de ella16. El teórico no
puede, al mismo tiempo, pensar sus teorías para que triunfen y
para que fracasen. Que las teorías tengan éxitos parciales supone
que el teórico haya ido buscando precisamente la utopía concep
tual del éxito absoluto. La tesitura de nuestro héroe no puede ser
más desafortunada. Él concibe una teoría (llamémosla Tf) y, al
mismo tiempo, la transfiguración de la misma que él cree que ten
drá éxito, a la que podemos llamar Ty Ya hemos visto que no puede
pensar coherentemente ambas cosas, pero aun si ello fuese posi
ble, hay que notar que T2 corresponde tan sólo a lo que el teórico
ha anticipado o predicho como resultado de la recepción de su teo
ría. Los efectos reales de enunciar la suma de T} y T2 serán una
tercera versión, T3, de la teoría y, aunque quizá un teórico muy
clarividente podría predecir algo parecido a T3, en ese caso el resul
tado real de enunciar Tr T2y T3 será una nueva versión T4 y así
sucesivamente, sin que se vea la manera de poder interrumpir este

16 Ésta es, creo, una situación de «doble vínculo» semejante a las expuestas
por Bateson y sus discípulos. Vid. G. Bateson, D. D. lackson, J. Haley, I. Weakland,
«Toward a Theory of Schizophrenia», Behavioral Science, 1 (1956), pp. 251-
264, y P. Watzlawick, I.H. Beavin, D. D. lackson, Teoría de la comunicación
humana. Interacciones, patologías y paradojas, Herder, Barcelona, 1981,
pp. 196-203.
306 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

proceso al infinito17. El teórico tiene, pues, que renunciar a que


las previsiones que lleva a cabo de los efectos de su teoría pue
dan formar parte coherente de la teoría misma. Pero esto equivale
a sostener que, en cierto sentido, el autor de teorías políticas tiene
que desentenderse de los problemas que afectan a la recepción de
las teorías. Cuanto llevamos visto en este ensayo y cuanto pudiera
decirse sobre el particular es, por tanto, una información de la que
el teórico político tiene que prescindir en su labor de teórico polí
tico. El teórico tiene, pues, que conservar su utópica inocencia y,
en caso de que la haya perdido, tiene que autoengañarse sobre su
verdadero papel, haciendo como si la información adquirida fuera
un cúmulo de falsedades. La elaboración de teorías políticas sólo
es posible, por tanto, en una situación de ignorancia o de restric
ción voluntaria de la información.
Lo anterior da, creo, alguna idea sobre la peculiar perspec
tiva (peculiar y, la verdad, algo endemoniada) que el teórico tiene
sobre sus criaturas teóricas. Pero, por fortuna, no todo el mundo
es autor de teorías políticas. Junto a la perspectiva del teórico está,
desde luego, la del usuario de las teorías —positivas o normati
vas, tanto da— que no parece estar obligado en absoluto ni al auto-
engaño ni a restricción alguna de la información. Todo individuo
humano es un usuario potencial de teorías políticas, tanto positi
vas como normativas. Esta afirmación puede parecer falsa en la
medida en que se crea —y la creencia no es absurda— que las teo
rías políticas van dirigidas, como las científicas, a una comuni
dad particular que las examina, evalúa y reelabora. Es cierto que
hay comunidades de teóricos políticos a menudo tan institucio
nalizadas como las de los físicos de la materia condensada o las
de los bacteriólogos y que, allí donde las hay, lo natural es consi
derar que son sus miembros y no otros individuos los usuarios de
las correspondientes teorías. El hecho de que éstas no sólo versen
sobre los teóricos políticos sino sobre todos los seres humanos en
cuanto capaces de acción política no tendría por qué convertir a
la humanidad entera en usuaria de algo que la mayor parte de las

17 El anterior argumento es una adaptación del que Emilio Lamo (en polémica
con autores tan variopintos como Ernest Nagel, Agustín García Calvo y Herbert
Simon) ha elaborado contra la pretensión de que los resultados de la ciencia social
puedan llevar incorporados el modo como el conocimiento de ellos altera la rea
lidad. Vid. E. Lamo de Espinosa, La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del cono
cimiento sociológico, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1990, pp.
150-162.
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

gentes no está en condiciones de entender en forma apropiada.


Todos somos portadores de información genética —de modo que
las teorías genéticas versan sobre todos nosotros—, pero muchos
no pertenecemos a la comunidad científica de los expertos en gené
tica ni somos, por tanto, estrictos usuarios de las teorías genéti
cas (en todo caso lo somos de los servicios de ciertos expertos que
aplican algunos de los conocimientos producidos por los espe
cialistas en genética, pero resulta claro que ése es otro sentido de
la palabra «usuario»). Convendría preguntarse entonces hasta qué
punto se parece la teoría política a la genética. Y se podría argüir
que, aunque los teóricos políticos forman una comunidad tan eso
térica como las que más, su labor no se suele encerrar en los estre
chos límites de la vida académica. Muchos de los teóricos políti
cos más destacados escriben, aparte de obras esotéricas, ensayos
dirigidos a un público culto bastante numeroso, y algunos teóri
cos nada insolventes publican a menudo artículos en los periódi
cos y disertan en la radio o la televisión sin perder con ello su dig
nidad intelectual. El ideal dieciochesco de un uso público de la
razón tiene, sin duda, muy poco que ver con el aspecto actual de
la cultura de masas (la clase media ya no se reúne en tertulias doc
tas ni los trabajadores manuales acuden a la Casa del Pueblo o al
Ateneo Libertario) pero la extensión de la enseñanza media y la
conversión de las universidades en lugares donde buena parte de
la población pasa cierto número de años hacen que un sector nada
desdeñable de la población europea y norteamericana esté fami
liarizada con las teorías políticas clásicas o con versiones simpli
ficadas de las mismas. Quizá los libros de Maquiavelo, Hobbes,
Kant o Tocqueville no se venden demasiado, pero sus autores for
man parte del horizonte mental de muchos ciudadanos, aunque su
peso sea ciertamente menor que el de las estrellas del cine, del
deporte o de la música de masas. Mientras que la divulgación cien
tífica es un género difícil y desatendido, la vulgarización de las
grandes cuestiones de la filosofía y la teoría social es tan vieja al
menos como el ideal de una «opinión pública».
Pero la tesis de que todo individuo humano es un usuario
potencial de teorías políticas ¿se podría defender aun cuando el
esoterismo de los teóricos cobrase proporciones disparatadas y la
cultura libresca se convirtiera en un pasatiempo extravagante?
Cabría, desde luego, tratar de imaginar con coherencia el cuadro
apocalíptico de una sociedad donde coincidieran dos circunstan
cias en principio posibles: que la gente común hubiera perdido
toda competencia para entender lo que dicen los teóricos políti-
308 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

eos —y todo interés por adquirir dicha competencia— y que los


teóricos políticos formaran una secta sin afán de proselitismo dedi
cada con esmero a expresarse en un lenguaje ininteligible para los
no iniciados. Un cuadro así parece fácil de imaginar, pero lo cierto
es que sería imposible llevarlo a cabo y sostener al mismo tiempo
que los términos «teoría política» y «sociedad» tienen en ese cua
dro el mismo significado que ordinariamente poseen. El que las
teorías políticas convierten en usuario suyo a todo individuo
humano que tenga conocimiento de ellas es un rasgo constitutivo
de lo que desde siempre se ha llamado teoría política, y sólo podría
dejar de serlo en el extraño caso de que todas las teorías estuvie
ran sistemáticamente blindadas contra toda difusión. Y esa situa
ción contrafáctica es más difícil de imaginar de lo que parece. Que
las acciones políticas sean objeto de atención por grupos de gen
tes letradas y que ciertos resultados de ese trabajo tengan algún
lugar en la cultura común son rasgos que acompañan, según creo,
a toda sociedad no primitiva y seguramente a toda autoridad polí
tica que aspire a la legitimidad (todas las elites políticas conoci
das han procurado rodearse de ideólogos, y la labor de éstos sería
absurda si no pudiera divulgarse)18. La idea de que las teorías polí
ticas o una versión de ellas serán conocidas por una parte impor
tante de la población pertenece de manera esencial a la idea misma
de una sociedad no primitiva. Pero, sin necesidad de sostener una
tesis tan fuerte, creo que el imaginar la situación contraria obli
garía a revisar la mayor parte de los rasgos que atribuimos de ordi
nario a las sociedades modernas. Para que una sociedad careciera
de teorías políticas de uso común tendría que ser, entre otras cosas,
una sociedad libre de todo conflicto: quizá la casta mandarinesca
de los teóricos se resistiera a divulgar sus producciones, pero cual
quier individuo o grupo podría desde luego tratar de defender los

18 He hablado de «ideólogos» sin que el término, creo, tenga que comprome


terme con ninguna teoría de la ideología (al igual que he hablado de «elites» sin
abrazar con ello teoría alguna de las elites). La discusión sistemática de estos dos
problemas se sale fuera de los límites de este trabajo. Tan sólo quiero matizar un
aspecto de lo que acabo de sugerir: que la producción de los «ideólogos» —
el sentido vulgar de asesores y portavoces intelectuales del poder— tenga nece
sariamente que ser divulgada en parte no implica que haya de serlo en su totali
dad; una buena parte de la «ideología» así entendida tiene que formar parte de
los arcana imperii porque su difusión estaría reñida con el logro de la legitimi
dad. Para que resulte eficaz, la búsqueda de legitimidad se ha de llevar a cabo
(en cualesquiera circunstancias, creo) divulgando cierto tipo de información y
de teorización y ocultando escrupulosamente otra.
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M Ó P O L I S 3 0 9

intereses propios por medio de teorizaciones espontáneas más o


menos complejas que entrarían en pugna con otras y verosímil
mente también con la teoría oficial, cuya opacidad resultaría enton
ces muy difícil de mantener.
Todos los teóricos políticos de las sociedades realmente exis
tentes cuentan con una idea implícita o explícita del usuario de
sus teorías e imaginan una recepción ideal de las mismas que se
funda en su conocimiento generalizado. Y todos los miembros de
las sociedades no primitivas se comprenden a sí mismos —en
variada medida— como potenciales confirmadores y falsadores
de teorías políticas o de versiones vulgarizadas de las mismas. Ya
hemos visto que las ideas del teórico sobre la recepción de sus
teorías están severamente constreñidas; si quiere evitar el «doble
vínculo», el autor de teorías políticas tiene que atarse a las exi
gencias de un punto de vista particular que lo obliga a la restric
ción voluntaria de la información. Corresponde ahora que nos pre
guntemos por el punto de vista del usuario en lo tocante a las teorías
mismas, a su recepción y al papel del propio usuario en ella.
A los usuarios de teorías políticas podría aplicárseles el viejo
aforismo de Diego de Stúñiga cuya historia ha contado Robert K.
Merton: como enanos subidos a hombros de gigantes, ven más
lejos que los gigantes mismos19. Los miembros de una sociedad
no primitiva saben que hay cierto tipo de literatura que trata sobre
ellos en cuanto capaces de emprender ciertas acciones, de omi
tirlas, de sumarse a los cursos de acción de otros y de negarse a
hacerlo. En la medida en que comprenden esa literatura —medida
variable, pero, por las razones apuntadas, imposible de conside
rar nula— saben reproducir el punto de vista del teórico y apro
piárselo: ven tan lejos como ellos. El actor dramático competente
entiende bien el texto de un drama (de lo contrario no estaría en
condiciones de interpretarlo, y los dramas están escritos para que
haya actores que los interpreten) y sabe, por tanto, sobre la acción
lo mismo que sabe el autor. Pero el actor tiene el privilegio de alte
rar el texto en múltiples formas que el autor no podría haber pre
visto (un autor dramático no puede imaginar todas las versiones
y variaciones posibles de su drama al igual que un teórico polí
tico no puede anticipar todos los usos de su teoría), de modo que
el actor sabe lo que sabe el autor y sabe además lo que el propio

19 Vid. R. K. Merton, A hombros de gigantes, trad. E. Murillo, Península,


Barcelona, 1990.
310 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

actor va a hacer con el texto. Las previsiones del autor sobre la


conducta de los actores son falibles y precarias, pero las del actor
sobre su propio obrar son profecías que pueden autocumplirse en
el muy elemental sentido en que Kant se refirió al augur que lleva
a cabo lo que ha predicho. La representación de una obra dramá
tica presupone que los actores obedecen los mandatos del autor,
pero también que éste ha perdido la autoridad sobre su texto: a la
hora de actuar, los actores mandan y los autores obedecen. Los
usuarios de teorías políticas (tanto normativas como positivas)
son actores rebeldes que doblegan a su antojo a los teóricos.
Pero la perspectiva o punto de vista del usuario quedaría mal
definida si se la caracterizase simplemente como «superior» a la
del teórico en el sentido sugerido por el símil de los enanos y los
gigantes. Porque lo que importa no es que el usuario vea más lejos
que el teórico, sino que ve las cosas de distinta manera porque es
capaz de alternar su propia perspectiva de usuario con la del teó
rico. Que alguien use una teoría política normativa o positiva
implica que posee una comprensión adecuada de ella tal como fue
enunciada y que además su conducta como agente político y sus
ideas sobre la conducta política posible y deseable están forma
das en parte por una recepción de la teoría que constituye un efecto
no intencionado de la misma. La visión del usuario es inevitable
mente estrábica. Si se limita a obrar como alguien modelado par
cialmente por teorías, no podrá decirse de él que la comprensión
que tiene de su acción es satisfactoria. Para que lo sea es necesa
rio que el agente altere con su conducta la previsión de recepción
de la teoría, pero también lo es que tenga consciencia del modo
como su acción altera esa previsión. Al actor rebelde no le basta
con inventarse un texto alternativo; si lo inventa, lo hará porque
crea que su aportación mejora en determinado sentido el texto ori
ginal. Cuando un agente político tiene conocimiento —claro o
confuso— de una teoría política, le es inevitable, en la medida en
que no haya olvidado la teoría, medir su propia acción y las aje
nas con aquello que la teoría esperaba de ellas, algo que vale para
las TPP tanto como para las TPN. Y lo anterior exige que el recep
tor de teorías no sea un mero receptor, sino también alguien que
las comprende por sí solas, lo que quiere decir que está en condi
ciones de ocupar el punto de vista de quien las elaboró.
El punto de vista del teórico exigía, como vimos, una res
tricción voluntaria de la información, mientras que el del usuario
se caracteriza precisamente por ampliar la información disponi
ble aportando un nuevo ítem, el correspondiente a la acción que
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

el usuario lleva a cabo. Pero si el usuario tiene que ser capaz de


ponerse en el lugar del teórico ocupando provisionalmente su
punto de vista, resulta que sólo se podrá comportar como un buen
usuario cuando tenga una comprensión adecuada de sus propias
acciones y de sus motivaciones y del papel que desempeñan en
ellas las teorías políticas que han contribuido a modelar su acción
y cuando, además, posea una comprensión apropiada de cómo
sería su acción y sus motivos en el caso de que dichas teorías se
hubieran cumplido conforme a la utopía conceptual imaginada
por los teóricos. Cuando el usuario se coloca en el punto de vista
del teórico, está obligado, por tanto, a una restricción de la infor
mación igual a la que el teórico tuvo que llevar a cabo. El usua
rio sabe que la información que él posee es mayor que la del teó
rico, pero no ignora que, si quiere comprender cabalmente una
teoría, ha de hacer como si no poseyera ese suplemento de infor
mación: ha de fingir que no la conoce y ha de tomarse en serio su
propia ficción. Pero el tomarse las ficciones en serio ¿tiene algún
significado claro cuando se sabe que la seriedad es transitoria?
¿Qué puede decirse de la consistencia del obrar de un agente obli
gado a engañarse a sí mismo y a poner fin a ese autoengaño en el
momento oportuno sin por ello dejar de creer en cierto extraño
sentido lo que creía cuando se engañaba a sí mismo? La mente del
usuario de teorías políticas parece estar dividida en dos regiones
separadas que actúan de manera independiente; lo que es cierto
en una es falso en la otra y lo que en una cuenta como informa
ción pertinente ha de ser severamente desechado en la otra; para
que la una pueda operar con éxito, la otra debe estar convenien
temente atrofiada. El usuario de teorías políticas se parece a una
monstruosa criatura que tuviera dos memorias y dos sistemas per
ceptivos independientes y que fuera capaz de trasladar selectiva
mente partes de memoria y de percepción de un sistema al otro.
Imaginar de esta guisa a los usuarios de teorías políticas —a usted,
lector o lectora, y a mí— no es muy tranquilizador y resulta filo
sóficamente inquietante, pero parece inevitable si se quiere hacer
justicia a la extraña condición de gentes que piensan y actúan desa
fiando la manera como estaba previsto que pensaran y actuaran y
que, además, sepan que su pensamiento y su acción constituyen
un desafío. El «doble vínculo» del que el teórico tuvo que librarse
amenaza con ser para el usuario una maldición irredimible.
312 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

V. LEVIATÁN DESPUÉS DE COSMÓPOLIS. COSMÓPOLIS


A PESAR DE LEVIATÁN

Puede que el usuario de teorías políticas esté irrevocable


mente condenado a la autoescisión que se acaba de señalar, pero
con ello no terminan en modo alguno los problemas de la pers
pectiva en que está instalado (más bien empiezan, y lo hacen de
forma no muy halagüeña). Diagnosticar una esquizofrenia incu
rable es un paso importante para pensar cómo manejarse con ella,
pero lo esencial es tener una idea clara de aquello a lo que se
puede aspirar cuando es consciente de la propia autodivisión. La
pregunta ineludible es una parecida a las siguientes: ¿cabe esta
blecer pautas que determinen la jurisdicción propia de cada uno
de los puntos de vista que el usuario de teorías políticas es capaz
de adoptar?, ¿cabe determinar dentro de cada uno de esos pun
tos de vista el momento en que es lícito abandonarlo y cambiar
de perspectiva?, ¿puede, en suma, el usuario de teorías políticas
gozar de una capacidad que le permita decidir adecuadamente
entre sus distintos puntos de vista? Espero poder decir algo sobre
estas preguntas después de abordar un aspecto que amenaza con
complicar formidablemente nuestro asunto. Lo expuesto en la
sección anterior puede discutirse mejor y quizá aclararse algo
acudiendo a un problema que lo vuelve aparentemente más oscuro.
La cuestión de que me ocuparé ahora es la de qué relación guar
dan en la perspectiva del usuario las teorías políticas positivas y
las normativas, o, si se prefiere, qué lugares ocupan en el punto
de vista del usuario las previsiones de recepción y la recepción
efectiva de las TPN cuando están al lado de las previsiones de
recepción y la recepción efectiva de las TPP. O, dicho de un modo
más acorde con lo que prometió el título de este trabajo, qué pape
les cumplen respectivamente Leviatán y Cosmópolis en los supues
tos argumentativos de unos agentes —los miembros de las socie
dades contemporáneas— cuya imaginación política y categorías
de pensamiento están modeladas por los ideales leviatanesco y
cosmopolita.
Carece de interés imaginar a un usuario de teorías políticas
positivas que no lo sea al mismo tiempo de teorías políticas nor
mativas. Las TPP y las TPN no se distribuyen el conjunto de los
agentes políticos posibles de modo que las unas se refieran a
ciertos agentes y las otras a otros; una TPN establece mandatos
cuyo cumplimiento corresponde a los mismos agentes cuya con
ducta explica una TPP. Y ningún usuario competente de teorías
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

normativas es ajeno al uso de teorías positivas, ni viceversa. Las


TPP y las TPN compiten por triunfar entre un universo de indi
viduos común y los miembros de ese universo llevan a cabo
recepciones imprevistas de unas y otras teorías a un tiempo. Si,
como he sostenido, el usuario de teorías políticas está doble
mente vinculado a su perspectiva de usuario y al punto de vista
del teórico y si, como parece claro, no hay usuarios de TPP que
no lo sean de TPN ni viceversa, se sigue entonces que el recep
tor de teorías ha de producir, además de la operación de autoes-
cisión ya referida, una nueva compartimentación de su mente de
la que resulte:
(a) la competencia para reproducir el punto de vista del teó
rico político positivo (de tomar en serio la utopía conceptual del
ajuste perfecto con la experiencia);
(b) la competencia para reproducir el punto de vista del teó
rico político normativo (de tomar en serio la utopía conceptual de
la determinación exhaustiva de las acciones por medio de la cadena
razones-acciones-resultados);
(c) la capacidad de cobrar consciencia del papel del propio
receptor como un agente que altera las previsiones de recepción
de las teorías y que lo hace de manera distinta según se trate de
una TPP o de una TPN.
Lo anterior tiene el aspecto de una extraña proliferación
conceptual cuya relación con los supuestos en que se fundan los
miembros de las sociedades contemporáneas cuando deliberan
y actúan realmente en la vida pública es cualquier cosa menos
clara. Trataré de mostrar que una proliferación así es quizá alam
bicada pero resulta imprescindible, y creo que parecerá menos
alambicada en cuanto se intente ver qué actitudes e intuiciones
contemporáneas sobre la política resultan del ejercicio de cada
una de esas capacidades. Para ello será bueno irlas viendo por
separado.
Resulta muy difícil negar que la mayor parte de los agentes
políticos de las sociedades modernas poseen algo semejante a la
competencia (a). Del repertorio de supuestos sobre el mundo polí
tico que compartimos los europeos y americanos modernos forma
parte la idea de que tiene pleno sentido aspirar a una explicación
realista de los fenómenos políticos y de que esa explicación será
válida en la medida en que uno deponga sus intereses y se ajuste
a los hechos. (El supuesto de que existen «hechos» políticos se
deriva, por cierto, del ejercicio de esta competencia: no hay teo
rías políticas positivas porque haya «hechos», sino que hablamos
314 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

de «hechos» porque la comprensión de las TPP que forman parte


de nuestro trasfondo nos obliga a contar con esas entidades.) Las
sociedades modernas exigen a sus miembros conducirse como teó
ricos positivos espontáneos. Y las explicaciones positivas de la
política no sólo tienen su lugar asegurado como posible: hay
muchas efectivamente dadas y si no las conociéramos de modo
directo o indirecto no tendríamos la visión de la política que tene
mos. Pero esta capacidad se adquiere de un modo bien preciso: se
adquiere gracias al aprendizaje de un determinado paradigma de
teorías políticas positivas, aprendizaje que está supuesto por el
ejercicio de las prácticas políticas habituales. Lo que aprende el
agente político moderno es en realidad el paradigma del Leviatán
en alguna de sus formulaciones y ello no ocurre por casualidad.
La mayor parte de las acciones que un europeo o americano moderno
lleva a cabo en el ámbito político se ejecutan dentro de institu
ciones y de pautas de conducta públicamente regladas que fueron
concebidas en parte gracias al éxito de la teoría leviatanesca. Todo
miembro de las sociedades contemporáneas sabe que, según cierto
punto de vista, las acciones políticas están encaminadas a llegar
a un acuerdo de mínimos para evitar la guerra de todos contra
todos y para poner coto a las tendencias más depredatorias de los
individuos y los grupos. Las instituciones políticas conocidas
nacieron justamente de acciones instrumentales encaminadas a la
minimización del mal, de modo que el desafiar seriamente el poder
coercitivo de las instituciones puede traer como resultado con
flictos sociales a gran escala de consecuencias imprevisibles. A
uno le puede gustar el statu quo o disgustarle, pero lo cierto es
que hay una explicación coherente de por qué las cosas han lle
gado a ser como son. La barbarie y el desastre, bajo la forma de
guerra civil, constituyen, según el punto de vista leviatanesco, la
alternativa más clara al estado de cosas vigente. El objetivo último
del punto de vista leviatanesco fue expresado así por Hobbes en
el De Cive:
[D]e la utilidad [de la ciencia civil], siempre que se enseñe bien,
esto es, deducida a partir de principios verdaderos, podremos juzgar
correctamente si consideramos los daños que se derivan para el género
humano de una versión falsa y superficial de la misma. Porque en las
cosas sobre las que especulamos con el único fin de ejercitar el inge
nio, aunque se deslizara algún error, éste no supone daño ni pérdida
alguna a no ser de tiempo. Pero en aquello en lo que todos deben medi
tar porque en ello les va la vida, es inevitable que surjan, y no sólo
por error sino también por ignorancia, ofensas, disensiones e incluso
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

muertes. Y estos males son tan grandes como grande es la utilidad que
se sigue de una doctrina de los deberes bien enseñada20.

Resulta claro que la explicación leviatanesca no es la única


posible y que no todas las TPP están obligadas a ser deudoras de
ella. Pero también resulta evidente el alto poder explicativo y la
enorme capacidad de persuasión de la teoría leviatanesca. Las
explicaciones de raigambre hobbesiana ponen al teórico político
positivo entre la espada y la pared: uno puede inventar una TPP
antileviatanesca, pero entonces la carga de la prueba le corres
ponde a él y no al defensor de Leviatán. Ello sería imposible si la
teoría política de Hobbes y las inspiradas por ella no hubieran
calado muy hondo en los supuestos argumentativos de los euro
peos y americanos modernos. La utopía conceptual del teórico
positivo de tipo leviatanesco es creíble porque la experiencia polí
tica ordinaria tiene una fuerte tendencia a darle a aquella espon
táneamente la razón. Una vez que alguien se embarca en el itine
rario conceptual leviatanesco —y casi todos nos hemos imaginado
alguna vez subidos a esa nave—, la vuelta a puerto exige más
esfuerzos que la continuación a bordo. Pero además somos sedu-
cibles por la lógica de Leviatán porque ella nos da una visión cohe
rente del papel del mal en la práctica política, sin la cual carece
mos de recursos intelectuales para dar sentido a tan inquietante
fantasma. Una TPP no leviatanesca necesita para ser plausible
hacerle al mal un acomodo verosímil que nos permita represen
tarlo como algo domesticado y vencido. Como el paradigma de
las teorías políticas positivas es la explicación adecuada del mal,
cualquier TPP está obligada a proporcionar una más coherente y
persuasiva que la ofrecida por Leviatán. Podemos bautizar a la
capacidad (a) como la competencia leviatanesca.
Creo que la competencia (b) es también una capacidad com
partida por la mayor parte de los miembros de las sociedades
modernas. La utopía conceptual de las TPN es fácil de interiori
zar porque dentro de todo agente político hay un teórico norma
tivo implícito que imagina de qué otro modo podría ser la acción
política para que se ajustase a lo éticamente exigible. Quítese la
capacidad de ver el mundo tal como sería si obedeciera a nuestras
mejores razones y habrá desaparecido cualquier forma de lograr

20 T. Hobbes, El ciudadano, intr. y trad. J. Rodríguez Feo, Debate/CSIC, Madrid,


1993, p. 6.
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

una visión coherente del mundo. Uno de los supuestos sobre la


realidad que comparten los hombres modernos es que las accio
nes políticas pueden medirse con alguna escala de valores inde
pendiente del valor de eficiencia instrumental de esas acciones.
La idea de que existen «valores» políticos o ético-políticos es un
producto del ejercicio de esta competencia; no hay teorías políti
cas normativas porque los «valores» preexistan a ellas, sino que
reconocemos «valores» porque nuestro trasfondo exige teorías
que echen mano de algo semejante. Como las TPP, las teorías nor
mativas no sólo vienen exigidas por el trasfondo, sino que están
disponibles en él. El agente político está familiarizado con muchas
TPN y las prácticas en que participa presuponen su competencia
para interiorizar el punto de vista del teórico normativo y su uto
pía conceptual. Y al igual que ocurre con las TPP, la capacidad
de situarse en el punto de vista del autor de teorías normativas se
adquiere aprendiendo un tipo o paradigma determinado de las
TPN. El paradigma de Cosmópolis tal como se expone en La paz
perpetua de Kant es quizá el ejemplo más puro y característico de
TPN que el usuario tiene a mano. Todos los miembros de las socie
dades modernas saben que hay un punto de vista sobre la política
según el cual las acciones tienen que medirse con valores éticos
absolutos y las únicas admisibles son las encaminadas a lograr un
régimen político perfecto. Ninguna institución tiene legitimidad
a menos que se la presten los valores absolutos que deben orien
tar la política; las acciones y las instituciones son admisibles en
la medida en que constituyan un paso para el acercamiento al bien
supremo político, de modo que todas ellas están bajo sospecha
hasta que se pruebe su idoneidad ética. No importa mucho saber
cómo surgieron y por qué las formas de comportamiento político
conocidas; lo único que tiene interés es indagar cómo debe ser ese
comportamiento para que esté orientado a un régimen de justicia
y de armonía universal. La explicación causal del statu quo no es
una labor digna de las buenas teorías políticas; cualquiera que sea
la explicación de ese tipo que se pueda dar, ella es incapaz de des
mentir la validez de las altas exigencias morales a que tiene que
ajustarse la acción política. El statu quo es siempre injusto y per
fectible; si uno es capaz de verlo así está en el camino del pro
greso hacia el sumo bien, y lo contrario es señal de que uno ha
pecado de negligencia, de egoísmo o de servidumbre a intereses
espurios. Naturalmente, la utopía cosmopolita no es la única posi
ble, pero en distinto grado está presente en todas las demás: las
TPN no cosmopolitas están obligadas a explicar por qué no lo son.
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

El paradigma de La paz perpetua tiene un lugar preeminente en


los supuestos argumentativos de los europeos y americanos moder
nos. Ya se sea favorable al advenimiento de Cosmópolis, ya adver
sario suyo, la idea de una organización política de rango univer
sal regida por principios morales absolutos (donde «morales»
quiere decir imparciales, desinteresados e igualitarios) forma parte
del mapa conceptual de todo agente y argumentador político com
petente. Podemos, creo, denominar a la capacidad (b) competen
cia cosmopolita.
La competencia leviatanesca y la cosmopolita son capacida
des que, si llevo razón, se aprenden con las prácticas políticas
ordinarias. Están supuestas en gran parte por ellas, de modo que
un agente que careciera por completo de esas capacidades es ini
maginable en las sociedades modernas. Resultaría tentador cali
ficar a la competencia leviatanesca y a la cosmopolita como «vir
tudes» del usuario de teorías políticas si no fuera porque se trataría
de virtudes enfrentadas. Quizá todos somos leviatanescos y cos
mopolitas en distintos momentos, pero el ideal de perfección-de
la competencia leviatanesca excluye el que la cosmopolita se desa
rrolle en su perfección y viceversa. Podría decirse que el conjunto
de prácticas políticas de las sociedades modernas induce la pose
sión de una y otra capacidad, pero fuerza a que una de las dos
tenga^ menor peso en el repertorio de capacidades de los agentes.
Las competencias leviatanesca y cosmopolita son cuasivirtudes o
virtudes paradójicas, algo que no se compadece mucho con nin
guna teoría coherente de la virtud política.
Interesa extraer una conclusión del examen de estas dos capa
cidades. El ejercicio de una y de otra presupone, según creo, una
respuesta implícita de tipo jorístico al problema de la DHV. Quien
ejerce adecuadamente las competencias leviatanesca y cosmopo
lita de la manera que hemos visto, está en condiciones de pre
guntarse, por ejemplo, si una TPP puede desacreditar a una TPN
o si una TPN puede refutar a una TPP. «¿Refuta La paz perpetua
al Leviatánl» o «¿Desacredita el Leviatán a La paz perpetual»
son preguntas plenamente inteligibles para quien posea a un tiempo
las capacidades leviatanesca y cosmopolita, y no es difícil llegar
a la conclusión de que ambas preguntas serán respondidas nega
tivamente. Que alguien ejerza la competencia leviatanesca implica
que, cualesquiera que sean los resultados de su ejercicio de la com
petencia cosmopolita, éstos no pueden alterar los resultados de la
primera (tan sólo pueden añadirse a ellos sin posibilidad de mez
cla, como si se juntase agua con aceite). Que alguien sea compe-
318 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

tente desde el punto de vista cosmopolita excluye, por su parte,


que los resultados de su competencia leviatanesca puedan inmis
cuirse en ellos (únicamente podrán coexistir con ellos manteniendo
su independencia). Las TPP y las TPN tomadas desde el punto de
vista del teórico obligan a pensar, cuando se comparan, que se está
hablando de cosas distintas y que hay dos regiones del trasfondo
netamente incomunicadas. Si ello es así, los defensores de la solu
ción jorística de la DHV podrían encontrar en el hecho de que
estas dos capacidades sean independientes un buen argumento a
su favor. Falta por ver si la capacidad que resta por examinar corro
bora esta impresión.
Pasemos a tratar de describir la tercera capacidad antes men
cionada. El agente político moderno está, según he sugerido, capa
citado para ponerse en el punto de vista del teórico a propósito de
dos grandes paradigmas de teorías positivas y normativas. Pero,
según se mostró en las secciones II, III y IV, ese agente político
es, antes que nada, un formidable pervertidor de las utopías con
ceptuales forjadas desde aquellos puntos de vista. El usuario de
teorías está condenado a entender las utopías leviatanesca y cos
mopolita y a examinar su conducta y la ajena bizqueando entre
ambas perspectivas (aunque su capacidad para ver claro desde una
y otra tenga que ser desigual), pero su papel en el uso de esas teo
rías es distinto del que sus respectivas utopías conceptuales le atri
buyen. El usuario es capaz de imaginar el mundo tal como sería
si las teorías leviatanescas pudieran triunfar absolutamente y de
alternar esa visión con la de un mundo que obedeciera del todo a
las cosmopolitas, pero esas dos competencias no agotan en abso
luto su repertorio de capacidades. Cuando el usuario se quita las
lentes leviatanescas y cosmopolitas, lo que ve es un confuso pano
rama constituido por fragmentos desordenados de visión leviata
nesca y visión cosmopolita. Ciertas nociones de las TPP paradig
máticas le sirven, dislocadas de su contexto originario, para
caracterizar situaciones políticas que previamente se identifica
ron por medio de nociones de las más típicas TPN sacadas del
contexto en que fueron formadas. Algunas proposiciones o tesis
características de las TPN se emplearán, sin relación alguna con
la utopía conceptual de esas teorías, como meras hipótesis o se
atribuirán a agentes políticos particulares para apoyar con esa atri
bución proposiciones o tesis propias de las TPP desgajadas a su
vez del marco en que cobran pleno sentido. Modos de argumen
tar extraídos del paradigma de las TPP justificarán episódicamente
apuestas normativas parciales que no tendrían cabida en una TPN
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

coherente. Estilos y recursos argumentativos proporcionados por


las TPN se pondrán al servicio de explicaciones fragmentarias de
la conducta política imposibles de encajar en una TPP sistemá
tica. Los usuarios reales de teorías políticas echarán mano de frag
mentos de ellas según la ocasión y sin preocuparse demasiado de
la coherencia, pero no se limitarán a eso: saben que los demás
usuarios poseen las capacidades leviatanesca y cosmopolita y que
poseen igualmente la capacidad de usar las TPP y las TPN de
manera incompatible con la perspectiva del teórico. La discusión
política es entonces un enfrentamiento entre distintos resultados
no intencionados de las teorías, pero en ese enfrentamiento pue
den desempeñar un papel dialéctico importante las formulaciones
originarias de las teorías y sus utopías conceptuales. Todos los
usuarios están en condiciones de pervertir una TPN o una TPP a
voluntad, pero quien lo haga quizá tropezará con alguien que trate
de criticarle acudiendo al punto de vista del teórico al que se ha
pervertido, y ello sin necesidad de que su antagonista defienda en
serio la utopía conceptual correspondiente; en la deliberación polí
tica real, no hace falta creer en las últimas consecuencias de una
teoría para utilizarla como instrumento de crítica: basta con ser
capaz de reproducir la perspectiva del teórico.
Llamemos a la capacidad (c) la astucia del usuario. De lo
visto en la sección IV se sigue que el teórico tiene que renunciar,
si quiere ser consistente, a hacerse cargo de ella. El usuario, por
tanto, juega con ventaja: está libre de las férreas ataduras del autor
de teorías porque nada le impide reflexionar sobre su propio poder
para alterarlas y para imaginar la manera como otros pueden
hacerlo. Dije hace un momento que hay un sentido en que resulta
tentador llamar «virtudes» a las capacidades leviatanesca y cos
mopolita, aunque ello obligaría a tener que considerarlas una suerte
de virtudes a medias o de virtudes paradójicas. Tomadas junta
mente, las competencias leviatanesca y cosmopolita son imposi
bles de ejercer conforme a los criterios de perfección que les corres
ponden a cada una de ellas. Pero ello no implica que, tomadas por
separado, sí tengan sus propios criterios de excelencia o perfec
ción (y de ahí que tenga sentido preguntarse por si se pueden enten
der como «virtudes», aunque haya que responder negativamente
a la pregunta). ¿Los tiene también la capacidad de que nos aca
bamos de ocupar? Me parece que la respuesta tiene que ser tam
bién negativa, aunque por razones distintas: las prácticas políti
cas habituales en las sociedades modernas hacen imprescindible
la continua producción de versiones fragmentarias de teorías que
320 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

constituyen efectos no intencionados de ellas, pero ninguna de


dichas prácticas proporciona un criterio con el que tenga que
medirse la buena ejecución de la capacidad de pervertir teorías.
Las sociedades no primitivas obligan al usuario a producir recep
ciones imprevistas de teorías, pero lo dejan solo a la hora de saber
cómo guiar esa capacidad. Y resulta claro que esta orfandad del
usuario es insuperable, puesto que nadie puede determinar de ante
mano los criterios a que se habrán de atener acontecimientos que
no pueden preverse. Ál igual que predecir la invención de la rueda
es inventar la rueda, imaginar cómo tienen que ser las formula
ciones desviadas y no previstas de teorías equivale a formularlas,
de modo que cualquier criterio de excelencia de la correspondiente
capacidad está condenado a valer tan sólo para el ejercicio pasado
de esa capacidad, y no para lo que ella pueda producir en el futuro
(si es que tiene que ser en verdad una capacidad de producir efec
tos imprevisibles). La capacidad en cuestión no puede constituir,
por tanto, una virtud, y hay que conformarse con caracterizarla
como una mera habilidad o quizá mejor como una astucia: la pose
sión de virtud hace que las acciones del virtuoso resulten prede-
cibles; la de la astucia hace que ninguna de ellas lo sea.
Pero hay otra conclusión de interés. Al igual que para dar
cuenta de las capacidades leviatanesca y cosmopolita había que
suponer una solución jorística de la DHV, la astucia del usuario
parece fundarse en una solución paratáctica, si bien muy distinta
de las soluciones paratácticas habituales. También desde la pers
pectiva de la astucia del teórico pueden plantearse las dos pre
guntas que antes se formularon («¿puede desacreditar una TPP a
una TPN?» y «¿puede refutar una TPN a una TPP?»), aunque quizá
fuera mejor sustituirlas por estas otras: «un fragmento descon-
textualizado de una TPP ¿puede desacreditar la validez de un frag
mento descontextualizado de una TPN?» y «los fragmentos des-
contextualizados de una TPN ¿pueden debilitar la validez de algún
fragmento de una TPP?». Y la respuesta a ambas preguntas tiene
que ser, según creo, afirmativa. Naturalmente, no siempre se dará
el descrédito o el debilitamiento referidos; unas veces ocurrirá así
y otras sucederá a la inversa porque partes desgajadas de una TPP
podrán venir en ayuda de partes de una TPN, mientras que partes
de alguna TPN servirán de apoyo a partes de una TPP. Si el prin
cipal efecto no intencionado de las teorías cosmopolitas es, como
se vio, dar la visión un mundo alternativo al realmente existente
de modo que éste se pueda examinar a la luz de aquello que le
falta para asemejarse al mundo alternativo, habrá que concluir que
E N T R E L E V I AT Á N Y C O S M O P O L I S 3 2 1

se ha producido un uso desviado de una TPN gracias al cual pue


den suscitarse problemas que competen a las TPP: la manera como
el mundo conocido difiere de la utopía cosmopolita kantiana es
algo que se ha de explicar con los recursos propios de las TPP, las
cuales se ven ahora obligadas a llevar a cabo una tarea que sería
imposible si no se hubiese usado una TPN de cierta manera no
prevista por el punto de vista del teórico. El desajuste entre la rea
lidad conocida y la imaginada por la utopía cosmopolita se con
vierte entonces en un rasgo destacado de la propia realidad cono
cida más bien que de la normativamente postulada. Cuestiones
surgidas de las TPN pasan a la jurisdicción de unas TPP conta
minadas de material normativo, de unas TPP desnaturalizadas que
modifican a su vez la visión que se tiene de lo normativamente
aceptable. Después de las astucias del usuario, no parecen quedar
muchas razones para que las TPP sigan siendo genuinamente posi
tivas ni las TPN normativas. Más bien que con tipos distintos de
teorías nos encontramos con un cuadro abigarrado en el que los
agentes políticos no se preocupan de deslindar dos ámbitos inde
pendientes. En la visión del usuario, los conceptos políticos no
llevan adherida una una etiqueta H de «hecho» ni una Vde «valor»
que determine el tipo de proposiciones o de argumentos de que
puede formar parte. La metafísica moral del usuario es ciertamente
paratáctica porque, si no lo fuese, casi ninguna de las recepcio
nes no intencionadas de las teorías sería posible.

VI. CINCO TESIS SOBRE EL JUICIO POLITICO

El juicio político del ciudadano moderno es el resultado de


un compromiso impredecible entre la lealtad a Leviatán, la leal
tad a Cosmópolis y la consciencia de que esas dos lealtades pue
den traicionarse fácilmente. El yo político de las sociedades moder
nas es en verdad un desordenado amasijo de capacidades: la de
ser coherentemente leviatanesco, la de ser consecuentemente cos
mopolita y la de poner ambas facultades en suspenso. No parece
plausible imaginar con sentido una capacidad que procure la con
sistencia entre los usos de las capacidades señaladas. El yo moderno
no gobierna a sus yoes parciales, sino que está gobernado por ellos:
su juicio político es el resultado del forcejeo y la negociación entre
las distintas regiones de la subjetividad. No hay una virtud dia-
noética cuya posesión faculte al subdito o al ciudadano moderno
—y tampoco, por cierto, al soberano o al dirigente— para deci-
322 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

dir racionalmente entre los fueros de sus distintos yoes, y no la


hay en primer término porque cada uno de éstos cuenta con nocio
nes rivales de lo que sea la razón o la racionalidad. Lo que es racio
nal según la lógica de Leviatán resultaría irracional en Cosmópolis,
y lo que Cosmópolis define como exigido por la razón no guarda
vínculo alguno con lo leviatanescamente racional. El ciudadano
moderno imagina y concibe el bien con una parte de su yo y reserva
otra para el mal de modo que pueda extraer después trozos inco
herentes de ambas y juntarlos de acuerdo con la ocasión.
Tomar en serio la perspectiva del usuario altera, según creo,
la manera habitual de entender el papel de las teorías en la prác
tica política y la naturaleza misma de ellas y obliga a examinar el
problema de la DHV en una perspectiva que desafía los supues
tos tradicionales. Lo que he venido exponiendo podría compen
diarse en las cinco tesis siguientes:
1.a El trasfondo de supuestos de las prácticas políticas usua
les en las sociedades modernas comprende al mismo tiempo la
creencia en la plausibilidad de teorías políticas positivas que aspi
ren a coincidir con la experiencia y de teorías políticas normati
vas que se propongan alterarla radicalmente; ninguno de estos
ideales puede eliminarse del mapa conceptual de los agentes polí
ticos sin condenarlos a que sus acciones resulten ininteligibles.
2.a Que los ideales de una TPP verdadera y una TPN moti-
vadora de la acción resulten dignos de crédito se debe a que
cuentan con sendos paradigmas cuyo conocimiento por los agen
tes los ha convertido en ineludibles: los representados por el
Leviatán de Hobbes y por cierta lectura de La paz perpetua de
Kant. El primero proporciona recursos eficaces para elaborar
intuiciones y categorías del mal político y de lo políticamente
indeseable; el segundo contiene los medios adecuados para for
mar visiones coherentes del bien político o de lo políticamente
deseable y valioso. (El mal leviatanesco no es lo contrario del
bien cosmopolita: la ausencia del primero no equivale en abso
luto al segundo y tampoco viceversa). Si las teorías políticas de
Hobbes y de Kant u otras semejantes no se hubiesen enunciado
ni divulgado nunca, el trasfondo del agente moderno sería muy
distinto del conocido, pero una vez que han anidado en dicho
trasfondo, la vigencia de las mismas se vuelve irreversible: los
agentes políticos modernos son teóricos políticos espontáneos
que mantienen con los paradigmas mencionados una relación
semejante a la de los científicos con el paradigma en que tra
bajan.
ENTRE LEVIATÁN Y COSMOPOLIS

3.a La conducta de los agentes capaces de deliberación política


puede describirse como la producción constante de consecuencias
no deseadas de las teorías políticas positivas y normativas. El agente
actúa como un pervertidor de teorías y puede reflexionar sobre las
perversiones que lleva a cabo, pero no puede elaborar un Manual
de la Correcta Perversión. No existe una Virtud del Usuario, sino
tan sólo sus múltiples astucias; cuando el usuario tiene que juzgar
sobre su propia actuación sólo puede hacer'o usurpando el punto
de vista del teórico —positivo o normativo, leviatanesco o cosmo
polita— y ese punto de vista sólo permite detectar las desviaciones
de los usos respecto de lo previsto por las teorías.
4.a El agente político es siempre parcialmente racional con
arreglo a dos criterios de «racionalidad» que nada tienen que ver
entre sí —el leviatanesco y el cosmopolita— pero está condenado
a no poder satisfacer globalmente las demandas de racionalidad
establecidas por cada uno de esos criterios y, a fortiori, a no poder
elaborar una idea de lo racional que los incluya a ambos. Los agen
tes pueden evaluar los fallos de racionalidad de su conducta con
trastándola alternativamente con dos patrones de racionalidad
enfrentados. La epistemología (o teoría de la validez del juicio
político) del agente moderno es una versión sofisticada de las doc
trinas tradicionales de la doble verdad que capacita para descu
brir las incoherencias del juicio y establece que para todo juicio
puede determinarse algún fallo de coherencia.
5.a La metafísica del agente político es jorística cuando se
adopta el punto de vista del teórico y paratáctica cuando se ocupa
el lugar del usuario. La alternancia entre uno y otro esquema es
ineludible si se quiere dar cuenta de cómo funciona la delibera
ción política real: el agente es jorístico cuando entiende las teo
rías y paratáctico cuando las manipula. Su metafísica está some
tida a un doble vínculo irresoluble, de modo que la idea misma de
que el problema de la DHV puede resolverse como si ese vínculo
no existiera es el principal error que se ha de señalar a propósito
del problema de la DHV.
Las cinco tesis anteriores tienen el aspecto de una demolición
feroz que nada o muy poco ofrece a cambio. La norma de que
cuando se trata de desacreditar una creencia o un conjunto de cre
encias hay que proponer una solución alternativa es un lugar común
muy repetido, pero no conozco ningún argumento que dé razones
para obedecerla siempre. Tradicionalmente, la discusión de la
dicotomía hecho/valor se ha orientado por la creencia en que tenía
que conducir a una solución y sólo una. O abrazamos una meta-
324 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

física moral dualista (lo que hará que nos decidamos por ciertas
teorías y políticas y desechemos otras) o sostenemos una metafí
sica moral gradualista (lo que determinará igualmente el sentido
de algunas de nuestras decisiones ulteriores). O el mundo se com
pone de dos grandes reinos poblados respectivamente por Hechos
y por Valores o se compone de uno solo entre cuyos elementos
constituyentes hay meras distinciones graduales. Pero me parece
que entendemos mejor la manera como realmente se elabora la
experiencia y se decide sobre ella si en lugar de adoptar una meta
física moral comprendemos que estamos condenados a utilizar
alternativamente las dos en litigio. Puede que esto sea derribar un
edificio robusto y no edificar en el solar que queda libre, pero
quizá es imprudente erigir cimientos sobre arenas movedizas.
Ciertamente, la idea del juicio y de la deliberación política que se
desprende de lo que he tratado de exponer no casa bien con el pro
pósito de darle al ciudadano contemporáneo una guía para sus
decisiones prácticas. Más que aminorar sus perplejidades, hace
todo lo posible por aumentarlas. Puede acusárseme con justicia
de que mi esquema es inútil —quizá contraproducente— para ver
tebrar apuestas normativas plausibles en las sociedades actuales,
y lo único que puedo replicar es que la deliberación política fun
ciona de tal modo que los cambios del cuadro metafísico em
pleado tienen siempre consecuencias en los juicios particulares
que se llevan a cabo dentro de él y que esas consecuencias son
impredecibles por quien propone una revisión del cuadro. Estoy
muy lejos, por tanto, de poder determinar qué ganancias concre
tas procuraría mi esquema si sustituyese a los tradicionales, aun
que me atrevo a conjeturar, si no su fecundidad para inducir deli
beraciones novedosas, sí su eficacia para corregir y mejorar las
ya conocidas.
13. COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS
A FINALES DEL SIGLO XX
Javier Echeverría
Universidad del País Vasco

I. EL COSMOPOLITISMO DE KANT

Dado que esta contribución se enmarca en un Seminario sobre


las propuestas kantianas en «La paz perpetua», bueno será que,
antes de comentar las nuevas formas de cosmopolitismo que han
aparecido a finales del siglo xx, haga unas breves consideracio
nes sobre la noción kantiana de cosmopolitismo, y en particular
sobre algunas de sus principales insuficiencias. El cosmopoli
tismo doméstico del que hablaré a continuación no tiene como
primera fuerza motriz a ningún impulso moral, sino a un impulso
económico. Por otra parte, las casas son uno de los pocos ámbi
tos de la actividad humana no sometidos al Imperio de la Ley, al
menos en aquellos países en donde la privacidad y la intimidad
son derechos fundamentales atribuidos a los individuos, que el
Estado debe proteger, pero nunca subordinar a ninguna razón de
Estado sin autorización judicial basada en la presunción de algún
delito.
Por consiguiente, voy a afirmar la aparición de una nueva
forma de cosmopolitismo allí donde menos previsible era, desde
el punto de vista kantiano: en los hogares, y no en los Estados.
A mi modo de ver, el actual auge del cosmopolitismo diverge pro
fundamente de los postulados en base a los cuales Kant lo teorizó.
Conviene, pues, recordar las tesis del filósofo de Kónigsberg para
que queden claras las diferencias entre el cosmopolitismo actual
y el cosmopolitismo ilustrado de raigambre kantiana1.

1 Usaré textos extraídos de las Ideas para una historia universal en clave cos
mopolita y de sus escritos conexos, partiendo de la edición castellana de Roberto
Rodríguez Aramayo y Concha Roldan, Tecnos, Madrid, 1987, así como textos
de la edición castellana de loaquín Abellán, Sobre la paz perpetua, Tecnos,
Madrid, 1985.
326 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

A) Según Kant, «La Naturaleza alberga como intención


suprema (la constitución de) un estado cosmopolita en cuyo seno
se desarrollen todas las disposiciones originarias de la especie
humana» (Ideas, p. 20)2. En La paz perpetua matiza su pensa
miento, al distinguir entre una federación de Estados y un Estado
de pueblos (civitas gentium) en el camino hacia el logro de esa
paz perpetua. La federación de la paz tendría como meta «termi
nar con todas las guerras para siempre» (op. cit., p. 24) sin limi
tar por ello la libertad de cada Estado miembro de la Federación.
Para ello sería bueno que «un pueblo fuerte e ilustrado pueda for
mar una república» y que ésta «pueda constituir el centro de la
asociación federativa para que otros Estados se unan a ella» (ibid.).
La federación se extendería poco a poco, tendiendo a englobar a
todos los Estados y a involucrarlos en el ideal cosmopolita.
Alternativamente a la federación, y como idea positiva del cos
mopolitismo, Kant sigue propugnando, sin embargo, la formación
de un Estado de pueblos (civitas gentium) «que (siempre, por
supuesto, en aumento) abarcaría finalmente a todos los pueblos

2 Sólo haré una afirmación en contra de esa Naturaleza idealizada y de sus pre
tendidas intenciones, altamente inverosímiles, a mi modo de ver. Postularé que,
incluso en el caso de que esta tesis kantiana se glose de la manera más favorable
posible, es decir, como una filosofía del «como si», aun así sería preferible seguir
la regla heurística opuesta a la hora de reflexionar sobre las acciones humanas y
su historia; es decir, que sería preferible una filosofía del «como si no». Es mejor
para los seres humanos, sobre todo a la hora de no hacerse grandes esperanzas
sobre su propio destino, partir de la base de que no existe Naturaleza alguna, ni
mucho menos intenciones de dicha Naturaleza. La libertad es un bien demasiado
precioso como para fundarlo en la Naturaleza. La libertad no es un bien natural
del ser humano: es uno de los mejores exponentes del artificio social, como tam
bién lo es la idea de una Naturaleza.
3 Habiendo surgido durante este Seminario el debate sobre si Kant oscila o no
entre la federación de Estados y el estado cosmopolita, menciono aquí todo el pasaje
que me parece determinante al respecto, con el cual Kant termina su Segundo Artículo
Definitivo para la paz perpetua: «Los Estados con relaciones entre sí no tienen otro
medio, según la razón, para salir de la situación sin leyes, que conduce a la guerra,
que el de consentir leyes públicas coactivas, de la misma manera que los individuos
entregan su libertad salvaje (sin leyes), y formar un Estado de pueblos (civitas gen
tium) que (siempre, por supuesto, en aumento) abarcaría finalmente a todos los pue
blos de la tierra. Pero, si por su idea del derecho de gentes no quieren esta solución»,
«en ese caso, el raudal de los instintos de injusticia y enemistad sólo podrá ser dete
nido, en vez de por la idea positiva de una república mundial, por el sucedáneo nega
tivo de unafederación permanente y en continua expansión, si bien con la amenaza
constante de que aquellos instintos estallen» (op. cit., p. 26).
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 327

de la tierra» (op. cit., p. 26)3. No hay duda, por tanto, de que el


cosmopolitismo kantiano, en una u otra modalidad, tiene al Estado
universal como la meta y la vía para tender a la paz perpetua. La
insistencia en la perfección de la especie pasa a ser mucho menor
en este último texto.
B) Kant suele ser considerado como un crítico del'inna-
tismo. Sin embargo, ya en la cita anteriormente mencionada de
Ideas, y más tajantemente al formular su Primer Principio («Todas
las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desa
rrollarse alguna vez completamente y con arreglo a un fin», op.
cit., p. 5), afirmó que la especie humana está determinada, a lo
largo de su historia, por unas disposiciones naturales (u origina
rias) que tiene que desarrollar y culminar 4. En el Suplemento
Primero a La paz perpetua, titulado «De la garantía de la paz per
petua», la Naturaleza sigue siendo el garante del advenimiento
virtual de la paz perpetua, sea considerándola como causa nece
saria (destino), sea como causa final (providencia). «La organi
zación provisional de la naturaleza consiste en lo siguiente: 1.—
Ha cuidado de que los hombres de todas las partes de la tierra
puedan vivir 5; 2.— a través de la guerra los ha llevado incluso a
las regiones más inhóspitas para poblarlas; 3.— también por medio
de la guerra ha obligado a los hombres a entrar en relaciones más
o menos legales» (op. cit., p. 33). Incluso la primacía del dere
cho le es atribuible a la Naturaleza, tal y como afirma explícita
mente Kant: «la naturaleza quiere a toda costa que el derecho
conserve, en último término, la supremacía» (op. cit., p. 39;
es de Kant). Podemos afirmar, por tanto, que en Kant hay una
fundamentación naturalista del cosmopolitismo, del Derecho y
de la paz.
C) Coherentemente con ese idealismo utópico y ucrónico,
Kant afirma que la especie humana tiene un destino moral, «que
no consiste sino en progresar hacia la perfección» (Ideas, p. 66).
Ese progreso constante, que se sustenta en los antagonismos de
las diversas disposiciones originarias y tiene lugar dentro de la
sociedad (Cuarto Principio, op. cit., p. 8), sólo se produce «por

4 Contrariamente a ello, diré que las disposiciones del ser humano siempre
están socialmente determinadas, y que por lo tanto nunca son naturales ni origi
narias. Todo lo más habrá predisposiciones heredadas biológica y socialmente,
lo cual es muy distinto.
5 E incluso morir, cabría añadir.
328 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

completo en la especie, mas no en el individuo» (Segundo Principio,


op. cit., p. 6). De nuevo es la Naturaleza quien ha marcado a la
especie humana con dicho destino: «se puede considerar la his
toria de la especie humana en su conjunto como la ejecución de
un plan oculto de la Naturaleza» (Octavo Principio, op. cit.,
p. 17). La instauración de una sociedad civil que administre um
versalmente el derecho, que es «el mayor problema para la espe
cie humana, a cuya solución le fuerza la Naturaleza» (Quinto
Principio, p. 10), constituye el problema más difícil a resolver por
la especie (Sexto Principio, op. cit., p. 12). Sólo se resolverá «regla
mentando las relaciones interestatales» (op. cit., p. 13). Ello equi
vale a decir que, desde un punto de vista moral, y no sólo jurídico-
político, la especie humana debe organizarse en Estados. La forma
de organización social a la que llamamos Estado es, para Kant, no
sólo un hito en ese camino asintótico hacia la perfección de la
especie, sino un punto de no retorno. La realización del plan oculto
de la Naturaleza pasa por la perfección del Estado, y ello implica
el imperativo histórico para constituir el estado cosmopolita uni
versal del que hablábamos al principio.
El cosmopolitismo kantiano no tiende a constituir una polis,
sino un Estado, que ha de adoptar la forma política de una República.
Es un cosmoestatismo, que propugna un Estado universal. La pri
macía moral de la especie sobre los individuos, y en concreto de los
Estados sobre los individuos, son otros tantos postulados del cos
mopolitismo kantiano. La sociedad cosmopolita postulada por Kant
como un ideal utópico (intentar llegar a ella es un deber moral) habría
de estar configurada como una federación de Estados (o Estado uni
versal) que convinieran en reglamentar sus relaciones conforme a
una legislación común. La perfección moral de la especie consisti
ría, podríamos decir, en ser dignos de pertenecer a ese Estado cos
mopolita: el único que podría garantizar la paz perpetua.
Frente a este tipo de tesis kantianas, voy a responder única
mente con un argumento empírico. Eso ya se ha intentado hacer,
conforme a los postulados de la Ilustración, y los resultados están
a la vista. La Sociedad (antes Liga) de Naciones y la Organización
de las Naciones Unidas, que ha llegado a reglamentar las rela
ciones interestatales y la propia guerra, como Kant quería, han
sido y son otras tantas aproximaciones empíricas al ideal kantiano.
Precisamente ellas muestran, a mi entender, que la asíntota kan
tiana estaba referida a ejes equivocados (la Naturaleza, la Especie
humana, los Estados) y que por consiguiente apuntaba a una meta
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 329

o ideal erróneo. El concepto del cosmopolitismo debe ser hoy en


día repensado radicalmente, a la vista de que el transcurso de la
historia ha mostrado, por una parte, los límites del cosmopoli
tismo estatalista, y, además, ha generado una alternativa que des
borda el marco del pensamiento kantiano.
Digámoslo claramente: en lugar de fundar el cosmopolitismo
en la vieja tradición autoritaria en la que se inserta Kant (los indi
viduos pertenecen a los Estados, a la Especie humana y a la
Naturaleza: antes pertenecían a Dios), hay que repensar el cos
mopolitismo sobre la base de una tradición no menos cosmopo
lita, pero de cuño libertario. La idea básica estriba en la crítica a
esa relación de pertenencia y en la afirmación de que los indivi
duos no pertenecen al Estado, ni a la Especie, ni a la Naturaleza;
o, por decirlo en términos fregeanos, que los individuos y la socie
dad no caen bajo el Estado, la Especie o la Naturaleza; son más
bien estas tres entidades abstractas (o conceptos) los que caen
sobre los individuos y la sociedad, por obra y gracia de los pro
pios individuos y de la sociedad, que son la base y el fundamento
de esos tres conceptos.
La individualidad es un concepto artificialmente generado, y
por ende heterogéneo al concepto de Naturaleza: han sido muy
pocas las sociedades basadas en los individuos, o ciudadanos. La
mayoría de las culturas han estado centradas ( y muchas de ellas
lo siguen estando) en las familias, los clanes, las tribus y las cas
tas, así como en los señores de la tierra y de las armas (¡y de las
almas: véanse las sociedades no secularizadas!). Por otra parte, la
individualidad atribuida a los ciudadanos es un constructo social
que nada tiene que ver con la noción de especie. Se trata de socia
lizar la noción de especie, y no de seguir naturalizándola. Por
último, desde un punto de vista cosmopolita, ningún individuo ha
de ser considerado como perteneciente a ningún Estado (ni mucho
menos como natural del territorio que dicho Estado controla y
domina), sino inversamente: el Estado es un constructo social que
está al servicio de los ciudadanos, en lugar de estar éstos al ser
vicio del Estado. En la medida en que, globalmente hablando, los
Estados cumplan con satisfactoriamente su condición de servicios
públicos fundados y sostenidos por las sociedades, en esa medida
los Estados tendrán mayor o menor aceptación y presencia pública.
Mas si los Estados, como constructos sociales que son, dejan de
prestar sus servicios adecuadamente a los individuos, entonces ha
de prescindirse de dichos servicios, organizando desde la propia
sociedad servicios públicos sustitutivos. Todo ello equivale a decir,
330 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

conforme veremos más adelante, que el cosmopolitismo ha de ser


fundado en individuos cosmopolitas que se asocian libremente
entre sí trascendiendo las formas territoriales de las que depen
den la existencia y las constituciones de los Estados, y no en una
confederación de Estados, al modo de la actual Unión Europea.

Parafraseando a Kant, y en concreto un pasaje suyo de la


Historia Prof ética de la Humanidad, (op. cit., p. 91), podríamos
aventurarnos a decir que «de acuerdo con los indicios de nuestros
días, creo poder pronosticar a los seres humanos [a los individuos,
no al género humano, como dice Kant], la consecución de este
objetivo [el cosmopolitismo doméstico y ciudadano, no el Estado
cosmopolita] y con ello, que a partir de ese momento ya no se
darán serios retrocesos en su progreso hacia lo mejor». Y siguiendo
con la paráfrasis del texto kantiano (op. cit., pp. 91-92), «porque
un fenómeno semejante [al que vamos a comentar a continuación]
no se olvida jamás [la cursiva es de Kant] en la historia humana,
pues ha revelado en los seres humanos [que no en la naturaleza
humana, como dice Kant: los seres humanos de los que hablamos
son seres altamente artificializados] una disposición y una capa
cidad meliorativa que político alguno [es decir, hombre de Estado]
hubiera podido argüir a partir del curso de las cosas acontecidas
hasta entonces». En el texto que estoy glosando, Kant aludía al
movimiento social que cristalizó en lo que hoy denominamos
Revolución francesa, o Revolución ilustrada. En la transcripción
actualizada de esas frases, estamos aludiendo a la aparición de
esos «cosmopolitas domésticos a finales del siglo xx» que indica
el título de nuestra contribución, y en concreto a la aparición de
una nueva forma de organización social, que hoy por hoy no es
estatal, ni creemos que pueda llegar a serlo, a la que, mientras no
surja mejor apelativo, denomino Telépolis.

II. TESIS GENERALES SOBRE TELÉPOLIS6

1. Durante el siglo xx se ha ido generando una nueva forma


de organización social que tiende a expandirse por todo el pla-

6 En este apartado se compendian algunas de las tesis previamente expuestas


en mi libro Telépolis, Destino, Barcelona, 1994, aquellas que resultan más per
tinentes para el tema del cosmopolitismo.
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 331

neta, transformándolo en una nueva ciudad: Telépolis, o la ciudad


a distancia. Dicha ciudad no está políticamente constituida, aun
que cada vez ejerce mayor influencia sobre las formas clásicas de
hacer la política (así como sobre las demás formas de vida social).
En cambio, sí posee una estructura económica diferenciada, basada
en la producción, venta y consumo a distancia de nuevas materias
primas, completamente diferentes a las que posibilitaron la revo
lución industrial. Asimismo posee una estructura tecnológica
basada en los satélites artificiales y en las telecomunicaciones,
auténticos cimientos de la nueva ciudad, que posibilitan el flujo
de la vida ciudadana por encima de los territorios en los que se
asientan los Estados, o si se quiere, en los que están condenados
a estar los Estados.
2. En los últimos años se multiplican los signos del avance
de la nueva ciudad: el teledinero, las teletiendas, la guerra a dis
tancia, la telepolítica basada en imágenes y en gestos (más que en
discursos), la revolución doméstica, el telesexo, los telepredica
dores, el teledeporte, etc. Hasta el propio avance del ecologismo
puede ser considerado como una consecuencia (parcial) de la irrup
ción de Telépolis.
3. Las Naciones y los Estados van dejando de ser las formas
determinantes de la vida social, en favor de un cosmopolitismo
creciente. Sin embargo, todavía conservan una cierta influencia
sobre los ciudadanos. Por ser la construcción e implantación de
la nueva ciudad un proceso en fase de desarrollo, son previsibles
numerosas reacciones pronacionalistas, prolocales y pro-estata-
listas contra la nueva ciudad. Pese a todo, la sociedad civil cos
mopolita que actualmente se prefigura en Telépolis ha trascen
dido y superado virtualmente a los Estados/Naciones.
4. El nombre «Telépolis» viene a marcar la oposición entre
las antiguas formas de organización social, basadas en la vecin
dad y la proximidad entre los seres humanos (base de la existen
cia de las etnias, de las naciones y de los Estados), y la nueva ciu
dad, en la que la distancia o separación entre los ciudadanos es
esencial para el establecimiento de interrelaciones humanas.
Asimismo se justifica porque la base económica de la ciudad
depende de la producción y el consumo a distancia, sobrepasando
los ámbitos de competencia de los Estados/Territorios.
5. El «urbanismo» de la nueva ciudad es heterogéneo con
respecto a las formas territorializadas de urbanismo. La nueva ciu
dad es una ciudad desterritorializada y su estructura básica es la
red de individuos (o la red de colectividades de individuos, recur-
332 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

sivamente iteradas, hasta generar toda una organización social)


que vincula puntos geográficamente dispersos, y sin embargo uni
dos a distancia.
6. Al hablar de una revolución tecnológica o informática nos
quedamos a medio camino, atribuyendo a los media la capacidad
de transformación social, como hacía McLuhan con su propuesta
del global village. Lo que permite hablar de una nueva ciudad son
dos razones básicas: la transformación radical del ámbito domés
tico (o revolución doméstica) y la transformación antes aludida
de la economía (el telecapitalismo, o telepolismo), basada en la
generación instantánea, colectiva y a distancia de nuevos y a veces
ingentes capitales.
7. Telépolis se sustenta en una nueva forma de economía, el
telepolismo, que convierte los ámbitos privados en ámbitos públi
cos y puede transformar el ocio en trabajo y el consumo en pro
ducción. Las fuerzas motrices que han posibilitado su emergen
cia son básicamente dos: la economía y la tecnociencia, no el
impulso moral hacia la perfección de la especie.
8. Telépolis existe en la medida en que los ciudadanos se
interrelacionan a distancia, normalmente a través de diversos
media, como el correo (electrónico, hoy en día), el teléfono o la
televisión. Esta última está muy lejos de haber sido socializada
como lo han sido el correo o el teléfono. Hasta ahora ha depen
dido de los Estados, de las instituciones o de las empresas. Falta
que los propios ciudadanos asuman la producción y la emisión
libre de mensajes televisuales.
9. Se ha modificado la distinción entre lo público y lo pri
vado, y por consiguiente la noción misma de ciudadano. El ámbito
doméstico se ha convertido en el lugar principal de escenificación
y de resolución de la vida pública, y ello no sólo en lo que se refiere
a la política, sino a la inmensa mayoría de actividades típicas de
una ciudad (deporte, fiestas, entretenimiento, contemplación y
goce de la naturaleza, debate intelectual y político, actividad poli
cial, militar y judicial, predicación religiosa, comercio, represen
tación del pasado, etc.).
10. La nueva economía y la nueva ciudad se superponen (sin
destruirlas físicamente) a las formas previas de economía y de polis.

III. LA EMERGENCIA DEL COSMOPOLITISMO DOMESTICO

Todos estos fenómenos, de los cuales he intentado hacer aquí


COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 333

una sinopsis muy breve, han dado lugar a una nueva forma de cos
mopolitismo, el cosmopolitismo doméstico, que va a ser el centro
de mi exposición.
El ámbito social que más se asemeja en la actualidad al agora
clásica, y desde luego también a las plazas públicas medievales,
a las Cortes barrocas y a la calle decimonónica, es sin duda el
espacio televisivo o, en general, el de los medios de comunica
ción. Todo lo que tiene alguna relevancia social ocurre allí, tarde
o temprano. Los gobernantes, los parlamentarios, los pontífices,
los generales e incluso los jueces han pasado a ser actores televi
suales de sus propios discursos, ahora basados más en la imagen
y en el gesto que en el contenido de lo dicho. Ahora bien, la pecu
liaridad de esta Nueva Agora consiste en que dichos oficios o pro
fesiones tienen que compartir el escenario televisivo con otros
actores representantes de muy diversas profesiones y oficios: can
tantes, deportistas, bailarines, humoristas, magos, artistas, cien
tíficos, intelectuales, comerciantes, empresarios, médicos, natu
ralistas, cocineros, jugadores, delincuentes, policías, modelos y
cabareteras también tienen a la pequeña pantalla como su ámbito
principal de actuación pública. Por eso es una verdadera Agora o
plaza pública, y no simplemente una Corte, un Parlamento o una
Iglesia.
La importancia de una u otra profesión, así como la relevan
cia respectiva de cada nombre propio, dependen estrictamente de
las cuotas de aceptación y de audiencia, lo cual suscita una com
petencia generalizada por ganar el favor de los telepolitas, es decir,
de los ciudadanos que prestan soporte a la nueva ciudad desde sus
casas. En la Nueva Agora los futbolistas no son menos importan
tes que los políticos, ni los cantantes o los artistas desmerecen de
los intelectuales, de los sacerdotes o de los militares por su influen
cia social. La pretensión de universalidad puede darse, como tra-
dicionalmente a lo largo de la Historia, en el ámbito de la Política,
de la Cultura, de la Religión, del Arte y de la Ciencia. En virtud
de esa pretensión de universalidad y de trascendencia se han ido
construyendo a lo largo de los siglos otros tantos Templos de la
Universalidad, fomentados desde los Estados o desde los grandes
poderes, es decir de arriba a abajo, como veremos que propugnó
Kant. Lo peculiar de la nueva polis consiste en haber devorado
todos esos Museos y Teatros de la Universalidad, planteando la
cuestión de la universalidad en el terreno justo, que no es otro que
el de los individuos. De entre las múltiples formas sociales que
los seres humanos han producido a lo largo de su historia, la indi-
334 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

vidualidad es la que tiene mayor proyección universal, como bien


muestra la literatura y la propia historia. En el caso de Telépolis,
esa referencia a los individuos en sus casas, es decir en su ámbito
íntimo, ha permitido la emergencia de nuevas formas culturales
con vocación de universalidad, aparte de las que tradicionalmente
habían sido consideradas como tales. Podríamos decir que Telépolis
es una ciudad, y no un Estado, porque, al tener como referente
principal a los individuos en su intimidad, presta atención a nume
rosas actividades que desde el punto de vista del poder estatal
habían sido consideradas menores, como los juegos y las artes
domésticas, pero que sin embargo se han mantenido profunda
mente enraizadas en la vida social en las más diversas culturas.
Como resultado, toda una pluralidad de actividades sociales com
piten entre sí en el domos por ganar el favor de los telepolitas. No
hay primacía de la Razón de Estado. Los ámbitos domésticos han
pasado a ser mediadores efectivos de todas las pretendidas for
mas de universalidad, si no sus escenarios principales.
El ejemplo más sorprendente, y posiblemente el que mayores
consecuencias sociales tiene, es el de la actividad comercial y mer
cantil. El mercado, en efecto, ha invadido las casas. Este hecho no
tiene precedentes en la historia, ni siquiera cuando las casas eran
las unidades fundamentales de producción y de consumo econó
micos. En la actualidad, una parte cada vez mayor de la actividad
productiva está destinada a los hogares. Los auténticos escaparates
de los comerciantes han comenzado a diseñarse para los ámbitos
domésticos, y en cuanto al consumo, es claro que viene predeter
minado por un consumo previo de imágenes y de marcas que ha
sido realizado, a través de la telepublicidad, en los distintos hoga
res. Hasta tal punto la transformación estructural de la actividad
económica ha sido profunda que, como dijimos anteriormente, aun
que no vayamos a insistir aquí sobre este punto, Telépolis ha lle
gado a generar una nueva forma de economía, que hoy por hoy sirve
de fundamento principal a la nueva ciudad. Pero Telépolis también
ha transformado estructuralmente otros muchos aspectos de la vida
pública, y entre ellos algunos que afectan directamente al debate
sobre la vigencia del cosmopolitismo kantiano en la actualidad.
Pongamos el ejemplo de la guerra, o de la guerrilla, o del terro
rismo. Los nuevos mandos militares son aquellos que saben uti
lizar adecuadamente las armas televisuales y «mediáticas», dise
ñando las estrategias correspondientes para tener éxito ante la
opinión pública. Ello es tanto más cierto en los procesos de paci
ficación, que deben de ser convenientemente dosificados y dise-
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 335

nados para que tengan buena recepción entre los ciudadanos.


No cabe duda de que se trata de un avance sin precedentes,
en la medida en que la opinión pública, por muy mediatizada que
esté (¡cuándo no lo ha estado!), tiene un peso cada vez mayor en
decisiones tan importantes como entrar en una guerra, retirarse
de ella o forzar unos términos u otros para la rendición o el armis
ticio. El presidente Bush, que desplegó una de las primeras gran
des guerras telepolitas (la del Golfo Pérsico c jntra Sadam Hussein),
cometió el grave error de frenar al general Schwarzenkopf a la
hora de matar a Sadam Hussein, contrariamente a lo que le exi
gía la opinión pública de su país, mayoritariamente partidaria del
magnicidio. La Unión Europea se ha visto forzada a estar mili
tarmente presente como fuerza de interposición en la antigua
República Federal Yugoslava (como los Estados Unidos en
Somalia, y quizá próximamente en Ruanda) presionada por los
ciudadanos que, desde sus casas, no estaban dispuestos a sopor
tar que en un territorio históricamente europeo los soldados
serbios violaran a las mujeres bosnias y exterminaran a la pobla
ción civil.
Podrían invocarse otros muchos ejemplos de la transforma
ción del concepto de guerra (o de guerrilla) debido a la emergen
cia de Telépolis. Como para Kant el poder de declarar la guerra
era una de las piedras de toque del republicanismo y del cosmo
politismo, debido a que la guerra es «destructora de todo bien»
(Ideas, p. 95), y por tanto «el mayor obstáculo para la moralidad»
(op. cit.,p. 99), y sin embargo «un medio indispensable para seguir
haciendo avanzar la cultura» (op. cit., p. 74), dedicaremos un breve
comentario al respecto.
Kant siempre propugnó que el soberano no tuviera atribu
ciones para declarar por sí mismo la guerra, ni para emitir deuda
pública para financiarla, sino que ambas decisiones estuvieran
controladas (o tomadas) por los representantes del pueblo 7. Hoy
en día cabe decir que, aparte del control parlamentario y de la

7 En una nota a pie de página del texto titulado «Replanteamiento de la cues


tión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor»,
Kant se pregunta: «¿Qué es un monarca absoluto! Aquel que cuando ordena:
¡que haya guerra!, la hay en seguida. ¿Qué es, por el contrario, un monarca limi-
tadol Aquel que ha de consultar previamente al pueblo si debe o no haber gue
rra, y al contestar el pueblo: "no debe haber guerra", no la hay. Pues la guerra es
un estado en el que todas las fuerzas del Estado han de quedar bajo las órdenes
del Soberano» (op. cit., p. 95).
336 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

reglamentación interestatal del modo de hacer la guerra (funcio


nen bien o no), existe una nueva forma de control, mucho más
efectiva, como es la tele-opinión pública, que emite su juicio desde
sus casas, en donde puede contemplar los efectos perniciosos de
la guerra (o de la corrupción del Estado). Sin embargo, ello no ha
impedido que quienes han tomado las armas no hayan dudado en
actuar allí en donde de verdad está el campo de batalla, es decir,
en las casas de los telespectadores, provocando matanzas de sus
propios soldados o ciudadanos al objeto de movilizar una corriente
de opinión pública internacional que les pueda servir como auxi
lio táctico o incluso como baza estratégica fundamental cara a una
negociación.
Obsérvese que la guerra entre dos países (o dos pueblos) está
ahora sujeta al juicio que los telepolitas tengan de ella, lo cual
supone un considerable avance, en el sentido kantiano del tér
mino, hacia la cosmopolitización de la guerra. Por otra parte, tam
bién supone un enorme progreso en el ejercicio del juicio moral
por parte de los ciudadanos, los cuales se ven llevados a afinar sus
criterios morales precisamente porque los asesinatos, los desas
tres y las monstruosidades se les cuelan en forma de sucesos y de
imágenes cotidianamente en sus ámbitos más íntimos. Ello pro
duce desazón, sin duda, y a veces indignación. No es malo. Nadie
dijo que ser un sujeto moral confrontado al mundo, y no simple
mente a su pueblo, su ciudad o su patria, sea una cuestión fácil ni
agradable. Al cosmopolita doméstico se le presenta cotidiana
mente el problema de la justificación del mal.
Tampoco cabe duda de que esas guerras televisadas, inde
pendientemente de que sean diseñadas y construidas artificial
mente desde los Telemandos, o Estados Mayores (la propaganda
bélica es un invento muy anterior a Telépolis), producen un con
siderable impacto cultural, por ejemplo a la hora de prevenir otras
tentativas belicosas. Telépolis no resuelve el problema ético-polí
tico de la guerra, pero sí lo transforma, y ello en una dirección que
apunta al cosmopolitismo, por una parte, pero también a la mayor
difusión de las aporías morales en la conciencia de buena parte de
los telepolitas, y no ya sólo de una elite ilustrada llamada a ocu
par puestos dirigentes en uno u otro Estado.
Lo esencial es que las telecasas, en tanto escenarios por anto
nomasia de la vida pública, incluida la guerra, están mucho menos
controladas por los Estados de lo que ha estado la opinión pública
en los últimos siglos. Lo esencial es que muchos más ciudadanos
participan como individuos en su juicio moral en favor o en con-
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 337

tra de las acciones militares (o gubernativas, legislativas, poli


ciales o judiciales contra la delincuencia). El desarrollo y el avance
del cosmopolitismo real está teniendo lugar en el ámbito de lo pri
vado, en la medida en que se ha convertido en el lugar público por
antonomasia.
Abandonemos el ejemplo de la guerra para fijarnos en otro
fenómeno todavía más importante, desde el punto de vista del pro
greso del cosmopolitismo, como es la internacionalización de la
vida doméstica. Frente al tipo de vida cotidiana de los siglos pasa
dos, centrada en la familia y los vecinos, y sólo excepcionalmente
en la Corte, en los intelectuales o en la Política, los actuales tele
politas tienen la posibilidad de conectar en directo, y quizás en un
futuro inmediato de participar activamente, en los grandes deba
tes sobre el Estado, e incluso de estar informados vía satélite de
lo que sucede en otros países con casi tanta fidelidad y detalle
como el que puedan disfrutar respecto a su «propio» país. Ello da
lugar a un fenómeno particularmente importante, a saber: los ciu
dadanos comparan a los políticos «propios» con los políticos
«extranjeros», pero no a base de ver a los primeros como repre
sentantes de los intereses del Estado al que se pertenece, y por
consiguiente a los otros como representantes del «adversario»,
sino en función de la mayor o menor eficiencia y buen hacer de
unos y otros (como si fueran futbolistas de equipos rivales, si se
me permite el ejemplo, pero jugando los «extranjeros» mucho
mejor que «nuestros compatriotas»). El efecto de cosmopolitiza
ción se produce de nuevo, con la peculiaridad de que ello no tiene
lugar en la cúspide del Estado, como al fin y al cabo venía a pro
pugnar Kant, y con él buena parte de los pensadores ilustrados,
sino precisamente en la base de la nueva ciudad, que son ahora
las telecasas habitadas por individuos.
¡Y qué decir de la mayor pluralidad cultural ofrecida por
Telépolis, frente a las más diversas formas de casticismo y patrio
tismo que han caracterizado a las Naciones/Estados! La perte
nencia a una cultura en función del avatar de haber nacido o de
vivir en una determinada región geográfica ha sido radicalmente
puesta en cuestión, dando lugar a múltiples formas de mestizaje
cultural que tienen lugar cotidianamente y en los propios domi
cilios.
Es cierto que se producen signos regresivos, por ejemplo a' la
hora de propugnar políticas culturales proteccionistas, que impi
den o dificultan la presencia de formas culturales «extranjeras»
en las telecasas, en base a rancios (y provincianos) argumentos de
338 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

mantenimiento de una identidad o de peligros de colonización cul


tural; pero, por suerte para el progreso del cosmopolitismo domés
tico, Telépolis ha montado su infraestructura por encima de los
Estados, y por consiguiente éstos pueden controlar en muy pequeña
medida el flujo de las comunicaciones interpersonales, en el cual
se basa la vida de la nueva ciudad. El patriotismo y el naciona
lismo siempre han sido enemigos del cosmopolitismo ilustrado.
Desde un punto de vista cosmopolita, sólo a cada ciudadano le
corresponde juzgar el tipo de cultura con el que se identifica (o
que prefiere consumir habitualmente, por decirlo en términos
actuales), pues muy bien puede suceder (es el caso del cine, pero
podrían mencionarse también el deporte, la política, la ciencia o
la filosofía), que en otras zonas del globo se haya avanzado mucho
más culturalmente (o científicamente, o filosóficamente) que en
el entorno del domicilio propio. Telépolis será políticamente cos
mopolita cuando cada telepolita pueda adscribirse a uno u otro
Estado con la misma facilidad con la que ahora puede cambiar de
canal o permanecer fiel al mismo: con el mando a distancia.
Un último argumento favorable a este cosmopolitismo domés
tico frente al cosmo-estatalismo kantiano. Al haberse ampliado
inmensamente el ámbito de lo público, por incluir a los hogares,
el concepto de publicidad se ha transformado radicalmente. Las
decisiones secretas son mucho más difíciles de tomar, al menos
en la medida en que afecten al interés general.
En resumen, y para concluir con esta ristra de elogios al cos
mopolitismo doméstico (los problemas y los defectos, que los hay,
y muy importantes, los dejaré para otro momento), al difuminar
las fronteras y ofrecer múltiples productos culturales directamente
a las telecasas, Telépolis supone un avance hacia el cosmopoli
tismo considerablemente mayor que todo lo que los Estados han
podido hacer en sus engañosas Federaciones y Uniones de Estados
(acordadas todas ellas sin renunciar nunca a la «soberanía nacio
nal»: ejemplo claro de que nunca han abandonado la idea del sobe
rano ni a la posesión de la tierra como base del Derecho, por muy
republicanas que fueran sus constituciones).

IV. CONCLUSIONES FINALES

Habría muchas más cosas que decir sobre el cosmopolitismo


de Telépolis, así como sobre las numerosas dificultades que un
proyecto ilustrado encuentra para adecuarse a la nueva ciudad.
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 339

Pero por el momento volvamos otra vez sobre el texto de Kant,


con el fin de comentar dos puntos fundamentales, tanto desde el
punto de vista del cosmopolitismo kantiano como desde el cos
mopolitismo doméstico aquí esbozado.
El primero atañe al comercio, o si se prefiere a la economía.
Al respecto la posición kantiana en La paz perpetua es ambigua.
Por una parte no oculta su antipatía a los Estados que centran su
actividad y organización en el comercio internacional. Podríamos
decir, aunque resulte un tanto zahiriente, que parece preferir aque
llos Estados, como el prusiano, que están organizados en torno a
la guerra, por aquello de que ésta es el medio elegido por la
Naturaleza para conducir a la Humanidad, aunque sea siguiendo
renglones torcidos, a su perfección, al cosmopolitismo y a la paz
perpetua. Cuando explica el Tercer Artículo Definitivo para la Paz
Perpetua, según el cual «el derecho cosmopolita debe limitarse a
las condiciones de la hospitalidad universal» (op. cit., p. 27), cuyo
contenido actual vendría a ser, más o menos, que no se ataque a
los turistas cuando están de viaje por un país extranjero, no duda
en convertirse en el defensor de los pueblos y países colonizados:
«si se compara la conducta inhospitalaria de los Estados civili
zados de nuestro continente, particularmente de los comercian
tes, produce espanto la injusticia que ponen de manifiesto en la
visita a países y pueblos extranjeros (para ellos significa lo mismo
que conquistarlos)» (op. cit., p. 28). Tras mencionar los desas
trosos efectos de la colonización en América, África y el Indostán
(«bajo el pretexto de establecimientos comerciales, y con las tro
pas introdujeron la opresión de los nativos, la incitación de sus
diversos Estados [¡s/c!] a grandes guerras, hambres, rebelión, per
fidia y la letanía de todos los males que afligen al género humano»,
Ibid.), Kant elogia cumplidamente a China y a Japón porque «han
permitido sabiamente el acceso, pero no la entrada, en el caso de
China, y sólo un acceso limitado a un único pueblo europeo, los
holandeses, en el caso del Japón» (op. cit., p. 29). La idea básica
de Kant consiste en conservar la pluralidad dada de pueblos, y por
consiguiente de Estados, presentes o futuros, e irlos atrayendo al
ideal cosmopolita por medio del Derecho, o en su caso por medio
de la guerra, que nunca será de ocupación ni de aniquilación de
Estado alguno, ni mucho menos de castigo: «[entre Estados] no
se da la relación de un superior a un inferior» (op. cit., p. 10); o
dicho de otra manera: la igualdad de los ciudadanos ante la ley de
cada Estado es ampliada por Kant a la igualdad de los Estados (y
de los pueblos) ante el derecho cosmopolita. En virtud de este
340 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

principio, no cabe duda de que la Especie humana sigue estando


organizada en forma de pueblos y Estados, aunque en ello apenas
se insista en La paz perpetua.
Sin embargo, Kant sí llega a reconocer un cierto papel posi
tivo al comercio, cara al avance del cosmopolitismo. Él no tiene
duda de que el ideal cosmopolita debe de realizarse manteniendo
la existencia de una pluralidad de Estados, pues, «aunque la volun
tad de todo Estado (o de su autoridad suprema) es llegar a la situa
ción de paz duradera dominando a todo el mundo, la naturaleza
quiere otra cosa. Se sirve de dos medios para evitar la confusión
de los pueblos y diferenciarlos: la diferencia de lenguas y la de
religiones» (op. cit., p. 40). Y aunque a pie de página matiza inme
diatamente esta última tesis sobre la pluralidad de religiones, afir
mando taxativamente que, en realidad, «sólo puede existir una
única religión válida para todos los hombres y en todos los tiem
pos» (ibid.), lo cierto es que el ideal consiste en que esa plurali
dad de Estados así diferenciados se mantengan en un «equilibrio
de las fuerzas en una viva competencia» (op. cit., p. 41). No cabe
duda de que el ideal cosmopolita de Kant no pasa por la genera
ción de sociedades plurilingües y religiosamente plurales, sino
más bien por la separación étnica. Cada Estado ha de tener su terri
torio (inalterable), su pueblo, su lengua y su religión. Kant se
manifiesta aquí como un precursor del Romanticismo.
Llegamos con ello al comercio, que en lugar de ser un factor de
separación entre los pueblos, es presentado ahora como una fuerza
que une a los Estados entre sí y que puede ser sustitutiva del Derecho
en algunos casos: «De la misma manera que la Naturaleza ha sepa
rado sabiamente a pueblos a los que la voluntad de cada Estado gus
taría unir con astucia o con violencia, basándose incluso en el dere
cho de gentes, une también a otros pueblos, a los que el concepto de
derecho cosmopolita no habría protegido contra la violencia y la
guerra, mediante su propio provecho recíproco. Se trata del espíritu
comercial que no puede coexistir con la guerra y que, antes o des
pués, se apodera de todos los pueblos» (op. cit.,p. 41). Sin embargo,
este espíritu comercial y ese beneficio mutuo están lejos de ser reco
nocidos como formas de la razón: Kant los hace depender inmedia
tamente de los instintos humanos, que siguen siendo «un medio de
la naturaleza para garantizar la paz perpetua» (ibid.). Durante todos
estos pasajes, como se habrá podido ver, Kant siempre se sigue refi
riendo a los vínculos comerciales entre Estados y entre pueblos. La
tesis subyacente es que nunca desde lo privado se llegará al cosmo
politismo, ni mucho menos desde los intereses privados e indivi-
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 341

duales, aunque éstos tengan la curiosa propiedad de generar un bene


ficio mutuo. A la filosofía kantiana le faltó, sin duda, un principio
trascendental que se aplicara al ámbito de la economía. En el caso
de Telépolis, en cambio, ha sido la transformación de los ámbitos
íntimos (el domos) por parte de una nueva forma económica la que
ha generado, con la inestimable ayuda de la tecnociencia, esa emer
gencia del cosmopolitismo doméstico a la que nos hemos referido.
Un segundo tema importante es el de la educación, sea a cargo
del Estado, sea de Telépolis. Kant dice que «la ilustración del pue
blo consiste en la instrucción pública del mismo respecto a sus
derechos y deberes para con el Estado al que pertenece» (Ideas,
p. 93). Los encargados de esa tarea no son los profesores de Derecho,
sino los filósofos, quienes, siempre según Kant, se ven desacre
ditados por el Estado «bajo el nombre de enciclopedistas o ins
tructores del pueblo (Aufklarer), por más que su voz no se dirige
confidencialmente al pueblo (que bien escasa o ninguna constan
cia tiene de sus escritos), sino que se dirige respetuosamente al
Estado, suplicándole que tome en cuenta la exigencia jurídica de
aquél» (op. cit., p. 94).
Este pasaje resulta suficientemente ilustrativo de la función
del filósofo kantiano, cuyo principal interlocutor, en lo que res
pecta al cosmopolitismo, es el Estado, a cuyos dirigentes hay que
tratar de persuadir racionalmente de la conveniencia de que el pue
blo sea colegislador. Un poco más adelante Kant llega a afirmar
que «aunque sea grato imaginarse constituciones políticas que
satisfagan las exigencias de la razón (especialmente en lo que
atañe a la equidad), resulta temerario —y punible— el proponer
las e incitar al pueblo a derogar la constitución vigente» (op cit.,
p. 97). Consiguientemente, el papel del filósofo consiste en ins
truir al príncipe, o si se prefiere al candidato a presidente de la
República, así como aconsejarle a la hora de elaborar los princi
pios constitucionales fundamentales, al objeto de que al menos
las exigencias formales básicas de la Razón estén garantizadas en
el Derecho Positivo. Ello resulta particularmente claro en el
Suplemento Segundo a La paz perpetua, en donde afirma que es
muy aconsejable que el Estado «busque enseñanzas en sus sub
ditos (los filósofos) sobre los principios de su comportamiento
respecto a otros Estados» (op. cit., p. 42). Esta interlocución entre
los filósofos y el Estado no tiene por qué hacerse directamente,
sino por la vía indirecta de las publicaciones: «el Estado reque
rirá, por tanto, a los filósofos en silencio (haciendo de ello un
secreto), lo que significa tanto como que les dejará hablar libre
342 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

y públicamente sobre los principios generales de la guerra y del


establecimiento de la paz (lo que harán por sí mismos, siempre
que no se les prohiba)» (op. cit., p. 42). Este librepensamiento de
los filósofos cara al público tiene, secretamente, un destinatario
privilegiado: el rey. «No hay que esperar que los reyes filosofen
ni que los filósofos sean reyes, como tampoco hay que desearlo,
porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio
de la razón. Pero es imprescindible para ambos que los reyes, o
los pueblos soberanos (que se gobiernan a sí mismos por leyes de
igualdad)8, no dejen desaparecer o acallar a la clase de los filóso
fos sino que los dejen hablar públicamente para aclaración de sus
asuntos, pues la clase de los filósofos, incapaz de banderías y alian
zas de club por su propia naturaleza, no es sospechosa de difun
dir una propaganda» (ibid.). El filósofo debe mantener en todo
momento su independencia, pero ello no le impide tener al rey
como su interlocutor primero, a través del ámbito público. La filo
sofía sólo puede tener una incidencia en la Política y en el Derecho,
y en concreto en el avance hacia el cosmopolitismo y la paz per
petua, por medio del ámbito público, en el cual el Jefe del Estado
habrá de saber hallar enseñanzas que le orienten en sus decisio
nes. Lo público es la representación de la Sociedad para el Estado.
La vía kantiana para ir accediendo al cosmopolitismo es muy
similar. El «Replanteamiento de la cuestión sobre si el género
humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor» termina
con un apartado titulado «¿Cuál es el orden de cosas en el que
cabe esperar el progreso hacia lo mejor?» que merece la pena citar
y comentar in extenso. Comienza así:
«Desde luego, no por el curso de las cosas de abajo hacia
arriba, sino de arriba hacia abajo. Confiar en que gracias a la
formación de la juventud (mediante la instrucción de una cultura
intelectual y moral reforzada por la religión, impartida primero
en el ámbito familiar y posteriormente en la escuela, tanto en la
enseñanza primaria como en la superior) se llegue finalmente no
sólo a educar buenos ciudadanos, sino a educarlos para el bien
—de modo que esa tendencia pudiera mantenerse y progresar inde
finidamente—, es un plan del que difícilmente cabe esperar el
éxito deseado. Pues no se trata únicamente de que, mientras el
pueblo considera que los gastos de la educación de la juventud no

8 Curiosamente, pocas páginas más arriba Kant había afirmado que «sobera
nía popular es una expresión absurda» (op. cit., p. 22)
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 343

han de correr por su cuenta sino por la del Estado, a éste no le


queda dinero suficiente para pagar un sueldo digno que permita a
los maestros competentes consagrarse gustosamente a su tarea,
dado que el Estado necesita destinar todos sus recursos a la gue
rra, sino que, por otra parte, toda esa maquinaria educativa carece
de cohesión alguna, a menos que se ponga en marcha conforme a
un plan trazado por el poder supremo del Estado y se aplique uni
formemente de acuerdo con esa directriz» (Ideas, p. 98).
En lo que respecta al cosmopolitismo, no cabe duda de que
Kant también es partidario de caminar hacia esa meta de arriba
hacia abajo, es decir, desde los poderes supremos del Estado hacia
los ciudadanos. De entre los muchos ámbitos en los cuales tiene
lugar la vida social, su interés se orienta a los macrocosmos, pero
de ninguna manera a los microcosmos. De una manera u otra, todos
los defensores de una Política Ilustrada, fueran conservadores,
reformistas o revolucionarios, han estado orientados por ese mismo
pensamiento: se trata de influir en el lugar del poder político, e
incluso de llegar a ocuparlo, como condición previa para la trans
formación de la sociedad en un sentido moralizador y cosmopo
lita. La conquista del poder es una condición necesaria dentro de
la estrategia típica del leninismo (y en general de los partidos polí
ticos), para proceder luego a crear un mundo mejor de arriba hacia
abajo, usando el poder del Estado como medio para cumplir los
fines previamente enunciados.
Una novedad muy importante de Telépolis, la nueva organi
zación social, consiste en invertir en buena medida este tipo de
estrategias: por consiguiente, no es extraño que los partidos polí
ticos «a la europea» estén en crisis. En la medida en que los polí
ticos están obligados a trabajar en pro de los intereses del Partido
y del Estado al que representan, su interés por orientar sus deci
siones hacia organizaciones federalistas de Estados siempre depen
derá de que sea beneficioso para dicho Estado (y para el Partido
propio y su Federación de Partidos). Las empresas que producen
buena parte de la infraestructura de lo que llamamos Telépolis,
por el contrario, actúan en función de otra forma de universali
dad: ampliar sus mercados (o su audiencia), sobre base del prin
cipio del beneficio mutuo. Esta forma de universalidad ha solido
ser considerada como moralmente inferior, precisamente en base
al argumento de que estaba fundada en la maximización del bene
ficio privado, y no del bien público.
Sin embargo, a partir del momento en que un espacio privado
tan fundamental como la casa se convierte, por efecto de la tec-
344 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

nociencia y de esa expansión del mercado, en el ámbito público


por antonomasia, la situación ha cambiado radicalmente. La cos-
mopolitización de los ámbitos domésticos no sólo deviene posi
ble, sino que incluso se realiza parcialmente, como mostramos en
el apartado anterior. La multirreferencialidad propia de Telépolis,
tanto desde el punto de vista cultural como desde el punto de vista
propiamente político, permite a los telepolitas afinar su capaci
dad de juicio gracias a que diversas formas políticas y culturales
contrapuestas son representadas eficazmente en su propia casa,
junto a otras muchas formas de actividad social, con lo cual el
hogar se pluraliza y se universaliza: se hace menos dependiente
del Estado. En este caso no es la guerra la que produce cultura (a
no ser la teleguerra), sino precisamente el mercado, que es la fuerza
cohesionante, hoy por hoy, de la nueva organización social.
Frente a quienes hablan de la aculturación televisiva, hay que
elogiar sin ningún género de dudas la ruptura que Telépolis ha
producido del monopolismo cultural en el que han vivido durante
siglos la mayoría de los seres humanos (salvo excepciones: via
jeros, aventureros, apatridas, etc.; algunos de ellos han contri
buido al progreso mucho más que la mayoría de los Estados). Es
cierto que, desde el punto de vista de la mejora de la calidad con
ceptual y moral, queda mucho por hacer en Telépolis. Pero, por
lo que se refiere al cosmopolitismo, también es claro que las con
diciones ofrecidas por la nueva forma de organización social son
mucho mejores que las tradicionalmente planteadas por los Estados
afincados en territorios que había que ampliar o defender, en vir
tud de múltiples residuos históricos de irracionalidad que han
determinado la política exterior, y aun la interior, de la inmensa
mayoría de los Estados. Véase el irredentismo de determinados
enclaves y zonas geográficas, tozudamente reivindicadas como
parte de la integridad del Estado. Es la dependencia del Estado
respecto del territorio, y sobre todo que ello se convierta en un
principio constitucional, lo que marca los límites del Estado como
forma de organización social, cara a la consecución del cosmo
politismo.
La desterritorialización de Telépolis es, por consiguiente, el
gran argumento en favor de esa nueva forma social en relación al
cosmopolitismo. Es cierto que Telépolis está basada en el bene
ficio económico puro y duro como motor de su nueva forma de
economía, y que desde ese punto de vista supone una regresión
con respecto a formas de economía más socializadas. Sin embargo,
ha contribuido al avance real del cosmopolitismo en mucha mayor
COSMOPOLITAS DOMÉSTICOS A FINALES DEL SIGLO XX 345

medida que los Estados/naciones, precisamente porque éstos defi


nen su propia Constitución en función de un territorio, mientras
que Telépolis es instable y mudable con respecto a sus ámbitos de
implantación, las telecasas.
Los problemas que plantea Telépolis como nueva forma de
organización social son muchos y muy importantes. Uno de ellos
es su tendencia inherente a invadir la intimidad de los ciudada
nos. Otro, todavía más importante, es la anulación del principio
de igualdad de oportunidades, que las constituciones ilustradas
han desarrollado bajo la modalidad de la enseñanza obligatoria
de todos los ciudadanos hasta una determinada edad, y que en
Telépolis ha dejado de ser efectivo, al haberse generado múltiples
formas de enseñanza no regladas que tienen un fuerte impacto en
la infancia y en la adolescencia. El tercero, y a mi entender fun
damental, consiste en la tendencia a suplantar al ciudadano indi
vidual por un sujeto muestral que es el que de verdad determina
los intereses del telepolita.
De estos tres inconvenientes se derivan otros muchos, que
sería improcedente tratar de enumerar aquí. Mi intención ha con
sistido en mostrar la fuerza del cosmopolitismo doméstico por
contraposición a las concepciones kantianas, y en particular insis
tir en las profundas diferencias conceptuales entre uno y otro. Para
terminar, insisto en la última de las características de Telépolis
indicadas en el apartado segundo: «La nueva economía y la nueva
ciudad se superponen (sin destruirlas físicamente) a las formas
previas de economía y de polis». Esta afirmación también resulta
válida en el caso de la civitas gentium , de la Weltrepublik o de la
Fóderalitat a las que hace alusión Kant como formas posibles de
garantizar la paz perpetua. Dichas formas de cosmopolitismo,
como por otra parte los Estados/Naciones, no tienen por qué ser
destruidas. Mas el cosmopolitismo basado en los ciudadanos, y
no en los Estados, si alguna vez ha de existir en todo el planeta,
será a partir de las formas sociales que genere Telépolis, y no el
Estado.
, LOS PELDAÑOS
DEL COSMOPOLITISMO
Javier Muguerza
UNED

Con el fin de que nadie de entre los asistentes a este encuen


tro pueda llamarse a engaño, me apresuro a aclarar de entrada que
—a diferencia del alto nivel de especialización de otras interven
ciones debidas a estudiosos del pensamiento kantiano— la mía no
pasará de ser un a propos de Kant, las alusiones a cuyo ideal cos
mopolita, tal y como lo expuso en Zum ewigen Frieden, me van
a servir sencillamente de pretexto para extenderme en considera
ciones que no tienen que ver con él de manera directa (aunque
confío en que, siquiera sea por vía indirecta, no resulten del todo
ajenas a semejante fuente de inspiración, de suerte que aquellas
alusiones tampoco se produzcan enteramente hors de propos).
En cuanto a los «peldaños» de acceso al cosmopolitismo de
que quisiera hablar a continuación, confieso haber pensado ini-
cialmente adjetivarlos de peldaños «comunitarios». Y sólo me
hizo desistir de hacerlo así el temor a enredarme en las temibles
ambigüedades del comunitarismo, algunas de ellas ya bien estu
diadas y desbrozadas entre nosotros por Carlos Thiebaut pero ince-
samente renovadas por el comunitarismo mismo, del que no en
vano se ha podido decir que ninguna comunidad tiene tan poco
claro en qué consista una comunidad como «la comunidad inte
grada por los propios comunitaristas». (Valga como botón de mues-

*E1 texto que sigue forma parte del más amplio «Carta a tres amigos vascos»,
que aparecerá incluido como Apéndice en mi próximo libro Decir que no (Ensayos
sobre la relevancia ética de la negación). Las citas de La paz perpetua recogi
das en el mismo se reproducen de la traducción del opúsculo kantiano por Francisco
Rivera Pastor, Madrid, 1933. Las del ensayo de Alasdair Maclntyre «¿Es el patrio
tismo una virtud?» proceden de la traducción de Tomás Fernández Aúz en Bitarte.
Revista cuatrimestral de humanidades, 1, 1993, pp. 67-85.
348 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

tra —que no es el único, como a cualquiera se le alcanza, pero sí el


último por ahora— el reciente manifiesto The responsive commu
nitarian platform, que lo mismo congrega en los Estados Unidos a
un Francis Fukuyama que a un David Riesman, por no hablar de la
American Alliance for Rights and Responsibilities que lo respalda
y da cobijo por igual a supervivientes residuales de la antigua new
left y a presumibles integrantes de una futura moral majority toda
vía en trance de constitución). Por lo demás, tales peldaños podrían
ser de muchos tipos, desde la comunidad familiar, vecinal o profe
sional, a no confundir con «la familia, el municipio y el sindicato»
aunque a veces se les parezcan, hasta llegar, en fin, a la comunidad
política nacional, que es el peldaño en que querría hacer hincapié
en mi intervención. Pues, para acabar de decirlo todo, de lo que me
propongo hablar en ella es de esa contrapartida del «cosmopoli
tismo», y por lo pronto del kantiano, que es el «nacionalismo» o,
si se prefiere, la nación en tanto que peldaño de la cosmópolis.
Que un propósito tal no es incongruente con los planteamien
tos de Kant se echa de ver tan pronto se repara en que el «Segundo
artículo definitivo de la paz perpetua» proclama que «el derecho de
gentes (esto es, el Vólkerrecht o derecho de los pueblos) debe fun
darse en una federación de Estados libres», explicitándose a conti
nuación que de lo que se trata es de configurar una sociedad o «liga
de naciones» (ein Vólkerbund) y «no un Estado supranacional» (kein
Vólkerstaat), esto es, ningún Estado de naciones o Superestado,
puesto que, se añade, «muchos pueblos, reunidos en un Estado, ven
drían a ser un solo pueblo», lo que contradiría el punto de partida o
presupuesto básico de Kant, a saber, la diversidad de los pueblos en
cuestión o «diversidad nacional». Como alguna vez se ha señalado,
este énfasis kantiano en la diversidad —o, como hoy se diría, la
«diferencia»— tiene ya tanto de romántico como de ilustrado (el
Romanticismo, o por lo menos un cierto Romanticismo, no es sino
la prosecución de la Ilustración por otras vías) y no parece exage
rado ver en él algo así como un preludio del encomio de las pecu
liaridades nacionales debido a Herder y la tradición romántica. Para
el Herder de las Ideas para una filosofía de la historia de la
Humanidad, en efecto, cada nacionalidad estaría llamada, a través
de los rasgos peculiares de su particular riqueza cultural, a ofrecer
un determinado aspecto de la faz de la Divinidad, que se glorifica
ría a sí misma al verse reflejada en el conjunto de todas ellas. El tono
de Kant, poco propenso a exaltaciones, es sin duda más mesurado
que el de los románticos y se limita ocasionalmente a reseñar algu
nas de esas peculiaridades, como las diferencias de lengua y reli-
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

gión: «La idea del derecho de gentes» —escribe en el Suplemento


Primero de La paz perpetua— «presupone la separación de nume
rosos Estados vecinos independientes los unos de los otros. Esta
situación sería en sí misma bélica a no ser que haya entre las nacio
nes una unión federativa que impida la ruptura de hostilidades. Sin
embargo, dicha división en Estados independientes es más conforme
a la idea de la razón que la anexión de todos ellos por una potencia
vencedora que se convierta en monarquía universal [...]. [Pues aun
que] es el deseo de todo Estado —o de su príncipe— alcanzar la paz
perpetua conquistando al mundo entero, la Naturaleza [aquí un alias,
para decirlo con Roberto Rodríguez Aramayo, del Destino o la
Providencia] «quiere» otra cosa y se sirve de dos medios para evi
tar la confusión de los pueblos y mantenerlos separados, a saber, la
diferencia de los idiomas y la de las religiones [como por lo demás
advierte Kant a pie de página, las diferentes creencias religiosas no
empecerían a la unidad de la religión como actitud humana —si cabe
hablar de tal, cosa que él da naturalmente por sentada—, de análoga
manera, podría haber añadido, a como los diferentes idiomas no
arruinan la unidad de nuestra especie en lo tocante a la necesidad
que todos los seres humanos tienen de servirse del lenguaje o la
razón, esto es, del lógos]. Estas diferencias encierran siempre en su
seno un germen de odios y un pretexto de guerras, pero con el aumento
de la cultura y la paulatina aproximación de los hombres, unidos por
principios comunes, conducen a inteligencias de paz, que no se fun
dan y afirman, como el despotismo, en el cementerio de la libertad
(aufdem Kirchhofe der Freiheit) y en el quebrantamiento de las ener
gías, sino en un equilibrio de las fuerzas activas, luchando en noble
competencia». Por el contrario, una unificación política que com
portase la uniformación cultural de dichos pueblos tan sólo llevaría
a la paz perpetua o «paz eterna» (que es lo que literalmente vendría
a querer decir la expresión zum ewigen Frieden) en el sentido del
letrero del posadero holandés al que alude Kant al comienzo de su
opúsculo, esto es, la paz de las sepulturas, bajo las que no hay ras
tro ya de diferencias ni por lo tanto cabe la diversidad, pero tam
poco, por definición, identidad alguna.
Pues, ciertamente, la idea misma de diferencia exige la de
identidad, identidad en este caso nacional. Aquello por lo que un
pueblo es visto como «diferente» se convierte para él —siquiera
sea como caracterización extrínseca e independientemente de cómo
los interesados la asuman y la eleven a conciencia— en seña de
su «identidad». Y de que tal identidad puede advenirle a alguien
sin conciencia de ello, y desde luego sin serle solicitado su con-
350 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

sentimiento, da un elocuente testimonio lo sucedido a Karl Lówith


y a tantos otros contemporáneos suyos, que se acostaron un buen
día como alemanes y amanecieron al día siguiente como judíos
por obra y gracia de un decreto. Pero lo que nos interesa ahora es
la cuestión de cómo tal identidad es hecha suya por aquellos a
quienes les concierne, no sólo en el sentido de pasiva o activa
mente «asumida» sino también en el sentido, todavía más activo,
de «creada» o «construida» y, en cualquier caso, «decidida» por
ellos. Pues, en efecto, la asunción, y no digamos la creación o
construcción, de una identidad envuelve ya una decisión. O, con
otras palabras, la cuestión de las identidades nacionales es una de
ésas en que no basta con la conciencia o «autoconciencia» de la
identidad, sino que se requiere un paso más, o varios pasos más,
para afirmarla, disparándose así un proceso que desemboca, en
última instancia, en una suerte de «autodeterminación». Con lo
que la cuestión pasa, en definitiva, a constituirse en la de cuál sea
el sujeto de semejante autodeterminación.
Por más que Kant a veces juegue con la analogía entre pue
blos e individuos («los pueblos, como Estados que son, pueden
considerarse a modo de individuos en estado de naturaleza», escribe
de pasada alguna vez en el texto a que nos estamos refiriendo), lo
cierto es que nunca llevó esa analogía a los extremos de ciertos
románticos, como cuando el Fichte de los Discursos a la nación
alemana hablaba de la «voluntad de la nación» con el mismo desen
fado que del libre albedrío de sus miembros e incluso no dudaba
en hacer culminar a este último en aquélla. En Kant, repito, no hay
asomo de nada por el estilo, pese a lo cual, y sin dejar de recono
cerlo así, no ha faltado quien vea en su pensamiento la semilla de
las peores aberraciones del nacionalismo, comenzando por las fich-
teanas. Y ello precisamente en relación con la noción de autode
terminación que se acaba de mencionar, convertida en el blanco
de la diatriba antikantiana, casi tanto como antifichteana, de Elie
Kedourie en su libro Nationalism, publicado en los años sesenta y
traducido en nuestro país en los ochenta con un prólogo del pro
fesor Francisco Murillo Ferrol. En base a esa noción, Kedourie no
vacila en situar a Kant en la raíz del árbol genealógico del nacio
nalismo: «[...] La doctrina kantiana es arrolladora en sus preten
siones y aniquiladora en lo que rechaza, y por ello resulta perti
nente la observación de Heine según la cual Kant deja, como
revolucionario, en la sombra a Robespierre. Pues aquella doctrina
convierte al individuo, de un modo nunca contemplado por los
revolucionarios franceses o sus precursores intelectuales, en el cen-
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

tro, el arbitro y el soberano del universo. A los ojos de la misma,


el individuo no es un mero elemento del orden natural, posesio
nado en cuanto tal del derecho a la libertad y la igualdad, sino que
es más bien el propio individuo quien, con la ayuda de una nor
matividad autoimpuesta, se determina como un ser moral [...] [Pero]
la idea de la autodeterminación como el bien moral más alto pro
dujo un cambio profundo en el tono de la especulación política
(tan pronto como se cayó en la cuenta de que esa autodetermina
ción, si había de ser a un tiempo un bien político, necesitaba ir más
allá del individuo y tener por sujeto a la Nación)... Correspondería
a Fichte la tarea de mostrar cómo el destino del hombre y la reali
zación de su libertad se cumple en el Estado nacional. El fin del
hombre es la libertad, la libertad es autorrealización y la autorre-
alización se identifica con su absorción por un Estado que ya no
se reduce a una colección de individuos, meramente reunidos en
defensa de sus intereses privados, sino que es anterior y superior
al individuo. Únicamente cuando el individuo se vea fundido en la
unidad con el Estado nacional alcanzará, así pues, su libertad».
A mi modo de ver, la inferencia de tamañas conclusiones fich-
teanas a partir de las sobrias premisas kantianas iniciales consti
tuye un bizarro ejemplo de non sequitur, ni tan siquiera mitigado
si se la concibiera como una inferencia entimemática a la que
Rousseau aportase la premisa intermedia que le falta, es decir, la
trasmutación de la voluntad individual en voluntad de la nación
por recurso a la alquimia de la voluntad general. No deja de ser
cierto que para Kant, como éste nos recuerda en el Primer Apéndice
de su ensayo, se necesita de la unidad «colectiva» de la voluntad
general (die kollektive Einheit des vereinigten Willens), más bien
que de la simple unidad «distributiva» de la voluntad de todos (die
distributive Einheit des Willens aller), para poder pensar una cons
titución legal que goce de aceptación común bajo las reglas del
Derecho público, pero la misma idea del «contrato social» que
entra aquí en juego no pasa para Kant de ser una idea regulativa,
cuya única función es obligar a todo legislador a dictar sus leyes
«como si» (ais ob) fuesen la plasmación de un proceso de deli
beración y decisión en el seno de la comunidad, lo que converti
ría a este último, siquiera sea idealmente, en un criterio ético
mediante el que medir la legitimidad de cualquier legislación.
Algo, por tanto, bien distinto de la hipostatización de semejante
voluntad general en la voluntad de la nación llevada a cabo por el
Fichte protofascista que nos presenta Kedourie. Y de ahí que nues
tro autor se haya visto obligado a rebajar un tanto el rigor de sus
352 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

invectivas cuando, en el Epílogo a la segunda edición de su obra


fechado en 1984, escribe —ante las escandalizadas críticas de un
Howard Williams o un Ernst Gellner— que «lo que he pretendido
defender es que la idea de autodeterminación, central en la teoría
ética de Kant, se convirtió en la noción fundamental del discurso
político de sus sucesores, especialmente de Fichte,[...] revelándose
así una afinidad, e incluso una filiación conceptual, de la que esos
últimos eran totalmente conscientes, [...] por más que sea preciso
eximir a Kant de toda responsabilidad por lo que sus discípulos y
continuadores hayan podido hacer con sus ideas». Lo que en este
punto se ventila, sin embargo, no es la posible inculpación o excul
pación de Kant, sino precisamente un problema conceptual. Criticar
el concepto kantiano de autodeterminación porque alguien pueda
malinterpretarlo, pasando a concebir la autodeterminación de los
colectivos como si se tratara de la autodeterminación de un indivi
duo (sea el «pueblo» o cualquier otra hipóstasis de esa índole), es
tan absurdo como el absurdo inverso —frecuente hoy en ciertos sec
tores de la filosofía moral y política contemporánea— consistente
en devaluar la importancia de las decisiones morales individuales o
Gewissensentscheidungen por temor al «decisionismo» de Cari
Schmitt, que incurría en aquel mismo error de tomar al Estado como
si fuera un individuo, aun si un «individuo sin conciencia». La auto
determinación de los colectivos, incluida la autodeterminación de
las nacionalidades, carece de sentido si no pasa por —y, en última
instancia, se resuelve en— la autodeterminación de los individuos
que los integran, como no podía menos de esperarse salvo que tales
colectivos, o en nuestro caso tales nacionalidades, se conciban como
entidades metafísicas autosubsistentes o sustancializadas.
Ahora bien, lo antedicho no resta en modo alguno su impor
tancia al problema de la autodeterminación nacional, por muy dis
paratada que pueda ser la interpretación de esta última, ya sea su
intérprete un filósofo como Fichte o un grupo independentista
como ETA, dispuesto a convertir la autodeterminación en «auto
de terminación» del País Vasco, por servirnos del título del cono
cido libro de Juan Aranzadi, Jon Juaristi y Patxo Unzueta (aun
que, puestos a utilizar el juego de palabras, habría aún que añadir
que el Batallón Vasco-Español, la Triple A o los GAL podrían
muy bien representar a su vez el auto de terminación del Estado
de Derecho, y consiguientemente de la democracia, allí y aquí).
En cuanto al libro de Kedourie, escrito bajo el impacto de las desas
trosas consecuencias del nacionalismo —y, muy concretamente,
del nazismo— en la Segunda Guerra Mundial, llega a demonizar
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

la idea misma de nación y a preferir a las naciones los Imperios,


como el austro-húngaro, añorando o poco menos los viejos bue
nos tiempos en que una serie de naciones diferentes podían en paz
izar una misma bandera y cantar un mismo himno en diferentes
idiomas, pero lo cierto es que la historia del imperialismo, como
lo vino a demostrar el cruento proceso de descolonización de la
posguerra, no tiene nada que envidiar en punto a horrores a los
horrores del peor nacionalismo y aquél se hubiera reducido para
Kant a una forma de «despotismo» a desechar en su configura
ción del ideal de una auténtica paz perpetua. Y por lo que hace,
en fin, a la nación, no parece que haya otro remedio que conce
der que la idea de autodeterminación es inobviable en su defini
ción, pues como ya vio bien Ernest Renán en su célebre confe
rencia de 1882 «Qué es una nación», alguna vez citada entre
nosotros por Ortega, los rasgos definitorios de una nacionalidad
no hay que buscarlos tanto en factores naturales (por ejemplo,
geográficos o antropológicos) ni culturales (como la lengua o la
religión antes mentadas), ni tan siquiera en factores históricos
(sean reales o sean míticos), cuanto en la voluntad de los indivi
duos, que es lo que, en resumidas cuentas, podría determinar si
una nación existe o no, dando lugar así a lo que se entiende de
ordinario por autodeterminación.
Mas retornando entonces al nacionalismo, lo más improce
dente que cabría hacer con él es negarnos a prestarle atención,
según recientemente insistía en recordarnos Xavier Rubert de
Ventos. Pues, sin un esfuerzo por hacernos cargo del desafío repre
sentado por el fenómeno del nacionalismo, lo único que conse
guiremos es que el nacionalismo nos estalle entre las manos, como
aconteció en la antigua Yugoslavia con la virulencia que a todos
nos ha sobrecogido: la negativa a tomar en consideración la diver
sidad nacional sólo conduciría a reforzar las identidades nacio
nales, cuando no pura y simplemente étnicas, de los diferentes (o
de los que se tienen por tales), y la represión de estas últimas refor
zaría a su vez las ansias de autodeterminación nacional, exacer
bando así hasta el paroxismo ese proceso infernal del conflicto
interétnico que lleva camino de convertirse en una de las carac
terísticas más siniestras de este siniestro fin de siglo y de milenio.
Pero, por lo demás, el problema del nacionalismo es un problema
demasiado complejo para abordarlo tal cual en esta mi interven
ción, por lo que procederé a acotar un aspecto del mismo, emen
dóme en lo que sigue a una de sus manifestaciones declaradamente
más llamativas, como lo vendría a ser el problema del patriotismo.
354 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

A estos efectos, comenzaré por hacer mía la pregunta retó


rica de que se sirve Alasdair Maclntyre para titular un ensayo que,
significativamente, acaba de ser objeto de discusión por parte de
un grupo de intelectuales vascos —Carlos Martínez Gomarán,
Mikel Iriondo, Javier Mina, Mikel Lasa, Luis Daniel Ispizua y
Mikel Azurmendi— en la revista donostiarra Bitarte: la pregunta,
a saber, «¿Es el patriotismo una virtud?».
Acabo de decir que la pregunta es una pregunta «retórica»,
porque quienes conozcan los supuestos desde los que se la for
mula Maclntyre conocen de antemano su respuesta. Pero, sentado
esto, la pregunta ha sido planteada en términos éticos. Y quien se
tome en serio a la «ética», todo lo en serio al menos que quepa
aún tomarse algo en los tiempos que corren, tendrá que respetar
escrupulosamente los términos del planteamiento de Maclntyre.
Antes de entrar en averiguaciones acerca de si el patriotismo
merece reputarse de «virtuoso» o de «vicioso», Maclntyre aclara
que el «patriotismo» debe distinguirse de otros tipos de actitudes
que frecuentemente se le asocian. Durante la Primera Guerra
Mundial, Max Weber sostuvo que Alemania debía ser apoyada en
la contienda porque su causa era la causa de la Kultur, mientras
Emile Durkheim reivindicaba con no menor vehemencia el apoyo
a Francia, cuya causa sería la de la civilisation (de análoga manera
a como, en la guerra fría de las últimas décadas, los políticos nor
teamericanos presentaban a los Estados Unidos como campeones
de la «libertad», en tanto que los rusos les oponían la Unión
Soviética como campeona de la «igualdad»). En todos estos casos,
lo que se defendía era primariamente un ideal (la cultura, la civi
lización, etc.) y no una patria, razón por la que la causa de un país
podía ser apoyada por quienes no fueran ciudadanos del mismo
ni por lo tanto patriotas (como cuando la burguesía o la clase obrera
europeas prodigaban respectivamente su adhesión a los Estados
Unidos o la Unión Soviética, presuntas encarnaciones durante la
guerra fría de causas tales como la defensa de los valores occi
dentales o la emancipación del proletariado). «El patriotismo, por
el contrario, se define en términos de un tipo de lealtad a la pro
pia nación» —estoy citando a Maclntyre— «y por lo tanto es algo
que sólo pueden alegar quienes poseen esa determinada naciona
lidad». La lealtad a la propia nación no es exactamente la misma
que exhibimos, claro está, en los casos de un movimiento agluti-
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

nado por un vínculo ideológico, de un círculo de amigos o de un


club de fútbol, pero es del mismo tipo que esas otras exhibicio
nes de lealtad, pues la biografía de cada uno de nosotros se halla
más o menos entrelazada no sólo con la vida de aquel país que
damos en considerar nuestro, sino también con la de tales o cua
les grupos de personas, asociaciones o instituciones (los ultrasur,
al parecer, experimentan eso con el Real Madrid, como hay ex
alumnos que se sienten ligados a su antiguo colegio o entre sí y,
según mis noticias, todavía quedan militantes fieles a algún par
tido político). Pero ni en estos casos ni en el del patriotismo las
«actitudes de lealtad» vendrían a reducirse a respuestas de grati
tud, aunque por lo demás las pueda haber en ciertos casos, y lo
esencial es que los beneficios que mueven a la gratitud, si es que
los hay, hayan sido recibidos por míy que mis compañeros, amis
tades o correligionarios, al igual que mis compatriotas, sigan siendo
sentidos como míos aunque no me hayan dado más que disgustos
(es decir, lo esencial en este género de relaciones es precisamente
su particularidad, que es a la postre el prisma desde el que la leal
tad patriótica induce a quien la experimenta a valorar los méritos
de su país o a mostrarse indulgente con sus deméritos). El punto
de vista del patriotismo es confesadamente, pues, un punto de vista
particular o «particularista» y de ahí que no falten quienes pien
sen que se trata de un punto de vista incompatible con el punto de
vista universal o «universalista» de la moralidad, en cuyo caso la
respuesta a la pregunta acerca de si el patriotismo es una virtud
tendría que ser para ellos rotundamente un «no».
No hay que decir que ésa no es la respuesta de Maclntyre, pero
en lo que nos interesa ahora detenernos es en su caracterización de
semejante opinión contraria a la suya, opinión contraria a la que
llama «liberal» pero sería quizás más apropiado, o menos confun
dente, calificar de «ilustrada» (después de todo, más de un histo
riador de las ideas políticas considera al liberalismo como el padre
de la idea moderna de nación —esto es, de las naciones surgidas
a partir del modelo patentado por la Revolución francesa o las ame
ricanas— y hasta incluso del nacionalismo así entendido).
De acuerdo con la opinión ilustrada, para dejar hablar a
Maclntyre, «juzgar desde un punto de vista moral sería juzgar de
forma impersonal, esto es, como lo haría cualquier persona racio
nal independientemente de sus intereses, inclinaciones o posición
social, y actuar moralmente sería actuar con arreglo a tales jui
cios impersonales». Así pues, «pensar y actuar moralmente impli
caría que el agente moral se sustraiga a sí mismo de toda particu-
356 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

laridad en beneficio de semejante impersonalidad». Y, como


Maclntyre apunta, «el conflicto potencial entre la moralidad con
cebida de ese modo y el patriotismo se haría patente, puesto que
el patriotismo requiere de mí que yo muestre una especial devo
ción hacia mi nación al tiempo que exige lo mismo de otros hacia
la suya».
Alguien objetará tal vez a Maclntyre —y es una objeción sobre
la que más adelante volveremos— que la devoción patriótica podría
ser compatible con, o aceptar verse limitada por, las restricciones
impuestas por una moral de corte universal, pero para Maclntyre
esa clase de patriotismo (al que de nuevo tacha con el remoquete
de «patriotismo-que-profesan-ciertos-moralistas-liberales») sería
un patriotismo mutilado que no tiene en cuenta las circunstancias
decisivas en que las exigencias de la moralidad interpretada en
dichos términos y las exigencias del patriotismo tendrían inevi
tablemente que entrar en conflicto.
Consideremos un par de ejemplos de tales «circunstancias
decisivas». Para empezar por él, tendríamos el ejemplo de las cir
cunstancias relativas a la escasez de recursos esenciales, como lo
era en el pasado tierra apropiada para cultivo y pastos o lo serían
en nuestros días los combustibles fósiles del género del petróleo:
«cuando surge un conflicto de esa índole... el punto de vista del
patriotismo, a diferencia del de la moral impersonal, requiere que
yo me esfuerce en alcanzar al máximo los intereses de mi comu
nidad al tiempo que otros se esfuerzan en procurar lo mismo con
los intereses de la suya y, a decir verdad, allí donde la supervi
vencia de una comunidad se halla en peligro o simplemente peli
gran importantes intereses- de esa comunidad, el patriotismo entraña
una disposición a ir a la guerra en favor de la propia comunidad».
Pero por lo demás, otro ejemplo, el conflicto entre la moralidad
ilustrada y el patriotismo podría surgir no sólo de la escasez de
recursos, sino de los diferentes criterios que dos o más comuni
dades pudieran sustentar acerca de cuál sea el estilo de vida más
recomendable para la gente en general. Cuando el Imperio romano,
o para el caso el británico, se expandieron, no sólo controlaron
los recursos de los pueblos sometidos, sino que se aplicaron a
modificar sus estilos de vida y reeducarlos con el fin de asegurar
que su sometimiento facilitase una convivencia pacífica dentro
de los márgenes impuestos por las respectivas administraciones
de ]apax romana o de la pax británica, lo que se consiguió, según
es bien sabido, de grado o por la fuerza. «La concepción ilustrada
de la moral impersonal» —vuelvo a citar a Maclntyre— «requiere
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

neutralidad no sólo entre intereses rivales o en competencia, sino


también entre conjuntos de creencias igualmente rivales o en com
petencia acerca de cuál sea el mejor modo que tienen los seres
humanos de vivir. Debe permitirse que cada individuo sea libre
de proseguir con su propio estilo el tipo de vida que juzgue ser el
mejor, mientras, por otro lado, la moral consistiría en reglas que
comprometen a todos por igual sencillamente porque son de tal
suerte que cualquier persona racional les daría su asentimiento
con independencia de sus intereses o su punto de vista sobre el
tipo de vida tenido por mejor. De ahí que, en los conflictos entre
naciones u otras comunidades sobre modos de vida, el punto de
vista de la moralidad sea otra vez el de un arbitro impersonal pro
nunciando sentencia de manera que conceda idéntico peso a las
necesidades de cada individuo, su deseos, sus creencias acerca de
lo que es bueno y demás, mientras que del patriota se estaría requi
riendo nuevamente que tome partido».
El punto de vista de la moralidad ilustrada que Maclntyre con
trapone al patriotismo ha sido, como él mismo señala, el predo
minante en la filosofía moral moderna, esto es, la nacida de la
Ilustración, bajo una serie de versiones distintas entre sí («unas
de sabor kantiano, otras utilitaristas, otras contractualistas», espe
cifica) pero, no obstante, coincidentes todas ellas en al menos las
siguientes cinco tesis capitales, cuyo orden me permitiré alterar
para dejar en último lugar a una de ellas sobre la que, de nuevo
más adelante, va a interesarme retornar.
En primer lugar, el punto de vista de la moral ilustrada sos
tiene «que la moralidad está constituida por reglas a las que cual
quier persona racional daría, bajo ciertas condiciones ideales, su
aprobación». En segundo lugar, el punto de vista de la moral ilus
trada sostiene «que esas reglas imponen restricciones y son neu
tras, es decir, no optan por uno u otro de los intereses rivales o en
competencia, pues la moral no es en sí misma la expresión de nin
gún interés particular». En tercer lugar, el punto de vista de la
moral ilustrada sostiene «que esas reglas son también neutrales a
la hora de decidir entre sistemas de creencias que rivalizan y com
piten acerca de cuál sea el mejor modo en que pueden vivir los
seres humanos». En cuarto lugar, el punto de vista de la moral
ilustrada sostiene «que la actitud del agente moral constituida por
la fidelidad a esas reglas es una y la misma para todos los agen
tes morales y, de esta guisa, resulta independiente de toda parti
cularidad social». Y en quinto y último lugar, la tesis que por mi
parte he preferido dejar para el final a los efectos de segregaría de
358 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

las cuatro anteriores, el punto de vista de la moral ilustrada sos


tiene «que las unidades que componen el contenido de la moral,
así como sus agentes, son los seres humanos individuales y que,
en lo que atañe a las estimaciones de orden moral, cada individuo
debe contar como tal y nadie debe contar sino en tanto que tal».
Si nos fijamos bien, las cuatro primeras de estas tesis consti
tuyen un compendio de lo que cabría llamar —a la luz de lo expuesto
más arriba— la «interpretación universalista del punto de vista
moral», en tanto que la última lo sería de lo que, por mi parte,
acostumbro a llamar un «individualismo ético». Y lo que voy a
tratar de sostener a partir de ellas es que el punto de vista que
Maclntyre opone a las cuatro primeras tesis (las tesis del «uni
versalismo ético» al uso) podría contar con buenas razones a su
favor o, con otras palabras, que su crítica a dichas tesis podría ser
—o así me lo parece— aceptable en sus líneas generales, lo que
no quiere decir, por descontado, que nos hayamos de olvidar de
la universalidad moral, sino sólo que acaso ésta ha de ser rein-
terpretada en otros términos que los del universalismo, digamos,
usual; mientras que, en cambio, Maclntyre carece en mi opinión
de alternativa a la quinta y última tesis, esto es, la tesis del indi
vidualismo ético, y su crítica de ella, si así puede llamarse (puesto
que no es lo mismo criticarla que soslayarla y pasarla por alto,
contentándose con su simple mención), vendría en último término
a hacer tabla rasa de la autonomía moral de los individuos.
Consideremos, pues, ambas cuestiones —la de la «universalidad»
y la «autonomía» morales— por separado y por ese orden.
La interpretación universalista del punto de vista moral ven
dría a sostener, de acuerdo con Maclntyre, que la cuestión de «en
dónde y de quién» aprendo yo los principios y preceptos de la
moral es y debe ser irrelevante tanto con respecto a cuál sea el
contenido mismo de la moralidad cuanto con respecto a cuál sea
la naturaleza de mi compromiso para con ella, de modo análogo
a como la cuestión de en dónde y de quién aprendo yo los princi
pios y reglas de las matemáticas sería y debería ser irrelevante en
relación con el contenido de estas últimas y mi compromiso hacia
ellas. Pero eso, desde luego, es sumamente discutible, pues
—como puntualiza Maclntyre— «ambos aspectos, en dónde y de
quién, apuntan a una característica esencial de la noción de mora
lidad que cada uno de nosotros adquiere, dado que cada uno aprende
de, en y a través del modo de vida de alguna comunidad en parti
cular» y «lo que yo aprendo como guía de mis acciones y como
norma para evaluarlas no es nunca la moralidad como tal, sino
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

siempre un muy determinado tipo de moralidad de algún muy


determinado tipo de contexto social», de donde, en fin, se sigue
que «yo encuentro mi justificación para la fidelidad a esas reglas
morales en mi particular comunidad y, si se me despoja de la vida
de esa comunidad, yo no tendría razón alguna para comportarme
moralmente». ¿Qué es lo que me parece aceptable, y qué es lo que
no me lo parece, de estos planteamientos «comunitaristas» de
Maclntyre?
En mi opinión, Maclntyre acierta plenamente cuando sugiere
que el aprendizaje de la moral tiene poco que ver con el de las
matemáticas, es decir, una ciencia formal cuyos contenidos acos
tumbran a ser tenidos por paradigmáticamente universales, con
una universalidad sin parangón en lo que se refiere a los mores
humanos. Pero pensemos en un analogado más a nuestra medida,
como vendría a ser el caso del lenguaje, quiero decir el caso del
aprendizaje de una lengua. Cuando aprendemos a hablar en nues
tra lengua, lo que aprendemos es una lengua y no el lenguaje, de
análoga manera a como aprendemos una moralidad y no la mora
lidad como tal. Pero, en un cierto sentido, lo que aprendemos
cuando aprendemos nuestra lengua es a comunicarnos mediante
ella y, por lo tanto, mediante cualquier otra que asimismo apren
damos a partir de ella o desde ella. Y algo muy semejante vendría
a ser lo que ocurre cuando aprendemos la moral de nuestra parti
cular comunidad, a saber, que aprendemos a comportarnos moral-
mente, aprendizaje que en principio nos sería dado reproducir, a
partir de esas experiencias o desde esas experiencias, en distintos
contextos en los cuales nos veamos insertos o nos podamos ima
ginar insertos (la distinción entre «verse inserto» e «imaginarse
inserto» no carece de alguna relevancia, porque mientras a todos
nos es dada en principio la inserción en cualquier contexto coe
táneo de nuestro contexto —y algunos antropólogos parecen haberla
logrado en contextos no sólo remotos, sino notablemente refrac
tarios a la penetración—, ningún historiador podría aspirar a seme
jante inserción, salvo imaginativamente, de no contar con el auxi
lio de una «máquina del tiempo»). Como alguna vez yo mismo he
recordado, de la invocación de un abstracto punto de vista moral,
esto es, de la invocación de algo así como el punto de vista moral,
cabría decir lo que Ortega gustaba de decir del punto de vista de
la eternidad o punto de vista al margen de toda perspectiva, a saber,
que ese punto de vista es ciego, no ve nada y no existe. La mirada
moral arroja siempre una visión en perspectiva, pero la concre
ción de dicha perspectiva no nos clausura en ella, impidiéndonos
360 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

escapar a su angostura, ni mucho menos nos condena a ver el


mundo exclusivamente a través de un agujero. Y la vida moral
puede sin duda ser contemplada desde múltiples perspectivas,
algunas de las cuales, por lo menos, podrían ser usufructuadas por
un mismo agente moral, tal y como diversos agentes morales pue
den no menos compartir una y la misma perspectiva. Frente al abs
tracto punto de vista moral abstractamente concebido desde un
universalismo abstracto, cabe reivindicar, por consiguiente, todas
las concreciones que se quieran de este o aquel punto de vista
moral. Pero sin que por ello nos hayamos de confinar a este o aquel
punto de vista moral concreto, reduciendo a ese éthos nuestra
moralidad.
Ahora bien, lo que acaba de decirse afecta de manera deci
siva, según creo, a la manera como Maclntyre formula lo que él
mismo da en llamar «la hipótesis que considera al patriotismo
como una virtud», cosa que hace valiéndose para ello de un argu
mento en forma de condicional. Helo aquí: «Si, en primer lugar,
es el caso que únicamente puedo aprender las reglas de la moral
en la versión bajo la cual se encarnan en alguna comunidad en
concreto; y si-, en segundo lugar, es el caso que la justificación de
la moral debe hacerse en términos de bienes determinados que se
disfrutan en el seno de la vida de comunidades concretas; y si, en
tercer lugar, es el caso que, característicamente, uno es configu
rado y conservado como agente moral únicamente por medio de
tipos concretos de sostén moral que mi comunidad alienta; enton
ces estará claro que, fuera de esa comunidad, es improbable que
yo me desarrolle como agente moral». De donde Maclntyre extrae
el siguiente corolario: «De ahí que mi lealtad a la comunidad y a
lo que ella requiere de mí —incluso en el caso de que me exija
morir para asegurar su existencia— no pueda ser consecuente
mente contrastado o contrapuesto a lo que la moral requiere de mí
[...] La lealtad a esa comunidad [...] es, desde esta perspectiva, un
requisito previo para la cuestión moral [...] Por lo tanto, el patrio
tismo no sólo es una virtud, sino una virtud fundamental». A lo
que añade, no obstante, una última cautela: «Sin embargo, todo
gira en torno a la cuestión de la verdad o falsedad de las premi
sas propuestas en las anteriores tres cláusulas condicionales, y
nuestra argumentación no llega tan lejos como para permitirnos
emitir un veredicto acerca de este punto». Toda prudencia es poca,
desde luego, y «nunca se peca por exceso de modestia», pero me
pregunto por qué Maclntyre no se ha parado a considerar todavía
una posibilidad aún más fatal para su argumentación.
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

Me refiero a la posibilidad de que aquellas tres premisas sean


verdaderas y la conclusión sea, en cambio, falsa, en cuyo caso la
simple lógica formal obligaría a rechazar su argumentación como
inválida, pues, como es bien sabido, la validez de cualquier argu
mentación deductiva exige que no se dé el caso de que la verdad
de las premisas coexista con la falsedad de la conclusión dedu
cida a partir de ellas. Que es, en rigor, lo que sucede con el argu
mento condicional de Maclntyre, pues mientras sería falso que el
agente moral se vea incapacitado para romper los barrotes de la
celda en la que le aprisiona su comunidad (que era lo que venía a
afirmar el consecuente del condicional), bien podría ser verdad,
por el contrario, que el agente moral deba su condición de tal a
esa comunidad, dentro de la que aprendió un día a conducirse
moralmente, a justificar en base a dicho aprendizaje sus convic
ciones morales y a redondear, en suma, su configuración y con
servación como agente moral gracias al sostén aprestado por la
comunidad en cuestión (que era lo que afirmaban los anteceden
tes de nuestro condicional). Pero con ello no se ha dicho, y nada
más lejos de mi ánimo que pretender decirlo, ni que el patriotismo
no sea una virtud ni que sea un vicio, como vendría sin más a sos
tenerlo el universalismo ético al uso.
Es decir, la discusión entre Maclntyre y ese universalismo
ético, o entre la moral patriótica y la moral ilustrada, merece
todavía un párrafo más, que nos habría de permitir ahora enlazar
con el problema kantiano de la paz por el que comenzábamos.
Para la moral ilustrada que respalda semejante universalismo ético,
el patriotismo es moralmente peligroso porque implica una adhe
sión acrítica, y en última instancia irracional, al proyecto más o
menos sugestivo —en los tiempos que corren, la verdad, casi siem
pre menos que más— de vida en común en que, orteguianamente
hablando, consiste una nación (el término «proyecto», en cual
quier caso, es también empleado por Maclntyre). Pero ello no
siempre tiene por qué ocurrir así, y ni siquiera Maclntyre rehusa
reconocer que la adhesión a aquel proyecto podría ser compatible
con la crítica a la manera como el proyecto haya sido llevado a
cabo o se esté llevando a cabo. E incluso cabría ir más lejos, como
luego se verá, de lo que Maclntyre se hallaría dispuesto a conce
der, llegando a cuestionar patrióticamente la viabilidad del pro
yecto mismo, al que no obstante uno se adhiere por oscuras razo
nes del corazón que las razones de la razón no siempre aciertan a
explicar, como suele acontecer con eso de los sentimientos y, por
lo pronto, con los patrióticos: si se me permite la confidencia, uno
. IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

puede amar, con una suerte de amor-odio si se quiere, a lo que


considera un país mal hecho desde tiempo atrás, cuyo presente no
le suscita grandes entusiasmos y cuyo futuro le parece escasa
mente prometedor, pero a cuya suerte siente ligada la suya propia
por una especie de fatalidad, fatalidad que en este caso no es un
nombre del «destino» ni nada por el estilo, sino sencillamente el
nombre pudoroso bajo el que a fin de cuentas se esconde una deci
sión individual, esto es, la decisión de, pese a todo, continuar
viviendo en ese país, además de asumiendo la carga de su pasado
y sintiéndose concernido por lo que vaya un día a ser de él. En
cuanto a Maclntyre, lo moralmente peligroso sería, en cambio, la
moral ilustrada, cuya abstracción, según sostiene, debilita su fuerza
de motivación y comporta el riesgo de disolución de los vínculos
morales que unen entre sí a los miembros de una comunidad,
vínculos a menudo sustituidos por meros lazos de interés recí
proco. Para Maclntyre, de la misma manera que una familia cuyos
miembros al completo hubiesen trocado por estos lazos de inte
rés sus lazos de «solidaridad» (fenómeno, a decir verdad, no insó
lito en la familia contemporánea ni en modo alguno ajeno a la cri
sis de la familia en nuestro tiempo) ya no sería una familia en la
acepción tradicional de dicho término, tampoco una nación cuyos
integrantes adoptaran una actitud similar sería ya una nación en
sentido estricto y se podría decir que el proyecto que la constituye
ha fracasado, que es justamente lo que sucede, en opinión de nues
tro autor, en los modernos Estados burocráticos, donde apenas
queda lugar para una genuina moral patriótica y el patriotismo se
acaba degradando en simulacro. Para decirlo de otro modo,
el patriotismo pertenecería al orden de la «comunidad» o
Gemeinschaft, de la Lebenswelt o «mundo de vida», cuyos ligá-
menes se aflojan y disuelven en el seno de la «sociedad» o
Gesellschaft, y especialmente bajo la «colonización» impuesta
desde instancias «sistémicas» como el mercado económico o la
administración tecnocrática, porque en efecto esas instancias
—de acuerdo con el diagnóstico que Jürgen Habermas adeuda a
Niklas Luhmann, de quien ciertamente difiere en la terapia que
propone al respecto, como, por descontado, difiere de la propuesta
por Maclntyre— pertenecen ya a otro orden, ¿lo hacen realmente
así?, que el de la moralidad, patriótica o no, y escapan por ende,
¿escapan de hecho?, a la incumbencia de los agentes morales, sean
éstos o no, de nuevo, patriotas. Pero lo preocupante de la defensa
de la moral patriótica emprendida por Maclntyre, que representa
la otra cara de su crítica de la moral ilustrada, radica en que, en
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

lugar de abandonarse a la melancolía, la pasión triste que mejor


se correspondería con la tristeza del paisaje que describe, se entrega
denodadamente al ardor bélico, como lo testimonia esta escalo
friante parrafada que no me resisto a transcribir: «Toda comuni
dad política, excepto si se halla en las más excepcionales condi
ciones, necesita de unas fuerzas armadas permanentes que garanticen
su seguridad mínima. De los miembros de esas fuerzas armadas
cabe exigir el que estén dispuestos a sacrificar sus propias vidas
en aras de la seguridad de la comunidad [la insistencia de Maclntyre
en este punto se asemeja, como se ve, a una obsesión tanática].
Pero también el que su voluntad de actuar así no se vea influida
por su propia «valoración individual» acerca del acierto o desa
cierto de la causa de su país [...] Es decir, los buenos soldados no
pueden ser liberales [recordemos que, para Maclntyre, la moral
liberal es un epítome de la ilustrada]. Y esos soldados deben, por
supuesto, incluir en sus acciones una buena dosis, como mínimo,
de moral patriótica. Por lo tanto, la supervivencia política de cual
quier comunidad, y en especial allí donde la moral liberal se haya
procurado una lealtad a gran escala, dependerá de que haya aún
suficientes hombres y mujeres jóvenes que rechacen esa moral
liberal». De la piedad patriótica representada por el Dulce et deco
rum est pro patria mori, que hablaba de morir más bien que de
matar, hemos pasado casi sin transición a la patriotera jactancia
siempre envuelta en la exaltación del militarismo.
Y aquí es donde se impone retornar a Kant, cuya invitación a
la paz perpetua parece diseñada para hacer frente avant la lettre
a las funestas consecuencias de la lógica militar que presidía el
precedente párrafo de Maclntyre. La propuesta de Kant que antes
veíamos era una propuesta política, aun si de una política pene
trada de sentido ético —o «poli(é)tico», como diría entre noso
tros Pablo Rodenas—, esto es, una «política moral», en la termi
nología kantiana, que para realizarse precisa del Derecho más bien
que de la fuerza, esto es, de un Derecho internacional o «entre
naciones». Y ello quiere decir que la cosmópolis de Kant no es la
del «cosmopolitismo vacuo» que el romántico Herder tacharía
despectivamente de «ilustrado», en un sentido que, desde luego,
no se corresponde gran cosa con las acepciones kantianas de «ilus
tración» ni de «cosmópolis». El cosmopolitismo kantiano era un
cosmopolitismo plurinacional, un cosmopolitismo, diríamos, por
complejización y no por vaciamiento, capaz de hacerse cargo de
la llamada a la «concreción» de Maclntyre, mas sin por ello renun
ciar —como éste hace— a los «derechos universales» de la huma-
3 64 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

nidad, esto es, a ese «derecho del hombre» que invoca Kant al
final de su opúsculo y cuyo respeto considera un deber moral
incondicionado, o sea, un imperativo categórico. Maclntyre no ha
sido nunca lo que se dice un entusiasta de los derechos humanos,
de los que ya en After virtue se tomó la licencia de proclamar que
«no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en bru
jas y unicornios». ¡Como si el problema de los derechos huma
nos fuera un problema «ontológico» o «epistémico» —el pro
blema, a saber, de si tales derechos existen o no existen y podemos
o no podemos creer en ellos— en lugar de lo que rigurosamente
es en tanto que problema «ético», a saber, el problema de si esta
mos o no estamos dispuestos a luchar por instaurarlos! Ahora bien,
tratándose como se trata de un problema ético, la universalidad
de esos derechos, sin embargo, no es algo a conseguir a golpes de
exhortación moral como pretendería el universalismo ético y, más
que la universalidad de iure asegurada por los bienintencionados
filósofos morales que teorizan acerca de los mismos, lo que inte
resa asegurar es la universalidad defacto que realmente los con
vierta en derechos a través y por medio de su «positivación jurí
dica», universalidad que sólo cabe conquistar por recurso a la
práctica política. De donde no se sigue, claro está, que la ética
nada tenga que decir a este respecto, ocupándose, por ejemplo, de
hacer ver que la reflexión en torno a la virtud no está bajo ningún
concepto obligada a detenerse en las mezquinas «fronteras de la
comunidad» tal y como las entiende el comunitarismo a lo
Maclntyre. Pues también la humanidad podría y debería ser enten
dida como una comunidad, esto es, como una «comunidad de
comunidades» si se quiere decir así, lo que por lo pronto vendría
a significar una comunidad de naciones, sean éstas o no Estados,
pero también sin duda de culturas, lo que a su vez cabría enten
der en el sentido, peligrosamente «geoestratégico», de un Samuel
Huntington, o en el para mí mucho más grato del «cosmopolitismo
multicultural» de un Thomas McCarthy. La ética comunitaria, por
lo tanto, puede y debe extenderse a la humanidad entendida, en
un sentido nada metafísico, como la spaceship Earth de Kenneth
Boulding, la «aeronave espacial Tierra» dentro de cuyo pasaje ha
de tener cabida no sólo la totalidad de la comunidad presente de
la especie, sino asimismo su memoria histórica y la planificación
racional de su futuro. Y, como ya se dijo más arriba, no necesita
en modo alguno constreñirse al éthos comunitarista de Maclntyre
—válido sólo en relación con quien sea «uno de los nuestros»,
como en la película de gángsteres de Scorsese— ni mucho menos,
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

obviamente, al étnos o la supuesta raza de una comunidad más


restringida que la comunidad humana en su extensión total. Es en
este sentido, en fin, como una ética comunitaria haría justicia a
los «fueros de la universalidad», que lisa y llanamente son los fue
ros de la humanidad, sin necesidad de incurrir tampoco en los
excesos de ningún grandilocuente universalismo ético, como, pon
gamos por caso, los excesos universalistas de un Karl-Otto Apel
y su famosa comunidad ideal de comunicación, encargada para él
de fundamentar trascendentalmente su propia ética comunicativa
o discursiva. Cuando aprendemos nuestra lengua materna, decía
mos antes, aprendemos a «comunicarnos» no sólo en esa lengua,
sino asimismo en cualesquiera otras que pudiéramos aprender,
afirmación sin duda más modesta que la de que hemos aprendido
«el» lenguaje en algún sentido trascendental de la expresión; y,
prosiguiendo con la analogía sugerida en su momento, cuando
aprendemos a comportarnos moralmente dentro de una comuni
dad, podemos extender lo que aprendimos a otras comunidades y,
en el límite, a la comunidad humana... que continuaría siendo aquí
y ahora una comunidad en el sentido sociohistórico del término
y no tendría por qué llegar a tanto como constituir una comuni
dad «ideal» o trascendental, comunidad por otra parte imposible
de concretar en lugar o instante alguno y en cuyo nombre nadie
podría hablar sino los individuos reales que pueblan hoy por hoy
este planeta, lo que la torna redundante por demás.
Pero, aun si los fueros de la universalidad han de ser defen
didos con alguna mayor circunspección de lo que acostumbra a
hacerlo el universalismo ético al uso, lo cierto es que reclaman
ser defendidos frente a malinterpretaciones como las que deja tras
lucir el siguiente fragmento del ensayo de Maclntyre, el último
que citaré de él y en el que trata de ejemplificar la radical incom
patibilidad entre la moral universalista y la moral del patriotismo
a través de una crítica del programa de «americanización» —esto
es, norteamericanización— de los inmigrantes llevado a cabo por
los Estados Unidos en los últimos años del siglo xix y lo que va
del xx: «Hegel emplea una útil distinción que lleva a cabo por
medio de los términos Sittlichkeit y Moralitat. La Sittlichkeit es
la moralidad ordinaria de cada sociedad en particular (esto es, su
éthos) y no pretende ser nada más que eso. La Moralitat predo
mina más bien en la esfera de la moral racional, universal e imper
sonal propia de la moral liberal tal como la he definido yo. Lo que
de hecho se les enseñó a aquellos inmigrantes es que habían dejado
atrás países y culturas en los que la Sittlichkeit y la Moralitat eran
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

ciertamente distintas y frecuentemente opuestas, y que habían lle


gado a un país y a una cultura en los que la Sittlichkeit era preci
samente la Moralitat. Y así, para muchos (norte)americanos, la
causa de (Norte)américa entendida como objeto de consideración
patriótica y la causa de la moral, entendida como la entiende el
moralista liberal, llegaron a ser identificadas. La historia de esa
identificación (que pretendía fundir los lazos y solidaridades par
ticularistas con los principios de la moral universalista) no podía
ser, a la postre, más que una historia de confusión y de incohe
rencia». Para ser franco, y puestos a criticar la política de inte
gración social de la inmigración en los Estados Unidos, confieso
haber leído críticas más agudas y lúcidas que ésta. Por ejemplo,
la que arremete contra el intento de «derretir» las diversas
Sittlichkeiten o «eticidades» de la población inmigrante en el «cri
sol» de una Sittlichkeit o un éthos nacional más amplio —la lla
mada política del melting pot—, arrasando de esta manera las dife
rencias de las minorías, esto es, sus respectivas identidades, de
suerte que cuando éstas quisieron reaccionar contra dicha política
—en especial por lo que se refiere a las minorías más resistentes
a la asimilación, como en el caso de la minoría negra pero tam
bién el de la hispana— se vieron condenadas a abanderar la defensa
de su diferencia y/o su identidad bajo el equívoco marbete de la
ethnicity, lo que contribuiría naturalmente a incrementar su inde
fensión o a llevarles a encauzar esa defensa por vías culturalmente
deprimidas, rayanas en la marginación, e incluso por recurso a la
violencia, desde el Black Power a los Black Panthers, pasando
por los Black Muslims. Pero el despropósito de más envergadura
en el diagnóstico de Maclntyre o, por lo menos, el que a mí me
interesa destacar, hay que buscarlo en otra parte. Concretamente,
en su caracterización de la Moralitat, que se limita a subrayar en
ella el componente de universalidad que efectivamente connota
desde por lo menos los tiempos de Kant, pero atenúa, hasta casi
la preterición, la relevancia de un otro componente de la misma
no menos decisivo para Kant como es el de la autonomía indivi
dual, con cuya mención retomo un cabo suelto sobre el que pro
metí volver líneas atrás, a saber, el cabo del individualismo ético
que Maclntyre —en su enumeración, recordemos, de las tesis capi
tales de la moral ilustrada— resumía, y resumía bien, como la tesis
de «que las unidades que componen el contenido de la moral, así
como sus agentes, son los seres humanos individuales y que, en
lo que atañe a las estimaciones de orden moral, cada individuo
debe contar como tal y nadie debe contar sino en tanto que tal».
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

Se trata de una cuestión que he dejado para este momento, o


que traigo ahora a colación, por lo siguiente. La situación de un
país como los Estados Unidos que describía más arriba Maclntyre
reproduce, si nos fijamos bien, la de la cosmópolis plurinacional
para la que confeccionó Kant su plaidoyer en pro de una paz per
petua. Pues cualquier «metrópolis» contemporánea, en el sentido
traslaticio que permite aplicar este vocablo a una nación y no sólo
a su capital, tiende hoy a ser una metrópolis plurinacional, espe
cialmente como resultado de los crecientes e imparables flujos
migratorios que se registran a escala mundial. Pero, por lo demás,
países como el nuestro han sido desde antiguo plurinacionales por
razones históricas. En nuestros días se ha discutido si España debe
ser conceptuada como una «nación de naciones», según reivindi
carían que lo fuera las nacionalidades históricas que dentro de ella
remontan sus orígenes a la Edad Media, o como una «nación de
ciudadanos», de acuerdo con el concepto de nacionalidad impuesto
con la Modernidad. Mas la cuestión no estriba, evidentemente, en
preferir ser «medievales» o «modernos». Y, si se acepta el dictum
de Renán que citábamos al comienzo y otorgaba a la voluntad de
los individuos la última palabra a tal respecto, habría que dejar a
éstos la decisión sobre el mejor modo de conjugar nacionalidad y
territorialidad, nacionalismos culturales y nacionalismos políti
cos, etcétera, incluida la decisión sobre la plurinacionalidad.
Comoquiera que sea, lo cierto es que España lleva siglos perfi
lando su condición de nación de naciones, dentro de la que habría
que resaltar como merece su condición de país de «judíos, moros
y cristianos», auténtico preludio de la experiencia de mestizaje
desarrollada ulteriormente en la América hispánica. E incluso si
la plurinacionalidad comportase el riesgo de desembocar, como
parecen temer algunos, en una orgía de las diferencias, cuando
aquélla adquiere rasgos de hecho incontrovertibles tal vez lo indi
cado sea enfrentarse a la misma sin tapujos, tratando en todo caso
de prevenir las consecuencias que a partir de su reconocimiento
se tengan por indeseables.
En cualquier género de metrópolis plurinacionales, cuando
por fortuna se trata de países democráticos, la democracia hará
sin duda bien en reivindicar la noción de «participación» como
base de la ciudadanía frente a la noción de «pertenencia» carac
terística de la moral patriótica, que por definición excluye como
impertinentes a los procedentes de otras patrias o a los apatridas.
368 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

Por desgracia, hay que añadir a lo antedicho que para muchos


inmigrantes en tales metrópolis no pasa a veces de ser un sueño
la reivindicación de «derechos de ciudadanía», habida cuenta de
que con frecuencia ni siquiera disfrutan de derechos humanos.
Ahora bien, de la configuración de una identidad nacional sobre
la base de la participación democrática se ha podido decir que
nada tiene ya que ver con el patriotismo, como no sea esa forma
de patriotismo por cortesía al que Habermas —siguiendo a Dolf
Sternberger— ha dado el nombre de «patriotismo de la
Constitución». El asunto es intrincado, puesto que no es lo mismo
que se oponga a este último la ciertamente respetable «vivencia
compartida de una historia común», que a lo sumo podría dege
nerar en algún huero tradicionalismo de corte historicista, o la
deleznable apelación biologicista a «la sangre y el suelo» —el cri
terio del Blut und Boden, acaso pretendidamente refinado con el
ornamento de la genética, incluida, me imagino, la de poblacio
nes— que degrada la historia humana a una pieza de historia natu
ral, constituyendo apenas un disfraz del racismo y un pretexto para
la xenofobia. Pero dejando a un lado esas u otras alternativas dis
ponibles —como el «acto de fe» que, según Borges, resolvería
con tres palabras cualquier duda en materia de identidades nacio
nales—, ¿es aún un patriotismo el patriotismo constitucional! Por
lo que a mí respecta, me inclinaría a responder con una negativa
y ello precisamente en función de lo que las Constituciones demo
cráticas tienen de bueno, que es el establecimiento político de un
marco legal en el que puedan coexistir incluso ciudadanos de diver
sas nacionalidades siempre que éstas gocen de suficiente autono
mía, ejercida por vías más o menos federativas y hasta por vía
confederal, y en tanto que sus miembros no quieran ejercer su
posible «derecho a la autodeterminación» y darse desde éste otra
Constitución de cuño propio. Así pues, si una Constitución demo
crática diseñara «un espacio de coexistencia» de diferentes patrio
tismos, lo mejor sería, pienso, no mezclar el patriotismo con la
Constitución y abandonar la fórmula del patriotismo constitucio
nal para pasar a hablar sin más de respeto a la democracia, que es
lo que verdaderamente se halla en juego cuando se habla de par
ticipación política en cualesquiera de sus variedades imaginables.
Pero si he mencionado el patriotismo constitucional es por
que a Sternberger —el acuñador de la fórmula en la Alemania de
los ochenta, lo que le valió del schmittiano recalcitrante Günter
Maschke la lindeza de ser considerado un «guardián del statu
quo»— no le es desconocida la idea de la disidencia, de la que se
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

ha ocupado brillantemente en algún libro de esos mismos años.


Y ello me da pie a sugerir, aun sin atribuir la inspiración de seme
jante sugerencia a aquella fuente, todavía una nueva variedad de
patriotismo a la que, a falta de mejor nombre, llamaría ahora
«patriotismo disidente». La voluntad individual —tan desdeñada,
como vimos, por Maclntyre— ha de prestar algún consentimiento,
siquiera sea tácito, para que quepa hablar de esa imbricación de
identidades individuales e identidad nacional en que consiste una
nación, al menos si los sujetos imbricados aspiran a algo más que
a la forzada «sujeción» que los convierte en subditos. Y en oca
siones se requiere que aquel consentimiento se haga explícito, ya
sea a la hora de votar una Constitución que englobe, en el sentido
antes indicado, a una serie de nacionalidades bajo un mismo Estado,
ya sea cuando los individuos de una de dichas nacionalidades se
pronuncian en referéndum sobre la autodeterminación de esta
última (lo que siempre parece preferible a la socorrida definición
de la nación como «un idioma sustentado por las armas», tanto si
dichas armas son las de un ejército —como el de nuestro país, al
que el título VIII de la Constitución vigente encomienda la sal
vaguarda de la unidad nacional dentro del Estado español— cuanto
si son las de una banda de lunáticos, que para ciertos indepen-
dentistas vascos constituye todavía, por lo visto, el mejor proce
dimiento para deslegitimar una aspiración que de suyo pudiera ser
perfectamente legítima). Como se dijo ya a propósito de Maclntyre,
la lealtad patriótica no es, sin embargo, incompatible con la crí
tica, y ésta puede llegar en ocasiones lo suficientemente cerca del
disentimiento como para ser acusada de incurrir en deslealtad
hacia el proyecto nacional monopolizado por el patriotismo faná
tico. Un patriotismo éste que es al que le conviene, no al otro, la
soberbia descalificación del patriotismo como «el último refugio
de los bribones» proferida por el doctor Johnson. En España, sin
duda, sabemos algo de todo eso, pues contamos con una larga tra
dición de patriotismo crítico, y en ocasiones abiertamente disi
dente, encarnada por nuestros heterodoxos, nuestros ilustrados,
nuestros exiliados, etcétera, etcétera, etcétera. En cuanto al paso
del patriotismo crítico al patriotismo disidente, cuyas fronteras
están lejos de ser nítidas, diría que se produce cuando el patriota
cuestiona —mas sin llegar del todo a deshacerse de ella o a rom
per con ella frontalmente— su propia identidad nacional, esto es,
su apropiación individual de esta última, bien sea por negarse a
hacerla prevalecer sobre otras identidades a costa de atentar con
tra la condición humana (la honrosa tradición inaugurada entre
LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

nosotros por Las Casas), bien sea por resistirse a hacerla consis
tir en un simple producto de la dialéctica amigo-enemigo que lleva
a preferir lo peor de las propias tradiciones a lo mejor de las tra
diciones ajenas (el drama de un Jovellanos ejemplificaría bien este
caso), bien sea, en fin, porque en el seno de la propia identidad
nacional se reproduce de algún modo aquella dialéctica de amis
tad y enemistad, originándose así un conflicto, incluso cruento,
de identidades (el secular enfrentamiento de las dos Españas, que
desembocó en la tragedia de nuestra última guerra civil, consti
tuiría la mejor, quiero decir la peor, muestra que se me ocurre de
un tal conflicto de identidades, en que los patriotas de ambos ban
dos competían hasta en patriotismo). Algunos intelectuales patrio
tas de aquella época trataron de superar el conflicto fratricida pro
pugnando una «tercera vía» que, al permitirles no alinearse ni con
uno ni con otro de los dos bandos en discordia, equivalía de hecho
a una proclamación de neutralidad, pero también los hubo que,
así el viejo Unamuno poco antes de su muerte, propugnaban la
alterutralidad, esto es, el intento desesperado de abrazar a la vez
las posiciones de uno y otro bando, como una fórmula, conmo-
vedoramente paradójica, de concordia. Y, en otro orden de cosas,
también el individuo inserto en una realidad plurinacional puede
verse obligado a complejizar su propia identidad personal, adop
tando simultáneamente diferentes «posiciones de sujeto» —sin
tiéndose, por ejemplo, catalán y español a un mismo tiempo—, y
hasta a multiplicar su yo en formas, a veces arduas y hasta dolo-
rosas, de «yo múltiple», en que el conflicto de lealtades puede lle
var incluso a la escisión esquizofrénica, como en el caso de no
pocos ciudadanos vasco-españoles desgarrados por su parigual
repudio del terrorismo etarra y el terrorismo de Estado. Y ése es
también, sin duda, el caso —para no salir de nuestra cultura his
pánica— de la «subjetividad del converso» en la España que dis
curre del Renacimiento al Barroco o, en nuestra América, el de la
subjetividad mestiza, así el caso de los historiadores mestizos de
la Conquista, como los mexicanos Fernando de Alva Ixtlilxóchitl
o Hernando Alvarado Tezozómoc y Garcilaso de la Vega el Inca
en el Perú.
En todos esos casos, la lealtad patriótica del individuo puede
ser requerida desde una pluralidad de instancias o de «voces»,
para decirlo con Albert Hirschman, que convierten al individuo
en «polifónico», individualismo polifónico éste que sería la corres
pondencia —a nivel individual— del cosmopolitismo multicultu
ral al que antes aludimos, el cual vendría a su vez a ser la lógica
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

respuesta a una situación generalizada de «mestizaje cultural» a


nivel internacional.
En un positivo rapto de autoironía, Maclntyre se ha pregun
tado en alguna ocasión si —así como Aristóteles teorizaba sobre
la polis precisamente en el momento en el que la Ciudad—Estado
griega estaba ya dejando de ser una realidad— sus propias refle
xiones sobre el patriotismo no estarían teniendo lugar en el ocaso
del Estado-Nación. Ése es, en cualquier caso, el destino que parece
aguardar al buho de Minerva, cuyo vuelo al atardecer no tiene
verosímilmente otro significado que el del reconocimiento de que
los filósofos llegamos siempre tarde. ¿En qué medida afectará esa
consideración —que por supuesto hemos dejado para el final con
la exclusiva intención de ahorrarnos alguna que otra contradic
ción performativa— a nuestras propias reflexiones acerca de la
propuesta cosmopolita del Kant de La paz perpetual
El mayor beneficiario de la conversión de la cosmópolis en
«aldea global» o —para quienes, como es mi caso, prefiramos la
lectura de Telépolis de Javier Echeverría a la de Understanding
Media de Marshall McLuhan— la conversión de la cosmópolis
en «telépolis», lo que en la actualidad parece más asunto de una
constatación que de una prognosis, tendría que ser el individuo,
pues éste es siempre quien se beneficia de aquellas formas de orga
nización social que se acreditan como más capaces de integrar una
mayor pluralidad de diferencias. Y la telépolis sería, al menos en
la descripción que Echeverría nos ofrece de ella, una sociedad plu-
rilingüística, pluricultural y pluriétnica, bastante más capaz de
estimular la diversificación, en lugar de la homogeneización, que
las patrias tradicionales entendidas como sociedades monolin-
gües, regidas por una sola cultura y formadas por una sola etnia.
Ello no obstante, y como el propio Echeverría señala, la subordi
nación, y no ya sólo la pasividad, que muchas tecnologías tele-
politanas imponen sobre sus usuarios podría privar a los telepo
litas de su condición de individuos libres, llevándoles a la esclavitud
bajo una telépolis totalitaria (él mismo recuerda 1984, pero de la
disutopía de Orwell se ha podido decir, al fin y al cabo, que la
esclavitud impuesta por el ojo que nos mira es considerablemente
menor en el fondo que la de la pantalla del televisor que no deja
mos de mirar). La telecracia sería, así, esa forma de poder que
—a través, sobre todo, de las diversas concreciones del Cuarto
Poder potenciado como «telepoder»— posibilitaría una interven
ción prácticamente incesante de los poderosos sobre los a ellos
sometidos. La telépolis podría evolucionar, por consiguiente, hacia
372 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

una forma de Imperio más despótica que ninguna de las hasta ahora
conocidas, aunque de los telepolitas dependería que, por el con
trario, se orientase hacia un tipo de sociedad planetaria en la que
sean posibles cotas de participación y democracia directa como
nunca se habrían dado en la historia: «En Telépolis no sólo es posi
ble técnicamente que el poder se haga presente en todo momento
en los domicilios de los ciudadanos, sino que (si los instrumentos
de comunicación fueran bidireccionales) también sería factible la
posibilidad inversa [...]. La moderna tecnología comunicativa per
mite, en efecto, que cualquier ciudadano pueda emitir su opinión
teniendo garantizado, por una parte, que su mensaje va a llegar al
destino preciso sin interferencia ni modificación alguna, y tam
bién por otra el anonimato, caso de que libremente prefiera de este
modo manifestar aquella opinión [Echeverría menciona, entre
otros, el recurso al correo electrónico; pero de formas menos evo
lucionadas de democracia telemática, como la posible emisión de
voto —tras la retransmisión de un debate parlamentario televi
sado— gracias a algún artilugio acoplado a nuestro aparato recep
tor, yo mismo he dicho alguna vez que no cabría esperar que con
tribuya a garantizar la «igualdad política» más de lo que la
instalación de cajeros automáticos en los Bancos garantiza la igual
dad económica] [...]. Lo que resulta factible (de acuerdo con las
bases tecnológicas para promover la profundización en la demo
cracia telepolitana) esla participación permanente y activa de los
ciudadanos en cuantas cuestiones se sientan concernidos». Por
esta vía, la telépolis podría llegar incluso a convertirse en una tele
acracia, en cuyo caso la denominación más apropiada para ella
tal vez hubiera de ser la de «caópolis» por contraposición a la cos
mópolis. Pero me pregunto si para semejante acceso a la telépo
lis no se seguiría precisando de algún modo la mediación de lo
que —echando mano de un grecismo un tanto macarrónico—
cabría llamar ahora la prosépolis (esto es, la comunidad de los
cercanos o los «próximos» con los cuales poder comunicarnos,
como comienza a ser cada día más difícil hacerlo, a través de los
medios todavía a nuestro alcance de «prosecomunicación» en
cuanto diferentes de los de «telecomunicación»). Ello acaso requiera
aún de nosotros, si no ya las virtudes del patriota —pues, en la
hipótesis en la que nos movemos, las identidades nacionales podrían
muy bien haber cedido definitivamente el paso a nuevas formas
de identidad postnacional—, al menos sí las del prosepolita. Es
decir, las del individuo que para llegar a considerarse parte de la
comunidad humana, de la humanidad, necesita a su vez humani-
LOS PELDAÑOS DEL COSMOPOLITISMO

zarse interactuando en comunidades intermedias, que oficiarían


como peldaños insustituibles de la cosmópolis y en las cuales
aquél aprendería a descubrir a los otros como sus semejantes en
contextos asimismo humanos, en lugar del vasto espacio inhós
pito e inhumano que para un Stephen Toulmin se constituiría, en
caso contrario, en el ineluctable «destino de la cosmópolis».
Entre tales formas de prosecomunicación, y a la altura de los
tiempos en que nos encontramos, cabría que el individuo tratara
de servirse de su adhesión a, o su refugio en, alguna de las «for
mas de cultura diferenciada» supervivientes para contribuir a pre
servar la variedad y la riqueza cultural de nuestro mundo frente
al riesgo nada improbable de su uniformación civilizatoria. En
cuyo caso, la conflictividad que la propuesta kantiana de La paz
perpetua trataba de conjurar podría seguir latente, pues no en vano
Huntington —a quien se ha aludido más arriba— presagia que los
«conflictos entre civilizaciones» (que, en rigor, lo serían entre cul
turas, como la occidental, la islámica o la china) heredarán en el
futuro la potencialidad letal acumulada en el antagonismo de blo
ques ideológicos, y por supuesto militares, anterior a la caída del
Muro de Berlín. Y cualquier cosa que sea lo que haya de ocurrir
en ese período de transición hacia Telépolis, si no estamos ya en
ésta, tampoco las futuras relaciones entre «telécratas» y «teleá
cratas» se hallarán presumiblemente exentas de conflictividad,
sin duda bajo modalidades inéditas de conflicto cuya descripción
requeriría de la imaginación de algún Spielberg.
Por eso, y para concluir, añadiré que encuentro sumamente
acertada la traducción propuesta por nuestro colega mexicano
Carlos Pereda del Zum ewigen Frieden de Kant, que, más que
como «Hacia la paz perpetua», prefiere interpretar como «Hacia
la paz, perpetuamente», dando a entender de esta manera que lo
que verdaderamente hay que perpetuar es la lucha por la paz más
bien que la paz misma, que acaso sea en definitiva inalcanzable.
La transformación de los adjetivos en adverbios fue ya ensa
yada con fortuna por Aristóteles cuando leía la afirmación de que
el acto de un hombre es «bueno» como queriendo decir que ese
hombre está actuando «buenamente», pero, como no soy un neo-
aristotélico a lo Maclntyre, no es eso lo que me interesa aquí elo
giar. No creo, en cambio, que haga falta declararse neokantiano
para acordar con Kant que embarcarse en esa lucha por la paz
—el si vis pacem, para pacem en vez de para bellum— consti
tuye un esfuerzo inexhaustible o una «tarea infinita», que es como
él daba en concebir el esfuerzo moral. Un esfuerzo que no tendría
374 LA PAZ Y EL IDEAL COSMOPOLITA DE LA ILUSTRACIÓN

por qué arredrarse ante las invectivas de Hegel contra la «mala


infinitud» o infinitud sin fin, la infinitud no escatológica, la única
«buena infinitud» o infinitud tolerable desde un punto de vista
ético, mas cuyo éxito tampoco me parece que tenga mucho que
esperar, dijera lo que dijera la filosofía kantiana de la historia, del
concurso de la Providencia, el Destino o la Naturaleza supuesta
mente encargado de asegurarnos un final feliz.
De modo que, a la hora de despedirnos, me acogeré a mi vez
al animoso lema de Pereda que, pese a todos los pesares, nos incita
a no cejar en el empeño: «Hacia la paz, perpetuamente», y que los
ánimos no decaigan.
COLECCIÓN VENTANA ABIERTA
Pobreza, conflicto y esperanza: un momento crítico para Centroamérica. Informe de
la Comisión Internacional para la Recuperación y el Desarrollo de Centro-américa
(Informe Standford).
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Aranguren, J. L. L.: Moral de la vida cotidiana, personal y religiosa (2.a ed.).
Ballesteros, J.: Ecologismo personalista. Cuidar la naturaleza, cuidar al hombre.
Ballesteros, I.: Postmodernidad: decadencia o resistencia.
Bilbeny, N.: Humana dignidad. Un estudio sobre los valores en una época en que si
guen tan escasos.
Boladeras, M.: Comunicación, ética y política. Habermas y sus críticos.
Bonete Perales, E.: Aranguren: La ética, entre la religión y la política.
Bonete Perales, E.: Eticas contemporáneas.
Bonete Perales, E.: La faz oculta de la modernidad. Entre la teoría sociológica y la ética
política.
Bonete Perales, E. (Coord.): Éticas de la información y deontologías del periodismo.
Borbón Parma, M. T. de: Cambios en México.
Brufau Prats, J.: Hombre, vida social y Derecho.
Calvo Buezas, T.: Crece el racismo, también la solidaridad. Los valores de la juven
tud en el umbral del siglo XXI.
Calvo Buezas, T.: El racismo que viene. Otros pueblos y culturas vistos por profesores
y alumnos.
Calvo González, J.: El discurso de los hechos. Narrativismo de la interpretación ope
rativa.
Castresana, A.: Catálogo de virtudes femeninas. De la debilidad histórica de ser mujer
versus la dignidad de ser esposa y madre.
Conill, J.: El enigma del animal fantástico.
Corraliza, I. A.: La experiencia del ambiente. Percepción del medio construido.
Cortina, A.: Ética aplicada<y democracia radical.
Cortina, A.: Ética minima (3.a ed.).
Cortina, A.: Ética sin moral (2.a ed.).
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Eymar, C: Karl Marx, crítico de los derechos humanos.
Eymar, C: La Revolución francesa y el marxismo débil.
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