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CONFUSION EN LA PREFECTURA DE JULIO RAMON RIBEYRO.

La acción ocurre en un alejado pueblo de provincia. Oficina modesta con un mapa del Perú, un
escritorio, una silla, un viejo sillón, un radio antiguo contra la pared. Puerta a la izquierda que da a
la calle. Al levantarse el telón el prefecto se encuentra sentado ante su escritorio, bostezando. Lleva
un saco de pijama grueso amarrado a la cintura con un cordón. Sus cuatro pelos están bien
peinados.

PERSONAJES:
EL PREFECTO (María José).- Juan Sandia, 50 años, calvicie acusada, bigotillo con
las puntas ligeramente levantadas, nariz rojiza.
EL GOBERNADOR (Noelia).- Jaime Toro, mestizo de 35 años, sombrero blanco y poncho
corto de vicuña.
EL ALCALDE (Maizum).- Cuarentón, gordo, traje negro de pana con chaleco y
cadena de reloj.
LOCUTOR: (Mía Liv)
VOZ PRESIDENCIAL (María Marín)

PREFECTO.- (Solo) ¡Ah, que descansada vida se lleva en estos pueblos! Buen clima, buena leche,
buena carne. De vez en cuando una reunión donde el alcalde, otra donde el señor cura. Esto sería
el mismo cielo sino quedara tan lejos de Lima. ¡Y sobre todo los regalitos! Regalitos de los
hacendados y, también de los indígenas, un carnerito por aquí, una bombita por allá…
GOBERNADOR.- (Entrando a la carrera) ¡Señor prefecto! (Se ahoga) ¡Señor prefecto!
PREFECTO.- (Se pone de pie) ¿Qué sucede? ¡Hable usted, señor gobernador!
GOBERNADOR.- ¡Han derrocado al gobierno! ¡Acabo de oírlo en la radio del bar Bacará, donde
tomaba desayuno!
PREFECTO.- ¡Imposible!
GOBERNADOR.- ¡Se lo juro! Sucedió anoche… es decir, esta madrugada.
PREFECTO.- ¿Y cómo se han atrevido? (golpea su escritorio) Si nuestro presidente hace un año
que está en el poder. Pero, ¿está usted seguro de lo que dice?
GOBERNADOR.- (Señalando el radio) Encienda usted el aparato. Están dando el noticiario.
PREFECTO.- (Dirigiéndose a la radio) Debe ser una falsa alarma. (Enciende el radio y se escucha
el final de una marcha militar).
LOCUTOR.- ¡Últimas noticias! El señor presidente, don Héctor Verdoso renunció esta madrugada
de sus funciones para evitar derramamiento de sangre. El golpe de estado fue dado por el general
Camilo Chumpitaz al frente de la división blindada.
PREFECTO.- (Cogiéndose la cabeza) ¡Y sólo tengo seis meses de prefecto! (Incrédulo) No, no y no.
No lo creo. ¡No lo creo, señor gobernador!
GOBERNADOR.- Pero escuche usted.
LOCUTOR.- A las cuatro de la madrugada, sin que nada lo dejara prever, una columna blindada
llegó ante Palacio de Gobierno, y después de una breve escaramuza con la escolta de guardia…
(Ruidos en la radio, la emisión se interrumpe).
PREFECTO.- ¿Qué pasa? Sintonice usted bien. (Siguen los ruidos).
GOBERNADOR.- (Mueve los botones) No se escucha nada... Se debe haber perdido la onda. (Los
ruidos cesan).
PREFECTO.- (Preocupado) ¡La onda, la onda…! Nuestro ilustre mandatario, don Héctor Verdoso,
un verdadero patricio, derrocado… y ¿por quién además? Por un, por un…
GOBERNADOR.- Ya lo oyó usted: por el general Camilo Chumpitaz.
PREFECTO.- ¿Chumpitaz? ¡Hay tantos generales, Santo Dios! ¿Qué Chumpitaz será éste? ¿El
antiguo ministro de gobierno?
GOBERNADOR.- El mismo.
PREFECTO.- Lo conozco… es decir, lo vi una vez en palacio. Debo reconocer que es un militar de
prestigio,… Pero, dadas las circunstancias, es inadmisible que se haya atrevido.
GOBERNADOR.- Por lo que pude oír en el Bacará,…“el país estaba en el caos”.
PREFECTO.- Vaya, eso es una exageración… Claro, que si uno mira las cosas con cierta objetividad,
todo no marchaba muy bien, hay que reconocerlo. Había un déficit por aquí, una pequeña inflación
por allá… El presidente Héctor Verdoso hacía lo que podía, pero…
GOBERNADOR.- (Anticipándose) ¡Pero carecía de carácter…! ¿No es eso señor Prefecto? En
confianza le diré que yo no tenía mucha fe en su gobierno.
PREFECTO.- (Convencido) ¡Usted lo ha dicho! Falta de confianza, no sé, algo como una
corazonada que me decía: “no te fíes mucho de ese Verdoso”.
GOBERNADOR.- En cambio, lo que el país necesita, es un hombre de carácter…
PREFECTO.- (Completando) como el ilustre general Chumpitaz, para poner un ejemplo…
GOBERNADOR.- Completamente de acuerdo.
PREFECTO.- Sí, querido señor gobernador. Eso tenía que suceder. Cuando el país cae en el caos,
es necesario que alguien intervenga para poner orden, para garantizar los derechos…. Creo que no
debemos perder tiempo. En el acto hay que manifestar nuestra adhesión al nuevo gobierno. Fíjese,
corra usted a la oficina de correos y ponga rápido un telegrama…
GOBERNADOR.- ¿En qué términos?
PREFECTO.- Escriba usted: “Felicitaciones brillante paladín democracia stop, valiente actitud
derrocar gobierno incapaz stop. … Bueno, etcétera (repetir). Firmado, Juan Sandia, Prefecto de
Huanta y Jaime Toro, Gobernador…” ¡Pero vaya usted, apúrese! (El gobernador se pone su
sombrero y sale corriendo) ¡Uf, qué problema! Hacerme esto a mí que estoy sólo seis meses aquí.
No se lo perdonaré nunca a ese vil Verdoso.
ALCALDE.- (Entra resollando) ¿Es cierto, señor, que nuestro ilustre presidente Héctor Verdoso ha
sido expulsado de palacio?
PREFECTO.- (Colérico) ¿Qué es eso de ilustre señor Verdoso? ¡Verdoso a secas, señor alcalde!...
Sí, es cierto. Un valeroso militar, harto de las tropelías de este civil incapaz, resolvió anoche dar un
ejemplo de civismo a la nación y le arrebató el mandato que injustamente desempeñaba.
ALCALDE.- ¿Y quién es ese militar?
PREFECTO.- ¡Tenga usted un poco de respeto! Diga “ese representante de las fuerzas armadas”.
Es el general Camilo Chumpitaz.
ALCALDE.- (Dubitativo) ¿Chumpitaz?
PREFECTO.- ¡Qué! ¿No lo conoce? ¿Es posible que no conozca al general Chumpitaz?
Se escucha la radio…
LOCUTOR.- (Precipitadamente) Radio Nacional reanuda su emisión interrumpida por causas
ajenas a nuestra voluntad. Les pedimos disculpas por el incidente, pero nuevamente en el aire al
servicio de la ciudadanía.
PREFECTO.- Oiga usted. Entérese de lo que pasó.
LOCUTOR.- Nos vemos obligados a rectificar nuestra información dada hace unos minutos. El
servicio de información de palacio nos comunica que el presidente Héctor Verdoso no ha
renunciado, sino que después de un animado debate con el general Camilo Chumpitaz convenció a
este último a desistir de su tentativa de tomar el poder.
PREFECTO.- ¿Eh?
LOCUTOR.- En consecuencia, el mandatario legítimamente elegido continúa desempeñando la
máxima magistratura.
PREFECTO.- (Fuera de sí) ¡Dios! ¡Corra, corra, vuele señor alcalde! ¡Apúrese!
ALCALDE.- ¡Pero no entiendo nada! ¿Y el ilustre general Camilo Chumpitaz?
PREFECTO.- ¡No lo conozco! ¡No lo conoce nadie! ¡Aquí no hay ningún general ilustre! ¡Corra
detrás del gobernador que debe estar llegando al correo y dígale que no ponga el telegrama!
ALCALDE.- (Sin entender) ¿Telegrama?
PREFECTO.- (Empujándolo hacia la puerta) ¡Vamos, de una vez! (Sale el alcalde) ¡Uf, qué historia!
(El prefecto se abanica con su pañuelo). Si no lo agarra antes que despache la lealtad…
LOCUTOR.- Ahora transmitiremos una marcha, mientras esperamos la llegada del mensaje que el
presidente Héctor Verdoso ha anunciado para tranquilizar a la ciudadanía.
PREFECTO.- (Apaga el radio) ¡Nada de marchas! (Reflexiona) Será sin dudas un mensaje
deslumbrante. ¡Qué dolor de cabeza Dios, y a las ocho de la mañana!
GOBERNADOR.- (Aparece a la carrera) ¡Todo arreglado! (Respira).
PREFECTO.- ¡Pero hable!
GOBERNADOR.- Figúrese usted, ¡con las justas! Le estaba entregando ya el telegrama a la
empleada, cuando llegó el alcalde. ¡Se lo tuve que arrancar de las manos! ¡Uf, que carreras! En fin,
todo se arregló… ¿quiere decir entonces que no ha pasado nada?
PREFECTO.- ¿Cómo que nada? ¿Le parece poco que ese traidor militar Chumpitaz, haya intentado
darle un golpe artero a nuestro ilustre presidente don Héctor Verdoso? Ah no, no, no. ¡Yo reclamo
contra él una grave sanción! Vea, le voy a dictar otro telegrama.
GOBERNADOR.- (Saca una libreta) ¡A sus órdenes!
PREFECTO.- (Mirando el cielo raso, solemne) “Su excelencia, don Héctor Verdoso…” No, ponga
así: “Excelentísimo señor don Héctor Verdoso, Presidente de la República del Perú stop (Pausa)
Autoridades Huanta y encabezadas Prefecto Sandia aplauden gran lección de civismo legítimo stop,
felicitan mandatario valiente actitud stop, adhesión incondicional término feliz, etc, etc… stop”.
¡Espere! Añada usted: “Exigimos castigo traidor militar”. ¡Listo!
GOBERNADOR.- (Terminando de escribir) Listo. En el acto voy a despacharlo. (Sale)
PREFECTO.- ¡Increíble! ¡Qué mañana! Y todavía hay miserables que dicen que los prefectos se
pasan la gran vida. (Mira el radio) ¡Ah!, el comienzo (Se acerca al radio) De rodillas, lo escucharé,
don Héctor Verdoso, de rodillas, como la misa… (Enciende el radio).
LOCUTOR.- ¡Radio Nacional informa! Dentro de unos instantes les transmitiremos en directo
desde el palacio de gobierno el mensaje a la nación del presidente Héctor Verdoso…
PREFECTO.- (Emocionado) De rodillas… (Pone una rodilla en tierra).
LOCUTOR.- ¡Don Héctor Verdoso se acerca en estos momentos al micro para leer su mensaje a la
nación!... (Voz con trémolos del presidente). “Ciudadanos: en mi calidad de presidente electo de la
república del Perú, debo dirigirme a ustedes en estos culminantes momentos para informarles de
los graves acontecimientos que se desarrollaron esta mañana en palacio…
PREFECTO.- (Exhortándolo) ¡Adelante, patricio!
VOZ PRESIDENCIAL.- “Un subalterno mío, el general Camilo Chumpitaz…”
PREFECTO.- ¡Un felón, un desgraciado!
VOZ PRESIDENCIAL.-“…que hasta ahora me había dado muestras de la mayor fidelidad, ingresó
esta mañana a palacio al frente de la división blindada, para exigirme que deponga el poder en sus
manos, y yo, depositario del mandato popular…
PREFECTO.- Del mío, del de todo el pueblo…
VOZ PRESIDENCIAL.- “…me negué enérgicamente a satisfacer su pedido, pero, ante la insistencia
del citado general…”
PREFECTO.- ¡Ay!
VOZ PRESIDENCIAL.- “…me ví obligado…”
PREFECTO.- ¡Dios mío!
VOZ PRESIDENCIAL.- “…a acceder a su demanda y a renunciar a la presidencia de la república…”
PREFECTO.- (Se pone de pie) ¡Cobarde!
VOZ PRESIDENCIAL.- “…En consecuencia, recomiendo serenidad a la ciudadanía…”
PREFECTO.- ¡Qué ciudadanía, qué serenidad!
VOZ PRESIDENCIAL.- “…y les pido que respeten la voluntad…”
PREFECTO.- (Apaga el radio) ¡Que te cuelguen!
ALCALDE.- (Entra sonriente, satisfecho) Bueno, lo cogí antes que pusiera el telegrama… (Se sienta
en el sillón). De modo que hemos tenido suerte y que ese generalote se encontró con la horma de
su zapato…
PREFECTO.- (Irritado) ¿Qué generalote?
ALCALDE.- Ese…, ¿Cómo era? Ese Chumpitaz, el que quiso deponer a nuestro ilustre presidente
Verdoso…
PREFECTO.- ¿Ilustre señor Verdoso? Pero, ¿se da cuenta de lo que está diciendo?
ALCALDE.- (Desconcertado) Creo haber entendido que nuestro mandatario…
PREFECTO.- (Gritando) ¡Era un incapaz, un cobarde, un canalla, un caballo vestido de frac…!
ALCALDE.- Pero, entonces, ¿y ese militar que pretendía…?
PREFECTO.- ¡No pretendía nada! Estaba en su derecho… (Avanzando hacia el alcalde) Señor
alcalde, ¿cómo se atreve usted? (Furioso) ¡Lo voy a ahorcar, lo voy a descuartizar! ¿Cómo se atreve
usted a expresarse así de nuestro presidente?, el heroico, el patricio, general Camilo Chumpitaz
¡Corra usted!
ALCALDE.- (Se pone de pie) ¿Adónde? ¡No entiendo nada!
PREFECTO.- ¡Al correo!... ¡Agarre al gobernador, métale un tiro, pero que no ponga el telegrama!
ALCALDE.- ¿Otra vez? Pero si enantes…
PREFECTO.- ¡No pregunte nada! Corra usted, vuele… (El alcalde sale corriendo) ¡Uf!, qué gente
ésta, pierde la cabeza encima dice “el general Chumpitaz”, este patán, en lugar de “nuestro
magnánimo, alejandrino, nuestro…, ah, no sé ya cómo llamarlo… (Mirando la radio) Seguramente
hablará por radio. (Se acerca y enciende el botón) Escucharé su voz, pero no de rodillas, sino
cuadrado marcialmente, como un obediente soldado (Se cuadra).
LOCUTOR.- ¡Últimas noticias! Comunicado oficial: Tenemos que informar a la nación que la
dimisión del señor presidente no ha sido aceptada por el grueso de las fuerzas armadas, y que el
general Chumpitaz fue detenido cuando se ceñía la banda presidencial y enviado al Frontón, donde
esperará ser juzgado por una corte marcial.
PREFECTO.- (Cogiéndose la cabeza) ¡No! ¡No puede ser! ¡Me estoy volviendo loco! (Corre hacia la
puerta y grita) ¡Señor alcalde! ¡Señor gobernador! ¡El telegrama! ¡Que no lo pongan!.... ¡Sí, que lo
pongan! (Trata de pararse de cabeza) ¡Qué viva nuestro general! ¡Oh, perdón, qué viva don Héctor
Verdoso! (Da cabriolas) ¡Que se vayan todos al diablo! (Se tira sobre el sillón) ¡Que me dejen
dormir! (Se sienta sobre el sillón, mirando al público). Un general por aquí, un civil por allá…. (Se
queja) ¡Ay, ay, aaay!
“FARSA Y JUSTICIA DEL CORREGIDOR” DE A. CASONA:

PERSONAJES:
EL CORREGIDOR [o JUEZ] (María José)
EL SECRETARIA (Naomi)
EL POSADERO (Cocinero) (Dayana)
EL CAZADOR (Noelia)
EL SASTRE (Jennifer)
EL LEÑADOR (Maizum)
EL PEREGRINA (María Marín)

Gran Sala con estrado. Una puerta de cuarterones al fondo y otra, falsa, de acceso al palacio.
Colgado en la pared del fondo, un cuadro de cualquiera de los reyes del siglo XVII de Castilla.
[Entran el CORREGIDOR y el SECRETARIO de audiencias. Tras identificar cada uno de los platos
y vinos que acaban de disfrutar, el Corregidor acaba reconociendo su pecado: el lechón de jabalí
con salsa de ciruelas que han paladeado procede de un robo. Y el posadero Juan Blas ha sido su
cómplice. El Secretario no acaba de creerlo]

SECRETARIA.- ¡Imposible! ¿Su señoría robando?


CORREGIDOR. – Es mi talón de Aquiles. Póngame a los pies todo el oro del mundo, y no me verá
doblar la vara de la justicia. Pero no me ponga un lechón de jabalí con salsa de ciruelas porque soy
hombre al agua. [Levanta su vaso.] ¡Por Juan Blas el posadero!.
SECRETARIA. – Amén. [Chocan y beben. Se oyen afuera dos tiros, gritos lejanos y la voz de JUAN
BLAS que llega corriendo.]
Voz. – ¡Socorro! ¡Favor!
SECRETARIA. – ¡Dios de Dios! ¿No es Juan Blas, el posadero en persona?
POSADERO. – ¡Que me matan! ¡Piedad para un inocente! [Cae de rodillas, temblando, a los pies
del CORREGIDOR.] ¡Por su alma, señor corregidor, sálveme! ¡Me vienen persiguiendo, dispuestos
a arrancarme el pellejo!
CORREGIDOR. – ¿En mi presencia?
POSADERO. – Con la furia que traen son capaces de todo. [Se oye el griterío llegando a la puerta.
(Ahórquenlo, mátenlo…] ¡Ahí están! ¡Muerto soy si la justicia no me ampara!
CORREGIDOR. – Pronto, secretario, detenga a esos hombres. Y que no entre nadie hasta que yo lo
ordene. [Sale el SECRETARIO, cerrando la puerta. Fuera va calmándose el tumulto.] Tranquilízate,
hijo mío. ¿Por qué te persiguen?
POSADERO. – Por cuatro cosas en que no tengo culpa: un robo, un mal parto, cuatro costillas rotas
y un rabo de burro.
CORREGIDOR. – Nunca escuché juntos tan extraños delitos. Explícate.
POSADERO. – Lo del robo, mejor lo sabe su señoría que yo. Es aquel lechón de jabalí que me hizo
traerle esta mañana. Imagínese cómo se puso el cazador cuando volvió a buscarlo y se encontró con
las manos vacías.
CORREGIDOR.- Era de esperar. Pero ¿no le dijiste que el lechón se había escapado del horno,
como te mandé?
POSADERO. – ¡Ojalá nunca lo hubiera dicho! ¡Echó mano a la escopeta jurando como un demonio,
y si no echo a correr, a estas horas estaría hablando con un cadáver!
CORREGIDOR.- Comprendo lo del cazador. Pero ¿y los otros?
POSADERO. – Todo lo enredó mi mala estrella. Huyendo del cazador, le rompí cuatro costillas a
un peregrino; huyendo del peregrino, atropellé a la mujer del sastre, que estaba embarazada; y
huyendo del sastre ocurrió la desgracia más sangrienta: la del burro.
CORREGIDOR. – ¿Qué desgracia y qué burro son ésos?
POSADERO. – El burro del leñador. Era mi única salvación para escapar, pero el maldito animal
se echó al suelo; yo quise levantarlo a la fuerza tirándole del rabo; y él que no, yo que sí, tanto
tiramos los dos, que me quedé de cuajo con el rabo entre las manos. Y ahí están pidiendo a gritos
mi cabeza. ¡Defiéndame, señor!
CORREGIDOR. – Calma, difícil es tu caso, pero soy hombre agradecido. Que más le valiera a la
República perder sus monumentos y su historia que perder un cocinero como tú.
POSADERO. – [Besándole las manos.] ¡Gracias, señor, gracias! [El CORREGIDOR sube al estrado
y agita la campanilla. Se abre la puerta.]
CORREGIDOR. – Que pasen los querellantes. [Entran en tropel, detrás del SECRETARIO, el
CAZADOR con su pluma y escopeta, el PEREGRINO con sus conchas santiaguesas, el SASTRE con
sus enormes tijeras y el LEÑADOR con su rabo de asno.]
CAZADOR. – Ahí está el ladrón. ¡A la picota!
SASTRE. – El asesino de niños. ¡A la horca!
PEREGRINO. – ¡Mis costillas..., ay mis pobres costillas!
LEÑADOR. – Mi burro querido..., mi compañero de fatigas. ¡Mire, señor, este triste despojo!
[Mostrando el rabo sangrante]
TODOS. – ¡Justicia, señor corregidor!
CORREGIDOR. – [hace sonar la campanilla.] ¡Silencio todos! Siéntese el acusado. Siéntense los
querellantes. Y oigamos en derecho a las dos partes. [Alza el brazo, solemne.] En el nombre del
Padre. Etcétera, etcétera, ¿juran todos decir, etcétera, etcétera?
TODOS. – ¡Juramos!
CORREGIDOR. – Queda abierta la audiencia. Escriba, secretario. [Se sienta. Los cuatro acusadores
vuelven a alborotarse.]
CAZADOR. – ¡Cien latigazos a ese ladrón!
PEREGRINA. – ¡Mis costillas..., mis costillas!
SASTRE. – ¡Venganza para un padre malogrado!
LEÑADOR. – ¡Justicia contra ese arrancador de rabos inocentes! [Llora besando y acariciando su
despojo. Campanillazos.]
CORREGIDOR. – ¡Silencio! ¡Oh hago desalojar la sala! Que hable el primero.
CAZADOR. – [Se levanta.] Yo, señor, soy cazador de oficio. Esta mañana salí temprano al monte y
tuve la fortuna de cazar un faisán y un lechón de jabalí que, juntamente con una libra de ciruelas,
llevé al horno de este enemigo público. Tres horas después vuelvo con la boca hecha agua a reclamar
mi guiso y ¿sabe su señoría con qué cuento me sale el muy bribón? ¡Que se atreva a repetirlo delante
de la Justicia!
CORREGIDOR. – Conteste el reo. ¿Dónde están las ciruelas de este hombre?
POSADERO. – Se las comió el faisán.
CORREGIDOR. – ¿Y el faisán?
POSADERO. – Se lo comió el jabalí.
CORREGIDOR. – ¿Y el jabalí?
POSADERO. – No hice más que abrir el horno y echó a correr hacia el monte.
CAZADOR. – ¿Cuándo se ha visto mayor desvergüenza? Encima del robo, el embuste y el sarcasmo.
¿No es para mandarlo al garrote de cabeza?
CORREGIDOR. – Calma, cazador, que la ira es mala consejera. Juzguemos serenamente. Por lo
pronto, las tres afirmaciones que ha hecho el acusado podrán ser sospechosas, pero en principio
son indiscutibles. ¿Puede nadie negar que un faisán coma ciruelas?
CAZADOR. – Eso no.
CORREGIDOR. – ¿Puede nadie negar que un jabalí coma faisanes?
CAZADOR. – Tampoco.
CORREGIDOR. – ¿Y puede nadie negar que un animal de monte tire al monte?
CAZADOR. – Pero, señor corregidor, es imposible. El jabalí estaba muerto y bien muerto.
CORREGIDOR. – Nada hay imposible ante la voluntad de Dios.
SECRETARIA. – San Mateo, capítulo 9, versículo 25.
CORREGIDOR. – Muerto y bien muerto estaba Lázaro cuando le fue dicho: “Levántate y anda.”
SECRETARIA. – San Juan, capítulo 11, versículo 43.
CORREGIDOR. – ¿Vas a poner en duda los santos Evangelios?
CAZADOR. – ¿Qué importan ahora San Juan y San Mateo?
CORREGIDOR. – ¿Cómo que no importan? ¡Anote, secretario!
SECRETARIA. – Anoto [Escribe vertiginosa-mente.]
CAZADOR. – De lo que se trata aquí es de Juan Blas el posadero. Y yo afirmo que un posadero no
puede hacer milagros.
CORREGIDOR. – ¡Imprudencia temeraria! ¿No tienen acaso todos los posaderos del mundo el don
de transformar el agua en vino como en las bodas de Caná? ¡Anote!
SECRETARIA. – Anoto.
CAZADOR. – Yo no hablo de agua ni de vino, sino de mi jabalí al horno. ¡Y lo que yo digo es que la
carne al horno muerta está y muerta se queda para siempre!
CORREGIDOR. – ¿Qué dices, insensato? ¿Serás también capaz de negar la resurrección de la
carne? ¡Anote!
SECRETARIA. – Anoto.
CAZADOR. – Pero, señor corregidor...
CORREGIDOR. – ¡Silencio! ¿Anotó?
SECRETARIA. – Anoté.
CORREGIDOR. – Lea el folio.
SECRETARIA. – Primero: el acusador confiesa ser cazador de oficio, con desprecio evidente del
quinto mandamiento: “no matarás”. Segundo: declara con desfachatez que no le importan un
rábano los Santos Testimonios y las bodas de Caná. Tercero: manifiesta abiertas dudas y recelos
sobre el dogma de la Resurrección. Cuarto...
CORREGIDOR.- Suficiente. Lo siento por ti, hijo mío. Podría perdonarte que hayas tratado de
difamar a un honrado ciudadano, sin pruebas ni testigo. Pero esta herejía… no habrá más remedio
que someterla a la Santa Inquisición.
CAZADOR. – ¿La Inquisición? [Cae de rodillas.] ¡Misericordia, señor! Yo reniego y me retracto de
todo lo dicho. ¡Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa!
CORREGIDOR. – ¿Tiene algo que oponer el acusado?
POSADERO. – Por mi parte, puede ir en paz. Yo le perdono.
CAZADOR. – Gracias, hermano Blas. Gracias, señor.
CORREGIDOR. – [Agita la campanilla y se levanta para sentenciar. Todos en pie.] Visto el acuerdo
de las partes: devuélvase al posadero la honra y fama que se le había quitado. El primer faisán y el
primer jabalí que mate el cazador tráigalos a este tribunal como descargo. [Nuevo campanillazo. Se
sientan todos.] Que hable el segundo. [El CAZADOR vuelve a su sitio y se levanta el PEREGRINO.]
PEREGRINA. – Yo, señor, soy una pobre peregrina. Estaba en la iglesia rezando mi rosario, cuando
siento allá arriba en el coro un estrépito de carreras y alaridos como de gatos en celo. No hago más
que levantar los ojos, y de repente este posadero del infierno que se me desploma encima,
rompiéndome cuatro costillas. ¿Qué va a ser ahora de mí, vieja y tullida? ¡Justicia en nombre del
cielo!
CORREGIDOR. – [Encarando, furioso, al POSADERO.] ¡Ah bestia del Apocalipsis! ¿A una anciana
en plena oración y en plena iglesia? ¿Cómo puedes disculpar tal sacrilegio?
POSADERA. – Yo iba ciego de terror y entré en la iglesia buscando refugio. El cazador me persiguió
con la escopeta escaleras arriba. No me quedaba otra salida que saltar la baranda. Entonces cerré
los ojos y... ¡zas! ¿Quién podía imaginarse que esta santa mujer estuviera debajo?
CORREGIDOR. – ¡Basta! Has incurrido en pecado de profanación y la ley ha de ser inexorable.
¡Ojo por ojo, costilla por costilla! Vete ahora mismo a la iglesia y arrodíllate a rezar el rosario. Tú,
peregrina, súbete al coro, cierra los ojos y tírate sin miedo encima de él.
PEREGRINA. – Pero, señor corregidor, ¡son siete varas de altura!
CORREGIDOR. – Mejor: cuanto más alto el coro, mayor será el castigo.
PEREGRINA. – ¿Y si no atino y caigo en las baldosas? ¿Y si en lugar de sus costillas se rompen
otras cuatro de las mías?
CORREGIDORA. – ¡Cómo, mujer de poca fe! ¿Vas a dudar del juicio de Dios?
PEREGRINA. – ¡No! No es la fe lo que me falta. Pero, pensándolo bien, con las costillas que me
quedan, todavía puedo arreglarme. ¡Y es tan cristiano sufrir y perdonar! Si el señor lo permite,
prefiero retirar la demanda.
CORREGIDOR. – ¿Tiene algo que oponer el acusado?
POSADERO. – Nada, señor.
CORREGIDOR. – En ese caso... [Campanillazo, y todos en pie.] Visto el mutuo consenso y la
cristiana renunciación del demandante: por esta sola vez, y sin que sirva de precedente, autorícese
a la peregrina a seguir viaje, libre de pago. [Se sientan.] Que hable el tercero.
[Vuelve a su sitio la PEREGRINA y se levanta el SASTRE.]
SASTRE. – Yo, señor, soy sastre de tijera. Hace siete años que me casé soñando con un hijo a quien
dejar mi oficio y mis ahorros, pero el fruto esperado no llegaba. Nos pasábamos las noches enteras
rezando juntos, y nada. Las comadres acudían con hierbas, ensalmos y oraciones, y nada. La llevé
a las benditas aguas de San Serenín del Monte, y tampoco. Ya empezaba a desesperar, cuando por
fin el milagro se hizo. ¡Imagínese mi gozo! Día por día le medía la cintura, bendiciendo cada nuevo
centímetro y considerándome el más feliz de los sastres padres...
CORREGlDOR. – Conmovedora historia, pero al grano, al grano.
SASTRE. – Pues este mediodía íbamos juntos a la iglesia a dar gracias al cielo, cuando, de repente,
la puerta se abre de golpe, este energúmeno que sale como una tromba estrellándose contra mi
mujer, y entre el tropezón y el espanto, ¡mi trabajo de siete años perdido en un minuto! ¡Justicia
contra el asesino!
POSADERO. – ¡Soy inocente! Si yo hubiera sabido que tu mujer estaba a punto de dar a luz, antes
me hubiera dejado arrancar los ojos que rozarla siquiera. ¡Perdón, hermano sastre!
SASTRE. – Nada se arregla con perdones. Esta mañana mi mujer estaba llena y redonda como una
manzana, y ahora está floja y escurrida como un pellejo. ¡Justicia, señor corregidor!
CORREGIDOR. – ¡Ah, miserable posadero! ¡De ésta sí que no te salvas! Llévate a tu casa a la mujer
de este buen hombre, y no descanses hasta devolvérsela llena y redonda como estaba. ¡Pronto!
POSADERO. – [Levantándose resuelto.] ¡Allá voy!
SASTRE. – ¡Alto ahí! ¡Protesto la sentencia!
CORREGIDOR. – Protesta rechazada. Si este infame te ha arruinado una cosecha, ¿no es justo que
te devuelva otra cosecha?
SASTRE. – Me niego. ¡Es una injusticia!
CORREGIDOR. – ¿Insulto a la autoridad? ¡Veinte reales de multa por desacato al Tribunal! [El
secretario escribe vertiginosamente consumiendo folios.]
SASTRE. – No me importa el precio. ¡Todos mis ahorros con tal de ver a ese desalmado en la picota!
CORREGIDOR. – ¿Intento de soborno? ¡Cuarenta reales!
SASTRE. – [Desesperado, buscando amparo en la conciencia popular.] ¿Oyen esto, vecinos?
¿Puede consentirse este atropello?
CORREGIDOR. – ¿incitación a la rebelión? ¡Ochenta reales!
SASTRE. – ¡Apelaré al Rey! ¡Si es necesario, llegaré hasta Roma!
CORREGIDOR. – ¿Colaboración con una potencia extranjera? ¡Ciento sesenta reales! ¿Tiene algo
más que alegar?
SASTRE. – [Calmándose de repente.] Nada, señor, muchas gracias. Sólo quisiera hacer constar
humildemente que mis cosechas prefiero sembrármelas yo mismo.
CORREGIDOR. – Puesto así, puede considerarse. ¿De acuerdo el acusado?
POSADERO. – De acuerdo.
CORREGIDOR. – Conciliadas las partes. [Campanillazo y en pie.] Veinte, cuarenta, ochenta y
ciento sesenta, trescientos reales redondos. Páguese, cóbrese y embólsese. [Se sientan.] Que hable
el cuarto. [El LEÑADOR se levanta confuso, escondiendo su rabo. Vacila. De pronto echa a correr
hacia la puerta.] ¡Alto! ¿Adónde va ese loco?
LEÑADOR. – Es tarde y tengo que llevar mi leña al mercado.
CORREGIDOR. – Aguarda, hijo. Primero tienes derecho a que se te escuche y se te haga justicia.
¿No traías una acusación contra ese maldito posadero?
LEÑADOR. – ¿Una acusación yo? ¡Jamás! Yo juro por toda la corte celestial que mi burro nació sin
rabo, que toda su vida vivió sin rabo, y que sin rabo ha de morir en paz y en gracia de Dios. ¡Con
licencia, señor corregidor! [Sale corriendo].

FIN

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