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UTA RANKE-HEINEMANN

Iglesia católica y sexualidad


Eunucos por el reino de los cielos
Eunucos por el reino de los cielos
La Iglesia católica y la sexualidad

Uta Ranke-Heinemann

E D T o R A L T R o T T A
COLECCION ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Religión

Título original, Eunuchen für das Himmelreich


Kathalische Kirche und Sexuolitat

Traducción de, Víctor Abelardo Martínez de lapera

© Hoffmann und Campe Verlag, Hamburg, 1988

© Editorial Tratta, S.A., 1994


Altamirano, 34 - 28008 Madrid
Teléfono, 549 14 43
Fax, 54 9 16 15

© Vfctor Abelardo Martfnez de Lapera, para la traducción, 1994

Diseño
Joaquín Gallego

ISBN, 84-87699-86-3
Depósito legal, VA- 19194

Impresión
Simoncos Ediciones, S.A.
Poi. lnd. San Cristóbal
Cl Estaño, parcela 152
47012 Valladolid
A mi esposo
INTRODUCCIÓN

JESUS, EL DEL TRIBUNAL

En la audiencia del 14 de julio de 1981, el tribunal de la ciudad de


Hamburgo, sección 144, condenó a Henning V., redactor jefe de una re-
vista satírica, a pagar una multa pecuniaria correspondiente a cuarenta
días de cárcel, a razón de 80 marcos al día, por ofensa a las convicciones
religiosas y ultraje a las instituciones de la Iglesia. El tribunal razonaba
así su sentencia: <<La fe cristiana, que es fe en la persona de Jesucristo, lo
cual constituye, a su vez, el contenido esencial del credo de la Iglesia cris-
tiana, confiesa que Dios se ha manifestado en la humanidad de la per-
sona de Jesucristo. Afirma también que Jesucristo es el redentor y que su
vida es inmune a todo pecado y placer>>. A pesar de las imprecisiones teo-
lógicas y gramaticales del enunciado de dicha sentencia, el tribunal de-
cidió <<en nombre del pueblo>> que Jesús era un redentor completamente
ajeno al placer.
Probablemente la intención del tribunal no iba tan lejos como sus pa-
labras. <<Inmune a todo pecado» ... ¡pase! Pero «a todo placer>> ... eso no
es posible. Eso equivaldría a mutilar la persona de Jesucristo y con tal
afirmación el mismo tribunal podría herir los sentimientos religiosos. La
sentencia niega a Jesucristo toda disposición para el placer, pero está pen-
sando e intencionando un placer muy concreto, no ciertamente esa frui-
ción espiritual, llamada también alegría, sino el gozar del cuerpo y de los
sentidos. Pero aun si nos situamos en este ámbito hay que distinguir di-
versos grados que van desde el placer de escuchar música hasta el de
comer y beber (sus enemigos le tacharon de «comilón>> y <<bebedor>>, Mt
11,19; Le 7,34) y terminar en el más bajo de todos, el del sexo. Eviden-
temente el tribunal estaba pensando en el peor de todos, en la satisfac-
ción sexual. Desde este momento quedaba establecido, por vía judicial,
que Jesucristo eso no lo había conocido nunca. Además, el tribunal es-
ta blecc una relación tan estrecha entre el goce sexual y el concepto de
«pecado», que también jurídicamente se impone esta evidencia: el placer

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sexual no es bueno. Todo parece indicar, pues, que las autoridades jurí-
dicas están de acuerdo con la antigua doctrina católica según la cual no
hay placer sexual sin pecado. Sin duda, esta visión tan negativa del placer
sexual lleva consigo una aversión generalizada al placer. Y ésta es la ima-
gen que los teólogos celibatarios nos han transmitido de Jesús, la imagen
de un redentor carente de apetito sexual y enemigo del placer.
Este enconamiento y hostilidad hacia el placer tuvo sus consecuen-
cias. Después de todo, a nuestro acusado en cuestión se le arregló el asun-
to con el pago de una multa por valor de cuarenta veces 80 marcos. Pero
otras muchas personas han sufrido, en el decurso de la historia, conse-
cuencias mucho más graves que soportaban durante toda la vida o que
les acarreaban la muerte. El artículo 133 del Ordenamiento jurídico
penal del emperador Carlos V, que data de 1532, castiga con la pena de
muerte a quienes hagan uso de medios anticonceptivos. Su utilización sig-
nifica búsqueda de placer, lo cual está condenado por la Iglesia. Pero, in-
cluso en nuestro siglo XX, concretamente bajo el régimen nazi, esa pia-
dosa hostilidad hacia el placer tuvo una influencia decisiva sobre el
destino de muchas vidas humanas, por ejemplo, cuando se quería saber
cómo tratar a las personas afectadas de enfermedades hereditarias y
cómo, <<en nombre de una legítima defensa, mantener a estos parásitos
alejados de la sociedad» (cardenal Faulhaber). En conversación mante-
nida: con Hitler, el cardenal Faulhaber se opuso al proyecto de esterili-
zación que el Führer había preparado para estos parásitos. La razón
fue siempre la misma, ese temor ancestral al placer, cuyo origen se pre-
tende hacer remontar a Jesucristo. El cardenal abogaba por la solución de
internarlos en campos, entiéndase de concentración. Volveremos sobre
ello.
De momento, nos vamos al principio, al Jesús sin placer. La aversión
de Jesús al placer tuvo repercusiones, antes que nada, en la vida marital
de su madre: Jesús, ya desde antes de nacer, impone determinadas con-
diciones a María para que pueda llegar a ser su madre. Según la ense-
ñanza de la Iglesia, si María, por ejemplo, hubiera deseado tener más
hijos, entonces Jesús no habría tenido deseo alguno de aventurarse en la
empresa de la redención, no se habría hecho hombre, o, tal vez, no hu-
biera tenido reparo alguno en buscarse otra madre. Esto lo afirmaba ya
en el siglo IV el papa Siricio cuando decía que <<Jesús no habría escogido
nacer de una virgen si hubiera juzgado que ésta había de ser tan incon-
tinente que con semen de varón había de manchar el seno donde se
formó el cuerpo del Señor, aquel seno, palacio del Rey eterno. Porque el
que esto afirma, no otra cosa afirma que la perfidia judaica de los que
dicen que no pudo nacer de una virgen» (carta al obispo Anisio del año
392). De aquí se sigue evidentemente que tener hijos es una acción im-
perfecta, una falta de continencia, una caída en el placer. Y la concep-
ción, a no ser la que proceda del Espíritu Santo, es mancha e impureza.
No estamos aquí ante la opinión personal de un solo papa. El teólogo ca-
tólico Michael Schmaus, especialista y autoridad reconocida en teología

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dogmática, sostiene igualmente que la enseñanza de Siricio vierte <<la do.c-
trina unánime de la Iglesia>> (Katholische Dogmatik, vol. 5: Mariologte,
1955, p. 109).
La aversión de Jesús al placer tuvo también sus consecuencias en la
imagen que los teólogos se formaron del resto de las mujeres. Si exc:e-
tuamos aquellas que dedican su vida a la búsqueda de la propia santth-
cación a través de la virtud de la virginidad, a las demás hay que colo-
carlas en un plano de inferioridad porque no sirven más que para traer
hijos al mundo. Ahora bien, la procreación es impensable sin el acto se-
xual, es decir, procrear es impensable <<sin quedar manchadas por el
semen del varón>>. Desde esta perspectiva, el rechazo de Jesús al placer
tuvo igualmente su influencia nefasta en el matrimonio cristiano, incul-
cándole desconectar, en lo posible, el placer y amenazándole, no pocas
veces, con los castigos del infierno si no se atenía a ello.
Este rechazo de Jesús tuvo además repercusiones sobre la vida m!sma
de los sacerdotes, que debería estar siempre por encima de las ba¡~zas
morales propias de la vida de los hombres. Una actitud negativa hacta el
matrimonio condujo, con todo rigor lógico, a una forma de vida célibe
para los sacerdotes. Puestas así las cosas, no debe extrañar que el papa
Siricio, el gran mariólogo que juzgó con desprecio el matrimonio, luchara
en primera línea contra el matrimonio de los sacerdotes. Contribuyó de
manera decisiva al proceso del desarrollo del celibato cuando, en una
carta dirigida al obispo español Himerio de Tarragona (385), calificó de
<<crimen» el hecho de que el sacerdote, una vez ordenado como tal,
mantuviera relaciones sexuales con su esposa. Para definir este caso,
además de la palabra latina crimen, emplea también la expresión obscoe-
na cupiditas, <<concupiscencia obscena>>. (Cuando comienza a propa-
garse la idea del celibato, la mayor parte de los sacerdotes estaban casa-
dos; sólo a partir del año 1139 los sacerdotes ya no pudieron casarse,
pues el celibato se impuso como obligatorio).
Otro escrito de este neurótico sexual del año 390 ataca a Joviniano,
quien sostenía la opinión según la cual la vida matrimonial tenía el
mismo valor que la vida célibe. Joviniano desarrolló, hacia el año 388,
ideas muy próximas a las de Lutero en torno al matrimonio y al estado
de virginidad. Se dirigió a Roma bajo el pontificado de Siricio y conven-
ció a muchas vírgenes <<consagradas a Dios>> y a muchos hombres que vi-
vían ascéticamente para que se casasen. Les hacía la siguiente pregunta:
<<¿Sois vosotros mejores que Sara, Susana, Ana o el gran número de
mujeres y varones santos de los que nos habla la Biblia?». Y por lo que
hace a la virgen María, afirmaba que pudo María concebir a Jesús en la
virginidad pero no engendrarlo en la virginidad porque el proceso del na-
cimiento, el parto como hecho biológico y físico, puso fin a la virginidad
física de María. De esta manera, impugnaba la doctrina de la <<virginidad
de María en el parto>>, es decir, rechazaba la idea de que el himen de
María hubiera quedado intacto durante la expulsión del niño. Digamos
dl' paso qul' incluso estas evidencias biológicas ofendían entonces, como

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por lo demás también hoy, los oídos piadosos. Algunos laicos impor-
tantes y que llevaban una vida ascética se dirigieron al papa Siricio pi-
diendo la condena del hereje. Como consecuencia de esro, el papa con-
denó a Joviniano y a ocho de sus seguidores (391).
Tenemos, pues, en Siricio muchos de los rasgos característicos del ca-
tolicismo: hostilidad hacia el placer, que condujo a la desconfianza hacia
el matrimonio; hostilidad hacia el matrimonio, que condujo al celibato y,
consecuentemente, a la doctrina de la concepción virginal de Jesús y a la
afirmación de la perpetua virginidad biológica de María. El papa Siricio
ha dejado solamente siete cartas que ponen de manifiesto casi prevalen-
temente su pesimismo en materia sexual. Esta hostilidad sin sentido
hacia el matrimonio y el cuerpo, tal como la testimonia el papa Siricio y
otros muchos, ha tenido una tal influencia en la Iglesia católica que se
presenta como la culminación y suma de la doctrina cristiana hasta el
punto de encontrar eco en el veredicto de un tribunal alemán.
Siricio es una de las muchas piedras miliares, que se encuentran en el
camino de una larga historia, que ha transformado el cristianismo tal
como era al principio o como debería haber sido -es decir, como el
lugar privilegiado de la experiencia personal del amor de Dios que se
ofrece a todos, en cuyo interior todo lo que concierne a lo corporal en-
cuentra su lugar natural querido por Dios- en el imperio de una casta
de célibes que domina con su autoridad sobre una masa considerada
como menor de edad y en su mayor parte casada. Con ello se ha desfi-
gurado la obra de aquel de quien los cristianos reciben su nombre. Ante
un tal Señor de la Iglesia, que es incapaz de expresar la cercanía y la mi-
sericordia de Dios hacia los hombres porque se ha hecho de él un Cristo
asexuado y hostil al placer, un vigilante del dormitorio y un inspector de
relaciones maritales, ante este Jesús el hombre no se siente amado por
Dios, sino que se considera como un ser impuro digno de ser condenado.

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Capítulo 1

LAS RAICES NO CRISTIANAS DEL PESIMISMO CRISTIANO


EN MATERIA SEXUAL

No es acertado pensar que el cristianismo haya infundido a la cultura pa-


gana, partidaria de las alegrías del placer y de la sensualidad, la virtud del
dominio de sí mismo y el espíritu de la ascesis. La hostilidad hacia el pla-
cer, la desconfianza hacia la sensualidad y el pesimismo sexual es más
bien una herencia recibida de la Antigüedad y que el cristianismo ha con-
tribuido en buena medida a conservar hasta nuestros días. No son los
cristianos quienes enseñan a los disolutos e inmorales paganos la virtud
de la continencia y la condena del placer, sino que son los mismos pa-
ganos quienes se ven en la necesidad de reconocer que los cristianos
son ya casi como ellos mismos. Galeno (siglo 11 d.C.), un pagano griego y
médico del emperador Marco Aurelio, encuentra digno de encomio el
hecho de que los cristianos, que carecen propiamente de una auténtica fi-
losofía, consigan practicar durante toda la vida virtudes que, como la
continencia sexual, tienen para él un alto valor. Así, escribe: «La mayor
parte de la gente está incapacitada para seguir un razonamiento cohe-
rente; necesita imágenes o comparaciones de las cuales extrae una apli-
cación útil, como nosotros hoy vemos personas, llamadas cristianas,
que extraen su fe de parábolas y milagros, y, sin embargo, se comportan
a veces exactamente como aquellos que viven siguiendo una filosofía. El
desprecio a la muerte y sus consecuencias nos son manifiestas todos los
días, como igualmente se puede constatar su abstinencia sexual. Pues
entre ellos existen no solamente varones, sino también mujeres que du-
rante toda su vida se abstienen de las relaciones sexuales. También se en-
cuentran entre ellos personas que en su disciplina y autodominio en lo re-
ferente a la comida y bebida, así como en lo que concierne a la aspiración
y búsqueda de la justicia, han alcanzado una perfección tan alta como a
la que llegaron los filósofos más genuinos>> (Richard Walzer, Gafen on
.fews and Christians, Londres, 1949, pp. 19 s.).
El pesimismo sexual de la Antigüedad no deriva, como posterior-
mente el pesimismo sexual del cristianismo, de la maldición y castigo que
acompañan a un pecado, sino que dimana de consideraciones eminente-
mente de orden médico. Se cuenta, por ejemplo, que Pitágoras (siglo VI
a.C.) aconsejaba mantener las relaciones sexuales en invierno, en modo
alguno en verano, con moderación en primavera y otoño; de todos
modos, en cualquier estación del año que se practique siempre sería no-
<.:ivo para la salud. Y cuando se le preguntaba cuál sería el momento más
propicio para el amor, respondía: <<Cuando uno quiere perder fuerza»
(Diógenes Laercio, Las vidas de los filósofos, VIII). Por lo demás, las re-
laciones sexuales no perjudican a las mujeres, ya que ellas no son como
los varones, que pierden energía con la pérdida del semen. El acto sexual
se concibe como peligroso, como difícil de controlar, como perjudicial
para la salud y extenuador. Así pensaban Jenofonte, Platón, Aristóteles y
el médico Hipócrates (siglo IV a.C.). Platón (t 348-47 a.C.) dice en Las
leyes, a propósito del campeón olímpico leo de Tarento, que éste era am-
bicioso y <<poseía en su alma la técnica y la fuerza de la sobriedad». Tan
pronto como se entregaba al entrenamiento, <<no tocaba ni a una mujer
ni a un joven>>. Hipócrates nos habla del trágico destino de un joven que
murió afectado de locura después de sufrir durante veinticuatro días
una enfermedad que comenzó manifestándose como un simple dolor de
estómago. Él se había dado previamente y de una manera excesiva al pla-
cer sexual (Epidemias III,18). Hipócrates piensa que el hombre comuni-
ca al cuerpo el máximo de energía cuando retiene el semen, pues una ex-
cesiva pérdida del mismo conduce a la tabes dorsal y a la muerte. La
actividad sexual conlleva un peligroso derroche de energía. También
Sorano de Éfeso (siglo JI d. C.), médico del emperador Adriano, conside-
ra la continencia duradera como un factor de buena salud y, según él,
sólo la procreación justifica la actividad sexual. Describe las consecuen-
cias nocivas de todo exceso cometido al margen de la procreación.
Michel Foucault (t 1984), en su obra Historia de la sexualidad,
analiza estos pensadores de la Antigüedad. A su parecer, la valoración es-
timativa de la actividad sexual ha evolucionado hacia una negatividad
creciente a lo largo de los dos primeros siglos del cristianismo. Los mé-
dicos recomiendan la abstinencia y aconsejan la virginidad en lugar de
buscar la satisfacción. Los filósofos de la escuela estoica condenan cual-
quier relación fuera del matrimonio y exigen fidelidad conyugal entre los
esposos. El amor entre mancebos pierde valor. Durante los dos primeros
siglos del cristianismo se asiste a un reforzamiento del vínculo conyugal.
Las relaciones sexuales quedan autorizadas sólo dentro de la vida ma-
trimonial. Sexualidad y matrimonio llegan a ser uno y lo mismo. El es-
critor griego Plutarco (t 120 d.C.), uno de los autores más importantes y
más leídos de la literatura universal, tiene palabras de alabanza para
Lelio porque en su larga vida tuvo relaciones sólo con una mujer, la pri-
mera y la única con la que se casó (Vidas paralelas, Catón el Joven 7).
Esta estimación de severidad creciente y esta limitación de la activi-

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dad sexual que se da en los dos primeros siglos del cristianismo recibe su
impulso del estoicismo, la corriente filosófica más grande que domina
aproximadamente desde el año 300 a.C. hasta el 250 d.C. Todavía en
nuestros días la palabra estoico alude a imperturbabilidad, a ausencia de
pasiones. Mientras los filósofos griegos concedían, en general, al placer
una importancia considerable dentro del ideal de la vida humana, los es-
toicos, en concreto -sobre todo en los dos primeros siglos de la era cris-
tiana-, abandonaron esta concepción. Rechazaron la tendencia al pla-
cer. Esta aversión a la satisfacción tuvo una consecuencia positiva: la
actividad sexual quedó enmarcada dentro del espacio interno del matri-
monio. Pero dada la desconfianza que rodea el deseo de placer y la sa-
tisfacción carnal, se pone en cuestión el estado matrimonial y se exalta la
vida célibe. El matrimonio se presenta como una concesión a quienes no
pueden contenerse, como una transigencia con el placer de la carne en
favor de aquellos que no pueden prescindir de la satisfacción de los sen-
tidos. La sobrevaloración rigurosa del celibato y de la abstinencia frente
al matrimonio se da ya en la corriente estoica y alcanza su culmen en el
ideal cristiano de la virginidad. La actitud desconfiada que la Estoa
adopta en relación al placer conduce, por una parte, a reconocer la su-
perioridad del matrimonio sobre las modalidades varias de las relaciones
sexuales; y, por otra parte, a subestimarlo cuando se le compara con ese
género de vida que renuncia completamente a la satisfacción corporal y
a cualquier pasión.
El estoico Séneca, llamado en el año 50 d.C. para encargarse de la
educación de Nerón, que a la sazón tenía once años, y a quien en el año
65 el mismo emperador obligó a suicidarse debido a su presunta impli-
cación en una conspiración, dice en un escrito sobre el matrimonio: <<El
amor por la mujer de otro es vergonzoso, pero también es vergonzoso
amar sin medida la propia mujer. El sabio deja que sea la razón y no la
pasión la que guíe el amor a la propia esposa. Él resiste al asalto de las
pasiones y no se deja arrastrar incontroladamente al acto conyugal.
Nada hay más degenerado que amar la propia esposa como si fuera
una mujer adúltera. Todos los varones que afirman unirse a una mujer
para tener hijos por amor al estado o al género humano deberían, al
menos, tomar ejemplo de los animales y no destruir la descendencia
cuando el vientre de sus mujeres se redondea. Deberían comportarse
con sus mujeres como maridos y no como amantes>>, Este pasaje agradó
tanto a Jerónimo, padre de la Iglesia hostil al placer, que lo citó en la
obra que escribió contra Joviniano, simpatizante del hedonismo (Contra
joviniano 1,49). Juan Pablo 11 habla también del adulterio con la propia
mujer. «No hacer nada por placer» es el principio básico de Séneca
(Cartas 88,29). Musonio, su contemporáneo más joven, que enseñó en
Roma la filosofía estoica a numerosos romanos de la nobleza, declaraba
inmoral la actividad sexual que no estuviera destinada a la procreación.
Según él, solamente las relaciones íntimas habidas en el matrimonio y
orientadas hacia la procreación se ajustan al recto orden. El varón que

!S
solamente piensa en el placer es despreciable, incluso, aunque lo busque
dentro del espacio del matrimonio. Los estoicos del siglo 1 son, pues, los
padres de la encíclica de la píldora publicada en el siglo XX. Musonio re-
chaza expresamente la contracepción. Partiendo de este principio, se
pronuncia igualmente contra la homosexualidad. El acto sexual sólo
tiene sentido si es un acto procreador.
Además de considerar el matrimonio vinculado con la procreación,
los estoicos lo concebían también como ayuda mutua y recíproca entre
los esposos (Musonio, Reliquiae XIII). Mientras Aristóteles afirmaba
que no conocía un vínculo más estrecho que el que une los padres a los
hijos, Musonio sostenía que el amor entre los esposos era el vínculo
más fuerte de todas las formas posibles de amor (Reliquiae XIV). A di-
ferencia de Aristóteles, que acentúa la subordinación de la mujer en re-
lación con el varón y afirma que la mujer es inferior al varón en virtud,
Musonio reconoce igual virtud en ambos sexos. Defiende también la
igualdad de derechos entre el varón y la mujer y, por tanto, el derecho
que la mujer tiene a la cultura -idea ésta que ha encontrado muy poca
audiencia en el seno de la jerarquía católica, que ve a la mujer destinada
a los niños, a la casa y a la cocina-. También el cristianismo habla del
matrimonio como una tarea de <<ayuda mutua>>. Pero en la vida real es
sólo la mujer la que es considerada como ayuda del varón: Eva fue crea-
da para ayudar a Adán y no a la inversa. La subordinación de la mujer
aparece así con toda claridad desde el momento de la creación. Y desde
santo Tomás de Aquino, Aristóteles fue elevado a la categoría de casi-
padre de la Iglesia en las cuestiones que se refieren a la mujer. Ahora
bien, que el concepto de <<ayuda mutua>> entre los esposos venga inter-
pretado en el sentido de igualdad de derechos como hace Musonio o que
se entienda como una subordinación de la mujer al hombre, según apa-
rece entre los cristianos, lo que resulta es que tanto los estoicos como los
cristianos muestran una cierta tendencia a descorporeizar el matrimonio,
toda vez que lo separan del campo de lo sexual al reducir éste exclusi-
vamente a la finalidad del placer o de la procreación. El acto conyugal
queda delimitado y ceñido al ámbito del placer carnal sin posibilidad de
integrarlo en otra categoría, pues pesa sobre él la desconfianza que ace-
cha toda tendencia a la satisfacción de los sentidos. La concepción de que
el acto conyugal deba ser un acto procreador y que, si no es así, hay que
verlo desde la categoría negativa de placer y, en modo alguno, desde la
categoría del amor, ha marcado honda y duraderamente al cristianismo.
Encontramos en Séneca un pensamiento que más tarde tendría la fu-
nesta consecuencia de contribuir a reducir la moral cristiana al ámbito de
la moral sexual. Séneca escribe a su madre Helvia: <<Si caes en la cuenta
de que el placer sexual no ha sido otorgado al hombre para su placer,
sino para hacer subsistir la propia especie, todos los demás deseos ar-
dientes resbalarán sobre ti sin tocarte siempre y cuando la voluptuosidad
no te haya dado alcance con su hálito envenenado. La razón no sola-
mente aplasta cada uno de los vicios por separado, sino todos los vicios

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simultáneamente. La victoria se da una vez y es total>>. Esto nos quiere
decir que la moral es fundamental y esencialmente moral sexual. Montar
la guardia sobre este punto es montar la guardia sobre la totalidad.
El ideal de la virginidad no es un ideal exclusivamente cristiano.
Apolonio de Tiana (siglo 1 d.C.), de quien se dice que realizó milagros,
hizo voto de castidad -según refiere su biógrafo Filóstrato- y se man-
tuvo fiel a él durante toda su vida. Plinío el Viejo, estudioso de la natu-
raleza y que murió en la erupción del Vesubio en el año 79 d.C., alaba y
presenta como modelo el elefante porque se aparea solamente cada dos
años (Historia natural 8,5). Plinio no hace más que reflejar el ideal do-
minante de la época. Al casto elefante de Plinio le esperaba un buen fu-
turo y una larga carrera en el recinto de la teología y de la literatura edi-
ficante cristianas. Le encontramos en Ricardo de San Víctor (t 1173), en
Alano de Lille (t 1202), en una Summa anónima del siglo XIII (Codex la-
tinus monacensis 2223 3) y en las obras de Guillermo de Peraldo (t antes
del 1270). Le menciona también el obispo de Ginebra san Francisco de
Sales (t 1622) en su obra Phi/otea, que data del 1609 y que contiene con-
sejos espirituales. El elefante siempre se ha presentado como modelo a los
esposos.
San Francisco de Sales escribe: <<Es un animal tosco y, sin embargo,
es el más digno de los que viven sobre la tierra y el más sensato ... No
cambia nunca de hembra, ama tiernamente la que ha elegido y se aparea
con ella una vez cada tres años, durante el espacio de cinco días única-
mente y ocultándose de tal modo que no se le ve mientras transcurre ese
tiempo. Al sexto día se deja ver y se dirige inmediatamente al río en el
que lava todo su cuerpo y no se reincorpora a la manada sin haberse pu-
rificado antes. ¿No es éste un comportamiento bueno y justo?» (3,39).
Muy en consonancia con la exaltación cristiana de la abstinencia sexual,
san Francisco de Sales añadió un año más de continencia al casto elefante
de Plinio. De hecho, Plinio dice textualmente: <<Por pudor se acoplan los
elefantes en lo oculto ... Lo hacen solamente cada dos años y, por lo
que se dice, no más de cinco días. El sexto día se bañan en el río y sólo
después de lavarse vuelven a la manada. No conocen el adulterio>> (His-
toria natural 8,5).
Encontramos de nuevo el elefante en las Historias de Anna Kathari-
na Emmerick sobre la vida de Jesús, recogidas por Clemens von Brenta-
no, libro muy vendido en las librerías católicas y leído con gusto por cier-
tas personas pías. El animal aparece aquí, incluso, integrado en la
enseñanza de Jesucristo y surge en numerosos lugares de las visiones. To-
mamos un ejemplo: <<jesús habló también de la gran corrupción de la
procreación que se da entre los hombres y que es un deber abstenerse
después de la concepción; como prueba de la honda bajeza en la que se
encuentran los hombres en este campo respecto de los animales más
nobles, adujo la castidad y la abstinencia del elefante>> (dictado el
5 .11.1820). La joven pareja de las bodas de Caná quedó profundamen-
te impresionada con ello. <<Al final del banquete el esposo se acercó a

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Jesús a solas, habló con él muy humildemente y le explicó cómo sentía
que en él habían muerto todos los deseos carnales y que viviría gustoso
en la abstinencia con su esposa si ella se lo permitía. También la esposa
se acercó a Jesús a solas y le dijo lo mismo. Jesús llamó a los dos juntos y
les habló del matrimonio y de la pureza que es grata a Dios» (dictado el
2 de enero de 1822). A propósito de esta religiosa visionaria y estigma-
tizada, que falleció en 1824, el periódico católico Offertenzeitung escri-
bía en septiembre de 1978: «No se puede encontrar un ejemplo de
mayor contraste y que más se oponga a la búsqueda de placeres de
nuestros contemporáneos incapaces de rezar, que el amor, el sufrimiento
y la expiación de esta seguidora de Cristo, que vive por completo en
Dios>>. El Offertenzeitung expresa el deseo de una <<pronta beatifica-
ción de esta gran sierva de Dios».

La valoración negativa del placer sexual que se impone en la Estoa, y


que caracteriza los dos primeros siglos del cristianismo, cobró un nuevo
impulso con la irrupción del pesimismo que, venido de Oriente, tal vez de
Persia, penetró en Occidente poco antes del inicio de la era cristiana, re-
presentando para el cristianismo una peligrosa competencia. Este movi-
miento, que se llamó a sí mismo «gnosis>> (conocimiento), pensaba haber
descubierto la carencia de valor de todo ser y su maldad; predicaba la
abstención del matrimonio, de la carne y del vino. Ya en el Nuevo Tes-
tamento se toma postura contra la <<gnosis» y su desprecio por la vida.
La primera carta a Timoteo concluye con este consejo: <<Querido Timo-
tea ... apártate de las charlatanerías irreverentes y de las objeciones de la
así llamada gnosis>>. Para los gnósticos el cuerpo es <<un cadáver dotado
de sentidos, la tumba que uno lleva consigo a todas partes>>, El mundo
no tiene su origen en un Dios bueno, sino que es obra de demonios. So-
lamente el alma del hombre, es decir, su sí mismo auténtico, su yo,
viene como una chispa de luz de otro lugar, de un mundo de luz. Fuerzas
demoníacas se apoderaron de ella y la condenaron a vivir exiliada en este
mundo de tinieblas. De este modo, el alma del hombre se encuentra en
una tierra extraña, en un entorno hostil, encadenada en la cárcel oscura
del cuerpo. Fascinada y seducida por los ruidos y alegrías del mundo,
corre el peligro de no poder encontrar el caminoque conduce al Dios de
la luz, en el cual tuvo su origen. Los demonios, pues, intentan ensorde-
cerla porque, sin esa chispa de luz, el mundo, que ellos han creado,
vuelve al caos y a las tinieblas.
La gnosis representa la protesta apasionada contra la concepción
de la existencia como buena. Está cautiva de un profundo pesimismo que
contrasta con el amor a la vida, característica dtlos últimos tiempos de
la Antigüedad. Es cierto que en los griegos se da,de forma generalizada,
una actitud negativa desvalorizadora de la materia -Platón habla del
cuerpo como sepulcro del alma (Gorgias 493a)-,sin embargo el cosmos
(término que remite a belleza y orden, véase <<cosmética>>) era concebido
como una estructura unitaria de abajo a arriba,sin fisuras entre la ma-

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teria y el espíritu. Antes de que entrara en escena la gnosis no se conocía
el endemoniamiento del cuerpo y de la materia. Esta cosmovisión nega-
tiva se abrió paso con tanta fuerza que consiguió influir en la vida de la
Antigüedad hasta modificar sus sentimientos. La investigación sobre el
movimiento de la gnosis ha dado al traste con la imagen serena de la An-
tigüedad difundida por el clasicismo alemán. El neoplatonismo (tan im-
portante para comprender a Agustín), que se desarrolló en la primera
mitad del siglo III d.C. y que marcó con su filosofía el fin del pensamien-
to antiguo, acusó la influencia de la gnosis tanto en su comprensión de la
vida como en su actitud ante ella. Plotino (t 270), alma del neoplato-
nismo, escribió, ciertamente, una obra contra los gnósticos, pero él
mismo quedó presa del pesimismo gnóstico y de su desprecio por el
mundo. Su biógrafo Porfirio (t hacia el 305) dice de él que <<parecía que
se avergonzaba de tener un cuerpo>> (Vida de Plotino 1 ). El neoplatonis-
mo exigía de sus seguidores una vida de continencia y ascesis. Al neo-
platonismo le pasó algo similar a lo que le ocurrió al catolicismo: quedó
contagiado por el desprecio gnóstico hacia el cuerpo a pesar de combatir
la gnosis desde el principio.
Especialmente el judaísmo era ajeno a la ascesis hasta que irrumpe la
gnosis. Esta irrupción gnóstica puede verse, por ejemplo, en la secta de
Qumrán. Para los judíos el mundo y la materia no son malos. La supe-
ración del mundo por el desprecio y la negación de la vida no es para los
judíos una actitud religiosa. Por eso, la fe inquebrantable del judaísmo en
un Dios único, bueno y creador de todas las cosas suavizó el influjo que
la negación del mundo y el pesimismo gnóstico ejerció sobre la secta de
Qumrán. En el judaísmo del Antiguo Testamento no se encuentra el
pesimismo sexual. Sin embargo, muchos católicos quieren verlo ya an-
clado en el Antiguo Testamento, en concreto en el libro de Tobías, que
data del 200 a.C. aproximadamente. Fue san Jerónimo (t 419/420),
padre de la Iglesia, quien proporcionó esta fundamentación bíblica a la
ascesis sexual. En la traducción que hizo de la Biblia al latín (Vulgata) y
que la Iglesia católica consideró hasta nuestros días como versión au-
téntica, alteró el texto en función de su ideal de la virginidad. El diccio-
nario católico Wetzer/Welte (1899) dice que Tobías escapó a la muerte
en su noche de bodas <<gracias a la castidad de los nuevos esposos>>. Sara,
su esposa, que había tenido siete maridos, contempló cómo todos ellos
murieron en sus respectivas noches de bodas. Por ello, también estaba ya
preparada la tumba para Tobías. Pero sobrevivió. Mientras en el texto
original se dice quedurmieron juntos, Jerónimo hace esperar a Tobías
tres noches (conocidas más tarde como <<noches de Tobías») antes de
unirse a Sara. Y cuando después de tres noches pasadas en oración se
acerca a Sara, ora con las palabras de Jerónimo, no con las del judaísmo,
cuando dice: ,, Y ahora, Señor, tú sabes que yo no tomo a esta mi her-
mana como mujer con deseo impuro, sino por amor a la descendencia>>
(Tob S,9). A esta adulterada oración de Tobías recurren, incluso hoy,
todos los teólogos serios para avalar la procreación como finalidad esen-

19
cial del matrimonio. El monje Jerónimo omite pura y llanamente la de-
claración auténtica de Tobías, tomada del Génesis 2,18, donde se dice:
«No es bueno que el hombre esté solo». Y la omite para no dejar nin-
guna sombra de duda en torno a la finalidad exclusivamente procreado-
ra del matrimonio. En las recientes traducciones de la Biblia hechas por
católicos, se eliminan los añadidos y se recuperan las omisiones hechas
por Jerónimo. Están ya, sin duda, muy lejanos aquellos tiempos en los
que el obispo de Amiens y el párroco de Abbeville cobraban una tasa a
los jóvenes esposos que no deseaban atenerse a las tres noches de Tobías,
sino que querían unirse maritalmente ya desde la primera noche. Voltaire
(t 1778) llega, incluso, a establecer una relación entre la tasa exigida por
el obispo de Amiens y el así llamado ius primae noctis, el derecho que
tenía el señor de pasar con la esposa del siervo la primera noche de
bodas. Hay, efectivamente, una relación entre la abstinencia que el
nuevo esposo acata por amor a Dios, como es el caso de Tobías (según
sale de la pluma de Jerónimo), y la continencia que el joven esposo
lleva a cabo en atención a la prerrogativa del señor, de acuerdo con el ius
primae noctis y, finalmente, la tasa pecuniaria del obispo para dispensar
del derecho del señor. El pensamiento es el mismo en todos los casos: el
derecho a la primera noche de bodas pertenece al señor supremo y, por
ello, también a Dios, que es el señor Dios. Por lo demás, para los pro-
testantes, el libro de Tobías, con o sin las noches de Tobías, no pertene-
ce al Antiguo Testamento, sino a los llamados escritos apócrifos (escritos
no canónicos).
Después de los hallazgos de los manuscritos de Qumrán en el mar
Muerto, descubiertos en 1947, podemos formarnos una imagen más
exacta de esta secta del desierto que vivió en tiempos de Jesucristo y a
cuyos seguidores se conoció desde antiguo con el nombre de esenios. La
influencia de la gnosis en esta secta por lo que se refiere a la ascesis se-
xual --extraña, como hemos dicho, al judaísmo- es evidente. La co-
munidad no estaba constituida únicamente por monjes, a ella pertene-
cían también personas casadas. Sin embargo, el gran cementerio que se
encuentra al este de Qumrán muestra que los monjes eran los miembros
de pleno derecho y los que marcaban las pautas. El orden en el que se
disponen las tumbas habla de la superioridad de los no casados y de la
inferioridad de las mujeres y niños. Todo el emplazamiento fue destruido
por los romanos en el año 68 d.C.
El pensamiento judío en torno a una creación buena proveniente de
un Dios bueno se vio fuertemente comprometida bajo el poder de la in-
fluencia gnóstica. Para Qumrán el mundo no es más que tinieblas bajo el
dominio de Satán. Un modo similar de expresarse lo encontramos en el
evangelio de Juan, lo que prueba la influencia significativa de la gnosis en
el Nuevo Testamento, a pesar de la polémica llevada por éste contra ella.
No obstante esa influencia gnóstica, ni el Nuevo Testamento ni la secta
judía de Qumrán abandonaron la idea judía de un Dios único y bueno.
A propósito de los esenios (secta de Qumrán) dice el historiador

20
judío Flavio Josefa (t hacia el año 100 d.C.): los esenios «judíos de na-
cimiento ... huyen de las alegrías de la vida como si de un mal se tratara y
abrazan la continencia como una virtud. Enjuician desfavorablemente el
matrimonio, pero acogen a los hijos de otros mientras están en la edad de
poder formarse. Se protegen contra la inconstancia de las mujeres y
están convencidos de que ninguna de ellas se mantiene fiel al marido ... Ni
gritos ni ruidos rompen la paz sagrada del edificio... A las gentes de fuera
el silencio de allí dentro se les presentaba como un pavoroso misterio.
Este silencio es resultado de una austeridad constante, del ejercicio de
comer y beber sólo lo estrictamente necesario ... Están fuertemente con-
vencidos de que el cuerpo es perecedero y que la materia no dura, pero
las almas son inmortales para siempre jamás ... Piensan también que las
almas están hechas de éter sutilísimo ... Si se vieran libres de las cadenas
de la carne se sentirían como liberadas de una larga prisión y ascende-
rían hacia lo alto con beatífica alegría ... Pero existe también otro grupo
de esenios ... que piensan que quien no se casa abandona una tarea esen-
cial a la vida, la procreación de los hijos. Les mueve a ello la idea de que
si todos hicieran lo mismo, la humanidad se acabaría. Así que ponen a
prueba durante tres años a sus futuras esposas y cuando ellas ... han de-
mostrado su fecundidad, entonces se da por concluido el matrimonio.
Durante la gestación no mantienen relaciones sexuales, con lo cual tes-
timonian que no se han casado por el placer, sino para engendrar hijos»
(La guerra ;udía II,8,2-13).
Mientras la secta de Qumrán toma, bajo la influencia gnóstica, una
actitud negativa hacia el matrimonio, abandonando con ello la inspira-
ción judía, encontramos en Filón de Alejandría, filósofo significativo de
la filosofía judaico-griega y contemporáneo de Jesucristo, una síntesis de
las culturas judía y griega. A comienzos de nuestra era cristiana, este
judío culto intentó echar un puente de unión entre el judaísmo y el hele-
nismo, entre la fe hebraica y la filosofía griega. Profundamente impreg-
nado de filosofía griega, emprende la tarea de acercar la Biblia judía (el
Antiguo Testamento) a todos aquellos contemporáneos suyos que no son
judíos. Y esta mezcolanza judaico-griega (prevalentemente estoica) suena
como si Filón fuera ya el primer padre de la Iglesia cristiana, al menos en
lo que se refiere a su concepción del matrimonio. Se mantiene, no obs-
tante, judío, toda vez que no asume el ideal de la virginidad, que estaba
tomando cuerpo en los primeros tiempos del cristianismo.
A juicio de Filón, el egipcio José dice a la mujer de Putifar que le ten-
taba para que se acostara con ella: «Nosotros, descendientes de los he-
breos, tenemos costumbres y leyes peculiares. Llegamos limpios al ma-
trimonio para desposar jóvenes vírgenes y nos proponemos no el placer,
sino la procreación de hijos legítimos» (En torno a José 9,43). En las
aclaraciones que hace de la ley mosaica sobre el adulterio, Filón habla de
<dos hombres lujuriosos, que en su frenética pasión mantienen relaciones
extremadamente libidinales, no con mujeres extrañas, sino con sus pro-
pias mujeres» (Sobre leyes individuales 3,2,9). Filón mantiene que sólo la

21
procreación de los hijos, y no el placer sexual, legitima la relación sexual.
Filón alaba la poligamia de Abrahán porque esa situación del patriarca
no obedecía -siempre según Filón- a una pasión de placer, sino a la
voluntad de ver aumentada la descendencia. Filón va, incluso, más allá
que los griegos y judíos, que le precedieron en la estimación valorativa de
la procreación de los hijos como sentido y finalidad esencial del matri-
monio. Para él, si un hombre se casa con una mujer, cuya esterilidad le
consta por el matrimonio anterior de ella, entonces <<está labrando una
tierra pobre y pedregosa», actúa sólo por el placer de los sentidos y eso es
condenable. Si, por el contrario, la esterilidad de la mujer se descubre una
vez casados, será perdonable el hecho de que el hombre no repudie a su
esposa. Las últimas resonancias de esta concepción del matrimonio en
cuanto comunidad que tiene como finalidad esencial la procreación se su-
primieron en el derecho canónico sólo en 1977: para que el matrimonio
sea válido ya no es necesario, desde entonces, que el varón sea capaz de
procrear, basta que sea capaz de realizar el acto sexual.
Filón condena enérgicamente la contracepción: <<Quien en el acopla-
miento intenciona al mismo tiempo la destrucción del semen, es induda-
blemente enemigo de la naturaleza>> (Sobre leyes individuales 3,36).
Condena también a los homosexuales, ya que sus actos son por natura-
leza estériles: <<Como un labrador malo, el homosexual deja la tierra fér-
til en baldío y se fatiga día y noche con una tierra de la que no se puede
esperar fruto alguno>>. Filón, quien en muchos temas pensaba como un
griego, en su condena de la homosexualidad es, de pies a cabeza, judío:
<<Contra estos hombres hay que proceder sin piedad, ya que las leyes dis-
ponen matarlos sin miramientos, no dejarles con vida ni un solo día y ni
una sola hora, pues el hombre afeminado falsea el sello de la naturaleza,
se deshonra a sí mismo, a la familia, al país y a todo el género humano ...
Busca el placer contra la naturaleza, contribuye a la desertización y des-
poblamiento de las ciudades, ya que tira su semen>> (Sobre leyes indivi-
duales 3,37-42).

22
Capítulo 2

EL ANTIGUO T ABU DE LA SANGRE FEMENINA


Y SUS REPERCUSIONES EN EL CRISTIANISMO

Un tabú característico de la antigüedad y que asumió el cristianismo se


refiere a las relaciones sexuales con la mujer durante el período mens-
trual. Filón sostiene la idea, como por lo demás también el médico So-
rano de Éfeso (siglo u d.C.), de que durante la menstruación es imposible
la concepción. Y puesto que es imposible la concepción, prohíbe toda re-
lación íntima con la mujer mientras le dura la regla. De hecho, la sangre
fresca menstrual humedece el útero y <da humedad no solamente debili-
ta la fuerza vital del semen, sino que la destruye completamente» (Sobre
leyes individuales 3,6,32). Con ello, Filón avala una de las prohibiciones
del Antiguo Testamento. El Levítico 20,18 dice: <<Dijo el Señor a Moisés:
el que se acueste con mujer durante el tiempo de las reglas, ambos serán
exterminados de entre su pueblo». En el Antiguo Testamento no se en-
cuentra fundamento alguno que dé razón de esta terrible condena. En Le-
vítico 15,19 ss. se nos dice que, de acuerdo con la prescripción de Dios,
una mujer en menstruación es impura durante siete días. Y que, durante
el período del flujo, todo lo que ella toque se vuelve impuro. Y quien la
toque o toque algo que ella ha tocado o toque algo tocado por quien ella
ha tocado, se hace impuro. Los judíos y los paganos de la antigüedad es-
taban convencidos de que la sangre de la menstruación tenía un efecto
letal. Para Filón el efecto venenoso del flujo daña el semen hasta el
punto de impedir la concepción. El romano Plinio (t 79 d.C.), cultivador
de la ciencia de la naturaleza, prohíbe las relaciones con la mujer que
tiene la regla porque los niños concebidos en tal momento son niños en-
fermos, tienen la sangre infectada o nacen muertos (Historia natural
7, 15,87).
Hacia el año 200, los padres de la Iglesia Clemente de Alejandría y
Orígem:s y, hacia el año 400, Jerónimo, afirmaban que estos niños eran
subnormales. Jerónimo dice: <<Cuando un hombre tiene relaciones se-

23
xuales con una mujer en este tiempo, los niños nacen leprosos o hidro-
céfalos, y la sangre corrompida actúa para que los cuerpos apestados por
su impureza lleguen a ser demasiado grandes o demasiado pequeños>>
(Comentario a Ezequie/18,6).
<<Quien tiene relaciones con la propia mujer en este tiempo•>, advier-
te el obispo Cesáreo de Aries (t 542), <<los niños nacerán leprosos o epi-
lépticos o poseídos por el demonio» (Peter Browe, Beitrage zur Sexual-
ethik des Mittelalters, 1932, p. 48). Y san Isidoro de Sevilla (t 636), en
su obra enciclopédica Etimologías, que a lo largo de siglos tuvo una gran
difusión, sostiene acerca de la sangre menstrual: «Una vez tocada, los fru-
tos no germinan, las flores se marchitan, las plantas se mueren ... el hierro
se oxida, el bronce se pone negro, los perros que la beben cogen la
rabia>> (Browe, p. 2). Lo mismo que Filón, piensa que el daño que causa
en el semen es tan grande que imposibilita la concepción en el tiempo de
reglas. Según el abad Regino de Prüm (t 915), en el Eifel, y Burchardo de
Worms (t 1025), los sacerdotes deberían preguntar, en la confesión, a
sus penitentes sobre las relaciones maritales durante la menstruación.
Los grandes teólogos del siglo XIII, como Alberto Magno, Tomás de
Aquino y Duns Scoto, condenan la relación durante el menstruo como
pecado mortal en atención a las consecuencias desastrosas que padece-
rían los hijos. Bertoldo de Ratisbona (t 1272), el predicador más célebre
del·siglo XIII, afirmaba con toda claridad ante sus oyentes: «Los hijos
concebidos en ese tiempo no te darán ninguna alegría porque o estarán
poseídos por el demonio o serán leprosos o epilépticos o jorobados ocie-
gos o contrahechos o mudos o idiotas o tendrán una cabeza deforme
como un mazo ... y si se diera que habéis estado ausentes durante cuatro
semanas, incluso, si habéis estado lejos de vuestras mujeres durante dos
años, debéis guardaros muy bien de desearlas ... Sed personas honestas y
ved que hasta un maloliente judío pone todo el empeño en evitar ese
tiempo>> (F. Gobel, Die Missionspredigten des Franziskaners Berthold
van Regensburg, 1857, p. 354).
Bertoldo de Ratisbona mencionaba a los judíos («malolientes judíos»
era el calificativo que les daba el antisemitismo cristiano) porque el
hecho de que en la Edad Media fueran pocos los judíos afectados de
lepra se explicaba por la observancia rigurosa de la abstinencia en el pe-
ríodo menstrual, pues así lo tenían preceptuado. Por el contrario, para
Bertoldo, el fenómeno de que la lepra y otras enfermedades de larga du-
ración estuvieran difundidas entre los campesinos tenía su razón de ser en
la unión con sus esposas en dichos días (Browe, p. 4 ). Juan de Hus,
condenado a la hoguera en 1415 por el concilio deConstanza -pero no
por esta causa, pues en este asunto estaban todos más o menos de acuer-
do con él-, piensa que los niños jorobados, bizcos, tuertos, epilépticos,
cojos o poseídos por el demonio son la consecuencia de las relaciones con
la mujer menstruante (Browe, p. 5).
Lentamente, a lo largo de los siglos y como resultado de los avances
de la medicina, se abandonó la idea de que la malformación de los

24
niños tuviera como causa el menstruo. El cardenal Cayetano (siglo XVI),
adversario de Lutero, ve ya solamente «pecado leve>> en la relación
menstrual (Summula peccatorum, 1526, artículo Matrimonium). Tomás
Sánchez (t 1610), teólogo moralista, que gozó de gran autoridad en su
tiempo y en los siglos sucesivos en las cuestiones matrimoniales, dice que
muchos teólogos no contemplan ya como pecado las relaciones durante
la menstruación, aunque la mayoría continúa viéndolo como pecado ve-
nial, alegando la razón de que en ello hay algo «indecoroso» y testimo-
nia una falta de dominio de sí. El mismo Tomás Sánchez comparte
esta última opinión, que considera dicha relación como falta leve. No
está de acuerdo en que la malformación de los hijos tenga tal causa,
pues, salvo excepciones rarísimas, no se puede demostrar. Además, sos-
tiene que hay circunstancias en las que dicha relación carece de conno-
tación moral, siempre y cuando exista una causa que lo justifique, por
ejemplo, para superar una gran tentación carnal o para resolver un
conflicto conyugal (El sacramento sagrado del matrimonio, lib. 9, disp.
21, n. 7).
Algunos teólogos jansenistas (vuelta al rigorismo agustiniano del
siglo XVII) lo veían de otra manera. Así, el belga Laurentius Neesen
(t 1679) considera que es pecado grave para el cónyuge que lo solicita
(Heinrich Klomps, Ehemoral und ]ansenismus, 1964, p. 190). Sin em-
bargo, la mayor parte de los jansenistas hablan de falta leve. San Al-
fonso María de Ligorio (t 1787), el teólogo moralista más relevante del
siglo XVIII y que marcó la pauta a los moralistas del siglo XIX y princi-
pios del XX, secunda la opinión de Tomás Sánchez. De este modo, hasta
principios de nuestro siglo la relación con la mujer en plena menstrua-
ción se definía como pecado venial por lo que tiene de «indecoroso>> y
falta de autodominio (Dominikus Lindner, Der Usus matrimonii, 1929,
p. 218).
Por lo que atañe a comulgar en la celebración eucarística, la Iglesia
de Occidente, aunque más aún la Iglesia oriental, desaprobó que la
mujer menstruante se acercara a recibir la comunión. El patriarca Dio-
nisia de Alejandría (t 264/265), discípulo del padre de la Iglesia Oríge-
nes, preguntado sobre la posibilidad de permitirlo, respondió que tal pre-
gunta estaba de más, <<pues a las mujeres creyentes y piadosas no les
pasa por la mente la idea de tocar la mesa sagrada o el cuerpo y la san-
gre del Señor>> (Ep. can. 2, PG 10, 1281 A). El nuncio apostólico, car-
denal Humbert, quien en 1054 consumó el gran cisma entre la Iglesia de
Oriente y Occidente, echó en cara a la Iglesia griega esta costumbre
marginadora de la mujer. El célebre canonista de la Iglesia oriental,
Teodoro de Balsamón (t despnés del 1195), patriarca de Antioquía,
defendió tal costumbre. También lo hizo el patriarca copto de Alejandría
Cirilo III (t 1243). Los maronitas mantuvieron esta práctica hasta 1596
(d. Browe, pp. 9 s.).
En Occidente la actitud fue más moderada. El papa Gregario Magno
(t 604) no prohibió a la menstruante entrar en la iglesia o recibir la co-
2S
munión, pero alabó a las que no lo hicieran. Él retenía que la menstrua-
ción es la consecuencia de una falta. Dice así: <<No se debe prohibir a la
mujer entrar en la iglesia. Ni se la debe prohibir acercarse a la sagrada
comunión en el tiempo de la regla. Pero hay que alabar a la mujer que,
movida por un gran respeto, no lo hace. El menstruo en sí mismo no es
una falta, es un proceso completamente natural. Pero si la naturaleza está
tan desajustada que parece estar manchada sin que para ello haya me-
diado voluntad alguna humana, ese desarreglo testimonia un pecado»
(Respuesta al obispo inglés Agustín, respuesta décima).
Esta vacilación llevó a una legislación contradictoria en la Iglesia de
Occidente: a veces a la mujer menstruante se la prohibía recibir la co-
munión y a veces se la autorizaba. Así, tenemos que el canónigo de
Praga, Matías de Janow (t 1394), se encara contra los sacerdotes que no
permiten comulgar a las mujeres que están con el período. Y piensa que
los sacerdotes no deben preguntar por estas cosas en la confesión <<por-
que no es necesario, ni útil ni decente>> (Browe, p. 14). Pero en Dek-
kenpfronn, un puehlo de la Selva Negra, todavía en el año 1684 las
mujeres con la regla quedaban a la puerta de la iglesia <<y no entraban re-
almente al interior, y se las hacía pasar vergüenza>>. Esta información se
puede leer en el libro de registro de la iglesia (véase Browe, p. 14).
La menstruación se presenta como un impedimento fatal para que la
mujer pueda acceder al ministerio eclesiástico. Teodoro de Balsamón, el
célebre canonista de la Iglesia ortodoxa ya mencionado, escribía en el
siglo XII: <<En otros tiempos, las leyes de la Iglesia autorizaban la orde-
nación (consagración) de las diaconisas. Estas mujeres tenían acceso al
altar. Pero reparando en su impureza mensual, se las excluyó del culto y
de su ministerio en el santo altar. En la honorable Iglesia de Constanti-
nopla todavía se nombran diaconisas, pero ya no tienen acceso al altar>>
(Responsa ad interrogationes Marci [lnterr. 35); cf. Ida Raming, Der
Ausschluss der Frau vom priesterlichen Amt, 1973, p. 39).
Pero más nefasta que la sangre de la menstruación era aún la sangre
de la puérpera, la sangre de la mujer recién parida, que llevó a una
prohibición de las relaciones sexuales en el puerperio similar a su con-
dena en el menstruo. Las puérperas pusieron en no pocos aprietos a la
Iglesia cristiana, enemiga de la sexualidad, por ejemplo, cuando se tra-
taba de darlas sepultura, pues al parto, a diferencia de la menstruación,
no se le puede separar del placer carnal, imprescindible para que se dé la
concepción. El placer, según Agustín, tiene casi siempre -para muchos
de sus seguidores, siempre- una connotación pecaminosa. El sínodo de
Tréveris del año 1227(c. 8) habla de la necesidad que la puérpera tiene
de una <<nueva reconciliación con la Iglesia>>. Sólo después de tal re-
conciliación podrá entrar en la iglesia. En esta «bendición>> de la puér-
pera, como hoy se dice, se dan cita sentimientos varios, en ella están pre-
sentes las leyes judías de la purificación (María pudo entrar de nuevo en
el templo sólo transcurridos los cuarenta días y una vez hecha la ofrenda
de la purificación), la condena cristiana del placer sexual y la difamación

26
cristiana de la mujer. No es, pues, de extrañar que a las puérperas que
morían sin haberse reconciliado con la Iglesia se les negase frecuente-
mente la sepultura en el cementerio cristiano. Varios sínodos, como el de
Rouen de 1074 y el de Colonia de 1279, se opusieron a tal costumbre y
abogaron por un enterramiento igual para todos los cristianos (Browe, p.
20). Lutero, en un escrito que dirigió en 1530 al parlamento de Augs-
burgo a través del príncipe-elector Juan de Sajonia, refiere que en la
iglesia papista «a las mujeres que mueren de parto también se las entierra
con una ceremonia especial>>. El féretro no se colocaba, como en los
demás casos, en el centro de la iglesia, sino a la puerta (Briefwechse/7,
Calw/Stuttgart, 1897, p. 258 ). En la diócesis de Gante, siguiendo la
normativa de la conferencia del decanato de 1632, se enterraba en se-
creto a las puérperas que morían sin haber recibido la mencionada ben-
dición (Browe, p. 21).
Si estas mujeres han tenido que luchar mucho tiempo para conseguir
el derecho de ser enterradas normalmente, mucho más tiempo aún han
necesitado para que se las permitiera entrar en la iglesia sin el rito de la
purificación. El día 13 de enero de 1200, el papa lnocencio III puso en
entredicho a Francia porque su rey vivía en matrimonio inválido con su
amante Inés de Merán. La interdicción determinaba que todas las iglesias
de Francia permanecieran cerradas y que se las abriese únicamente para
bautizar a los niños. El papa prohibió «severamente» que las puérperas
entrasen en la iglesia para purificarse, y dado que no estaban purificadas
no podían participar en el bautismo de sus propios hijos. Sólo cuando se
levantó el entredicho, los sacerdotes las autorizaron a entrar. El entredi-
cho se mantuvo más de un año, hasta que el rey francés se apartó de su
amante Inés de Merán. Esta determinación entrañaba una contradic-
ción, pues precisamente el mismo papa Inocencio III había respondido
negativamente, en el año 1198, al arzobispo de Armagh, quien le había
preguntado si las leyes mosaicas relativas a las puérperas eran todavía vá-
lidas en la Iglesia. Su respuesta fue: No, <<pero si las mujeres desean, mo-
vidas por un sentimiento de respeto, permanecer alejadas por algún
tiempo de la iglesia, pienso que no debemos censurárselo>> (Ep. 1,63;
véase Browe, p. 26). Esta postura del papa nos está diciendo que cuando
se trata de discriminar a la mujer lo más útil es adoptar respuestas sibi-
linas: sí, pero no. No, pero sí.
La costumbre de la purificación de la mujer que da a luz se ha man-
tenido casi hasta nuestros días. El diccionario católico Wetzer/Welte
( 1886) describe de este modo el rito de la purificación: <<Igual que los ca-
tecúmenos (los aspirantes al bautismo) y penitentes, la puérpera, al co-
mienzo, debe estar, de pie o de rodillas, fuera de la puerta de la iglesia y
solamente cuando ha sido solemnemente purificada por la aspersión del
agua bendita y por la oración del sacerdote, éste la introduce en la iglesia,
de la misma manera que hoy se hace con los catecúmenos antes de recibir
el hautismo y como en otros tiempos acontecía con los penitentes públi-
cos el día de jueves santo>> (Wetzer/Welte I, p. 1711 ). Esta bendición se

27
mantuvo rígidamente hasta la década de los años 60 de nuestro siglo. En
1987 me decía una mujer en una carta: «Recuerdo que mi madre sintió
una honda vergüenza. En 1960 nació mi hermana, la más joven. A mi
madre no se la permitió asistir al bautizo porque ella aún no estaba
"bendecida". En otra ocasión posterior y, por la tarde, se coló de incóg-
nito en la iglesia. El párroco la bendijo y sólo desde entonces pudo par-
ticipar en la eucaristía>>.

28
Capítulo 3

EL NUEVO TESTAMENTO Y SUS ERRONEAS


INTERPRETACIONES:
LA CONCEPCION VIRGINAL, EL CELIBATO
Y EL NUEVO MATRIMONIO DE LOS DIVORCIADOS

En el desarrollo de la moral sexual cristiana jugaron un papel muy sig-


nificativo el judaísmo y la gnosis: el judaísmo, que como factor determi-
nante tenemos el ejemplo en Filón de Alejandría, contemporáneo de los
primeros cristianos y a quien ya nos hemos referido; y la gnosis, en
cuanto portadora del ideal del celibato y defensora de la superioridad de
éste sobre el matrimonio. Ciertamente los cristianos salieron al paso del
avance impetuoso del pesimismo inherente a la gnosis, tanto es así que
durante los primeros siglos del cristianismo los gnósticos fueron los ver-
daderos enemigos de los cristianos. Sin embargo, de ellos mismos asu-
mieron la exaltación de la virginidad y del celibato, concebidos como
modos de estar más próximos a Dios. La idealización de estos estados de
vida consiguió también colorear, si bien muy suavemente, el Nuevo Tes-
tamento.
Así, tenemos que en el Apocalipsis de san Juan se habla de los
144.000 que cantan un cántico nuevo ante el trono: «Éstos son los que
no se han manchado con mujeres, pues son vírgenes. Éstos son los que si-
guen al Cordero donde quiera que vaya. Éstos son los redimidos de
entre Jos hombres como primicias para Dios y para el Cordero». Por aquí
se puede apreciar qne la gnosis se ha impuesto, en el Nuevo Testamento,
sobre la herencia judía del Antiguo Testamento. El Antiguo Testamen-
to no emplea este modo de hablar. De hecho, la continuación del texto
del Apocalipsis cita el Antiguo Testamento (Is 53,9): «En su boca no se
encontró mentira: son irreprochables» (Ap 14,4 s.). Así, pues, en este
texto citado, el Antiguo Testamento no habla de «vírgenes».
Pero fuera de e>te texto, el Nuevo Testamento rechaza la aversión
gnóstica al mntrimonio y a la sexualidad. Nos pone sobre aviso contra

29
«los embaucadores que prohíben casarse» (1 Tim 4,3). Esta misma frase
la empleó Lutero en 1520, en su escrito dirigido contra el papado y que
lleva por título A la nobleza cristiana de la nación alemana. Dice así:
<<Ahí está, pues, la cátedra de Roma que, inspirada por su prppio sacri-
legio, ha llegado a prohibir el matrimonio a los sacerdotes. Esta es una
orden que ha recibido del diablo, como muy bien lo dice san Pablo en la
primera carta a Timoteo (4,3): "Vendrán maestros que traerán las doc-
trinas del diablo y prohibirán casarse". En esta realidad hay que ver el
origen de muchas situaciones lamentables y la razón por la que la Iglesia
griega se separó de la Iglesia romana. Yo aconsejo que a cada uno se le
dé libertad para poder esposarse, si ése es su deseo>>. En otro escrito del
mismo año 1520, y que tiene como título La cautividad babilónica de la
Iglesia, dice: <<Yo sé que Pablo dio esta orden: "un obispo debe ser hom-
bre de una sola mujer". Si éste es el mandato de Pablo, dejemos de lado
todas esas normas malditas de los hombres que se han introducido sola-
padamente en la Iglesia y que sólo han servido para aumentar el peligro,
el pecado y la malicia. ¿Por qué se me ha de quitar la libertad en nombre
de una extraña superstición y en nombre de la ignorancia?>>, Y final-
mente, en Los artículos de Schmalkalda de 1537, dice: «No han tenido
ninguna razón, ni les asiste ningún derecho para prohibir el matrimonio,
ni para agobiar el divino estado del sacerdocio con la exigencia de una
castidad permanente. Han actuado como anticristos, tiranos y canallas
malvados. Han acarreado con ello toda clase de pecados espantosos, ho-
rribles e innumerables contra la castidad, pecados en los que aún hoy día
se encuentran inmersos. De la misma manera que a nadie, ni a ellos ni a
nosotros, le ha sido otorgado el poder de cambiar al hombre en mujer o
a la mujer en hombre, así tampoco ellos han recibido el poder de separar
estas criaturas de Dios o de prohibirlas vivir juntas en matrimonio y con
honradez. Por ello, no queremos dar nuestra aprobación a su enojoso ce-
libato, ni tolerarlo, sino que queremos que el matrimonio sea voluntario,
tal como Dios lo dispuso e instituyó. Y no queremos impedir la obra de
Dios, pues san Pablo dice, en la primera carta a Timoteo 4, que hacer lo
contrario es doctrina del diablo>>,

El Nuevo Testamento no presenta la concepción virginal como una


realidad que se oponga hostilmente a la sexualidad y al matrimonio, pero
con el transcurso del tiempo se ha prestado a interpretaciones equivoca-
das. El Antiguo Testamento no ha profetizado nunca una concepción que
fuera virginal desde el punto de vista biológico y el Nuevo Testamento
no ha declarado histórico un acontecimiento tal. En el Nuevo Testa-
mento, Mateo (cap. 1) y Lucas (cap. 1), cuando recurren a la concepción
virginal lo hacen, más bien, como quien recurre a una imagen, similar a
las demás imágenes que usa el Nuevo Testamento. Tampoco el profeta
Isaías, que vivió en el siglo VIII antes de Jesucristo, habló nunca de la con-
cepción virginal. La supuesta profecía, que vaticinaría a través del profeta
lsaías una concepción virginal, no corresponde al texto hebreo original.

30
En Isaías 7,14 podemos leer: «He aquí que una doncella (alma) está
encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». El
hecho de que en el evangelio de Mateo (1,23) nos encontremos con lapa-
labra <<virgen>> tiene su razón explicativa en la traducción griega de la Bi-
blia, hecha en el siglo m a.C., y conocida como la Biblia de los Setenta.
En esta Biblia se vierte la palabra alma por parthenos (virgen). El térmi-
no alma puede significar virgen, pero no necesariamente, de la misma
manera que una doncella puede ser virgen, pero no necesariamente.
Pero, incluso, en el supuesto de que Isaías hablara de una doncella virgen,
no significa que estuviera aludiendo a la concepción virginal.
En el supuesto de que lsaías dé a la palabra alma el significado de vir-
gen, de este pasaje solamente se puede deducir que la madre del futuro
niño era virgen antes de concebirlo en su seno, antes de la concepción del
hijo. Lo que no se deduce de este texto es que la misma concepción o
procreación haya acontecido de una manera sobrenatural y, consecuen-
temente, su virginidad haya quedado intacta. Pero ya se trate de una don-
cella o de una virgen, a la que Isaías hace alusión cuando habla con el rey
Acaz en Jerusalén durante la guerra del 734 a.C. entre sirios y efraimitas,
lo que sí es cierto es que cuando da al rey la <<señal>> de una doncella que
está encinta está hablando de un acontecimiento próximo y no de un
acontecimiento que tendría lugar 700 años después. De hecho, Isaías di-
ce del niño Emmanuel: <<Cuajada y miel comerá hasta que sepa rehusar
lo malo y elegir lo bueno. Porque antes de que sepa el niño rehusar lo
malo y elegir lo bueno, será abandonado el territorio cuyos dos reyes te
dan miedo>> (7,15 s.). A lo largo de los años 733 y 732 los asirios con-
quistaron los dos reinos, el de Damasco y el del norte de Israel. CQn ello,
se había alejado el peligro de los dos reyes que amenazaba al_ rey Acaz. Y
el niño Emmanuel nacido de la doncella era, en realidad, pequeño, inca-
paz de juzgar y se alimentaba, como había dicho el profeta, de cuajada
y miel.
De todo esto se deduce que el Antiguo Testamento no habla de la
concepción virginal de María. Tampoco se encuentra esta idea en el es-
critor neotestamentario más antiguo, a saber, Pablo. El evangelio de
Marcos, que es el evangelio más antiguo, no sabe, igualmente, nada de
este asunto. En el evangelio de Juan (1,45 y 6,42) expresamente se des-
cribe a Jesús como el hijo de José, y en Juan 1,45 esta descripción se
hace, además, con referencia al Antiguo Testamento: <<Felipe (uno de los
doce apóstoles) se encuentra con Natanael y le dice: Ése del que escribió
Moisés en la ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el
hijo de José, el de Nazaret>>. El relato de la concepción virginal de María
se encuentra solamente en Mateo y Lucas. Pero, incluso en estos dos
evangelios, la idea de la concepción virginal aparece en sus estratos más
recientes y no en los más antiguos. El árbol genealógico de Jesús, que nos
presentan Mateo (cap. 1) y Lucas (cap. 3), se redactó en una época en la
cual se consideraba como evicente que José era el padre de Jesús. El
árbol genealógico lo que quiere es demostrar que Jesús desciende de

31
David a través de José. Para ello, se da como presupuesto requerido
que José es el padre de Jesús. Incluso María describe, con toda naturali-
dad, a José como padre de Jesús (Le 2,48).
Sólo en los estratos más recientes de estos dos evangelios encontra-
mos la idea de la concepción virginal como una imagen a la que se recu-
rre para expresar simbólicamente la iniciativa peculiar que Dios mismo
asume en la historia de la salvación. El Nuevo Testamento, pues, no atri-
buye a la idea de la concepción virginal el valor de un relato histórico y,
por tanto, no la interpreta literalmente. La considera simplemente como
similar a la imagen a la que recurre el Antiguo Testamento para describir
la creación de Adán a partir de un trozo de barro de la tierra. Ambas
imágenes, dotadas de una gran fuerza expresiva, sirven para hacer com-
prender nítidamente que la creación del primer hombre y la creación del
<<segundo hombre>>, como Pablo llama a Jesús (1 Cor 15), son obra de
Dios. La metáfora de la concepción virginal tiene su origen en el mundo
antiguo, que recurría a la partenogénesis para expresar, con lenguaje sim-
bólico, la descendencia divina de personajes con cualidades egregias. El
origen divino daba razón de las cualidades extraordinarias, fuera de lo
ordinario, que ornaban dichas personas. Así, por ejemplo, según Sueto-
nio, Augusto era considerado como hijo del dios Apolo. Y Alejandro,
según cuenta Plutarco, fue concebido por un relámpago. Más tarde -y
·también hoy día-, los cristianos se reservaron el privilegio de interpretar
literalmente tales imágenes y entenderlas en su sentido biológico, no
ciertamente cuando se referían a los dioses paganos, sino cuando con
ellas se referían al propio Dios cristiano. Es cierto que en la Antigüedad
también algunos paganos admitían como realidad factual esas imágenes
míticas magnificadoras, pero no las personas cultas e ilustradas. Las
cosas en el pasado debieron ser, más o menos, como en cierta ocasión las
describe Plutarco: <<Vivía en el Ponto una mujer que afirmaba haber
quedado embarazada por Apolo, cosa que naturalmente muchos po-
nían en duda, pero otros muchos lo creían>> (Vidas paralelas, Lisandro
26).
David Friedrich Strauss, uno de los teólogos protestantes más pres-
tigiosos del siglo XIX, muestra cómo una antigua imagen va pasando pro-
gresivamente por un proceso de historización hasta convertirse en una
historia real concreta de castidad, que tuvo también sus secuencias. Así,
por ejemplo, en su Vida de Jesús, que data del1835, trae a colación el
caso de Espeusipo, hijo de Potona, hermana de Platón, quien recuerda
una leyenda muy difundida en Atenas, según la cual su tío Platón era hijo
del dios Apolo: hasta el día del nacimiento de Platón, su padre Aríston se
abstuvo de toda relación sexual con su esposa Perictiona (Diógenes
Laercio 3,1,2). Strauss piensa que, de esta misma manera, el relato de la
concepción virginal de Jesús habla sólo de la virginidad de María antes
del nacimiento deJesús: <<José no la conoció hasta que ella dio a luz un
hijo, y le puso por nombre JesÚs>> (Mt 1,25). Platón tuvo hermanos y
hermanas. Jesús también, como nos lo hacen saber Marcos (6,3) y Mateo

32
(13,55). El hecho de que el Nuevo Testamento, hasta, incluso, el mismo
Mateo (cap. 13), mencione los .~erm.an?s y las herm~nas de J~sús, deno-
ta que la imagen de la .concepciOn vtrgm.al no entranaba senttdo alguno
de aversión a la sexuahdad, como postenorn:~nte se f~e cargando de pe-
simismo sexual en el proceso de transformacwn de la tmagen en realidad
fáctica.
A partir del siglo II, en época postneotestamentaria, los hermanos y
las hermanas de Jesús pasan primero a ser hermanastros y hermanastras
de Jesús, provenientes de un primer matrimonio de José y del cual quedó
viudo (Protoevangelio de Santiago 9, hacia el 150 d.C.). Finalmente
hacia el año 400, Jerónimo transforma los hermanastros y hermanastra~
en primos y primas de Jesús, y califica de <<fantasía impía y apócrifa,,
creer que José hubiera tenido hijos de un matrimonio precedente: la vir-
ginidad de María conlleva, según Jerónimo, la virginidad de José (Ad
Matth. 12). De este modo, María era virgen antes del nacimiento de Jesús
y después del nacimiento de Jesús. Pero también la última ventana desde
donde sería posible vulnerar la virginidad de María, como es el estado en
el que quedó el himen en el momento del nacimiento de Jesús, se cerró en
el siglo II. En el Protoevangelio de Santiago (19 s.), una partera explica
que el himen de María quedó intacto en el nacimiento de Jesús. La ima-
gen neotestamentaria de la concepción virginal ha adquirido autonomía
propia a través de una secuencia que concluye en la castidad personal de
María y en su integridad biológica.
Recordemos, pues, brevemente: el profeta Isaías, en el siglo VIII a.C.
habla de una doncella que quedará encinta. De aquí, el Nuevo Testa-
mento saca la imagen de una concepción virginal, entendida como ex-
presión simbólica de una participación peculiar de Dios en toda la vida
de Jesús, en lo que él es y en lo que le acontece. Y de esta imagen, los si-
glos siguientes han tejido una historia detallada sobre la virginidad per-
petua de María, que termina siendo virgen antes del parto, en el parto Y
después del parto de Jesús. Esta imagen de la concepción virginal trajo
también consigo -y aquí se encuentra la consecuencia más grave deri-
vada de ese proceso de transformación, en virtud del cual una imagen,
que simboliza la intervención Je Dios, pasa a expresar la castidad bio-
lúgica de María- la idea de un Dios pensado a la manera de un ser mas-
culino, pues su acción sobre María es casi de naturaleza viril. El célebre
teólogo católico de teología dogmática Michael Schmaus habla tam-
bién de este tenor: «Lo que en otros casos aporta la acción masculina,
fue realizado en María por la omnipotencia de Dios>> (Mariologie, 1955,
p. 107).

El hecho de que pasajes delNuevo Testamento, que originariamente


no eran hostiles al cuerpo ni a la sexualidad, se hayan malinterpretado
cada vez más como tales, no se confirma únicamente con la imagen de la
concepción virginal. Este proceso de transformación hacia una signifi-
caciún pesimista de la sexualidad puede observase con toda claridad en

JJ
otro pasaje, que hasta nuestros días se presenta como la columna sobre la
que se asienta el celibato y que se interpreta como la palabra de Jesús
sobre el tema. Juan Pablo 11, en su escrito A todos los sacerdotes de la
Iglesia, dado a conocer el día de jueves santo del 1979, hace referencia a
un <<celibato por el reino de los cielos» y del cual Jesús habría dicho: <<El
que pueda entender, que entienda>> (Mt 19). Jesús no habla aquí en
modo alguno del celibato, pero el pasaje ha sido adaptado y aplicado al
celibato. Es el texto favorito de todos los defensores del estado célibe sa-
cerdotal hasta Juan Pablo II.
Basta, por tanto, atender al tema por el que le preguntan a Jesús para
saber a qué se refiere su respuesta. A Jesús no le preguntaron por el celi-
bato; por eso no dice nada de él. Los fariseos le preguntaron por el
asunto del divorcio y la doctrina que propone Jesucristo era inaudita
para su tiempo, cuando un marido podía divorciarse de su mujer por un
motivo tan insignificante como la comida que se le hubiera quemado
(esto lo sostiene Rabbi Hillel, que en esta materia era menos riguroso que
Rabbi Shammai). Jesús dice: <<El que se divorcia de su mujer y se casa
con otra es un adúltero>>. También los discípulos protestaron contra
esta nueva doctrina. Y Jesús responde: <<No todos comprenden esta pa-
labra>>. Y prosigue: Existe una autocastración por amor al reino de los
cielos. Evidentemente, esta frase hay que entenderla en un sentido meta-
fórico. Pero dado que esta frase forma un todo, a través de la conjunción
<<pues>> que sirve de enlace gramatical, con la cuestión previamente plan-
teada sobre el divorcio, lo que en realidad está afirmando es que hay que
renunciar libremente a las segundas nupcias, que no dejan de ser más que
uri adulterio. La palabra «célibe>> o <<no apto para el matrimonio>> son
versiones tan inexactas como frecuentes del término griego eunochoi, en
español <<eunucos>>. Hay que reconocer que esa palabra pronunciada
sobre los eunucos por el reino de los cielos, o sobre la autocastración psí-
quica como solución al adulterio y al segundo matrimonio, fue una pa-
labra que dejó desconcertados a muchos de sus oyentes, además de los
discípulos. Y de esa palabra Jesús dice: <<El que pueda entender, que en-
tienda>>. Pero ya estemos en el lado de los que la entienden o en el lado
de los que no la entienden, en modo alguno se refiere al celibato o a la
inaptitud para el matrimonio, sino a la renuncia al adulterio y, por con-
siguiente, no tiene nada que ver, en absoluto, con el celibato obligatorio.
Hay que darse cuenta, además, que de interpretarse el pasaje como
dicen, todo el tema del celibato se fundamentaría, y tal es hoy práctica-
mente el caso, sobre una dificultad absurda que vieron los discípulos. Las
consideraciones que se hacían los discípulos les llevaban a concluir que,
en tales condiciones, era mejor no casarse porque con ello se pierde la
prop~a libe:tad sexual y la posibilidad de desembarazarse de nuevo de la
prop1a muJer.
Jesucristo, por tanto, rechaza el adulterio y el divorcio. Y los discí-
pulos le replican y objetan que para eso es mejor quedarse célibes (toda
vez que uno no puede divorciarse). Éstos son los que pertenecen al grupo

34
de los que no entienden la palabra de Jesús. Ellos piensan que es mejor
vivir con una mujer sin un vínculo de unión estable e indisoluble, si un
vínculo matrimonial sólido significa lo que dice Jesús, es decir, prohibido
tener otras mujeres. Cuando Jesús les responde: <<Quien pueda entender,
que entienda>>, no está incorporando las reflexiones de los discípulos al
propio evangelio, por la sencilla razón de que son objeciones propias de
machos, son objeciones machistas. Produce un sentimiento de lamentable
tristeza constatar que toda la mística del celibato remite a este modo de
pensar de los discípulos. Jesús se queda con su evangelio. Mantiene lo
que él ha dicho y rechaza la protesta de tendencias polígamas de sus dis-
cípulos, con las cuales no se avienen sus exigencias.
Lo que desconcierta a los discípulos y les resulta a todas luces difícil
de comprender no es la doctrina de Jesucristo sobre la virginidad y el ce-
libato, del cual no hace mención alguna, sino la doctrina de Jesús sobre el
matrimonio y el divorcio. Y esta enseñanza era realmente nueva para sus
oyentes. De hecho, ellos apelan a Moisés, que les había permitido dar el
acta de divorcio cuando se repudia a la mujer. Pero a esta apelación Jesús
responde: <<Por la dureza de vuestro corazón, por eso os permitió Moisés
repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no era asÍ>>. Jesucristo se re-
monta al principio donde rige lo genuinamente primigenio. Él trae a la
memoria la historia de la creación: <<No habéis leído ... por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán
un solo cuerpo ... Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre>>.
Este <<llegar a ser un solo cuerpo>> es para Jesús llegar a ser una unidad
total, irrevocable, que va más allá de cualquier vínculo temporal. Sobre la
hondura de esta unidad se funda la indisolubilidad del matrimonio. Más
tarde, Tomás de Aquino (t 1274) fundamentará la indisolubilidad del
matrimonio en el cuidado de los hijos, cuya educación la mujer sola no es
capaz de llevar. En Jesús no se encuentra ni una sola palabra referente a
este modo de justificar la indisolubilidad. Jesús no habla de llegar a ser
uno con miras sólo a la procreación. Su nueva doctrina, que no es más
que la antigua verdad del origen, es la unión indisoluble de los esposos en
el matrimonio.
Esta enseñanza, que Jesús hace remontar más allá de Moisés, al ori-
gen mismo del hombre, sonaba a monstruosidad en los oídos de cuantos
le escuchaban. La alternativa a la concepción de Rabbi Hillel sobre el
tema que nos ocupa era la de Rabbi Shammai, quien, aunque reclamaba
razones más graves para conseguir el divorcio, sin embargo nunca cues-
tionó la posibilidad del divorcio. La palabra de Jesús desbarató el con-
cepto que los discípulos tenían del matrimonio. En el decálogo figura este
mandamiento: «No cometerás adulteriO>>, Los judíos interpretaban este
mandato o prohibición de diferente manera, según que el sujeto en cues-
tión fuera un varón o una mujer. Cuando se trata del varón, únicamente
la relación sexual con la mujer de otro es adulterio. En cambio, en el caso
Jc la mujer cualquier relación sexual fuera del matrimonio es adulterio.
El varún súlo puede romper el matrimonio de otro. El propio, sólo su

35
mujer puede romperlo. Para el varón, adulterio es sólo irrupci_ón en ~1
ajeno. Para la mujer lo es cualquier huida del propio. Esta d1feren_c_1a
tiene su razón: la mujer no es valorada como pareja, sino como poseswn
del varón. La mujer, por el adulterio, disminuye la propiedad del marido.
El varón, por el contrario, con el adulterio disminuye la propiedad de
otro varón. El adulterio es una variante del delito contra la propiedad.
Por eso, para el varón, la relación sexual con una mujer no casada no
constituye adulterio. La novedad de la doctrina de Jesús, que habla de
<<llegar a ser un cuerpo» como unidad indivisible de los dos, acaba con
esa idea del adulterio que sólo privilegia a los varones. También queda
abolida la poligamia, que los judíos consideraban hasta entonces como
permitida por Dios. Si un varón casado deseaba una mujer no casada,
podía tomarla como esposa, además de la que ya tenía por el matrimonio
precedente. A excepción de la secta de Qumrán, los judíos contemporá-
neos de Jesucristo aprobaban la poligamia. Esto significa que el varón no
puede romper nunca su propio matrimonio. La mujer pertenece alma-
rido, pero el marido no pertenece a la mujer. La interpretación que
Jesús hace del relato de la creación destruye todo lo que la visión pa-
triarcal del matrimonio había elaborado. No debe, pues, extrañarnos que
los discípulos piensen que, si las cosas están así, lo mejor es no casarse.
Un matrimonio así no responde a la idea que ellos tienen.
· Un texto paralelo a éste puede encontrarse en el Sermón de la mon-
taña (Mt 5,27 ss.), en el cual Jesús, como todo el mundo sabe, aborda
también otros temas. Ahora bien, dado el interés, siempre creciente, que
la Iglesia católica ha mostrado por las transgresiones de normas de
orden sexual, si se las compara con otras faltas que se cometen en otros
ámbitos, se reservó un trato especial a los divorciados y a los que habían
celebrado otro matrimonio, un trato que no dispensó a los provocadores
de las guerras. A los ojos de la Iglesia, los pecados más grandes de la hu-
manidad continúan siendo los pecados de la alcoba y no, por ejemplo,
los cometidos en el campo de batalla. El Sermón de la montaña, la utopía
más sublime del cristianismo, se la ha dividido en dos partes. En su ma-
yoría, se la considera como inalcanzable e inaplicable en toda su pureza.
Sin embargo, y ésta es la segunda parte en la que se divide, la Iglesia ca-
tólica ha puesto de bulto el nuevo matrimonio de los separados, ro-
deándolo de una condenación del todo especial, a pesar de que Jesucris-
to dijo, incluso en dos ocasiones y precisamente sobre este tema, que no
todos pueden entender. Ciertamente sería un fracaso para la convivencia
humana si desapareciera el ideal y la posibilidad de una solidaridad ra-
dical, es decir, si hubiera que negar la idea de la indisolubilidad del ma-
trimonio. Pero pensar que el fracaso humano en este ámbito es más
grave que el fracaso del hombre en los demás campos es consecuencia del
pesimismo que tiene la Iglesia en lo que concierne a lo sexual. Es total-
mente injusto que el rigorismo celibatario apele a las palabras de Jesús
cuando trata de definirse en torno al divorcio y al nuevo matrimonio de
los divorciados. Mientras en Jesús el principio por el que se regía era la
simpatía amigable por el matrimonio y por la mujer, es decir, el amor al
hombre en general, aquí la regla es la hostilidad hacia el matrimonio y
muy frecuentemente la indigencia de humanidad, esa indigencia que ya
no sostiene el principio por amor al hombre, sino que sacrifica al hombre
al principio.
Las llamadas <<reservas» o excepciones de Mateo (5,32 y 19,9) ma-
nifiestan que ya en la época de la elaboración del Nuevo Testamento
había excepciones a la prohibición que afectaba al nuevo matrimonio de
Jos divorciados. El espíritu del texto más amplio (Mt 19) acentúa la in-
disolubilidad del matrimonio, pero resaltó también que no todos en-
tienden eso. Ya desde el principio se introdujeron en la praxis excepcio-
nes a la norma, relativas precisamente al adulterio y la fornicación. Y así
se introdujo en el texto una cláusula excepcional que precisa la argu-
mentación de Jesús. La Iglesia evangélica y la Iglesia ortodoxa -sepa-
rada ésta de la Iglesia católico-romana desde el 1054- traducen la cláu-
sula correctamente entendiéndola como una suavización de la severidad
y rigor de la doctrina de Jesucristo, quien, como principio general afirma
que el divorcio y el matrimonio de divorciados no responden al deseo
más íntimo de Dios. Por ello, protestantes y ortodoxos traducen: «ex-
cepto en caso de adulterio». La Iglesia católica, por el contrario, traduce:
<<ni siquiera en el caso de adulterio», con lo cual se salta la praxis de
la Iglesia primitiva, que había considerado necesaria ese atenuante. La
Iglesia ortodoxa y la lglesia protestante autorizan, pues, el matrimonio de
divorciados, mientras que la Iglesia católico-romana lo rechaza enérgi-
camente.
Pero tampoco en la Iglesia católico-romana se dio siempre ese rigor
que hoy domina en ella. El sínodo español de Elvira, celebrado al inicio
del siglo IV, y el de Aries, del314, tratan de manera distinta a los varones
que a las mujeres: la mujer divorciada que se casa de nuevo queda exco-
mulgada para toda su vida. Si el caso se refiere al varón no se le exco-
mulga, simplemente se le aconseja no casarse de nuevo y, en la lglesia, se
le permite acercarse a la comunión. Entre los padres de la Iglesia, Oríge-
nes (t 253-254), Epifanía (t 403) y Basilio (t 379) se pronuncian a
favor de hacer alguna excepción a la hora de aplicar la norma. Epifanía
Y Basilio autorizan únicamente al varón, en determinadas circunstancias,
a casarse después del divorcio. También Agustín (t 430) favorece al
varón más que a la mujer cuando escribe: «Quien repudia a su mujer,
sorprendida en adulterio, y se casa con otra, no hay que equiparado con
aquellos que repudian a sus mujeres por otra razón distinta del adulterio
Y se casan de nuevo. En las sagradas Escrituras no está para nada claro
(obscurum est) si hay que considerar también como adúltero al hombre
que, repudiada con toda legitimidad la mujer que le ha sido infiel, se casa
d~ nuevo. Yo, por mi parte, pienso que, en este caso, comete una falta ve-
mal» (De fide et operibus 19,35). Teodoro, arzobispo de Canterbury
(t 1190), los sínodos francos de Verberie, en 756, y de Compiegne, del
757, b colección de derecho canónico de Burchardo de Worms (t 1025)

37
contienen una reglamentación de las dispensas matrimoniales para los di-
vorciados. Gregario VII (t 1085), el papa de la reforma de la Iglesia
quien reforzó el celibato y luchó contra los clérigos casados, combatiÓ
igualmente -y siempre por razones hostiles a la sexualidad- el nuevo
matrimonio de los divorciados. Pero, incluso después de la reforma gre-
goriana, muchos teólogos admitieron derogaciones de la ley de la indi-
solubilidad, por ejemplo, el cardenal Cayetano (t 1534), adversario de
Lutero, el mismo Lutero y también Erasmo de Rotterdam (t 1536). El
concilio de Trento, en 1563, declaró, por vez primera y con toda nitidez
prohibido el matrimonio de los divorciados, sean cuales fueren las raza~
nes presentadas.
El rigor severo de la primera redacción del canon 7 quedó ligera-
mente limado tras los ruegos de la potencia colonial veneciana. Los ve-
necianos temían tener dificultades con los súbditos griego-ortodoxos de
las islas del Mediterráneo oriental, Creta, Chipre y Corfú. Redactaron un
escrito que presentaron a la consideración del concilio. En él decían: <<Es
de todos conocido que los griegos han conservado la costumbre de re-
pudiar a la mujer infiel y contraer un nuevo matrimonio con otra. En
esto siguen, como ellos dicen, la costumbre antiquísima de sus padres.
Nunca fueron condenados por ningún concilio, a pesar de que la Iglesia
católico-romana conocía muy bien sus costumbres>>. La primera formu-
lación del concilio de Trento sonaba de este modo: <<Si alguno afirma que
puede casarse de nuevo en caso de adulterio, sea persona anatematiza-
da». Tras la intervención veneciana, la redacción final del canon 7 dice:
«Si alguno dice que la Iglesia se engaña cuando enseña que uno no tiene
el derecho a casarse de nuevo, sea persona anatematizada». En atención
a la Iglesia griega, el papa Pío XI se expresa de manera análoga en su en-
cíclica Casti connubii (1930). Esto nos está diciendo que la praxis griega
del nuevo casamiento no está condenada, sino que está condenado aquel
que dice que la Iglesia católica está en el error. Los papas dan más im-
portancia a su infalibilidad que a la severidad de la doctrina que afecta a
los que vuelven a casarse.
Jesucristo no se expresó nunca sobre el tema del celibato. Al contra-
rio, denunció y corrigió, para espanto de sus discípulos, las tendencias de
una sociedad polígama que subestimaba a la mujer y propuso el ideal de
la unidad y de llegar a un ser solo en el matrimonio. Pero los teólogos ce-
libatarios que llegaron después alteraron su enseñanza, interpretándola
como una llamada al celibato, y transformando el discurso de Jesús
sobre la importancia de llegar a ser <<Un solo cuerpo» en un discurso de
alabanza a los celibatarios como eunucos por el reino de los cielos.
Hay otro texto en el Nuevo Testamento que también fue interpreta-
do erróneamente desde el miedo a lo sexual. Juan Pablo 11 considera,
equivocadamente, que el celibato obligatorio en la Iglesia católica no es
solamente una recomendación de Jesús, sino también <<doctrina apostó-
lica>> (A todos los sacerdotes de la Iglesia, 1979, c. 8). En realidad,
todos los apóstoles estaban casados. Es interesante seguir de cerca y ver

3S
cómo, a través de las versiones e interpretaciones del Nuevo Testamento,
las esposas de los apóstoles se transforman, con el correr de los siglos, en
una especie de gobernantas o asistentas de la casa. Y es que cada vez se
ponía mayor empeño en presentar a los apóstoles como célibes vírgenes,
hasta que, finalmente, el día de jueves santo de 1979, el papa les eleva a
la categoría de predicadores y maestros del celibato obligatorio.
La doctrina del celibato obligatorio de los sacerdotes no es doctrina
apostólica. Más bien es todo lo contrario. Es doctrina apostólica el de-
recho que tienen al matrimonio todos los que desempeñan un cargo
eclesiástico. Pablo, en la primera carta a los Corintios (9,5), dice clara-
mente que todos los apóstoles, incluso Pedro, a quien se le considera el
primer papa, estaban casados y que llevaban a sus mujeres en sus viajes
misioneros. Y declara que también él tiene igualmente este derecho. La
cuestión del matrimonio de los sacerdotes contribuyó de modo sustancial
a la separación de la Iglesia oriental (1054 ), dentro de la cual los obispos,
ciertamente, no se casan, pero sí los que son simplemente sacerdotes.
Contribuyó también, más tarde, a la separación de la Iglesia protestante
(siglo XVI), cuyos sacerdotes y obispos contraen matrimonio. Vale, pues,
la pena considerar más detenidamente el texto de la primera carta a los
Corintios 9,5, cuya errónea versión ha sido la causa de que los aspirantes
al sacerdocio de la Iglesia católica no hayan tenido conocimiento de su
derecho a casarse, contenido en las cartas apostólicas. A este desconoci-
miento ha contribuido también, sobre todo, el escaso conocimiento que
poseen del griego. El texto afirma que los apóstoles tienen el derecho a
llevar consigo a sus esposas en sus viajes de evangelización. Pedro y los
demás apóstoles también lo hicieron así. Literalmente: «¿Acaso no tene-
mos el derecho a llevar en los viajes una hermana (se refiere a una mujer
cristina) como mujer (es decir, esposa) ... como los demás apóstoles, in-
cluyendo a Pedro?>>. Del derecho del apóstol a llevar una hermana como
esposa se pasa lentamente al derecho a llevar una mujer como hermana
colaboradora o ayudante. Con ello, primero, se comienza ya por no
traducir «mujer-esposa», sino sólo «mujer>>. Y, en segundo lugar, a par-
tir del 1592, la expresión una "hermana como mujer>> se transforma en
una «mujer como hermana>>, con lo cual desaparece todo vestigio de la
esposa. Primero, Jerónimo (t 419-20), padre de la versión latina de la Bi-
blia llamada Vulgata, y excelente filólogo, traduce en el año 383 con el
término correcto de uxor (inequívocamente: esposa). Pero a partir del
385 prefiere la palabra mulier, que puede significar tanto la esposa
como cualquier mujer. Y traduce: «Los apóstoles tenían derecho a que
les acompañara una hermana como mujer (mulier)>>. Es decir, en el en-
tretiempo Jerónimo había llegado a convencerse de que se trataba de una
mujer colaboradora y no de una esposa. Este cambio repentino de mente
se operó a consecuencia de la carta ya mencionada que el papa Siricio es-
cribió, en el año 385, al obispo de Tarragona, y en la cual sostenía que
los sacerdotes que, una vez ordenados, mantenían relaciones maritales
con sus esposas y tenían hijos incurrían en <<lujuria», más aún, en un

.19
<<crimen>>. En segundo lugar, y ya claramente desde el año 1592, el texto
de 1 Cor 9,5, que se pronuncia contra el celibato obligatorio, se ve defi-
nitivamente despojado de su sentido debido a la inversión de las pala-
bras. Los apóstoles tienen ahora sólo el derecho a que les acompañe <<una
mujer (mulier) como hermana>> (es decir, como hermana sirviente). Nos
estamos refiriendo a la edición oficial de la Biblia en versión latina, la
<<Vulgata Clementina», de uso generalizado en la Iglesia católica. De
hecho, en el año 1592, en contra del texto original griego, en contra del
orden secuencial correcto de las palabras que se encuentra en Jerónimo
(hermana como mujer), en contra de los veintiocho manuscritos de la
Vulgata, en los cuales se encuentra igualmente el orden correcto de las
palabras, y basándose únicamente en dos manuscritos de la Vulgata con
escaso valor, en los cuales se falsea el texto original griego invirtiendo el
orden de las palabras (mujer como hermana), el pasaje de 1 Cor 9,5, que
habla del derecho que tienen los apóstoles a que les acompañen sus es-
posas, se tergiversa completamente y se vuelve inofensivo (para toda
esta cuestión puede verse Heinz-Jürgen Vogels, Pflichtzolibat, 1978).
Se encuentran también otros textos que prueban que el celibato obli-
gatorio no es doctrina apostólica. En la primera carta a Timoteo (3,2) y
en la carta a Tito (1,6), se dice que el obispo sea <<hombre de una sola
mujer>>. Con ello se quiere indicar que no debe ser un divorciado que se
haya vuelto a casar, según la doctrina de Jesús relativa al adulterio y a la
poligamia. Pero los defensores del celibato no tienen muy en cuenta
estos pasajes, como tampoco aprecian gran cosa a la suegra de Pedro
(Me 1,30).
Pablo habla ciertamente de la disposición mayor, no dividida, de
los no casados para el Señor (1 Cor 7). Pero sobre esta afirmación no se
puede fundamentar la obligación del celibato, porque Pablo menciona
expresamente en la misma carta (1 Cor 9,5) el derecho que le asiste,
como a todos los demás apóstoles, a llevar su mujer en los viajes de evan-
gelización. Nos estamos refiriendo al pasaje que, debido a la inversión de
las palabras «mujer>> y «hermana», se ha vuelto inofensivo. Aunque su-
cesor de un apóstol casado, resulta inimaginable pensar que el papa ac-
tual pudiera hablar de su derecho a tener una esposa y a llevarla consigo
en sus viajes apostólicos. Esto indica que el papa, sucesor célibe del ca-
sado Pedro, está muy lejos de Pedro y de Pablo. Estaría, sin embargo,
muy en línea con el Nuevo Testamento si él, como lo hizo Pablo (1 Cor
9,5), reivindicase ese derecho que es el suyo. El padre de la Iglesia Cle-
mente de Alejandría escribe hacia el año 200: <<Pablo no muestra reparo
alguno en dirigirse a su esposa en una de las cartas (Flp 4,3), y a la que
no llevaba consigo únicamente para no verse impedido en el ejercicio de
su ministerio. De aquí que diga en otra carta: "Acaso no tenemos la li-
bertad de llevar con nosotros una hermana como esposa, como los otros
apóstoles?"» (Stromata 3,53). Es interesante constatar que todavía hacia
el año 200 se sabía que Pablo estaba casado, pero a medida que progre-
sivamente iba tomando fuerza la idealización de la virginidad, se intentó

40
hacerle pasar por célibe durante toda su vida. Pero inútilmente. Pablo era
fariseo (Fil 3,5), y lo afirma con orgullo porque entonces la palabra
<<fariseo>> no era todavía sinónimo de autosuficiente e hipócrita, como
posteriormente, cuando la autosuficiencia y la hipocresía antisemítica de
los cristianos alteraron su significado. Según el teólogo protestante ~oa­
chim Jeremías, Pablo, antes de su conversión, era un ordenado fanseo
culto, es decir, un hombre de mediana edad y, por tanto, estaba casado,
ya que los judíos, en tiempos de Jesús, contraían matrimonio general-
mente entre los dieciocho y veinte años. Hay que tener en cuenta par_a
afirmar esto que la actitud de los doctores de la ley respecto del matri-
monio y el celibato no ofrecía dudas: para el hombre casarse es un debe~
indeclinable. A este propósito viene bien recordar las palabras de Ra~,bt
Eliezer (hacia el 90 d.C.): «Quien no se preocupa con la procreacwn
es como quien deja que se derrame la sangre» Uebhamoth 63 b; Strac~­
Bil-lerbeck II, p. 373). Jeremías sostiene la opinión de que Pablo ?a~Ha
quedado ya viudo cuando redactó la primera carta a los Connuos
(Zeitschrift für die ntl. Wissenschaft 28 [1929], 321-323).
Hay todavía otro pasaje del Nuevo Testamento que fue errónea-
mente interpretado como una recomendación del celibato. Algunos cris-
tianos, influenciados por el desprecio que los gnósticos tenían hacia el
cuerpo, preguntaron a Pablo si no sería, tal vez, bueno para el hom~re
abstenerse de tocar a una mujer (1 Cor 7,1 ). La mayor parte de los In-
térpretes celibatarios -felizmente la reciente versión de la Biblia católico-
protestante evita este error- han visto en este texto la respuesta de
Pablo, cuando en realidad él no hace más que repetir la pregunta que le
han hecho. El error gnóstico se transforma, de este modo, en el apoyo
apostólico del celibato y del ideal de la virginidad. El Nuevo Testamento,
en contra de su sentido verdadero, ha quedado en poder del creciente pe-
simismo sexual.
Pablo sale al paso de la cuestión propuesta por los corintios. La tesis
de éstos, inspirada por la gnosis, afirma: es bueno para el hombre abs-
tenerse de tocar a una mujer. A esta c~:mcepción, Pablo contrapone su vi-
sión del matrimonio. Él mantiene que cada hombre tenga su mujer, y
cada mujer su marido. Subraya, igualmente, que entre los esposos no es
el caso de obedecer a aquel que empuja hacia la continencia, entendida
gnósticamente, sino que, por el contrario, cada uno tiene el deber de se-
cundar el deseo de unión sexual que tenga el otro. No toma, pues, par-
tido en favor de quien proponga la abstinencia conyugal. Subraya ex-
presamente: No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por
cierto tiempo, para daros a la oración. Y luego continúa: <<Luego, vol-
ved ~ estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra inconti-
nencia>>.
Viene a continuación el versículo 6, que Agustín interpretó errónea-
mente y sobre el cual elaboró la funesta teoría de la exculpación de las re-
laciones sexuales habidas en el matrimonio. Para Agustín, la relación se-
xual está cargada de culpa y necesita de una razón que la exculpe cuando

41
se realiza. Esa razón la encuentra en la procreación. El versículo 6 dice:
<<Lo que os digo es una concesión (queda a vuestra libre elección), no un
mandato>>. ¿A qué se refiere Pablo con «lo que os digo»? Puede referirse
a <<no os neguéis el uno al otro si no es para daros a la oración». Puede
referirse también a <<luego, volved a estar juntos>>. De hecho, ambas fra-
ses se encuentran en el versículo 5 precedente. ¿Concede Pablo a los
corintios la relación sexual (Agustín traduce <<perdona») o les concede el
derecho de abstenerse de la relación sexual para darse a la oración? Tal
vez esta última suposición sea la acertada. Pablo deja libres a los corin-
tios, no les obliga a abstenerse de la relación marital para dedicarse a la
oración. Pero poniéndonos en el primer caso, admitiendo que se refiera al
deber conyugal, es decir, al «volved a estar juntos», Pablo quiere decir
solamente que este encuentro entre los esposos no hay que considerarlo
como una obligación, sino como un derecho. La elección se la deja a
ellos. En cualquier caso, el pasaje en su conjunto hay que verlo desde el
versículo 2, en el cual se da el principio rector: «Para evitar la impureza,
tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido». Y también el ver-
sículo 5: <<No os neguéis el uno al otro>>.
En cualquier caso, el espíritu de mda la exposición no está a favor de
las tendencias gnósticas que prescriben la abstinencia. Pablo se preocupa
más bien de orientar a aquellas personas que, llevadas de una falsa pie-
dad, niegan a su pareja la relación marital. Como razón a favor del ma-
trimonio y de la relación sexual dentro de él, Pablo recuerda el peligro de
la fornicación. Ciertamente esto suena a muy poco delicado, ya que el
matrimonio se presenta únicamente como remedio contra las pasiones se-
xuales y contra la tentación del demonio (v. 5), pero la verdad es que,
aunque sólo sea desde este punto de vista, la relación sexual viene acon-
sejada en el matrimonio. Todo esto hoy puede parecernos muy pobre y
sin concesiones al romanticismo, pero si lo comparamos con sus inter-
locutores gnósticos, que llegaban a preguntar si no sería bueno para el
hombre abstenerse de tocar a la mujer, la respuesta de Pablo, que es clara
e inequívoca, se carga de razón. Sorprende, sin embargo, que en ningún
momento se·apele a la procreación, en la cual Agustín vio la mejor ex-
cusa para perdonar la relación sexual dentro del matrimonio. Pero esto
mismo pone de manifiesto que el pensamiento de Pablo está en contra-
dicción con la doctrina de la Iglesia, vigente hasta nuestros días, que hace
de la procreación el fin principal del acto conyugal.
El texto con el cual Pablo, en el capítulo séptimo de la primera carta
a los Corintios, habla de la mayor disponibilidad del célibe para dedi-
carse al Señor, pues su corazón no está dividido entre Dios y la esposa,
comienza con estas palabras: <<Acerca de la virginidad no tengo precepto
del Señor. Doy, no obstante, un consejo ... •>. A diferencia de casi todos los
teólogos católicos, incluido Juan Pablo 11, que descubren la llamada es-
telar al celibato y a la vida monástica en la dificultad que presentan los
discípulos al discurso de Jesús sobre el divorcio (Mt 19}: «SÍ tal es la con-
dición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse>>, y en la

42
respuesta que les da Jesús: <<no todos entienden este lenguaje>> (respuesta
que se refiere a su doctrina sobre el matrimonio, no a la objeción de los
discípulos), a diferencia, pues, de todos ellos, Pablo confiesa que no
tiene conocimiento de ninguna palabra de Jesús que se pronuncie sobre el
tema del celibato. Entretanto, la fantasía de los celibatarios ha conse-
guido llenar vacíos tan decisivos del mensaje de Jesús.
No obstante, hay elementos que nos hacen pensar que Pablo, a dife-
rencia de Jesús, no estaba completamente libre de las tendencias gnósti-
cas. De hecho, Pablo confiesa que Jesús no se pronunció sobre el celiba-
to, pero que él va a darnos su opinión. Y nos da ideas de este tenor:
<<¿No estás unido a una mujer? No la busques» (1 Cor 7,27). Tal vez de-
trás de esta idea está la espera intensa de la vuelta inminente de Jesús y
del fin del mundo. Él mismo dice: <<Pienso que es cosa buena, a causa de
la necesidad que se viene encima» (7,26). Desde esta perspectiva, la
frase de Pablo: «¿No estás unido a una mujer? No la busques», no hay
que interpretarla de modo diverso a como se hace con otras en las que
Pablo habla desde la espera inminente. Por ejemplo: «Que permanezca
cada cual tal como le halló la llamada de Dios. ¿Eras esclavo cuando
fuiste llamado? No te preocupes. Y aunque puedas hacerte libre, apro-
vecha más bien tu condición de esclavo» (7,20 s.). Si no perdemos de
vista esa espera intensa del retorno inminente de Jesús -Pablo estaba
convencido de que sucedería en vida suya (1 Tes 4,17)- no se le puede
considerar un defensor del celibato, como tampoco se puede ver en él un
defensor de la esclavitud.
El tercer texto del Nuevo Testamento que se ocupa expresamente del
tema del matrimonio (además de Mt 19 y 1 Cor 7) se encuentra en la
carta a los Efesios (5,22 ss.). Se discute si fue Pablo quien la escribió. De
todos modos, sorprende que, mientras en 1 Cor 7 no aparece la palabra
«amor» referida al matrimonio, en la carta a los Efesios se dice con pa-
labras llenas de calor: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo
amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella ... Así, deben amar los
maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama su mujer
se ama a sí mismo .... Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y
se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es
éste ... ».
Es digno de notarse que en ninguno de los tres textos del Nuevo Tes-
tamento que conciernen al matrimonio se hace referencia a la procrea-
ción, punto éste que irá adquiriendo cada vez más importancia y que
concluirá por suplantar, en la moral católica de la sexualidad, todos
los demás fines y motivaciones de la relación marital. Esto no quiere
decir que Jesús (Mt 19), Pablo (1 Cor 7) y la carta a los Efesios quieran
excluir la procreación, pero sí demuestra que es posible hablar con sen-
tido pleno del matrimonio sin tener que hablar rápidamente de los hijos.
La investigación científica del Nuevo Testamento concede una gran
importancia a Ja secta judía de Qumrán, influenciada por la gnosis, por-
que Jesús, Juan Bautista y los apóstoles vivieron durante años, por así

43
decir, a su lado. El lugar donde Juan Bautista bautizaba, próximo a la
desembocadura del Jordán en el mar Muerto, distaba de quince a veinte
kilómetros del establecimiento de esta secta. Jesús no era un asceta, sin
embargo algunos elementos hacen pensar que Juan Bautista acusó la
influencia de Qumrán y <<tal vez fue miembro de ella algún tiempo>>
(Religion in Geschichte und Gegenwart, vol. 5, 1961, p. 751). La dife-
rencia entre ellos llamó ya la atención a sus contemporáneos. Jesús dice:
<<Vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: Demonio tiene. Vino el hijo
del hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis un comilón y un bo-
rracho, amigo de publicanos y pecadores>> (Mt 11,18 s.). Dado que
Jesús no siguió la ascética de la secta de Qumrán, tampoco encontramos
en él, a pesar de la cercanía espacial de la secta, ninguna tendencia a exal-
tar la virginidad como medio para acercarse a Dios. Jesús se mantiene en
la tradición del Antiguo Testamento, que desconoce tal actitud mental.
Jesús intenta llevar de nuevo el judaísmo a su origen: a la idea de la
creación de un varón y de una mujer, que llegan a ser una sola carne y un
mismo cuerpo y, por tanto, inseparables.
El tema de la relación de Jesús con la tradición del Antiguo Testa-
mento y del judaísmo es importante, y ha vuelto a surgir recientemente a
propósito de la opinión defendida por Ben-Chorin, especialista judío en
religión, quien sostiene que Jesús estuvo casado. Es muy probable que la
corriente ascético-gnóstica, presente casi desde el principio en el cristia-
nismo, haya alterado no solamente la doctrina de Jesús, según la inter-
pretación que de ella hicieran sus discípulos a la hora de predicarla,
sino que también ha modificado la imagen misma de la persona de
Jesús, hasta el punto de que hoy un Jesús célibe nos parece cosa tan evi-
dente que se cae de su propio peso, y, sin embargo, en el Nuevo Testa-
mento no hay ni la mínima insinuación a este respecto. Ben-Chorin in-
tenta demostrar una posible alteración de la imagen de Jesús. Para ello,
presenta «una cadena de pruebas indirectas>>, que apuntan a un Jesús que
estuvo casado: «Cuando Lucas (2,51 s.) hace reparar que el niño Jesús
estaba sometido a sus padres, eso significa manifiestamente que se insertó
en el ritmo de vida que llevaba toda la gente y que dio los pasos sucesivos
de la vida general de todos ... La etapa siguiente de la vida era de capital
importancia: a los dieciocho años el joven se encontraba bajo el palio
nupcial (La-Chupa). Si, como se nos cuenta expresamente, Jesús deja de
lado todas sus particularidades personales hasta su entrada en la vida pú-
blica, y se sometió a la voluntad de sus padres, es muy probable que éstos
le hubieran buscado una esposa adecuada, y que él, como cualquier
joven, sobre todo como cualquier joven que se entrega a la consideración
de la Torá (la Ley de Moisés), se hubiera casado. El Talmud dice: "Al
joven de veinte años que vive sin mujer, le visitan pensamientos pecami-
nosos (b Kidduschin 29 b), pues el hombre está constantemente en poder
del instinto, del cual sólo el matrimonio puede liberarlo" (b Jabmuth 63
a). Eu una tosephta (comentario) a Jabmuth 88 pueden leerse las pala-
bras penetrantes del Rabbi Eleasar Ben-Asarja: "Quien rechaza el ma-

44
trimonio, falta al mandamiento de la multiplicación de los hombres y hay
que considerarle como un asesino que contribuye a disminuir el número
de los seres creados a imagen de Dios".
»Entre los centenares de nombres de maestros, que conocemos hoy,
de la época talmúdica, solamente uno, Ben-Asaj (siglo u d.C.), no estaba
casado. Según una interpretación, incluso este solterón estuvo por muy
breve tiempo casado con la hija del maestro Rabbi Akiba, pero más
tarde prefirió vivir solo para entregarse exclusivamente al estudio de la
Torá. Ello le valió las duras críticas de los colegas: "Algunos predican
bien y obran bien. Otros obran bien y no predican bien. Tú, en cambio,
predicas bien y te comportas mal". Ben-Asaj les contestó: "¿Qué puedo
hacer? Mi alma pertenece a la Torá. El mundo puede conservarse por
otros" (b Jabmuth 63 b). El predicar bien y el obrar mal de Ben-Asaj
consistía en que él enseñaba todos los mandamientos pero no observaba
uno fundamental, el que prescribía: "Sed fecundos y multiplicaos" ...
»A este contexto es preciso hacer referencia cuando se contempla la
vida de Jesús ... Si Jesús hubiera despreciado el matrimonio, sus enemigos
los fariseos se lo hubieran echado en cara y sus discípulos le hubieran
preguntado por este pecado de omisión ... No debe extrañarnos que
sobre este punto (que Jesús estuvo casada) no conozcamos nada, pues
tampoco oímos nada de lo que el joven aprendió, ni sobre su formación
profesional ni de su trabajo en el oficio aprendido. Lo único que sabemos
es que volvió a Nazaret para llevar la vida completamente normal de
cualquier judío. Esta falta de información es de suyo normal, pues tam-
poco sabemos nada de las mujeres de los futuros discípulos ni conocemos
nada, salvo raras excepciones, de las esposas de los maestros de la ley en
la época de Jesús. En las narraciones posteriores se mencionan única-
mente las mujeres que intervienen a lo largo de la actividad pública de
Jesús» (Schalom Ben-Chorin, Mutter Mirjam, 1982, p. 92 ss. ).
A favor de la tesis de Ben-Chorin contribuye también esta conside-
ración: si Pablo dice que no conoce ninguna palabra de Jesús relativa al
celibato, y que sobre el tema él no hace más que dar una opinión perso-
nal (1 Cor 7,25), esto apenas se puede armonizar con un Jesús célibe. Si
Pablo, incluso aunque no dispusiera de palabra alguna de Jesús, hubiera
tenido delante de sus ojos el ejemplo de la vivencia del celibato en Jesús,
difícilmente se hubiera contentado con decir que, por cuanto él conoce,
Jesús no pronunció una palabra al respecto. Es muy poco probable que
no se hubiera referido a la mejor palabra de Jesús sobre el tema: el
ejemplo vivo e insólito del mismo Jesús.

45
Capítulo 4

LOS PADRES DE LA IGLESIA HASTA SAN AGUSTIN

Si bien Jesús no fue un asceta ni se deshizo en alabanzas de la virginidad,


sin embargo este ideal se difundió en el cristianismo. El obispo Ignacio de
Antioquía, quien hacia el año 110 d.C. fue arrojado a las fieras salvajes
en Roma -los romanos tenían el privilegio de transportar a Roma a los
condenados a muerte de las provincias para animar los juegos del circo-,
escribió mientras era deportado a Roma siete cartas, que son considera-
das testimonios importantes para conocer los tiempos que siguen inme-
diatamente al Nuevo Testamento. En una carta que dirige a Policarpo,
obispo de Esmirna, menciona a personas que «viven en castidad para
honrar la carne de rruestro Señor». Pero él no alaba a estas personas, sino
que más bien las pone sobre aviso contra el peligro de <<autoexaltación>>
y prosigue: <<Si se autoalaba, está perdido, y si se cree más que el obispo,
está condenado>•. Evidentemerrte aparece aquí la alta estima de los que
practicaban la virginidad, al menos ante sus propios ojos, y que causó
problemas a los obispos, que entonces todavía estaban casados.
Justino, el mártir, escribe hacia el año 150 d.C.: <<Nosotros desde el
principio o abrazamos el matrimonio con la única finalidad de tener hijos
o, renunciando al estado matrimonial, permanecemos perfectamente
castos» (Apologías 1,9). Después de este pasaje, Justino narra inmedia-
tamente, y lleno de admiración, el caso de un joven cristiano que solicitó
a la autoridad roillana permiso para castrarse. Ya el emperador Domi-
ciano (t 96) había dictado penas contra la castración. Y el emperador
Adriano (t 138) amplió esta prohibición también a quienes se sometían
voluntariamente a la operación. Con esta actitud, el emperador se oponía
a las tendencias rigoristas, y prcvalentemente gnósticas, contrarias al
matrimonio y a la ~xualidad. i\driano sancionó con la pena de muerte al
médico y al castraJo que no disponían de la autorización oficial para la
operación. Justina escribe: «Para persuadiros de que el desenfrena in-
contenido no es unclemento o:ulto de nuestra religión, narro el caso que

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sigue: En cierta ocasión, uno de los nuestros solicitó de Félix, prefecto de
Alejandría, autorización escrita en la que facultara a su médico a ampu-
tarle los testículos, pues los médicos del lugar se negaban a tal interven-
ción si no disponían del permiso de la autoridad civil competente. Y
dado que Félix no lo autorizó en modo alguno, el joven permaneció cé-
libe y quedó contento al compartir su estado con otros que habían hecho
lo mismo>> (Apologías 1,29). El joven del que habla Justino quiso, con su
castración, dar testimonio de la altura moral y del alto grado de ascesis
inherente al cristianismo, y salir, de este modo, al paso de quienes re-
prochaban al cristianismo la inferioridad de su moral. El hecho de que
Justino recuerde el ejemplo de este joven en sus Apologías (o escritos en
defensa del cristianismo), en las cuales se esfuer:ta en presentar a los
cristianos, que entonces eran una minoría difamada, como hombres po-
líticamente fiables y de una gran talla moral, pone de relieve que la vir-
ginidad y el celibato impactaban a sus contemporáneos. Justino quería
recomendar el cristianismo a través de este joven que deseaba hacerse eu-
nuco. No quería provocar movimientos desaprobarorios de cabeza, sino
el asentimiento.
Los cristianos no se consideraban todavía como los guías de un
mundo avocado a las tinieblas si prescinde de ellos, ni como los llamados
a enseñar la decencia a paganos y ateos. Al contrario, los cristianos -ta-
chados d\os mismos de «ateos>>- quieren mostrar que están a \a altura
de los ideales paganos. Justino quiere hacer propag<lnda del cristianismo.
Las ideas que entonces dominaban las mentes de las gentes eran, por una
parte, la concepción estoica de los siglos I y n d.C., según la cual la fina-
lidad del matrimonio es exclusivamente la procreación; y, por otra, la
doctrina gnóstica que, cargada de pesimismo y hostílidad hacia el cuerpo,
proponía el ideal de la virginidad. La magnificación de la virginidad no es
una novedad del cristianismo, ni dimana de la enseñanza de Jesús. Lo
que ha hecho el cristianismo es, más bien, adaptarse al entorno mental de
aquella época y arrastrar el ideal de la virginidad hasta el siglo XX -no
se ven perspectivas de un fin próximo-, presentándolo como el sello del
cristianismo auténtico y original, cuando casi todos los demás, incluidos
muchos de las propias filas, por ejemplo los protestantes, han abando-
nado esta vieja antigualla pagana.
Ciertamente en la época postapostólica se asiste a una acérrima
lucha de siglos entre la Iglesia y los gnósticos, pero se produce, simultá-
neamente, un intercambio recíproco de influencias. El joven de Alejan-
dría, con su voluntad de castración, y la aprobación que hace Justino de
tal actitud espiritual, muestran hasta qué punto el desprecio gnóstico por
el cuerpo había invadido ya el cristianismo. A su vez, numerosos gnósti-
cos habían incorporado a su sistema a Jesús, que veían en él a un liber-
tador de la materia, ya que él, revestido de un cuerpo sólo aparente, no
real (la corporeidad es mala porque es materia), enseña al alma humana
cómo huir de la cárcel del cuerpo y, con ello, del mundo material para
poder llegar, después de la muerte, al reino de la luz pura. Los gnósticos

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rechazan la resurrección de los cuerpos. Estos gnósticos se consideraban
a sí mismos como cristianos y se clasificaban a sí mismos, en relación con
los simples creyentes, como cristianos de grado superior. La Iglesia, por
su parte, les consideraba herejes. Pero las fronteras estaban desdibujadas,
pues mientras Justino, padre de la Iglesia y mártir, aprecia el matrimonio,
ciertamente sólo por la procreación, su discípulo Taciano se desliza pro-
fundamente en el campo gnóstico, se pone a la cabeza de los <<castos» y
declara que el matrimonio es «fornicación>> (Clemente de Alejandría,
Stromata III, 12,89). Muchos cristianos, sobre todo los de Roma y Ale-
jandría, sentían gran simpatía por el gnosticismo y estaban dispuestos a
entregarse a él.
A la lucha contra la gnosis dedicó una gran parte de su vida Cle-
mente de Alejandría, <<el más erudito de los padres de la Iglesia>>, como
más tarde le llamó Jerónimo. Hacia el año 200, Alejandría era el centro
de erudición tanto de los cristianos como de los gnósticos. Clemente
ataca a los secuaces del gnóstico Basílides, que desde el año 120 al 140
aproximadamente enseñó en Alejandría. Según Clemente, la tergiversa-
ción que se hace, hasta hoy día, de las palabras de Jesús en el evangelio
de Mateo (19) para avalar la soltería, es decir, el celibato -Mateo 19, el
pasaje de los eunucos, es el lugar preferido de Juan Pablo II en su lucha
por mantener la obligación del celibato-, tiene su origen en la interpre-
tación errónea que de este texto hicieron \os heresiarcas, es decir, ~o'i>
gnósticos. Clemente escribe: <<Los discípulos de Basílides sostienen que el
Señor, a la pregunta que le hicieron los apóstoles sobre si no sería mejor
no casarse, responde: "No todos entienden esta palabra"( ... ), lo cual
ellos interpretan más o menos así: "Aquellos que se han inhabilitado a sí
mismos para el matrimonio, han tomado esta decisión a causa de las con-
secuencias que se derivan del matrimonio, por miedo a las dificultades
que surgen en la consecución de las cosas que son necesarias para la
vida"» (Stromata III, 1,1 ). Un poco más adelante Clemente da la inter-
pretación verdadera. Ya va siendo hora de que, después de 1.800 años de
error, el papa y todos los defensores del celibato se avengan a enterrar el
pasaje favorito con el que defienden el celibato y la virginidad, y le re-
conozcan en lo que es: una interpretación falsa y errónea que los gnósti-
cos hicieron de la palabra de jesús. El celibato descansa sobre un mal
entendido. Clemente dice acertadamente que el texto de Mateo 19 se re-
fiere al tema del divorcio: «Por lo que hace a la expresión de Jesús "no
todos entienden esta palabra" ... , ellos (los seguidores de Basílides) olvi-
dan que a la respuesta (de Jesús) sobre el libelo de repudio algunos co-
mentaron: "Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no
trae cuenta casarse", a lo cual el Señor respondió: "No todos entienden
esta palabra (sobreel divorcio), sino aquellos a quienes se les ha conce-
dido". Los que plantearon la pregunta querían saber exactamente si
Jesús autorizaba matrimoniar de nuevo otra mujer, toda vez que la pri-
mera había sido condenada ¡ repudiada por fornicación» (Stromata
111,50,1-3 ).

49
Clemente defiende aquí el texto de la palabra de Jesús contra la
apropiación que de ella hacen los gnósticos hostiles al matrimonio, y
quienquiera que lea este pasaje sin prejuicios tendrá que reconocer que
habla del divorcio, y no del celibato o de la virginidad. Contra los gnós-
ticos, pues, Clemente presenta el matrimonio como un bien y como algo
querido por Dios. Pero, por otra parte, al hacer suyo el ideal estoico de la
imperturbabilidad y apropiarse la idea, igualmente estoica, según la cual
la finalidad primaria del matrimonio es la procreación, Clemente se ha
convertido en el precursor de la encíclica papal de la píldora. Esta in-
fluencia fue tal que le llevó a interpretar falsamente, en un sentido estoi-
co, a Pablo (1 Cor 7), el cual no hace referencia alguna a la procreación,
sino que únicamente habla de la fornicación. Ésta es la lectura que hace
Clemente: <<No os neguéis el uno al otro, dice el Apóstol, sino de mutuo
acuerdo y por cierto tiempo. Con las palabras "no os neguéis el uno al
otro" Pablo se refiere al deber que los esposos tienen de procrear, lo cual
ya lo había dicho anteriormente con toda claridad: "Que el marido dé a
su mujer lo que debe y la mujer dé igual modo a su marido"» (Stroma-
ta III,107,5). Es verdad que Clemente alude igualmente a que Pablo
(1 Cor 7,2) entiende el matrimonio como satisfacción del impulso se-
xual, pero este aspecto no tiene para él importancia en el matrimonio
(Stromata III, 15) .
. Clemente hace uso de una imagen, muy socorrida por los estoicos y
que está tomada de la vida del campo: <<No está, pues, bien cuando
uno se hace esclavo de los placeres del amor y busca ávidamente satisfa-
cer sus deseos. Y está menos bien aún cuando unO se abandona insensa-
tamente a las pasiones y concibe pretensiones que le convierten en un ser
impuro. Lo mismo que el campesino, los esposos sólo pueden esparcir su
semilla cuando ha llegado el tiempo de la siembra» (Pedagogo II,
10,102,1). Aflora también aquí la idea del adulterio con la propia mujer,
idea que pertenece al repertorio emblemático de los rigoristas, que viene
desde el judío Filón, influenciado por la moral estoica y coetáneo deJe-
sucristo, y llega hasta el papa actual. Leemos en Clemente: <<Comete
adulterio con la propia esposa quien, en el matrimonio, se comporta con
ella como si se tratase de una prostituta>> (Pedagogo 11,10,99,3). Si-
guiendo la línea de su ideal estoico de aversión al placer, Clemente re-
chaza como disonante con el ideal cristiano la relación sexual con la es-
posa embarazada (Pedagogo 11,92,2) o entre los esposos que ya son
viejos (Pedagogo II,95,3).

El día 16 de septiembre de 1968, el cardenal Frings reunió en Colo-


nia a todos los decanos y profesores de estudios superiores de su diócesis
e instó, evocando, entre otros, a Clemente de Alejandría, que aceptaran
cordialmente la encíclica de la píldora. Hizo observar que Clemente re-
chazó, incluso, la relación marital entre los esposos ancianos, lo cual
pone de manifiesto, dijo el cardenal, que la Iglesia, ya desde los orígenes,
ha sostenido y abogado por la encíclica de la píldora. Ciertamente, esto

50
es así desde los orígenes, pero no desde el origen, es decir, desde Jesús o
Pablo. La hostilidad al placer es una herencia procedente, a la par, de la
gnosis y del estoicismo y que ya con Clemente se sobreañade al alegre
mensaje cristiano, presentando el placer como algo que mancha. Llega un
momento en el que Clemente habla del <<dedo» de los estoicos, que más
tarde, y por mediación de Agustín, alcanzaría mayor importancia. <<Pues
si la razón, de la que hablan los estoicos, no permite al sabio mover el
dedo por placer siquiera una vez, ¿con cuánto mayor motivo los que as-
piran a la sabiduría no habrán de afirmar la necesidad de dominar el
miembro reproductor?» (Pedagogo II,10,90,1).
Clemente de Alejandría interpreta correctamente la palabra de Jesús
(Mt 19) relativa a la castración por el reino de los cielos -aducida hoy
día para poner principio y fin en el debate sobre el celibato-, es decir,
no la interpreta como palabra referida al celibato y a la soltería. Su
falsa interpretación la atribuye Clemente a los gnósticos. Sin embargo,
Orígenes (t 253 ), sucesor suyo en la escuela catequética de Alejandría y
el teólogo más importante de la Iglesia griega, la malentiende en un
doble sentido: no solamente descubre en ella una intimación al celibato,
sino también una invitación a la castración en sentido literal. Cuando
Orígenes tenía aproximadamente dieciocho años se castró a sí mismo lle-
vado por su deseo de alcanzar la perfección cristiana. Apela, en su caso,
a otros cristianos que hicieron lo mismo antes que él (Comentario a
Mateo 15,3). Más tarde cayó en la cuenta de su error al interpretar lite-
ralmente el texto de la autocastración, pero continuó reconociendo la su-
perioridad del celibato ante Dios.
Orígenes era considerado como el teólogo más importante de su
tiempo. En su tarea como intelectual tuvo la suerte de contar con Am-
brosio, su discípulo más pudiente y convertido por él de la gnosis al cris-
tianismo, y que como gesto de agradecimiento puso a disposición de su
maestro siete estenógrafos, siete copistas y una serie de mujeres calígra-
fas. Orígenes fue, a lo largo de toda su vida, un asceta riguroso, que no
comió carne, ni bebió vino, ni tocó una mujer. Fue también el teólogo
más controvertido de la antigüedad cristiana y, aunque difícil de clasifi-
car, es el padre de la Iglesia más importante de la época anterior a Agus-
tín. Tres siglos después de su muerte, la Iglesia le condenó (553) por sus
doctrinas erróneas, por ejemplo su concepción del alma humana, y, sin
embargo, ejerció una gran influencia en teólogos notables tanto de
Oriente como de Occidente.
La fe judeo-crisriana en un Dios único y bueno, creador también del
cuerpo y de la materia, del matrimonio y de la procreación, aparece en
Orígenes mezclada con el rechazo gnóstico hacia el cuerpo. Él defiende
que el cuerpo y la materia proceden del Dios único y bueno (y no de un
creador malo del rrundo como defendía la gnosis auténtica aún no in-
fluenciada por el cristianismo), pero el cuerpo, según él, no es el primer
pensamiento del buen Dios, es más bien un castigo, <<un encadenamien-
to>>, <<una cárcel» que nos ha sobrevenido como consecuencia de una

51
caída previa en el pecado del alma pura. La Iglesia condenó estas ideas de
Orígenes.
Otras ideas suyas influyeron en la teología del matrimonio, por
ejemplo ésta: Orígenes sale al paso de quienes se aprestan a condenar rá-
pidamente a las hijas de Lot, que, careciendo de marido, aseguraron
una descendencia a través de la unión con su padre. Este incesto, co-
menta él, es más casto que la castidad de muchos. Las esposas deben exa-
minar sus conciencias y ver si se entregan a sus maridos realmente por la
sola preocupación de tener hijos y si, una vez embarazadas, se alejan de
ellos como hicieron las hijas de Lot. Algunas mujeres están sedientas de
placer y son peores que los animales, porque éstos después de la fecun-
dación no quieren saber nada de la relación sexual. Según la recomen-
dación de la palabra del apóstol, también las obras del matrimonio hay
que realizarlas para gloria de Dios. Y esto se da solamente cuando se pre-
tende la procreación (In gen. ham. 5, n. 4). Que sea mejor tener hijos con
el propio padre antes que impedir su concepción con el propio marido
fue una pauta que prosperó largamente desde los tiempos de Agustín.

Orígenes influyó en Gregario Niseno (t 395), hermano menor deBa-


silio el Grande (nombre familiar a los turistas de hoy por las numerosas
catedrales dedicadas a él). Gregario no comparte la idea, que, por lo
demás, estaría en contradicción con el Antiguo Testamento, de que las
almas, antes de comenzar a animar el cuerpo, hubieran caído en pecado.
Sin embargo, está presente en él el rechazo gnóstico hacia el cuerpo que
se encuentra en Orígenes. Gregario -que era obispo y estaba casado-
estaba preocupado por una cuestión que más tarde preocuparía a Agus-
tín y a Tomás, las dos grandes columnas de la moral sexual católica, a
saber: <<¿Adán y Eva tuvieron en el paraíso relaciones sexuales?». (Para lo
que sigue véase la obra fundamental de Michael Müller, Die Lehre des
hl. Augstinus van der Paradiesesehe und ihre Auswirkung in der Sexual-
ethik des 12. und 13. ]ahrhunderts bis Thamas van Aquin, 1954.) A esta
pregunta Gregario responde negativamente. La vida antes del primer pe-
cado era más bien semejante a la de los ángeles. De no haber cometido el
pecado, Adán y Eva se hubieran multiplicado a la manera de los ángeles.
Los ángeles se multiplican sin necesidad de matrimoniar y sin que medie
la relación sexual. No podemos imaginar cómo pueda ser esto, <<pero se
da>> (De hom. ap. 17). Dios había previsto, sin embargo, la caída en el
pecado, sabía que el hombre abdicaría de su posición de igualdad con los
ángeles y buscaría asociarse con los seres más inferiores. Por esta razón,
cuando Dios crea al hombre le dota de la sexualidad del animal, es
decir, de la estructura procreadora propia del animal <<que no se adecua
a nuestro elevado origen>>. Gregario apoya en el relato de la creación esta
decisión bifronte de Dios en el momento de la creación del hombre,
quien, siendo originariamente como el ángel, fue creado con la sexuali-
dad animal, en previsión del pecado que habría de cometer. El texto al
que alude es éste: <<Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya>>,

52
dice en primer lugar; luego sigue la afirmación: <<macho y hembra los
creÓ» (Gn 1,27). Esto nos está diciendo, a juicio de Gregario, que la di-
ferenciación sexual, es decir, el ser varón o ser mujer es un añadido
posterior que se hace sobre la esencia auténtica del hombre. Sólo en la
naturaleza humana radica la imagen de Dios, no en la diferenciación se-
xual. Es una adición que sobreviene posteriormente a una imagen ya
completa, es un componente animal, que originariamente estaba pensa-
do sólo para los animales (De hom. op. 16 ss., 22).
También Agustín y los teólogos medievales vieron posteriormente la
imagen de Dios en el hombre allí «donde la diferenciación sexual no exis-
te>> (ubi sexus nullus est). La naturaleza insobornable del ser del hombre
es asexuada (Agustín, De Trin. XII,VII,l2). Estos teólogos celibatarios se
preguntan por qué inmediatamente después de la frase: «Dios creó al ser
humano a imagen suya>>, está esta otra: «Macho y hembra los creÓ>>,
pues, a juicio de ellos, esta segunda no guarda ninguna relación de de-
pendencia con la primera. Evidentemente, no llegaron a comprender
que la sexualidad, en su sentido pleno, es la dimensión del ser humano
contemplado como ser único, total, personal y espiritual, y por tanto es
algo más que la sexualidad considerada como posibilidad puramente bio-
lógica de la reproducción. La sexualidad no es una propiedad distintiva
meramente regional o funcional, sino que es una especificidad originaria
del ser del hombre y que, por tanto, acompaña al hombre desde su origen
primero, desde el cual el hombre es a la vez espiritual y corporal. Se trata,
pues, de una característica que impregna, de modo peculiar, todas las di-
mensiones delimitadas del ser humano y que, a su vez, está determinada
por éstas. La sexualidad no es algo que el ser humano también tiene entre
otras muchas cosas, sino un modo de ser fundamental, en el cual él es en
su totalidad. Por eso, sin ella, todas las demás acciones y relaciones de la
vida no pueden ser pensadas ni realizadas realmente. Esta característica
de la sexualidad, que desborda la dimensión puramente regional, difi-
culta la descripción definitoria de la masculinidad o feminidad de la per-
sona humana. La diferenciación habría que hacerla toda vez nuevamen-
te en relación con cada una de las dimensiones del ser del hombre.
Cuando este carácter omnipresente de la sexualidad no se tiene en cuen-
ta, y se quiere, no obstante, establecer la diferenciación, se correría siem-
pre el riesgo de confundir la esencia de la sexualidad con la distribución
de los papeles en la sociedad, con la imagen habitual de los sexos histó-
ricamente condicionados, con la capacidad de procrear o con la absolu-
tización de un sexo, a partir del cual se define unilateralmente al otro.
A pesar de su aversión hacia la sexualidad y corporeidad, Gregorio,
gracias a la herencia judía del cristianismo, no se hundió enteramente en
la gnosis ni cayó en la hostilidad total hacia el cuerpo. De hecho, sostie-
ne que la sexualidad es buena porque ha sido creada por Dios, aunque su
creación obedezca a la previsión de un futuro pecado. Los órganos se-
xuales son valiosos porque con ellos el hombre (por la procreación)
lucha contra la muerte (Oratio catechetica magna 28). Sin embargo,

53
continúa Gregario, en el paraíso no se hizo notar el atributo animal del
hombre, es decir, su ser varón y mujer, su sexualidad. Mientras él estaba
desnudo, <<desnudo de envolturas perecederas, contemplaba el rostro
de Dios y, ajeno al placer de los sentidos de la vista o del gusto, gozaba
únicamente del Señor, y la mujer que le había sido dada como ayuda le
animaba a ello>> (De virg. 12).
Sólo después del pecado original, aclara Gregario, comienza la forma
de vida actual, se manifiesta la condición animal del hombre y el hombre
se reproduce a la manera como lo hacen los animales. Y con la repro-
ducción animal surgen también las pasiones animales en el hombre. El
hombre fue creado, al inicio, a semejanza de Dios, es decir, sin pasiones.
Las pasiones no pertenecen originariamente a la naturaleza del hombre,
pertenecen constitutivamente al mundo animal. No de su naturaleza
divina, sino de su constitutivo animal el hombre saca simultáneamente la
procreación animal y las pasiones que la acompañan: el furor mantiene
vivos a los animales carnívoros, el miedo a los débiles y la necesidad del
placer sexual garantiza la supervivencia de las especies (lbid. 18). Si el
hombre hubiera permanecido fiel completamente a la imagen de Dios,
estaría libre de las emociones pasionales y se habría entregado, siguien-
do en todo momento el dictamen de la razón, a aquello por lo que li-
bremente hubiere optado (Ibid. 12). <<Nosotros dirigimos con nostalgia
la mirada hacia el tiempo de la plenitud, en el cual la vida humana se
verá nuevamente liberada y reconducida al feliz estado original>> (De
hom. op. 22). La resurrección será el <<retorno>> a la primera forma de
vida, similar a la angélica, la <<restauración» de la antigua condición.
Pues Cristo dice: en la resurrección ni se casarán ni serán casados (De
hom. op. 17).

Juan Crisóstomo (t 407), el predicador más grande de la Iglesia


oriental (por esta razón se le conoció, ya desde el siglo vn con el nombre
de Crisóstomo: boca de oro), está mucho más orientado hacia la Biblia,
si bien en muchos puntos comparte las ideas de Gregario concernientes a
la oposición al cuerpo y a la sexualidad; por ejemplo, afirma también que
Adán y Eva no tuvieron relaciones sexuales en el paraíso. <<En armonía
con la voluntad de Dios los hombres vivían en el paraíso como ángeles y
no ardían en pasión alguna ... No tenían ningún deseo de unión marital,
ni había concepción ni dolor, ni nacimiento ni forma alguna de deterio-
ro>>. Vivían una virginidad limpia <<como en el cielo y eran felices en su
unión con Dios>>. Dios creó a Eva como ayuda para Adán, dotándola de
la misma naturaleza, de razón y de lenguaje y capaz de «ofrecerle mucho
consuelo>> (In gen. hom. 15,3,4). Agustín, convencido en gran medida de
la inferioridad de la mujer, mantendrá, por el contrario, que para el
varón, como solaz en la soledad, es preferible el varón a la mujer. Sin em-
bargo, Crisóstomo experimentó en su soledad el consuelo de una mujer.
Desde el exilio escribió diecisiete cartas a su más fiel discípula, la viuda
Olimpia de Constantinopla.

54
El pecado acabó con el idilio paradisíaco de la virginidad de Adán y
Eva. «Al mismo tiempo que la felicidad, los primeros padres perdieron
también la ornamentación de la virginidad ... Después de haberse despo-
jado de esta regia vestimenta y perdido el adorno celeste, recibieron, en
su lugar, la destrucción de la muerte, la maldición, el sufrimiento, la vida
asediada por la fatiga, y, en la misma serie, llega el matrimonio, ese
vestido de muerte y de esclavos» (De virg. 14; In gen. hom. 18,1). El ma-
trimonio es, por tanto, el resultado de la desobediencia, de la maldición
y de la muerte. Virginidad e inmortalidad, matrimonio y muerte van de
la mano (De virg. 14; In gen. hom. 18,4).
Lo mismo que Gregorio, Crisóstomo sostiene también que en el pa-
raíso se daba otro modo de reproducirse distinto del sexual, pero no sabe
cómo podría darse la reproducción asexual: <<¿Qué matrimonio, pues, ha
procreado a Adán, qué dolores de parto a Eva? Muchas miríadas deán-
geles rinden homenaje a Dios y ninguno de ellos surge a través de la pro-
creación, del nacimiento, del dolor y de la concepción». Dios podía
igualmente multiplicar los hombres sin necesidad de recurrir al matri-
monio. <<No sabría decir si de la misma manera que Adán y Eva o de
otro modo>> (De virg. 14ss.,17). El mandato de Dios: <<Sed fecundos y
multiplicaos>>, que Dios pronunció en el paraíso (Gn 1,28), inmediata-
mente después de crear al varón y a la mujer, Crisóstomo lo sitúa des-
pués de la expulsión del paraíso. Dice textualmente: <<Sed fecundos y
multiplicaos, dijo el divino médico, cuando la naturaleza comenzó a
bramar y no podían dominar el ímpetu de las pasiones ni refugiarse en
otro puerto en esta tormenta>> (De virg. 17 y 19).
Llama la atención que Crisóstomo, incluso contra el texto del Anti-
guo Testamento, se aferra a la idea de la virginidad perpetua de Adán y
Eva en el paraíso. Crisóstomo también superpone la desvalorización
gnóstica del matrimonio y la magnificación de la virginidad a la Biblia
judía, al Antiguo Testamento, a pesar del esfuerzo, tan característico en
él, de retornar a la fuente bíblica. En relación con la virginidad, el ma-
trimonio no es más que <<un vestido de niño», que los adultos, que han
alcanzado la edad de Cristo, se quitan para ponerse el vestido espléndido
de la virginidad (De virg. 16).
Por lo que hace a la finalidad del matrimonio, Crisóstomo se ciñe al
texto paulino más estrechamente que los demás padres de la Iglesia.
Piensa que el matrimonio fue instituido también <<para la procreación de
los hijos», pero más bien para apagar el fuego de la naturaleza. El
mismo Pablo lo atestigua: por razón de la incontinencia tiene cada cual
su esposa, afirma él, no para procrear hijos. Y manda a los espososen-
tregarse mutuamente no para ser padres de muchos hijos, sino para que
no les tiente Satanás. Dado que ahora la tierra está poblada de hombres,
<<queda solamente una fin~lidad: evitar el desenfreno y la concupiscen-
cia» (De virg. 17 y 19). <<Unicamente por esta razón hay que tomares-
posa, para huir de los pecados, para evitar toda impudicia» (Qua/es
ducendae sint uxores 5; también Hom. in illud: propter fornicationes [1

55
Cor 7,3]). Para él, el matrimonio es una concesión a la debilidad del
hombre.
Crisóstomo no comparte la opinión de Agustín ni la de la tradición
que éste enc~~eza, y que n:ás ta~de ~efenderá la procre~ción ~omo _ún_ica
finalidad legtttma del rnatnmomo. Ctertamente su termmologta -stmtlar
a Ja de Pablo en la primera carta a los Corintios (7)- no es suficiente-
mente personal; sin embargo sí afirma, como Pablo, que el matrimonio
ha sido instituido en función del interés de los esposos y no ha de ser
considerado como un medio para la procreación. No se encuentra en él
la prohibición de las relaciones sexuales con la mujer que está encinta o
en la menopausia. El conocimiento que Crisóstomo tiene de las Escritu-
ras le impidió privilegiar en el matrimonio la procreación de los hijos,
cosa que hasta el año 1983 recoge el derecho canónico de la Iglesia ca-
tólica: «El fin primario del matrimonio es la procreación de los hijos»
(así en el CIC en vigor desde 1917 a 1983). Crisóstomo, a diferencia de
cualquier otro padre de la Iglesia anterior a él, considera el matrimonio
más bien, según la formulación que se le dio más tarde, como remedium
concupiscentiae, como remedio contra los deseos sexuales, y a esta razón
le da la prioridad sobre la procreación. No obstante, en los grandes pa-
dres de la Iglesia como Ambrosio, Jerónimo y Agustín, contemporáneos
suyos, se encuentra primando la idea estoica de la prole como fin pri-
mario y únicamente legítimo del matrimonio. Si Crisóstomo condena con
energía, incongruentemente con su visión del fin del matrimonio, la con-
tracepción, como veremos después, ello obedece a la herencia estoica, a la
que tampoco él consiguió sustraerse, como tampoco consiguió despren-
derse del ideal del celibato proclamado por los gnósticos. Al final de su
sermón sobre la carta a los Efesios 5,22-23, en la cual encuentra bellas
palabras en torno al amor conyugal, dice: «Quien se esposa de esta ma-
nera y con tales intenciones, no está muy por debajo de los monjes y de
las vírgenes». Pero, con todo, estará algo por debajo. Sobre este punto,
no ha dudado ningún padre de la Iglesia nunca, como, por lo demás,
tampoco lo duda hoy la jerarquía eclesiástica.

En opinión de Ambrosio, obispo de Milán (t 397), la virginidad


voluntaria es una virtud que entró en el mundo con el cristianismo. Hoy
apenas podemos imaginar la importancia que el ideal de la virginidad al-
canzó en los siglos rv y v y qué profundamente impregnó el pensamiento
y la fantasía religiosa. La virginidad es la virtud cristiana, sin más. Para
Ambrosio es la auténtica novedad del cristianismo. A ella se refieren, dice
él, las profecías del Antiguo Testamento: <<Esta virtud es, en realidad, una
virtud de nuestra propiedad exclusiva. Falta a los paganos y no la prac-
tican los pueblos que viven todavía en estado salvaje. En ninguna parte
existen seres vivientes en los cuales se encuentre. Todos, ciertamente, res-
piramos el mismo aire, compartimos todos las mismas condiciones de un
cuerpo terreno, no nos diferenciamos de los demás en el nacimiento, y,
sin embargo, nosotros nos escapamos a las miserias de una naturaleza,

56
por lo demás, igual para todos, desde el momento en el que la castidad
virginal, aparentemente estimada por los paganos, se ve, en la realidad,
maltratada, aunque cuente con la protección de la religión, es perseguida
por los salvajes y desconocida por todos los demás» (De virginibus
1,3 ss.). Ambrosio exigía a los sacerdotes que no tuvieran más relaciones
sexuales con sus esposas (De officiis 1,50,248). En diversos escritos exal-
ta la virginidad, sobre todo el estado de las vírgenes consagradas a Dios,
que en aquel tiempo -al menos en Occidente- no vivían en conventos,
sino que formaban un estado peculiar en la comunidad. Estas vírgenes
deberían llevar, en el seno de la propia familia, una vida retirada, entre-
gada a la oración, al ayuno y a la santificación.
Ambrosio contribuyó de manera importante a la condena que sufrió
Joviniano, acusado de sostener que la virginidad no era más grata a
Dios que el matrimonio y de dudar de la virginidad de María en el
alumbramiento de Jesús. El papa Siricio, después de haber excomulgado
a Joviniano y sus ocho discípulos en Roma, notificó a Ambrosio la deci-
sión que había tomado. Ambrosio, gran enemigo de Joviniano, convocó
en Milán un sínodo y excomulgó, a su vez, a Joviniano y sus secuaces. El
emperador Teodosio, amigo de Ambrosio, mandó flagelar a Joviniano
con látigos confeccionados con plomo y le confinó en exilio a la isla de
Boa. La única noticia que tenemos de la muerte de Joviniano se remonta
al año 406 y proviene de Jerónimo: él no exhaló su alma, sino que "la
eructó entre carne de faisán y de cerdo>> (Contra Vigilantio 1).
Para Ambrosio el matrimonio no es como un pecado del que haya
que huir, sino un peso del que hay que liberarse en lo posible (Sobre las
viudas 13,81 ). Ambrosio remite a la primera carta a los Corintios para
recordar el carácter de remedio inherente al matrimonio: <<Cuando el
apóstol dice que es mejor casarse que quemarse, evidentemente está re-
comendando el matrimonio como un remedio (remedium) para que
todos aquellos que de otra manera estarían en peligro permanezcan al
amparo» (Sobre las viudas 2,12). Pero para Ambrosio el fin primario del
matrimonio es la procreación. Por ello, condena con todo rigor la rela-
ción marital con la mujer encinta. Recurre para ilustrarlo al ejemplo de
los animales, como ya anteriormente lo habían hecho los estoicos: <<Los
mismos animales, a través del lenguaje mudo de su comportamiento, nos
dan a entender que a ellos les anima el impulso a conservar la especie y
no el placer de la reunión sexual. Pues tan pronto como observan que su
seno está fecundado no se entregan más a la relación sexual y al ardor
del amante, sino que toman sobre sí los cuidados característicos de los
padres. Los hombres, por el contrario, no tienen ninguna consideración
ni del niño en el seno de la madre ni de Dios. Al primero lo manchan y al
segundo lo enojan. Domina tu deseo y contempla las m<;1nos de tu crea-
dor que plasma un ser humano en el seno de la madre. El está trabajan-
do en su obra, ¿y quieres tú profanar con tu concupiscencia el santuario
silencioso del seno maternal? Toma en consideración el ejemplo de los
animales o teme a Dios» (Comentario al evangelio de Lucas 1,44). Igual-

57
mente prohíbe las relaciones sexuales entre los esposos de edad avanza-
da: <<Cada cosa tiene su tiempo ... Por eso, también al matrimonio se le
han fijado tiempos precisos, entre los cuales figura también el tiempo de
la procreación de los hijos. Mientras dura la plenitud de la fuerza co-
rrespondiente a la edad, mientras existe la esperanza de tener descen-
dencia ... , se puede secundar el deseo de la relación sexual. Pero a los es-
posos ancianos es la edad misma la que pone la frontera a la acción
sexual y la sospecha, sin duda fundada, de incontinencia les guarda de
tales relaciones. Incluso, los esposos jóvenes presentan, las más de las
veces, el deseo de tener hijos y piensan, de este modo, poder legitimar el
fuego de su juventud. Una acción que la juventud misma encuentra tan-
tos reparos en manifestar, ¡qué vergonzosa no debería ser para la gente
anciana! Todavía más: incluso jóvenes esposos, que llevados por el
temor a Dios silencian con abnegación su corazón, renuncian frecuente-
mente, tan pronto han concebido un hijo, a aquellas acciones de la ju-
ventud>> (Comentario al evangelio de Lucas 1,43).

La teología ha pasado a ser, cada vez con más decisión, la teología


hecha por varones solteros para varones solteros, y al pecado se le con-
sidera también cada vez más dentro del ámbito de la sexualidad. El cris-
tianismo, con su neurosis sexual siempre creciente, con su afán de trans-
formar los laicos en monjes, se ha alejado incesantemente del origen
judío del Antiguo Testamento y del judaísmo en general. El cristianismo
virginal condenó al carnal judaísmo: los ocho sermones que, en el año
387, pronunció en Antioquía Crisóstomo contra los judíos constituyen
una calumnia única. El judío es <<carnal>>, <<lujurioso>>, <<maldito>>. «Aquí
se encuentra el arsenal de todas las armas reunidas hasta hoy contra los
judíos>> (Fr. Heer, Gottes erste Liebe. Die Juden im Spannungsfeld der
Geschichte, 1981, p. 67). Cuando en el año 388, los cristianos, instigados
por su obispo, incendiaron la sinagoga en Kallinikon del Éufrates y el
emperador Teodosio la mandó reconstruir nuevamente haciendo que el
obispo corriera con los gastos, Ambrosio protestó: «Declaro que he sido
yo quien ha incendiado la sinagoga, sí, he sido yo quien ha dado la
orden de incendiarla con el fin de que no exista ningún lugar más en el
que Cristo sea negado ... ¿Qué cuenta más, el concepto de orden o el in-
terés de la religión?>> (Ep. 40,11). Comoquiera que el emperador daba
largas, Ambrosio interrumpió la celebración de la eucaristía y, dirigién-
dose a él delante de la comunidad reunida, dijo que no continuaría la
misa mientras Teodosio no retirase la orden. De este modo, Ambrosio
consigue finalmente la impunidad absoluta para los cristianos incendia-
rios de la sinagoga. Ambrosio entró en la historia de la Iglesia, de esta
suerte, como el auténtico cristiano que hizo frente con firmeza al mismo
emperador.
Es un error pensar que el antisemitismo proceda de la base; viene de
arriba, por ejemplo, de Ambrosio, obispo de Milán, importante padre de
la Iglesia. «También en este caso nosotros debemos sostener esta verdad

58
insistentemente -toda vez que teólogos con nombre tienen hoy la osadía
de afirmar falsamente lo contrario-: el antisemitismo viene, en la Eu-
ropa cristiana, de la cúpula, no de la base, ni del pueblo, ni del pueblo
bajo. Procede de arriba, de la teología, de las concepciones teológicas del
mundo y de la historia. Es arriba donde se ha creado el cliché y la imagen
del judío, con la que luego actuó tan terriblemente la base>> (Fr. Heer, op.
cit., p. 80).
Ningún padre de la Iglesia ha escrito tan hirientemente sobre el ma-
trimonio ni despreciado más la sexualidad que Jerónimo (t 420). Y,
sin embargo, ningún padre de la Iglesia fue tan querido por las mujeres,
ni vivió tan unido a ellas (incluso espacialmente), ni amó a las mujeres,
con amor desexualizado, tanto como él. Llega a Roma en el 382, con
treinta y cinco años aproximadamente, y se convierte en consejero espi-
ritual y centro de un círculo ascético de ricas damas de la aristocracia ro-
mana. A ese mundo romano de damas en torno a Jerónimo pertenecía
Paula, mujer de alta alcurnia romana, de unos treinta años y viuda con
cinco hijos. La hija de Paula, la inteligente Eustaquia, aprendió con Je-
rónimo griego y hebreo para poder estudiar la Biblia, y bajo su dirección
llegó a ser la primera mujer de la nobleza romana que vivió como virgen
consagrada a Dios. En el año 384 muere, a la edad de veinte años, Blae-
silla, otra hija de Paula. Se acusó a Jerónimo de haberla empujado a de-
jarse morir de hambre con sus exhortaciones al ayuno. En Roma, con
ocasión del funeral de Blaesilla, se manifestó una gran oposición contra
el <<abominable pueblo de monjes» (Ep. 39,6). En el año 386 se trasladó
con sus amigas espirituales a Belén, donde él -de familia acomoda-
da- y, sobre todo Paula, gracias a su gran fortuna, financiaron un
complejo monástico con numerosos albergues para los peregrinos y una
escuela .. Paula dirigió el monasterio femenino; cercano a él estaba el
monasterio de los varones, que dirigía Jerónimo. La muerte de Paula,
acaecida en el año 404, afectó tan hondamente a Jerónimo que durante
mucho tiempo no pudo hacer nada. Y sobrevivió muy poco tiempo a la
muerte de su <<hija>> Eustaquia, fallecida en el419. Sus últimas cartas nos
traen el dolor sentido por la pérdida de esta mujer.
Durante su estancia en Roma tuvo Jerónimo una discusión con un
laico llamado Helvidio, quien, fundándose en el Nuevo Testamento (Me
6; Mt 13 ), hablaba de los hermanos y hermanas de Jesús. En el año 383
Jerónimo elaboró un escrito que llevaba el siguiente título: <<Contra Hel-
vidio, sobre la virginidad perpetua de María>>. Las razones y considera-
ciones exegéticas que Jerónimo esgrime contra Helvidio son sustancial-
mente las mismas que las que la Iglesia católica presenta en nuestros días.
De este modo, bien se puede decir que Jerónimo impregnó sustantiva-
mente con su doctrina propia la manera de entender la virginidad de
María hasta el presente. Según él, en María se encuentra el fundamento
de la virginidad para ambos sexos y se manifiesta claramente en ella la
superioridad moral de la virginidad. En realidad, las cosas fueron de otra
manera: se glorificó la virginidad no en razón de la virginidad perenne de

59
María, sino que, dado que en el entorno se magnificaba tanto la virgini-
dad, se hizo de María una virgen perpetua.
En conexión con la discusión de la época en torno a María, hay
que mencionar también a Bonoso, obispo de Sárdica y adepto a Helvidio.
Bonoso, siguiendo a su maestro, sostenía que María, después del naci-
miento de Jesús, llevó una vida matrimonial normal con José y tuvo
otros hijos. Por lo tanto, también el obispo Bonoso rechazó la doctrina
de la virginidad de María después del nacimiento de Jesús. La idea de que
María llevara una vida matrimonial normal era entonces, como lo sigue
siendo hoy ante los ojos de la mayor parte de los celibatarios, algo in-
moral y, por tanto, intolerable. Por ello, el papa Siricio excomulgó al
obispo Bonoso.
En el año 393, Jerónimo escribió en Belén dos obras contra el hereje
Joviniano, quien ponía en duda la integridad de María en el parto y afir-
maba que ante Dios la virginidad no es superior al matrimonio. En di-
chas obras Jerónimo denigró de tal suerte el matrimonio que el yerno de
Paula, el senador Pamaquio, intentó retirar de la circulación los ejem-
plares ya aparecidos. Jerónimo toma, por ejemplo, la frase: «Bien le
está al varón abstenerse de mujer» (1 Cor 7,1) y la considera como la
opinión de Pablo y no, como sería lo correcto, como una reiteración de
la misma pregunta que le presentaron los corintios, y escribe: <<Bien le
está. al varón abstenerse de mujer. Por tanto, debe ser cosa mala tocar
una mujer. Si, pues, todavía se muestra condescendencia con la actividad
matrimonial es por razón de evitar un mal peor. ¿Pero qué valor se
puede conceder a un bien que solamente se permite para evitar lo peor?»
(Contra ]oviniano 1,7). En esta polémica contra el hereje Joviniano,
que había osado colocar al mismo nivel el matrimonio y la virginidad, Je-
rónimo cita una frase de un tal Sixto (que piensa se trata del papa mártir
Sixto 11, t 258) y que originariamente procedía de una colección pagana.
Esta frase de Sixto, que en la Edad Media se atribuyó al mismo Je-
rónimo, habría de convertirse en uno de los estandartes y en una de las
directrices de toda la tradición católica enemiga del placer, incluido el
mismo Juan Pablo 11. La frase de Sixto, y cuyo sentido Jerónimo afinó
aún más, reza desde entonces: <<Quien ama demasiado apasionadamente
(ardentior: con ardor) a su mujer es un adúltero>>. Para avalar la idea Je-
rónimo cita un pasaje del estoico Séneca, que nosotros hemos mencio-
nado ya a propósito de las fuentes no cristianas de la actitud hostil
hacia la sexualidad (Contra ]oviniano 1,49) y que la Edad Media tam-
bién atribuyó a Jerónimo. Tomás de Aquino juntamente con Agustín, la
otra columna de la moral sexual católica, repite el pensamiento: El ma-
trimonio fue instituido para la procreación de los hijos; por ello, quien
ama demasiado apasionadamente a su mujer va contra el bien del ma-
trimonio y puede ser considerado como adúltero (S. Th. IIIII q. 54 a. 8).
Juan Pablo II, en la audiencia que tuvo el 8 de octubre de 1980, reem-
prende la idea de adulterio con la propia mujer y la refuerza (Der Spiegel,
n." 47, 1980, p. 9).

60
El único bien que Jerónimo descubre en el matrimonio, y que se lo
cuenta en una carta a Eustaquia, es el de <<producir vírgenes; yo recojo la
rosa de entre las espinas, de la tierra el oro, de la concha la perla» (Ep.
22,20). Según esto, para él <<en el matrimonio está permitida la procrea-
ción, pero los sentimientos de placer sensual que se experimentan en los
abrazos con las prostitutas son condenables con la esposa» (Comentario
a Eph. IJI,5,25). Jerónimo resalta que, iniciada la concepción, los esposos
deben dedicarse a la oración y no a la intimidad de los cuerpos. Lo que
en el mundo animal está prescrito por la misma ley natural, a saber, que
los animales no se aparean después de la concepción, los hombres lo
deben decidir libremente, y así obtendrán, a través de su abstinencia, el
premio celestial (Comentario a Eph. III,5,25).
Jerónimo ofrece un consuelo a las esposas: <<No niego que entre las
esposas se encuentran mujeres santas, pero lo son sólo si han dejado de
ser esposas, si ellas, incluso en la situación de apremio que comporta el
matrimonio, imitan la castidad de las vírgenes>> (Contra Helvidio 21).
Blaesilla, enviudada a los siete meses de matrimonio, respondió a este
ideal de virginidad y bajo la dirección de Jerónimo se consagró comple-
tamente a Dios, es decir, al celibato. En una carta de consolación que es-
cribió a Paula un mes después de la muerte de Blaesilla, Jerónimo resal-
ta laudatoriamente que <<la pérdida de su virginidad le causó mayor
dolor que la muerte de su marido>> (Ep. 39,1).

(il
Capítulo S

LA PLANIFICACION DE LA FAMILIA EN LA ANTIGÜEDAD:


INFANTICIDIO, ABORTO, CONTRACEPCION

El tema de la contracepción jugó, especialmente a partir de Agustín, un


papel importante, y vigente hasta nuestros días, en la reglamentación que
los celibatarios, hostiles al placer, han elaborado para regular las rela-
ciones matrimoniales. Comoquiera que sobre esta cuestión la doctrina
cristiana se estructuró a partir de la planificación familiar ya existente y
ajena al cristianismo, parece oportuno dar una vista panorámica de la
praxis de la Antigüedad en esta materia. Los métodos seguidos eran: 1)
infanticidio, 2) aborto, 3) contracepción (puede consultarse la obra de
John T. Noonan, Empfdngnisverhütung, 1969).
Sólo a partir del año 374, y a instancias del cristianismo, el infanticidio
fue contemplado por la ley como asesinato. Según Séneca (t 65), por
ejemplo, esta práctica era habitual en Roma, y él mismo consideraba
también razonable ahogar a los recién nacidos que eran enclenques o
presentaban malformaciones (De ira 1,15). Suetonio (nacido hacia el 70
d.C., desconocida la fecha de su muerte) menciona que el abandono de los
recién nacidos quedaba a la voluntad de los padres (Caius Caligula 5). Plu-
tarco (t hacia el120 d.C.), gran historiador griego, refiere en su biografía
de Licurgo (vivió entre los siglos XI y VIII a.C.), fundador de la Constitu-
ción de Esparta, que los recién nacidos eran examinados por los ancianos
de la comunidad y desde la cumbre del monte Taigeto despeñaban a los
niños enfermizos o malformados con el fin de que no resultaran ser una
carga para el Estado. Cuenta, además, que las madres bañaban los recién
nacidos no en agua, sino en vino, convencidas de que los bebés enfermos o
epilépticos no resistían la prueba y morían (Vidas paralelas, Licurgo 16).
Sobre el tema que nos ocupa es especialmente sugerente un pasaje de
Tácito (t 120 d.C.), el adversario de los judíos más significativo de la An-
tigüedad pagana. Su polémica contra los judíos contiene lo más mordaz
que él haya escrito. En la larga lista de reproches que hace a los judíos,
<<esa raza abominada de los dioses>>, les recrimina el no eliminar a sus re-

63
cién nacidos que exceden en número, como tienen costumbre de hacer
otras gentes, en su opinión, sensatas. Este pasaje denota la naturalidad
con la que, en tiempos de Tácito, se mataba, sin sentimiento alguno de
culpabilidad, a los bebés no deseados o tarados. Y señala también que los
judíos llamaban la atención (desagradablemente, en opinión de Tácito)
porque no seguían esta costumbre. Dice textualmente Tácito: <<Para
estar seguro de su pueblo para siempre, Moisés les dio un orden nuevo,
opuesto al seguido por los demás pueblos del resto del mundo. Lo que
para nosotros es sagrado, para ellos carece de valor, y, al contrario,
· ellos permiten lo que para nosotros es impuro ... Ofrecen en holocausto el
buey, que los egipcios veneran con el nombre de Apis, pero prohíben
comer carne de cerdo en recuerdo de la desgracia que les sobrevino en
otro tiempo y que fue causada por la sarna, una enfermedad propia de
este animal». Tácito alude aquí a una supuesta enfermedad de la piel que,
según el sacerdote egipcio Manethon (siglo III a.C.), obligó a los egipcios
a expulsarles del país, interpretación ésta que los egipcios presentan
como propaganda contra la versión de los judíos, que hablan de su libe-
ración de la esclavitud egipcia, gracias a la intervención de su Dios.
Prosigue Tácito: «Y dado que se mantienen obstinadamente unidos
entre sí y se ayudan voluntariamente entre ellos, y odian a muerte todo lo
que no son ellos ... , este pueblo, aunque posea un instinto sexual sin me-
dida, se mantiene alejado de toda relación sexual con mujeres extranjeras,
mientras que entre ellos nada está prohibido. (Obsérvese que Tácito re-
procha a los judíos sus excesos sexuales, lo mismo que más tarde lo
harán los padres de la Iglesia al presentar su ideal de virginidad contra los
judíos carnales, es decir, contra los judíos que rechazaban el celibato. Los
cristianos tomaron el ideal de la virginidad de los mismos paganos de los
dos primeros siglos de nuestra era, no del judaísmo.) Han introducido la
circuncisión como señal de identificación. Sus prosélitos (los conversos al
judaísmo) hacen lo mismo y lo primero que aprenden es a despreciar a
los dioses, a renunciar a su patria y a no tener en cuenta a los padres, a
los niños, a los hermanos y hermanas. Sin embargo, ponen cuidado en
multiplicar el número de sus descendientes, pues juzgan pecado matar a
los recién nacidos. Consideran inmortales las almas de los que sucum-
bieron en el campo de batalla o perecen ejecutados. Aquí está la razón de
su afán de procrear y su desprecio a la muerte ... Los egipcios adoran in-
numerables animales e imágenes fabricadas. Los judíos piensan en un ser
divino único, pero se lo representan sólo en su espíritu. Por eso, no so-
portan ninguna imagen de la divinidad en sus ciudades y menos aún en
sus templos. Tampoco conceden este homenaje a sus reyes ni hacen tales
honores a los emperadores ... El rey Antíoco (siglo 11 a.C.) intentó libe-
rarles de sus locuras religiosas e introducir en ellos el estilo griego de la
vida, pero la guerra contra los partos impidió llevar a cabo una trans-
formación saludable en ese pueblo repugnante>>. Tácito define a los ju-
díos como <<Un pueblo dado a la superstición y enemigo de la religión»
(Historias V,3-13). Además, lo que Tácito encuentra digno de desprecio

64
en los judíos, eso mismo lo alaba en los germanos: <<Limitar el número de
niños o matar al segundogénito se considera pecado y la buena costum-
bre es entre ellos más eficaz que las buenas leyes en otro lugar>> (Germa-
nía, cap. 19). Tácito ve en los judíos un pueblo que ama la guerra porque
cree en la resurrección de sus hombres caídos en combate o ajusticiados,
y, al mismo tiempo, defiende la protección de los recién nacidos.
En una entrevista que el diario alemán Frankfurter Allgemeine hizo,
en el año 1984, al sacerdote católico y polaco Henryk Jankowski, con-
fesor de Lech Walesa y a quien acompañaba siempre en sus encuentros
con el papa, se le preguntó qué cualidades estimaba él más en un hom-
bre. La respuesta fue: virilidad y coraje. A la pregunta: ¿qué cualidades
estima usted más en una mujer?, la respuesta fue: devoción religiosa y
disposición para tener hijos. Coraje viril -y esto significa principal-
mente valor bélico- y tener muchos hijos es el antiguo ideal judío, de-
nunciado por Tácito, y presentado ahora con ropaje cristiano. Por muy
estremecedora que parezca la posición de Tácito, que consideraba la
eliminación de los niños recién nacidos y no deseados como algo que va
de suyo, y por muy agradecidos que debamos estar al judaísmo y al
cristianismo, que cambiaron la conciencia moral a este respecto, es digno
de toda consideración este hecho que llamó poderosamente la atención
de Tácito: que los judíos no tenían nada que decir contra los muertos en
la guerra, pero sí decían algo contra los que limitaban el número de hijos.
Los obispos cristianos de hoy en día, comprometidos, por una parte, con-
tra la píldora y el aborto, y empeñados, por otra, a favor de las armas,
afanados en la defensa de la vida aún no nacida más que en la protección
de la vida ya existente, apenas asombran ya, después de 2.000 años de
cristianismo, por su esquizofrenia. Posiblemente, el pagano Tácito juz-
garía digno de considerar en los cristianos de hoy lo que en otro tiempo
le irritó en el judaísmo: la incoherencia.
Los judíos, pues, se preocuparon, antes que los cristianos, de la vida de
los recién nacidos y se revolvieron igualmente contra el aborto. El judío
Filón de Alejandría, un contemporáneo de Jesús (t aproximadamente
45/50 d.C.), que en estas cosas habla como un padre de la Iglesia, corre-
laciona expresamente el aborto y el infanticidio, y escribe textualmente,
después de haberse despachado contra el aborto: <<Con esta prohibición se
condena igualmente otra grave acción, el abandono de los niños, un cri-
men que está al día entre otros numerosos pueblos debido a su innata hos-
tilidad contra el ser humano>> (Sobre leyes individuales 3,20,110). Filón la-
menta que la práctica del infanticidio esté tan difundida. Existen padres,
nos dice, que estrangulan a sus bebés, o que cuelgan de ellos pesos y les
dejan ahogarse en el agua, o que les abandonan en lugares desiertos para
ser presa de animales salvajes o de aves de rapiña. Estos padres incurren en
el delito de crimen. Su acción criminal es fruto de su deseo de placer, <<pues
son lascivos si se unen a sus esposas no para procrear hijos y perpetuar la
humanidad, sino para satisfacer, como verracos y machos cabríos, supla-
cer libidinal con el acto sexual>> (lbid. 3,20,113).

65
Llama la atención que el judío Filón dirija a los infanticidas paganos
el mismo reproche de voluptuosos que el pagano Tácito hacía, a la in-
versa, a los judíos, que, sin embargo, protegían a los niños (<<entre ellos
todo está permitido», <<SU pasión sexual no conoce medida»). La reduc-
ción de la moral a moral eminentemente sexual fue una concepción es-
toica y gnóstica que se difundió, en la misma medida, entre los paganos,
judíos y cristianos de los dos primeros siglos de cristianismo. Entre los
cristianos esta idea se ha conservado hasta nuestros días y actúa como
parámetro privilegiado para descalificar a los que tienen otras creencias.
La unanimidad del romano Tácito y del judío Filón en acusar de volup-
tuosos a sus enemigos respectivos (los romanos a los judíos, y al revés),
ya sean los que matan a sus bebés o los que no lo hacen, tiene su expli-
cación en el hecho de que en estos dos primeros siglos, y como resultado
de que la aversión hacia el cuerpo es un valor aceptado por todos, si bien
defendido desde sistemas filosóficos diversos, se inicia un modo de pen-
sar que establece dos castas: por una parte, están los que superan la
«concupiscencia>>, entre los cuales se cuentan a sí mismos Tácito como
Filón, y, por otra, figuran los que se entregan a ella y continúan teniendo
hijos, que luego dejarán vivir o no. Ni Tácito ni Filón ni los judíos ni los
paganos pasaron de su desprecio por los voluptuosos a la ascesis total
practicada por los reverendos celibatarios y partidarios de la soltería.
Está inferencia, la de considerar como pertenecientes a una casta inferior
a las personas casadas y las que tienen hijos, ya que pensaban que su es-
tado las hacía ser más pecadoras, y la de contemplar, consecuentemente,
la soltería y la virginidad como un estado superior y más santo, esta ten-
dencia, pues, de los celibatarios a rebajar de categoría a los casados se
convirtió en monopolio de los cristianos.
El cristianismo primitivo toma del judaísmo la prohibición del infan-
ticidio y el rechazo del abandono de los niños. Por lo que hace al abando-
no de los niños, el mártir cristiano Justino (t hacia el 165) escribe: <<No-
sotros hemos aprendido que abandonar los niños recién nacidos es una
mala acción porque hemos visto que casi todos, no solamente las niñas,
sino también los niños, se ven arrastrados a la prostitución>> (Apologías
1,27). Evidentemente, muchos de los niños abandonados fueron recogidos.
<<Además, es de temer que pueda morir el niño abandonado que no es re-
cogido, con lo cual nosotros mismos nos convertimos en asesinos>> (lbid.
29). Lactancia, el padre de la Iglesia que en el año 317 fue llamado por el
emperador Constantino para ser preceptor de sus hijos, escribe en su
obra Instituciones divinas (304-313) a propósito de los paganos: <<Es-
trangulan a sus propios hijos y, si son piadosos, les abandonan>> (5,19,15).
Frecuentemente, el infanticidio y el aborto son considerados unita-
riamente y colocados en el mismo nivel. La carta de Bernabé, escrita en la
primera mitad del siglo II, dice: <<No debes matar el feto con el aborto ni
el recién nacido» (19,5). El filósofo cristiano Atenágoras, en la Apología
en favor de los cristianos que en el año 177 dirigió al emperador Marco
Aurelio, refiere que los cristianos consideran como «asesinas las mujeres

66
que toman medicinas_para abor~ar>> y que <<prohíbe_n abandonar los
niños porque ello eqmvale a asesmarles>> (35). Tertuliano, padre de la
Iglesia, escribe en el año 198 que es práctica habitual entre los paganos
matar a los recién nacidos <<bien ahogándoles, o exponiéndoles al frío, o
al hambre, o a los perros ... Nosotros, en cambio, a quienes se nos ha
prohibido el asesinato de una vez por todas, tampoco debemos destruir el
feto en el seno de la madre ... No hay diferencia alguna entre matar una
vida ya nacida o una vida que va a nacer>> (Apología 9,7 ss.). A finales
del siglo u Minucia Félix, abogado romano y cristiano, se dirige en este
tenor a los paganos: <<Os veo abandonar los hijos recién nacidos a mer-
ced de las fieras salvajes o de las aves, y a veces quitarles la vida estran-
gulándoles cruelmente. Algunas mujeres destruyen en su propio cuerpo
con medicinas el germen de una vida futura y cometen infanticidio antes
de dar a luz» (Octavius 30,2). También Ambrosio (t 397) habla de ase-
sinato en ambos casos: <<Los pobres abandonan sus hijos, los ricos matan
el fruto de su propio cuerpo en su seno a fin de que sus riquezas no ven-
gan repartidas entre muchos herederos, y con bebidas emparentadas
con el veneno letal destruyen los propios hijos en el seno materno. Y se
aniquila la vida antes de ser transmitida>> (Hexaemeron 5,18,58).
El 16 de enero del 318, el emperador Constantino prohibió a los pa-
dres, bajo delito de crimen, matar a los hijos adultos como hasta enton-
ces les estaba permitido en virtud de la patria potestad. Pero habría que
esperar hasta el 7 de febrero del 374, cuando el cristianismo llevaba ya
medio siglo como religión reconocida y privilegiada por el Estado, para
que la eliminación de un recién nacido fuera contemplada por la ley
como asesinato.

Al principio de la era cristiana, a pesar de la defensa que desde siem-


pre hicieron los cristianos del recién nacido y de su lucha contra el abor-
to, ningún cambio se había operado, sin embargo, en las leyes del Estado
relativas al aborto (que, como veremos, tenían por objeto no el derecho
del feto, sino la protección del derecho del esposo y la vida de la madre).
La ley cornelia, que Sila promulgó en el año 81 a.C. contra la adquisición
y distribución de pociones venenosas, afectaba tanto a las bebidas que te-
nían la finalidad de favorecer la virilidad y la fecundidad, como a las con-
traceptivas y abortivas. De acuerdo con esta ley, si un hombre o una
mujer moría después de habérsele administrado estas bebidas, el culpable
incurría en pena de muerte. Esta ley, pues, protegía a los adultos, no al
feto. Y la ley sobre el aborto que emanaron los emperadores Septimio Se-
vero (t 211) y Caracalla (t 217) condenaba al exilio a la mujer que abor-
taba <<porque es deshonroso que una mujer prive a su marido de los hijos
sin recibir castigo alguno>>. En este caso la ley protege los intereses del
marido. No se castigaba, en cambio, a la mujer soltera que abortaba.
Tampoco aquí la ley atendía a la protección del feto en cuanto tal.
Paulatinamente se fue imponiendo la protección del feto, gracias a las
duras críticas que los cristianos hicieron contra el aborto. Para darnos

67
una idea de lo habitual que era la práctica abortiva en el Imperio roma-
no, baste recordar el testimonio, por ejemplo, de Séneca (t 65), quien
alaba a su madre porque, a diferencia de tantas otras mujeres, <<no des-
truyó la esperanza del hijo concebida en su seno» (Ad Helviam 16,1).
Los cristianos, que asumieron la tradición del judaísmo, rechazaron
enérgicamente y desde un principio el aborto. La Didaché, llamada tam-
bién «Doctrina de los doce apóstoles>> y que data de la primera mitad del
siglo JI, habla de <<esos asesinos de niños que marchan por el camino de la
muerte y matan la imagen de Dios en el seno materno>> (5,2). El sínodo
español de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, condenó el aborto
con la pena de excomunión hasta la muerte. En el año 314, el sínodo de
Ancyra dictó penas eclesiásticas de diez años para las mujeres que se en-
tregan a la prostitución y luego destruyen el fruto de sus relaciones. Las
decisiones de este sínodo fueron evocadas frecuentemente en las conclu-
siones de ulteriores concilios de Oriente y Occidente. Las Constituciones
apostólicas, una compilación que viene del siglo IV, condena la destruc-
ción del feto que ya ha tornado forma (7,3,2). Los cánones de san Basilio
(t 379), que sirvieron de orientación a toda la legislación oriental, con-
denaron, sin hacer excepción alguna, a todas las mujeres que practicaban
el aborto independientemente del estado de evolución en el que se en-
contrara el feto. La pena para ellas era la misma que estableció el conci-
lio de Ancyra: diez años de penitencia eclesiástica.

los documentos más antiguos que tenemos relativos a las prácticas


anticonceptivas proviene] de Egipto. Se trata de papiros que datan del
1900 al 1100 a.C. Contienen recetas para elaborar tapones vaginales,
que impregnados bien con goma de acacia y miel y excrementos de co-
codrilo, tienen la misión de bloquear el esperma o destruirlo. El saber r
greco-romano en este asmto va unido principalmente a tres obras: 1) la
Zoología de Aristóteles 1t 322 a.C.), 2) la Historia natural de Plinio
(t 79), que es la mejor y 111ás completa enciclopedia de la Antigüedad, y
3) la Ginecología del médico Sorano de Éfeso, que ejerció en Roma en
tiempos de los emperadores Adriano y Trajano (inicio del siglo n). Esta
Ginecología es la fuente principal de la ciencia contraceptiva en el Im-
perio romano y que se difundió por la Europa medieval a través de los
árabes.
Como métodos anticonceptivos, estos autores mencionan en primer
lugar las pociones. Plini~ nos transmite una sola receta: una poción de
ruda, empleada también como anticonceptivo, cocida con aceite de rosas
y áloe (Historia natural20,51,142-143). Sorano trata de las bebidas
contraceptivas en el apartado que lleva el título <<¿Se pueden usar medios
abortivos y anticoncepti\OS, y cómo?>>. Menciona tres pociones que im-
piden la concepción: unamezcla de jugo de apopónaco, semillas de ruda
y jugo cirenaico envuelrD con cera y servido con vino. También una
mezcla de semillas de al~elí amarillo, mirto, mirra y pimienta blanca,
todo ello diluido en vin~. Debe tomarse durante tres días consecutivos.
La tercera receta es una mezcla preparada con ojimiel, semillas de ma-
trona! y pastinaca. Sorano recomienda prudencia en su empleo, «ya que
estas medicinas no solamente impiden la concepción, sino que destruyen
también lo ya concebido>>, Si bien estos medios podían provocar el abor-
to, se utilizaban principalmente para impedir la concepción. Advierte So-
rano que el uso de estos preparados puede causar grandes dolores de ca-
beza, trastornos digestivos y vómitos (Ginecología 1,19,60-63).
El segundo método utilizado en la Antigüedad consistía en impedir
que el esperma alcanzara el útero. Pensaba Aristóteles que se podía difi-
cultar la concepción consiguiendo que el cuello del útero estuviera res-
baladizo, <•por ello, algunas personas untan el cuello del útero con acei-
te de cedro, pomada de Saturno o pomada de incienso y aceite de oliva»
(Zoología 7,3,583a). Sorano recomienda una mezcla de aceite viejo de
oliva, miel, jugo de balsamea o de cedria, que se introduce en el útero.
Según él, es también eficaz colocar en el útero lana suave o lana empa-
pada de vino en el cual previamente se ha disuelto corteza de pino y ta-
nino de zumaque (Ginecología 1,19,61 ss.).
Un tercer método anticonceptivo consistía en el uso de una pomada
con la que se untaba el miembro viril. Con ello, se pretendía matar el es-
perma o cerrar el útero, a la manera como actúa el pesario, en el mo-
mento de penetrar en la vagina. Plinio recomienda goma de cedro (His-
toria natural 24,11,18).
Además de estos métodos se podían aprovechar los períodos estériles
de la mujer. La escuela de Hipócrates del siglo V a.C. había llegado a la
conclusión de que la mujer, inmediatamente después de la menstruación,
entraba en un período de fertilidad (Las enfermedades de la mujer 1,38).
La misma opinión la compartía Sorano. Dice expresamente: «El útero, en
el cual se ha acumulado durante la menstruación mucha sangre, puede li-
berarse de ella con facilidad, pero no está en condiciones de recibir el
semen y retenerlo». Piensa también que algunas mujeres pueden concebir
durante la menstruación, sin embargo, «consideraciones de carácter
científico nos llevan a concluir>> que los tiempos de la menstruación no
son los más apropiados para la concepción. Tampoco el tiempo previo a
la menstruación es el más apropiado, porque el útero en esos días asume
otras sustancias y, por ello, se indispone para recibir el semen. Para So-
rano el mejor tiempo para la concepción es el que sigue inmediatamente
a la menstruación (Ginecología 1,1 0,36).
Un tema muy socorrido en la Antigüedad era el que versaba sobre la
euteknia, es decir, cómo conseguir una descendencia bella y sana. En
la euteknia un elemento importante es, en primer lugar, la edad de los
padres. Para Platón la edad ideal en el varón se sitúa entre los treinta y
los treinta y cinco años, mientras que la edad propicia de la mujer va de
los dieciséis a los veinte años. Aristóteles, por su parte, aconseja <<matri-
moniar las chicas a los dieciocho años, y los varones a los treinta y siete
o un poco antes>>. Jenofonte elogia la legislación de Licurgo (autor de la
Constitución espartana) y las medidas adoptadas para que los padres, go-

69
zando de buena salud, tuvieran una descendencia sana. Las chicas que
deseaban llegar a ser madres tenían que abstenerse de beber vino, a no
ser mezclado con agua. Deberían también practicar el deporte: Licurgo
organizó <<competiciones de carrera y pruebas de fuerza entre las mujeres
iguales a las establecidas para los varones>>. Para asegurar esta descen-
dencia bella y sana el mejor momento, según la opinión de Sorano, es el
inmediatamente posterior a la menstruación. Y, por el contrario, la peor
descendencia es la que sobreviene a una relación habida inmediatamen-
te antes de la menstruación. Lo mismo que el estómago cuando está
lleno su tendencia es a vomitar para liberarse del alimento, al útero le su-
cede igual cuando está lleno de sangre. Sin embargo, después de la mens-
truación el útero vuelve a tener apetito. Esto se manifiesta en la tendencia
peculiar que las mujeres sienten a tener relaciones en ese tiempo. Es in-
teresante observar, de pasada, cómo, en función del conocimiento cien-
tífico sobre el momento de más alta fertilidad, se convence a las mujeres,
o se convencen a sí mismas, del momento máximo de su libido. Cuando
el cardenal Frings reunió en Colonia, el día 16 de septiembre de 1968, a
los decanos y profesores de la enseñanza superior de la diócesis para pre-
sentarles de manera más apetitosa la encíclica Humanae vitae (la encí-
clica de la píldora), uno de los argumentos que utilizó para demostrar
que el acto marital es, por naturaleza y antes de nada, un acto de pro-
creaCión se fundamentaba en esto: durante el tiempo de fecundidad la li-
bido de la mujer alcanza su punto máximo. La opinión del cardenal
coincide en esto con la de Sorano de Éfeso. Como quiera que, en el en-
tretanto, la ciencia tiene un conocimiento de las fases de la fecundidad de
la mujer que difiere del propuesto por Sorano, habrá que pensar que
también se ha desplazado el momento de máxima libido femenina fijado
por la naturaleza. Parece, pues, evidente que la libido de la mujer varía
con los cambios del conocimiento científico. Cuando se llega a tales ex-
tremos, hay que pensar que eso de las fechas de libido máxima en la
mujer es un invento de los moralistas y que son las mismas mujeres las
que, de suyo, potencian el deseo en ese preciso momentoen el que la fe-
cundidad lo aconseja o lo prohíbe, caso de que la mujer no desee des-
cendencia: también la inhibición puede enardecer el deseo.
Digamos, para terminar, que la Antigüedad tuvo también conoci-
miento de los amuletos. Sorano los rechaza con total animadversión
(Ginecología 1,19,63), pero su opinión no pudo combatir la confianza,
ampliamente difundida, que las gentes tenían puesta en l~s amuletos. Pli-
nio aconseja a las mujeres <<en cuyo derredor pululan los hijos y que, por
esta razón, su fecundidad necesita verse frenada>>, que lleven un amuleto
fabricado con una determinada especie de araña y fijadCJen un trozo de
cuero de ciervo. La mujer se lo ha de colgar al cuello antes de la salida
del sol (Historia natural 29,27,85).
En los tratados científicos de los autores griegos y romanos no se
menciona el coitus interruptus, bien porque era algo evidente o porque se
aconsejaban medios que prevalentemente debería empl~ar la mujer.

70
Las pociones contraceptivas, dado que tenían también efectos abor-
tivos, causaron muchos problemas a la medicina antigua. Sorano, el
autor más importante en este campo, escribe que él se encontraba con
esta dificultad cada vez que aconsejaba una poción. Como quiera que es-
taba fuertemente influenciado por la Estoa, sus criterios relativos a la au-
torización del aborto son rigurosos: lo permitía solamente en el caso de
que el parto representase un peligro para la madre. Prefería la contra-
cepción al aborto (Ginecología I, 19,60).
Sorano gozaba también de una gran estima en la época cristiana del
Imperio romano. Tertuliano, padre de la Iglesia, utiliza una de sus obras.
El mismo Agustín, gran enemigo de la contracepción, le califica de «muy
noble autor médico» (Contra ]ulianum 5,14,51). Y el alto dignatario
Aecio, médico cristiano de la corte del emperador y legislador Justiniano
(siglo VI}, que también era cristiano, enumera y recomienda los medios
contraceptivos señalados por Sorano. Este dato revela que los cristianos
de los primeros siglos eran más libres, en el tema de la contracepción, que
los católicos de hoy. El médico Aecio, que estaba casado, enjuiciaba
menos rigurosamente la contracepción de lo que lo hicieron los célibes
padres de la Iglesia, por ejemplo, Crisóstomo y Jerónimo.
Crisóstomo habla de los esposos que no desean tener hijos y que, por
ello, «matan los recién nacidos>> o «impiden el inicio de la vida•> (Hom.
28 sobre Mt 5). No es fácil saber si con la expresión <<impiden el inicio
de la vida>> se está refiriendo a la contracepción o al aborto. Pero hay
otro pasaje en el que sí habla claramente de la contracepción. Lo hace
cuando se dirige a los maridos cristianos <<que desdeñan a sus esposas y
buscan prostitutas>>. A ellos les hace esta reflexión: «¿Por qué esparces tu
semilla allí donde el campo tiende a destruir el fruto, donde se hace uso
de todos los medios para impedir la gestación, donde el asesinato se
comete antes del nacimiento? Tú haces que la prostituta, sin dejar de ser
prostituta, se convierta, además, en asesina ... En esta actitud hay, en
realidad, algo que es más grave todavía que el asesinato y que yo no sé
qué nombre darle, pues estas mujeres no matan lo que ya ha tomado
forma, sino que impiden que pueda adquirir forma. ¿Desprecias el don
de Dios y te enfrentas a sus leyes? ¿Quieres hacer de la antesala del na-
cimiento la antesala de la matanza? La mujer, creada para propagar la
vida, se convierte, a través de ti, en instrumento de homicidio. Pues,
para poder ser utilizada siempre y siempre deseada por sus amantes, para
poder sacarles más dinero, se ve a sí misma dispuesta a tal matanza y,
con ello, prepara tu propia perdición. De hecho, aunque la perdición
surja de ella, eres tú quien tiene la culpa. Además, de ahí viene la idola-
tría. Muchas de esas mujeres, para aparecer más bellas, usan encanta-
mientos, brebajes, filtros amorosos, pociones venenosas y otras innume-
ra bies cosas. A pesar de tal infamia, del asesinato y la brujería, este
asunto a muchos hombres les parece inofensivo, incluso, a muchos hom-
bres que tienen esposas. Y de estas últimas surge toda una fuente d.e
males, pues entonces se preparan venenos no para el seno de la prosti-

71
tuta, sino para la esposa ofendida ... Guerra sin término, luchas sin pausa
y discordia están a la orden del día» (Homilía 24 sobre la carta a los Ro-
manos). En esta descripción bélica, Crisóstomo, llevado de su retórica, se
desorbita cuando califica la contracepción de <<asesinato, peor que un
asesinato», pues ningún pensador griego o romano ha equiparado el
semen con el mismo hombre.
En el mundo antiguo prevaleció más bien la visión de Aristóteles,
según la cual el feto masculino recibía el alma cuarenta días después de la
concepción, mientras que el feto femenino se veía animado sólo después
de noventa días. Anteriormente el feto tenía un alma vegetativa y, poste-
riormente, un alma animal (Zoología 7,3,583b). Esta diferencia temporal
en la formación del alma, según se trate del varón o de la mujer, no es una
cuestión meramente cuantitativa de tiempo, sino también una diferencia
cualitativa del ser del varón, pues en esta diferencia se está expresando
que el alma pertenece más al varón que a la mujer. El alma, es decir, el ser
específicamente humano, es algo masculino antes que femenino.
El Antiguo Testamento descansa sobre la idea similar de la inferiori-
dad de la mujer. Según el Levítico (12,1-5), la mujer permanece impura
durante cuarenta días después del nacimiento de un niño, y ochenta si ha
dado a luz una niña. María, después del nacimiento de Jesús, permaneció
impura durante cuarenta días (Le 2,22). Si hubiera tenido una hija, hu-
biera permanecido impura durante ochenta días. Los noventa días, que
según Aristóteles preceden a la formación del alma en la mujer, y los
ochenta días de impureza del Antiguo Testamento se funden en la tradi-
ción cristiana, al fijar al feto femenino ochenta días antes de poder reci-
bir el alma.
Dentro de esta concepción del alma que se une al feto tardíamente,
no cabe hablar de <<asesinato>> ni en el caso de la contracepción, ni tam-
poco en el caso del aborto prematuro. Agustín, remitiéndose a la biología
aristotélica, sostiene que el alma no puede vivir en un cuerpo que aún no
está formado, de manera que en este caso no es posible hablar de asesi-
nato (Locutiones de Exodo 21,80). Jerónimo, en una carta a Algasia,
dice casi lo mismo: <<El semen va tomando forma poco a poco en el útero
materno y su destrucción no puede considerarse como asesinato hasta
que cada uno de los elementos adquiera su forma exterior y sus miem-
bros» (Ep. 121,4). Sin embargo, Jerónimo cae en la inconsecuencia y
exageración de hablar de asesinato cuando se refiere a la contracep-
ción. Así, en una carta a Eustaquia da la alarma cuando habla de algunas
vírgenes consagradas a Dios: «Algunas toman pociones para hacerse
estériles y cometen un homicidio antes de la concepción misma de un ser
humano. Otras, cuando se percatan de las consecuencias de un paso
mal dado, intentan, a través de brebajes envenenados, provocar el abor-
to, con lo cual ellas mismas son, frecuentemente, sus propias víctimas y
se dirigen al infierno como asesinas en un triple sentido: como suicidas,
como adúlteras frente a su esposo celeste Cristo y como asesinas del hijo
al que no permitieron nacer>> (E p. 22,13 ).

72
Capítulo 6

SAN AGUSTIN

Agustín (t 430), el más grande padre de la Iglesia, fue quien consiguió


fundir en una unidad sistemática el cristianismo con la repulsa al placer
y a la sexualidad. Su influencia en la doctrina moral sexual del cristia-
nismo está fuera de toda duda y fue decisiva para que Pablo VI (1968) y
Juan Pablo II (1981) condenaran la píldora. Para hablar de la aversión a
la sexualidad hay, pues, que hablar de Agustín. Él es el pensador que, en
el ámbito de la teología, ha señalado el camino no solamente a los siglos,
sino a los milenios que le siguieron. La historia de la ética cristiana de la
sexualidad se verá plasmada por él. Las concepciones de Agustín influ-
yeron decididamente en los grandes teólogos de la Edad Media como,
por ejemplo, Tomás de Aquino (t 1274 ), y en la corriente jansenista, ese
movimiento renovador de una austera pruderie que se extendió en Fran-
cia por los siglos XVII y XVIll. La autoridad de Agustín en el campo de la
moral sexual fue tan dominadora que es preciso exponer detalladamen-
te su pensamiento. Como sucede a muchos neuróticos, escinde el amor de
la sexualidad. «El funesto proceso de desexualización del amor en Occi-
dente, en Europa, está llevado adelante de manera decisiva por Agustín»,
escribe el historiador vienés Friedrich Heer (Gottes erste Liebe, pp. 69
y 71).
Agustín, el gran forjador de la cosmovisión que contempla unitaria-
mente Dios, el mundo y el hombre, vigente todavía en el cristianismo ac-
tual, fue quien añadió un nuevo elemento a la repulsa de la sexualidad,
que, por lo demás, llenaba ya los escritos de los padres de la Iglesia an-
teriores y próximos a él: el miedo a la sexualidad, un miedo, a la vez,
personal y teológico. Agustín vincula estrechamente y desde una pers-
pectiva teológica la transmisión ~el pecado original, que desempeña un
papel tan importante en su doctrina sobre la redención, y el placer que
acompaña al acto sexual. Pecado original significa para él muerte eterna,
condenación para todos aquellos que no son redimidos, por la gracia de
Dios, de la massa dannata, de la masa de los condenados, a la cual per-
tenecen todos los hombres por el mero hecho de nacer. Pero, según
Agustín, no todos los hombres, en absoluto, son redimidos, no lo son,
por ejemplo, los niños que mueren sin haber recibido el bautismo.
Agustín insiste de tal manera en la condenación de los niños no bau-
tizados que su adversario, el obispo Julián de Eclano y partidario de la
doctrina pelagiana, le atacó con acritud: <<Tú, Agustín, estás muy lejos de
cualquier sentimiento religioso, lejos del pensar civilizado y lejos, inclu-
so, de la sana razón si piensas que tu Dios es capaz de cometer crímenes
contra la justicia que ni siquiera los bárbaros podrían imaginarse>>. Y ca-
lifica al Dios de Agustín de «perseguidor de recién nacidos, que arroja a
diminutos lactantes al fuego eterno>> (Agustín, Opus imperfectum contra
]u/ianum 1,48).
Agustín, en uno de sus sermones, cuenta a la comunidad creyente la
siguiente historia: Un niño muere cuando aún frecuentaba la catequesis
bautismal, siendo, pues, un catecúmeno que se preparaba para recibir el
bautismo. Su madre, temerosa de su condenación eterna, llevó el cadáver
del niño y lo colocó sobre la tumba de san Esteban. El niño resucitó para
poder ser bautizado y murió de nuevo, con la seguridad ya de haber evi-
tado la «segunda muerte», es decir, el infierno (Serm. 323 y 324).
El ilustre profesor de teología de París Juan Beleth (t hacia el 1165)
prohibió que se llevaran a la iglesia para celebrar los funerales a las
mujeres fallecidas durante el embarazo, porque el niño que llevaban en el
seno aún no estaba bautizado. Más aún, antes de enterrar su cuerpo en la
tierra santa del cementerio había que extraer al niño del cuerpo de su
madre y enterrarle fuera del campo santo. Por suerte, esta piadosa cos-
tumbre no era usual por doquier. Las leyes eclesiásticas de Noruega, por
ejemplo, prohibieron realizar tales prácticas sobre el cadáver de la mujer
encinta fallecida (Browe, Sexualethik, p. 23). Pero precisamente esta
prohibición manifiesta la difusión que tuvo esa horrenda consecuencia
derivada de la doctrina agustiniana sobre el pecado original.
Pelagio y Julíán de Edano entraron en la historia de la Iglesia como
grandes herejes. Agustín, sin embargo, a pesar de su inhumana doctrina
en este punto, ha conti11uado siendo hasta nuestros días una poderosa
fuerza espiritual, si bien en la actualidad, poco a poco y en contra de su
doctrina, se comienza a admitir en el cielo a los niños no bautizados. No
hace tanto que Karl Rahner preguntaba: «¿Era falso todo lo que Pelagio
y Julián de Eclano objetaban a un Agustín que aparentemente triunfaba
sobre ellos en todos los campos, o, por el contrario, no se han ido car-
gando de razón en muchos aspectos, en una lenta evolución que llega
hasta nuestros días?>> (1heologie der Gegenwart, 1977, 2, p. 76).
Aparte de la catástr~fe que representa la errónea y supersticiosa teo-
ría de la condenación dt los niños no bautizados y que la Iglesia asumió
oficialmente hasta hace ~oco tiempo, y que, en gran parte~ continúa
aún defendiendo, hay otra doctrina del mismo Agustín que ha tenido
igualmente consecuencias desastrosas. Se trata de la doctrina relativa al

74
modo y manera en la que el pecado original se transmite a los niños, es
decir, a todos los hombres. Agustín constata que cuando los primeros
hombres desobedecieron a Dios y comieron del fruto prohibido, «se
avergonzaron de sí y cubrieron sus partes sexuales con hojas de higuera».
Y concluye: «he ahí de dónde» (ecce unde). Él piensa que lo que trataban
de ocultar era el lugar por donde entró el primer pecado (Serm. 151,8).
Según Agustín, ha sido la relación sexual o, más exactamente, el placer
inherente a la relación sexual el que transmite el pecado original y con-
tinúa transmitiéndolo de generación en generación. <<Cristo fue concebi-
do y engendrado sin placer carnal alguno y, por ello, permanece libre de
toda mancha procedente del pecado original» (Enchir. 13,41).
Hoy día, que vivimos en una época dominada por el pánico de que-
dar afectados de muerte por el sida, propagado por el contacto sexual,
podemos imaginar muy bien lo que pudo significar la conciencia de
contaminar al niño con el pecado original a través del placer inherente al
acto sexual. Esta vinculación entre pecado original y placer sexual se
abandonó definitivamente sólo en el pasado siglo. Por ello, la definición
dogmática de la «inmaculada concepción de María>> sólo podía tener
lugar en el 1854. El hombre moderno conoce, sobre todo, este dogma
porque generalmente lo confunde con la concepción virginal. Muchos
creen que el dogma de la inmaculada concepción se refiere a ese mo-
mento en el que María concibió a Jesús por obra del Espíritu Santo,
cuando, en realidad, se refiere al instante en el que María fue concebida
en el seno de su propia madre sin pecado original. Mientras se mantenga
con Agustín la transmisión del pecado original a través del acto sexual,
no se puede hablar de una concepción de María libre del pecado original.
Para Agustín, solamente Jesús estaba libre del pecado original porque él
vino al mundo sin mediar acto sexual alguno. Y al revés: para que Jesús
pudiera estar libre de pecado original, debería nacer, según la dialéctica
del pensamiento agustiniano, de una virgen.
Bernardo de Claraval, apasionado devoto de María, se opuso deci-
didamente, en el año 1140, a la organización de una fiesta en Lyon
para venerar la inmaculada concepción de María. Afirmar que María ha-
bría sido preservada del pecado original significaría que María no habría
nacido de una unión sexual normal; significaría que también para María
habría que admitir una concepción virginal.
Agustín, el padre de un milenio y medio de miedo a lo sexual y cuya
aversión a lo sexual continúa ejerciendo su influjo incesante, supo dra-
matizar tan exasperadamente el miedo al placer sexual, y unir de tal ma-
nera el placer y la condenación, que cuando se pretende pensar como él,
uno se siente atrapado entre pesadillas. Gravó el matrimonio con una tal
hipoteca moral que no es extraño que el hombre, sobrecargado anor-
malmente, haya reaccionado enérgicamente contra toda la moral cris-
tiana de la sexualidad.
La conversión de Agustín en el año 387 fue una desgracia para los es-
posos, por muy importante que haya sido para la teología. Se preparó

75
para esta conversión despidiendo, cuando Agustín cuenta veintinueve
años, a la mujer con la que había vivido desde los dieciséis o, tal vez, die-
cisiete, y de la cual tuvo un hijo a los diecisiete años, a quien puso el sig-
nificativo nombre de Adeodato (dado por Dios). Retuvo consigo al hijo,
que entonces tenía doce años. A esta mujer («a quien me llevó mi in-
contenible pasión, pero la única, sin embargo, a quien amé>>), Agustín no
la menciona nunca por su nombre, ni siquiera cuando habla de ella en las
Confesiones. Cuando Agustín la abandona, ella le jura eterna fidelidad.
Su relación con ella la califica de <<unión quebradiza de amor impuro, de
donde nacen hijos no deseados, si bien después nos sentimos llevados a
amarles» (Confesiones IV,2).
La observación minuciosa practicada para evitar la concepción y la
gran atención que prestaba a los días infecundos de su compañera, si
bien un error de cálculo le trajo como regalo a Adeodato, se transfor-
maron, después de su conversión, en una lucha fanática contra cualquier
contracepción. Si se cuidaba tanto de evitar los riesgos de un embarazo,
ello obedecía, en parte, a que no quería desposar a la mujer con la que
convivía porque no era la adecuada a su rango. Sobre todo su madre,
Mónica, la muy santa, hacía sus intrigas contra la unión y se las arregló
para enviar a Africa a la amiga de su hijo. Mónica preparaba para Agus-
tín el matrimonio con una mujer de rango social más apropiado para él.
Dado que la rica novia que Mónica había elegido no estaba aún en
edad de casarse y que Agustín debería esperar hasta entonces un par de
años, Agustín se agenció otra amante. <<Cuando ésta -que en cierta
medida era como un impedimento para mi matrimonio-- fue arrancada
de mi lado, esta con la cual compartí el lecho, mi corazón, preCisamente
porque estaba colgado de ella, estaba hondamente herido y echaba san-
gre. Ella volvió a Africa y te hizo, Señor, la promesa de no conocer otro
varón. El hijo que tuve con ella se quedó conmigo. Pero yo, miserable, fui
incapaz de imitar a esta mujer. Dado que solamente después de pasados
dos años podría recibir a la que había pedido, yo, nada amante del ma-
trimonio, sino esclavo del placer, no quise saber nada de este plazo. Por
esta razón me agencié otra ... Pero la herida que se había hecho por la se-
paración de la primera, no se curaba, sino que tras un ardor y dolor
agudo comenzaba a pudri.rse. Pero cuanto menos dolía, menos esperan-
za había» (Confesiones V1,15,25).
Después de la conversión, la mala conciencia que experimentó al
reconocer su propia infidelidad hacia la mujer amada que abandonó se
transformó en un desprecio siempre creciente hacia el amor sexual. No
era él tan culpable, por muy culpable que también él se sintiera, sino el
deseo malo del acto sexual. El pesimismo de Agustín en el ámbito de la
moral sexual es una represión continuada de su mala conciencia, y su
fobia hacia las mujeres es el encuentro permanente con la causa res-
ponsable de su fracaso personal.
El rechazo que Agustín siente a tener hijos no guarda solamente re-
lación con el hecho de que él no quería casarse con la mujer con la que

76
vivía (no se puede decir que Agustín no podía casarse «por razones jurí-
dicas», como algunos teólogos han pretendido hacer creer para justificar
el comportamiento del padre de la Iglesia), sino, sobre todo, con el dato
de que él, durante sus relaciones con esta mujer, pertenecía a la secta
gnóstica de los maniqueos, muy difundida en los medios cultivados,
pero prohibida por el Estado romano, ya que propugnaba el boicot a los
nacimientos. Fundado por el persa Manes (nacido en el 216), el mani-
queísmo es, después del cristianismo y antes del islam, la última gran re-
ligión aparecida en Oriente. Manes se calificaba a sí mismo como el
Espíritu Santo anunciado por Jesucristo. Predicaba que la tierra era <<el
reino de las tinieblas infinitas>> creado por el demonio y que la procrea-
ción es obra del demonio porque el hombre es una partícula de luz que se
encuentra prisionera en un cuerpo engendrado por demonios. Los ma-
niqueos rechazaban el Antiguo Testamento, como lo hicieron antes que
él y después que él los gnósticos rigurosos, ya que pone en relación a un
Dios bueno con la creación del mundo, siendo así que el mundo y la ma-
teria proceden de demonios perversos. Exigían los maniqueos a sus <<ele-
gidos», a sus miembros más perfectos, una vida de ascesis total. Pero so-
lamente algunos estaban en condiciones de hacerlo. La mayor parte de
sus adeptos pertenecían, como Agustín, a una clase inferior, al grupo de
los simples «oyentes>>, es decir, al grupo integrado por miembros que es-
taban casados o que, como Agustín, vivían con su amante, pero que
estaban obligados a impedir el <<encarcelamiento>> del hombre espiri-
tual, es decir, a no procrear. Después de su conversión, Agustín pasa de
la defensa del placer y del rechazo de la procreación, características de su
etapa maniquea, a la defensa de la procreación y al rechazo del placer: el
maniqueo se ha hecho cristiano. En cierto sentido, pasó, de golpe, de ma-
niqueo de segunda clase a maniqueo de categoría superior: pues en la
magnificación que se hace del celibato, tomando como punto de refe-
rencia los simples creyentes casados (con procreación para los cristianos,
con contracepción para los maniqueos), cristianos y maniqueos están de
acuerdo. Si el maniqueísmo tuvo en tiempos de Agustín una difusión tan
amplia, se debió, sin duda, a que proponía el mismo ideal de virginidad
que el cristianismo. Muchos, incluso, consideraban el maniqueísmo co-
mo una forma de cristianismo más elevado.
Agustín se ocupa de la filosofía neoplatónica, en especial de Plotino,
cuando vive una época de insatisfacción con su segunda amante. La
huida gnóstica delmundo y la conciencia del valor nulo de todo se en-
cuentran en Plotino en conexión con el conocimiento de un Dios verda-
dero y bueno. El mal no se concibe, como sucede en la gnosis genuina y
en el maniqueísmo, a partir de un principio autónomo malo, sino como
distanciamiento de un principio verdadero y bueno. La tendencia neo-
platónica de Agustín a desprend(rse de toda afección mundana y a pres-
cindir del amor a cualquier cosa terrena y la atención que presta a un
Dios único verdadero reciben su orientación definitiva hacia un cristia-
nismo que huye del mundo graóas a una visita fortuita. Un día le va a

77
ver Ponticiano, un amigo suyo de África, quien le habla del primer
monje, el egipcio Antonio (hacia el 300), cuyo estilo de vida, dado a co-
nocer por la biografía que de él escribió el padre de la Iglesia Atanasia
(t 373), se difundía cada vez más por Occidente y contaba con numero-
sos seguidores. Agustín quedó hondamente impresionado. Y cuan-
do marchó Ponticiano, le dice a su amigo Alipio: <<¿Has oído? Gente in-
culta se levanta y arrebata el cielo para sí, y nosotros, con nuestro saber,
nos movemos, sin entrañas, en la carne y en la sangre» (Confesiones
VIII,8,19). Sigue luego la célebre escena del jardín, en Milán, en el año
386, con la conversión inmediata de Agustín al cristianismo. Esta con-
versión hay que inscribirla en el proceso de acallar la voz de su infideli-
dad colocándose a favor de una entrega a la ascesis o, más exactamente,
desvalorizando el matrimonio cuando a éste se le compara con el celi-
bato.
En el jardín Agustín escucha la voz de un niño que canta: <<Toma y
lee>>. Él toma la Biblia, que está abierta en el jardín, y lee: <<Como en
pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras;
nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos
más bien del Señor jesucristo y no os preocupéis de la carne para satis-
facer sus concupiscencias>> (Rom 13,13 s., versión según la Biblia deJe-
rusalén). La descripción del enemigo es clara: la lujuria, el placer malo, la
pasióp sexual, el ardor de la carne. Agustín comenta textualmente: <<De-
saparecieron todas las oscuridades que acompañaban mis dudas ... Tú me
convertiste a ti de tal modo que ya no codiciaba esposa alguna ni nin-
guna de esas otras cosas en las que la esperanza del mundo pone su aten-
ción>> (Confesiones VIII, 12,3 O).
La conversión de Agustín al cristianismo, ese giro suyo que va de la
aprobación del placer a su condena, cristalizó en la clasificación de la
mujer como artículo de placer y en el desconocimiento de su cualidad de
compañera de la vida. Y esta perspectiva, desde la que se margina a la
mujer, la mantienen todavía hoy los celibatarios. El sábado santo del año
387, Agustín, juntamente con su hijo Adeodato, reciben el bautismo de
manos de Ambrosio, predicador entusiasta del celibato y por quien
Agustín sentía gran veneración. Tres años más tarde, y a la edad de die-
ciocho años, muere Adeodato, ese hijo arrancado del lado de la madre, a
quien Agustín amaba mucho y que, según expresión suya, <<había en-
gendrado en el pecado>> (Confesiones IX,6, 14 ).
Casi en todos los manuales católicos se puede leer que Agustín de-
fendió, como creyente cristiano, <<la santidad del matrimonio>> frente a la
concepción de los maniqueos. Pues bien, esta afirmación hay que corre-
girla diciendo: lo que defe11dió contra los maniqueos fue simplemente la
procreación. Ningún padre de la Iglesia ha entendido nunca qué sea el
matrimonio, y Agustín, menos que nadie. Agustín no lo entendió cuando
era maniqueo y vivía con su amiga, y menos aún cuando, una vez con-
vertido, se hizo monje y le eligieron obispo.
El método anticonceptivo utilizado por los maniqueos y contra el

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cual Agustín, después de su conversión, descargó toda su cólera es el
único método que hoy goza de las bendiciones de la Iglesia. El sínodo de
Roma de 1980, que rechazó enérgicamente cualquier forma de contra-
cepción, autorizó únicamente este método. La prensa se hizo eco de
ello. Los telediarios de entonces y el programa televisivo <<Temas del día>>
presentaban un matrimonio católico (especie Knaus-Ogino-mucosidad
cervical-esposos modelo), por el cual el papa Juan Pablo II se había de-
jado aconsejar personalmente. No tenemos nada que decir aquí contra
este método, solamente recordar que Agustín, a diferencia del papa, no
habría considerado a esos esposos como modelo de pareja, sino que les
habría denunciado como <<pareja adúltera y prostituida>>. De hecho
Agustín se dirige a los maniqueos en estos términos: <<¿No nos habíais
advertido anteriormente observar, en lo posible, los días que siguen a la
purificación mensual, ya que es de esperar que entonces la mujer quede
fecundada, y abstenernos, en ese tiempo, de la relación marital con el fin
de evitar que un alma quede encarcelada en la carne? De todo esto se de-
duce que estáis convencidos de que el matrimonio no tiene como finali-
dad procrear hijos, sino satisfacer la concupiscencia>> (La moral de los
maniqueos 18,65).
La medicina del tiempo de Agustín estaba convencida de que la fase
de mayor fecundidad de la mujer es la que sigue inmediatamente a la
menstruación; por eso, Agustín, de acuerdo con la moral maniquea,
prestaba especial atención a esos días fecundos. En otro lugar se expresa
de manera todavía más clara. Dice así: <<Lo que más aborrecéis en el ma-
trimonio es tener hijos y con esto lo que conseguís es que vuestros adep-
tos "oyentes" sean adúlteros con sus propias esposas, ya que están aten-
tos a que sus mujeres no conciban cuando tienen relaciones maritales con
ellas ... No quieren tener hijos, cuando únicamente en vistas a ellos se ha
instituido el matrimonio. ¿Por qué no prohibís el matrimonio ... dado que
elimináis de él lo que verdaderamente le constituye? Si se descartan los
hijos, los esposos no son más que vergonzosos amantes, las esposas son
prostitutas, los lechos conyugales son burdeles y los suegros son los
chulos» (Contra Fausto 15,7).
El papa Juan Pablo 11, en la audiencia general que tuvo en Roma el
día 8 de octubre de 1980, habló del adulterio que se perpetra en el ám-
bito conyugal con la propia mujer, y lo hizo en la misma línea del agus-
tinismo, tomismo, jeronimismo, estoicismo, filonismo, es decir, y en
breve: desde la perspectiva de la hostilidad hacia el placer. Pero el papa
no condenó, como hizo Agustín en su tiempo, a aquellas personas que
utilizan el método de los días infecundos de la mujer, sino sólo a aquellas
que hacen uso de los así llamados métodos <<no naturales>>. Al método
que se basa en los ciclos de la mujer el papa lo define como <<natural>>.
Sobre este punto, el papa no puede apoyarse en Agustín, puesto que
Agustín se sublevó expresamente contra ese método que él mismo había
utilizado cuidadosamente. Si Agustín le definió como el «método de los
chulos>>, el papa, en su instrucción Fan-ziliaris consortio, no solamente no

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le pone en la lista de los «contraceptivos>>, sino que, además de distin-
guirle de todos los otros métodos inmorales, hace alabanzas de él: «La
opción por los ritmos naturales conlleva la aceptación de los tiempos de
la persona, de la mujer, y, con ello, la aceptación del diálogo, del respe-
to mutuo, de las responsabilidad recíproca>>, Eso significa: <<vivir el
amor personal en su exigencia de fidelidad>>.
Sólo cuando se refiere a los demás métodos contraceptivos, el papa se
encuentra de nuevo con Agustín y habla de «falsificación de la verdad in-
terior del amor conyugal>> porque en tales métodos <dos planes de Dios
quedan a merced de la arbitrariedad y manipulan y empobrecen la se-
xualidad humana>>. Juan Pablo II, en su Familiarís consortio, inculca a
los teólogos <<elaborar y profundizar la diferencia antropológica y, a la
vez, moral existente entre los métodos anticonceptivos y el recurso a los
períodos de la mujer>>. Ante este cometido que el papa les reclama, los te-
ólogos tienen que sentirse como abrumados con algo que supera sus
propias fuerzas. El papa tendrá que encontrar por sí mismo la diferencia.
Recordemos aquí las palabras de Franz Bockle, el moralista católico
más conocido en Alemania: <<No hay que maravillarse si los atormenta-
dos directores de almas y los agobiados laicos no consiguen comprender
la diferencia metafísica entre los métodos "naturales" y los "antinatura-
les"». Mientras para Agustín la contracepción es siempre contra-cepción,
el papa, en \a Familiaris consortio de 1981, pide a 1os teó1ogos que des-
cubran diferencias donde no existen; al menos, no existen desde un
punto de vista teológico; todo lo más, pueden darse desde una perspec-
tiva médica. Se puede, sin duda, celebrar que, en el entretanto, la Iglesia
haya autorizado la opción del cálculo de los tiempos agenésicos ~n esto
la Iglesia oriental se ha quedado clavada en Agustín y no ha evoluciona-
do como la Iglesia occidental, aunque esta evolución haya sido tan mí-
nima-, pero el verdadero paso hacia adelante, con respecto a Agustín,
no consiste en que el papa escoja y bendiga, recurriendo a sutilezas, un
método, sino en el hecho de que, finalmente, esta cuestión la confía al jui-
cio de los interesados.
Sin embargo, a este método, tan alabado en 1981, el papa le ha
hecho girar un poco. El día 6 de septiembre de 1984, también durall11'
una de las audiencias generales de la semana, en el discurso octavo d,
una serie de doce discursos pronunciados sobre el control de natalidad.
Juan Pablo 11 alertó a los fieles del «abuso>> del método aprobado por L1
Iglesia relativo al control de los nacimientos. Y este abuso tiene lug;ll
cuando los esposos, por «motivos desleales», reducen el número de hijo·.
«por debajo del baremo que para las familias es moralmente justo». Fl
papa no debería inmiscuirse en la cuestión de los métodos, ni hablar dl'l
tope moralmente justo ni sospechar que sean desleales las razones lk h ,..
esposos.
Para Agustín, pues, la contracepción no distingue, como pretcndl' 1'1
jefe de la Iglesia católica, una parte prohibida y otra parte no prohihlll.t
sino que estaba totalmente prohibida. Agustín, por lo lh.:m•is, Sl' suhk,·•'

HO
particularmente contra el método permitido hoy por el papa, porque era
el método que utilizaron sus adversarios, los maniqueos, y el que él
mismo había empleado con anterioridad. Pero hay también un pasaje en
el que Agustín se refiere a los métodos llamados artificiales. Dice así el
texto: <<A veces (aliquando) esta crueldad lujuriosa o esta concupiscencia
cruel va tan lejos que les lleva a conseguir venenos que producen la es-
terilidad (sterilitatis venena) ... lo cual hace que la mujer sea la prostituta
de su marido y que el marido sea un adúltero con la propia mujer»
(Matrimonio y concupiscencia I,15,17). Ese término de aliquando, que
emplea Agustín, habría de desempeñar todavía un papel importante en la
lucha de la Iglesia contra la contracepción. A él recurre y le cita, por
ejemplo, en la basílica de San Pedro, y durante el concilio Vaticano en el
año 1962, el arzobispo de Palermo, cardenal Ernesto Ruffini, para con-
denar la píldora.
Otro texto aún de Agustín contra la contracepción debería desem-
peñar una función no menos funesta. Se trata del siguiente: <<No está per-
mitido y es vergonzoso mantener relaciones con la propia mujer y luego
intentar impedir que vengan los hijos. Esto lo hizo Onán, el hijo de
.Judá, y, por ello, Dios le matÓ» (De adulterinis coniugiis 2,12). Este
acontecimiento de la muerte de Onán después de un coitus interruptus
que desagradó a Dios ha contribuido, no poco, a neurotizar a muchos es-
posos a quienes constantemente se tes ha recordado este pasaje de\ An-
tiguo Testamento. En nuestro tiempo lo ha hecho, sobre todo, Pío XI,
quien en 1930 escribe: <<No hay, por tanto, que sobrecogerse si la sa-
grada Escritura atestigua que la majestad divina persigue este acto re-
probable con el más alto odio y lo ha castigado, incluso, con la muerte.
Es también san Agustín quien nos alerta sobre ello cuando dice: "No está
permitido y es inmoral la relación marital, incluso, con la misma esposa
si se impide el surgimiento de una nueva vida. Eso lo hizo Onán, el hijo
de.· .Judá, y, por eso, Dios le mató"» (Casti connubii 1930). El papa, sa-
Glndo del tesoro de su propia invención que Dios persigue <<con el más
alto odio» a las personas que practican la contracepción, lo que hace es
resaltar aún más una historia que de suyo ya es chocante. El papa pasa
por alto, a sabiendas, que el caso de Onán del Antiguo Testamento no
1ic.·nc nada que ver con un delito contra la relación marital, sino con la
1ransgresión del derecho de la sucesión hereditaria. Onán, cuya muerte se
ha utilizado para justificar muchos fines, se presenta aquí como quien
quiere <<evitar la carga pero gozar, sin embargo, del placer>>. En la encí-
dica Casti connubii, la primera encíclica anticontraceptiva de nuestro
"i¡.:lo, a Onán se le da la función de intimidar a los esposos.
¿Quién era realmente Onán, ese personaje que, infundadamente, dio
d nombre al onanismo?; porque Onán no practicó la masturbación,
sino l'l mitus interruptus, y esto lo hizo movido por consideraciones ju-
rídicas relativas a la sucesión. Cuando un hombre moría sin dejar suce-
Nic"ln, d pariente varún más prúximo a él, normalmente un hermano, con-
trula la obligación de dar hijos a la viuda en nombre del difunto,

Kl
procurándole, de este modo, un heredero para su nombre, su descen-
dencia y sus bienes. La historia de Onán se cuenta en el capítulo 38 de
Génesis: <<Dios hizo morir al primer hijo de Judá. Entonces Judá dijo a
Onán: "Cásate con la mujer de tu hermano y cumple como cuñado con
ella, procurando descendencia a tu hermano". Onán sabía que aquella
descendencia no sería suya, y así, si bien tuvo relaciones con su cuñada
derramaba a tierra, evitando dar descendencia a su hermano. Pareció mai
a Yahvé lo que hacía y le hizo morir también a él» (versión según la Bi-
blia de jerusalén). Si Agustín utiliza este texto como un aviso, ello obe-
dece a su campaña contra la contracepción. Otros teólogos fueron más
precavidos. Ni Jerónimo ni Tomás de Aquino echaron mano de este
texto para avalar la prohibición de la contracepción.
Mientras los maniqueos, que querían impedir la procreación para
que ninguna chispa de luz quedara exiliada en la demoníaca materia, per-
mitían a sus adeptos, los de segunda categoría, los así llamados <<oyen-
tes>>, casarse con la condición de evitar la prole, Agustín, en cambio, una
vez convertido, ve en los hijos el único sentido y la única finalidad del
matrimonio, y el placer le ve como un mal. Los maniqueos toleraban el
placer y rechazaban la procreación. El Agustín convertido toleraba el pla-
cer sólo en razón de la procreación. <<Estoy convencido de que nada
saca con más facilidad al espíritu de un hombre de la altura que los ha-
lagos femeninos y aquellos contactos de los cuerpos, sin los cuales un ma-
rido no puede poseer a su esposa>> (Soliloquios 1,10). Agustín, como los
estoicos, no encuentra otra justificación al acto matrimonial que la pro-
creación.
El bien de la procreación y la maldad del placer son las dos premisas
de donde Agustín saca las pautas severas que él exige a los esposos. Y
como la segunda premisa es falsa, las consecuencias para los afectados
son desastrosas. Agustín tenía razón en su lucha contra los maniqueos,
pero se equivocaba igual en su lucha contra el obispo pelagiano Julián de
Eclano. Los pelagianos tenían una actitud positiva frente al placer. Con-
sideraban el placer como natural, nunca como pecaminoso, lo miraban
como un bien especial del matrimonio. Para Agustín este modo de ver las
cosas convertía a los pelagianos en adversarios suyos en lo tocante a la
doctrina del pecado original.
Julián de Eclano, hijo de un obispo católico, oriundo de la aristo-
cracia de Apulia, era un sacerdote católico casado y bien formado, es
decir, había aprendido griego. Su esposa Titia era hija del obispo ca-
tólico Emilio de Benevento. Ju]ián fue elegido, en el año 416, obispo de
Eclano por el papa Inocencia I, y excomulgado y depuesto de su sede
episcopal por el papa Zósimo en el año 418, a raíz de la controversia pe-
lagiana, la más grande batalla que libró Agustín. Para Julián de Eclano
Agustín fue siempre <<el Africano>>, Tras una vida inquieta y errante,
murió en Sicilia después del año 450. Su última actividad fue la de pre-
ceptor en una familia pelagiana. Algunos amigos escribieron sobre su
tumba: <<Aquí yace Julián,obispo católico>>. Julián de Eclano, casado, fue

82
derrotado por Agustín, célibe, y con él quedaron vencidos todos los ca-
sados.
Como los demás padres de la Iglesia antes que él y próximos a él,
Agustín se pregunta si Adán y Eva tuvieron relaciones sexuales en el pa-
raíso. En el año 389 escribe textualmente: <<Con toda legitimidad se
plantea la pregunta de cómo habría que imaginarse la unión entre el
varón y la mujer antes del pecado y si aquella bendición: "sed fecundos y
multiplicaos y llenad la tierra", habría que entenderla carnal o espiri-
tualmente. Podemos entenderla también espiritualmente y admitir que so-
lamente después del pecado original se convirtió en fecundidad carnal»
(De Gen. contra Manichaeos 1,19,30). Agustín puede también imaginarse
cómo podría ser esta fecundidad entendida en sentido espiritual: <<¿Para
qué cosa la mujer puede ser una ayuda para el varón? Para que él haga
surgir, de una unión espiritual, frutos espirituales, es decir, obras buenas
que alaban a Dios» (!bid. II,11,15). Y concluye: en el paraíso había
entre el varón y la mujer una unión sin relaciones sexuales (!bid. 1,19).
Pero, después, Agustín vacila. En el año 401 piensa que hay tres
posibilidades. Se puede entender la bendición divina: <<Sed fecundos y
multiplicaos>> en un sentido «místico y figurado». Se puede también
pensar que Adán y Eva <<podrían haber tenido hijos sin relación sexual,
de cualquier otra manera, mediante un don del creador todo poderoso,
quien también pudo crearlos a ellos sin necesidad de unos padres>>. Y, fi-
nalmente, piensa Agustín que Adán y Eva podrían haber tenido los hijos
a través de una relación sexual. Pero en esta obra Agustín no quiere di-
rimir tan difícil cuestión (De bono con. 2).
En la obra De Genesi ad litteram, iniciada poco después en el mismo
año 401, pero que se prolonga hasta el 41 S, reemprende nuevamente la
idea de que, en el paraíso, los hijos podían tenerse sin acto sexual previo.
Tal vez podrían haber sido procreados a través de un amor espiritual
puro, <<no corrompido por la concupiscencia>> (3,21 ). Pero a lo largo de
la obra opta por la multiplicación de la especie, en el paraíso, a través de
la procreación sexual. Llega a esta conclusión gracias a la infravaloración
que hace de la mujer. Ciertamente, Agustín corrige el error de Gregorio
Niseno y de Crisóstomo, según los cuales en el paraíso no tuvo lugar re-
lación sexual alguna, pero lo hace con un nuevo error, con un absurdo
que reduce a la mujer a nulidad pura. El texto, que más tarde citará
Tomás de Aquino con agrado, dice así: «No veo para qué ayuda del
varón fue creada la mujer si descartamos la razón de la gestac[ón de los
hijos. No comprendo por qué, a pesar de todo, se excluye esta finalidad.
Si la mujer no fue entregada al varón para ayudarle en la gestación de los
hijos, ¿para qué, entonces? ¿acaso para trabajar juntos la tierra? Si para
esto el varón tuviera necesidad de una ayuda, entonces la ayuda de un
varón sería mejor para el varón. Lo mismo hay que decir del consuelo en
la soledad. Es más agradable para la vida y para la conversación cuando
son dos varones los que viven juntos que cuando es un varón y una
mujer los que viven uno aliado del otro•• (De Gen. ad litt. 9,5-9). Según

S3
Agustín, en el paraíso se dio la relación sexual porque, en el ámbito de
las cosas espirituales, la mujer no podía servir de ayuda al varón y, sin
e'!lbargo, el relato bíblico de la creación, relato pergeñado por varones,
d1ce que la mujer fue creada para ayuda del varón.
Esta constatación tan desconcertante para las mujeres, pues única-
mente sirven para la procreación -para todo lo demás que tenga que ver
con el espíritu y la inteligencia ellas no están cualificadas-, la formula-
rá más tarde, como veremos, Tomás de Aquino (t 1274). Él remite a
Agustín cuando dice que la mujer es solamente una ayuda para la pro-
creación (adiutorium generationis) y útil para las cosas de la casa, pero
que carece de importancia para la vida del espíritu del varón. Agustín es
el inventor genial de lo que los alemanes, para referirse al cometido y va-
loración de la mujer, llaman las tres <<K»: Kinder (niño), Küche (cocina)
y Kirche (iglesia). Esta manera de ver a la mujer llega hasta nuestros días.
La reducción de la mujer a los niños y a los pucheros es la primera re-
fle~ión teológica que ha elaborado la jerarquía eclesiástica sobre la
muJer.
En su obra La ciudad de Dios, escrita entre el 413 y 426, aclara
Agustín: <<La conformación diversa de los cuerpos muestra claramente
que el varón y la mujer fueron creados así con el fin de que, mediante la
procreación de la prole, crecieran, se multiplicaran y llenaran la tierra, y
no tendría sentido alguno oponerse a esta interpretación literal \del "sed
fecundos y multiplicaos"]>> (14,22). Agustín califica ahora de absurda su
posición anterior y se vuelve atrás expresamente en sus Retractationes, en
las cuales, iniciadas tres años antes de su muerte, comenzó a corregir sus
errores.
La procreación, mediada por la relación sexual, existió, pues, en el
paraíso. Con ello, rechazaba definitivamente la idea maniquea de que la
procreación tiene un origen diabólico. Pero, ¿qué pasaba con el placer?,
¿se daba también el placer en el paraíso? La respuesta del Agustín anti-
pelagiano es: no. Antes del pecado original, la relación sexual se ejercía
sin experimentar la excitación sexual propia del placer, que hoy, después
del pecado original, acompaña toda unión sexual. En el paraíso, la vo-
luntad dominaba los órganos sexuales como vemos hoy que domina el
movimiento de los brazos y las piernas. <<¿Por qué no hemos de creer que
los hombres, antes del pecado, podían dominar sus miembros genitales
como los otros miembros?>> (De Gen. ad litt. 9,10,18). «¿0 es quepo-
demos, sin duda, mover a voluntad las manos y los pies para ejecutar las
acciones propias de dichos miembros, y esto sin resistencia y con facili-
dad como nos consta por la experiencia ... , y que, por el contrario, hemos
de negar que los órganos sexuales, que prestan al hombre precisamente
tan buen servicio como los demás órganos, hubieran obedecido la insi-
nuación de la voluntad con miras a la acción de la procreación si el
placer no hubiera aparecido como castigo por el pecado de desobedien-
cia?>> (La ciudad de Dios 14,23). <<El varón habría, pues, engendrado la
prole, la mujer la habría recibido con los órganos propios de la procrea-

84
ción, que habrían entrado en acción cuando y durante el tiempo necesa-
rio, por intervención de la voluntad y no por la excitación del placer»
(Ibid. 14,24). <<Sin la atracción seductora del placer, el esposo habría po-
dido derramar en el seno de la esposa con plena quietud de espíritu y de
cuerpo» (Ibid. 14,26).
Piensa Agustín que el placer sexual, cuando alcanza su punto más
alto, no solamente se sustrae al control de la voluntad, sino que hace
también «que el pensamiento disminuya casi toda su capacidad de pe-
netración y circunspección. ¿Pero qué amigo de la sabiduría y de las ale-
grías santas, que viva en el estado matrimonial... no desearía más bien, si
estuviera en su poder, engendrar los hijos sin tal placer, de tal manera
que también en esta acción de la procreación de la prole los órganos crea-
dos para ello estuvieran al servicio del espíritu como lo están los demás
miembros en sus cometidos respectivos, es decir, no impulsados por la
pasión de placer, sino por la insinuación de la voluntad?» (!bid. 14,16).
Agustín dedica un capítulo entero de La ciudad de Dios (14,24)
para demostrar la abstrusa idea de que el hombre del paraíso terrenal, es
decir, el hombre ideal, controlaba perfectamente los órganos sexuales con
su voluntad. Dice literalmente: <<Hay personas que pueden mover las ore-
jas ya sea una a una o las dos a la vez. Y otras que, si quieren, pueden
conseguir que baje por la frente toda la piel de la cabeza hasta donde
comienza e\ límite de\ cabello y luego subirla, y todo sin mover la cabeza.
Existen también otras que, de un montón de cosas diversas que se han
tragado, pueden sacar, corno quien saca de un monedero, la que deseen
haciendo una simple presión sobre el diafragma ... Así, pues, si, incluso en
nuestros días, el cuerpo de ciertos hombres, metido ya en esta vida do-
lorosa y tornadiza, obedece, de manera tan admirable y desacostumbra-
da para la naturaleza, en muchos movimientos y situaciones, ¿por qué no
hemos de creer que, antes del pecado de desobediencia y del castigo de la
perversión, los miembros de los hombres podían estar a disposición de la
voluntad del hombre para engendrar los hijos sin placer sexual alguno? ...
Como consecuencia de la desobediencia a Dios, el hombre perdió la ca-
pacidad de obedecerse a sí mismo».
¿De dónde procede esta situación especial, debido a la cual los órga-
nos sexuales <<no se mueven por la voluntad>>, sino por la <<excitación del
placer»? Agustín responde: <<En la transgresión, la desobediencia viene
castigada con la desobediencia» (La ciudad de Dios 14,15). El cuerpo
niega la obediencia al espíritu para que el hombre se haga consciente de
su desobediencia a Dios (!bid. 14,24). El castigo del pecado original
afectó, en primer término, a la sexualidad (/bid. 14,20). Que el pecado se
manifieste primordialmente en este ámbito es la opinión dominante
hasta hoy entre los celibatarios y hunde sus raíces en las fantasías agus-
tinianas de la aversión al placer.
La observación que hace Agustín sobre la habilidad de algunas per-
sonas para mover las orejas y en la cual vio la prueba de que la procrea-
ción se efectuaba originariamente sin placer, iba a estar llena de canse-

85
cuencias que llegarían hasta nuestros días. Algunos tratan de justificar el
absurdo de Agustín sobre el control del orgasmo en función del desco-
nocimiento que tiene del sistema nervioso humano, queriendo hacernos
ver que es un error fisiológico el que está en la base de su argumentación.
Afirman que siendo el mismo Agustín quien cayó en la cuenta de que <<el
varón y la mujer estaban configurados desde el principio como dos per-
sonas de diverso sexo, tal como hoy las podemos ver y conocer>> (/bid.
14,22), que este conocimiento le llevó a desechar la teoría de la procrea-
ción puramente espiritual; si Agustín, continúan, hubiera dispuesto de los
conocimientos médicos actuales, no hubiera hablado del dominio de la
voluntad sobre los órganos sexuales antes del pecado original. .
Se equivocan estos defensores de Agustín. Éste se las hubiera inge-
niado para presentar el placer sexual como un efecto que siguió al peca-
do original. En él el problema no es la fisiología, sino el desprecio por el
placer, que para cimentarlo cualquier medio le parecía bueno. El ideal es-
toico de la impasibilidad, del dominio sobre sí mismo, unido a su propio
horror al placer fueron las causas -y no el estado de los conocimientos
médicos de la época- de la exclusión de una dimensión esencial para la
realización de la existencia humana. <<Lejos de nosotros creer que los es-
posos, en el paraíso, a través de esta libido (placer), de la que se aver-
gonzaron y cubrieron sus miembros, habrían llevado a cabo la bendición
del Creador. La libido surgió sólo después del pecado, y sólo después del
pecado la naturaleza, que antes no conocía la vergüenza, experimentó la
libido, se dio cuenta de ello y sintió vergüenza porque había perdido el
dominio sobre el cuerpo, el cual anteriormente obedecía en todo>> (La
ciudad de Dios 14,21).
En el último decenio de su vida Agustín se acerca, aunque muy poco,
a la postura de los pelagianos: admite la posibilidad del placer en el pa-
raíso, si bien perfectamente dirigido y controlado. En su escrito contra los
pelagianos del año 420 (Contra duas epistolas pelagianorum), admite que
en el paraíso o la relación sexual carecía de placer o, por el contrario, el
placer surgía por mandato de la voluntad en aquel momento en el que la
razón juzgaba necesaria la relación sexual para engendrar hijos. <<Si os
satisface admitir la última proposición como aquello que realmente se dio
en el paraíso, si os parece bien que en aquella situación feliz los hijos hu-
bieran sido procreados a través de un tal deseo carnal (concupiscentia
carnalis) que ni se adelantaría al imperativo de la voluntad, ni vacilaría
en seguirlo, ni se sustraería a su dominio, entonces no hay nada que com-
batir>> (1,17,35).
Al final de su vida admite, pues, Agustín el placer dirigido por la vo-
luntad y la razón. En la última obra de su vida (Contra julianum), obra
no concluida (429/430), escrita, pues, muy próximo a su muerte, vuelve
de nuevo al problema del placer, y todo parece que para él fue éste un
problema hasta el final. Julián de Eclano sostiene que el deseo sexual es
el sexto sentido del cuerpo, es una energía neutra que se puede utilizar
bien o mal y q_ue, además, la forma actual del impulso sexual es la

86
misma que se dio en el paraíso. Agustín, que ya admitía el placer sexual
en el paraíso, afirma que la relación sexual no procedía allí de la misma
manera que en la actualidad: si nos ponemos en el caso de que en el pa-
raíso no había placer, entonces en la actualidad el placer es un vicio; y si
suponemos que en el paraíso había placer, éste estaba sometido a la in-
sinuación de la voluntad y, por tanto, el placer en la actualidad está de-
generado por el pecado, pues en el paraíso el placer sexual había sido cre-
ado de tal modo que «secundaba sólo el deseo del alma>> (6,22), y no era
«un placer tan grande que pudiera ahogar el pensamiento del espíritu>>
(4,39). De todos modos, para Agustín el placer sexual, tal como hoy lo
conocemos, es un <<mal>> (4,23 ), hasta el punto de poder calificarlo de
<<pecado>>, <<porque procede del pecado y empuja al pecado>> (1,71).
Como puede verse, su fobia sexual le acompaña hasta la tumba.
En opinión de Agustín, el placer sexual, que de suyo obnubila el es-
píritu y escapa al dominio de la voluntad, degrada la procreación hu-
mana al nivel de la animal: «La procreación, si bien tampoco fue elimi-
nada a través del pecado, se transformó, sin embargo, en algo distinto a
como hubiera sido si no se hubiera pecado. Porque, después de que el
hombre pecó y renunció a su puesto de honor y se puso a la altura de los
animales, procrea también de la misma manera que los animales, só-
lo que en él centellea todavía la chispa de Dios>> (La ciudad de Dios
XXII,24,2).
Los esposos hacen un buen uso del mal que es el placer siempre que
en cada acto tienen como finalidad la procreación, es decir, siempre que
antes y durante el acto marital deseen tener un hijo. En el año 422,
Agustín escribe contra Julián de Eclano: «Lo que no puede realizarse sin
placer, no debe, sin embargo, realizarse por placer>> (5,9). Y más ade-
lante: «Si existiera otra manera de tener hijos, entonces quedaría com-
pletamente claro que la relación sexual sería una entrega al placer y
sería, por ello, un mal uso del mal que es el placer». Pero dado que nin-
gún hombre puede nacer si no es por la unión de los dos sexos, los es-
posos que tienen relaciones con la intención de procrear, hacen «buen
uso de ese mal>> (Contra ]ulianum 5,46). Cualquier manipulación para
conseguir la procreación sería, pues, mejor que el acto sexual.
Louise Brown, la primera niña probeta, habría satisfecho la mitad el
ideal de Agustín referente a la concepción de los hijos: la madre no
había experimentado placer en el momento de la concepción. El único in-
conveniente que existe para que el ideal se diera por entero es el semen
conseguido por la masturbación placentera del padre. Si el semen del
varón se consigue por intervención quirúrgica, se ha conseguido, en-
tonces, casi la situación paradisíaca, y todas las condiciones y exigencias
de Agustín se habrían visto cumplidas. Si hacemos caso omiso de la
anestesia, no tiene tampoco lugar aquí el oscurecimiento del espíritu, que
tanto molestaba a Agustín en el acto sexual y que, más tarde, tanto ha-
bría de censurar Tomás de Aquino.
En la virgen María se puede ver el altísimo honor que se rendía a la

87
concepción sin placer. Su imagen la elevó Agustín, desde una perspectiva
celibataria, al nivel entonces más novedoso y que, en gran medida, con-
tinúa hoy siendo el mismo: María concibió a Jesús de manera virginal,
sin tener que avergonzarse del placer y, por ello, le engendró sin dolor
(Enchiridion 34). Las demás mujeres, para desgracia de ellas, permanecen
bajo la maldición del pecado original: «Con dolor darás a luz los hijos»
(Gn 3,16).
Comoquiera que la concepción virginal y la fecundación artificial son
casos poco frecuentes, y que el modo ordinario, el modo no privilegiado
de procrear no puede excluir el placer -Agustín mismo afirma no haber
encontrado ningún marido que pueda decir de sí mismo que «ha tenido
relaciones sexuales sólo con la esperanza de tener descendencia>> (De
bono con. 13 )-, propone Agustín esta receta: en el placer hay que dis-
tinguir entre <<sentir>> y <<buscar>>. «Distingue bien entre estas dos cosas»,
nos amonesta. La sensación carnal es buena, el deseo carnal es una ex-
citación mala. Por ello, es buena la relación sexual que se realiza con
recta intención (léase: el hijo); pero es pecado si los esposos se entregan al
placer (Opus imperfectum 4,29).
Con este consejo, de tinte esquizofrénico hacia el matrimonio, y que
se encuentra en el escrito contra Julián, inacabado por su muerte, termi-
na la obra de Agustín, pero para los esposos piadosos comenzó un pro-
blema que, al no haber encontrado solución, surgiría de nuevo en cual-
quier movimiento doctrinal inspirado en Agustín, por ejemplo, en el
jansenismo. Luis XIV, teniendo la edad de 48 años, se lamentaba con el
confesor de su segunda mujer, Madame de Maintenon, que ella no ponía
entusiasmo en el acto conyugal. El confesor, monseñor Godet des Ma-
rais, obispo de Chartres, hizo a la esposa la observación que sigue: «Qué
gracia tan grande es hacer por pura virtud lo que tantas otras mujeres
hacen con pasión, y, por ello, sin mérito>>. Quien no siente nada, se
llena de méritos delante de Dios.
Agustín piensa haber encontrado en Pablo una prueba por la que es
pecado buscar el placer en el acto matrimonial. Pablo parece encomen-
darse a todos los celibatarios en esta frase erróneamente atribuida a él,
incluso hoy día, si bien hay algunas excepciones: «Bien le está al varón
abstenerse de mujer>> (1 Cor 7,1 ). Lo que, en realidad, hace Pablo con
esta frase no es iniciar su doctrina, sino transcribir la mente de los co-
rintios antes de dar él su propia respuesta. Después prosigue: <<Esto lo
digo como concesión (= os dejo libres en esto), no como mandato»
(7,6). Agustín lo vierte así: «<o digo como perdón» (venia), y con ello se
está refiriendo al hecho de unirse de nuevo los esposos para el acto con-
yugal. Agustín repite una y otra vez en sus escritos que el acto sexual de
los esposos tiene el perdón del apóstol: <<En la misma acción con la que el
apóstol concede el perdón, señala claramente la falta>> (De peccato ori-
ginali 42). Lo mismo dice en otro texto: <<Allí donde se debe conceder el
perdón, no existen razones para poder negar la presencia de la falta>> (De
nupt. et conc. 1,14). También en la última de todas sus obras, en el es-

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crito contra Julián, dice: «El apóstol no concedería el perdón si no hu-
biera reconocido que ahí hay un pecado>> (Opus imperfectum 4,29).
Dado que para Agustín la relación marital con miras a la procreación
está libre de culpa, se sigue de aquí que el perdón de la falta afecta al acto
sexual realizado no por «el placer del hijo>>, sino por <<el placer de pla-
cer>> (De nupt. et conc. 1,14). Evidentemente, no se debe, piensa Agustín,
abusar de la disponibilidad que el apóstol tiene para el perdón. También
en el acto conyugal puede darse el pe<.:ado mortal por el ex<.:eso en el pla-
cer, lo que sucede cuando uno se entrega al placer <<sin medida>>. En este
caso, la falta de dominio de sí es tal que la concesión y el perdón del
apóstol no bastan para cubrirla. Uno se ha convertido ya en <<adúltero>>
con la propia esposa (Contra]ulianum 2,7,20). Este tema de considerar
como pecado mortal la relación marital placentera habría de fascinar y
preocupar hasta nuestros días a teólogos y papas, como puede verse
claramente por la condenación del libro de Van de Velde.
Para Agustín, el hecho de que el acto sexual -no obstante la atrac-
ción de su placer, que a causa del pecado original ha alcanzado un
poder inquietante sobre el hombre- sea perdonable en determinadas cir-
cunstancias, es decir, pueda ser pecado venial e, incluso, estar libre de
toda culpa si se realiza en función de la procreación, obedece a lo que él
llama <<los tres bienes del matrimonio>> y que más tarde (a partir de la
primera Escolástica) se les designaría como <<bienes que disculpan el
matrimonio>>. Estos tres <<bienes>> convierten el acto conyugal en tolera-
ble, le justifican moralmente y compensan el mal del placer, lo equilibran,
con tal de que el placer no sea excesivo.
Los tres bienes son: 1) el hijo, 2) la fidelidad, 3) la indisolubilidad del
matrimonio. <<El bien del matrimonio es de triple índole. La fidelidad, los
hijos y el sacrame11to. La fidelidad no permite que se tengan relaciones
sexuales fuera del matrimonio; el bien que son los hijos hace que los hijos
sean recibidos con amor, se les alimente bien y sean educados con esme-
ro; el sacramento atiende a que el matrimonio no se escinda o que el re-
pudiado no pueda matrimoniar de nuevo>> (De Gen. ad litt. 9,7,12).
Por la presencia deestos tres bienes compensadores, el acto marital será,
según Agustín, o disculpable (es decir, completamente libre de culpa) o
perdonable (es decir, pecado venial). Completamente libre de culpa es so-
lamente la relació11 marital realizada en vistas a la procreación. El acto
sexual en el matrimonio llevado por placer será perdonado por el após-
tol en atención al bien de la fidelidad. No está exento de culpa, sino que
es perdonable.
Queda aquí una cuestión abierta, pues en el acto conyugal intervie-
nen dos personas. Una, por ejemplo, puede intencionar el placer y la otra,
tal vez, no. También sobre este punto Agustín ha hecho su reflexión y
distinción: quien rtquiere del otro el acto (sin intención procreadora) co-
mete un pecado p(rdonable, es decir, venial. Sin embargo, quien a ins-
tancias del otro cozcede la relación y no busca placer, está disculpado.
No necesita el perdón del apóstol. En una cierta contradicción con su

89
tesis de la procreación como único fin legítimo del matrimonio, Agustín
califica también como carente de culpa el debitum reddere (el cumpli-
miento del deber conyugal requerido por el otro): <<Cumplir con el pro-
pio deber conyugal no conlleva culpa alguna, pero reclamar el deber con-
yugal situándose por encima de la necesidad de la procreación, es pecado
venial>> (Serm. 51,13). Los esposos tienen el deber estricto de no negar la
relación a su pareja para evitar que el otro caiga en un pecado todavía
más grave. Agustín, pues, no niega la idea paulina del matrimonio como
<<medio de salvación contra la concupiscencia».
Está dentro completamente del sentir de Agustín el consejo que el
obispo de Chartres da, como confesor, a Madame de Maintenon después
de haber escuchado a Luis XIV lamentarse de la falta de entusiasmo de
su esposa en el acto conyugal: «Hay obligación de ofrecer asilo a la de-
bilidad del hombre, quien de otra manera se extraviaría>>. La insensibi-
lidad de la esposa, causada por su frigidez, le aumentaba el mérito.
Conocida la escala de valores de Agustín, resulta casi innecesario
añadir que él condena la relación con la esposa en menstruación, o en-
cinta, o con la que está ya más allá de la menopausia: «La verdadera cas-
tidad conyugal se abstiene de las relaciones sexuales con la mujer mens-
truante y con la mujer encinta, abandona, sí, todo encuentro marital
cuando ya no hay la menor perspectiva posible de concebir, como es el
caso de las personas ancianas>> (Contra ]ulianum 3,21,43 ).

Esta manera unilateral de ver el matrimonio, la exclusión total de la


dimensión personal en el acto marital, el afán de aplastar la sexualidad,
llevan a Agustín a formular estas normas: el cristiano debe tener siempre
la mirada puesta en la vich L'terna, pues cuanto más ame la inmortalidad,
con tanto mayor ardor odiará lo que es transitorio. Por ello, el esposo
cristiano abomina la unión que es mortal y se vuelve hacia <<aquello
que puede entrar en el reino>>. Con este propósito tiene que intentar él
formar a su esposa. <<La ama porque es persona, y la odia porque es
mujer>> (Sobre el sermón de la montaña 1,41).
Con esta magnificación extremada de la procreación como fin abso-
luto, no debe extrañar que Agustín prefiera la poligamia a la actitud de
aquel que ama a una única mujer por sí misma y que por sí misma la
desea. <<Y o apruebo de mejor grado usar de la fecundidad de muchas
mujeres por un fin que no sea búsqueda egoísta de sí mismo, que usar de
la carne de una sola mujer por amor de la carne misma. Pues, en el pri-
mer caso, se busca una utilidad más adecuada a los tiempos del Antiguo
Testamento, y en el segundo caso, se trata de satisfacer un placer orien-
tado hacia los deleites terrenos. Por esta razón, aquellos a quienes, a
causa de su incontinencia, el apóstol, en 1 Cor 7,6, les permite, al mismo
tiempo que les perdona, la relación carnal con la mujer, se encuentran en
una grada más baja del camino que conduce a Dios que aquellos que, a
pesar de sus muchas esposas, intencionan sólo en su convivencia conyu-
gal la procreación de los hijos>> (Sobre la doctrina cristiana 111,1 H,27).

90
Evidentemente, con estas observaciones Agustín no pretende intro-
ducir una poligamia que él sitúa en el Antiguo Testamento. Pero bien
vale la pena constatar que para Agustín la poligamia no va contra el
orden natural de la creación. Sí lo estaría, sin embargo, la poliandria, ya
que sólo de las mujeres se dice que son las esclavas de sus maridos. Las
palabras de Agustín dicen exactamente: <<Ahora bien, un esclavo no
tiene nunca mucl;os señores; un señor, empero, tiene muchos esclavos.
Así, nunca hemos podido oír que las santas mujeres sirvieran a muchos
maridos que viven al mismo tiempo. En cambio, sí leemos que muchas
mujeres santas sirvieron a un marido ... Esto no va contra la esencia del
matrimonio>> (De bono con. 17,20). Mientras en el contrato matrimo-
nial civil del derecho romano de aquella época no figura cláusula alguna
concerniente a la subordinación de la mujer al hombre (cf. Kari Elisabeth
Borresen, Subordination et equivalence, 1968, p. 82 ss.), Agustín remite
al contrato matrimonial de los cristianos, suscrito por el obispo y en el
cual se subraya la subordinación de la mujer al varan (Serm. 37,6,7 y
332,4). Agustín tenía a disposición un ejemplo patente de esposa-esclava,
producto de la moral cristiana: su madre, santa Mónica. Escribe así:
<<Cuando cumplió la edad requerida para casarse, fue entregada a un
hombre, a quien ella sirvió como a su señor ... Soportó, asimismo, su in-
fidelidad matrimonial de tal manera que nunca tuvo con su marido nin-
gún conflicto por este motivo ... Cuando muchas mujeres, que tenían
maridos menos violentos que el suyo, mostraban en sus rostros señales de
haber sido golpea¿as y, hablando con sus amigas, éstas culpaban a sus
maridos, Mónica no les daba la razón, Mónica veía la culpa en ellas por-
que no habían sabido callarse. Ella les recordaba entre bromas, pero en
serio, que deberían ser conscientes de que se habían convertido en escla-
vas desde el momento de la lectura del contrato matrimonial. Y que si re-
cordasen su situación, no se sublevarían contra sus señores». Prosigue
Agustín contando que el hecho de ver que Mónica no fue golpeada
nunca por Patricio, su colérico marido (y padre de Agustín), animó a mu-
chas mujeres a seg[ir su ejemplo. <<Las mujeres que siguieron su ejemplo
se lo agradecieron. Las que no lo siguieron, continuaron recibiendo
malos tratos» (Confesiones IX,9). La afirmación de que la religión cris-
tiana significó unJ liberación para la mujer tiene tanta falsedad como
años. -
Agustín puso más empeño en acentuar la aversión al placer que en
subrayar la procreación como fin del matrimonio. Esto se deja ver en el
hecho del partido que toma a favor del así llamado matrimonio de José,
es decir, de la abstinencia completa en el matrimonio, y que habría de
encontrar eco en numerosas vidas de santos a lo largo de la historia de la
Iglesia. Agustín amima con estas palabras a una mujer que vivía con su
marido en continencia total: <<Por razón de absteneros, de común acuer-
do, de la unión carnal tu hombre no deja de ser tu esposo. Al contrario,
permaneceréis siendo esposos tanto más santos cuanto más santamente
os atengáis juntos a la decisión tomada» (Ep. 262,4). Para Agustín la vir-

91
ginidad es un valor más alto que el matrimonio, y el matrimonio sin re-
laciones sexuales es más valioso que el que las tiene. Los esposos pro-
gresan moralmente cuando de común acuerdo renuncian a las relaciones.
<<Quien en nuestros días ha alcanzado un amor perfecto de Dios, tiene
sólo, sin duda, una exigencia espiritual de la prole» (De bono con. 3,3;
8,9; 17,19).
Dado que el placer sexual tiene el poder de matar el espíritu, Agustín
recomienda la abstinencia los domingos y festivos, en el tiempo de cua-
resma, durante el catecumenado (tiempo de preparación para el bautis-
mo) y, en general, en los tiempos de oración. El piensa que la oración
agrada a Dios más cuando es espiritual, es decir, cuando el hombre está
liberado de deseos carnales (De fide et op. 6,8). Agustín no estaba solo
cuando reclamaba estas exigencias. Su contemporáneo Jerónimo las de-
ducía de 1 Cor 7,5: «No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuer-
do, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar jun-
tos» (versión según la Biblia de Jerusalén). En relación a esto escribe
Jerónimo: <<El apóstol dice que el hombre no puede rezar mientras tiene
relaciones con su mujer. Si, pues, durante el acto marital es imposible
orar, con mayor razón será imposible hacer lo que es más, a saber, reci-
bir el cuerpo de Cristo ... Me dirijo a la conciencia de quienes, en el
mismo día que tienen relaciones conyugales, se acercan a comulgar>>
(Ep . .48,15}. También Orígenes (t 253} abunda en la misma idea: <<Frí-
volamente entra en el santuario de la iglesia quien después de haber te-
nido el acto marital y con su impureza viene para recibir temerariamen-
te el pan de la eucaristía. Él deshonra y profana lo santo» (Select. in
Ezech. cap. 7).
Así se le dio la vuelta a la indicación de Pablo. Su disposición co-
mienza con la frase: <<No os neguéis el uno al otro». Más adelante habla
del común acuerdo de los esposos. Con el tiempo, del <<no-querer-tener-
relaciones» con el fin de orar, decisión tomada por ambos, se pasa len-
tamente a una prohibición severa en la que se regulan las relaciones
antes y después de la oración, los domingos y días festivos, el tiempo de
cuaresma y, a ser posible, siempre. Volveremos más adelante sobre este
tema central del cristianismo, el tema de lo que pasa si se quiere tener un
hijo en domingo y de lo que el destino le depara a este hijo del domingo.

92
Capítulo 7

EL DESARROLLO HISTORICO DEL CELIBATO

El celibato católico tiene raíces paganas. Las prescripciones celibatarias


de pureza hunden sus raíces en la conciencia religiosa de la edad de pie-
dra. Surgen del pavor ante lo numinoso inaccesible o ante el miedo que
inspiraran las divinidades. En el evangelio del amor de Dios esa norma-
tiva no tiene ningún sentido.
Para no mancharse con la relación sexual y poder servir, de este
modo, de mediadores puros y santos entre los hombres y Dios o la
diosa, muchos sacerdotes paganos se castraron. Ejemplos de estas cas-
traciones con sentido religioso se encuentran en Babilonia, Líbano, Fe-
nicia, Chipre, Siria, en el culto de Artemisa en Éfeso, en el culto de Osi-
ris en Egipto, o en el culto frigio a Cibeles y Atis, que se difundió
ampliamente por Oriente y Occidente (cf. Peter Browe, Zur Geschichte
der Entmannung, 1936, p. 13 ss.).
K. Deschncr, en su obra La cruz con la Iglesia. Una historia sexual
del cristianismo (1974), describe la existencia de una creencia que se pier-
de en la lejanía del tiempo y según la cual la cercanía a los dioses reclama
la abstinencia sexual. Según Demóstenes (t 322 a.C.), había que <<guar-
dar durante unos determinados días la continencia» si se quería entrar en
el templo o tocar los objetos sagrados. Tibulo (t hacia el 17 a.C.) dice:
«Yo os mando que se mantenga lejos del altar cualquiera que en la
noche anterior haya gozado de los placeres del amor>> (Eleg. 11,11).
Igualmente Plutarco (t hacia el120 d.C.) previene entrar en el templo o
hacer ofrendas después de mantenida la relación sexual. Debe mediar, al
menos, una noche y el sueño (Quaest. conv. 3,6). Una inscripción en el
templo de Pérgamoestipula un día de purificación cuando la relación se-
xual se ha tenido dentro del matrimonio, y dos si ha sido fuera de él.
La Iglesia, por m parte, busca con afán en la antigüedad reliquias ce-
libatarias como qlllen busca la antigua nobleza de los antepasados, y no
se avergüenza de interpretarlas en su propio favor. En el año 1936, es-

93
cribe Pío XI sobre el celibato: <<Ya los antiguos romanos reconocieron lo
conveniente que era un tal comportamiento. Una de sus leyes que dice:
"A los dioses hay que acercarse castos" fue proferida por uno de sus
grandes oradores» (circular Das katholische Priestertum, versión ale-
mana auténtica, 1936, p. 18). El papa, pues, no se avergüenza de citar
aquí a Cicerón (De legibus lib. 2, cap. 8) y presentarle como predicador
del celibato. Lo hace sin caer en la cuenta de que está equiparando la pu-
reza, tal como la entendían los romanos, con el celibato, y, como conse-
cuencia de esto, asocia matrimonio con impureza.
La obligatoriedad del celibato para los sacerdotes católicos, tal como
hoy se nos presenta, tiene como trasfondo la hostilidad que los teólogos
que marcan las pautas, y en especial los papas, muestran hacia el matri-
monio y la sexualidad. Los inicios de esta volatilización del cuerpo que
hacen los celibatarios se encuentran ya en los primeros siglos, pero su es-
tatuto jurídico se desarrolla posteriormente en dos fases. La primera
tiene lugar cuando en el año 1139 el papa Inocencia II declara la orde-
nación sacerdotal como impedimento inderogable para contraer matri-
monio. Matrimonio y sacerdocio se excluyen jurídicamente tras la con-
sagración sacerdotal; todo matrimonio con posterioridad a la ordenación
sacerdotal es inválido. Así, la Iglesia tenía ya en sus manos un recurso
para impedir el matrimonio de los sacerdotes. Pero en el concilio triden-
tino (-1545-1563), al introducirse la obligación de una fórmula para la ce-
lebración del matrimonio, la Iglesia creó con ello un segundo elemento de
control. Hasta aquel entonces, la celebración del matrimonio carecía de
forma, es decir, cualquiera podía contraer válidamente matrimonio en se-
creto sin la presencia del párroco ni testigos. Al hacerse obligatoria la
forma, es decir, al ser necesaria la presencia del párroco competente y de
los testigos, se conseguía que los casados secretamente no accedieran al
sacerdocio. Si desde 1139 era imposible a los sacerdotes casarse, desde
Trento se impidió que los casados fueran ordenados sacerdotes. A la
época del matrimonio autorizado para los sacerdotes, siguió la época del
matrimonio secreto (clandestino) y perseguido de los sacerdotes. Después
de Trento quedó, como última y triste salida, el concubinato, que llegó a
darse en no pocos casos. La historia del celibato no fue una historia fácil,
no tanto para sus iniciadores y hostigadores cuanto para las personas
afectadas. Muchos se vieron hundidos, sobre todo las mujeres.
La idea que aspiraba a coaccionar y a <<desgarrar con un eterno
anatema el trato de los sacerdotes con las mujeres», como pretendía el
papa Gregario VII (t 1085), principal defensor del celibato (C. J. Hefele,
Konziliengeschichte, 1863, vol. 5, p. 22), hacía ya mucho tiempo, antes
de él, que en la Iglesia tenía voz y espacio. El primer paso oficial funda-
mental se da en el canon 33 del sínodo español de Elvira, de principios
del siglo IV. Determina que <<se obligue a los obispos, sacerdotes y diá-
conos así como a todos los clérigos a quienes se les ha encomendado el
servicio del altar, que se abstengan de las relaciones sexuales con sus es-
posas y no tengan más hijos en adelante. Quienes no se atengan a ello de-

94
berán ser excluidos del estado clerical». No se trata aquí todavía del ce-
libato en sentido propio, no se exige la soltería sacerdotal, ni se pretende
que se renuncie a las esposas, pero esa disposición, que prohíbe a los sa-
cerdotes mantener relaciones ulteriores con sus esposas, fue el primer
paso dado en una larga historia de represión.
Las pretensiones de Elvira no supusieron mucho para el conjunto de
la Iglesia, y añadamos, de inmediato, que la Iglesia oriental no llevó a
cabo, en modo alguno, la celibatización obligatoria que avanzaba -y di-
gamos también que este desarrollo en Occidente no fue lo último que
causó el cisma entre la Iglesia oriental y occidental-. Pero la cosa no
quedó en un sínodo solo. Siguieron otros sínodos y padres de la Iglesia y
sobre todo papas que trataron, una y otra vez, de imponer el celibato. En
el primer concilio general de Nicea (325) todavía falló el intento de im-
poner a toda la Iglesia leyes contra tales matrimonios, similares a las pro-
mulgadas en el sínodo de Elvira. Se acepta que haya sido el obispo es-
pañol Osio de Córdoba, que ya en Elvira intervino significativamente,
quien propuso también en Nicea prohibir a los sacerdotes las relaciones
conyugales. Según cuenta el historiador Sócrates (t hacia el 450), el
obispo egipcio Pafnucio, célibe y de gran ascendencia, que había perdido
un ojo y un tendón de la rodilla durante la persecución de los cristianos
bajo el emperador Diocleciano, se levantó y dijo que no había que im-
poner a los sacerdotes un yugo tan grande, pues el matrimonio era una
cosa digna. Que bastaba que aquellos que entraban en el clero y no es-
taban casados no pudieran contraer matrimonio, pero que no había que
separar a ningún sacerdote de su mujer con la cual se había desposado
cuando aún era laico. Que la intervención de Pafnucio sea histórica o le-
gendaria, como pensaron algunos que en Occidente abogaban por el
celibato, es cosa sin importancia, pues tanto una postura como la otra
pone de manifiesto la praxis existente en Oriente y la contestación que
los contemporáneos hacían al celibato.
Los sínodos siguientes no mantuvieron una línea unitaria. El sínodo
de Granga (340/41) salió en defensa de los sacerdotes casados e hizo
frente a quienes no querían participar en las misas que ellos celebraban.
Los Cánones apostólicos (hacia el 380) excomulgaban a cualquier obis-
po o sacerdote que repudiara a su mujer apelando a la piedad religiosa.
Sin embargo, el concilio de Cartago del año 390, por ejemplo, asume las
obligaciones que el concilio de Elvira dictó para los clérigos (can. 2) y
esto mismo hace el sínodo de Cartago del 401 (can. 4). Pero también sur-
gieron exigencias más rigurosas. El sínodo romano del papa Inocencia 1
(t 41 7) del año 402 dictamina: ''Los obispos, sacerdotes y diáconos no
deben estar desposados>> (can. 3). Sin embargo, esta prescripción no
tuvo consecuencias jurídicas para la Iglesia. De hecho, se continuó or-
denando sacerdotes a los casados, y otros sínodos sucesivos se limitaron
a prescribir a sus clérigos la continencia marital, por ejemplo, el sínodo
de Aries del443 (can. 3 s.) y el tercer sínodo de Orleans del 538 (can. 2).
En la realidad, la pauta era ésta: «Sacerdotes y diáconos no pueden

95
tener la misma habitación y la misma cama que sus mujeres para evitar la
sospecha de la relación carnal» (IV sínodo de Orleans del año S41, can.
17). El sínodo de Clermont del año 535 determina: «Quien sea ordenado
de diácono o sacerdote no debe continuar con las relaciones maritales. Él
se convierte en un hermano de la que hasta entonces había sido su espo-
sa>> (can. 12). El sínodo de Tours, celebrado en el año 567, emanó la
norma por la que el obispo se debía regir en su vida matrimonial: <<El
obispo debe considerar a su mujer únicamente como una hermana suya.
Donde quiera que él se encuentre, debe estar constantemente rodeado de
clérigos, y su habitación y la de su mujer deben estar separadas, de tal
manera que los clérigos que le sirven no tengan contacto alguno con las
mujeres que sirven a la esposa del obispo» (can. 12). Y todavía sigue:
<<Comoquiera que muchísimos arciprestes de los pueblos, diáconos y
subdiáconos están bajo sospecha de mantener relaciones maritales con
sus esposas, el arcipreste deberá tener consigo continuamente un clérigo
que le acompañe a todas partes y que tenga también su cama en la
misma habitación>>, Ni un solo movimiento podía escapar a la observa-
ción, pues <<para ello podían turnarse siete subdiáconos, lectores o laicos>>
(can. 19). Se trataba, pues, de turnos de vigilancia que se hacía desde la
cama de control que se encontraba en la misma habitación. Únicamente
el obispo podía dormir solo, pero también estaba obligado a hacerlo
solo, No obstante, el sínodo de Toledo, que presidió san Isidoro de Se-
villa en el año 633, declaraba: <<Dado que los eclesiásticos han causado,
con su modo de vida, no poco escándalo, los obispos deben tener en su
habitación testigos de su vida con el fin de hacer desaparecer en los laicos
todo recelo al respecto» (can. 22). Sin embargo, por lo que hace a los
obispos, la situación era todo un dilema, pues el sínodo de París del año
829 determina que <<no está permitido al sacerdote denunciar los pecados
del obispo, toda vez que está subordinado a éste>> (can. 20). En todo este
asunto, lo único que podía proporcionar una cierta seguridad era que los
sacerdotes casados vivieran separados de sus respectivas esposas. Y así te-
nemos que el sínodo de Lyon del año 583 establece: <<Los clérigos casa-
dos no deben vivir juntos con sus esposas>> (can. 1). Lo mismo determina
el sínodo de Toledo del año 589 (can. 5).
Fueron principalmente los padres de la Iglesia quienes se empeñaron
en la lucha a favor del celibato. El padre de la Iglesia Cirilo de Jerusalén
(t 386) sostiene que «Un buen sacerdote se abstiene de la mujer>> (Cate-
quesis 12,25). Y Jerónimo, en su obra contra Vigilancio, critica a los
obispos que transigen <<que las esposas de los clérigos estén en estado de
buena esperanza y que los hijos griten en los brazos de sus madres»: <<A
la postre, no nos distinguimos en nada de los cerdos» (cap. 2). De los sa-
cerdotes que continúan <<teniendo hijos», Ambrosio afirma que <<rezan
por los demás con un espíritu impuro y también con un cuerpo impuro>>
(Sobre los deberes de los servidores de la Iglesia II,249). Agustín, desde el
norte de África, impulsó con denuedo las ideas celibatarias. En el año
395, nombrado obispo de Hipona, levantó inmediatamente un monas-

96
terio: a todos los sacerdotes de la ciudad les indujo a trasladarse a ese
<<monasterio de clérigos>> y todo el que se fuera a ordenar de sacerdote
debería comprometerse a vivir en ese monasterio bajo su vigilancia.
Fue decisivo que los papas asumieran este tema como algo muy im-
portante. En primer lugar, hay que traer aquí a Siricio, a quien ya hemos
evaluado en la introducción. En la mencionada carta que escribió al
obispo Himerio de Tarragona en el año 385 describe el comportamiento
de los sacerdotes que mantienen relaciones con sus esposas como un
«oprobio a la dignidad de la religión>> y un <<Crimen>>. Para él, estos sa-
cerdotes son <<maestros del pecado>>, aquellos que <<se entregan a la ser-
vidumbre del placer>>. En la carta que escribió en el año 386 a los obispos
de África, habla de <<oprobio>>, de <<contaminación por la concupiscencia
de la carne>>, y atribuye a estos sacerdotes, a quienes hace afrenta, las pa-
labras de la carta de Tito: <<Para los manchados e incrédulos nada hay
puro>>. Por lo demás, en una carta que escribió a los obispos de la Galia,
o bien el papa Siricio o bien su predecesor, el papa Dámaso (t 384) (la
autoría no es muy segura), con el fin de inculcar a los sacerdotes la abs-
tinencia con sus esposas, les alerta que Adán, debido a la transgresión del
precepto de la abstinencia, fue <<expulsado del paraíso>>. El papa Dáma-
so o el papa Siricio eran, evidentemente, partidarios de una concepción,
poco después superada por Agustín, según la cual en el paraíso no tenían
lugar relaciones sexuales. El papa León l, el Magno (t 461), fue el primer
papa que declaró la obligación de la continencia marital también para los
subdiáconos. En una carta, que data del año 446, y que envió al obispo
Atanasia de Tesalónica, dice: <<Pues mientras que a los que están fuera
del orden clerical se les concede entregarse a la comunidad matrimonial
y a la procreación de los hijos, no se permite, en cambio, ni siquiera a los
subdiáconos, con el fin de representar la pureza inherente a la abstinen-
cia total, el matrimonio carnal, de manera que quienes tienen esposa
deben comportarse como si no la tuvieran>> (Carta 14, cap. 4 ). Casi en el
mismo sentido se dirige en una carta posterior (458 ó 459) al obispo
Rústico de Narbona, en la cual prohíbe, ciertamente, abandonar a las es-
posas: «La ley de la continencia es para los servidores del altar la misma
que para los obispos y sacerdotes. Éstos, cuando eran laicos o lectores,
podían lícitamente casarse y también tener hijos. Pero, una vez alcanza-
dos los grados anteriormente mencionados, comienza el momento en el
que lo que hasta entonces les estaba permitido, no les es permitido más.
Pero ello no quiere decir que haya que abandonar a las esposas para que
de un matrimonio carnal surja un matrimonio espiritual, sino que deben
comportarse con sus esposas como si no las tuvieran, es decir, conser-
vando el amor matrimonial al mismo tiempo que cesa la obra marital>>
(Carta 167, pregunta 3). Una orientación similar la da el papa Gregario
l, el Magno (t 604), en carta dirigida al obispo León de Catania: <<Quie-
ra vuestra fraternidad mirar con todo cuidado que los que ya han al-
canzado esta sublime consagración, no se tomen la libertad de tener re-
laciones sexuales con sus esposas, quienes las tuvieren, y disponer,

97
también con todo rigor, que todo sea observado como si estuviera bajo la
mirada de la sede apostólica». Exigía de los sacerdotes, desde el día de su
ordenación, que a sus esposas <<las amasen como a una hermana y hu-
yeran de ellas como de un enemigo» (Dial. IV, 11 ).
Dentro de este contexto, el papa Gregorio narra el ejemplar <<tránsi-
to del alma de un sacerdote de Nórica>>. El caso se lo contó el venerable
abad Esteban, <<quien no hace mucho tiempo murió aquí en Roma>>. Este
sacerdote de Nórica tenía como principio <<amar a su esposa como a una
hermana y huir de ella como de un enemigo>>, y lo llevó a cabo ejem-
plarmente durante toda su vida. Gregorio cuenta: <<Por ello, este hombre
se negaba a que su mujer le atendiese en las cosas más necesarias, con el
fin de no caer en el pecado con ocasión de ella>>. Después de que el
papa apreció la santidad que este buen hombre de Nórica tenía en grado
heroico, que superaba con creces la perfección normal de los clérigos,
quienes muy a gusto se dejan servir con agrado y cumplidamente por las
mujeres y que se niegan a servirse a sí mismos siquiera una vez, prosigue:
«Este digno sacerdote, pues, que ya había hecho una larga vida, cayó en-
fermo, aquejado de una gran fiebre, a los cuarenta años de su ordenación
sacerdotal, y se acercaba al fin. Cuando su esposa se dio cuenta de que
sus miembros posaban lacios y que él yacía como si estuviera muerto,
quiso ver si todavía había en él un aliento de vida y con este fin acercó
ella "el oído a su nariv>. Sintió esto el sacerdote ejemplar y gritó: <<Mujer,
aléjate de mí..., bienvenidos, señores míos, bienvenidos, señores míos ... ,
ya voy, ya voy>>. Con esto había entrado él en el club celestial de los se-
ñores celibatarios. Gregorio termina su narración pensando que fueron
los santos apóstoles (evidentemente, sin sus mujeres) quienes salieron al
encuentro de este santo sacerdote de Nórica cuando murió (Dial. IV, 11 ).
A consecuencia de la severidad con la que la Iglesia de Occidente tra-
taba el celibato, la Iglesia universal comenzó a fraccionarse. La ruptura,
que ya se había puesto en marcha en el concilio general de Nicea (325),
se abrió considerablemente en el Trulano II, un sínodo del año 691/692,
y cuyo nombre viene del <<Trullos>>, la sala abovedada de reuniones del
palacio imperial de Bizancio. Este sínodo tiene todavía hoy una impor-
tancia decisiva para la Iglesia ortodoxa, hasta el punto de considerarle
como el séptimo concilio general. El concilio lo convocó el emperador
Justiniano II como un sínodo del Imperio. En la cuestión del celibato, el
sínodo se pronunció, en parte, contra el papa y abogó, en parte, por un
compromiso. El canon 13 reza: <<En la Iglesia romana, los que deseen re-
cibir el diaconado o el presbiterado deben prometer no tener en adelan-
te relaciones maritales con sus esposas. Pero nosotros, en atención a los
Cánones apostólicos (n. 6), les permitimos proseguir la vida matrimonial.
Quien rompa dicho matrimonio, debe ser depuesto, y el clérigo que
abandona a su mujer apelando a la piedad religiosa, debe ser excomul-
gado. Si se obstina en ello, debe ser depuesto>>. La fórmula de compro-
miso con Roma se encuentra en el canon 48: <<Si alguno es consagrado
obispo, su esposa deberá ir a un monasterio un tanto alejado. Pero el

98
obispo deberá atender a los cuidados de ella. Si es digna, podrá hacerse
diaconisa».
Se puede ver por aquí que el sentimiento de impureza que afecta al
acto matrimonial, es decir, la profanación del sacerdote a través del ma-
trimonio, está también vivo en Bizancio, pero tuvo siempre consecuencias
más benignas que con los papas. Y, por eso, no debe extrañar que el
papa Sergio I se negara a firmar las conclusiones que ya habían firmado
el emperador y 211 patriarcas, obispos y representantes de los obispos.
Dijo que era preferible morir. Se sucedieron luego numerosos enredos
hasta que el papa Juan VIII (872-882), casi dos siglos más tarde, aceptó
las resoluciones, pero empleando una fórmula elástica: acepta todos
aquellos cánones del sínodo Trulano II que <<no contradigan la fe verda-
dera, las buenas costumbres y los decretos de Roma» (Hefele III, p. 316
ss.). Todo hacía pensar que, ante sus ojos, la vida marital sacerdotal se
opone a los tres puntos. La Iglesia ortodoxa fundamenta todavía hoy su
praxis, en relación a esta cuestión, en las decisiones tomadas en el sínodo
Trulano. Los sacerdotes pueden contraer matrimonio antes de ser orde-
nados y permanecer casados después de recibir el presbiterado. Sola-
mente para los obispos cambió algo: para evitar el alejamiento de las es-
posas, solamente pueden ser consagrados obispos los que son monjes.
En Occidente, por el contrario, el proceso, llevado adelante como se
había configurado en el sínodo español de Elvira, tomó un curso más en-
durecido. En Alemania, Bonifacio (t 754), el así llamado apóstol de los
alemanes, consideró como tarea suya principal luchar contra el clero ca-
sado de su tiempo. De la dureza con la que san Bonifacio persiguió su
propósito dan buena cuenta los castigos que impuso a los <<lujuriosos»
sacerdotes, monjes y monjas, en el primer concilio alemán que él convo-
có en el año 742. Un sacerdote culpable debe <<permanecer dos años en la
cárcel, pero previamente debe ser públicamente golpeado y azotado,
después el obispo puede mandar repetir el castigo». Los monjes y las
monjas debían, <<después de recibir la tercera paliza, ir a la cárcel y allí
hacer penitencia durante el transcurso de un año». Igualmente, a las
monjas <<se les cortaba todos los cabellos de la cabeza» (Obras completas
de san Bonifacio, 1859, vol. II, p. 7). A pesar de la actitud rigurosa
adoptada por la Iglesia, parece ser que todavía hacia el año 1000 la
mayor parte de los clérigos estaban casados.
Con el papa León IX (t 1054) comienza la reforma gregoriana, un
movimiento que toma su nombre del papa Gregario VII (t 1085). En el
seno de la Iglesia católica, los movimientos de reforma, además de ser
una consolidación del poder papal, significan principalmente represión de
la mujer e inculcación del celibato. El papa León IX ordenó, en un síno-
do tenido en Roma, que las mujeres de los sacerdotes pasaran a servir,
como esclavas, en el palacio del Laterano (véase Kempf, en Jedin, Hand-
buch d. Kirchengeschichte, vol. IIIII, 1966, p. 407 ss.). Su legado, el
cardenal Umberto, fue quien rompió definitivamente la unidad con la
Iglesia oriental, en la cual, hoy todavía, se casan los sacerdotes. No hay

99
que consignar al puro azar que el gran cisma entre la Iglesia oriental y la
occidental se haya producido en tiempos de la reforma gregoriana, roda
vez que la cuestión relativa al matrimonio de los sacerdotes jugó un
papel decisivo en dicha reforma. El cardenal Umberto, que como dele-
gado papal encabezaba la delegación enviada a Bizancio y que el día 16
de julio de 1054 lanzó el anatema sobre la Iglesia oriental, describía la di-
ferencia, por lo que hace a este punto, entre Roma y Bizancio, de esta
manera: «Jóvenes esposos, exhaustos por el placer sexual, se ponen, se-
guidamente, a servir al altar. E inmediatamente después de esto, con sus
manos santificadas por el cuerpo inmaculado de Cristo, vuelven a abra-
zar a sus mujeres. Esto no es el distintivo de una fe verdadera, sino el in-
vento de Satanás>>, En la Iglesia latina, dijo el cardenal, son ordenados sa-
cerdotes únicamente quienes prometen continencia (C. Will, Acta et
scripta quae de controversiis ecclesiae graecae et latina e, 1861, p. 126).
El patriarca Pedro de Antioquía dio una explicación irónica a la
prescripción del celibato en la Iglesia occidental. En su opinión, los lati-
nos habrían podido perder, seguramente, los documentos genuinos del
concilio de Nicea cuando los vándalos saquearon Roma. También él se
puso de parte del clero desposado de su patriarcado (Georg Denzler, Das
Papsttum und der Amtszolibat, vol. 1, 1973, p. 54).
Otro paladín de la reforma gregoriana es Pedro Damiano (t 1072),
predicador cuaresmal y adversario de las mujeres. Si Cristo ha nacido de
una virgen, es necesario que sean también almas vírgenes las que le sirvan
en la celebración de la eucaristía. Sólo manos vírgenes pueden tocar el
cuerpo del Señor (De dignitate sacerdotii). Como no le entrara en la ca-
beza el hecho de que Pedro, el primer papa, estuviera casado, este hom-
bre, píamente celoso del celibato, pensó: «Pedro lavó en la sangre de su
martirio la mancha del matrimonio» (De perfectione monachorum).
El defensor más insobornable del celibato fue Gregario VII (1073-
1085). De acuerdo con las leyes eclesiásticas de la época, el sacerdote, in-
cluso después de su ordenación, podía contraer matrimonio válido, si
bien, desde ese momento, no podía ejercer el ministerio sacerdotal. Cier-
tamente, esta disposición se quedó en pura teoría, pues muchos sacer-
dotes tenían esposa y tenían también el ejercicio del ministerio. Ésta era
la práctica habitual en muchos lugares. En carta dirigida a Bernoldo,
obispo de Constanza, le deja muy claro qué sea para él el matrimonio del
sacerdote: para él es crimen fornicationis, el crimen de la fornicación. Y
se dirigió al pueblo para que les boicoteara, y prohibió a los laicos, con la
amenaza de la excomunión, participar en la misa o en las funciones reli-
giosas que celebraran los sacerdotes casados. Para él, matrimonio de
los sacerdotes y concubinato era uno y lo mismo.
La única cosecha que Gregario sacaba de los sacerdotes afectados no
era más que una oposición sin ambages. Nos cuenta Lamberto de Hers-
feld que muchos, por esta razón, consideraban que el papa era un hereje
porque había olvidado la palabra de Cristo (<<no todos lo entienden») y
la palabra del apóstol («quien no pueda contenerse, lo mejor es que se

100
case>>). El papa quería hacerles vivir, a la fuerza, como ángeles. Y yendo
contra el curso habitual de la naturaleza, lo que provocaba era la forni-
cación. De mantenerse anclado en su posición, ellos habrían renunciado
antes al sacerdocio que al matrimonio, y entonces vería de dónde sacaba
ángeles para servir en la Iglesia (Hefele, V, p. 23 s.). Y ahora es Sigebert
de Gemblours el que escribe: «Muchos han llegado a ver en la prohibi-
ción que hace de asistir a la misa de los sacerdotes casados una abierta
contradicción con la doctrina de los padres. De aquí nació un malestar
tan grande que nunca la Iglesia estuvo dividida por un cisma tan grande.
Sólo pocos guardan la continencia>> (Hefele, V, p. 24).
El arzobispo Sigfredo de Maguncia siguió al papa, no sin haber pa-
sado antes por muchas vacilaciones (Hefele, V, p. 25 s.). Él animó a sus
clérigos a hacer «voluntariamente>> lo que ellos debían hacer, es decir, o
renunciar al matrimonio o abandonar el sacerdocio, y les aseguraba, a su
vez, que el papa le obligaba a tomar tal actitud. EJ enconamiento de los
sacerdotes fue tan grande que unos pedían la destitución del obispo y
otros, incluso, su muerte, con el fin de intimidar a su sucesor para que se
cuidara de dirigir semejantes atentados contra su matrimonio. El arzo-
bispo envió mensajeros a Roma para rogar al papa que fuera menos se-
vero. Pero su petición no se vio cumplida. En el sínodo de Maguncia del
año 1075 se presentó el arzobispo Heinrich de Chur en calidad de dele-
gado plenipotenciario del papa y ordenó al arzobispo queobligara a sus
clérigos a renunciar al matrimonio o al sacerdocio. Una vez más la fu-
riosa protesta fue tan poderosa y la situación para el arzobispo tan pre-
caria, que no se atrevió a emprender nada en esta ocasión. Protestas pa-
recidas surgieron en Passau contra el obispo A!tmann, quien calificaba el
matrimonio de los sacerdotes de <<vicio» sobre el cual caería el castigo
eterno (Hefele, V, p. 27). Se llegaron a dar, incluso, agresiones físicas
contra el obispo.
Quien llegó a hacer exactamente todo lo contrario de lo que orde-
naba el papa fue el obispo Otto de Constanza: no solamente permitió a
los sacerdotes casados permanecer en su vida matrimonial, sino que au-
torizó también a casarse a los sacerdotes que no lo estaban. El papa es-
cribió una encíclica en la cual invitaba a todos los sacerdotes y laicos de
Alemania a no obedecer a los obispos que estaban contra el celibato. En
el año 1078 el papa puso en entredicho una carta de san Ulrico de
Augsburgo en la que éste se manifestaba a favor del matrimonio de los
sacerdotes (Hefele, V, p. 121).

También en otros países hubo protestas. Ahí está, por ejemplo, el sí-
nodo de París del año 1074. Casi todos los obispos, abades y el resto del
clero estaban convencidos de que el papa obraba injustamente, y cuando
el abad Galterio de San Martín, en Pontoise, declaró que el rebaño debía
obediencia al pastor, se levantó un tumulto. Los sacerdotes le escupieron,
le pegaron y le arrojaron fuera (Hefele, V, p. 28). Lo mismo le sucedió al
arzohispo Juan de Roucn cuando en el sínodo del año 1074 amenazó con

1() 1
excomulgar a los sacerdotes casados. Le echaron a pedradas de la iglesia.
Y su sucesor, Goisfred de Rouen, también por la cuestión del celibato,
tuvo que contemplar una pelea que se armó en la Iglesia durante el sí-
nodo del año 1119.
Estos hechos que siguen muestran hasta qué punto tuvieron que sufrir
las mujeres que estaban por medio: el papa Urbano II, sucesor del papa
Gregario VII, había decretado ya en el año 1089, en el sínodo de Melfi,
que si un diácono no se separaba de su mujer «el príncipe podía tomarla
como esclava» (Decretum Gratiani, pars ll, dist. XXXII, c. 10; Hefele, V,
p. 175). En el año 1099 el arzobispo Manasse II de Reims dio autoriza-
ción al conde de Flandes para que metiera en la cárcel a las mujeres de los
clérigos (Hefele, V, p. 231). El sínodo celebrado en Londres (1108), y que
había organizado el famoso Anselmo de Canterbury con el propósito de
implantar con todo ahínco el celibato, establecía que las mujeres de los
sacerdotes pasaban a ser propiedad del obispo (can. 10).
Por este tiempo, ya rondaba por la cabeza de las autoridades ecle-
siásticas la convicción de que el matrimonio de los sacerdotes fuera in-
válido, pero esto iba frontalmente en contra de la legislación vigente en-
tonces en la Iglesia. El papa Inocencia li (t 1143) se expresaba como
sigue en el sínodo de Clermont, de 1130: <<Toda vez que los sacerdotes
deben ser templo de Dios, recipientes del Señor y santuario del Espíritu
Sarito ... , va contra toda su dignidad yacer en el lecho matrimonial y
vivir en la impuridad>> (Mansi, Sacr. conc. collectio 21,438). Angulando
las cosas de esta manera, las esposas no pasaban de ser meras <<concubi-
nas», a las que no asistía derecho alguno.
Fue el papa Inocencia Il quien, en el segundo concilio Lateranense del
año 1139, dio el paso definitivo en la nueva legislación. En él se declaró
oficialmente que el matrimonio de los sacerdotes no solamente estaba
prohibido, sino que los matrimonios contraídos después de la ordenación
sacerdotal eran inválidos, es decir, desde ahora en adelante la Iglesia no
los contempla como matrimonios. Ante los ojos de la Iglesia el sacerdo-
te está incapacitado para contraer matrimonio. Con esto, los sacerdotes
que se había desposado después de su ordenación deberían separarse. Y
se argumentaba así: <<Para que con ello la pureza, tan grata a Dios, se ex-
tienda a todas las personas de la Iglesia y a los grados diversos de con-
sagración». Dicho claramente, los matrimonios en la Iglesia católica son
indisolubles, pero en atención al interés de la <<pureza» de los sacerdotes,
los matrimonios contraídos válidamente se declaraban nulos y los espo-
sos tenían que separarse.
A partir del año 1139 prevaleció la norma de no ordenar sacerdotes
a aquellos de quienes la Iglesia tenía conocimiento de su matrimonio. Y
este conocimiento a la Iglesia no le era posible tenerlo siempre hasta que
llegó la fecha de 1563 (se introduce la obligación de la forma para con-
traer matrimonio). De modo que, contemplado desde un punto de vista
del derecho eclesiástico, hasta 1563 existían todavía sacerdotes válida-
mente matrimoniados, siempre y cuando se hubieran casado en secreto

102
antes de su ordenación sacerdotal. Sin embargo, a partir del año 1139, y
a despecho del derecho eclesiástico vigente, los términos que emplea la
Iglesia para referirse a las esposas de los sacerdotes no son otros que los
de «concubinas>> o <<prostitutas>>, como las llama el papa Alejandro I1I
(t 1181), o <<adúlteras>>, como las califica el papa Inocencia III (t 1216).
Y ahí está el sínodo provincial de Rouen, que en el año 1231 determinó
que a las concubinas de los sacerdotes se las rapara la cabeza delante de
la comunidad cristiana durante los oficios divinos y se las castigara de-
bidamente.
En Alemania, en el año 1227, el papa Gregario IX encomendó al te-
mible Conrado de Marburgo que tomara medidas eficaces encaminadas
a que los sacerdotes alemanes abandonaran a sus concubinas. Este Con-
rada de Marburgo, confesor de santa Isabel de Turingia, «inquisidor
papal para toda Alemania>> desde 1227, instrumento al servicio del cen-
tralismo papal, visitador (controlador) del clero, recaudador de fondos
con destino a la cruzada y cerebro de la cruzada de 1227, murió asesi-
nado en 1233 a consecuencia de la gran persecución de herejes que él de-
sencadenó en Alemania.
Siglos estuvo protestando el clero danés contra la obligación del celi-
bato. En Suecia comenzó a introducirse en el siglo XIII. En Italia, el síno-
do general de Melfi reaccionó, en 1284, contra los «minoristas (clérigos
con órdenes menores), que habiéndose desposado teniendo sólo órdenes
menores, luego, al recibir las órdenes mayores, continuaban viviendo
con sus mujeres como era costumbre entre los griegos». En España, en el
año 1335, el sínodo de Salamanca determinó potenciar la prohibición del
matrimonio entre los clérigos mayores. La elevada abundancia de pres-
cripciones sinodales en la Edad Media contra el matrimonio de los sa-
cerdotes denota la extensa difusión de éste. Contra el «concubinato>> de
los sacerdotes se alzaron, por ejemplo, el sínodo de Saumur en 1253, el
de Albi en 1254, el de Colonia en 1260, el de Viena en 1267, el de Ofen
en 1279, el de Bourges en 1280, el de St. Polten en 1284, el de Würzburg
en 1287, el de Grado en 1296, el de Rouen en 1299, el de Peñafiel (Es-
paña) en 1302, el de Colonia en 1310, el de Bérgamo en 1311, el de
Notre-Dame-du-Pré, cerca de Rouen, en 1313, el de Bolonia en 1317, el
de Valladolid en 1322, el de Praga en 1349, 1365 y 1381, el de Padua en
1350, el de Benevento en 1378, el de Palencia en 1388, etc. La lista no se
Kaba aquí, aún se puede completar y alargar.
El sínodo de Münster del año 1280 prohíbe a los sacerdotes asistir a
1~ ?oda de sus hijos o a sus funerales (can. 2). Esta medida pone de ma-
~IÍ!esto hasta qué punto la Iglesia carecía de entrañas cuando se proponía
Imponer el celibato obligatorio. De la misma falta de sensibilidad la
a~usan disposiciones dadas a conocer en diversos lugares y que prohi-
b_Ian enterrar por la Iglesia a las mujeres de los sacerdotes. Vale como
eJemplo el sínodo de Valladolid del 1322 (can. 7). El sínodo de St. Polten,
de 1284, ordenaba que los sacerdotes se delatasen mutuamente.
En Alemania, por esta época y a este respecto, continuaban existien-

10.1
do dificultades generalizadas. De esto da buena cuenta el sínodo de Bre-
men de 1266, en el que participó el delegado del papa (Clemente IV), el
cardenal Guido: <<Los subdiáconos y los clérigos mayores que hayan to-
mado para cohabitar con ellos una mujer bajo el nombre de esposa y con
la que, de hecho, mantienen relaciones maritales, serán despojados para
siempre de todos los ministerios eclesiásticos. Los hijos nacidos de tales
uniones prohibidas no tienen derecho alguno a los muebles de sus padres,
y cuanto dejaren a su muerte se repartirá entre el obispo y el pueblo. Los
hijos de tales eclesiásticos serán infames de por vida. Y dado que algunos
prelados permiten esta impureza a cambio de dinero, nosotros, por eso,
excomulgamos y anatematizamos a todos aquellos, eclesiásticos y laicos,
prelados y subordinados, que protegen públicamente o en secreto a tales
clérigos concubinos, e igualmente a aquellos que cooperan para que no se
cumpla este estatuto, que debe ser leído en todos los sínodos diocesanos
y provinciales. Y les queda prohibida la entrada en la iglesia a aquellos
clérigos y laicos que en adelante confíen a sus hijas o hermanas a clérigos
con órdenes mayores, ya sea con el fin de un presunto matrimonio o de
concubinato» (Hefele, VI, p. 84).
Las oposiciones al celibato continuaron. Y lentamente los aconteci-
mientos iban empujando las cosas hacia otro tipo de reforma distinta de
la gregoriana: la Reforma. Así, en el concilio de Basilea del año 1435 se
presentó un documento de reforma que llevaba el aval de la firma del
emperador Segismundo (Reformatio Sigismundi) y en el que se pedía
la eliminación del celibato: los sacerdotes deberían vivir como en Orien-
te o en España, <<donde los sacerdotes tienen esposas». Además, no exis-
te ninguna palabra en la que Jesucristo prohíba casarse a los sacerdotes y
la prohibición ha traído ya más frutos malos que buenos (Denzler, I,
p. 177 s.). El escrito no salió adelante.
Por otra parte, muchos sacerdotes tampoco se atuvieron después al
celibato. España no tenía leyes eclesiásticas distintas a las de otros países
de Occidente y, sin embargo, parece ser que allí el matrimonio de los sa-
cerdotes era la práctica habitual. Francisco de Borja (1510-1572), el
tercer padre general de la orden de los jesuitas y bisnieto del papa Ale-
jandro VI, pasó su infancia en el palacio episcopal de Zaragoza, en el
cual sus abuelos, el arzobispo don Alonso de Aragón y la dama noble
Ana Urrea, vivían juntos de manera oficial y completamente a las claras.
Y Pedro López, párroco vasco y hermano de Ignacio de Loyola, funda-
dor de la orden de los jesuitas, dejó a su muerte, en el año 1529, cuatro
hijos. Y él no fue un caso de excepción.
Y por lo que hace a los sacerdotes de Alemania, cantan por sí solas
las palabras del canónigo de Maguncia, Karl de Bodmann, quien en
1525 constata «un aumento increíble de la indisciplina entre el clero ale-
mán desde el momento en el que se hizo la proclamación del así deno-
minado nuevo evangelio» (el de Lutero). Lutero, un monje agustino,
hizo suyo el tema. El éxito de sus ataques al celibato y a los votos de los
religiosos fue tan enorme que todo un movimiento a favor del matrimo-

104
nio se apoderó del clero e hizo presa también entre los monjes y religio-
sas. Los primeros reformadores fueron todos sacerdotes, a excepción de
Melanchthon. Erasmo de Rotterdam (t 1536), el célebre humanista, el
segundo hijo nacido de un sacerdote y de la hija de un médico, fue tam-
bién sacerdote y se unió igualmente a la lucha para que <das concubinas
se convirtieran en esposas» (De conscribendis episcopis 47).
Cuando el nuncio apostólico Morone amonestó, en el año 1542, al
arzobispo Albrecht de Brandenburgo sobre la urgencia del celibato, res-
pondió el arzobispo: <<Yo sé que todos mis sacerdotes tienen concubinas.
¿Pero qué puedo hacer yo? Si les prohíbo las concubinas, entonces o las
convierten en esposas o se hacen luteranos>> (cf. Das Schreiben Morones
an Kardinal Farnese, Monumenta Vaticana, ed. H. Laemmer, 1861, p.
412). No ayudó nada a resolver el asunto el gesto que tuvo el papa
Pablo IV (t 1559) al encargar al artista Daniele da Volterra que vistiera
las figuras desnudas del <<Juicio final», el gigantesco fresco que Miguel
Ángel pintara en la Capilla Sixtina. Cuando el nuncio apostólico Com-
mendone informa a Roma, en el año 1561, sobre la corte del duque de
Kleve, refiere que fue el mismo duque quien le comunicó que en sus tie-
rras <<no había ni cinco sacerdotes que no vivieran en público concubi-
nato>> (A. Franzen, Zolibat und Priesterehe, 1969, p. 82). El delegado del
duque Albrecht de Baviera, Augustin Baumgartner, informa en el conci-
lio de Trento de 1562 que en su reciente visita a Baviera <<no encontró,
entre cien sacerdotes, más que tres o cuatro que no vivieran en público
concubinato o que no hubieran contraído matrimonio oculta o abierta-
mente>>. Baumgartner puso de relieve en su impresionante discurso diri-
gido al concilio que la mayoría de las provincias protestantes de Alema-
nia hubieran permanecido fieles a Roma si en ese punto secundario,
como es el matrimonio de los sacerdotes, se hubiera mostrado más com-
placiente (Concilium Tridentinum, ed. Gorresgesellschaft, 1901 ss., VII,
p. 620 ss.).
Pero el concilio de Trento, que aún continúa siendo hoy el funda-
mento esencial de la doctrina católica, no solamente no manifestó con-
descendencia hacia el matrimonio de los sacerdotes, sino que declaró ta-
jantemente: <<Si alguno dice que no es mejor y más santo permanecer en
la virginidad y en el celibato que casarse, sea excomulgado>>. De las tres
posibles medidas que ante el problema podía haber tomado el concilio
-y ¿quién puede hablar de tomar medidas, a secas, sin incurrir en te-
meridad?-, a saber, que el matrimonio tiene más valor ante Dios que el
celibato, o que el matrimonio y el celibato comparten el mismo valor, o
que, finalmente, el celibato está ante Dios por encima del matrimonio, de
ellas, los celibatarios padres conciliares optaron por la tercera. Ello se
comprende, pues pensaban en la superior estimación de su propia valía y
esto había que dejarlo estipulado en un artículo de fe. Así que ninguna
persona casada, desde ahora, podrá osar decir que el matrimonio tiene
ante Dios el mismo valor que el celibato, porque queda excomulgada. La
arrogancia de los celibatarios es insoportable.

105
Concluido el concilio de Trento, el emperador Fernando se dirigió
con un escrito del 1564 a muchos cardenales y resaltó que de haberse
ofrecido a los sacerdotes la posibilidad de casarse, de los que se pasaron
a los «sectarios» (luteranos) casi todos hubieran permanecido en la Igle-
sia católica (Denzler, II, p. 225). Pero todo continuó igual. En la diócesis
de Constanza, por ejemplo, prevalecieron situaciones que resultaban
muy tristes a la vista de los celibatarios. El nuncio Bartolomé de Portia
escribe, en 1576, al obispo auxiliar de Constanza que el concubinato de
los sacerdotes no es estimado ni como vergüenza ni como vicio. Los sa-
cerdotes, dice, no sentían recelo alguno en subir al altar con impuros co-
razones y manos manchadas en el cubil más vergonzoso, para tocar el
santo cuerpo de Cristo en presencia de los ángeles. Él no podía estar pen-
sando mucho tiempo en este sacrilegio sin romper en lágrimas (Denzler,
II, p. 242).
Las transgresiones del celibato fueron frecuentemente castigadas con
multas. Según los cálculos de sus adversarios protestantes, el obispo de
Constanza, Hugo de Landenberg, recaudó para su diócesis en el año
1521 cerca de 6.000 florines en pago de las multas impuestas por los
1.500 hijos de curas que anualmente venían al mundo (Flugschriften
aus den ersten ]ahren der Reformation IV,7, ed. Schottenloher, 1911,
p. 305 s.). De esta manera, la cuestión del matrimonio de los sacerdotes
desempeñó un papel nada despreciable en la difusión de la reforma de
Lutero: muchos se hicieron protestantes por una razón de ahorro como,
por ejemplo, el párroco católico Samuel Frick de Maienfeld, quien de
1515 a 1521 pagó puntualmente al obispo sus impuestos por sus siete
hijos, hasta que se hizo protestante (0. Vasella, Reform und Reformation
in der Schweiz, 1958, p. 51). Este cambio supuso para él, como para
otros muchos, ventajas económicas. Los visitadores eclesiásticos (ins-
pectores de la Iglesia) podían apreciar si estaban en presencia de un
protestante o de un católico, según que el párroco se dirigiera al ser fe-
menino que se encontraba en la casa con el término de uxor (esposa) o el
de {amula (sirvienta). Uxor o {amula, esposa o fregona, llegaron a serpa-
labras claves para la diferenciación confesional. Y en este proceso de con-
figuración de la confesión y búsqueda de funciones, toda la diferencia, al
principio, radicaba en esto, en que uno, a la que era su esposa, la pre-
sentaba como sirvienta (párroco católico), y el otro declaraba su sirvien-
ta como esposa (párroco protestante). Pero el vicepárroco católico de
Heerdt encontró una fórmula ecuménica y en 1569 dijo a los visitadores
a la cara que él sin su asistenta ({amula) y sus cuatro hijos no podía sacar
adelante su pobre hacienda (A. Franzen, Visitationsprotokolle, 1960,
p. 109 s.).
Pero, incluso después de la Reforma, hubo muchos sacerdotes cató-
licos que se consideraban desposados. El obispo Philipp de Worms es-
cribe en una carta del año 1598 al decano de Wimpfen: excepción hecha
del decano, <<todos las personas eclesiásticas tienen el vicio vergonzoso y
enojoso del concubinato». Una visita de supervisión hecha en Osna-

106
brück en 1624-25 arrojó el dato de que la mayor parte del clero vivía en
concubinato. Una vez más se hizo frente a la situación con toda brutali-
dad. El sínodo de Osnabrück hizo saber en 1651: <<Visitaremos ... de
día y de noche las casas de las que tenemos sospechas y mandaremos que
el verdugo marque a fuego públicamente a las personas vergonzantes, y
las autoridades que muestran pasividad o descuido recibirán nuestro
castigo>> (Decr. 26; cf. Deschner, Das Kreuz mit der Kirche, p. 162). Asi-
mismo, en el siglo XVII, el arzobispo Fernando de Baviera ordenó meter
en la cárcel a las esposas de los sacerdotes o expulsarlas de su territorio
(Franzen, Zolibat und Priesterehe, p. 97). El obispo de Bamberg, Gott-
fríed de Aschhausen, recurrió al poder civil «para que entrara en las casas
parroquiales, sacara de ellas a las concubinas, las azotara públicamente y
las pusiera en prisión>> (Deschner, p. 164).
El grado de desorientación que trajo consigo la visión que Lutero
tenía sobre el matrimonio de los sacerdotes y de las personas que perte-
necían a órdenes religiosas se puede apreciar con el caso de las religiosas
agustinas del convento de Lacock, en Inglaterra, la cual, a consecuencia
del asunto concerniente al divorcio de Enrique VIII, se había separado de
Roma. El monasterio se fundó en el siglo XIII y fue uno de los últimos
monasterios que Enrique VIII disolvió en el año 1539. El monasterio se le
vendió a William Sherrington, gentilhombre de la corte de Enrique VIII y
hoy día continúa en propiedad de esta familia. Al principio, Enrique
mandó a las religiosas a sus casas, pero, afectado aún por la tradicióp ca-
tólica, determinó que ninguna religiosa inglesa podía casarse. El no
quiso saber nada de las nuevas ideas luteranas de Alemania que estaban
de moda. Bajo su hijo Eduardo VI, Inglaterra pasó a ser protestante de
manera más decisiva. Las religiosas pudieron entonces casarse y mu-
chas lo hicieron. Poco tiempo después subió al trono María, la hija que
Enrique tuvo de su primer matrimonio con Catalina de Aragón, y María
era católica. Así que las religiosas en cuestión, que en el entretanto se ha-
bían desposado, tuvieron que oír que vivían en pecado mortal. Se las or-
denó volver a sus hábitos lo antes posible. Pero esto era también todo lo
que podían hacer, pues ni siquiera la reina María consiguió desalojar a
William Sherrington de su bello palacio, por el que había pagado mucho
dinero. Después subió, finalmente, al trono Isabel, quien declaró que las
religiosas estaban legalmente casadas. Tenemos noticia de sólo una reli-
giosa que consiguió encontrar de nuevo a su marido y reemprender la
vida matrimonial que la Contrarreforma había interrumpido (Bamber
Gascoigne, Die Christen, 1981, VII,14).
La Ilustración y la Revolución francesa no miraban con buenos ojos
el celibato. En el año 1791 la Revolución francesa hacía público que a
nadie se le podía impedir casarse. Miles de sacerdotes, entre ellos el
obispo Talleyrand, contrajeron matrimonio. El concordato que Napo-
león firmó con Pío VII en el año 1801 significó la revitalización del celi-
bato. El siglo XIX, con sus dogmas de la inmaculada concepción en 1 854
y el de la infalibilidad del papa en 1870, además de ser un siglo papista y

107
mariológico, es también el siglo del celibato. Ya en el siglo XX, los fas-
cistas, en Italia, con los acuerdos del Laterano y el concordato que el go-
bierno italiano firmó con el Vaticano, cooperaron a que prevalecieran las
ideas eclesiásticas sobre el celibato. El concordato del 1929 establecía que
los sacerdotes no podían desempeñar cargos estatales o públicos ni per-
manecer en ellos sin el permiso del obispo competente. Con esto se
había programado ya la miseria de los sacerdotes casados.
Tiene todavía hoy una importancia decisiva para los celibatarios la
idea de que el cuerpo es algo negativo del cual tiene que liberarse quien
quiera estar en la cercanía de Dios. En la encíclica E/ sacerdocio católico
que publicó Pío XI en el año 1936 se resalta: <<Puesto que Dios es espí-
ritu, parece conveniente que quien se dedique y consagre a su servicio, se
libere también, en cierto modo, de su cuerpo>> (versión alemana auténti-
ca, 1936, p. 18). Y con bello y humilde recato prosigue: «Si uno tiene
una misión, que en cierto sentido supera la de los más puros espíritus que
están delante del Señor, ¿no es lo más cabal que deba vivir, en lo más po-
sible, como un espíritu puro?» (lbid. p. 20). En el afán de vivir como
puros espíritus, los celibatarios se han desembarazado de su tarea pri-
mera y más importante, la de vivir como hombres en medio de los hom-
bres.
Pablo VI, el día 25 de octubre de 1969 y en la basílica Santa Maria
Maggiore, dirigía a la virgen María esta oración: <<Enséñanos lo que
nosotros humildemente ya conocemos y confesamos con fe: ser puros
como tú lo eres; ser castos, es decir, mantenernos fieles a este grandioso
y sublime deber que es nuestro santo celibato; hoy, toda vez que tantos
discuten el celibato y que algunos ya no lo entienden más». Sin duda, se
trata aquí exclusivamente de una invocación a María, la de la Iglesia ro-
mana de Occidente, la que se pone de parte de los celibataríos puros y
castos y que combate el matrimonio impuro e incasto de los sacerdotes.
Pero algunos grados más de longitud hacia el Este, María carece del
ámbito adecuado donde poder ejercer su doctrina y su acción, porque allí
desde hace mucho tiempo existen curas casados.

La encuesta que se hizo en el año 1974 entre los aspirantes al sacer-


docio revela que también hoy el celibato es rechazado por los interesados
y que, por tanto, es vivido más o menos de mala gana o soportado: «El
52% piensa que es necesario que en el futuro la obligación del celibato
sea suprimida y dejada a la decisión libre de cada cual; el 27% conside-
ra que esta propuesta vale la pena pensarla; un 11% dice que no es ne-
cesario considerar la propuesta, y un 9% dice que la propuesta es im-
pensable>> (Geist und Leben,49, 1976, 1, p. 65). Los mismos resultados
arroja la encuesta hecha entre los sacerdotes, sobre todo entre los jóve-
nes: <<En el tema del celibato, los aspirantes al sacerdocio tienen la
misma opinión que los sacerdotes jóvenes>> (!bid.).
Así se explica que muchos sacerdotes vuelvan la espalda al celiba-
to. Se estima que en la Alemania Occidental la cifra alcance unos 6.000

108
( Christenrechte in der Kirche, 13! circular, 1987, p. 61 ), en Italia se
habla de 8.000, en Francia, también de 8.000, y en Estados Unidos de
17.000. No se incluyen en esta estadística los hombres y mujeres que per-
tenecen a órdenes religiosas (Ursula Goldmann-Posch, Unheilige Ehen.
Gesprache mit Priesterfrauen, 1985, p. 12). La <<Asociación de sacerdo-
tes católicos y sus esposas>>, que se fundó en Bad Nauheim en 1984, da la
cifra de 80.000 en todo el mundo. Eso supone el 20% de la totalidad del
clero existente en el mundo entero. «Pablo VI, durante su pontificado
( 1963-1978 ), redujo al estado laica! a 32.000 sacerdotes, es decir, que-
daron dispensados de sus ministerios sacerdotales y, con ello, también de
la obligación del celibato. Desde Juan Pablo II, el Vaticano no concede,
prácticamente, ninguna reducción al estado laica!. En Roma se habla de
"retenciones" ... Las cifras no oficiales hablan de más de 10.000 solici-
tudes congeladas>> (Goldmann-Posch, p. 13 ). Ciertamente, el número
de los que desean abandonar el celibato y casarse se incrementaría si los
afectados, tras abandonar su ministerio, no tuvieran que encontrarse
con su nada profesional, pues no tienen derecho ni al dinero del paro ni
a una ayuda para el trabajo ni para formarse en una nueva profesión. El
problema en muchos casos adquiere dimensiones ya tan graves que una
comisión del Parlamento alemán ha presentado al gobierno de la nación
un informe sobre el tema.
Hoy por hoy cabe pensar que el número de sacerdotes que no están
casados, pero que mantienen relaciones sexuales con una mujer, supera
con mucho el número de los sacerdotes casados. Consta, además, que la
estimación que los sacerdotes hacen entre ellos sobre el tema no difiere en
absoluto. «Una investigación realizada no hace mucho por un grupo
que trabajaba el tema del celibato y que encuestó a 1.500 sacerdotes del
arzobispado de Colonia concluye que el 76% de los interrogados piensan
que son muchos los eclesiásticos que viven, sin más, con una mujer>> (U.
Goldmann-Posch, p. 15).
El celibato ha llegado a ser una ficción, y la respiración artificial
papal tampoco va a conseguir salvar al paciente. Las razones dadas por
el papa para justificar el celibato son cuestionables. Uno de los argu-
mentos más flojos lo proporciona Juan Pablo II en un escrito del año
1979 dirigido a todos los sacerdotes de la Iglesia en el día de jueves
santo: «Aquellos que piden una "laicización" de la vida sacerdotal y que
dan por bienvenidas las distintas formas en las que se expresa, nos deja-
rían, sin duda, en la estacada en el momento en el que sucumbiéramos a
la tentación. Entonces dejaríamos de ser interesantes y populares>> (ver-
sión del secretariado de la Conferencia episcopal alemana). Si el sentido
del modo de vida del celibatario consiste en <<ser interesantes y popula-
res,, con otras palabras, en hacerse los interesantes, ha llegado entonces
el momento de declarar en bancarrota este sistema.

109
Capítulo 8

EL MIEDO DE LOS CELIBATARIOS


A LAS MUJERES

Jesús era amigo de mujeres, el primero y, casi al mismo tiempo, también


el último amigo de las mujeres en la Iglesia. Llamaba la atención porque
tenía trato con las mujeres y en su derredor había «muchas mujeres>> (Le
8,3), lo cual, para un maestro judío, un rabino, era absolutamente ina-
decuado y sin precedentes en la historia. No solamente tuvo doce discí-
pulos, tuvo también muchas discípulas, entre ellas, incluso, damas de la
sociedad, como Juana, la esposa de un alto oficial de Herodes. A estas
mujeres hoy se las llamaría <<emancipadas>>, porque no aceptaban el
papel tradicional de la mujer, sino que, por el contrario, ellas mismas fi-
nanciaban el grupo de Jesús <<con sus propiedades>> (Le 8,3).
En la época de Jesús las cosas, en general, estaban así: si una mujer
hablaba en la calle con un hombre, el marido, sólo por esto, podía re-
pudiarla sin darle el pago previsto por contrato matrimonial, equivalen-
te un tanto a nuestra ayuda por manutención y cuidado. Y, al revés, era
una deshonra para el alumno de un maestro, y con mayor motivo para
un rabí, hablar con las mujeres en la calle. Estas mujeres en torno a Jesús,
sus discípulas, no eran oyentes pasivas. Las mujeres fueron las primeras
en anunciar la resurrección de Jesús. En Lucas (24,9) se dice: <<Ellas, las
mujeres, anunciaron esto a los once y a todos los demás>>, Esto no es una
información meramente privada: la palabra griega empleada (apaggellein,
anunciar) tiene un carácter oficial. La naturalidad de Jesús con las mu-
jeres chocaba a sus propios discípulos. A la samaritana del pozo le pidió
agua para beber y conversó con ella, a pesar de que los judíos vivían ene-
mistados con los samaritanos. <<Y entonces llegaron sus discípulos y se
extrañaron de que estuviera hablando con una mujer. Pero ninguno de
ellos dijo: ¿qué quieres? o: ¿qué hablas con ella?» (Jn 4,27).
En todo esto sus discípulos no le siguieron. El trato natural de Jesús
con las mujeres, el respeto que les manifestó, los varones con cargos ofi-.

11 1
cialcs en la Iglesia lo hicieron evolucionar, después de su muerte, en
una mezcla especial de miedo paralizante, desconfianza y arrogancia a la
hora de relacionarse con la mujer. Un testimonio poético de la actitud
piadosa de distancia hacia las mujeres lo encontramos en la segunda
carta pseudoclementina A las vírgenes, escrita posiblemente en el siglo III,
pero atribuida, hasta tiempos muy recientes, al papa Clemente l (91-100)
y, por ello, tuvo mucha importancia en la formación clerical de los va-
rones: <<Con la ayuda de Dios hacemos esto: no vivimos con vírgenes ni
tenemos con ellas nada en común. No comemos ni bebemos con vírge-
nes, y donde duerme una virgen nosotros no dormimos. Tampoco lavan
las mujeres nuestros pies ni los ungen. No dormimos, en modo alguno,
donde hay una virgen consagrada a Dios, ni siquiera permanecemos allí
una noche» (cap. 1). Y donde el Pseudo-Clemente pernocta, «allí tam-
poco puede haber mujer alguna, ni joven ni casada, ni vieja ni consa-
grada a Dios, ni criada cristiana ni pagana, sino solamente varones pue-
den estar con varones» (cap. 2). Estas palabras del pseudo-papa resultan
sobremanera curiosas porque su autor, evidentemente, pretende ir en la
castidad más allá de Jesús. Hay una alusión muy clara a la escena de la
mujer pecadora, que con sus lágrimas lavó los pies a Jesús y los ungió y
los besó. El autor, desde su pureza celibataria, no hubiera tolerado
nunca que a él le hicieran algo semejante, y con su propio modelo y me-
dida de castidad hacía una afrenta a Jesús, que comió y bebió con muje-
res, habló con ellas y no consideró un escándalo dormir en una casa
donde también duermen mujeres.
Los celibatarios no han conseguido nunca tratar con normalidad a
las mujeres. Su estado y modo de vida se asienta en una tan marcada di-
ferenciación y oposición respecto del matrimonio y la feminidad, que ven
siempre a la mujer como negación y amenaza a la existencia del celibato.
A veces, a ellos las mujeres les parecen también la personificación de las
trampas del diablo. Es por su lado por donde acecha a esta tierra el más
grande de los peligros. Crisóstomo lo dejó claro en su escrito Sobre el sa-
cerdocio: <<Hay en este mundo muchas ocasiones que debilitan la con-
ciencia del alma. De todas ellas, el primer lugar lo ocupa el trato con la
mujer. En su preocupación por el sexo masculino, el superior no puede
olvidar el sexo femenino, ya que precisamente su fácil inclinación al pe-
cado necesita de un cuidado mayor. En tal circunstancia el enemigo
malo puede encontrar muchos caminos para infiltrarse secretamente.
Porque el ojo de la mujer llega a nuestra alma y la inquieta, y no sólo
ciertamente el ojo de la mujer desordenada, sino también el ojo de la
mujer casta» (Sobre el sacerdocio VI, cap. 8). Tampoco el celibato con-
sigue, evidentemente, transformar a los varones en seres sin sexo, y, por
ello, <<el ojo de la mujer>> continúa siendo un peligro permanente.
Agustín desempeñó un papel decisivo en el comportamiento de los
celibatarios con las mujeres. Este santo ha impregnado el ideal de la
piedad cristiana como nadie antes de él ni después. Por esta razón, su ac-
titud negativa hacia las mujeres es especialmente fatal. Es difícil imagi-

112
narse un antagonismo mayor que el que encontramos entre el compor-
tamiento de Jesús y el de este gran santo. Posidio, su gran amigo, que
convivió con él largos años, refiere: <<Nunca una mujer puso el pie en su
casa, nunca habló con una mujer sin la presencia de una tercera persona
ni fuera del locutorio. No hizo excepción ni siquiera con su hermana
mayor ni con las sobrinas, religiosas las tres>> (Vita 26). Esta actitud per-
mite pensar que estaba psicológicamente perturbado.
Las mujeres eran un peligro moral que crecía tanto más cuanto las
autoridades de la Iglesia constreñían más a los sacerdotes a vivir célibes.
La fobia hacia las mujeres, tal como la encontramos en Agustín, se lapo-
dría contemplar como una situación privada ridícula, siempre y cuando
tal modo de comportamiento patológico no tuviere consecuencias legales
en la Iglesia. Pero tuvo consecuencias legales, que para muchas mujeres
significaron un perjuicio inmenso. El sínodo de Elvira prohibió a los clé-
rigos albergar en la casa a sus propias hijas, a no ser que se tratara de vír-
genes que hubieran hecho voto de castidad. Numerosos sínodos prohíben
a las mujeres vivir en la casa de los clérigos si no son familiares de ellos:
por ejemplo, el sínodo de Orleans del año 549 (ninguna mujer extraña en
casa <<e incluso las mujeres que son familiares no deben estar en la casa a
horas inconvenientes» fHefele, III, p. 3]); el de Tours del567 (el clérigo
puede tener en casa «Solamente a la madre, a la hermana, a la hija>>, «a
ninguna religiosa, a ninguna viuda, a ninguna sirvienta»); el de Macon
del año 581 («sólo la abuela, la madre, la hermana o la sobrina pueden
vivir con él si es necesario>>); el de Toledo en el 633 («en casa del clérigo
no puede vivir ninguna mujer a excepción de la madre, hermana, hija,
tía>>); el de Roma del 743 («ninguna mujer a excepción de la propia
madre o familiares próximos»). El tercer sínodo de Toledo determina que
todos los clérigos que tienen en sus casas personas extrañas que despier-
tan sospechas, deben ser castigados, y las mujeres vendidas por el obispo
como esclavas. De manera similar, un sínodo provincial de Sevilla (hacia
el 590) encargó a jueces de la sociedad vender las mujeres que se encon-
traran en las casas de los clérigos. El cuarto sínodo de Toledo (633) re-
pite la orden dada en el tercero: Si los clérigos tienen trato con mujeres
extrañas, éstas serán vendidas y a ellos se les impondrá penitencia. El sí-
nodo de Augsburgo del 952 determinó que las mujeres «sospechosas>>
fueran expulsadas de las casas de los clérigos con el látigo. Los sínodos
de Sens en 1269, Borges en 1286 y el concilio nacional alemán de Würz-
burg de 12S7 prohibieron a los clérigos tener cocineras.
Pero no solamente las mujeres extrañas, es decir, las que no eran fa-
miliares, eran únicas sospechosas en las casas de los clérigos, sino que lo
eran, incluso, las familiares más próximas: el papa Gregario 1 (t 604)
aconseja en una carta (carta 60) a los obispos no vivir siquiera en com-
pañía de la madre o de la hermana. El sínodo de Nantes (658) informa
sohre n.:I:H:iones desviadas de los sacerdotes con sus madres y otras mu-
jeres t·uando dice: «Los clérigos no deben tener en casa ni siquiera la
madre, !.1 hermana o la tía, puesto que ya se han dado incestos horri-

111
bies>>. Que ni siquiera la madre y la hermana deben vivir en casa de los
clérigos lo establece también el sínodo de la reforma de Metz en el 888,
y en el mismo año el sínodo de Maguncia dice en el artículo 10: <<Los clé-
rigos no deben, en absoluto, tener mujer alguna en casa, ya que algunos
hasta con sus propias hermanas han faltado». Todas estas disposiciones
permiten imaginar cuánta desgracia ha sobrevenido a tantos seres hu-
manos a través de la infeliz obligación del celibato.
Las disposiciones que siguen encajan con la función de tentadora que
la mujer tiene a los ojos de la Iglesia: donde se alberga un sacerdote no
puede entrar ninguna mujer, así se dice en el sínodo de París del 846. El
abad Regino de Prüm, en el Eifel, en su disposición dada en el año 906
para el control de los sacerdotes especifica -a instancias del obispo
Rabot de Tréveris- que se observe «si el sacerdote tiene una pequeña
habitación aliado de la iglesia>> o «una pequeña puerta sospechosa en
las inmediaciones>> (cf. Deschner, p. 160). El sínodo de Coyaca en 1050,
convocado por el rey Fernando 1, declaró que ninguna mujer podía vivir
en las proximidades de la iglesia. El mismo sínodo exigió que las mujeres
en las casas de los clérigos vistieran de negro.

La ejemplaridad santa de Agustín ha encontrado santos imitadores


también en nuestros tiempos. De don Bosco, muerto en 1888 y canoni-
zado. en 1934, cuenta su biógrafo La Varende en 1951: «Don Bosco era
tan casto que solamente permitió que le sirviera su madre>>. En este ser-
vicio de la madre, algunos hijos han encontrado una disposición para la
santidad. Y en 1895, el papa Juan XXIII, cuando tenía catorce años, es-
cribe en su diario espiritual y dentro del mismo espíritu de Agustín: «En
todo momento ... evitar la relación con las mujeres, jugar o bromear con
ellas, cualquiera que sea su estado, edad o grado de parentesco>>. En
1897 escribe: «Mi encuentro con las mujeres, cualquiera que sea su es-
tado, incluso si son parientes mías o santas, será con respetuoso recato, y
evitaré toda familiaridad, toda compañía y diálogo con ellas, sobre todo
si son jóvenes. No fijaré tampoco mi mirada en su rostro, recordando lo
que el Espíritu Santo dice: "No mires con detención a una virgen para
que por ella no incurras en castigo">> (edición alemana de Diario espiri-
tual, 1969, pp. 26 y 36. La traducción no es correcta. En el original ita-
liano no se encuentra la palabra «evitar>>, sino la expresión «huir como
del demonio>>. Una observación parecida hostil a las mujeres, del año
1947, cincuenta años, pues, más tarde, siendo nuncio en París, la versión
alemana sencillamente la elimina). Ciertamente, el papa ha malinter-
pretado, por completo, el pasaje del Eclesiástico 9,5. El texto dice que el
hombre no debe seducir a ninguna doncella para no tener que pagar al
padre una multa y casarse con ella.
Todavía hoy el peligro para los celibatarios es del género femenino y
la formación clerical da buena cuenta de ello. En qué medida sea esto
cierto, se puede deducir por un programa emitido por la emisora alema-
na WDR en 1966 y por el libro publicado luego con el mismo título (cdi-

114
tor Leo Waltermann, Klerus zwischen Wissenschaft und Seelsorge, 1966).
Numerosas voces de sacerdotes y estudiantes de teología se expresan en
él, aunque lamentablemente de forma anónima. Pero la Iglesia católica
no es una Iglesia que cultive la palabra abierta y libre. La educación de
clérigos sin personalidad en una obediencia llena de miedos hacia sus se-
ñores sería otro capítulo de la formación clerical. Aunque anónimamen-
te, algunos han tenido la valentía de expresarse y decir, por ejemplo, que
a los seminaristas se les advierte <<no hablar con las religiosas o con las
chicas del servicio de la casa» (p. 83 ). Un capellán habla de la «prohibi-
ción de saludar a las chicas que limpian los pasillos>> (p. 146). Un pá-
rroco escribe: <<En lo concerniente al problema del celibato, práctica-
mente se nos ha dejado solos y, en general, se nos decía que el mejor
modo de comportarnos con las mujeres era la huida>> (p. 158). Y un
párroco cuenta: <<Vida sacerdotal: el tema "celibato" era tabú. Cuando
decíamos al director si no quería emplear, al menos una vez, el tiempo
reglamentado para hablarnos de ello, en lugar de tratar los temas habi-
tuales (rúbricas, orden de la casa, normas de educación, traducción de los
himnos latinos del breviario), recibíamos por toda respuesta: "¿Qué
más hay que decir de ello? No podéis casaros, y con esto está todo
dicho". Después, en realidad, añadía algo más: Con las mujeres hay
que ser prudentes ... Y: También con las velas bendecidas uno se puede
quemar los dedos>> (p. 167).
Para mantener la distancia adecuada con las mujeres los celibatarios
cuentan con la ayuda que les viene de la conciencia de su propia supe-
rioridad espiritual. Si alguna vez se dignan hacer, inesperadamente
algún cumplido a las mujeres, sus ridículas expresiones pueden dejarle ~
uno más consternado que su desprecio habitual y cotidiano. De modo
que la arrogancia de los clérigos manifestada en expresiones de aprecio
supera a la manifestada en sus expresiones de desprecio. Y aquí va un
cumplido que en cierta ocasión me hizo por escrito (11 de mayo de
1964) un obispo de Essen: <<Me alegro de que usted como mujer y como
madre pueda todavía tener tanta actividad intelectual>>.

115
Capítulo 9

LA OPRESION CELIBATARIA SOBRE LAS MUJERES

La frase de la Biblia más mimada por los celibatarios es la de 1 Cor


14,34: que las mujeres callen en la iglesia. La Biblia es la palabra de Dios,
pero a veces se mete la palabra de los hombres por entre ella. Y éste es
evidentemente el caso aquí. No es preciso gastar esfuerzos para suavizar
su sentido. Basta simplemente hacer una contrapregunta: ¿cómo explican
los que inculcan el silencio de manera absoluta el hecho de que en la
misma carta (cap. 11,5} Pablo hable de las mujeres que predican públi-
camente en la iglesia y que lo mencione como algo evidente de suyo que
no necesita explicación alguna ulterior? Cómo haya, pues, que entender
siempre el mandato sobre el silencio -los intentos para explicarlo son in-
terminables (puede tratarse de una interpolación posterior que no pro-
cede de Pablo, o referirse a las preguntas que «interrumpen», es decir,
que causan desorden, pues un silencio igual se exige algunos versículos
antes [28 y 301 a los hombres}-, en cualquiera de los casos, el texto no
hay que simplificarlo y verlo dirigido absolutamente contra las mujeres
como a algunos hombres de la Iglesia les agrada hacer.
Esto no significa negar, empero, que en Pablo y en otros pasajes del
Nuevo Testamento no se encuentren --en contraste con Jesús, el amigo
de las mujeres- textos que adscriben un lugar subordinado a la mujer.
En la primera carta a Timoteo (2,12} se dice con toda claridad: <<No per-
mito que la mujer enseñe>>. Por si no bastare la primera carta a los Co-
rintios (14,34}, se echa, pues, mano de las cartas a Timoteo sin atenerse
a que Pablo las haya escrito o no. La palabra de la Biblia es palabra de la
Biblia. ¿O no lo es siempre tanto? Pues, en relación precisamente con este
texto de Timoteo, se lee que las mujeres no se deben adornar <<con tren-
zas en sus cabellos, oro o perlas>> (v. 9}. Hoy esto no se sigue tan estric-
tamente. Al menos no se tiene noticia de que las mujeres tengan que en-
tregar a la entrada de '!a iglesia y ponerlos a salvo en la sacristía los
pendientes y broches y que deban someter a control sus trenzas (si es que

117
hay alguien que aún hoy las lleva). Para mucha gente la Biblia es una es-
pecie de tienda de autoservicio donde cada cual coge lo que él precisa-
mente necesita. Por ejemplo, cuando se recurre al texto, también muy
apreciado, que dice: <<Las mujeres deben estar sometidas a sus mari-
dos» (Ef 5,22), se omite ordinariamente la frase principal en la que se
dice que los maridos deben estar sometidos igualmente a sus mujeres
( «Someteos mutuamente el uno al otro», Ef 5,21 ). El varón y la mujer
deberían estar, pues, en la misma relación de igualdad. Sin embargo, una
vez más, no lo están del todo. Unos versículos más adelante se dice que
las mujeres deben estar sometidas a sus maridos en «todo» (v. 24). No se
está, pues, muy lejos de la verdad si se afirma que en el Nuevo Testa-
mento se acentúa más la subordinación de la mujer al varón que la de
éste a la mujer. Esta desigualdad es lamentable y no puede justificarse si-
quiera apelando a la situación de la mujer en la época de Jesús, toda vez
que la situación de la mujer no cristiana en muchos aspectos era mejor
que la de ésta. Con el avance del proceso de cristianización las mujeres
perdieron los ministerios que desempeñaban de acuerd() con las cartas de
san Pablo.
Al principio las mujeres intervinieron activamente en la expansión de
la joven Iglesia. Cuenta Pablo (1 Cor 11,5) que las mujeres predicaban en
las funciones religiosas lo mismo que lo hacían los varones. Pablo habla
aquí dt:J "profetizar.» de las mujeres en las funóones rel1g1osas. Con la
palabra «profetizar>> entiende él el acto de anunciar oficialmente, tradu-
cido mejor por «predicar>>. Había mujeres que eran diaconisas, como es
el caso de Febe (Rom 16,1 s.). Pablo dice de sí mismo que es diácono de
una comunidad (Col1,25). Una de las funciones asignadas al diácono es
enseñar (Col 1,28). En la carta a los Romanos (16,3) Prisca es recordada
como «colaboradora en Cristo». Esta calificación en Pablo tiene siempre
la calidad de un autoridad ministerial peculiar. El servicio ministerial en
la comunidad viene caracterizado en la primera carta a los Corintios con
«trabajar duramente». En Romanos 16,12 se mencionan tres mujeres:
Trifena, Trifosa y Pérside, «que trabajan duramente en el Señor>>. Y en la
primera carta a los Tesalonicenses (5,12), a los que trabajan duramente
se les equipara con los prepósitos.
Pablo caracteriza a una mujer, a Junia, como «sobresaliente entre los
apóstoles>> (Rom 16,7). En el entretanto, la mujer Junia, a través de
una manipulación transexual, pasó a ser un hombre llamado Junias.
Pero la antigua Iglesia conocía mejor el caso: para Jerónimo y Crisósto-
mo, por ejemplo, era completamente evidente que Junia era una mujer.
Escribe Crisóstomo: «Qué brillante debió de ser la actividad de esta
mujer, puesto que se la consideró digna del título de apóstol, más aún,
sobresaliente entre los apóstoles» (In epist. ad Romanos homilia 31,12).
Hasta la alta Edad Media ni un solo comentador vio en Romanos 16,7 el
nombre de un hombre (cf. B. Brooten, en Frauenbefreiung. Biblische
und theologische Argumente, editado por E. Moltmann-Wendel, 1978,
pp. 148-151 ). Pero en el proceso continuado de represión de la Iglesia

118
sobre las mujeres, este nombre de mujer quedó incorporado en la lista de
los hombres. La historia del cristianismo es también un proceso continuo
de reducir las mujeres al silencio y de ponerlas bajo tutela como a los me-
nores de edad. Y si en el Occidente cristiano se ha detenido hoy este pro-
ceso, no ha sido gracias a la Iglesia, sino a pesar de la Iglesia y nunca to-
davía dentro de la Iglesia.
La difamación de las mujeres en la Iglesia tiene como fundamento la
idea de que las mujeres son algo impuro en relación a lo sagrado. Según la
estimación clerical, las mujeres son personas de segunda clase. Clemente
de Alejandría (t antes del215) escribe: «len la mujer! la conciencia de su
propia naturaleza tiene ya que provocar en ella sentimiento de vergüenza>>
(El pedagogo II, 33,2). Clemente no explica a las mujeres la razón de la
vergüenza de su ser, pero sí les explica cómo deben ir vestidas: <<La mujer
debe ir completamente cubierta con un velo, a no ser que se encuentre en
casa. Con la cara cubierta no inducirá a nadie hacia el pecado. Pues ésta
es la voluntad del Lagos, que es conveniente que ella esté cubierta con un
velo durante la oración>> (El pedagogo III, 79,4). El mandato de que las
mujeres deben cubrirse con un velo vale, sobre todo, en el ámbito de lo
sagrado. Las Constituciones apostólicas (redactadas hacia el 380) orde-
naban que las mujeres podían acercarse a recibir la comunión sólo si lle-
vaban puesto el velo (II,57). El papa Nicolás I en su famosa carta de res-
puesta a los búlgaros {hacia d 866) exigÍa también que las mujeres
llevaran velo en la iglesia. En el siglo VI se exigía también que las mujeres
llevaran cubiertas las manos: <<Una mujer no puede acercarse a la euca-
ristía con las manos desnudas>> (Mansi 9,915). El mandato de velarse que
en aquel entonces los eclesiásticos imponían con frecuencia a las mujeres
pertenece a las medidas de represión de la Iglesia contra las mujeres.
Esta exigencia del velo no concierne solamente al espacio sacra!.
Crisóstomo, apelando a una supuesta disposición del apóstol Pablo,
quien, en realidad, no habla de ello en absoluto, exige que la mujer
<<vaya cubierta con el velo no solamente durante el tiempo de la oración,
sino permanentemente>> (Homilía 26 sobre 1 Cor 11,5). <<Pablo no dice
que debe estar cubierta, sino que debe estar velada, es decir, muy cuida-
dosamente tapada>> (!bid. 11,6). Aquí Crisóstomo se equivoca y exagera.
Pablo no habla de velarse, tampoco habla de cubrirse, sino de un tipo
concreto de peinado de la mujer establecido en círculos piadosos judíos,
especialmente entre los fariseos. En Pablo, <<con la cabeza descubierta>>
significa lo mismo que <<con los cabellos sueltos>>, signo de una conduc-
ta suelta. <<Con la cabeza cubierta>> significa lo mismo que <<con un pei-
nado adecuado>>. Pero no solamente Crisóstomo malentendió en esto a
Pablo; en determinados países puede ocurrir todavía hoy a las mujeres
que tengan que pedir prestado un sombrero o un velo para poder entrar
en la iglesia.
También el título (añadido) <<Del velo de las mujeres>> que en muchas
traducciones de la Biblia encabeza 1 Cor 11 es falso. Se trata del peinado.
En tiempo de Jesús, los cabellos de una mujer judía decente quedaban

119
primeramente recogidos en trenzas, luego colocaba sobre la cabeza un
paño de lana que llegaba hasta los ojos. Las trenzas quedaban ordenadas
sobre este paño; después una cinta rodeaba la frente y todavía una pe-
queña cubierta sobre las trenzas las mantenía juntas; finalmente, por en-
cima de todo ello, una red de cabellos daba consistencia a todo el pei-
nado. Se dice que la mujer del célebre Rabbi Akiba (t 135 d.C.) vendió
sus trenzas para pagar los estudios a su marido. Esto quiere decir que al-
gunas mujeres gastaban dinero para conseguir un peinado de acuerdo a
lo establecido cuando por naturaleza no tenían suficientes cabellos pro-
pios (cf. Strack/Billerbeck III, 427 ss.). La gran pecadora secó los pies de
Jesús con sus cabellos sueltos. Se trataba de una mujer sin peinado de-
cente y con la conducta correspondiente. En contraposición a esto, refiere
el Talmud que una mujer, cuyos siete hijos fueron sumos sacerdotes, ni
siquiera por casa andaba con los cabellos sueltos (Strack/Billerbeck III,
p. 430). Pablo argumentaba que si una mujer no se peina decentemente,
entonces que se corte el pelo al rape (1 Cor 11,6). Eso sería una ver-
güenza total. De todos modos, Pablo habla de los cabellos, no de velo o
sombrero. Pablo confunde ya cuestiones de moda con cuestiones de de-
cencia y moralidad.
Aunque Pablo no hable aquí ni de velo ni de sombrero, hay que ad-
mitir igualmente que él exige de la mujer un peinado decente para per-
petuar .en su vida un orden patriarcal. Sin embargo, no va tan lejos en su
interpretación como lo han hecho los celibatarios represores de la mujer.
De hecho, es digno de observar que Pablo habla de cubrirse (en el senti-
do de peinado adecuado) cuando la mujer reza y cuando predica en pú-
blico. Crisóstomo omite sintomáticamente la función de predicar. El
proceso histórico con el cual la Iglesia reduce las mujeres al silencio, las
cubre lo más posible y las aparta de la mirada pública estaba en plena
marcha. La mujer predicadora desaparece del escenario eclesiástico. La
mejor mujer a los ojos de la Iglesia es aquella de la que menos se habla, a
la que menos se ve y la que por sí misma se calla. La disposición paulina
concerniente al peinado se convierte en una capa celibataria mágica de-
bajo de la cual se puede hacer desaparecer completamente a la mujer. De
todas las disposiciones del Nuevo Testamento que penden del momento
histórico, la Iglesia católica ha mantenido y potenciado con más cuidado
las que infravaloran a la mujer. En cuanto a otras disposiciones sujetas
también al momento histórico, por ejemplo, la prohibición de cobrar in-
tereses, hace ya mucho tiempo que las cajas de crédito episcopales y los
bancos papales se han acostumbrado a los intereses.
Lo mismo que para Crisóstomo, también para Ambrosio las mujeres
deben ir por la calle cubiertas con un velo: <<Cubra la mujer la cabeza con
un velo para asegurar también por la calle su virtud y su pudor. No debe
ofrecer fácilmente su rostro a los ojos de un joven; por ello, debe cubrirse
con el velo nupcial» (Sobre la penitencia I, cap. 16). También las llama-
das Constituciones apostólicas (escritas hacia el 380) establecían que
las mujeres fueran cubiertas por la calle.

120
Hay todavía otras disposiciones y normas de la Iglesia que rebajan el
estado de la mujer. El sínodo del Elvira, de comienzos del siglo IV, de-
termina en el canon 81 que las mujeres no pueden escribir cartas con su
propio nombre ni recibirlas. No pueden cortarse el cabello (sínodo de
Gangra, siglo IV). Esta disposición se dirige contra las mujeres seguidoras
de un tal Eustathios de Sebaste (t después del 377), fundador de una
secta de rigor ascético. A este propósito dice Hefcle: «El apóstol Pablo
considera en 1 Cor ( 11,10) que la melena larga de las mujeres, que las ha
sido dada como un velo natural, es signo de su subordinación al varón.
Comoquiera que algunas mujeres seguidoras de Eustathios, según infor-
ma el sínodo de Gangra, rechazan esta subordinación y abandonan a sus
maridos, rechazan también el signo de esta subordinación, los cabellos
largos» (1, p. 760).
Las normas celibatarias sobre las mujeres llegan hasta su vida pri-
vada. Las Constituciones apostólicas les advierten que no deben lavarse
frecuentemente: <<Además ella ila mujer] no debe lavarse muy frecuen-
temente, tampoco a medio día, no todos los días. Como hora más con-
veniente para que se bañe se determina que son las dieZ>> (1,9). Clemente
de Alejandría se preocupó del deporte de la mujer. Mientras reclama
campos de deportes para los jóvenes (<<Los muchachos deben participar
desnudos en combates o jugar a la pelota>>, El¡Jedagogo lll, 50,1 ), dice
de las mujeres jóvenes: <<Pero tampoco se debe excluir a las mujeres de la
formación física. No se las puede pedir que luchen o que corran, sino que
deben ejercitarse en hilar, en tejer y ayudar a cocer el pan si es necesario.
Además, las mujeres deben ir a la despensa a coger las cosas que nosotros
necesitamos>> (Ibid. 49,2).
Crisóstomo (t 407) lanza un piadoso suspiro acongojado sobre las
mujeres en su totalidad: <<El sexo femenino todo entero es débil y ligero>>
(Homilía 9 sobre 1 Tim 2,15). Pero él sabe que hay una posibilidad de
salvación para ellas: <<¿Cómo, pues? ¿No hay para ellas salvación alguna?
¡Sí! ¿Cuál? La salvación a través de los hijos>> (Ibid.). Ambrosio (t 397),
por el contrario, ve en los hijos y en los disgustos que dan los hijos, y en
el placer carnal de la madre que ellos ponen de manifiesto, una razón de-
cisiva para rechazar la maternidad y aconsejar, en su lugar, la virginidad:
<<Una noble mujer puede gloriarse siempre de sus numerosos hijos: cuan-
do aumentan los hijos aumenta también su fatiga. Puede contar las sa-
tisfacciones que la dan sus hijos: pero también puede contar los disgustos.
Se convierte en madre, pero los dolores no se dejan esperar: antes de
poder estrechar a su hijo contra su corazón, gime de dolor ... ; las hijas de
este mundo se casan y son desposadas, sin embargo, las hijas del reino de
los cielos se abstienen de todo placer carnal>> (Sobre las vírgenes 1, cap. 6).
En una teología como ésta se encuentra ya desde pronto la exclusión
de la mujer del ámbito eclesiástico y sacra!. Uno no se extraña de que las
mujeres no puedan ejercer función alguna en la Iglesia. Así dicen las
Constituciones afJOstólicas {la colección más amplia del siglo IV, de con-
tenido de derecho eclesiástico y de liturgia, llamadas apostólicas porque

121
se presumía que tenían a los apóstoles como autores; debido a esto, tu-
vieron una gran influencia; hacia el 1140 se incorporaron en gran parte
en el Decreto de Graciano -del cual se hablará más adelante- y, por
ello, conservan su importancia en nuestros días): <<No permitimos que las
mujeres ejerzan en la Iglesia el oficio de enseñar, sino que ellas deben
rezar y escuchar al maestro. Pues nuestro maestro y el mismo señor
Jesús nos ha enviado solamente a nosotros doce a enseñar al pueblo y a
los paganos; nunca, en cambio, envió a mujeres, aunque no faltaron en
torno a él. Estaban con nosotros la madre del Señor y su hermana y tam-
bién María Magdalena, María la de Santiago y Marta y María, las her-
manas de Lázaro, Salomé y algunas otras. De haber sido algo apropiado
para las mujeres, él mismo las hubiera llamado. Pero si el varón es la ca-
beza de la mujer, no es decoroso que el resto del cuerpo domine la ca-
beza» (III,6). Según la voluntad de sus pastores espirituales, las mujeres
deben guardar silencio en la iglesia, estar tan silenciosas que muevan los
labios sin hacer ruido: <<Las vírgenes deben rezar en silencio los salmos o
leer en silencio; sólo pueden hablar con sus labios de tal modo que nada
pueda oírse; "pues no permito que la mujer hable en la iglesia". Las mu-
jeres deben hacer exactamente lo mismo. Cuando rezan, pueden mover
los labios, pero nadie debe percibir su voz», escribe Cirilo de Jerusalén
(t 386; Catequesis introductoria, cap. 14).
Afirman las Constituciones apostólicas que como la madre de Jesús
no bautizó a su hijo, las mujeres tampoco deben bautizar o ejercer otras
funciones sacerdotales: «Pero si nosotros no hemos permitido preceden-
temente predicar a las mujeres, ¿cómo puede alguno, yendo contra la na-
turaleza, autorizarles la función sacerdotal? Pues elegir sacerdotisas de
entre las mujeres es un error de la irreligiosidad pagana, pero no una dis-
posición de Cristo (los sacerdotes paganos eran evidentemente menos
hostiles hacia la mujer que los sacerdotes cristianos). Si se hubiera auto-
rizado a las mujeres a bautizar, el Señor hubiera sido bautizado por su
madre y no por Juan» (III,9). También Tertuliano (t después del 220)
proclama que las mujeres no pueden enseñar ni bautizar. Él acentúa
ciertamente, por una parte, que <<todos>> pueden bautizar, pero, por otra
parte, prohíbe enérgicamente a las mujeres hacerlo: <<Es de esperar que la
loca arrogancia de la mujer, que se ha atrevido a desear enseñar, no se
arrogue también el derecho de bautizar>> (Sobre el bautismo, cap. 17).
Las mujeres no pueden tampoco ejercer ningún servicio en el altar. El
sínodo de Laodicea (siglo IV) declara (can. 44) <<que las mujeres no
deben acercarse al altar>>. El sínodo de Nimes (394) prohíbe <<el servicio
sacerdotal>> de las mujeres, con lo cual se pronunciaba contra los prisci-
lianos (una secta cristiana), entre los cuales cabían las mujeres sacerdo-
tisas. Igualmente el papa Gelasio, en una carta dirigida en el 494 a los
obispos de Lucania, considera el servicio de las mujeres en el altar como
irrespetuoso: <<Como hemos sabido para disgusto nuestro, se ha perpe-
trado tal desprecio de las verdades divinas con el hecho de que las mis-
mas mujeres, como se cuenta, han servido en los santos altares. Y todo lo

122
que se ha confiado exclusivamente al servicio de los varones, lo ejerce un
sexo para el que no es competente>>, El sínodo de Nantes (658) hace una
lamentación parecida. También en Oriente, en el sínodo persa de Nisibis
en el485, el metropolitano Barsumas y sus obispos prohibieron a las mu-
jeres entrar en el baptisterio y mirar en los bautizos porque de ello han
resultado faltas de lascivia y matrimonios ilícitos. El sínodo de Aquisgrán
del 789 dice que las mujeres no pueden pisar los espacios del altar. Y los
estatutos sinodales de san Bonifacio (t 754) especifican que las mujeres
no pueden cantar en la iglesia. El sínodo de la reforma de París del 829
lamenta los siguientes abusos: <<En algunas provincias acontece que las
mujeres se agolpan en torno al altar, tocan los sagrados vasos, entregan
a los sacerdotes las vestimentas sacerdotales y hasta distribuyen el cuer-
po y la sangre del Señor al pueblo. Esto es vergonzoso y no debe suce-
der ... Sin duda, todo esto se debe al descuido y negligencia de algunos
obispos>>,
La así llamada <<Segunda carta pseudo-isidoriana>>, un escrito atri-
buido al papa Sotero (168-177), es, de suyo, una falsificación (presumi-
blemente hecha hacia el 850), pero que, en relación al papel de la mujer,
descansa enteramente sobre la base de la represión enseñada por los
guías eclesiásticos; en ella se dice: <<Ha llegado a la Santa Sede la noticia
de que entre vosotros mujeres consagradas a Dios o religiosas tocan los
vasos santos y los sagrados linos. Cualquiera que conozca lo que es
recto no duda que todo esto merece total desaprobación y censura. Por
ello, declaramos, fundados en la autoridad de la Santa Sede, que acabéis
con todo ello lo antes posible e impidáis que esa peste se extienda a todas
las provincias>>. Este escrito falsificado fue citado por Graciano hacia el
1140 como autoridad papal, lo cual le dio una gran importancia que ha
mantenido hasta nuestros días (cf. Raming, Der Ausschluss der Frau
vom priesterlichen Amt, p. 9). Ha contribuido, por su parte, a combatir
no solamente la <<peste>> de las religiosas, sino la <<peste» de todas las mu-
jeres en torno al altar a lo largo de todos los siglos hasta nuestros días.
También en nuestro siglo xx se prohíbe a las mujeres servir al altar.
La prohibición quedó fijada en 1917 en el código de Derecho canónico
(CIC). <<No puede servir al altar una mujer. Se autoriza la excepción
cuando no hay ningún varón y existe un motivo justificado. Pero la
mujer no debe en caso alguno acercarse al altar y debe contestar desde
lejos» (can. 813 § 2). En una capilla de religiosas se permite que una de
ellas sirva al altar (en la celebración de la misa): <<Pero si se puede fácil-
mente conseguir un monaguillo, se comete pecado venial. Pero está
prohibido bajo pecado mortal que la mujer que sirve se acerque al altar>>
(H. Jone, Katholische Moraltheologie, 1930, p. 444). En el nuevo Dere-
cho canónico (CIC}, en vigor desde el 1983, sólo aparentemente se ha
dado un paso adelante (can. 906) cuando se pide <<la participación de un
creyente>> en la celebración de la misa, dando casi a entender con ello que
no se habla expresamente de la prohibición del servicio de las mujeres en
el altar. Sin embargo, en el canon 230 § 1 se dice claramente que sola-

12.1
mente se puede confiar a los varones la función de <<acólitos» -a quienes
compete también la función de ayudar a misa-. Y ya antes, en 1980, el
papa Juan Pablo II, en una instrucción que lleva el bello título de El don
inestimable, había ordenado: <<Las mujeres no pueden desempeñar las
funciones del acólito>>. Y la cosa ha quedado ahí, en este reparto romano
de regalos.
A las mujeres se las ha prohibido, desde la antigüedad hasta nuestros
días, participar en el canto de los coros de la iglesia. También en nuestro
siglo el papa Pío X lo prohibió con energía, porque las mujeres no pue-
den desempeñar ninguna función litúrgica (Motu proprio de musica
sacra, 1903). En el Repertorium Rituum de Ph. Hartmann, del año
1912, se dice: «Solamente pueden ser miembros del coro de la iglesia va-
rones de conocida piedad y honradez, aquellos que muestran ser dignos
del santo servicio. Dado que los cantores desempeñan una función litúr-
gica, no se permite emplear voces femeninas en el canto de la iglesia. Si se
desea emplear voces de soprano alto y contralto se debe, entonces, recu-
rrir a los niños>> (p. 360). Un cambio se ha operado por primera vez en
los tiempos más recientes. En la reelaboración del Repertorium Rituum
que en 1940 hizo Johannes Kley se dice: <<Solamente pueden ser miem-
bros del coro de la iglesia varones de conocida piedad y honradez, aque-
llos que muestran ser dignos del santo servicio. Si se desea emplear voces
de soprano alto y contralto, debe recurriese, en lo posible, a los niños; sin
embargo en la actualidad se admiten también mujeres en la mayor parte
de los casos>> (p. 403). Pío XII permitió con prudencia el canto de las mu-
jeres, si bien solamente <<fuera del presbiterio o de los límites del altar>>
(lnstructio de musica sacra, AAS 48 119581 658). Pero no es imposible
que reformadores como el papa actual limpien también los coros de las
iglesias de las infiltraciones femeninas.
En el pasado, para evitar a las mujeres, estaban a disposición los
coros de los castrados. En el Lexikon (ür Theologie und Kirche leemos a
este respecto: <<Italia, principalmente desde el siglo XVI hasta el xvm,
practicó la castración de los niños para mantener las voces de soprano y
contralto. A diferencia de Alemania y Francia, en Italia los primeros
castrados encontraron rápida acogida en los coros de las iglesias. Bajo el
pontificado de Clemente VIII (1592-1602) entraron a formar parte de la
Capilla Sixtina en sustitución de los que cantaban de falsete la voz de so-
prano, aunque no pudieron imponerse en el tono contralto. A comienzos
del siglo XIX desaparecieron de la música profana, pero en la Capilla Six-
tina continuaron cantando los castrados hasta principios del siglo XX>>
(VI, 1961, p. 16). Si las cosas se desarrollan de acuerdo con la mente de
los papas y con lo que los papas entienden bajo el concepto de santidad
del servicio divino, tal vez al final de este siglo vuelvan a cantar de
nuevo.
Si se consideran conjuntamente las represiones contra la mujer, su re-
chazo, difamación, demonización, entonces toda la historia de la Iglesia
aparece como una larga y única cadena de dominación arbitraria y ali-

124
corta del varón sobre la mujer. Y esta dominación arbitraria continúa to-
davía hoy sin interrupción. La subordinación de la mujer al varón es un
postulado de los teólogos que se ha mantenido a lo largo de toda la his-
toria de la Iglesia y que la Iglesia machista de hoy todavía lo dogmatiza
como la voluntad de Dios. La Iglesia machista no ha entendido nunca
que la realidad de la Iglesia se fundamenta conjuntamente sobre la cali-
dad humana y solidaridad entre el varón y la mujer. El apartheid que los
varones que tienen el poder en la Iglesia han practicado contra las mu-
jeres agrede la justicia lo mismo que el apartheid político. Que la Iglesia
recurra en esto a Dios y a Cristo no pone las cosas mejor, ya que con ello
lo que hace es añadir todavía tonos blasfemos a un modo injusto de com-
portarse. Pero sobre todo: una Iglesia meramente masculina ha dejado de
ser hace tiempo, a pesar del nombre «Iglesia, que se adjudica, una Igle-
sia en sentido pleno porque, llevada por la arrogancia machista, ha re-
nunciado a un aspecto decisivo de la catolicidad que ella debe expresar
en su vida. Hace tiempo que ha cambiado su catolicidad por un arro-
gante sexismo.
Esta Iglesia de varones ha degenerado en un cristianismo atrofiado.
La fe cristiana ha quedado congelada en el credo del celibato. Debido a
esto, a los varones eclesiásticos se les ha extraviado la mirada y ya no ven
qué sea auténticamente la fe cristiana. Son reveladoras las manifestacio-
nes que hizo el cardenal Hengsbach de Essen con ocasión de una orde-
nación sacerdotal. Según el Westdeutsche Allgemeine Zeitung del 24 de
mayo de 1988, el cardenal calificó «la espectacular demanda actual que
pide suprimir la unión del celibato con el sacerdocio>> de <<crisis de fe,.
Peor aún, declara que esta crisis es <da auténtica calamidad religiosa en la
actualidad». Según esto, crisis de fe es esencialmente dudar de la obliga-
toriedad del celibato. Fe es adhesión a esta obligación. Estas afirmaciones
de los pastores supremos manifiestan la ceguera que tienen para la ne-
cesidad real de la actualidad. Las mujeres podrían ayudar a ensanchar el
horizonte de la mirada de los pastores para ver dónde está la verdadera
necesidad humana y la crisis real de fe. Sólo hace falta que los señores se
lo permitan.

125
Capítulo 10

LA CONVERSION DE LOS LAICOS EN MONJES

Hemos hablado de la conversión de los sacerdotes en monjes que en Oc-


cidente se llevó a cabo en las leyes, pero que en la práctica no tuvo
siempre éxito. Pasemos ahora a considerar ese trabajo laborioso y nunca
concluido que es la transformación de los laicos en monjes a través de la
<<teología de los solteros» (Friedrich Heer).
Al final de su vida Agustín había concedido a los pelagianos la exis-
tencia en el paraíso de un placer controlado, casi un placer sin placer,
pero en los tiempos que siguieron se secundó la opinión que Agustín sos-
tuvo al principio: en el paraíso no tuvo lugar el placer. El placer que
acompaña el acto sexual es sencillamente un mal. En este sentido se
ponía el acento en el versículo del salmo (50,7): <<Mirad, he sido conce-
bido en la injusticia y en el pecado me ha engendrado mi madre>>. Se que-
ría ver en este salmo lo que Agustín había enseñado, a saber, que el pla-
cer actual inherente al acto procreador es el vehículo de transmisión del
pecado original. Después de Agustín muchos teólogos proscribieron el
placer con más fuerza que él. Agustín consideraba libre de culpa el acto
marital realizado con intención de procrear y como respuesta al deber
conyugal. Pero encontramos que el papa León Magno (t 461), en su ho-
milía de navidad, afirma por vez primera que todo acto marital es peca-
do. El papa alaba -es navidad- la excepción de María, que concibió
sin pecado, <<mientras que en todas las demás madres de esta tierra la
concepción no es sin pecado>> (Serm. 22,3). Fulgencio de Ruspe (t 553),
el teólogo más importante de su tiempo, no va tan lejos como este fa-
moso papa. Se atiene más estrechamente a Agustín y a sus dos excepcio-
nes relativas al acto sexual, de suyo, empecatado. Convertido al mona-
cato con la lectura de Agustín y elegido después obispo, compartió
completamente el pensamiento de Agustín. También, por ejemplo, com-
partió la opinión de que a través del placer, presente en todo acto con-
yugal, el niño queda manchado y se le transmite el pecado original, por

127
cuya razón el niño no bautizado no puede alcanzar la felicidad eterna. Y
mientras asume así a Agustín sin cambiarle, mejora al apóstol Pablo. Ful-
gencio dice: <<Es un gran bien no tocar a la mujer» (1 Cor 7,1). Con esto,
aparte de que él, como desgraciadamente hacen casi todos los teólogos
hasta nuestros días, pone en boca de Pablo una frase que expresa la opi-
nión de los que le preguntan, Fulgencio eleva el <<es un bien» a <<es un
gran bien» (magnum bonum est) (Ep. 1,6-9,20.22; De verit. praedest.
1, lO). La ausencia de placer se convierte en el bien más grande de un cris-
tianismo extraviado. Fulgencio anima a los creyentes a aspirar a esta
forma de vida más alta.
Con el papa Gregario Magno (t 604) concluye la época de los «pa-
dres de la Iglesia», que tuvieron una influencia especial en la teología.
También Gregario sigue estrechamente a Agustín y su ideal del matri-
monio en el paraíso: Dios creó al principio al hombre de tal manera que
los hijos eran engendrados «sin el pecado del placer de la carne>> y na-
cían sin pecado, a la manera como la tierra produce sus frutos sin placer
(In VII psalm. poenit. sobre el salmo 5 1101], n. 26). Ahora el acto
conyugal está libre de falta sólo cuando se realiza con la intención de
procrear. Si, por el contrario, los esposos buscan el placer, entonces
<<manchan la bella imagen de la unión marital al mezclarla con el pla-
cer>>. Como Agustín, Gregario apela a Pablo y dice que tales esposos que-
dan perdonados porque se mantienen dentro del marco del matrimonio.
Así, pÚes, la satisfacción del impulso sexual es pecado también en el ma-
trimonio, aunque este pecado, de acuerdo con 1 Cor 7,6, venga perdo-
nado (Moral 32,29; Reg. past. 3,27).
Todas estas especulaciones de los teólogos monjes sobre lo que tiene
(o no tiene) de pecado el acto marital no preocuparían a los esposos si di-
chas teorizaciones no tuvieran consecuencias muy concretas para ellos.
Tres pasajes del Antiguo Testamento influyeron en la normatividad de la
abstinencia. Como preparación para la manifestación de Dios en el
Sinaí, Moisés exigía a los israelitas que se abstuvieran de sus mujeres dos
días (Ex 19,14 s.). El sacerdote Abimelech entregó los panes consagrados
al hambriento David sólo cuando supo que David no había tenido rela-
ciones con mujeres desde hacía algunos días (1 Sam 21,1-6). Finalmente,
según Levítico 15,18, los esposos permanecían impuros hasta la tarde
después de la unión conyugal. En el Antiguo Testamento estos tres lu-
gares hay que buscarlos realmente con lupa, pues el judaísmo está lejos
de desexualizar a los esposos. Sin embargo, a partir del siglo lV el cris-
tianismo vio, siempre cada vez más, en esta desexualización su tarea más
importante.
Durante toda la Edad Media tuvo una enorme importancia la pre-
gunta de cuándo se permitían las relaciones y cuándo no, qué penitencia
a pan y agua y durante cuánto tiempo tenía uno que hacer si las relacio-
nes no se habían tenido en los tiempos adecuados (y se pasa por alto la
prohibición de las relaciones en el tiempo de la menstruación y del
parto, pues en estos casos el error médico sobre la toxicidad de la sangre

128
de la menstruante y de la puérpera puede hacer comprensible, en cierto
modo, la prohibición). Se trata ahora de la prohibición de las relaciones
en los llamados tiempos sagrados: en todos los domingos, en todos los
días festivos (y había muchos), en los cuarenta días de ayuno previos a la
pascua, veinte días, al menos, antes de navidad, frecuentemente también
veinte o más antes de pentecostés, tres o más días antes de recibir la co-
munión. Por esta razón se comulgaba en general sólo en las grandes so-
lemnidades -navidad, pascua y pentecostés-, pues en estos días había
que ayunar y abstenerse sin más de las relaciones. Según las regiones va-
riaba la extensión de la exigencia de la abstinencia. En conjunto se lle-
gaba a un mínimo de cinco meses de abstinencia. A ello había que añadir
el tiempo de la menstruación, del puérpera y, como veremos, de la lac-
tancia. Muchos fieles se quejaban de que el tiempo que les quedaba no
era mucho.
Pero los teólogos sabían con qué métodos se imponían tales exigen-
cias. El papa Gregario Magno cuenta, por ejemplo, en sus muchas his-
torias de milagros, el siguiente ejemplo estremecedor del castigo divino:
una mujer joven casada y con clase fue invitada por su suegra a partici-
par en la fiesta de la consagración de la iglesia de San Sebastián. <<En la
noche anterior se dejó dominar por el placer de la carne y no pudo evitar
la relación con su marido. Como ella temía más la vergüenza de los
hombres que el juicio de Dios, entró en la iglesia a pesar de sus remor-
dimientos de conciencia. En el momento en el que se introdujeron las re-
liquias del santo mártir, un espíritu malo se apoderó de ella y a pesar de
los muchos intentos no se consiquió expulsarle durante mucho tiem-
po». Solamente lo consigió el santo obispo Fortunato de Todi (Dial. 1,
cap. 10). Muchos predicadores y escritores piadosos volvieron a contar,
a lo largo de siglos, esa historia de la suegra narrada por el papa Gre-
gono.
El obispo Cesáreo de Aries (t 542) supo contar al pueblo en sus ho-
milías ejemplos aún peores. Decía a los fieles: <<Quien no se abstenga de
la relación sexual antes del domingo o de cualquier otro día festivo, en-
gendriuá hijos leprosos o epilépticos o poseídos por el demonio. Todos
los leprosos no proceden de hombres razonables que en los días festivos
guardaron castidad, sino que en gran parte proceden de los campesinos
que no pudieron dominarse. Si los animales, que carecen de razón, se
unen solamente en determinados tiempos convenientes, con cuánta más
razón deberían hacerlo los hombres, que han sido creados a imagen de
Dios» (Browe, Sexualethik des Mittelalters, p. 48). Por lo demás, es la
misma homilía en la que profetiza tamañas malformaciones en los niños
concebidos durante el menstruo, y que ya hemos visto en el capítulo se-
gundo. <<Toda vez que queráis entrar en la iglesia en día festivo, prosigue
Cesáreo de Arles adoctrinando a los fieles, y recibir los sacramentos, de-
béis observar previamente durante varios días la castidad para poder
acercaros con la conciencia tranquila al altar. Esto mismo debéis obser-
varlo con fidelidad durante todo el tiempo de ayuno y hasta el domingo

129
después de pascua con el fin de que la santa solemnidad os encuentre cas-
tos y limpios. Quien se precia de ser un buen cristiano no solamente
guarda la castidad varios días antes de la L·omunión, sino que se relacio-
na con su mujer sólo por el deseo de tenn hijos>> (Browe, p. 51).
Una mujer mostró a san Gregario de Tours (t 594) su hijo ciego y
encanijado «y confesó entre lágrimas haberlo concebido en domingo ...
Yo le dije que eso había sucedido por haber transgredido la noche del do-
mingo. Sed precavidos, vosotros los hombres, es suficiente si satisfacéis
vuestro placer los otros días, mantened este día limpio para alabar a
Dios, de lo contraria>>, aclara san Gregario de Tours a los casados,
«vuestros hijos nacerán contrahechos o epilépticos o con lepra>> (Browe,
p. 48). En una célebre carta del año 866 el papa Nicolás I no dejó esca-
par la ocasión de inculcar al príncipe búlgaro Bogoris, recientemente con-
vertido, la buena noticia del mensaje cristiano sobre la observancia de la
abstinencia todos los domingos, etc.: <<Si el domingo hay que abstenerse
de todo trabajo mundano con cuánta más razón no habrá que abstener-
se del placer carnal y de toda mancha corporal>> (n. 63). En la carta a los
búlgaros se habla también, naturalmente, de la abstinencia en el tiempo
de ayuno, etc., etc. (n. 99).
Las penas que los sacerdotes imponían a los transgresores variaban,
en general, entre los veinte y los cuarenta días de ayuno riguroso a pan y
agua. Quien piense que la prohibición de las relaciones en los días festi-
vos y de ayuno y antes de la comunión era solamente un consejo dado a
los esposos y que no se trataba de un pecado mortal con penas graves
para los transgresores, borra mil años de tiranía sobre los matrimonios y
pone en su lugar tiempos posteriores que fueron más benignos. Predica-
dores y escritores de la época merovingia y carolingia, obispos galicanos
y concilios, libros penitenciales (catálogos de los pecados con las penas
correspondientes), sínodos y confesores coincidían todos en que los es-
posos debían abstenerse; las diferencias versaban sencillamente sobre la
limitación de los tiempos y la cuantía de las penas. Por ejemplo, las dis-
posiciones sinodales del obispo Rather de Verona, en el año 966, impu-
sieron exigencias extremas: a los tiempos ya habituales (todos los do-
mingos, etc.) añadió también todos los viernes. Una colección irlandesa
de cánones habla, además, de los miércoles y de tres periodos de ayuno al
año, de cuarenta días cada uno (Browe, p. 42).
Evidentemente, durante el tiempo de la abstinencia no se podía uno
casar, <<porque en este tiempo los esposados no debían tener relación al-
guna sexual entre ellos>>, aclaraba el abad burgundo Enrique de Vienne a
finales del siglo XIV (Browe, p. 46). Muchas disposiciones episcopales
apremiaban a los sacerdotes a que instruyeran al pueblo sobre las prohi-
biciones y que lo hicieran tema de predicación, principalmente en la
cuaresma. De muchos libros penitenciales, por ejemplo del decreto de
Burchardo de Worms (t 1025; XIX, cap. 5), se sigue que los confesores
debían preguntar a los casados sobre el tiempo de la abstinencia. Según
se lee en el libro penitencial del abad Regino de Prüm (t 915), el obispo,

130
en su visita reglamentaria, debía preguntar a los sacerdotes <<Si enseñaban
a sus fieles qué días los maridos debían abstenerse de sus mujeres>>. En su
libro penitenciario, Regino de Prüm (en el Eifel) formulaba las preguntas
de la forma siguiente: <<¿Has tenido relaciones maritales en domingo? En-
tonces tienes que hacer tres días de penitencia ... ¿Te has manchado con
tu mujer en tiempo de ayuno? Entonces debes hacer un año de penitencia
o dar 26 so/di a los pobres. Si lo has hecho en estado de embriaguez, en-
tonces debes hacer solamente cuarenta días de penitencia>>. El sacerdote
tenía también que atender a que el hombre se mantuviera apartado de su
mujer los veinte días previos a la navidad y pentecostés y todos los do-
mingos y cuando constaba que la mujer estaba ya embarazada (Browe,
p. 47). Todavía en el siglo XII esta dura obligación estaba en vigor casi en
todas partes. Graciano, el padre del derecho canónico, la incorporó en el
año 1140 a su colección de leyes, lo cual prolongó su vigencia. Santa Isa-
bel de Schonau (t 1165) advertía a los esposos que observaran la conti-
nencia si no querían atraer sobre sí y sobre sus hijos la ira de Dios
(Liber viarum Dei, c. 13).
La célebre respuesta del papa Gregario I (Responsum Gregorii) al
obispo Agustín de Inglaterra, y que desde el siglo VIII se ha citado innu-
merables veces, no contribuyó a dulcificar la rigurosa reglamentación de
los tiempos respecto de la relación marital, sino que, más bien, potenció
la idea de que toda relación marital es pecado. <<¿Puede el esposo después
de la relación marital entrar en la iglesia o, incluso, comulgar?>>. Tal era
la pregunta (la décima) de Inglaterra a la que responde ese célebre escri-
to. Recientemente (tal vez sin razón) se ha considerado la respuesta
como una falsificación posterior (no anterior al año 731 ). Pero no por
ello su influencia fue menor, pues hasta nuestro siglo se cita constante-
mente como original del gran papa Gregario l. En esta respuesta se de-
clara: <<El placer sexual no se da nunca sin pecado. El salmista no nació
del adulterio o de la fornicación, sino de un matrimonio legítimo, y, sin
embargo, dice de sí: "en pecado fui concebido, en pecado me engendró
mi madre">> (Sal m 50,7). La distinción complicada, esquizofrénica, que
hace Agustín entre sentir y soportar (carente de pecado), por una parte,
y buscar y gozar el placer (pecado), por otra, se pasa por alto en perjui-
cio de los esposos, si es que después de Agustín aún es posible un per-
juicio mayor para ellos. Perfecto es solamente el hombre <<que consige
pasar a través del fuego sin quemarse>>, enseña la respuesta de Gregario.
Y por esta causa, Gregario (o su falsificador) aconseja al hombre de In-
glaterra no entrar en la iglesia.
El germano Alberto Magno (t 1280) piensa que el mandato de la res-
puesta de Gregario prohibiendo entrar en la iglesia, se fundamenta de
esta manera: en el coito el espíritu queda ahogado por la carne (In IV
sent. d. 31 a. 28 sol!.). El mismo Alberto Magno se pregunta con esta
ocasión por qué pecados puramente espirituales, que son más graves, no
llevan consigo la prohibición de entrar en la iglesia. Y se responde a sí
mismo: porque estos pecados (los espirituales graves) no destruyen el es-

Ul
pí~itu bajo el poder del placer en tan alta medida y no despiertan senti-
mientos de vergüenza. La relación sexual, por el contrario, enerva (ener-
vat) el espíritu y, por esta razón, el hombre debe retraerse de mirar las
cosas sagradas (!bid. ad 5).
Volvamos a la respuesta de Gregorio, que Alberto Magno condujo a
las profundidades mencionadas. ¿Qué pasa si el marido ha llevado la re-
lación marital sólo para engendrar? Respuesta: <<Cuando el esposo in-
tenciona sólo la procreación, puede entrar en la iglesia». Es decir, se
puede procrear los sábados y los domingos. Esto presenta sólo una difi-
cultad: se presupone que el hombre tiene constantemente en la cabeza la
procreación y que «pasa a través del fuego sin quemarse>>. Gregario
piensa que el hombre de Inglaterra tiene que decir por sí mismo si ése es
su caso. Pero los teólogos celibatarios le han quitado esta decisión. Ellos
han decidido que él, lo mismo que los otros maridos, no están agraciados
con la frigidez gregoriana y, por eso, prohíben a los esposos, sin posibi-
lidad de excepción, acercarse a comulgar depués del acto marital.
En la respuesta a Inglaterra se aborda la cuestión de cuándo el mari-
do, después del nacimiento de un niño, puede tener relaciones con su es-
posa. Ya hemos visto que en el puerperio rige la misma norma que en la
menstruación (Gregorio dice que <<la ley de Dios castiga con la pena de
muerte al hombre que mantiene relaciones con la esposa menstruan-
te»): Pero los teólogos cristianos, lo mismo que Gregario, van más allá:
<<El hombre debe abstenerse de la relación conyugal hasta el destete del
niño>>. Gregorio critica el empleo de nodrizas: «Pero ha llegado a ser ha-
bitual entre los casados que las mujeres ya no amamanten a sus hijos,
sino que se los confían a otras mujeres para este fin. La única razón de
esta costumbre habitual parece ser la incontinencia. Dado que no quieren
guardar continencia, no quieren que los hijos tomen la leche de la
madre>>, La idea de que la relación sexual estropea la leche de la madre es
un error médico que tuvo gran influjo en la promoción de las nodrizas
hasta los tiempos más recientes (d. el interesante libro de Elisabeth Ba-
dinter, Histoire de l'amour maternelle, París, 1980).
Los teólogos de la Escolástica, que va del siglo XI al xm, abandonaron
el esquema rígido de los tiempos respecto de los domingos, festivos y pe-
riodos de ayuno. El acento se trasvasó de la reglamentación de los tiem-
pos a la especificación de los motivos en relación con cada acto marital.
Distinguen estos teólogos -con Agustín de nuevo a la cabeza- entre el
esposo que pide el acto marital y el que lo secunda, y, por ello, qué mo-
tivos han llevado a cada cual al acto. El mejor motivo es la procreación,
que no equivale, sin embargo, a la alegría de tener un hijo o un heredero,
sino a la alegría de tener un nuevo servidor de Dios. Depende, además,
de qué papel desempeña el placer en el acto, si es soportado de mala
gana, a disgusto, con repulsa, o buscado, buscado exclusivamente, des-
mesuradamente buscado o buscado de una manera contranatural; más
aún cómo estimar «los movimientos primeros de todos» hacia el acto se-
xual, qué pensamientos tuvo cada cual al principio, en medio y al fin de

132
cada acto sexual. De esta manera la teología se creó un nuevo campo rico
en actividad. Muchos de estos teólogos, dado que en su mente estaban en
primer lugar los motivos, consideraron la mera transgresión de los tiem-
pos como pecado sólo venial.
Pero las disposiciones episcopales, los predicadores y los confesores
mantuvieron viva aún mucho tiempo la creencia de que era condenable el
acto marital en determinados tiempos. En el siglo XIII cinco mujeres de
Lausanna habían tenido relaciones con sus esposos antes de la fiesta
patronal. Al entrar en la catedral las sobrevino una especie de ataque epi-
léptico del que se vieron libres sólo cuando confesaron y prometieron no
hacerlo en lo sucesivo antes de las grandes fiestas (Cartulaire de N.D. de
Lausanne; Mémoires et documents pub!. par la Soc. d'hist. de la Suisse
Romande I, 6 f1851] 576).
En el gran predicador popular Bertoldo de Ratisbona (t 1272) se
abre paso -al menos se insinúa ya- la valoración teológica del acto
conyugal según los motivos sobre el esquema rígido de los tiempos. En
una homilía suya sobre el matrimonio dice: «Hay que mantenerse castos
en la noche previa a las fiestas de precepto. Igualmente, durante todo el
día de fiesta hasta la noche. Sé muy bien que vosotras, mujeres, me seguís
mejor que los hombres. Con frecuencia vemos que las mujeres son más
castas que los hombres, que quieren ser libres en todo y hacer su volun-
tad en la comida y bebida y, a consecuencia de ello, libres de tal manera
que tampoco quieren prestar atención a ningún tiempo. Mujer, debes di-
suadirle de ello en la mejor forma posible. Pero si él se pone como un
diablo y te insulta y quiere dejarte e ir con otra y lo dice seriamente y tú
no consigues impedírselo, entonces, mujer, antes de dejarle ir con otra
cede con triste corazón aunque sea la noche santa de la navidad o la
noche del viernes santo. Pues no eres culpable si no pones tu voluntad.
Pero el día del juicio final clamarán contra vosotros todos los santos
cuyos días no habéis observado» (Franz Pfeiffer, Berthold uon Regens-
burg, vol. I, 1862, 324).
Berthold de Regensburg en sus sermones hacía ya una cierta dife-
renciación según los motivos para estimar las relaciones; sin embargo, el
obispo Guillermo Durando de Mende (t 1296), en las orientaciones
pastorales que dio a su clero prohíbe, sin excepción alguna, la relación en
los tiempos santos. La misma normativa se encuentra en un decreto del
sínodo diocesano de Nimes del año 1284 y en un directorio castellano
para la confesión del siglo XIII (Browe, pp. 76 s.). También san Bernar-
dino de Siena predicaba en 1443, en Padua, que es una <<puerca indigni-
dad» y un pecado mortal sí los esposos no se abstienen algunos días
antes de comulgar (Browe, pp. 77 s.). Cita como aval a Graciano. Por
tanto, Bernardino, en oposición a la casi totalidad de los teólogos, sos-
tiene que los cánones de Graciano son rigurosamente vinculantes. Tam-
bién el manual para el clero de la diócesis de Salisbury, en el año 1506
preceptuaba con severidad la abstinencia antes de comulgar e igualmen~
te en los días de fiesta y ayuno. Hay que decir que esto era ya en aquel

1.13
tiempo excepcional. Ciertamente, el catecismo de Trento del año 15 66,
ateniéndose a la práctica del pasado, establecía la abstinencia en deter-
minados tiempos, pero ya no se consideraba como una obligación sino
solamente como una <<directriz», pues los sínodos posteriores (Besan¡;:on,
1571, Bourges, 1584 y Würzburg, 1584) <<exhortaban» a la abstinencia
pero ya no la imponían como obligación.
Tomás Sánchez (t 1610) da una visión general de las opiniones de los
teólogos: algunos consideran pecado venial solicitar la relación la noche
anterior a la comunión y otros, si bien pocos, no consideran pecado
comulgar después de tenida la relación. El mismo Sánchez estima como
lo más conveniente no comulgar después del acto marital, a no ser que se
haya tenido sólo por la finalidad de la procreación. En tal caso, el ensu-
ciamiento corporal y el placer del acto quedarían compensados con el
bien de la prole. Lo mismo vale cuando se trata de cumplir con el deber
marital o de salir al paso de la propia incontinencia. Pero quien tiene el
acto conyugal por placer, sin excluir evidentemente la procreación, peca
venialmente si comulga al día siguiente. La relajación del espíritu causa-
da por el acto no es la preparación apropiada para recibir la comunión.
De todos modos, la comunión podría carecer de connotación pecaminosa
si el no recibirla pudiera ser motivo de ser mal vistos por los demás
(Lindner, Der Usus matrimonii, p. 222).
Ei juicio de los jansenistas, de los que todavía hablaremos, es consi-
derablemente más rígido. Alfonso de Ligorio (t 1787), menos riguroso
que los jansenistas en el tema, comparte la opinión de Tomás Sánchez.
En la medida en la que, como veremos, a lo largo del siglo XIX la relación
<<por placer sexual» (en el supuesto, naturalmente, de que no se evite la
procreación) no se considera ya pecaminosa, recibir la comunión después
de ella está también libre de pecado. Pero todavía en el año 1923 se en-
cuentra, en la vigésima edición del Tratado sobre el sexto mandamiento
y el uso del matrimonio escrito por el importante teólogo-moralista H.
Noldin (t 1922), la exhortación a los esposos a que no comulguen des-
pués de haber tenido una relación venialmente pecaminosa (la cual es, de
suyo, una cuestión de dosificación del placer y de los motivos de los es-
posos), a no ser que exista una razón importante para recibirla. En la vi-
gesimaprimera edición de la obra de Noldin/Schmitt del año 1926, de-
saparece esta exhortación. Sin embargo, Dominikus Lindner escribe
todavía en el año 1929 en su obra Der Usus matrimonii: <<También hoy
prevalece la opinión de que es muy recomendable abstenerse de la rela-
ción conyugal para acercarse a recibir la comunión» (p. 224). Y todavía
hoy viven muchas esposas que en otro tiempo se confesaron de haber te-
nido la relación conyugal el día antes de ir a comulgar.

134
Capítulo 11

LIBROS PENITENCIALES Y TABLAS DE PENITENCIAS

La lucha contra la contracepción adquirió, después de Agustín, un em-


puje mayor. Cesáreo (t 542), obispo de Aries (la Roma gálica) y monje
en otro tiempo, recibió del papa Símaco (t 514) la tarea de cuidar «el
asunto de la religión en la Galia y España». Cesáreo puso en marcha
trece sínodos en el siglo VI. Su influjo alcanzó a los episcopados ostro-
godos y francos.
En una carta dirigida a todos los obispos y sacerdotes de su ámbito
de influencia sobre problemas morales candentes, exhorta a sus herma-
nos en el sacerdocio a enseñar al pueblo las costumbres cristianas. Des-
pués de haber hablado del aborto como asesinato, aborda el tema de la
contracepción: <<No se puede dejar de advertir que la mujer no debe
tomar poción alguna que incapacite la concepción o perjudique la vita-
lidad de la naturaleza, que, por la voluntad de Dios, debe ser fértil. Ha de
ser considerada culpable de tantos asesinatos cuantas veces impida la
concepción o el nacimiento. Y si no se sometiera a la penitencia corres-
pondiente, será condenada a la muerte eterna en el infierno. Si una
mujer no desea tener hijos, tiene que apalabrado piadosa y consciente-
mente con su marido, pues una mujer cristiana es infecunda sólo por la
castidad» (Carta, entre los Sermones I,12). La ágil formulación <<Tantas
contracepciones, tantos asesinatos>> agradó tanto a Cesáreo que la repi-
te en otros dos sermones ulteriores (Serm. 44,2 y 51,4).
Cesáreo, pues, deja a las mujeres elegir entre el infierno después de la
muerte o la penitencia en esta vida, o, como determinó el sínodo de
Agde en el año 506 (can. 37) dirigido por Cesáreo, entre la excomunión
0 la penitencia. La penitencia que imponía la Iglesia entonces era distin-
ta a la actual. Los <<penitentes>> de la Iglesia estaban obligados, como los
monjes, a una vida de renuncia completa al mundo. Eso significaba,
pues, años de abstinencia conyugal. P?r es~a razón, el s.ínodo ~e. Agde
aconsejaba que no se 1mpus1era tal pemtenCia con demasiada faCihdad a

1.15
la gente joven. Y el mismo Cesáreo de Aries afirma en sus sermones que
los jóvenes esposos que asumen la penitencia, no están obligados, en ge-
neral, a renunciar a la relación conyugal, a no ser que hubieren incurrido
en un crimen muy grave que tuviera que ser expiado en ese modo. Tam-
bién el papa León I, en una carta del 458 escrita al obispo de Narbona,
dice que hay que tolerar que los jóvenes <<penitentes» puedan contraer
matrimonio y hacer su uso (Ep. ad Rusticum 13). Y después del concilio
de Aries del443 y de Orleans en el 538, los casados podían asumir la pe-
nitencia eclesiástica sólo con el asentimiento de su pareja (Browe, Se-
xualethik des Mittelalters, p. 44 ). Dada su severidad, la penitencia de la
Iglesia la elegían, en general, las personas ancianas y las moribundas.
Martín (t 580), arzobispo de Braga, monje igualmente antes de ser
obispo, fijó la penitencia en diez años por la contracepción. La contra-
cepción se equipara al infanticidio: <<Si una mujer fornica y mata al niño
nacido de este acto o ha tenido el deseo de abortar y matar lo que ha
concebido o ha tomado medidas para no concebir, independientemente
de que lo haya hecho en adulterio o dentro del legítimo matrimonio, tales
mujeres, así se establece en los cánones antiguos, pueden recibir la co-
munión sólo en caso de muerte. Nosotros, sin embargo, llevados de la
misericordia, hemos decidido que dichas mujeres, y las personas impli-
cadas en su delito, deben hacer diez años de penitencia>> (Capitula Mar-
tini 77).
La reglamentación de la vida sexual de los laicos hecha por monjes-
obispos (Cesáreo, Martín) o papas como Gregario encuentra su expre-
sión en un género literario muy peculiar: los libros penitenciales. Con-
tienen el catálogo de los pecados y las penitencias correspondientes a
cada pecado. En ellos aparece que la contracepción está catalogada
como especialmente grave y como pecado mortal sin excepción. Los pe-
nitenciales más antiguos proceden de conventos irlandeses y los escri-
bieron sus abades. (Los monjes irlandeses tuvieron un papel destacado en
la evangelización de Europa.) Alcanzaron también una gran difusión el
libro penitencial de Regino de Prüm en el Eifel (t 915) y el del obispo
Burchardo de Worms, del año 1010. Worms era entonces un importan-
te centro eclesiástico. Del 764 al 1122 se celebraron allí diecisiete sínodos
del Imperio.
Un texto del libro penitencial de Regino de Prüm, y que reproduce
también el de Burchard de Worms, ha tenido una influencia enorme en la
doctrina eclesiástica sobre la contracepción, pues en el siglo XIII se in-
corporó al derecho eclesiástico. Regino lo pone entre las preguntas que
ha de hacer el obispo en su visita: <<Si alguien (si aliquis), por satisfacer su
placer o por odio consciente, hace algo a un hombre o a una mujer de
manera que ni de él o de ella puede nacer un hijo, o les da de beber de
modo que ni él puede procrear ni ella concebir, debe ser tenido por ase-
sino». Este texto, que hasta el1917 formaba parte del derecho canónico
de la Iglesia católica y que caracteriza la contracepción como asesinato,
ha tenido una gran influencia en la dramatización de la contracepción.

136
Se estiman actos contraceptivos no solamente las bebidas, sino tam-
bién otros modos diversos de evitar la procreación: coitus interruptus, re-
lación anal u oral. Las penitencias que la Iglesia imponía en estos tres
casos eran enormes. El rigor de la penitencia varía de un penitencial a
otro, pero llama la atención que la relación anal y oral (el coitus inter-
ruptus se menciona poco) se castigaba frecuentemente con más severidad
que el aborto, más, incluso, que un asesinato premeditado. Los autores
de los libros penitenciales consideraban, evidentemente, que ciertas prác-
ticas sexuales eran más condenables que el asesinato de un hombre. No
es un azar que la Iglesia católica haya puesto, hasta hoy, mayor empeño
en la lucha contra los pecados del ámbito sexual, a veces solamente pe-
cados supuestos, que contra los crímenes que se cometen contra la vida
humana en la guerra, en los genocidios y en la pena de muerte. Ernst
Bloch escribió en 1968 estas amargas palabras denunciando la perversión
de la moral del Occidente cristiano a través de tales valores falsos: «Las
mujeres no pueden entrar en la iglesia con los brazos desnudos, pero ju-
díos desnudos pueden cavar su propia fosa>>.
El libro penitencial anglosajón, compuesto entre los años 690-710
por Teodoro, monje griego procedente de la misma ciudad de Pablo,
Tarso, que llegó a ser arzobispo de Canterbury y al que se considera
como el verdadero organizador de la Iglesia inglesa, establece, por la re-
lación oral, una penitencia de siete o quince años o de toda una vida de
duración; por el aborto, una penitencia de tres veces cuarenta días, y por
el asesinato premeditado, siete años. El penitencial del Pseudo-Egbert
(hacia el 800) determina una penitencia durante siete años o toda la
vida por la relación oral; diez años por la anal; por el aborto, siete o diez
años, y por el asesinato premeditado, siete años. Los Canones Gregorii
(compuestos entre 690-710 y considerados igualmente del arzobispo
Teodoro) fijan, por la relación anal, quince años de penitencia, y por ase-
sinato premeditado, siete años. Y el penitencial anglosajón de Egbert, ar-
zobispo de York (t 766), penaliza la relación anal con siete años y el ase-
sinato con cuatro y hasta cinco años. El penitencial franco Hubertense
(680-780), que recibe el nombre del lugar donde se encontró, Saint-Hu-
bert, un monasterio en las Ardenas, exige diez años de penitencia por el
coitus interruptus; diez años también por bebidas contraceptivas y diez
años por asesinato premeditado. Aunque con penitencias considerable-
mente más suaves, de días o semanas, se penalizaba también el acto
marital que no se realizaba conforme a lo prescrito por los monjes, es
decir, cuando la mujer se colocaba sobre el hombre. Esta posición se con-
sideraba como una forma especial de buscar placer y de dificultar la con-
cepción. Pero las penas eran más duras si los esposos se desviaban habi-
tualmente de la posición prescrita con intención contraceptiva. El libro
penitencial de Egbert preveía para estos casos tres años de penitencia, Yel
Pseudo-Teodoro (siglo IX), de uno a tres años (d. Noonan, p. 183 ss.).
A partir del siglo vm se ordena a los confesores que pregunten ex-
presamente por la contracepción. El decreto del ya mencionado Bur-

1.17
chardo de Worms nos ofrece el modelo más detallado de las preguntas
que hacía el confesor. El decreto tuvo gran difusión. Burchard advierte al
confesor que ha de preguntar <<con suavidad y con bondad>>. Contiene
muchas preguntas que <<conciernen principalmente a las mujeres>>. Los
puntos principales eran aborto y contracepción. En las preguntas que se
hacía a los esposos, se pedía: <<¿Te has acoplado con tu mujer o con otras
por atrás como los perros? Si lo has hecho, entonces diez días de peni-
tencia a agua y pan. Si te has unido a tu mujer durante la menstruación,
entonces diez días de penitencia a agua y pan. Si tu mujer ha entrado en
la iglesia después de dar a luz sin haberse purificado, entonces deberá
hacer una penitencia tan larga como el tiempo que tenía que haber esta-
do alejada de la iglesia. Y si durante este tiempo te has unido a tu mari-
do, entonces harás veinte días de penitencia a agua y pan. Si te has
unido a tu esposa después de que el niño ha comenzado a moverse en su
seno o durante los cuarenta días previos al parto, harás entonces veinte
días de penitencia a agua y pan. Si te has unido a la mujer sabiendo que
la concepción era segura, harás diez días de penitencia a agua y pan. Si te
has unido a la esposa en el día del Señor, entonces tienes que hacer cua-
tro días de penitencia a agua y pan. ¿Te has ensuciado con tu mujer en
el tiempo de ayuno? Entonces harás cuarenta días de penitencia a agua
y pan. Si sucedió estando borracho, veinte días de penitencia a agua y
pan.·Debes guardar la castidad veinte días antes de la navidad, todos los
domingos, los tiempos de ayuno determinados por la ley, en todas las
fiestas de los apóstoles y en todas las grandes solemnidades. Si no ob-
servas esto, harás cuarenta días de penitencia a agua y pan>>.
Los libros penitenciales prohibían la relación con la esposa encinta y
entre los estériles, por ejemplo, entre los esposos ancianos. De todos
modos, la relación con la esposa encinta frecuentemente no se penaliza,
y entre los esposos estériles, nunca. Esto sorprende, pues Agustín luchó
con ahínco por la relación conyugal con la intención exclusiva de la
procreación. Por ejemplo, el más antiguo libro penitencial irlandés, el de
Finnian (siglo VI), condena la relación con la esposa durante la gestación
y entre los esposos estériles, pero no prevé castigo alguno para los trans-
gresores. El segundo libro penitencial irlandés, el Columbano (finales
del VI), no menciona ni una vez el tema (cf. Noonan, p. 197).
Tal vez esta actitud de los libros penitenciales, demasiado blanda a
los ojos papales, fue la causa por la cual el papa Juan IV escribió, en el
año 640, a los obispos irlandeses para flagelar <<el veneno de la herejía
pelagiana que comienza a revivir entre vosotros>>. Remite al salmo 50,7:
<<Yo he nacido en culpa, en pecado me ha concebido mi madre>> (Carta
en Beda, Historia eccl. 2,19). A los ojos del papa, evidentemente, los
obispos irlandeses no habían instruido suficientemente a los creyentes
sobre el peligro que representa el placer en la relación marital, pues
llama la atención realmente que ningún libro penitencial-los irlandeses
no eran los únicos- prevé un castigo para el ansia de placer en la rela-
ción, con lo cual seguían a Pelagio más que a Agustín.

138
Mientras los irlandeses no penalizaban la relación con la esposa ges-
tante, el libro penitencial franco del Pseudo-Teodoro (siglo IX) prevé
una penitencia de cuarenta días por relacionarse con su esposa durante
los tres últimos meses del embarazo. El penitencial Ecclesiarum Germa-
niae del siglo XI prescribe diez días a agua y pan por la relación después
de conocida la concepción, y veinte días si es después de los primeros
movimientos del niño en el seno. Algunos penitenciales limitan la prohi-
bición a los tres últimos meses de la gestación. Todas estas p!"escripciones
apuntaban a proteger el embrión. Ya el médico Sorano de Efeso (siglo n
d.C.) pensaba: Debe evitarse completamente la relación en el primer pe-
ríodo de la gestación, pues como el estómago arroja el alimento cuando
se le revuelve, así el útero materno actúa con el embrión. El médico Ga-
leno (siglo 11 d.C.), por el contrario, pensaban que, haciéndolo con me-
sura, se podía tener relaciones durante el primer período de gestación.
Mientras los padres de la Iglesia prohibían la relación con la esposa
encinta, principalmente porque consideraban imposible la procreación y,
por ello, injustificada la relación, con el paso del tiempo la protección del
embrión fue ganando terreno para legitimar la prohibición. A partir del
siglo XIII esta razón fue la única que se alegaba. Alberto Magno
(t 1280) escribe que existe el peligro de que con el placer el útero se abra
y se desprenda el embrión. Este peligro se agudiza especialmente en los
cuatro primeros meses de la gestación (Comentario a las Sentencias
4,31,22). Tomás de Aquino (t 1274) sostiene que la relación con la es-
posa gestante es pecado mortal solamente cuando constituye un peligro
9e un nacimiento defectuoso (Comentario a las Sentencias 4,31,2,3 ).
Esta continuó siendo la doctrina de la Iglesia.
Los libros penitenciales prohíben también la relación con la mens-
truante. El penitencial anglosajón de Beda (t 735) y los Canones Gregorii
establecen una penitencia de cuarenta días. El Pseudo-Teodoro determi-
na una penitencia de treinta días; y el Penitencial Antiguo Irlandés (hacia
el 780) habla solamente de veinte días. Lo que ya no consta por estos li-
bros es si se pensaba que durante la menstruación la concepción no era
posible, como opinaba Isidoro de Sevilla (t 636), o si, como pensaba Je-
rónimo, se concebirían hijos tarados. Lo que ningún libro penitencial des-
cuida, como ya se dijo en el capítulo anterior, es inculcar el deber de la
continencia en los tiempos de oración, penitencia y fiestas religiosas.

139
Capítulo 12

ESCOLASTICA PRIMITIVA (1):


MATRIMONIO DE LOS FORNICARIOS
Y MATRIMONIO DE MARIA

El pesimismo sexual de Agustín, acrecentado aún ampliamente por el es-


crito de respuesta del papa Gregario Magno (t 604) (<<El placer sexual
no se da nunca sin pecado»), domina también los siglos XI, XII y xm, la
época de la Escolástica, <da edad de oro de la teología», como se la
llama. Por cenit de la Escolástica se tiene a Tomás de Aquino (t 1274),
que es hasta nuestros días, con Agustín, la segunda autoridad en cues-
tiones sexuales, aunque la teología cristiana del matrimonio alcanzó
con él el punto más bajo y se abrió paso la satanización del matrimcnio.
Claro que no se puede cargar en la cuenta de Tomás de Aquino la Bula
sobre brujas (1484) dictada por el papa Inocencia VIII 200 años después
de la muerte de aquél, pero habría sido impensable sin la superstición de
Tomás en el comercio carnal con el demonio y sin su demanda de ani-
quilación de los herejes.
Los teólogos de la Escolástica primitiva (siglos XI y XII) distinguen con
Agustín dos fines del matrimonio: a) la procreación en consonancia con
la palabra veterotestamentaria de la creación: <<Creced, multiplicaos ... »,
y b) evitar la fornicación (según 1 Cor 7). Los escolásticos primitivos, si-
guiendo también aquí a san Agustín, piensan que la humanidad ya se ha
multiplicado suficientemente en los tiempos precristianos y que el pro-
grama querido por Dios para el tiempo posterior al Nuevo Testamento es
la soltería, la virginidad.
Mientras que Agustín acentuaba el primer fin del matrimonio, la
procreación, y el llamado carácter medicinal pasaba a un segundo tér-
mino, los escolásticos primitivos subrayan precisamente este segundo
objetivo del matrimonio. Para ellos, la finalidad predominante del ma-
trimonio es, de ahora en adelante, la de evitar la fornicación. Pero fieles
al sentido de Agustín, mantienen la preeminencia moral de la finalidad de

141
la procreación. Esto significa que el carácter medicinal tiene su límite allí
donde se toca la procreación o se la impide mediante la contracepción. A
los ojos de estos teólogos, el matrimonio es el sanatorio para aquellos
que, a causa de su debilidad, no consiguen vivir la virginidad, que es el
auténtico objetivo propuesto. Pues, como había mostrado ya Agustín, el
castigo por el pecado original afectó al hombre <<no en los ojos o en cual-
quier otro miembro, sino tan sólo en los órganos sexuales que deben ser-
vir a la procreación» (Guillermo de Champeaux [t 1121], Sent., q. 26).
Los escolásticos primitivos ven en todos los casados a fornicarios po-
tenciales cuya enfermedad -<<la enfermedad consiste en que uno no
puede abstenerse de mantener relaciones sexuales» (Pedro Lombardo, IV
Sent. 26,2)- es en último término el placer sexual, que no existió en el
paraíso, como había demostrado Agustín. La enfermedad que padecen
los casados encuentra su medicina y disculpa dentro del matrimonio.
También esto había sido expresado claramente por Agustín en sus razo-
nes para disculpar las relaciones maritales. La medicina es la relación
conyugal, la cópula. Por consiguiente, ella debe estar siempre a disposi-
ción del enfermo. El arzobispo Langton de Canterbury (t 1228) llega a
decir que se debe prestar la cópula matrimonial incluso bajo peligro
para la vida: <<La esposa debe preferir incluso que la maten con tal de que
no peque su marido». Por eso debe prestar el débito conyugal hasta en el
puerperio si considera como <<muy» probable la incontinencia de suma-
rido ·(Müller, Die Lehre des hl. Augustinus ... , p. 173 ). En tal caso, la es-
posa está obligada a prestar el débito conyugal incluso durante la cua-
resma y los restantes tiempos de continencia. _
La esposa como enfermera quiebra los barrotes del tiempo que los re::
ólogos habían fijado para las relaciones matrimoniales. El error que
los teólogos celibatarios cometieron al delimitar de forma dictatorial
los tiempos en que los esposos podían hacer uso de sus derechos fue su-
perado lentamente por el nuevo error de que los esposos (los teólogos va-
rones suelen pensar casi siempre sólo en el varón), de que el marido es un
enfermo grave al que le aguarda la condenación eterna si la esposa en-
fermera no se sacrifica por él, si no se juega hasta la vida por él en el
cumplimiento del débito conyugal, en la administración de la medicina
contra la incontinencia; y esto, en todo instante. En la praxis, esto signi-
fica la esclavización sexual de la esposa.
La idea -predominante en la mente de los varones, aunque no de-
clarada expresamente- de la esposa como enfermera del marido, pero
no a la inversa, produce una normativa que expone Odón, el canciller -de
la universidad de París (t hacia el1165). Opina éste que si es la esposa la
que pide el débito conyugal en tiempos sagrados, el marido no debe sa-
tisfacer el deseo de ella, sino <<reprimir con ayuno y azotes el descaro de
ella>> (In IV Sent. 32,3 ). Pero Odón no habla de la correspondiente pali-
za de la mujer al marido.
Guillermo de Auvernia (t 1249), obispo de París, encontró la prueba
de que la medicina del acto conyugal es eficaz contra la concupiscencia

142
sexual. Su eslogan para los casados dice: <<Hay que huir de todo placer
corporal>>, pues el placer impide el desarrollo espiritual del hombre. En
conversaciones con casados extrae el gozoso mensaje de que <<a veces es-
posos jóvenes permanecen fríos ante sus esposas incluso si son bellas, y
casi gélidos frente a otras mujeres, aunque éstas sean hermosas>> (De sa-
cramento matrimonii, caps. 8 y 9). Otro teólogo anónimo que vivió por
el año 1200 hace el mismo gozoso descubrimiento. Escribe que de la efi-
cacia real de la medicina da testimonio la aseveración de jóvenes esposos
de que ellos «están prácticamente fríos con sus bellas esposas y casi
fríos frente a otras» (Müller, p. 203 ). Si los libros penitenciales trataban
de domeñar el apetito sexual humano mediante la limitación temporal,
en la época de la Escolástica primitiva se aboga más por los medios ho-
meopáticos: la relación conyugal es medicina contra la relación conyugal.
Alberto Magno (t 1280) menciona más tarde la objeción de algunos
teólogos: una debilidad no se cura mediante lo que ella codicia, sino sólo
con el remedio contrapuesto, es decir, continencia perfecta y severa dis-
ciplina corporal. Alberto responde a esto que el apetito sexual está de-
masiado enraizado en el hombre dañado por el pecado original y que es
de carácter crónico, de forma que una ascesis radical sería nociva para la
naturaleza (In IV sent. d. 26 a. 8). Por suerte, los monjes prescindieron
de la monaquización total de los casados y se contentaron con una re-
ducción del placer sexual conyugal.
Cuando, en el siglo XII, cristalizó en los teólogos el septenato de los
sacramentos, sin duda que también el matrimonio se encontraba entre
éstos, pero se le asignó a una categoría aparte. A causa de su cometido
medicinal, el matrimonio tiene para los escolásticos primitivos una im-
portancia menor dentro de los sacramentos. Pedro Lombardo (t 1164)
escribe en sus Sentencias, que fueron el principal libro de texto y manual
en las clases de teología hasta el siglo XVI: hay tres clases de sacramentos:
1) aquellos que comunican la gracia, como la eucaristía y la ordenación
sacerdotal; 2) los que son medicina contra el pecado y comunican la gra-
cia, como el bautismo; 3) y último, el matrimonio, que es una medicina
contra el pecado y no confiere gracia alguna (IV, 2, 1). El dominico es-
pañol Raimundo de Peñafort (t 1275) opina que los cinco primeros sa-
cramentos son para todos; que el sexto, la ordenación sacerdotal, es
para los perfectos, y el séptimo, el matrimonio, está destinado a los im-
perfectos (Raymundiana 3,24,2).
Sin duda que en la alta Escolástica (siglo XIII) muchos teólogos hablan
de la gracia también en relación con el sacramento del matrimonio,
pero esto suena luego, por ejemplo·en Tomás de Aquino, de la siguiente
manera: «Siempre que Dios da algún poder da también la ayuda para su
uso recto. Puesto que en el matrimonio se da al varón el poder de usar de
su esposa para la procreación, también se le confiere aquella gracia sin la
que él no podría hacer esto de forma correcta (convenienter)» (S. Th.,
Suppl. q. 42 a. 3). Qué es lo <<correcto» en relación con la relación con-
yugal será determinado por los celibatarios enemigos del placer, uno de

14.1
los cuales fue Tomás de Aquino, por más que se quiera negar esto en
nuestros días. De ahí que también Tomás de Aquino llegara a escribir
que mediante esta gracia se «sofoca la concupiscencia en su raÍz» (In IV
sent. 26 q. 1 a. 4). O, como dijo su maestro Alberto Magno, el efecto de
la <<gracia medicinal» del matrimonio es la disminución de la concupis-
cencia (In IV sent. 26 a. 8).

El progreso tan grande que, según algunos teólogos actuales, se ha-


bría dado desde la Escolástica primitiva -el matrimonio no procura gra-
cia alguna, sino que es sólo una medicina que reprime la concupiscen-
cia- hasta la alta Escolástica -el matrimonio sí confiere gracia, que
consiste en que se reprime la concupiscencia- se ha producido exclusi-
vamente en los ojos de estos teólogos halagadores. Ellos quieren descu-
brir a toda costa en Tomás de Aquino, figura determinante hasta hoy, un
progreso a pesar de que, en realidad, acrecentó mediante los errores
biológicos y patriarcales de Aristóteles la animosidad de Agustín hacia el
placer. Ningún escolástico primitivo se expresó de modo más insultante
respecto de la sacramentalidad del matrimonio que el excelso escolástico
Tomás, que escribe: «Contra el placer sexual fue necesario emplear de
modo especial una medicina mediante un sacramento. Primero, porque a
través del placer sexual se corrompe no sólo la persona, sino también la
naturaleza; segundo, porque el placer sexual, en su inestabilidad, parali-
za la" razón» (S. Th. II1 q. 65 a. 1 ad 5). Al conocedor de la mentalidad de
Tomás no le sorprende que el sacramento del matrimonio ocupe, según
él, el último lugar entre los siete sacramentos, «porque tiene un mínimo
de espiritualidad>> (!bid., a. 2 ad 1 ).
El programa eclesiástico de gracia o frigidez para los casados -pa-
ra cuya consecución se termina por recurrir a las relaciones maritales
mismas como medio- produce, pues, como ya oímos, unos primeros
frutos; la monaquización de los seglares hace progresos: los esposos
cristianos son ya frígidos respecto de sus propias esposas bellas; sólo res-
pecto de las bellas mujeres ajenas no se ha conseguido aún del todo la fri-
gidez. Pero la indiferencia respecto de sus propias esposas es lo más im-
portante, pues ya se sabe que el adulterio está prohibido al esposo
cristiano. La inapetencia de éste tiene que demostrarse en el matrimonio,
que es la verdadera piedra de toque del cristiano. Al fin y al cabo, en el
matrimonio se trata siempre de los hijos. También por el bien de los hijos
es útil y necesaria la continencia. Guillermo de Auvernia (t 1249) sos-
tiene que una continencia lo más dilatada posible trae consigo un mayor
número de hijos y una mayor calidad de la prole, pues, en su opinión, el
<<ardor» del acto sexual no sólo atenta contra el elevado bien de la cotl-
tinencia, sino que tiene además el inconveniente de que <dos de concu-
piscencia más ardiente tienen pocos hijos o ninguno>> (De sacramento
matrimonii c. 8). En la moderación de los padres, los hijos se hacen
<<más altos, más robustos y más honorables en todos los aspectos>> (!bid.,
c. 9). Cuanto menos placer reine en el acto sexual dentro del matrimonio

144
-ésta es la quintaesencia moral-, tanto mayor será el número de hijos
y tanto mejor la suerte de ellos.
El fraile franciscano Odón Rigaldo (t 1275) tiene un modelo útil
para hacer comprender a los esposos cómo deben acabar con el placer
que, no obstante la represión celibataria, quiere hacerse presente en
todo acto de procreación. Piensa Odón que un sentimiento más fuerte
puede reprimir el placer pecaminoso. Un caballero puede conseguir con
la espuela que un caballo herido en una pata galope sin cojear. Del
mismo modo, un varón perfecto podría anticiparse mediante la intención
recta (es decir, orientada a la procreación) a la excitación sexual y orde-
narla de tal forma, mediante la orden de la razón, a su fin que la unión
sexual quede libre de pecado (In JI sent. d. 20 q. 6). Naturalmente, no
sólo en el acto sexual; sino también antes de él hay que cuidar de que no
vengan primero excitaciones sexuales, que para Odón y para otros mu-
chos son pecaminosas, sino que, por el contrario, el proceso debería
atenerse a la siguiente secuencia: los esposos tienen primero la intención
de procrear; a continuación, este pensamiento pone en marcha la primera
excitación sexual; luego, mediante la intención buena que preside el
proceso, todos los actos posteriores quedan ordenados de antemano al
fin recto. Por eso, tampoco habría pecado alguno en la antesala del acto
sexual, mientras que, de lo contrario, las primeras excitaciones sexuales
son pecaminosas; concretamente, cuando ellas aparecen primero y sólo
después son ordenadas por la razón a la procreación o a la prestación del
débito conyugal (In IV sent. d. 31 ).
El desmenuzamiento del acto conyugal, que es uno, en muchos actos
individuales a fin de filtrar correctamente lo que hay de pecaminoso se
pone de moda entre los teólogos. Simón de Tournai (t 1201) opina que
el acto conyugal puede comenzar sin pecado (es decir, libre de placer),
pero no puede ser consumado sin pecado (Disp. 25, q. 1 ). Debe él esta
idea a su maestro, el abad Odón de Ourskamp (t después de 1171 ). Por
el contrario, el cardenal Roberto Courson, que falleció a las afueras de
Damietta en 1219 cuando predicaba la cruzada, encuentra el pecado del
acto conyugal más bien en la parte central: «Si alguien conoce a su es-
posa con la intención de procrear o de prestar el débito, entonces son me-
ritorias las partes primeras y últimas de la prestación del débito, en las
que él obra según la voluntad de Dios; en cambio, las partes centrales, en
las que el hombre entero es dominado por la carne y se hace completa-
mente carne, son pecado venial» (Summa theologiae moralis c. 128). A
decir verdad, hay algunos esposos que también saben sanar moralmente
el centro crítico o la crítica conclusión. Guillermo de Auxerre (t 1231)
opina: «Si un esposo santo ... tiene relaciones con su esposa y el consi-
guiente placer que se produce en ellas no sólo no le causa agrado, sino
que es objeto de aborrecimiento ... entonces esa relación carnal está libre
de pecado. Pero esto sucede rara vez» (Müller, p. 185). El dominico
Rolando de Cremona (t 1259) considera tan buena esta idea teológica
que vuelve a repetirla (Müller, p. 194).

145
Anselmo de Laon (t 1117), al que se dio el título honorífico de
<<Padre de la Escolástica>>, sostuvo la tesis de que la cantidad del placer
determina la magnitud del pecado (Müller, p. 114).
Con ello surgió entre los teólogos la discusión sobre si el pecado es
mayor con una esposa bella o con una fea. Pedro Cantor (t 1197) opinó
que el comercio sexual con una mujer bella es un pecado mayor que la
relación carnal con una mujer fea, porque deleita más, pues la cuantía del
placer determina la magnitud del pecado. En línea con esto, Pedro Can-
tor trata de desacreditar a las mujeres hermosas. Habla de ellas en unos
términos que llegarán a ser frecuentes más tarde en la literatura ascética
española del siglo XVI: <<Considera que la mujer más bella ha nacido de
una maloliente gota de semen; considera luego su momento central,
cómo ella es un recipiente de porquería; considera después su final,
cuando ella sea pasto de los gusanos>> (Müller, p. 151).
Alano de Lille (t 1202) resolvió el punto en litigio siguiendo una
pauta distinta a la de Pedro Cantor. A la pregunta de quién peca más, si
el que tiene relaciones sexuales con una mujer bella o con una fea, res-
ponde que peca menos el que yace con una fémina bella <<porque es do-
minado en mayor grado por la visión de su hermosura>> y «donde hay
mayor coacción, menor es el pecado». Idéntico punto de vista sostuvo el
jurista Baziano en Bolonia (t 1197) (Müller, p. 138).
Decidido partidario de que, por el contrario, es mayor el pecado con
la mujer hermosa fue el camaldulense Huguccio (t 1210), famoso jurista,
cardenal de Ferrara y maestro del papa Inocencio III. Con estos dos per-
sonajes alcanzó su punto culminante la concepción agustiniano-
gregoriana de que todo placer sexual es malo. Huguccio repite incesante-
mente la frase del Escrito de respuesta del papa Gregorio (t 604): <<El
placer sexual no se da nunca sin pecado>>. De ahí que él sustente una opi-
nión distinta también en relación con el esposo santo que odia el placer en
la relación conyugal con su esposa y que, por consiguiente, debe estar libre
de pecado. También este esposo piadoso peca, porque a la eyaculación del
esperma siempre acompaña el placer. El único que <<no peca es el que no
siente nada>> (Müller, p. 111). Toda sensación de placer sexual es pecado,
independientemente de los motivos y de la circunstancia en que el placer
haga acto de presencia. Es secundario que una virgen lo experimente en la
violación, un esposo en el acto de procreación o un varón en la polución
nocturna. El placer sexual no se da nunca sin pecado. Huguccio lleva con
método a su término esta abstrusa idea agustino-gregoriana.
Notemos de paso que el auténtico problema celibatario de si la po-
lución (= ensuciamiento) nocturna de los monjes y sacerdotes es pecado
y de qué grado ocupó en gran medida a los moralistas. Sus lucubraciones
y exposiciones al respecto llenan bibliotecas enteras. ¿Reside la culpa en
la comida y bebida inmoderadas? ¿En las fantasías eróticas tenidas du-
rante el día? Huguccio desestimó todas las soluciones que se habían
dado hasta entonces a esta cuestión. Para él, ni el comer inmoderado ni
las fantasías -a los que considera pecado en sí mismos- son la medida

146
para el grado de pecaminosidad de la polución nocturna. Determinante
es sólo el grado de la sensación de placer. Quien percibe el placer, peca
venialmente; el que se entrega con complacencia al placer, comete un pe-
cado mortal (Müller, p. 112).
Porque toda sensación de placer carnal es pecado, dirá Huguccio,
como ya había manifestado Agustín, por eso no quiso Jesús ser procrea-
do mediante el coito marital. Pues según Sal50,7 («Pecador me concibió
mi madre»), repetido constantemente desde Agustín y desde su cons-
trucción del pecado original, el pecado en el acto carnal de los padres es
la razón del pecado original del hijo. También Huguccio subraya esto
(Müller, p. 110 s.). Con su consecuente condena del placer, él entra in-
cluso en colisión conceptual con el autor teológico del ensuciamiento del
placer, con Agustín mismo; concretamente, con la opinión de éste, com-
partida por todos los teólogos, de que están libres de pecado, primero, el
coito matrimonial con miras a la procreación y, segundo, la prestación
del débito conyugal. Dice Huguccio que tal comercio sexual para la
procreación y para prestar el débito conyugal está libre de pecado, pero
no lo está el placer experimentado necesariamente en tal relación sexual.
Sobre el <<¡Creced y multiplicaos!>> estipulado por el Creador escribe
Huguccio: <<Cabe afirmar que Dios ordena y hace mucho que ni es ni
puede ser sin pecado>>. Así ordena también, por ejemplo, velar por la es-
posa y los hijos, pero difícilmente consigue que no haya pecado. La
obligación de los esposos a prestarse el uno al otro el débito no es obli-
gación a pecar, sino a una acción que no se puede cumplir sin pecado,
sigue diciendo (Müller, p. 113). No resulta tan fácil poner en aprietos a
un teólogo. Huguccio confiesa cierta dificultad, pero ella le sirve de aci-
cate y lo convierte en proclamador de una nueva clase de relación con-
yugal, sin pecado y en consonancia con sus severos principios: lo que más
tarde recibirá el nombre de amplexus reservatus (<<abrazo reservado>>) o
coitus reservatus (no se confunda con el coitus interruptus), que ocupa
hasta hoy a los moralistas y del que hablaremos en el capítulo 14.
El cardenal Huguccio pone orden en los motivos para la relación
conyugal. Los cuatro clásicos motivos principales para la relación en los
que los teólogos convienen lentamente son: 1) coito para procrear, 2)
coito para prestar el débito conyugal (ambos y sólo estos dos están
exentos de pecado según Agustín), 3) coito por incontinencia (entre
tanto también considerado por algunos como libre de pecado, pero ca-
talogado por la mayoría -también por Huguccio- como pecado ve-
nial), 4) coito para satisfacer el placer (considerado por la mayoría,
también por Huguccio, como pecado mortal). No resultaba clara para
muchos la diferencia entre los motivos 3 y 4, entre el comercio sexual por
incontinencia y el tendente a la búsqueda de placer. Huguccio aporta cla-
ridad. Dice que en la relación conyugal motivada por la incontinencia
aparece primero la excitación sexual y luego el varón se decide a tener re-
laciones con su esposa. Esta relación es para él levemente pecaminosa.
Está libre de pecado (desde Agustín) sólo para el cónyuge que presta el

147
débito tras haberle sido exigido. En la relación sexual para satisfacer el
placer, el varón mismo es el que -según Huguccio- provoca la excita-
ción sexual mediante pensamientos, tocamientos o medios provocativos
que pretenden hacer posible un comercio carnal más frecuente. Tal rela-
ción sexual es pecado mortal. Digamos que los siglos siguientes estuvie-
ron muy ocupados con la descripción precisa de esta relación sexual
por afán de placer, con la cuestión de si es siempre pecado mortal o no lo
es. Además, estuvieron también ocupados con la cuestión de si la relación
sexual n.o 3 (por incontinencia) tal vez está libre de pecado.
También Huguccio, como muchos escolásticos primitivos, es presa de
la mentalidad de la época, que ve en el esposo (los teólogos-varones pien-
san preferentemente en él, en el esposo) a un enfermo que corre constan-
temente el peligro de sucumbir a la fornicación grave si la esposa-enfer-
mera no le procura la medicina de la relación conyugal en todo instante
del día y de la noche. La prohibición de copular en los tiempos sagrados,
ampliada durante siglos por los libros penitenciales de forma tan rigurosa
que quedaba poquísimo tiempo para mantener relaciones sexuales, no es
considerada ya por Huguccio como una obligación estricta, sino tan sólo
como un consejo. Así, él rechaza, por ejemplo, la afirmación de que toda
relación sexual en pascua, por los motivos que fueren, es pecado mortal.
Falta grave es para él el comercio carnal por placer, por libido; también la
cóp~la <<contraria a la naturaleza», y esto en todo tiempo. Ya veremos
luego lo que los teólogos entienden concretamente por <<contraria a la na-
turaleza>>. En consideración al gran peligro de incontinencia, de fornica-
ción y de adulterio, Huguccio permite también la relación sexual con la
embarazada, relación que muchos libros penitenciales habían prohibido.
En el contexto de la provisión permanente de la medicina de la rela-
ción cor.yugal, Huguccio imaginó el siguiente caso extremo. Supongamos
que un esposo llega a papa contra la voluntad de su esposa. Incluso en-
tonces, ese esposo sigue obligado a prestar el débito conyugal a su espo-
sa. En el caso de que su esposo no logre convencerla para que guarde
continencia, la esposa puede exigir al concilio y a los cardenales que le
devuelvan a su esposo. Y se habría esfumado la carrera pontificia del es-
poso. También en este caso extremo prevalece sobre todas las conside-
raciones restantes el peligro de fornicación; las relaciones conyugales
deben estar garantizadas. Por lo demás, es éste uno de los pocos casos en
que los teólogos hablan de los derechos de la esposa. Pero este favoritis-
mo se desprendía exclusivamente de su situación desventajosa en la Igle-
sia, de que, según el derecho canónico, una mujer no puede ser papisa.
De lo contrario, Huguccio habría hablado del esposo que puede exigir al
concilio y a los cardenales la devolución de la esposa.
Discípulo de Huguccio fue Inocencia III (t 1216), el papa más im-
portante de la Edad Media. La difamación del placer y la acentuación de
la pecaminosidad de toda relación marital, como Huguccio las había re-
cibido de Gregorio Magno («El placer sexual no se da nunca sin peca-
do»), alcanzan su punto ·culminante en Inocencia III. Éste escribe:

148
<<¿Quién no sabría que el coyacer marital jamás tiene lugar sin el rescol-
do de la fornicación, sin la suciedad del placer, por los que se mancha y
corrompe el semen recibido?>>. Como todos los enemigos del placer, él
cita el salmo 50,7: <<Los padres cometen un pecado actual... el hijo con-
trae el pecado original. Por eso dice el salmista: "Mira, fui concebido en
la injusticia que mis padres cometieron en la concepción">>. Respecto de
los bienes que, según Agustín, disculpan el matrimonio, opina lnocencio
que ellos disculpan al matrimonio sólo de pecado grave, pero no de
falta leve (Comentario a los Salmos penitenciales, 4 ).
Señalemos de paso que una serie de teólogos de la Escolástica primi-
tiva condenó severamente la degustación de alimentos afrodisíacos y,
sobre todo, también calificó como pecado mortal toda desviación de la
postura normal (en la cópula) en la medida en que aquélla sea fruto del
afán de placer. La Summa anónima del siglo XIII ( Codex Latinus Mona-
censis 22233) -ya nos la encontramos como una de las voces de la Es-
colástica que proponía al casto elefante de Plinio como modelo de con-
tinencia- afirma que el consentimiento de la esposa en la desviación de
la postura normal es un pecado tan grave como el homicidio. De igual
manera piensan el dominico Rolando de Cremona (t 1259), profesor en
París, y su sucesor, el dominico Hugo de Saint-Cher (t 1263), así como el
dominico Guillermo de Rennes (vivió hacia el año 1250). La Summa
anónima, Rolando de Cremona y Guillermo de Rennes permiten al
menos en algunos casos una desviación de la postura normal; concreta-
mente cuando por razones médicas -por ejemplo, por obesidad-la có-
pula conyugal no es posible de otra manera y han fracasado todas las
curas de adelgazamiento. Rolando de Cremona recomienda encareci-
damente a los obesos que <<copulen siempre con dolor espiritual>> en
sus relaciones matrimoniales <<al modo de los animales>>. Como dieta
para los de peso excesivo recomienda trabajar, sudar, dormir poco,
comer poca carne, pan de mijo y beber vinagre (Summa de matrimonio
solutio). Tal desviación de la postura normal es considerada como <<con-
traria a la naturaleza>>; por eso cae de suyo entre los pecados más graves.
El autor de la mencionada Summa anónima da como razón de la grave
pecaminosidad también ésta: que de ese modo difícilmente es posible una
concepción. Respecto del último punto se tiene un mejor conocimiento
en nuestros días. De ahí que resulte tanto más grotesco que todavía en
nuestro siglo vaya a parar al Índice de libros prohibidos la obra de Van
de Velde El matrimonio perfecto (1926), un libro en el que, como único
distanciamiento de la doctrina habitual, se admite el desviarse de la pos-
tura normal (en la cópula).
La dramatización -tan característica de la Escolástica primitiva
(siglo XI hasta comienzos del siglo Xl!l)- de la pecaminosidad del placer
y del poder del instinto sexual, la consiguiente visión del matrimonio pre-
ferentemente como medicina contra la peligrosidad del placer sexual, esa
insana fijación de los celibatarios en el acto marital considerándolo a la
vez como pecado y como medicina contra el pecado, ese aborrecimiento

149
y la simultánea y constante recomendación encarecida del acto carnal (in-
cluso en peligro de muerte para la esposa) llevaron ya en el siglo XII a una
dura reacción del alemán Hugo de San Víctor (t 1141, ex-conde de
Blankenburg). Él encarece fervientemente el matrimonio puro, espiri-
tualizado de María; el llegar a ser uno espiritualmente sin ser una misma
carne. El matrimonio verdadero, auténtico, perfecto se realiza en el es-
píritu y sólo en el espíritu. Hugo está fascinado por el matrimonio de
María y José, la pareja célibe que es todo un sueño para los difamadores
del placer. Él quiere que el matrimonio de María llegue a ser el modelo
para todos los casados.
Hugo conviene con Agustín en que existió un matrimonio verdadero
entre María y José; y concluye de ahí lo que Agustín había subrayado
constantemente (cf. los pasajes en Müller, p. 32): que el acto carnal no
forma parte de la esencia ideal del matrimonio. Según Anselmo de Laon
(t 1117), algo mayor que Hugo, María, al contraer matrimonio, consin-
tió en prestar el débito conyugal, pero estaba convencida de que José
jamás exigiría de ella la prestación de esa obligación. Hugo rechaza aira-
do tal visión del matrimonio de María porque -en su opinión- se
asienta sobre un concepto equivocado de matrimonio. Él argumenta que
la relación sexual no es de la esencia del matrimonio, pues, de lo contra-
rio, María tendría que haber consentido en la cópula marital, pero eso es
una inculpación criminal de la santísima Virgen (De b. Mariae virginitate).
Las dificultades que los celibatarios se crearon con su construcción de
un matrimonio de María o de José sin relaciones maritales son percepti-
bles incluso en nuestros días cuando, en el pío lenguaje eclesial, no es que
se niegue el matrimonio de María, pero sí se habla de José presentándolo
preferentemente como su <<prometido», con lo que, en la práctica, se di-
fumina su matrimonio. Hugo, por el contrario, vio en José al marido
ideal, y en el matrimonio de José el matrimonio auténtico. Pero, para el
pensamiento pío de nuestros días, el concepto <<matrimonio>> parece estar
tan corrompido por los esposos normales que se prefiere no utilizarlo ya
al referirse a la imagen del matrimonio ideal. De ahí que se prefiera de-
signar a José como el prometido de María. Suena más limpio. Tras sacar
así al matrimonio verdadero del <<mal>> de la excitación sexual, Hugo en-
cuentra palabras sublimes y bellas sobre el amor conyugal, del que resul-
taba difícil hablar a los otros teólogos -o ni se les ocurría- porque pen-
saban siempre también en las relaciones conyugales ensuciadas por el
placer. Sólo con esta separación entre espíritu y cuerpo consiguió Hugo
--como también Agustín tan pronto como pone entre paréntesis el ele-
mento corporal- hablar del amor conyugal, así como complementar y
superar la tosca visión del matrimonio, al que considera ante todo como
instituto para la procreación o medicina contra la incontinencia y la for-
nicación. Sobre la visión que contempla el matrimonio preferentemente
como una medicina contra la incontinencia sentencia Hugo que la sensa-
ción del placer sexual es para él un malum, un mal, algo malo; dicho con
crudeza: el matrimonio <<circunscribe la calentura del placer inmoderado>>

150
a la unión conyugal, «disculpa>> ese mal mediante sus bienes, pero «no
consigue que eso deje de ser un mal, sino sólo que no sea condenable>>.
En lugar de rehabilitar lo corporal y el placer y de barrer de una vez
el sistema de disculpa del matrimonio puesto en marcha por Agustín,
Hugo prefiere distanciarse del matrimonio consumado a través de la
relación carnal y apuesta por un matrimonio puramente espiritual, con lo
que difama aún más el amor corporal. Esta mayor difamación se mani-
fiesta, por ejemplo, en que Hugo -en contraposición con muchos esco-
lásticos primitivos- prohíbe de forma tajante la relaciones conyugales en
los tiempos sacros y las equipara a la <<cópula contraria a la naturaleza>>
(De sacramentis 2,11,7.9.10).
El motivo principal por el que Dios instituyó el matrimonio no es,
según Hugo, la procreación ni la sanación de la fornicación. Son, más
bien, las palabras que Adán pronunció cuando Dios le presentó a Eva las
que revelan la razón principal por la que Dios instituyó el matrimonio.
Adán señala en primer término el apego espiritual del uno al otro, pues
dice: <<Por eso dejará el hombre padre y madre y se unirá a su mujer>>
(Gn 2). Sólo las palabras siguientes de Adán nombran la «tarea» del ma-
trimonio, que consiste en hacerse una sola carne. Pero lo primordial es el
amor espiritual. El matrimonio se fundamenta no mediante la unidad en
la carne, sino mediante la unidad de los corazones (Müller, p. 81 ss.). Y
si faltara lo primero, es decir, esta «alianza de amor>>, el matrimonio
sería «inválido» incluso si se diera la unión según la carne (Müller,
p. 83). Por el contrario, argumenta Hugo, se realizaría de forma más per-
fecta el ideal del matrimonio si no siguiera relación carnal alguna a la ce-
lebración del matrimonio. Con ello se daría la santidad del amor y no
acaecería nada «de lo que la castidad tuviera que sonrojarse>> (Müller,
p. 79). Las relaciones sexuales necesarias para la procreación y para la
prestación del débito conyugal no pertenecen a la esencia del matrimo-
nio, sino únicamente a la tarea del matrimonio, subordinada a la esencia
de éste. Hugo declara que un matrimonio no consumado de forma carnal
es «más perfecto y santo» que el consumado. Por consiguiente, según él,
pará contraer válidamente el matrimonio es necesaria la voluntad de
los cónyuges para entrar en una comunidad de vida y amor espirituales,
pero no es precisa la voluntad de entrar en una comunidad sexual
(cf. Müller, p. 78). «Creo, más bien, que el matrimonio se da aún más, es
aún más verdadero y más santo, allí donde se contrae la alianza sólo con
el vínculo del amor y no en la concupiscencia de la carne y del placer ...
¿Acaso no es más cuando dos se hacen uno en el espíritu que cuando se
hacen uno en la carne?>> (cf. Müller, p. 81).
Las muy sensibles palabras de Hugo sobre el matrimonio, el amor y
la preeminencia del corazón revisten un sonido agradable e insólito en
unos tiempos en los que los teólogos estaban fijados exclusivamente, y de
forma insultante para todos los casados, en la sensualidad de éstos, a la
que, a su vez, veían preferentemente como peligro de fornicación y de
adulterio. Pl·ro Hugo no consigue involucrar la unión carnal en su visión

1S 1
espiritualizada del matrimonio. Hugo se convierte, más bien, en el re-
presentante más extremado de la llamada teoría del consenso y en el ad-
versario más tajante de la teoría de la cópula.
Una secular discusión canónica en torno a estas dos teorías giraba
sobre la siguiente cuestión: ¿se produce el matrimonio mediante la cópu-
la, mediante el consentimiento o mediante ambos? Ya el derecho romano
sostenía el principio de que el matrimonio se basa en el consentimiento de
ambos cónyuges y no en la cópula (consensus facit matrimonium et non
concubitus). Este principio del derecho romano siguió también el derecho
matrimonial católico; así, por ejemplo, el papa Nicolás en su carta del
866 a los búlgaros recién convertidos. Pero en la cuestión de la conse-
cuencia y de la acentuación jurídicas se desarrollaron dos corrientes: la te-
oría del consenso matrimonial y la teoría de la copulación.
En concreto, esta cuestión adquirió importancia por primera vez en
un caso que levantó una gran polvareda en su tiempo, cuando el noble
aquitano Esteban casó con la hija del conde Regimundo y tras la cele-
bración de la boda la devolvió inmediatamente a su padre, sin haber con-
sumado el matrimonio. El conde Regimundo interpuso una querella en el
sínodo de Touzy del año 860, al que asistían todos los obispos francos.
Éstos encargaron la investigación de la cuestión al teólogo más impor-
tante de aquel tiempo, a Hincmaro de Reims (t 882). En el escrito que
éste redactó después de haber estudiado el asunto, y al que tituló El ma-
trimonio de Esteban y de la hija del conde Regimundo, sostuvo la teoría
de la copulación. Dijo que la consumación sexual es tan esencial para el
matrimonio que, sin ella, no se puede hablar en modo alguno de matri-
monio. Y cita un supuesto pasaje de Agustín: <<Una boda en modo algu-
no se asemeja a la boda de Cristo y de la Iglesia si los partícipes no se sir-
ven de sus derechos maritales», es decir, si no se da la copulación.
En el siglo XII, ambas corrientes -la teoría de la cópula y la del con-
sentimiento- vivieron una oposición radical. La teoría del consenso
estuvo apadrinada preferentemente por la universidad de París; la teoría
de la cópula, por la universidad de Bolonia. El monje Graciano, impor-
tante canonista de Bolonia, entendía que la cópula es lo constitutivo
del matrimonio. Por el contrario, Hugo -a causa de las consecuencias
para el matrimonio de María, ya que si la cópula fuera lo constitutivo del
matrimonio María no habría estado casada- vio el momento constitu-
yente sólo en el consentimiento matrimonial, del que él -en interés del
matrimonio de María- orilla toda referencia al momento sexual.
Se resolvió la disputa mediante un compromiso válido hasta nuestros
días. El papa Alejandro III (t 1181) se adhirió básicamente a la teoría del
consenso. El matrimonio es, pues, válido ya antes de su consumación,
pero es indisolllble sólo después de su consumación. Esto significa que se
puede disolver un matrimonio no consumado, pero no el consumado. In-
cluso según el actual derecho canónico, alguien que no haya consumado
el matrimonio después de la boda puede solicitar su disolución y contr:.er
nuevas nupcias.

152
Capítulo 13

ESCOLASTICA PRIMITIVA (2):


LA OPOSICION DE ABELARDO,
UNA HISTORIA DE SUFRIMIENTO

Como ya hemos visto, a finales del siglo XII y principios del siglo XIII casi
todos los teólogos consideraban pecado la relación conyugal. Esta visión
alcanzó su cenit con Huguccio. La oposición hizo acto de presencia a tra-
vés del único teólogo casado, Abe lardo (1079-1142), famoso por su
desdichada relación amorosa con Eloísa (1101-1164) y por el gran éxito
que alcanzó como profesor en París. Él fue el único pensador indepen-
diente en la masa de teólogos enemigos del placer sexual que se limitaban
a mascullar siempre lo mismo. Él fue también uno de los pocos que, por
ejemplo, levantaron su voz contra los numerosos asesinatos de judíos en
las cruzadas del siglo XII. Du~ante toda su vida fue tachado de hereje por
san Bernardo de Claraval. Este consiguió finalmente que el papa Ino-
cencia II impusiera el silencio perenne a Abelardo, que falleció poco
después.
Abelardo gozaba ya de fama internacional cuando todavía enseñaba
en París. En 1118 quedó interrumpida su carrera académica a causa de
su relación amorosa con Eloísa. Abelardo vivía entonces en casa del ca-
nónigo Fulberto, cuya bella e inteligente sobrina de dieciséis años podía
conversar en latín con igual perfección que en francés, y estudiaba in-
cluso hebreo. Abelardo, que todavía no era sacerdote, daba clases parti-
culares a Eloísa. Sobre ellas escribirá él más tarde en su Historia calamí-
tatum mearum, la historia de sus desdichas: <<Así convine con Fulberto
que él me recibiera en su casa y fijara el precio a su albedrío ... De ese
modo, Fulberto alcanzó la meta de sus deseos: mi dinero para él y el
saber para su sobrina ... Durante las clases teníamos todo el tiempo del
mundo para nuestro amor ... y los besos eran más numerosos que las pa-
labras. Con frecuencia, mis manos estaban más ocupadas en sus senos
que en el libro, y, en lugar de leer textos científicos, leíamos en nuestros

153
ojos mirándonos apasionadamente el uno al otro» (Historia calamitatum
mearum, p. 17 ss.). Eloísa quedó en estado. Abelardo la secuestró y la
llevó a Bretaña, a casa de su hermana. Al irritado tío prometió casarse
con Eloísa a condición de que él mantuviera en secreto la noticia del ma-
trimonio. Por la reforma gregoriana, todos los casados quedaban ex-
cluidos del sacerdocio a no ser que la esposa ingresara en un convento.
Pero Eloísa no quería hacerse monja. Por otro lado, tampoco deseaba ser
un obstáculo para la carrera académica de Abclardo, posible entonces
sólo para los sacerdotes. Así, pues, decidió seguir siendo su amante.
Pero él la convenció para que se casara con él, cosa que sólo deberían lle-
gar a saber unos pocos allegados. Dejaron a su hijo Astrolabio con la
hermana de Abelardo y se casaron en presencia de Fulberto. Eloísa volvió
a vivir en casa de su tío. Abelardo retornó a su apartamento de soltero;
tan sólo se veían esporádicamente. Fulberto consideró que aquella se-
cretez era nociva para la buena fama y divulgó la noticia del casamiento.
Acto seguido, Abelardo raptó de nuevo a Eloísa y la llevó a un monas-
terio situado en las proximidades de Argenteuil, donde él le ordenó que
vistiera el hábito de monja, pero que no hiciera los votos. Cuando Fui-
berro y los suyos se enteraron de esto, vieron en ello «un engaño insul-
tante y el intento de deshacerse así de Eloísa. La irritación de esta gente
alcanzó tal grado que decidieron mi perdición. Mi fámulo se dejó co-
rromper y los introdujo en mi habitación una noche, cuando yo dormía
plácidamente. Entonces se vengaron de mí; de una manera tan cruel, tan
vergonzante, que el mundo quedó perplejo. Amputaron de mi cuerpo los
órganos con los que yo les había ofendido. En la huida se pilló a dos de
los camaradas, les dejaron ciegos y, además, los castraron» (Historia ca-
lamitatum mearum, 28).
Todo París, la clerecía al completo, se puso del lado de Abelardo. Sus
alumnos lo buscaban para consolarlo. Abelardo convenció a Eloísa para
que tomara el velo. Ella llegó más tarde a abadesa, y él se hizo monje en
Saint-Denis. Ante la insistencia de sus alumnos y de su abad, Abelardo
volvió a dar clases. La historia de Abelardo y Eloísa ha quedado para
siempre como la historia de unos amantes y esposos que fueron víctimas
de la ley del celibato. .
Abelardo reprocha a sus contemporáneos que sólo permitan practicar
la relación conyugal de una manera en la que jamás puede llevarse a
cabo. Y añade que no debe ser la tradición, sino la razón, la que decida
sobre la rectitud de una teoría. Abelardo opina: <<No hay derecho a de-
clarar pecado ningún placer natural de la carne ni se puede calificar
como culpa el que alguien se deleite mediante el placer cuando uno
tiene que experimentarlo necesariamente». Porque <<desde el primer día
de nuestra creación, cuando se vivía sin pecado en el paraíso», tanto la
relación conyugal como la degustación de manjares sabrosos estaban vin-
culadas necesariamente con el placer. Dios mismo hizo que la naturaleza
fuera así (Eth. 3). A pesar de conocerla, Abelardo no menciona ni una
sola vez la doctrina agustiniana de que el placer sexual es consecuencia y

154
castigo del pecado original. La silencia por completo. Echa en cara a sus
contemporáneos la incongruencia de que permitan las relaciones conyu-
gales con miras a la procreación o a la prestación del débito, pero que no
admitan el placer, que va ligado indisolublemente a ellas. Abelardo con-
tradice también la habitual interpretación que se hace de la primera
carta a los Corintios (7,6), según la cual Pablo <<perdona» las relaciones
conyugales, es decir, las considera pecado. Insiste Abelardo en que Pablo
deja al libre albedrío de los cónyuges el mantener o no relaciones sexua-
les. Y añade que el constantemente repetido versículo 7 del salmo 50
(<<Mira que en culpa yo nací, pecador me concibió mi madre>>) en modo
alguno indica que el placer que experimentan los esposos en el acto de la
procreación mancille al hijo, sino que habla únicamente del pecado ori-
ginal que tiene todo hombre.
Como consecuencia de su intento de rehabilitar el placer sexual,
Abelardo afirma la concepción inmaculada de María, es decir, la doctri-
na de que María fue concebida sin pecado original, mientras que su ad-
versario Bernardo de Claraval (t 1153) -presa del pesimismo agusti-
niano respecto del placer sexual- la combatió con vehemencia y por eso
etiquetó de hereje a Abelardo. Puesto que se suponía que María había
sido concebida mediante una relación sexual normal -la leyenda lla-
maba a sus padres Joaquín y Ana-, ni Agustín ni la tradición que le si-
guió pudieron declarar libre del pecado original a María. Bernardo, por
ejemplo, subrayaba que en la relación marital hay placer (libido), que el
placer es pecado, y que allí donde reina el pecado no está presente el Es-
píritu Santo. Por tanto, es imposible que el alma de María recibiera la
gracia santificante en el momento de la concepción (Ep. 174,1.5.6.7.9) Se
entendió como binomio inseparable el placer sexual y el pecado, el placer
sexual y la transmisión del pecado original. Sólo el defensor del placer,
Abelardo, desligó esta equivocada concatenación.
Si bien resultaban sensacionales tales tesis, sin embargo también
Abelardo fue prisionero de la tradición en muchas cosas, por ejemplo
cuando afirma que el motivo ideal para la relación conyugal es la vo~
Juntad de tener un hijo, y que las santas esposas, como, por ejemplo,
Ana, tal vez habrían renunciado por completo a las relaciones conyuga-
les si .~ubiera existido ?tra posibilidad _de tener ~n hijo (Eth. 3). Porque
tamb1en Abelardo considera que el cammo del cehbato, de la continencia
es más perfecto y más meritorio ante Dios que el del matrimonio. '
La teoría agustiniana de la aversión al placer sexual predominaba de
tal manera que no sufrió menoscabo alguno mediante la actividad de
Abelardo en favor del carácter natural del placer. Más bien, ella conser-
vó toda su determinante influencia y alcanzó su punto culminante sólo
después de Abelardo, en Huguccio, como hemos visto, y cuya anómala
propuesta para unas relaciones conyugales libres de pecado estudiaremos
a continuación.

155
Capítulo 14

EL ABRAZO RESERVADO:
RECETA PARA UNAS RELACIONES CONYUGALES
EXENTAS DE PECADO

El método de relaciones matrimoniales favorecido por el cardenal Hu-


guccio (t 1210), gran canonista y maestro del aún más importante papa
lnocencio lll, funciona sólo para el marido, pero no sirve para el fin de la
procreación. Por eso, como veremos, fue considerado más tarde como
una forma de anticoncepción. Hay que distinguirlo del coitus interruptus
(que es pecado mortal para Huguccio y para todos los teólogos católicos
hasta nuestros días). El problema teológico de Huguccio fue el siguiente:
¿cómo realizar la prestación del débito matrimonial, al que e!.tá obligado
el marido a petición de la esposa, de forma que resulte libre de pecado
para el varón a pesar de que, con la eyaculación, sobrevenga inevitable-
mente el placer en el hombre y con ello, según Huguccio («sólo el que no
siente nada no peca»), se dé el pecado, aunque sea leve?
Él encuentra la siguiente vía de salida: «Y o puedo cumplir el deber
respecto de la esposa y esperar en este modo, es decir, hasta que ella con-
siga el placer. En efecto, es frecuente que la mujer experimente el placer
antes que su marido y, cuando el placer de la esposa ha sido satisfecho fí-
sicamente, yo puedo -si quiero- retirarme sin satisfacer mi placer,
libre de todo pecado y sin dejar escapar el semen de la procreación>>
(Summa 2,13). Esto significa que el marido tiene que concentrarse en sí
mismo y retener su semen, a diferencia de lo que ocurre en el coitus in-
terruptus, que es pecado grave. Pero merece la pena. El esposo que aspi-
ra a la santidad permanece libre de pecado en tal acto marital, pues no
llega a experimentar placer. Ha retirado su miembro de la vagina de la
mujer sin haber eyaculado y tampoco después deja que venga la eyacu-
lación. El orgasmo de la esposa que exige el débito por incontinencia es
pecado leve, pues, en la petición del coito, sólo el necesario para la pro-
creación está exento de pecado, según la opinión de Agustín. Huguccio,

157
cuya aversión al placer sexual supera incluso a la de Agustín, parece
haber dado la preferencia a este su abrazo reservado frente al coito para
la procreación y para la prestación de débito conyugal, exentos ambos de
pecado, según Agustín. En opinión de Huguccio, sólo el abrazo reserva-
do está verdaderamente libre de pecado, pues sólo él sucede sin sensación
de placer. Huguccio no entra en la cuestión de hasta qué punto el hom-
bre puede experimentar placer incluso sin eyaculación, con lo que fracasa
toda la estrategia.
Se ha preguntado cómo el monje Huguccio llegó a este método. Él
mismo apunta que tal método se da <<con frecuencia». John T. Noonan
sospecha que se trata de un método anticonceptivo de los cátaros difun-
dido en la Italia septentrional (Noonan, Empfangnisverhütung, 1969,
p. 366). También se menciona este método en la literatura del amor
cortesano de los trovadores. Introducido por primera vez por Huguccio
en la teología como método para impedir el placer en las relaciones ma-
trimoniales, con lo que se asume como efecto secundario la prevención
de hijos, esta forma de realizar las relaciones matrimoniales dio mucho
que hablar precisamente a causa de su efecto secundario de la anticon-
cepción.

Como título de la disputa teológica, con sus dimes y diretes, que


vamos a exponer a continuación, se podría escribir: <<De cómo se tirani-
za a los esposos mediante la aversión al placer sexual y la tabuización del
semen masculino>>. La idea del abrazo reservado y la consiguiente dis-
cusión teológica multisecular son tan abstrusas que uno no sabe de qué
asombrarse más, si de los monjes teólogos que la aconsejan o de aquellos
que la prohíben. Pues los que la prohíben lo hacen porque en tal praxis
se da o podría darse todavía demasiado placer; y los que la recomiendan
lo hacen para permitir el menor placer posible. La aversión al placer es
siempre el auténtico motivo, tanto al recomendar como al prohibir este
método.
Mientras que ni hay ni ha habido hasta la fecha teólogo católico al-
guno que no califique de pecado grave el coitus interruptus, e! juicio
sobre el abrazo reservado fue y es, con frecuencia, positivo. La cuestión
del amplexus reservatus sigue de actualidad en nuestros días, después de
que el cardenal Suenens recomendara en 1960 ese tipo de relación sexual
--como método anticonceptivo- para aquellos esposos que tienen mo-
tivos justificados para evitar un embarazo (A crucial problem, 1960,
p. 81 s.).
Primero pasaron cien años sin que se oyera nada de la propuesta de
Huguccio, pero luego el arzobispo Pedro de Palude (t 1342) arremetió
contra que practicara el coitus interruptus un marido que no quería
tener más hijos porque no podía alimentarlos. Por contra, admitía en de-
terminadas circunstancias el amplexus reservatus: <<Pero si el marido se
retira antes de que el acto se consuma y no deja que se produzca la
eyaculación del semen, evidentemente no comete pecado grave, a no ser

158
que mediante ello quizás sea excitada la esposa al derrame de semen>> (In
IV sent. 31, 3, 2). Con este derramamiento de semen de la esposa se re-
fiere él al orgasmo de ésta. Por consiguiente, si la esposa alcanza el or-
gasmo, tal acto del abrazo reservado es pecado mortal, opina el arzo-
bispo.
La expresión «semen femenino>> proviene de Hipócrates (siglo IV a.C.).
El médico griego Galeno (s. n), médico personal del emperador Marco
Aurelio, dice que el semen femenino es más frío y húmedo que el mas-
culino, y considera que este semen femenino es necesario para la pro-
creación, oponiéndose así a Aristóteles, para el que sólo el semen mas-
culino es procreador. Desde Alberto Magno y Tomás de Aquino, los
teólogos siguieron preferentemente la biología de Aristóteles. Cuando
ellos mencionaban este «semen femenino••, independientemente de lo
que entendieran por tal, estaban convencidos firmemente de que su de-
rramamiento está unido con el orgasmo, como en la eyaculación mas-
culina. El cardenal Huguccio había contado con el orgasmo de la esposa.
El coito del abrazo reservado discurría bajo el apartado de la prestación
del débito conyugal por el esposo, pero sin el pecado de sentir placer por
parte de éste. Para el arzobispo Palude, tampoco la mujer debía tener or-
gasmo, pues la relación sexual discurre ahora bajo el apartado «Anti-
concepción >>.
Una difusión aún mayor procuró al método del abraz9 reservado san
Antonino (t 1459), dominico y arzobispo de Florencia. El recogió al pie
de la letra en su Summa (3,120) la exposición del arzobispo Palude. Y
dos manuales para confesores, también del siglo XV, se atienen literal-
mente a Palude: la Summa casuum conscientiae en el epígrafe Debitum
(débito conyugal), del franciscano Trovamala (t después del 1494), y el
De morali lepra del dominico alemán Nider (t 1439). Desde 1450 hasta
1750, los teólogos comentarán más y más el abrazo reservado como mé-
todo anticonceptivo lícito.
Pero también se levantaron voces en contra. La primera de ellas fue la
del dominico Silvestro Mazzolini da Prierio (t 1523 ), famoso como ad-
versario de Lutero, pues se ocupó desde 1517 en las tesis antiindulgencia
de éste para refutarlas. Entiende que la opinión de Palude es <<altamente
irracional>> (Summa summarum: De debito coniugali). Le siguen otros y
enfatizan que todo acto sexual que no sirva a la procreación es siempre
condenable. Así, por ejemplo, el inquisidor y dominico Bartolomé Fundo
(t 1545) sostuvo que la utilización de este método es pecado mortal.
Igual juicio emiten el dominico italiano Ignazio Conradi (t 1606) y el je-
suita español Henríquez (t 1608).
La opinión del arzobispo Palude que permite el abrazo reservado
como acto anticonceptivo y lo califica de pecado mortal sólo en el caso
de que se produzca el orgasmo de la esposa fue seguida por el cardenal
Cayetano (t 1534), que hostigó a Lutero, y el jesuita Tomás Sánchez
(t 161 0). Según este último, cuando el matrimonio es pobre y cuenta con
una familia numerosa a la que no puede alimentar, entonces se da un

159
motivo justo para permitir ese método (De sancto matrimonii Sacra-
mento 9, 19).
Alfonso de Ligorio (t 1787) considera que el abrazo reservado es pe-
cado mortal cuando lleva al orgasmo de la esposa («derramamiento de
semen>>); en los restantes casos lo ve como pecado venial. Pecado leve lo
consideran también el jesuita alemán Paul Laymann (t 1635), confesor
del emperador Fernando II, en su obra clásica de teología moral, y Bi-
lluart (t 1757). El moralista Diana (t 1663), al que Pascal atacó por su
<<laxismo>>, afirma que ese método se usa <<con frecuencia>>.
La insensata discusión de los teólogos sobre el abrazo reservado
prosigue en los siglos XIX y XX. Lehmkuhl (t 1918) sostiene que el mé-
todo es lícito, pero <<muy poco pertinente» porque, más que apaciguar la
apetencia sexual, la excita. Otros prohíben el método, pues suponen
que la mayoría de los esposos practican en realidad el coitus interruptus.
En nuestro siglo, el obispo de Smet, de Brujas, recomienda el método
como <<mal menor>> para los esposos que, de lo contrario, utilizan méto-
dos anticonceptivos. Arthur Vermeersch (t 1936) opina que ese método
es pecado para la mayoría de los hombres porque no escapan al peligro
del coitus interruptus. Está dispuesto a perdonar a los esposos sólo eya-
culaciones esporádicas, en el caso de que éstas no sean intencionadas.
Dos libros del seglar católico Paul Chanson, publicados en 1948 con el
<<imprimatur>> de la archidiócesis de París, fueron retirados del mercado
en 1950 por orden del Santo Oficio. Chanson había recomendado el
abrazo reservado como un acto de autodominio, <<de humanización de la
carne>>. Afirmaba que el acto dura de diez a treinta minutos y que es apto
para fomentar el amor conyugal.
En 1951 se produjo el ataque más demoledor que este método haya
sufri9o jamás, a cargo del dominico H. M. Hering. Llamó «inmoral>> a
este método, ya que, a diferencia, por ejemplo, de los besos, implica
aquellas partes sexuales que, según el canon 1081 § 2 del derecho canó-
nico, están puestas para la procreación de la prole, por lo que todo ello es
<<un pecado gravísimo que pertenece propiamente a los vicios contra la
naturaleza>>. Sigue diciendo Hering que Chanson había olvidado el pri-
mer fin del matrimonio (la procreación de los hijos), así como que en
muchos esposos todo desemboca prácticamente en el coitus interruptus
porque no saben dominarse; y que Chanson no había tenido en cuenta
una serie de verdades de fe, como, por ejemplo, <<la doctrina del pecado
original y sus consecuencias, especialmente el placer carnal>> (De ample-
xu reservato, 19 51).
A su vez, Franz Hürth, destacado moralista jesuita, arremetió en
1952 contra el dominico Hering y defendió que el abrazo reservado no
iba contra la naturaleza. Se llegó a un compromiso el 30 de junio de
1952 cuando el Santo Oficio publicó un monitum diciendo que los sa-
cerdotes no debían expresarse acerca del abrazo reservado corno si nada
se pudiera objetar contra él.
Los moralistas más recientes permiten el abrazo reservado, pero no se

160
ponen de acuerdo sobre el grado de permisividad. Bernhard Haring no
quiere ni recomendar ni prohibir el abrazo reservado, la copula sicca (có-
pula seca). No quiere prohibirlo si los esposos pueden dominarse y per-
severar «en el respeto al Creador y al otro cónyuge». «Lo positivo es ahí
la decidida voluntad de no malgastar el germen de una nueva vida en el
caso de que no se pretenda procrear>> (Das Gesetz Christi, 8 1967, vol. 3,
p. 373)*. Naturalmente, prohíbe de forma terminante el coitus inter-
ruptus. El jesuita Josef Fuchs sigue al jesuita Franz Hürth en la valora-
ción positiva del abrazo reservado. Gran partidario del método es el ya
mencionado Suenens, cardenal belga. Lo aconsejó como solución en los
casos en que, por buenas razones, no deba darse un embarazo (para el
conjunto de la controversia, cf. J. T. Noonan, Empfangnisverhütung,
1969, pp. 364 ss., 373,415 ss., 555 ss.).
La totalidad del debate pone de manifiesto el desastre de la moral se-
xual católica, cuya directriz suprema es la de no derramar el semen
masculino y la de meter a la fuerza a los cónyuges en un desmontaje de la
sensación de placer sexual inventado por los teólogos celibatarios, pero
orlado como «respeto al Creador>>.
Parece que, entre tanto, algunos han abandonado el hábito de poner
en guardÍa frente al orgasmo femenino, a pesar de que éste fue el punto
decisivo para muchos teólogos durante siglos. En opinión de esos teólo-
gos, el orgasmo femenino comportaba el flujo de un «semen femenino».
El moralista Heribert Jone habla todavía en 1930 --en su teología moral
católica- de la expulsión de semen de la mujer (p. 615); y el dominico
Hering lo menciona aún en 1951 (De amplexu reservato, en Angeli-
cum, 1951, p. 323). Puesto que, entre tanto, los conocimientos biológicos
de los teólogos se han aproximado algo más a la biología real (en 1827
se descubrió el óvulo femenino), algunos teólogos han abandonado la
idea del semen femenino, al tiempo que barrían de en medio el orgasmo
de la mujer, como si hubieran corrido sobre él un tupido velo de olvido
teológico. Pero, con ello, todo el asunto del <<abrazo reservado» se con-
centra ahora tanto más en el marido y en su semen.
Ahora todo se centra en que el marido no practique el coitus inter-
ruptus. Mediante la caída en desuso del semen femenino y del orgasmo,
al que se creía unido con aquél, la pastoral se especializa ahora en él: en
el semen masculino. Éste es tabú, no se puede sustraerlo indebidamente
a su fin, no está permitido derramarlo. De él depende la salvación eterna;
de él, que no debe salir a la luz; cuyo único lugar debe ser la vagina, que,
a su vez, no siempre puede serlo, pues, en determinadas circunstancias,
lo desaconsejan motivos rectos. Pero si no se vierte en ese su lugar pro-
pio, tampoco puede ser vertido en ninguna otra parte. Y si no es querido
allí, entonces está prohibido en todas partes; y todo ello bajo la tensión

• Trad. española: lA ley de Cristo, Barcelona, '1968: tanto en este caso como en citas sucesivas, las
referencias se traducen directamente del original, sin que coincidan necesariamente con la versión es-
pañola (N. del E.).

lhl
y la prestación de un gran autodominio por respeto al Creador de todo
ello.
Tales absurdos son la consecuencia de una aberrante moral sexual
que no está dispuesta a abdicar de la abusiva dictadura que ha ejercido
desde hace casi 2.000 años sobre el dormitorio matrimonial. Causa es-
tupor la cantidad de hombres que, en el curso de la historia, se han re-
producido espiritualmente en una dinastía de incompetentes que, sin
embargo, se las han dado constantemente de especialistas de altísimo
rango y, adornándose con el nimbo divino, han pasado una considerable
parte de su vida dedicados a verdaderas estupideces. Este museo de
pseudoteólogos ofrecería toda clase de motivos para la carcajada si no
supiéramos que los señores de ese museo de cera tienen sobre sus con-
ciencias numerosas tragedias matrimoniales.

162
Capítulo 15

EL SIGLO XIII:
EDAD DE ORO DE LA TEOLOGIA
Y CIMA DE LA DIFAMACION DE LA MUJER

En nuestros días hay numerosos intentos de ver a los grandes teólogos de


la alta Escolástica -sobre todo a Alberto Magno y a su discípulo Tomás
de Aquino- como puntos de inflexión de la animosidad de Agustín
contra el placer sexual. Se dice que ese cambio se habría llevado a cabo al
recibir Alberto la biología de Aristóteles en el sistema doctrinal de la Igle-
sia. Se añade que, al calificar Aristóteles como bueno y natural el placer
derivado de una acción buena, se produjo una distensión de la animosi-
dad contra el placer sexual. Nada de esto es exacto.
De Aristóteles sólo se aprovecharon Adán y Eva en cuanto que Al-
berto y Tomás opinan que el placer sexual fue mayor en el paraíso que
en nuestros días, aunque, por otro lado, también fue menor que hoy, ya
que en aquellos días felices el placer estuvo regulado completamente
por la razón. Algo parecido había admitido ya Agustín al final de sus
días en la polémica con el pelagiano Julián, sólo que eso pasó a un se-
gundo plano durante los albores de la Edad Media y en la Escolástica
primitiva. Por lo demás, la recepción de Aristóteles en la teología no
causó sino desdicha. Señalemos, primero, que incrementó aún más el des-
precio de la mujer como consecuencia de una abstrusa biología aristoté-
lica; y que, en segundo lugar, generó aún más aversión al sexo debido a
que Alberto y, sobre todo, Tomás se las arreglaron para añadir al pesi-
mismo sexual de Agustín, como elementos negativos complementarios,
ciertas expresiones de Aristóteles sobre el éxtasis y embotamiento del es-
píritu en el orgasmo. En tercer y último lugar, también la calificación
aristotélica del acto sexual como <<acto natural» que el hombre compar-
te con los animales -lo que podría haber llevado propiamente a un
aminoramiento de las sospechas contra el placer- contribuyó sólo a
meter violentamente toda la esfera sexual en lo animal o, dicho más

163
claramente, en lo bestial. <<En el acto sexual, el hombre se hace igual a la
bestia (bestialis efficitur}», opina Tomás (S. Th. 1 q. 98 a. 2). En esta ads-
cripción del ámbito sexual conyugal a lo bestial, Tomás fue más lejos que
su maestro Alberto. Por otro lado, se encuentran en Alberto una serie de
monstruosidades sobre las mujeres que Tomás no incluye en su árida sis-
tematización.
Alberto Magno despreciaba profundamente a la mujer. Llegó a afir-
mar que <<la mujer es menos apta para la moralidad (que el varón) por-
que ella contiene más líquido que el varón y propiedad del líquido es la
de recibir con facilidad y retener mal. El líquido es un elemento fácil-
mente mudable. Por eso, las mujeres son volubles y curiosas. Cuando la
mujer hace el acto sexual con un varón, desearía yacer en ese mismo ins-
tante bajo otro varón, si ello fuera posible. La mujer no tiene ni idea de
lo que es la fidelidad. ¡Créeme! Si depositas tu fe en ella, te sentirás de-
fraudado. ¡Cree a un maestro experimentado! Por eso los maridos inte-
ligentes comparten lo menos posible con sus mujeres sus propios planes
y acciones. La mujer es un varón fallido y tiene --en comparación con el
varón- una naturaleza defectuosa y averiada. Por eso, carece de segu-
ridad en sí misma. Por eso, trata de conseguir con falsedad y engaños de-
moníacos aquello que no puede obtener por sí misma. En consecuencia,
para decirlo de forma breve, el varón deberá guardarse de toda mujer
como de una serpiente venenosa y del cornudo demonio. Si yo pudiera
decir cuanto sé de las mujeres, el mundo entero se asombraría ... En rea-
lidad, la mujer no es más inteligente, sino más astuta (taimada) que el
varón. La inteligencia tiende a lo bueno; la astucia es proclive a lo malo.
De ahí que también en las acciones malas y perversas sea más hábil, es
decir, más astuta, la mujer que el varón. Sus sentimientos empujan a la
mujer a todo lo malo, como la inteligencia mueve al hombre hacia todo
lo bueno>> (Quaestiones super de animalibus XV, q. 11).
En tales citas se ve hasta qué grado de deformación humana co-
rrompió el celibato incluso a sus representantes más significados. Cual-
quier difamación de las mujeres les parecía correcta a fin de llevar ade-
lante la monaquización de la sociedad. Alberto nos revela aún en mayor
medida los conocimientos que adquirió en el confesionario: <<Como es-
cuché en confesiones en Colonia, pretendientes de tacto sutil tientan a las
mujeres con tocamientos cautos. Cuanto más parecen éstas rechazarlos,
tanto más los desean en realidad y se proponen consentir. Pero, para si-
mular castidad, hacen como si lo desaprobaran>> (Quaestiones super de
animalibus XIII, q. 18). San Alberto santificó una vieja teoría de los
varones: cuanto más se defiende una mujer, tanto más lo ansía. Habría
que reconocer a Alberto Magno el título de <<Patrono de los violadores>>.
Señalemos de pasada que Alberto representó también un papel nada
desdeñable en la historia del antisemitismo cristiano. Alberto fue un
despiadado represor y destructor del saber judío. Se significó como una
de las cabezas determinantes de la comisión investigadora que dio por
buena en 1248 la quema de ejemplares del Talmud llevada a cabo en

164
París en el 1242 (la carga de 240 carros). Alberto corroboró con su
firma aquella errada y funesta sentencia. La consecuencia fueron nuevas
quemas del Talmud, la prohibición y consiguiente declive del estudio
judío del Talmud, así como la extinción de importantes centros de la ac-
tividad académica judía.
En la carta que escribió el 9 de mayo de 1244 a Luis IX de Francia
(el Santo), el papa Inocencia IV, que creó la Comisión Alberto en 1247 a
causa de las quejas de los judíos, señala como uno de los motivos para la
quema de ejemplares del Talmud realizada en 1242 las <<fábulas sobre la
Santísima Virgen>>. Se refiere a la negación judía de la concepción virgi-
nal. De san Luis IX de Francia, en cuyo reinado se produjeron las que-
mas del Talmud en 1242, estamos bien informados. Sir Jean de Joinville,
su amigo y acompañante en la cruzada (no le apeteció participar en la se-
gunda de Luis y se quedó en su castillo), es considerado como cronista
fiable y biógrafo objetivo del rey. Según él, Luis IX determinó que ningún
seglar discutiera con judíos sobre la concepción virginal, sino que, si
algún judío calumniaba la fe cristiana, debía clavarle la espada «lo más
profundamente posible>>. Joinville informa en este contexto sobre la
suerte de un judío que fue machacado a golpes en el monasterio de
Cluny porque no podía creer en la concepción virginal.
También para Alberto, contemporáneo de Luis, María es la mujer a
la que glorifica a costa de las restantes mujeres. Eva, por el contrario, ha
dejado en herencia a las mujeres -según Alberto- una doble y triple
<<dolencia>>: además de las molestias del embarazo y del parto, les ha
transmitido, primero, la dolencia de la tentación a la concupiscencia; en
segundo lugar, la de la corrupción en el acto sexual, y, tercero, la del des-
medido placer en la concepción (In Le 1,28).
Se dice que la doctrina de Alberto Magno adopta una actitud más li-
beral respecto del placer sexual, pero tal afirmación no casa con la rea-
lidad, porque Alberto (y Tomás) permanecen completamente anclados en
la línea de Agustín, y sólo introducen en su sistema agustino el recono-
cimiento aristotélico del placer en la medida en que éste no suaviza la
aversión agustiniana al placer. Eso significa que Alberto y Tomás acen-
túan que el placer es bueno en la medida en que es un medio para el fin
de la conservación de la especie. En línea con Aristóteles, Alberto sostiene
que la naturaleza ha puesto placer en el coito a fin de que se ansíe la có-
pula para la conservación de la especie (In IV sent. 26,2 y 31, 21 n. 3). El
placer sexual es, pues, bueno sólo como medio para el fin. Por consi-
guiente, la búsqueda del placer por el placer sigue siendo pecado.
Ningún miembro de la edad de oro de la Escolástica hizo la menor
concesión en este punto. Al contrario. Incluso la diminuta apertura aris-
totélica en relación con el placer sexual fue aprovechada por los teólogos
de la época de esplendor de la Escolástica para acentuar aún con mayor
vigor la finalidad de la procreación como el fin específico y natural del
matrimonio: el placer es sólo el medio para una ejecución segura de la
procreaci<ln. Pero el que actúa fJOr el placer, convierte el medio en fin, y

1115
eso va contra el orden querido por Dios, y es pecado. El copular <<ex-
clusivamente por el placer» es pecado mortal, es decir, acarrea la con-
denación eterna.
En todo esto no hay, pues, nada nuevo respecto a la Escolástica pri-
mitiva. Alberto y Tomás se limitan simplemente a evitar la manera de ex-
presarse utilizada por el escrito de respuesta del papa Gregario (t 604):
<<El placer sexual no se da nunca sin pecado>>, ra1.ón por la que -desde
el siglo VI hasta el siglo XII- se consideró al menos como pecado venial
todo placer sexual en las relaciones matrimoniales. Por el contrario,
ambos próceres se atienen más estrechamente a Agustín, que calificaba
como exenta de pecado la copulación para la procreación o para prestar
el débito a petición de la otra parte. Para Alberto (y Tomás), el placer no
es pecado en esos dos casos. Sin embargo, a los ojos de Alberto (como de
Agustín) es un <<mal», <<castigo», «sucio», <<contaminante», <<feo», <<ver-
gonzante», <<morboso>>, <<degradación del espíritu», <<humillación de la
razón mediante la carne», <<rastrero», <<deshonroso», <<degradante»,
<<compartido con las bestias>>, <<brutal>>, «corrupto», «viciado», <<infecto»
e <<infectante» (con el pecado original) (cf. Leopold Brand!, Die Sexual-
ethik des hl. Albertus Magnus, 1954, pp. 45, 61, 73, 79, 80, 82, 83, 95,
96, 216).
Sintoniza con tal cascada de improperios contra el placer sexual el
que Alberto -siguiendo a Graciano, el padre del derecho canónico-
exigiera de los recién casados treinta noches de castidad después de con-
traer matrimonio, argumentando que primero debía quedar aún abierta
la posibilidad de entrar en el convento (In IV sent. d. 27 a. 8). Ni en la
noche de bodas, ni siquiera en la luna de miel pierden toda esperanza los
monjes. Se puede incluso -aunque es ya demasiado tarde para el estado
monástico- tender a la perfección también en el matrimonio. Concre-
tamente, es más perfecto el cónyuge que presta <<a regañadientes» el dé-
bito conyugal (In IV sent. d. 32 a. 3), aunque tampoco él es del todo per-
fecto, porque eso lo es sólo el célibe, como Alberto. Según éste, es
también indecoroso mantener relaciones conyugales en los días de fiesta,
de ayuno y de procesión (In IV sent. d. 32 a. 10). Según él, los esposos
pueden recibir la comunión sólo si las relaciones conyugales precedentes
tuvieron lugar por razones libres de toda objeción moral, es decir, con
miras a la procreación o para prestar el débito conyugal, en lo que se
debe observar que generalmente sólo copula de modo irreprochable el
que presta el débito. Si, por ejemplo, el motivo para la cópula en aquel
que exige la relación sexual no ha sido la procreación, sino un cierto afán
de placer, entonces el confesor debe aconsejar a éste que se abstenga de
recibir la comunión, opina Alberto (In IV sent. d. 32 a. 13 ad q. 1 ). Ya se
ve cuán importante es la confesión para que el confesor se entere de tales
sutilísimas diferencias morales en la motivación de los esposos.
Que existe una gran diferencia entre exigir el débito conyugal y pres-
tarlo es uno de los pilares de la moral matrimonial agustiniana que ha lle-
gado a entrar, incluso, en los manuales de moral más recientes. Alberto

166
subraya la diferencia cuando dice que quien presta el débito no aprueba,
sino que lamenta, el ansia sexual del otro cónyuge; y no tiene la intención
de promover el placer de éste, sino curar la enfermedad del cónyuge.
Cierto que actúan ambos conjuntamente, pero la actitud moral de los es-
posos es completamente distinta. <<El cónyuge que exige actúa por afán
de placer; en cambio, el que presta el débito, lo hace guiado por la virtud
de la fidelidad conyugal. Por consiguiente, aunque la exigencia del débi-
to es pecado, su prestación es, en cambio, meritoria>> (In 1V sent. 32, 9;
cf. pasajes en Müller, Die Lehre des hl. Augustinus ... , p. 254).
Naturalmente, no todos los pecados son iguales. Alberto cita un pa-
saje clásico de los adversarios del placer, pasaje que, como vimos, entró
a través de Jerónimo en el repertorio celibatario: comete pecado mortal el
<<amante demasiado apasionado (ardiente) de su esposa>>. Pecado ve-
nial comete <<el no demasiado apasionado (ardiente) amante de su espo-
sa>>. Éste cuenta con el <<perdón>> apostólico que Alberto, siguiendo a
Agustín, cree poder leer en la primera carta a los Corintios (7,6) (In IV
sen t. 31, S).
Para dirigir y reglamentar las relaciones conyugales, Alberto no sólo
aduce argumentos teológicos, sino que acude también, y sobre todo, a la
ciencia natural: relaciones conyugales demasiado frecuentes llevan al
envejecimiento precoz y a la muerte (De animalibus l. 9 tr. 1,2 y l. 15
tr. 2,6). Mediante la copulación excesiva termina por volatilizarse el ce-
rebro y los ojos se hunden y debilitan, opina Alberto. Incluso aporta un
testimonio al respecto: <<Un tal magister Clemente de Bohemia me contó
que cierto monje ya entrecano había acudido a una bella dama como un
hambriento. Hasta el toque de maitines la poseyó 66 veces, pero a la ma-
ñana yacía enfermo en la cama y falleció ya en ese mismo día. Como era
de noble estirpe, se le practicó la autopsia, y se vio que su cerebro se
había reducido hasta el tamaño de una granada, y los ojos estaban igual-
mente aniquilados» (Quaestiones super de animalibus XV q. 14). La co-
pulación frecuente también acelera la calvicie, pues mediante las rela-
ciones sexuales uno se seca y enfría (!bid., XIX q. 7-9). Alberto observó
que los perros van tras los que mantienen muchas relaciones sexuales. Y
aduce una explicación: <<los perros aman los olores fuertes y van tras los
cadáveres; y el cuerpo de un hombre que copula mucho se aproxima al
estado del cadáver a causa del mucho semen descompuesto>> (!bid., V
q. 11-14).
Por lo que atañe al semen, también Alberto opina que la mujer lo ex-
pulsa en la relación sexual. Al semen femenino llegó él a dedicarse con
gran detalle. Dice que la expulsión del semen de la mujer va unida casi
siempre con el orgasmo, aunque este último también depende a veces de
un <<espíritu vital que cosquillea>> (De animal. XV, 2, 11 ). Añade que el
semen femenino es blancuzco; que las mujeres negras tienen más semen
porque son más apasionadas, pero que las que más semen tienen son las
mujeres Je cabello oscuro; que las mujeres delgadas tienen más semen
que las gordas. Alberto sigue la biología de Aristóteles cuando arremete

167
contra los que atribuyen fuerza procreadora al semen femenino. Sostiene
que el semen de la mujer es acuoso, poco consistente y <<no apto para la
procreación>> (Quaestiones super de animalibus XV q. 19). Por eso,
según Alberto, propiamente no es correcta la denominación <<semen de la
mujer, que se remonta al médico Galeno (siglo II)>> (De animal. IX, 2, 3).
El semen del varón es como el artista, como el maestro que da la forma;
el semen femenino es el que recibe la forma (De animal. III, 2, 8). Esta
conformación mediante el semen masculino, que pretende lograr siempre
la forma perfecta del hombre, puede fracasar debido a circunstancias des-
favorables. Entonces nace una mujer. Con ello estamos en la difamación
aristotélica de la mujer, que, a través de Alberto, se convirtió en parte
constitutiva de la teología celibataria. Michael Müller escribe: <<Tras la
amenaza a través del dualismo gnóstico en la Antigüedad, el mayor
daño a la mujer se produjo en el siglo xm mediante la recepción ilimita-
da de la biología aristotélica» (Grundlagen der katholischen Sexualethik,
1968, p. 62).

168
Capítulo 16

TOMAS DE AQUINO, LUZ DE LA IGLESIA

Aunque Tomás de Aquino (t 1274) se limita en el fondo a sistematizar lo


que fue la opinión general en la edad de oro de la Escolástica, y a pesar
de que -en lo que atañe a la recepción de la biología de Aristóteles- no
dice sino lo que su maestro Alberto Magno expuso con mayor detalle,
pero con menos orden, sin embargo tenemos que adentrarnos más en la
ética sexual de Tomás porque sus explicaciones han sido determinantes
hasta nuestros días. En la moral sexual, Tomás ha sido hasta hoy, junto
con Agustín, la autoridad. En su obra clásica católica Die Lehre des hl.
Augustinus van der Paradiesesehe und ihre Auswirkung in der Sexual-
ethik des 12. und 13. ]ahrhunderts bis Thomas von Aquin (1954) Mi-
chael Müller dice de la doctrina de Tomás que «Sorprendentemente, en el
material de las cuestiones concretas, es en la mayoría de los casos casi
sólo una reproducción de las habituales opiniones de la corriente más ri-
gorista dentro de la escuela, apuntaladas con enseñanzas aristotélicas>> (p.
255). Fuera de que en esto no hay nada <<sorprendente», es atinada esta
caracterización de la obra del teólogo católico más grande. Sólo quien
crea que en la Iglesia católica cambió algo esencial respecto de la difa-
mación y menosprecio de las mujeres desde Agustín en los siglos IV y v
hasta Tomás en el siglo XIII, o que, a la vista de la influencia descollan-
te ejercida por Tomás, algo habría cambiado desde el siglo xm hasta el
siglo XX, tiene que comprobar <<con sorpresa>> que, en lo esencial, todo
sigue como estaba. Tomás escribe: «La continencia permanente es nece-
saria para la religiosidad perfecta ... Por eso fue condenado Joviniano, que
situaba el matrimonio en el mismo plano que la virginidad>> (S. Th. II-II
q. 186 a. 4). Y Tomás repite en numerosas ocasiones lo que Jerónimo ya
había calculado en el final del siglo IV y principios del siglo V: que los vír-
gen<.~s obtienen el ciento por ciento del salario celestial; los viudos, el se-
senta por ciento, y los casados, el treinta por ciento (S. Th. 11-11 q. 152 a.
S ad 2). Quit·n intente hoy elevar el matrimonio al mismo rango de la vir-

1()9
ginidad será considerado, igual que antaño, como alguien que rebaja la
virginidad hasta el bajo escalón del matrimonio y que difama a la virgen
por antonomasia, a María. Tampoco en la posición de la mujer frente a
la Iglesia machista se ha producido ni el cambio más insignificante.
Que todas las desgracias de la humanidad comenzaron en cierta me-
dida con la mujer, concretamente con Eva, que a través de ella se llevó
a cabo la expulsión del paraíso -recordemos que hasta finales del si-
glo XIX la jerarquía de la Iglesia católica concibi~ el relato del Génesis
sobre la creación y el pecado original más o menos en el sentido de un in-
forme documental que debía ser tomado al pie de la letra-, eso ya lo
había escrito Agustín. ¿Por qué el diablo no se dirigió a Adán, sino a
Eva?, pregunta él. Y el mismo Agustín responde diciendo que el demonio
interpeló primero a <<la parte inferior de la primera pareja humana»
porque creyó que <<el varón no sería tan crédulo y que se le podía enga-
ñar más fácilmente mediante la condescendencia frente al error ajeno (el
error de Eva) que mediante su propio yerro». Agustín reconoce a Adán
circunstancias atenuantes. <<El hombre condescendió ante su mujer ...
coaccionado por la estrecha vinculación, sin tomar por verdaderas sus
palabras ... Mientras que ella aceptó como verdad las palabras de la ser-
piente, él quiso permanecer unido con su única compañera, incluso en la
comunidad del pecado>> (De civitate Dei 14, 11). El amor a la mujer
arrastra al marido a la ruina.
La monja Hildegarda de Bingen (t 1179) toma la explicación de
Agustín y la clarifica aún más: <<El diablo ... vio que Adán sentía un
amor tan ardiente por Eva que haría cuanto ella le dijera» (Scivias I, visio
2). Todo esto no es más que la vieja y machacona condena de la mujer,
pues ésta es el enemigo por antonomasia de toda teología celibataria, e
incluso las mujeres han aceptado con excesiva frecuencia su propio sexo
como una especie de lepra querida por Dios.
Los teólogos del siglo XIII -sobre todo Alberto y Tomás- utilizaron
a Aristóteles para reforzar el viejo desprecio agustiniano hacia la mujer.
Aristóteles abrió los ojos de los monjes para que captaran el motivo
más profundo de la inferioridad de la mujer: ésta debe su existencia a un
error de conducción y a un descarrilamiento en su proceso de formación;
en efecto, ella es <<Un varón fallido>>, <<un varón defectuoso>>. A pesar de
que esta idea de Aristóteles encajaba en la machista Iglesia agustiniana
tan extraordinariamente bien como la ausente tapadera en la olla, sin em-
bargo la recepción de este descubrimiento biológico de Aristóteles no se
vio libre de reticencias e impugnaciones. Guillermo de Auvernia (t 1249),
magíster regens de la universidad de París y obispo de esta misma ciudad
desde 1228, opinó que si cabe concebir a la mujer como un varón de-
fectuoso, entonces también es posible calificar al varón como mujer per-
fecta, lo que tiene un preocupante sabor a <<herejía sodomita>> (= homo-
sexualidad) (De sacramento matrimonii 3 ). Pero el temor de los hombres
de Iglesia a tomar de Aristóteles el alto aprecio en que los misóginos grie-
gos tenían a la homosexualidad fue más débil que el deseo de dar final-

170
mente con una explicación convincente de la subordinación de la mujer
al varón. Los patriarcas de la teología católica aceptan gustosos que el
patriarca de los filósofos paganos les adoctrine en este punto concreto.
Después de que los hombres (paganos y cristianos) hubieron recluido a la
mujer con los hijos en la cocina y se hubieran arrogado para sí todas las
restantes actividades en la medida en que parecían interesantes, cayeron
en la cuenta (tanto los hombres cristianos como los paganos) de que el
varón es <<activo>> y la mujer <<pasiva>>. Y, según Alberto Magno, este
hecho de la actividad masculina confiere al varón una mayor dignidad.
No duda en afirmar que la frase de Agustín de que <<lo activo es más va-
lioso que lo pasivo>> es absolutamente <<acertada>> (Summa theol. ps. II tr.
13 q. 82 m 2 obj. 1; cf. Michael Müller, Grundlagen der katholischen Se-
xualethik, 1968, p. 62).
Esta actividad masculina y la pasividad femenina se refieren según
Aristóteles también al acto de la procreación: el varón <<procrea>>, la
mujer «concibe>> el hijo. Hasta nuestros días, los usos lingüísticos no han
tomado en cuenta que K. E. von Baer descubrió ya en 182 7 el óvulo fe-
menino, con lo que quedó demostrada la participación paritaria de la
mujer en la procreación. La idea de que el semen masculino es el único
principio activo de la procreación se afirmó de tal modo gracias a Tomás
de Aquino que la jerarquía eclesiástica ignora todavía hoy el descubri-
miento del óvulo femenino, ante las consecuencias que se desprenderían
de ese hecho, por ejemplo, para la concepción de Jesús. Si hasta el año
1827, hasta el descubrimiento del óvulo femenino, se pudo decir que
María había concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, ya no es po-
sible mantener tal afirmación sin negar el óvulo femenino. Pero si se
acepta tal hallazgo, se negaría la actividad exclusiva de Dios, y la con-
cepción por obra del Espíritu Santo sería entonces una concepción sólo al
cincuenta por ciento (cf. Uta Ranke-Heinemann, Widerworte, Gold-
mann TB, 2 1989, p. 287 ss.).
La idea de la exclusiva actividad masculina en la procreación no
fue inventada por Aristóteles. Ella se corresponde con la imagen que el
varón tenía de sí con anterioridad. Ya Esquilo (t 525 a.C.), el padre de la
tragedia occidental, ve al varón como progenitor exclusivo. Por eso, el
hecho de que Orestes matara a su madre Clitemnestra no es tan grave
como si hubiera asesinado a su padre. «La madre no es fuente de la vida
para el hijo que la llama madre, sino que cría el joven germen; el padre
procrea, ella conserva el retoño», opina Apolo. Éste se refiere luego a
Palas Atenea, que nació de la cabeza de su padre Zeus. <<También sin
madre se puede ser padre: lo atestigua la hija de Zeus, el Altísimo, la cual
no creció en el sombrío seno materno>>. Atenea, la hija de padre, dice a
continuación: <<Porque no hubo una madre que me pariera. Vivo exclu-
sivamente en el padre, por eso considero menos punible el asesinato de la
mujer>> (Esquilo, Orestíada, 3." parte, 627 ss.).
Las concepciones menospreciativas que ven a la mujer como una
~.-spccic de florero para el semen masculino recibieron de Aristóteles la

171
forma de una teoría que sobrevivirá durante milenios. Aristóteles, Al-
berto y Tomás ven esto de la siguiente manera: según el axioma de que
«todo principio activo produce algo semejante a éh>, en realidad siempre
deberían nacer varones. Sin embargo, mediante circunstancias desfavo-
rables, nacen mujeres, que son varones fallidos. Aristóteles llama a la
mujer arren peperomenon (<<varón mutilado>>) (De animalium genera-
tione 2, 3). Alberto y Tomás traducen esa expresión con mas occasiona-
tus. Alberto Magno escribe que <<occasio significa un defecto que no se
corresponde con la intención de la naturaleza>> (De animal. l, 250).
Esto significa para Tomás <<algo que no ha sido querido en sí, sino que
dimana de un defecto>> (In II sent. 20, 2, 1, 1; De verit. 5, 9 ad 9).
Por consiguiente, toda mujer lleva a cuestas, desde su nacimiento, un
fracaso: la mujer es un fracaso. Las circunstancias adversas que hacen
que el varón no procree algo tan perfecto como él mismo son, por ejem-
plo, el húmedo viento del sur con abundantes precipitaciones, mediante
lo que nacen persona,s con un mayor contenido de agua, escribe Tomás
(S. Th. I q. 92 a. 1). El conoce también qué consecuencias tiene esta cir-
cunstancia adversa: <<Porque en las mujeres hay más cantidad de agua,
por eso pueden ser seducidas más fácilmente por el placer sexual» (S. Th.
III q. 42 a. 4 ad 5). Resistir al placer sexual les resulta más difícil por el
hecho de que ellas poseen <<menos fuerza de espíritu>> que los varones (II-
11 q. 49 a. 4). También Alberto responsabiliza parcialmente al viento en
el nacimiento de varones y mujeres: <<El viento del norte incrementa el
vigor, y el viento del sur lo debilita ... El viento del norte contribuye a la
procreación de lo masculino; el viento del sur, a la procreación de lo fe-
menino, porque el viento del norte es puro, purifica y depura las evapo-
raciones y estimula el vigor natural. Pero el viento del sur es húmedo y
portador de lluvias>> (Quaestiones super de animalibus XVIII q. 1 ).
Tomás tiene la misma opinión al respecto (S. Th. 1 q. 99 a. 2 ad 2).
La mujer es, pues, un producto de la polución ambiental, un engen-
dro monstruoso. Ella no responde -opina Tomás en su lenguaje más fi-
losófico y abstracto que ecológico y plástico-- <<a la primera intención de
la naturaleza·>>, que apunta a la perfección (al varón), sino <<a la intención
secundaria de la naturaleza, como putrefacción, malformación y debili-
dad de la edad>> (S. Th. Suppl. q. 52 a. 1 ad 2). La mujer es, pues, un
producto secundario de la naturaleza, que se da cuando fracasa la pri-
mera intención de la naturaleza, que apunta a los varones. Ella es un
varón frenado en su desarrollo, pero Dios cuenta de alguna manera con
ese fallo que es la mujer. A decir verdad, no lo ha programado Dios de
forma primera, sino secundaria o como fuere, pues <<la mujer está desti-
nada a la procreación>> (S. Th. 1 q. 92 a. 1). Pero ahí se agota la utilidad
de la mujer para los machistas y monacales ojos de Tomás.
Tomás cita a Agustín sin nombrarlo; dice que la ayuda para la que
Dios creó la mujer para Adán se refiere exclusivamente a una ayuda en la
procreación, pues, para las restantes actividades, un varón sería mejor
ayuda para el varón. También Alberto había dicho eso mismo (In II sent.

172
20,1 e In IV sent. 26,6). Los teólogos varones habían interiorizado a
Agustín. Para la vida espiritual del varón, la mujer no tiene importancia
alguna. Al contrario. Opina Tomás que el alma del varón cae de su ele-
vada altura mediante el contacto de la mujer, como enseñaba Agustín, y
su cuerpo queda bajo el dominio de la mujer, es decir, en <<una esclavitud
más amarga que cualquier otra» (In .1 Cor 7,1). Tomás cita a Agustín:
<<Nada arrastra hacia abajo tanto al espíritu del varón como las caricias
de la mujer y los contactos corporales, sin los que un varón no puede po-
seer a su esposa>> (S. Th. II-II q. 151 a. 3 ad 2).
La mujer posee menor fuerza física y también una menor fuerza es-
piritual. El varón tiene <<una razón más perfecta>> y una <<virtud (virtus)
más robusta>> que la mujer (Summa contra gent. III, 123 ). A causa de su
<<mente defectuosa>>, que, además de en las mujeres, <<es patente también
en los niños y en los enfermos mentales», la mujer tampoco es admitida
como testigo en asuntos testamentarios, opina Tomás (S. Th. 11-11 q. 70
a. 3). (El derecho canónico prohibía a la mujer hacer de testigo en asun-
tos testamentarios y en procesos criminales; en los restantes casos se les
admitía como testigos). También los hijos deben respetar la superior
calidad de su padre: <<Hay que amar más al padre que a la madre, porque
él es el principio activo de la procreación, mientras que la madre es el pa-
sivo>> (S. Th. II-II q. 26 a. 1 0).
Incluso en eJ acto conyugaJ existen diferenóas: <<El marido tiene la
parte más noble en el acto marital, y por eso es natural que él tenga que
sonrojarse menos que su esposa cuando exige el débito conyugal>> (S. Th.
Suppl. q. 64 a. 5 ad 2). Porque el acto marital <<posee siempre algo ver-
gonzante y causa sonrojo>> (S. Th. Suppl. q. 49 a. 4 ad 4 ). Las mujeres
son también más proclives a la incontinencia que los hombres, opina
Tomás remitiendo a Aristóteles (S. Th. 11-II q. 56 a. 1 ). El Martillo de
Brujas ve más tarde (1487) en este estado de cosas la razón por la que se
dan más brujas que brujos (I q. 6).
Como ser deficiente y anclado en cierta manera aún en el estado del
niño, la esposa está capacitada para parir, pero no para educar a los
hijos. La educación espiritual de los hijos sólo puede ser llevada a cabo
por el padre, pues él es el guía espiritual. Tomás razona en buena medi-
da la indisolubilidad del matrimonio diciendo que <<en modo alguno
basta la mujer>> para la educación de la prole, sino que el padre es más
importante que la madre para la educación. Por su «inteligencia más per-
fecta», él puede <<adoctrinar>> mejor la inteligencia del niño; y, como con-
secuencia de su <<virtus más robusta» -virtus significa tanto <<fuerza>>
como «virtud>>-, está él en mejores condiciones para <<mantenerlos a
raya>> (Summa contra gent. III, 122).
Según Tomás, también existe otra razón que apuntala la indisolubi-
lidad del matrimonio: <<En efecto, la mujer necesita al marido no sólo
para la procreación y educación de los hijos, sino también como su pro-
pio amo y señor>>, pues el varón es, como repite Tomás, de «inteligencia
lll<Ís perfecta>> y de <<fuerza más robusta>>, es decir, más «Virtuosa». Se

173
creen muchos varones que, por tener más fuerza física (virtus), también
poseen más virtud (virtus). Por eso cabe la posibilidad de verter el tér-
mino latino virtus (de vir =varón) con los vocablos virtud, fuerza o, sen-
cillamente, virilidad, pues ya en tiempo de los romanos la virtud tenía su
origen conceptual en la fortaleza viril. Existen buenas razones para pen-
sar que la primera nobleza que emergió entre los hombres, que reservó
un privilegio a unos sobre otros, a los varones sobre las mujeres, y a los
varones de Iglesia sobre las mujeres de Iglesia, fue aquella con la que los
más fuertes se asentaron como señores de los más débiles, granjeándose
así gloria y honor. De ese modo, la fuerza y la valentía (virtus) masculi-
nas en la guerra se convirtieron en sinónimo de «virtud>>.
Sea como fuere, opina Tomás que la mujer <<está sometida al marido
como su amo y señor» (gubernator), pues el varón tiene una <<inteligen-
cia más perfecta>> y una <<virtud más robusta>>. ¿A qué se refiere en rea-
lidad? ¿A <<fuerza>> para mantener a su mujer a raya o a <<virtud>> para
adoctrinarla? Sin duda, Tomás se refiere a ambas cosas. En cualquier
caso, la esposa obtiene de su más inteligente, virtuoso y robusto marido
idénticas ventajas que sus hijos, a los que el padre «adoctrina y mantiene
a raya>> (Summa contra gent. III, 123; 122). Que, por el contrario, el ma-
rido sólo necesita a la esposa para la procreación y que en todo lo demás
estaría mejor servido con un segundo varón es algo que ya sabemos.
<<Porque las mujeres están en estado de subordinación,,, tampoco
pueden recibir el sacramento del orden, opina Tomás (S. Th. Suppl. q. 39
a. 1). Este hecho de la subordinación a los varones es para Tomás el ver-
dadero motivo de que se niegue el ministerio eclesiástico a la mujer.
Pero Tomás se contradice a sí mismo cuando habla en otros lugares de
mujeres que existen en estado de no subordinación a los varones: <<Al
hacer el voto de castidad o el de viudedad y desposar así a Cristo, son
elevadas a la dignidad del varón (promoventur in dignitatem virilem),
con lo que quedan libres de la subordinación al varón y están unidas de
forma inmediata a Cristo>> (In 1 Cor, cap. 11, lectio 2). Pero Tomás tHI
llega a responder por qué tampoco esas mujeres tienen derecho a ser sa
cerdotisas. Quizás la causa radique más en los varones que en las mujc
res. Además, jerónimo ya había expresado la abstrusa idea de que <<Ull.l
mujer deja de ser mujer>> y puede ser llamada <<varÓn» <<si ella quiere Sl't
vir más a Cristo que al mundo» (Comm. ad Ephesios, lib. III, cap. V).
Permítasenos hacer aquí una observación de pasada: aun recono
ciendo lo nefasta que es esta denigración de la mujer por la Iglesia, ha1
que decir con toda claridad que no es cierto que la Iglesia haya llq~ad• •
incluso a dudar en algún momento de que las mujeres tengan alma o de
que sean seres humanos. Se escucha y se lee con frecuencia que en llll
concilio, concretamente en el segundo sínodo de Macon (585), se llegú"
discutir si la mujer tiene alma. Eso no es exacto. No se hahlú l'll l'l con
cilio sobre el alma. Gregario de Tours, que asistió a ese sínodo, rdat.1
que un obispo planteó la pregunta de <<SÍ la mujer puede ser designad.,
como hamo>>. Se trata, pues, de una cuestión filológica que, a dl·cir vn

174
.1. 1.1, se suscitó por la valoración más alta que los hombres se habían atri-
11111do: horno significa tanto hombre (ser humano) como varón. Todavía
hoy l'S idéntico en todas las lenguas románicas y también en el inglés el
ll'l'lllÍilO para hombre y varón. Si los varones acaparan para sí el término
luunhrc, ¿qué queda para la mujer? ¿Es también ella un hombre-varón,
11 11 vnrún-hombre? Es claro que no se puede designarla como varón. In-
lorllla Cregorio de Tours que los restantes obispos remitieron al inter-
¡wlantc al relato de la creación, según el cual Dios creó al ser humano
(/,umu) como varón y mujer, así como también a la denominación de
lnus ~.:omo Hijo del Hombre (filius horninis), a pesar de que él es, sin
tluda, uHijo de la Virgen>>, es decir, hijo de una mujer. Mediante estas
1 1...-ificKiones se dilucidó la pregunta: el término horno debe aplicarse
1111nhiL"Il a las mujeres. Significa, junto al concepto de varón, también el
1 k scr humano (Gregario de Tours, Historia Francorurn 8,20).
No sólo en la denigración de la mujer, sino también en la animosidad
, 11111 ra lo sexual y contra el placer se siente respaldado Tomás por Aris-
tolrb. l.a observación de Aristóteles de que el placer sexual obstaculiza la
"' 11v1dad mental (Etica a Nicórnaco 7, 12) es como agua para su molino,
h· 1·ol'l'ohora en su pesimismo sexual de cuño agustiniano. Toma una
1 lltl dt• Aristóteles sacada de Homero, según la cual Afrodita <<trastorna
lu11 M'lllidos hasta de los más inteligentes», y subraya que <<el placer sexual
11JW111ll' por completo el pensamiento>> (S. Th. II-II q. 55 a. 8 ad 1). Tomás
n•pllt' im:csantemente que «el placer sexual inhibe por completo el uso de
¡,, tlll'lltC•>, que <<oprime la inteligencia>> y que <<absorbe el espíritu>>.
lloy nos resulta ya difícil captar en toda su magnitud con qué re-
.,''' Lut:ítico contempla Tomás (principalmente él, pero, con él, toda la
olnw:t hasada en Agustín) el acto sexual, razonando que éste <<oscure-
¡,, llll'lltl' e incluso la <<elimina». Tomás afirma que las relaciones se-
, d,·o; lrl'l'liCntes llevan a la <<debilidad de la mente» (rnentem enervat; In
,,.,,, d .. B q. 3 a. 3 ex.). Sus motivos no son, pues, en primer lugar de
''"''h·~.a teológica, y sólo puede comprender sus angustias primitivo-
olo~ll'¡IS quien opine todavía hoy que el coito frecuente atonta y pro-
',¡ l11 dt•strucción de las células cerebrales. Algo de esto parece querer
llltll' T01n:ís con el verbo latino enervare. Por eso, en la descripción de
, IIJ.\IIIidad, «la virtud más hermosa» (S. Th. II-II q. 52 a. 5), añade, de
pr••pia cosL'L·ha, un elemento: la libertad frente al <<deterioro de la
''"'" (mmt{Jtio rationis), causado por la vida sexual (In IV sent. d. 33
1, 1 "'1. y :td 4). Al parecer, los celibatarios no sólo tienen la preten-
'" ,¡.. pnsLTr más gracia ante Dios mediante su tipo de vida (el ciento
, 111'ttln ln·ntl' al treinta por ciento de los casados), sino también la de
.pnllrl' dt· 111:ís inteligencia, pues ésta no sufre deterioro en ellos, pero,
"''llt.lhlt·lm'tltc, no señalan junto a su cociente de santidad también su
, u·11t1" llllt'll·L·tual, aunque es seguro que éste también suscitaría el in-
' ~ J-~erlt·ra l.
1 ,, n·l;tL·icln l'lltn· sexualidad y pecado original, así como la degrada-
"' d,•l t'sp1ritu nwdiantc el pl:H:er sexual, sirvieron de principios fun-

175
damentales a Agustín para desarrollar su doctrioa de los bienes com-
pensatorios que hacen disculpable el matrimonio. Tomás recogió esa
doctrina. Cierto que (como Agustín) califica el placer del acto sexual no
como absolutamente pecaminoso, pero sí como consecuencia penal del
pecado original. Por eso son necesarios los bienes que disculpan el ma-
trimonio, de los que el principal es la prole. En línea con Agustín, Tomás
afirma: «Ninguna persona razonable puede aceptar una pérdida personal
si ésta no es compensada por otro bien igual o n1ayor>>. Mas el matri-
monio es una condición en la que se experimentan pérdidas: el placer en-
gulle la mente, como dice Aristóteles, y vienen las «tribulaciones de la
carne>•, como enseña Pablo. Por eso, la decisión de contraer matrimonio
debe ser tenida como conforme a orden sólo cuando, frente a este daño,
<<se da una compensación adecuada que haga honorable el matrimo-
nio: eso es lo que hacen los bienes que disculpan el matrimonio y lo con-
vierten en honroso>>. Tomás lo compara con la bebida y la comida:
dado que éstas no absorben la inteligencia, tampoco necesitan el co-
rrespondiente contrapeso. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la co-
mida y la bebida, <<la fuerza sexual-mediante la que se transmite el pe-
cado original- está infectada y corrompida>> (S. Th. Suppl. q. 49 a. 1 ad
1). Para Tomás, <<la oposición de la carne al espíritu, que se hace per-
ceptible sobre todo en los órganos responsables de la procreación, es un
c.a~tigo ma-ym que e\ hambre -y \a ':>ed, pue':> bto':> -:,on. Üe orden. exdu-:,\-
vamente físico, mientras que aquélla es también espiritual» (De malo 15,
2 ad 8). Hasta el jesuita Fuchs considera que esta visión de Tomás es
<<algo unilateral>> (Die Sexualethik des hl. Thomas von Aquin, 1949, p.
40).
Lo de que el placer sexual transmite el pecado original no significa
que quien no siente nada no transmite nada. De lo contrario, los hijos de
los frígidos estarían libres de pecado original. Pero los teólogos también
pensaron en esto. Tomás expone: <<Si por la virtud de Dios se concediera
a alguien la gracia de no sentir placer desordenado en el acto de la pro-
creación, incluso en este caso ese tal transmitirí::~ el pecado original al
hijo>>, ya que en el placer sexual que es el transmisor del pecado original
no se trata del placer sexual actual (sentido en el instante de la procrea-
ción), sino del placer sexual habitual (basado en la condición humana), y
ésta es igual en todas las personas (S. Th. I-II q. 82 a. 4 ad 3). Por con-
siguiente, tampoco los frígidos tienen escapatoria alguna, albergan una
voluptuosidad latente, tienden al placer que engulle al espíritu, y eso es
suficiente. Ni siquiera el don de Dios que les ahorra en el acto de la pro-
creación el placer concreto que obnubila el espíritu puede obrar ahí
cambio alguno. Ni una pareja de casados escapa de la malla tejida por
los teólogos. Que solamente los padres de María son una excepción de la
regla es algo que quedó fijado sólo en el año 1854, en el dogma de la
concepción inmaculada de María. Según Tomás de Aquino, la ausencia
de pecado original era prerrogativa exclusiva de Jesús, no de María.
Opina: puesto que todo acto conyugal significa una <<corrupción, y una

176
«contaminación>> (pollutio) del seno materno, no tuvo lugar en María
-«por el motivo de la pureza y de la no contaminación>>- copulación
alguna en la concepción de Jesús (In Math. 1 [19: 247]). Según Tomás,
sólo Jesús fue concebido de forma pura, sin infección sexual, sin sufrir el
contagio del pecado original en el acto conyugal de la procreación. El je-
suita Josef Fuchs, experto en santo Tomás, opina al respecto: <<No es po-
sible esbozar con precisión qué entiende Tomás por esta "impureza" de
lo sexual>> (/. c., p. 52). Sobre todo cuando se trata del príncipe de los te-
ólogos, de Tomás de Aquino, los teólogos tienden a interpretarlo todo en
el mejor sentido. Y cuando eso no es posible, optan por decir que no en-
tienden a Tomás, en vez de reconocer con claridad que Tomás dice in-
sensateces y que fue víctima de la sinrazón del otro gran teólogo, de
Agustín.
He aquí un breve elenco de términos infaustos de santo Tomás para
referirse a la relación sexual de los cónyuges y que, según Josef Fuchs,
<<pueden sorprender>> (/. c., p. 50), pero que sólo pueden causar sorpresa
a aquel que no quiera ver que toda la moral sexual católica ha seguido
desde un principio un camino equivocado: «suciedad» (immunditia),
«mancha>> (macula), <<repugnancia>> (foeditas), «depravación>> (turpitu-
do), <<deshonra>> (ignominia). Según Tomás, los clérigos conservan la
<<pureza corporal>> mediante su celibato (citas en Fuchs, p. 50 s.). Añade
este autot a modo de disc.u\pa~ "1'omás estaba en \a c.aaena ae una \arga
tradición ... De ahí que no pudiera resultarle fácil sostener una doctrina
más libre>> (!bid., p. 51). Sin embargo, nadie está obligado a repetir es-
tupideces; además, Tomás contribuyó al reforzamiento y prolongación de
esa tradición; todavía se siguen repitiendo las insensateces, y la doctrina
más libre resulta cada vez más difícil a causa del creciente peso de la tra-
dición.

Recogemos aquí también algunas paráfrasis que santo Tomás, el


doctor angelicus, maestro angelical, utiliza para calificar el acto conyugal:
<<deformación» (deformitas), <<enfermedad» (morbus), <<corrupción de la
integridad>> (corruptio integritatis) (S. Th. l q. 98 a. 2), motivo de <<re-
pugnancia» (repugnantia). Tal repugnancia frente al matrimonio «a
causa del acto conyugal>> experimentan, según Tomás, los ordenados de
sacerdotes, pues el acto marital «impide los actos espirituales>> y consti-
tuye un obstáculo para una <<mayor honestidad>> (S. Th. Suppl. q. 53 a. 3
ad 1).
Tomás hace gala de una concreción mayor que los restantes teólogos
medievales a la hora de exponer y comentar la doctrina del papa Gre-
gario l sobre las «ocho hijas de la lujuria>>. Una de las malas consecuen-
cias de la lujuria es la ,,feminización del corazón humano>> (S. Th. II-II
q. 83 a. 5 ad 2). Los varones paganos elevaron la virtus (=fuerza viril) a
sinónimo de <<virtud». Los celibatarios cristianos -al menos Tomás-
han degradado la feminidad hasta convertirla en sinónimo de vergüenza.
La animosidad de los celibatarios contra lo sexual es aversión a la mujer.

177
Fuchs afirma: «Tomás gusta repetir lo que dice Pablo en 1 Cor 7,1: "Es
bueno para el hombre no tener contacto con mujer alguna", (Fuchs,
p. 261).
El hecho de que se haya presentado hasta hoy como frase propia de
Pablo la que él toma del gnosticismo para refutarla ha causado grandes
desdichas desde hace 2.000 años. La supuesta frase de Pablo se convirtió
en el apoyo principal del celibato. Y Tomás repite la tarifa fijada ya va-
rios siglos antes, según la cual el salario celestial para los vírgenes es del
ciento por ciento; para los viudos, del sesenta por ciento; y para los ca-
sados, sólo del treinta por ciento; por supuesto, los celibatarios se inclu-
yen entre los vírgenes (S. Th. II-II q. 152 a. 5 ad 2; 1-II q. 70 a. 3 ad 2;
Suppl. q. 96 a. 4).
También para Tomás -como para Agustín y para toda la tradi-
ción-, <<un matrimonio sin relaciones carnales es más santo» (In IV
sent. d. 26, 2,4). El hecho de que no sólo Tomás, sino la generalidad de
los teólogos, se ocupe detalladamente del voto de continencia de los
cónyuges pone de manifiesto que los cónyuges similares a monjes no eran
algo infrecuente. Tanto Graciano como Pedro Lombardo tratan en sus
obras clásicas tales matrimonios y las cuestiones sobre qué tienen, pueden
o ya no pueden hacer los esposos, etc. En esa temática, el modelo es
siempre el matrimonio de María y José.
Que las esposas, aunque ya participan con sus esposos de la tarifa
más baja del salario celestial (el treinta por ciento), constituían además
otro grupo de participación aún más baja en el salario celestial es algo
que se desprende de una observación del jesuita Peter Browe, conocedor
del medioevo cristiano, que escribió en su libro Die haufige Kommunion
im Mittelalter, 1938: <<Las mujeres casadas jamás fueron admitidas a la
comunión frecuente; no se las consideraba suficientemente limpias y dig-
nas. Sólo una vez fallecido su marido o cuando ambos esposos habían
hecho voto de continencia podía comenzar el auténtico esfuerzo para al-
canzar la perfección y, en su caso, la comunión más frecuente>> (p. 120).
Pero no todos los casados alcanzan esa meta monacal de la viudedad
o de la continencia total. El objetivo para los que no entran en ese grupo
es el de -al menos- no caer en pecado, dado que no pueden llegar a ser
perfectos. Para eso, Agustín y Tomás ponen a disposición de ellos dos
maneras de relación sexual: 1) la cópula con la voluntad de procrear, y 2)
la cópula como prestación del débito conyugal al consorte que la exige.
Según Tomás, esta última manera <<está destinada a eliminar el peligro>>
(S. Th. Suppl. q. 64 a. 2 ad 1; ad 4), es decir, a «impedir la fornicación»
(del otro) (Suppl. q. 48 a. 2). Todos los motivos restantes, por buenos y
nobles que sean (por ejemplo, amor, que no se menciona ni una vez), lle-
van sólo a una cópula pecaminosa; al menos, a un pecado leve (S. Th.
Suppl. q. 49 a. 5).
Algunos teólogos de la Escolástica primitiva habían pensado que
también la relación sexual para evitar la fornicación propia estaba exen-
ta de pecado, como se ve todavía en una obra para confesores aparecida

178
a mediados del siglo XIII y cuya autoría se atribuyó al cardenal Hugo de
Saint-Cher (t 1263). Esa obra prescribe que el confesor pregunte al pe-
nitente: «¿Has conocido a tu mujer sólo por placer? Porque tú debías co-
nocerla sólo para procrear, para evitar la fornicación propia o para
prestar el débito>> (Noonan, p. 335). Sin embargo, Tomás se atiene es-
trictamente a Agustín y rechaza tal laxismo. Escribe: <<Si alguien tiene la
intención de evitar la fornicación en sí mismo mediante la cópula con-
yugal... entonces se trata de pecado leve, pues el matrimonio no fue ins-
tituido para eso>>. Sin duda, está permitido copular --en tal caso, sin pe-
cado- para impedir la fornicación en el otro cónyuge, pues se trata
entonces de una forma de prestar el débito (S. Th. Suppl. q. 49 a. 5 ad 2).
Si se leen las seculares lucubraciones teológicas sobre el peligro de
fornicación, propia y del otro cónyuge (que se debe evitar mediante la có-
pula), o sólo de la fornicación del otro y no de la propia (según Tomás y
otros, la mejor manera de hacer frente al peligro de fornicación propia
son el ayuno y la oración), entonces sólo es posible contemplar esta vi-
sión del acto conyugal como ofensiva para los casados. Si se ha conse-
guido el máximo de hijos, entonces sólo queda una posibilidad para
copular sin pecado, y es la de que un cónyuge corra el peligro de caer en
la fornicación y que el otro tenga que prestarle el débito conyugal. El
continuo peligro de fornicación y de adulterio que los celibatarios sos-
pechan en los casados y que admiten como motivo para tener relaciones
matrimoniales es una insensatez intolerable.
También el concilio Vaticano II, calificado de forma injusta como un
progreso en la moral sexual, habla de que <<puede no raras veces correr
riesgos la fidelidad ... cuando el número de hijos, al menos por cierto
tiempo, no puede aumentarse>> y no se deben utilizar <<soluciones inmo-
rales>> (se piensa en la anticoncepción). El peligro de la infidelidad es lo
primero que se le ocurre al concilio sobre la prevención. El otro peligro
que ve el concilio es el de que <<quede comprometido el bien de la prole,
porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para
aceptar los que vengan quedan en peligro>> (Gaudium et spes, Constitu-
ción pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 51).
Comencemos por lo segundo: el segundo peligro que ve la Iglesia
cuando no se pueden tener más hijos es el de que no se desee tener más
hijos. El primer peligro es el de que los esposos cometan adulterio. La
teología celibataria con su presunto peligro de adulterio no se percata de
cuál es el peligro verdadero, el de que los casados den lentamente la es-
palda a esta Iglesia de monjes celibatarios porque terminen cansándose
de estas presiones absurdas e incompetentes y quieran mantener relacio-
nes sexuales no para prevenir todo tipo de peligros posibles, sino por mo-
tivos que superan evidentemente la fantasía de los celibatarios. Cuando el
concilio Vaticano 11 recomienda <<el ejercicio de la virtud de la castidad
conyugal>> en lugar de <<ir por caminos de la regulación de la natalidad
que el Magisterio ... reprueba>> no hace sino inmiscuirse en asuntos pro-
pios de los cónyuges, cosa que éstos no están ya dispuestos a aceptar.

179
Volvamos a Tomás de Aquino. Desviarse de la posición normal (al
realizar la cópula) es para él uno de la serie de vicios contra la naturale-
za que fueron clasificados --en un sistema que se remonta a Agustín-
como peores que mantener relaciones con la propia madre, como vere-
mos en el capítulo siguiente. Que Tomás incluya la relación conyugal con
desviación de la posición normal entre los pecados contra la naturaleza es
algo que no cuadra con su sistema, pues todos los restantes vicios contra
la naturaleza que Tomás enumera coinciden en que excluyen la pr<?-
creación, lo que no se puede decir del desviarse de la posición normal. El
permite desviarse de la posición normal en casos excepcionales, como
cuando los esposos, por razones médicas, por ejemplo, por lo abultado
de sus cuerpos, no pueden mantener de otro modo relaciones sexuales (In
IV sent. 31 exp. Text.). Otras acciones gravemente pecaminosas por ser
vicios contra la naturaleza peores que el incesto, la violación y el adul-
terio son, según Tomás, la autosatisfacción (llamada onanismo o mas-
turbación), el copular con animales, la homosexualidad, la cópula anal u
oral y el coitus interruptus (S. Th. II-II q. 154 a. 11). Parece que Tomás
incluyó entre los pecados gravísimos las posiciones divergentes de la
normal porque son actos que impiden la procreación, pues él opinaba
que, con esas posturas, al menos se dificulta la procreación. Alberto, el
maestro de Tomás, había enseñado que el semen no penetra fácilmente
en 1~ matriz de una mujer que se ponga de costado; y que la <<matriz está
boca abajo>> si la mujer yace sobre el marido, y que se derrama el conte-
nido (De animalibus 10,2). Independientemente de la respuesta que se dé
a la cuestión teológica de por qué Tomás incluyó la desviación de pos-
tura entre los actos contra la naturaleza, es decir, impedientes de la pro-
creación, es, al menos, claro que tanto él como todos los teólogos que le
siguieron encasillaron la desviación de la postura normal -si se debe al
afán de placer- entre los <<pecados más graves de la impureza>>. Y eso
sucede aún en nuestro siglo, a pesar de que --entre tanto- se ha llegado
a saber que es errónea la opinión biológica sobre una obstaculización de
la procreación. El afán de placer sigue siendo condenable a los ojos de los
teólogos. En este contexto, hay que hacer una referencia al libro de Van
de Velde, El matrimonio perfecto, cuyo pecado condenable consistió en
que quiso introducir en 1926 variedad en el monocorde modelo de la
Iglesia para los casados a la hora de mantener relaciones conyugales.
Los libros penitenciales de la primera Edad Media y la teología me-
dieval tratan con detalle las <<posturas innaturales>> en el acto sexual. Al-
berto Magno pretende mostrar con argumentos fisiológico-anatómicos
cuál es la única postura natural: <<Si el varón debe yacer debajo o encima,
si debe estar en pie, tumbado o sentado, si la copulación debe tener
lugar por detrás o por delante ... en realidad, nunca deberían tratarse
cuestiones vergonzantes de ese tipo si no fuera por las cosas extrañas que
se escuchan hoy en día en el confesionario>> (ln IV sent. 31 ). (Si los celi-
batarios, con la ayuda de su confesionario, no se metieran en cosas que
no les atañen ... ).

180
Para Tomás, la copulación conyugal es una eyaculación del semen
tendente a una finalidad muy concreta: la procreación de la prole. Ésta es
la única finalidad del acto sexual (Summa contra gent. 3, 122). La fina-
lidad del uso de los órganos sexuales es la procreación de hijos (De
malo 15, 1 e). Esta finalista eyección del semen prescrita por Tomás está
ligada a una forma determinada. Por consiguiente, el acto sexual sólo es
moral si casa con el orden recto. Las expresiones «manera conveniente»
(S. Th. II-II q. 153 a. 2) y <<orden» (II-II q. 125 a. 2) afloran constante-
mente. Ése es el modo que mejor cuadra con la finalidad de la procrea-
ción, es decir, una determinada forma de la que no hay que desviarse.
Obviar esta forma, es decir, desviarse de la manera de expulsar el semen
prescrita por la Iglesia es contra naturam, contraria a la naturaleza.
Tomás escribe: <<La manera de copular está prescrita por la naturaleza,
(In IV Sent 31, exp. Text.). El acto tiene que ser practicado corno es de-
bido, incluso cuando intervenga una mujer estéril y, por consiguiente, no
sea posible la procreación. Apartarse de esta manera consentánea con la
naturaleza es siempre pecado grave, siempre es antinatural.
Esta finalista y adecuada emisión del semen prescrita por Tomás
amparándose en Dios y en la naturaleza sigue teniendo hoy una reper-
cusión en la llamada inseminación homóloga. Ésta fue prohibida en
1987 por la vaticana Congregación para la Doctrina de la Fe: «No se
puede permitir la inseminación artificial homóloga dentro del matrimo-
nio>>, Existe, sin embargo, una excepción: en la recogida del semen mas-
culino mediante el acto conyugal por medio del condón. Éste tiene que
estar agujereado a fin de que se mantenga la forma de un acto de pro-
creación natural, evitando así la práctica de un prohibido método anti-
conceptivo. La cópula conyugal debe, pues, discurrir como si ella con-
dujera a la procreación. El condón debe estar agujereado como si de esa
manera fuera posible la procreación (cf. Publik-Forum, 29.5.1987, p. 8).
Y sólo mediante ese rodeo a través de un acto conyugal estéril que dis-
curre como un acto fértil cabe prestar después una ayuda a la fertilidad.
La forma supuestamente natural del acto conyugal se ha convertido en el
precepto primero, y sigue siéndolo incluso cuando no se puede conseguir
su finalidad original prescrita por la Iglesia, es decir, la procreación, y
cuando la obtención del semen mediante la masturbación sería igual de
buena y menos complicada. Pero la masturbación sigue estando incluida,
también en este caso, entre los pecados graves contra la naturaleza, es
decir, contra la procreación, siendo así que de lo que trata de hacer po-
sible la procreación. El decurso normado ha pasado a ser más importante
que la finalidad, es decir, la procreación. Partiendo de viejas tradiciones
se determina en la teología moral qué es <<natural>>; y añosos varones ale-
jados del matrimonio custodian cuidadosamente esa tradición.
Que la cópula procreadora según la manera prescrita por la Iglesia
no puede tener lugar fuera del matrimonio es algo que, según Tomás,
también ha sido determinado por la naturaleza. Tomás (con Aristóteles
como precursor de Konrad Lorenz) descubrió en algunas especies ani-

181
males -por ejemplo, en algunas aves- que machos y hembras perma-
necen juntos para criar en común a la prole, «pues la hembra sola no
sería suficiente para la crianza». La indisolubilidad del matrimonio está,
pues, prefigurada en la naturaleza, ya que, como en el caso de las aves
(según Tomás la cosa varía en los perros), tampoco la hembra humana
está en grado de poder criar sola a los hijos, dado que, además, esta edu-
cación dura <<largo tiempo» (Summa contra gent. III, 122). De ahí deriva
también el que la Iglesia católica no pueda ni siquiera plantearse la po-
sibilidad de una inseminación heteróloga, es decir, extramatrimonial, y
que la rechace en redondo. Tal inseminación no concuerda con la manera
reglamentaria de practicar la cópula para la procreación.
Tomás opina: «Naturalmente, vuelven a encontrarse en el hombre
-y de manera más perfecta-los hábitos honestos de los animales» (S.
Th. Suppl. q. 54 a. 3 ad 3). Por consiguiente, sólo son de esperar nuevos
métodos en la procreación una vez que sean detectados primero en el
reino animal. Josef Fuchs dice sobre Tomás de Aquino que éste «busca
constantemente el camino que conduce al reino animal» (p. 115). «La
comparación de la vida sexual humana con la animal es un método que
él practicó en mucho mayor medida que los restantes teólogos>> (Fuchs,
p. 277). Vinculante es, según Tomás, lo que la naturaleza enseña a todos
los seres vivientes, y donde mejor se pueden leer tales enseñanzas es en la
conducta de los animales. El principal mensaje proveniente del reino
animal sigue siendo vinculante para la Iglesia incluso en nuestros días: los
animales copulan sólo para procrear (al menos, en opinión de los teólo-
gos). Ahí se puede captar el sentido del acto sexual. Los animales no uti-
lizan métodos anticonceptivos. Eso quiere decir que la contracepción va
contra la naturaleza. De ese modo, un estudio pseudoteológico de la
conducta puede conducir a verdades eclesiales permanentes.

182
Capítulo 17

SE AGRAVA LA LUCHA CONTRA LA ANTICONCEPCION.


SUS CONSECUENCIAS CANONICO-MORALES HASTA HOY

Los conocimientos que la Europa medieval tenía sobre la contracepción


provenían de los árabes. Las dos primeras escuelas de medicina se fun-
daron en Salerno (siglo XI) y en Montpellier (siglo XII). En estos centros se
dieron a conocer a la Europa medieval-a través de manuales árabes-
los conocimientos sobre anticoncepción provenientes del mundo greco-
romano y nuevas ideas árabes. El libro de texto más importante fue
Cánones de la ciencia médica, de Ibn-Sina, escrito en el siglo XI en Da-
masco y traducido al latín en el siglo XII en Toledo bajo el nombre de
Avicena. Hasta mediados del siglo XVII, ésta siguió siendo la obra médi-
ca más importante de los médicos europeos. Avicena consigna en su
farmacopea las propiedades anticonceptivas de diversas plantas. <<El
aceite de cedro destruye el semen y si se unge con ese aceite el pene
antes de mantener relaciones sexuales se impide el embarazo» (2,2,163).
A esta propiedad del aceite de cedro había aludido ya Aristóteles en su
Zoología (Historia animalium). Avi_cena recoge también las antiguas re-
cetas de Hipócrates, de Sorano de Efeso y de Plinio; y añade otras nue-
vas. Avicena, siguiendo a Sorano, recomienda los anticonceptivos sobre
todo en los casos en que el embarazo puede poner en peligro la vida de la
madre.
Alberto Magno extrae de Avicena la mayor parte de sus conoci-
mientos médicos; por ejemplo, el de que si la mujer yace encima durante
la copulación, su matriz se pone boca abajo, <<de manera que se derrama
de nuevo lo que hay en ella». Alberto describe de modo especial los
motivos de esterilidad en su obra Sobre los seres vivientes, bajo el epí-
grafe: <<De cómo la medicina puede tratar la esterilidad>>, Bajo este as-
pecto de todo lo que hay que evitar para no ser estéril, él recoge luego,
detalladamente, el saber árabe-antiguo sobre cómo hay que hacer para
ser estéril. Además, cuando Alberto Magno no expone como naturalista

183
a Avicena, sino que escribe como teólogo, utiliza --como todos los teó-
logos escritores de la Escolástica (siglos XI-XIII), en conexión con el texto
Aliquando de Agustín-la expresión <<venenos de la esterilidad>> para re-
ferirse a los anticonceptivos artificiales.
No todos los teólogos escritores tratan con la misma amplitud que
Alberto los medios medicinales para la anticoncepción y el aborto. El
obispo dominico Vicente de Beauvais (t hacia 1264) informa en su en-
ciclopedia, la primera importante de la Edad Media, sobre plantas; por
ejemplo, la ruda: <<Ella inhibe y reprime los malos placeres, reduce y seca
por completo el semen>> (Speculum natura/e 10,138). Otro tanto afirma
de la lechuga. Sólo en uno de estos medios que amortiguan la voluptuo-
sidad menciona que sea también anticonceptivo. Santa Hildegarda de
Bingen (t 1179), abadesa de Ruppertsberg, escribió una obra sobre me-
dicina natural en la que no hace referencia alguna a la anticoncepción ni
al aborto, pero -en plena sintonía con el ideal de espiritualidad católi-
co- sí recomienda medios <<para ahogar en hombres y mujeres el placer
sensual, como, por ejemplo, la lechuga silvestre>> (Subtilitatum l, 92).
Según el punto de vista católico prevalente hasta nuestros días, la con-
tracepción tiene que darse -preferentemente- a la manera de las mon-
jas, es decir, combatiendo el propio placer sexual.
Vistos desde nuestros actuales conocimientos científicos, casi todos
los medias eran ineficaces. Por eso, los que los tomaban no habrían
caído en la cuenta de que el médico Magnino de Milán, discípulo de la
escuela de Salerno, dirigiéndose a los hombres <<que quieren contenerse>>,
y a los que él considera <<dignos de veneración>>, lt:s recomendara en su
libro Vida sana (hacia 1300) -para <<amortiguar el apetito sexual>>-
muchas plantas que Avicena consideraba afrodisíacas. Otro de los con-
sejos de Magnino es el siguiente: comer una abeja <<hace estéril a una
mujer, pero facilita el parto>> (Vida sana 2,7). Magnino dedicó su obra al
obispo de Arezzo. Medicina y teología exigían entonces un similar grado
de fe a la gente.
La lucha de la Iglesia católica contra la contracepción entra en una
nueva fase desde el siglo XI. Ante todo, la confrontación con la secta de
los cátaros (= los puros), que rechazaban de plano toda procreación, in-
centivó el compromiso de la Iglesia contra las prácticas anticonceptivas.
Por otra parte, la teología llegó a ser en la Escolástica objeto más fuerte
del quehacer científico, lo que llevó a la revitalización de la teología de
Agustín. Los adversarios de éste en el siglo IV Íl1eron los maniqueos
gnósticos, que rechazaban la procreación como demoníaca. Agustín
mismo había pertenecido a esa secta antes de hacerse cristiano, y luego
pasó a ser su adversario más importante. Desde comienzos del siglo XI se
propaga en la Europa occidental una nueva ola de aversión a la r:o-
creación. Amplificadores de tal corriente fueron muchos grupos pequenos
e ideologías cuyo único punto de coincidencia era el rechazo de toda pro-
creación: bogomilos, trovadores, cátaros, albigenses. No podemos abor-
dar aquí la difícil cuestión de si -y en qué medida- estos grupos for-

184
maban una unidad entre sí y si, por ejemplo, los trovadores -en su
canto al amor y al placer sexual sin procreación- son una reacción al
empobrecimiento de la doctrina sexual cristiana (aludiendo a la finalidad
de la procreación, urgida unilateralmente por los teólogos, declararon
muchos Minnesdnger que no había amor entre los casados). En cualquier
caso, es indudable que la lucha agustiniana contra la anticoncepción
maniquea se repitió o incrementó durante la Edad Media en la lucha con-
tra la anticoncepción, especialmente en los cátaros.
Tres fueron los textos que jugaron un papel determinante en la lucha
contra la anticoncepción. Se trata de dos textos de Agustín y del texto Si
aliquis. lvo de Chartres fue el primero que contribuyó a que los dos tex-
tos de Agustín -a los que se cita por Aliquando y Adulterii malum- ad-
quirieran importancia. Este Ivo, obispo de Chartres (t 1116) -al que
Noonan califica de <<hito en el camino hacia una toma de postura canó-
nica sobre la anticoncepción» (p. 209)- fue partidario de la ya mencio-
nada reforma gregoriana. lvo no estaba satisfecho con el Decretum de
Burchardo de Worms, sino que recoge en su colección legal (Decretum
10, 55), como el más importante, un texto ya olvidado en el que Agustín
habla sobre los <<venenos de la esterilidad>> y califica de «prostituta de su
marido>> a la esposa que los utiliza. Ese texto agustiniano, al que ya hi-
cimos referencia en el capítulo sobre Agustín, será citado desde Ivo con
Aliquando (= a veces), su paJabra jnjóaJ. Además, Jvo recoge en su co-
lección legal tres textos de Agustín sobre <<copulación contraria a la na-
turaleza en el matrimonio>> de los que se desprende, por ejemplo, que el
coitus interruptus es un pecado más grave que la prostitución y el adul-
terio (Decretum 9,110.128); peor incluso que una relación sexual con la
propia madre, pues la copulación con ésta es considerada como <<natu-
ral», ya que está abierta a la procreación. Estos tres textos de Agustín
quedarán compendiados después bajo el epígrafe Adulterii malum. Con
su antología agustiniana, Ivo pretende documentar una condena severa
de toda contracepción.
Los textos Aliquando y Adulterii malum alcanzaron relevancia se-
cular mediante dos obras clásicas aún más importantes que la de Ivo.
Hacia el 1140 nació la primera, considerada hasta 1917 (introducción
del Código de Derecho Canónico) como la parte más importante del de-
recho fundamental de la Iglesia occidental. Se trata de una compilación
de textos legales -extraoficial, pero reconocida por todos- llevada a
cabo por el monje Graciano en Bolonia y titulada Concordantia discor-
dantium canonum (Concordancia de las leyes disconformes), a la que se
conoce también por el título más breve de Decreto de Graciano. Esta.
obra fue durante siglos el pan cotidiano de los canonistas de la Iglesia,
Todo estudiante de derecho canónico llegó a conocer el texto Aliquando
bajo el epígrafe <<Los que se procuran venenos para la esterilidad son lu--
juriosos, no esposos>> (Decretum 2,32,2,7).
Empalmando con las citas agustinianas de Ivo, Graciano confecciona.
una Escala de la lujuria. Esto suena así: <<El mal del adulterio (adulterii

185
malum) es mayor que el de la prostitución, pero aún mayor es el del in-
cesto, pues es peor dormir con la propia madre que con la mujer de otro.
Pero lo peor de todo es aquello que acaece contra la naturaleza, como,
por ejemplo, cuando un varón quiere utilizar una parte corporal de su
mujer que no está permitida para eso». Bajo esta «copulación contra la
naturaleza» caen también el coito interrumpido y todo tipo de contra-
cepción. Sí, incluso esta cima de lo antinatural se incrementa en un
punto: <<Es más vergonzante si una esposa deja que eso suceda en ella
antes que en otra mujer>> (Decretum 2,32,7,11). A decir verdad, Agustín
habla en el contexto inmediato más del coito anal-oral, pero sus palabras
adquieren en la Concordiantia discordantium canonum de Graciano
una rigorización que se torna en inaudita criminalización legal de la co-
pulación contraceptiva en el matrimonio: es la cima absoluta. Ni las re-
laciones sexuales con la propia madre ni la copulación anticonceptiva
con una prostituta revisten tal gravedad.
También a mediados del siglo XII sale a la luz -como obra del obis-
po de París y apreciadísimo profesor de teología Pedro Lombardo
(t 1164)- una segunda compilación teológica, llamada Las sentencias
de Pedro Lombardo, que fueron para los estudiantes de teología, hasta el
siglo XVI, el texto clásico más importante en las clases de teología; por
ejemplo, también para Lutero. Lo que Graciano, el <<padre de la ciencia
canónica», fue para el derecho canónico, eso fue Pedro Lombardo para
la ci"encia teológica; hasta que, en el siglo XVI, fue suplantado por la
Summa de Tomás de Aquino (t 1274), determinante hasta hoy.
Pedro Lombardo sigue con frecuencia a Graciano. También él trae
contra la anticoncepción el Aliquando agustiniano. Bajo el epígrafe
<<Los que se procuran venenos para la esterilidad no son esposos, sino
lujuriosos», dice: <<Ella es la prostituta de su marido; él, un adúltero con
su propia esposa» (Libri IV Sent. 4,31,4). También toma la Escala de la
lujuria de Graciano (Libri IV Sent. 4,38,4), en la que la copulación
contraceptiva, sobre todo con la propia esposa, constituye la cima o el
abismo.
Ambos, Graciano y Pedro Lombardo, se basan en Agustín. Pedro
Lombardo propone de nuevo la conexión agustiniana entre pecado ori-
ginal y relaciones conyugales: <<La causa del pecado original es una man-
cha que el hijo engendrado contrae debido al ardor de los padres y a la
concupiscencia libidinosa». A su vez, la transmisión del pecado original
obra en los <<miembros la ley de la concupiscencia mortal, sin la que no
puede tener lugar una relación sexual». Por eso, las <<relaciones sexuales»
son «rechazables y malas en la medida en que no están disculpadas me-
diante los bienes del matrimonio» (Libri lV Sent. 2,31,6; 4,26,2). Tanto
Graciano como Pedro Lombardo se asientan, pues, en Agustín; pero
van más lejos que él en cuanto que -primero-- recogen en sus compi-
laciones el escrito de respuesta del papa Gregario Magno con la funesta
frase <<El placer sexual no se da nunca sin pecado» y -segundo- con-
fieren un acento especial a la contracepción.

186
Las repercusiones prácticas de la severa prohibición de la contracep-
ción se hacen patentes, por ejemplo, en el siguiente caso: una mujer
había padecido una hernia umbilical a causa de un parto, y los médicos
insistían en que ella no sobreviviría a otro parto. Algunas gentes opinan
que esa mujer debe procurarse veneno esterilizante, de forma que pueda
seguir cumpliendo su obligación matrimonial si está segura de que no va
a quedar embarazada. A esta opinión se opuso el teólogo Pedro Cantor
(t 1197) y decidió -según el severo texto anticonceptivo Aliquando-
que «en ningún caso está permitido a la mujer procurarse venenos este-
rilizantes» (Summa de sacramentis 350; quaestiones et miscellanea).
Como, evidentemente, la confianza en las pociones contraceptivas no
estaba muy difundida -sólo la píldora que los moralistas llaman hoy
<<droga de la esterilidad» conseguiría cambiar ese panorama-, jugó un
papel mayor en la praxis pastoral de la Iglesia no el texto Aliquando,
sino el segundo texto agustiniano clásico en el tema de la contracepción,
el llamado La escala de la lujuria. Se trata de las maneras de contracep-
ción que el moralista alemán Bernhard Hiiring, cuyos escritos sobre
moral han tenido las mayores tiradas de nuestro tiempo, califica como
<<deformación de la cópula matrimonial>> (Das Gesetz Christi, 1967, p.
355). Se piensa ante todo en el coitus interruptus. Como vimos, éste es
peor que la relación sexual con la propia madre. El lenguaje de los teó-
logos de entonces solía definir el coito interrumpido como verter el
semen <<fuera del recipiente debido». Tomás prefiere el término «Órgano>>
(instrumentum). En los siglos xm, XIV y xv, los teólogos prestarán mayor
atención a los <<pecados contra la naturaleza>> que a los «venenos de la
esterilidad>>. Los sermones matrimoniales eran prédicas sobre los <<peca-
dos contra la naturaleza>>. Se indicaba a los confesores que preguntaran
por éstos en el confesionario.
Santa Catalina de Siena (t 1380), vigesimoquinto hijo de sus padres,
pone de manifiesto hasta qué punto se inculcaba la condena de las prác-
ticas anticonceptivas en el matrimonio. En sus visiones, detecta en el in-
fierno un grupo, el de <<los que pecaron en el estado matrimonial>>. Raí-
mundo de Capua, confesor, biógrafo de la santa y futuro general de los
dominicos, preguntó.a ésta, tras su visión, <<por qué se castiga de forma
tan severa aquel pecado que no es más grave que otros>>. Ella responde:
<<Porque los casados no son tan conscientes de ese pecado y, en conse-
cuencia, se arrepienten menos que de los restantes pecados. Además,
cometen este pecado con mayor regularidad y frecuencia que otros pe-
cados>> (Noonan, p. 278). Evidentemente, tampoco entonces llegaban los
e.sposos a descubrir los pecados allí donde los teólogos y sus secuaces más
f1eles querían verlos. Santa Catalina, situada por completo en la línea de
Graciano, de Pedro Lombardo y de Tomás de Aquino, encasilla la con-
tracepción en los «pecados contra la naturaleza>>, calificándola así como
la peor especie de la lujuria.
. También el famoso predicador Bernardino de Siena (t 1444), cuyo
Ideal consistía en promover con sus sermones la veneración de la Madre

187
de Dios y de san José, parecía tener la impresión de que la primera
tarea consistía en abrir los ojos a los casados para sus pecados, que
ellos no veían, pero que no quedaban ocultos para el clero célibe: <<Los
casados han caído en una reprobable ignorancia como los cerdos en su
esta,?lo lleno de basura>> (De christiana religione 17, ante 1 ). <<Veréis que
tene1s en este estado del matrimonio muchos pecados que jamás habéis
confesado y de los que ni siquiera tenéis conciencia de que eran peca-
dos ... Es una depravación que un varón tenga relaciones carnales con su
propia madre, pero peor es que copule contra la naturaleza con su es-
posa>> (Prediche serafiche 19,1). <<Preferible es que una mujer copule de
modo natural con su padre a que lo haga de manera contraria a la na-
turaleza con su esposo>> (De christiana religione 17,1,1). Además, Ber-
nar~ino tiene números exactos: <<En mi opinión, de mil matrimonios, no-
vecientos noventa y nueve son del diablo>>; a causa de los <<pecados
contra la naturaleza>>, Pecado contra la naturaleza es, según Bernardino,
todo acto de eyaculación de semen <<en el que -sea cual fuere el lugar y
el modo-- no se puede procrear>> (Prediche serafiche 19,1 ). <<Cada vez
que habéis copulado de forma que no podíais concebir ni procrear hijos
cometíais pecado» (Prediche serafiche, Milán-Roma, 1936, p. 433).
Juan Gerson (t 1429), en sus sermones contra la lujuria predicados
ante la corte francesa, llega a referirse incluso a un decreto del emperador
cri~tiano Valentiniano -del 390- que castiga la homosexualidad con la
muerte por el fuego (Codex Theodosianus 9,7,6), y equipara con la ho-
mosexualidad toda acción que obstaculice la fecundación en las relacio-
nes matrimoniales. Arremete contra las <<ingeniosas indecencias de los pe-
cadores>> en el matrimonio: esos comportamientos <<merecen a veces el
castigo del fuego y son peores que si ellos copularan con mujeres que no
son las suyas. ¿Acaso puede mantener relaciones sexuales un hombre y
tomar medidas preventivas contra el fruto del matrimonio? Yo os digo
que tal cosa es a menudo un pecado que merece el fuego ... Todo com-
portamiento imaginable que evite la prole en la unión de marido y mujer
debe ser condenado>> (Sermón contra la lujuria, domingo segundo de ad-
viento, Obras III, p. 916).
El dominico Savonarola (1452-1498) -que expulsó a los Medici de
Florencia, proclamó a Cristo rey de la ciudad, hizo quemar todas las <<Va-
nidades>> terrenas y terminó también él en la hoguera- prescribió a los
confesores: <<Debéis preguntar por este pecado ... si eso acaeció en el
vaso, en un vaso inconveniente o fuera del vaso>> (Manuale perla confe-
sione, pecado contra el sexto mandamiento). Aludía con ello: 1) al pe-
sario; 2) a la cópula anal u oral; 3) al coitus interruptus.
Era sobre todo el sacramento de la penitencia el que ofrecía la posi-
bilidad de llamar la atención de la gente sobre sus pecados matrimonia-
les; particularmente, en el confesionario mediante preguntas específi-
cas. Los libros penitenciales de la primitiva Edad Media y el Decretum de
Burchardo (t 1025), que gozó de reconocimiento general hasta el siglo
XII, formulaban las preguntas con toda claridad. Pero el problema fue

188
que muchos experimentaban excitaciones indeseadas mediante el inte-
rrogatorio en el confesionario. De ahí que en el libro penitencial de Bar-
tolomé de Exeter (t 1184) se dijera que los confesores no debían designar
con precisión los pecados contra la naturaleza cometidos por los casados,
<<pues hemos oído que varones y mujeres -mediante la mención deta-
llada de crímenes que les eran desconocidos hasta entonces- han caído
en pecados que ellos no habían conocido» (Libro penitencial, cap. 38).
Evidentemente, el interrogatorio en la confesión cumplía ocasionalmen-
te una función como la que hoy está reservada a la literatura pornográ-
fica. En efecto, los seglares eran de ordinario diletantes en los detalles se-
xuales; y los confesores, los expertos. Todavía hoy cabe asombrarse
sobre la proveniencia de ese conocimiento detallado que supera con
mucho los conocimientos de todo ciudadano normal.
Recato recomienda también Alanus ab Insulis (t 1202) en su libro
penitencial. Escribe: si el penitente ha confesado una relación ilícita, el sa-
cerdote debe preguntar si se ha tratado de prostitución, adulterio, inces-
to o de un pecado contra la naturaleza. Y apostilla que esta pregunta es
importante porque el pecado contra la naturaleza es el más grave de
todos estos pecados. Pero el sacerdote <<no debía entrar demasiado en de-
talles>>. De lo contrario, quizás podía dar oportunidad de pecar al peni-
tente (Líber penitentialis PL 21 O, 286 ss.). Algo parecido escribió el inglés
Roberto de Flamesbury, confesor de los estudiantes en la abadía de San
Víctor de París, que escribió su libro penitencial poco después del 1208.
En 1215, el concilio Lateranense IV impuso a todos los cristianos la
obligación de confesar y comulgar al menos una vez al año. Esto hizo que
vieran la luz en el siglo XIII muchos escritos que daban a los confesores
orientaciones para el interrogatorio en el confesionario. El cardenal Hos-
tiensis prescribió con toda claridad en el siglo XIII cómo había que hacer-
lo: <<¿Qué preguntas puede o debería formular el confesor?». En las pre-
guntas acerca de la lujuria, el confesor debe clarificar los pecados contra la
naturaleza con las siguientes palabras: <<Has pecado contra la naturaleza
si has conocido a tu mujer de forma distinta a como lo exige la naturale-
za». Pero el confesor no debe entrar en las diversas maneras en que un
acto puede ir contra la naturaleza. Tal vez podría preguntar <<cuidadosa-
mente» al penitente: <<Tú sabes perfectamente qué camino es natural.
¿Has eyaculado el semen de otra manera alguna vez? Si él responde ne-
gativamente, no le formules más preguntas. En caso de respuesta afirma-
tiva, puedes seguir preguntando: ¿durante el sueño o en estado de vigilia?
Si él responde que despierto, entonces puedes preguntarle: ¿con una
mujer? Si él dice: con una mujer, entonces podrías preguntar: ¿fuera del
recipiente o dentro y cómo?>> (Summa 5, Penitencia y perdón 49). Y en
una obra que se suele atribuir al cardenal Hugo de Saint-Cher (t 1263),
una obra del siglo XIII para confesores, la orientación que se da a los con-
fesores bajo la rúbrica <<Adulterio» suena de la manera siguiente: Ellos
deben preguntar: <<¿O has pecado contra la naturaleza con tu propia
mujer? Si el penitente pregunta: ¿qué es eso de contra la naturaleza?, el sa-

189
cerdote podría decir: el Señor ha permitido un solo camino al que todos
los hombres deben atenerse. Si tú has obrado desviándote de este único
modo, has cometido un pecado mortal» (cf. Noonan, p. 334 s.).
De una observación de Bernardino de Siena se desprende que, sobre
todo, mujeres ingenuas podían tornarse a veces perspicaces o irritadas en
el confesionario, a pesar del recato recomendado a los confesores. Dice
Bernardino: <<No es infrecuente que algunas mujeres insensatas se dirijan
a sus maridos y digan, para dárselas de honestas: "El sacerdote me ha
preguntado sobre ese sucio asunto, y ha querido saber lo que hago con-
tigo"; y el marido ingenuo suele reaccionar irritándose contra el sacer-
dote>>. Bernardino opina que, por ese motivo, los sacerdotes tienen
miedo a preguntar, pero que él, Bernardino, no quiere ser un <<perro
mudo>>, sino vigilante. Por eso exige que los confesores se expresen con
claridad en sus preguntas (Prediche serafiche 19,1). Al parecer, esa cla-
ridad de san Bernardino hizo que muchas mujeres dejaran de asistir a sus
sermones. De ahí que Bernardino reprochara a los maridos que dejaran
en casa a sus mujeres cuando él predicaba, a fin de que ellas <<no se en-
teraran de estas verdades necesarias>> (De christiana religione 17, ante 1).
Esto permite concluir que algunos casados consideraban como antina-
tural no tanto su relación conyugal, sino que tenían por antinaturales y
desvergonzadas las preguntas de Bernardino en el confesionario y los ser-
mones de éste.
Estaban previstas penitencias severas para la contracepción y para el
coitus interruptus. Un castigo importante era la negativa de la relación
conyugal. El cónyuge inocente (casi siempre la mujer) era el responsable
de ejecutar el castigo contra el cónyuge pecador. Entonces, la negativa a
copular era considerada como condición moral para no compartir la
culpa con su marido. La Summa de Alejandro de Halles, del siglo XJII,
prescribe: <<La esposa no puede ceder jamás ante el marido en el pecado
contra la naturaleza; y si ella consiente, comete pecado mortal>• (Summa
theologica 212,3,5,1,3). Juan Gerson (t 1429) exige en los sermones
contra la lujuria que predicó ante la corte: si un cónyuge desea algo
<<inaudito» en la relación conyugal, el otro deberá resistirse <<hasta la
muerte>> (Obras, Amberes, 1706, vol. 3, p. 916). Y Bernardino de Siena
se lo dice claramente a la gente en sus sermones: si se trata del peca.do
contra la naturaleza, <<vuestra esposa debe morir antes que consentir>>
(Prediche serafiche 19,1; de igual manera en Le prediche volgari, Milán,
1936, p. 435). Tanto Alejandro como Gerson y Bernardino incluyen
expresamente el coitus interruptus en su definición de los pecados contra
la naturaleza (cf. Noonan, p. 321 s.).
Una condena insuperable de la contracepción -suponiendo que to-
davía era posible una gradación- se encuentra finalmente en un tercer
texto clásico contrario a esa práctica. Está en una tercera e importante r~­
copilación de textos de la Escolástica que llevó a cabo el dominico Rai-
mundo de Peñafort por encargo del papa Gregario IX (t 1241 ), del que
era capellán; una colección de decretales pontificias (escritos papales) que

190
-como el Decreto de Graciano- prepararon el código eclesiástico, el
CIC del año 1917, o constituyen su contenido. En esta colección de de-
creta les pontificias fue recogido el texto mencionado ya en los libros pe-
nitenciales: <<Quien (Si aliquis) practica la magia o suministra venenos es-
terilizantes es un asesino». Con la calificación de la contracepciónc0 mo
asesinato en un código de validez universal nacido por encargo del papa,
se alcanza el cenit absoluto de la condena de la contracepción.
Este canon Si aliquis respondía sin duda a la retórica de los dos ro-
tundos padres de la Iglesia de los siglos IV y V, Jerónimo y Crisóstomo, e
hizo su importante aportación a la proscripción de la contracepción
dentro de la Iglesia católica, pero, por otro lado, fue desde el principio un
cuerpo extraño en el derecho eclesiástico, ya que éste partía de la sucesiva
animación del feto y preveía una pena por asesinato sólo para el aborto
de un feto animado. Que, en sentido estricto, la contracepción no es aún
considerada como asesinato y que sólo el aborto a partir de un mo-
mento más tardío (después de unos ochenta días) es tenido por homicidio
se desprende, por ejemplo, también de una carta del papa Inocencia III
(t 1216). Se trataba de un cartujo que había empujado a su amante a
abortar. El papa decidió que el monje no era culpable de asesinato si el
embrión no estaba <<animado>> aún. El término <<animado>> se entiende en
el sentido de la biología aristotélica. Como Inocencia lo ven Agustín e in-
cluso Jerónimo, aunque éste se expresó no en términos retóricos, sino ju-
rídicos.
Tomás, el maestro de las distinciones precisas, escribe en alusión al
canon Si aliquis que el uso de los venenos de la esterilidad es Pecado
grave <<y contra la naturaleza, ya que ni los animales impiden el devenir
de sus crías, pero no tan grave como el asesinato, pues la concepción
también podría no haberse llevado a cabo por otras razones>>. Añade que
de asesinato se puede hablar sólo en el aborto de un embrión formado
(In IV sent. 31, 2 exp. Text.). Así, pues, sin tener en consideración las
contradicciones, las decretales pontificias califican de asesinato la con-
tracepción, desplazándola con ello a la cima de todos los pecados. Por lo
demás, cuando Tomás -en su crítica a Si aliquis- califica coma <<pe-
cado contra la naturaleza>> la ingestión de venenos esterilizantes se aleja
del lenguaje habitual. En general, se calificaba de <<pecado contra la na-
turaleza» sólo una copulación que no vertiera el semen en el <<recipiente»
correcto, en la vagina; y se hablaba de asesinato en la ingestión de vene-
nos esterilizantes.
El derecho eclesiástico distingue todavía hoy entre ambos grupos: por
un lado el uso de la píldora; por el otro, el coitus interruptus y la utili-
zación del condón. El nuevo derecho canónico, vigente desde 198 3, dice
en el canon 1061: <<El matrimonio válido entre bautizados se llaQ)a sólo
"contraído" (ratum) si no ha sido consumado; "contraído y consumado"
(ratum et consummatum) si los cónyuges han realizado de modo huma-
no el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole, a.! que el ma-
trimonio se ordena por su misma naturaleza y mediante el cuall~s eón-

191
yuges se hacen una sola carne». Como ya hemos visto, esto significa
según el compromiso entre la teoría del consenso y la de la cópula: un
matrimonio sólo rato («contraído») puede ser disuelto; ambos implicados
pueden contraer nuevas nupcias. Distinta es la situación cuando se trata
del matrimonio <<contraído y consumado»: éste es indisoluble. Ninguna
de las dos partes puede contraer nuevas nupcias mientras viva el otro
cónyuge. El derecho canónico distingue en concreto lo siguiente: un
acto conyugal después de tomar la píldora es considerado como consu-
mación del matrimonio; el matrimonio de la píldora es indisoluble. El
coitus interruptus, por el contrario, no es considerado como consuma-
ción del matrimonio; ese matrimonio es soluble porque, según el derecho
eclesiástico, no ha sido consumado.
El acto conyugal con preservativo presenta dificultades al derecho ca-
nónico. La discusión entre los juristas gira hoy sobre la siguiente cues-
tión: ¿Qué es lo decisivo: que la eyaculación vierta el semen directa-
mente en la vagina, o es suficiente que la eyaculación se produzca dentro
de la vagina? A decir verdad, para los afectados, la discusión de los lu-
cubradores célibes carece más bien de importancia, pues aun en el caso
de que los juristas llegaran a la conclusión de que debería darse una eya-
culación que vierta el semen directamente en la vagina para que el ma-
trimonio sea considerado como consumado y, por consiguiente, indi-
soluble, nadie podría, sin embargo, conseguir la disolución de su
matrimonio consumado con condón, pues hasta ahora Roma ha recha-
zado todas las peticiones de disolución de tales matrimonios argumen-
tando que no está garantizado que tal vez no «haya penetrado una goti-
ta en la vagina»; que el condón no ofrece la seguridad absoluta de que el
semen no haya entrado en la vagina. La cuestión de la indisolubilidad del
matrimonio es a veces una pregunta que va dirigida a la industria del
plástico.
La importancia del semen masculino es llevada aquí hasta el extremo
y, como veremos enseguida, Tomás de Aquino tuvo en esto una partici-
pación determinante. Hemos visto ya, en el caso de la inseminación ho-
móloga, que los agujeros en el condón, por otra parte, pueden traer
ventajas para otros cónyuges, pues tal inseminación sería prohibida por
la Iglesia si el condón utilizado para ese menester no tuviera agujeros. El
problema canónico de la posible no impermeabilidad completa tiene
como consecuencia también para los usuarios de condón afectados si no
necesariamente un matrimonio soluble, sí, al menos, un problema inso-
luble: permeable o impermeable, he ahí la cuestión.
Tampoco vale como consumación del matrimonio el amplexus re-
servatus, el abrazo reservado, en el que se saca el pene de la vagina y se
impide incluso después la eyaculación. También aquí vuelve a ponerse de
relieve la importancia del semen masculino: tal copulación a la que,
como hemos dicho, muchos teólogos consideran todavía hoy como mé-
todo anticonceptivo lícito, no es tenida por consumación del matrimonio.
A diferencia de lo que sucede en la copulación con condón, el caso del

192
abrazo reservado es un asunto absolutamente claro y sencillo para los te-
ólogos, pues el semen no se vierte ni en la vagina ni dentro de ella. Pero,
por desgracia, en la teología católica no todo se puede resolver de forma
tan sencilla como con un abrazo reservado.
En cambio, la copulación con el diafragma vaginal, instrumento que
introducido en la vagina pretende bloquear la entrada del esperma a la
matriz, es considerada como consumación del matrimonio. Tal plantea-
miento se debe, entre otras cosas, a que la opinión aristotélica de que el
hombre es el verdadero procreador tiene su repercusión en la legislación
católica sobre el matrimonio. La eyaculación del semen masculino di-
rectamente en la vagina es lo decisivo; la disposición de la mujer tiene
menor importancia. Este tratamiento desigual del varón y de la mujer
volverá a hacérsenos presente en la cuestión de la impotencia.

Volvamos a la posición de Tomás respecto del canon Si aliquis.


Aunque, como hemos visto, Tomás rechaza el término «asesinato» para
la contracepción y quiere que tal denominación valga sólo para el abor-
to de un feto animado, sin embargo fue precisamente él quien favoreció
y consolidó la concepción canónica oficial de la contracepción como
semiasesinato. La criminalización de la contracepción sostenida por los
pontífices de nuestro siglo se remonta en buena medida a las teorías de
Tomás de Aquino.
Para Tomás, todo acto sexual tiene que ser un acto conyugal; y todo
acto conyugal debe ser un acto procreador. Una transgresión contra los
mandamientos sexuales es para él una vulneración de un bien vital, pues
en el semen masculino se contiene ya la posibilidad de la persona huma-
na entera (más concretamente: del varón completo, pues nacen mujeres
sólo cuando algo falla en el proceso; De malo 15 a. 2). La eyaculación
desordenada del semen se opone al bien de la naturaleza, que consiste en
la conservación de la especie. <<De ahí que después del pecado de homi-
cidio con el que se destruye la naturaleza humana ya existente, ocupe el
segundo lugar el pecado por el que se impide la procreación de la natu-
raleza humana» (Summa contra gent. III, 122). Por consiguiente, la con-
tracepción no es igual que el homicidio, pero se encuentra al lado.
Tomás, con Aristóteles, dice que el semen masculino es «algo divino»
(De malo 15,2). «En una sola copulación se puede procrear una persona
humana; de ahí que sea pecado mortal el desorden de la copulación
que obstaculice el bien de la prole que hay que procrear>> (S. Th. II-II
q. 154 a. 2 ad 6).
Mientras que Tomás rechaza el canon Si aliquis, otros van incluso
más allá de este canon y no se limitan a calificar como homicidio -como
lo hace el Si aliquis-la contracepción con la ayuda de venenos medici-
nales, sino que califican de asesinato también, por ejemplo, el coitus in-
terruptus. Partidario de calificar como <<homicidio» la contracepción, con
la que él se refiere de manera especial al coitus interruptus, al veterotes-
tamentario pecado de Onán, <<que derramó su semen sobre el suelo», es

193
Pedro Cantor (t 1197; Verbum abreviatum 138, <<el vicio sodomita>>),
pero, sobre todo, el franciscano Bernardino de Siena (t 1444), el predi-
cador más famoso de su tiempo. En el sermón decimoquinto de su ciclo
de sermones sobre <<el evangelio eterno>>, que él dedica <<al horrible pe-
cado contra la naturaleza>>, cita una frase que atribuye erróneamente a
Agustín: <<Quienes son víctimas de este vicio son asesinos de hombres; no
con la espada, pero sí con la acción>>. Bernardino llega a añadir que <<ésos
no son sólo asesinos de hombres, sino que deben ser calificados en ver-
dad como asesinos de sus propios hijos>>. Cometen este pecado hombres
y mujeres «y los que más aquellos que se encuentran en el sagrado esta-
do del matrimonio>> (15,2,1) (cf. Noonan, p. 289 s.).
El increíble e insensato meteorismo de la contracepción hasta llegar a
convertirse en homicidio mediante el canon Si aliquis fue pensado, de
suyo, sólo para la valoración en el ámbito de la confesión y de la peni-
tencia, pero no dejó de tener repercusión también en la legislación penal
civil. De ahí que las consecuencias fueran terribles para muchas personas.
Tanto en el Derecho Penal de Bamberg (1507) como en el Ordena-
miento jurídico penal de Carlos V (1532) encontró su plasmación jurí-
dico-penal el Si aliquis: el artículo 133 del Ordenamiento jurídico penal
castiga con la pena de muerte la contracepción y el aborto del feto ani-
mado. Incluso señala la forma de ejecutar el castigo: decapitación para el
marido y ahogamiento para la mujer. En el aborto de un <<niño que to-
davía no era viviente>> (es decir, antes de la animación), las penas eran
más ligeras.
Fueron aún más las víctimas de la locura eclesial. El papa Inocencia
III, tío del papa Gregario IX, responsable del Si aliquis, había convocado
en 1215, en el concilio Lateranense IV, a la lucha contra los cátaros, y
prometió a cuantos católicos participaran en una cruzada para eliminar
la herejía idénticos privilegios que a los cruzados que iban a Tierra
Santa. Comenzó entonces una espeluznante persecución de los cátaros
que duraría siglos. En su lucha en favor de una vida ficticia, los impug-
nadores de la contracepción se convirtieron en asesinos que no conocían
la compasión con los vivientes. La muerte por el fuego era el castigo para
los herejes que se oponían a la fe verdadera.
Pero las hogueras que comenzaron a arder entonces fueron sólo el co-
mienzo. El papa Juan XXII equiparó en 1326 a las brujas con los herejes,
después de que los teólogos, en su satanización sexual, hubieran provo-
cado la locura colectiva con la idea de la fornicación con el demonio. Y
los autores del Martillo de brujas abogaron en 1487 para que el canon Si
aliquis se aplicara a las «comadronas brujas>> y se castigara a éstas con la
muerte. Así, a la quema de herejes se sumó la quema de brujas, que --en
Alemania- «incineraría>> a una parte no exigua de las mujeres y a una
parte mayor de las comadronas.

194
Capítulo 18

EL INCESTO

Si bien es mala una copulación contraria a la naturaleza (por ejemplo,


utilizando métodos anticonceptivos), sin embargo, vista desde la pers-
pectiva del derecho eclesiástico, podría tener sus ventajas; concretamen-
te, en la complicada materia de los impedimentos matrimoniales. La re-
lación no es clara a primera vista, pero se hace evidente enseguida. Un
hombre, por ejemplo, no sólo no podía casarse con su cuñada, sino
tampoco con parientes mucho más lejanos por afinidad. Incluso si, por
ejemplo, un hombre había mantenido antes de su matrimonio relaciones
con cualquier otra mujer, eso significaba para los hermanos de éste que
existía para ellos, en relación con esa mujer, el impedimento matrimonial
dirimente de afinidad resultante de una relación ilícita. Y aquí entra en
juego la cuestión de si alguien había practicado copulación anticoncep-
tiva o no. El papa Urbano JI (t 1099) debió dar respuesta a la siguiente
pregunta: Supongamos que uno de dos o más hermanos ha tenido rela-
ciones antinaturales con una mujer. ¿Ha nacido con ello el impedimento
de afinidad para los hermanos, de forma que ninguno de ellos pueda con-
traer matrimonio con esa mujer? Respuesta del papa: No. Razona el ve-
redicto diciendo que la eyaculación fuera del orden establecido no es el
tipo de copulación que conduce al impedimento matrimonial de afinidad
pro_ducido por relación ilícita. Un hermano podría, pues, casar con esa
muJer.
Pero esta ventaja era -vista de otro modo- una desventaja, pues el
hermano ya no podía separarse de su mujer alegando el impedimento
matrimonial de afinidad por relación ilícita, mientras que, frecuente-
mente, la investigación diligente sobre los antecedentes personales se
veía recompensada con la ulterior declaración de nulidad del matrimonio
contraído ya que el matrimonio efectuado a pesar del impedimento de
afinidad era considerado como incesto. En la Edad Media, quien quería
separarse, recurría ante todo al método más sencillo: hurgar en esta en-

195
marañada ramificación del incesto. Eso es lo que hizo el más famoso pe-
ticionario del divorcio de la historia de la Iglesia, Enrique VIII.
Ideado por los celibatarios hasta unos límites realmente grotescos (en
la consanguinidad, por ejemplo, hasta el séptimo grado; desde el papa
Inocencia III [t 1216] se mantuvo todavía hasta el cuarto grado) con la
intención de dificultar el matrimonio y promover la monaquización de
los seglares, todo este edificio de los impedimentos matrimoniales de: 1 )
consanguinidad, 2) afinidad, 3) afinidad por relación ilícita, 4) pública
honestidad (resultante de una petición de mano), 5) parentesco espiritual
(con el padrino del bautismo y de confirmación, y con su familia) se de-
mostró como una posibilidad para liberarse del cónyuge.
En el Antiguo Testamento se prohíben algunos, relativamente pocos
matrimonios entre consanguíneos y afines en el Levítico y en el Dente:
ronomio. Un varón no puede casar con su madre, hermana, nieta, tía
madrastra, suegra, nuera, hijastra, nietastra, hija de la madrastra de u~
marido anterior, esposa del hermano paterno, esposa del hermano. En
cambio, estaba incluso obligado a casarse con la viuda de su hermano si
ésta había enviudado sin haber tenido descendencia, para dársela (el
llamado matrimonio levirático). En los restantes casos, el matrimonio
entre parientes no sólo no estuvo ni está prohibido entre los judíos, sino
que es recomendado: «Que el varón no tome esposa hasta que la hija de
su hermana haya crecido; sólo si ésta no le agrada se buscará él otra»
(Strack!Billerbeck, II, p. 380). Eran frecuentes los matrimonios entre
hijos de hermanos, es decir, entre primos y primas: Isaac casó con Re-
beca; jacob se desposó con Lía y Raquel.
Juan el Bautista fue decapitado por reprochar a Herodes Antipas:
«No te está permitido tener a la mujer de tu hermano» (Me 6,18). He-
rodías había abandonado a su marido, al «Herodes sin tierra». Juan
mantiene la ley judía veterotestamentaria tal como está en el Levítico
(18,16 y 20,21). Juan prohíbe el casamiento con la mujer del hermano
aún uivo, pero no porque él defienda la indisolubilidad del matrimonio o
se oponga a unas nuevas nupcias. Estas concepciones comenzaron a de-
sarrollarse en el cristianismo. Juan el Bautista se limitaba a repetir la ley
veterotestamentaria, que permitía la separación, incluso la poligamia,
pero prohibía casarse con la esposa del hermano todavía vivo. Juan el
Bautista no habla aquí de la viuda del hermano difunto, con la que el cu-
ñado estaba incluso obligado a casarse (para procurarle descendencia) si
ella no había tenido hijos. El papa Gregario Magno (t 604) se apoya
equivocadamente en Juan el Bautista y, en su escrito de respuesta a los in-
gleses (Responsum Gregorii), lo convierte en mártir de la prohibición
cristiana de matrimonio entre cuñados, como veremos.
En contraposición con la relativa moderación de los judíos, los cris-
tianos desarrollaron toda una jungla de sutilezas legales en materia de
prohibición de matrimonio, desmesura que ninguna otra religión ha
sido capaz de idear hasta el presente, y que se explica sólo por la aver-
sión católica al placer y a lo sexual (para lo que viene a continuación,

196
cf. G. H. Joyce, Die christliche Ehe, 1934, pp. 447 ss.: Los grados de pa-
rentesco y de afinidad prohibidos).
El concilio de Neocesarea establece en el 314 que si una mujer se casa
sucesivamente con dos hermanos debe ser excomulgada por cinco años.
El sínodo español de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, prescribe
lo siguiente: Si un hombre casa con la hermana de su difunta esposa, su
nueva mujer debe ser excomulgada por cinco años. Sólo puede ser ad-
mitida a penitencia si padece una enfermedad que pone en peligro su
vida; pero antes debe prometer que abandonará la relación. En el Anti-
guo Testamento no hay nada de esto. El Antiguo Testamento no prohibía
el matrimonio con la hermana de la esposa difunta, sino el casamiento
con la mujer del hermano aún vivo. También se equivocó san Ambrosio
en el 397 al prohibir a un hombre el matrimonio con su sobrina, argu-
mentando que en el libro del Levítico se prohibía incluso el matrimonio
entre hijos de hermanos, con lo que quedaban incluidos también los
matrimonios entre tío y sobrina (Epistula ad Paternum). Ambas cosas
son inexactas. En efecto, Agustín confiesa que el Antiguo Testamento ve
esto de otra manera. Opina que, en tiempos del Antiguo Testamento, es-
taban permitidos los matrimonios entre hijos de hermanos, pero que
ahora eso está prohibido por impropio, porque <<uno no se acerca a
una persona a la que se debe un respeto deferente a causa del parentesco
para buscar en ella un placer impuro, aunque sirva a la procreación» (La
ciudad de Dios 15,16).
En el siglo VI, la prohibición del matrimonio a causa del incesto
llega ya hasta los primos en tercer grado. (Dejamos de lado las diver-
gencias entre el cómputo a la manera germánica o a la romana, porque
esa cuestión constituye toda una ciencia por sí misma; diríamos que fue
el jeroglífico de los maestros de derecho canónico durante milenio Y
medio.) El papa Gregorio Magno, en su escrito de Respuesta, hace pe-
queñas concesiones en los grados de parentesco más lejano a los ingleses
recién convertidos. Sin embargo, prohíbe severamente el matrimonio
entre hijos de hermanos. Pontifica diciendo: «La experiencia nos ha en-
señado que tales matrimonios son estériles>>,
Justificar la prohibición del incesto aludiendo al peligro de taras h:-
reditarias para la prole es algo que se ha puesto de moda entre los teo-
logos sólo en tiempos bien recientes; por ejemplo, en Fritz Tillmann.en su
Manual de moral católica, que se publicó durante la época del nactonal-
socialismo, y en Bernhard Hiiring, el moralista más conocido de Alema-
nia, en su obra titulada La ley de Cristo. Pero la salud de los hijos n.o d~­
pende del grado de parentesco de los padres, sino del material hered1tano
de éstos. Gregorio Magno prohíbe a los ingleses el matrimonio con la
viuda del hermano: <<Por eso fue decapitado san Juan el Bautista>>, A la
pregunta de si aquellos que vivían en tales matrimonios ya antes de que
llegaran los misioneros cristianos tenían que separarse, responde el papa
con el siguiente alegre mensaje: <<Puesto que, como se dice, hay entre el
pueblo inglés muchos que cuando eran todavía paganos vivían en tales

197
matrimonios reprobables, es preciso exhortarles a la continencia cuando
abrazan la fe. Ellos deben temer el espantoso juicio de Dios, a fin de no
hacerse acreedores a los sufrimientos y penas eternas que derivan del pla-
cer de la carne». Con todo, no estaban obligados a despedir a las esposas
con las que se habían casado en su época de paganos. Peor suerte co-
rrieron en el siglo XIII los letones recién convertidos. Pero de esto se ha-
blará más tarde.
En los siglos VIII y IX se exigió que casados que hubieran contraído
matrimonio dentro del sexto grado (de parentesco) se separaran y to-
maran otro cónyuge. Así, por ejemplo, los sínodos de Verberie en el
756 y de Compiegne en el 757. El papa León III urgió en el año 800 a los
obispos bávaros para que no permitieran matrimonio alguno hasta el
séptimo grado, porque el Señor descansó de todas sus obras en el séptimo
día (Wetzer!Welte XII, p. 84 7). En la práctica, era imposible probar
que los casados no tenían entre sí parentesco en séptimo grado, y cuando
se descubría ulteriormente tal parentesco, se declaraba nulo el matrimo-
nio. Un concilio de Colonia va en el año 922 sólo hasta el quinto grado.
En lo tocante a afinidad causada por una relación ilícita, determina
por primera vez el sínodo de Compiegne en el 757: Si una mujer casa con
el hermano de un hombre con el que ella había mantenido con anterio-
ridad relaciones inmorales, el matrimonio es nulo. También el ya men-
cionado conde Esteban, en el siglo VIII, que devolvió a su joven esposa
después de la boda, pero antes de la noche de bodas, a su padre, el
conde Regimundo, y que dio pie al famoso informe de Hincmaro de
Reims, se escudó en que él, antes de su boda, había mantenido relaciones
con una dama de la parentela de su esposa, contrayendo así el impedi-
mento de afinidad proveniente de relación ilícita. Pero él no quiso dar el
nombre de la dama. Y, con la ayuda de Hincmaro, consiguió que los
obispos francos admitieran que tal afinidad causada por relación ilícita
constituye un impedimento matrimonial dirimente.
El emperador Enrique III (t 1056) atentó contra la ley eclesiástica
porque casó con Inés, la hija de Guillermo de Aquitania, pues Inés y él
eran biznietos de dos hermanastras, Albreda y Matilde, por lo que ellos
eran parientes en cuarto grado. Sólo la reforma gregoriana del siglo XI
(denominada así en consideración al papa Gregorio VII [t 1085]) lo-
gró una represión sistemática de los matrimonios incestuosos, lo que
-junto con la eliminación de los matrimonios de los sacerdotes- cons-
tituyó un punto capital de esta reforma. San Pedro Damiano (t 1072)
proclamaba con celo que los sagrados cánones prohibían todo matri-
monio entre parientes mientras perdurara todavía algún recuerdo del pa-
rentesco. El papa Alejandro ll prohibió en 1066-67 el ya decidido ma-
trimonio de un hombre con una muchacha, .Y esgrimió el incesto, pues la
chica estaba emparentada en cuarto grado con una persona con la que el
hombre había copulado una vez en tiempos pasados.
Había llegado a ser difícil encontrar un partner para casarse. Ningún
matrimonio estaba a salvo de que alguien -por envidia o por mal-

19S
dad- no impugnara ante el tribunal eclesiástico el matrimonio tachán-
dolo de incestuoso porque él había llegado a descubrir algún parentesco
lejano. El hecho de que, de pronto, los hijos se convirtieran en ilegítimos
tenía consecuencias en el derecho civil y en el patrimonial. Debido a la
comprensible intranquilidad que se producía en los casados, el papa
Alejandro IIl (t 1181) declaró que si un matrimonio en cuarto grado
había superado una convivencia de dieciocho a veinte años no debía ser
impugnado ya. Y el papa Lucio III (t 1185) permitió que el arzobispo de
Spoleto respetara un matrimonio en quinto grado de parentesco.
En 1215, el papa Inocencio lli redujo del séptimo al cuarto los grados
de consanguinidad y de afinidad prohibidos. Que, a los ojos del papa,
tampoco con esto se había puesto punto final a la posibilidad de regula-
ciones especiales, sino que quedaba aún espacio para decisiones pontifi-
cias extraordinarias, lo demuestra el siguiente caso: una mujer que pidió
la anulación de su matrimonio por estar emparentada en cuarto grado
-prohibido- con su marido dio pie para que Inocencio III comunicara
que la prohibición del cuarto grado no deriva de una ley divina, sino hu-
mana, y que, por consiguiente, es posible con dispensa papal tolerar tal
matrimonio. Esa mujer no consiguió, pues, verse libre de su marido.
Además, el obispo de Rigá preguntó a Inocencio III cómo tenía que tra-
tar a los letones recién bautizados, en los que reinaba la costumbre de
casar con la viuda de su hermano. Y hacía saber al papa que si no se per-
mitía a la gente, como cristiana, conservar sus esposas, muchos se nega-
rían a recibir el bautismo. Entonces el papa, teniendo en cuenta la ley ve-
terotestamentaria de la afinidad, decidió que si la viuda tenía hijos del
primer matrimonio había que disolver el segundo matrimonio si es que
ella o su marido querían ser bautizados; pero que si no tenía hijos del pri-
mer matrimonio, el segundo matrimonio podía persistir a título de ex-
cepción. Pero dejó bien claro que, en adelante, ningún bautizado tenía
derecho a contraer matrimonio con su cuñada después de haber sido
bautizado. En la práctica, la respuesta del papa venía a decir que la
viuda con hijos del primer marido debía perder a su actual esposo porque
éste había sido su cuñado; de lo contrario, ella no podía hacerse cristia-
na. Su marido, si quería ser cristiano, estaba obligado, a causa de su con-
versión, a despedir a su esposa-cuñada, ya fuera ésta joven y con hijos pe-
queños o de más edad y con hijos adultos. Pero Inocencio III no dijo ni
una palabra sobre qué ocurría con los hijos tenidos en común. Es posible
que a más de uno le resultara cómodo deshacerse de su esposa con mo-
tivo de su propia conversión. Por lo que se ve, más de uno se hizo cris-
tiano empujado por el disenso conyugal; al menos en Letonia.
Se concedió ocasionalmente dispensa. Alguien que quería realmente
no la dispensa, sino la anulación de su matrimonio ----<:omo la esposa que
se dirigió a Inocencia III- la consiguió; algún otro que quiso obtener la
dispensa no la obtuvo. El cardenal Torquemada (t 1468), famoso cano-
nista, informó al papa Eugenio IV de que no entraba en los poderes pon-
tificios el de dar una dispensa al delfín de Francia, al futuro Luis XI, para

199
que éste se casara con la hermana de su difunta esposa. Señalemos de pa-
sada que este impedimento desapareció sólo en 1983, después de que
-durante siglos y en contra del veredicto del cardenal- persistiera la
costumbre de ser dispensado de ese impedimento.
La primera dispensa para poder casar con la hermana de la difunta
esposa se produjo en el año 1500. El papa Alejandro VI se la otorgó al
rey Manuel de Portugal para que contrajera matrimonio con María de
Aragón, hermana de su difunta esposa Isabel. En 1503 se concedió la dis-
pensa que permitía a Catalina de Aragón, hermana de María e Isabel,
casar con Enrique VIII de Inglaterra, hermano de su marido difunto. Esta
dispensa daría pie más tarde a que Inglaterra se separara de Roma.
Dicho sea de paso, el concilio de Trento dispuso que la dispensa en se-
gundo grado debería concederse sólo a personalidades principescas, por
motivos del bien público (Sess. 24, cap. 5 De reform. matr.).
Los esfuerzos de Enrique VIII para conseguir la anulación de suma-
trimonio con Catalina de Aragón fracasaron. Dado que el papa Julio 11 le
había concedido dispensa para desposar a la viuda de su hermano Artu-
ro, Enrique difícilmente podía esperar del papa Clemente VII la anula-
ción de aquella dispensa. De ahí que él terminara por ocuparse perso-
nalmente del asunto. Informes periciales de sus expertos en derecho
eclesiástico le confirmaron en lo que él intentaba hacer valer: que el
papa Julio II no tenía autoridad para otorgar una dispensa en tal caso,
que el papa había vulnerado entonces una prohibición divina. Enrique
había llegado a experimentar casi la demostración en su propio cuerpo:
una serie de abortos y, finalmente, el solo nacimiento de una hija, la fu-
tura María la Sanguinaria, eran consecuencia --en opinión del rey- de
la amenaza (Lev 20,21): <<Si uno toma por esposa a la mujer de su her-
mano, es cosa impura, pues descubre la desnudez de su hermano; qul·-
darán sin hijos>>, La asamblea eclesial de Canterbury, con 244 votos a
favor y 19 en contra, y la de York, con 49 frente a 2, decidieron en d
sentido querido por el rey. Enrique también recibió aprobación de los
protestantes: los grados prohibidos del Levítico son tan vinculantt•s
como los Diez Mandamientos, por lo que no está en la mano dl'l pa p;l
dispensar de ellos, dijeron éstos.
Con su segunda esposa, Ana Bolena, el rey -que se había conVl'rt ido
entre tanto en la cabeza suprema de la Iglesia inglesa y ya no prr¡:tllllo
más a Roma- consiguió -con la ayuda del impedimento dt· alitud ... l
causado por relación ilícita- declarar bastarda a Isabel, Lt hija l(ll•
había tenido del matrimonio con Ana Bolena. El rey mandú lm·w• drl.l
pitar a ésta, librándose así de ella. Antes de casar con Ana 1\olma, 1-'.1111
que había tenido relaciones con Mary, hermana mayor dt· Ana (mpul.1
ción según el modo natural, por lo que no desapart·cía d im¡wditllrlll•,
matrimonial como en el controvertido caso de los lll'nn;mos '' q111' hui,, •
de dar respuesta Urbano 11). Por consiguit·tHe, sq,\t'ut lm inlomu·., .¡,
sus expertos en derecho eclesiástico, él num:a había l'Sl.1do 1 ' ' " • " ' " Vi\1•
damente con Ana Bolena. Isabel era hija ilegítima y, por l.'on~t~lllt'llt(', ""

200
tenía derecho alguno al trono; hasta que los tiempos cambiaron de
nuevo e Isabel subió al trono.
A pesar de que muchos deseaban una reducción respecto a los grados
de parentesco y de afinidad prohibidos, el concilio de Trento (1545-
1563) se mantuvo firme en el cuarto grado. Sólo en 1917 se introdujo
una reducción: a partir de esa fecha, se prohibía no ya hasta el cuarto
grado, sino hasta el tercer grado de consanguinidad. Por consiguiente, a
partir de 1917, uno podía casar con el hijo del primo segundo. Ésa era
aproximadamente la situación en el siglo v. En 1983 se produjo una
nueva reducción. Por ejemplo, antes de 1983 una chica podía desposar al
primo de su padre sólo con dispensa; desde 1983 ha desaparecido este
impedimento.
Al fin, en 1983 desapareció por completo el impedimento de paren-
tesco espiritual. El emperador Justiniano prohibió en el 530 el matrimo-
nio del bautizando con el padrino. En el concilio Trullano 11, celebrado
en el692 (can. 53) y en el sínodo romano del año 721 se prohibió el ma-
trimonio del padrino con los padres del bautizando. El papa Nicolás 1
(t 867) prohibió el matrimonio entre los hijos de los padrinos y el bau-
tizando. El sínodo franco de Verberie del 756 exigía la separación de los
cónyuges si el marido había contraído parentesco espiritual con su mujer
al haber sido padrino en la confirmación del hijo de su esposa nacido de
nn matrimonio anterior. Por eso, las mujeres que querían separarse de su
marido recurrían a la argucia de la confirmación mediante la que incu-
rrían en una relación incestuosa con su marido. De ahí que el sínodo de
Chalons del 813 dispusiera que, en este caso, no debía tener lugar ya se-
paración alguna; que, por el contrario, la parte culpable debía ser con-
denada de por vida a la penitencia eclesial.
A continuación, algunas frases del Léxico de la Iglesia de Wet-
zcr/Welte ( 1901) sobre <<parentesco espiritual>> que muestran hasta qué
punto habían pensado y reglamentado todo los jerarcas de la Iglesia.
También -y precisamente- Tomás se ocupó tan detalladamente del pa-
rentesco espiritual que uno no puede menos de asombrarse al contemplar
nm qué precisión estructura él tal insensatez para pasar luego a funda-
mentarla de forma pormenorizada (S. Th. Suppl. q. 56 a. 4 y 5). He aquí
la panorámica histórica de Weltzer/Welte sobre esa total insensatez:
«Luego (a partir del siglo IX), el impedimento vivió la más amplia ex-
pansión. A causa de la paternitas spiritualis, estaba prohibido, sobre
todo, el matrimonio entre el bautizado y el bautizante y luego entre el
bautizando o confirmando y sus padrinos, pero también entre el cónyu-
~c del bautizante o del padrino y el bautizando o confirmando, en el caso
de que el bautizante o el padrino estuvieran casados y su matrimonio hu-
hiera sido consumado (paternitas indirecta) ... Debido a la compaternitas
o commaternitas spiritualis, estaba prohibido el matrimonio del bauti-
zante o del padrino con los padres físicos del niño. El impedimento
t•xistía también entre el cónyuge del bautizante o del padrino (si el ma-
l rimonio estaba consumado) y los padres del ahijado (compaternitas

201
indirecta) ... Por último, estaba prohibido por fraternitas spiritualis el ma-
trimonio entre el bautizando o confirmando y los hijos del padrino o del
bautizante» (XII, p. 851).
En Alfonso de Ligorio (t 1787) hay páginas y más páginas sobre
cómo y cuándo el padrino de bautismo debe tocar al bautizando a fin de
que haya luego un impedimento para el matrimonio, y entre quién surge
este impedimento, y qué cónyuge no podrá en el futuro reclamar la re-
lación conyugal o si sólo podrá prestarla a petición del otro cónyuge,
porque él, al tocar en el bautizo al hijo común o no común, se convirtió
de repente en pariente espiritual de su cónyuge, con lo que vive en ade-
lante en incesto porque lo hizo o no lo hizo -sacar de pila al niño- por
inadvertencia o por voluntad aviesa (Theologia moralis 6, n. 148 ss.). Sin
embargo, el asunto está ya muy simplificado en Alfonso, pues en el con-
cilio de Trento había tenido lugar una notable reducción de los impedi-
mentos matrimoniales por parentesco espiritual.
Señalemos a modo de paréntesis que Lutero había barrido de un
plumazo, ya en el 1520, el impedimento matrimonial de parentesco es-
piritual, con las palabras siguientes: <<También hay que eliminar por
completo esas mentiras de las paternidades, maternidades, fraternidades,
hermandades, ahijamientos ... He ahí cómo la libertad cristiana es repri-
mida por la ceguera hu mana» (Cautividad babilónica de la Iglesia).
Pero será 500 años después del nacimiento de Lutero, en el 1983, cuan-
do este impedimento matrimonial de parentesco espiritual quede abolido
por completo del derecho canónico.
En 1522, en su homilía sobre la vida conyugal, Lutero censuró a la
Iglesia católica por su abuso: No hay derecho a expandir la norma con-
tenida en el Antiguo Testamento, dijo; que se refiere, añadió, a personas
denominadas con toda precisión, no a grados de parentesco. Calvino im-
pugnó esta opinión. Sostuvo, por el contrario, que se debía completar de
forma análoga las leyes veterotestamentarias. Si, por ejemplo, no está
permitido a una mujer casar sucesivamente con dos hermanos, entonces
tampoco un varón puede contraer matrimonio con la hermana de su
mujer. Y apostilló que todo lo demás que vaya más allá de tal paralelis-
mo es engaño satánico del papa. El concilio de Trento arremetió contra
la opinión de ambos reformadores y excomulgó a cuantos dijeren que
<<sólo los grados de consanguinidad y de afinidad indicados en el Levíti-
co pueden impedir contraer matrimonio o, si ya ha sido contraído, anu-
lar el contrato; y que la Iglesia no está capacitada para dispensar algunos
de estos grados de impedimento o para disponer que otros grados ade-
más de éstos puedan impedir e invalidar el matrimonio>>.
La Iglesia oriental se ahorró bastantes complicaciones al no recono-
cer jamás el impedimento matrimonial de la afinidad por relación ilícita,
impedimento que emergió en Occidente en el siglo VIIJ. Por lo demás, las
disposiciones sobre la consanguinidad y la afinidad no divergía n esen-
cialmente de las establecidas en Occidente. Cuando el patriarca Marcos
de Alejandría hizo notar a Teodoro de Balsamón (t después del 1195),

202
famoso experto en derecho eclesiástico y patriarca de Antioquía, que la
comunidad cristiana de Alejandría se había reducido de tal manera que
era difícil evitar tales matrimonios, el de Antioquía respondió diciendo
que eso no justificaba la comisión de pecados.
Josef Fuchs, especialista en Tomás de Aquino, alaba a éste, entre
otras cosas, por haber ofrecido un razonamiento profundo de la prohi-
bición del incesto. Fuchs escribe: <<Así, algunas doctrinas tradicionales,
que los otros teólogos se limitan a repetir, se mantienen en Tomás, pero
éste las profundiza de un modo completamente novedoso y autónomo.
Compárese a modo de ejemplo la profunda fundamentación que Tomás
da de la prohibición del incesto con la repetición maquinal de la tradición
en los restantes teólogos. Por ejemplo, ni siquiera Guillermo de Auxerre,
absolutamente autónomo en lo demás, conoce una demostración porra-
zones internas>> (Fuchs, p. 277 s.). Allí donde toda fundamentación ra-
cional es absurda, la ausencia de una argumentación es en cualquier
caso más sensata que su presencia. La loa que recibe Tomás es idéntica al
reproche que debemos hacerle: el de que fundamenta allí donde no hay
nada que fundamentar; que asume de forma acrítica un sinsentido y
que, además, se lanza inmediatamente a la tarea de apoyarlo con argu-
mentos.
Razonar la exagerada prohibición del incesto es algo que resulta es-
pecialmente sencillo a Tomás, pues diríamos que sintoniza con su divisa
de la represión del matrimonio. Una razón que toma de Agustín es <<el
aumento de la amistad>> (se refiere a la amistad que nace a través del pa-
rentesco y de la afinidad). Según Tomás, los lazos amistosos de paren-
tesco entre los hombres se multiplican delimitando el matrimonio a las
personas no emparentadas. Otra razón que él cree encontrar en Aristó-
teles -aunque éste se asombraría al contemplar que él suministró la
razón para una tan enmarañada prohibición de matrimonio- es ésta: si
el amor a los parientes se suma aún al amor sexual, existe el peligro de
una pasión amorosa desmesurada, <<pues dado que, por ley natural, el
hombre ama a sus consanguíneos, si se sumara el amor proveniente de
la unión sexual se produciría una excesiva pasión del amor y una des-
mesura de placer sexual, y eso contradice a la castidad>> (S. Th. 11-11
q. 154 a. 9).
El hecho de que según la ley veterotestamentaria de Moisés sean
muy pocos los grados de parentesco ligados con la prohibición de ma-
trimonio y de que, en cambio, sean muchos en el cristianismo, es expli-
cado por Tomás de la siguiente manera: mediante <<la nueva ley del es-
píritu y del amor>> están prohibidos más grados de parentesco y es
necesario que <<los seres humanos se mantengan más alejados aún de las
realidades carnales y se dediquen a las realidades espirituales>>. Ése es,
pues, el objetivo de la monaquización de los seglares. Por eso, Tomás
considera <<racional>> que se amplíe hasta el séptimo grado de consan-
guinidad y de afinidad la prohibición de matrimonio; racional porque,
más allá de ese grado, no es fácil que la gente recuerde el origen común y,

203
también, «porque eso se corresponde con la gracia septenaria del Espíritu
Santo>>, Recientemente -opina Tomás- se ha efectuado una reduc-
ción al cuarto grado (es una referencia a la reducción impuesta por Ino-
cencia III en el concilio Lateranense IV de 1215). Considera Tomás que
los cuatro grados son «adecuados>>, pues, mediante el dominio de la
concupiscencia y de la negligencia, la inobservancia de muchos grados de
parentesco prohibidos se convertiría en una <<trampa de perdición para
muchos». Tanto da siete grados como cuatro. Tomás tiene argumentos
para todo. Incluso habría encontrado razones divinas y argumentos ra-
cionales para el grado decimocuarto. Inspirado siempre por el eslogan
monacal: más amistad y menos pasión.

204
Capítulo 19

IMPOTENCIA POR ENCANTAMIENTO,


COPULACION CON EL DEMONIO,
BRUJAS Y SUPLANTACION DE NIÑOS

La importancia de Tomás de Aquino para la ética sexual no radica en


que él introdujera un cambio en este terreno, sino, por el contrario, en
que él fue el gran adaptado que fijó por escrito la doctrina de su tiempo
-sobre todo, la de orientación conservadora- y la defendió contra
todo intento de liberalización. Su error más grave, que, dada su autori-
dad, terminaría por tener consecuencias funestas, fue el de arremeter con-
tra los que dudaban -tales dubitativos razonables existieron, pues,
también en el siglo XIII, tan entregado a la creencia en los demonios-
que los diablos desplegaran una actividad especial en el terreno de lo se-
xual, que obraran, por ejemplo, la impotencia mediante encantamiento.
Tal duda contradice -según Tomás de Aquino-- la fe católica. «La fe
católica nos enseña», dice él, «que los demonios tienen importancia,
dañan al hombre y pueden poner obstáculos a la relación sexual». Con
esto, Tomás va contra <<algunos que han dicho que no existe tal embru-
jamiento y que éste no es sino un producto de la incredulidad. Según la
opinión de esta gente, los demonios son sólo una fantasía de los hom-
bres; es decir, los demonios son fruto de la imaginación humana, y el ho-
rror de esa imaginación les reporta daños» (Quaestiones quodlibetales X
q. 9 a. 10).
Tomás tampoco inventa en este campo. Por el contrario, fue el más
influyente conservador de la superstición. La idea de la impotencia pro-
ducida mediante el encantamiento se encuentra ya en el año 860 en una
carta del arzobispo Hincmaro de Reims. Según Burchardo de Worms
(t 1025), el confesor debía preguntar así en la confesión: <<¿Has hecho lo
que suelen hacn algunas mujeres lascivas? Cuando ellas observan que su
amante quiere contraer un matrimonio válido, ahogan la concupiscencia
de él mediante artes mágicas, a fin de que no pueda mantener relaciones

205
sexuales con su esposa. En el caso de que tú hayas practicado esas artes,
debes hacer penitencia durante cuarenta días a pan y agua». Luego, re-
cogieron esta superstición lvo de Chartres (siglo XI) y Graciano (siglo XII)
en sus respectivas compilaciones legales, así como Pedro Lombardo
(siglo XII) en su manual.
Pero sólo en el siglo de Tomás de Aquino, <<Edad de Oro de la teo-
logía», en el siglo XIII, alcanzó una fuerza inimaginable esta creencia. Sin
embargo, también se levantaron otras voces en ese siglo. El jesuita Peter
Browe, conocedor del medievo eclesial, escribe: <<Parece, sin embargo,
que este poder del diablo sobre el instinto procreador masculino fue
negado por unos pocos teólogos y seglares; al menos, se repite en mu-
chísimos manuales la objeción de que la creencia en el poder del diablo
era un intento de explicar efectos cuyas causas se desconocían y que, en
consecuencia, se atribuían a los demonios y a sus instrumentos; pero tal
objeción fue refutada, por ejemplo, por Tomás de Aquino y rechazada
como incrédula y acatólica>> (Beitrage zur Sexualethik des Mittelalters,
p. 124). Ya Alberto Magno, el maestro de Tomás, espetó a los acatólicos
incrédulos respecto a la impotencia causada por encantamiento: <<Nadie
tiene derecho a dudar de que hay muchos (!) que han sido embrujados
mediante el poder de los demonios» (Super IV Sent. d. 34 a. 8).
Sobre la pregunta de por qué el diablo obstaculiza a los hombres, es-
pecialmente, en la relación conyugal, pero no en la comida y bebida, san
Buenaventura (t 1274), el gran teólogo de los franciscanos, opina: <<Por-
que el acto sexual se ha corrompido (mediante el pecado original) y es mal
oliente en cierta medida, y porque los hombres son casi siempre demasia-
do lascivos en él, por eso el demonio tiene tanto poder y permiso sobre él.
Se puede demostrar esto con un ejemplo y con la autoridad de la Escritu-
ra, pues se dice que un demonio llamado Asmoneo mató a siete maridos
en la cama, pero no mientras comían» (In IV Sent. d. 34 a. 2 q. 2).
Buenaventura alude aquí al veterotestamentario libro de Tobías,
que, mediante inclusiones y supresiones de texto practicadas por su tra-
ductor, san Jerónimo, fue falseado y convertido en una obra hostil al pla-
cer, y que es considerada hasta la hoy en la teología católica como la
prueba bíblica en favor de que la finalidad exclusiva fijada por Dios al
acto conyugal es la procreación (por ejemplo, también para Bernhard
Hiiring, Das Gesetz Christi III, p. 371 s.) y que, hasta el siglo XVIII, se uti-
lizó además como demostración de que el demonio, aunque no puede
causar la muerte en el lecho matrimonial, al menos es capaz de provocar
la impotencia. En el libro de Tobías se habla de la boda del joven To-
bías con su pariente Sara, que había sido confiada ya a siete esposos, a
los que el diablo Asmodeo había asesinado en la noche de la boda. El ar-
cángel Rafael dio al joven Tobías el consejo (de Jerónimo): <<El demonio
tiene poder sobre aquellos esposos que excluyen a Dios y se entregan a su
lascivia como los caballos o los mulos, que carecen de razón. Pero tú
contente durante tres días de ella y ora durante ese tiempo juntamente
con ella ... Cuando la tercera noche haya quedado atrás, toma a la virgen,

206
en el temor del Señor, más por amor a la prole que por placer>>. Después
de tres días y noches, dice Tobías: <<Ahora, ¡oh Señor!, sabes que tomo a
mi hermana como esposa no por lascivia, sino sólo por amor a la des-
cendencia» (Tob 6,14-22; 8,9). Según el texto original del libro de Tobías
(siglo n a.C.), Tobías tuvo relaciones conyugales ya en la primera noche;
es decir, que el sermón conyugal del arcángel y las palabras de Tobías
son del asceta Jerónimo.
Innumerables son los sínodos que, desde principios del siglo xm,
arremeten contra las hechiceras <<que encantan a los cónyuges para que
no puedan llevar a cabo la relación conyugal». Así, el sínodo de Salisbury
celebrado en el año 1217; el de Rouen, hacia el1235; el de Fritzlar, en
1243; el de Valencia, en 1255; el de Clermont, en 1268; el de Grado,
en 1296; el de Bayeux, en 1300; el de Luca, en 1308; el de Maguncia, en
1310; el de Utrecht, en 1310; el de Würzburg, en 1329; el de Ferrara,
en 1332; el de Basilea, en 1434 (cf. Browe, p. 127).
El papa Inocencia VIII, en su tristemente célebre Bula sobre brujas,
nombró inquisidores en 1484 a los dominicos alemanes Jakob Sprenger
(profesor de teología en Colonia) y a Heinrich Institoris -futuros auto-
res del Martillo de brujas- porque había oído que en los obispados de
Maguncia, Colonia, Tréveris y Salzburgo muchas personas de ambos
sexos practicaban la magia, con lo que <<impedían a los varones pro-
crear, y a las mujeres concebir, y hacían imposible el acto conyugal». En
virtud del ya muchas veces mencionado canon Si aliquis, que calificaba
de asesinato la contracepción, Institoris y Sprenger exigieron en su Mar-
tillo de brujas (l, q. 8) del 1487 la pena de muerte para los que causan
mediante la brujería el tipo de esterilidad e impotencia mencionado en la
Bula sobre brujas del papa. Digamos a modo de inciso que, según ellos,
Dios mismo procura directamente la pena de muerte por otro tipo de
contracepción y lleva a cabo un proceso sumarísimo: <<Ningún otro pe-
cado ha vengado Dios en tantos tan frecuentemente, mediante la muerte
súbita» como los vicios que van <<contra la naturaleza de la procreación»
por ejemplo, el <<coito fuera del recipiente mandado» (l, q. 4). Para lo;
autores del Martillo de brujas, la contracepción es merecedora de la
muerte incluso cuando no interviene la brujería.
La creencia en la impotencia causada por encantamiento, la creencia
en las brujas como obcecación colectiva, fue dirigida con eficacia desde
arriba. Como Tomás de Aquino había arremetido contra los incrédulos
y les había declarado carentes de la fe católica si negaban la impotencia
como resultado de encantamiento y el papel básico del demonio en el
acto sexual, así también la pontificia Bula sobre brujas va ante todo con-
tra los muchos que -«independientemente de las dignidades, cargos ho-
nores, preeminencias, títulos de nobleza, fueros o privilegios que p~die­
ren poseer>>, los cuales, <<clérigos o seglares, pretenden saber más de Jo
que les corresponde»- <<obstaculizan» los procesos contra brujas incoa-
dos por los inquisidores comisionados por el papa (a los que éste llama
<<mis queridos hijos»), <<les ofrecen resistencia o se rebelan contra ellos>>.

207
Debía «agravarse» el castigo contra estos sabihondos, de los que, al pa-
recer, había aún muchos en Alemania por aquellas fechas.
También el Martillo de brujas se dirige en primer lugar contra los es-
cépticos. Comienza preguntando <<si la afirmación de que hay brujas es
tan perfectamente católica como para que la obstinada defensa de lo con-
trario deba ser tenida por absolutamente herética>>. Naturalmente, la res-
puesta es: Sí. Principal garante de tal doctrina católica es Tomás de
Aquino. «Aunque este error (el de afirmar que no hay brujas que "pue-
den obstaculizar la fuerza procreadora o el disfrute del placer") sea re-
chazado por todos los demás eruditos dada su evidente falsedad, sin
embargo ha sido combatido de forma aún más aguerrida por santo
Tomás, dado que él lo condena al mismo tiempo como una herejía al
decir que este error brota de las raíces de la incredulidad, y puesto que la
carencia de fe en un cristiano se llama herejía, por eso hay motivo para
considerar a esos sospechosos de herejía>> (I, q. 8).
Alemania se convirtió en el país con el mayor número de procesos
contra brujas. La resistencia de Alemania contra los procesos de brujas se
quebró mediante la Bula sobre brujas de Inocencio VIII (1484) y el
Martillo de brujas ( 1487) de los dominicos alemanes lnstitoris y Spren-
ger. Antes de la Bula sobre brujas hubo sólo procesos esporádicos en Ale-
mania. En cambio, el número de procesos de brujas tuvo un crecimiento
tan espectacular después de la publicación de la bula, que el jesuita Frie-
drich· von Spee, a pesar del peligro de ser quemado, arremete contra
esos procesos y dice en su Cautio criminalis («Advertencia contra los pro-
cesos>>), 150 años más tarde, en el1630, <<que, sobre todo en Alemania,
humean hogueras por doquier>> (q. 2). Para Friedrich von Spee, la causa
de que los procesos de brujas fueran mucho más frecuentes y numerosos
en Alemania que en los restantes países del mundo fueron <<]akob Spren-
ger y Heinrich Institoris, a los que la Sede Apostólica envió como inqui-
sidores a Alemania>> (con la ayuda de la Bula sobre brujas). Spee prosi-
gue: «Comienzo a temer o, por mejor decir, desde antiguo me viene
con frecuencia a la mente la inquietante idea de que aquellos inquisidores
introdujeron en.Aiemania aquel número incalculable de brujas mediante
las torturas periódicas que ellos idearon con sutileza y repartieron con as-
tucia>> (q. 23). Spee alude aquí a la espantosa disposición del Martillo de
brujas, a la introducción de las torturas periódicas, es decir, repetidas sin
fin, con cuya ayuda se estaba en condiciones de chantajear todas las con-
fesiones y denuncias.

El Martillo de brujas trata profundamente la cuestión de <<por qué


Dios ha dado al demonio mayor poder embrujador sobre la cópula que
sobre otras actividades humanas>>. Los dos criminales y psicópatas se-
xuales responden a esta pregunta, a la que vuelven constantemente en su
Martillo de brujas (I, q. 3,6,8,9,10; II, q. 1; q. 1, c. 6), haciendo una re-
ferencia a Tomás de Aquino: «Pues él dice que, al haber entrado en no-
sotros por el acto de procreación la primera perdición del pecado por el

208
que el hombre se ha hecho esclavo del demonio, por ese motivo Dios ha
dado al diablo más poder hechicero en ese acto que en todos los demás»
(I, q. 6). De hecho, está justificada la referencia de los autores del Mar-
tillo de brujas a Tomás. El jesuita Josef Fuchs escribió en 1949: «Te-
niendo en cuenta el servicio del impulso sexual en la transmisión del pe-
cado original, Tomás declara también el ámbito de lo sexual como un
campo especial del diablo» (Fuchs, p. 60). Por su parte, Tomás se basa en
el papa Gregario 1 (De malo 15, 2 o. 6) para pensar que el diablo tienta
más al hombre en el ámbito de lo sexual que en otros campos. Esta
constante pregunta de «por qué se ha consentido al diablo ejercer la
magia precisamente en el acto sexual y no en otras actividades del hom-
bre>> y la respuesta: «por la monstruosidad del acto procreador y porque
el pecado original se transmite a través de él a todos los hombres>>
(1, q. 3; q. 10) constituyen el hilo conductor del Martillo de brujas.
Otra pregunta que preocupa de modo especial a ambos autores es la
de por qué --entre las mujeres- «las comadronas brujas superan en in-
famias a todas las brujas restantes» (III, q. 34). Ambos informan sobre su
experiencia como inquisidores: <<Como brujas arrepentidas han confe-
sado con frecuencia a nosotros y a otros cuando decían: nadie hace más
daño a la fe católica que las comadronas» (1, q. 11). Entre 1627 y 1630
fueron eliminadas casi por completo las comadronas de Colonia. De
cada tres mujeres ejecutadas, una era comadrona. Bajo la impresión de
estos procesos de Colonia escribió algunos capítulos de su Cautio crimi-
nalis Spee, que acompañó a muchas brujas a la hoguera.
Señalemos de paso que resulta incomprensible que Heinsohn y Stei-
ger hayan podido afirmar en su libro Die Vernichtung der Weisen Frauen
(1985, p. 131) que Spee <<vio verdaderas brujas ... que actuaban en gran
número». La frase deSpee a la que ellos aluden es una pregunta retórica:
«¿Qué podría parecer hoy más insensato que creer que el número de las
verdaderas brujas es escaso y tiende a desaparecer? Sin embargo ... , el ene-
migo mayor de la verdad es el prejuicio» (q. 9). Es insensato presentar
como opinión deSpee lo que él señala como prejuicio. Spee prosigue en
páginas posteriores: «Debo confesar que he acompañado a la muerte, en
diversos lugares, a bastantes brujas de cuya inocencia dudo aún tan
poco como de que no me he ahorrado fatiga ni diligencia grandísima
para descubrir la verdad ... , pero no he podido hallar otra cosa que ino-
cencia por doquier>> (q. 11).
El reproche principal de lnstitoris y Sprenger a las «comadronas he-
chiceras» es el de que ellas matan a los niños no bautizados (II, q. 1,
c. 2). «Pues el diablo sabe que tales niños están excluidos de entrar en el
reino de los cielos por el castigo de la condena o del pecado original>> (JI,
q. 1, c. 13). La idea de que existe una relación entre los recién nacidos
muertos y el diablo es consecuencia de la insensata enseñanza de Agustín,
padre de la Iglesia, según la cual Dios condena al infierno a los niños no
bautizados. Nada justifica que el Martillo de brujas impute a las coma-
dronas la culpa de la muerte de recién nacidos. El segundo reproche es el

209
de que las comadronas hechiceras «impiden de diversas maneras la con-
cepción en el útero materno» (II, q. 1, c. 5). Era natural que las coma-
dronas suministraran nociones de contracepción o de lo que se tenía por
tal. Pero es igualmente evidente que no se les podía responsabilizar de
toda esterilidad. La insensata afirmación teológica tradicional de que
contracepción es sinónimo de asesinato, afirmación que también Insti-
toris y Sprenger hicieron suya amparándose en el canon Si aliquis, es la
segunda razón decisiva para <<incinerar>> a las comadronas, como dice el
término espantoso que ellos utilizan constantemente en su campaña
para exterminar a comadronas y mujeres.
La alta Edad Media conoce de cincuenta a sesenta maneras en que
los demonios obstaculizan el acto conyugal. El Martillo de brujas enu-
mera toda una serie de esas maneras, por ejemplo, <<una momentánea re-
lajación de la fuerza del miembro que sirve para la fecundación>> (I, q. 8).
Para demostrar que la castidad entendida en el sentido de frigidez protege
de que los diablos <<embrujen a uno los miembros masculinos» (II, q. 1,
c. 7), ambos autores citan con diligencia el libro bíblico de Tobías ma-
nipulado por Jerónimo: <<El diablo ha adquirido poder sobre aquellos
que están entregados al placer>> (I, q. 8; q. 9; q. 15; II, q. 1, c. 7; q. 1, c. 11;
q. 2, c. 2; q. 2, c. 5).
Particularmente temida era la llamada <<ligadura», lo que los france-
ses. llamaban nouer l'aiguillette. Consiste en que el brujo o la bruja
hacen un nudo durante la ceremonia de la boda o realizar que se cierre
de golpe una cerraja. Según la clase de fórmula recitada al realizar esa ac-
ción, dura más o menos tiempo el efecto. Para que la relación conyugal
sea posible, antes hay que romper el embrujo. Francisco Bacon de Veru-
lam (t 1626), lord guardián del gran sello y canciller inglés, dijo que la li-
gadura era un fenómeno muy difundido en Saintes y en la Gascuña
(Silva sylvarum seu historia naturalis, n.o 888).
Pero también hubo voces razonables. Montaigne (t 1592) trata con
detalle el fenómeno de la ligadura (le nouement d'aiguillette) en el capí-
tulo «El poder de la imaginación>> de sus Ensayos, <<pues no se habla de
otra cosa>>. Y cuenta cómo ayudó a su amigo, el duque de Gurson --con
motivo de la boda de éste- a superar el temor a la impotencia por en-
cantamiento. La receta perspicaz que Montaigne recomendó a los recién
casados para superar la fijación en la impotencia consiste en la indul-
gencia y en la paciencia con la fuerza de la propia imaginación. Él con-
sideraba esto más eficaz que la obstinación de los que se obsesionan con
la idea de vencerse a sí mismos.
Siguiendo un procedimiento diverso al de este escéptico humanista, la
Iglesia, supersticiosa, condenó a hechiceros y brujas. Un sínodo provin-
cial convocado por san Carlos Borromeo en 1579 para Lombardía blan-
de amenazas de castigo contra la magia que impide el acto conyugal;
igualmente los sínodos de Ermland de 161 O y de Lieja en 1618; y el sí-
nodo de Namur actualiza en 1639 una vieja disposición contra el em-
brujamiento <<porque sabemos que diariamente se trae a mal andar ama-

210
trimonios mediante el embrujamiento» (Browe, p. 128 s.). También el sí-
nodo celebrado en 1662 en Colonia se ocupó de la impotencia por en-
cantamiento. El jesuita bávaro Kaspar Schott (t 1667), que fue durante
largo tiempo profesor de física en Palermo, declaraba: <<Ninguna otra
magia está más difundida hoy ni es más temida; en algunos lugares, los
novios ya no se atreven a presentarse públicamente en la iglesia para con-
traer matrimonio ante el párroco y los testigos, sino que lo hacen el día
anterior en su casa y luego van al día siguiente a la iglesia» (Browe,
p. 129). Muchos se casaban a puerta cerrada o durante la noche y con-
sumaban el matrimonio antes de que despuntara el día, a fin de no ser
vistos por los magos y las brujas (Browe, p. 129). Algunos sínodos pro-
vinciales franceses e italianos, como los de Nápoles (1576), de Reims
(1583) y de Bourges (1584) prohíben tales casamientos supersticiosos. El
sínodo de Reims aconseja a los recién casados como antídoto lo que el
libro de Tobías, alias Jerónimo, aconsejaba como ayuda frente a los de-
monios: <<consumar el matrimonio no por placer, sino por amor a la des-
cendencia». La creencia en la impotencia por encantamiento estaba viva
aún en el siglo XVIII -todavía Alfonso de Ligorio (t 1787) se ocupó de-
tenidamente de ella y estaba firmemente convencido de ella-, lo que era
causa de una psicosis angustiosa para innumerables casados.
La impotencia sexual ocasionada por el diablo mediante encanta-
miento, creída por los teólogos y defendida contra los escépticos, tenía
consecuencias legales. Ya Hincmaro de Reims dice que, en el caso de que
-por causa de encantamiento- no se haya consumado el matrimonio ni
se pueda consumar, los esposos deben separarse y pueden contraer nue-
vas nupcias. En un principio, Roma no reconoció tales separaciones,
sino que mandaba que los esposos siguieran conviviendo, pero como her-
mano y hermana. Sin embargo, desde que la opinión de Hincmaro entró
en la colección legal de Graciano y en el manual de Pedro Lombardo en
el siglo XII, casi todos los teólogos decidieron que la impotencia por en-
cantamiento era un impedimento matrimonial. El papa Inocencia III
decidió en 1207 que el matrimonio de Felipe 11 Augusto de Francia con
lngeborg debía ser disuelto por este motivo si fracasaba un nuevo inten-
to que el rey debía emprender empleando medidas concomitantes como
la limosna, la oración y la misa. También por razón de encantamiento
fue disuelto en 1349 el matrimonio de Juan de Tirol con Margarita de
Carintia. Aún hoy sigue siendo impedimento matrimonial dirimente la
llamada impotencia relativa (sólo frente al cónyuge) si ella es duradera e
incurable. El matrimonio puede ser declarado nulo (canon 1084/CIC
1983), y ambos pueden volver a casarse. Hoy no se relacionan ya con el
diablo ni con el embrujamiento los temas de impotencia, sino que se les
considera como algo que cae dentro de la medicina o de la psicología.

Al comienzo de la Bula sobre brujas afirma el papa que los brujos de


ambos sexos practican, junto a la impotencia por encantamiento, otra
monstruosidad, concretamente la fornicación con el diablo: <<No sin

211
gran preocupación ha llegado recientemente a nuestros oídos que en al-
gunas partes de la Alemania septentrional, así como en provincias, ciu-
dades, comarcas, localidades y diócesis de Maguncia, Colonia, Tréveris y
Salzburgo un gran número de personas de ambos sexos, descuidando su
propia salvación y alejándose de la fe católica, tienen relaciones carnales
con el diablo en figura de varón (incubus) o de mujer (succubus) ... ». Sub-
yace en esta afirmación la concepción teológica de la posición estándar
en el acto sexual, a la que también los diablos parecen atenerse: los dia-
blos-varón yacen encima; los diablos-mujer, debajo. De ahí que también
el papa dé una denominación distinta a los demonios con los que prac-
tican la fornicación los brujos o brujas y los llame <<Suprayacentes» y
<<Subyacentes». Fuente principal para la Bula sobre brujas y para el
Martillo de brujas, que quiso ser un comentario de la Bula sobre brujas,
es la idea que tiene Tomás de Aquino acerca de la copulación satánica
con los diablos <<suprayacentes>> y <<subyacentes». El desdichado Martillo
de brujas (1487) en nadie se apoya tan abundantemente como en Tomás
de Aquino, pues éste dice lisa y llanamente cómo funcionan la relación
sexual con el diablo y la procreación de hijos del demonio, habiendo lle-
gado a desarrollar toda una teoría sobre la transmisión del semen: un
único y mismo demonio puede procurarse semen masculino copulando
en forma de mujer (como succubus, es decir, subyacente) con un varón,
y luego, a continuación, en figura de hombre (como incubus, es decir, su-
prayacente) trasladar a la mujer ese semen en el acto sexual. Los hijos del
diabio procreados de esa manera -éstos se caracterizan frecuentemente
por una talla especial- son, en realidad, hijos de hombre, pues se trata
de semen humano (S. Th. I, q. 51 a. 3 ad 6). Tomás no llega a tratar de-
talladamente cómo este semen que el diablo se ha procurado de un
varón mantiene su frescura y actividad procreadora hasta que tiene
lugar la copulación con la bruja. El Martillo de brujas llenará esa laguna:
para la transferencia del semen, los demonios disponen de un termo es-
pecial que mantiene activo y fresco el semen (I, q. 3).
También Sigmund von Riezler -que ha investigado la Historia de los
procesos de brujas en Baviera- escribe que Tomás de Aquino, el mayor
teólogo católico, fue el sistematizador de la copulación con el diablo: <<En
su (de Tomás) autoridad se basan los sucesores; siempre que uno exa-
mina los pasajes probatorios citados en favor de esta opinión, constata
que sólo lo de Tomás tiene el carácter de una tesis concluyente. Por
eso, hay que decir que el "Doctor Angélico", el celebrado santo y sabio
de la orden dominicana, fue el que más contribuyó a consolidar este des-
varío. Por eso, como cuentan los autores del Martillo de brujas, su cole-
ga, el inquisidor de Como, en el condado de Bormio o en Wormserbad,
hizo quemar 41 mujeres en un solo año (1485), mientras que otras mu-
chas escaparon a igual destino refugiándose en el Tiro! tras haber fran-
queado la frontera>> (1896, p. 42 s.).
A ambos autores del Martillo de brujas preocupa la cuestión de por
qué los hombres tienen menos relaciones sexuales con los succubi (diablos

212
subyacentes con figura de mujer) que las mujeres con los incubi (diablos
supra yacentes con figura de varón) (11, q. 2, c. 1 ), por qué, pues, hay más
brujas que brujos. Esta cuestión ofrece a ambos la oportunidad para de-
sarrollar con todo lujo de detalles su visión de la mujer, uniéndose así al
coro teológico eclesial de los difamadores de la mujer, abundantísimos en
la tradición católica. No falta aquí el aristotélico mayor contenido de agua
de las mujeres, que -según Alberto y Tomás-las hace inconstantes y
nada fiables, una opinión que había llegado a afianzarse de tal modo en la
tradición teológica sobre las mujeres que los autores del Martillo de bru-
jas consideran superflua una cita concreta al respecto (l, q. 6). Citan a Cri-
sóstomo (t 407) sobre Mateo 19: <<No tiene cuenta casarse. ¿Qué otra
cosa es la fémina sino la enemiga de la amistad, un castigo inevitable, un
mal necesario, una tentación natural, una desdicha deseable, un peligro
doméstico, un daño que divierte, un defecto de la naturaleza pintado
con bellos colores?» (l, q. 6). Los autores del Martillo de brujas recurren
a «la experiencia>> para afirmar que se da «mayor perversidad entre las
mujeres que en los varones>>. En cualquier caso, las mujeres son «defec-
tuosas en todas las fuerzas, del alma y del cuerpo ... , pues, en lo tocante a
la razón o a la captación de lo espiritual, ellas parecen ser de otra especie
que los varones, a lo que aluden autoridades, un motivo y diversos ejem-
plos en la Escritura>>.
Se encuentran autoridades para todo. Los autores del Martillo de
brujas encontraron a Terencio y Lactancio con sus proverbios antifemi-
nistas. También en la Biblia encontraron materiales abundantes; sobre
todo en los Proverbios de Salomón: <<Una mujer bella e indisciplinada es
como un anillo de oro en la nariz de un cerdo>>. Permanece el «motivo>>:
«El motivo es uno sacado de la naturaleza: porque ella (la mujer) es más
sensual que el hombre, como se desprende de las muchas obscenidades
carnales>>.
Estos dos autores citan también dichos infames sobre las lágrimas
de la mujer: «Dice Catón: "Si llora una mujer, es que está tramando al-
guna perfidia". Se dice también: "Si una mujer llora, es que piensa en-
gañar al marido">> (l, q. 6). Por otra parte, la ausencia de llanto es señal
de culpa y de brujería. El hecho fisiológico de que un ser humano some-
tido a torturas sea incapaz de derramar una lágrima fue interpretado por
ambos inquisidores en contra de las brujas y procuró a las mujeres tor-
turas añadidas: «La experiencia ha demostrado>>, escriben ellos, <<que
cuanto más brujas eran, menos podían llorar ... ; es posible que, más
tarde, en ausencia del juez y fuera del lugar y del tiempo de la tortura,
fueran capaces de llorar delante de los guardianes. Si uno pregunta por
qué no pueden llorar las brujas, cabe decir: porque la gracia de las lágri-
mas en los arrepentidos es uno de los dones más sobresalientes>>. Pero
estos dos sádicos saben también qué pensar si una bruja llora. <<¿Pero qué
pensar si -mediante la astucia del diablo y con el permiso de Dios- su-
cede que también una bruja llora, pues, al fin y al cabo, el llorar y el en-
gañar debe formar parte de la peculiaridad de las féminas? Se puede res-

213
ponder que los designios de Dios están ocultos ... , etc., etc.» (III, q. 15).
La inferioridad de la mujer (femina, en latín) se pone de manifiesto ya
en ese término latino. <<En efecto, el nombre femina proviene de fides (fe)
y minus (menos), luego femina significa: la que tiene menos fe; puesto
que ella tiene y conserva siempre una fe menor por su natural constitu-
ción proclive a la credulidad, también fue posible, como consecuencia de
la gracia y de la naturaleza, que la fe nunca se tambaleara en la santísima
Virgen, mientras que sí vaciló en todos los varones durante la pasión de
Cristo>> (I, q. 6). Como casi todos los grandes difamadores de la mujer
que se han dado en el cristianismo, también los autores del Martillo de
brujas -sobre todo Sprenger, que había contraído méritos especiales en
la difusión del rezo del rosario- fueron grandes devotos de María.
Los autores del Martillo de brujas tienen otras muchas cosas en con-
tra de las mujeres: <<Si proseguimos nuestras investigaciones, comproba-
remos que casi todos los imperios de la tierra fueron destruidos por medio
de las mujeres. En efecto, el primer reino dichoso fue el de Troya ... >>.
Opinan ellos que <<si no existieran las maldades de las féminas, por no
hablar de las brujas, el mundo permanecería libre aún de innumerables
peligros>>. También se les ocurre lo siguiente a propósito de las mujeres:
<<Mencionemos aún otra propiedad, la voz. Como la mujer es mentirosa
por naturaleza, también lo es al hablar, pues ella pincha y deleita a la vez.
De ahí que se compare su voz con el canto de las sirenas, que atraen con
su dulce melodía a los transeúntes y luego los matan. Las mujeres matan
porque vacían la bolsa del dinero, roban las fuerzas y obligan a despre-
ciar a Dios ... Proverbios 5: "Su paladar (su forma de hablar) es más
suave que el aceite; pero al fin es amargo como el ajenjo">> (I, q. 6).
Pero no sólo la voz de la mujer, también su cabello la predestina a
copular con el diablo: <<También Guillermo observa que los incubi (de-
monios en figura de varón) parecen intranquilizar más a tales mujeres y
chicas que tienen bonito cabello ... porque ellas tienen el deseo o la cos-
tumbre de excitar a los hombres mediante el cabello. O porque presumen
vanidosamente de él; o porque la bondad celestial lo permite para que las
féminas escarmienten y dejen de excitar a los hombres con aquello con lo
que también los demonios quieren que los hombres se exciten>> (11, q. 2,
c. 1). En cualquier caso, un fastuoso cabello femenino tiene algo que ver
con la proximidad del diablo.
La respuesta a la pregunta de por qué hay más brujas que brujos cul-
mina, finalmente, en la siguiente constatación de ambos autores: «Con-
cluimos: todo sucede por concupiscencia carnal, que es insaciable en
ellas. Proverbios en el penúltimo capítulo: "Hay tres cosas insaciables, y
lo cuarto, que nunca dice: ya es suficiente, concretamente, la apertura del
útero materno". Por eso tienen que ver ellas también con los demonios
para saciar su propia concupiscencia. Podrían traerse aquí más citas, pero
queda suficientemente claro para los inteligentes ... Por eso, es también ló-
gico llamar herejía no la de los brujos, sino la de las brujas ... ; loado sea el
Altísimo que tan bien ha protegido hasta hoy el sexo masculino frente a

214
tal desgracia: porque en él quiso él nacer y sufrir por nosotros, por eso lo
prefirió también de ese modo» (1, q. 6).
Después de esta presentación detallada de la naturaleza de la mujer,
se entiende que ambos autores tuvieran una sintonía conceptual tan es-
pecial con Tomás de Aquino, del que ellos cuentan lo siguiente: <<Tam-
bién leemos que le fue concedida tal gracia a santo Tomás, el Doctor de
nuestra orden, el cual, encarcelado por sus parientes a causa de su in-
greso en la mencionada orden, fue tentado carnalmente, instigado por
una prostituta vestida con suma elegancia y con joyas enviada por sus
parientes. En cuanto la vio el Doctor, corrió al fuego de verdad, cogió un
leño en llamas y echó fuera de la cárcel a la que quería despertar en él el
fuego del placer. Inmediatamente después, cayó de rodillas para pedir el
don de la castidad y se quedó dormido. Entonces se le aparecieron dos
ángeles que le dijeron: "Mira, por voluntad de Dios te ceñiremos con el
cinturón de la castidad, que no podrá ser desatado por ninguna tentación
posterior; y lo que no ha sido conseg1;1ido por la virtud humana, por el
mérito, es dado por Dios como don". El sintió, pues, el cinturón, es decir,
el tacto mediante el cinturón, y despertó dando un grito. Entonces se sin-
tió dotado con el don de tal castidad, de modo que, a partir de ese
mismo instante, retrocedió espantado ante toda lozanía, hasta el punto
de que ni una sola vez pudo hablar con las mujeres sin tener que hacerse
violencia, pues poseyó la castidad perfecta>>. En opinión de los autores
del Martillo de brujas, de ese modo consiguió Tomás la dicha de perte-
necer a las <<tres clases de hombres>> fuera de los cuales nadie <<está a
salvo de las brujas, de no ser embrujado según las dieciocho maneras des-
critas abajo o tentado a la brujería o descarriado, acerca de lo cual hay
que tratar siguiendo un orden» (11, q. 1).
Todavía Alfonso de Ligorio (t 1787) se ocupa detenidamente de la
copulación demoníaca en el capítulo <<De cómo el confesor tiene que tra-
tar a los molestados por el diablo». Apoyándose en Tomás, Alfonso es-
boza cómo nacen los hijos del diablo: de la copulación del demonio
con una mujer; y dice que tal niño no es propiamente un hijo del diablo,
sino de aquel varón del que el demonio se había procurado previamente
el semen.
Alfonso se dirige a los confesores: <<Si, pues, viene alguien que ha sido
atacado por el enemigo malo, el confesor deberá sentir profunda preo-
cupación y pertrechar al penitente con armas en su terrible lucha ... Ex-
hórtele encarecidamente a que se distancie lo más posible del placer
sensual... Además, pregunte al penitente si no ha invocado jamás al ene-
migo malo y si jamás ha hecho un pacto con él... Pregúntele bajo qué fi-
gura se le presenta el diablo, si en la masculina, en la femenina o en la de
un animal, porque entonces, si tuvo lugar la copulación con el diablo,
además del pecado contra la castidad y contra la religión se dio también
el pecado de la lujuria o de la sodomía (= homosexualidad) o del incesto
o de adulterio o de sacrilegio ... Pregunte también en qué sitio y en qué
tiempo tuvo lugar esa relación sexual... Trate de mover al confesando a

21~
una confesión completa, pues tales hombres perdidos omiten fácilmente
en la confesión algunos pecados>> (Praxis confesarii VII, 110-113). In-
cluso en el año 1906, el moralista Goptert imparte a los confesores in-
dicaciones sobre cómo deben proceder con los penitentes que confiesan
copulación con el diablo (cf. «Teología moral del siglo XX», en este
libro, pp. 297-311).

La idea de la copulación con el diablo tuvo terribles consecuencias no


sólo para las brujas, sino también para muchos niños (hijos del diablo).
Walter Bachmann pinta en su libro Das unselige Erbe des Christen-
tums: Die Wechselbalge- Zur Geschichte der Heilpadagogik (1985) las
consecuencias que -hasta el siglo XIX- derivaron de la teoría de la co-
pulación con el diablo para muchos ni~os minusválidos. El Ma~tillo qe
brujas informa en 1487 sobre estos mnos <<suplantados»: <<Extste aun
otra terrible permisión de Dios respecto de los hombres, pues a veces se
quitan a las mujeres sus propios hijos y los demonios los sustituyen con
otros. Y esos niños suelen ser llamados generalmente "campsores", es
decir, niños suplantados ... Algunos son siempre magros y berrean>> (11,
q. 2, c. 8). Lutero recomendó ahogar a estos niños cambiados, pues, en
su opinión, <<tales niños suplantados no son más que un pedazo de
carne, pues no hay alma dentro>> (Bachmann, pp. 183, 191, 195).
I;-1 primer alemán que arremetió contra la obsesión por las brujas y
contra el trato inhumano dado a los enfermos mentales y a los minus-
válidos fue el médico calvinista Johann Weyer (t 1588). Su libro Sobre
las tantaciones del demonio, encantamiento y brujería, publicado en
1563, fue incluido inmediatamente por la Iglesia en el Índice de libros
prohibidos. Weyer fue médico personal del duque Juan Guillermo de Jü-
lich y Cleve. Terminó por ser inculpado de haber provocado la psicopa-
tía del duque mediante hechicería, y tuvo que huir de Düsseldorf. Su voz
no fue atendida.
En la obra Investigación científica sobre los niños suplantados, de M.
G. Voigt (Wittenberg, 1667), se dice, por ejemplo, que <<la finalidad de
estos niños es la gloria del diablo>>, que los <<niños suplantados carecen de
alma racional>>, que los «niños suplantados no son seres humanos>>
(Bachmann, pp. 38, 45).
Un capítulo triste es el que se refiere a los sordomudos, aunque no se
les computó entre los suplantados. Para afirmar que éstos estaban ex-
cluidos de la fe y que incluso iban al infierno, toda una serie de teólogos
se amparó en Agustín, que había dicho: <<Este defecto (la condición de
sordomudo) impide (impedit) también la fe misma, como atestigua el
Apóstol con las palabras: la fe viene de lo escuchado (Romanos 10,
17)» (Contra Julianum 3,4). Por consiguiente, el destino de los sordo-
mudos era malo, «pues su curación y educación no sólo era tenida por
imposible, sino incluso por una intromisión indebida en la providencia
divina, como el famoso pastor Goeze de Hamburgo, inmortalizado por
Lessing, que pronunció atronadores sermones contra la irreligiosa osadía

216
de pretender hacer hablar a los sordomudos» (Georgens y Deinhardt en
su primer volumen de la Heilpadagogik mit besonderer Berücksichtigung
der Idiotie und der Idiotenanstalten, Leipzig, 1861, d. Bachmann,
p. 230 s.). Dietfried Gewalt, protestante hamburgués dedicado a lapas-
toral de los sordos, indica que no fue el párroco Goeze, sino el párroco
Granau de Eppendorf, en la periferia de Hamburgo, el que emitió un ve-
redicto tan negativo sobre los sordomudos (Samuel Heinicke y Johann
Melchior Goeze, en Hürgeschadigtenpadagogik, 1989, cuaderno 1, p. 48
ss.). Pero es innegable que los sordomudos tuvieron que padecer una con-
secuencia sombría y extremada de la teología agustiniana. <<Así se dice
todavía en el Brockhaus (edición jubilar de 1903, vol. 15, p. 635): "Tam-
poco la Iglesia se ocupó de filos (de los sordomudos), puesto que san
Agustín había acuñado la frase: Los sordomudos de nacimiento jamás
pueden recibir la fe, pues ésta viene de la predicación, de lo que uno
oye">> (Bachmann, p. 291 ss.).
Por <<Salvador de los sordomudos>> es tenido el sacerdote francés de
l'Epée (t 1789), sobre el que escriben Georgens y Deinhardt: <<El abate,
un hombre piadoso, compasivo, de espíritu independiente -indepen-
dencia de la que había dado sobradas pruebas- conoció a dos hermanas
sordomudas de buenas costumbres y de esmerada formación, en las que
un eclesiástico había puesto en práctica el método de impartirles cono-
cimientos a través de imágenes, pero el intento no se repitió en otros sor-
domudos. Pues bien, el conocimiento de aquellos dos seres impactó de tal
forma al abate l'Epée, que éste tomó la decisión de ayudar a esa clase de
desdichados. En los primeros tiempos de su entrega a ese tipo de perso-
nas tuvo que luchar contra las resistencias más violentas, contra mofas y
persecuciones, pero, siguiendo imperturbable su camino, supo en el atar-
decer de su vida que contaba con un reconocimiento y veneración gene-
rales, y, lo que era para él mucho más valioso que la fama, vio que
había asegurado la suerte de sus hijos, de los sordomudos de su instituto>>
(Bachmann, p. 233).
Bachmann hace el siguiente resumen amargo: <<Sin duda, en ningún
otro círculo cultural de la historia de la humanidad podría jamás haber
tocado en suerte a los disminuidos un daño mayor, un desprecio, intole-
rancia y una falta de humanidad tan grandes como en el cristianismo>>
(p. 442).

217
Capítulo 20

EL CONCILIO DE TRENTO
Y LAS GRAVES DECISIONES DEL PAPA SIXTO V

En los siete siglos posteriores a Tomás de Aquino (t 12 7 4) -punto


culminante de la teología católica- los teólogos, con sus disputas en pro
y en contra, sólo han llegado a resolver dos problemas ante los que una
persona casada no puede menos de sacudir su cabeza, presa de asombro.
Agustín había decidido que la cópula matrimonial está libre de pecado
sólo cuando se realiza 1) para procrear o 2) para prestar el débito con-
yugal a petición del otro consorte. Sotenida ocasionalmente, pero nega-
da de nuevo por Tomás, que seguía a Agustín, la ausencia de pecado en
la cópula 3) para evitar la propia incontinencia pareció abrirse paso
hacia el1300. Tomás (con Agustín) encasilla ese acto entre los pecados
veniales. El cuarto motivo, la cópula conyugal por afán del placer sexual,
era considerada generalmente -hacia el 1300- al menos como venial;
en determinadas circunstancias, como pecado mortal. Escuchemos de
nuevo todo esto en palabras de Heinrich Klomps, moralista de Colonia:
<<El fruto teológico-moral de estas consideraciones subjetivamente exis-
tenciales son la teoría de la disculpa y la teoría de la indulgencia. La pri-
mera dice: están disculpados plenamente los esposos cristianos si su
afán ético se orienta a la procreación ... o a la prestación del debito con-
yugal; el bien de la prole y el bien de la fidelidad contrapesan entonces
los efectos negativos de la concupiscencia y del placer sexual. Por su
parte, la teoría de la indulgencia hace que los bienes del matrimonio in-
tervengan en favor de una mengua de la culpa si la relación conyugal está
motivada por el deseo de evitar la incontinencia en la propia persona o
por la voluntad de satifacer el deseo sexual» (Klomps, Ehemoral und
]ansenismus, 1964, p. 209).
Ya la estupidez de pretender encorsetar el amor conyugal e incluso de
clasificarlo según una escala de valores insostenible que va de la pro-

219
creación hasta el placer, pasando por la prevención de la incontinencia
del cónyuge y de la propia, es extraña a la vida, desconcertante e incluso
ridícula. En los siete siglos posteriores a Tomás de Aquino se consiguió
que también la cópula carnal por los motivos números 3 y 4 llegara a ser
considerada como libre de pecado. A decir verdad, en cuanto a la cópu-
la por el motivo n.o 4 -discutida durante muchos siglos- hay que ob-
servar que <da copulación sólo por placer>> no puede ser considerada libre
de pecado, según la decisión tomada por el papa Inocencia XI en 1679.
Anticipando el resultado de la reflexión multisecular sobre este tema, di-
remos que -según el estado actual de los estudios morales- la cópula
matrimonial «por placer>> está libre de pecado; no así la que tiene lugar
<<sólo por placer>>.
Dionisia de Roermond (t 1471), cartujo holandes, escribió en latín,
para sus «queridísimos» amigos casados y cultos, un libro sobre La loa-
ble vida de los esposos en el que él se plantea, entre otras, la cuestión de
si los esposos tienen permiso para amarse también con <<placer sensual''·
Y responde afirmativamente a la cuestión. Sin embargo, por precau-
ción, advierte al respecto que santa Brígida de Suecia (t 13 73) se refiere
en sus visiones a un varón que había sido condenado por haber amado
demasiado sensualmente a su esposa. Los maridos con bellas esposas y
las mujeres con maridos atractivos deberían, pues, ser prudentes, opina
Dionisia (Noonan, p. 375).
En Jos siglos XV y XVI nos encontramos con tres teólogos que, al pa-
recer, nada impresionados por la visión horripilante de santa Brígida, al-
canzaron ya en su tiempo el estadio del siglo XX, pero no lo superaron,
pues la contracepción mediante el coitus interruptus o con medicamentos
es pecado mortal también para ellos, si bien disculpaban la relación
conyugal para evitar la propia incontinencia (n~ 3) y la cópula por placer
(n~ 4).
El primero de los tres es Martín Le Maistre (t 1481), que fue nom-
brado rector magnifico de la universidad de París en 1464 y celebrado en
su tiempo como profesor. Contradice la opinión teológica reinante según
la cual la cópula para evitar la propia incontinencia (n"! 3) era pecado
leve y el coito por placer (n? 4) podía ser incluso pecado mortal. Le
Maistre se distancia del modelo estándar de origen agustiniano, dividido
en cuatro estadios que van del programa-ahorro al programa-plenitud del
placer. Trata de eliminar las distinciones agustinianas de la motivacion
del acto conyugal y de legitimar de forma ilimitada la relación matrimo-
nial. Opinar -dice- que la cópula conyugal por placer puede ser peca-
do mortal «es mucho más peligroso para la moral cristiana» que su
propia concepción. Para ésta se atiene él a su propia razón: <<La inteli-
gencia clara me dice que está permitido buscar la unión conyugal por
placer>>. Se dirige a sus adversarios teólogos: <<Me pregunto a cuántos pe-
ligros llevan ellos a las conciencias de los esposos escrupulosos, pues exis-
te alguno cuya mujer queda en estado inmediatamente después de la
unión sexual, y entonces ellos exponen -después de haber ocurrido

220
esto- al peligro del pecado mortal a cada uno que ansía el débito con-
yugal en el caso de que no esté seguro de que hace esto sólo para evitar la
incontinencia>>. Le Maistre contrapone a ésta su propia opinión, no es-
cuchada hasta entonces: <<Y o digo que alguien puede tener el deseo de
disfrutar del placer, primero por puro gozo de ese placer; segundo, para
escapar al tedio de la vida y de la pena de la melancolía que nacen de la
carencia de alegría sensual. La cópula conyugal que quiere iluminar el os-
curecimiento que se produce cuando falta el placer sexual no es pecado>>.
Sobre las dos autoridades -Agustín y Aristóteles- con las que solían
pretender rebatirle opinaba él que Agustín se refiere sólo a la cópula <<de-
senfrenada>> y <<contra la naturaleza». Trata de quitar fuerza a la cons-
tante referencia de Tomás de Aquino a Aristóteles cuando el Aquinate
dice que la relación conyugal provoca una pérdida de la razón y que, por
consiguiente, debe ser compensada por los <<bienes que disculpan el ma-
trimonio>>. Dice Le Maistre que incluso si eso fuera así, cosa que él no ve
nada clara, tal pérdida de la razón se compensaría inmediatamente con
los buenos efectos de la cópula conyugal. Además, añade él, Aristóteles
permite el uso del placer cuando éste sirve a la <<salud y al bienestar del
cuerpo y del alma,,.
Este pensador crítico se pregunta incluso cómo el coitus interruptus
puede ser propiamente antinatural <<si la cosa no es antinatural, el órga-
no es el indicado por la naturaleza y la copulación tampoco es antinatu-
ral>>. Sin embargo, con su respuesta conduce de inmediato, otra vez, a la
órbita prescrita por la Iglesia. Opina que no se vierte el semen <<dentro
del órgano que la naturaleza había determinado para su recepción>> y que
<<eso es un pecado muy grave contra la naturaleza>>. Aduce como auto-
ridad la historia veterotestamentaria de Onán. Más aún, en su opinión, el
coitus interruptus y el uso de medicamentos anticonceptivos caen inclu-
so bajo la categoría de «asesinato>>.
Por consiguiente, tampoco Le Maistre trató de que los interrogantes
de su mente se impusieran a las erróneas respuestas tradicionales. Le
Maistre pone de manifiesto el dilema ante el que siguen encontrándose
los papas y teólogos católicos de nuestros días, quinientos años después
de él, en cuanto que siguen sosteniendo el carácter antinatural de la
contracepción. Argumentan diciendo que siempre se ha sostenido eso y
que la continuidad garantiza -a sus ojos- la verdad. Pero un error no
se convierte en verdad ni siquiera en el transcurso de tantos siglos.
También el motivo que Le Maistre sospecha en casados que quieren
evitar tener hijos se encuentra tal cual -y es mencionado en primer
término- en la encíclica Casti connubii del papa Pío XI, de 1930. Le
Maistre conoce sólo un motivo para la contracepción. La practican en el
matrimonio «aquellos que llevan una vida disoluta, a fin de experimen-
tar un mayor disfrute en el acto sexual>>, En la Casti connubii se dice:
<<Algunos se toman esta libertad criminal porque, por repugnancia a la
bendición de los hijos, evitan la carga, pero, sin embargo, quieren dis-
frutar del placer».

221
La encíclica menciona después una segunda categoría de practicantes
de la contracepción, esposos criminales y libertinos -¡vaya progreso que
ha realizado la reflexión teológica en los cinco siglos posteriores a Le
Maistre!-: <<Otros porque supuestamente no pueden observar conti-
nencia alguna». Así, además de los que buscan el placer, están ahora los
otros que no quieren renunciar a él. Antes de hablar, como Le Maistre,
de la desdichada y aterradora muerte de Onán, al que Dios asesinó,
la Casti connubii aclara: <<Pero no existe motivo alguno, por grave que
sea, capaz de convertir algo intrínsecamente contrario a la naturaleza
en cosa acorde con ésta y moralmente buena. Ahora bien, puesto que el
acto conyugal está destinado por su misma naturaleza a despertar nueva
vida ... >>, etc., etc. Sin duda, los celibatarios y los monjes admiten -de
una vez por todas- el acto conyugal sólo para la procreación. De ahí
que no se pueda excluir la procreción en circunstancia alguna (para Le
Maistre, cf. Noonan, pp. 376 ss., 441 ss., 454).
Le Maistre se adelantó a su tiempo. Su visión liberal pervivi~á en la
universidad de París a través del escocés John Mayor (t 1550). Este fue
tenido por el teólogo más erudito de su tiempo. Su discípulo, el futuro re-
formador escocés John Knox, escribe sobre él y dice que se le tuvo «por
oráculo en las cuestiones de la religión>>. Mayor considera libre de peca-
do tanto la cópula para evitar la propia incontinencia (n°. 3) como el
acto. conyugal por placer (n°. 4). Y censura a Huguccio (t 1210), carde-
nal y jurista de la Escolástica primitiva, que aceptó la famosa frase del es-
crito de respuesta del papa Gregario Magno (t 604): <<El placer sexual
no se da nunca sin pecado>>, y por eso considera pecaminosa toda rela-
ción conyugal: <<Mirad, este hombre -por lo demás tan razonable- está
dispuesto, a causa de estas palabras, a poner una soga al cuello de toda la
gente. En lugar de eso, yo preferiría -si no se me ocurre una respuesta-
no tomar en consideración diez autoridades del rango de Gregorio antes
que hacer tales afirmaciones. Yo diría: Cierto, él afirma esto, pero no lo
prueba. Y cuando algo contradice a la probabilidad, es preciso un exa-
men valiente. Dígase lo que se diga, es verdaderamente difícil demostrar
que el marido peca cuando accede a su esposa por placer>> (In IV sent.
d. 31 q. un. concl. 7).
Tampoco el ya mencionado elefante casto que algunos teólogos
ponen como ejemplo para los casados ejerce impresión alguna en Mayor:
<<Cuando se indica que, por ejemplo, el elefante evita a la hembra .p;e-
ñada o que otros animales no se aparean más después de la fecundacwn,
y se concluye de ahí que tampoco a la esposa se debería exigir la cópula
durante el embarazo o en la esterilidad de la vejez, entonces hay que res-
ponder que la conclusión no es válida, pues los diversos seres vivos tienen
también facultades e inclinaciones diversas. El que una sensación de
placer sea intensa o débil no significa absolutamente nada» (In IV sent.
d. 31 un. fol. 204 ).
Jacques Almain (t 1515), discípulo de Mayor, llamado el <<Pensa~or
sutilísimo>> (disputator acutissimus) de la universidad de París y fallec1do

222
a la temprana edad de 35 años, sostuvo ideas similares a las de Le Mais-
tre y Mayor: <<Parece demasiado duro decir que peca todo el que desea la
cópula conyugal para tener una experiencia placentera con su esposa>>
(Noonan, p. 384). <<Desear no tener pasión alguna sería sinónimo de em-
botamiento>> (Klomps, p. 57).

Tras la desaparición de estos tres teólogos, la voz de la razón enmu-


dece durante siglos en la teología moral oficial. Y cuando eso no sucede,
se la sofoca de inmediato. Ni en los reformadores del siglo XVI, menos
aún en los jansenistas del siglo XVII, tampoco en Tomás Sánchez
(t 1610), uno de los <<jesuitas laxos>> combatidos por los jansenistas, ni
en Alfonso de Ligorio (t 1787), que dominó los siglos XVlll y XIX, pode-
mos escuchar algo similar.
En efecto, después del concilio de Trento (1545-1563) no fue ya
posible en una universidad católica una apertura como la exhibida por
los tres teólogos mencionados: Le Maistre, Mayor y Almain. El Catecis-
mo romano, publicado en el año 1566 por encargo del concilio de Tren-
ro, para uso de los párrocos -publicación que gozó y sigue gozando de
gran prestigio-, contiene una sola instrucción respecto al acto conyugal
-nótese bien eso del acto conyugal, pues, sobre el matrimonio en su
conjunto, el Catecismo romano también dice otras cosas, por ejemplo, la
frase sacada de la carta a los Efesios: «Vosotros, maridos, amad a vues-
tras esposas>> (Catecismo 2, 8, 16)-, digo que contiene una sola orden
de ejecución, que es la siguiente: <<Se debe adoctrinar a los fieles princi-
palmente sobre dos cosas: 1. 0 ) No deben tener relaciones sexuales por el
placer o por la concupiscencia sexual, sino en los límites fijados por el
Señor, pues conviene tener presente la exhortación del Apóstol "Los
que tienen mujer, vivan como si no la tuvieran", y el dicho de san Jeró-
nimo: "El hombre sabio debe amar a su esposa con la razón, no con la
pasión; domine los impulsos de la lascivia y no se deje arrastrar impe-
tuosamente al coito. Nada es más vergonzoso que amar a su mujer
corno a una adúltera"; y 2. 0 ): contenerse de vez en cuando de la cópula y
hacer oración>>.
Con otras palabras, aquel a quien molesta el punto 1. lo de que no
0
,

debe copular por placer, ése puede atenerse al punto 2. 0 , a lo de que


también puede guardar continencia <<sobre todo, al menos tres días antes
de recibir la sagrada comunión, pero con mayor frecuencia durante el sa-
grado tiempo del ayuno cuaresmal, como nuestros Padres prescribieron
con justeza y santidad>>. Una vez aclarados estos dos puntos -no se
mencionan otros bajo el título <<Lo que se debe enseñar sobre las obli-
gaciones conyugales>>-, se promete el aumento de la gracia divina a los
que se atienen a este programa de dos puntos; de ellos se dice, finalmen-
te, <<que alcanzan la vida eterna por la bondad de Dios>> (2,8,33). La vi-
sión en la que santa Brígida contempló al marido que amó con excesiva
sensualidad a su esposa y fue condenado por ello adquiere unos perfiles
amenazantes a través del Catecismo romano, dado que éste no evita la

223
mención del horror de las noches de bodas, es decir, del Tobías vetero-
testamentario con las nuevas sentencias de san Jerónimo según las cuales
los siete predecesores de Tobías en el lecho nupcial de Sara no sobrevi-
vieron porque <<fueron esclavos del placer>> (2,8,13).
A decir verdad, hay que señalar que falta en el Catecismo romano la
acentuación agustiniana de la finalidad de la procreación en los motivos
para el acto conyugal. Durante la cópula, más importante que pensar de
continuo en el hijo es no pensar constantemente en el placer, con lo
que, en realidad, se mantiene el verdadero programa de Agustín, pues
éste no fue amigo de hijos, sino enemigo del placer. Su adversario Julián
de Eclano le califica de <<perseguidor de los recién nacidos>> por su con-
dena de los niños no bautizados. Más importante que el nacimiento de
niños es para Agustín que los hombres lleven una vida virginal. También
el Catecismo romano comienza su apartado 8. 0 , dedicado al <<Sacra-
mento del matrimonio>>, diciendo que, en realidad, sería deseable que
todos los cristianos permanecieran solteros, <<que todos optaran por al-
canzar la virtud de la continencia, pues nada más dichoso puede acaecer
en esta vida a los creyentes que el que su espíritu, no distraído por preo-
cupación humana alguna y tras haber acallado todo placer de la carne,
descanse sólo en el celo de la bienaventuranza divina y en la contempla-
ción de las cosas celestiales» .
.No obstante esta sintonía con Agustín, el Catecismo romano lleva a
cabo, a su manera, la superación que hubiera debido producirse mucho
antes, de los cuatro motivos agustinianos para la relación conyugal y
apunta en dirección al siglo XX: la procreación no tiene por qué ser
siempre el motivo de toda cópula conyugal, aunque jamás se la puede ex-
cluir. Digamos de paso que el Catecismo romano equipara la contra-
cepción al homicidio: «Comete un crimen de la peor especie el que en la
vida conyugal o impide mediante medicamentos (medicamenta) la con-
cepción o aborta el fruto, pues tal cosa es una conjura impía que se
debe equiparar con el homicidio>> (2,8,13).
Que una reglamentación severa se propaga después del concilio de
Trento lo pone de manifiesto un segundo decreto romano, más estricto
aún que el Catecismo romano, aunque su validez fue de corta duración.
Ese decreto interrumpió la regla válida hasta entonces y, de nuevo, pos-
teriormente hasta el siglo XIX según la cual el aborto de un feto masculi-
no antes del día cuadragésimo después de la concepción o de un feto fe-
menino dentro de los ochenta días posteriores a la concepción estaba
libre de castigo. Puesto que no se tenía posibilidad alguna de determinar
el sexo del feto, esa regla significaba en la práctica una solución de plazos
de ochenta días. Pero interrumpió esa regla el fanático papa Sixto V, que,
en 1588, en la bula Effraenatam, trató de traducir a la praxis del derecho
penal el mencionadísimo canon Si aliquis, responsable también de que el
Catecismo romano equiparara la contracepción al homicidio. El canon Si
aliquis se había circunscrito hasta entonces, preferentemente, al ámbito de
la confesión y de la penitencia. Bien es cierto que los autores del Martillo

224
de brujas (1487) exigieron en virtud del Si aliquis la pena de muerte para
la prevención del embarazo, concretamente para el embrujamiento con
resultado de impotencia y esterilidad y para el suministro de bebidas an-
ticonceptivas. Sixto V amenazó, pues, con la excomunión y con la pena
de muerte a aquellos que suministraban medios contraceptivos ( <<medi-
cinas malditas») o las tomaban a sabiendas, así como también a los que
practicaban el aborto, pero éste a partir del instante mismo de la con-
cepción. La bula Effraenatam fue derogada inmediatamente, después de
la muerte de Sixto V, por su segundo sucesor, el papa Gregario XIV
(1591); se vuelve a decir que se castigará con la excomunión sólo el
aborto practicado a partir del octogésimo día después de la concepción:
Sixto V se había fijado el objetivo de reformar la Iglesia y, sobre
todo, el de eliminar los pecados sexuales. Amenazó con la horca a los
adúlteros y mandó ejecutar a una mujer que había prostituido a su hija.
Ludwig Pastor señala en su Historia de los papas: «Es innegable que
Sixto V fue demasiado lejos». Pero eso no empaña su juicio positivo
sobre este papa: <<Historiadores de las más diversas orientaciones coin-
ciden en que Sixto V es uno de los más destacados entre los muchos
papas importantes que suscitó la época de la Reforma y Restauración ca-
tólicas ... La posteridad negó injustamente a este papa el sobrenombre de
Magno» (X, p. 6 s.).
Pastor refiere el caso de la alcahueta ahorcada: <<General desaproba-
ción mereció también la ejecución de una romana, llevada a cabo a pri-
meros de junio de 1586, por haber vendido la honra de-su hija. La eje-
cución de la sentencia adquirió en este caso mayor truculencia, ya que la
hija, engalanada con las joyas de su amante, tuvo que asistir a la ejecu-
ción y permanecer durante una hora bajo el madero del que pendía el ca-
dáver de su madre. La alcahuetería -se dice como descargo en un in-
forme contemporáneo sobre este incidente- estaba tan extendida en
Roma que las muchachas se hallaban menos protegidas con sus madres
que con personas ajenas a la familia» (!bid., p. 70). <<En ese mismo mes,
Sixto V mandó quemar por sodomía(= homosexualidad) a un sacerdote
y a un muchacho, a pesar de que ambos habían confesado voluntaria-
mente su culpa» (Ibid., p. 71). <<Se impuso la pena de muerte no sólo por
incesto y crimen contra la vida germinal, sino también por difundir ca-
lumnias escritas u orales>> (Ibid., p. 69). Ya vimos en el capítulo sobre el
incesto {p. 195 ss.) lo que la Iglesia entendía por tal.
<<En agosto de 1586, la ejecución de una noble romana con dos
cómplices suscitó pesar en amplios ambientes, pero Sixto V se dejó im-
presionar tan poco por ello que, a principios de octubre, mandó al car-
denal Santori elaborar una bula que amenazara con la pena de muerte a
los que cometieran adulterio. En vano se intentó hacer cambiar de pare-
cer al papa diciéndole que los reformadores religiosos se servirían para
sus fines de tal documento presentándolo como prueba de la corrupción
moral de la curia. El 3 de noviembre se publicó la bula en la que se or-
denaba que los adúlteros y adúlteras, así como los padres que prostitu-

225
yeran a sus hijas, fueran castigados con la muerte, y que los casados que
se separaran de forma arbitraria también debían ser castigados de modo
adecuado según el criterio del juez ... Debido a la gran cantidad de acu-
sados no se pudo llevar a cabo en toda su rigidez la ordenanza>> (lbid.,
p. 71 s.).
Este papa terrible dictó en 1587 una disposición que significó una
tragedia para muchos de los afectados, la de que el varón debía disponer
de verdadero semen, es decir, procedente de los testículos, y que, de lo
contrario, no podía casarse. Esta disposición no fue abolida hasta el
año 1977. El 28 de junio de 1587, Sixto V escribió al nuncio apostólico
en España y obispo de Navarra sobre la capacidad para el matrimonio de
aquellos que carecen de ambos testículos, pero poseen la capacidad para
copular y están en grado de eyacular un líquido parecido al semen, pero
que «en modo alguno sirve para la procreación y para el matrimonio>>.
Ellos no pueden emitir semen verdadero (verum semen). Sin embargo,
estos varones, a los que se llama eunucos y espadones, se han mezclado
-según Sixto V- con mujeres «con lujuria inmunda» y «con abrazos
deshonestos>>, e incluso pretenden contraer matrimonio; sí, luchan <<te-
nazmente>> por ese derecho. El que las mujeres conozcan el <<defectO>> de
esos hombres hace que la contravención adquiera aún mayor gravedad a
los ojos del papa.
Sixto ordena al nuncio que tome medidas para que tales casados se
separen y para que sus matrimonios sean declarados nulos. Sixto consi-
dera insoportable que esa gente comparta la cama con mujeres y que, en
lugar de convivir castamente, se entregue a <<actos libidinosos y carnales>>.
Con ello, Sixto prohibió el matrimonio a varones a los que falta la ca-
pacidad de procrear (potentia generandi) y los declaró inhábiles para el
matrimonio. De ese modo, Sixto V extrae las consecuencias del hecho de
que, según Agustín y Tomás de Aquino, la procreación es el primero y
auténtico fin del matrimonio. Sixto V siguió tolerando la esterilidad
cuyas causas no se conocían, pero declara como impotencia incapacita-
dora para el matrimonio la esterilidad cuyo motivo era conocido (ca-
rencia de testículos). Resultaba sencillo comprobar la carencia de éstos.
Más difícil era verificar las causas de la esterilidad en la mujer. Al-
gunas figuras femeninas bíblicas habían llegado incluso a tener un hijo en
su senectud. De cualquier forma, debido a esa inseguridad, se desarrolló
una peculiar y caótica jurisprudencia eclesiástica que presentaba el si-
guiente cuadro: en varias decisiones romanas (del 3.2.1887, 3.7.1890,
31.7.1895, 2.4.1909, 12.10.1916) se estableció que no hay que prohibir
el matrimonio a las mujeres aunque les falten por completo los órganos
internos de procreación, extirpados, por ejemplo, mediante una opera-
ción. El hecho de que se tomara tal decisión respecto de la mujer que ha
sufrido una operación total (mulier excisa) se debió a que quedaba la
duda <<de si la operación practicada excluía de hecho toda posibilidad de
concebir>> (cf. Klaus Lüdicke, Familienplanung und Ehewille, 1983,
p. 175). En cambio, según una sentencia del 3 de febrero de 1916, fue de-

226
clarado nulo por impotencia el matrimonio de una mujer porque no
existía la unión de la vagina con los órganos posvaginales de ella (Lü-
dicke, p. 83). Al parecer, se consideró que la esterilidad era aquí patente
y estaba fuera de duda. Pero en general, tratándose de la mujer, la juris-
prudencia tendía a exigirles de hecho sólo la capacidad de copular, la po-
tentia coeundi, siguiendo una pauta distinta que en el caso de los varo-
nes. Ante la evidencia de que la jurisprudencia de la Iglesia formuló
hasta 1977 mayores exigencias al varón para considerarlo apto para el
matrimonio que a la mujer, surge la pregunta de si no perduraba aquí la
biología aristotélica, según la cual el varón es el único procreador, con-
cepción que sufrió una fuerte sacudida en 1827 al descubrirse el óvulo fe-
menino, pero que no parece superada aún en las mentes conservadoras.
Así, pues, respecto del hombre predominaba en la jurisprudencia la
idea de que la capacidad para copular no era suficiente, sino que debía
darse la capacidad de producir <<semen verdadero>>. Bien es cierto que el
Santo Oficio, respondiendo a una pregunta procedente de Aquisgrán
sobre si se debe permitir contraer matrimonio a un varón al que se ha es-
terilizado contra su voluntad mediante la vasectomía total y no subsa-
nable, decidió el 16 de febrero de 1935 que no se debe impedir a ese
hombre contraer matrimonio porque se trata de una medida coactiva im-
puesta injustamente por el Estado. Pero la Rota romana se distanció ex-
presamente de esa sentencia el 22 de enero de 1944 amparándose en una
alocución pronunciada por Pío XII el 3 de octubre de 1941. Porque el
varón de Aquisgrán esterilizado contra su voluntad por orden de Hitler
no cumplía los requisitos exigidos por Sixto V en 1587. Ése tal no estaba
en mejores condiciones que los libidinosos eunucos y espadones a la
hora de aportar <<semen verdadero».
Desde 1977 ya no necesita aportar eso el hombre de Aquisgrán. El
decreto sobre impotencia emanado de la romana Congregación para la
Fe, que pretende poner punto final a la larga discusión, comienza con las
siguientes palabras: <<La sagrada Congregación para la Fe ha sostenido
siempre la opinión de que no se debe impedir el matrimonio a aquellos
que han sufrido una vasectomía o se encuentran en circunstancias simi-
lares». Afirmar que eso siempre fue así es una eminente peculiaridad de
la Iglesia católica, practicada incluso aunque con ello se ponga boca
abajo la verdad histórica, pues es absolutamente claro que no siempre fue
así. Para ver que la jurisprudencia no fue siempre así basta echar un vis-
tazo al nuevo derecho canónico. El nuevo Código de Derecho Canónico
(CIC) de 1983 ya no habla -como el CIC de 1917- de que la impo-
tencia invalida el matrimonio, sino que traza una limitación introdu-
ciendo el término coeundi; es decir, que ya sólo invalida el matrimonio la
incapacidad para mantener la relación sexual, la impotentia coeundi. El
canon 1068 del CIC de 1917 decía: «La impotencia antecedente y per-
petua, tanto si es impotente el varón como si lo es la mujer. .. , dirime el
matrimonio por derecho natural». El canon 1084 del CIC de 1983 afir-
ma: «l.a impotencia antecedente y perpetua para realizar el acto conyu-

227
gal, tanto por parte del hombre como de la mujer. .. , hace nulo el matri-
monio por su misma naturaleza».
Que algo ha cambiado en este punto se desprende también de la
consternación del reconocido canonista italiano Pio Fedele, que, en
1976, poco antes de que apareciera el decreto sobre la impotencia
(1977), a la vista de que en adelante ya no se debía exigir al varón un
«Semen verdadero>>, escribió: «No merecía, pues, la pena fatigar así el es-
píritu, hacer ayunos y vigilias, si el eterno y proceloso viaje por mar entre
tantos escollos debía finalizar con los resultados a los que -de forma
inesperada, aunque mayoritaria- ha llegado la mencionada Congrega-
ción>>. Fedele lamenta luego que, con tal decisión, se abandone el conci-
lio Vaticano II y la encíclica Humanae vitae, y prosigue: <<¿Dónde está
realmente en estos resultados ... el eco del concepto de que el matrimo-
nio y el amor conyugal están orientados a la procreación de la prole?»
(cit. en Lüdicke, p. 247 ss.).
Quien se distancia tanto de la realidad de la sexualidad humana
como las altas jerarquías celibatarias de la Iglesia católica, quien insiste
de tal manera en la finalidad procreadora del matrimonio sólo porque
desconfía del placer, ese tal se crea en su mesa de trabajo sus pseudo-
problemas que luego se le escapan inevitablemente de las manos. Aunque
la mayoría de los señores de Roma se tranquilizan diciendo que todo se
decidió siempre como en 1977, sin embargo hay algunos que -ante un
levísimo avance hacia la razón- parecen de pronto no entender ya el
mundo.
Cuán lejos de la realidad de los afectados concretos se halla el decreto
sobre impotencia del1977 -que abolía por fin, después de casi cuatro-
cientos años, una infausta decisión del papa Sixto V contra los eunucos
a pesar de los lamentos de Pio Fedele- se puso de manifiesto el viernes 3
de diciembre de 1982 en casi todos los periódicos alemanes. El West-
deutsche Allgemeine Zeitung describía el caso en los siguientes términos:
<<Dos jóvenes minusválidos no han podido casarse en una Iglesia católi-
ca de Munich. Según la versión de la pareja -él, un joven de veinticinco
años con atrofia muscular, y ella, casi ciega-, el párroco no quiso ca-
sarlos sin tener previamente la prueba de que eran capaces de procrear.
Ambos -la novia, de su misma edad, es protestante- contrajeron ma-
trimonio en una Iglesia evangélica. Según el derecho matrimonial católi-
co, la incapacidad sexual está considerada como impedimento de derecho
natural para contraer matrimonio, impedimento del que la Iglesia no
puede dispensar, declaró el ordinariado arzobispal de Munich el jueves».
El 9 de diciembre de 1982, el Westdeutsche Allgemeine Zeitung, bajo el
título <<La Joven Unión de Munich contra el "test del pene",,, decía lo si-
guiente: «La Joven Unión de Munich considera como un ... "atentado
contra el precepto de humanidad y contra la dignidad humana" la ne-
gativa de un sacerdote católico a casar por la Iglesia a una pareja de mi-
nusválidos. Como se dijo, el eclesiástico esgrimió como motivo "la in-
capacidad procreadora" del varón. En una carta abierta al ordinariado

228
arzobispal, la Joven Unión calificaba este "test del pene" como corona-
ción de una "irrealista y reaccionaria" actitud de la Iglesia católica en el
tema de la sexualidad>>.
Supongamos que no erraba el ordinariado de Munich, sino la joven
pareja, al indicar la incapacidad para procrear como razón para la ne-
gativa del párroco a casarlos, pues el ordinariado debía saber que, a par-
tir de 1977, no era ya impedimento matrimonial la incapacidad para pro-
crear sino únicamente la incapacidad para realizar el acto conyugal.
Con todo, el derecho matrimonial católico sigue siendo insoportable
para algunos parapléjicos, como también para la pareja en cuestión. El
argumento de que en tiempos pasados se llegó a exigir incluso la capa-
cidad de procrear, pero que ahora, desde 1977, sólo la capacidad de co-
pular, difícilmente puede servir de ayuda a quien, debido a la falta de
erección, carece precisamente de la capacidad de copular, aunque, en de-
terminadas circunstancias, dispone de capacidad de procrear. La Iglesia
prescribe a todos la forma concreta de realizar el acto conyugal y, de ese
modo, trata de reconducir a un estadio de infantilidad a un parapléjico y
a su pareja porque, según la moral sexual católica, las intimidades sólo se
permiten en el matrimonio y aquí sólo en conexión con el acto estándar
concedido por la Iglesia. Tal intromisión en el derecho de cada persona al
matrimonio es insoportable y pone de manifiesto una vez más que la ce-
libataria jerarquía de la Iglesia demostraría mayor sensatez si no se in-
miscuyera en tales cuestiones.
La decisión canónica tomada por Sixto V en 1587, y corregida sólo
en 1977, por la que aquel papa prohibió el matrimonio a los castrados
acarreó durante siglos muchas tragedias personales a los afectados.
Desde el siglo XII, los castrados habían tenido gran difusión en la Iglesia
griega como cantores de iglesia. En la Iglesia occidental, los cantores cas-
trados aparecieron por primera vez, probablemente, en el siglo XVI, en
España. Ellos dieron pie a que Sixto V publicara el funesto decreto de
1587. Otros países imitaron a España. El eunuco español Francisco
Soto fue admitido en el coro de la Capilla Sixtina en 1562. El primer cas-
trado italiano que cantó en el coro de la Capilla Sixtina desde 1579 fue
Girolamo Rossini (t 1644). Está atestiguado que hubo ya en 1563 cas-
trados en la capilla de la corte de los Gonzaga en Mantua. Sixto V fa-
voreció el incremento de la castración -que incapacitaba a sus ojos
para el matrimonio- al ser el primero que prohibió en 1588 a las mu-
jeres, que tenían prohibido ya desde el siglo IV cantar en la iglesia, actuar
ahora también fuera de la iglesia, en los escenarios de los teatros y óperas
de Roma y de los Estados pontificios. La pontificia expulsión de cantoras
y actrices fue imitada pronto con otros Estados italianos y de fuera de la
península transalpina. El papa Inocencia XI (t 1689) repitió la prohibi-
ción pontificia de mujeres, prohibición que estuvo en vigor durante los si-
glos XVII y XVIIJ. Todavía Goethe pudo escuchar en Roma el canto de cas-
trados, y consideró buena esta costumbre. La Revolución francesa
terminó con esta prohibición sixtina impuesta a las mujeres. En 1798 vol-

229
vieron a actuar por primera vez figuras femeninas en los escenarios de
Roma.
El jesuita Peter Browe lanza en 1936 una acusación contra los papas:
<<Los papas fueron, en efecto, los primeros que introdujeron o toleraron
en sus capillas, a finales del siglo XVI, la presencia de castrados cuando
éstos eran desconocidos aún en los teatros y en otras iglesias italianas>>.
Tras haber prohibido a las cantantes y a otras actrices pisar los escena-
rios de los Estados pontificios, <<los papas debieron de haber perdido por
completo el sentido de la realidad para no darse cuenta de que los cas-
trados ocuparían los roles de ellas. Por consiguiente, es imposible defen-
der a los papas>> (Zur Geschichte der Entmannung, 1936, p. 102).
En 1748, el papa Benedicto XIV respondió con una negativa rotunda
a la pregunta de si los obispos debían dictar en sus sínodos un decreto
contra los coros de castrados. El papa subrayó que, de lo contrario,
existía el peligro de que quedaran vacías las iglesias en las que no hubiera
castrados. <<Naturalmente, esta opinión del papa ... dominada por el
temor a las iglesias vacías, fomentó el canto de eunucos y retrasó su re-
presión, y contribuyó a que en ningún sínodo provincial y diocesano de
los siglos XVIII y XIX se dictara una disposición contra la actuación de
cantores castrados. Esa opinión llegó incluso a fomentar la castración y
paralizó su abolición>> (Browe, p. 115 ss.).
·El jesuita siciliano Tamburini (t 1675) fue partidario acérrimo de los
castrados, porque así <<se puede oír con mayor dulzura la alabanza de
Dios en las iglesias>>. En efecto, Alfonso de Ligorio (t 1787) escribe que
la opinión de que tal mutilación para conservar la voz está prohibida es
<<más probable>> que la contrapuesta opinión de Tamburini y de otros
muchos teólogos que él enumera. Pero indica después que los teólogos
pueden invocar la tolerancia de la Iglesia repecto de esta costumbre
(Theologia moralis IV n. 374). En 1924 falleció el último castrado de la
Basílica de San Pedro.
Estos castrados llevaban con frecuencia una celebrada vida de estre-
llas y de ídolos, y estaban muy bien pagados. Las mujeres los adoraban.
La Iglesia les prohibía el matrimonio. Bartolomeo de Sorlisi, que se
había casado en secreto con Dorotea Lichtwer, luchó durante toda su
vida para poder permanecer junto a ella, y murió con el corazón destro-
zado al no conseguirlo. El castrado Finazzi tuvo más suerte. Se enamoró
de una protestante de Hamburgo, Gertrude Steinmetz, que fue para él
una buena esposa al no sentirse atada por las leyes de la Iglesia católica
sobre el matrimonio.
Sixto V, al que la historia, según Pastor, privó injustamente del títu-
lo de <<Magno>>, tuvo en vilo hasta 1977 a muchos hombres al disponer
que el semen de ellos debía ser <<verdadero semen>> y no, por ejemplo, un
<<líquido parecido al semen>>. Él había prohibido que contrajeran matri-
monio los que emitían ese líquido, pero no verdadero semen; y exigió que
si los tales estaban casados debían ser separados de sus mujeres. Sixto V
elevó el semen masculino a la categoría de alfa y omega del matrimonio,

230
convirtiéndolo en cierto modo en una especie de administrador del sa-
cramento. Quien no estaba en condiciones o en situación de dar pruebas
del semen regulado por el papa, se veía excluido del matrimonio. A
decir verdad, desde 1977 sólo se prohibe el matrimonio -independien-
temente de qué semen se trate, si del auténtico o sólo del húmedo- a
aquel que no puede tomar el camino regular decretado por la Iglesia.
El escandaloso Breve de Sixto V -vigente hasta 1977- sobre la
<<lascivia» (tentigo) de los eunucos, que se daban con mayor <<frecuencia»
en las regiones de España y que debían ser separados de sus esposas a
causa de sus <<deshonestos abrazos», puesto que se trata de un «escán-
dalo» que conduce a la <<condenación de las almas», pone de manifiesto
que los tonos menos adversos al placer aunque no amistosos que se pu-
dieron escuchar hacia el año 1500 en la universidad de París debieron
ceder su puesto a otra tonalidad después del concilio de Tremo.
El Santo Oficio determinó en Roma el 4 de febrero de 1611 que en
cosas sexuales no hay <<parvedad de materia>>. Claudia Acquaviva, ge-
neral de los jesuitas, instruyó a todos los miembros de su orden para que
no enseñaran ni aconsejaran que, en los pecados de castidad, puede tra-
tarse de pequeñeces. Eso significa que todo placer sexual querido direc-
tamente fuera del matrimonio es siempre pecado grave. Acquaviva ame-
nazó con la excomunión y con la privación de toda actividad docente a
quien actuara en contra de su mandato. A diferencia de lo que sucede en
los casos de hurto, donde los céntimos casi no tienen importancia, el pla-
cer sexual sentido por una pareja de no casados cuando se cogen de la
mano es ya un pecado mortal en la medida en que es buscado, el placer
-se entiende-, no el infierno. Y así es hasta hoy.

211
CAPITULO 21

LUTERO Y SU REPERCUSION
EN LA MORAL SEXUAL CATOLICA

Como ya vimos, después del concilio de Trento se llegaron a escuchar


tonos más bruscos. Sin embargo, debido a la confrontación con Lutero,
se llega, sobre todo entre los jesuitas, a un cierto antiagustinismo y,
como consecuencia, a una levísima liberalización de la moral sexual.
Estas dos orientaciones, que se forman en la segunda mitad del siglo XVI,
terminarían por conducir a una despiadada confrontación entre el jan-
senismo, de marcado talante agustiniano, y lo que éste llamó la «laxa
moral de los jesuitas». Logró un cierto equilibrio Alfonso de Ligorio
(t 1787), cuya teología moral ha conservado su validez hasta nuestros
días: ésta es más severa que la de los <<laxos jesuitas>> de los siglos XVI y
XVII, pero menos estricta que la de los ñoños jansenistas.
En lo que respecta a Lutero, los teólogos católicos suelen señalar con
fruición que él, ex-monje agustino, en modo alguno dejó atrás la moral
sexual agustiniana, sino que, por el contrario, acentuó sobremanera el
quebranto hereditario del hombre, incluido el apetito sexual, y dicen que,
en este sentido, Lutero no sólo no significó avance alguno, sino más
bien un retroceso en este campo. Así, por ejemplo, escribió en 1911 el je-
suita Grisar en su obra clásica sobre Lutero: <<Es bastante trágico que
fuera precisamente Lutero ... el que ... en su supuestamente tan elevada
concepción de la relación conyugal... sin embargo calificara como peca-
do grave el coito marital a causa de la concupiscencia. En su escrito de
Wartburg De votis monasticis declara: "Según Sal 50,7, el acto conyugal
es un pecado que en nada se diferencia del adulterio y de la prostitución
en la medida en que se tiene en cuenta la pasión sensual y el repugnante
placer. Pero Dios no la carga en el debe de los esposos, guiado exclusi-
vamente por su compasión, pues es imposible para nosotros evitarla a
pesar de que estamos obligados a prescindir de ella">> (II, p. 499).
Es correcto: Lutero repitió todas las estupideces hostiles al placer se-

2.B
xual utilizando casi siempre incluso los enunciados de la Escolástica
primitiva, particularmente adversa al placer, pero, sin embargo, logró
tirar por la borda todas esas insensateces. Grisar llega incluso a apuntarlo
cuando prosigue un tanto enojado: <<Se conoce ya su extraña e intrínse-
camente imposible teoría de la imputación, según la cual Dios es capaz
de no ver un pecado que, sin embargo, existe realmente». A pesar de su
procedencia agustiniana y de su acentuación del pecado original, Lutero
introdujo un avance considerable en la moral sexual. Su doctrina de la
justificación <<sólo por la fe» causó en la moral sexual una nivelación de
la clasificación -trabajosamente elaborada por los teólogos católicos-
en pecados mortales y veniales y provocó con ello una liberalización. La
distinción entre pecado grave y leve desaparece del lenguaje protestante,
el concepto del individuo que peca gravemente se desvanece y ocupa su
lugar el de pecador general que somos todos nosotros como pecadores y
justos a la vez.
Sea cual fuere la opinión que nos merezca la doctrina protestante de
la justificación, ella fue una bendición para la moral sexual, pues allí
donde ~del lado católico- se produce conciencia de pecado sin que los
pecados hayan llegado a cometerse es absolutamente oportuna la no
imputación protestante. Desaparece la maraña de motivos, de valores
compensadores y de bienes disculpantes que hacen que el placer de la
carne sea ora aceptable, ora tolerable, admisible, excusable, perdonable,
permitido, imperdonable. El castillo de puras lucubraciones mentales
sobre el placer sexual que va supuestamente contra la dignidad del hom-
bre se derrumbó gracias al <<sólo por la fe>> de Lutero; al menos en un
primer momento. La mojigatería del puritanismo es más un producto es-
purio del protestantismo reformado.
La aportación revolucionaria de Lutero en este campo fue el hecho
-ejemplificado de forma plástica en su abandono de la condición de
monje para casarse con una monja- de abolir la antinatural preemi-
nencia del estado célibe frente al de casado. En su sermón Sobre la valo-
ración agradecida del estado matrimonial, dice él en 1531: <<Bajo el pa-
pado, se ha tenido poca estima del matrimonio y se han acumulado
todas las loas sobre el estado célibe, al que se ha obligado casi a todos>>.
El agustinismo de Lutero, es decir, su acentuación de la caída en el
pecado original y de la necesidad de redención del hombre --contrape-
sada inmediatamente en Lutero mediante una acentuación aún mayor del
perdón y de la gracia- provocó, como reacción, en la parte católica un
cierto antiagustinismo que generó algunos matices esclarecedores en la
moral sexual católica. El retroceso que el pesimismo agustiniano experi-
mentó en la parte católica a finales del siglo XVI estuvo en relación con
las controversias con los reformadores sobre el pecado original. La gran
importancia de Agustín para el protestantismo no llegó a convertir en
sospechoso para los católicos a ese padre del pesimismo sexual, pero sí
provocó una cierta crítica de sus ideas. El cardenal romano Bellarmino
(t 1621), el teólogo más influyente de la orden jesuita de su tiempo,

234
opina que la concepción agustiniana de que el pecado original se trans-
mite a través del placer sexual no puede ser tomada al pie de la letra;
añade que Agustín nunca llegó a estar cierto de cómo se transmite con-
cretamente el pecado original. Tampoco Bellarmino da solución alguna al
problema y se limita a exonerar el placer sexual (Controversia sobre la
pérdida de la gracia 4, 12). La controversia con Lutero provocó en Be-
llarmino y, sobre todo, en muchos jesuitas del siglo XVII influidos por
éste, un prudente optimismo en la visión de la naturaleza humana y, con-
siguientemente, de las inclinaciones sexuales del hombre. Se apoyaron en
Tomás de Aquino (t 12 7 4 ), que, siguiendo a Aristóteles, había conside-
rado el placer como algo natural. Su Summa Theologiae se convierte a
partir del siglo XVI en el libro de texto predominante y ha mantenido tal
condición hasta nuestros días. De ese modo, Tomás suplantó a las Sen-
tencias de Pedro Lombardo (t 1164) en el quehacer teológico.
Uno de los jesuitas moderadamente progresistas que avanzó algo
más que Agustín fue el español Tomás Sánchez, de Córdoba (t 1610),
que se convirtió en la autoridad descollante en cuestiones matrimoniales.
Tomás Sánchez va un paso más lejos que Agustín cuando, por ejemplo,
considera exenta de pecado la cópula matrimonial n. 0 3 (para evitar la
propia incontinencia), aunque eso sólo cuando todos los restantes medios
legítimos, tales como el ayuno, la vigilia, las obras de piedad, no pro-
meten ayuda alguna (De sancto matrimonii sacramento, lib. 9, dist. 9).
Antes que él, habían dado ese paso de avance sobre Agustín y Tomás de
Aquino tres dominicos: el cardenal Cayetano (t 1534), Silvestro Prierias
(t 1523) -conocidos ambos como adversarios de Lutero- y Domingo
de Soto (t 1560), teólogo de la corte del emperador Carlos V.
Suena a razonable y moderna, por ejemplo, la opinión de Tomás Sán-
chez de que, en realidad, no existe razón alguna para encasillar la moti-
vación de los esposos para el acto conyugal en una de las categorías de
los fines. Dice que no hay pecado «Cuando los esposos quieren realizar la
unión carnal por la simple razón de que son esposos>> (lib. 9, dist. 8).
Que tales verdades simples resultan agradables lo pone de manifiesto el
nivel de involución alcanzado por celibatarios con la cuádruple retícula
que aplicaron al acto conyugal. Pero Tomás Sánchez delimita inmedia-
tamente después esta evidencia progresista. Considera que la cópula
conyugal n. 0 4 ( por placer) no está exenta de pecado, y se distancia de
Mayor y de Almain, fuera de los cuales él no cita casi a ningún otro en
favor de tal opinión extrema. Por consiguiente, él se une al coro ma-
yoritario de los que consideran que la cópula por placer es pecado leve
(lib. 9, dist. 11, n. 2).
Escuchemos otro de sus enunciados progresistas: él formula la pre-
gunta de si los esposos <<pueden abrazarse, besarse y entregarse a otros
tocamientos, como los habituales entre cónyuges, para demostrarse el
amor recíproco>> incluso en el caso de que se prevea ahí el peligro de eya-
culación. Y escribe: <<¡En cuántos maestros he leído la afirmación de que
eso es pecado mortal para aquellos para los que existe el peligro de lapo-

235
lución (ensuciamiento}!>>. Los cita por orden y trata de refutarlos. En
efecto, piensa él que practicar una acción que puede llevar a una eyacu-
lación de semen no intencionada no siempre es mala, y que un «motivo
urgente>> puede justificar el riesgo. Para un cónyuge es un «motivo ur-
gente» el anhelo de <<demostrar y corroborar el amor recíproco ... Sería
muy duro y el amor conyugal podría resentirse fuertemente si los esposos
se abstuvieran de tales tocamientos>>. Él defiende, pues, los tocamientos
sexuales de esposos fuera de la conexión con la cópula conyugal aunque
<<existe el peligro>> de malgastar el semen y de que no se emplee para lo
que, según la moral católica, es su única finalidad: el acto conyugal nor-
mado que no pone obstáculo alguno a la procreación (lib. 9, 45, 33-37)
(cf. Noonan, p. 400 ss.).
El progreso del jesuita Sánchez se hace patente en la involución de
nuestro siglo. Así, por ejemplo, escribe Bernhard Haring en 1967 que si
no debe darse una fecundación porque pondría en peligro la vida de la
madre, entonces «las manifestaciones de amor deben circunscribirse, en
mi opinión, al marco de la simple ternura que se puede demostrar de
suyo sin peligro de la complacencia. No se debe perseguir de forma ac-
tiva ... lo que va más allá» (Das Gesetz Christi III, p. 357). Haring sigue
en este punto a Alfonso de Ligorio, fundador de su orden. Desde Alfon-
so de Ligorio hasta nuestros días se ha permitido a los solteros, novios y
casad9s -por el <<peligro de la complacencia>>, es decir, de la eyaculación
del semen, es decir, del placer- menos aún de lo poquísimo que les per-
mitía Sánchez en el siglo XVI. La opinión de san Alfonso, válida hasta hoy
y sostenida por Haring, se encuentra, por ejemplo, en su Theologia mo-
ralis III, n. 416; VI, n. 854; VI, n. 934. También Tomás Sánchez se
apresura a decir que, naturalmente, los esposos no deben pretender en
sus tocamientos, etc., la eyaculación del semen, pero en Alfonso/Haring
(desde el siglo XVIII hasta el siglo XX) les está prohibido ya todo sólo con
que exista el peligro de la complacencia.
También Tomás Sánchez considera que el coitus interruptus es un pe-
cado mortal que va contra la naturaleza (9, 20, 1). Por el contrario, se
muestra más abierto en la cuestión de si una mujer violada puede elimi-
nar el semen. Tomás Sánchez responde afirmativamente a la pregunta y
opina que eso es un acto de defensa frente a un agresor injusto (2, 22,
17). El requisito es que no se haya producido aún la fecundación. Unos
150 años más tarde, Alfonso de Ligorio, papa de la moral incluso en
nuestro siglo, se opone a la opinión de Tomás Sánchez. Alfonso procla-
ma que jamás se puede eliminar el semen sin <<causar daño a la natura-
leza o a la humanidad>>, cuya procreación (nótese que estamos hablando
de un caso de violación) quedaría dañada. Además, el semen se encon-
traría ahora en posesión <<pacífica>>, es decir, que se comporta de modo
pacífico. Alfonso opina que la mujer violada puede defenderse contra el
violador en el estadio de la violación, aunque en esa defensa el semen se
derrame fuera del <<recipiente» determinado para él, pero después de la
violación ya no debe intentar nada contra el semen (!bid., VI, n. 954). O

236
sea, que en ese lapso de tiempo se convierte al semen del violador en una
especie de persona; ya no se puede hacer nada contra él. Goza de la pro-
tección debida a un ciudadano pacífico.
Una serie de teólogos del siglo XVII posteriores a Tomás Sánchez
aceptan que también la cópula n°. 4 (por placer) está exenta de pecado.
Entre esos teólogos se encuentran el agustino español Ponce de León
(t 1629), los jesuitas hispanos Gaspar Hurtado (t 1647) y Martín
Pérez (t 1660), así como el sacerdote secular español Juan Sánchez
(t 1624), sutil y conocido como <<laxista», que cita páginas de Mayor y
Almain en su obra sobre los sacramentos, y observa entusiamado: <<Éstas
son palabras bellas, éstas son palabras de oro» (Klomps, Ehemoral und
]ansenismus, p. 71). Según él, los cuatro motivos para copular que los ce-
libatarios pretenden asignar a los casados estarían exentos de pecado.
Con ello se llega más o menos al estadio en que nos encontramos hoy: en
el acto matrimonial ya no hay que tener en cuenta tanto los motivos,
sobre todo el de la procreación; lo realmente importante es no emprender
nada en contra del curso fijado por la naturaleza para el acto conyugal.
En palabras claras: no se debe practicar la contracepción. Por consi-
guiente, no es preciso pensar constantemente en el hijo; basta con no ex-
cluirlo.
Heinrich Klomps escribe que con esto <<una argumentación comple-
tamente nueva comienza en la historia de la moral matrimonial. En
lugar de la moral de la intención, se impone la moral del acto, el con-
cepto de natura actus (naturaleza del acto conyugal) adquiere una im-
portancia central» (p. 72 s.). Con ello, como Klomps dice, «el tira y aflo-
ja de la viscosa discusión sobre la doctrina de la motivación se sitúa sobre
una base completamente nueva» (p. 72). Por consiguiente, no es necesa-
rio que los esposos recuerden antes de cada acto que, según Agustín, sólo
pueden copular por los motivos 1 ó 2 porque el pecado comienza a
partir del motivo n°. 3, sino que actúan correctamente si no practican la
contracepción, si no tocan la estructura estándar del acto conyugal su-
puestamente definida como intangible por la naturaleza, pero en realidad
afirmada como tal por los celibatarios, si no hacen <<nada contra la na-
turaleza,,, como los papas de nuestro siglo no se cansan de repetir ma-
chaconamente a los casados. Sin embargo, si observamos atentamente ve-
remos que la situación de los casados no ha experimentado un cambio
decisivo. Bien es cierto que han quedado libres del viejo programa agus-
tiniano de cuatro puntos, pero, como contrapartida, han sido metidos a
la fuerza en un nuevo programa compuesto por un solo punto; han sido
deportados de una norma a otra. En un sistema tan abstruso como el de
la moral sexual agustiniana, todo avance es un nuevo callejón sin salida.
Aquí, lo único que puede ayudar a los casados es el distanciarse de la dic-
tadura de los monjes y de los célibes; sólo pueden servirles de ayuda su
propia razón y su propia conciencia.
El magisterio supremo de la Iglesia intervino el2 de marzo de 1679
en la disputa sobre el placer sexual en el acto conyugal. El papa Inocen-

237
cio XI condenó la aseveración de Juan Sánchez (y de otros) de que un
acto conyugal sólo por placer está completamente libre de culpa. Con
ello, la del papa se convierte sólo en una de toda una serie de voces de
protesta, no en la más decisiva. Mucho más contundente fue la protesta
que el jansenismo protagonizó contra toda la corriente de los jesuitas
laxos, incluido Tomás Sánchez. Los jansenistas querían reponer sobre el
pedestal a Agustín en toda su integridad. Les molestaba la partícula
<<sólo>> de la condena pontificia. Les resultaba desagradable el placer,
tanto solo como acompañado. Preveían que los jesuitas se las arreglarían
para desvirtuar por completo la prohibición pontificia manipulando el
adverbio <<sólo>>; intuían que los de Ignacio de Loyola dirían más o
menos lo siguiente: la prohibición pontificia no afecta a la cópula por
placer; únicamente a la cópula sólo por placer, tal como, en efecto, el je-
suita español Hurtado de la Fuente (t 1686) dijo enseguida.
Casi nadie se sintió satisfecho con esta condena. A los severos ad-
versarios del placer en cuanto tal molestaba el adverbio <<sólo>>, y a las
diversas gamas de laxos irritaba el hecho de que hubiera tenido lugar
una condena respecto de la cópula conyugal por placer. En cualquier
caso, el término <<sólo>> ofrecía a los celibatarios un nuevo tema teoló-
gico para una apasionante discusión que durará unos doscientos años.
¿Qué diferencia existe entre la cópula <<por placer>> y la cópula <<sólo por
placer>>? Porque el papa únicamente había criticado la cópula <<sólo
por placer>>.

238
Capítulo 22

LOS JANSENISTAS
Y LA LAXA MORAL DE LOS JESUITAS

El jansenismo deriva su nombre del obispo belga Jansenio (t 1638; para


lo que sigue, cf. Heinrich Klomps, Ehemoral und ]ansenismus, p. 97 ss.).
En su obra Augustinus, Jansenio quiso hacer valer de nuevo la severa
moral matrimonial agustiniana frente a todas las modernas tendencias la-
xistas y arremetió contra <<los más eximios abogados del placer>>. Janse-
nio achacaba el bajo nivel moral de su tiempo, al que calificó de saecu-
lum corruptissimum (época corruptísima), a la teología moderna, que se
había apartado de Agustín y de los padres de la Iglesia. A Tomás de
Aquino le sitúa entre los teólogos absolutamente fieles a Agustín. El
motivo para el acto conyugal tiene que concentrarse por completo en la
procreación y en modo alguno puede apuntar al placer. <<Animal (bes-
tialis) es la unión carnal si es buscada no con miras al hijo, sino bajo la
presión del apetito sensual>>. Por eso hay que rechazar todo acto conyu-
gal con la esposa embarazada, estéril o que ha sobrepasado ya el clima-
terio. Copular para evitar la propia incontinencia y, más aún, por placer
es <<pelagiano>> para Jansenio, es laxismo. Como sucede en Agustín, se
admite, junto a la cópula para procrear, sólo el coito como prestación del
débito. El ideal es la cópula exenta de placer. Incluso la ofuscación de la
voluntad de procrear causada por la espectativa de placer es culpable.
Cuenta Jansenio que se ocupó durante toda su vida en Agustín; que
leyó algunas obras de éste veinte veces, otras hasta treinta, confiesa
estar horrorizado al ver que la doctrina de Agustín, para cuya com-
prensión él no ahorró fatigas, es desfigurada por modernos maestros.
Éste es el resultado de sus esfuerzos: <<Verdaderamente, esto es el
ideal del comportamiento matrimonial cristiano que se opone al deseo se-
xual de copular con la esposa menstruante, embarazada, totalmente es-
téril o incapaz de concebir por culpa de la edad. Y prosigo: No está per-
mitido hacer ni lo más mínimo en beneficio del placer carnal. En efecto,

239
si la prole, por cuya causa copulan los esposos, pudiera obtenerse de otra
manera sin la vivencia del placer, entonces los esposos estarían obligados
a abstenerse de la unión conyugal». Se considera que la cópula durante el
embarazo es inmoral y no libre de pecado no por un posible daño al feto
(lo que ciertamente se convierte en circunstancia agravante), sino porque
es imposible la procreación. Todos los jansenistas concuerdan en este
punto, e invocan a Agustín, Ambrosio, Jerónimo, Clemente de Alejan-
dría, etc. (Kiomps, pp. 184, 186 ss.).
Jansenio recurre constantemente a la primera carta de Pablo a los
Corintios (7,6), donde el Apóstol (según la errónea interpretación agus-
tiniana) dice que el acto conyugal que no sirve a la procreación está ne-
cesitado del perdón y, por tanto, es pecaminoso. Según Jansenio, el
placer sexual nos ha sido impuesto como castigo mediante el pecado de
Adán y Eva. Es posible superarlo moralmente sólo aceptándolo como
castigo. «La delectatio carnalis (el placer carnal) debe aparecer así como
menoscabo para la dignidad del hombre. Si hubiera existido en tiempos
de los jansenistas la posibilidad de la fecundación artificial, nuestros au-
tores, para ser consecuentes con sus planteamientos, deberían haberla
establecido como norma>>, escribe Klomps sobre los teólogos jansenistas
(p. 203).
En un tiempo en que otros teólogos trataban de huir de la imperiosa
necesidad de motivar cada uno de los actos conyugales, los jansenistas re-
tornan a la más estricta obligación de motivar cada acto. Ningún mora-
lista podía discutir que la interpretación que Jansenio hacía de la moral
matrimonial agustiniana se ajustaba por completo a la verdadera doc-
trina de Agustín. Sin duda que cinco enunciados extraídos del libro Au-
gustinus de Jansenio fueron condenados como heréticos por el papa
Inocencia X en el año 1653, pero ellos se referían a cuestiones dogmáti-
cas sobre la gracia y la predestinación, no a la moral matrimonial. La
moral matrimonial del libro Augustinus de Jansenio concuerda tan ple-
namente con la de Agustín que no fue condenada por la Iglesia ni en-
tonces ni en tiempos posteriores. La Iglesia católica no ha caído en la
cuenta -y, menos aún, confesado-- que su más eximio maestro la llevó
a un carril equivocado, en una cuestión que afecta de modo concreto y
cotidiano a la mayoría de las personas, con lo que innumerables con-
ciencias fueron importunadas injustamente y lo son todavía. No fue,
pues, condenada la moral matrimonial jansenista. Al contrario, y por ins-
tigación de los jansenistas, el papa Inocencia XI condenó en 1679 la afir-
mación de que la cópula conyugal sólo por placer no es pecado. Se
llamó al orden no a los excesivamente rígidos, sino a los que eran de-
masiado «laxos>> a los ojos de estos rígidos.
Ha ejercido gran influencia hasta nuestro siglo el libro Sobre la co-
munión frecuente, del famoso jansenista Antoine Arnauld (llamado «Le
grand Arnauld>>, el gran Arnauld), publicado en el ailo 1643 y que for-
mulaba exigencias severas para recibir la comunión. Se adoctrinaba a los
casados diciéndoles que debían abstenerse del acto sexual antes y después

240
de la comunión. Motivo de este libro fue la disputa entre la marquesa de
Sablé y la princesa de Guéméné sobre si los casados debían comulgar con
frecuencia o en contadas ocasiones. Efecto de este libro fue que se co-
mulgara poquísimo hasta que Pío X publicó en 1905 el decreto sobre la
comunión.
Una influencia aún mayor en la difusión del jansenismo ejercieron las
Cartas a un amigo de provincias, las famosas Lettres provinciales de Blai-
se Pascal (t 1662). El jansenismo es un entramado complejo, pero todos
sus partidarios comparten la aversión a los jesuitas. Pascal ha sido el que
más duramente ha fustigado a los jesuitas, haciendo que aparecieran
hasta hoy con unos perfiles un tanto ambiguos. Con su libro Augustinus,
Jansenio no sólo había conseguido revitalizar la moral matrimonial
agustiniana, sino sobre todo la doctrina agustiniana de la gracia. Las
Cartas a un amigo de provincias, de Pascal, versan en torno a esta doc-
trina agustiniano-jansenista de la gracia y acusan a los jesuitas de tener
una concepción falsa de la gracia y de la moral. Pascal apenas llega a ha-
blar de la moral sexual y matrimonial. Informa a su ficticio amigo de
provincias sobre una conversación con un padre jesuita que le expone,
entre otras cosas, la opinión de los teólogos jesuitas sobre cuestiones re-
lacionadas con los casados y los novios. Pascal escribe: <<Él me comunicó
luego las cosas más extrañas que uno pueda imaginar. Yo podría llenar
varias cartas con esa exposición, pero no quiero ni reproducir las citas
porque usted muestra mis cartas a todo el mundo; no deseo que las lea
alguien que sólo busca en ellas su propia diversión» (Carta 9). Tomás
Sánchez, el especialista de los jesuitas en cuestiones de moral sexual y
conyugal, al que Pascal cita por su nombre en sus Cartas 5, 7, 8 y 9 en
relación con otras cuestiones morales, habría sido uno de aquellos a los
que Pascal se niega a citar. La desviación de Tomás Sánchez respecto de
la severa moral sexual agustiniana es mínima, pero excesiva para Pascal.
Pascal escribió estas cartas para acudir en ayuda de su amigo Antai-
ne Arnauld, que iba a ser separado de la Sorbona. Pascal alaba en las
Cartas 15 y 16 el libro del gran Arnauld sobre la comunión frecuente con
las severas exigencias para recibir la comunión. Pascal opina que los je-
suitas, por el contrario, <<profanaban el sacramento>> (Carta 16) con sus
laxas exigencias.
Cuando Pascal murió a la edad de treinta y nueve años, se encontró
en su cuerpo una camisa áspera con pequeños garfios de hierro con los
que se solía restregar por las faltas más insignificantes. La genialidad y el
humor de las cartas de Pascal, con las que consiguió ridiculizar a sus ad-
versarios, los jesuitas, no dejan ver que, en cuestiones de moral matri-
monial, los <<laxos jesuitas>> tenían más razón que él. Por otra parte, Pas-
cal tuvo razón en arremeter contra la línea que la teología moral católica
había seguido desde el siglo XVI y en vapulear sin contemplaciones las in-
terminables disecciones y casuísticas insensatas que superan con mucho
a Agustín y a Tomás de Aquino y llevan con frecuencia a absurdos ridí-
culos. Pascal las desmontó punto por punto en sus Lettres provinciales,

241
con un gran alarde de inteligencia, pero prefirió guardar un aristocrático
silencio acerca de la moral sexual. Pascal tuvo, sin duda, el olfato nece-
sario para comprender que resultaba inoportuna en este terreno toda ob-
sesión de los teólogos por el detalle, independientemente de que uno con-
siderara demasiado laxos a esos teólogos (como sucedía a Pascal mismo)
o excesivamente rígidos (desde nuestra perspectiva actual). La ulterior
historia de la teología moral católica de los siglos XVIII y XIX, así como la
de nuestro siglo, con su diligente atención, sobre todo, a las cuestiones se-
xuales, se encargaría de darle la razón hasta la saciedad.
Pascal consiguió que muchos dejaran de prestar credibilidad a los je-
suitas en cuestiones de teología moral. Logró con ello, aunque él había
orillado discretamente ese tema, que otros jansenistas, con sus rigurosas
exigencias a los casados, impresionaran más a muchos creyentes que
los jesuitas con sus «laxos» requisitos. El jansenismo tuvo tan gran in-
fluencia gracias, en buena medida, a Pascal, y resultó determinante,
sobre todo, en Francia, Bélgica y en el mundo católico de lengua inglesa
hasta bien entrado el siglo XIX.
Laurentius Neesen (t 1679), rector jansenista del seminario belga de
Malinas, llega incluso a hacer la siguiente comparación: como el Estado
no aprueba en realidad los burdeles, sino que los tolera a regañadientes
para evitar un mal mayor, así tampoco los casados deberían consentir in-
teriormente al placer sexual, sino simplemente tolerar que acaezca por un
motivo recto, que se encuentra en la procreación de la prole y en la
prestación del débito, pues de ningun otro modo se puede conseguir
con esta naturaleza corrupta el fin bueno de la procreación de la prole
(Klomps, p. 182 ss.).
El jansenista Ludwig Habert (t 1718), que fue uno de los teólogos
franceses más influyentes del siglo XVII y asesor de varios obispos fran-
ceses, opina que la humanidad había sido aniquilada ya una vez me-
diante el diluvio a causa de los pecados cometidos en el matrimonio.
Aquel diluvio vino a causa «de la contaminación, emporcamiento y pro-
fanación del lecho conyugal» (no podía ser de otra manera). Añade el
mencionado autor que, mediante la gracia del sacramento del matrimo-
nio, se imparte a los casados la actitud de Tobías (<<copular sólo por
amor a la prole, no por placer») y que esa postura es de vital importan-
cia para la humanidad en cuanto que <<preserva a la humanidad de un
nuevo diluvio>> (Klomps, p. 160) y capacita a los esposos para amarse no
<<en la enfermedad de la concupiscencia>>, como los paganos, sino para
usar rectamente <<el mal del placer sexual» (lbid., p. 158). Los jansenistas
aluden constantemente al Tobías veterotestamentario que, según la tra-
ducción de Jerónimo, es, desde hace mil quinientos años, una especie de
Drácula del lecho conyugal con su escolta de demonios que exterminaron
a los siete maridos de Sara por haberse dejado llevar del placer en la
noche de bodas.
Naturalmente, de la aversión jansenista al placer emanaron conse-
cuencias en el sentido agustiniano también para la doctrina sobre María,

242
tal como las sacó, por ejemplo, el belga Guillermo Estius (t 1613), titu-
lar de una cátedra en Douai, uno de los pioneros del jansenismo: a
causa de la <<suciedad» del apetito carnal, Jesús quiso nacer de una virgen
y no del acto conyugal (Klomps, p. 78). Y Sylvius (t 1649), su sucesor en
la cátedra de Douai, muestra cómo los esposos normales pueden imitar la
pureza mariana. Sylvius opina que los esposos deberían eliminar toda
aprobación interior de la excitación proveniente del acto procreador, al
igual que el cojo quiere caminar hacia adelante, pero no por ello acepta
el hecho de cojear (Klomps, p. 80). Aunque gracias, no en último térmi-
no, a la «moral laxa de los jesuitas>> no se usa ya hoy el término «sucie-
dad>> en relación con el acto conyugal, sin embargo sigue siendo la su-
ciedad aquello de lo que, todavía hoy, los principales celibatarios quieren
preservar a María cuando se resisten a situarla en la proximidad de los
matrimonios y esposas normales en lo tocante a la concepción y al
parto.

243
Capítulo 23

LA PREVENCION DEL EMBARAZO


DESDE 1500 HASTA 1750

Mientras que en la Antigüedad y en la Edad Media se ocupaban cientí-


ficamente de la prevención del embarazo y de los períodos de esterilidad
de la mujer, la creencia en los demonios y la persecución de las brujas lle-
varon a considerar este campo como propiedad del diablo. El tema de la
contracepción se tornó en sospechoso y peligroso sobre todo desde la
Bula sobre brujas (1484), el Martillo de brujas (1487) y la consiguiente
intensificación de la quema sobre todo de las llamadas <<comadronas bru-
jas>>. La superchería azuzada por los teólogos y papas cerró el camino al
progreso de la ciencia en este campo. La Bula sobre brujas, con su furi-
bunda arremetida contra las artes brujas, que «impedían a los hombres
procrear y a las mujeres concebir>>, así como los siglos siguientes en los
que se practicó la <<incineración>> de brujas -sobre todo en Alemania-
no ofrecieron el terreno propicio para que una ciencia libre de trabas pu-
diera desarrollarse en ese campo.
Así, los esposos cristianos sólo disponían de dos métodos de contra-
cepción. El primero es el más católico: la continencia. Sirve cuando
ambos cónyuges se esfuerzan por practicarla. Tampoco el clérigo angli-
cano Jonathan Swift (t 1745) supo hacer una propuesta mejor en su Los
viajes de Gulliver, publicado en 1726: el Houyhnhnm racional y perfec-
to en el país de los caballos prudentes actúa <<evitando que la superpo-
blación trastorne el paÍS>>. Los miembros del estrato social superior de los
Houyhnhnm suspenden las relaciones sexuales matrimoniales tan pron-
to como tienen un hijo de cada sexo. Los Houyhnhnm de las clases so-
ciales bajas pueden engendrar tres hijos de cada sexo, a fin de que haya
suficientes criados. Noonan escribe sobre este método de la contracep-
ción en su libro Empfangnisverhütung (1969): <<Ningún teólogo de re-
nombre niega que esté permitida la continencia a los que no quieren
tener una prole demasiado numerosa>> (p. 414). Vistas las cosas así, al

245
menos se permitía algo a los esposos, y es de suponer que los teólogos
menos importantes tampoco prohibieron jamás tal huevo de Colón a los
esposos.
La frase de Noonan es sintomática de la situación en que se encuen-
tran los esposos en cuanto a la tutela absoluta ejercida por los clerócra-
tas: todo su hacer u omitir -en la medida en que no está prohibido-
necesita la autorización de los teólogos morales. Ciertamente, la conti-
nencia por acuerdo mutuo era un ideal matrimonial cristiano que, por
otra parte, había sido recomendado desde tiempos antiguos. No es de ex-
trañar, pues, que ya en la Edad Media se dispusiera en los monasterios de
toda una serie de hierbas para lograr la continencia, por ejemplo, la
«hierba del cordero casto>>, que ya Plinio (t 79) menciona en su Historia
natural y de la que Francisco de Sales (t 1622) escribe en su leidísima In-
troducción a la vida devota (Phi/otea): <<Quien se apoya en la hierba
agnus castus (cordero casto), se hace casto y pudoroso>> (3, 13).
La cosa se complicaba si los cónyuges no estaban de acuerdo respecto
a la continencia. En un primer momento no se dio respuesta afirmativa a
la pregunta de si una esposa -en situación de pobreza agobiante-
puede negar a su esposo el débito conyugal. Le Maistre (t 1481) opinó
que una esposa que niegue la relación sexual <<puede ser obligada judi-
cialmente a prestarla>> (Quaestiones morales II, fol. 49 r). Sólo a partir
del siglo XVI decidieron de otro modo algunos teólogos, como, por ejem-
plo; el dominico Soto (t 1560). <<Especialmente si padecen gran pobreza
y, por consiguiente, no pueden alimentar a tantos hijos>>, al menos en ese
caso no es pecado mortal negar el débito conyugal (cf. Noonan, p. 408).
Eso fue toda una innovación, una gran concesión hecha por Soto, teólo-
go de la corte de Carlos V.
Tomás Sánchez (t 1610) decidió igual que Soto. Y el jesuita alemán
Paul Laymann (t 1635), cuya obra de teología moral fue el manual clá-
sico durante ciento cincuenta años en las cátedras de teología, ocupadas
en su inmensa mayoría por jesuitas, decidió que <<en pobreza extrema>>
debe permitirse la negativa de la relación sexual conyugal (5, 10, 31, 16).
Pero todos estos generosos defensores de que la esposa puede negar-
se a mantener relaciones sexuales conyugales en caso de gran pobreza
concuerdan en que tal negativa es pecado mortal si, por ella, el marido
cae en la lujuria; si, por ejemplo, comete adulterio. Difícilmente se puede
expresar con mayor claridad que la relación sexual conyugal nada tiene
que ver con el amor, ya que la amenaza de adulterio por parte del mari-
do no parece precisamente lo más adecuado para promover la buena dis-
posición de la esposa a la relación conyugal.
Alfonso de Ligorio (t 1787), autoridad suprema en materia de teo-
logía moral durante los siglos XIX y XX, se inclina a pensar -en contra-
posición a muchos de sus predecesores- que no está permitido negarse
a prestar el débito conyugal en situación de gran pobreza, precisamente
por el peligro de la lujuria. Eso significa que la latente infidelidad del ma-
rido debe ser apuntada en el debe de su abrumada esposa si ella (en si-

246
tuación de gran pobreza) no se aviene a mantener relaciones sexuales. En
cambio, negar la relación sexual por una razón de mucha menor grave-
dad a un marido benévolo, fiel y enamorado no sería pecado -según Al-
fonso-- en el caso de que el marido no insista (Theologia moralis VI, no.
940 y 941 ). Es decir, que la esposa que -sabiendo que su marido no
puede alimentar a más hijos- no se une a su marido adúltero, peca gra-
vemente. En cambio, la esposa que, sin una razón especial, no se une a su
esposo fiel, peca a lo sumo venialmente. El derecho de los lujuriosos en
materia de relaciones conyugales es un aspecto fundamental de la moral
matrimonial eclesiástica hasta el concilio Vaticano II incluido. A la có-
pula matrimonial para evitar la fornicación y el adulterio se presta la
mayor atención, y se le da la preferencia ante un eventual daño grave de
la madre. La moral matrimonial católica sigue siendo una moral ma-
chista y una inmisericorde explotación sexual de la mujer.
A la cópula por amor (ni siquiera existe entre los cuatro motivos
teológicos clásicos) y, por consiguiente, a la eventual evitación respon-
sable de hijos no se ha dedicado hasta el presente ni una sola idea posi-
tiva. A los ojos de los celibatarios, la cópula conyugal es sólo para evitar
la lujuria y para procrear hijos o para evitar la lujuria corriendo el riesgo
de procrear hijos. De ahí que -a pesar de las esporádicas bellas pala-
bras- no se haya producido el menor cambio hasta nuestros días. Si los
teólogos, comenzando por Agustín, hubieran pensado tanto en el amor
de los esposos como en el peligro de la lujuria y de la infidelidad princi-
palmente del esposo, entonces habrían estructurado un sistema moral
mucho más humano que ese sistema brutal que nos legaron. Por consi-
guiente, podemos resumir afirmando que el asunto de los esposos cris-
tianos -administrado exclusivamente por solteros- ha sufrido grave
daño.
Fuera de la continencia en caso de consenso mutuo, los esposos cris-
tianos disponían -como segundo medio en casos graves- del «abrazo
reservado>>, del que ya hemos hablado. Los restantes tipos de contra-
cepción eran considerados como pecado mortal. Se trata sobre todo de
dos: el coitus interruptus y las llamadas pócimas (medicamentos). El
coitus interruptus es considerado pecado grave, por ejemplo, por el car-
denal Cayetano (t 1534). Francisco de Sales (t 1622) dice: <<La acción de
Onán fue detestable a los ojos de Dios>>. Este autor critica a «algunos he-
rejes modernos que piensan que molestó a Dios no la acción, sino sólo la
mala intención de Onán (3, 39)». (Recordemos que Onán no estaba in-
teresado en la contracepción en cuanto tal, sino en no dar descendencia
a su hermano difunto.) Al referirse a los modernos innovadores que,
según él, eran partidarios del coitus interruptus, Francisco de Sales no
pensaba en los reformadores protestantes, los cuales no hicieron progreso
alguno en este punto, sino que se atuvieron a la doctrina agustiniana
sobre el matrimonio.
En cuanto al coitus interruptus, los teólogos se han interesado siem-
pre, de manera especial, por una cuestión, la del comportamiento de la

247
esposa. Si ella sabe que su esposo quiere practicar el coitus interruptus,
¿debe resistirse hasta la muerte, como opina san Bernardino (t 1444)?
Alfonso de Ligorio lo ve --como sus predecesores Le Maistre y Tomás
Sánchez- de la siguiente manera: la esposa puede e incluso debe practi-
car la cópula conyugal aun sabiendo la perversa intención de su esposo si
de su negativa se deriva un mal. En tales circunstancias, ella no coopera
formalmente en el pecado prestando el débito conyugal. Es más, ella tiene
derecho incluso a pedir el débito si, de lo contrario, caería en la inconti-
nencia (VI, n. 0 947). Vemos aquí de nuevo la preocupación de la Iglesia
por la potencial adúltera y su total olvido de aquellos que no consideran
la relación conyugal como sustitutivo del adulterio. También el vocero de
Alfonso en nuestro siglo, Bernhard Haring, alemán, teólogo moral y re-
dentorista, permite que la esposa coopere en el coitus interruptus para
<<evitar el adulterio>>, pero él no dice nada sobre si ella puede exigir
también tal cópula (Das Gesetz Christi, III, p. 357).
Bernhard Haring se equivoca cuando sostiene en 1982, en honor de
Alfonso de Ligorio, fundador de su orden, lo siguiente: <<A quienes tienen
a Alfonso por un archiconservador les sorprenderá sobre todo que él
aplicara este principio en un terreno que es hoy acalorado objeto de
discusión, en la cópula interrumpida: "Se puede interrumpir la cópula
conyugal si es que existe un motivo proporcionado" (Theologia moralis,
lib . .VI, n°. 947). Los rigoristas consideraron que esto es siempre pecado>>
(B. Haring, Moral für die Er!Osten, en Theologie der Gegenwart, 1982,
1, p. 2).
Nada semejante a esto hay en el mencionado pasaje de Alfonso. En
él se trata únicamente de si la esposa inocente comete pecado grave si
copula con su esposo que peca gravemente. Tampoco en otro pasaje de
Alfonso, en el que parece pensar Haring y al que llegó a citar en 1986
(Theologie der Gegenwart, 1986, 4, p. 214 ), concretamente Theologia
moralis, lib. VI, n. 0 954, se permite en modo alguno el coitus interruptus
como medio anticonceptivo. Más bien, dice expresamente que <<ni la
amenaza de pobreza ni el peligro en el parto disculpan», sino que se trata
de una <<transgresión contra el primer fin del matrimonio>>. Comenta úni-
camente la pregunta de si uno está obligado a continuar la cópula si en
esa continuación de la relación sexual amenaza el peligro de una enfer-
medad o de ser asesinado por un enemigo o alguien se interpone. Claro
que ni un solo teólogo católico del conservadurismo más extremo ha lle-
gado hasta el mostruoso punto de afirmar que uno está obligado a de-
jarse matar por el enemigo, a aceptar el infarto, a tolerar una interposi-
ción, la presencia, el trastorno, el impedimento, la interrupción o la
intervención de una tercera persona y continuar el coito a pesa:r de ello;
coito que en modo alguno está permitido interrumpir como contracep-
ción, cosa que, más bien, es y sigue siendo pecado mortal para Alfonso.
Todavía no ha sido engendrado el teólogo romano que descriminalice
con la aprobación de Roma el coitus interruptus.
Por consiguiente, aunque Alfonso no es el progresista descriminali-

248
zador del coitus interruptus que su correligionario Haring quiere pre-
sentarnos con trazos de prudencia, al menos hasta que el magisterio
eclesiástico intervenga, sin embargo se debe observar que Alfonso no
exige de la esposa -como Bernardino de Siena (t 1444)- preferir antes
la muerte que realizar la cópula matrimonial si ella tiene por probable el
coitus interruptus de su esposo. Como tendremos oportunidad de ver, en
los siglos XIX y XX se llegaría a juzgar con mayor dureza que Alfonso en
esta cuestión de la contracepción; por ejemplo, en las respuestas emana-
das de Roma en los años 1822, 1823 y 1916.
El otro método de contracepción -los medicamentos (pócimas)-
llegó a ser equiparado por el Catecismo romano de Trento con el homi-
c~dio, sintonizando así con el ya mencionado viejo canon Si aliquis, y
S1xto V amenazó en 1588 con la pena de muerte a quien lo practicara. El
jesuita Laymann (t 1635) llama a este tipo de contracepción <<cuasi-ho-
micidio>> y lo considera pecado mortal (3, 3, 3, 2). Pregunta él: <<¿Puede
una mujer tomar un medicamento para evitar concebir cuando ella sabe
por boca del médico o por su propia experiencia anterior que el parto de
un hijo le traerá la muerte?». La respuesta es: No. Ese autor justifica su
aserto diciendo que la contracepción contradice al fin principal del ma-
trimonio. He aquí su fundamentación: <<Sí en algunos casos se permitie-
ra a las mujeres ese medio de evitar el embarazo, con ello se abusaría de
modo sorprendente y se ocasionaría una gran pérdida a la procreación
humana». Y trae a colación inmediatamente el otro tipo de contra-
cepción, el coitus interruptus: <<Por una razón similar dicen los doctores
-sintonizando plenamente con las enseñanzas divinas- que no está
permitido en caso alguno provocar la eyaculación del semen>> (5, 10,
3, 1) (cf. Noonan, p. 457).
La idea de equiparar la contracepción con el homicidio -idea no
compartida, sin embargo, por todos los teólogos- se vio reforzada en
1677 por el descubrimiento de los espermatozoides móviles en el eyacu-
lado masculino (pero sin que se tuviera conocimiento del óvulo femenino,
descubierto en 1827 por K. E. von Baer). Con este descubrimiento se
había hecho evidente en el semen masculino, por así decirlo, <<el potencial
ser humano>> del que hablaba Tomás de Aquino. En los siglos xvn y
XVIII, muchos compararon al varón con un sembrador que esparce su se-
milla en el surco del campo de labranza y le concibieron como a uno que
deposita un hombre diminuto en la esposa. Con ello, la contracepción se
aproximó al homicidio aún más de lo que había pensado el canon Si ali-
quis. Pero se empezó a cambiar de idea desde mediados del siglo XVIII y
se dejó de considerar la contracepción como sinónimo de asesinato.
Aquí fue determinante Alfonso de Ligorio. Noonan señala: <<Con san Al-
fonso termina su vida teológica la idea del homicidio. Se había abando-
nado una tradición que se remontaba a Regino de Prüm y a Burchardo;
incluso a san Jerónimo» (p. 450).
A mediados del siglo XVII se inventó el condón, pero era demasiado
caro e inseguro como para adquirir gran importancia. Por lo general, fue

249
utilizado sólo en relaciones extramatrimoniales. Es probable que la mar-
quesa de Sévigné pensara en el inseguro condón cuando, en una carta que
escribió en 1671 a su hija, la condesa de Grignan, habla de que los con-
dones son <<un bastión contra el placer sexual y una tela de araña contra
el peligro>>. En cualquier caso, aquel condón del siglo XVII no alcanzó un
éxito clamoroso.
A la hora de dar a conocer al rebaño la prohibición de la contracep-
ción, los pastores disponían, sobre todo, de dos posibilidades: la predi-
cación y el confesionario. En los sermones sobre la contracepción se
era más cauteloso que san Bernardino (t 1444). Parece que sólo algunos
sacerdotes próximos al jansenismo no practicaron en este punto la eximia
circunspección de Pascal; así, por ejemplo, Felipe Boucher, que predicó a
pricipios del siglo XVlll en París contra <<el abominable crimen de Onán>>
(coitus interruptus), contra la sodomía (copulación anal) y contra el uso
de hierbas anticonceptivas; e insistió en que la pobreza no es razón al-
guna para que la esposa abrumada niegue a su marido el débito conyugal
(Noonan, p. 461). En general, los predicadores se atuvieron a las indi-
caciones del Catecismo romano elaborado por el concilio Tridentino. En
la sección titulada <<¿Qué hay que enseñar sobre las obligaciones conyu-
gales» se dice: <<Aquí, los pastores deben expresarse de modo que su boca
no propale palabra alguna que pueda parecer indigna a los oídos de los
fielt:s, herir a las almas devoras o provocar a la risa>> (2, 8, 33 ). A la pre-
gunta de cómo deben tratar los párrocos el sexto mandamiento (No co-
meterás adulterio) sigue la indicación: <<Pero sea el párroco prudente y
cauteloso en el tratamiento de esta cuestión; y mencione el asunto con
palabras veladas>>(3, 7, 1). <<En esta materia pueden quedar sin ser men-
cionadas otras muchas formas diversas de incontinencia y lujuria sobre
las que el párroco tiene que exhortar en secreto a cada uno según lo re-
quieran las circunstancias de tiempo y de la persona» (3, 7, 5). Con pa-
labras claras se menciona sólo la contracepción mediante medicamen-
tos, <<pues tal cosa debe ser rechazada como un plan impío de asesinos>>
(2, 8, 13).
También en el interrogatorio que se hacía en el confesionario en lo
tocante a la contracepción reinó una mayor explicitez antes del concilio
de Trento. Después del concilio de Trento, el Rituale romano, el libro
vinculante sobre la administración de los sacramentos, daba a los con-
fesores una sola indicación sobre las preguntas en el terreno sexual. Les
exhortaba a omitir <<preguntas imprudentes a los jóvenes de ambos
sexos o a otros sobre cosas que ellos no conocían, a fin de que no se es-
candalizaran y aprendieran así a pecar>>. Carlos Borromeo (t 1584)
aconsejaba a los confesores que hicieran gala de una <<circunscepción ex-
traordinaria» en los pecados de lujuria (Avvertimenti perla retta ammí-
nistrazione del sacramento del/a penítenza, 12). Alfonso de Ligorio daba
a los confesores la siguiente advertencia: <<En general, el confesor no está
obligado -ni tampoco es conveniente para él- preguntar sobre pecados
de los cónyuges en relación con el débito conyugal, a no ser que él inte-

250
rrogue con la mayor delicadeza posible a la esposa si ha cumplido con
esta obligación, preguntando, por ejemplo, si ha obedecido en todo a su
marido. Debe callar sobre las otras cuestiones si no le preguntan>> (Praxis
confessoris II, 41).
No duró mucho este prudente silencio de los confesores respecto de
la contracepción en el matrimonio. La cuestión de la prevención de los
nacimientos estaba destinada a convertirse durante los siglos XIX y XX en
el tema capital de la confesión de los casados. El hecho de que Alfonso
hable aquí de la obediencia total de la esposa a su propio marido está en
la línea de la ininterrumpida devaluación de la mujer en la Iglesia católica
hasta nuestros días.
Si bien Alfonso da a los confesores el sabio consejo de no hacer pre-
guntas a los casados respecto a la contracepción, toda la serie de pre-
guntas que recomienda hacer en el confesionario a los niños y a los jó-
venes son bastante más descaradas e importunas. La sugerencia del
concilio de Trento de hablar <<con términos velados>> sobre estas cues-
tiones lleva en Alfonso a un encubrimiento ambiguo que no hace sino
empeorar la cosa. Su indicación de que el confesor interrogue a los niños
está formulada con las siguientes palabras: <<Hay que tratar a los niños
con sumo amor y dulzura. Déjeles que manifiesten todos los pecados que
recuerdan. A continuación se les pueden formular las siguientes pregun-
tas: ... Si han cometido un pecado feo. Sin embargo, en esta materia, el
confesor debe preguntar con mucha prudencia. Empezará desde lejos con
preguntas genéricas; primero, si han dicho palabras feas, si han bromea-
do con otros chicos o chicas y si han hecho estas bromas a escondidas. A
continuación, pregúnteles si han cometido acciones deshonestas. Con fre-
cuencia, incluso si los niños responden con una negación, es útil formu-
larles preguntas sugerentes, por ejemplo: "Ahora puedes decirme cuántas
veces lo has hecho. ¿Cinco veces? ¿Diez?". Luego hay que preguntarles
con quién duermen y si han jugado con los dedos en la cama>> (Praxis
confessoris VII, 90).

251
Capítulo 24

JUAN PABLO II
Y LA COPULA POR PLACER

Inocencio XI, al declarar en 1679 que la «cópula conyugal sólo por


placer>> no está libre de pecado, hizo que la ciencia teológica se mantu-
viera en marcha durante los siglos siguientes en el tema de la moral se-
xual. Mientras que los jansenistas rechazaban para el acto conyugal
toda motivación basada en el placer sexual y coincidían así plenamente
con Agustín y con el Catecismo romano (1566), los teólogos moderados
trataron de permitir una pizca de placer sexual y se preguntaban dónde
está la diferencia entre la cópula matrimonial por placer y la cópula
matrimonial sólo por placer, puesto que únicamente este último se ve
afectado por el decreto pontificio.
Determinante para el siglo XIX y, en buena medida, también para el
siglo xx, es Alfonso de Ligorio (t 1787). Fue canonizado en 1839 y de-
clarado doctor de la Iglesia en 1871. Alfonso soluciona el problema de un
modo bastante prolijo. Opina que, según la opinión general, la cópula
sólo por placer no está exenta de pecado, sino que es pecado venial -pe-
cado mortal es tan sólo en determinadas circunstancias- porque el pla-
cer sexual, previsto por la naturaleza como medio para la procreación, es
convertido en el objetivo del acto conyugal. Por el contrario, no hay pe-
cado cuando el consorte quiere preferentemente la procreación y utiliza el
placer sexual -al buscarlo con moderación- para excitarse de ese modo
a la realización del acto conyugal (VI, n.o 912). Por consiguiente, es lícito
buscar el placer sexual, pero no lo es el convertirlo en el objetivo princi-
pal o único. El siglo XIX terminará por compendiar el problema en una
fórmula breve: la cópula sólo por placer es el coito que excluye otros fines
morales del matrimonio. Así, por ejemplo, el jesuita Ballerini (t 1881). Se
piensa en la exclusión a la hora del por qué y para qué de la relación con-
yugal, no, por ejemplo, en la exclusión de la prole mediante el uso de mé-
todos anticonceptivos, pues eso no sería pecado venial, sino mortal.

253
La discusión teológico-moral que venía desde el siglo XVII y que se
preguntaba si el disfrute de algo de placer sexual es un motivo moral-
mente permitido para la relación carnal entre cónyuges se decidió así en
sentido afirmativo a pesar de que Agustín y el Catecismo romano (no es
lícito consumar el matrimonio por el afán de placer sexual) estaban en
contra.
Cuál es la suerte que corre un autor que se declara partidario de que
se llegue a experimentar mayor placer mediante la variación de la postura
amatoria estándar en el acto conyugal debería quedar inequívocamente
claro también en nuestro siglo. En efecto, cuando los obispos alemanes,
casi sin excepción, vieron en Hitler «el bastión contra el bolchevismo y
contra la peste de la literatura sucia» pensaban no en último término en
un libro concretísimo, que había alcanzado en 1930 la edición 51, al que
la Iglesia había incluido en el Indice de libros prohibidos, el régimen nazi
lo había requisado, y del que se ocupó Pío XI (que firmó el concordato
con Hitler) en su encíclica Casti connubii, en la que al mencionado libro
-titulado El matrimonio perfecto-- rebautizó con el título de El putería
perfecto (según la traducción oficial de los obispos alemanes). De ese
modo, el papa creó un nuevo estado perfecto y contribuyó a una mayor
difusión del libro. Estamos refiriéndonos al libro que el ginecólogo ho-
landés y ex-director de una clínica femenina de Haarlem, Theodor van de
Velde, publicó en 1926 con el título de El matrimonio perfecto, abre-
viación del farragoso título El matrimonio llevado a una mayor perfec-
ción desde el punto de vista técnico-fisiológico (Prefacio del autor).
Este libro sufrió un segundo gran golpe treinta años después de la
muerte de su autor, en 1967, con ampliaciones que incrementaron la
confusión, después de que ya antes hubiera sido abreviado y hubiera que-
dado empobrecida la sustancia de su contenido.
Para muchos cónyuges o para el putería conyugal, especialmente en
el Occidente cristiano, en el que el placer sexual resulta sospechoso y por
lo que la cultura del acto sexual está subdesarrollada, Van de Velde se
convirtió en una especie de Galileo del lecho conyugal. Destabuizó las re-
laciones corporales hablando sobre ellas, si bien prefirió las expresiones
latinas <<porque son las más habituales en el lenguaje médico y las que
mejor respetan el sentimiento en la discusión de algunas cosas» (p. 46).
De ese modo, Van de Velde elevó estas relaciones conyugales desde el
mutismo típico de los animales al ámbito personal.
Van de Velde quería introducir variedad en la habitación conyugal,
una variedad que -hasta ese instante- al varón le parecía «posible
sólo en el objeto». Lo que interesa en último término a este autor es la fi-
delidad y el amor de los esposos. De ahí que, compartiendo las concep-
ciones de la moral católica en lo tocante al divorcio, a la contracepción y
al coitus interruptus, opinara: <<Mis ideas no se contradicen con la moral
católica>> (p. 269). En eso, se equivocaba profundamente. El pesimismo
sexual y la animosidad de la moral sexual católica contra el placer sexual
prohíben una obra así sobre el espacio de libertad íntimo de los cónyu-

254
ges, cuya total administración y planificación habían considerado como
tarea esencial de la Iglesia los vigilantes celibatarios.
No ya tan enemigo del placer sexual como Agustín, pero sólo apa-
rentemente favorable al placer se había expresado en 1911 el más im-
portante moralista de su tiempo, el jesuita Hieronymus Noldin (t 1922):
«El Creador puso en la naturaleza el placer sexual y el ansia de él para
atraer al hombre a un asunto que es sucio en sí y gravoso en sus conse-
cuencias>> (De sexto praecepto et de usu matrimonii, p. 9).
Para tal teología, Van de Velde era algo así como un puñetazo en un
ojo. Él toleraba el sucio asunto no sólo con miras a los gravosos hijos,
sino que veía un sentido y finalidad en la suciedad misma. No es de ex-
trañar que toda la virulencia del magisterio eclesiástico tratara de ani-
quilarlo. En la encíclica Casti connubii, escrita en 1930 y dirigida prin-
cipalmente contra los esposos que, <<por repugnancia a la bendición de
los hijos, evitan la carga, pero, sin embargo, quieren disfrutar del placer
sexual>>, también se golpeó a Van de Velde, en quien no se cumple el an-
terior veredicto, pues opina, en línea con el viejo estilo, que la maternidad
significa <<para la esposa de mente sana la cima de los deseos>> (p. 222).
Le golpeó de forma aniquiladora porque él concentra la mirada en el pla-
cer sexual en cuanto tal, y no lo deja en su existencia sombría de medio
para la procreación, único aspecto en el que se concentra la moral ma-
trimonial cristiana. Con esta <<idolatría de la carne>>, con esta «bochor-
nosa esclavitud de la concupiscencia>>, con estas <<ideas impías» contri-
buye él al <<vituperio de la dignidad humana>> (Casti connubii).
Van de Velde hace del armario de los venenos de los confesores una
farmacia para los esposos. Lo que durante milenios podía acarrear la
muerte eterna aun tomado en pequeñas dosis es concentrado ahora por
este autor en su receta, convencido de que lo perverso no reside en la po-
sición de los cuerpos, sino en la actitud del espíritu. Hoy se han aman-
sado las olas en torno a Van de Velde. Desde la aparición del libro de
este autor, la Iglesia se concentra con redoblado ímpetu en prohibir la
contracepción, prohibición en la que --con su inamovible e incorregible
aversión al placer sexual- ignora obstinadamente las verdaderas cues-
tiones y sufrimientos de la humanidad.
Bernhard Haring expresa su condena personal de Van de Velde en su
teología moral Das Gesetz Christi (1967). Rechaza el libro porque <<des-
ciende de forma repugnante a particularidades>>, En vez de entrar en de-
talles, él tiene una receta universal. En el capítulo titulado <<Técnica del
amor>> recomienda <da amorosa escucha conjunta de la voluntad de
Dios» y <<la oración comÚn>> (III, p. 363).
Haring informa sobre cuánto placer sexual es lícito. Escribe sobre la
<<cópula por el afán exclusivo de placer sensual»: <<Pero si el acto con-
serva su forma natural de servicio a la vida (es decir, si no se recurre a la
contracepción), entonces la culpa está sólo en la carencia de la motiva-
ción total y, por consiguiente, podría ser "sólo" levemente pecaminoso
en lo que atañe al acto concreto>> (Ill, p. 371). El entrecomillado que Ha-

255
ring da al adverbio «sólo» pretende indicar, sin duda, que no se debe
tomar a la ligera el asunto. De hecho, continúa: <<Pero si esto no es el jui-
cio de un acto concreto como tal, sino una actitud general respecto a las
relaciones conyugales que sólo ve el placer y tiene a éste como su único
objetivo, entonces en este caer del verdadero amor y del respetuoso ser-
vicio a la vida al puro instinto vemos una de las más peligrosas raíces de
la impureza, una actitud absolutamente contraria a la castidad>>, Hii.ring
pretende ser aún más claro: <<La actitud de Tobías debe inspirar toda la
conducta conyugal, aunque no es preciso que motive cada acto concreto:
"Tú sabes, ¡oh Señor!, que no me mueve la lujuria a tomar a esta her-
mana mía por esposa, sino el amor a la descendencia" (Tob 8, 9)». Por
consiguiente, nunca hay que perder de vista al hijo en la cópula, y es lí-
cito intentar algo de placer sexual, que, según Hii.ring, debe <<dar pie para
la actuación que está en el recto orden de los motivos». <<Entonces ... no
hay pecado» (Hii.ring, III, p. 371 s.).
También Juan Pablo II aceptó en los esposos un cierto afán de placer
sexual al permitir en la Familiaris consortio (1981) la continencia perió-
dica como método de control de la natalidad. Con ello se abandona la
agustiniana motivación de la procreación como la razón más importan-
te de cada acto conyugal, y --con esta concesión de placer sexual- el
papa entra en contradicción flagrante con la condena que hizo Agustín
del.método de la elección de los tiempos calificándolo de <<método de ru-
fianes». A pesar de todo, Juan Pablo II sigue dentro de la más pura
línea agustiniana. Cierto es que el motivo de la procreación como nece-
sario para cada acto conyugal ha sido abandonado, pero no la aversión
al placer sexual. Puesto que en Agustín era mayor el aborrecimiento del
placer sexual que la voluntad de procrear, la tradición católica se con-
serva. Es lícito evitar de manera exenta de placer la procreación: me-
diante la continencia. Uno no puede quitarse de encima la impresión de
que la constante insistencia en el hijo como primer fin del matrimonio no
tiene al hijo como punto principal de mira, sino que más bien pretende
cultivar el hijo predilecto de los celibatarios, el objetivo de que los casa-
dos se abstengan de realizar la cópula conyugal.
Por consiguiente, Juan Pablo II -no obstante la contradicción de su
método con el planteamiento de Agustín- ha puesto realmente a punto
el auténtico y subyacente dinamismo de la moral sexual agustiniana, es
decir, la aversión al placer sexual. Los hijos tampoco son la preocupación
primera del papa polaco. Llegado el caso, ellos serán evitados de una
forma u otra, según parámetros católicos o no católicos. También a él le
interesa por encima de todo el recorte del placer sexual. En este punto, la
Iglesia trata de salvar lo salvable. Menos mal que el método de la elec-
ción de los tiempos sigue siendo bastante complicado y que el período de
la continencia es todavía bastante amplio. Juan Pablo II cita con gran
fruición la <<Encíclica de la píldora» (1968) de Pablo VI: <<El dominio del
instinto mediante la razón y la libre voluntad impone indudablemente
una cierta ascesis a fin de que las manifestaciones afectivas de la vida

256
conyugal tengan lugar según el recto orden especialmente en lo tocante a
la observancia de la continencia periódica». Menos mal que no hay que
temer que la ciencia consiga tan pronto predecir en qué día o en qué
horas es fértil la mujer. De lo contrario, ¿qué sería del recto orden para la
manifestación del amor conyugal y para la ascesis? Sin duda que también
otras muchas cosas se perderían por el camino. El papa sigue citando la
<<Encíclica de la píldora» de su precedesor: <<Pero esta disciplina, propia
de la castidad de los esposos, lejos de dañar al amor conyugal le confie-
re un valor humano más elevado. Sin duda, exige un esfuerzo conti-
nuo, pero -gracias a su influjo benéfico- los esposos desarrollan de
forma integral su personalidad, enriqueciéndose con valores espirituales.
Ella aporta a la vida familiar frutos de serenidad y de paz, y facilita la so-
lución de otros problemas, favorece la atención al otro cónyuge, ayuda a
los esposos a quitarse de encima el egoísmo, enemigo del verdadero
amor, y profundiza su sentido de responsabilidad en el cumplimiento de
sus deberes. Los progenitores adquieren con esa disciplina la capacidad
para ejercer una influencia más profunda y eficaz en la educación de los
hijos» (n°. 33). En una palabra: la continencia es un premio gordo espi-
ritual. Ella logra para el padre, madre, hijos, e indirectamente también
para el abuelo y la abuela, todo cuanto se puede desear. Ella es el medio
que soluciona todos los problemas conyugales, de la educación y de la
vida.
A la vista de tales efectos maravillas de la continencia periódica,
Juan Pablo 11 ha encomendado a los teólogos del futuro la respuesta a
una pregunta. Hace un «llamamiento urgente a los teólogos para que
unan sus fuerzas en la colaboración con el magisterio eclesiástico>>. Los
teólogos deben <<elaborar y profundizar la diferencia antropológica y
moral que existe entre la contracepción y el recurso a la eleción de los
tiempos» (n°. 32). Puesto que Agustín negó que existiera una diferencia
teológico-moral, se trata de una ardua tarea. En realidad, se trata de una
tarea imposible de resolver, pues donde no existe diferencia moral algu-
na, no es posible encontrar una. De hecho, existe una diferencia, pero no
es teológica, sino pontificia: en el método de la elección de los tiempos el
papa consigue someter durante varios días a los esposos al yugo pontifi-
cio de la continencia; en otros métodos fracasa.
Los teólogos moralistas no harán huelga, sino que darán con una di-
ferencia. Al fin de cüentas, el mismo Juan Pablo li apunta ya la solución
del enigma. Sigue diciendo: <<Se trata de una diferencia mayor y más pro-
funda de lo que se opina generalmente y que está ligada en último tér-
mino a dos concepciones irreconciliables de persona y de sexualidad
humana>>. Cierto que no habría sido posible dar con ello solos, pero
ahora se sabe al menos en qué dirección hay que buscar. El papa Juan
. Pablo li prosigue: «La opción por los ritmos naturales contiene una
aceptación de los tiempos de la persona, de la esposa, y con ello también
una aceptación del diálogo, del respecto mutuo, de la responsabilidad
conjunta, del autodominio». Si no hubiera aquí autodominio -preocu-

257
pación única y exclusiva del papa-, entonces uno podría admitir que el
papa se preocupa incluso de la persona, de la mujer. Finalmente, ¿quién
podría desaprobar el diálogo con la esposa y la estima de ésta si no es-
tuviera ahí la férula pontificia según la cual hay que postular precisa-
mente los períodos fecundos de la mujer y, consiguientemente, la conti-
nencia periódica como posibilidad de un período más elevado en la vida
conyugal y como una ocasión para todo aquello que es bueno y bello?
Este himno pontificio a la continencia conyugal lleva por título <<El
servicio a la vida>> en el escrito apostólico Familiaris consortio de 1981.
El título «Servicio a la vida>> parece contradictorio en el contexto sobre la
contracepción, pero el papa piensa aquí en otro, más elevado, servicio a
la vida; más o menos quiere decir: practicando la continencia, los esposos
se aproximan, al menos durante algunos días, al estado virginal y secua-
lifican, aunque sólo sea de forma periódica, para una existencia más ele-
vada. El servicio que los esposos prestan ahí a la vida no consiste ya en
engendrar hijos, sino en contenerse. El papa ha modificado y recalificado
en esta ocasión la idea de la evitación de los hijos. Considera la conti-
nencia periódica como una especie de ejercicios matrimoniales. El papa
pasa por alto, lisa y llanamente, en su capítulo <<El servicio a la vida>> el
hecho de que, con la continencia periódica, los esposos quieren obviar las
fechas favorables para concebir, es decir, evitar el hijo. De ahí que el
papa tampoco llame <<contracepción>> a la continencia periódica --el
término no aparece ni una sola vez en ese contexto-, sino <<regulación
de la natalidad>>, con lo que todo está en orden para él. Se trata justa-
mente de natalidad, aunque sólo de alguna manera.
De seguro que los teólogos, a los que no es fácil poner en dificultades,
serán útiles en la búsqueda de la gran diferencia entre contracepción y re-
gulación de la natalidad. El cardenal Ratzinger ya ha echado una mano
al papa. En conexión con el sínodo de obispos celebrado en Roma en
1980, escribió una carta de 27 páginas a los sacerdotes, diáconos y a
cuantos participaban en la pastoral en la archidiócesis de Munich-Frei-
sing. Esa carta es un canto de alabanza a los resultados del sínodo en la
cuestión <<Matrimonio y familia>>. En esa carta escribe sobre la encíclica
Humanae vitae (encíclica de la píldora): <<Precisamente en este punto de
partida (de la experiencia femenina), desde la pura experiencia, resulta
convincentemente visible lo que la argumentación teológica no ha podi-
do hacer comprensible: que en la alternativa entre métodos naturales y
contracepción no se trata de una cuestión moralmente irrelevante sobre
medios distintos para el mismo fin, sino que en medio hay un abismo an-
tropológico que, justamente por eso, es también un abismo moral. Pero
¿cómo aludir a ello en poquísimas líneas cuando la conciencia general
nos cierra de plano el acceso a ello?>>, De hecho, no se puede socorrer
con un par de líneas a la ignorancia de los casados. Los teólogos tendrán
que trabajar durante generaciones para iluminar la ciega conciencia ge-
neral que no puede o no quiere ver diferencia alguna y para convertirse
en luz para los esposos, que tantean en la más opaca oscuridad. Por suer-

258
te, el cardenal da ya una pista sobre cómo se puede avanzar más en estas
difíciles ideas: <<Con la píldora se priva a la mujer de su propio ritmo
temporal y, consiguientemente, de su manera de ser; y, como la quiere el
mundo de la técnica, se hace "utilizable" en todo momento. Lo ha su-
brayado recientemente y con eficacia Christa Meves, que alude en este
contexto al sentido y belleza de la continencia, de la que nuestra sociedad
enferma ni se atreve a hablar. Como se sabe, todo esto y algunas cosas
más han conducido entre tanto a un cansancio respecto de la píldora,
hecho que debemos contemplar como una oportunidad para nuevas re-
flexiones,,.
Si la píldora significa a los ojos del cardenal Ratzinger un gravamen
para la mujer, citaremos aquí -a modo de compensación- una carga
para el varón. En el artículo <<¿Tiene aún un futuro el matrimonio cris-
tiano (católico)?>>, publicado en 1976 en la Hoja Pastoral para las Dió-
cesis de Aquisgrán, Berlín, Essen, Colonia, Osnabrück, Christa Meves
observa: <<Al aumentar la expectativa de vida de la mujer, que en el
siglo pasado eran de una media de 33 años, pues entonces moría ella de-
bilitada por numerosos partos o en el parto mismo, ha crecido también
el número de personas que conviven durante treinta, cincuenta e incluso
sesenta años. Esta mayor duración de la relación significa, especialmen-
te para el varón, una ulterior prueba, pues, en tiempos pasados, él, tras la
muerte de la esposa, frecuentemente joven, podía contraer nuevas nup-
cias con una mujer que era con frecuencia aún más joven. Por eso, es pre-
ciso que él se adapte hoy a una esposa que envejece a veces más de
prisa que él>>. Se ve así que cada uno tiene una carga que llevar: la
mujer, a causa de la píldora, se ha convertido en <<Utilizable>>, y el varón
ya no es libre, a causa de la creciente longevidad de su esposa. Además,
la píldora puede haber contribuido a empeorar la situación de los mari-
dos. La píldora ha hecho que hoy no sean tantas las mujeres debilitadas
por partos numerosos o que mueran en el parto dejando libre el lecho
nupcial para otra esposa más joven. Sin embargo, y afortunadamente,
existe una ayuda para este empeoramiento: la continencia de los esposos
recomendada por los papas. Christa Meves prosigue: <<¿Acaso las direc-
trices pontificias no tienen quizás también una justificación práctica
para las mujeres? ¿No les protegen frente a la amenaza de convertirse en
una nueva presa de la sexualidad masculina? ¿No dan al hombre, con el
mandamiento de la castidad y de la consideración a la mujer, mayores
oportunidades para una necesaria compensación espiritual de sus ins-
tintos?».
Sólo el papa con su evangelio de la contienencia protege a las esposas
de la mentalidad depredadora de sus instintivos maridos. La ingestión de
la píldora por la esposa desataría de tal modo los instintos del marido
que la esposa estaría entregada a él sin la menor protección. Ella sólo en-
cuentra protección en el papa, que le prohíbe la píldora por su bien, para
evitar que se convierta en libre objeto de caza. Los instintivos esposos jus-
tifican <Jlll' el papa dé este paso para frenar esos instintos. El pap<t no

2S9
hace otra cosa que actuar como defensor de la mujer y ayudarla a re-
chazar la píldora, pues con ésta ella estaría perdida, a merced de su ins-
tintivo marido. El papa es el bastión inexpugnable de las mujeres, y el
Vaticano aparece como una especie de refugio para las mujeres maltra-
tadas. Además, con el sacro lugar empalma casi de forma espontánea una
piadosa maravilla. Mientras que si la mujer toma la píldora el esposo se
transforma en un libertino, la no ingestión de la píldora por la mujer
hace que el esposo se comporte de manera casta y honesta. Tal como lo
ve Christa Meves, el papa, respecto de la píldora, tiene una idea que re-
cuerda al Dr. Jekyll y a Mr. Hyde. Según que su esposa tome la píldora o
no, el marido es una bestia o un ángel.
Al margen de tales transformaciones milagrosas, hay un punto que
merece una reflexión. Todos los panegiristas de la continencia conyugal
-desde Juan Pablo II hasta Christa Mevcs- no quieren ver que no
sólo el sensual desenfrenado degrada al otro a la condición de objeto del
propio instinto, sino que puede darse otra especie más sublime de de-
gradación: la de convertir a otro en objeto de la continencia del instinto.
Con esto no queremos decir nada a favor de la píldora (Christa Meves:
<<Se da un nuevo tipo de tumor de la hipófisis que golpea sólo a las mu-
jeres que toman la píldora durante mucho tiempo>>) ni en contra de la
elección de tiempos, nada a favor del condón o en contra del coitus in-
térruptus o viceversa, sino que nos limitamos a afirmar lo siguiente:
todos estos temas no son cuestiones que competan a los teólogos y
papas, sino a la medicina y a los esposos mismos, a la responsabilidad de
éstos y a la consideración con su pareja. En su Familiaris consortio, el
papa Juan Pablo ll se rebela contra la <<grave afrenta a la dignidad hu-
mana>> que se produce cuando los gobiernos «tratan de limitar la libertad
de los esposos para decidir sobre la prole>>. Pero olvida decir que muchos
esposos católicos ven en este modo pontificio de limitar la libertad de los
esposos en este tema una no menos «grave afrenta a la dignidiad huma-
na>>. Además, consideran como una hipocresía que la Iglesia insista ma-
chaconamente en la libertad de los esposos frente a la contracepción al
tiempo que maltrata la libertad de los esposos para optar por la contra-
cepción, porque la Iglesia, en el fondo, no defiende la libertad de ningu-
na pareja de casados, sino que pretende tan sólo imponer su dictado
moral sin tener en cuenta para nada el bien de los casados; un dictado
que se orienta por la aversión al placer sexual, por el desprecio de los cé-
libes al matrimonio y por la manía de la virginidad.

260
Capítulo 25

LOS SIGLOS XIX Y XX:


EPOCA DE LA REGULACION DE LA NATALIDAD

La Ilustración y la Revolución francesa no se habían declarado aún par-


tidarias de la contracepción. Cuando el joven clérigo anglicano Malthus
expuso en 1798 sus ideas sobre la superpoblación e indicó que la pobla-
ción tenía tendencia a crecer más rápidamente que la producción de ali-
mentos advirtió contra la <<profanación del lecho conyugal» y contra las
<<sucias artes tendentes a ocultar las consecuencias de una unión ilícita,
artes que deben ser calificadas claramente como vicios>>. Exhorta, más
bien, a la «Continencia moral». A pesar de todo, fue su obra la que dio el
pistoletazo de salida para que la idea del control de la natalidad entrara
en la conciencia de los siglos XIX y xx.
En Europa, el coitus interruptus se convirtió en el método más ex-
tendido, y siguió siéndolo con posterioridad, cuando la vulcanización del
caucho (1843) favoreció una difusión más amplia del condón. Gury
(t 1866), jesuita, y el moralista más leído del siglo XIX, escribió en 1850:
<<En nuestros días se ha propagado por doquier la repugnante plaga del
onanismo (coi tus interruptus) » (Compendium theologiae mora lis II,
p. 705). Gury opina: <<Una esposa peca gravemente si induce, incluso in-
directamente o con el silencio, a su marido al abuso matrimonial (copu-
lación contraceptiva) al quejarse del número de hijos, de las fatigas del
parto o de la crianza, así como al declarar que morirá si tiene que dar a
luz de nuevo» (/bid., p. 824).
Así, pues, la mujer no tiene derecho a inducir a su marido al coito in-
terrumpido transmitiéndole sus temores a la muerte, pero ¿tiene ella
que resistirse cuando él practica el coitus interruptus por su propia vo-
luntad? El15 de noviembre de 1816, Roma respondió a una consulta al
respecto formulada por el vicario de Chambéry, y dijo que una mujer
tiene derecho a correalizar el acto conyugal cuando de su negativa cabe
esperar un perjuicio grave. Más aún: es lícito que la esposa misma pida la

2f)1
cópula cuando -de lo contrario- ella caería en la incontinencia. (Ob-
sérvese de nuevo aquí la obsesión de la Iglesia sólo por los potenciales
adúlteros y cómo pasa por alto a los que realizan la unión conyugal no
como sustitutivo del adulterio.) Esta decisión romana repetía práctica-
mente lo que había dicho Alfonso de Ligorio (t 1787).
El23 de abril de 1822 Roma respondía a otra consulta diciendo que
la esposa puede «entregarse de forma pasiva>> si teme golpes, la muerte u
otras graves crueldades. En el mismo sentido se expresan una respuesta
del1 de febrero de 1823 y otra del 3 de abril de 1916. Por consiguiente,
el tono se ha agudizado: ni Alfonso ni la respuesta al coadjutor de
Chambéry (1816) hablaba aún de peligro de muerte, y de que incluso la
mujer tiene derecho a pedir la cópula en determinadas circunstancias, ya
ni se ha vuelto a hablar.
Roma impartió en 1853, por primera vez, una respuesta sobre la co-
pulación con condón. La pregunta decía: «¿Puede una mujer entregarse
de forma pasiva a una tal cópula?» Respuesta: No. O sea, que es lícito
que ella se preste de forma pasiva a la cópula con el coitus interruptus
cuando está amenazada de muerte, mientras que no lo es el que ella se
preste a una cópula con condón. La respuesta adquirió al fin tonos más
claros y rotundos en nuestro siglo xx, el siglo de las encíclicas sobre la
contracepción y la píldora. La respuesta dada por Roma el 3 de junio de
1916 sobre la copulación con condón decía que la mujer debe prestar re-
sistencia «como frente a un violador».
Que la lucha de la Iglesia católica contra la contracepción no se
había movilizado aún por completo a mediados del siglo XIX lo pone de
manifiesto la siguiente respuesta dada por Roma. En 1842, el obispo
francés Bouvier había consultado a Roma sobre cómo se debía tratar en
el confesionario a aquellos (<<casi todos los matrimonios jóvenes de la
diócesis>>) que practicaban el coitus interruptus porque no querían una
prole demasiado numerosa. Roma respondió diciendo que el confesor
debía guardar silencio sobre estas cosas a no ser que se le preguntara ex-
presamente, según el consejo de san Alfonso de Ligorio, <<un hombre
muy instruido y sumamente experto en esta cuestión» (Noonan, p. 494
s.). También el jesuita Gury era partidario -apoyándose en Alfonso-
de no formular en el confesionario pregunta alguna sobre el coitus inte-
rruptus.
La encarnizada batalla que la Iglesia católica ha librado en el confe-
sionario contra la anticoncepción comenzó en el último cuarto del siglo
pasado. Dieron pie a esta escalada el creciente interés mundial por el con-
trol de la natalidad, la difusión masiva de los medios anticonceptivos y la
guerra franco-alemana; todo ello contemplado a la luz del neotomismo
que surgía en la Iglesia católica y que aceptaba el acto sexual sólo como
acto conyugal de procreación. El cardenal suizo Kaspar Mermillod se di-
rigió al pueblo francés, en Beauvais, en la fiesta nacional francesa de
1872, con las siguientes palabras: <<Tú te has apartado de Dios y Dios te
ha castigado. En un cálculo espantoso, has cavado tumbas en vez de lle-

262
nar de niños las cunas. Por eso tienes déficit de soldados>> (Noonan,
p. 512). En 1886, Roma transmitió por primera vez la instrucción de que
es obligación de los confesores -en caso de «sospecha fundada>>- pre-
guntar a los penitentes sobre su praxis de la contracepción.
Ya en nuestro siglo cayó también la última traba a la implantación de
la obligación de preguntar que incumbe al confesor. Esa traba era la exi-
gencia de que existiera una «sospecha f~ndada». Un innominado párro-
co francés consultó a Roma en 1901. El había preguntado en la confe-
sión por la contracepción a Ticio (seudónimo), al que tenía por <<rico,
honorable e ilustrado>> y también por <<buen cristiano>>, Al ser pregun-
tado por esto, Ticio respondió que él practicaba el coitus interruptus para
no rebajar el grado de bienestar de su familia -tiene un chico y una
chica- con un excesivo número de hijos y para no agotar a su esposa
con repetidas preñeces. El párroco desaprobó esta conducta y le negó la
absolución, pero Ticio le replicó que otro confesor, profesor de teología
moral en un seminario, había dado por bueno su modo de proceder en
cuanto que él pretendía sólo satisfacer la concupiscencia y no buscaba in-
tencionadamente la eyaculación. Ticio se marchó entonces del confe-
sionario y difundió el rumor de que el párroco era un ignorante y un or-
gulloso. La respuesta emanada de Roma el 13 de noviembre de 1901
aprobaba el comportamiento del párroco. Decía que es imposible dar la
absolución a un penitente que no está dispuesto a desistir de su evidente
onanismo (coitus interruptus).
Contra la <<mudez tolerante>> de los confesores arremetieron, sobre
todo, los teólogos belgas a finales del siglo pasado. Sostenían que se
debía preguntar incluso a las madres de las recién casadas sobre si ellas
habían aconsejado a sus hijas <<tener cuidado>>, Sobre todo el moralista
más famoso de su tiempo, el belga Arthur Vermeersch, llamó a la lucha.
Sostuvo que, en la cópula con condón, la esposa está obligada a ofrecer
resistencia hasta la violación física o hasta el sacrificio de un bien <<tan
valioso como la vida»; que la mujer está obligada a defenderse de suma-
rido como de un violador; y que hay que estar dispuesto a aceptar las
consecuencias: la «infelicidad y desdicha en la familia, el desmorona-
miento del matrimonio, el abandono malévolo, la separación>>, Ver-
meersch opinaba: <<¿Por qué había de parecer espantoso que la castidad
conyugal exija sus mártires, como todas las virtudes cristianas?>> (Noo-
nan, p. 534 s.). Esta instrucción de Vermeersch a la esposa respecto de la
cópula con condón entró durante la Primera Guerra Mundial en la men-
cionada decisión de Roma del 3 de junio de 1916.
Por instigación de Vermeersch, el primado de Bélgica, cardenal Mer-
cier, publicó en 1909 una carta pastoral sobre <<las obligaciones de la
vida conyugal>>. Después, el 2 de junio de 1909, los obispos belgas pu-
blicaron una <<Instrucción contra el onanismo>> dirigida a los sacerdotes
y confesores. Afirmaban que <<el gravísimo pecado de Onán es practica-
do en Bélgica por pobres y ricos, en el campo y en la ciudad>>, Añadían
que, <<en ese peligro público>>, descuidarían ellos, los obispos, su obliga-

263
ción si no levantaran su voz ante este vicio contra la naturaleza, ante este
pecado que clama al cielo. Recomendaban exhortar a la gente a confiar
más en la providencia divina, que se cuidaría de que nadie pase hambre.
Insistían en que se utilizara gran dureza en el confesionario para luchar
contra ese mal. Observaban que el silencio del confesor podría ser con-
siderado como aprobación (Noonan, p. 518 ss.).
La conferencia episcopal celebrada por los obispos alemanes en
Fulda en 1913 siguió el ejemplo de la jerarquía belga. Declaró que la
contracepción es una <<consecuencia del bienestar. .. , pero que es pecado
grave pretender evitar el aumento del número de hijos abusando del
matrimonio al convertirlo en puro placer sexual y pervirtiendo a ciencia
y conciencia su finalidad principal. Eso es pecado grave, gravísimo, in-
dependientemente de los medios y de la manera como se haga>>. Recor-
daron que es obligación de los casados <<asegurar la continuidad de la
Iglesia y del Estado>> (Noonan, p. 520 s.).
Huelga decir que la batalla a la contracepción no se interrumpió ni si-
quiera durante la Primera Guerra Mundial. En 1915, A. J. Rosenberg,
profesor de la facultad teológico-filosófica de Paderborn, escribió en la
revista Theologie und Glaube: <<Pero las guerras modernas son guerras en
las que las masas adquieren una importancia mucho mayor. La inten-
cionada limitación del número de hijos (en Francia) significó, pues, la re-
nu_ncia a disponer de la misma fuerza nacional que Alemania ... Miles de
padres lamentan la pérdida del hijo único ... Tiene que haber castigo ... La
guerra ha situado en una nueva luz el problema de la intencionada evi-
tación de los hijos>>. La macabra idea de amenazar a los padres con la
temprana muerte de sus hijos como castigo por la contracepción había
sido bendecida ya por los obispos belgas en la instrucción que dirigieron
en 1909 a los confesores. Durante la Segunda Guerra Mundial fue repe-
tida esa misma idea en las Quaestiones de castitate et luxuria (Brujas,
1944) de Merkelbach (t 1942), dominico y moralista belga.
Con una severidad menor pero bastante acerada se expresó el padre
'H. A. Krose en 1915 en la prestigiosa revista jesuítica Stimmen der Zeit:
<<En el acalorado comentario literario provocado por el amenazante re-
troceso de las cifras de nacimientos alemanes se ha aludido reiterada-
mente a la puesta en peligro del Reich como potencia mundial... Los gra-
ves momentos que estamos viviendo se han encargado de mostrar con
espantosa claridad cuán justificada era esa referencia. ¿Cómo podría el
Reich plantar cara al embate de poderosos enemigos que le acosan por
todas partes si la elevada cifra de nacimientos de las primeras décadas
que siguieron a la creación del Reich no hubiera hecho tan fuertes pre-
cisamente a aquellos grupos de población que se encuentran ahora en
edad militar? Los adversarios no salen de su sorpresa al comprobar la
inagotable reserva de hombres que permite al Reich alemán ... no sólo lle-
nar lagunas abiertas por la guerra, sino incrementar constantemente el
número de soldados>>.
Después de la guerra, la lucha a la contracepción prosiguió con si-

264
milar virulencia, enmarcada siempre en ese mismo espíritu nacional y mi-
litarista. Los obispos franceses declararon en 1919: «Es un pecado grave
contra la naturaleza y contra la voluntad de Dios privar de su finalidad
última al matrimonio mediante un cálculo hedonista y egoísta. Las teo-
rías y prácticas que enseñan y promueven la limitación de los nacimien-
tos son tan nefastas como criminales. La guerra ha impreso profunda-
mente en nuestras almas el peligro que ellas suponen para nuestra patria.
¡Ojalá que esa lección no caiga en saco roto! Hay que rellenar de nuevo
los huecos provocados por la muerte si se está interesado en que Francia
pertenezca a los franceses y sea lo suficientemente fuerte como para de-
fenderse por sí misma y para regocijarse por su propio éxito>> (Noonan,
p. 521 s.).
El final de la Primera Guerra Mundial ofreció también a los obispos
austríacos la ocasión para una carta pastoral. Dijeron en ella que la
profanación del matrimonio es <<el más grave azote moral de nuestro
tiempo>>. En términos similares se expresaron los obispos norteamerica-
nos (Noonan, p. 522).
La obsesiva insistencia en la prohibición de la contracepción siguió
creciendo en paralelismo con las guerras del 1870-71 y del 1914-18.
Hasta nuestros días se ha puesto mayor empeño en proteger a los posi-
bles hijos frente a la contracepción que en preservar del horror del
campo de batalla y de la muerte a los adolescentes de carne y hueso,
según aquella insoportable superchería católica de que las auténticas
impiedades de la humanidad se llevan a cabo en los dormitorios conyu-
gales y no en los escenarios de la guerra y en las fosas comunes. En la
teología moral católica se ha hablado mucho de guerras justas, pero
jamás se ha dicho una palabra sobre una contracepción justa. Y es lógi-
co y consecuente ese silencio en cuanto que, sobre todo con vistas a la
guerra, se debe garantizar la concepción. La contracepción es injusta,
entre otros motivos, porque dificulta las guerras justas, porque los pe-
ríodos de escasa tasa de natalidad constituyen un hándicap militar. Tam-
bién se puede decir: la lucha a la contracepción y el rearme están
relacionados: los niños eran necesarios para hacer la guerra. La guerra es
incompatible con la contracepción como la contracepción es incompati-
ble con la guerra. Si no hay nacimientos, se carece del arma <<hombre>>,
Por consiguiente, el equipamiento para la guerra comienza ya en el dor-
mitorio conyugal. Impedir la concepción equivale a un desarme unilate-
ral. No es, pues, casual que el rechazo de la contracepción haya alcan-
zado su culmen clamoroso en el siglo del rearme y de las guerras
mundiales.
Sin duda, la prohibición de la contracepción tiene una vieja tradición
de aversión al placer sexual, pero existe una diferencia entre que uno
-según el consejo de Alfonso de Ligorio, repetido por Roma al obispo
francés Bouvier todavía en 1842- guarde silencio y se limite a responder
preguntas expresas formuladas por los esposos, y que uno, como .Juan
Pablo H, convulsione al mundo entero con pronunciamientos, a tiempo y

265
a destiempo. Aun admitiendo que el papa no tenga conciencia de hasta
qué punto el acento que él impone sobre la moral cristiana está en co-
nexión con una política de la fuerza y de superioridad bélica, esta dife-
rencia existe.
En el momento culminante del debate mundial sobre este tema, des-
pués de que incluso la Iglesia anglicana hubiera abandonado en la con-
ferencia de Lambeth, el 15 de agosto de 1930, la condena que había
hecho hasta entonces de la contracepción, fue publicada (31 de diciembre
de 1930) la encíclica Casti connubii de Pío XI, la precursora de la encí-
clica Humanae vitae (encíclica sobre la píldora) y del Escrito apostólico
Familiaris consortio (1981) de Juan Pablo Il. Arthur Vermeersch fue
uno de los corredactores del texto de la encíclica Casti connubii. Desde la
publicación de esta encíclica, los papas han considerado como una de sus
obligaciones principales la de hablar constantemente contra la prevención
del embarazo. Casti connubii repite las palabras que los militantes obis-
pos franceses pronunciaron después de la Primera Guerra Mundial sobre
la <<libertad criminal>> de quienes practican la contracepción y luego
enumera los motivos que mueven a éstos: <<Porque ellos, llevados por su
antipatía a la bendición de los hijos, evitan la carga, pero, sin embargo,
quieren disfrutar del placer sexual>>. La encíclica declara: <<Pero no exis-
te razón alguna, por grave que sea>>, que pueda justificar la contracep-
ción. A modo de intimidación, se remite a Onán, que habría hecho eso y,
en castigo, Dios lo habría hecho morir. Luego, el papa se dirige (<<en vir-
tud de nuestra autoridad suprema>>) a los confesores para que no dejen a
los fieles en el error sobre <<esta ley divina que obliga gravemente» o les
confirmen en su error mediante un <<malintencionado silencio».
Con la encíclica quedaban definitivamente atrás los días tranquilos de
1842, cuando sólo respondía quien era preguntado. El silencio prudente
recomendado por Alfonso de Ligorio a los confesores se había converti-
do en <<silencio malintencionado>>. La respuesta del papa, no pedida, es
clara desde ahora para todo el mundo: en ningún caso es lícito prevenir
la procreación de hombres. También es claro que en determinadas cir-
cunstancias -'-Concretamente, en la guerra- es lícito matar hombres. Si
alguien no tiene claro a quién debe afectar esa occisión, que escuche la
palabra que los obispos de la India dirigieron solemnemente al pueblo en
Bangalore (1957) poniéndole en guardia contra tres cosas: el comunismo,
las películas inmorales y la prevención de los embarazos.
Por supuesto que en la encíclica Casti connubii ni se expone ni se in-
tenta la conexión entre prevención de los embarazos y obstaculización
del rearme para la guerra. Un papa no puede argumentar en términos na-
cionalistas. El pesimismo sexual le es suficiente. Por ello, sin embargo, se
hace tanto más urgente la pregunta de por qué la Iglesia católica no exige
que se otorgue a los hombres vivos la misma protección que ella requie-
re para los hombres potenciales e imaginarios. ¿Por qué no prohíbe la
guerra con el mismo énfasis que la contracepción? ¿Por qué la guerra en
determinadas circunstancias recibe en la moral católica el calificativo de

266
<<justa>> mientras que la prevención del embarazo jamás tiene un trata-
miento similar? ¿No da la impresión de que el cristianismo ha sufrido
algún deslumbramiento en su evaluación de los valores? Desde luego que
tal desliz es innegable por lo que respecta a la valoración de la guerra.
Quien opta por los niños, también debe optar contra la guerra. De lo
contrario, se opta a favor de los niños para la guerra. Y quien lleva su
preocupación por niños imaginarios hasta el punto de no admitir la
contracepción en ninguna circunstancia ni por motivo alguno <<por grave
que sea», ese tal debería tener una preocupación aún mayor por los
hombres reales, y declararse en contra de toda guerra. Sólo entonces el
eslogan de aquellos cardenales y obispos que decía: <<Porque hay guerra
debe haber niños>> se convertirá definitivamente en lema verdaderamen-
te cristiano: <<Porque hay niños, no debe haber guerra jamás>>.
La encíclica se refirió sólo de pasada al método de la continencia pe-
riódica. Dice que tal cópula está permitida <<a condición de que la es-
tructura interna del acto y, consiguientemente, su subordinación al fin
primero del matrimonio (los hijos) permanezcan intactas''· En 1930, el
método de la continencia periódica no recibió -ni mucho menos- la
atención pontificia que le otorgaría Juan Pablo II en su Familiaris con-
sortio (1981), himno al método de continencia periódica enunciado por
Ogino y por Knaus. El japonés Ogino y el austríaco Knaus habían hecho
su descubrimiento, respectivamente, en 1924 y 1929, pero estos hallazgos
no fueron conocidos a escala mundial hasta principios de los años trein-
ta. La observación pontificia se refería más bien al método Pouchet,
que recibe su nombre del francés Felix Archimedes Pouchet. Según ese
método, la concepción tiene lugar sólo durante la menstruación y dentro
de un lapso de tiempo que va de uno a doce días después de la mens-
truación. Todavía en 1920 se creía que la mujer era infecunda en la
tercera semana después de la menstruación. Dominikus Lindner llegó in-
cluso a escribir en su libro Der Usus matrimonii (El uso del matrimonio)
( 1929) lo siguiente: <<En este período (menstruación), un embarazo es
más posible que en ningún otro momento>> (p. 219). En términos simi-
lares se expresó el moralista Heribert Jone en 1930 (Katholische Mo-
raltheologie, p. 617). Con la ayuda de este método, que valió a Pouchet
en 1845 el premio de fisiología experimental de la Academía Francesa de
las Ciencias, tenían hijos los que no los deseaban; en cambio, no logra-
ban tenerlos quienes ansiaban conseguirlos con el cálculo de Pouchet. Por
consiguiente, Pío XI no tenía motivo alguno para negar <<el derecho>> de
los esposos a utilizar este método de prevención de embarazos, del que la
Nouvelle Revue Théologique había escrito ya en 1900: <<¿Quién no ha
conocido en el confesionario a penitentes que han observado con regu-
laridad esos tiempos y que, sin embargo, no han podido impedir la fe-
cundación?,,.
Cuando, a principios de los años treinta, el método Knaus-Ogino fue
conocido y los esposos se acogieron a la aprobación pontificia del mé-
todo de la elección de tiempos, algunos teólogos objetaron que el papa

267
había aprobado un método inseguro, no un método seguro. Arthur Ver-
meersch fue el primero en lamentarse de <da herejía de la cuna vacía», Y
el jesuita belga lgnatius Salsmans afirmó que el papa -al aprobar el uso
de tiempos infecundos- se había referido exclusivamente al uso del
matrimonio después del climaterio cuando aprobó el uso de tiempos
infecundos, y que el método de Ogino no es mucho mejor que el ona-
nismo (coitus interruptus). Naturalmente, él tiene razón en esto y habla
como Agustín, pero luego saca consecuencias equivocadas de este estado
de cosas, prohibiendo a los cónyuges tanto lo uno como lo otro. Tam-
bién los obispos advirtieron contra el método de los ritmos; por ejemplo,
el Consejo Provincial de Malinas presidido por el cardenal Van Roe~.
Declararon en 1937 que el uso de los tiempos infecundos suscitaba peli-
gros tales como, por ejemplo, el triunfo del egoísmo y el enfriamiento del
amor conyugal (Noonan, p. 550 s.).
Frente a todas estas aseveraciones, Juan Pablo 11 se expresa de modo
completamente distinto. Escribe en la Familiaris consortio (1981) que <<la
opción por los ritmos naturales>> significa <<vivir el amor personal en su
exigencia de fidelidad» y que, <<en ese contexto, los esposos experimentan
que la unión conyugal se enriquece con aquellos valores de la ternura Y
de la afectividad que constituyen el alma de la sexualidad humana».
A la vista de tales aseveraciones contradictorias sobre el mismo mé-
todo, que parece tener como consecuencia en 1937 el enfriamiento del
amor conyugal y en 1981 el incremento de ese amor, es obligado cons-
tatar que obispos y papas se han demostrado recíprocamente su incom-
petencia y que la ignoracia de ambas partes -documentada de forma
mutua- debería llevar a todos ellos a callar de una vez si es que estiman
en algo su credibilidad ante los casados.
Otros frutos de la cortedad intelectual de los teólogos son, por ejem-
plo, éstos: los hijos únicos de padres que practican la contracepción son
egoístas y debiluchos; en cambio, los hijos únicos de los esposos que
observan la continencia no, como dijo el obispo Rosset ya en el 1895
(Noonan, p. 647). O éste: el coitus interruptus provoca en la esposa
trastornos nerviosos y molestias del bajo vientre (cit. en Noonan, p.
648). Bernhard Haring habla de <<efectos funestos ... en los nervios y en la
salud psíquica de los cónyuges, especialmente de la esposa» (Das Gesetz
Christi, III, p. 357). Por fortuna, allí donde hay carencia de argumentos
teológicos, echan una mano los errores médicos.
A mediados de nuestro siglo, cuando los eclesiásticos estaban en-
frascadísimos aún en clasificar, etiquetar, difamar y también tolerar el
coitus interruptus, la copulación con condón y el matrimonio al calen-
dario, un nuevo infortunio se abatió sobre la jerarquía de la Iglesia: la píl-
dora. Para Pío XII, esto fue una píldora amarga. Declaró el 12 de sep-
tiembre de 1958: «Se lleva a cabo una esterilización directa e ilícita
cuando se elimina la ovulación con la intención de proteger al organismo
de las consecuencias de un embarazo que él no puede soportar».
Esta frase es toda una joya de acrobacia mentaL No tanto porque Pío

268
XII condenara la píldora. Porque su predecesor Pío XI había condenado
en la Casti connubii (1930) toda esterilización con fines de prevención
del embarazo, también había que condenar la píldora. Es claro que no
cabe esperar otra cosa de los papas. No cabe albergar la esperanza de
que un papa diverja de la opinión de un predecesor suyo. La infalibilidad
de los papas precedentes frena la reflexión autónoma de los papas suce-
sores, pero dado que la píldora no existía en tiempo de los antecesores de
Pío XII, difícilmente podían legarle éstos una motivación especial para el
rechazo de la píldora. En este punto, Pío XII se vio obligado a ser crea-
tivo. Pero su fundamentación significa un ataque frontal a la lógica,
pues el papa afirma aquí una intención de la naturaleza contraria a la po-
sibilidad de la naturaleza, con lo que exige en nombre de la naturaleza
algo así como una violación de una naturaleza desvalida, lo que lleva en
este caso a una violación de la esposa. El papa quiere, pues, decir: en nin-
gún caso es lícito desbaratar la intención de la naturaleza, la procreación;
ni siquiera cuando la naturaleza en modo alguno puede soportar esa pro-
creación y la esposa fallece mediante el embarazo. Con ello, el papa de-
fiende una moral que pasa por encima de los cadáveres. Incluso cuando
se hace de las leyes biológicas de la naturaleza y no del respeto recíproco
de los esposos la norma y directriz moral suprema, al menos no habría
que argumentar diciendo que la naturaleza quiere algo incluso si no
puede hacerlo, y que se debe respetar la voluntad de la naturaleza sacri-
ficando la vida humana. Por el contrario, en tal exigencia biológica,
que excede a las fuerzas de la naturaleza, habría que considerar que la
contracepción es acorde con la naturaleza. En realidad, detrás de la di-
rectriz pontificia basada en una naturaleza supuestamente querida por
Dios, aunque destruida físicamente, es decir, en una naturaleza innatural,
no hay otra cosa que la viejísima aversión al placer sexual.
Que tampoco en Roma se escucha sólo e incondicionalmente a tal
<<naturaleza» se pone de manifiesto en que tampoco los príncipes de la
Iglesia van por la calle tal como Dios los creó, y su vestimenta es aún más
innatural que la del resto de la población. Probablemente concuerda
con la naturaleza entendida rectamente el que la razón busque ayuda en
el vestido cuando el organismo no puede soportar el frío y también el que
ella impida el embarazo <<cuando el organismo no puede soportar las
consecuencias». En otro terreno, donde la aversión de la Iglesia al placer
sexual no se ve afectado de forma tan directa, la Iglesia ha dado entre
tanto muestras de sabiduría. En 1853, los teólogos ingleses protestaron
contra el médico personal de la reina Victoria. Le acusaban de haber
anestesiado con cloformo a la reina en un parto. Veían en ello una vul-
neración de Gn 3,16: <<Parirás con dolor a tus hijos».
Además de basarse en la inviolabilidad de las leves de la naturaleza,
que prohíben la píldora, Pablo VI recurre en su encÍclica sobre la píldo-
ra (1968) a otro argumento contra esta forma de prevención de emba-
razos. Escribe: <<Las personas rectas pueden convencerse aún mejor de la
verdad de la doctrina católica si dirigen su mirada a las consecuencias del

269
método de la regulación artificial de la natalidad. Se debería reflexionar
ante todo en qué camino tan ancho y fácil hacia la infidelidad conyugal
podría abrirse con tal manera de actuar>> (n°. 17). El adulterio es algo así
como una idea predilecta de papas y moralistas, y se le pone en juego fre-
cuentemente como argumento a favor de esto o de aquello o de ambas
cosas. Pero se tiene la impresión de que la permanente alusión al adulte-
rio deriva más del afán de control y de amenaza de los teólogos que de
los datos reales de la vida conyugal.
Un tercer argumento en contra de la prevención del embarazo es pa-
ra Pablo VI el siguiente: «Los maridos que se han habituado al uso de
las prácticas anticonceptivas podrían perder el respeto a su esposa>>
(n°. 17). Una Iglesia que por derechos humanos entiende preferente-
mente derechos de los varones y por dignidad humana la dignidad de los
varones, especialmente la de los <<eclesiásticos>> célibes, debería callar
cuando se habla de la dignidad de las mujeres y no atribuir sin motivo a
los esposos su propia falta de respeto a las mujeres. En cualquier caso, los
hombres de Iglesia no necesitan esperar a la píldora para respetar a la
mujer menos que a sí mismos. En esta acción pontificia en favor del res-
peto a la mujer, la píldora no es más que una excusa para ascetizar y eu-
nuquizar la totalidad del matrimonio, para monaquizarlo y celibatarlo.
Para un célibe es del todo inimaginable por qué un esposo no ama sólo
físicamente a su esposa, sino que también la estima espiritualmente. Por
suerte, el amor y veneración conyugales no tienen nada que ver con que
la contracepción se practique al modo aprobado por el papa o según el
modo <<artificial>>.
Que toda la salvación, tanto la salvación eterna del alma como tam-
bién la felicidad conyugal en la tierra, se basa esencialmente en la mane-
ra recta de evitar los hijos, tal como afirma sobre todo Juan Pablo li en
su Familiaris consortio (1981), sucesora de la encíclica sobre la píldora,
sonaría a herejía inaudita en los oídos de Agustín. Los casados de nues-
tro tiempo se limitan a encogerse de hombros. Los celibatarios han per-
dido toda credibilidad ante los casados. En contra de lo que la Iglesia
afirma, no es el prestigio de la esposa lo que está en juego a través de la
píldora, sino que es su propio prestigio el que está en trance de perderse
si ella no deja de seguir arrogándose abusivamente la administración mo-
nopolística del espacio íntimo de libertad de los esposos. Ya es hora de
que la Iglesia deje de usurpar el acto conyugal como una especie de acto
célibe. Es hora ya de que los esposos reclamen la exclusividad sobre el
acto conyugal, de que recuperen el amor conyugal arrancándolo de la es-
fera mirona de una policía clerical del lecho conyugal y de que no con-
sientan por más tiempo tener que dar cuentas a superiores incompetentes
en asuntos que no son de su incumbencia.
En realidad, la Iglesia no teme una pérdida del prestigio de la mujer,
como pretende hacer creer en la lucha contra la píldora. Lo único que
ella teme es perder su propio prestigio y su propio poder, lo que aca-
rrearía una pérdida de dinero. El periódico conservador Offertenzei-

270
tung für die katholische Geistlichkeit Deutschlands escribió en octubre de
1977: «De hecho, es seguro que la "píldora" interrumpirá en los diez a
veinte años próximos el crecimiento de la Iglesia con todas sus conse-
cuencias para las nuevas levas de sacerdotes y religiosos así como para las
arcas del impuesto eclesiástico. No será necesario construir más edificios
eclesiales ... Sucederá precisamente aquello por lo que se había advertido
contra la propagación de la píldora, a saber: una peligrosa disminución
de nacimientos, la corrupción de la sociedad, la sensualización de la
vida pública, la propaganda libre de la pornografía y del nudismo ... , la
mofa pública de la castidad con la consecuencia de una caída del presti-
gio social del estado sacerdotal y del religioso ... , en conjunto, una polu-
ción ambiental de proporciones desconocidas hasta hoy>>.
Por consiguiente, los católicos están obligados a no tomar la píldora
no sólo para frenar la pornografía y la cultura nudista, sino sobre todo
para que no decaiga el prestigio social de los clérigos; también para que
no sufra merma el impuesto eclesiástico y para que se sigan construyen-
do edificios eclesiásticos.
El cañonazo más potente que Pablo VI dispara en su encíclica sobre
la píldora contra la prevención de embarazos es la afirmación de que la
contracepción es <<tan condenable>> (pariter damnandum est) como el
aborto (n°. 14). Esto supone una ingente dramatización de la contracep-
ción. Más de una mujer concluirá de ahí que es preferible encontrarse
rara vez en el camino de la condenación a causa del aborto que caminar
constantemente en él mediante la contracepción. Con ello, un cierto nú-
mero de abortos debe ser cargado en la cuenta de los papas, dado que
éstos, al equiparar contracepción y aborto, dan pie, además, a la baga-
telización del aborto. Si, según Pablo VI, la contracepción tiene un peso
tan grave como el aborto, entonces cabe concluir que el aborto tiene tan
poco peso como la contracepción.
Desde el Congreso internacional de moralistas celebrado en Roma en
noviembre de 1988, la campaña pontificia en contra de la prevención de
los embarazos ha alcanzado un punto de dramatismo mayor. Si no se tra-
tara del papa, su posición podría haberle creado problemas con las leyes
penales. Según Juan Pablo II y su portavoz Cario Caffarra, director del
Instituto Pontificio para Cuestiones de Matrimonio y Familia, por ejem-
plo, un hemofílico con sida no puede copular con su esposa en toda stl
vida, ni siquiera después del climaterio de ella, porque el condón es una.
forma de contracepción prohibida por Dios. Y si el hemofílico con sid~t
no es capaz de guardar continencia perpetua, es mejor que infecte a su es-
posa en lugar de recurrir al condón.

271
Capítulo 26

ABORTO

Un capítulo macabro es el que se refiere al enorme peligro de muerte


-a causa de la negativa de ayuda en determinadas circunstancias- en el
que hasta hace poco se encontraban las mujeres que daban a luz en
hospitales católicos y en el que siguen encontrándose todavía hoy allí
donde se observa la doctrina católica oficial. En efecto, según esta doc-
trina, es más importante bautizar al niño antes de su muerte inminente
que permitir que la madre siga viviendo tras el fallecimiento de su hijo no
bautizado. Añadamos que este capítulo dista mucho de estar concluido.
Es cierto que en Alemania se ha suavizado algo desde el 7 de mayo de
1976 el peligro para la madre, en cuanto que los obispos alemanes <<res-
petan la decisión en conciencia de los médicos» (lo que no significa que la
acepten); concretamente, <<en situaciones conflictivas desesperadas en
las que hay que decidir entre la pérdida de la vida tanto de la madre
como del hijo no nacido y la pérdida de una sola vida>>. O sea, que en
caso de peligro de muerte de ambos (madre e hijo), se respeta que el mé-
dico opte por salvar la vida de la madre sacrificando la del hijo. Pero ob-
sérvese bien. Se respeta tal decisión no cuando tienen que morir la madre
o el hijo, sino cuando están en peligro inminente de perder la vida la
madre y el hijo. Sólo en este último supuesto puede el médico salvar la
vida de la madre mediante el aborto. Pero esto es tan sólo una concesión
para que el médico se desvíe de la doctrina auténticamente católica.
La revista jesuítica Orientierung escribe al respecto el31 de mayo de
1978: <<No es lo mismo respetar que aprobar, y, basándose en esta grave
aseveración que incluye el respeto a la personal decisión en conciencia en
una desesperada situación de conflicto, nadie debería menospreciar el co-
raje, el espíritu de sacrificio, el heroísmo de aquellas mujeres que prefie-
ren morir antes que traicionar su conciencia>>. Dicho en otros términos,
en tales casos sólo una madre muerta es una madre verdaderamente
buena, pues la única que <<no traiciona su conciencia» es aquella madre

273
que está dispuesta a sucumbir con el feto. El moralista católico Bernhard
Haring escribió en 1985: <<No quiero tratar aquí con más detalle la in-
terrupción del embarazo que tiene como único objetivo y como única in-
tención la salvación de la vida de la madre cuando no existe ya posibili-
dad alguna de salvar la vida del feto. Debemos cuidarnos muy mucho de
crear en tales casos (extraordinariamente raros) complejos de culpabili-
dad que, como se sabe, conducen con frecuencia a trastornadísimas re-
laciones interhumanas y a una imagen desfigurada de Dios>> (Theologie
der Gegenwart, 1985,4, p. 219). Por consiguiente, las mujeres pueden,
pues, seguir viviendo sin complejo de culpa y sin trastornadas relaciones
interhumanas si, para salvar la vida de ellas, se provocó el aborto del feto
que en modo alguno era ya salvable.
Pero la madre no tiene que decidir aquí absolutamente nada. Los
obispos alemanes no le piden a ella su opinión. El escrito episcopal se di-
rige a los médicos y respeta la decisión que éstos tomen en conciencia.
Las madres no hacen sino pasar de una decisión ajena a otra de igual
signo. La decisión sobre su vida o su muerte pasa del ámbito de los
dioses de negro al de los dioses de blanco.
En la actualidad, mucha gente opina que la Iglesia permite el aborto
en casos de peligro de muerte para la madre, pero tal opinión es errónea.
Más bien, la Iglesia ha acordado, tan sólo, respetar las decisiones médi-
cas cuando -de otro modo- mueren tanto la madre como el hijo. El
cardenal Hoffner, de Colonia, me lo confirmó en una carta que me es-
cribió el 5 de agosto de 1986: <<Respondiendo a su pregunta, confirmo
que la aseveración citada y extraída por usted de las "Recomendaciones
para médicos y sanitarios en hospitales tras el cambio del parágrafo
218 de la Constitución", del 7 de mayo de 1976, mantiene toda su vali-
dez y yo lo mantendré. Si en el mencionado programa televisivo, en el
marco de una entrevista, se creó otra impresión distinta, lo lamento
profundamente». (Se hace referencia a una emisión televisiva del 29 de
junio de 1986 en el Segundo Canal de la televisión pública alemana en la
que se dio la impresión de que la Iglesia aprueba la indicación médica en
peligro de m1,1erte de la madre.) El cardenal repite a continuación las fra-
ses decisivas del escrito de los obispos alemanes: que se trata de una al-
ternativa <<entre la pérdida de ambas vidas si se deja que el proceso siga
su curso natural o la pérdida de una sola vida>>. Al final de la carta, el
cardenal enfatiza: <<A decir verdad, desearía subrayar que la aseveración
citada por usted en el párrafo correspondiente habla de "respeto a la de-
cisión en conciencia del médico"; por consiguiente, se abstiene de emitir
un juicio moral en esa situación fronteriza>>. Dicho en otros términos: los
obispos alemanes no aprobaron en 1976, sino que se limitaron a respe-
tar, la decisión de los médicos: es preferible un muerto que dos.
Gracias a los obispos alemanes, en Alemania se ha llegado nada
menos que a respetar que, en vez de dos, muera sólo uno si el médico lo
decide así en su conciencia. La doctrina oficial de la Iglesia, que mantie-
ne hoy toda su inamovible validez, ve esto de otra manera. Otros muchos

274
países ni siquiera han llegado aún a encontrar ni un solo vericueto para
sortear de algún modo las decisiones de Roma. Por lo demás, hay que se-
ñalar que esa declaración de los obispos alemanes no es tan favorable a
la madre como se interpreta. En efecto, la declaración puede ser aplicada
igual de bien en contra de las madres. Los obispos dejan completamente
abierta la cuestión de cuál de ambas vidas insalvables puede salvar el mé-
dico. Según la declaración de los obispos, éste puede estar seguro del
mismo respeto episcopal si en la descrita situación de conflicto sin salida
opta por la vida del hijo y mata a la madre. Menos mal que, entre tanto,
las madres han ganado en seguridad frente a las consecuencias de tal
moral de horror de los obispos gracias al progreso de la medicina y a la
conciencia de los médicos. Para ser completos, debemos añadir que los
obispos alemanes no toleran ni la indicación ética, ni la social ni ninguna
otra. Lo dijeron con toda claridad en 1976.
En lo que sigue no entraremos en la visión médica; más bien, nos li-
mitaremos exclusivamente a lo que los teólogos han decidido oficial-
mente respecto de las mujeres. El hecho de que muchos teólogos señalen
que tales casos extremos, como los que fueron decididos por Roma, no
podrían darse ya hoy gracias al avance de la medicina no quiere decir
que la ciencia teológica también haya avanzado. Simplemente, el avan-
ce de la medicina ha hecho que la teología resulte menos peligrosa para
la vida de las mujeres, aunque, por desgracia, esto no puede devolver la
vida a tantas mujeres que han sido víctimas de los teólogos durante mu-
chos siglos. <<La más profunda voluntad del Señor santísimo>> (Jesús),
según el decreto emanado de Roma el 1 de agosto de 18 86, ve las cosas
de distinta manera que la decisión en conciencia de los médicos que
salva la vida. Con las mencionadas palabras, Roma corrobora la deci-
sión romana del 28 de mayo de 1884. Entonces, el cardenal Caverot de
Lyon había sometido a la consideración de Roma una consulta respecto
de la intervención quirúrgica conocida por el nombre de craneotomía,
cuando sin esa intervención mueren tanto la madre como el hijo, pero
con ella se salva la vida de la madre. Roma respondió desaprobando tal
intervención. Esa respuesta dada por Roma en 1884 fue extendida el14
de agosto de 1889 <<a toda intervención quirúrgica que mate directa-
mente al feto o a la mujer embarazada>>. El24 de julio de 1895, un mé-
dico preguntó a Roma si él, según las decisiones que acabamos de re-
cordar, estaba justificado -<<a fin de salvar a la madre de una muerte
segura e inmediata>>- para provocar el aborto de un feto todavía no
viable, en cuyo caso él se serviría de medios y operaciones que no lle-
vaban a la occisión del feto, sino que tenían por finalidad sacarlo vivo a
la luz, aunque después el feto moriría por prematuro. La respuesta fue
negativa. Esa decisión se repitió en 1898. La encíclica Casti connubii
( 19 30) escribe en relación con el rechazo de la indicación médica:
<<¿Qué podría ser un motivo suficiente para justificar el asesinato directo
de un inocente? ... Por contra, se haría indigno del noble nombre y de la
loa de un médico quien, so capa de aplicar medidas sanantes o por

275
una compasión mal entendida, buscara la muerte del uno o de la otra».
Lo mismo enfatiza Pío XII en la alocución que dirigió a las coma-
dronas el29 de octubre de 1951 (AAS 43, 1951, pp. 784-794). Nótese
que no se trata de la alternativa madre o hijo, sino tan sólo de la alter-
nativa: muerte de ambos o supervivencia de la madre mediante el aborto
del feto. El principio <<No matarás», correcto de suyo, pero al que la Igle-
sia agobia con distinciones, matices y excepciones en lo tocante a las gue-
rras y a la pena de muerte, es llevado aquí ad absurdum con la muerte de
la madre y del hijo. Es el caso clásico de observar al pie de la letra un
precepto, no según el espíritu. Hasta la segunda mitad de nuestro siglo,
los teólogos no se cansan de aplaudir esta sentencia de muerte decretada
por Roma para muchas mujeres. Citemos al respecto, por ejemplo, la
Katholische Moraltheologie de Mausbachfrischleder (1938): <<El argu-
mento de que al respetar al hijo van a pique casi siempre dos vidas
mientras que sacrificando al hijo sólo se pierde una causa gran impre-
sión ... Pero jamás es lícito quitar violentamente la vida a un inocente, y
no se puede permitir eso sin inducir a los hombres a ulteriores pasos fu-
nestos y deletéreos» (III, p. 125).
El moralista Bernhard Haring -en su teología moral Das Gesetz
Christi (8 1967)- remite a las decisiones pontificias tomadas entre los
años 1884 y 1951 y opina al respecto <<que los médicos reprochan a
veces a la Iglesia que rechaze también la indicación vital (a la que él de-
fin·e de la siguiente manera: "Si de otro modo la vida de la madre estaría
en gran peligro inmediato)". En realidad, esto era una advertencia salu-
dable a los médicos para que desarrollaran mejor su praxis médica, de
forma que hoy, también en los casos más difíciles, se puede atender casi
siempre tanto a la vida de la madre como a la del hijo» (III, p. 221). A las
saludables declaraciones pontificias emanadas desde 1884 hasta la alo-
cución de Pío XII en 1951 deben su muerte muchas madres, y los médi-
cos sus avances en medicina, pues ellos no los habrían buscado con
tanto ahínco si no hubiera existido la exhortación pontificia que no re-
trocedió ni ante los cadáveres. Sin la inflexibilidad pontificia es posible
que la medicina se encontrara aún en el estadio de la Edad Media. Pero
ahora se ha llegado -gracias a los papas- <<casi» al punto en que los
médicos apenas necesitan ya mujeres muertas como acicate para evolu-
cionar en su praxis. Sin embargo, tanto si los médicos saben o no hacer
honor a las exhortaciones de los papas, Haring resume con claridad
todo, a modo de conclusión: <<Sea cual fuere el juicio de la ciencia médi-
ca, la Iglesia se atiene de forma invariable al principio de que bajo nin-
guna circunstancia puede estar permitido atacar directamente en el seno
materno la vida de una criatura inocente. Cf. la Alocución de Pío XII del
29 de octubre de 1951» (III, p. 221).
En 1951, año de la mencionada alocución de Pío XII a las comadro-
nas, se publicó El cardenal, novela best-seller de Henry Morton Robín-
son, nacido en 1898 en Nueva York. Narra el ascenso de un eclesiástico
de ascendencia irlandesa al cardenalato. El cuñado del cardenal, médico

276
de profesión, se había negado a practicar la craneotomía a un niño que
iba a nacer <•con una cabeza demasiado grande». Era demasiado tarde
para una cesárea y la madre murió luego en el parto. Evidentemente,
también el niño murió. El médico se encuentra en dificultades porque el
viudo pone una denuncia contra él, pero el cardenal corrobora a su cu-
ñado en la observancia de la fe católica. El médico -un verdadero már-
tir- pierde su puesto en el hospital, pues, desde el funesto caso letal, el
hospital exige que todos los médicos firmen su disposición a observar la
indicación médica y él se niega a firmar. Naturalmente, los hospitales ca-
tólicos coinciden en esto con el cardenal.
Otro pasaje de la obra narra que una madre llegó a perder su propia
vida en la alternativa entre madre o hijo. Al saber el cardenal la decisión
de su cuñado en contra de la craneotomía, había orado así: <<¡Dios mío!
Si la prueba se abate sobre mí, concédeme que no murmure contra la
gran severidad de tu amor>>. Su petición se verá cumplida más tarde. El
médico Dr. Parks pregunta al cardenal con motivo del parto de Mona, la
hermana predilecta de éste: <<Si usted no me da permiso para matar el
embrión, nada salvará a su hermana>>. En este diálogo entre varones
sobre la vida y sobre la muerte de una mujer, el cardenal <<se aferró a la
silla y oró: Jesús, María y José, ¡ayudadme! »,y --con la ayuda de Jesús,
María y José- se decidió por la muerte de su hermana. A ella ni siquie-
ra se le pregunta. En ese caso se salva al niño. Si hoy volviera a darse ese
mismo caso, el cardenal tendría que volver a decidir en contra de su her-
mana.

La prohibición católica del aborto ha alcanzado su culmen absoluto


desde 1884, y, a decir verdad, los obispos alemanes vuelven a distan-
ciarse algo de ella en su declaración del 7 de mayo de 1976. Pero no nos
apresuremos demasiado a felicitarnos por tanta condescendencia, pues el
debate sobre el aborto se produce no rara vez siguiendo un método sin-
gular: un paso hacia adelante, dos pasos hacia atrás. Sólo los avances
médicos pueden arrancar definitivamente a las mujeres de la moral del
cadáver de la madre. Antes de las ya citadas duras decisiones eclesiásticas
de 1884, 1886, 1889, 1895, 1898, 1930, 1951, que oficialmente están vi-
gentes hasta hoy, hubo también en esta cuestión un avance eclesiástico
que derivó luego en un retroceso reformista. Así, por ejemplo, en 1872,
a la pregunta sobre la permisividad de la craneotomía en el caso de que
de lo contrario murieran madre e hijo, Roma respondió aún con cierta
vaguedad, diciendo que convenía examinar esta cuestión en autores an-
tiguos y recientes (Acta Sanctae Sedis, 7, 1872, p. 516 ss.).
Uno de tales <<autores recientes» era entonces, por ejemplo, Magnus
Jocham, moralista de Frcising, que escribió en 1854: <<De ordinario, la
salvación de la madre mediante la muerte del hijo es probable, mientras
que la salvación del niño mediante la muerte de la madre es dudosa. En
ese caso habría que aconsejar a la madre que salve su propia vida entre-
gando la de su hijo. Pero cuando para ambas partes existe la misma es-

277
peranza y el mismo peligro, entonces tiene que decidir la madre. Los con-
sejeros tienen que declararse a favor de salvar la vida de la madre siempre
que esto sea posible» (Moraltheologie, vol. III, 1854, p. 478). Todavía en
1878 declaraba Linsenmann, moralista de Tubinga: <<En los casos de los
que se trata o en los que puede existir una duda, es decir, allí donde sin
una intervención quirúrgica del técnico no puede tener éxito el naci-
miento de un niño vivo, dos vidas humanas están condenadas por la na-
turaleza misma a una muerte inevitable si no es posible una intervención
médica. Ahora bien, cuando el médico salva mediante su pericia la vida
de uno de ambos sacrificando la otra, no cabe culparle de la muerte de
esta última. Hay que pensar, más bien, que la no utilización de su ope-
ración técnica habría tenido como consecuencia también la muerte de la
otra vida» (Lehrbuch der Moraltheologie, 1878, p. 492). A partir de
1884 se puso fin a esta concepción diciendo que ni siquiera la muerte de
ambos puede justificar el aborto para salvar la vida de la madre.
Este endurecimiento de la normativa sobre el aborto se llevó a cabo
en conexión con un cambio de la opinión sobre el instante preciso en que
un embrión comienza a tener alma. Desde finales del siglo XIX se impuso
la idea de la animación del embrión en el instante mismo de su concep-
ción (la llamada <<animación simultánea»). Consiguientemente, esa visión
reforzó el rechazo del aborto en el estadio más temprano; y mucho más
aún en un estadio posterior. Hasta finales del siglo XIX había predomi-
nado en la teología la doctrina de la llamada animación sucesiva. Según
esa doctrina, el embrión masculino recibe el alma hacia el día cuadragé-
simo de su concepción; el embrión femenino, hacia el día octogésimo. De
ahí que el derecho canónico distinguiera hasta finales del siglo XIX entre
el fetus animatus y el fetus inanimatus, entre el feto con alma y el feto sin
alma. Sólo el aborto de un feto con alma era castigado con la pena de la
excomunión. Dado que no se estaba en condiciones de poder determinar
el sexo del feto, la pena de excomunión por practicar un aborto recaía
sólo en el aborto de un feto de ochenta días. Sólo el fanático papa Sixto
V había amenazado en su bula Effraenatam (1588) con la excomunión e
incluso con la pena de muerte el aborto desde el instante mismo de la
concepción e incluso la prevención del embarazo. Pero Gregorio XIV
abolió esta decisión en 1591, un año después de fallecer Sixto V.
Desde finales del siglo XIX, el derecho eclesiástico se aproxima de
nuevo a la idea de Sixto V: la excomunión se aplica ahora ya al aborto
en el estadio más temprano. La distinción entre fetus animatus y fetus
inanimatus es suprimida en 1869 (Bula Apostolicae Sedis) por Pío IX, y
el CIC de 1917, así como el de 1983, hablan sólo de feto.

La cuestión sobre cuándo un feto recibe el alma ha sido siempre ob-


jeto de debate. Los padres de la Iglesia Basilio el Grande y Gregario de
Nisa declararon en el siglo IV, en conexión con el estoicismo, que la
animación del germen humano tiene lugar en el instante mismo de la con-
cepción porque el alma entra en el útero junto con el semen. También Al-

278
berto Magno (siglo Xlll) fue contrario a la animación sucesiva, mientras
que su discípulo Tomás la sostuvo. A partir del siglo XVII se produjo otra
fuerte propensión a la animación simultánea, después de que el médico
de Lovaina Thomas Fienus afirmara en 1620 que el alma humana no es
concedida en el día cuadragésimo, sino al tercer día. En 1658, el fran-
ciscano Hieronymus Florentinius exigió que todo embrión -por breve
que fuera el tiempo transcurrido desde su concepción- debía ser bauti-
zado en peligro de muerte, pues tiene un alma. El médico personal del
papa Inocencio X, Paolo Zacchias, sostenía en 1661 que el alma es in-
fundida en el instante mismo de la concepción. (Su argumento capital: de
lo contrario, en la fiesta de la Inmaculada Concepción de María f8 de di-
ciembre] se veneraría una célula sin alma). Esto pasó a ser luego, a co-
mienzos del siglo XVIII, la opinión predominante en los médicos. El teó-
logo Roncaglia se pronunció en 1736 a favor de la animación simultánea.
Alfonso de Ligorio (t 1787) volvió a sostener, por el contrario, la o pi-
nión de Tomás de Aquino sobre la animación del feto masculino en el día
cuadragésimo y del feto femenino en el octogésimo, pero observa que
esto es <<muy inseguro•• (Theologia moralis III, n. 394).
Después de que se impusiera a finales del siglo pasado la opinión de la
animación simultánea y de que eso llevara a un cambio en el derecho ecle-
siástico, Karl Rahner, el teólogo católico más importante de nuestro
siglo, se inclinó de nuevo hacia la animación sucesiva, pero sin decantar-
se por un instante preciso de la animación: <<Tampoco de las definiciones
dogmáticas de la Iglesia se desprende que vaya contra la fe suponer que el
salto a la persona-espíritu se produce sólo en el curso del desarrollo del
embrión. Ningún teólogo afirmará que puede aportar la prueba de que la
interrupción del embarazo es un homicidio en todos los casos>> (Doku-
mente der Paulusgesellschaft, vol. 2, 1962, p. 391 s.). En su artículo
<<Zum Problem der genetischen Manipulation>> (en Schriften zur Theolo-
gie, vol. 8, 1967, p. 286 ss.), Rahner apunta consecuencias a favor de ex-
perimentar con material embriónico humano: <<De suyo cabe pensar que,
presuponiendo una seria duda positiva sobre si el material experimental es
realmente una persona, haya razones a favor de un experimento, razones
que, en una ponderación equilibrada, son más fuertes que el inseguro de-
recho de una persona cuya existencia está sujeta a la duda>> (p. 301).
La cuestión de la animación simultánea o sucesiva, la cuestión de
cuándo el hombre es hombre, ha tenido consecuencias para enjuiciar el
aborto. Tomás Sánchez (t 1610), autoridad máxima en cuestiones ma-
trimoniales durante siglos, sostiene que, en peligro de muerte de la
madre, es lícito practicar el aborto de un feto no animado, es decir,
hasta cerca de ochenta días después de la concepción (De sancto matri-
monii sacramento, 9, 20, 9). En contra de lo que se ha afirmado, no es
cierto que Tomás Sánchez admitiera una indicación ética o social. A la
muchacha violada que, al descubrirse su embarazo, debe temer por su
vida, tan sólo le permite buscarse rápidamente un marido. Puesto que ella
no está absolutamente segura de haber concebido, puede -según Sán-

279
chez- silenciar ese incidente a su marido, de forma que éste suponga
erróneamente que es suyo el hijo que pudo haber sido engendrado en la
violación. El daño para el marido que tiene por suyo al niño debe ser
considerado como menor que el peligro de muerte de la muchacha, dice
Tomás Sánchez (9, 20, 11).
Pero si la madre corre peligro de muerte después del día octogésimo,
por ejemplo, en el parto, nunca es lícito recurrir al homicidio directo del
feto para salvar la vida de la madre, ni siquiera cuando eso fuera la
única posibilidad para que ella siga viviendo (l. c., n. 7). Sin duda, en pe-
ligro de muerte está permitido a la madre tomar medicinas y remedios
cuyo objetivo directo es la curación y sólo como efecto secundario, in-
directamente, conducen al aborto del feto animado (l. c., n. 14). Pero a
continuación viene en Sánchez una disposición letal para muchas madres
y que casi dos siglos más tarde sería empeorada considerablemente por
Alfonso de Ligorio (t 1787), conservando todavía hoy sus terribles re-
percusiones. Dice Sánchez: Hay un caso en el que la madre peca grave-
mente si --encontrándose en peligro de muerte- toma una medicina que
es su única salvación, cuyo efecto secundario es el aborto del feto. Se da
ese caso de pecado grave cuando es seguro o muy probable que el hijo
hubiera vivido todavía después de la muerte de su madre y hubiera po-
dido ser bautizado aún. En ese caso, ella está obligada a anteponer la
vid.a espiritual de su hijo a su propia vida física. Sánchez recuerda que
tampoco un clérigo que está a punto de administrar el bautismo a un
niño moribundo puede dejar que éste muera sin bautismo para ponerse él
a salvo de un enemigo. Así como el clérigo está obligado a sacrificar su
vida en el bautismo de un niño moribundo, así también la madre está
obligada en determinadas circunstancias a dar su vida en favor del bau-
tismo del hijo (l. c., o. 17).
Subyace en esta concepción la idea agustiniana de la condenación
eterna de los niños no bautizados, y Alfonso -autoridad suprema en el
siglo XIX y en buena parte el siglo xx- llevará esa idea a su cenit. Al-
fonso contradice a Sánchez y afirma que tampoco en el caso de que
exista sólo una remota posibilidad de que el hijo pueda sobrevivir a la
madre tanto como para poder ser bautizado estaría permitido a la madre
-aunque eso significara su salvación- ingerir un medicamento, pues, de
lo contrario, el hijo estaría «en peligro de muerte eterna». Por consi-
guiente, la madre sólo tiene derecho a tomar una medicina necesaria para
su supervivencia cuando, incluso si ella no la tomara, el no nacido mo-
riría antes de poder ser bautizado. Así, pues, ella puede tomar la medi-
cina sólo si, de lo contrario, mueren ambos, madre e hijo (III, n. 394). En
1938 sentenciaba el autorizado manual de teología moral de Mausbach/
Tischleder: <<Por el contrario, está permitido ... utilizar medicamentos y
operaciones que no van dirigidas contra el embarazo, sino contra la s~­
multánea enfermedad mortal de la madre, pero que provocan per acct-
dens también el aborto; está permitido a condición de que con ello no
empeore la posibilidad del bautizo del niño» (II, p. 123)

280
En este contexto de la preeminencia del bautizo del niño sobre la vida
de la madre desarrollará detalladamente Alfonso la cuestión de «si la
madre está obligada a tolerar una incisión en su cuerpo a fin de que el
hijo pueda ser bautizado>>. Afortunadamente, declara en primer lugar
--citando a Tomás de Aquino- que no es lícito matar a la madre para
poder bautizar al hijo. Sí, Alfonso condesciende con las mujeres hasta el
punto de opinar que a una mujer que está a punto de morir no se le de-
bería hacer aún una cesárea para extraer al hijo a fin de bautizarlo.
Sostiene que la madre tampoco está obligada a colaborar con una apro-
bación positiva de la incisión si su muerte a causa de dicha incisión es
probable. Dice que esa madre sólo está obligada a soportar que el ciru-
jano le practique una incisión sin su consentimiento cuando existe una es-
peranza probable de que el niño pueda ser bautizado aún y cuando no es
seguro que la incisión acarree la muerte a ella, pues en el caso de que sea
igual la probabilidad en ambos, ella tiene que anteponer la vida espiritual
de su hijo a su propia vida temporal. Eso significa que la madre debe so-
portar su posible muerte por la incisión cuando con ello se da para el hijo
la posibilidad probable del bautismo y, consiguientemente, de la vida
eterna. Mas cuando es seguro que la incisión causará la muerte a la
madre, pero no es segura la posibilidad del bautizo del hijo, entonces ella
no está obligada a aceptar la muerte segura (III, n. 194).
Después de haber expuesto tal «teología de Jack el Destripador>>
sobre la cesárea, Alfonso se centra en otra cuestión cristiana, la de si a
una mujer embarazada que ha sido condenada a muerte y cuya ejecución
se ha retrasado -por consideración al hijo- hasta que dé a luz se le
puede practicar una incisión y adelantar con ello la ejecución si existe el
peligro de que el hijo muera en el seno materno antes del nacimiento. Al-
fonso responde afirmativamente a esa cuestión y menciona a una serie de
teólogos que son de su misma opinión. Su argumento es que un aplaza-
miento que fue decidido para provecho del hijo se convertiría de lo con-
trario en perjuicio para él. Puesto que se habría practicado una incisión
en la madre, después de su ejecución, para salvar al hijo, también es lícito
practicarla antes de la ejecución, adelantando así ésta en el tiempo, ya
que había sido aplazada sólo a causa del hijo (VI, n. 106).
El Dios cruel de Agustín, el perseguidor y condenador de los recién
nacidos, de aquellos que no consiguen ser bautizados antes de su muerte,
es también un perseguidor y atormentador de las madres. Y siguió sién-
dolo en nuestro mismo siglo, aunque, con el descubrimiento de la anes-
tesia, se ha conseguido menguar en algo su crueldad. El teólogo moral
Gopfert escribe en su Moraltheologie (vol. 2, 1906) sobre la cesárea, que
ciertamente ya no es tan peligrosa como en tiempos de Alfonso de Ligo-
río: <<Por eso, la esperanza de poder bautizar de forma absolutamente vá-
lida al hijo disculpa el peligro que la operación comporta siempre para la
madre. En determinadas circunstancias se podría afirmar -en conside-
ración a la salvación eterna del hijo- una obligación en la madre»
(p.217).

281
También Bernhard Haring escribe en su teología moral Das Gesetz
Christi ( 1967) que la madre tiene que aceptar algunos sacrificios en
favor del bautismo de su hijo: <<Cuando no existe esperanza alguna de
asegurar de otro modo la vida al hijo y, sobre todo, el bautismo, la
madre está obligada a someterse a tales operaciones». De estas «tales
operaciones>> que Haring enumera (cesárea, separación completa de los
huesos innominados, de la sínfisis) escribe él que <<tienen como objetivo
primero la salvación del hijo, si bien comportan ciertos peligros para la
madre>>. Ahora bien, según él esa salvación del hijo consiste sobre todo
en el bautismo. No se excluye, pues, que el niño pueda morir después del
bautismo. Resulta reconfortante que Haring haga saber a la madre que
<da cesárea puede practicarse en la misma madre, sin peligro, hasta dos y
tres veces». Eso significa que, en determinadas circunstancias, la madre
pagará con su propia vida sólo el cuarto bautizo. Piensa Haring <<que la
salud espiritual de la madre y sus pensamientos y sentimientos verdade-
ramente maternales>> no deberían ser estimados menos <<que la sola sal-
vación de la vida corporal de la madre>> (/bid., p. 222). Esto significa que
una madre físicamente muerta, pero con sanas ideas maternales, vale al
menos tanto como una que vive, pero que carece de la salud espiritual.
La muerte de la madre puede ser el precio necesario por el bautismo
del hijo. Sin el bautismo, el hijo estaría perdido en cuanto a su salvación
eterna, pues, mientras los católicos no pueden atacar a <<ningún niño ino-
cente en el seno materno>> ni siquiera al precio de la propia vida, para el
Padre celestial tal niño no es tan inocente como se piensa. Él mismo lo ha
declarado culpable, evidentemente a causa de una transgresión tan mala
que él -como castigo-- no quiere tener comunión alguna con ese niño
en toda la eternidad, lo que significa la muerte eterna para el niño. Para
arrancar al niño de las manos del Dios verdugo y depositarlo en las
manos del Dios bondadoso hay que bautizar al niño. Pero algunas veces
Dios, para salvar al niño de la muerte eterna, exige la muerte física de la
madre.
San Alfonso de Ligorio, fundador de la orden religiosa de Bernhard
Haring, padre de la teología moral del siglo xrx y, en buena medida, tam-
bién de la de nuestro siglo, nombrado doctor de la Iglesia en 1871 y ele-
vado a patrono de todos los confesores en 1950, es la autoridad norma-
tiva constantemente citada, y ha hecho de padrino en muchos bautizos de
hijos de madres muertas. Alfonso fue también el que ~poniéndose a
Tomás Sánchez (t 1610)- se declaró contrario a que, en peligro de
muerte para la madre, sea lícito abortar un feto inanimado, es decir,
hasta los ochenta días. Exigió que, por el contrario, debía penalizarse el
aborto desde el instante mismo de la concepción. Frente a este plantea-
miento, Sánchez opinaba que el feto es hasta el día octogésimo <<parte de
las entrañas» de la madre. A decir verdad, Alfonso considera que este
plazo de ochenta días de Sánchez es una opinión <<posible>>, pero se
niega a hacerla suya (Theologia moralis III n. 394). Alfonso es el inspi-
rador de la ideología del sacrificio de la madre, predominante desde

282
1884 hasta hoy, algo mitigada en 1976 por los obispos alemanes, pero
no por Roma. Téngase en cuenta, además, que la suavización introduci-
da por los obispos alemanes se matiza en forma de <<respeto de la deci-
sión médica>>. Siempre se toman decisiones sobre las mujeres, no con ellas
y jamás por ellas. Además, la concesión hecha a los médicos vale sólo
para el caso en que -de lo contrario- mueran ambos, tanto la madre
como el hijo.
Las graves consecuencias que derivaban para las madres de la prefe-
rencia -exigida por Sánchez y radicalizada por Alfonso- del bautismo
del hijo sobre la vida física de la madre retroceden en Alemania durante
el último cuarto de siglo, con lo que el peligro principal que puede pro-
venir de la Iglesia para la madre ha quedado amordazado provisional-
mente en Alemania. Sólo la ignoracia sobre lo que la Iglesia católica ha
decidido y no ha revocado aún a escala mundial en el tema del bautismo
y de las madres impidió e impide que muchas mujeres embarazadas fue-
ran o sean aún hoy presas del pánico. Los moralistas han discutido
constantemente el tema de hasta dónde el confesor debe informar a la
madre sobre su obligación de tener que sacrificar su vida física por la
vida eterna de su hijo, de si se le debe ilustrar sobre su obligación de per-
mitir una incisión a fin de bautizar al hijo moribundo. En la mayoría de
los casos se decidió la discusión en el sentido de que -puesto que ella se
encuentra en peligro de muerte- no se le debe hacer tomar conciencia de
tal obligación, para que, en el caso de que ella no asuma su obligación,
no muera en pecado mortal. Rasgo humano de una moral inhumana que
exige sacrificios humanos es el de silenciar compasiva y ocasionalmente
sus inmisericordes principios.
Pero no siempre son silenciados de forma tan benefactora esos prin-
cipios. Georges Simenon, el gran autor belga de novelas policíacas, cuen-
ta en sus Memorias íntimas (París, 1981) que, ante la inminencia del na-
cimiento de su hijo Jean, acudió con su esposa Denise, en avanzado
estado de gestación, a una clínica ginecológica de Arizona (USA) que les
habían recomendado como la mejor; y que la abandonaron inmediata-
mente porque en la entrada colgaba el <<texto enmarcado en negro» de
un comunicado. Podía leerse en él que <<por decisión del médico jefe y de
la enfermera jefa, en litigio grave, la suerte del hijo tiene preferencia
sobre la de la madre». Simenon escribe: <<Un escalofrío nos recorrió la es-
palda y buscamos de puntillas la puerta de salida a la calle». Su hijo Jean
nació luego en un hospital que no era tan buen católico.

283
Capítulo 27

ONANISMO

Cada época tiene sus propias manías. En el período de la Ilustración es-


talló la manía del onanismo. Onán, el hombre del que habla el capítulo
38 del Génesis, que cayó muerto por haber desagradado a Dios, ha
prestado su nombre tanto al coitus interruptus como -equivocadamen-
te, desde 1710- a la masturbación. La moral sexual cristiana declaró
fuera de la ley el onanismo y lo encasilló entre los pecados contra la na-
turaleza, es decir, los pecados más graves en el ámbito sexual. Se consi-
dera contraria a la naturaleza toda eyaculación del semen que no esté en
función de la procreación. Por eso la masturbación es, según Tomás de
Aquino, un vicio más grave que tener relaciones sexuales con la propia
madre (IIIII q. 154 a. 11 y 12).
La historia de la manía de la masturbación en el campo médico fue
un auténtico golpe de fortuna para la teología moral católica. Efectiva-
mente, en muchos hombres causa mayor impacto que el temor a las
penas del infierno la eventualidad de contraer una enfermedad larga en la
tierra. Esto pone en manos de los teólogos, como voceros de la voluntad
de Dios, pruebas y legitimación. De ahí que la Iglesia católica haya sa-
cado partido de los errores médicos para dirigirse con muchos panfletos,
trataditos y tratados a la juventud amenazada; y quien extraiga su teo-
logía de los moralistas católicos estará convencido todavía hoy de que el
onanismo consume la médula, debilita o deseca el cerebro y, en cualquier
caso, hace enfermar.
Bernhard Haring escribió en 1967, en la octava edición alemana de
su teología moral Das Gesetz Christi, que la autosatisfacción «tiene
también consecuencias nocivas para la salud». A decir verdad, puntuali-
za que tales daños para la salud <<pueden no producirse en una práctica
no desmesurada». Últimamente ha brillado, pues, un rayo de esperanza
para los masturbadores intimidados (III, p. 308).
Ya en la Antigüedad se consideró que el onamismo era dañino para

285
la salud (cf. para lo que sigue A. y W. Leibbrand, Formen des Eros. Kul-
tur- und Geistesgeschichte der Liebe, 1972). El gran progenitor de la an-
siedad de la masturbación, especialmente del temor a la tuberculosis
dorsal (enfermedad sifilítica del sistema nervioso), fue el médico griego
Hipócrates (t 375 a.C.). La preocupación que le guió no era la de des-
calificar de manera especial el onanismo, sino que le preocupaba, más
bien, el debilitamiento físico que el onanismo comparte con la copulación
sexual. El griego Galeno (t 199 d.C.), médico personal del emperador
Marco Aurelio, sostuvo la opinión contraria, la de que la copulación se-
xual y el onanismo contribuyen a conservar la salud y a proteger de los
venenos de la descomposición del cuerpo. Señalaba que consecuencia de
la abstinencia pueden ser los temblores, las convulsiones y la locura. Ba-
sándose en Galeno, el filósofo musulmán Avicena (t 1037) hablará más
tarde de métodos médicos y aconseja la masturbación cuando la relación
sexual no es posible. Estaba reservado al cristianismo desplazar el ona-
nismo desde el ámbito de la discusión médica de los motivos a favor y en
contra a una esfera de condena moral, enriqueciendo complementaria-
mente esta condena -desde el siglo XVII- con las peores prognosis hi-
pocráticas, de forma que se consideraron como consecuencia del ona-
nismo la larga enfermedad en este mundo y, sobre todo, las penas del
infierno.
Cuando, en 1479, Johann von Wesel, párroco de la catedral de Ma-
guncia, fue acusado de herejía ante la Inquisición, al tribunal sólo le in-
teresó la moral. Los argumentos médicos en contra no revestían impor-
tancia alguna para el tribunal. El párroco se había familiarizado con las
teorías de Galeno y las había hecho suyas. Él trataba en sus escritos la
cuestión de sí los monjes podían enfermar a causa de la continencia. Pre-
guntaba si está permitido sacar fuera, pero sin placer, de alguna manera
artificial, un semen que está corrompido y envenena al cuerpo humano;
también inquiría sí no es posible incluso que la sensación de placer sexual
se dé sin pecado cuando la limpieza es llevada a cabo exclusivamente en
aras de la salud. Johann von Wesel tuvo que retractarse de sus escritos y
fue condenado el arresto conventual.
Que la automancillación (autopolución) es el mayor pecado contra la
naturaleza y que acarrea la debilidad del cuerpo, la incapacidad para el
matrimonio, el acortamiento de la vida mediante suicidio es algo que
afirmó en 1640 en Londres el predicador del Magdalen College Richard
Cape!, en su obra Tentaciones: su naturaleza, su peligro, su curación. El
Magdalen College era un bastión de la doctrina puritana protestante.
Dio el nombre de onanismo a esta enfermedad de la autopolución el
médico puritano reformado Bekkers, de Londres, con su libro Onanismo
o el espantoso pecado de la autopolución (1710). Bekkers tenía infor-
mación de que este vicio estaba muy extendido en su tiempo en ambos
sexos. Por eso, se sintió obligado como médico a llamar la atención
sobre las consecuencias. Éstas son -según Bekkers- <<trastornos esto-
macales, digestivos, inapetencia o hambre canina, apetito anormal, vó-

286
mitos, náuseas, debilitamiento de los órganos respiratorios, tos, ron-
quera, paralizaciones, debilitamiento de los órganos procreadores, pu-
diendo llegar hasta la impotencia, falta de libido, eyaculaciones diurnas
o nocturnas, sensaciones dolorosas en la espalda, trastornos visuales y
auditivos, mengua total de las fuerzas físicas, palidez, delgadez, pústulas
en el rostro, mengua de las fuerzas psíquicas, de la memoria, ataques de
rabia, locura, idiotez, epilepsia, rigidez, fiebre y, finalmente, suicidio». El
libro de Bekkers provocó un cataclismo. Recibió ingentes cantidades de
cartas de jóvenes que le pedían consejo. El libro con las sugerencias
para la salud alcanzó el doble de volumen y fue traducido a casi todas las
lenguas. En Inglaterra llegó a su edición 19." en 1759.
Agravar el temor al onanismo hasta convertirlo en locura colectiva
fue el logro del libro Onanismo (1758), de Simon-André Tissot, médico
reformado de Lausana. Tissot escribió que --en el caso de uno que prac-
tica el onanismo- el cerebro se seca de tal manera que pueden escucharse
ruidos en el cráneo. <<Mediante ese escrito, el tema alcanzó una difusión
sensacional que le permitió sobrevivir durante siglos>> (V. E. Pilgrim,
Der selbstbefriedigte Mensch, 1975, p. 43 ). La última edición salió al
mercado en 1905. El libro de Tissot dio a conocer esta enfermedad a
todos los europeos. En el prólogo, Tissot se declara contrario a atender
las preguntas y deseos de tratamiento, puesto que prefería dedicar su
tiempo a aquellos que habían enfermado por motivos <<honorables>>.
Edward Shorter dice en su libro The Birth of the Modern Family
(1977): <<En realidad, la masturbación diezmó incluso a lo más florido de
la nación (Francia): los cadetes de la Academia Militar. El Dr. Guillaume
Daignan contaba en 1786 la siguiente historia sobre un hombre joven en
su camino a la ruina (Tableau des variétés de la vie humaine, París,
1786): "Una vez que él consiguió llegar a su tío, capitán en un regimiento
de cuatro batallones, se esperaba de él que aceptara el primer puesto
libre. Sus numerosos camaradas lo acogieron muy bien, y él imitó ense-
guida todas las locuras q~e no siempre demuestran prudencia e inteli-
gencia en esta profesión. El había recibido una educación esmerada, era
cortés y amable. Estas buenas cualidades, que podrían haberle facilitado
en gran medida las conquistas femeninas, sólo le sirvieron para des-
orientarle más y más a causa de su intimidad con sus camaradas. El arre-
pentimiento no se hizo esperar. Primero tenía crisis violentas cuando se
excitaba con estas acciones ... que, en realidad, debería haber detestado si
se hubiera dejado llevar del sano juicio y no del ejemplo de la mayoría ...
Yo le aconsejé encareci_damente que rompiera por completo con esa
costumbre abominable. El me aseguraba que lo haría muy gustoso; tanto
más cuanto que no se sentía tentado a ello, pero no sabía cómo evitar las
ocasiones que le llevaban a esa situación. Puesto que hasta entonces no
tenía ninguna función especial que cumplir, casi no podía separarse de
sus camaradas sin dar que sospechar. Cuando me enteré de que ese tipo
de orgías tenían lugar sólo al atardecer, le aconsejé que se mantuviera
alejado pretextando jaquecas. Esta disculpa funcionó durante algún

287
tiempo, pero el daño estaba hecho ya. Las crisis se repetían con fre-
cuencia creciente ... Se puso de manifiesto que la salud del joven estaba
arruinada para siempre; él se había convertido en un 'degenerado ner-
vioso', privado de la dulzura de la vida y de la fascinación de la sociabi-
lidad",, (p. 122 s.).
Que en la época de la Ilustración no 'fue compartida por todos los
contemporáneos la manía médica de la masturbación que se propagaba
sin cesar lo demuestra un protagonista de la Revolución francesa, el
conde Mirabeau (t 1791 ). Este, en vez de subirse al carro de la propa-
ganda aterrorizante contra la masturbación, prefirió creer en las tesis de
Galeno sobre el efecto tóxico de la acumulación de esperma y declaró ra-
zonable la masturbación. Por otro lado, tocó a la reina María Antonieta
padecer las consecuencias desagradables de esta manía colectiva. Antes
de llevarla a la guillotina, se trató de encontrar razones que justificaran
su ejecución. Las actas del proceso (cf. André Castelot, Marie Antoinet-
te, París, 1962, p. 499 ss.) informan sobre una maniobra infame. En la
acusación pública -azuzada por Robespierre- se alegó contra la reina
no sólo el delito de alta traición, sino también lo siguiente: <<La viuda de
Capero (María Antonieta), inmoral desde todo punto de vista, es tan per-
versa y está de tal modo enfangada en todo vicio, que ha perdido sus ca-
racterísticas de madre y, olvidando los límites puestos por la naturaleza,
no tiene el menor reparo -según las afirmaciones de Luis Carlos Cape-
to; su hijo- en realizar con éste obscenidades cuya sola idea y nombre
hacen temblar de espanto». La acusación hace que se presente a declarar
su hijo de ocho años, Luis Carlos Capero(= Luis XVII, 1785-1795). El
niño, encomendado a un tal Antoine Simon, zapatero, para que lo <<edu-
cara» (se presume que esa <<educación» fue la causa de su muerte pre-
matura), declaró haber sido sorprendido en el lecho, varias veces, por
Simon y la esposa de éste mientras practicaba <<Obscenidades nocivas
para la salud» que le había inculcado su madre.
El testigo Jacques-René Hébert, periodista, declaró en el juicio lo si-
guiente: <<El joven Capeto, cuyo estado de salud empeoraba de día en día,
fue sorprendido por Simon mientras se masturbaba de manera indecen-
te y dañosa para su salud. Cuando Simon le preguntó quién le había en-
señado esa conducta criminal, él respondió que su madre y su tía. Añadió
que estas dos mujeres le hacían dormir con frecuencia entre ellas, en el
mismo lecho, como se desprende también de la declaración que el joven
Capero prestó ante el alcalde de París y la fiscalía de la comuna. Es de su-
poner que este deleite criminal no se le enseñó al niño para que gozara
del placer sexual, sino más bien con la esperanza política de debilitarlo fí-
sicamente, puesto que en ese tiempo se suponía aún que él llegaría a subir
al trono un día y que así se conseguiría tener influencia sobre él. El
niño se había provocado con estos esfuerzos y agotamientos una hernia,
de forma que hubo de aplicársele un vendaje; y desde que el nii'i.o no está
con su madre se ha recuperado>>. Hasta aquí el testigo Hébert.
Al preguntársele a María Antonieta qué tenía que alegar contra la de-

288
claración de aquel testigo, ella repuso que no sabía de qué hablaba el tes-
tigo, y que la naturaleza prohíbe a una madre entrar en tal tipo de in-
culpaciones. Muchos de los presentes le dieron la razón.
Los conocimientos médicos servían de apoyo a los teológicos. El co-
nocido moralista J. C. Debreyne, trapense y médico, describe, en un fa-
moso artículo que publicó en 1842, las consecuencias del onanismo:
<<Palpitaciones, debilitamiento de la potencia visual, dolores de cabeza,
movimientos epilépticos convulsivos, frecuentemente epilepsia auténtica,
dolores generales en las articulaciones y en la región occipital, en la co-
lumna vertebral, en el pecho, en el estómago, gran debilidad de los ri-
ñones, síntomas de paralización general>> (Essai sur la théologie mora/e
considerée dans ses rapports avec la physiologie et la médicine). El monje
daba los siguientes consejos a los adictos al onanismo: dormir siempre de
costado, nunca de espaldas, comidas y bebidas frías, chupar cubitos de
hielo, lavarse con fría agua de nieve que debe estar sazonada con sal de
cocina. En cuanto a las muchachas, el padre Debreyne es partidario de
que se sometan a la extirpación del clítoris, puesto que éste no es nece-
sario para la procreación y sirve sólo para el placer sexual.
En el capítulo <<El siglo XIX golpea a los niños>>, de su libro Der
selbstbefriedigte Mensch (1975), Pilgrim escribió: <<Los médicos del siglo
XIX están de acuerdo con su predecesor Tissot sobre los detalles del caso
referido por él de un onanista cuyo cerebro "se había secado de tal
modo que se podían escuchar ruidos en el cráneo". Que la masturbación
reseca el cerebro hasta el punto de producirse ruidos en la cabeza del
onanista es algo que se relata con frecuencia en el siglo XIX. Deslandes
menciona el caso de un muchacho de ocho años cuya parte posterior del
cráneo había sufrido cambios extraordinariamente infrecuentes. El chico
se masturbaba desde hacía varios años y tenía erecciones casi continuas.
"Esta costumbre dilató el diámetro de su cabeza hasta el punto de que su
madre tenía verdaderas dificultades para encontrar un sombrero que
valiera al chico">>. Pilgrim refiere a continuación los métodos que se
empleaban para dominar el onanismo. <<Tratándose de muchachos, se les
insertaba alambres o varillas de metal a través del prepucio para evitar el
retroceso del glande (la llamada infibulación). Por la noche, se ponían al-
rededor del pene aros de metal con púas ... >>.
La mejor receta del siglo XIX para las chicas se llamaba eliminación
del clítoris (clitoridectomía). El médico vienés Gustav Braun la reco-
mendó en su Compendio de las enfermedades de la mujer (Viena, 1863 ).
Isaac Baker-Brown, eminente cirujano londinense que se convertiría más
tarde en loado presidente de la Medica[ Society de Londres, introdujo esa
práctica en Inglaterra en 1858. Consideró que la operación era indicada
porque -en su opinión- la masturbación lleva a la histeria, a la epi-
lepsia y a las varices. Trató de curar la masturbación eliminando el ór-
gano en el que se realiza. Practicó esta operación en muchos niños y
adultos y creó un hogar especial para mujeres, el "London Surgical
Home", En 1866 publicó 48 de estas operaciones>> (Pilgrim, p. 47 ss.).

289
El médico Dr. Demeaux dirigió en 1849 una petición urgente al mi-
nisterio de cultura francés. Exigía, entre otras cos<lS, que los dormitorios
de los institutos, colegios y escuelas se montaran de modo que las camas
estuvieran divididas en la parte de los pies -dos tercios de la cama- y la
parte de la cabeza, el tercio restante. Ambas partes debían estar separa-
das entre sí por una pared especial. De ese modo se podía vigilar duran-
te la noche la parte de los pies de más de cien camas para detectar posi-
bles movimientos sospechosos, mientras que la parte de la cabeza
quedaba a oscuras. También pidió que los pantalones no llevaran bolsi-
llos. Por último, exigió que se hicieran durante el año varias revisiones
corporales de los jóvenes sin previo aviso, pues los que tienen la cos-
tumbre de masturbarse se delatarían ante el médico por el desarrollo de
su miembro, por el temor a mostrarse desnudos y, sobre todo, por su de-
bilitado estado de salud; de forma que luego pudieran ser observados de
manera especial. Se rechazaron dos propuestas: la de la pared sobre las
camas -alegando que la inmovilidad podría dañar a los niños- y la re-
visión médica en cueros. Se apuntó que ésta destrozaba el pudor, que es
precisamente la ayuda principal contra la masturbación. En cuanto a la
supresión de los bolsillos, ésa habría estado en uso por doquier (27 de fe-
brero de 1849, Le conseil de l'université de France, cf. Jean-Paul
Aron/Roger Kempf, Le pénis et la démoralisation de l'Occident, París,
19]8, pp. 205 SS. y 239).
La enfermedad del onanismo era conocida tarnbién en Rusia. El mé-
dico ruteno H. Kaan escribió una Psychopathia sexualis que fue publi-
cada en Leipzig en 1834 en versión alemana. La obra estaba dedicada al
médico personal del zar. El onanismo, la gran enfermedad sexual, es des-
crito por Kaan al estilo de Tissot, con toda su plétora de enfermedades fí-
sicas y mentales. El final es el suicidio. Máximo Gorki describe hacia el
1925 en su novela La vida de Klim Samguin, cuyo nacimiento fecha
aproximadamente en 1880: <<Kiim pensaba en el espantoso libro del
profesor T arnowski sobre el nefasto influjo del onanismo, un libro que su
precavida madre había hecho llegar hasta él unos años antes».
En 1882 se publicó en la revista médica francesa especializada en en-
fermedades nerviosas y mentales L'Encéphale un artículo detallado del
médico de Estambul Dr. Demetrius Zambaco sobre Onanismo y tras-
tornos psíquicos de dos jovencitas. La mayor de ellas se masturbaba
continuamente y hubo que extirparle el clítoris. Dice el Dr. Zambaco:
<<Es razonable admitir que la cauterización con un hierro incandescente
elimina la sensibilidad del clítoris y, con quemaduras repetidas, se está en
condiciones incluso de eliminarlo por completo ... Se comprende fácil-
mente que las niñas, tras haber perdido la sensibilidad mediante la que-
madura, son menos excitables y menos propensas a tocarse». Zambaco
cuenta haberse encontrado con una serie de colegas de renombre inter-
nacional que habían conseguido grandes resultados terapéuticos con la
cauterización del clítoris. Entre ellos, menciona al Dr. Jules Guerin, de
Londres.

290
A partir de 1905 cesaron estas operaciones gracias al Dr. Freud,
que tomó postura contra esta mutilación de las niñas en sus Tres ensayos
sobre una teoría sexual. Pero con ello se estaba aún muy lejos de haber
hecho desaparecer el habitual descrédito del onanismo. El Dr. E. Sterian
escribió en tono de advertencia en 1910 que era capaz de reconocer
<<por el penetrante olor del esperma a los desgraciados que se mastur-
ban» (L'éducation sexuelle). Ingmar Bergman, director de cine sueco
que nació en Uppsala en 1918 y tuvo por padre a un pastor protestante,
escribe en Mi vida (1987) que, de muchacho y siguiendo una indicación
de su hermano mayor, buscó el término <<masturbación>> en una enci-
clopedia. <<Allí se decía claramente que la masturbación también recibe el
nombre de autopolución, que es un vicio juvenil al que hay que comba-
tir con todos los medios, que causa palidez, sofocos, temblores, ojeras, di-
ficultades para concentrarse y trastornos del equilibrio; y que, en casos
graves, la enfermedad lleva al ablandamiento cerebral. Ataca la médula.
Puede provocar también ataques epilépticos, pérdida de la consciencia y
una muerte prematura. Sin perder de vista tales perspectivas de futuro,
proseguí mis manipulaciones, con espanto y deleite. No tenía a nadie con
quien poder hablar. No podía preguntar a nadie, tuve que estar siempre
en guardia, defender constantemente mi terrible secreto ... En la noche
que precedió a mi primera comunión intenté combatir con todas mis
fuerzas al demonio. Me batí con é\ hasta la mañana, pero salí derrotado.
Jesús me castigó con un enorme forúnculo infectado en el centro de mi
pálida frente>>.
En 1956 se publicó en Zurich el libro In Al! Candor, del pastor
protestante Leslie D. Weatherhead. El libro cuenta que el onanismo es
para miles de hombres y mujeres ingleses el mayor problema de su vida,
y cómo llega a producirles <<neurosis>>. Weatherhead advierte contra la
tentación de aprobar el onanismo, pues es pecado. El abate francés M.
Petitmangin opina en 1967 que es preciso combatir con todos los medios
el onanismo, pues es un vicio comparable al de la prevención del emba-
razo en los casados. Pablo VI clama en 1975, en una Declaración sobre
algunas cuestiones de ética sexual, contra el grave pecado del onanismo.
Nos encontramos, pues, con que el onanismo -olvidado hace ya bas-
tante tiempo por médicos y pedagogos- sigue estando en manos de
los teólogos. El que se masturba <<es privado del amor de Dios>>, escribe
el papa, y añade que la masturba<.:ión es una culpa grave, <<aunque no se
puede documentar con certeza que la Sagrada Escritura repruebe este pe-
cado como tal». En caso de duda, más importante que la Sagrada Escri-
tura es la palabra de los papas, por lo que no debe preocupar el silencio
de la Sagrada Escritura sobre el onanismo.
Además de todo esto, la Iglesia recibe ahora, inesperadamente, la
ayuda del Este, precisamente del país que, en lugar de respetar la prohi-
bición de la Iglesia sobre la contracepción, la practica por disposición del
Estado. Me refiero a China. Hubert Dobiosch informa del viaje de estu-
dios que realizó en 1985. Ese viaje se debió a una invitación dirigida a la

291
cátedra de teología moral de Augsburgo, con la aprobación de la Con-
ferencia Episcopal Alemana, a fin de «tender un puente con la aislada
Iglesia de China». Dobiosch escribe: <<A fin de llevar a cabo el programa
de planificación familiar, se organizan campañas masivas de información.
Se recomienda encarecidamente la continencia sexual a los jóvenes. A
ellos van dirigidas las siguientes advertencias: 1) El matrimonio precoz es
nocivo, lleva a una sexualidad exacerbada. 2) Una vida sexual intensa
conduce a la impotencia. 3) La autosatisfacción tiene como consecuencias
la impotencia, daños cerebrales y miopía. 4) Son recomendables las si-
guientes medidas en contra: a) Leer y estudiar las obras de Marx, Lenin
y Mao, b) hacer gimnasia, e) madrugar, etc., d) evitar dormir boca
abajo, e) no utilizar colcha caliente, () no usar ropa interior estrecha, g}
se recomienda y practica por doquier el tai chi chuan» (Theologie der
Gegenwart, 1986, 2, p. 106 s.).
La China de parejas con un solo hijo abre a la Iglesia católica un am-
plio campo de misión en favor de su evangelio de la continencia. El
hecho de que los chinos estén volviéndose miopes a causa del onanismo
--como se llega a decir- es un dato favorable y promete una nueva
clientela a la buena nueva cristiana. Que la previsión de la Conferencia
Episcopal Alemana para encontrar en China un terreno fecundo para el
futuro está justificada se desprende también de un artículo de Der Spie-
gel sobre la educación en China (n. 0 13, 1986, p. 189): «La autosatis-
ficción>>, advierte, por ejemplo, el fascículo Allgemeinwissen zur Hygie-
ne und Biologie der ]ugendlichen «es dañosa para la salud» ... Hay que
evitar los «pantalones muy ceñidos» y los <<edredones pesados».

292
Capítulo 28

HOMOSEXUALIDAD

Los mitos griegos y judea-cristianos están de acuerdo en que cada per-


sona humana es incompleta en una mitad, pero discrepan sobre si, por
ejemplo, la otra mitad que completa de mejor forma al varón es otro
varón o una mujer. En el relato bíblico de la creación se expresa el ha-
cerse una carne -un varón con una mujer- diciendo que la hembra fue
hecha del costado del varón. Es obvio que no se debe entender ese relato
como una explicación científica. El relato de la creación no está reñido
con la doctrina de la evolución. Tanto Eva como Adán evolucionaron
partiendo de un cuerpo animal. El relato según el cual Eva tiene su origen
en Adán es, más bien, una expresión metafórica de la interconexión in-
superablemente profunda que existe ,entre el varón y la mujer. Cuando
Dios le presenta a Eva, Adán dice: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y
carne de mi carne!>>. El relato concluye con la siguiente reflexión: <<Por
eso (precisamente porque la mujer procede inmediatamente del varón) un
varón abandona padre y madre, se junta a su mujer y se hacen una sola
carne» (Gn 2,23 s.). Por consiguiente, en cierta medida volverán a la más
estrecha comunidad corporal en la que se encontraban siendo uno cuan-
do la mujer era aún parte integrante del varón. Porque la mujer formaba
originariamente una unidad física con el varón por eso volverá a ser una
sola cosa con él según el cuerpo; y eso sucederá concretamente en el ma-
trimonio. Ambos volverán a ser una carne. Partiendo de esta visión de la
unidad original de varón y mujer, unidad que se vive de nuevo en el ma-
trimonio, la concepción judía, la cristiana y la árabe consideran la ho-
mosexualidad como antinatural. Según estas concepciones, para realizar
de nuevo la unidad original, el varón trata de unirse otra vez -según la
naturaleza- sólo con la mujer; y ésta, sólo con el varón.
El mito griego, tal como Platón (t 348/347 a.C.) lo expone en El
banquete, ve esto de otra manera: nuestro antiguo estado natural no era
el mismo que ahora. Originariamente existieron tres tipos de hombres

293
completos, criaturas esféricas: los que constaban de varón y varón; los
que se componían de mujer y mujer; finalmente, las criaturas esféricas he-
terosexuales, formadas por varón y mujer. Como castigo de los dioses,
las esferas fueron seccionadas por la mitad (el lenguaje coloquial español
habla de la <<media naranja»). Ahora, cada uno busca su otra mitad. El
mito griego habla con menosprecio sobre la esfera heterosexual: <<Así,
muchos de los varones son ahora un trozo seccionado de aquella especie
mixta que se llamó entonces andrógino. Éstos son grandes amantes de
mujeres y entre ellos se encuentran la mayoría de los adúlteros». Tras
mencionar brevemente a las lesbianas, el mito describe «a los varones que
son un pedazo de un hombre, que van tras lo masculino; éstos son pre-
cisamente los mejores de los niños y de los adolescentes porque ellos son
lo más masculino de la naturaleza ... Prueba principal de esto es que
sólo tales -una vez adultos- llegan a ser varones que se dedican a los
asuntos del Estado ... mientras que su sentido no es dirigido por la natu-
raleza hacia el matrimonio ni hacia la procreación; se casan y tienen hijos
sólo porque se lo ordena la ley>>.
En el mito griego se califica de <<natural» lo que el cristianismo -que
envió a la hoguera a lo largo de su historia a muchos homosexuales
como castigo por su vicio- considera <<antinatural>>. Los celibatarios,
cuyo sentido tampoco es dirigido <<ni hacia el matrimonio ni hacia la pro-
creación>>, habrían sido vistos en aquella época como representantes
clásicos de la especie de hombre homosexual. En cualquier caso, es evi-
dente que no siempre ni en todas partes coinciden las opiniones de las
gentes sobre lo que es <<natural>> y <<antinatural>>.
En la carta a los Romanos, el judío Pablo habla con repugnancia de
la homosexualidad y del lesbianismo y los enumera entre los vicios típi-
cos de los griegos. Que también entre los griegos era discutida la homo-
sexualidad es algo que pone de manifiesto la siguiente escena: el histo-
riador griego Plutarco (t hacia 120 d.C.) habla de un <<batallón de
amantes>>, de Tebas, una especie de batallón de élite formado por ho-
mosexuales. Funcionaba éste según el principio de que es bueno «colocar
al amante aliado del amado», pues en los peligros es cuando uno se pre-
ocupa más por el amado. Además, se suele desear brillar a los ojos del
amado sobre todo por la valentía. Este cuerpo tebano, conocido también
como <<batallón sacro>>, permaneció invicto hasta la batalla de Queronea.
Allí fue derrotado por Filipo 11, padre de Alejandro Magno, en el año
338 a.C. <<Se cuenta que cuando Filipo -finalizada la batalla- inspec-
cionó a los caídos, llegó al sitio en el que yacían los trescientos y pudo
observar cómo habían avanzado contra las picas enemigas y caído jun-
tos, se admiró sobremanera; y se dice que, al enterarse de que se trataba
del batallón de los amantes y amados, lloró y exclamó: "Que perezcan
los que propalan que esta gente ha hecho algo deshonroso">> (Vidas pa-
ralelas, de Plutarco, Pelopida 18). El hecho de que Filipo arremetiera
contra los difamadores de los homosexuales indica que éstos existían.
Tal desprecio respecto de los homosexuales se desprende, por ejem-

294
plo, también de las palabras de Séneca (padre del famoso Séneca que se
vio obligado a suicidarse en el año 65 d.C. durante el reinado de Nerón).
Él pinta la decadencia de esa gente: ''Una insana pasión por el canto y
por la danza llena el alma de esos afeminados. Ondulan sus cabellos, ati-
plan su voz para emular la delicadeza de la voz femenina. Rivalizan
con las mujeres en la voluptuosidad de los movimientos y se entregan a
obscenas exploraciones corporales. Éste es el ideal de nuestra juventud.
Afeminados y frágiles desde su nacimiento, permanecen conscientemen-
te en tal estado, siempre propensos a ofender el pudor de los otros y a
no cuidar del propio>> (Controversiae 1, Prefacio 8). El estoico Epicteto
(t hacia 135 d.C.) describe a los oradores perfumados y de cabello on-
dulado de los que la gente se pregunta si son mujeres o varones (Diser-
tationes 111, 1 ). De forma parecida se había mofado ya el ateniense Aris-
tófanes, el comediógrafo, en el siglo IV a.C.: <<Colorido pálido, mejillas
rasuradas, voz femenina, vestimenta azafranada, redecilla ... de forma que
uno no sabe si está delante de un varón o de una mujer>> (Tesmoforias V,
130 ss.). Por consiguiente, nunca fue unánime en la Antigüedad griega la
valoración positiva de la homosexualidad.
El cristianismo heredó del judaísmo el desprecio por la homosexua-
lidad, y -tan pronto como llegó al poder- trató de eliminar la homo-
sexualidad mediante una ley (año 390) que amenazaba a los homose-
xuales con la muerte mediante la quema. El Ordenamiento iurídico
penal decretado por Carlos V en 1532 dispone en su artículo 116: <<Si-
guiendo la costumbre común, hay que hacerlos pasar de la vida a la
muerte mediante el fuego>>.
El catolicismo concuerda con la homosexualidad sólo en el menos-
precio de la mujer, ligado en la Antigüedad, en una guerrera sociedad
machista, con los homosexuales. Sobre todo, hizo suya la idea de que las
mujeres están incapacitadas para la amistad, que la amistad, es decir, el
estado supremo de las relaciones entre adultos, sólo es posible entre va-
rones. Así había opinado ya Aristóteles.
Como hemos tenido oportunidad de comprobar, las dos grandes
columnas del catolicismo -Agustín y Tomás de Aquino- dejaron muy
claro que la mujer fue dada al varón sólo como ayuda para la procrea-
ción, pero que como consuelo en la soledad <<el varón es una ayuda
mejor para el varÓn>>. El catolicismo, impulsado por su pesimismo se-
xual, desexualizó dentro de sus propias filas la homosexualidad y luego
siguió cultivándola como sociedad machista que desprecia a las mujeres.
En el caso de los hombres de Iglesia más simpáticos, es más atinado
hablar de ignorancia de la mujer que de desprecio hacia ésta. Así, Juan
XXIII escribía en su diario espiritual en 1948: <<Después de más de cua-
renta años, son todavía absolutamente familiares las conversaciones edi-
ficantes que mantuve en el palacio episcopal de Bérgamo con mi vene-
rado monseñor Radini Tedeschi. Sobre las personas del Vaticano, del
Santo Padre para abajo, ni una expresión que fuera menos reverente, des-
agradable o irrespetuosa; de las mujeres, de su figura o de lo tocante a

295
ellas, jamás se pronunció una palabra. Como si no hubiera mujeres en el
mundo. Este silencio absoluto, esa ausencia de toda familiaridad respec-
to del otro sexo fue una de las lecciones más fuertes y profundas de mi
juventud sacerdotal, y todavía hoy conservo agradecido el excelente y be-
néfico recuerdo de quien me educó en esta disciplina».
Para este exclusivo mundo de varones, para este territorio sin muje-
res en el que se mueven papas y educadores de papas que -en una so-
ciedad completamente aislada- debe protegerlos de lo que ellos con-
siderarían como el comienzo de su resbalón más grave (la toma de
conciencia de la otra mitad de la humanidad), para este gueto de la
Iglesia de los varones las mujeres son tan sólo objeto de ignorancia en el
cuadro de medidas tendentes a proteger a los célibes para que mantengan
su castidad célibe y su mundo particular. Ellos se esfuerzan en actuar
«como si no hubiera mujeres en el mundo>> y --en tal esfuerzo surrea-
lista- zambullirse de nuevo en aquella época del paraíso en la que Dios
no había creado aún a Eva. En su huida infantil a una especie de útero
masculino carente de mujeres, ellos están incapacitados por completo
para contemplar un mundo lleno de varones y de mujeres, un mundo de
seres humanos.

296
Capítulo 29

LA TEOLOGIA MORAL
EN EL SIGLO XX

La sexualidad es un ámbito de la vida humana que se ha convertido de


manera especial en víctima de una rama especialísima de la ciencia teo-
lógica; de lo que podríamos llamar excrecencia singular de la teología, es
decir, la teología moral. Los fundamentos bíblicos de ésta son realmente
exiguos en el sentido de que no existe nada similar en el Nuevo Testa-
mento. Esa pretendida teología ha tenido que producir por sí misma
aquello que pretende ser, entre otras cosas: <<Servicio de instrucción cris-
tiana para todas las situaciones previsibles de la vida>> (Lexikon {ür
Theologie und Kirche, vol. 7, 1962, p. 613). Tal esfuerzo tuvo que sen-
tirse más o menos abandonado por el propio Cristo ya que la predicación
de Jesús «no poseía el carácter de una exposición ni completa ni siste-
mática de la ética de la espera del reino de Dios>> (1. c., p. 618).
La Iglesia ha tratado de subsanar la carencia de la predicación de
Jesús completando, sistematizando y concretando mediante la teología
moral el mensaje de Jesús, originando así las características esenciales de
la teología moral: la sistematización y su casuística datallada. Con el paso
del tiempo, la casuística se convirtió en su característica más llamativa.
Lo que había sido un cristianismo claro como la luz del día se convirtió
en sombrío musitar de confesionario que se concretaba y obsesionaba
con indiscreción creciente en los llamados pecados de la carne porque se
creía que en dicha materia no había nada carente de importancia, según
la decisión romana del 4 de febrero de 1611. Replicando a la propuesta
luterana de no prestar atención a la diferencia precisa entre pecado y pe-
cado, el concilio de Trento (1545-1563) exigió que se confesaran los pe-
cados indicando su especie, número y circunstancias. Con ello se incre-
mentó el interés de la teología moral por normas y reglas morales
detalladísimas, al tiempo que se activaba la inquisición en el confesio-
nario para averiguar los detalles de los pecados. A partir del siglo XVI,

297
casi todas las órdenes religiosas editaron colecciones casuísticas, y las lu-
cubraciones que segregó entonces un batallón de casuistas han estado vi-
gentes, en su mayor parte, hasta nuestros días.
Hay que destacar aquí de manera especial un gran nombre en el
campo de la teología moral, el del ya muchas veces citado Alfonso de Li-
gorio (1696-1787). Fue el fundador de la orden de los redentoristas,
actuó durante treinta años como misionero y predicador penitencial por
pueblos y ciudades, luego fue obispo y, finalmente, se retiró de nuevo al
convento. Su amplísima obra Theologia moralis fue determinante para el
ulterior desarrollo de la teología moral católica. Alfonso de Lígorio fue
condecorado con todos los honores que la Iglesia podía concederle: bea-
tificado en 1816, canonizado en 1839, fue declarado en 1871 doctor de la
Iglesia por Pío IX, quien llegó a decir que en la obra de Alfonso no hay ab-
solutamente nada que no concuerde con la verdad enseñada por la Iglesia.
Pío XII lo nombró en 1950 patrono de todos los confesores y moralistas.
De Alfonso, cuyo <<sentido de la realidad» no cesa de subrayar en
nuestro siglo el moralista Hiiring, miembro de la misma orden religiosa,
dice la biografía oficial de la orden: «Siendo obispo, sólo concedía au-
diencia a mujeres en presencia de un sirviente; en cierta ocasión recibió a
una mujer anciana de la siguiente manera: ambos sentados en los extre-
mos de un largo banco, él de espaldas a ella. Al administrar el sacra-
mento de la confirmación, sustituía la preceptiva palmadita en la mejilla
por un toque de la prenda que cubría la cabeza del confirmando>> (cit. en
Deschner, Das Kreuz mit der Kirche, p. 325 s.).
Su obra ha tenido más de setenta ediciones. Cientos de moralistas le
han copiado, y todos ellos, conjuntamente, han consolidado la miseria de
una teología moral que no sólo presupone la minoría de edad de la per-
sona, sino que practica de modo sistemático la educación que la genera.
Esa teología no ha producido el despliegue y profundización, sino los es-
crúpulos de conciencia. La moral sexual se ha convertido en una ciencia
especial para los celibatarios. El moralista Gopfert escribió en 1906 que
las <<gentes corrientes y carentes de formación son incapaces de distin-
guir entre impureza, sensualidad y deshonestidad>> (Moraltheologie 11,
p. 346). Tal distinción es ya sólo posible para los célibes jueces del con-
fesionario. La conciencia normal del individuo, tanto la del formado
como la del rudo, se ve desbordada. El mismo incomprensible galima-
tías de los moralistas encontramos también en Haring: <<El placer sexual
causado de forma culpable con actos impúdicos, pero no consentido
directamente, es pecado gravemente pecaminoso según su especie>> (Das
Gesetz Christi, 1967, III, p. 301). Los confesores ven con claridad que se
exige en exceso al penitente: <<El confesor no debe exigir en este terreno
la integridad material de la confesión, de acuerdo con las distinciones
científicas>> (Ibid., p. 317). Si el confesor se empeñara en exigir una
cientificidad material y completa o lo que él considera como tal, tendría
que almacenar en el confesionario provisiones alimentarias para largo
tiempo, pues no podría volver pronto a casa.

298
Como ya vimos, Alfonso manda a los confesores que interrogen
acerca de transgresiones sexuales también a los niños, que, naturalmen-
te, entienden todo de forma equivocada. Los niños representan un pro-
blema especial. Gopfert escribió: <<En cuanto a los niños, es innegable que
éstos consideran muchas cosas como un juego o como un acto de mala
educación, sin ver en ello un pecado grave; por ejemplo, cuando se
tocan entre ellos, cuando miran a otro -o hacen que les miren a ellos-
de forma impura>> (II, p. 346).
Alfonso fue también el que llevó adelante el proceso de satanización
de la sexualidad. Gracias a Alfonso, el incubus y el succubus, el demonio-
varón que yace encima y el demonio-hembra que yace debajo, entra
también en el confesionario del siglo XX. Sigue habiendo personas que se
acusan de haber mantenido relaciones sexuales con el diablo. Cierto
que Gopfert pone en guardia a los confesores para que no <<crean fácil-
mente>> (Moraltheologie II, p. 365) tales confesiones, y habla en este
contexto de <<locuras o fantasías de personas histéricas», pero es un
procedimiento demasiado fácil el de difamar a las víctimas de una teo-
logía abstrusa en lugar de buscar primero la locura o la histeria en los au-
tores de una concepción de esas características. Tampoco el teólogo
Gopfert considera como «fácilmente creíble>> la copulación con el diablo,
pero deja entrever que es creíble. Sólo ahora, a finales de nuestro siglo,
desaparece el esfuerzo teológico acerca de tal espectro y, consiguiente-
mente, la creencia en él. Bajo la presión de una época más ilustrada, la
teología ha perdido una materia y un campo del saber que fue amplio en
otro tiempo.
Sobre la base de la casuística sexual desarrollada por Alfonso se ha
abierto para los pesimistas sexuales, también en el siglo xx, un amplio
campo de actividad especialmente en el ámbito extramatrimonial (res-
pecto del matrimonio los moralistas se concentraban en el <<abuso del
matrimonio>> = contracepción). Los moralistas que miraban con malos
ojos el placer sexual encontraron aquí alguna que otra piedra que po-
dían remover y bajo la cual eran capaces de encontrar gusanos de impu-
reza y de impudicia, pues «se entiende por impudicia todo tipo de satis-
facción del placer sexual que es contraria a los fines del apetito sexual
queridos por Dios. Ella busca sólo el placer sexual fuera de la obligación
que, sin embargo, está ligado según la voluntad de Dios a la práctica de
la relación carnal en el matrimonio>> (Fritz Tillmann, Die katholische
Sittenlehre, IV, 2, 2 1940, p. 117). El placer sexual era una especie de me-
canismo que excitaba su propio placer hostil al placer sexuaL Cuando se
habla aquí de <<placer sexual>> no se debe pensar inmediatamente en lo
peor. <<En el camino que conduce a la acción externa consumada hay mi-
radas, tocamientos, abrazos y besos poblados por la fuerte inclinación de
avanzar hasta el final>> (!bid., p. 122).
Para este amplio campo que se da entre miradas y besos y que se
suele denominar con el término de «impudicia>> se había formado ya en
el siglo XVI un método practicable para una cualificación teológico-

299
moral. Así como se clasifica la carne de los animales en carne de primera
y en carne de otras categorías inferiores, también se desmenuzó a la
persona humana en partes del cuerpo nobles, de bajo valor o reproba-
bles. La relación del hombre con Dios o viceversa se hizo corresponder
con la relación o el comportamiento que el hombre mantenía con las par-
tes de su propio cuerpo o con las de otra persona. <<Debido a su diverso
influjo en la excitación del placer sexual, se dividen las partes del cuerpo
en decentes (cara, manos, pies), menos decentes (pecho, espalda, brazos,
muslos) e indecentes (partes sexuales y sus vecinas)>> (H. Jone, Katholi-
sche Moraltheologie, 1930, p. 189). Siguiendo la tradición anterior a él,
el moralista Gopfert califica de <<vergonzantes» y <<obscenas>> a las partes
del cuerpo <<indecentes>> (Gopfert, Moraltheologie II, p. 366).
A veces, las consecuencias de una inmoralidad definida por la Iglesia
pueden ser malas: «Así, el tocamiento leve de la mano de una mujer
puede ser pecado mortal cuando es fruto de una intención impura>>.
Eso «puede ser pecado mortal>>, pero los besos en el brazo son «gene-
ralmente pecado mortal, pues no es concebible una causa justa para ha-
cerlo; y cuando no existen causas justas, tales besos son producto del pla-
cer sexual o, al menos, excitan con mucha fuerza». Por cierto que
tampoco se debería tomar a la ligera lo del tocamiento de la mano, pues
siempre es pecado venial: «Tocamientos de las partes decentes ... cuando
tienen lugar de forma pasajera por ligereza, por broma o curiosidad, son
pecado venial. Por consiguiente, es pecado leve tocar ligera y fugazmen-
te los dedos, manos o rostro de una persona del otro sexo sin intención
torcida, sin concupiscencia sexual y sin peligro de consentimiento en el
placer sensual, a condición de que, si surge el placer sexual, se le rechace
y se abstenga uno posteriormente de tales actos>> (!bid., p. 368). Y remite
a una serie de moralistas que enseñaron esto mismo; por ejemplo, al
mismo Alfonso de Ligorio. Por otro lado, Gopfert afirmaba en una edi-
ción anterior: «En el baile, coger levemente la mano de una mujer o no es
pecado o es sólo pecado leve>> (Moraltheologie, vol. 2, 1900, p. 336). Él
mismo no parecía saber esto con toda exactitud. De ahí que, por seguri-
dad, omitiera esta frase en 1906.
Junto a los tocamientos pecaminosos están las miradas obscenas.
Se distingue ahí entre las deshonestas y las muy deshonestas. No debe-
mos abordar con detalle aquí las miradas deshonestas, que pueden ser de
tal catadura incluso si el objeto que se mira es decente. En todo caso ha-
bría que sostener -para dar un ejemplo de la sistematización moralis-
ta- que se debe enjuiciar el peligro de tales miradas teniendo en cuenta:
1. 0 ) el objeto; 2°) la intención del que mira; 3°) la disposición del que
mira; 4°) el modo de mirar. Según la opinión mayoritaria de los mora-
listas, la disposición de la persona mirada no fundamenta diferencia es-
pecífica alguna. Hay que distinguir las miradas deshonestas de las muy
deshonestas. Ya podemos figurarnos de qué se trata: de la contemplación
de las partes «indecentes>> del cuerpo, pero no sólo desnudas: «Igual-
mente, es un pecado grave ver tales cosas a través de un red o de un velo

300
transparente muy sutil, pues esto excita el placer sexual en vez de apa-
garlo» (Gopfert, vol. 2, 1906, p. 376).
Idéntica mentalidad moralista se encuentra en Hiiring, 1967. Él sub-
divide los «pecados de impudicia>> según a) miradas, b) tocamientos
(«Cantidad de peligros del flirteo anónimo ofrecen en la actualidad los
medios de transporte, superabarrotados con frecuencia>>), e) charlas, d)
lecturas (<<La preocupación maternal de la Iglesia muestra en la prohibi-
ción de libros malos cuán seria debe ser la vigilancia en este terreno>>,
l. c., p. 315). La frase introductoria dice: <<Cuanto de impúdico se hace
con la manifiesta intención de provocar la lujuria se convierte precisa-
mente por esa intención en impuro y es pecado grave>> (Ibid., p. 312). En
cuanto a b) (tocamientos), Hiiring encuentra, sin embargo, palabras
tranquilizadoras para los normales entre los cristianos: <<Pero donde re-
almente el amor y la servicialidad cristianos (cuidado de enfermos, etc.)
exige y da pie a los tocamientos, la experiencia enseña que no es de
temer peligro alguno en personas normales>>.
En cuanto a tocamientos, besos y abrazos, no se permite a los novios
más que a quienes no lo son; es decir, que no se les permite nada de eso
<<ya que, por el noviazgo, los novios no adquieren derecho alguno al
cuerpo de su pareja», escribe Gopfert (II, p. 372). Las amistades entre chi-
cos y chicas sólo tienen razón de ser con miras <<a un fin bueno; es decir,
a contraer pronto matrimonio>>. «Las relaciones (no se refiere evidente-
mente a las relaciones sexuales, sino a las visitas) deben tener lugar en
forma acompasada, es decir, no deben ser demasiado frecuentes ni de-
masiado prolongadas. Cabe permitir una mayor frecuentación cuando se
va a contraer matrimonio dentro de poco tiempo, al cabo de uno o de dos
meses, pero la frecuencia de las visitas deberá ser menor cuanto más le-
jana esté la fecha de la boda. Es lícito permitir una mayor frecuencia de
visitas cuando la chica no está sola, sino bajo una supervisión vigilante.
En cambio, la frecuencia será menor si los novios están siempre solos»
(p. 373 s.). Hiiring opinaba en 1967: <<Aunque en la actual sociedad
abierta y dinámica no es posible que los padres ejerzan una vigilancia
como cuando la sociedad era cerrada, con todo es indispensable que se es-
tablezcan también hoy reglas de trato que respondan a aquel sentido
profundo. A ese respecto, los cristianos deben tener muy claro que las ha-
bituales formas de comportamiento de la sociedad actual han emanado de
ideologías que son incompatibles con el cristianismo» (!bid., p. 377 s.).
Los moralistas no constataron tal incompatibilidad bajo el nacio-
nalsocialismo. Al contrario. El nacionalsocialismo parecía prestar ayuda
en algunos puntos importantes a la teología moral católica, y la Iglesia
se apresuró a no desaprovechar tal oportunidad. El primer encuentro
personal de Hitler con un obispo católico -Berning, de Osnabrück- y
con Steinmann, vicario general de Berlín, que representaba al enfermo
Schreiber, obispo de Berlín, tuvo lugar el 26 de abril de 1933. En el pro-
tocolo de Berning se dice: <<El cambio de impresiones (que duró hora y
media) fue cordial y positivo. Los obispos reconocieron con gozo que se

301
apoya al cristianismo en el nuevo Estado, que se mejora la moralidad y
que se lucha con energía y éxito contra el bolchevismo y el ateísmo>>
(Hans Müller, Katholische Kirche und Nationalsozialismus, Dokumente
1930-1935, 1963, p. 117). El 30 de mayo/1 de junio de 1933 se publicó
la larga carta pastoral de la Conferencia episcopal de Fulda (Alemania)
con el <<agradecimiento a Hitler>> porque de ahora en adelante <da in-
moralidad>> no debe ya <<amenazar ni destruir el alma del pueblo ger-
mano>>. Luchar contra la inmoralidad significa para los obispos alemanes
combatir <<por la educación casta de la juventud>> y contra <dos excesos
en la vida bañista>> (Müller, pp. 146 y 156). Cuando monseñor Stein-
mann saludó con un <<Heil Hitler!>> con motivo de la exposición de la Tú-
nica Sagrada de Cristo en Tréveris en agosto de 1933 y fue criticado por
esto posteriormente en Nueva York, explicó que los obispos germanos
veían en Hitler un baluarte contra <da peste de la literatura inmoral»
(Heer, Gottes erste Liebe, p. 409).
En tiempos del nacionalsocialismo, la devoción mariana, el ideal ca-
tólico de la castidad y el celibato estuvieron teñidos de marrón (color de
la camisa de los hitlerianos). En un libro publicado en 1936 en Kevelaer
y titulado ]ungfrau sein (Ser virgen) (con el Imprimatur del obispado de
Münster regido por el obispo van Galen), el párroco E. Breit se sirve de
María para apoyar el concepto nacionalsocialista de raza: <<Así floreció
en torno a la imagen de María una feminidad sana, pura, buena, alta-
mente estimada y valorada. No es necesario insistir más en la gran re-
percusión que esto tuvo también para los fines de la sanidad de la raza y
para su purificaciÓn>> (p. 34 s.). Lo que María <<quiere cuidar, proteger
y llevar a su perfección>> es <<el tipo de mujer específicamente alemana>>
(p. 35). Sobre la castidad o la contravención de ésta se decía enton-
ces: <<Desde el punto de vista del vínculo del individuo con su pueblo y
con la humanidad en general, toda falta contra la castidad significa des-
pilfarrar la sagrada fuente de la vida. Por eso es un crimen contra la co-
munidad nacional>> (Tillmann IV/2, p. 119 s.).
La fobia católica al despilfarro del sagrado semen y la obsesión na-
cionalsocialista por la pureza étnica se dieron la mano. El obispo de
Osnabrück Wilhelm Berning -que propagó en un artículo titulado <<Re-
torno a los vínculos de la sangre, es decir, a la conexión biológica here-
ditaria>> (Das Neue Reich, n. 0 7, 1934, p. 9)- entendió que las fantasías
nacionalistas sobre la sangre eran el mejor terreno también para el celi-
bato eclesial: <<Gracias a la acción conjunta de un buen patrimonio ge-
nético y de un ambiente propicio, que engloba también lo sobrenatural,
estas familias siguen suministrando hijos al sacerdocio y a las órdenes re-
ligiosas. Ellas constituyen el luminoso polo opuesto de aquellas familias
criminales cuyos vástagos llenan los manicomios y las cárceles>> (p. 14 s.).
Así, se estuvo de acuerdo con los nacionalsocialistas en que el Estado
debía tomar alguna medida contra el peligro genético. El moralista Till-
mann escribió en 1940: <<Los resultados de la investigación genética
sobre el aumento notable de las taras hereditarias han llevado a refle-

302
xionar sobre cómo se puede impedir el nacimiento de nuevas generacio-
nes afectadas por enfermedades hereditarias. Que la instrucción y la
prohibición del matrimonio son insuficientes es algo que se desprende
claramente de la inferioridad espiritual y de la insensibilidad, así como
del desenfreno de la vida instintiva de la mayor parte de los tarados. Sin
embargo, podría conseguirse el objetivo mediante el internamiento en
una institución, en la que deberían permanecer mientras dure su capaci-
dad procreadora» (Tillmann IV, 2, p. 415). Con ello, el autor se vuelve
contra la esterilización, pero las razones que da ponen los pelos de
punta: <<En realidad, el escrúpulo moral respecto de la esterilización está
en la separación entre la satisfacción del placer sexual y la responsabili-
dad, cosa que en los deficientes -en los que se hace patente con fre-
cuencia un instinto sexual desenfrenado- puede producir efectos de-
sastrosos>> (p. 419).
La aversión de los célibes al placer sexual prefiere el campo de con-
centración a la esterilización. El cardenal Faulhaber informa de una
conversación mantenida con Hitler en 1936 en la que éste se habría
mostrado partidario de esterilizar a los llamados enfermos hereditarios
para evitar la descendencia enferma. Hitler habría declarado: <<La ope-
ración es realmente sencilla y no incapacita para la vida profesional ni
para la matrimonial, y la Iglesia se echa ahora en nuestros brazos>>.
Faulhaber habría respondido a Hitler: <<¡Señor Canciller del Reich! En el
marco de la ley moral, la Iglesia no impide que el Estado aleje a estos pa-
rásitos para defender de forma legítima a la comunidad nacional, pero en
lugar de la mutilación física se debe intentar otro medio de defensa, y tal
medio existe: el internamiento de las personas afectadas de enfermedades
hereditarias>> (Nachlass Faulhaber, n. 0 8203 ).
Campos de internamiento significaba campos de concentración, y evi-
dentemente tales existían <<en el marco de la ley moral>>, pero la esterili-
zación -ni la querida ni la no querida- jamás encontró espacio ahí,
pues esterilización significa capacidad para disfrutar del placer sexual sin
capacidad para procrear. Sólo en 1977 se concedió a los «voluptuosos
eunucos» del papa Sixto V de 1587 el derecho a contraer matrimonio.
El punto de vista genético y la aversión de la Iglesia al placer sexual
se unen de forma espeluznante en el capítulo de Haring titulado <<Elec-
ción responsable del cónyuge>>. Haring escribió en 1967: <<Una verdade-
ra postura de servicio frente al Creador y Redentor hará buscar un cón-
yuge del que sea lícito esperar -dentro de las condiciones dadas- la
mejor descendencia y la mejor garantía de educación de la prole como
hijos de Dios. La eugenética se convierte más y más en una ciencia im-
portante que pretende informar sobre qué elección de pareja puede servir
de la mejor manera al bien del matrimonio, a la prole. La responsabili-
dad respecto del matrimonio, respecto al servicio a la vida, prohíbe ro-
tundamente elegir a un cónyuge del que -según todos los indicios- sólo
cabe esperar hijos tarados ... Una cierta tara hereditaria que permita al-
bergar temores sobre una prole enferma o defectuosa, pero psíquica-

303
mente normal (por ejemplo, hemofilia, miopía, tal vez incluso ciegos y
sordos), no excluye por principio del matrimonio, aunque cabe des-
aconsejarlo encarecidamente en casos graves. Un experimentado euge-
netista católico considera como absoluta irresponsabilidad moral el ma-
trimonio de personas afectadas de graves taras hereditarias ... Es deseable
que los novios, antes de contraer matrimonio, intercambien un certifi-
cado de idoneidad eugenética para el matrimonio expedido por un mé-
dico especialista en psicología y en genética. La prohibición de matri-
monio entre consanguíneos (según el derecho canónico vigente sólo
incluye hasta el tercer grado en línea colateral) cumple una benéfica
función eugenética» (Das Gesetz Christi, III, p. 342 s.).
Nadie tiene nada en contra de la prole sana; todo el mundo la ansía.
Incluso en la Antigüedad fue considerada la euteknia (= descendencia
hermosa y sana) como un tema importante, pero difícilmente puede ser
calificada de humana la actitud que propende a impedir el matrimonio a
ciegos, sordos y hemofílicos o a <<desaconsejarles encarecidamente>> con-
traerlo en lugar de dejarles que ellos decidan libremente si quieren tener
hijos a pesar de todo o sobre cómo evitarlos si no consideran conveniente
engendrarlos. La idea de seleccionar a los seres humanos con certificados
sanitarios y genéticos al estilo de lo propuesto por Haring sitúa a la
Iglesia al lado de los sistemas totalitarios. Por cierto, el que -según
Haring- la prohibición de contraer matrimonio entre consanguíneos
fuera establecida por la Iglesia con vistas a una <<beneficiosa función ge-
nética>> fue algo que se les ocurrió a los teólogos sólo a partir del siglo
XIX. Ya vimos en el capítulo sobre el incesto que, en realidad, no se tra-
taba sino de una variante del eterno motivo clerical de aversión al ma-
trimonio y al placer sexual.
En el pasado reciente, la teología moral católica ha perdido mucho
prestigio. Con su intrincadísima lucubración sexual, se encuentra hoy,
prácticamente, ante un montón de escombros. Es una estupidez que,
dándoselas de religiosa y apoyándose en Dios, ha deformado muchas
conciencias cristianas. Ha trastornado a los hombres con insensateces su-
tiles y ha tratado de adiestrarlos para las acrobacias morales en lugar de
hacerlos más humanos y más solidarios. En nombre de una sobrenatu-
raleza extraña y enemiga del hombre, ha oprimido demasiado la natu-
raleza y la naturalidad del hombre, hasta que el arco tensado por ella no
resistió por más tiempo. Su teología no es tal, ni su moral es una verda-
dera moral. Ha naufragado por su loca arrogancia. Ella creyó poder qui-
tar al hombre su experiencia personal de la voluntad de Dios y sustituir
el haJlazgo de esa voluntad mediante un prolijo sistema casuista. Fraca-
só en su propia inmisericordia al tratar de someter al hombre a sus pro-
pias leyes encadenantes en lugar de permitirle ser obediente a los man-
damientos de Dios que llaman a la libertad.
Tiene razón Karl Rahner cuando, refiriéndose a la teología moral,
dice: «Sin duda, forma parte de la trágica e inexplicable condición his-
tórica de la Iglesia el hecho de haber defendido -en la teoría y en la

304
práctica- con malos argumentos máximas desde unas preconvicciones
problemáticas, condicionadas por la historia; desde "prejuicios" ... Esta
oscura tragedia de la mentalidad histórica de la Iglesia es tan oprimente
porque ahí se trata siempre, o casi siempre, de cuestiones que inciden
profundamente en la vida concreta de las personas, porque tales máxi-
mas falsas que jamás fueron objetivamente válidas ... imponían a los
hombres una carga que en modo alguno era legítima desde la libertad del
evangelio>> (Schriften zur Theologíe, vol. 13, 1978, p. 99 s.).
El mejor consejo posible para la teología moral sería el de que guar-
de silencio, pero, en cambio, nos encontramos, por ejemplo, con que el
moralista H. J. Müller dice lo siguiente en un artículo titulado Matri-
monio sin certificado: <<Hubo tiempos en los que -de una forma incon-
cebible hoy para nosotros- se transgredieron normas objetivas sin que
las personas tuvieran conciencia de culpa al infringirlas. Piénsese en los
procesos de brujas ... Algo parecido cabe decir hoy sobre la actitud de
muchos jóvenes respecto del comportamiento sexual. Incluso algunos de
estos que se sienten comprometidos con la Iglesia afirman no entender
por qué ha de ser pecado su decisión -tomada por motivos serios- de
convivir durante algún tiempo sin contraer matrimonio». Opina Müller
que se debe <<hacer todo lo posible» para <<iluminar>> el eclipse de valores
de esas personas (Theologie der Gegenwart, 4, 1983, p. 259). Lo que los
procesos de brujas fueron para los siglos pasados, eso son para los teó-
logos moralistas los matrimonios sin certificado en el siglo actual. Sin em-
bargo, equiparar los matrimonios sin certificado a los procesos de brujas
sería sin duda un eclipse de valores mayor que todo cuanto serían capa-
ces de hacer en la oscuridad todas las parejas sin ningún certificado.
Hoy se sienten casadas muchas personas a las que otros (Iglesia o Es-
tado, por ejemplo) deniegan la condición de tales. A su vez, otros no
quieren contraer matrimonio porque para ellos la convivencia de un
hombre y de una mujer es algo que pertenece a la esfera privada de la
persona y no debe estar sometido a formalidades de orden eclesial o es-
tatal. Ellos rechazan los certificados. Sin duda, asistimos hoy a un vuelco
de las formas y normas de contraer matrimonio que han estado vigentes
en tiempos anteriores. A pesar de todo, no son justificadas las lamenta-
ciones de quienes afirman ~ue el matrim~nio e_stá en peligro. En peligro
están, a lo sumo, los certtÍlcados de matnmomo, que comenzaron a ex-
pedirse en fechas bastante recientes.
¿Cómo se contraía matrimonio antaño entre nosotros? Cierto que
muchos se casaban en la iglesia con la bendición del sacerdote, con flores
y pompa, pero también se daba el caso de los que salían a dar un paseo y
él decía a ella: Te quiero, tú eres mi esposa; y ella respondía: Sí. Con ello
-según el derecho romano, que subyacía también en el derecho ecle-
siástico (<da voluntad de matrimonio hace el matrimonio>>)- se con-
traía matrimonio. La luna era el único testigo, o quizás ni siquiera eso. A
tales matrimonios se les calificaba de clandestinos(== secretos), pero 110 se
negaba que se tratara de verdaderos matrimonios. Cierto es que la Iglesia

305
exigió desde el año 1215 las amonestaciones públicas, pero muchos no se
atenían a tal exigencia.
Los matrimonios secretos ocasionaban inseguridad jurídica. Alguna
mujer juró que el prometido de otra que tenía la intención de casarse por
la Iglesia era en realidad su propio marido. Más de un marido casado
por la Iglesia afirmó -al resultarle molesto el vínculo- haberse casado
con anterioridad en secreto y que, por consiguiente, el actual matrimonio
era inválido. Así, por ejemplo, en el año 1349 se presentaron en Augs-
burgo 111 demandas para que el cónyuge que se había marchado fuera
reconocido al cónyuge abandonado. En 101 casos, la demanda provenía
de la esposa abandonada. Sin embargo, 80 demandas debieron ser re-
chazadas porque no se pudo demostrar el matrimonio.
Se intentó de continuo encontrar una solución a esta inseguridad ju-
rídica. Lutero, por ejemplo, opinó que cuando se ha celebrado un matri-
monio sin la aprobación de los padres (concretamente, del padre), éste
tiene poder para declararlo nulo incluso si se han tenido ya hijos en ese
matrimonio (Epiphaniaspredigt, WA, vol. 10, 1, 1; cf. Joyce, p. 114 s.). Su
amigo y correformador Melanchthon opinó, por el contrario, que el
padre ya no puede declarar nulo el matrimonio secreto consumado (Joyce,
p. 115). Los protestantes reformados defendieron a rajatabla el derecho
de los padres. El obispo anglicano Thomas Barlow (t 1691) dijo: <<Indu-
dablemente, un padre tiene por derecho divino y natural el poder justo...
de· utilizar castigos y azotes para inculcar a su hijo el deber de obedecer a
sus órdenes justas (en lo tocante al matrimonio)» (Joyce, p. 86).
La Iglesia católica del siglo XVI trató de resolver el problema de los
matrimonios secretos por derroteros distintos a los de los protestantes.
En 1563 introduce mediante el decreto Tametsi (<<Aunque») lo que seco-
noce como obligación de la forma: aunque no cabe dudar de la validez
de los matrimonios secretos, sin embargo, de ahora en adelante, se habrá
que observar una determinada forma en la celebración del matrimonio;
se deberá contraer el matrimonio ante el párroco propio, en presencia de,
al menos, dos testigos; de lo contrario, el matrimonio será nulo.
Esta solución que impone la presencia del sacerdote no fue compar-
tida por los protestantes. Ellos abogaban por la voluntad de los padres:
<<Según la costumbre pontificia, muchos hijos contraen matrimnio a es-
paldas de sus padres», escribe ya en 1526 el Ordenamiento eclesiástico de
Reutlingen, inspirado por Lutero. Se dice ahí que un matrimonio por la
Iglesia celebrado a espaldas del padre es inválido, <<pues el mandamiento
de Dios de obedecer al padre y a la madre anula tal promesa de matri-
moniO».
Por su parte, la Iglesia católica dejó muy claro en el curso de los si-
glos siguientes {por ejemplo, en 1741, en la Declaratio Benedictina) que
ella no exige la forma católica de celebración del matrimonio para pare-
jas no católicas, por ejemplo, protestantes. Sostiene que los matrimonios
de los protestantes son válidos sin la observancia de una forma, como
antes de 1563.

306
El papa Pablo VI se lamentaba en 1975: <<Entre tanto se ha acrecen-
tado la corr~pción de las costumbres, uno de cuyos indicios más graves
es la desorbitada exaltación del sexo,,. Lo sexual siempre es lo más
grave para los celibatarios. El papa prosigue: <<Algunos exigen hoy el de-
recho ~ mantener relaciones prematrimoniales, al menos en los casos en
que existe una intención seria de matrimonio y cuando un afecto casi
conyugal en la psicología de los novios requiere este complemento que
ellos consideran como natural. Sobre todo, cuando las circunstancias ex-
ternas impiden la celebración del matrimonio". El papa califica de ,,for-
nicación>> esa conducta. Opina que tales relaciones <<en modo alguno ga-
~antizan la sinceridad y fidelidad que debe acompañar a la relación
mterpersonal de un hombre y de una mujer>> (Dichiarazione su alcune
questioni di etica sessuale, 1975, en Enchiridion Vaticanum, vol. V,
n. 1717 y 1726). Esta declaración vaticana es extremadamente dura, in-
justa y toda una chapuza teológica. No se hace diferenciación alguna
entre las relaciones prematrimoniales de católicos y de no católicos, y se
califica a todas ellas de «fornicación>>, En lo tocante a las parejas no ca-
tólicas, el papa contradice con su sentencia a su propio derecho canóni-
co, según el cual estas últimas no están obligadas en modo alguno a ob-
servar la forma al contraer matrimonio. En términos claros, esas parejas
no están obligadas -según el derecho de la Iglesia católica- a pasar por
la iglesia ni por el juzgado civil; para estar casados de forma válida es su-
ficiente la voluntad de ambos de querer permanecer juntos por siempre
como marido y mujer. Basta, pues, la voluntad del matrimonio, que el
papa reconoce presente en estas parejas que no tienen el certificado ma-
trimonial.
Pero el papa debería evitar el término «fornicación>> también al re-
ferirse a las parejas católicas. Bien es cierto que éstas están obligadas
desde 1563 a observar una determinada forma, pero en el derecho ecle-
siástico existe también una forma extraordinaria (= manifestación de la
voluntad de matrimonio ante dos testigos), el llamado matrimonio de ne-
cesidad (canon 1116 del Código de Derecho Canónico vigente desde
1983), precisamente cuando a la forma normal de la celebración del
matrimonio prescrita para los católicos van ligados «inconvenientes gra-
ves>>. Sin duda, estos inconvenientes pueden ser de tipo material. Por con-
siguiente, el canon 1116 podría aplicarse también, por ejemplo, a las pa-
rejas de estudiantes universitarios, de pensionistas, etc., que no se casan
según la forma habitual debido a circunstancias externas.
Pero incluso si desde una perspectiva católica no se puede llegar a re-
conocer las parejas católicas como <<matrimonios en caso de necesidad>>
en el sentido del canon 1116, debería ser posible mostrar un respeto
hacia ellas en lugar de tratarlas como fornicarias y de discriminarlas. Es
ajeno a la realidad creer que un matrimonio contraído según la forma
prescrita <<garantiza sinceridad y fidelidad>>. Calificar de fornicación
tales uniones, a las que el mismo Vaticano reconoce «intención seria de
matrimonio», es toda una subjetividad emocional que no está dispuesta

307
a tener en cuenta que el matrimonio se basa en la voluntad de casarse de
dos personas y que todas las formas externas son hijas de la historia y tie-
nen una importancia secundaria.
Hace bastante tiempo que el Estado comenzó a inmiscuirse en este
asunto. En 1580 se contrajo el primer matrimonio civil en los Países
Bajos, desde 1875 el matrimonio civil incluso precede al eclesiástico en
Alemania. Tratándose de una pareja católica, el certificado de matrimo-
nio civil no tiene valor alguno a los ojos de la Iglesia católica, y vicever-
sa: lo que la Iglesia considera como matrimonio (por ejemplo, según el
canon 1116) no es matrimonio para el Estado. Mediante el recíproco no
reconocimiento de la boda civil y eclesiástica, el Estado y la Iglesia rela-
tivizan conjuntamente el valor de un certificado.
La forma de contraer matrimonio ha cambiado, pues, constante-
mente a lo largo de los tiempos. Puesto que muchos rechazan hoy las for-
mas antiguas, se deberían buscar nuevas formas y normas que hagan más
justicia a la voluntad de la pareja.
A consecuencia del desprecio de la Iglesia a su propio derecho ecle-
siástico, no sólo tienen que sufrir las parejas sin certificado cuando el
papa Pablo VI las califica indistintamente de fornicarias, sino también
bastantes divorciados que han contraído segundas nupcias. Ya vimos en
el capítulo 3 que la Iglesia católica no puede ampararse en Jesús para jus-
tificar el inmisericorde comportamiento que observa con los divorciados
que "han contraído nuevas nupcias. En muchos casos, ni siquiera puede
basarse en su propio derecho canónico. Según cálculos de canonistas ca-
tólicos, aproximadamente el 30% de los divorciados no habían estado
casados de forma válida según el derecho de la Iglesia. Por consiguiente,
la Iglesia podía anular su matrimonio, es decir, declararlo nulo. Entonces,
después de su separación, no se casarían de nuevo, sino por primera vez.
Bien es cierto que el episcopado católico alemán no hace gran cosa para
ayudar en su derecho a ese 30% de divorciados. Prefieren dejar en el
error a los afectados: el que está divorciado es que también estuvo casa-
do válidamente según el derecho eclesiástico. Y castiga incluso allí donde
no hay nada que castigar. En estos últimos años se ha podido leer repe-
tidas veces sobre casos de empleadas en colegios de la Iglesia que per-
dieron su puesto de trabajo al ser despedidas por haber contraído ma-
trimonio con un divorciado. Y los tribunales civiles dieron la razón a la
Iglesia en tales casos. Sin embargo, esto no tiene nada de legítimo en sí,
sino que es ilegítimo; al menos hasta que no se haya indagado si se da en
realidad el hecho castigado de forma tan dura.
La situación es algo distinta en España. Todos los lectores de la
prensa del corazón conocen a Isabel P~eysler, que, después de obtener la
anulación de su matrimonio por la Iglesia con el cantante Julio Iglesias
(con el que ha tenido tres hijos), se casó por la Iglesia (1980) con el mar-
qués de Griñón, del que también se separó para contraer nuevo matri-
monio (1988) -esta vez sólo por lo civil- con Miguel Boyer. ¿Quién no
conoce el caso de Carmen, la nieta mayor del general Franco, que, tras

308
obtener la anulación de su matrimonio con Alfonso de Barbón, duque de
Cádiz, con el que tuvo dos hijos, está casada válidamente por la Iglesia
con Jean-Marie Rossi? La prensa del corazón se refiere también de forma
casi constante a la tonadillera Isabel Pantoja, que casó con el fallecido to-
rero <<Paquirri» después de que fuera declarado nulo el anterior matri-
monio de éste.
La expresión <<nulidad del matrimonio>>, que ocupa con frecuencia
llamativos titulares en las revistas del corazón españolas, es familiar en
Alemania no a los habituales lectores de la prensa amarilla, sino tan sólo
a un reducido grupo de peritos en derecho eclesiástico, y se procura
ocultarla lo más posible a los afectados.
Para iluminar a los divorciados que han contraído nuevas nupcias,
presentamos a continuación una especie de ráfaga sobre el derecho ma-
trimonial católico. Digamos de entrada que existe toda una serie de mo-
tivos para la nulidad del matrimonio. La razón principal por la que un
matrimonio no llega a tener lugar es la falta de voluntad de contraer ma-
trimonio. Acaece esto cuando, por ejemplo, se contrae el matrimonio con
la reserva declarada o tácita que afecta a la indisolubilidad. Si uno pone
la siguiente condición: <<Si fracasa el matrimonio, me separo>>, es decir,
cuando contrae una especie de matrimonio a prueba, entonces ese indi-
viduo ha excluido de su voluntad de matrimonio el punto de la indiso-
lubilidad del matrimonio. Éste es inválido. O cuando uno piensa: <<Quie-
ro casarme contigo, pero sólo a condición de poder seguir teniendo
relaciones íntimas con otra u otras mujeres>>, En esta eventualidad, se ex-
cluye de la voluntad de matrimonio el punto de la unidad. El matrimonio
es inválido. O cuando uno dice: <<Quiero casarme contigo, pero sólo si
nos ponemos de acuerdo en no tener hijos, en hacer uso del matrimonio
sólo con la píldora, con preservativo o con el método Ogino-Knaus>>,
También entonces es inválido el matrimonio. En todos estos casos se
puede declarar nulo el matrimonio.
La Iglesia católica, especialmente interesada bajo el actual papa en
evitar que la gente tome conciencia de la ley eclesiástica sohre el matri-
monio, lleva a cabo su propósito haciendo fracasar las declaraciones de
nulidad. Para ello aduce la falta de pruebas de vicio en el consentimien-
to matrimonial. Sin embargo, cabe afirmar que -con pruebas o sin
ellas- no se da el matrimonio cuando no existe la voluntad de contraer-
lo, pues consensus facit matrimonium (el consentimiento hace el matri-
monio). Sin duda que tener razón y que ésta sea reconocida son dos cosas
bien distintas.

309
Capítulo 30

CONSIDERACIONES SOBRE LA MARIOLOGIA

María, la madre de Jesús, siempre ha jugado un papel especial, sobresa-


liente, en la historia de la teología y de la espiritualidad cristianas. Y se
comprende. Pues como madre de aquel al que los cristianos confiesan
como su Redentor, ella fascinó desde un principio a los creyentes. Tam-
bién era bueno que una mujer jugara un papel tan destacado en el
mundo conceptual eclesial, y que impidiera que la Iglesia se convirtiera
en una Iglesia copada de forma aún más absoluta por los varones. Han
sido sobre todo las mujeres las que han visto en María un lugar de refu-
gio, una mujer a la que ellas podían acudir como a su madre y hermana;
a veces, se acogían a ella incluso como escapando de un Dios que tenía
para ellas un rostro demasiado parecido al de un irritado dios-varón.
Pero la mariología, es decir, la doctrina de la Iglesia sobre María, no
fue elaborada por mujeres, sino por varones que -para colmo- no es-
taban casados; por individuos que no tenían relación alguna con el ma-
trimonio. Incluso ellos llegaron a afirmar que su propio estado célibe
-al que denominaban y llaman el estado de virginidad- es de mayor
valor que el matrimonio, al que consideran de escasa valía en compara-
ción con el estado de virginidad. El matrimonio y su consiguiente se-
xualidad nunca han tenido un lobby en la Iglesia, siempre fueron consi-
derados como algo equívoco desde el punto de vista moral.
Sin embargo, María fue una mujer casada y parió un hijo. Si leemos
sin prejuicios el Nuevo Testamento, nos encontraremos incluso con que
ella tuvo varios hijos e hijas. Pero aceptar sencillamente eso tal como se
dice en la Escritura significaría que María llevó una vida ajena al celiba-
to, incluso contraria a él. De ahí que fuera preciso reformar la imagen de
María que presenta el Nuevo Testamento, precisamente como madre con
hijos.
Así, se le negaron los hijos, salvo uno: Jesús. Se le quitaron a ella y se
les declaró inicialmente hijos tenidos por José en un supuesto matrimonio

311
anterior. Luego, sin embargo, se purificó su entorno de cuanto oliera a
matrimonio: también su marido debió ser soltero, también él debía ser
virgen. En consecuencia, los hijos e hijas de María tampoco podían seguir
siendo hijos de José, pues eso podría haber salpicado negativamente el
status virginal de María. De ahí que se terminara por convertir a los her-
manos y hermanas de Jesús en sus primos y primas.
También quitaron a María el parto del único hijo que le dejaron. En
modo alguno podía ella dar a luz como las mujeres traen sus hijos al
mundo, pues ello habría dañado su «virginidad en el parto» y, consi-
guientemente, su «virginidad perpetua>>. Todavía hoy insiste el papa en
que María permaneció <<intacta>>. Esto significa para los celibatarios
que el himen de María no se rompió durante el parto. De lo contrario,
ella estaría tan dañada y mutilada como las demás mujeres quedan da-
ñadas y mutiladas por el parto de un hijo, y dejan de tener valor como de
nuevas. Mas para no quedar <<mutilada>>, ella no podía dar a luz a su hijo
como lo hacen habitualmente las mujeres.
Esta doctrina de la <<Virginidad en el parto>>, a la que no se puede re-
nunciar sin que todo el edificio artificial de la <<virginidad perenne>> se de-
rrumbe, es un ejemplo particularmente significativo de las fantasías a las
que se acude para poder reconvertir a María en una virgen. La doctrina
tradicional de la virgnidad en el parto afirma: 1) que el himen de María
permaneció intacto; 2) que el parto fue sin dolor; 3) que no hubo pla-
centa (en latín: sardes= porquería). María habría parido a Jesús como un
rayo de luz, transfigurado ya por los méritos de su resurrección, o como
la zarza ardiente que no consume, o <<como los espíritus atraviesan sin
oposición los cuerpos>> (M. J. Scheeben, Handbuch der kath. Dogmatik,
11, 1875, p. 939). Dejando a un lado el problema de si Cristo, habiendo
sido parido como una especie de rayo de luz o <<como los espíritus», sin
embargo llegó a ser hombre, no es posible manifestar la dignidad de una
mujer convirtiéndola en una especie de madre de un rayo de luz. Aislan-
do así a María de las restantes mujeres que han tenido hijos, se la ha en-
salzado a los ojos de los mariólogos, pero se le ha privado de algo deci-
sivo como mujer y, consiguientemente, como ser humano. Quien afirma
una virginidad biológica en el parto, como si se tratara de un parto del
pensamiento o del espíritu, debe saber que priva precisamente de su
maternidad a la madre de la que habla.
Con la doctrina del nacimiento virginal se ha despojado de su ma-
ternidad a una madre. Con ello se le ha querido excluir de la maldición
que, según los celibatarios, pesa sobre la maternidad normal de las mu-
jeres normales. Pero esa maldición es sólo un engendro de la fantasía
neurótico-sexual. Según el mariólogo Alois Müller, esa mutilación de las
madres en el parto es un especial <<signo de la maldición del pecado ori-
ginal>> (Mysterium salutis, III, 2, 1969, p. 464 s.), que -para los marió-
logos- pesa sobre las madres y la maternidad. Sólo el parto de María es-
tuvo exento de dolor, mientras que todas las demás mujeres tienen que
experimentar la maldición de Dios (Gn 3): «Parirás hijos con dolor».

312
«Después del pecado original, Eva experimentó la dolorosa maldición de
su maternidad» (Müller, l. c., p. 463); y desde entonces, están malditas
todas las madres menos una. Son malditas en sus dolores. En una misma
página (464), Müller repite siete veces el término <<maldición» relacio-
nándolo con la maternidad. Pero cuanto más se empeñan algunos ma-
riólogos en presentar como malditas a las madres, tanto más fuerte se
hace la sospecha de que no se trata de una maldición de Dios, sino de
una maldición a los ojos de los teólogos celibatarios.
Por cierto que el parto de María estuvo exento de dolor también por
otra razón que Agustín (t 430), el padre de nuestra moral sexual ene-
miga del placer sexual, puso en circulación: ella concibió sin experi-
mentar el placer de la carne y por eso parió sin dolor (Enchiridion 34; cf.
Tomás de Aquino, S. Th. III, q. 35 a. 6). Los teólogos no se cansarán de
repetir eso, incluso en nuestro siglo. En comparación de María, pues,
todas las restantes madres están dañadas, son castigadas con dolores,
maldecidas y, finalmente, ensuciadas. Sólo se puede decir de María:
<<Ella parió a un hijo y sin embargo siguió siendo doncella pura», como
se repite todas las Navidades en la canción alemana: Es ist ein Ros'
entsprungen («Ha brotado una rosa»).
La idea de la integridad física de María en el parto deriva esencial-
mente de un relato del llamado protoevangelio de Santiago, escrito apó-
crifo cuyo nacimiento suele fecharse en la segunda mitad del siglo II y
cuyo autor se presenta como Santiago, el hermano del Señor. Esa falsifi-
cación ejerció un influjo considerable -cabría decir: poderoso-- en todo
el ulterior desarrollo de la mariología. Cierto es que en Occidente (no así
en Oriente) se rechazó por principio este protoevangelio porque en él apa-
recen aún los hermanos de Jesús como hijos tenidos por José en un ma-
trimonio anterior y la teología, sobre todo Jerónimo, estaba empeñada en
convertir a los hermanos de Jesús en primos y primas. Sin embargo, a
pesar del rechazo de principio, se asumieron contenidos del protoevan-
gelio: por ejemplo, los nombres legendarios de los padres de María, Joa-
quín y Ana. También el himen intacto comienza desde el protoevangelio
la andadura a través de la mariología ulterior. El relato sobre el examen
del himen de María no se distingue precisamente por la discreción. Más
bien cabría calificarlo como retazo de una pornografía teológica en la que
-so capa de piedad- se manifiestan fantasías sexuales.
El correspondiente texto dice así: «La comadrona salió de la gruta, se
encontró con Salomé y dijo a ésta: "¡Salomé, Salomé! Tengo que hablarte
de un espectáculo que jamás había tenido lugar con anterioridad. Una
virgen ha dado a luz, cosa que la naturaleza no permite". Salomé replicó:
"¡Vive el Señor, mi Dios, que si no meto mi dedo y examino el estado de
ella no creeré que una virgen ha parido". Salomé entró e... introdujo un
dedo para explorar a María. Emitió un grito de dolor y exclamó: "¡He
tentado al Dios vivo y mi mano cae destruida por el fuego!". Oró al
Señor, y he aquí que un ángel del Señor se presentó delante de Salomé y
le dijo: "El Señor Dios ha escuchado tu súplica. Acércate, toca al niño y

313
se producirá la curación". Salomé lo hizo así, quedó curada como había
pedido, y salió de la cueva».
Ya se ve con qué trazos tan toscos se esbozó la imagen de una mujer,
hasta el punto de no dudar incluso en deshonrar a una persona me-
diante tal inspección cárnica a fin de crear la figura teológica de una vir-
gen que respondiera al ideal celibatario. Con todo, el Kirchenlexikon de
Wetzer!Welte dice que el protoevangelio de Santiago <<pretende glorificar
a la madre del Señor>> (1, 1071), y destaca en el mismo pasaje la <<digni-
dad» de la representación.
Una vez que se obligó a María a someterse a esa inspección corporal,
resultaba demostrable lo que los teólogos varones esperaban y exigían de
ella: su virginidad perenne. Una, madre intacta; las otras, violadas; la
única madre pura; las otras, impuras. Los teólogos descargaron su insen-
satez teológica sobre las madres, creyendo con celo devoto que así podían
ofrecer una pintura tanto más inmaculada de la madre de Jesús. Pero, al
maldecir de forma permanente a todas las demás en contraposición a la
Virgen perenne, se les redujo la mirada para contemplar a la mujer en ge-
neral; desapareció por completo de ellos el concepto de la condición de
mujer en general, si es que llegaron a tenerlo en algún momento.
Los celibatarios quisieron pintar una imagen de María que no tuvie-
ra nada en común con el retrato de otras mujeres. Y ciertamente que lo
consiguieron, pero con ello desfiguraron un rostro humano hasta hacer-
lo irreconocible. Es posible que la veneración de una sola mujer pura
-frente a todas las otras impuras y en contraste con ellas- pueda servir
de ayuda en una existencia celibataria desierta de mujeres, para la que
esa ausencia significa con frecuencia una parte de la soledad humana,
pero es absolutamente indudable que los celibatarios han causado daños
a otras muchas personas con esa pintura.
Tal vez haya personas con nostalgia de la imagen de una Reina del
cielo, pero es inmensamente mayor el número de las que ansían una
persona con formato humano. A cuantos habrían podido encontrar en
una representación de María menos milagrosa, pero más verídica, la
imagen de una persona verdadera se les privó de la posibilidad de tal en-
cuentro al ofrecerles la doctrina de un portento natural incomprensible y,
por tanto, carente de significado para la vida real. A causa de ese déficit
en la mariología, se imposibilita al cristiano vivir la fe en la medida en
que María tiene que ser para él un modelo concreto para su fe. ¿Cómo
podrá reconocerse en María una mujer si se canta a María en la Letanía
lauretana como la mater inviolata? Según el diccionario latino, todas
las madres restantes, como matres violatae, son lo que el término violatae
significa. Se convierte a todas ellas en mujeres que han padecido violencia,
que son maltratadas, contaminadas, ofendidas, deshonradas, profanadas.
En la teología católica, la mariología ha estado patas arriba durante
demasiado tiempo. Ya es hora de que vuelva a encontrar su postura
natural, a asentarse sobre sus pies. Perdió su postura normal porque se
convirtió muy pronto en una teología de varones, incluso celibataria. De

314
ese modo, las deformaciones masculinas del mundo y de sus valores
ocuparon en la mariología un espacio determinante. La mariología tra-
dicional no merecía el nombre de tal. Se convirtió en una especie de an-
timariología, pues aunque se proponía exaltar la grandeza y dignidad de
una mujer y pintarla con trazos de ciencia teológica sobre un fondo do-
rado, en realidad se ha desfigurado con dedos toscos lo específico de la
dignidad femenina, tanto en María como en todas las mujeres.
Funesto destino para una mujer es tener que llevar una vida de mujer
dogmatizada y encorsetada por varones. María ha tenido que sufrir de
forma sin igual tal suerte. Se le negó compartir todo lo relacionado con la
sexualidad femenina, todo lo que significa la forma natural de tener
hijos y de criarlos. Ella no debía tener a su hijo mediante la cooperación
de un varón. Debía intervenir el Espíritu Santo y no existir ni asomo de
placer carnal. No estaba bien que tuviera a su hijo al modo natural, pues
debía permanecer intacta incluso en el parto. Tampoco convenía que tu-
viera otros hijos después, ya que ello significaría violación y deshonra. En
consecuencia, se la convirtió en una especie de ser carente de sexualidad,
en sombra de mujer y de madre reducida a su función histórico-salvífica.
Los amos de la creación le concedieron vida real sólo en la medida en
que ésta era necesaria para cumplir la función que le asignaban, pero le
denegaron la restante. Sobre la sabiduría de la Virgen, por ejemplo, dice
Tomás de Aquino: «Es indudable que la Virgen bienaventurada recibió
de forma sobresaliente el don de la sabiduría» (S. Th. III, q. 27 a. 5 ad 3).
Sin embargo, bien mirado, ese don se convierte en algo limitadísimo,
pues <<ella poseyó el uso de la sabiduría en la contemplación, pero no el
uso de la sabiduría respecto de la enseñanza» (!bid.). Los señores quieren
enseñar acerca de María; los señores no desean ser adoctrinados por ella.
Sin duda, no es necesario discurrir mucho para caer en la cuenta de por
qué santo Tomás de Aquino concede a la madre de Jesús sólo una sabi-
duría tan raquítica que la incapacita para actuar como maestra: la ense-
ñanza «no compete al sexo femenino» (!bid.). La arrogancia celibataria
no se detiene ni ante María.
En el fondo, los varones celibatarios -a pesar de toda la elaboración
dogmática o quizás debido precisamente a ella- jamás han tenido en
cuenta a María como persona y como mujer real. Han visto con ojos ce-
libatarios la función de ella en la historia de la salvación y la han consi-
derado desde tal perspectiva, atribuyéndole características milagrosas y
abstrusas. Han colgado esta imagen, tan ajena a la humanidad, de los
muros de su estéril mundo conceptual masculino. El obispo Hermann
Volk ha anotado este mísero pensamiento masculino: «María no ha
sido honrada y nombrada en el evangelio por sí misma, sino por su
función y por el papel que desempeña en el plan salvífico de Dios>> (Ge-
sammelte Schriften, 1966, vol. 2, p. 78). Sin duda, sería un pecado con-
tra el celibato honrar a una mujer por sí misma. María es importante y
digna de veneración sólo en su condición de pieza dentro de un plan. Los
teólogos le han concedido el título de madre de Dios y, con esto, han

315
otorgado la máxima honra dogmática de que eran capaces, pero no han
caído en la cuenta de que una mujer es algo más que parturienta según
un determinado plan. Esto vale para María y para todas las demás mu-
jeres con ella, pero los celibatarios no han llegado a comprender esto ni
en ella ni en las restantes mujeres.

Queda por añadir que, entre tanto, la doctrina tradicional de la vir-


ginidad perpetua de María, es decir, la afirmación de una virginidad bio-
lógica antes del parto, en el parto y después del parto, ha entrado en cri-
sis en muchos católicos. Sobre todo en la ciencia teológica gana más y
más terreno la idea de que la <<virginidad» se trata de un modelo con-
ceptual de aquellos tiempos para dar a entender que la historia reco-
mienza con Cristo. Por consiguiente, se oscurece el auténtico sentido
histórico-salvífico del evangelio y se le desfigura convirtiéndolo en mila-
gro increíble y poco serio si se entienden en sentido literal las corres-
pondientes presentaciones del Nuevo Testamento.
Frente a la comprensión de la calidad puramente teológica de las na-
rraciones neotestamentarias sobre la concepción virginal--que se abren
paso lentamente en la teología moderna-, el papa, al subrayar el mila-
gro biológico de María, se mueve en un campo de ruinas creciente, en el
terreno de concepciones superadas. Claro que no es nuevo que un papa
siga aferrado a tesis antiguas, pues lo que menos se espera es que un papa
sea motor de progreso en el campo teológico. Sorprende que le hayan
apoyado recientemente también aquellos obispos que, como hombres de
ciencia, contribuyeron a lcis descubrimientos no aceptados por el papa.
He aquí un ejemplo: mientras que Juan Pablo II acentúa en la Re-
demptoris Mater, encíclica que dedicó a la Virgen en 1987, que María
<<conservó intacta su virginidad>>, y lo entiende en sentido biológico,
como integridad del himen, el actual presidente de la Conferencia Epis-
copal Alemana, el obispo Karl Lehmann, no lo entendía en un sentido
tan biológico en el libro que publicó en 1984, Vor dem Geheimnis Got-
tes den Menschen verstehen. Karl Rahner zum 80. Geburtstag. Concre-
tamente, alaba en la introducción de su libro al profesor de teología
Rudolf Pesch porque éste, <<en diálogo con Karl Rahner, intentó llevar a
posiciones más progresistas la investigación sobre la difícil cuestión de la
"concepción virginal"» (p. 8). Al final de su libro, el obispo Lehmann ex-
presa de nuevo su agradecimiento a Pesch: <<Deseo subrayar de nuevo mi
agradecimiento a todos los partícipes a los que me he referido ya en la in-
troducción»(p. 138).
Enmarcadas así por la alabanza y el agradecimiento de Lehmann,
convertido entre tanto en presidente de la Conferencia Episcopal Ale-
mana, aparecen frases del teólogo Pesch como ésta: <<Rudolf Schnac-
kenburg afirmó, por ejemplo: "Si se ponderan los argumentos a favor y
en contra de hermanos carnales (nacidos después) de Jesús, hay que ad-
mitir que la hipótesis de los hermanos y hermanas carnales tiene mucho
peso ... El sentido claro del testimonio más antiguo -Me 6,3- habla a

316
favor">>. Pesch declara que esto es una afirmación «que formulé de ma-
nera similar en el excurso "Sobre la cuestión de los hermanos y hermanas
de Jesús">> (Ibid., p. 25).
Retengamos, pues, que Schnackenburg y Pesch tienden a admitir
que Jesús tuvo hermanos y hermanas. Y Lehmann, entre tanto presiden-
te de la Conferencia Episcopal Alemana, alaba a Pesch por tener una po-
sición mucho más progresista que algunos otros católicos.
Pesch va incluso más lejos en el libro de Lehmann. Cita, en sentido
aprobativo, al teólogo católico Gerhard Lohfink: «El Nuevo Testamen-
to confiesa y proclama que Jesús es el Hijo de Dios, pero no que Jesús
fuera concebido sin padre terrenal>> (p. 26). Eso significa, pues, que la
concepción virginal biológica no es afirmada como verdad de fe bíblica.
Por un lado, el presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, el
obispo Karl Lehmann, coincidió en 1984 con Pesch, Schnackenburg y
Lohfink al entender la concepción virginal de María no en sentido bio-
lógico, alabó y agradeció a los teólogos un tanto progresistas. Por otro
lado, sin embargo, concuerda con Juan Pablo II al entender la concepción
virginal en sentido ilimitadamente biológico, y retira en 1987 la venia do-
cente a una teóloga -la autora del presente libro- que entiende la
concepción virginal no en sentido biológico, sino teológico (como él lo
defendía en 1984).
El trabajo de Pesch recogido en el libro de Lehmann lleva este signifi-
cativo título: <<Contra una doble verdad>>. Sin embargo, a pesar de esta ad-
vertencia, el obispo Lehmann entiende de dos maneras distintas la con-
cepción virginal: de una manera en 1984 cuando edita una miscelánea de
científicos alemanes como homenaje a Karl Rahner en su octogésimo
cumpleaños, y de otra distinta en 1987, el año de su elección como pre-
sidente de la Conferencia Episcopal Alemana, cuando se siente obligado a
estar aliado del papa. De ese modo, escuchamos de él dos verdades dis-
tintas sobre la virginidad de María: una para los profesores de teología;
otra para el papa. Esta última es pensada también para el pueblo fiel.

Durante el proceso contra Galileo, el cardenal Bellarmino (figura


clave en el proceso) escribió el 12 de abril de 1615 al carmelita Paolo An-
tonio Foscarini: Afirmar que la tierra da vueltas alrededor del sol «es tan
erróneo como decir que Jesús no nació de una virgen>>. Este equilibrio
eclesial de dos afirmaciones: 1) que la tierra es el centro inmóvil del
mundo, 2) que María dio a luz siendo virgen, significa que también es
posible dar la vuelta a la aseveración de Bellarmino y decir que tan in-
cierto es que María dio a luz siendo virgen como que el sol da vueltas al-
rededor de la tierra. Mientras que hoy resulta ya insostenible el error res-
pecto del sol y la tierra ya es un planeta del sistema solar, queda por
corregir aún el error sobre la Virgen María. Durante demasiado tiempo
fueron violentadas la razón humana y la fe cristiana por la falsa doctrina
de que el sol gira alrededor de la tierra. La falsa doctrina de una con-
cepción virginal continúa haciéndoles violencia hasta hoy.

317
BIBLIOGRAFIA ""

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Wetzer/Welte, Kirchenlexikon, 2." ed., 1886 hasta 1903.

• Bibliografía secundaria mencionada varias veces en el texto.

319
INDICE ANALmCO

Aborto: 63ss., 135, 137s., 184, 191, 193, Castrados (v. Eunucos)
224s., 271, 273-285 Cátaros: 184, 194
Acólitos: 123s. Catecismo romano: 134, 223, 249s., 254
Adulterio: 17, 34ss., 144, 148, 151, 178s., Cautio criminalis: 208
185s., 189s., 215, 225, 246, 248, 262, Celibato: lls., 29ss., 33ss., 38ss., 56, 93-
270,294 11 O, 111ss., 117ss., 296
Adulterio con la propia esposa: 60, 79, 81, Cibeles, culto de: 93
89,186,223 Coitus interruptus: 77, 81, 137, 147, 157s.,
Agustinas, monjas: 107 160s., 180, 185s., 187s., 190s., 193,
Albigenses: 184 207, 220s., 236, 24 7ss., 254, 261ss.,
Amplexus reservatus (abrazo reservado): 268,285
147, 157-163, 192s., 247 Comadronas: 33, 194, 209s., 245, 276
Animación simultánea: 278ss. Concepción virginal (de Jesús): 10ss., 29-
Animación sucesiva: 72, 192, 278ss. 34,57, 59s., 75, 88, 127, 147, 165, 171,
Anticoncepción (v. Contracepción) 175s., 243,311-319
Antisemitismo: 24, 41, 58ss., 63ss., 137, Condón: 181, 192, 249s., 261ss., 268, 309
153, 164s. Consenso, teoría del: 152, 192
Artemisa, culto de: 93 Contracepción: 10, 16, 22, 56, 63, 67ss.,
Atis, culto de: 93 76ss., 135ss., 157ss., 182, 183-195,224,
237, 245-253, 254ss., 261-273, 291s.,
Basilidianos: 49
299,309
Bienes que disculpan el matrimonio: 41ss.,
- Adulterii malum: 185s.
58, 89ss., 134, 142, 149, 150s., 175s.,
- Aliquando: 81, 184ss.
186,219,221,234
-Si aliquis: 136, 185, 191, 193s., 207,
Bogomilos: 184
210,224,249
Brujas: 194, 205-250
Corintios, primera carta a los: 39ss., 50,
-Bula sobre brujas: 141, 207s., 245
56s., 60, 88, 90, 117ss., 128, 141, 155,
-procesos de b.: 194, 205ss., 245, 305
167, 173s., 178
Campsores (niños suplantados): 205ss., Craneotomía: 275, 277
216ss.
Capilla Sixtina: 105, 124, 229 China: 291s.
Cartas provinciales: 241 s.
Casti ccmnubii: 38, 90s., 121s., 254s., 266, Diablo, fornicación con el: 194, 205ss.
269,27S Diafragma vaginal: 69, 188, 193

321
Educación de la juventud: 302 María:
Efesios, carta a los: 43, 118, 174, 223 -encíclica sobre M.: 316
Effraenatam: 224ss., 278 - matrimonio de M.: 141ss., 150, 152,
Elvira, sínodo de: 37, 68, 95, 99, 113, 121, 178
197 Mariología: 311-318
Esféricas, criaturas: 294 Martillo de hru;as: 173, 194, 207-215,
Esterilización: 10, 207, 268, 303s. 224s., 245
Estoicismo: 14ss., 18, 21, 50, 56, 71, 82, Masturbación: 81, 87, 180s., 285-293
86 Material embriónico humano: 279
Eunucos: 34ss., 38, 47ss., 51, 93, 124, 154, Matrimonio:
226s., 270, 303 -certificado de m.: 305ss.
Euteknia: 69, 304 -forma: 94, 102, 306
- indisolubilidad: 34ss., 102, 152, 192,
Familiaris consortio: 73, 80, 256, 258, 196
266ss. - m. de necesidad: 307s.
Fecundación artificial (v. Inseminación ho- -m. en el Paraíso: 52ss., 83ss., 97, 127s.,
móloga) 142, 154, 163
Fetus animatus: 72, 278ss. -m. josefino: 91s., 150, 178
-m. levirático: 81s., 196, 199, 247
Gaudium et spes: 179 Menstruación: 23-29, 69, 79, 80, 128s.,
Gnosticismo: 18ss., 28, 41ss., 43, 47s., 132,138s~239,267
51ss., 55, 77, 184 Mujeres:
-alma de la m.: 174s.
Hereditarias, enfermedades: 10, 302ss. -cantar en la iglesia: 123, 229ss.
Hermanas y hermanos de Jesús: 33, 59, -deporte: 70, 121
311ss. - discípulas de Jesús: 111
Homosexualidad: 14, 16, 22, 170, 180, -obligación de usar velo: 119s.
188,215, 225, 293-297 -peinado (cabello): 99, 117ss., 214
Humanae vitae: 50, 70, 73, 228, 258, 266 -servicio en el altar: 12lss., 123

Nacionalsocialismo: 10, 197, 254, 301ss.


Impotencia: 22, 193, 205ss., 225, 227ss., Neoplatonismo: 18s., 77
287,292 Nicea, concilio de: 95, 98, 100
Incesto: 52, 113s., 180, 186, 189, 195-205, «Noches de Tobías»: 19s., 206s.
215,225,304 Nodrizas: 132
lncubos: 213, 299 Nouer l'aiguillette: 210
Infanticidio: 63ss. ·
Inmaculada Concepción: 74s., 155, 176
Onanismo (v. masturbación)
Inseminación homóloga: 87, 181, 192, 240
Parentesco espiritual: 196ss.
Jansenismo: 25, 73, 88, 134, 223, 233, Parturienta: 26s., 129, 132, 138, 142
237s., 239-245 Penitenciales (v. Libros penitenciales)
Jus primae noctis: 20 Poligamia: 22, 35s., 38, 91, 196
Preservativo (v. Condón)
Laicización: 109 Priscilianismo: 122
Lateranense 11, concilio: 103 Protoevangelio de Santiago: 33, 313s.
Lateranense IV, concilio: 189, 194
Libido, maxima: 70 Qumrán, secta de: 19ss., 39, 44
Libros penitenciales: 135-141, 188s.
Racial, salud: 302
Maniqueísmo: 76ss., 184 Reforma: 104s., 106, 223, 266s.

322
Ritmos, método de: 68ss., 76, 78ss., 256ss., Talmud, quema del: 164s.
267ss. Tobías, Libro de: 20s., 206s., 210s., 224,
242,256
Segundas nupcias de divorciados: 36ss., Trento, concilio de: 38, 94, 105s., 200ss.,
196, 308ss. 219ss., 223, 233, 249, 251, 297, 306
Semen femenino: 159ss., 167s. Trovadores: 158, 184
Sermón de la Montaña: 36
Sinagogas, quema de: 58s.
Sordomudos de nacimiento: 216s. Vaticano II, concilio: 179, 228, 247
Súcubos: 212, 299 Vulgata: 19, 39s .

.'U.1
INDICE DE NOMBRES

Abelardo (v. Pedro Abelardo) Ambrosio de Milán: 51, 56-58, 67, 78, 96,
Acaz: 31 120-121, 240
Acquaviva, Cl.: 231 Ana: 313
Adeodato: 76, 78 Ana Bolena: 200
Adriano: 14, 47, 68 Anisio: 10
Aecio: 71 Anselmo de Canterbury: 102
Agustín de Hipona: 19, 26, 37, 40-42, 47, Anselmo de Laon: 146, 150
51-54, 56, 60, 63, 71-72, 73-92, 96-97, Antíoco: 64
112-114, 127-128, 131-132, 135, 138, Antonino de Florencia: 159
141-142, 144, 147, 149-153, 157-158, Antonio el Ermitaño: 78
165-167, 170-173, 175-180, 184-186, Apolo: 32, 171
191,194,197, 203,216-217,219,221, Apolonio de Tiana: 17
224, 226, 233-235, 237-238, 239-242, Aristófanes: 29 5
247,253-257,268,270,281,295,313 Aríston: 32
Agustín de Inglaterra: 26, 131 Aristóteles: 14, 16, 68-69, 72, 159, 163,
Akiba, Rabbi: 45, 120 165, 167, 169-172, 175-176, 181, 183,
Alano de Lille (Alanus ab Insulis): 17, 146, 193,221,235,295
189 Arnauld, A.: 240-241
Alberto Magno: 18, 24, 106, 131-132, 139, Aron, J.-P.: 290
143-144, 159, 163-168, 169-172, 180, Astrolabio: 154
213, 278-279 Atanasio: 78
Albrecht de Baviera: 105 Atanasio de Tesalónica: 97
Albrecht de Brandeburgo: 105 Atenágoras: 66
Alejandro II: 198 Augusto: 32
Alejandro III: 152, 199 Avicena (Ibn-Sina): 183-184, 286
Alejandro VI: 104, 200
Alejandro de Hales: 190 Bachmann, W.: 216-217
Alejandro Magno: 32, 294 Bacon de Verulam, F.: 210
Alfonso de Ligorio: 24, 134, 160, 202, 211, Badinter, E.: 132
215,223,230,233,236,246-251,253, Baer, K. E. von: 171, 249
262, 265-266, 279-283, 298-300 Baker-Brown, I.: 289
Alma in, J.: 222-223, 235, 237 Ballerini, A.: 253
Alonso de Aragón: 104 Barlow, Th.: 306
Altmann de Passau, B. F.: 101 Barsumas (Bar Sauma): 123

325
~artolomé de Exeter: 189 Capeto, L.-Ch. (v. Luis XVII)
Bartolomé de Portia: 106 Caracalla: 67
Basílides: 49 Carlos V: 10, 194, 235, 246, 295
Basilio el Grande: 37, 68,278 Castelot, A.: 288
Baumgartner, A.: 105 Catalina de Aragón: 107, 200
Baziano: 146 Catalina de Siena: 187
Beda el Venerable: 138-139 Catón el .Joven: 14, 213
Bekkers: 286-287 Caverot, cardenal: 275
Beleth, J.: 74 Cayetano de Vio, T.: 25, 38, 159, 235,247
Bellarmino, R.: 234-235, 317 Cesáreo de Aries: 24, 129, 135-136
Ben-Chorin, S.: 44-45 Cicerón: 94
Benedicto XIV: 230 Cirilo III: 25
Bergman, 1.: 291 Cirilo de Jerusalén: 96, 122
Bernardino de Siena: 133, 187-188, 190, Clemente 1: 112
194, 248-250 Clemente IV: 104
Bernardo de Claraval: 75, 153, 155 Clemente VII: 200
Berning, W.: 301-302 Clemente VIII: 124
Bernoldo de Constanza: 100 Clemente de Alejandría: 23, 40, 49-51,
Bertoldo de Ratisbona: 24, 133 119,121,240
Billerbeck, P.: 41, 120, 196,319 Clemente de Bohemia: 167
Billuart, Ch.-R.: 160 Columbano de Luxeuil: 138
Blaesilla: 59, 61 Commendone, G.: 105
Bloch, E.: 137 Conradi, 1.: 159
Bodmann, K. de: 104 Conrado de Marburgo: 103
Bockle, F.: 80 Constantino el Grande: 66-67
Bogo.ris (Boris) de Bulgaria: 130
Bonifacio: 99, 123 Chanson, P.: 160
Bonoso de Sárdica: 60
Borbón, A. de: 309 Daignan, G.: 287
Borresen, K. E.: 91 Dámaso 1.: 97
Borromeo, C.: 210, 250 David: 32, 128
Bosco, J.: 114 De Smet, A.: 160
Boucher, Ph.: 250 Debreyne, J. C.: 289
Bouvier, J.-B.: 262, 265 Deinhardt: 217
Boyer, M.: 308 Demeaux, J. B.: 290
Brand!, L.: 166, 319 Demóstenes: 93
Braun, G.: 289 Denzler, G.: 100, 104, 106
Breit, E.: 302 Deschner, K.: 93, 107, 114, 298, 319
Brentano, Cl. von: 17 Diana, A.: 160
Brígida de Suecia: 220, 223 Diocleciano: 95
Brooten, B. J.: 118 Diógenes Laercio: 14, 32
Browe, P.: 24, 25-27, 74, 93, 129-131, 133, Dionisia de Alejandría: 25
136,178,206,207,211,230,319 Dionisia el Cartujo: 220
Brown, L.: 87 Dobiosch, H.: 291-292
Buenaventura: 206 Domiciano: 47
Burchardo de Worms: 24, 37, 130, 136- Duns Scoto, J.: 24
138,185,188,205,249 Durando de Mende, G.: 133

Caffarra, C.: 271 Eduardo VI: 107


Calvino, J.: 202 Egbert de York: 13 7
Cape!, R.: 286 Eleasar Ben-Asarja, Rabbi: 44-45

326
Eliezer, Rabbi: 41 Fulgencio .¡,. 1111~1" 127-128
Eloísa: 153-154 Fundo, 1\.: IIIJ
Emilio de Benevento: 82
Emmerick, A. C.: 17 Galen, Cl. vnn: 111 .'
Enrique Ill: 198 Galeno: l.l, I.IIJ, lto!l, 286, 288
Enrique VIII: 107, 196, 200 Galileo: 254, 11!
Enrique de Vienne: 130 Galterio dl· Snn M,.nín: 101
Epée, Ch.-M. de 1': 217 Gascoignc, 1\.: 1111
Epicteto: 295 Gelasio l.: 122
Epifanio: 37 Georgcns: 217
Erasmo de Rotterdam: 38 Gerson, J.: 18H, 1'10
Espeusipo: 32 Gewalt, D.: 21?
Esquilo: 171 Godet des Marali•: H8
Esteban, abad: 98 Goethc, J. W.: ,U'I
Esteban de Aquitania: 152, 198 Goeze, J. M.: 21 (ht 17
Estius, G.: 243 Goisfrcd de Rnurn: 102
Eugenio, IV: 199 Goldmann-l'nsdt,ll.: 109,319
Eustaquia: 59, 61 Gorki, M.: 290
Eustathios de Sebaste: 121 Gottfried de Asdthausen: 107
Giibel, F.: 24
Faulhaber, M. von: 10, 303 Gopfert, F. A.: l.lt>, 281,298-301,319
Febe: 118 Graciano: 122 ll..l, 131, 133, 152, 166,
Fedele, P.: 228 178, U:!5-187, I<JJ, 206,211
Felipe II Augusto: 211 Gregorio I Ma~:no: 25, 97-98, 113, 128-
Félix de Alejandría: 48 129,131-131, 1)6, 141,146,148,166,
Fernando I de Alemania: 106 177,186, 1'1h·i97,209,222
Fernando l de Castilla: 114 Gregario VIl: .\8, 94,99-100, 102, 198
Fernando Il: 160 Gregario IX: l!H, 190, 194
Fernando de Baviera: 107 Gregorio XIV: 225, 278
Fienus, Th.: 279 Gregario de Nisa: S2-55, 83, 278
Filipo Il: 294 Gregorio de Tours: 130, 174-175
Filón de Alejandría: 21, 23-24, 29, 50, 65- Griñón, marqués de: 308
66 Grisar, H.: 233-2.14
Filóstrato: 17 Guéméné, prim:csa de: 241
Finazzi: 230 Guerin, J.: 290
Flavio Josefo: 21 Guido: 104
Florentinius, H.: 279 Guillermo de Aquitania: 198
Fortunato de T odi: 129 Guillermo de Auvcrnia: 142,144, 170
Foscarini, P.A.: 317 Guillermo de Auxcrre: 145,203
Foucault, M.: 14, Guillermo de Champeaux: 142
Francisco de Borja: 104 Guillermo de Pera Ido: 17
Francisco de Sales: 17, 246-247 Guillermo de Rl·nnes: 149
Franco, C.: 308 Gurson, duque de: 210
Franco, F.: 308 Gury, J.-P.: 261-262
Franzen, A.: 105-107, 319
Freud, S.: 291 Habert, L.: 242
Frick, S.: 106 Haring, B.: 161, 187, 197,206,236,248-
Frings, J.: 50, 70 249, 255-256, 268, 274, 276, 282, 285,
Fuchs, J.: 161, 176-178, 182, 203, 209, 298,301,303-30~319
319 Hartmann, Ph.: 124
Fulberto: 153-154 Hébert, J.-R.: 288

327
Heer, Fr.: 58-59, 73, 127, 302, 319 Isabel de Schiinau: 131
Hefele, C. J.: 94, 99, 101-102, 113,319 Isabel de Turingia: 103
Heinrich de Chur: 101 Isaías: 30-31, 33
Heinsohn, G.: 209 Isidoro de Sevilla: 24, 139
Helvia: 16 Ivo de Chartres: 185, 206
Helvidio: 59-60
Hengsbach, F.: 125 Jacob: 196
Henriquez,: 159 Jankowski, H.: 65
Hering, H. M.: 160-161 Jansenio, C.: 88, 223, 233, 237-238, 239-
Herodes Antipas: 111, 196 241
Herodías: 196 Jean de Joinville: 165
Hienicke, S.: 217 Jenofonte: 14, 69
Hieronimus Florentinius: 279 Jeremías, J.: 41
Hildegarda de Bingen: 170, 184 Jerónimo: 15, 19-20, 23, 33, 39-40, 49, 56,
Hillel, Rabbi: 34-35 59-61, 71-72, 82, 92, 96, 191, 206, 210-
Himerio de Tarragona: 11, 97 211,223,240,242,249
Hincmaro de Reims: 152, 198, 205,211 Jesús de Nazaret: 9-12, 17-18,20, 31-38,
Hipócrates: 14, 69, 159, 183, 286 41-45,48-51, 57, 60, 65, 72, 75, 77, 88,
Hitler, A.: 10, 227, 254, 301-303 111-113, 117, 119-120, 122, 147, 171,
Homero: 175 175-177,243,275,277,297' 311-315,
Hostiensis (Heinrich v. Segusia): 189 317
Hiiffner, ].: 274 Joaquín: 313
Hugo de Landenberg: 106 Jocham, M.: 277
Hugo de Saint-Cher: 149, 179, 189 Johann von Wesel: 286
Hugo de San Víctor: 150-152 Jone, H.: 123, 161, 267, 300
Huguccio: 146-148, 155, 157-158,222 José: 31-33,60, 150,178,277,311-314
Humberto da Silva: 25 Joviniano: 11-12, 15, 57, 60, 169
Hurtado, G.: 237 Joyce, G. H.: 197, 306, 319
Hurtado de la Fuente, D.: 238 Juan IV: 138
Hus,J.:24 Juan VIII: 99
Hürth, F.: 160-161 Juan XXII: 194
Juan XXIII: 114, 295
leo de Tarento: 14 Juan Bautista: 43-44, 196-197
Iglesias, J: 308 Juan Crisóstomo: 54-56, 58, 71-72, 83,
Ignacio de Antioquía: 4 7 112, 118-121, 191,213
Ignacio de Loyola: 104, 238 Juan de Rouen: 101
Inés de Aquitania: 198 Juan de Sajonia: 27
Inés de Merano: 27 Juan de Tirol: 211
Ingeborg: 211 Juan Pablo JI: 15, 34, 38, 42, 49, 60, 73,
Inocencia 1: 82 80, 88,109, 124,253-260,316-317
Inocencia JI: 102, 153 Julián de Eclano: 74, 82, 86-87, 89-90,
Inocencia III: 27, 103, 146, 148, 157, 191, 163,216,224
194, 196, 199, 211 Julio JI: 200
Inocencia IV: 165 Junia (junias): 118
Inocencia VIII: 141, 207 Justiniano 11: 71, 98, 201
Inocencia X: 279 Justino Mártir: 47-49, 66
Inocencio XI: 220,229, 237-238, 240, 253 Jülich Cleve, J.G.: 216
Institoris, H.: 207-209
Isaac: 196 Kaan, H.: 290
Isabel 1 de Inglaterra: 107 Kempf, R.: 99, 290
Isabel de Aragón: 200 Kley, J.: 124

328
Klomps, H.: 25, 219, 223, 237, 239-240, 170-171, 176-178, 214,242-243,277,
242-243, 319 302,311-318
Knaus, H.: 267, 309 María Antonieta: 288
Knox, J.: 222 María de Aragón: 200
Krose, H. A.: 264 María Tudor: 107, 200
Martín de Braga: 136
Matías de Janow: 26
Lactancia: 66,213
Mausbach, J.: 276, 280, 319
Laemmer, H.: 105
Mayor, J.: 222-223, 235, 237
Lamberto de Hersfeld: 100
Mazzolini da Prierio, S.: 159
Langton de Canterbury: 142
Melanchthon, Ph.: 105, 306
Laymann, P.: 160, 246, 249
Mercier, D.: 263
Le Maistre, M.: 220-223, 246, 248
Merkelbach, B.: 264
Lehmann, K.: 316-317
Mermillod, K.: 262
Lehmkuhl, A.: 160
Meves, Chr.: 259-260
Leibbrand, A. y W.: 286
Miguel Angel: 105
León 1 Magno: 97, 127, 136
Minucio Félix: 67
León 111: 198
Mirabeau, G. de Riqueti, conde de: 288
León IX: 99
Moisés: 23, 31, 35, 44, 64, 128,203
León de Catania: 97
Moltmann-Wendel, E.: 118
Lessing, G. E.: 216
Mónica: 76, 91
Lía: 196
Montaigne, M. de: 210
Licurgo: 63, 69-70
Morone, G.: 105
Lichtwer, D.: 230
Musonio: 15, 16
Lindner, D.: 25, 134, 267, 319
Müller, A.: 312-313
Linsenmann, F. X.: 2 78
Müller, H: 302
Lohfink, G.: 317
Müller, H. J.: 305
López, P.: 104
Müller, M.: 52, 142-143, 145-147, 150-
Lorenz, K.: 181
151, 167-168,169, 171,319
Lucio III: 199
Luis IX de Francia: 165
Napoleón l, emperador de Francia: 107
Luis XI de Francia: 199
Neesen, L.: 25, 242
Luis XIV: 88, 90
Nerón: 15, 295
Luis XVII: 288
Nicolás l: 119, 130, 152, 201
Lutero, M.: 11, 25, 27, 30, 38, 104, 159,
Nider, J.: 159
202,216,233-238,306
Noldin, H.: 134, 255
Lüdicke, K.: 226-228
Noonan, J. T.: 63, 137-138, 158, 161, 179,
185, 187, 190, 194, 220,222-223, 236,
Magnino de Milán: 184 245-246,249-250, 262-265, 268, 319
Maintenon, Madame de: 88, 90
Malthus, Th. R.: 261 Odón, canciller: 142
Manas se Il de Reims: 102 Odón de Ourskamp: 145
Manes: 77 Odón Rigaldo: 145
Manethon: 64 Ogino, K.: 267-268, 309
Manuel de Portugal: 200 Olimpia de Constantinopla: 54
Mansi: 102, 119 Onán: 81-82, 193, 221-222,247,250,263,
Marco Aurelio: 13, 66, 159, 286 266,285
Marco de Alejandría: 202 Orestes: 171
Margarita de Carintia: 211 Orígenes: 23, 25, 37, 51-52, 92
María: 10-12, 25, 31-33, 57, 59, 72, 75, Osio de Córdoba: 95
87-88, 108, 127, 150, 152, 155, 165, Otto de Constanza: 101

329
Pablo (Paulo) IV: 105 Pseudo-Egbert: 137
Pablo VI: 73, 108-109, 256, 269-271, 291, Pseudo-Teodoro: 137, 139
307-308
Pablo de Tarso: 30-32, 39-43, 45, 50-51, Rabot de Tréveris: 114
55-56, 60, 88, 92, 117-121, 128, 137, Radini Tedeschi: 295
155,176,178,240,294 Rahner, K.: 74,279,304,316-317
Pafnucio: 95 Raimundo de Capua: 187
Palas Atenea: 171 Raimundo de Peñafort: 143, 190
Pamaquio: 60 Raming, 1.: 26, 123
Pantoja, I: 309 Ranke-Heinemann, U.: 171
Pascal, B.: 160, 241-242,250 Raquel: 196
Pastor, L. von: 225, 230, 319 Rather de Verona: 130
Patricio: 91 Ratzinger, J.: 258-259
Paula: 59-61 Rebeca: 196
Pedro: 39-40, 100 Regimundo de Aquitania: 152
Pedro Abelardo: 153-156 Regino de Prüm: 24, 114, 130-131, 136,
Pedro de Antioquía: 100 249
Pedro Cantor: 146, 187, 194 Ricardo de San Víctor: 17
Pedro Damiano: 100, 198 Riezler, S. von: 212,
Pedro Lombardo: 142-143, 178, 186-187, Roberto de Courson: 145
206,211,235 Roberto de Flamesbury: 189
Pedro de Palude: 158-159 Robespierre, M. de: 288
Pelagio: 74, 138 Robinson, H. M.: 276
Pérez, M.: 237 Rolando de Cremona: 145, 149
Perictiona: 32 Roncaglia, T.: 279
Pesch, ·R.: 316-317 Rosenberg, A. J.: 264
Petitmangin, M.: 291 Rosset, M.: 268
Pfeiffer, F.: 133 Rossi, J.-N.: 309
Philipp de Worms: 106 Rossini, G.: 229
Pilgrim, V. E.: 287, 289 Ruffini, E.: 81
Pío VII: 107 Rústico de Narbona: 97
Pío IX: 278, 298
Pío X: 124, 241 Sablé, marquesa de: 241
P~ XI: 38, 81, 94, 108, 221, 25~ 266- Salsmans, l.: 268
267,269 Sánchez, J.: 237-238
Pío XII: 124, 268-269, 276, 298 Sánchez, T.: 25, 134, 159, 235-238, 241,
Pitágoras: 14 246,248,279-280,282-283
Platón: 18, 32, 69, 293 Santiago: 313
Plinio el Viejo: 17, 23, 68, 69-70, 149, 183, Santori, cardenal: 225
246 Sara: 19,242
Plotino: 19, 77 Savonarola, G.: 188
Plutarco: 14, 32, 63, 93, 294 Scheeben, M. J.: 312
Policarpo de Esmirna: 47 Schmaus, M.: 10, 33, 319
Ponce de León: 237 Schmitt: 134
Porfirio: 19 Schnackenburg, R.: 316-317
Posidio: 113 Schott, K.: 211
Potona: 32 Schreiber: 301
Pouchet, F. A.: 267 Segismundo: 104
Preysler, l.: 308 Séneca, hijo: 15, 16, 60, 63, 68
Prierias, S.: 235 Séneca, padre: 295
Pseudo-Clemente: 112 Septimio Severo: 67

330
Sergio 1: 99 Tischleder, P.: 276, 280, 319
Shammai, Rabbi: 34-35 Tissot, S.-A.: 287, 289-290
Sherrington, W.: 107 Tobías: 19, 20, 206-207, 210, 211, 224,
Shorter, E.: 287 242,256
Sigebert de Gemblours: 101 Tomás de Aquino: 16, 35, 52, 60, 73, 82-
Sigfredo de Maguncia: 101 84, 87, 139, 141, 143-144, 159, 163-
Sila: 67 166, 169-183, 186-187, 191-193, 201,
Símaco: 135 203-204, 205-209, 212-213, 215, 219-
Simenon, G.: 283 221,226,235,239,241,279,281-285
Simón de T ournai: 14 5 295,313,315 .'
Siricio: 10-12, 39, 57, 97 Torquemada, J. de: 199
Sixto II: 60 Trajano: 68
Sixto V: 219, 224-232, 249, 278, 303 Trovamala, B. (Baptista de Salís): 159
Sócrates, historiador: 95
Sorano de Éfeso: 14, 23, 68-71, 139, 183 Ulrico·de Augsburgo: 101
Sorlisi, B. de: 230 Urnberto: 99-100
Sotero: 123 Urbano Il: 102, 195, 200
Soto, D.: 235, 246
Soto, F.: 229 Valentiniano: 188
Spee, Fr. von: 208-209 Van Roey, J.-E.: 268
Sprenger, J.: 207-209 Van de Velde, Th. H.: 89, 149, 180, 254-
Steiger: 209 255
Steinmann: 301 Vasella, 0.: 106
Steinmetz, G.: 230 Vermeersch, A.: 160, 263, 266, 268
Sterian, E.: 291 Vicente de Beauvais: 184
Strack, H. L.: 41, 120, 196, 319 Victoria, reina de Inglaterra: 269
Strauss, D. Fr.: 32 Vigilancia: 96
Suenens L.-J.: 158, 161 Vogels, H.-J.: 40
Suetonio: 32, 63 Voigt, M.G.: 216
Swift, J.: 245 Volk, H.: 315
Sylvius, F.: 243 Voltaire: 20
Volterra, D. da: 105
Taciano: 49
Tácito: 63-66 Walesa, L.: 65
Talleyrand-Périgord, Ch.-M. de: 107 Waltermann, L.: 115
Tamburini, T.: 230 Walzer, R.: 13
Teodoro de Balsamón: 25-26, 202 Weatherhead, L. D.: 291
Teodoro de Canterbury: 37 Wetzer/Welte: 19, 27, 198, 201, 314, 319
Teodoro de Tarso: 137 Weyer, J.: 216
Teodosio I el Grande: 57-58 Will, C.: 100
Terencio: 213
Tertuliano: 67, 71, 122 Zacchias, P.: 279
Tibulo: 93 Zambaco, D.: 290
Tillmann, Fr.: 197, 299, 302-303, 319 Zósimo: 82

331
INDICE GENERAL

Introducción. Jesús, el del tribunal........................................... 9

1 ..' Las raíces no cristianas del pesimismo cristiano en materia


sexual.............................................................................. 13
2. El antiguo tabú de la sangre femenina y sus repercusiones
en el cristianismo .... .. ... . . .... . ... . .. . .......... ........... .... ..... .. . ... . 23
3. El Nuevo Testamento y sus erróneas interpretaciones: la
concepción virginal, el celibato y el nuevo matrimonio
de los divorciados ... :....................................................... 29
4. Los padres de la Iglesia hasta san Agustín....................... 47
5. La planificación de la familia en la antigüedad: infantici-
dio, aborto, contracepción.............................................. 63
6. /San Agustín ................................................................... :. 73
7. El desarrollo histórico del celibato.................................. 93
8. El miedo de los celibatarios a las mujeres........................ 111
9. La opresión celibataria sobre las mujeres........................ 117
10. La conversión de los laicos en monjes............................. 127
11. Libros penitenciales y tablas de penitencias..................... 135
12. Escolástica primitiva (1): matrimonio de los fornicarios y
matrimonio de María...................................................... 141
13. Escolástica primitiva (2): la oposición de Abelardo, una
historia de sufrimiento.................................................... 153
14. El abrazo reservado: receta para unas relaciones conyu-
gales exentas de pecado................................................... 157
15. El siglo XIII: edad de oro de la teología y cima de la difa-
mación de la mujer.......................................................... 163
16. Tomás de Aquino, luz de la Iglesia.................................. 169
17. Se agrava la lucha contra la anticoncepción. Sus conse-
cuencias canónico-morales hasta hoy.............................. 183
18. El incesto........................................................................ 195
19. Impotencia por encantamiento, copulación con el demo-
nio, brujas y suplantación de niños................................. 205

333
20. El concilio de Trento y las graves decisiones del papa
Sixto V ........................................................................... . 219
21. Lutero y su repercusión en la moral sexual católica ....... . 233
22. Los jansenistas y la laxa moral de los jesuitas ................ . 239
23. La prevención del embarazo desde 1500 hasta 1750 ...... . 245
24. Juan Pablo 11 y la cópula por placer ............................... . 253
25. Los siglos XIX y XX: época de la regulación de la natalidad. 261
26. Aborto ........................................................................... . 273
27. Onanismo ...................................................................... . 285
28.' Homosexualidad ............................................................ . 293
29. La teología moral en el siglo XX ••••..•••.••••.•.••.•.•.••.••.•••••••• 297
30. Consideraciones sobre la mariología .............................. . 311

Bibliografía.............................................................................. 319
fndice analítico ............................ ............................................ 321
fndice de nombres.................................................................... 325
Índice general........................................................................... 333

334

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