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¿Cómo ser luz del mundo y sal de la tierra?

En el discurso programático de Jesús, comúnmente conocido como “el sermón de la montaña”, Él


nos presenta la identidad de todo discípulo mediante dos hermosas y significativas imágenes: ser
luz del mundo y sal de la tierra. En estas imágenes se concentran tanto el ser como el quehacer de
todo creyente. Al identificarse con la luz y con la sal, el creyente debe aparecer ante el mundo con
una actitud de transformación. El creyente no es un simple adepto a verdades religiosas,
devociones particulares y ritos externos del culto. Es alguien que tiene una nueva condición. Pero,
a la vez, dicha condición habla de un quehacer; es decir, de un compromiso: iluminar y destruir las
tinieblas y darle a los demás y a la sociedad el sabor propio del Evangelio.

Así, pues, luego de haberle propuesto a los discípulos el programa de las bienaventuranzas (que
encierran la forma de ser de todo discípulo), el Señor les dice por qué van a poder ponerlas en
práctica y cumplir con las propuestas que seguirán en el resto del “sermón de la montaña”: por
haber sido cambiados o transformados; esto es, han dejado de ser como los demás, ya que ahora
son luz del mundo y sal de la tierra.

El mismo texto evangélico nos describe los compromisos y responsabilidades de los discípulos: ser
el sabor de la verdad y de la renovación que surgen del Evangelio; hacer brillar la luz ante todos los
hombres, para que, al ver sus buenas obras, den gloria al Padre celestial.

Ahora bien, ¿Cómo ser luz y sal en medio de sus hermanos? Entre tantas enseñanzas que pueden
responder esta interrogante, el profeta Isaías nos brinda una muy directa: “Comparte tu pan con el
hambriento, abre tu casa al pobre sin techo, viste al desnudo y no des la espalda a tu propio
hermano”. Así resplandecerá la luz como si fuera la aurora y se abrirá el camino a la justicia. Esto
mismo conlleva dejar de oprimir a los demás y dejar a un lado las amenazas y las palabras
ofensivas.

Isaías nos ofrece todo un plan de acción para que como creyentes podamos actuar en el nombre
del Dios de la vida y de la luz. Pero no se trata de recomendaciones piadosas. Urge que quien sigue
al Señor, gracias a su transformación interna desde el bautismo, haga realidad la palabra del
profeta. La luz se coloca para brillar; la sal se emplea para dar sabor. Lo peor que le puede suceder
a un creyente es perder el sabor y que su luz se opaque y hasta se apague.

San Pablo, cuando comenzó su ministerio apostólico en Corinto, les hace ver que no llegó a ellos
con argumentos mundanos ni con la sabiduría humana. Llegó con el Evangelio del cual fue
decidido heraldo. Pudo convertir a muchos por haberse dejado guiar por la sabiduría de Dios y por
medio del Espíritu para que ellos pudieran depender, no de la sabiduría de los hombres, sino del
poder salvífico de Dios. En el fondo se presentó como luz del mundo y sal de la tierra.

Hoy, la propuesta de Jesús está vigente. En nuestras comunidades las hemos de manifestar. Los
cristianos tenemos la tarea de darle el sabor de la sal de Dios a nuestra sociedad; junto a ello,
iluminar y destruir todo tipo de tinieblas. Si de verdad queremos ser y actuar como discípulos de
Jesús, no podemos perder el tiempo en tantas elucubraciones y manifestaciones pietistas. Ser luz y
ser sal de la tierra significa actuar con la fuerza del Evangelio.

Vivimos una terrible crisis. La dirigencia política se sigue divorciando de la gente, porque sus
intereses son particulares. No escucha los auténticos clamores de la gente. Muchos de ellos se
identifican como cristianos, pero no parece que actuaran como tales. Además de la crisis política y
económica, la de tipo moral agrava el panorama. Se perciben algunas consecuencias pero no se
quiere hablar mucho de ellas. Por ejemplo, se quiere tapar con un dedo los gruesos problemas de
la población. Uno de ellos la escasez y el limitado acceso a los medicamentos; por otra parte se
cierran las posibilidades de que la Iglesia pueda, a través de Cáritas, recibirlas desde fuera para su
justa distribución. También nos encontramos en nuestras barriadas y aldeas, gente que está
pasando hambre y no tiene cómo solventar esta situación. Mientras tanto los intereses políticos
van por otro lado y se cierran las posibilidades de diálogo y acuerdos.

Nosotros los cristianos tenemos que dar una respuesta. La Palabra de Dios nos tiene que llevar a
la verdadera solidaridad: la que rompe los esquemas del mundo y se atreve a transformar todo.
Por eso, como nos enseña el Profeta, si de verdad queremos ser luz en el mundo, hemos de dar
pan a los hambrientos y saciar todo tipo de necesidad. Es hora de que en nuestras comunidades
parroquiales, en todas las instituciones de la Iglesia demos el ejemplo. No sólo hay que organizar
las Cáritas parroquiales o los equipos de acción social, sino cambiar de mentalidad. Urge una
auténtica conversión que permita darle el sabor de la caridad a nuestra sociedad, ayude a destruir
todo tipo de oscuridad que ciega a la gente para hacerles sentir el brillo de la libertad y de la
justicia.

En medio de la crisis y de cara al futuro, el Señor mismo nos invita a ser “luz del mundo y sal de la
tierra”. Es hora de demostrarlo.

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