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CARTA DEL 1º DE MAYO

A las amigas y amigos que tengo como misionero en algunos países.


El 1º de mayo es un día de lucha, pero no de violencia. Llamar a esta fecha el
día del trabajo es una forma de desactivar la lucha de los obreros. No es el día del
trabajo, sino el día de los trabajadores; y no de todos los que trabajan, sino de
quienes tienen sueldos bajos o trabajos duros o ambas cosas. No utilizo la
palabra clase -clase obrera o trabajadora-, porque no me refiero a la lucha de
clases; me refiero a la colaboración de clases, que en la práctica no es
efectiva sin lucha, pero puede y debe serlo sin violencia.

La violencia no favorece a los trabajadores, sino que los perjudica. Pero llamar
violencia a cualquier acto de fuerza de los trabajadores es una mentira grave y
una injusticia. Violencia puede llamarse a los actos que provocan sangre, a los
que rompen cristales, a los que pintan paredes, estas últimas, menores que la
violencia de sangre. Pero no puede llamarse violencia a detener la circulación
para exigir derechos no reconocidos y no pagados; tampoco puede darse ese
nombre a una huelga realizada sin violencia, aunque se haga con presión y
lucha. En la historia de la industrialización y del movimiento obrero las mayores
violencias las han ejercido los dueños del capital, con sueldos bajos y
condiciones de trabajo inaceptables, a veces además con golpes y derramamiento
de sangre. Los derechos de los trabajadores han sido reprimidos y aplastados,
unas veces con violencia económica y laboral de consecuencias vitales para toda la
familia, y otras, con esa misma violencia más la violencia de golpes, sangre y
cárceles. La historia del movimiento obrero está jalonada de mártires,
numerosos y gloriosos, que han aportado grandes bienes a la humanidad,
tanto a la justicia como a la libertad. El día 1º de mayo celebramos a esos
mártires y sus conquistas sociales y humanitarias, que hoy está suprimiendo
el Capital, con los mismos métodos de siempre: la violencia laboral y económica
más el despido.

En varios países los sindicatos han desaparecido, excepto los del gobierno y la
Iglesia. El derecho de sindicación está reconocido por las Naciones Unidas. La
mayoría de los países lo han firmado y han reconocido ese derecho. El concilio
Vaticano II lo ha reconocido también en la Constitución pastoral Gaudium et
spes (Iglesia y mundo). León XIII tuvo sus vacilaciones ante la insistencia de los
católicos de mentalidad conservadora –los del antiguo régimen-, pero finalmente
los reconoció. Ahí están desde entonces, aunque muchos católicos desconozcan
la doctrina social, que es quizás el cuerpo doctrinal más progresista del
momento presente.

La importancia del sindicato para la solidaridad real, la justicia con los


trabajadores y el desarrollo de un país no se suele ponderar; ordinariamente ni
siquiera se conoce este lado de la sindicación. Los países desarrollados tienen
sindicatos fuertes –aunque algunos sindicatos moderados se hayan vuelto
últimamente intolerantes en algunos países-. El sindicato es un instrumento de
colaboración, de participación en la empresa y de desarrollo de un país.
El hecho de que haya sindicatos corruptos y tramposos, con tendencia a la
violencia, no es razón para suprimirlos, sino para educarlos entre todas las fuerzas
vivas, sociales y religiosas. No se suprime un huerto porque algunos de sus árboles
estén podridos. La absoluta indefensión en la que viven los trabajadores en
varios países es un clamor social que llega hasta Dios y que debiera llegar a los
líderes empresariales y a los gobiernos.

Al papa San Juan Pablo II lo jalearon interesadamente en vida muchos católicos e


instituciones católicas, a pesar de que él conocía –y callaba- muchos hechos
graves que han ido destapándose en los años siguientes. En algunas ocasiones,
después de los grandes aplausos con que los oyentes habían premiado sus
alegatos, por ejemplo, contra el aborto, se produjo un inesperado silencio
total, cuando el papa pasaba a dar sus ideas sobre los pobres, los
trabajadores y las cuestiones sociales. Una de sus ideas insistentes fue que
el trabajo está por encima del capital. Lo destaca mucho su encíclica Laborem
exercens, al tiempo que alaba extraordinariamente la solidaridad que él vivió
entre los trabajadores. Y defiende abiertamente que una empresa debe ser la
comunidad humana del trabajo. Bastantes empresas, algunas regidas por
bautizados católicos, han obtenido grandes beneficios en los últimos años. ¿A
dónde han ido a parar esos beneficios? ¿Cuánto ha ido a parar a los
trabajadores de esas empresas?

Saludos y felicitaciones a todas mis amigas y amigos

Patxi Loidi, pbro, 30 de abril de 2018. francisco.loidi@gmail.com

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