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CUENTOS CHILENOS

“ VASQUEZ ”

Guillermo Labarca Huberston


¿Clemente?
-Mande, taitita.
Empujemos la chata al mar.
-Bueno.
-No salgas ahora, Vásquez; déjalo para mañana -interpuso dolorida
la mujer.

-Pero, Martina, si no salgo a pescar esta noche, mañana no


tendremos qué comer.
-Así es, pero esta norteando, fíjate, y la marejada engruesa.
En su voz temerosa se advertía también un sordo rencor contra la mar voraz. El
padre y un hermano dormían en lo profundo.

La mujer, mal cubierta con harapos, morena, flaca y envejecida antes de tiempo,
hizo un gesto de resignación y se acercó a su vez para empujar la barca hacia las
olas que reventaban con fuerza en la playa.

Soplaba el viento produciendo silbidos agudos entre las rocas y un más grave
zumbar en el recodo de los cerros.

Empezaban a condensarse las nubes y ya una mancha parda y sombría llenaba


un rincón del cielo. No había luna. Estaba muy oscuro. En lo alto parpadeaban
algunas estrellas con un fulgor mortecino y abajo, al otro lado del mar, el faro de la
isla lanzaba sus intermitentes destellos.

Al impulso común la chata sobrenadó de pronto, al mismo tiempo que una ola
empapaba las vestiduras de la mujer, indiferente a la traidora dentellada del mar.
Vásquez y Clemente saltaron dentro. El muchacho, de ancho rostro en que lucían
los ojos negros muy vivos, hundió al punto la de un remo por la parte de popa,
mientras el padre cogía el bichero.

-¡Singla, singla, Clemente!

Era preciso evadir con energía y destreza las rocas que orillaban la angosta
caleta. Una ola reventó en la proa, produciendo borbotones de espuma. La chata
se enderezó violenta, pero volvió a caer sobre su quilla; embarcó agua y los
pescadores recibieron la primera rociada.

De la playa, apenas visible a causa de la espuma de la resaca, llegó la voz de


Martina:

-¿Está ya?
-Listos, mamita.
-Acuéstate, mujer, y oído a la señal.
- Cuando alumbre el lucero.
Los pescadores ocuparon sus asientos en sus bancos y hundieron los remos a
compás.
Poco a poco disminuía el ruido de la resaca y el bote concluyó por hundirse en las
tinieblas.

Soplaba el viento y hacía frío. La ropa de los pescadores era muy ligera y sus pies
desnudos permanecían en el agua que ocupaba el fondo.

Bogaron largo rato, balanceados por las olas cuyas crestas


fosforescentes columbrábanse en las sombras. Cerca de ellos los peces huían
entre dos aguas con dorado centelleo.

Ambos iban silenciosos: nada tenían que decir ni era menester orientarse; el viejo
lobo conocía a palmos la dilatada bahía y el lobezno se educaba en buena escala.

De pronto interrumpió el silencio.


-Hemos llegado -dijo con decisión.
-Por cierto - replicó el padre.

Cogiendo la pequeña boya empezó a recoger el esparavel tendido de antemano.


Sujetos por los anzuelos, algunos peces se agitaban convulsivamente en el aire y
seguían rebullendo en el fondo del barquichuelo.

Mientras tanto, se amontonaban las nubes del cielo y parecían bajar hacia las
aguas. El viento arreció; la marejada se hizo más gruesa y muy marcado el vaivén
de la chata.

Clemente levantó la cabeza y miró hacia arriba con ojos


escudriñadores. Después dijo indiferente:
-Habrá tempestad.

Vásquez a su vez tornó la vista alrededor, como buscando la playa invisible.


-Vámonos -dijo-, quién sabe si tendremos tiempo de llegar.
-Al mismo tiempo retumbó un trueno y empezaron a caer gruesos goterones.

A la detonación, Martina despertó sobresaltada en la casita


y puso atento el oído.

Escuchábase allí cerca el hervor de las rompientes; chasquidos agudos


restallaban en el aire y otras veces el agua que azotaba las rocas producía
estrépito de cañonazos; cortado por las aristas filudas de las rocas, el huracán se
retorcía aullando de dolor a lo largo de los cerros. La choza temblaba hasta los
cimientos.

-¡Dios mío! -exclamó la mujer- ¡la tempestad!


Se puso en pie cubriéndose apenas con sus miserables vestiduras. Ni siquiera
tenía zapatos.
Luego echó una ojeada al chiquitín que dormía entre unos
pellones, lo arropó y fue a abrir la puerta.

No se veía nada. Todo estaba oscuro y desde el fondo de la noche, repleta con
los rugidos de la tormenta, desde la alta mar, la tempestad se precipitaba rugiendo
en la bahía.

-¡Dios me ampare! - clamó la mujer, llevándose la mano a los ojos deslumbrados.


Y luego añadió con aflicción extremada:

-Clemente... mi hombre ¡por Diosito!

Trató de encender el fuego dentro del cuarto, pero no pudo.

A cada instante ráfagas vilentes se colaban al interior dispersando los leños. No


obstante, mantuvo la puerta abierta en espera de la conocida señal, casi aturdida
por el estrépito del furioso oleaje. De pronto, le pareció escuchar por allá lejos, mar
adentro, un silbido agudo que llegó hasta ella por encima de las aguas,
sobresaliento de todos los ruidos. Corrió afuera y calada por la lluvia permaneció
anhelante en la playa, ávidos los ojos, tratando de inquirir lo insondable, mientras
las olas bravías azotaban sus pies desnudos.

Con toda la fuerza de sus pulmones contestó la señal.

-¡Aoh!
Al resplandor de un relámpago, distinguió entre la confusión tremenda de las olas,
al barquichuelo que pugnaba por evitar los escollos.

Otra vez el silbido prolongado como un grito de auxilio o agonía. La esposa


desesperada gritó a su turno las penetrantes vocales:

-¡Aho!
Otro relámpago prendió en el aire y Martina pudo columbrar a los dos pescadores:
Vásquez permanecía de pie, con el bichero en la mano, mientras Clemente se
encorvaba sobre los remos. Ora lo veía zarandearse en el filo de una ola, ora otra
cima lo velaba a sus ojos angustiados.

A despecho de todo, el falucho avanzaba poco a poco sorteando los escollos y las
rompientes espumosas. Ya estaba próximo a la playa...
-¡Vásquez! ¡Vásquez! -gritó la doliente criatura.

A la distancia respondió la voz consoladora del hijo:


-Estamos aquí, madre.
El marido advirtió atento:
-¡No haya cuidado; voy a virar!
Era imposible llegar de igual modo hasta la línea de la reventazón de las olas. Iban
a virar, pero en ese mismo instante pasó una racha formidable, se produjo una ola
como una montaña y la barca cogida a través, desapareció en el abismo.

Del coro de la borrasca sobresalió un grito desgarrador:


- ¡Virgen Santísima!
La mujer dio un rugido, lanzándose al agua sin darse cuenta de lo que hacía,
Nadó, braceó, lucho desesperadamente y aproximándose al lugar de la catástrofe
logró tomar a su hijo.

Otra ola los arrojó a ambos contra la playa. El muchacho quedó tirado en la arena
como un pingajo; Martina se levantó y quiso de nuevo arrojarse al agua, pero
estaba agotada, ya no tenía fuerzas. Entonces gritó con una voz extraña, ronca,
extrahumana:

-!Vásquez¡ !Vásquez¡

El muchachito desmayado y sangrando permanecía tendido al abrigo de una roca.


Ahora la madre sólo miraba al mar, queriendo taladrar las sombras con sus ojos.
Sus ropas chorreaban, no las sentía; ni sentía tampoco las tormentas de la tierra
ni del cielo, que era mayor que el tormento de su corazón estrujado por el dolor.

-!Vásquez¡ !Vásquez¡
Como una letanía doliente y salvaje, el nombre repercutía rebotando a cada
instante entre las grietas de las rocas.
Gimiente, desesperada, medio loca, vagó toda la noche por la orilla del mar, con
un jirón de esperanza prendido en el alma, acechando, esperando el milagro que
no venía, que no vino nunca...

FIN

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