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Historial del fuego

Ovidio Ríos

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Gobierno del Estado de Hidalgo Gobierno Federal
Secretaría de Cultura

Omar Fayad Meneses María Cristina García Cepeda


Gobernador Constitucional Secretaria

Jorge Salvador Gutiérrez Vázquez


Secretaría de Cultura Subsecretario de Diversidad
Cultural y Fomento a la Lectura
José Olaf Hernández Sánchez
Secretario Antonio Crestani
Director General de Vinculación
Nydia Ramos Castañeda Cultural
Encargada de la Direccción General
del Consejo Estatal para la Cultura
y las Artes de Hidalgo

Coordinación de producción
Ludmilla Sánchez Olguín

Edición
Pablo Mayans

Corrección
Adriana Cataño

Diseño
Mina Editorial

Diseño de portada
Vania Lecuona Silva

© Luis Ovidio Ríos Guerra

D. R. © 2017, Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo


Plaza Juárez s/n, Centro Histórico, C.P. 42000
Pachuca de Soto, Hidalgo, México
www.cecultah.hidalgo.gob.mx
Prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta obra,
por medios fotográfico, electrónico, informático o cualquier otra clase
de copiado, sin autorización escrita del titular.

ISBN: 978-607-7878-94-0
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Impreso en México / Printed in Mexico
Ovidio Ríos

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Presentación

En el Programa Editorial de esta institución, se ha considerado


como una de sus colecciones, la edición de las obras ganado-
ras de los Premios Estatales de Literatura, de esta manera, en
once años (del entonces Consejo Estatal para la Cultura y las
Artes de Hidalgo) se han publicado el mismo número de li-
bros de los escritores galardonados con el Premio Estatal de
­Cuento Ricardo Garibay. En su emisión 2016, se otorgó a
Luis ­Ovidio Ríos Guerra por este Historial del fuego.

Iliana Olmedo, Brenda Ríos y Luis Carlos Fuentes, integrantes


del jurado, tomaron la decisión unánime por “la calidad ho-
mogénea de los relatos que componen el libro, además de su
tono fresco de desenfado, el apropiado uso de registros narrati-
vos, la búsqueda técnica y temática y la notoria intencionalidad
literaria. El constante empleo del humor, esa arma de dos filos,
es sumamente efectivo y vuelve a la lectura de Historial del
fuego una experiencia por demás lúdica. Ciertos relatos recuer-
dan a autores como Julio Cortázar, Ramón López de la Serna
y Etgar Keret. Es notable la habilidad del autor para construir
personajes y situaciones verosímiles y diálogos vertiginosos y
amenos”.

Sea un gozo, esta nueva edición.

Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Hidalgo

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Índice

9 La diputada
17 Hombre asesinado por su mascota
23 Interrogatorio
27 Letrero
29 Shhh
33 Estado de sitio
35 Lolito
39 Marcapasos
41 Fotografías
43 Sábado sin dinero
47 Hogar
49 La verdad
53 Orejas
59 La carroña
69 El origen del fuego

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La diputada

Hoy no sé cómo decirlo. La verdad es que lo que hago me gus-


ta y no tengo problema alguno. Cuidar a mis hijos y apoyar a
mi esposo han sido grandes satisfacciones para mí. Viví, digo,
vivo enamorada. Tal vez sea por ser la más pequeña de mis
catorce hermanos. Hoy lo veo con mi hija, la más pequeña, que
vive en otro mundo. El problema surgió cuando mi marido me
pidió que fuera candidata a diputada. Yo estaba planchando y
regresó de su asamblea y me lo pidió. Es una simple estrategia,
me dijo. No tienes que estudiar ni nada. Tú vas como titular y yo
de suplente. Ganas y a la semana renuncias. Y todo igual, dijo.
La verdad es que a él no le gusta que trabaje en ningún lado
y por eso se me hizo extraño en un inicio. Él es el que sabe
de política. Yo, la verdad, me sorprendo de su astucia. En las
elecciones pasadas vi cómo iba a perder. Yo iba al mercado o a
la escuela de mis hijos y todo mundo decía que votarían por el
pan, que ya estaban hartos del pri. Yo nomás calladita. Siem-
pre les sonreía y luego le contaba a mi esposo. Y pues siempre
ganaba el candidato de mi esposo. Para lo que fuera: presiden-
te, gobernador, alcalde, diputado, regidor y hasta el delegado de
la colonia, que claro, siempre gana él.

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Mi esposo es una persona buena, lo juro. Cuando nos cono-
cimos fue muy romántico. Nos presentó mi hermana, en una
fiesta. Él me tomó de la mano y me preguntó si me gustaría
saber mi futuro. Y me habló de un viaje, de mis hijos y de la
casa que tendría. En realidad no escuché todo lo que dijo, pero
cuando me tocó sentí cierta paz y nervios. Nunca permitía que
nadie me tomara la mano, pero con él fue distinto. Le gustaba
bailar y contar chistes.
Siempre me hacía reír. Un domingo llegó a la casa y le pre-
senté a mi padre (mi madre murió cuando yo nací) y se hicie-
ron amigos. Al año de novios empezamos a hablar de casarnos.
Me emocionó imaginarme vestida de blanco. El día que me pi-
dió, mi padre amaneció malhumorado y no estuvo de acuerdo
en que nos casáramos. Yo tenía dieciocho años y él veintisiete.
Me trajo a vivir a Mérida porque aquí está toda su familia.
No sabía cocinar ni trapear, ni nada. Antes de casarme ya era
secretaria y sólo sabía taquigrafía y asuntos de la oficina. Mi es-
poso intentó varios negocios pero todos quebraron. Sólo en la
política pudo mantenerse. Y la verdad no me puedo quejar. No
vamos de viaje a Europa pero porque dice que allá no hay nada.
Y no es que le crea, pero el que paga manda. Además aquí hay
mejores playas. No me imagino con nieve. Aunque me gustan
los castillos y la Torre Eiffel y Venecia. No me espantan los
idiomas, aquí en Mérida cada quien habla como puede.
Tuve que hablar con el sacerdote. Le platiqué de mi pro-
blema y él estuvo de acuerdo conmigo. No pude no llorar y no
sé ni por qué lloré. Si en realidad no me trata mal. Tal vez sea
raro, pero cuando se enoja no hay poder humano que lo haga
cambiar de opinión. Dicen que por eso es bueno en su chamba,
porque todos le tienen miedo. Yo no le tengo miedo. Y eso que
lo he visto hacer rabietas, pero recuerdo un día que se quiso
enojar conmigo y su mamá (mi suegra, que en paz descanse) lo

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aleccionó con la puritita mirada. Y para sorpresa de todos que
se calma y que sigue comiendo. Lástima que ya faltó la señora.
De hecho el cura Benítez fue quien le dio los santos óleos. Él
que cada domingo pedía por mi suegra hasta que mi esposo se
enojó porque qué tanto pedía por ella, ¿a poco no estaba ya en
el cielo? Total que le dijo al cura y éste por más que intentaba
adivinar lo que le decía no entendía, hasta que yo intercedí por
él y le expliqué al cura. Dijo que sólo era una atención para
nuestra familia pero que seguro ella estaba en el cielo y que si
queríamos que suspendiera las plegarias de los domingos po-
día omitir el nombre de mi suegra. Ahí fue cuando a mí me en-
tró una duda y pregunté: ¿Eso no hace que la corran del cielo?
Las elecciones pasaron sin mayor contratiempo. Ni siquiera
hice campaña. En los distintos municipios disculpaban que no
pudiera ir pero que me mandaban saludos. La verdad eso me
dio un poco de coraje porque yo practiqué mis discursos. En la
secundaria fui el primer lugar en el concurso de oratoria. Me
aprendía poesías de memoria. Aún me las sé. ¡Pues bien! Yo
necesito/ decirte que te adoro/ decirte que te quiero/ con todo
el corazón;/ que es mucho lo que sufro,/ que es mucho lo que
lloro,/ que ya no puedo tanto… y ahora que me escucho así
creo que es muy ñoña la poesía. Pero me la sabía completa. Eso
le dije a mi esposo pero ni siquiera me oyó. Siempre me dijo
que luego iría y que luego iría. Y nunca fui.
La política es horrible. Se lo digo yo que estoy en la boca
del lobo. Desde que salió mi nombre en las pancartas varias de
mis amigas me dejaron de hablar. Supuse que era envidia. A
muchas, sus maridos les eran infieles y el mío me regalaba una
diputación. Yo creo que la merezco. Crie seis hijos. Han sido
años cansados para mí y ahora que ya todos están en la univer-
sidad pues yo tengo mucho tiempo libre. Mientras yo pensaba
en los ciudadanos, ellas me daban la espalda. Yo no iba a ser

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como todos los políticos. Yo iba a buscar el beneficio de la gente.
Pero la gente me ve feo. Me dicen de cosas. El otro día me esta-
cioné en mi lugar de siempre para entrar al S ­ anborns y que me
empiezan a grabar con un celular que porque me estacionaba en
el lugar de los discapacitados. ¡Siempre me había estacionado
ahí, pero hasta que fui candidata me fastidiaron la existencia!
Me sacaron en YouTube y en el Facebook y hasta mis hijos
hablaron para darme su apoyo y decirme que no hiciera caso.
Cuando mi marido vio el video no paraba de reír. Terminó
abrazándome y dándome un beso en la frente y diciendo: ¡Ésa
es mi vieja! Y la verdad me llené de orgullo. Ni siquiera mi
papá me cuidaba tanto. Así me fueron segregando. Discrimi-
nando por ser candidata. Hasta que me armé de valor y le dije
a Lupita: ¿Por qué me dejaste de hablar si somos amigas? Me
miró a los ojos y respiró profundo. ¿No te das cuenta? Tu ma-
rido nomás te utiliza porque él va a ser el diputado en la reali-
dad. Una cosa es ser amiga de la esposa del priista y otra, muy
lejana, que seas amiga de una priista.
Siguió la letanía. Que cuántas veces me habían contado co-
sas y yo le iba con el chisme a mi marido y que si quitaba el agua
y que si cobraba la perpetuidad en el panteón, pero que a los
siete años había que sacar de ahí al difunto. Llegó un momento
en que me quedé sorda en metáfora. Como en las películas,
todo iba en cámara lenta. Manejé la camioneta sin rumbo. Lle-
gué al mirador de Mérida y desde ahí me prometí que haría que
ganara mi rival. El panista mojigato que tan mal me caía.
Regresé al Sanborns para estacionarme donde no debía. Lo
hice lento y mal, pero nadie me grabó. Aunque sí hablaron de
mí. Entré al supermercado y me guardé una botella de güisqui
para no pagarla. Nadie me dijo nada. Fui a la Calle 58 para
ver si había un putito para mí, pero puras gordas como yo. Me
dije: Pus mejor, y le dije a una que se subiera conmigo y nos

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metimos al Hotel City Express y el trato era ver porno a todo
volumen. Pinche hotel fresa, no tenía canal porno. Fingimos
orgasmos como en casa. Pero nos divertimos. Hasta que ­llegó
mi esposo. Que alguien le había hablado para contarle que es-
taba aquí. Y regresamos a casa. Me sermoneó como panista.
Dijo que una cosa era estacionarse en lugar prohibido y otra
cogerse a una ruca a donde van todos sus amigos. Ése fue mi
inicio como revolucionaria. Porque no se trata de hablar, sino
de llevar a cabo las habladurías.
El día de la elección yo estaba segura de que perdería. La
última semana fue desastrosa. Así la llamó el gobernador. Mi
esposo le dijo que él lo arreglaría todo. Nos despertamos a las
seis de la mañana. Nos bañamos y salimos, pero en vez de ir a
misa fuimos a votar. Mi marido quería darme una boleta mar-
cada para que le trajera la boleta limpia, pero le dije que no ma-
mara. Yo no iba a votar en mi contra. Y no quería, pero no me
dejé. Fui y voté por el panista y eso que me moría de ganas
de poner en la boleta “Chinguen a su madre todos”, pero eso
anularía mi voto. Así que sin más voté en mi contra. Es raro.
Pero diría que fue como hablar con Dios. Decirle: No eres
tú, soy yo, o algo así. Ni siquiera el día de mi boda me sentí
tan rebelde. Todos me habían dicho que votarían por el pa-
nista y yo preparé mi cámara del celular para grabar la cara de
mi esposo cuando dieran el resultado. Para mi sorpresa, gané
las elecciones. En la casilla de mi casa ni siquiera aparecía mi
voto en contra. Primero pensé que todos los vecinos eran unos
chismosos, pero luego llegó a mí un presentimiento. Los votos
estaban en nuestro sótano.
La gente salió a marchar para protestar por el robo. Pensé
que esta vez sí las pagaría todas. Pero no. Se dijo que habría
un recuento de votos y cuando los volvieron a contar gané con
mayor diferencia. Quise hacer públicas mis opiniones pero

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todo el tiempo fui vigilada. Sólo tenía permitido decir que
hablaría con mis asesores, que en realidad era uno y era mi
esposo. Llegó el día en que firmé la constancia y fui diputada.
Es bonito que tengan atenciones contigo. Que te digan
diputada todo el tiempo. La primera semana me recordó el
primer día de clases en la prepa. Nos presentamos, cenamos y
reímos y mi esposo no tenía permiso para estar ahí.
Por eso fui con el cura pero esta vez fue distinto, el pinche
cura me abandonó. Nomás vio entrar a mi esposo por la sacris-
tía y casi sale corriendo. Ni siquiera le dijo a lo que yo había
ido para hablar con él, sino que prefirió pedirle un enorme fa-
vor para el asilo de ancianos. Ni siquiera le pidió dinero. Pidió
que no se le quitara el agua al asilo y el cínico de mi esposo
dijo que él era incapaz, cuando yo misma he visto cuando va a
cerrar la llave. Se excusó diciendo que cuantas pipas necesiten
él se las puede mandar a mitad de precio. Total, que mi asunto
ni siquiera lo mencionó y me dejó sola con el paquete. Quise
aprovechar que estábamos en la iglesia para comentarle mi de-
cisión y en cuanto vio mis ojos me dijo que lo disculpara pero
que tenía que irse. Pinche cura.
A solas es casi imposible. Nos subimos a la camioneta y me
llevó directito al instituto para que firmara la renuncia y así
poder ser él el diputado, pero ya estando ahí y con la carta im-
presa le dije que me tomaría una semana más. Como lo hice
enfrente de una secretaria o juez, no sé qué era, mi marido no
dijo nada. Sólo se limitó a sobarse el bigote. Nos regresamos en
la camioneta y de pronto se bajó a vomitar. No podía decirme
nada, porque yo recibía llamadas todo el tiempo y le decía que
tenía que atenderlas.
Después, en casa, me habló de los principios del partido, de
las oportunidades para todos. Estalló cuando le dije que no ha-
bía hecho la sopa y que si quería comer tendría que ser a­ fuera

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porque ni atún había. Me dijo que se iría solo y le dije que
mejor porque yo ya había comido. Pasó la semana y yo empecé
a llegar tarde a casa. Siempre creí que los diputados ganaban
mucho, pero por lo menos esa semana desquité mi sueldo.
Todos los días hablaba sobre la traición y los principios
morales. Luego empezó con el amor y las posibilidades de la
fe. Poco le faltaba para ser santo. En algún momento el cura
mandó llamarme porque quería hablar, pero le dije que yo no
iba a la montaña, que la montaña venía a mí. Así que cuando
llegó a mi oficina le supliqué que fuera al grano. Me pidió que
respetara el acuerdo con mi esposo, pero sólo atiné a pedirle
algún contrato o papel que yo hubiera firmado. Apeló a la pa-
labra que di y no pude más que decirle que lo pensaría y, sin
dudar, mandé quitar el agua a la parroquia.

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Hombre asesinado por su mascota

Te lo voy a decir tal como me lo dijo tu abuela: el periódico


miente. Justo ahora recuerdo cuando Carlos llegó con la perica
a la casa:
—¡Por favor! ¿Cómo van a rifar un cotorro en una oficina?
—Es una perica —respondió.
—Será perico.
—No, amor. Es hembra.
—¡Lo que me faltaba! ¿Por qué no te consigues una amante
normal?
—No seas celosa, cariño. Es sólo un loro.
—¿No que perica?
—Ya ves cómo te empieza a gustar la idea.
—No y no me agrada que la traigas sin consultarme.
—Me la saqué en una rifa; hoy que tuve suerte, te enojas.
Tal vez esté mal que te lo diga: en el momento en que Carlos
se acercó para convencerme de que nos quedáramos con la perica,
escuchamos un alarido que retumbó en todo el edificio:
—¡Infiel! —dijo la perica al dejarse caer por la ventana.

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Nos asomamos presintiendo lo peor. No la vimos por ningún
lado. Las dos azotehuelas de la planta baja sólo tenían las ­lavadoras
de cada uno de los vecinos. No pudimos ni empezar el beso con el
que me iba a convencer. La señora del tercer piso se asomó para
preguntar si había algún problema. Nosotros fingimos una sonri-
sa y un abrazo cuando se escuchó desde otra ventana:
—¡Hipócrita!
Dicen que el muerto y el arrimado a los tres días apestan.
Ahora ellos están muertos. Si te sirve de algo, déjame decirte
que no soy la culpable. Aunque tu abuela dice que siempre
los odié, ahora sé que no fue así. En realidad nadie soportaría
mucho tiempo en esa casa. Me separé de Carlos y de Kika,
porque así es como la llamaba él, a los pocos meses. Siempre
creí que alguna de sus amantes se la regaló para molestarme.
Esa cotorra coreaba unos gemidos más intensos y seductores
que los míos (y que los de cualquiera). La privacidad era una
fantasía. No sólo por su voz sino por su habilidad para estar en
cualquier lugar del departamento. Por eso le compré su jaula.
Siempre se mantenía despierta. A todas horas hablaba y sobre
todo cuando Carlos se ponía cariñoso.
Un día decidí encerrarla en su celda. Fui con el cerrajero
para que soldara su jaula. Saqué a la Kika y la dejé paradita
en la ventana; una de dos: o volaba o se caía desde el cuarto
piso. El pelado del cerrajero me dijo que entre las rejitas podía
meterle el candado. Aun así me cobró, quesque por la asesoría.
Volví y la perica no estaba. Quise asomarme por la ventana
pero mi conciencia no me lo permitió, no podía cargar con esa
imagen toda mi vida. El reloj avanzaba y Carlos no tardaría
en llegar. “Me va a matar cuando no vea a su pajarraca”, pensé.
Resignada, eché un vistazo a la calle. Igual algo se podría hacer,
como llevarla al veterinario o disecarla, hasta dije: “¡Hubiera
grabado su voz para que no la extrañara!”.

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—¡Ah, chingá! —me dije—. No está embarrada en el
piso. ¡Uff! ¡Menos mal! Seguramente voló.
Subí a la azotea. En la puerta estaba Carlos con la Kika. Me
serené. Pinche cotorra, llegó diciendo:
—¡Vecina! ¡Vecina! Se cogió a la vecina.
No pude contener las ganas de darle un golpe, y él dijo que
yo estaba loca. Se fue con su perica y no regresó hasta el lunes
en la mañana.
Tú eres pequeña. Cuando crezcas, entenderás lo que sig-
nifica que tu esposo se escape tres días y regrese borracho,
bronceado y sin dinero. El muy ojete llegaba muy tranquilo a
dormir luego de tres o cuatro días de farra. Hasta se hacía el
ofendido. Me dejaba de hablar. Ni siquiera me le acercaba. Lo
ignoré por un tiempo. Ahora que me acuerdo, la Kika sólo se
callaba cuando él estaba molesto. Un viernes de quincena se fue
a Cancún, me dejó a la cotorra en casa, la que repetía:
—¡Cotorra! ¡Cotorra! ¡Se fue con otra! ¡Cotorra! ¡Cotorra!
¡Se fue con otra! —empezó a chingar.
—¡Cállate!
Quise matarla, hasta que dijo:
—¡Hijo de la chingada! ¡Me dejó por otra! ¡Hijo de la chin-
gada! ¡Me dejó por otra!
Siempre ha sido mejor consolar que ser consolada.
Para mi sorpresa, la Kika no comió durante el fin de sema-
na. Seguía con su cantaleta. Las vecinas me confortaban y me
sugirieron que lo dejara. Yo preferí guardar silencio, era increí-
ble que la cotorra dijera la verdad. Pobre de mí. Los pericos y
los borrachos siempre dicen la verdad.
El domingo por la noche escuché cuando Carlos metía la
llave en la cerradura; se calmó mi ansiedad. Me levanté co-
rriendo para que me perdonara por mis celos y desconfianza.
Al verlo entrar con una rosa fui la mujer más feliz del mundo.

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Presentí que mudaríamos de aires. Amaría a Carlos y a la Kika
sin pretextos. Me conmoví tanto con la flor que lloré, me tapé
los ojos con las manos y la Kika revoloteaba de gusto en su jaula.
Entonces Carlos la liberó de su cárcel. Se montó sobre su dedo
mientras mi rosa era depositada en el recipiente de agua de la
puta cotorra.
—¡Dejada! ¡Dejada! —gritó irónica la Kika, mientras yo
hacía mi maleta.
Supuse que con el tiempo Carlos me buscaría. No fue así.
El día que lo volví a saludar fue en el juzgado. No creía que una
perica me hubiera vencido. Ni siquiera era bonita, sin ofender;
no tenía colores exóticos, ni gran tamaño, tú sabes que en las
rifas no regalan gran cosa. ¿Cuánto le habrá costado el boleto?
A mí me salió demasiado caro.
Acudí a terapia con un psicólogo. Me enamoré de él y me
dijo que estaba loca. Me dejó. Me confesé por primera vez des-
de mi boda, pero sentí culpa por estar loca, digo, por extrañar
a Carlos. Una cartomántica me leyó el presente y para mi sor-
presa me dijo que Carlos se divertía con una mujer de cabello
verde.
Intenté olvidarlo. Un día leí en el periódico la noticia de su
muerte. Llamé a mi exsuegra, quien me dijo:
—El periódico miente.
Me tranquilicé.
—¿Cree que se moleste si le llamo por teléfono?
—Mira, linda, Carlos sí murió, aunque no por la mordida
en el cuello de la Kika. Fue un accidente con un desarmador.
También murió la Kika.
—¿De qué?
—Es que Carlos estaba solo, encontraron el cadáver días
después y como la Kika se quedó sin alimento, pobrecita, se
murió encima de él.

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Colgué.
Ahora que te vi en el entierro, supe quién eras. ¿Sabes que
tienes los ojos de él? Chiquitos, chiquitos. ¡Quién iba a pensar
que yo te adoptaría! Espero que no me tengas resentimiento.
Te cuento esto para que no haya secretos entre nosotras. Casi
no te pareces a tu madre, eres muy callada… ¿Será porque estás
triste? Lo entiendo. Piensa que ella te observa desde el cielo y
te cuida de aquellos a los que les gustan las pericas verdes.

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Interrogatorio

Salí de trabajar a eso de las cuatro y media. ¿Su hora de sali-


da es? A las cuatro. Lo escucho. Caminé por Brasil, crucé la
plaza Veintitrés de Mayo, me fui por República de Venezuela.
En realidad es Belisario Domínguez. ¿Cómo? Sí, después de
Brasil, la calle se llama Belisario Domínguez. ¡Ah! Siga. Crucé
la calle y caminé por Palma, llegué a Cuba. ¿Al puesto de pe-
riódicos? Exacto. ¿Qué hora era? Las cuatro y media. ¿Llegó
en menos de un minuto? Bueno, cinco minutos después. ¿Se
detuvo en el camino? No. ¿Camina lento? ¿Qué importa? Le
sugiero que nos dé todos los detalles. ¿Todos? ¿No puede re-
cordar lo que hizo hace tres días? Pues sí, las cosas importantes
sí. ¿No fue importante que le robaran doscientos pesos? Me
robaron cien. Usted parece una persona de “armas tomar”. No,
en realidad soy una persona pacífica. El ser pacífico no quie-
re decir que no sea un hombre de decisiones, háblenos de su
trabajo. ¿Mi trabajo? Sí, por favor. ¿Necesito un abogado? No
sé, usted dígame. Mire, yo sólo llegué al puesto de periódicos,
le pedí una tarjeta telefónica de cien pesos, le pagué con uno
de doscientos y no me dio mi cambio, se lo pedí y me dijo que

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ya me lo había dado. Y le dijo que no era cierto. Así es. ¿Y qué
más? ¿Qué más? Sí, dígame, lo escucho. Pues nada, me fui.
¿Se fue? Sí. ¿Inmediatamente? No, bueno, busqué una patrulla.
Pero no había. Exacto. Ahí fue cuando llamó a emergencias.
Sí. ¿Por qué marcó ese número? ¿El cero sesenta y seis? Ajá.
Porque es el único que me sé en caso de emergencia. ¿Y cuál
era su emergencia? ¿Mi emergencia? Ajá. Ninguna, se lo dije
a la señorita que me contestó. ¿Qué le dijo? Que no era una
emergencia pero que no sabía qué hacer. ¿Y qué le dijo? Me pi-
dió mi nombre, de pronto pensé que era una contestadora, no
me ponía mucha atención. Ajá. Me pidió mi ubicación, le dije
dónde estaba. ¿Dónde estaba? Ya le dije, en Palma y Cuba. Ajá.
Me preguntó cuál era mi emergencia y le dije que una señorita
no me dio mi cambio, me dijo que si ésa era mi emergencia,
le repetí que no sabía adónde llamar, me dijo que buscara a un
oficial de policía cerca y sonrió. ¿La señorita se sonrió? Bueno,
se rio. ¿Cómo sabe que se rio? Bueno, lo supongo, le costaba
trabajo hablar. Reír y sonreír no es lo mismo. Lo sé. Prosiga.
Me dijo que buscara una patrulla. ¿Y la buscó? Sí. ¿En dónde?
¿Cómo en dónde? Sí, ¿en dónde encontró la patrulla? Pues
recorrí la calle con la mirada. ¿Y usted seguía en el puesto? Sí,
claro, me quedé ahí para que la señorita se diera cuenta de que
no me iba a ir sin mi dinero. Claro. Nunca me habían robado
así. ¿Ya le habían robado antes? No. ¿Entonces por qué dijo:
“Nunca me habían robado así”? Eh. ¿Es un decir? No. ¿En-
tonces? Una vez me quitaron mi billetera. ¿Quién se la quitó?
No sé. ¿Cómo sabe que se la quitaron? Porque quise pagar algo
en una tienda y metí mi mano en la bolsa trasera del pantalón
y no traía mi billetera. ¿Y no la dejó en su casa? No, recordé
que en la estación del metro Hidalgo, al hacer el transbordo de
línea y subir por la escalera eléctrica, sentí un pequeño golpe en
el hombro, miré hacia atrás y vi que el señor se intimidó por mi

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forma de voltear. ¿Fue usted agresivo? No. ¿Y entonces por qué
se iba a intimidar? Porque él traía mi billetera. ¿Y no se la qui-
tó? No, me di cuenta en el recuerdo. ¿No será su imaginación?
Su mirada era como la de quien es descubierto. ¿Cómo es esa
mirada? ¿Nunca lo han descubierto en algo? ¿Cómo qué? No
sé, un soborno. ¿Me está haciendo una oferta? No, no lo tome
así. Es sólo que creo que todos mentimos alguna vez. ¿Usted
ha mentido? Alguna vez, supongo. ¿Cómo cuál? No sé, no me
acuerdo. ¿Hoy ha mentido? ¿Hoy? Sí, hoy. No, hoy no. ¿Y hace
tres días? ¿Hace tres días? Sí. ¿Se refiere a que si le quería ro-
bar cien pesos a la señorita? No sé, usted dígame. No, claro
que no le quería robar nada. ¿Entonces? Sólo quería justicia,
señor; ¿sabe lo que es eso? En esto trabajo. No, señor, usted no
trabaja en la justicia, usted sólo cree que trabaja para hacer jus-
ticia. ¿Eso cree? Sí, señor; ¿cómo es posible que me tenga aquí
mientras hay verdaderos ladrones en la calle? Cuide sus pala-
bras, esto no es un juego, tenemos pruebas irrefutables que lo
incriminan. ¿Me incriminan? Sí. ¡Por favor! ¿No me cree? Si ya
tiene las pruebas, ¿por qué me interroga? ¿Se está d ­ eclarando
culpable? ¿Culpable yo? Sí, señor, culpable usted. ¿Pero de qué?
¿En serio no sabe lo que le pasó a la señorita Mendizábal? No
sé, ni me interesa. ¿Sabe quién es? Me imagino que la señorita
del puesto. No, la señorita Mendizábal tenía noventa y tres
años, era la dueña del puesto donde usted compró su tarjeta
telefónica. ¿Y qué le pasó? ¿No que no le importaba? ¿Me va a
decir o no? Esperaba que usted me lo dijera. ¿Decirle yo? Te-
nemos la llamada grabada. ¿La llamada? La llamada que hizo
al cero sesenta y seis. ¿Y? ¿Cómo y? Sí, ¿y? Y usted dice que es
abogado. Fui asistente de abogado. ¿Ya se retiró? No, bueno.
Dígame, ¿a qué se dedica? Soy desempleado. Pero usted dijo
que fue saliendo de su trabajo cuando compró la tarjeta. En
realidad iba saliendo de mi antiguo trabajo. ¿En el horario de

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salida? Fui a ver a un amigo. ¿Un amigo? Sí, un amigo. ¿Y tiene
forma de comprobar que vio a su amigo? No. Lo suponía. Lo
que pasa es que ese día él no fue a trabajar. ¿Y espera que le
crea? No espero nada. Por supuesto que no espera nada, ni si-
quiera saber qué le pasó a la señorita Mendizábal. ¿Para qué es
eso? ¿Esto? Sí, eso. ¿No sabe qué es? Gasolina. ¿Qué opinaría
si rocío su silla como usted lo hizo con el puesto de periódi-
cos? Yo no incendié nada. Yo hablé de rociar, no de incendiar.
¿Rociar? Pero dígame, ¿cómo le hace uno para no quemarse
las manos? No sé. Con esos brazos tan delgados, ¿cómo cargó
los galones? Yo no cargué nada. ¿Me va a dar el nombre de sus
cómplices? No, no tengo cómplices. O mejor dicho, ¿me va a
decir cuánto le pagó para que hiciera el trabajo sucio? Yo no
tengo dinero. ¿De dónde sacó los doscientos pesos? Todo el
mundo tiene doscientos pesos. ¿En serio? Deje eso ahí. ¿Ya ve?
Deje la gasolina lejos de mí. ¿Le tiene miedo al fuego? Lo voy
a demandar. ¿Y qué les dirá? Que me está torturando psicoló-
gicamente. ¿Y cómo se los va a decir si no le va a quedar ni un
milímetro de cuerpo sin quemar? Deje el encendedor lejos de
mí. ¿Fuma? Ya me mojó los zapatos. Discúlpeme por fumar en
un cuarto cerrado. No sea imbécil, nos vamos a quemar los dos.
Dígame: ¿a quién le llamó desde el teléfono público? A nadie.
¿Me va a decir? No le llamé a nadie. Ajá. Sólo hacía tiempo
para esperar a la patrulla.

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Letrero

Abrí la puerta y ahí estaba: Un letrero clavado en el árbol que


decía: “Favor de no ahorcarse aquí”. El clásico dibujo de un
poste con una cuerda de la que cuelga un monito, rodeados por
un círculo rojo y la diagonal que atraviesa la imagen.
Tomé mi herramienta y quité el letrero. Colgué una soga de
la rama. Me fui.
A la mañana siguiente abrí la puerta y ahí estaba el letrero
con un post-it que decía: “Favor de no quitar mi letrero. Yo
respeto tu cuerda, tú respeta mi letrero”. La cuerda no estaba.
Le pegué mi chicle al letrero justo donde dice la palabra “no”
para que se leyera: “Favor de ahorcarse aquí”.
Al día siguiente encontré a un ahorcado en el árbol. La
gente lo contemplaba como si fuera una obra de arte. Llegó
una patrulla de policía y una ambulancia. Un oficial quiso inte-
rrogarlo, pero no obtuvo respuesta. Un paramédico le buscó su
carnet del seguro y sólo encontró letreros antiahorcados.
Regresé a casa.
En la puerta encontré otro post-it que dictaba: “Hiciste
trampa”.

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28
Shhh

¿Oyes? ¿Qué? Shhh. ¿Qué? Silencio, creo que ya se metió uno.


No empieces. Está debajo de la cama, ¿lo oyes? No oigo nada.
Prende la luz. ¿Por qué no te duermes? ¿Cómo vamos a dor-
mir así? ¿Qué tiene? Mejor dime que no escuchas nada... No
escucho nada. ¿Crees que es mi imaginación? Creo que tienes
insomnio. ¿Me estás diciendo chantajista? Eres sabia, eh... Eres
un pendejo... ¿Perdón? ¿Ya ves? Mejor me... Shhh. ¿Qué? Ahí
está otra vez... No te creo. ¿Por qué no te bajas de la cama? Por...
Sabes que ahí está y te da miedo... No me chingues... ¿Por qué
no te vas al sillón como siempre? Porque no hay más cobijas,
¿recuerdas? ¿Por qué no las lavaste? ¿Yo por qué las voy a lavar
si te tocaba a ti? Porque tú eres el que las ocupa cada que te
enojas. ¿Y entonces ahí se van a quedar? ¿Dónde las pusiste?
En la azotea. ¿Por qué ahí? Aquí apestaban. Shhh, ¿lo oyes? Sí,
ya lo oí. Ya viste. Ya oí el shhh, ya duérmete. No puedo. Ya ves,
te dije. Sí tengo sueño, pero no puedo dormir nada más de pen-
sar que está debajo. Hagamos de cuenta que es nuestra mascota.
No digas tonterías... ¿Ya le pusiste nombre? Siempre ha
tenido nombre... Hagamos un trato, tú te duermes y yo lo
mato. No. Voy a sacar las trampas. Te vas a acostar en cuanto

29
yo me duerma, como la otra vez. Pero, amor, necesitas descan-
sar. Shhh, ¿lo oyes? Algo está haciendo. ¿Algo como qué? No
sé. Debe estar rezando porque lo voy a matar. ¿Entonces sí lo
oíste? Sí, ya iba en el avemaría... No seas payaso. ¿Qué quie-
res que haga? Quiero que prendas la luz. ¿Si prendo la luz, te
duermes? No. Sabes que no puedo dormir con la luz prendi-
da. ­Tampoco puedes con la luz apagada. No puedo porque lo
escucho, seguramente está mordiendo un cable. ¿Cuál cable?
El de la lámpara. ¿Cómo voy a prender la luz si ya mordió el
cable? Lo muerde poco a poco. ¿Y si te fumas un gallo? Eso
siempre te calma.
¿Me piensas drogar? Sólo digo para que te relajes. ¿Y si
alucino? ¿Ya estás alucinando no crees? No lo he visto, lo he
oído, se dirá ya estás audicionando. Eso es otra cosa. Shhh.
Déjame. Ay, qué tienes. Sueño. Sólo quiero que hagas un es-
fuerzo. Vas a escucharlo. No me toques, déjame dormir. Escu-
cha cómo pasa por el tocador ¿cómo le hacen para brincar tan
alto?, ¿te i­maginas si nosotros brincáramos diez veces lo que
medimos?, tengo miedo de que se suba a la cama. ¡Ya cállate!
¡No me grites!, ni mi papá me gritaba... Si fuera tu padre, ya te
hubiera dado tus nalgadas. Mi padre nunca me tocó. Por eso
eres tan maleducada. Sólo te pido que te asomes. Okey, me voy
a asomar pero ya bájale, mañana tengo que llegar temprano al
trabajo. Sí, mi amor. ¡Párate, princesa! Ya voy. ¿Qué?, ¿no quie-
res que te vea desnuda el inquilino?
Qué tal que me salta, nada podría ser peor que sentirlo en
mi piel. ¡Muévete! Si vas a hacer las cosas, hazlas bien. ¿Cómo
quieres que las haga bien si me estás estorbando? Es que no me
dices qué hacer. ¡Pero si estoy haciendo lo que tú me pediste!
De seguro ya nos escuchó y se fue a esconder. Si escombraras
más seguido, sería más fácil atraparlo. ¿Ya lo escuchaste? No.
No insistas. Ten cuidado, no lo vayas a pisar, sí me crees que lo

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escuché, ¿verdad? No te creo. Lo hago para que te relajes. Para
relajarme puedo fumar un churro. ¡Pero si te estoy diciendo!
Pero lo que quiero es que lo atrapes... Qué voy a atrapar si no
hay nada... Tú sabes perfectamente que sí está. No lo sé, yo
sólo te hago caso, ve fumando un poco porque con esto te vas a
quedar muy nerviosa. Pero prométeme que lo vas a atrapar. Te
lo prometo. No te duermas hasta que lo atrapes. ¡Anda! ¡Fú-
male! Que yo también quiero. Pero tú no puedes fumar. ¿Por?
Porque te vas a quedar dormido. No, cómo crees, si tengo que
ir de cacería. Si tú aguantas menos que yo. Siempre te duermes
primero. Okey, no fumo, pero ya relájate. Estoy relajada. ¿Está
buena? Raspa. Está un poco seca. Mejor, ¿no crees? No me
hagas sentir culpable. No te sientas culpable, tú fúmale mien-
tras yo mato tus alucinaciones. Si pusieras un poco de atención
cuando te duermes, lo escucharías. ¿Por qué ahorita no se oye
nada? Porque está la luz prendida. ¿La apago? No. Primero
saca las trampas. Si hubiera estado abajo de la cama habría
dejado rastro. ¿Cómo qué rastro? El cable no está mordido.
¿Tú crees que el cable es una hamburguesa al que se le dan
mordidas enormes? No. ¿Tú sí? Sus dientes son chiquitos. Aun
así veríamos sus mordidas.
A ver si barres más seguido debajo de la cama. Si me dejaras
dormir. Por mí duérmete. ¡Pero sí! Qué tal si la gripa que te da
tan seguido es por causa de él. He llenado la casa de trampas
y nunca ha caído. ¿No crees que es suficiente? Pues yo no soy
la que se enferma. Yo prendí la luz sólo para darte gusto. Si tú
no oíste nada: ¿por qué sacas las trampas? ¡Porque tú dijiste
que las sacara! Si te digo que te avientes por un barranco, ¿te
avientas? No, verdad, además, así no vamos a encontrar nada,
tenemos que apagar la luz, que piense que estamos durmiendo;
sólo así regresa. ¿Qué ruido hacía? No sé cómo hacerle. ¿A qué
se parece? Como cuando flotas en la nieve. ¿Has flotado en la

31
nieve alguna vez? Me refiero a pisar muy leve. ¿Ya te acabaste
el churro? Te dije que no te iba a dar. ¿No quieres que dejemos
una lámpara prendida? Me da miedo que se caliente el cable
y vayamos a amanecer todos tostados. Lo digo para que ya te
duermas. Deja todo apagado. ¿Pusiste la trampa abajo de la
cama? Sí. Dime la verdad. ¿De qué? Sí lo habías escuchado,
¿verdad? No. Te lo juro. Es que si lo escucharas, me darías la
razón. No se trata de ver quién tiene la razón, además, con qué
derecho hablas de la razón, si estás más loca que una cabra. No
me hables así. Te hablo como yo quiero, ya estoy harto de tus
manipulaciones, de que por lo menos una vez a la semana me
espantes el sueño haciéndome creer que tenemos un inquilino
en casa; es tu conciencia, seguramente algo que hiciste no te
deja dormir: te preocupa el dinero, pero gastas más de lo que
tienes, ¿para qué vas con el nutriólogo si saliendo te compras
un helado? ¿Por qué no reconoces que lo que te gustan son
los helados y ya vas, te das tu vuelta y te regresas a casa?, y no
finges una vida llena de ocupaciones, todo el día trabajando.
Ya hasta me hice amigo de tus amigas; pobrecitas no tienen a
quién contarle los chismes. Además, ¿para qué trabajas todo
el día si nunca tienes dinero? Ah, ya sé, te lo gastas en el nu-
triólogo ¿Cuánto cobra? Lo que cobre es carísimo. Si ya tienes
dos años con él y no bajas de peso, no sé cómo puedes seguir
con él. ¿Oíste eso, amor? ¿Amor?, ¿ya te dormiste? Oye, te es-
taba hablando. Escucha. Ya regresó. Ahora sí está mordiendo
el cable. Seguramente ya cayó en una trampa. ¿Quieres que le
tome una foto para que lo veas temprano? ¿Amor? ¿Ya te dor-
miste? ¿Oyes? No puede ser que tan rápido te duermas. Si no
te levantas, yo también me voy a dormir, ¿me oíste? Siempre
haces lo mismo. Voy a mover la cama, sólo quiero ver si ya cayó.
¿Amor? ¿Estás roncando? No puede ser, nunca habías roncado.
Míralo. Creo que lo vi. Se metió atrás del tocador.

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Estado de sitio

La niña juega a no morder el chocolate; el chocolate disfruta


derretirse en la saliva; la saliva se prepara ante el inminente
duelo; los dientes, firmes, vigilan.

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Lolito

Al niño le gustaba decir las cosas de manera distinta. C


­ uando
cumplió diez años y le preguntaban su edad contestaba: dos
lustros. Algunos no sabían lo que significaba eso, pero su ve-
cina sí lo sabía. Ella era cuatro años más grande que él. Se
llamaba Guadalupe, como la virgen.
Lupita —como le decían todos— era la niña más bella. Te-
nía cabello negro y ojos muy brillosos. Su labio superior era
delgado y el inferior muy carnoso. Siempre cantaba cuando
se bañaba y bailaba en su recámara para secarse. Su papá era
taxista y su mamá secretaria en una secundaria. Lupita iba a
otra escuela porque era más barata. Su papá prefería comprar
taxis que darle dinero para los libros. Cada que ella pedía un
libro, la regañaban.
En su fiesta de cumpleaños Lupita le regaló un short con
bolsas. Como si fuera pantalón pero cortitos, muy cortitos. Te-
nían botón para abrocharse y cierre, como si fuera un pantalón.
Siempre usaba short, pero no como ése. Con ése no se podía
jugar futbol. Era un poco apretado.
—¡Pruébatelo! —dijo la mamá de Lupita.

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—¡Anda! —dijo su madre al ver que no quería hacerlo.
—¡Déjanos ver qué tal te queda lo que te regaló tu novia!
—dijo su tío Tomás.
Se quedó callado para ver la reacción de Lupita. Y ella sonrió.
—¡Qué novia ni qué ocho cuartos! —dijo su madre—. ¡Pri-
mero que se enseñe a limpiar la cola!
Todos comenzaron a reír.
—¡Mi hijo salió a su padre! ¡Noviero desde chiquito! —dijo
su papá.
Lupita lo jaló para sentarlo en sus piernas y abrazarlo.
—¡Éste es mi novio! ¡El más chulo!
Sin querer le tocó su seno y asombrado se levantó.
—¡Te están creciendo las chichis! —dijo señalándole el pecho.
—Son senos —dijo su madre, sin inmutarse.
—¡Ay, Lupe! ¡No le hables de esas cosas! —le suplicó su
madre.
—¡Pero qué tiene! ¡Si es lo más natural! —dijo la señora Lupe.
—Sí, pero mi hijo está muy chiquito todavía. Lupita ya está
grande, pero mi hijo todavía sueña con ser futbolista.
—No hagas caso, Lupe. Mi mujer cree que sus hijos nunca
van a crecer.
Se fue a la recámara a medirse el short. Entró sin prender
la luz. No tenía que quitarse los zapatos. Se quitó el short que
traía y cuando se iba a poner el que le habían regalado, Lupita
entró como si lo hiciera todos los días.
—Espérame tantito —le dijo en voz baja.
—¿No quieres que te vea? —le contestó.
—Es que estoy en chones —le dijo.
—Pero si somos novios. ¿Tus papás no se ven los calzones?
—Sí, pero están casados.
—¿Te quieres casar conmigo?
—Sí.

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Se acercó para darle un beso.
—¿Qué es esto? —le preguntó al tocar su pene con su mano
fría—. ¡Está hirviendo!
—Es mi pajarito —le dijo muy quedo.
—¿Puedo verlo?
—Sí, pero no prendas la luz.
Ella se agachó y le bajó los calzones.
—¿Le puedo dar un beso? —preguntó cuando se escuchó
la voz de su mamá.
—¡Niños! ¡¿Qué hacen?!
Se agachó por sus calzones y Lupita brincó por la ventana
para salir a la zotehuela. Se puso el short cuando su mamá
entró y prendió la luz.
—¿Por qué no prendes la luz? —preguntó mientras Lupita
brincaba de la zotehuela al baño.
—¿Para qué? Si sólo me voy a probar el short.
—Pues para que te lo veamos.
Salió de su recámara atrás de su madre.
—¿Ya diste las gracias? —preguntó su papá.
—Dale un beso a tu novia —dijo el tío burlándose.
—¡Pero mira qué piernotas se le han hecho! —dijo la se-
ñora Lupe.
—¡De tanto futbol! —dijo su mamá.
—¡Se me hace que es por tanta bicicleta!
—¡Ya no lo miren tanto! ¡Nomás yo lo puedo ver! —Lupita
regresó del baño.
—¡Ve y cámbiate que ése te lo pones mañana para ir a misa!
—sentenció su mamá.
Regresó a su recámara. Se desabrochó el short y bajó el cie-
rre. La puerta estaba entreabierta. Se quitó el short. Escuchó
unos pasos. Se acercó a la puerta. Se asomó por el pasillo que
daba a la sala. Nadie. Se acostó en la cama. Se veían las estrellas

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por la ventana. Pasaban las sombras por la ventana. Lupita se
comía un tamal recargada en la ventana de la cocina. Se brincó
a la zotehuela por la ventana. En el baño había alguien. Pasó
agachado. Tocó el brazo de Lupita y ella lo vio en cuclillas y
en calzones. Ella volteó a ver inmediatamente a su mamá que
le estaba hablando. Le hizo señas. Le preguntó si lo quería ver
con la luz prendida.

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Marcapasos

—¿Cómo te fue? — le preguntó su esposa.


—Dicen que tengo el corazón de un señor de sesenta.
—¿Y qué haces con él?
—No sé, te juro que la bolsa de mi camisa estaba vacía y al
momento del interrogatorio empezó a chorrear sangre. Justo
cuando me pidieron una pluma para firmar.
—¿Pues qué te preguntaron?
—Que si alguien de mi familia era hipertenso.
—¡Delataste a tus padres!
—No, cómo crees.
—¡A tus abuelos!
—No, para nada.
—¿Entonces?
—Empecé a sudar y se me resecó la boca. No sé cómo esca-
pé. Sabía que si corría no llegaría muy lejos, así que empecé a
caminar y poco a poco subí la marcha, troté y enseguida pude
correr hasta llegar aquí.
—¿Te siguieron?
—No creo.

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—Tocarán a la puerta.
—¿Cómo sabes?
—Tus zapatos están manchados.

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Fotografías

El día en que la Tierra dejó de girar los científicos fueron lla-


mados “especuladores del fin del mundo”. Los profetas fueron
testigos del inicio del Reino Eterno. Cada ciudad era una fo-
tografía, ya que no cambiaba nunca su horizonte. En algunos
lugares había noche eterna; en otros sólo el día. Algunos se
pensaban especiales por tener siempre un atardecer o un ama-
necer. La gente ocupada con su faena cotidiana perpetuó sus
labores hasta que, aburridos por el mismo paisaje, empezaron a
caminar sin rumbo, a profesar que el mundo giraba.

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42
Sábado sin dinero

Prendí la computadora para leer el periódico. El titular decía:


eu se enojó por culpa de “ya saben quién”, dice Fox; la primera
cabeza dictaba: China sacó de la pobreza a 400 millones en
dos décadas, con su respectivo balazo: Latinoamérica rezaga-
da respecto a ese país e India. Y no podía faltar el toque de
Rayuela: ¡Qué casualidad! Según el Banco Mundial, China es
el único país que de verdad ha abatido la pobreza. Y eso que
nunca ha estado dentro del FMI. Leo la última cabeza de la
contraportada: Hoy se exhibe en el Zócalo el primer docu-
mental de Stone sobre Fidel Castro. Entro a la página 9a y me
topo con una entrevista a Cristián Calónico, ya que coordina
el tercer Encuentro Hispanoamericano de Video Documental
Independiente Contra el Silencio Todas las Voces.
A Cristián lo conocí en la uam Iztapalapa, yo estudiaba la
licenciatura en Letras Hispánicas y él iba a presentar un libro
donde entrevistaba al Sub. Recuerdo que ese día —por enero
de 2002— iría el profesor Guillermo Michel, autor del libro
Votan Zapata, pero desafortunadamente estaba enfermo y no

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pudo asistir. Entre anécdotas, filosofía y tabaco corrió la pre-
sentación del libro. Creo que fue hasta el primer Encuentro de
Video Documental en el Centro Cultural Helénico donde lo
volví a saludar, pero ya con ejemplares de Ad Livitum (así, con
uve, era el nombre de la revista que hacía en mis tiempos de
universidad) y aproveché para invitarlo a presentar su video en
el primer aniversario de la revista. No sé si le extrañó conocer
nuestra historia, pero aceptó con gusto. En mayo de 2002 nos
reunimos para la proyección de su documental en el Instituto
Mexicano de la Juventud.
Después de la proyección estaba programada una mesa re-
donda sobre los proyectos independientes. Afuera del metro
Allende, me dirigí a la oficina de un amigo que trabaja como
esclavo oficinista y que puede sacar miles de copias gratis para
la causa —la nuestra, claro. El tiempo me recordó que yo tam-
bién era esclavo y mi inconsciente me trasladó al call center
donde trabajo.

Pedí un pase de salida a las seis de la tarde. Saqué ejemplares del


casillero. Me largué de la empresa que me da de comer —¿o me
obliga a comer?— y tomé el primer micro que pasó hacia San
Cosme. Preparé el boleto y entré al metro. Llegué a la estación
Zócalo, salí por la Plaza de la Constitución y me recibieron los
papalotes, la bandera sucia de esmog y el potente sonido con
Pablo Milanés recordándome alguna novia de esas que uno ya
olvidó. Me senté en las sillas de enfrente y preparé las revistas
para venderlas. ¡Cómo no! De a diez pesitos que se cooperen,
sacaría como setecientos pesos y pagaría mis deudas y hasta me
volvería a endrogar, pero todavía no terminaba de arreglar mi
producto de alta calidad cuando empezaron a preguntarme por
el evento. ¿Tengo cara de organizador? ¿No puedo arreglar mis
revistas porque piensan que tengo vocación de orientador?

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—¿Oiga, joven? ¿Qué va a haber?
—Un documental de Oliver Stone sobre Fidel Castro.
Pero no se cansaban y eran muchos, millones de personas,
preguntando por las calles o por el metro, la cosa era preguntar.
Hasta que una señora se voló la barda:
—Oiga, guapo, ¿aquí va a ser el concierto de Pepe Aguilar?
—No, se proyectará un video titulado Comandante.
—¿Y qué es eso? —preguntó, mirando las revistas.
—Es una revista independiente, llamada Ad Livitum…
—¿Ad qué?
—Ad Livitum es una frase en latín que significa “con liber-
tad”, pero se escribe con be.
—¿Las regala o las vende?
Me quedé sin contestar. La gente fue tomando su ejemplar
como si el gobierno me los hubiera pagado. Me quedaban po-
quitas para sacar aunque sea el día perdido en el trabajo. Esta-
ba a punto de levantarme cuando una señora cubana me dijo:
—¿Oyechicoquétúestásregalandoesto?
—Sí… señora.
—¿Ytúestásdeacueldoconesto?
—¿Mas o menos con qué?
—Coneltealtículodeuntal…
—Sí, señora.
—¡Nosabenloquedicen… FideleselDiablo!
—¿Cree usted, señora?
—¡Polsupuestoquelocleo! ¡Ustedesnohanvividoallá! ¡No-
sabenloqueeslapobreza! ¡Ustedessepuedencomprarloquequie-
ran!  ¡Alláunacocavalecincopesosdedólar! ­­¡Nohayhamburgue-
sas!  ¿PorquémuerentantoscubanosescapandoaMiami? ¿Eh?
¡A ver! ¡Contesta!
—Allá no hay analfabetos como en México y sí sé lo que es
la pobreza… en México está de moda. No puedo comprar lo

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que quiero, no gano el suficiente dinero y nunca será suficiente,
el que gana mil quiere dos mil y el que gana doscientos quie-
re cuatrocientos y así sucesivamente. Acá es más cara la coca
que la leche y vende millones. Nunca se había producido tanta
comida en el mundo y nunca habíamos tenido tanta miseria.
¿Por qué mueren tantos mexicanos en el desierto?
—¡No, no, no, cállate que no sabes lo que dices! ¡Pero vas a
ver, esto va a llegar a Miami!
—¿Ah sí?
—¡Vas a ver, mexicano!
—Ojalá que tenga dinero para el envío… porque sale caro.
—¡Vas a ver, mexicano!
La señora metió su mano en la bolsa, por la mirada que me
echó no sabía si sería una pistola o algo con que liquidarme;
sacó una sombrilla, apretó un botón e intentó golpearme. Un
grupo de estudiantes —después sabría que eran del cgh— se
puso en medio, los cegeacheros pidieron calma, como pude me
escapé. En el intento me topé con Calónico y no me recono-
ció hasta que vio la revista. Pensó que ya estábamos muertos
—editorialmente hablando. Conocí a Alejandro Ramírez, que
dirigió el documental de Rockdrigo, y luego me quedé solo en
medio del Zócalo repleto de gente.
Regalé los últimos ejemplares y mi mochila ya no pesaba.
Empezó el documental con una imagen de Fidel en su juven-
tud diciendo que no se cortaría la barba hasta que Cuba fuera
un país con igualdad de oportunidades, y después detrás de un
espejo tocándose la barba y preguntándose: ¿Cómo me veo?
Regreso a casa, con deudas y en la memoria el rostro de
Fidel diciendo: Soy el esclavo del pueblo.

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Hogar

Se puso a inflar globos blancos y azules para simular el cielo. El


departamento quedó con el espacio justo para una persona. Cuan-
do ella llegó de su trabajo, él no pudo recibirla, ya que al acercarse
(ella) quedaba o fuera del departamento o pegada al techo. Cuan-
do (ella) entró a la cocina, él tenía que estar en el­­­­­­ baño (sic). La
noche los descubrió en el intento de acercarse uno al otro. (Ella)
desarmó su reloj y con la manecilla de las horas empezó a tronar
los globos. Él, al darse cuenta, guardó silencio y esperó a que se
despejara la puerta para hacer su maleta e irse.

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48
La verdad

Los seis de enero de mi infancia se convirtieron en una guerra


en la que cada año había menos soldados jugando con sus re-
galos. Yo trataba de ser discreto y no hacer muchas preguntas
a los vecinos de mi edad, porque mi madre me había dicho
que “los Reyes no tenían (nunca me dijo si juguetes, dinero o
magia) para todos los niños”. Así que salía al patio y me que-
daba sentado observando el regalo en turno hasta que algún
amigo llegaba a jugar conmigo. Siempre fuimos más de cuatro
pasando la tarde de aquel día. Si había algún niño en la cuadra
llorando porque no tenía con qué jugar, nuestro bullicio nunca
permitió que lo escucháramos.
El ritual en casa era similar al de los demás niños, o al menos
así lo supuse: escribirles una carta en la que pidiéramos los re-
galos, colocarla en el árbol de navidad, poner el zapato la noche
anterior y esperar a la mañana del seis de enero (no entendía por
qué no podía ser en la madrugada, o antes de la cena). Siempre
he sido mal redactor y esas cartas no eran la excepción. Sólo
ponía la fecha, Queridos Reyes Magos y una lista de casi todos

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los juguetes que salían anunciados en la televisión. Recuerdo
que mi madre me regañó porque ni siquiera me dignaba a sa-
ludar a los Reyes Magos, sólo pedía y pedía, y que eso no sólo
no era amable, sino que era poco inteligente.
Muchas veces intenté escribirles “decorosamente”, pero
nunca lo conseguí. Recuerdo mis cartas con un vacío chanta-
jista en el que numeraba por importancia cada uno de los ju-
guetes. Gran parte de diciembre la dedicaba a imaginar cómo y
con quién jugaría. Aunque siempre sonaba el eco en mi cabeza
de que no habría juguetes para los niños que reprueban los
exámenes o para los que se portan mal (signifique lo que signi-
fique). Mi padre quería facilitarme la vida de una manera muy
extraña. Decía que sólo debería dar gracias por tener escuela y
no tener que trabajar como los niños que veíamos en nuestros
viajes a la Ciudad de México.
Solía preguntarme por qué llegaban el seis de enero. Mi pa-
dre decía que fue cuando llegaron con el niño Jesús. Mi madre
acreditaba las enseñanzas de mi padre. Y yo lo creía. Cuando
les pregunté por qué a los papás no les llegaban regalos ob-
tuve como respuesta un silencio del que ahora me río, pero
que en su momento me dejó claro que tenía unos padres mal
portados, hasta que —oh, magia— el seis de enero siguien-
te mi papá recibió un pants y mi mamá unos chocolates con
forma de lengua de gato. Justo los chocolates que le gustaban.
­Dedujimos que no habían dejado regalos en otros años porque
se nos había olvidado poner el zapato de ellos. Cuando pre-
gunté si habían escrito su carta me respondieron que con la
carta de los hijos era suficiente.
Que quede claro que yo nunca pedí un pants para mi papá
ni unos chocolates para mamá. Supuse que por eso eran magos.
Y en realidad la visita que más estimé durante las fiestas decem-
brinas fue la de los Reyes. Ni Santa Clos, ni los intercambios,

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ni la cena familiar me hacían esperar una fecha con tanta an-
siedad. Santa Clos traía sólo ropa; los regalos de la familia po-
dían variar desde un par de calcetines hasta un billete que me
provocaría angustia perderlo, ya fuera dejándolo en un lugar
a la vista o en un lugar demasiado escondido. De esto sí estoy
seguro: si me dieran a escoger entre ser mago o rey, preferiría
la magia.
Pero ¿cómo era su reino? Del único rey con el que yo te-
nía contacto, mejor dicho, los únicos reyes con los que tenía
contacto era con los del tablero de ajedrez de mi padre. ¿Cuál
era su magia? ¿Llevar oro, incienso y mirra? ¿Por qué si yo me
la pasaba despierto gran parte de la noche nunca me los topé
cuando iba al baño de madrugada? Todas las respuestas las te-
nía Gustavo porque él sí había platicado con los Reyes Magos.
Aquel año, Gustavo, el del cuatro, nos platicó que había
hablado con los Reyes Magos. Dijo que veló toda la noche. Es-
perándolos. Inventó técnicas para fingirse adormecido. Practi-
caba ronquidos y diversas posiciones en las que se imaginaba
dormido, todo para engañarlos. Escuchó cuando sus padres
apagaron la luz para irse a dormir. Su papá se asomó a su recá-
mara y por poco lo descubre con los ojos abiertos. Cuando se
acercó pensó que le iba a dar un beso, como algunas veces lo
hacía cuando llegaba tarde del trabajo y no podía verlos. Pero
aquella noche no lo besó. Salió de la recámara y escuchó cuan-
do su papá dijo: “No”. Enseguida apagaron las luces. Esperó
hasta ver movimiento o escuchar algún ruido.
Algo extraño se escuchó, como cuando se traspasa un vidrio
sin romperlo. Se levantó despacio, abrió la puerta de su cuarto y
el ruido fue más claro. Un rayo de luna entraba por la ventana
y dibujaba la silueta de un duende. Se acercó lentamente y al
prender la luz ya no había nadie. Sólo los regalos de él y de sus
hermanos.

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Todos abandonamos nuestros juguetes para escuchar más
de la historia, cuando Nico, el más grande del grupo dijo: “Pin-
che Tavo, chismoso, los Reyes ni existen, son los papás”. Nos
miramos entre todos con los ojos que muestran la lógica de lo
que se dice, pero Nico ya nos había mentido antes.

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Orejas

No sé por qué me decidí a hablarle. Tenía más de dos años ob-


servándola a la hora de la comida. Sólo sé que fue el último día
que la vi. Mi madre solía decirme que no jugara con el tiempo
y menos con el tiempo de los demás. Nunca lo entendí hasta
hoy. Sabía casi todo de ella. Su comida favorita, por ejemplo,
era el sushi. Por lo menos lo comía dos veces a la semana. Le
gustaba usar las faldas a la altura de la rodilla y blusas holgadas
de telas suaves. Acostumbraba llevar sombreros pequeños en
los que podía tapar un chongo que se formaba al amarrarse el
cabello. Siempre comía sola. No acostumbraba usar teléfono
celular.
Nunca la vi llorar hasta hoy. Tal vez por eso me acerqué a
hablarle. En realidad no le hablé. Me acerqué y ella se cubrió
los ojos. Moví la silla para sentarme y con su mano se tapó para
que no la viera llorar. Dijo algo como “me despidieron” y soltó
en llanto. No sé por qué, pero siempre que alguien llora a mí
me da por llorar. Ella contuvo la respiración y logró calmar-
se pero yo ya estaba incontrolable. Me preguntó si me pasaba

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algo y sólo negué con la cabeza. Me abrazó y no tuve fuerzas
para corresponder el abrazo.
Sólo una vez me había pasado eso. Fumaba marihuana con
mi amigo Jaime un sábado a las once de la mañana. Desa-
yunamos hot cakes cocinados con mota y bebimos café. Me
dio por contar chistes. Éramos cuatro a la mesa, cada uno con
nuestra chica de aquel tiempo. Todos reían a la primera. Y era
raro porque yo no tengo buena memoria. ¿De dónde saqué
tanto chiste? El asunto es que ya no importaba lo que dijera
sino cómo lo dijera. Podía decir azul y era un azul pacheco que
causaba risa. Jaime me pidió a señas que parara, pero decidí
seguir hasta que todos reían hasta con mi silencio. De pronto
todos estaban aniquilados de tanta carcajada y me dio tristeza
verlos. Mejor dicho: me di tristeza yo solo. No me acordé de
nada, sólo, supongo, tenía necesidad de llorar y lo que empezó
como lágrimas de risa terminó en un llanto similar al de hoy.
Inconsolable.
Soy Griselda, dijo. ¡Yo sólo asentí con la cabeza! No dije
mi nombre, no pude. Ahora era yo el que se tapaba los ojos.
Llegó un mesero y ella firmó el váucher, recogió su tarjeta de
crédito y abrió su galleta de la suerte. Leyó la frase en voz alta:
“Hoy besarás al amor de tu vida a las 18:60”. No hay nada peor
que una galleta de la fortuna con una errata. Logré respirar
un poco. Ella no acostumbra comerse las galletas, sólo lee su
mensaje y se va. Esta vez hizo lo mismo.
Salí tras ella para acompañarla a su oficina. Pensé que po-
dríamos ir al cine después del trabajo pero ella se burló dicien-
do: ¿A las 18:60? Tomé una de mis tarjetas de presentación y
le pedí que me llamara si cambiaba de opinión. Sólo vi cómo
se detenía en el torniquete para sacar de su bolso la credencial
y poder ingresar. Me quedé esperando que volteara, pero nada.

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La mirada de Griselda se topó con el reloj de pared de su ofi-
cina a pesar de haber decido ignorarlo. Vio 16:59 y pensó que
era imposible que en algún momento marcara 18:60.

Comí sushi. Me encanta. Siempre es una buena opción cuan-


do no sé qué comer. Me pasa seguido. Sólo con la comida.
Casi siempre sé lo que quiero. De niña me hice a la idea que
de grande quería ser importante. No pensaba en casarme con
alguien importante, sino que yo fuera la importante. Me daba
igual quién se casara conmigo: me daba igual si me casaba o
no. Alguien importante podría ayudar un poco, pero no se sa-
bría si lo conseguido por mí era mérito propio. Dinero llama
dinero, dicen. Estudié Derecho. Supuse que alguien importan-
te debía facilitarse el camino si estudiaba leyes. Pensaba que lo
más trascendental era ser presidenta del país. No importaba si
era la primera. O la segunda mujer en lograrlo. Sino ser presi-
denta. De niña, en verdad, creí que las mujeres no podríamos
ejercer esa responsabilidad. Pensé que podía ayudar a mi país
dándole de comer a los pobres. No pensé en ser cocinera, pero
sí en ser mesera. Me parecía más importante.

Hay un clic particular en este reloj al marcar la hora. Justo


como lo hace a las 17:00 horas y el oído de Griselda se estre-
mece ante el breve tronido digital. Imitación del reloj mecáni-
co que justificaba su escandaloso trabajo.

Miro mi celular como si ella fuera a llamarme. No sé por qué


me fijé en ella. Tal vez sea su soledad la que me abrazó. Acos-
tumbraba seguir a las personas, vigilarlas sin ningún afán más
que el de enterarme de sus vidas. Ésta es una patología que
hasta hoy no ha traído consecuencias. Si yo fuera un escri-
tor, contaría que me llegó con los hábitos de lectura de mis

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­ adres. Los dos eran grandes lectores que intentaron obligarme
p
a ­seguir sus pasos. En un principio fue bueno. Lo disfruté en
verdad, pero llegó el día en que ya me aburrían los libros. Pri-
mero me hice experto en adivinar lo que seguía en cada capí-
tulo de cualquier novela. Luego me aburrió y me pregunté por
la gente de verdad. Siempre impredecibles hasta que la rutina
los hace obvios. Supongo que de Griselda me gustó su rutina.

Es complicado explicar el trabajo que realizo. Hacer leyes tiene


su ciencia. Por ejemplo, el aborto. Una ley que se brinda a las
mujeres ante una necesidad social. ¿Cómo hace un gobierno
para generar conciencia en los ciudadanos? Es imposible. Na-
die es consciente, bueno, es consciente un porcentaje muy bajo,
desafortunadamente es gente que sólo incomoda. Hay que ori-
llar la conducta social. Por ejemplo, la revolución de hace cien
años fue una respuesta del pueblo orillada por el gobierno, no
por la política ejercida, sino por las necesidades sociales. Pocos
en el poder mueren, caen los que se agencian problemas ajenos.
Si hoy hubiera una revolución, que la habrá pronto, yo sería de
las primeras en morir. No soy militar pero mi trabajo consiste
en acatar órdenes. Tal vez de ahí venga mi gusto por el sushi.
Al terminar me regalan una galleta, la parto por la mitad y leo
una frase que dicta fortuna o da algún consejo.

Sonó mi celular con un número desconocido y al contestar


era la voz de Griselda. Me preguntó si ya había visto la hora
que era. Miré mi reloj y un escalofrío recorrió mi brazo. 18:60,
dije como si acordáramos vernos. Me pidió que nos viéramos
afuera de su oficina.

A veces pienso que no hay mucha diferencia entre quien escribe


estas frases para galletas y mi trabajo. Aunque pensándolo bien

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todos los empleos se parecen. Se reciben y se ejecutan órdenes.
A veces te piden opinión por dos causas: a) que pienses que eres
importante para ellos, o b) que pienses que no eres importante
para ellos. La única diferencia radica en qué hacen después de
consultarte: lo que sugeriste o no. Claro, hay matices. A veces te
dicen que no les sirve tu sugerencia y la ejecutan a discreción,
sin darte crédito, y otras te dicen que es una gran idea pero no
hay presupuesto para eso. Como hoy. Mi jefe me preguntó qué
haría si yo fuera el presidente y respondí que renunciaría pero,
suponiendo que él no fuera el presidente sino yo, realizaría al-
gunos ajustes en la política social. Orillar la conducta. Aunque
eso ya no lo dije. A mi jefe no le gustó y me pidió mi renuncia.
Así los tiempos. Hay trabajos en los que se tiene que opinar
igual que el jefe porque de lo contrario te unes a la gran masa
de desempleados que alguna vez soñaste alimentar.

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La carroña

La nueva autopista era la culpable de las desgracias más re-


cientes. Eso dijo mi ahijado Nicolás desde el día en que un
diputado vino a prometer asfaltar el camino que lleva a la ca-
rretera federal. Dijo que si votábamos por él pavimentaría las
calles del pueblo. Habló sobre la nueva fábrica de mezclilla:
“Serán obreros calificados y no simples campesinos”. Aún re-
suenan las palabras del diputado en la mente de Nicolás.
Ya nadie era campesino, la tierra ya no producía nada y sólo
servía para enterrar a nuestros muertos.
Los hombres se fueron a trabajar lejos de aquí. Las madres
se dedican a acarrear agua. Los niños han aprendido un juego
que ellas no perciben: cuando por casualidad encuentran en
los alrededores algún animal muerto, ya sea un caballo o un
burro, uno de ellos se recuesta al lado del cadáver para que los
zopilotes se acerquen a su banquete, mientras los otros niños
salen de su escondite para cazarlos con piedras.
Nunca falta la madre confundida e impertinente que corre
a poner trapos húmedos con agua fría en la frente del niño
que era carnada. A mi ahijado le gusta ver el espectáculo de

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las cadenas alimenticias. Al principio, cuando llegué aquí, les
daba una sardina de cacahuates hervidos por cada zopilote que
mataban. El mejor cazador era Nicolás. Tenía mucha puntería.
Les daba justo entre los dos ojos.
Conforme crecieron ya no se conformaban con cacahuates
hervidos, pedían, por ejemplo, una botella de sotol. Pero los
zopilotes nunca se extinguen y mi dinero, sí. En alguna ocasión
me preguntaron cuánto daba por humanos.
—¡Ésos no valen nada! La gente vale por lo que tiene. Aquí
nadie es dueño de nada, sólo yo. Mi cantina es una cabaña de
madera a cincuenta metros de la nueva autopista. Años atrás, la
abría sólo viernes y sábados. El resto de la semana servía para
que la Juana viniera a dar sus clases a los chamacos. Hasta que
se casó conmigo. Ya no le permití dar clases en mi cantina. Ella
dijo que fueron los papás de los niños los que le ayudaron a
construir la cabaña antes de que yo llegara de la capital. Pobre-
cita, le rompí su madre hasta que se disculpó. Pero no le guardo
rencor. Luego vinieron los papás de los chamacos. A unos les
invité un trago, y a los dos que no se calmaban, les metí un
plomazo entre ceja y ceja. Uno de ellos fue el papá de Nicolás.

Nicolás dice que se quedó dormido en el camión la mañana en


que fue a la fábrica a pedir empleo. Llegó hasta la capital y por
instinto salió del furgón y de la central de autobuses. Preguntó
por la fábrica de mezclilla y le dijeron que tomara el pesero que
pasaba en la siguiente calle. Lo tomó tal y como le aconseja-
ron pero no tuvo suerte, sólo miraba edificios con jardineras que
protegían a los árboles; caminó por las calles de cemento, entre
los coches que tocaban el claxon sin cesar.
Cansado, se recargó en una maceta y estiró su mano es-
perando que lloviera, necesitaba agua para quitarse la sed.
Empezó a cabecear hasta que lo despertó una moneda que un

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transeúnte le arrojó al suelo. Trató de levantarse para devol-
verla, pero otra moneda interrumpió su acción. No terminaba
de observar las dos monedas antes de que tuviera que recoger
una tercera. Decidido, se paró para regresarlas pero los dueños
se perdieron entre la muchedumbre. No quería ese dinero mal
habido, pensó en tirarlo al piso pero un niño bolero lo obser-
vaba y le ofreció las monedas.
—¿Quieres que te bolee tus huaraches? —dijo entre risas
el niño.
Nicolás sólo estiraba la mano ofreciéndole las monedas. Lle-
gó otro bolero, le golpeó la mano y tomó las monedas del piso
para huir corriendo. Nicolás se regresó por donde llegó. Fue
hasta la central de autobuses para volver a casa. De regreso vio
la fábrica y pidió bajarse. Caminó cerca de un kilómetro para
que le dijeran que volviera mañana, a primera hora. Regresó al
pueblo y su esposa no le creyó lo que él decía de la capital. Vino
a la cantina. Yo le fiaba, pero le anotaba hasta la propina, nego-
cios son negocios. En silencio se terminó una botella de anís.
Luego me contó lo que le había pasado en la capital. Como
siempre, me senté a su lado, le aconsejé que hablara quedito.
—¡Chinguenasumadre! —gritaba golpeando la mesa.
—Nicolás, no grites.
—¡Chinguenasumadre!
—Nicolás, deja ya la botella. Ve con tu señora que te espera
afuera.
—¡Vaya usted con ella!
—¡Vámonos ya, Nicolás! —le gritaba su esposa Lupe.
—Ya vete, mi Nico, ve a dormir, mañana regresas —le dije.
—¡Ni madres! ¡Que se vaya!
A veces acompañaba a Lupe hasta su casa. En el camino le
decía que no se preocupara por Nicolás, que cuando regresara
iba a cerrar y ahí lo dejaría dormir.

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—¡No vaya a salir pior! —me contestaba Lupe.
—No se preocupe, ya no tiene ni fuerzas para abrir una sola
botella.
—Se lo encargo mucho, don Jacinto.
—No me diga “don”. Además, no sé por qué lo cuida tanto
si lo único que dice es que usted es una pendeja.
—Fue ese viaje el que me lo maldijo —lamentó Lupe.
—¿El viaje a la capital?
—¿Pus cuál otro?
—No le crea nada, doña Lupe, son puros inventos del buen
Nicolás…
—No pus, si no le creo nada…
—Siempre ha sido flojo pa’ la chamba, mire que yo lo conoz-
co. Si se fue a la capital fue para escaparse de usted, digo, no me
lo tome a mal, pero se dio cuenta de que lejos de aquí nadie lo
iba a procurar tan bien como usted y por eso regresó.
—Se fue porque no había trabajo, no hable mal de Nicolás.
Mírelo, pobrecito, flojo y todo, pero ya me hizo ocho hijos.
—Pus con razón…
—Si no tenemos ni pa’ comer…
—¿Y cómo le hace pa’ pagarme el alcohol?
—Le lavo la ropa a su mujer y de ahí saco dinero…
—¿A mi vieja? Pinche vieja huevona, ¿y entonces qué hace
mi vieja todo el tiempo?
—No se enoje con ella.
—Parece que yo soy el único hombre de provecho en este
pueblo.

Aquella noche, Nicolás amaneció recargado en la misma mesa


en la que se había emborrachado. Acompañé a su mujer y a sus
hijos a la carretera para que se fueran a la capital. Regresé a la
cantina.

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—Ya ni la chingas, compadre —sentencié—, te pusiste una
peda de ésas.
—No me digas compadre —aclaró Nicolás.
—No sabía que tenías tantos hijos, cabrón, hay que bajarlos
de vez en cuando del cerro. ¿Qué vas a hacer cuando no pue-
dan ni siquiera ir a la capital?
Nicolás se dirigió a la puerta.
—Mis hijos ni irán a ninguna parte.
—Yo que tú mejor los alcanzaba porque ya jalaron pa’ la
carretera.
Nicolás salió corriendo sin escuchar mi risa. Regresó arras-
trando a su mujer, jalándola de los cabellos y con sus ocho hijos
a cuestas. La amarró al lado de mi caballo y le dijo:
—No te vayas a tomar el agua, que es del caballo. Y ustedes,
chamacos, váyanse pa’ la casa que yo voy a estudiar un rato en
su escuela.
Los niños se fueron. Entró Nicolás y pidió un trago.
—Mira, compadre, ésta es la última vez que te fío, así que
disfrútala.
—Mira, cabrón —tomó una botella y la rompió—, si me
vuelves a decir compadre te voy a chingar con esta botella.
—¡También te voy a cobrar esa botella! —anoté en mi cua-
derno, salí de la barra y solté un derechazo al rostro de Nicolás.
—¡No le pegues! —gritó Lupe desde afuera.
—¡Cállate, pendeja! —sentenció Nicolás.
Cada palabra suya era un golpe mío. Así lo entendió y se
mantuvo en silencio para ya no ser más castigado. Se levantó
como pudo, desamarró a su mujer y la llevó al monte, a su casa.
Desde aquel día, Nicolás me visitaba esporádicamente, se em-
borrachaba y regresaba solo a su casa. Dicen que encontró trabajo
muy bien pagado. Cuando le preguntaban por su mujer, él sólo
respondía que estaba allá arriba, y volteaba a ver la cima del cerro.

63
La gente hablaba de Nicolás a sus espaldas. Cuando e­ ntraba
a la cantina todos se salían. Se burlaban porque no era capaz
de ir a trabajar a una ciudad. Poco a poco los vecinos dejaron
de vivir en el pueblo, hicieron sus vidas por otro lado. Algunos
con familia, otros solos.
—Ya ni la chingas, Nicolás.
Nicolás ya no me veía a los ojos desde hacía mucho tiem-
po. Era raro escucharlo hablar. Veía su copa como quien ve el
horizonte.
—Siempre me has espantado la clientela —aticé.
—Con lo que te he pagado no necesitas clientela.
—No, pus si no me quejo, nomás que se me hace injusto
que la clientela deje su copa a la mitad.
—Te la pagan completa, ¿no?
—Si te digo que no me quejo.
—Si no te quejas entonces cállate —gritó Nicolás mientras
daba un golpe en la barra.

Me fui a la parte de atrás de la cantina. Nicolás se tomó su copa


y se fue, como muchas veces. Borracho pero solo. Sin deudas.
En el pueblo se empezó a rumorar que había hecho pacto
con el nagual y que por eso tenía dinero. Otros decían que a su
esposa la tenía trabaje y trabaje, y por eso ya ni bajaba al tianguis.
Que había dejado de ir a la iglesia y que cuando pasaba frente
a ella ya no se persignaba. Otros, que tenía un negocio en otro
pueblo, que ahí sí le iba bien. A veces lo veían cuando se iba
muy temprano por la nueva carretera. Solo, siempre solo con su
morral pesado.
—Dile a tu mujer que si quiere puede venir a lavarle la ropa
a mi vieja.
—¿Para qué? ¿Para ver si así te enteras del negocio? No in-
sistas, Jacinto, me caes bien, no te conviene mi negocio. Mejor

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dile a tu mujer que vaya a mi casa. Mi mujer se fue pa’l otro
lado y yo no tengo quien me lave la ropa.
—No seas cabrón, Nicolás, yo siempre respeté a tu mujer.
—¿Y a mí, cabrón? —me jaló de la camisa y me gritó en la
oreja.
—¡A ti también, pinche Nicolás!
—¿Quieres conocer mi negocio, cabrón?
—¡No, cabrón! ¡Ahí muere!
—¡Pa’ puto me gustabas! Pero te voy a dar un chance. Te
voy a decir el secreto. Mejor dicho, vas a saber cómo gano tanto
dinero.
—No, Nicolás, ya bájale, ahí muere, ya no quiero saber nada.
—Ahora te chingas, cabrón.
—Nicolás, ya párale.
—¡Ve por tu vieja, cabrón! —ordenó enseñándome la pistola.
—¡Pero Nicolás, tú nunca has sido violento! Mira que si me
dejas en paz te regalo la cantina…
—¿Y luego quién me va a servir, pendejo? —ironizó ­Nicolás.
—Te regalo lo que quieras pero no me hagas despertar aho-
rita a la maestra, mira qué hora es…
—Es la misma hora en la que muchas veces te cogiste a mi
vieja, jijo de la chingada.
—Compadre, no digas eso…
Caminamos hasta llegar a mi casa. Mi mujer no estaba en
la cama.
—Pinche vieja…
—Conmigo no está, cabrón… —escarneció Nicolás.
Mi esposa lo golpeó con una tabla. Tomé la pistola y le
apunté, pero no se movía. Cuando reaccionó quiso tomar su
pistola.
—¿Buscas esto? —grité mostrando la pistola—. Ahora sí,
cabrón, me vas a decir de dónde sacas tanto dinero.

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Disparé al aire, Nicolás no se movió.
—¿De dónde sacas tanto dinero? —le grité.
—No sabes lo que dices, Jacinto, tu ambición es más fuerte
que tu inteligencia.
—Pa’ mí que mejor primero te mato y luego me voy al otro
pueblo…
—¿A qué vas al otro pueblo? El dinero lo consigo en la
carretera…
—Pinche Nicolás, mira que si me mientes...
Emprendimos camino hacia el otro pueblo. Mi mujer iba al
lado de él y yo unos pasos atrás. Oí el motor de una camioneta
que se acercaba del otro lado de la vuelta.
—No te me vayas a pelar, cabrón…
—No te preocupes, Jacinto, no podría tener otro cantinero.
¿Sabes? Si no es contigo, nomás no tomo.
Llegamos a una curva, Nicolás tomó de los hombros a mi
mujer y la aventó contra la camioneta. El motor se detuvo. El
conductor bajó, observó el cadáver y dejó un fajo de billetes.
“Se me atravesó”, dijo. “Aquí dejo algo para su entierro.” Ni-
colás se acercó a tomar el dinero cuando el conductor ya tenía
trescientos metros de ventaja. Le disparé a Nicolás, pero se
escondió detrás de un árbol.
—No puedes andar matando a toda la gente —me dijo.
—¡Mataste a mi vieja!
—No sea pendejo, padrino, si aquí está el negocio, ande,
vaya por su señora.
Otro motor se aproximaba a la curva y Nicolás corrió por
el cadáver de mi mujer, lo cargó como si estuviera borracha y
enseguida lo aventó al primer carro que pasó. El coche se de-
tuvo. El conductor espantado, se hincó al ver que yo tenía una
pistola, sacó un fajo de billetes, dijo casi lo mismo que el otro
incauto y se alejó en cuanto Nicolás tomó el dinero.

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—¡Ya ves, compadre! La gente le tiene miedo a los muer-
titos, nomás se los avientas y te dan dinero, como si eso les
quitara la culpa.
—¿No me digas que aquí se quedó tu vieja?
—Y mis hijos...
—¿Cuántos muertitos debes?
—No sé, Jacinto, ¿cuántas botellas me he tomado?
Fuimos a enterrar a mi esposa lejos, siete kilómetros tras la
loma. La enterramos con todo y sus pertenencias. Mi ahijado
—así me pidió que le dijera— dice que es mejor pensar que se
fueron lejos.

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68
El origen del fuego

“Todo tiene un límite”, escuché decir a mi padre a lontananza.


El recuerdo me estorbó al mirar la cima del cerro La Cañada.
Encendí un cigarro y Ernesto me miró con fastidio. Los sába-
dos eran días de ocio pero ése, en particular, nos dedicamos a
caminar sin rumbo hasta llegar a la orilla de ese mar de tierra.
Empecé a subir como quien sabe a dónde va, como si tuviera
una cita, pero Ernesto deploró seguirme. Sus argumentos eran
torpes. Alcancé a oír un “No traemos chamarras” o un “¿Para
qué subimos?” y cada palabra me daba aire para seguir. Por la
derecha habría que escalar y por la izquierda seguir un camino
zigzagueante que daba a una casa pequeña en lo más alto. Al
avanzar me di cuenta de que subir escalando sería imposible.
Nunca pasó por mi mente regresar.
Ernesto intentaba alcanzarme y caminaba con su letanía de
bajarme a la fuerza. Él era un poco más bajo de estatura pero
más fuerte de brazos. Dijo que en ese cerro ya había muerto
uno de sus amigos y no sé qué tanto más. El cerro era árido,
tenía algunos arbustos por aquí y por allá, pero nada de pasto

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ni árboles. A la mitad del recorrido miré a Ernesto tomar una
pausa. Supuso que yo quería ­fumar y amenazó con no darme
un cigarro si seguía. Lo ignoré. Él fingió que le dolía el pecho
y que ya no podría subir.
Eran las cinco de la tarde, tal vez las seis. Una larga fila de
cerros se asomaron completamente sombreados por mi cerro, el
que yo había ocupado. Como si fuera yo quien diera sombra. El
sol en la nuca me tocó el hombro y me obligó a voltear. El ten-
dajón donde compramos nuestros cigarros parecía parte de una
maqueta. La ciudad dibujaba un arado de cemento en el que
nadie sembraba nada. Sólo pasos. A lo lejos más cerros áridos
rodeaban el valle. Ernesto se paró a mi lado y poco a poco re-
cuperó el aliento. Soltó una lágrima de la nada y yo sonreí para
voltear a ver el sol como nunca lo habíamos visto: resignado.
Ernesto lloraba por todo. Lo conocí seis meses atrás en la
Prepa 2 cuando me encerré en un salón vacío a tocar la guita-
rra. Entró y preguntó si podía escuchar. Asentí para ignorarlo,
pero apenas se sentó quiso que le enseñara a tocar la guitarra.
Asentí de nuevo porque ya no podía ignorarlo. Le expliqué
brevemente las partes de la guitarra, la postura y la afinación.
Me preguntó si la podía tocar. Hacía intentos exagerados para
tocar cuando una chava, después supe que se llamaba Rocío,
preguntó si dábamos clases de guitarra. Negué con la cabeza
mientras Ernesto dijo que sí. En ese momento pensé en dar mi
primera lección de vida, pero Ernesto se colocó la guitarra en
la postura clásica, yo le había enseñado la postura de trovador,
y empezó a tocar la Suite no. 1 de Bach que yo sólo había escu-
chado en violonchelo. Sonó la chicharra y se fue sin decir más.
Rocío se quedó mirándome, pero guardé el instrumento para
irme. Supuse que era enviada por Francisca, mi exnovia, que
insistía en regresar conmigo y se valía de todo para mandarme
cartas o dulces con desconocidos. Me preguntó qué haría y le

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dije que iba a buscar novia. No busques más, dijo, y se puso roja.
Nos fuimos a caminar. Aquella noche la acompañé a su casa.
Su madre me saludó como “el chico de la guitarra” y su her-
manita me tomó la mano como si nos conociéramos. Fuimos
a la tienda a comprar pan y cenamos como si fuéramos novios
de años. Al día siguiente ­coincidimos en la entrada de la prepa
y la acompañé a su salón. Con sus amigos me presentó como
Luis a secas, pero a la hora siguiente que ella me fue a buscar
al salón yo la presenté como mi novia, sin darme cuenta de que
Francisca caminaba cerca.
Francisca me escuchó y se acercó sólo para aventarme un
libro que le había prestado y decirme no sé qué reclamos que
no logré entender. Traía la misma falda que el día que la vi por
primera vez en la clase de literatura. Al término me acerqué a
Francisca y le pregunté si podía acompañarla a su casa. Cami-
namos sobre las banquetas angostas y aun así la sentía lejos. El
espacio era tanto que le veía el cairel que salía de su patilla. Se
detuvo en la parada de colectivos que viajaban a Santiago y yo
hice cuentas mentales para saber si le pagaba el pasaje o mejor
me regresaba a casa. La acompañé pero en la esquina de la calle
donde vivía me pidió que la dejara. Intenté darle un beso pero
se negó. Ella tomó camino hacia su casa y yo hacia la base de
colectivos, pero al despedirnos ella me alcanzó y me pidió que
nos viéramos al día siguiente.
Era sábado y al tocar la puerta de su casa ella salió con los
ojos rojos. Dijo que no podía salir y sólo atiné a preguntarle si
estaba bien. Respondió que sí pero que su mamá no le daba
permiso de salir con desconocidos. Recordé que a Caín y Abel
la lógica religiosa los obligó a no conocer desconocidos, y por
eso fornicaron con sus hermanas, pero me abstuve de comen-
tarlo y me propuse calmarla, decirle que era normal y que nos
veríamos en la escuela el lunes. Me despedí, caminé unos pasos

71
cuando ella me volvió a alcanzar como la noche anterior, me
tomó de la mano y me llevó a la puerta de su casa. Su madre
me miró y preguntó qué pensaba estudiar en la universidad y
le respondí que ingeniería. Mentí.
Cuando cursé la primaria, las monjas dijeron a mis padres
que se dieran por satisfechos si yo terminaba la preparatoria.
Al paso de los años parecía que tenían razón. Los estudios eran
una cuesta arriba hasta que conocí a Arquímides, el profesor de
literatura, y a Lalo Espinosa, profesor de música. Ellos organi-
zaron un colectivo de estudiantes y ofrecían talleres de serigra-
fía, guitarra y todo eso que enseñan los jipis que no se resignan.
Lalo Espinosa organizaba un taller de debate político en el
que todos los grupos tarde o temprano participaban. Yo iba a
clase de guitarra mientras Francisca acudía al de serigrafía. Ahí
solté dos o tres golpes duros contra el gobierno y me pidieron
que lo escribiera para una revista que iban a publicar. Digamos
que aprendí a tocar la guitarra a cambio de escribir sobre po-
lítica. En realidad, yo no sabía nada de política pero nunca fui
tímido. Cuando no tenía certeza de mi comentario se lo decía
a Ernesto y él lo repetía como merolico. Alguna vez le insinué
que el pan era de izquierda y él lo repitió en voz alta para ga-
nar el comentario. Lalo Espinosa le dio un sermón muy claro
para explicarle que izquierda y oposición no son lo mismo. Le
preguntó cómo era posible tanta ignorancia si sus padres eran
del magisterio. Tiempo después me enteré que los papás de
Ernesto eran guerrilleros y que no vivían con él sino en la sie-
rra, alfabetizando y enseñando a usar las armas. Lo poco que
yo sabía de política era porque mi padre trabajaba para el pan.
Se dedicaba a cubrir todas las casillas del distrito. Los políticos
solían ir a la casa a platicar con él.
Hicimos una revista llamada La Grieta y nos la pasábamos
publicando poemas y cuentos y una que otra crítica al rector

72
de la universidad o al presidente municipal y, por qué no, hasta
al gobernador. Nadie se escapaba, ni los panistas. La revista
en realidad consistía en dos hojas tamaño oficio vistas hori-
zontalmente y dobladas a la mitad. Fotocopiábamos dibujos
o ilustraciones de otras revistas y hacíamos nuestro dommie.
Imprimíamos cien o doscientas fotocopias y las vendíamos
por una pequeña cooperación voluntaria. Algunos maestros no
cooperaban, pero todos los estudiantes le ­entraban. Alguna vez
nos obligaron a ir a un mitin del gobernador y suspendieron las
clases. Muchos iban, pero nosotros no.
Un día supusimos que leer a Marx o a Vallejo no cambiaría
el mundo y nosotros teníamos que cambiarlo. No sé por qué.
Entonces decidimos pasar a la acción y grafiteamos bardas con
las iniciales ezln, erpi, eta, eri y cuanta cosa se nos ocurriera.
Nos armamos con un palo de escoba y le pusimos un clavo.
Salíamos a caminar con una chamarra cazadora para esconder
el palo y cuando la calle estaba sola le dábamos un jalón para
desfigurar la cara de plástico de los políticos. Nos chingamos a
todos. Como nadie nos pelaba ni sacaban noticia de nosotros,
empezamos a grafitear en los interiores de las casas cuando no
había nadie. Alguna vez nos detuvo una patrulla y les enseñamos
nuestras credenciales del pri, que nosotros mismos habíamos
hecho y enmicado. Les decíamos que era una orden de siete
cuatro. Y cada quien seguía su camino. A esa altura de la amis-
tad teníamos una frase que rezaba: “No me importa nada”, cada
que vivíamos una situación extrema. Imitábamos los sermones
de casa, de Lalo y hasta de Silvio Rodríguez y terminábamos
burlándonos de nosotros mismos. Nadie nos pelaba. Así que un
día antes de iniciar cursos nos metimos a la prepa y grafiteamos
en todos los salones: “Educación primero al hijo del obrero”, y
ahí sí la vimos cerca. Don Armando, el velador, llamó a la po-
licía y cuando intentamos salir toda la ­escuela estaba ­rodeada.

73
Vimos, desde el segundo piso, que había patrullas en los cua-
tro puntos. Subimos a un árbol y esperamos a que se fueran.
Revisaron toda la escuela. Dieron cuatro rondines. Fueron dos
horas eternas. Don Armando encontró una lata y la tomó para
mostrarla al policía. Llegó el director y sólo dijo: No sé cómo le
va a hacer, don Armando, quiero la escuela limpia para mañana
a primera hora. Don Armando llamó a sus hijos para que le
ayudaran y hasta vino su mujer. Eran las dos de la mañana y
sólo nos quedamos viendo muriéndonos de frío.
Al llegar a casa respiré aire caliente. Mi padre estaba sen-
tado en el sillón con la luz apagada y pasé fingiendo no verlo.
Encendió la luz y me dijo que habían llamado de la escuela
para decir lo que había pasado. Preguntaron si ya dormía en
casa y él dijo que sí. ¿Así que tú eres el que grafitea las calles?,
preguntó y me soltó dos golpes con su chamarra. Ni modo
de decirle que no. Ándate con cuidado porque andan tras de
mí, me dijo. Guardé sus palabras en la luna que mordía el ce-
rro como cuando el sol, resignado, empezó a ocultarse en el
­horizonte aquel sábado en el que Ernesto quería bajar porque
el frío tundía duro. Me comí ese atardecer como si fuera un
pastel. Me quedé a contemplar y recordé que en la tarde pro-
yectaban un concierto de Silvio Rodríguez en la Casa de la
Cultura y me había quedado de ver con mi padre para verlo
juntos. El domingo tenía ensayo con unos compas que querían
armar una banda de rock y el lunes vería a Francisca, a las doce,
frente a Catedral, quedamos. El sol terminó de ocultarse y la
penumbra se hizo. Ernesto empezó a bajar rápido y yo tras de
él, pero de pronto se frenó. No mames, dijo, estamos bajando
en dirección al barranco, hay que bajar por el otro lado. Em-
pezó a decir que así había muerto el Pitirijas. Callé y seguí
tras él sin decir palabra. Llegó un momento en que no vimos
nada y supusimos que era el precipicio. Saqué un encendedor

74
y le prendí fuego a un helecho. Lo poco que prendió no ayudó
a encontrar un camino, pero por más que caminamos hacia la
derecha, el precipicio nos obligaba a no bajar sino a seguir por
donde hubiera suelo firme.
A quinientos metros de terminar vimos que un grupo de
hombres nos estaban cercando. Ernesto dijo que teníamos que
volver a subir porque seguro eran Los Panchos y nos iban a se-
cuestrar. No mames, cabrón, tú sigue como si nada, güey, que si
nos piden algo les damos un cigarro y les decimos que estamos
luchando igual por ellos. Ernesto dijo que ya estaba hasta la
madre de hacerme caso y que mejor se subía de nuevo. Empe-
zó a correr, pero lo detuvieron. Me relajó ver que eran policías.
Sin preguntarle nada le dieron un macanazo en la cara y otro
en la boca del estómago. Quise negociar pero ya me tenían
sujetado de los brazos. Sólo dijeron: ¿Tú también?, y me solta-
ron un golpe en la nariz. Nos bajaron colgando de los brazos y
nos recargaron en las patrullas. Vi mi sangre correr por el co-
fre. Nos esposaron y nos treparon en diferentes vehículos. Me
obligaron a llevar la cabeza entre las piernas y viajamos como
dos horas. En algún momento nos bajaron y nos llevaron a un
campo donde las milpas nos cubrían aunque estuviéramos de
pie. Pensé que huir no sería tan complicado. Ernesto estaba
con la cara ensangrentada pero vivo. Cortaron cartucho. Rie-
ron en cuanto se orinó. ¿Quién de los dos es Frías?
—Yo —dije.
—No mamen, cabrones, ahora sí se los va a cargar la verga.
Ernesto intentó zafarse.
—Chinguen a su madre, que si nos van a matar ya se tardaron.
Ernesto se empezó a reír.
—Pinches empleaditos de quinta que ni siquiera pueden
matar cuando se les hincha la gana. Mi papá es abogado y los
va a refundir —mintió.

75
Los policías se rieron. Lo madrearon hasta que les habla-
ron por radio y nos volvieron a trepar a la patrulla. Ahí el viaje
fue rápido.
Nos bajaron de la patrulla y caminamos hacia el interior
de unas oficinas. Nos recibió un policía gordo que pidió le
entregáramos nuestras pertenencias: billetera, monedas, llaves,
cinturón, agujetas de los tenis (de Ernesto, yo traía huaraches)
y la camisa.
—¿Y a éste qué le pasó? —preguntó el jefe señalando a
Ernesto.
—Así venía.
—Tengo derecho a una llamada —exigió Ernesto.
—Ahorita te damos tu llamada. ¿Tú eres Frías? —me miró.
—Sí.
—Métanlos para que se les baje el calor.
Caminamos hacia la parte trasera. Nos quitaron las espo-
sas, nos pidieron que tomáramos una cobija (sólo había una)
y abrieron una puerta que daba a un pasillo oscuro. Al entrar,
caminamos y en la tercera puerta se veía una luz. Ahí nos
metieron. Un hombre de unos treinta años estaba acostado,
parecía inerte pero se movió en cuanto cerraron la puerta.
El cuarto, de unos tres metros cuadrados, tenía en las dos
esquinas opuestas a la puerta unos cubos tapados con una base
de madera o triplay que usan para los pasteles. Aquí era la tapa
de algo parecido a una letrina. Cuatro muros sin ventanas, sólo
la puerta de metal y en el techo un orificio cuadrado fingiendo
ser tragaluz. La altura de los muros era de tres metros, pero
unas varillas atravesadas sólo permitirían que sacáramos un
brazo. Las paredes tenían palabras escritas con las uñas. Frases,
plegarias, arrepentimientos. Recordé los baños de la primaria
de monjas en la que estudié. Siempre regañaban si alguien es-
cribía en las paredes o en la puerta del escusado.

76
El guardia cerró la puerta por fuera y, dirigiéndose al hom-
bre tirado, gritó:
—¡Cuidado con esos dos que son pirómanos!
Se llamaba Rubén el hombre convaleciente. Su nariz rota,
la cara arañada, sangre que le escurrió desde algún punto del
cuero cabelludo dejaba imaginar que alguien lo golpeó con
una botella. Igual que nosotros, sin playera ni cinturón, sus za-
patos parecían no tener agujetas desde antes de ser detenido.
Nos miró en silencio.
—¿Qué es un pirómano? —preguntó dejando ver sus dien-
tes bañados en sangre.
—No mames, cabrón —Ernesto acotó.
—Hacemos cuetes —dije.
—¿Por eso los metieron?
—Es ilegal —atajé.
—¿Y a ti?
—Le puse sus putazos a mi vieja.
Ernesto y yo nos miramos.
—Ella me arañó primero. Me hizo encabronar porque no-
más voy llegando a casa y me pide la lana de la semana. No me
deja ni pa’ mis chetos. Ustedes no hacen cuetes, tienen cara de
putitos.
Se escuchó un golpe en la puerta.
—Cállate, Chetos. Hablas mucho —dijo el guardia—. Un
pirómano es el que quema cerros, hacen fuego de la nada. No
los hagas emputar.
No supe, en ese momento, por qué el guardia nos ayudaba.
Ernesto empezó a frotar sus manos como si de veras fuera a
hacer fuego de la nada.
—Yo tengo frío, carnal. ¿Tú no? —brincaba y golpeaba sus
manos.
—Hace frío, cómo no.

77
Rubén, alias El Chetos, se paró de su lugar a pedir que nos
calmáramos. Estaba realmente nervioso. Prometió que tempra-
no nos daría su desayuno y no sé qué más. Según él, su esposa
iría a sacarlo. Justo cuando yo no sabía si darle unos madrazos
por golpeador de mujeres o mejor seguir ­disimulando que te-
níamos superpoderes escuchamos un alboroto afuera, ¿quién
sería? Por un momento creí que algunos de nuestros compañe-
ros de célula ya sabían nuestro paradero. Eran dos borrachos y
un grupo de no sé cuántos policías. Los metieron en una celda
y los golpearon con toletes. Más de diez contra dos ebrios. Uno
decía: Cuatemochas, rómpeles su madre, y el otro respondía, en
medio de la madriza: Aguanta, Kekas, aguanta. Supuse que el
Cuatemochas logró quitarles un tolete porque de pronto pidie-
ron refuerzos. Entraron más policías y los separaron de celda.
Se hizo el silencio. Un silencio tartamudo por los grillos. Yo
me senté sobre la cobija, Ernesto empezó a caminar en círculos
y Rubén no se despegaba de la puerta. Intentaba ver algo pero
era imposible, nuestra celda era la única con luz. Se acercaba
para hablar en voz baja. Especulaba si habían matado a uno has-
ta que una voz chillona salió de otra celda preguntando: ¿Estás
bien, Cuatemochas? ¿Cuatemochas? Y nosotros sólo esperába-
mos que el Cuatemochas respondiera, pero no, todo era silencio.
El Kekas era incansable. Decía cosas como: Aquí hay caca, Cua-
temochas; Estoy seguro de que hay ratas, Cuatemochas.
En algún momento pensé en gritarle que se callara, pero Er-
nesto me ganó fingiendo voz de guardia: ¡Cállese! Y ­funcionó
por unos dos o tres minutos. Siguió con su letanía, pero Er-
nesto esperó para golpear la puerta y callarlo de nuevo. H ­ asta
que el Cuatemochas respondió con palabras aisladas: Tranqui-
lo. Duérmete. Mañana salimos. Pensé que era mejor que se
divirtiera a que estuviera llorando, hasta que un guardia abrió
las puertas de sus celdas y los metieron en la nuestra. Ernesto

78
se quedó calladito, yo no me moví de mi lugar. Nos miraron
para intimidarnos, pero Rubén les dijo: Cuidado con ellos, que
son piromaniacos.
La historia del Cuatemochas y del Kekas era simple: los en-
tambaron por orinar en la calle. El Cuatemochas me miró e
intentó quitarme mis huaraches, pero le di una patada. El guar-
dia se metió a la celda para supervisar, pero le dijo muy claro
al Cuatemochas: A estos dos no me los toques, son encargo.
Mientras uno conoce por primera vez los separos judiciales
otros parecen que tienen membresía y los visitan cada ocho días.
El Cuatemochas era uno de ésos. La parte compleja era que uno
de los guardias era su hermano de sangre y no se hablaban, pero
casualmente cada que arrestaban a uno era en el turno del otro.
El Cuatemochas me miró y me dijo que yo era hijo de un
político, que él me conocía. Entró un guardia para interrumpirlo
y llevarnos a la oficina del director o algo parecido. Ahí nos pre-
sentaron a un gordo barbón llamado Javier Duarte, se presentó
como representante de Derechos Humanos y nos preguntó si
nos habían tratado bien. Le contamos lo que había pasado y pre-
guntó: ¿Pero ustedes le prendieron fuego al cerro? Dijimos que a
un helecho. Nos llevaron con un médico y nos hizo un examen
escueto de alcohol y drogas y equilibrio, pero nos pasaron una
hoja que querían que firmáramos en blanco. Nos negamos. Lue-
go nos llevaron a la parte exterior de la ­oficina y nos tomaron
una foto en la que me obligaron a mostrar un encendedor.
Nos regresaron a la celda y ahí pasamos toda la noche. A la
mañana siguiente, la primera en llegar fue la esposa de Rubén.
Le llevó una torta de tamal y un atole y justo en ese momento
me acordé que no habíamos cenado. Su esposa me miró y pre-
guntó si quería una. Le pedí que mejor llamara a mi padre. Le
di el ­teléfono. Poco le duró su torta a Rubén. El Cuatemochas
se la quitó y le dio una parte al Kekas. Ernesto me pidió que no

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llamáramos a su casa. Me extrañó, pero no le di importancia. Re-
gresó la esposa de Rubén a decirme que el teléfono estaba des-
compuesto. Le di el teléfono de mi tío y que le dijera que su her-
mano estaba en los separos. Fue y regresó a decirme que quien le
contestó le dijo que se había equivocado de número porque esa
familia era honorable. No creí nada de lo que ella me dijo.
Pronto nos llamaron a la reja, nos treparon en la caja trasera
de una patrulla y nos trasladaron al Ministerio Público. En el
camino me encontré a un amigo de infancia y le hice señas
para que llamara a mi casa, pero sólo me vio como no creyendo
que fuera yo un delincuente. El pastor alemán me veía sin tre-
gua pero yo fingía no verlo. Ernesto me hacía señas con la mi-
rada para que brincáramos de la camioneta. Supuse que quería
que yo corriera en dirección opuesta a él, así por lo menos uno
sería libre. Pensé que ésa era una opción pero inmediatamente
el pastor alemán me ladró en la cara. ¿Los perros huelen los
intentos de fuga?
Al entrar a los separos del Ministerio Público nos ­quitaron
las esposas y nos tuvieron incomunicados. Escapar de ahí era
complicado. Todo estaba enrejado. Había un clóset donde
guardaban objetos robados y la puerta era una reja metálica. Un
fierro en particular estaba doblado y abajo había una mancha
extraña. Las paredes estaban pintadas, pero los mensajes escri-
tos con las uñas eran visibles a pesar de tanta capa de pintura.
Puro arrepentido había pasado por ahí. Imaginando la vida
de los ahí encerrados escuché la voz de mi padre. Pensé que
era imposible, pero me pegué a la puerta para oír. No sabía si
era mi imaginación, pero clarito escuché que un judicial decía:
Aquí no hay nadie. Empecé a golpear la puerta y a gritar que
ahí estaba. Escuché unos forcejeos, pero mi padre obligó a que
abrieran la puerta. El mismo judicial que nos había e­ ncerrado
puso cara de sorpresa y fingió no habernos visto antes.

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Le conté a mi padre lo que había pasado y dijo que nos sacaría.
Pasamos todo el domingo sin saber nada. Oí que los Toros
de Chicago jugaban la final de la nba cuando entró mi padre
con una bolsa que traía un plato de tlacoyos. Nos dijo que no
podíamos decir que lo habíamos visto. Que siempre negára-
mos haber prendido cualquier arbusto y, principalmente, que
no nos fuéramos a escapar. Dijo que nos darían oportunidad
para escaparnos, pero que no lo hiciéramos. Que teníamos que
seguir el proceso. Oímos que alguien venía y mi padre se es-
condió detrás de la puerta. Entró una mujer a hacernos algunas
preguntas y yo sólo atiné a decir que no diríamos nada hasta
no tener un abogado.
Mi padre dijo que nos querían echar siete años de cárcel por
ser un delito federal. Nos acusaban de incendiar ocho cerros
del estado. Me preguntó si necesitaba algo y recordé que al
día siguiente había quedado de verme con Francisca a las doce
en Catedral, pero respondí que no necesitaba nada. Se fue sin
decir más. Ernesto no quería que le avisaran a sus padres. En
realidad sus padres no podían ir, eran buscados por el ejérci-
to. Diría que la noche transcurrió tranquila pero los judiciales
estaban cada vez más metidos en el partido de basquetbol y
Ernesto estaba muy inquieto. Quería escaparse a como diera
lugar. Justo cuando Ernesto encontró que una reja era falsa
entró un judicial, nos vio, miró la ventana y preguntó si se nos
ofrecía algo. Pensé que algo tenía que responder y sólo atiné a
preguntar el marcador del partido. Alzó la mirada como quien
no entiende cómo podemos estar tranquilos, cerró la puerta y
regresó inmediatamente para decirnos que saliéramos a verlo
con ellos. Eran ocho judiciales en una oficina pequeña con una
televisión en blanco y negro de catorce pulgadas. Los Toros
iban perdiendo contra los Knicks pero Michael Jordan se veía
inspirado. No tanto como los judiciales que tenían como juego

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e­ nvolver tres juegos de esposas en varios paliacates y aventárse-
los al rostro del más despistado. Sólo uno de ellos no jugaba. Se
la pasaba hablando por teléfono. Hablaba con su novia y todos
se burlaban de lo que decía. Hasta que colgó y se puso a llorar.
No sé si Ernesto empatizó o qué fue lo que pasó, pero Ernesto
le aconsejó que le cantara por teléfono y señaló una guitarra que
colgaba atrás de la puerta.
Al judicial se le abrieron los ojos como si mirara los regalos
de los Reyes Magos, le preguntó si sabía tocar y cuando vi, Er-
nesto ya tenía la guitarra en sus manos. Cantaron de Agustín
Lara y de José Alfredo, de Cuco Sánchez a Julio Jaramillo. Sa-
caron unos pomos de las gavetas de objetos robados y sirvieron
en vasos desechables.
Todos querían llamar a sus novias y uno de ellos le dijo que
ahorita mismo le llevaría la serenata a su casa. Otro tomó las
llaves de dos patrullas y aventó unas con otro compañero para
irse. Yo intenté guardarme en mi celda pero fue imposible. To-
mamos carretera hacia donde vivía Francisca, pero nos detuvi-
mos en la zona roja que estaba entre los dos pueblos. Al entrar
los clientes no sabían si quedarse o correr. El putero quedó
semivacío para nosotros. Ahí trabajaban todas sus novias.
Ernesto y yo tuvimos tiempo para fumar, contemplar la no-
che, mientras todos le proponían matrimonio a la misma chica.
Hasta que la noche se empezó a iluminar. Llegaron más o me-
nos treinta sujetos armados, observaron la escena de ­judiciales
ebrios y preguntaron por Ernesto. Él, llorando, me señaló.
Ante la duda optaron por llevarnos a los dos. Nos pusieron
una capucha y nos treparon a un caballo. Tomamos camino
hacia el monte. Nos detuvimos tres horas después. Le quitaron
la capucha a Ernesto y escuché su llanto al abrazar a sus padres.

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Historial del fuego, de Ovidio Ríos
terminó de imprimirse en el mes de marzo de 2017
en los talleres de FCV Soluciones Gráficas, s.a. de c.v.,
ubicados en Francisco González Bocanegra No. 47-B,
Colonia Peralvillo, Delegación Cuauhtémoc, c.p. 06220, Ciudad de México.
En su composición tipográfica se utilizó la familia Adobe Caslon Pro.
El tiraje consta de mil ejemplares impresos en papel cultural de 90 g.
Forros en Domtar de 216 g.
Cuidado de la edición: Pablo Mayans.
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