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TRIBUNA

Discurso contra las víctimas


Estamos en un viraje histórico inquietante. Antes nos pensábamos como
ciudadanos o como miembros de una clase o incluso como "españoles" o
“catalanes”; ahora nos pensamos como víctimas, la única condición a la
que parece reconocerse existencia política

SANTIAGO ALBA RICO

Manifestación del 8M en 2017 (Madrid)


MANOLO FINISH

25 DE FEBRERO DE 2018

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Ya es hora –se nos dice– de que los hombres callen y escuchen a las mujeres; de que
los blancos callen y dejen hablar a los racializados; de que los burgueses callen y dejen
hablar a los subalternos; de que los heterosexuales callen y dejen hablar a los
homosexuales, a los transexuales, a los transgénero; de que callen también los viejos y
dejen hablar a los jóvenes. Aprecio la intención, pero no el principio. Hombre, blanco,
burgués y viejo, ¿en condición de qué podré hablar yo sobre el mundo? En mi
condición paradójica de sujeto voluntariamente afante o infante, autosilenciado, y por
lo tanto –como ahora mismo, cuando quiebro esta regla– como culpable
indisciplinado, incorrecto, intruso y lenguaraz.

Ahora bien, ¿en condición de qué se concede este superior derecho a hablar –y a
reclamar silencio– a las mujeres, los racializados, los subalternos, los alteronormativos
y los jóvenes? Tiene que tratarse de algún rasgo que compartan todos los miembros de
esos colectivos y no puede ser, por tanto, el hecho de que todos y cada uno de ellos
tengan algo inteligente o razonable que decir. Tampoco ninguna diferencia ontológica
instalada en sus cuerpos: sexo, color de piel o impulso biológico. ¿Qué tienen, pues, en
común los miembros de estos colectivos? ¿Qué habrá que escuchar en ellos? ¿En
nombre de qué su derecho a hablar y, aún más, su derecho a tener razón con
independencia de lo que digan? En nombre, si se quiere, de una pasión o pasividad
duradera; en cuanto que damnificados de relaciones de poder injustas y desiguales; en
su condición –es decir– de víctimas.

La conclusión no carece de fundamento histórico ni de coherencia argumental.


Durante siglos los hombres, los blancos, los ricos, los heterosexuales y los viejos han
dominado –y construido– a las mujeres, los “negros”, los pobres, etc. y lo han hecho a
través de discursos unilaterales que no contenían más verdad que su filiación de
género, de raza o de clase. Es justo ahora que se dé la palabra a sus víctimas, aunque
sólo sea para averiguar qué tienen que decir.

Tres problemas se derivan de esta impecable inversión lógica. La primera es que, si se


habla desde una posición y sólo habla, además, la posición misma, será muy difícil
persuadir a los hombres, los blancos, los ricos, etc. de que se callen y cedan la palabra
a sus víctimas. O nos matan a todos los que ocupamos esa posición o se acepta que
con algunos de nosotros se puede razonar. Concedamos que algunos de nosotros no
estamos tan completamente encerrados en nuestro colectivo culpable que no
podamos escuchar motu proprio la voz de las víctimas. En el primer caso –nos matan a
todos– se incurre en la prisión ontologizadora de la que se quiere huir: se apuesta por
el genocidio. En el segundo, la reclamación de silencio a los que ocupan posiciones
dominantes sólo será respondida por los que estaban ya dispuestos a escuchar –por
esos con los que además se podía debatir y razonar– de manera que las víctimas, a
fuerza de pedir la palabra, se recluyen en un mundo pequeño y sin cómplices, aislados
frente a los verdugos más desvergonzados y menos dispuestos a hacer concesiones.
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El segundo problema subsidia al primero. Esta

“ SI SE HABLA DESDE UNA


POSICIÓN Y SÓLO
impecable lógica invertida no sólo ignora el
hecho de que la victimidad, cruzada y
HABLA, ADEMÁS, LA
enrevesada, no se limita a acumularse en el
POSICIÓN MISMA, SERÁ
MUY DIFÍCIL PERSUADIR cuerpo (hay pocas “mujeres negras lesbianas
A LOS HOMBRES, LOS obreras y jóvenes”) sino que pasa además por
BLANCOS, LOS RICOS,
alto, por eso mismo, las contradicciones en el
ETC. DE QUE SE CALLEN
Y CEDAN LA PALABRA A campo enemigo: a los humanos nos
SUS VÍCTIMAS construyen tantas fuerzas diversas –a veces

” como dominadores, otras como dominados–


que es imposible evitar todos los peligros y
todos los puntos de fuga. Negando toda conexión racional con el campo dominante
(todo posible acuerdo o negociación), la victimidad se ve obligada así a escoger una
“especialidad” (mujer contra hombre, racialidad contra blanquitud colonial, etc.) que
ontologiza todos los polos en disputa, sin alianzas posibles, al tiempo que sustituye la
extensión universal, siempre denostada, por una –digamos– “universalidad de
profundidad”: mi diferencia, que no es “compartible”, agota en su abismo de dolor
toda posible verdad discursiva. El absolutismo puede ser un exceso de la razón, pero
con mucha más frecuencia es el destino natural del relativismo cultural; el resultado –
valga decir– de un exceso de dolor.

Porque el verdadero problema –el tercero– es el de pretender privilegiar, incluso en


términos epistemológicos, la condición de víctima. Las duras, dolorosas y justas luchas
de género, antiracistas y anticoloniales, las revueltas milenarias de los subalternos y
marginados, con sus millones de muertos y sus heridas cognitivas, han conducido a un
punto paradójico, como efecto de su puro reconocimiento formal, en el que no se
distingue entre el derecho a hablar (derecho que hay que robar, no pedir, como robó
Prometeo el fuego) y la validez epistemológica y política de los discursos. En definitiva,
se confunden de tal manera derecho y autoridad que, invertida la lógica histórica
dominante, se acaba acaparando el discurso del lado de las víctimas como antes se
acaparaba por parte de los verdugos, como si se tratara –a un lado– de una
indemnización y –al otro– de una penitencia; y no de la construcción de una sociedad
más justa y mejor para todos. Para hablar de las propias causas (de feminismo,
colonialidad o explotación laboral) pero también del mundo en general es necesario
pertenecer ahora a algún grupo definido menos por lo que hace o dice o propone que
por los agravios colectivamente recibidos. Sólo las víctimas, en resumen, tienen
derecho a hablar. Por desgracia, esta lógica estaba ya instalada en nuestros modelos
electoralistas de gestión del poder, infrademocráticos y destropopulistas, y el creciente
“victimismo” de la izquierda sólo alimenta una creciente excepcionalidad jurídica de
la que ella misma –última vuelta de tuerca– será la víctima. No olvidemos el papel que
juega ya el populismo penal, en respuesta a las presiones de las víctimas (de
terrorismo, asesinato o violación), en la “gran regresión” que experimentan en España,
184 y en el resto del mundo, los Estados de Derecho. Pensemos, por ejemplo, en la
propuesta de “prisión permanente revisable” (eufemismo apenas púdico para la
“cadena perpetua”) tras el trágico caso de Diana Quer. O pensemos en las crecientes
restricciones a la libertad de expresión en nombre de la protección a las víctimas (del
terrorismo).
La idea de que hay algo más razonable y universal en el sufrimiento particular que en
el razonamiento general es muy peligrosa y, lejos de constituir el colofón liberador de
una línea de progreso histórico, contribuye a revertir muchas de las conquistas de los
últimos siglos. La centralidad política de la “víctima”, en realidad, es lo que define al
mundo antiguo y a las sociedades mal llamadas “primitivas”.

Veamos. Hay dos formas de concebir a la víctima: una religiosa-sacrificial y otra ético-
jurídica. De la primera me ocuparé al final de esta reflexión. Para entender la segunda
hay que remontarse 2400 años atrás, cuando Sócrates, en plena guerra del Peloponeso,
asienta los fundamentos de lo que, siglos más tarde, llamaríamos Ilustración. Es en ese
contexto de pasiones excitadas y patriotismo tribal –en el que se hacen asambleas para
decidir democráticamente si se pasa a cuchillo a una entera población o se viola a sus
mujeres y se esclaviza a sus niños o en el que se discute ardientemente con toda clase
de artificios retóricos qué es lo más conveniente para el imperio ateniense– es en ese
contexto de ceguera interesada, digo, en el que levanta Sócrates su voz para proclamar
la cosa más peregrina y más extravagante del mundo: que no se trata de saber qué es
más conveniente para los atenienses sino más justo para los hombres. Ahí, de pronto,
termina el ancien régime; ahí acaba el “mundo antiguo”. No contento con ello,
Sócrates añade una declaración aún más absurda y ridícula, la que tanto sorprende a
Gorgias y Polo en el famoso diálogo platónico y tanto enfurece a Calicles, el defensor
de la ley de la selva: se atreve a asegurar, como si fuese cosa indudable, que “es mejor
sufrir una injusticia que cometerla”.

Sócrates derrocó el mundo antiguo sin que el mundo mismo percibiese nada. Después
de que el filósofo dijese estas palabras y Platón las escribiese, las cosas siguieron
siendo lo que eran: siguió habiendo imperios, violaciones y matanzas. Nada
aparentemente ha cambiado: la fuerza ha seguido imponiéndose sobre la razón y el
crimen sobre la justicia. Pero algo sí cambió. Porque, en contra de lo que pueda
parecer, Sócrates convenció a todo el mundo: convenció a los cristianos, convenció a
los ilustrados, convenció a los comunistas, convenció también a los liberales, hasta el
punto de que incluso un corredor de bolsa, un policía o un banquero enseñan a sus
hijos que es siempre mejor sufrir injusticia que cometerla. Así que en algún sentido
podemos decir que vivimos en un Imperio-Sócrates no menos y al mismo tiempo que
en un Imperio-conveniencia. Ha seguido habiendo guerras, esclavitud, masacres,
explotación, porque el Imperio-Sócrates no es fuente de poder ni de decisión; si lo
fuera la validez misma de esta fórmula se habría desvanecido, pues bastaría el
convencimiento de todos –si el convencimiento tuviese poder– para que ya no hubiese
ni víctimas ni verdugos. Pero si el Imperio Sócrates no es fuente de poder es en cambio
fuente de legitimidad. Ya nadie –o casi nadie– se atreve a decir las cosas que decían
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Cleón o Calicles: que hay que matar a los débiles, a los tontos y a los feos o que hay
que dejarse guiar por los animales, en cuyo reino el más fuerte se apodera sin
resistencia de todo. La fuente del poder y la de la legitimidad se han separado. Y los
que tienen el poder saben que la legitimidad es también un instrumento de poder.
Olvidamos que lo es también para los débiles, los subalternos, los perseguidos, los
sometidos, pues es esa legitimidad socrática la que, tras siglos de luchas, ha formulado
los principios del Derecho. A partir del siglo XVIII, con guadianas de luz y de sombra,
las leyes las siguen aplicando los fuertes, es verdad, pero las formulan los débiles; y por
eso la mayor parte de las leyes justas, después bordeadas o escamoteadas por la
conveniencia de los poderosos, se quedan en agua de borrajas. Ahora bien, ese mundo
nuevo fundado por Sócrates y recogido por Voltaire, Rousseau, Beccaria, Robespierre,
Montesquieu, Kant (y Olympe de Gouges y Toussaint Louverture, entre otros), dejó dos
rastros materiales que marcan la identidad de nuestras sociedades democráticas. Uno
se llama hipocresía: reconocida como insuperable la legitimidad socrática, los
gobernantes no sólo no se jactan ya de sus fechorías sino que, cuando se sienten
acusados o comprometidos en sus intereses, hablan del “bien común” y “se hacen las
víctimas”. El otro, decisivo, se llama derecho penal: un marco de convenciones y
ficciones en el que la protección de las víctimas es inseparable, como su condición
misma, de la protección de los asesinos. Frente al mundo antiguo, que no distinguía
enfermedad, delito y pecado ni la responsabilidad individual de la responsabilidad
colectiva, el derecho democrático se basa en estos sencillos principios: la presunción
de inocencia, la separación entre el poder ejecutivo y el judicial, la distinción entre
persona y delito, el carácter exclusivamente individual del acto considerado ilegal. La
legitimidad socrática, elaborando nuestra leyes, desesencializa a la víctima, que lo es
sólo en la medida y en el momento en que es objeto de un daño delictivo –ni antes ni
después– y ello a fin de evitar que “víctima” y “verdugo” operen como sustancias o
esencias irreformables. No se “es” víctima ni se “es” verdugo. Se “está” víctima y se
“está” verdugo, de manera que la ley contempla un eventual intercambio de papeles e
incluso una simultaneidad de ambos. Nos puede parecer insuficiente o frustrante que
el código penal no pueda juzgar “sistemas” –el capitalismo o el patriarcado– pero esta
frustración es precisamente la garantía de toda protección: como recordaba Hanna
Arendt, allí donde todos son culpables nadie es culpable. Cada vez que se ha querido
”superar” esta restricción –nos lo recuerda una y otra vez Carlos Fernández Liria– nos
hemos precipitado en alguna forma de dictadura o totalitarismo.

En definitiva, en un Estado de Derecho al que un "contrato social" ha concedido el


monopolio de la violencia en el marco de una severa división de poderes y con arreglo
a rigurosísimas balizas legales y que además no contempla la pena de muerte, no cabe
la menor duda acerca de una definición estrictamente jurídica del concepto de
víctima. Pero en un Estado así, las víctimas de la violencia extra-estatal no pueden
aspirar sino a la mediocre y saludable satisfacción de ver públicamente reconocida la
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justicia de su demanda y a la de ver castigado proporcionalmente al agresor (de un
modo proporcional, no al dolor de los parientes ni al carácter irreversible del daño
causado, sino a la condición humana del superviviente; es decir, del asesino). Esta
satisfacción señala la superioridad del Derecho sobre el Talión y de la democracia
sobre la tiranía. Por eso mismo, la insatisfacción de las víctimas –cuando son lo
suficientemente numerosas y de un mismo verdugo– proyecta siempre,
inevitablemente, una sombra de ilegitimidad sobre el Estado. Algunas de entre ellas,
frustradas en sus mediocres, saludables y democráticas aspiraciones, quizás decidan
tomarse la justicia por su mano, pero antes de eso, todavía esperanzadas en que el
Estado las reconozca como tales y castigue a los culpables, escogerán la vía más
pacífica y colectiva de formar una asociación de víctimas. Así, por ejemplo, muchas de
estas asociaciones vienen reclamando desde hace años en Argentina, Uruguay, Chile y
Guatemala el procesamiento de los responsables de los asesinatos y "desapariciones"
ordenados por los regímenes militares y ejecutados por los así llamados escuadrones
de la muerte. Así, algunas asociaciones en España intentan rehabilitar la memoria de
las víctimas del franquismo –varios centenares de miles– y, si no juzgar a los cómplices
todavía en activo de la dictadura, sí al menos obtener de las instituciones una condena
tajante de la misma y un reconocimiento de la dignidad de sus familiares, que lucharon
a favor de la Constitución y la Democracia. Allí donde no hay suficiente Estado de
Derecho para dar satisfacción a razonables demandas de justicia, surgen asociaciones
de este tipo, cuyo propósito, en todo caso, no es el de “superar” el Derecho sino el de
completarlo. En sociedades en las que impera la legitimidad socrática, pero la
gestionan los intereses de los gobernantes –y en un marco capitalista– la necesidad de
completar el Derecho es imperativa e interminable.

La legitimidad socrática, en todo caso, está retrocediendo. Sigamos. Cuando uno se


trata a sí mismo como víctima, y no como ciudadano, hablamos de victimismo.
Cuando el victimismo hace la ley hablamos de populismo penal. Antes se llamaba
venganza, una lógica que dominó el mundo durante miles de años. Por ese camino
volvemos a un contexto pre-moderno o pre-socrático en el que se restablece la
concepción religiosa o sacrificial de la víctima. Recordemos qué lleva dentro. La
víctima religiosa debe ser pura, completa, sin mancha. Abel sacrificaba buenas ovejas;
el Levítico excluye a los animales mutilados o enfermos o mal formados; y en la
mitología griega, Agamenón, de camino a Troya, a fin de superar la resistencia de los
dioses, sacrifica a su hija Ifigenia porque ella es la más pura, la más inocente, la más
perfecta entre los presentes. Dos rasgos caracterizan a la víctima sacrificial: por un lado,
no le falta nada, es perfecta, íntegra. Si la víctima socrática es inocente por la sola razón
de que no es ella el asesino, porque ha sido asesinada, y ello con independencia de sus
virtudes morales y sus méritos civiles, la víctima sacrificial es inocente antes y después
de ser asesinada. Mientras que la víctima socrática es superior tan sólo porque no ha
matado, la religión sólo admite como víctimas aquellas ofrendas definidas (en el seno
de la cultura respectiva) como superiores. El sacrificio, como su propio nombre indica,
184 las reconoce y las hace devenir sagradas.

Al mismo tiempo –y este es el segundo rasgo– la víctima religioso-sacrificial opera


como un “medio” regulador de las relaciones humanas: es un instrumento de
propiciación y de intervención en la vida social. Es útil. La víctima sacrificial justifica
ciertos actos que no eran del todo justos o permite corregir el curso de los
acontecimientos, atrayéndose los favores de una voluntad hasta entonces adversa. La
víctima sacrificial, en este sentido, se convierte en el medio superior de una finalidad
superior; deja de ser un fin en sí misma, a la medida de su estricta humanidad, como lo
es en el concepto socrático, para revelar mediante su sacrificio una superioridad ya
adquirida, eterna y sustancial, y en orden a un fin trascendente. Este concepto religioso
de la victimidad, descartado por el derecho civil, ha sobrevivido en la tradición militar,
donde el héroe muerto a manos del enemigo comparece irreprochable y sin tacha, por
encima de la condición humana banal, y como medio sacrificial de la supervivencia
de su patria o su comunidad, que permanece para siempre en deuda con él. Este
retorno de la víctima religiosa y del discurso de la conveniencia comunitaria es
perfectamente coherente con la fundación neocón de la “post-verdad” y de los “hechos
alternativos”, pero también con las campañas izquierdistas –dirá Chomsky– contra “las
ilusiones de la racionalidad y la ciencia”: la “verdad” y la “justicia” ya no mantienen
relación alguna con nada que haya ocurrido (y que hay que averiguar, trabajosa y
quizás inútilmente) sino con el modo en que experimentan lo ocurrido los colectivos
damnificados, cuyo sufrimiento deviene medida de toda verdad y toda justicia. Todo el
mundo “post” es, como se ve, bastante “pre”.

No hay nada más peligroso que mezclar ambos conceptos: el jurídico y el religioso. De
hecho, nunca me ha gustado el término Holocausto con el que se intenta subrayar la
monstruosidad de los crímenes nazis contra los judíos porque los declara no sólo
inconmensurables sino, de algún modo, injuzgables y ajudiciales; y porque convierte a
sus víctimas, como hemos visto, lo quieran ellas o no, en medios o instrumento de un
proyecto político partidista e injusto (el sionismo). Por eso mismo me preocupa mucho
que, para combatir estructuras o relaciones de poder, se reintroduzca la lógica
sacrificial pre-socrática y el concepto religioso de víctima, con la consecuente
criminalización de los colectivos y la utilización de la víctima, ahora sacralizada, como
instrumento de expresión política y presión populista. Esto es lo que hacen los
tribunales españoles al servicio del gobierno en el caso de Catalunya, lo que hacen casi
todos los partidos políticos apostando electoralmente por el “populismo penal” y lo
que hacen los medios de comunicación cada vez que excitan a la opinión pública
colocando ciertos delitos –objetivamente espantosos– fuera de las convenciones del
derecho. Pero eso es lo que hace también, desgraciadamente, ese sector de la
izquierda que trata de definir víctimas y verdugos al margen de un marco jurídico
siempre incompleto –en lugar de luchar por completarlo– y que, desde la ilusión de un
sujeto político “victimista”, delimita asimismo un enemigo “colectivo”, y ello sin
entender (1) que lo que caracteriza a las relaciones de poder es que fabrican por igual
184 a los dominantes y a los dominados, (2) que una “estructura” no es una yuxtaposición
de individuos ni un colectivo (por mucho que fabrique personalidades injustas y
conjuntos ignominiosos) y (3) que se corren muchos más riesgos alimentando el
victimismo político que protegiendo un Derecho que no puede –ni debe– juzgar
estructuras o relaciones de poder.
Estamos en un viraje histórico inquietante. Antes nos pensábamos como ciudadanos o
como miembros de una clase o incluso como "españoles" o “catalanes”; ahora nos
pensamos como víctimas, la única condición a la que parece reconocerse existencia
política. No es el camino. Las víctimas deben ser escuchadas, reconocidas,
confortadas, protegidas, indemnizadas, pero no pueden convertirse en un sujeto
político y menos en un sujeto legislativo. Es un error cuyas consecuencias históricas
seguimos pagando todos. El proletariado clásico no era sujeto en cuanto que víctima
del capitalismo sino porque compartía las mismas condiciones materiales y era
portador de un nuevo mundo. En el mismo momento en que quiso convertir el agravio
de clase –y la clase ontologizada misma– en un sujeto legislativo y penal comenzó a
incubar el embrión de la dictadura. El comunismo se concibió en la URSS como la
venganza del proletariado y no como la oportunidad de instaurar por primera vez el
derecho que la Ilustración sólo había enunciado y que el capitalismo había
escamoteado y malogrado. Creyó que las víctimas transportaban, por el hecho de serlo,
una verdad universal; y en su nombre acabó con el “derecho burgués” y sus garantías
mediocres, saludables y siempre insuficientes. Sustituyó el precario imperio-Sócrates
por la vieja lógica sacrificial, con su responsabilidad colectiva y sus sacrificios
propiciatorios al servicio de un orden sagrado y superior.

De este precedente histórico deberían

“ EL 8 DE MARZO ES UNA
BUENA OPORTUNIDAD
aprender todos los movimientos que buscan
justamente la emancipación de estructuras de
PARA DEMOSTRAR QUE
poder injustas y destructivas (patriarcado,
EL FEMINISMO ES UN
PROYECTO Y NO UNA racialización, capitalismo). El anticapitalismo
QUEJA, UNA CUESTIÓN no puede ser la “cuestión obrera”; el
DE DERECHO Y NO DE
antirracismo no puede ser la “cuestión negra”;
PUREZA, EL PRIMER
VERDADERO
algunas discusiones recientes –en Podemos o
HUMANISMO DE LA en el movimiento decolonial– hacen temer
HISTORIA Y NO OTRO que el peligro no se ha conjurado. En cuanto al
HERVOR IDENTITARIO.
feminismo, que no carga con bagajes

” históricos negativos y ha demostrado ya que


tiene mucho que enseñar, no debería ceder a
este “izquierdismo” identitario. El feminismo no puede constituirse en sujeto político en
cuanto que víctima del machismo: eso no sería propiamente constituirse sino ser
constituido y ser constituido de nuevo por aquellos que hasta ahora han fabricado a las
mujeres como objeto: los hombres. El feminismo no es un sujeto político porque las
mujeres sean víctimas del patriarcado sino en la medida en que puede construir un
184
nuevo mundo. El próximo 8 de marzo es una buena oportunidad para demostrar que el
feminismo es un proyecto y no una queja, una cuestión de derecho y no de pureza, el
primer verdadero humanismo de la historia y no otro hervor identitario. El feminismo,
en definitiva, es una oportunidad para instaurar –universalizar por tanto– el derecho,
no para justificar un nuevo estado de excepción en nombre de la enésima causa
sagrada. Eso ya lo conocemos; eso es lo que ya tenemos. Junto al Estado del Bienestar
se está desmontando muy deprisa el imperio-Sócrates y su legitimidad felizmente
constrictiva, que no impone ya ni siquiera hipocresía a nuestros gobernantes. No les
ayudemos. No nos tratemos a nosotros mismos como víctimas. Nunca. Ni amando ni
peleando ni educando. Y mucho menos legislando. Un humano libre es solo aquel
capaz de juzgarse a sí mismo y capaz de juzgar el mundo existente y el mundo que se
quiere construir al margen del dolor que le han infligido. Eso es lo que se llama
dignidad en el terreno moral y democracia en el terreno político.

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