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25 DE FEBRERO DE 2018
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Ya es hora –se nos dice– de que los hombres callen y escuchen a las mujeres; de que
los blancos callen y dejen hablar a los racializados; de que los burgueses callen y dejen
hablar a los subalternos; de que los heterosexuales callen y dejen hablar a los
homosexuales, a los transexuales, a los transgénero; de que callen también los viejos y
dejen hablar a los jóvenes. Aprecio la intención, pero no el principio. Hombre, blanco,
burgués y viejo, ¿en condición de qué podré hablar yo sobre el mundo? En mi
condición paradójica de sujeto voluntariamente afante o infante, autosilenciado, y por
lo tanto –como ahora mismo, cuando quiebro esta regla– como culpable
indisciplinado, incorrecto, intruso y lenguaraz.
Ahora bien, ¿en condición de qué se concede este superior derecho a hablar –y a
reclamar silencio– a las mujeres, los racializados, los subalternos, los alteronormativos
y los jóvenes? Tiene que tratarse de algún rasgo que compartan todos los miembros de
esos colectivos y no puede ser, por tanto, el hecho de que todos y cada uno de ellos
tengan algo inteligente o razonable que decir. Tampoco ninguna diferencia ontológica
instalada en sus cuerpos: sexo, color de piel o impulso biológico. ¿Qué tienen, pues, en
común los miembros de estos colectivos? ¿Qué habrá que escuchar en ellos? ¿En
nombre de qué su derecho a hablar y, aún más, su derecho a tener razón con
independencia de lo que digan? En nombre, si se quiere, de una pasión o pasividad
duradera; en cuanto que damnificados de relaciones de poder injustas y desiguales; en
su condición –es decir– de víctimas.
Veamos. Hay dos formas de concebir a la víctima: una religiosa-sacrificial y otra ético-
jurídica. De la primera me ocuparé al final de esta reflexión. Para entender la segunda
hay que remontarse 2400 años atrás, cuando Sócrates, en plena guerra del Peloponeso,
asienta los fundamentos de lo que, siglos más tarde, llamaríamos Ilustración. Es en ese
contexto de pasiones excitadas y patriotismo tribal –en el que se hacen asambleas para
decidir democráticamente si se pasa a cuchillo a una entera población o se viola a sus
mujeres y se esclaviza a sus niños o en el que se discute ardientemente con toda clase
de artificios retóricos qué es lo más conveniente para el imperio ateniense– es en ese
contexto de ceguera interesada, digo, en el que levanta Sócrates su voz para proclamar
la cosa más peregrina y más extravagante del mundo: que no se trata de saber qué es
más conveniente para los atenienses sino más justo para los hombres. Ahí, de pronto,
termina el ancien régime; ahí acaba el “mundo antiguo”. No contento con ello,
Sócrates añade una declaración aún más absurda y ridícula, la que tanto sorprende a
Gorgias y Polo en el famoso diálogo platónico y tanto enfurece a Calicles, el defensor
de la ley de la selva: se atreve a asegurar, como si fuese cosa indudable, que “es mejor
sufrir una injusticia que cometerla”.
Sócrates derrocó el mundo antiguo sin que el mundo mismo percibiese nada. Después
de que el filósofo dijese estas palabras y Platón las escribiese, las cosas siguieron
siendo lo que eran: siguió habiendo imperios, violaciones y matanzas. Nada
aparentemente ha cambiado: la fuerza ha seguido imponiéndose sobre la razón y el
crimen sobre la justicia. Pero algo sí cambió. Porque, en contra de lo que pueda
parecer, Sócrates convenció a todo el mundo: convenció a los cristianos, convenció a
los ilustrados, convenció a los comunistas, convenció también a los liberales, hasta el
punto de que incluso un corredor de bolsa, un policía o un banquero enseñan a sus
hijos que es siempre mejor sufrir injusticia que cometerla. Así que en algún sentido
podemos decir que vivimos en un Imperio-Sócrates no menos y al mismo tiempo que
en un Imperio-conveniencia. Ha seguido habiendo guerras, esclavitud, masacres,
explotación, porque el Imperio-Sócrates no es fuente de poder ni de decisión; si lo
fuera la validez misma de esta fórmula se habría desvanecido, pues bastaría el
convencimiento de todos –si el convencimiento tuviese poder– para que ya no hubiese
ni víctimas ni verdugos. Pero si el Imperio Sócrates no es fuente de poder es en cambio
fuente de legitimidad. Ya nadie –o casi nadie– se atreve a decir las cosas que decían
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Cleón o Calicles: que hay que matar a los débiles, a los tontos y a los feos o que hay
que dejarse guiar por los animales, en cuyo reino el más fuerte se apodera sin
resistencia de todo. La fuente del poder y la de la legitimidad se han separado. Y los
que tienen el poder saben que la legitimidad es también un instrumento de poder.
Olvidamos que lo es también para los débiles, los subalternos, los perseguidos, los
sometidos, pues es esa legitimidad socrática la que, tras siglos de luchas, ha formulado
los principios del Derecho. A partir del siglo XVIII, con guadianas de luz y de sombra,
las leyes las siguen aplicando los fuertes, es verdad, pero las formulan los débiles; y por
eso la mayor parte de las leyes justas, después bordeadas o escamoteadas por la
conveniencia de los poderosos, se quedan en agua de borrajas. Ahora bien, ese mundo
nuevo fundado por Sócrates y recogido por Voltaire, Rousseau, Beccaria, Robespierre,
Montesquieu, Kant (y Olympe de Gouges y Toussaint Louverture, entre otros), dejó dos
rastros materiales que marcan la identidad de nuestras sociedades democráticas. Uno
se llama hipocresía: reconocida como insuperable la legitimidad socrática, los
gobernantes no sólo no se jactan ya de sus fechorías sino que, cuando se sienten
acusados o comprometidos en sus intereses, hablan del “bien común” y “se hacen las
víctimas”. El otro, decisivo, se llama derecho penal: un marco de convenciones y
ficciones en el que la protección de las víctimas es inseparable, como su condición
misma, de la protección de los asesinos. Frente al mundo antiguo, que no distinguía
enfermedad, delito y pecado ni la responsabilidad individual de la responsabilidad
colectiva, el derecho democrático se basa en estos sencillos principios: la presunción
de inocencia, la separación entre el poder ejecutivo y el judicial, la distinción entre
persona y delito, el carácter exclusivamente individual del acto considerado ilegal. La
legitimidad socrática, elaborando nuestra leyes, desesencializa a la víctima, que lo es
sólo en la medida y en el momento en que es objeto de un daño delictivo –ni antes ni
después– y ello a fin de evitar que “víctima” y “verdugo” operen como sustancias o
esencias irreformables. No se “es” víctima ni se “es” verdugo. Se “está” víctima y se
“está” verdugo, de manera que la ley contempla un eventual intercambio de papeles e
incluso una simultaneidad de ambos. Nos puede parecer insuficiente o frustrante que
el código penal no pueda juzgar “sistemas” –el capitalismo o el patriarcado– pero esta
frustración es precisamente la garantía de toda protección: como recordaba Hanna
Arendt, allí donde todos son culpables nadie es culpable. Cada vez que se ha querido
”superar” esta restricción –nos lo recuerda una y otra vez Carlos Fernández Liria– nos
hemos precipitado en alguna forma de dictadura o totalitarismo.
No hay nada más peligroso que mezclar ambos conceptos: el jurídico y el religioso. De
hecho, nunca me ha gustado el término Holocausto con el que se intenta subrayar la
monstruosidad de los crímenes nazis contra los judíos porque los declara no sólo
inconmensurables sino, de algún modo, injuzgables y ajudiciales; y porque convierte a
sus víctimas, como hemos visto, lo quieran ellas o no, en medios o instrumento de un
proyecto político partidista e injusto (el sionismo). Por eso mismo me preocupa mucho
que, para combatir estructuras o relaciones de poder, se reintroduzca la lógica
sacrificial pre-socrática y el concepto religioso de víctima, con la consecuente
criminalización de los colectivos y la utilización de la víctima, ahora sacralizada, como
instrumento de expresión política y presión populista. Esto es lo que hacen los
tribunales españoles al servicio del gobierno en el caso de Catalunya, lo que hacen casi
todos los partidos políticos apostando electoralmente por el “populismo penal” y lo
que hacen los medios de comunicación cada vez que excitan a la opinión pública
colocando ciertos delitos –objetivamente espantosos– fuera de las convenciones del
derecho. Pero eso es lo que hace también, desgraciadamente, ese sector de la
izquierda que trata de definir víctimas y verdugos al margen de un marco jurídico
siempre incompleto –en lugar de luchar por completarlo– y que, desde la ilusión de un
sujeto político “victimista”, delimita asimismo un enemigo “colectivo”, y ello sin
entender (1) que lo que caracteriza a las relaciones de poder es que fabrican por igual
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de individuos ni un colectivo (por mucho que fabrique personalidades injustas y
conjuntos ignominiosos) y (3) que se corren muchos más riesgos alimentando el
victimismo político que protegiendo un Derecho que no puede –ni debe– juzgar
estructuras o relaciones de poder.
Estamos en un viraje histórico inquietante. Antes nos pensábamos como ciudadanos o
como miembros de una clase o incluso como "españoles" o “catalanes”; ahora nos
pensamos como víctimas, la única condición a la que parece reconocerse existencia
política. No es el camino. Las víctimas deben ser escuchadas, reconocidas,
confortadas, protegidas, indemnizadas, pero no pueden convertirse en un sujeto
político y menos en un sujeto legislativo. Es un error cuyas consecuencias históricas
seguimos pagando todos. El proletariado clásico no era sujeto en cuanto que víctima
del capitalismo sino porque compartía las mismas condiciones materiales y era
portador de un nuevo mundo. En el mismo momento en que quiso convertir el agravio
de clase –y la clase ontologizada misma– en un sujeto legislativo y penal comenzó a
incubar el embrión de la dictadura. El comunismo se concibió en la URSS como la
venganza del proletariado y no como la oportunidad de instaurar por primera vez el
derecho que la Ilustración sólo había enunciado y que el capitalismo había
escamoteado y malogrado. Creyó que las víctimas transportaban, por el hecho de serlo,
una verdad universal; y en su nombre acabó con el “derecho burgués” y sus garantías
mediocres, saludables y siempre insuficientes. Sustituyó el precario imperio-Sócrates
por la vieja lógica sacrificial, con su responsabilidad colectiva y sus sacrificios
propiciatorios al servicio de un orden sagrado y superior.
“ EL 8 DE MARZO ES UNA
BUENA OPORTUNIDAD
aprender todos los movimientos que buscan
justamente la emancipación de estructuras de
PARA DEMOSTRAR QUE
poder injustas y destructivas (patriarcado,
EL FEMINISMO ES UN
PROYECTO Y NO UNA racialización, capitalismo). El anticapitalismo
QUEJA, UNA CUESTIÓN no puede ser la “cuestión obrera”; el
DE DERECHO Y NO DE
antirracismo no puede ser la “cuestión negra”;
PUREZA, EL PRIMER
VERDADERO
algunas discusiones recientes –en Podemos o
HUMANISMO DE LA en el movimiento decolonial– hacen temer
HISTORIA Y NO OTRO que el peligro no se ha conjurado. En cuanto al
HERVOR IDENTITARIO.
feminismo, que no carga con bagajes
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