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1
-‐
Lovecraft,
H.
P.,
El
horror
en
la
literatura,
Alianza,
Madrid,
2002,
p.
11.
mismo,
el
que
más
nítidamente
permite
ver
el
talento
y
personalidad
como
escritor
de
Ligotti,
su
gusto
por
el
cuidado
de
la
estructura,
su
preciso
uso
de
la
elipsis,
su
elegante
y
maligno
sentido
del
humor).
El
libro
no
en
vano
culmina
en
una
memorable
tercera
parte,
“Cuaderno
de
la
noche”,
formada
por
brevísimos
relatos
de
entre
2
y
4
páginas
que,
si
bien
no
únicos
en
la
historia
del
género
(su
origen
podría
encontrarse
en
algunos
equivalentes
de
Lovecraft
como
“Nyarlathotep”,
“Azathot”
o
“Lo
que
trae
la
Luna”),
muestran
de
manera
extremadamente
concentrada
y
sintética,
en
un
maridaje
perfecto
entre
narración,
ensayo
y
poesía
en
prosa,
el
triunfo
absoluto
de
un
universo
compuesto
por
el
horror
mismo
como
única
materia
y
una
existencia
entendida
como
catástrofe,
sinsentido
y
malignidad
absolutas
de
las
que
no
hay
otra
escapatoria
que,
claro
está,
la
inexistencia.
Hasta
donde
nos
permite
saber
la
obra
disponible
en
castellano
de
Ligotti,
este
desarrollo
culminará
en
todo
su
esplendor
en
una
obra
cumbre,
del
autor
y
del
género:
Teatro
Grottesco
(2006).
En
los
relatos
de
esta
colección,
no
hay
afuera
alguno.
Si
acaso,
hay
grados
de
horror,
grados
de
desastre,
pero
de
ninguna
manera
un
exterior
a
un
horror
que
es
el
de
la
existencia
misma.
Con
razón
hay
quien
ha
hablado
en
Ligotti
de
“horror
ontológico”.
Cuando
en
los
relatos
de
Lovecraft
se
elogia
(todo
lo
que
puede
llegar
a
elogiarse
algo
en
Lovecraft,
claro
está)
la
ignorancia,
como
en
la
célebre
apertura
de
“La
llamada
de
Ctulhu”
que
precisamente
Ligotti
cita
en
su
ensayo
La
conspiración
contra
la
especie
humana
(2010),
esa
ignorancia
es
histórica
y,
si
acaso,
espacial:
ignoramos
lo
que
hubo
antes,
lo
que
habrá
después,
y
lo
que
hay
en
este
momento
en
otros,
en
ciertos
sitios.
Cierto
es,
y
Ligotti
aporta
pruebas
de
ello
en
su
ensayo,
que
para
Lovecraft
esto
era
el
signo
de
una
conciencia
pesimista,
próxima
al
gnosticismo,
acerca
de
la
existencia
(lo
que
Cirlot,
hablando
del
mismo
autor,
definía
como
“enfermedad
gnóstica”:
“las
ideas
de
omnipresencia
del
Mal,
de
necesidad
de
evasión
y
el
sentimiento
de
radical
extranjería
en
la
tierra”2).
Pero
este
horror
fue
por
él
expresado
de
forma
metafórica,
convertido
en
seres
y
hechos
concretos,
traspasado
a
una
historia
y
espacio
concretos.
Lovecraft
sería
así
un
notable
ejemplo
de
la
naturaleza
paradójica
que
Ligotti
encuentra
en
el
horror
sobrenatural:
“al
transformar
los
suplicios
naturales
en
sobrenaturales
encontramos
la
fuerza
para
afirmar
y
negar
simultáneamente
su
horror,
para
saborearlos
y
sufrirlos
al
mismo
tiempo”
(CcEh,
p.
119).
No
es
que
la
obra
de
Ligotti
sea
ajena
a
este
carácter
paradójico,
consustancial
al
género
como
él
mismo
afirma,
pero
lo
metafórico
se
reduce
casi
al
mínimo,
a
favor
de
“un
mundo
esencialmente
compuesto
de
tonos
grises
sobre
un
fondo
de
negrura”
(TG,
156),
una
abstracción
que
en
ocasiones
se
expresa
mejor
a
través
de
largas
disquisiciones
introspectivas
(“El
bungalow”)
o
la
más
directa
reflexión
teórica
(“La
sombra,
la
oscuridad”).
Si
en
“La
última
fiesta
de
Arlequín”,
relato
inicial
de
Grimscribe
dedicado
a
Lovecraft
y
manifiestamente
inspirado
en
“La
sombra
sobre
Innsmouth”,
la
decadente
y
misteriosa
ciudad
de
Mirocaw
se
encuentra
en
unos
EEUU
normales
y
corrientes,
y
es
el
protagonista
el
que
abandona
su
normalidad
universitaria
para
adentrarse
por
voluntad
propia
en
ese
nuevo
espacio
enigmático
y
siniestro,
en
los
relatos
de
Teatro
Grottesco
no
existe
normalidad
alguna:
todo
está
poseído
por
o,
mejor
dicho,
es
una
pura
pesadilla,
esencialmente
constituida
como
un
sinsentido
maligno,
de
tal
modo
que
no
hay
2
-‐
Cirlot,
Juan-‐Eduardo,
“El
pensamiento
de
Lovecraft”,
en
Confidencias
literarias,
Huerga
y
3
-‐
Igualmente,
en
el
relato
siguiente,
“El
Tsalal”,
por
los
sueños
accede
primeramente
el
niño
a
su
esencia
“impía”,
como
diríamos
lovecraftianamente,
y
a
ese
Tsalal
o
Bestia
que
todo
puede
alterarlo,
“el
gran
corrector
de
lo
visible
y
lo
invisible,
lo
conocido
y
lo
desconocido”,
para
el
que
“todas
las
cosas
que
vemos
y
conocemos
no
son
más
que
vasijas
vacías
en
las
que
la
bestia
derramará
una
nueva
tintura
y
así
cambiará
el
aspecto
de
la
tierra,
alterando
las
propias
sombras,
otorgando
un
extraño
color
a
nuestros
días
y
nuestras
noches,
convirtiendo
el
día
en
noche,
de
forma
que
soñamos
mientras
estamos
despiertos
y
jamás
podremos
volver
a
dormir”
(N,
110-‐111).
naturaleza.
Su
ser
viscoso,
tentacular,
su
realidad
trémula
y
en
último
término
incognoscible
para
nuestra
conciencia
impotente,
es
ahora
la
sustancia
misma
de
toda
materia,
y
aún
de
toda
alma,
pensamiento,
etc.
El
edificio
de
“La
escuela
nocturna”
se
vuelve
oleaginoso,
líquido,
y
el
cine
de
“Glamour”
parece
todo
él,
espectadores
incluidos,
un
trenzado
de
cabellos
viejos
como
un
mar
infinito
de
telarañas,
dos
realidades
que
parecen
haber
sido
devoradas
y
regurgitadas
dando
lugar
a
nuevos
espacios
con
nuevas
reglas.
El
protagonista
de
“El
Tsalal”
genera
transformaciones
imposibles
y
desvela
una
realidad
vulnerable
en
su
misma
configuración
material.
No
es
algo
otro,
Lo
Otro,
que
amenaza;
es
la
realidad
misma,
que
accede
a
y
desvela
su
naturaleza
insoportable.
Cada
dimensión
de
la
existencia
se
vuelve
dudosa
y
así
el
ser
tentacular
e
incognoscible
lovecraftiano
es
ahora
la
realidad
tentacular
e
incognoscible
ligottiana.
La
pesadilla
no
se
inicia
en
esta
o
aquella
ciudad,
en
este
o
aquel
pueblo,
raza,
subterráneo,
etc.
El
protagonista
ligottiano
no
descubre
a
ser
o
seres
algunos
terribles,
pertenecientes
a
algún
universo
espantoso
o
rincón
del
mismo:
descubre
la
verdad
del
universo
mismo
y
aún
de
todo
otro
universo
posible
pues,
insisto,
el
problema
no
es
ya
el
universo
sino
la
existencia,
y
por
ello
no
hay
más
escapatoria
que
la
muerte.
¿Posibilidad
de
iluminación?
La
encontramos
en
relatos
como
“Demente
velada
de
expiación”
o,
sobre
todo,
“La
sombra,
la
oscuridad”,
conclusión
de
Teatro
Grottesco,
una
suerte
de
iluminación
budista:
conciencia
de
la
existencia
como
sufrimiento
y
anulación
del
ego
a
favor
de
la
“negrura”.
Nuestra
mente
no
es
una
excepción:
somos
peleles
con
temblores
donde
debiera
haber
cerebros.
Títeres
sumidos
en
estructuras
y
tramas
que
no
entendemos,
lo
que,
curiosamente,
convierte
a
Teatro
Grottesco
en
ese
libro
donde
Lovecraft
y
Kafka
se
encuentran
y
dan
la
mano,
con
algo
vagamente
parecido
a
la
amistad.
Como
señalé
más
arriba,
Kafka
es
un
autor
cercano
al
género
de
horror
(o
a
la
“ficción
de
lo
extraño”,
como
más
precisamente
la
denomina
Ligotti
en
su
prólogo
a
Noctuario),
porque
comparte
con
él
un
mismo
universo,
donde
el
ser
humano
es
un
títere
sometido
a
los
vaivenes
y
caprichos
posiblemente
sin
sentido
(no
hay,
en
todo
caso,
posibilidad
de
experimentarlo
de
otro
modo)
de
una
maquinaria
incomprensible
que
en
todo
nos
supera.
Si
Machen
había
logrado
vincular
este
universo
a
las
grandes
urbes
de
finales
del
siglo
XIX
(como
puede
verse
en
algunas
de
sus
mejores
obras,
como
el
relato
“La
luz
interior”
o
la
novela
Los
tres
impostores),
Kafka
lo
hace
con
esa
burocracia
moderna
que,
en
cierto
modo,
nace
a
la
literatura
con
él,
y
que
reaparece
en
algunos
de
los
relatos
más
desopilantes
de
Teatro
Grottesco
(ejemplo:
uno
de
los
momentos
más
ejemplar
y
típicamente
terroríficos
de
todo
el
libro
sucede
cuando
un
obrero
fabril
telefonea
al
supervisor
de
su
fábrica
para
renunciar
a
su
trabajo).
Resulta
tentador
así
postular
a
Ligotti
como
el
autor
de
literatura
de
terror
más
inequívocamente
ligado
al
capitalismo
triunfante
de
nuestra
época,
el
único
sistema
económico
que
ha
conseguido
ocupar
la
totalidad
del
planeta
(y
por
favor,
que
nadie
me
venga
diciendo
que
hay
excepciones,
intento
hablar
en
serio).
Su
postura
en
ese
sentido
no
es
en
absoluto
ambigua:
pocas
veces
se
ha
mostrado
el
horror
inherente
a
tal
sistema
que
en
relatos
como
“Mi
defensa
de
una
acción
punitiva”
o
“Nuestro
supervisor
provisional”
(donde
por
cierto
se
niega
a
subestimar
el
papel
de
las
fábricas,
al
contrario
de
ciertos
marxismos
occidentales
de
las
últimas
décadas).
Pero
me
refiero
sobre
todo
a
la
capacidad
de
concebir
un
horror
que
todo
lo
deglute
y
que
acaba
constituyendo,
propiamente,
todo
lo
que
es.
Lovecraft
aún
podía
pensar
en
espacios
inaccesibles
para
los
miembros
de
su
comunidad,
para
ese
mundo
al
que
era
ajeno
pero
que
sabía,
en
el
fondo,
el
suyo.
Ya
no
hay
rincones
inexplorados
apenas
y
Ligotti
llega
a
la
conclusión
lógica,
pero
mucho
más
elaborada
y
mucho
menos
fácil
que
la
opción
pluridimensional
tan
en
boga
actualmente,
de
derivar
el
horror
al
fondo
de
las
cosas
y
desarbolar
conciencia,
espacio,
tiempo
y
materia4.
Más
aún,
la
absoluta
e
inimaginable
potencia
y
expansión
del
capitalismo
ha
hecho
realidad,
por
primera
vez
en
la
historia
de
la
especie
humana,
la
existencia
de
un
absoluto
sin
exterioridad,
un
sistema
que
no
permite
rincones
ajenos
a
su
poder.
Recordemos
que
antes
del
capitalismo
no
existía
literatura
de
terror
salvo,
si
acaso,
en
la
forma
de
cuentos
populares,
de
objeto
y
mecanismos
bien
distintos.
Antes,
el
absoluto
lo
ocupaba
Dios
o,
para
ciertos
gnósticos
caros
a
Lovecraft
y
Ligotti,
el
diablo.
El
capitalismo
ha
permitido,
por
primera
vez,
hacer
realidad
material
la
existencia
de
un
absoluto
y
un
universo
cerrado.
A
mi
juicio,
esto
hace
posible
el
radical
paso
adelante
ligottiano
y
su
encuentro
con
las
realidades
del
capitalismo
contemporáneo.
Este
paso
supone,
además,
que
el
horror
se
hace
cotidiano.
Y
colectivo.
Los
relatos
de
Teatro
Grottesco
podrían
tener
lugar
tras
los
finales
de
algunos
relatos
lovecraftianos,
de
tal
modo
que
en
“Nuestro
supervisor
provisional”
la
labor
nombrada
en
el
título
es
desempeñada
por
nada
menos
que
una
criatura
lovecraftiana,
un
ser
diríase
vaporoso,
o
una
sombra
capaz
de
hacerse
material,
apenas
vislumbrado
a
través
de
los
cristales
viselados
de
su
despacho.
Ante
ello
hay
reacciones
de
horror,
o
mejor
dicho
de
inquietud:
el
horror
sería
perder
el
trabajo.
Más
aún,
el
escenario
realmente
terrorífico
que
describe
el
relato
está
constituido
por
el
extraño
modo
en
que
los
obreros
evolucionan
a
partir
de
ese
momento
hasta
un
estado
de
práctica
esclavitud,
sin
afuera
del
trabajo,
en
una
involución
a
condiciones
laborales
propias
del
siglo
XIX
que
a
todos
debiera
sonarnos
mucho.
Si
Ligotti
puede
permitirse
colocar
a
una
criatura
lovecraftiana
como
supervisor
provisional
de
una
fábrica
es
porque
el
horror,
extendido
a
la
totalidad
de
la
realidad
misma,
llega
a
convertir
a
lo
sobrenatural
en
trivial.
Lo
sobrenatural
y
el
horror
son
la
cotidianeidad
del
mundo
ligottiano.
Sus
personajes
están
horrorizados
o
perplejos.
Nadie
se
desmaya,
porque
hablamos
de
universos
donde
hay
carros
gigantes
que
recorren
las
calles
recogiendo
a
los
suicidas
tal
como
caen
los
frutos
de
los
árboles
o
donde
un
tipo
desconocido,
que
nadie
ha
visto
pero
que
carece
del
más
mínimo
conocimiento
ortográfico,
es
capaz
de
convertir
una
ciudad
entera
en
un
extraño
parque
de
atracciones
en
virtud
de
un
poder
que
nadie
sabe
cómo
se
obtiene
o
quién
otorga.
Si
el
ruidismo
nos
enseña
que
no
hay
silencio
y
que
todo
sonido
surge
del
sonido,
Ligotti
nos
enseña
que
lo
sobrenatural
no
es
algo
que
aparezca
(y
mucho
menos
rompiéndolo)
en
un
contexto
natural
y
que
el
horror
no
es
eso
que
irrumpe
en
nuestra
plácida
normalidad.
Si
lo
sobrenatural
“es
la
sensación
de
lo
que
no
debería
ser”
(CcEh,
259),
lo
sobrenatural
es
todo
lo
que
existe,
porque
existe,
porque
lo
que
debería
ser
es
la
inexistencia
y
no
cabe
por
tanto
otro
sentimiento
que
el
del
horror
allá
donde
hay
vida.
Hay
horror
porque,
si
hay
algo,
no
puede
haber
otra
cosa,
es
lo
que
existe
como
mínimo.
Empezando
en
Noctuario
y
definitivamente
en
Teatro
Grottesco,
el
mundo
está
en
derrumbe,
o
mejor
dicho:
el
mundo
es
aquello
que
es
en
derrumbe.
En
el
primer
4
-‐
Igualmente
parece
intentarlo
Alan
Moore,
con
sus
no
obstante
mediocres
narraciones
lovecraftianas;
más
éxito
tuvieron
Michael
de
Luca
y
John
Carpenter
con
la
imprescindible
In
the
mouth
of
madness.
relato
de
Teatro
Grottesco,
“Pureza”,
la
descripción
que
el
protagonista
nos
hace
de
su
universo
familiar
es
delirante
a
más
no
poder,
pero
cuando
sale
de
su
casa
descubrimos
que
el
exterior
está
peor
aún
si
cabe.
Ese
universo
de
casas
derruidas,
calles
vacías,
reuniones
de
gente
en
hoteles
abandonados
de
barriadas
semi-‐
demolidas
se
hace
constante,
y
su
paisaje
humano
estará
cortado
a
la
medida:
gente
histérica,
asustada,
ruin
y
mezquina,
invariablemente
mediocre,
derrotada
y
sin
esperanza
mayor
que
la
de,
si
acaso,
someter
a
sus
semejantes.
Esto
lleva
a
otro
rasgo
llamativo:
la
experiencia
colectiva
del
horror.
Ciertamente
no
poseo
un
conocimiento
exhaustivo
del
género,
pero
hasta
donde
llego
tal
suele
estar
centrado
en
experiencias
individuales,
de
unos
escasos
personajes
o
de
comunidades
cerradas,
dejando
“afuera”
al
conjunto
de
la
sociedad
(sin
duda
hay
excepciones,
pienso
por
ejemplo
en
las
películas
Kairo
y
Retribution
de
Kiyoshi
Kurosawa,
o
no
pocos
manga
del
gran
Junji
Ito).
En
Ligotti
ciudades
enteras
pueden
estar
implicadas
en
un
argumento,
como
sucede
en
“En
una
ciudad
extranjera,
en
una
tierra
extranjera”
o,
en
menor
medida,
la
alucinada
conclusión
de
“Las
ferias
de
gasolinera”,
e
incluso
ser
el
agente
mismo
del
horror,
como
la
temible
“ciudad
impostora”
de
“Nuevos
rostros
en
la
ciudad”,
en
Noctuario.
En
el
relato
que
abre
“En
una
ciudad…”
podría
no
estar
pasando
nada,
pero
la
estupidez,
histerismo
y
miseria
de
sus
habitantes
se
basta
para
construir
horrores
en
cada
momento.
La
importancia
en
Ligotti
del
rumor,
los
chismes,
los
intercambios
orales
de
sus
poblaciones
decadentes
(pero
“normales”,
comunes)
muestra
un
hábitat
donde
no
hay
solo
horror,
no
hay
solo
sufrimiento,
sino
también
maldad
y,
sobre
todo,
sinsentido
y
estulticia.
Raros
son
los
personajes
inteligentes.
El
ser
humano
ligottiano
es
una
marioneta
dominada
total
o
casi
totalmente
por
pasiones,
manías,
obsesiones,
enfermedades
(preferentemente
estomacales:
Ligotti,
además
de
ansiedad
crónica
y
anhedonia,
padece
síndrome
de
colon
irritable),
o
por
traumas,
fuerzas,
situaciones
ante
las
que
nada
pueden
hacer.
El
estado
esencial
del
humano
ligottiano
es
el
padecimiento,
la
incapacidad
de
obrar,
de
hacer
lo
que
sea
y,
si
hacen
algo,
hacerlo
generalmente
mal.
Uno
de
los
resúmenes
más
divertidos
de
esto
lo
ofrece
Ligotti
en
el
impagable
primer
párrafo
de
“La
marioneta
payaso”:
Siempre
había
tenido
la
impresión
de
que
mi
existencia,
simple
y
llanamente,
consistía
en
el
más
atroz
de
los
sinsentidos.
Desde
que
tengo
uso
de
razón,
cada
incidente
y
anhelo
de
mi
vida
sólo
ha
servido
para
perpetrar
un
episodio
tras
otro
del
más
manifiesto
sinsentido,
todos
ellos
atrozmente
absurdos.
Desde
cualquier
perspectiva
–íntimamente
cercana,
infinitamente
remota,
o
cualquier
punto
intermedio–,
parecía
que
todo
fuera
siempre
un
mero
accidente
insólito
que
ocurría
a
una
velocidad
dolorosamente
lenta.
En
ocasiones,
me
he
quedado
sin
aliento
por
el
caos
impecable,
el
sinsentido
absolutamente
perfecto
de
algún
espectáculo
que
tenía
lugar
fuera
de
mí
mismo,
o
en
mi
interior.
Imágenes
de
formas
y
líneas
retorcidas
brotan
en
mi
mente.
Garabatos
de
un
epiléptico
mentalmente
trastornado,
me
he
repetido
con
frecuencia
a
mí
mismo.
Si
pudiera
hacer
alguna
salvedad
a
esta
situación
atrozmente
disparatada
que
he
descrito
–y
no
haré
ninguna–,
esta
sola
excepción
incluiría
aquellas
visitas
que
experimentaba
muy
de
vez
en
cuando
a
lo
largo
de
mi
existencia
y,
en
especial,
una
visita
en
concreto
que
tuvo
lugar
en
la
farmacia
del
señor
Vizniak.
Por
supuesto,
hemos
de
llamar
la
atención
sobre
ese
“y
no
haré
ninguna”,
que
casi
se
basta
por
sí
solo
para
resumir
la
singularidad
ligottiana.
Lo
que
se
nos
va
a
contar
es
algo
extraordinario,
pero
para
su
protagonista
es
un
absurdo,
un
sinsentido
más
de
su
desarticulada
existencia.
Evidentemente,
es
distinto
a
otros
sinsentidos
de
su
vida,
pero
no
tanto
como
para
que
merezca
ser
considerado
algo
excepcional.
Una
vez
más:
en
Ligotti
lo
sobrenatural
es
trivial,
porque
es
la
norma.
Si
acaso,
la
situación
que
nos
será
relatada
se
diferencia
por
mor
del
suceso
que
ocurrirá
a
su
término,
pero
en
el
fondo
lo
que
allí
se
hace
manifiesto
poco
aporta
a
la
existencia
reducida
a
la
casi
nada
de
su
protagonista.
Si
acaso,
lo
que
a
nosotros
nos
muestra
el
relato
en
su
conclusión
es
el
fundamento
último
del
pesimismo
ligottiano:
no
el
absurdo,
sino
el
determinismo:
que
no
somos
en
ningún
sentido
dueños
de
nuestras
vidas,
sino
meros
sujetos
pasivos
de
las
mismas,
que
nuestro
destino
es
ajeno
a
nosotros,
y
tiene
siempre
la
peor
de
las
intenciones…
que,
aclaro,
no
es
la
muerte,
sino
la
vida,
pues
en
Ligotti,
al
contrario
de
Unamuno,
lo
trágico
de
la
vida
no
es
la
certeza
de
la
muerte,
sino
que
la
muerte
siempre
tarda
demasiado
en
llegar.
3:
La
última
página
Si
Thomas
Ligotti
piensa,
con
Schopenhauer,
que
“entre
los
bastidores
de
la
vida
existe
algo
pernicioso
que
convierte
nuestro
mundo
en
una
pesadilla”,
así
la
atmósfera
propia
del
horror
sobrenatural
será
creada
por
“cualquier
cosa
que
sugiera
una
situación
ominosa
más
allá
de
la
que
perciben
nuestros
sentidos
y
pueden
comprender
plenamente
nuestras
mentes”
(CcEh,
227).
En
la
visión
de
Ligotti,
el
buen
cuento
de
horror
sobrenatural
siempre
deja
algo
sin
explicar,
y
esto
en
tanto
lo
ominoso
siempre
obedece
a
algo
más
esencial,
algo
que
no
se
deja
ver,
figurar,
hacer
figura,
ser
concreto,
nombre
o
rostro
y
cuerpo
por
muy
imposibles
que
sean.
Para
Ligotti,
es
simple:
si
puedes
explicarlo,
no
es
sobrenatural.
Aunque
se
trate
de
una
historia
de
fantasmas,
vampiros,
monstruos,
lo
que
sea,
debe
haber
un
horror
que
no
se
deja
limitar
a
ello.
La
obra
de
Radcliffe,
o
El
corazón
de
las
tinieblas
de
Conrad
no
incluyen
elementos
sobrenaturales,
y
sin
embargo
Ligotti
los
incluye
en
el
género
debido
a
su
atmósfera,
que
sí
lo
es,
por
las
razones
señaladas.
Más
allá
del
“enigma
que
jamás
se
desvela”
(N,
26)
subyace
una
realidad
que
nos
excede,
nos
supera,
inabarcable
y
por
supuesto
enemiga:
lo
poco
que
accedemos
a
vislumbrar
nos
contempla
con
ojos
diabólicos.
De
hecho,
si
las
obras
de
Radcliffe
o
Conrad
sirven
tan
bien
de
ejemplo
en
La
conspiración
contra
la
especie
humana
es
porque,
al
no
contar
historias
sobrenaturales,
muestran
mejor
aún
el
pavor
ante
la
inmensidad
de
los
bosques,
los
ríos,
ante
una
naturaleza
experimentada
como
misteriosa,
impenetrable,
amenazadora
y
perversa.
La
elipsis
inevitablemente
deviene
figura
principal
del
relato
de
horror,
llevado
en
Ligotti,
incluso
más
aún
que
en
Lovecraft,
a
extremos
de
total
abstracción,
precisamente
los
que
permiten
la
alucinante
recopilación
de
breves
viñetas
que
componen
la
tercera
parte
de
Noctuario,
el
ya
citado
“Cuaderno
de
la
noche”,
donde
algunos
de
los
textos
se
dirían
reflexiones
perturbadas
de
individuos
desconocidos
en
una
situación
que
nunca
llegaremos
a
esclarecer
ni
en
sus
más
nimios
detalles.
Pero
la
elipsis,
como
en
Kafka,
también
es
el
medio
ideal
para
mostrar
hasta
qué
punto
ignoramos
las
manos
que
dirigen
nuestro
destino:
nunca
conocemos
al
gestor
de
la
ciudad,
o
llegamos
a
penetrar
en
los
secretos
presumiblemente
terribles
de
la
Quine
Organization,
presencia
importante
en
la
segunda
parte
de
Teatro
Grottesco.
El
fuera
de
campo,
como
diríamos
en
cine,
es
vasto
e
inabarcable,
y
excede
a
la
conciencia
humana
en
el
sentido
de
que
ni
la
naturaleza
misma
puede
conocerlo,
pues
ella
también
es,
al
fin
y
al
cabo,
víctima5.
Esta
importancia
de
lo
no
mostrado
es
tan
coherente
y
tan
singular,
que
tiene
peculiares
consecuencias.
La
conclusión
de
“El
prodigio
de
los
sueños”
puede
permitir
mostrarlo:
allí,
por
un
lado,
descubierto
por
parte
del
espantado
protagonista
el
olvido
por
él
mismo
convocado
que
le
impedía
entender
los
misteriosos
signos
que
a
su
alrededor
se
disponían,
comprende
que
va
a
morir
inmediatamente.
Ligotti
refiere
“las
pisadas
de
hombre
y
bestia”
que
se
escuchan
al
otro
lado
de
la
puerta
de
la
biblioteca,
pero
también
de
“algo
horrible
e
informe”
que
comienza
“a
arrastrarse
emergiendo
de
las
brumas,
atravesando
paredes
y
ventanas
como
si
estas
también
estuvieran
hechas
de
simple
niebla”.
Por
un
lado,
Ligotti
sugiere
una
mezcla
de
hombre
y
bestia
que
convoca
una
idea
de
muerte
física
brutal
pero
que
no
se
describe
en
detalle
(por
ejemplo,
qué
bestia);
por
otro,
un
horror
informe
y
casi
abstracto.
¿Quién
mata
a
Emerson
(curioso
apellido
del
protagonista):
el
hombre-‐bestia
o
el
horror
informe
del
que
ignoramos
toda
descripción?
Uno
se
escucha
al
otro
lado
de
la
puerta;
el
otro,
de
las
ventanas.
Ligotti
no
dice
el
lugar
de
entrada
y
ni
siquiera
dedica
una
frase
al
momento
de
la
misma,
que
solo
descubrimos
por
las
palabras
de
Emerson.
Finalmente,
una
única
frase
del
narrador:
“Y
el
dios,
como
un
esclavo
obediente,
descendió
sobre
su
víctima”.
Con
el
término
“dios”
Ligotti
expresa
la
magnificencia
del
ser
que
viene
a
matar
a
Emerson,
pero
sobre
todo
evita
explicitar
su
procedencia
y
forma
material.
La
ambigüedad
es
notable
y
en
último
término
sirve
para
afianzar
la
única
certeza:
el
espantoso
dolor
de
la
muerte
del
hombre,
sus
gritos
fundidos
con
el
griterío
de
los
cisnes.
Ligotti
no
solo
lo
ha
dejado
casi
todo
fuera
sino
que
ha
doblado
al
ser
que
destruye
a
Emerson
creando
así
no
solo
enigma
sino
confusión.
El
horror
se
precipita
inevitablemente
pero
su
forma
es
inasible,
no
porque
la
descripción
sea
imposible,
como
en
cierto
Lovecraft,
sino
porque
no
se
emprende
siquiera.
Más
aún,
la
singularidad
de
Ligotti
procede
de
que
generalmente
no
se
muestra
más
porque
lo
que
hay
no
es
algo
que
haya
que
ver,
precisamente.
Al
final
de
“El
prodigio
de
los
sueños”
no
hay
nada
importante
que
ver
sino
que
entender,
un
mecanismo
funesto
de
autocondena
y
olvido
finalmente
cumplido.
En
el
fondo,
hay
relatos
de
Ligotti
que
lo
explican
todo:
“El
Tsalal”,
“Demente
velada
de
expiación”
(pese
a
su
audaz
y
enigmático
final),
“La
sombra,
la
oscuridad”.
La
reflexión
y
discursividad
son
centrales
en
la
obra
de
Ligotti
porque
su
horror,
insisto,
es
ontológico:
más
que
verlo,
hay
que
entenderlo.
Todo
lo
que
veamos
es
mera
metáfora
de
una
verdad
terrible,
esencial,
que
no
se
deja
resumir
en
forma
alguna.
En
el
arte
de
la
sugerencia
y
la
elipsis
de
Ligotti
se
juega
en
el
fondo
la
comprensión
del
mundo
en
tanto
mascarada
del
dolor
como
única
certeza.
El
brutal
final
de
“El
Tsalal”,
por
ejemplo,
es
tanto
más
extremo
por
cuanto,
al
dejar
Ligotti
inexplorado
el
ritual
canibalístico
que
lo
concluye,
no
deja
de
manifestar
5
-‐
Por
supuesto
la
Quine
Organization
está
dentro
de
la
naturaleza,
pero
a
esto
hay
que
hacer
dos
matices:
en
“Nuestro
supervisor
provisional”
las
peculiares
cualidades
del
tal
supervisor
pueden
concitarnos
graves
sospechas,
y
además,
¿hasta
qué
punto
no
funciona
la
Quine
Organization
o
los
sistemas
burocráticos
o
fabriles
como
metáforas
a
su
vez,
tal
como
antes
hacían
los
monstruos,
del
universo
que
Ligotti
quiere
mostrarnos?
El
capitalismo,
en
este
sentido,
como
las
pesadillas,
es
la
catástrofe
en
la
vida
que
nos
hace
visible
la
catástrofe
que
es
la
vida.
con
ello
la
irrelevancia
en
último
término
de
tales
dolores
frente
a
las
monumentales
dimensiones
de
la
catástrofe
que
siempre
se
avecina
en
sus
relatos.
Dado
que
entre
las
cosas
que
podemos
entender
están
el
carácter
maligno
de
la
existencia,
el
sufrimiento
como
su
principal
cualidad
y
su
absoluto
sinsentido,
sobremanera
este
tercer
aspecto
permite
a
Ligotti
ir
más
lejos
que
nadie
en
el
tensar
la
cuerda
de
sus
atmósferas
y
sucesos
permitiéndose
entre
otras
cosas
un
notable
sentido
del
humor.
Muchas
veces
este
procede
de
la
descripción
de
sus
paisajes
humanos
(donde
destaco,
como
mis
personales
favoritos,
el
de
la
oficina
de
“Mi
defensa
de
una
acción
punitiva”
y
los
hilarantes
artistas
presentes
en
los
relatos
de
la
tercera
parte
de
Teatro
Grottesco),
pero
en
otras,
como
“Atracción
de
feria
y
otros
relatos”
(un
magnífico
ejemplo
por
cierto
de
la
capacidad
de
Ligotti
para
teorizar
sobre
su
propia
práctica)
o
“La
marioneta
payaso”,
el
humor
surge
del
ridículo
consustancial
a
dos
cosas:
nuestra
vida,
y
las
supuestas
manifestaciones
de
lo
siniestro,
lo
arcano,
lo
esotérico,
etc.
Toda
revelación
es
patética
en
Ligotti,
envuelta
en
no
otra
cosa
que
trivialidad.
La
suntuosidad
y
trascendentalidad
de
lo
esotérico
le
produce
visible
desdén,
tal
como
expresa
nítidamente
en
“El
orden
de
la
ilusión”,
sintético
y
espectacular
cierre
de
Noctuario
donde
no
hay
mayor
dolor
que
la
imposibilidad
humana
de
dar
un
sentido
a
lo
que
carece
manifiestamente
de
ello
sin
que
adopte
la
forma
de
parodia.
Las
muñecas
rotas
son
más
reveladoras
que
pentáculos,
crucifijos
y
otros
símbolos,
y
los
escasos
rituales
son
dejados
en
un
riguroso
y
piadoso
fueracampo
del
que
solo
extraemos
lo
esencial.
Hay
otro
factor
adicional:
la
estupidez
consustancial
a
toda
humanidad.
Pero
fundamentalmente,
se
trata
en
Ligotti
de
entender
que
toda
ambición
es
ridícula,
que
toda
esperanza
es
vana.
Por
ello,
nada
más
cómico
en
su
obra
que
los
artistas,
y
por
ello,
como
descubre
el
protagonista,
entre
los
poderes
del
Teatro
Grottesco
(en
el
relato
del
mismo
nombre)
está
el
de
poner
fin
a
la
actividad
artística
de
sus
miembros.
No
hay
nada
que
hacer
en
el
mundo
de
Ligotti,
toda
acción
está
abocada
al
fracaso
o
la
irrelevancia
en
el
mejor
de
los
casos,
y
así
la
lucha
es
frecuentemente
divertida,
resulta
ridícula
y
se
hunde
en
el
sinsentido
contra
el
que
lucha,
razón
por
la
cual
el
protagonista
de
“El
orden
de
la
ilusión”,
firme
creyente
en
el
hecho
de
que
no
hay
más
revelación
que
la
parodia
de
la
misma,
se
encuentra
con
el
patetismo
y
ridículo
de
su
incapacidad
para
evitar
la
resignificación
de
todo
aquello
que
toca,
siendo
finalmente
la
capacidad
de
significar
la
que
deviene
dolor
(el
dolor
del
signo):
la
parodia
duele,
su
contrario
también,
y
así
no
hay
lugar
para
la
lucha
y
el
protagonista
se
deja
hacer,
se
convierte
en
santón
y
vive
el
resto
de
sus
días
en
el
reino
de
la
amargura
y
la
mascarada.
Las
manifestaciones
sobrenaturales
devienen
igualmente
risibles,
y
ahí
es
difícil
igualar
la
originalidad
y
riesgo
del
autor.
Me
permitiré
explicarlo
así:
creo
que
no
seremos
pocos
los
que,
viendo
una
película
o
leyendo
una
historia
de
terror,
no
hemos
pensado:
“¡vaya
tontería!”.
Muchas
veces
el
terror
raya
el
absurdo,
nos
resulta
ridículo
con
sus
fantasmas
jugando
al
despiste,
los
psicópatas
acechando
cansinos
durante
horas,
los
zombis
extenuantemente
lentos…
todos
podemos
pensar
en
muchos
ejemplos.
Ligotti
consigue
el
más
difícil
todavía:
los
hechos
que
narran
sus
historias
resultan
generalmente
absurdos,
suelen
ser
risibles,
y
sin
embargo
es
esto
lo
que
los
convierte
en
terroríficos.
Porque
el
horror
no
necesita
dar
miedo,
una
de
las
grandes
lecciones
de
su
obra.
Si
en
Seres
extraños,
la
desconocida
y
extraordinaria
película
de
Takashi
Shimizu,
el
conmovedor
personaje
interpretado
por
Shinya
Tsukamoto
acababa
descubriendo
que
el
camino
hacia
el
conocimiento
sería
iluminado
por
el
terror,
pues
no
se
tiene
miedo
porque
se
ve
sino
que
es
el
estar
aterrorizado
lo
que
permite
ver,
el
terror
el
que
permite
una
apertura
perceptiva
que
nos
hace
permeables
y
conscientes
de
nuevas
realidades,
podríamos
decir
que
a
Ligotti
este
descubrimiento
ni
le
va
ni
le
viene.
Porque
lo
importante
es
que
es
el
horror
el
que
nos
mira
a
nosotros,
queramos
o
no.
El
nos
ve,
nos
domina,
más
aún:
estamos
hechos
de
horror.
Dar
miedo
es
una
debilidad
que
los
humanos
trasladamos
a
un
reino
al
que
nada
importamos,
por
ello
es
importante
la
escasa
preocupación
de
Ligotti
por
aterrorizar
a
sus
lectores.
Constituyendo
el
ser
mismo
en
toda
su
extensión,
lo
risible
es
la
muestra
de
un
horror
dueño
y
señor
de
la
existencia,
que
no
tiene
necesidad
de
manifestar
su
poder
sobre
nosotros
aterrorizándonos.
Lo
que
muestra
“La
marioneta
payaso”
es
ridículo,
puede
dar
risa
(de
hecho
hay
un
gag
con
un
yoyó
de
un
atrevimiento
difícil
de
creer):
esa
despreocupación
es
el
mayor
signo
de
su
omnipotencia,
de
su
poder
infinito.
Es
el
reino
de
lo
grotesco:
la
transformación
a
la
par
risible
y
espantosa
de
la
realidad,
risible
por
terrible,
terrible
por
risible.
El
hombre
cuyo
guiño
suena
como
el
diafragma
de
una
cámara
sonríe,
y
esa
sonrisa
es
el
signo
de
un
espanto
inasible
y
siempre
triunfante.
Tales
dimensiones
del
espanto
definen
bien
la
dimensión
de
lo
que
Lovecraft
denominaba
“horror
cósmico”.
Los
personajes
de
Ligotti
extreman
sin
duda
las
cualidades
de
los
protagonistas
de
las
obras
de
Lovecraft
o
su
también
admirado
Poe,
pero
el
horror
ahora
es
demasiado
para
que
ser
humano
alguno
lo
soporte.
La
locura,
el
desmayo,
la
muerte,
son
pocas
para
Ligotti,
que
en
Teatro
Grottesco,
como
ya
se
dijo,
describe
una
humanidad
realmente
en
las
últimas,
histérica,
cobarde,
ruin,
reducida
a
la
sombra
decadente
de
lo
que
una
vez
fue
un
sueño
ilusorio.
Es
esto
lo
que
permite
a
Ligotti
llegar
en
ocasiones
a
prescindir
prácticamente
de
la
figura
del
protagonista,
o
ponerla
en
duda,
o
llevarla
a
diversos
usos
extraños,
como
los
de
varios
relatos
del
citado
“Cuaderno
de
la
noche”,
voces
de
no
se
sabe
quién,
o
reducir
a
sus
personajes
a
meros
sujetos
sufrientes
de
situaciones
incomprensibles
(“Las
voces
de
los
huesos”),
aunque
en
ello
puede
entrar
en
sintonía
con
la
corriente
del
horror
moderno
que
incide
sobre
todo
en
los
horrores
de
la
psique
o
la
fragmentación
de
la
identidad
y
la
conciencia,
como
en
“Las
ferias
de
gasolinera”,
“El
bungalow”
y
tantos
otros.
Más
lejos
irá
en
dos
relatos
singulares:
en
la
conclusión
de
“Severini”
las
voces
de
protagonista
y
antagonista
se
funden
alucinatoriamente
en
una
sorprendente
y
enigmática
lección
de
experimentación
literaria
donde
las
barreras
espaciales,
temporales
y
mentales
desaparecen
y
la
palabra
parece
devenir
campo
autónomo
repentinamente
consciente
de
sus
poderes
para
trascender
toda
realidad
descrita
y
mostrar
toda
conciencia
como
efecto,
sedimento
reconstruible
y
reconfigurable
a
capricho
de
poderes
siempre
ocultos.
Pero
a
mi
juicio
la
culminación
de
los
poderes
como
autor
literario
de
Ligotti
se
sintetizan
en
su
mejor
relato
y,
para
un
servidor,
el
que
quizás
sea
el
mejor
relato
de
horror
jamás
escrito:
“La
Torre
Roja”.
Aquí,
Ligotti
no
se
cruza
con
el
habitual
Kafka
sino
si
acaso
con
Roussel,
en
una
historia
que
no
es
más
que
la
descripción,
alucinada
y
fascinada,
de
una
misteriosa
fábrica
(otra
vez)
quizás
abandonada,
sin
puertas
ni
ventanas,
y
sus
sorprendentes
líneas
de
producción.
En
la
descripción
detallada
y
detenida
del
lugar,
en
otro
prodigioso
uso
de
las
sugerencias,
las
sospechas
y
los
rumores,
se
acaba
decantando
una
voz
narradora
que
acabamos
conociendo
como
un
mero
efecto
de
aquello
que
describe…
y
que
nunca
ha
visto
y
quizá
nadie
haya
visto
nunca
pero
de
lo
que
todos
hablan
y
nunca
nadie
deja
de
hablar,
reducida
toda
existencia
humana
a
la
especulación
sobre
los
misterios
de
la
fábrica
misteriosa.
El
narrador
es
efecto
de
lo
narrado
y
no
vive
más
que
para
narrar:
reducido
a
su
voz,
a
su
terror,
Ligotti
nos
muestra
como
pocas
veces
se
ha
visto
la
desnudez
absoluta
de
una
humanidad
reducida
al
simple
pavor,
en
el
fondo
el
resultado
no
ya
solo
de
la
Torre
Roja
sino
de
la
propia
literatura,
la
necesidad
de
que
alguien
hable
y
describa.
A
veces
la
literatura,
el
arte,
tiene
esos
poderes:
permitirnos
creer
que
estamos
destruyendo
el
mundo,
o
afirmándolo
tal
como
en
realidad
es:
el
infierno
que
bastará
pasar
la
página
para
ver
reconfigurado,
siempre
renacido
y
único.
Con
la
única
esperanza
de
que
algún
día
advenga
la
última
página,
tras
la
cual
no
basten
ya
las
metáforas
para
disimular
el
dolor
y
nos
decidamos
a
dejarnos
de
historias
y
destruir
por
fin,
de
la
única
manera
en
verdad
posible,
el
mundo.
Publicado
en
Marginalia,
30-‐IV-‐18:
http://marginaliafragmentos.blogspot.cl/2018/04/thomas-‐ligotti-‐una-‐
introduccion.html
9-‐V-‐18:
http://marginaliafragmentos.blogspot.cl/2018/05/thomas-‐ligotti-‐una-‐
introduccion-‐2-‐de-‐3.html
15-‐V-‐18:
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