You are on page 1of 49

Texto 1

1- Leer el texto íntegramente.


2- Determinar la maquinaria discursiva.
3-

07/03/2018 Rápido y curioso:


Acerca del derecho a la vida, por Sol Minoldo
7 ideas fundamentales para conversar y definir una postura sobre el aborto legal.

El 6 de marzo se presentó en el congreso un proyecto para legalizar el aborto, con la firma de


71 diputados de todas las bancadas. Como aclara Cecilia González, la legalización no se reduce a dejar de
criminalizar el aborto (que sería el caso de la despenalización), sino que obliga al Estado a garantizar el
derecho de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo.
Tratándose de un tema que tiende a generar debates apasionados, que el presidente decidiera
‘permitir’ el debate desató la controversia en redes sociales y medios de comunicación. Y sí, el debate social
es fundamental, pero un debate maduro requiere discutir sin recurrir a datos falsos o a falacias
argumentativas. En esta nota vamos a intentar aclarar algunos puntos para desenmarañar confusiones o
desconocimientos que oscurecen el debate, y lo estancan.

¿Es un dato científico que hay una ‘persona’ desde la ‘concepción’?


Empecemos por un equívoco que nunca está de más aclarar: la fecundación no puede ser
científicamente considerada ‘el origen de la vida’, ya que también espermatozoide y óvulo son células
‘vivas’. Lo que realmente separa las aguas del debate es desde cuándo existe una ‘persona’. Y por
mucho que algunos lo repitan, no es cierto que la ciencia haya dado ‘evidencia’ de que ese momento es la
fecundación (o sea, la fertilización de un óvulo por un espermatozoide). Como explica esta nota, una cosa es
que la ciencia pueda dar cuenta de que a partir de ese momento existe un nuevo genoma único, diferente al
de la madre gestante y al del padre, y otra muy diferente es identificar ‘un genoma único’ con ‘una persona
con derechos’. Ese salto pretende dar autoridad científica a una afirmación que no puede hacerse desde la
ciencia, porque no es un hecho, sino una valoración de los hechos, una manera de interpretarlos.
Lo que sí puede hacer la ciencia es, como bien apunta Rivera López, darnos información para
identificar cuándo un ser biológico cumple con las condiciones necesarias para atribuirle la categoría de
persona con derechos, pero para ello debemos establecer primero un concepto de persona, que es
siempre normativo. Así, la existencia de un genoma único puede ser un hecho científico y, sin embargo, no
constituir condición suficiente para determinar la existencia de una persona con los mismos derechos que
una mujer gestante. Para algunos, por ejemplo, la existencia de un sistema nervioso desarrollado que
permita ‘sentir’ o percibir el entorno, puede ser más importante que el genoma único, y eso ya corre la
frontera entre 20 y 30 semanas desde la fecundación (como contamos en esta nota).
Otra cuestión que se mezcla en el debate es la valoración moral de las ‘responsabilidades’ de las
mujeres por los embarazos no deseados. Pero desde ese punto de vista algunas mujeres tendrían más
derechos que otras a disponer de su cuerpo. Mientras en unos casos la vida de un embrión o feto es
considerada secundaria a los derechos de la mujer gestante, en otros casos, cuando las mujeres no están en
riesgo ni fueron violadas, sus derechos sí estarían relegados. Se impone, ante todo, un mandato de
maternidad que sólo estaría excusado en casos especiales. Se trata de una tutela sobre el cuerpo y las
decisiones de las mujeres mientras que, por otro lado, preocupa mucho menos cuando los embriones no
están dentro de su cuerpo. Basta ver la aceptación general de que, para técnicas de reproducción asistida,
se congelen los embriones ‘sobrantes’, y que incluso luego de un tiempo sean descartados sin que haya
demasiados que consideren que se están ‘asesinando personas’.

¿Por qué se dice que el aborto es un problema de salud pública?


Cuando entendemos ‘salud pública’ como el interés por la salud colectiva, adquiere sentido la
preocupación de hace ya décadas por las consecuencias del aborto inseguro, que cada año dañan la salud de
1
cientos de miles de mujeres en el mundo y se cobran la vida de decenas de miles (los números están más
abajo).
Ya en 1967, la Asamblea Mundial de la Salud identificó el aborto inseguro como un problema serio
de salud pública en muchos países. En 1994, los Estados de cerca de 180 países participaron en la
Conferencia de Población y Desarrollo realizada en El Cairo, organizada por Naciones Unidas. En el
documento final se instaba “a todos los gobiernos y a las organizaciones intergubernamentales y no
gubernamentales pertinentes a incrementar su compromiso con la salud de la mujer, a ocuparse de los
efectos que en la salud tienen los abortos realizados en condiciones no adecuadas como un importante
problema de salud pública y a reducir el recurso al aborto mediante la prestación de más amplios y mejores
servicios de planificación de la familia”. En las bases del artículo sobre salud de la mujer se expresaba la
preocupación por los fallecimientos y lesiones permanentes causadas por abortos inseguros y el impacto
que ello implica también para el resto de la familia, “dado el papel decisivo que desempeña la mujer en la
salud y el bienestar de sus hijos”. Así, aunque insistiendo en un estereotipo que asimila a la mujer con la
maternidad, el documento reconocía que la muerte o el daño en la salud de mujeres que abortan no es sólo
un problema de ellas. Otro punto relevante del documento aclara la importancia de garantizar el acceso a
aborto en condiciones adecuadas cuando éste no sea ilegal. Es decir que, en caso de despenalizar, se
debería dar un paso más para garantizar buenas condiciones a todas las que aborten.
La delegación Argentina planteó reservas en este punto, expresando que “la vida comienza desde la
concepción” y que desde ese momento “la persona, en su dimensión única e irrepetible, goza del derecho a
la vida”. Por tanto, “no puede admitir que en el concepto de salud reproductiva se incluya el aborto”. Para
poner algo de contexto, vale comentar que Argentina también planteó reservas respecto de otro artículo que
aceptaba las distintas formas que la familia puede tener, aclarando que “en ningún caso puede alterar su
origen y fundamento, que es la unión entre varón y mujer, de la cual se derivan los hijos”.
Las otras delegaciones que también plantearon reservas sobre la inclusión del aborto como un
problema de salud pública fueron Honduras, Salvador, Nicaragua, República Dominicana, Ecuador,
Guatemala, Perú, Vaticano, Malta, Pakistán, Libia y Emiratos Árabes.
Las preocupaciones planteadas en el informe de El Cairo respecto del aborto inseguro como
problema de salud pública, fueron reafirmadas en 1995 en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer (en
Beijing) y en la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo de 1999 (en Nueva York).
En 2013 se celebró la primera versión regional de estas conferencias de población con la Primera
Reunión de la Conferencia Regional sobre Población y Desarrollo de América Latina y el Caribe. El
documento final se conoce como Consenso de Montevideo y plantea la preocupación por las muertes
maternas provocadas por abortos inseguros, refiriendo además a las consecuencias de su penalización:
“algunas experiencias en la región muestran que la penalización del aborto provoca el incremento de la
mortalidad y morbilidad maternas y no disminuye el número de abortos, todo lo cual aleja a los Estados del
cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio”. Por tanto, se acuerda “eliminar las causas
prevenibles de morbilidad y mortalidad materna, incorporando en el conjunto de prestaciones integrales
de los servicios de salud sexual y salud reproductiva medidas para prevenir y evitar el aborto inseguro, que
incluyan la educación en salud sexual y salud reproductiva, el acceso a métodos anticonceptivos modernos
y eficaces y el asesoramiento y atención integral frente al embarazo no deseado y no aceptado y, asimismo,
la atención integral después del aborto, cuando se requiera, sobre la base de la estrategia de reducción de
riesgo y daños”. Y además, “asegurar, en los casos en que el aborto es legal o está despenalizado en la
legislación nacional, la existencia de servicios de aborto seguros y de calidad para las mujeres que cursan
embarazos no deseados y no aceptados e instar a los demás Estados a considerar la posibilidad de modificar
las leyes, normativas, estrategias y políticas públicas sobre la interrupción voluntaria del embarazo para
salvaguardar la vida y la salud de mujeres y adolescentes, mejorando su calidad de vida y disminuyendo el
número de abortos”.

¿Cuál es el impacto del aborto en el mundo y en nuestro país?


La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que cada año se efectúan, en todo el mundo, unos
22 millones de abortos peligrosos, es decir, que no fueron realizados por personas con capacitación
adecuada y empleando técnicas correctas, o se llevaron a cabo en un entorno donde se carece de un estándar
médico mínimo. Unos 5 millones de mujeres ingresan en hospitales como consecuencia de complicaciones
por abortos inseguros, que pueden ser aborto incompleto (no se retiran o se expulsan del útero todos los

2
tejidos embrionarios), hemorragias (sangrado abundante), infección, septicemia, peritonitis, perforación
uterina (cuando se atraviesa el útero con un objeto afilado) y daños en el tracto genital y órganos internos
debidos a la introducción de objetos peligrosos. Además, más de 3 millones de mujeres que han sufrido
complicaciones a raíz de un aborto peligroso no reciben atención médica. En 2008 se calcula que se
produjeron 47.000 defunciones a causa de abortos peligrosos a nivel mundial.
De acuerdo con información de Estadísticas vitales del Ministerio de Salud, disponibles desde 2001,
en Argentina la cantidad de muertes en este milenio por ‘embarazo terminado en aborto’ han ido de
un máximo de 100 a un mínimo de 43 por año, representando entre el 31,3% y el 12,8% de las
muertes maternas totales. Vale aclarar que si bien los datos no distinguen entre abortos espontáneos o
inducidos, las evidencias muestran que la mortalidad está asociada casi siempre con su inducción en
condiciones de inseguridad (algo que se desprende de las bajas o nulas tasas de mortalidad materna a las
que se asocia el aborto en los países donde se realiza en condiciones seguras).

Fuente: Estadísticas vitales del Ministerio de Salud de la Nación


Hace falta aclarar que las muertes registradas como relacionadas con aborto tienden a subestimar la
cantidad real. Como explica la OMS, puede ocurrir que, al producirse tras un procedimiento clandestino o
ilegal, el incidente no se notifique en forma confiable, sobre todo si no ocurre de forma inmediata al
procedimiento.
Teniendo en cuenta la cantidad de hospitalizaciones por complicaciones relacionadas a aborto, se
puede hacer una estimación de la cantidad de abortos clandestinos. Así, un trabajo sobre los datos del año
2000 estimó que las 65.735 intervenciones hospitalarias por aborto daban cuenta de 446.998 abortos
inducidos ese año en nuestro país.

¿Los abortos son siempre un riesgo?


Un argumento que relativiza los problemas de la penalización (o las ventajas de la legalización) es
que, en realidad, el aborto es siempre una práctica de riesgo. Sin embargo, La Organización Mundial de la
Salud cuenta con evidencias que indican que la diferencia de riesgo del aborto inducido es enorme según el
marco legal y las condiciones de acceso a servicios de salud seguros (un aborto inseguro en Latinoamérica
puede ser entre 300 y 30 veces más letal que un aborto legal quirúrgico, como se aprecia en los gráficos de
abajo).
Otro factor que, según indican las evidencias, aumenta el nivel de riesgo en un aborto ilegal son las
condiciones socioeconómicas desfavorables, en contraposición al bajo nivel de riesgo al que se exponen las
mujeres que pertenecen a estratos socioeconómicos medios o altos, que pueden financiar un aborto en
condiciones seguras.
Las legislaciones restrictivas conllevan consecuencias completamente evitables sobre la salud y la
vida de las mujeres que abortan. Al quedar relegados a la clandestinidad, los abortos son realizados muchas
veces en condiciones inseguras y/o sus complicaciones son tardíamente o mal atendidas.
Los gráficos de abajo muestran que mientras un aborto legal es más seguro que un parto, las
tasas de letalidad de un aborto inseguro pueden ser muy altas.
3
Tasa de letalidad de abortos inducidos legales, abortos espontáneos y partos a término en EEUU cada 100 mil procedimientos.

Tasa de letalidad cada 100 mil procedimientos de aborto inseguro, por región, 2008 (Fuente: OMS).

¿El aborto traumatiza a las mujeres?


Los estudios sobre el tema (como este, este, este, este, este, este, este, este y este, entre otros) no
avalan que exista un síndrome traumático postaborto, algo así como daños emocionales ligados de manera
intrínseca a la práctica de abortar. Por un lado, no todas las mujeres que abortan voluntariamente padecen
posteriormente efectos psicológicos traumáticos o problemas en la salud mental. Y por otro, si bien en
algunos casos, abortar efectivamente puede tener un efecto traumático, depende mucho de la
estigmatización, de la falta de contención social, afectiva, familiar, de sentimientos de culpa relacionados
con significaciones sociales, de la ilegalidad de la práctica y de las condiciones en que se aborta.
Las mujeres que interrumpen un embarazo rompen las expectativas sociales dominantes sobre la
‘naturaleza’ de ‘ser mujer’, que asocia la sexualidad femenina a lo reproductivo, la maternidad como destino
y deseo de toda mujer e incluso un ‘instinto natural femenino’ de cuidado hacia los vulnerables. Al desviarse
de esa norma la mujer pasa a ser vista como ‘promiscua’, ‘irresponsable’, ‘egoísta’ o ‘descorazonada’, entre
otras lindezas.
La estigmatización social del aborto implica que las mujeres (y en ocasiones también sus parejas)
experimenten presión desde sus familias y entornos afectivos para continuar con el embarazo o bien que,
en caso de abortar, reciban una fuerte condena de sus comunidades. Ello lleva a que la experiencia de abortar
se realice frecuentemente sin contar con apoyo emocional de amigos y familiares, con una fuerte carga de
marginación y silenciamiento.
El estigma ligado al aborto también puede existir de forma internalizada de modo que, más allá del
rechazo social, genera sentimientos de culpa, vergüenza, miedo y tristeza. En gran medida, los sentimientos
asociados al aborto están relacionados con los significados que las mujeres tienen sobre la maternidad, la
feminidad y el aborto.

4
Si bien el estigma puede existir tanto en contextos de legalidad como de ilegalidad, la prohibición
legal lo magnifica, lo reafirma y lo legitima.
Varios estudios (como este, este, este o este) muestran que la ilegalidad y la penalización generan
altos niveles de temor, incertidumbre y angustia. En contextos de una práctica de aborto insegura,
predomina el miedo a morir como sentimiento previo. Además, se experimenta el temor a la denuncia y la
sanción penal. Cuando necesitan recurrir a servicios de salud por complicaciones en el procedimiento de
aborto, las mujeres temen ser maltratadas, estigmatizadas, o incluso denunciadas.
Por otro lado, la experiencia de abortar en clandestinidad puede implicar un sufrimiento físico
evitable. Incluso al abortar con misoprostol, pero con el sentimiento de desprotección que supone hacerlo
en secreto y temer necesitar ayuda médica, se acentúan los temores asociados al dolor, la demora para
completar el procedimiento, el sangrado prolongado o la posibilidad de que no sea efectivo y tener que
acudir a una institución para completar el aborto.
De acuerdo con los estudios (como este, este, este o este) , las consecuencias del aborto pueden ser,
de hecho, positivas cuando se realiza en condiciones seguras y legales, con información y bajo supervisión
médica, y contando con apoyo social y afectivo. En esos casos predomina la asociación del aborto con
sentimientos de alivio.

¿Es costoso garantizar el acceso gratuito al aborto?


Para poder analizar adecuadamente el costo de garantizar el acceso seguro al aborto hay que
considerar el costo que tienen las consecuencias del aborto inseguro, porque lo cierto es que la atención a
mujeres con complicaciones de aborto inseguro consume una enorme cantidad de recursos (en Argentina
las intervenciones hospitalarias por aborto rondan las 60 mil por año). Por eso, el costo de las prácticas
seguras se compensa, al menos en buena parte, por la reducción de costos de atención de las complicaciones
derivadas de abortos mal realizados. Además, la introducción de métodos eficaces para atender
complicaciones de aborto, algo que sería posible si la práctica se institucionaliza, permite reducir el tiempo
de internaciones y los costos de las intervenciones, como enseñan las experiencias en otras partes del
mundo. En Uruguay, por ejemplo, un estudio calculaba en 2007 un ahorro del 82% por cada intervención
cambiando la atención quirúrgica hospitalaria del aborto (o sea, el legrado) por una ambulatoria con AMEU
(aspiración manual endouterina).

¿Qué dice la ley sobre el aborto en Argentina?


En Latinoamérica predomina una legislación restrictiva. El aborto está totalmente despenalizado en
Cuba (desde 1965), en Guyana (desde 1995), en Uruguay (desde 2013) y en el Distrito Federal de México
(desde 2007). Además, en Puerto Rico está despenalizado ‘de facto’ (por un lado, la ley teóricamente prohíbe
el aborto que no esté indicado por un médico para proteger la salud de la embarazada pero, por otro, esa ley
contraviene un dictamen del Tribunal Supremo de EE.UU al afectar a derechos fundamentales). En el otro
extremo, el aborto está totalmente penalizado en El Salvador, Honduras, Nicaragua, República Dominicana,
y lo estaba en Chile hasta 2017. En los demás 25 países, incluida Argentina, está despenalizado de forma
parcial para ciertos causales (cuando corre riesgo la vida de la mujer, cuando el embarazo resulta de una
violación, cuando la mujer tiene retraso mental y/o cuando está en riesgo la salud de la mujer).
En nuestro país existe el aborto legal para casos específicos, garantizado como un derecho en
la constitución. En los hechos, sin embargo, este derecho no estaba garantizado por las dificultades
que implicaba hacerlo valer, ya que sólo se accedía pidiendo permiso a la justicia. En 2012 la Corte
Suprema determinó que ese trámite no era necesario e instó a los centros de salud a implementar un
protocolo sobre el procedimiento que garantizara el acceso al aborto en los casos legales. Uno de los puntos
del protocolo que generó resistencia fue permitir el aborto en caso de violación sólo con una declaración
jurada por parte de la mujer que lo solicitaba, es decir, sin que mediara denuncia penal. Al día de hoy, el
aborto legal dispuesto por la constitución no es un derecho garantizado porque grupos de presión,
fundamentalmente relacionados con la iglesia católica, han conseguido que el protocolo no se implemente.
Si ya es difícil que el Estado garantice el aborto que reconoce como un derecho, mayor desafío es
conseguir una ley que lo legalice por completo. En estos días, con motivo del inminente debate, algunas
personas han afirmado (por ejemplo acá, acá o acá) que dicha ley sería inconstitucional, contraria a
diferentes tratados de derechos humanos.

5
¿Legalizar el aborto violaría el ‘derecho humano a la vida’?
La constitución Argentina incorporó, con la reforma de 1994, diversos tratados de derechos
humanos. Algunas personas sostienen que el aborto no sería constitucional porque en uno de esos tratados,
la Convención Americana sobre Derechos Humanos, se define que el derecho a la vida es ‘a partir de la
concepción’.
Este debate ya lo tuvo Uruguay, cuando discutía su despenalización. Por entonces también había
quienes interpretaban que la Convención era contraria al sostener que “toda persona tiene derecho a que
se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley, y, en general, a partir del momento de la
concepción”. Pero lo cierto es que el texto incluye, entre comas, las palabras ‘en general’. La Comisión
Interamericana de Derechos Humanos analizó por entonces que la inclusión de esas palabras no era casual.
Se agregó para que los Estados pudieran legislar sobre un amplio abanico de excepciones, sin violar la
Convención.
Otra cuestión señalada por la CIDH fue que, por otro lado, la penalización del aborto incumplía con
otros tratados de derechos, como la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención sobre la
Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, y que el derecho a la vida no debe
entenderse como un derecho absoluto, cuya protección pueda justificar la negación total de otros derechos.
En la misma línea, la Corte Suprema de Justicia argentina sostuvo que la protección jurídica al embrión no
es absoluta y, por lo tanto, puede ser balanceada con otros derechos e intereses.
Por último, en la Convención de los Derechos del Niño se entiende por niño “todo ser humano menor
de dieciocho años de edad” pero no se especifica desde cuándo. Es Argentina la que, mediante la ley con la
que adhiere a la convención, formula entre sus reservas la aclaración de que interpreta el niño “desde la
concepción”. Pero al tratarse de una ley, no tiene rango constitucional y no representa un obstáculo para
avanzar en una ley que legalice el aborto.

Si te hubieran abortado…
Para terminar, hay un razonamiento que aparece de forma recurrente en el debate sobre el aborto:
la especulación contrafáctica. A modo de argumento, muchas veces se hace referencia a que ‘si te hubieran
abortado, no estarías acá’ o ‘si su madre lo hubiese abortado, tal o cual genia/héroe/capo no habría nacido’.
El primer problema con este argumento es que, es cierto, en caso de ser abortado, ‘alguien’ no nace, y eso
podemos lamentarlo cuando ese ‘alguien’ somos nosotros o alguna persona que nos parece valiosa. Pero si
se trata de argumentar con la información sobre la mesa, podríamos decir exactamente lo contrario, y
entonces sería para lamentarnos que su madre no haya abortado en su momento a alguno de esos seres que
hacen del mundo un lugar peor. El segundo problema es que, aunque fuera cierto que todos los abortos nos
privaran de la existencia de personas maravillosas, es un paso más complicado considerar eso como un
argumento para prohibirlos. Es que, en esa misma línea, sería judiciable todo aquello que impida la
fecundación de cada persona específica, real o hipotética, como por ejemplo que los padres del susodicho
no hubiesen tenido sexo cierto día puntual, o usaran un método anticonceptivo.

Desnaturalizar ideas y ordenar la discusión nos pone de frente a los axiomas encerrados en cada
postura y a la forma, muchas veces falaz, en la que se construyen argumentos a partir de esos axiomas.
Queremos que esta conversación se de pública y masivamente, que los implícitos en nuestros
representantes se hagan explícitos. Que si vamos a votar de acuerdo a nuestras creencias, lo hagamos de
forma explícita. Que aclaremos los argumentos con los que definimos (desde) cuándo existe una ‘persona’
con derechos. Que votemos en libertad e informados, teniendo siempre presente que se trata (también) de
un problema de salud pública que, directa o indirectamente, nos afecta a todos.
Y que esta conversación no se quede solamente en el aborto, porque es un pedido sobre nuestros
derechos más fundamentales: ‘Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal
para no morir’.

Sol Minoldo (Socióloga, cordobesa y doctora de las que no curan.


Aficionada a la fotografía y los helados de chocolate)

(Fuente: https://elgatoylacaja.com.ar/noticias/acerca-del-derecho-a-la-vida/)
--------------------

6
BEATRIZ PRECIADO - Transfeminismo y micropolíticas del género en la era
farmacopornográfica

Estamos asistiendo a una mutación de los dispositivos biopolíticos de producción y control del
cuerpo, el sexo, la raza y la sexualidad. La transformación a gran escala que afecta a la naturaleza de
los procesos de producción de la vida en el capitalismo vendrá a modificar también la topografía de la
opresión y las condiciones en las que la lucha y la resistencia son posibles. Será necesario crear nuevas
formas de combate que escapen al paradigma dialéctico de la victimización, pero también a las lógicas
de la identidad, la representación y la visibilidad que en buena medida ya han sido re-absorbidas por
los aparatos mercantiles, mediáticos y de hipervigilancia como nuevas instancias del control. Parte del
reto político consistirá en cómo las minorías sexuales y los cuerpos cuyo estatuto de humano o su
condición de ciudadanía han sido puestos en cuestión por los circuitos hegemónicos de la
biotanatopolítica puedan tener acceso a las tecnologías de producción de la subjetividad para redefinir
el horizonte democrático.
Este diagrama tentativo podría servir para cartografiar el paso de las gramáticas del feminismo
clásico a las del transfeminismo queer y postcolonial :

Feminismo hetero-blanco \\\\ Transfeminismo queer y postcolonial



Feminismo de libre mercado

Fordismo \\\\ Postfordismo/farmacopornismo

Sujeto \\\\ Procesos de subjetivación

Mujer \\\\ Multitudes queer

Esencia \\\\ Materialización performativa

Identidad \\\\ Desidentificación

Autonomía \\\\ Relacionalidad

Sexo \\\\ Sexⓒ

Género \\\\ Tecnogénero

Caracteres sexuales secundarios \\\\ Biocódigos de género

Transexualidad \\\\ Transgénero

Normalización \\\\ Desobediencia

Blanco/negro \\\\ Multiracial (crítica descolonial de la noción de raza)

Hetero/homosexualidad \\\\ Pansexualidad (crítica queer de la noción de diferencia sexual)

Naturaleza/Cultura
 Esencialismo/constructivismo \\\\ Arquitecturas vivas

Disciplinas \\\\ Tecnologías blandas

Conocimiento científico \\\\ Saber situado

Nacionalismo \\\\ Alianzas transnacionales

Local/global \\\\ Glocal

Dialéctica de la opresión \\\\ Bio-tanato-políticas

Política de identidad \\\\ Micropolíticas post-identitarias
Representación \\\\ Experimentación/Mutación
Visibilidad \\\\ Imperceptibilida
Victimismo \\\\ Agenciamiento
Ecologismo naturalista \\\\ Ecotecnofeminismo
Porno-propaganda \\\\ Post-pornografía

7
El transfeminismo queer y postcolonial se distancia, por una parte, de lo que Jackie Alexander y
Chandra Tapalde Mohanty denominan “feminismo de libre mercado” que ha hecho suyas las demandas
de vigilancia y represión del biopoder y exige que se apliquen (censura, castigo, criminalización…) en
nombre y para protección de “las mujeres”. Pero también, se construye en oposición frente a un
movimiento homosexual normalizado cuyas retóricas de liberación han sido recuperadas por los
círculos de socialización individuo/familia/nación, frente un movimiento gay manso y amnésico que
busca el consenso, el respeto justo de la diferencia tolerable, la integración, a menudo reducido a fetiche
multicultural en su propio proceso de espectacularización de la diferencia.
Para poder funcionar como contra-bio-tanato-políticas de género, las nuevas micropolíticas
sexuales deberán estar atentas a los incesantes desplazamientos del marco conceptual en que se
redefine la subjetividad normal y patológica: la normalización de la homosexualidad y la inscripción de
las llamadas políticas de género en los organismo administrativos y legales se han visto acompañadas
de la aparición de nuevas formas de control (i.e.: intersexualidad, anorgasmia, disfunción erectil), así
como de una creciente criminalización de la sexualidad masculina (i.e.: pedofilia), en paralelo con la
institucionalización estatal de formas de violación y violencia misógina y homófoba.
Aparecen frente ellas nuevas reinvindicaciones que proceden de cuerpos minoritarios y de sus
modos de reapropiación de las tecnologías farmacopornográficas de producción de la identidad:
demandas de re-definición del cuerpo y de la identidad sexual e invención de formas de “desobediencia
de género” que proceden de los colectivos transgénero y gender-queer, pero también críticas de los
dispositivos teológico y médico-jurídicos de asignación de género en la primera infancia que vienen de
los colectivos intersexuales o de los movimientos transfeministas en contextos cristianos o musulmanes,
proposiciones de multiplicación y distorsión de las formas de visibilidad sexual que surgen en los
movimientos postpornográficos…
En una nueva situación geopolítica, las críticas postcoloniales y de descolonización han
subrayado el carácter eurocéntrico del feminismo de la segunda ola. No hay ni puede haber un
programa feminista único y exportable, derivado de una identidad esencial o de una opresión común.
Podríamos decir que, en este sentido, el paisaje del feminismo contemporáneo es deleuziano: está
hecho de minorias, de multiplicidades y de singularidades, y todo ello a través de una variedad de
estrategias de lectura, reapropiación e intervención irreductibles a los slogans de defensa de la “mujer”,
la“identidad”, la “libertad”, o la “igualdad”.
Habrá que salir del confort regional del feminismo como teoría especializada en la opresión de
las mujeres para hacer del análisis transversal de la opresión (corporal, racial, de género, sexual,
económica) una teoría de transformación social y de redefinición de los límites de la esfera pública.
Frente a la interrelación vital e inmediata de la totalidad del planeta, aparece más que nunca la exigencia
de teorías feministas y queer de conexiones extensas y umbrales móviles. Se tratará de establecer
redes, proponer estrategias de traducción cultural, compartir procesos de experimentación colectiva, no
tanto de labelizar modelos revolucionarios deslocalizables, como de lo que podríamos llamar poner en
común “revoluciones vivas”.
Por último, y quizás este sea su aspecto más esperanzador, como revoluciones pacíficas y
altamente autocríticas, el feminismo y los movimientos queer se convierten - frente al hundimiento de
las grandes ideologías y la extensión del modelo de la política-terror - en auténticos laboratorios de las
revoluciones sociales y políticas por venir, auténticas contra-bio-tanato-políticas capaces de inventar
formas de resistencia a la violencia de la norma y de re-definir las condiciones de supervivencia de la
multiplicidad.

Fuente: http://arte-nuevo.blogspot.com/2009/05/transfeminismo-y-micropoliticas-del.html
--------------------------------

Rita Segato: “Una falla del pensamiento feminista es


creer que la violencia de género es un problema de
hombres y mujeres”
22 septiembre, 2017 por Redacción La Tinta

8
Más allá de todo prejuicio escandalizador, Segato ha propuesto una mirada profunda
sobre la violencia letal sobre las mujeres, entendiendo a los femicidios como una problemática
que trasciende a los géneros para convertirse en una expresión de una sociedad que necesita
de una “pedagogía de la crueldad”.
Por Florencia Vizzi y Alejandra Ojeda Garnero para El Ciudadano

Rita Segato es doctora en Antropología e investigadora. Es, probablemente, una de las


pensadoras feministas más lúcidas de esta época. Y tal vez de todas las épocas. Ha escrito
innumerables trabajos a partir de su investigación con violadores en la penitenciaría de Brasilia, como
perito antropológico y de género en el histórico juicio de Guatemala en el que se juzgó y condenó por
primera vez a miembros del Ejército por los delitos de esclavitud sexual y doméstica contra mujeres
mayas de la etnia q’eqchi, y fue convocada a Ciudad Juárez a exponer su interpretación en torno a los
cientos de femicidios perpetrados en esa ciudad. Su currículum es largo e impresionante.
Más allá de todo prejuicio escandalizador, Segato ha propuesto una mirada profunda sobre la
violencia letal sobre las mujeres, entendiendo a los femicidios como una problemática que trasciende a
los géneros para convertirse en un síntoma, o mejor dicho, en una expresión de una sociedad que
necesita de una “pedagogía de la crueldad” para destruir y anular la compasión, la empatía, los vínculos
y el arraigo local y comunitario. Es decir todos esos elementos que se convierten en obstáculo en un
capitalismo “de rapiña”, que depende de esa pedagogía de la crueldad para aleccionar.
Es, en ese sentido, que el ejercicio de la crueldad sobre el cuerpo de las mujeres, pero que
también se extiende a crímenes homofóbicos o trans, todas esas violencias, “no son otra cosa
que el disciplinamiento que las fuerzas patriarcales imponen a todos los que habitamos ese
margen de la política, de crímenes del patriarcado colonial moderno de alta intensidad, contra
todo lo que lo desestabiliza”. En esos cuerpos se escribe el mensaje aleccionador que ese
capitalismo patriarcal de alta intensidad necesita imponer a toda la sociedad.
No es tarea sencilla entrevistar a Rita, que es una especie de torbellino, capaz de enlazar con
extrema claridad y sutileza los argumentos más complejos. Se toma su tiempo para responder, analiza
cada pregunta, la desgrana, profundiza y vuelve a empezar con una vuelta de tuerca sobre cada
concepto. Tiene su propio ritmo y seguirlo puede ser un desafío.

—En el marco del alarmante crecimiento de los casos de violencia de género, ¿podría profundizar
en el concepto que desarrolló de que la violencia letal sobre la mujer es un síntoma de la sociedad?
—Desigualdad de género, control sobre el cuerpo de la mujer desde mi perspectiva, hay otras
feministas que no coinciden, acompañan la historia de la humanidad. Sólo que, contrariamente a lo que
pensamos y a eso que yo llamo prejuicio positivo con relación a la modernidad, imaginamos que la
humanidad camina en la dirección contraria. Pero los datos no confirman eso, al contrario, van en
aumento. Entonces tenemos que entender cuáles son las circunstancias contextuales e históricas.
Una de las dificultades, de las fallas del pensamiento feminista, es creer que el problema de la
violencia de género es un problema de los hombres y las mujeres. Y en algunos casos, hasta de un
hombre y una mujer. Y yo creo que es un síntoma de la historia, de las vicisitudes por la que pasa la
sociedad. Y ahí pongo el tema de la precariedad de la vida.
La vida se ha vuelto inmensamente precaria, y el hombre, que por su mandato de
masculinidad, tiene la obligación de ser fuerte, de ser el potente, no puede más y tiene muchas
dificultades para poder serlo. Y esas dificultades no tienen que ver como dicen por ahí, porque
está afectado por el empoderamiento de las mujeres, que es un argumento que se viene
utilizando mucho, que las mujeres se han empoderado y que los hombres se han debilitado por
ello y por lo tanto reaccionan así… no. Lo que debilita a los hombres, lo que los precariza y los
transforma en sujetos impotentes es la falta de empleo, la inseguridad en el empleo cuando lo
tienen, la precariedad de todos los vínculos, el desarraigo de varias formas, el desarraigo de un
medio comunitario, familiar, local… en fin, el mundo se mueve de una manera que no pueden
controlar y los deja en una situación de precariedad, pero no como consecuencia del
empoderamiento de las mujeres, sino como una consecuencia de la precarización de la vida, de
la economía, de no poder educarse más, leer más, tener acceso a diversas formas de bienestar.
Y eso también va en dirección de otra cosa que vengo afirmando: que hay formas de agresión
entre varones que son también violencia de género. Yo afirmo que los varones son las primeras

9
víctimas del mandato de masculinidad. Con esto no estoy queriendo decir que son víctimas de las
mujeres, y quiero dejarlo bien en claro porque se me ha entendido de una manera equivocada muchas
veces. Estoy diciendo que son víctimas de un mandato de masculinidad y una estructura jerárquica
como es la estructura de la masculinidad. Son víctimas de otros hombres, no de las mujeres.

—Muchas mujeres reciben esta violencia como algo normal. ¿Por qué?
—Por eso, sobre todo en España, al principio, cuando en las primeras campañas por los
derechos de la mujer empezaron a aparecer estas mujeres golpeadas en la televisión, fue muy fuerte y
causó mucho impacto. Plantear que la violencia doméstica es un crimen creo que fue el mayor avance
de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw),
es decir, que algo que es una costumbre puede ser un crimen. Es dificilísimo, sobre todo en el campo
del derecho dar ese paso, porque el derecho es como la santificación de todo lo que es la costumbre
como ley. Pero la Cedaw dice: esta costumbre es un crimen, no puede ser transformada en ley. En ese
caso de la violencia doméstica, de las violaciones domésticas, se ha marchado en el camino de
comprender que es un crimen.
Ahora, lo que nos da a nosotros una pauta, una luz para entender mejor todo ese tema, es que
cuando hay un óbito, cuando aparece un cuerpo, un asesinato de mujer nunca fue natural, ni antes ni
ahora ni nunca. Y ahí vemos que hay una dificultad del derecho y del Estado en ganar terreno en este
campo. Porque, sin ninguna duda, están en aumentando cada vez los feminicidios, ese verdadero
genocidio de mujeres que estamos viviendo, de varias formas. Y eso lo sabemos porque ya hay más
de 10 años de estadísticas en la mayor parte de los países. Y además el avance en lo legal y lo forense
respalda esta afirmación.

—Usted plantea que la violación es un acto disciplinador, un crimen de poder. ¿Qué se juega el
agresor sexual en esos casos?
—Bueno, ese concepto es de altísima complejidad. Le cuesta mucho a la sociedad comprender
a qué apunto. Mucha gente de bien, muy moral, saltó contra esto e intenta rápidamente diferenciarse
de ese sujeto que considera anómalo, criminal, inmoral, en fin todo lo malo que se deposita en ese
sujeto, en ese chivo expiatorio que es el agresor… y los otros hombres se salvan y dicen yo no soy eso.
Yo eso lo pongo bajo un signo de interrogación.
Yo creo que aquel último gesto que es un crimen, es producto de una cantidad de gestos
menores que están en la vida cotidiana y que no son crímenes, pero son agresiones también. Y
que hacen un caldo de cultivo para causar este último grado de agresión que sí está tipificado
como crimen… pero que jamás se sucedería si la sociedad no fuera como es. Se sucedería en
un psicópata, pero la mayor cantidad de violaciones y de agresiones sexuales a mujeres no son
hechas por psicópatas, sino por personas que están en una sociedad que practica la agresión
de género de mil formas pero que no podrán nunca ser tipificadas como crímenes.
Por eso mi argumento no es un argumento antipunitivista de la forma clásica, en el sentido de
que no se debe punir o sentenciar. Sí tiene que haber leyes y sentencias que sólo algunas veces llegan
a materializarse. Pero en nuestros países sobre todo, en el mundo entero, pero especialmente en
América Latina, de todos los ataques contra la vida, no solamente los de género sino de todos en
general, los que llegan a una sentencia son una proporción mínima. La eficacia material del derecho es
ficcional, es un sistema de creencias, creemos que el derecho lleva a una condena. Pero claro que tiene
que existir, el derecho, todo el sistema legal, el justo proceso y la punición. Lo que yo digo es que la
punición, la sentencia no va a resolver el problema, porque el problema se resuelve allá abajo,
donde está la gran cantidad de agresiones que no son crímenes, pero que van formando la
normalidad de la agresión. Ninguno tomaría ese camino si no existiera ese caldo de cultivo.

—¿Y por qué algunos hombres toman ese camino y otros no? Porque si es un problema social
¿no afectaría a todos por igual?
—Y bueno, porque somos todos diferentes… yo no te puedo responder eso. Lo que sí te puedo
asegurar es que los índices serían muchos menores si atacáramos la base, o sea, el hábito, las
prácticas habituales. Tampoco hablo de una cultura de la violación, porque se habla mucho de eso,
sobre todo en Brasil. Se habla mucho de una cultura violadora. Está bien, pero cuidado con la
culturalización, porque el culturalismo, en el abordaje de estos temas, le da un marco de “normalidad”,

10
de costumbre. Como se hace con el racismo por ejemplo… es una costumbre. Yo tengo mucho miedo
a esas palabras que terminan normalizando estas cuestiones.

—En relación a este tema, sobre que la violación es un crimen de poder, disciplinador, eso, ¿se
juega de la misma manera en el caso de los abusos de menores? Ya que generalmente los niños son
abusados en su mayoría en las relaciones intrafamiliares o por integrantes de sus círculos cercanos,
¿se puede hacer una misma lectura o es distinto el análisis?
—Yo creo que es un análisis distinto, porque ahí si entra la libido de una forma en que yo no creo
que entra en las violaciones de mujeres. Yo no he investigado mucho ese tema, lo que sí puedo decir
al respecto es que el agresor, el violador, el asediador en la casa lo hace porque puede. Porque también
existe una idea de la paternidad que proviene de una genealogía muy antigua, que es el pater familias,
como es en el Derecho Romano, que no era como lo concebimos hoy, como un padre, una relación
parental. Sino que el padre era el propietario de la mujer, de los hijos y de los esclavos, todos en el
mismo nivel. Entonces eso que ya no es más así, pero que en la genealogía de la familia, como la
entendemos, persiste… la familia occidental, no la familia indígena. Pero sí la familia occidental, que
tiene por debajo en sus orígenes la idea de la dueñidad del padre. Entonces, eso aun está muy patente.
Tengo estudiantes que han trabajado este tema. Por ejemplo, el caso de un pastor evangélico que
violaba a todas sus hijas, y lo que sale de ese estudio es que el hombre, en su interpretación, era dueño
de esos cuerpos. Eso es algo que no está más en la ley, pero sí en la costumbre. Y el violador también
es alguien que tiene que mostrarse dueño, en control de los cuerpos. Entonces el violador doméstico
es alguien que accede a esos cuerpos porque considera que le pertenecen. Y el violador de calle
es alguien que tiene que demostrar a sus pares, a los otros, a sus compinches, que es capaz.
Son variantes de lo mismo, que es la posesión masculina como dueña, como necesariamente
potente, como dueño de la vida.

—En su experiencia, ¿el violador se puede recuperar de alguna forma, con la cárcel o con algún
tratamiento?
-Nunca vi un trabajo de reflexión, no lo podemos saber porque el trabajo que debemos
hacer en la sociedad, que es primero entender y luego reflexionar, nunca fue hecho. Sólo
después de hacer el trabajo que está pendiente todavía de hacer en el sistema penitenciario,
podemos llegar a ese punto. No hay elementos suficientes. No estoy hablando de psicópatas.
Porque, a diferencia de lo que dicen los diarios, la mayor parte de las agresiones sexuales no
son perpetradas por psicópatas. Los mayores perpetradores son sujetos ansiosos por
demostrar que son hombres. Si no se comprende qué papel tiene la violación y la masacre de
mujeres en el mundo actual, no vamos a encontrar soluciones.

Quedan pendientes tantos temas… hablar, por ejemplo, sobre el papel de los medios que, según
sus propias palabras, colaboran con exhibir públicamente la agresión a las mujeres hasta el hartazgo,
haciendo de la victimización de las mujeres un espectáculo de fin de tarde o después de misa,
reproduciendo hasta el hartazgo los detalles más morbosos y funcionando así como el “brazo
ideológico de la estrategia de la crueldad”…. Esos y tantos otros. Será en otra oportunidad. La
estaremos esperando.

*Por Florencia Vizzi y Alejandra Ojeda Garnero para El Ciudadano. Foto: Colectivo Manifiesto.

(https://latinta.com.ar/2017/09/rita-segato-falla-pensamiento-feminista-violencia-genero-
problema-hombres-mujeres/)

-------------------

“En los medios existe una pedagogía de la crueldad”,


Entrevista a Rita Segato

11
“No es que el ojo del público sea cruel y rapiñador, sino que se lo enseña a despojar, a rapiñar,
a usar los cuerpos hasta que queden solo restos; es una pedagogía porque ese público está siendo
enseñado”, explicó la antropóloga Rita Segato en la entrevista que le realizó la directora de la
Especialización en Periodismo, Comunicación Social y Género, Flavia Delmas, en el marco del
seminario que la investigadora dicta en la sede de 44 de esta casa de estudios.
Rita Segato es doctora en Antropología, autora de numerosos artículos y libros, como “Violencia
y género en la sociedad patriarcal. Las estructuras elementales de la violencia: ensayos sobre género
entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos”, vitales para decodificar el fenómeno,
cada vez más instaurado en las agendas públicas y mediáticas, de la violencia de género. Actualmente
dicta el seminario Estructuras elementales de la violencia, que desarrolla la relación conceptual entre
género y poder a partir de la obra de Segato, en diálogo con el pensamiento feminista contemporáneo.
Durante la entrevista, en la que reflexionó junto a Flavia Delmas sobre la violencia de género y
su tratamiento en los medios de comunicación, la antropóloga explicó la pedagogía de la crueldad,
concepto que desarrolló al analizar el abordaje mediático de las problemáticas de género, mediante el
cual “el público es enseñado a no tener empatía con la víctima, que es revictimizada con la banalidad y
la espectacularización con que se la trata en los medios”.
-¿Cómo se desarrolla en los medios esa pedagogía de la crueldad?
-Cuando vengo a Argentina me sorprendo mucho cuando veo las noticias en las televisiones no
públicas. No es solamente la espectacularización de la noticia, por ejemplo un crimen de violencia de
género, sino por la repetición de la noticia, que hace que a la mujer la maten mil veces en el día. Eso
es una idea de incitación y promoción, que de alguna manera incita a la mimesis de ese crimen; o para
aquellos que abordan la violencia desde una perspectiva epidemiológica, eso contagia a la sociedad.
Por qué pasa eso, quién es el que está detrás de eso. Ahí es donde propongo que hay una
pedagogía de la crueldad. No es que el ojo del público sea cruel y rapiñador, sino que se lo enseña a
despojar, a rapiñar, a usar los cuerpos hasta que queden solo restos; es una pedagogía porque ese
público está siendo enseñado.
Está siendo conducido por ese lente, que es el lente Tinelli y es el de esos informativos que
espectacularizan el cadáver de las mujeres. Ese público está siendo engañado cuando dicen que está
viendo la realidad desde el mismo lugar que el fotógrafo. Al llamarlo a mirar la realidad desde ese lente
de quien la muestra, se lo está enseñando a tener una mirada despojadora y rapiñadora sobre el mundo
y sobre los cuerpos.
-¿Y cómo se puede actuar frente a esa incitación?
-Eso es algo que nos lleva a preguntarnos cuántas veces se puede repetir la misma noticia y
cuál es la finalidad de esa incitación a la violencia de género. Por ejemplo, en los suicidios existe cierta
censura interna en los medios que no los reproducen aún cuando son bastante espectaculares. No se
ven divulgados, y eso es porque no se lo quiere promover, porque el suicidio tiene cierto mecanismo de
epidemia.
En los crímenes de género existe una incitación, y creo que debería existir algún control. Es tal
la espectacularización de los crímenes de género que parece algo de farándula, y debería existir una
legislación porque eso le hace muy mal a la sociedad.
-¿Cuáles son las consecuencias de esa pedagogía de la crueldad?
Una de las consecuencias de esa pedagogía de la crueldad es la perdida de la empatía de la
gente. El público es enseñado a no tener empatía con la víctima.
A mí me gusta la idea de la pedagogía de la traición, que Hanna Arendt usa en referencia al
nazismo y su influencia en el surgimiento del totalitarismo. Me interesa pensar en una pedagogía y de
cómo se la enseña a la gente a tener cierto tipo de sensibilidad o de insensibilidad.
Por qué la pedagogía de la crueldad, por qué la gratuidad de la crueldad. Me parece que estamos
en una fase del capitalismo al que le interesa tener sujetos no sensibles, sin empatía. Y esta etapa,
donde el enriquecimiento y la acumulación se dan por despojo, donde el mercado es global; en esta
abolición de lo local, que es la abolición de las relaciones interpersonales, de la propia empatía; es
necesario entrenar a los sujetos para esa distancia, para esa crueldad, para la no identificación de la
posición del otro y la no relacionalidad. Esa pedagogía de la crueldad es funcional a esta fase del capital.
-¿Por qué esa crueldad y pérdida de empatía está tan relacionada con problemas de
género?
La pedagogía de la crueldad se da en el cuerpo de la mujer y de los niños por excelencia, porque
ahí la crueldad se separa de lo instrumental. Si tenés la guerra y el soldado de la corporación armada
12
que se va a enfrentar a su antagonista de otra corporación armada, es una cosa. Ahora, en la violencia,
la tortura, el asesinato a aquellos sujetos de la sociedad que no son su antagonista bélico, como las
mujeres y los niños, la crueldad se separa de la instrumentalidad. La finalidad no es eliminar a tu
antagonista bélico, al soldado; es la crueldad por la crueldad misma.

(Fuente: http://perio.unlp.edu.ar/node/4602)

-------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Sobre el concepto de DECONSTRUCCIÓN de Jacques


Derrida Cristina de Peretti

Cuando, a finales de los años 60, Jacques Derrida (pensador francés nacido, en 1930, en El-
Biar, Argelia) utilizó el término «deconstrucción» en De la grammatologie, uno de sus primeros textos,
jamás pensó ni que dicha palabra terminaría «tipificando» su quehacer filosófico ni que dicho término
tendría tanto éxito, en Europa y en Estados Unidos, para designar unos giros de lectura ). de escritura
que, atentos al pensamiento de Derrida, inciden en lugares tan diversos como son no sólo la filosofía,
sino también la crítica literaria, la estética y, asimismo, la arquitectura, el derecho, el análisis de las
instituciones o la reflexión política. En algunos textos, bastante posteriores (como, Por ejemplo, L’oreille
de l’autre, Mémoires, pour Paul de Man, «Lettre à un ami japonais» [en Psyché]), Derrida explica que
empleó el término «deconstrucción», término poco usual en francés. Para retomar en cierto modo,
dentro de su Pensamiento, las nociones heideggerianas de la -Destruktiom» de la historia de la onto-
teología (que hay que entender no ya como mera destrucción, sino como «desestructu-ración para
destacar algunas etapas estructurales dentro del sistema») y de la «Abbau» (operación consistente en
«deshacer una edificación para ver cómo está constituida o desconstituida»).
«Deconstrucción» no era una palabra a la que Derrida concediese una importancia: no era sino
una palabra más dentro de toda una cadena de muchas otras palabras, una palabra susceptible de
sustituir a y de ser sustituida y determinada por otras tantas palabras en un trabajo que, además, no se
limita sólo al léxico. Pero tampoco encontraba Derrida esta palabra especialmente «bonita» ni
«afortunada» (Psyché, p. 392). Hoy, sin embargo, Derrida parece empezar a cobrarle un cierto afecto,
tras haber tenido que explicarse, que defenderse, con mucha frecuencia, desde hace ya unos cuantos
años (cfr.. por ejemplo, Mémoires, pour Paul de Man), de los crispados ataques que se viene lanzando,
en los ámbitos académicos y periodísticos norteamericanos y europeos, contra la deconstrucción.
Utilizado por Derrida hacia finales de los años 60, el término «deconstrucción» no puede por
menos que insertarse perfecta aunque polémicamente en el campo de ese discurso estructuralista que,
en esos años, domina el panorama cultural francés: «El estructuralismo dominaba por aquel entonces.
“Deconstrucción” parecía ir en ese sentido, ya que la palabra significaba una cierta atención a las
estructuras (que, por su parte, no son simplemente ideas. ni formas, ni síntesis, ni sistemas). Deconstruir
era asimismo un gesto estructuralista, en todo caso era un gesto que asumía una cierta necesidad de
la problemática estructuralista. Pero era también un gesto antiestructuralista. Y su éxito se debe, en
parte, a este equívoco» (Psyché, p. 389). No resulta, pues, extraño que, a menudo, se recurra a
operaciones como la desedimentación, el desmontaje o la desestructuración para explicar y/o entender
cómo incide la deconstrucción en las estructuras logofonocéntricas del discurso tradicional de
Occidente, en los entramados conceptuales de todo gran constructo de pensamiento. Dichos
procedimientos no son, sin embargo, más que aproximaciones -y no siempre muy exactas- a la tarea
deconstructiva pues lo que (con) ella (se) pone en marcha no es una operación negativa. Deconstruir
consiste, en efecto, en deshacer, en desmontar algo que se ha edificado, construido, elaborado pero
no con vistas a destruirlo, sino a fin de comprobar cómo está hecho ese algo, cómo se ensamblan y se
articulan sus piezas, cuáles son los estratos ocultos que lo constituyen, pero también cuáles son las
fuerzas no controladas que ahí obran.
La deconstrucción trabaja, pues, no ya al modo de un análisis que, sin «pillarse los dedos», se
limita a reflexionar y/o a recuperar un elemento simple o un presunto origen indescomponible de un
determinado sistema, sino como una especie de palanca de intervención activa, estratégica y singular,
que afecta a [o, como escribe a veces Derrida, «solicita», esto es, conmueve como un todo, hace

13
temblar en su totalidad] la gran arquitectura de la tradición cultural de Occidente (toda esa herencia de
la que nosotros, querámoslo o no, somos herederos), en aquellos lugares en que ésta se considera
más sólida, en aquellos en los que, por consiguiente, opone mayor resistencia: sus códigos, sus normas,
sus modelos, sus valores.
Esto no significa, sin embargo, que la deconstrucción sea una crítica. Y no lo es, en primer lugar,
en el sentido apuntado por la instancia del krinein, esto es, en el sentido de un juicio valorativo, de una
decisión que se establece a partir de una serie de primacías y de jerarquías. Antes bien, si alguna ley
puede atribuírsele a la deconstrucción, ésta no es otra que la ley de la indecidibilidad. Pero esta
indecidibilidad, que va «más allá de todo cálculo y de todo programa», no es «ese quedar en suspenso
de la indiferencia, no es la différance como neutralización interminable de la decisión. Por el contrario,
es la différance como elemento de la decisión y de la responsabilidad» (Altérités, p. 33).
La deconstrucción tampoco es una crítica, en segundo lugar, en el sentido de una operación
negativa, nihilista, irracional o escéptica. Frente a todas ellas, la deconstrucción acepta el riesgo y la
necesidad de asumir de forma positiva, afirmativa, la única racionalidad que se da, es decir, una razón
capaz de enfrentarse a su falta de garantías, de renunciar a su supuesta universalidad y de acoger su
«otro» espúreo y conflictivo: la no-razón.
Por otra parte, operaciones del tipo de la destrucción, de la negación, del aniquilamiento, de la
transgresión, por su simplicidad misma, por la mera inversión de valores que operan, no constituyen
más que meras regresiones o falsas salidas con respecto a aquello mismo que pretenden transgredir o
destruir. Situándose siempre en el borde, manteniéndose siempre en un equilibrio inestable y, por ello
mismo, fructífero sobre ese retorcido margen que articula a la tradición occidental con su otro, la
deconstrucción cifra su eficacia, precisamente, en la complejidad de su gesto siempre desdoblado,
nunca simple, el cual, a su vez, resalta la importancia de la estrategia en esa actividad filosófica que es
la deconstrucción. Estrategia sí, pero no método.
En efecto, la deconstrucción no es, tampoco, en modo alguno un método. No lo es, en primer
lugar, porque la deconstrucción no es ni puede ser jamás la operación de un sujeto: no sobreviene del
exterior ni con posterioridad al objeto concernido, sino que forma parte integrante del mismo. «La
deconstrucción -escribe Derrida- tiene lugar: es un acontecimiento que no espera la deliberación, la
conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye. El ello no es.
aquí, una cosa impersonal que se contrapondría a alguna subjetividad egológica Está en deconstrucción
(Littré decía: “deconstruirse... perder su construcción”). Y en el “se” del “deconstruirse”, que no es la
reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma» (Psyché. p. 391).
En segundo lugar, la deconstrucción no es un método porque la singularidad (el idioma en su
sentido más estricto, es decir, lo que Derrida a veces llama el «efecto de idioma para el otro») de cada
texto, de cada una de sus lecturas, de cada escritura, de cada firma, resulta irreductible. La
deconstrucción, de hecho, es un acontecimiento singular que tiene que replantearse en cada ocasión,
que tiene que inventarse de nuevo en cada caso. Por eso, no se debería hablar sin más (como aquí-y-
ahora estoy haciendo) de la deconstrucción en singular, sino que habría que hablar de deconstrucciones
en plural, de deconstrucciones que se inscriben en la singularidad misma de lo deconstruido.
Sabiendo, sin duda alguna, que el siguiente reproche sería algo así como: «Entonces ¡todo vale!
¡La deconstrucción es un mero pasatiempo irresponsable!», Derrida precisa que el hecho de que la
deconstrucción no sea un método «no excluye una cierta andadura que es preciso seguir» (La
dissémination, p. 303). Dicha andadura no es otra que lo que Derrida denomina la estrategia general
de la deconstrucción. En el proceso significante general que es el texto para Derrida y dentro de una
compleja y diversificada trama de trabajo siempre singular, un «suplemento de lectura o de escritura
debe ser rigurosamente prescrito, pero por la necesidad de un juego, signo al que hay que conceder el
sistema de todos sus valores» (La dissémination, p. 72).
Y es, precisamente, en la rigurosa necesidad de ese suplemento de lectura o de escritura en
donde se plasma con más fuerza la gran desemejanza que existe entre la estrategia deconstructiva y
la práctica hermenéutica tal y como ésta ha ido forjándose desde Schleiermacher hasta nuestros días.
Hago esta precisión porque el término hermenéutica tiene una larga historia y su signo ha ido
alterándose constantemente en el transcurso del tiempo. Este Diccionario es un buen ejemplo de ello.
A primera vista, en ambos casos existe una revisión de determinados conceptos fundadores
manejados por la tradición. Sin embargo, ni dicha revisión, ni las hipótesis de trabajo que en ambos
quehaceres se ponen en marcha, ni los efectos que se pretenden desencadenar permiten, en ningún
momento, establecer semejanza alguna entre ambos recorridos. «Por hermenéutica he designado el
14
desciframiento de un sentido o de una verdad resguardados en un texto. La he contrapuesto a la
actividad transformadora de la interpretación» («La question du style», en AA.VV.: Nietzsche
aujourd’hui. París, Union Générale d’Éditions, 1973, p. 29).
En efecto, la ineludible necesidad de la búsqueda de la verdad, del sentido último del texto que
domina la actividad hermenéutica difícilmente se conjuga con la lógica derridiana del suplemento cuya
tarea reclama, ante todo, «reinterpretar la interpretación», ser una nueva escritura de la escritura.
En primer lugar, la búsqueda del sentido perdido del texto o, dicho en términos más
deconstructivos, la búsqueda del querer decir del autor en el texto, sitúa a la Hermenéutica en la
problemática de la comprensión del pasado, es decir, en la línea de una concepción de la historia como
efectividad del sentido: el sentido deja una serie de huellas que constituyen la trama de la historia, pero
dichas huellas serán siempre efecto de la historia. Para la deconstrucción, en cambio, la historia carece
de origen primigenio y de sentido teleológico. Regida por el movimiento de la huella. por la différance
(temporización y, a la vez, espaciamiento), la historia es entendida como historia diferencial, como
efecto de la huella, que, por consiguiente, excluye la indiferencia, esto es, la continuidad y linealidad del
fluir temporal.
En segundo lugar, la búsqueda del sentido del texto, tarea fundamental de la Hermenéutica,
implica tanto una especie de «perfección anticipada» del texto como esa «buena fe» del intérprete que
confía en el privilegio ontológico y semántico de dicho texto. Es decir, la Hermenéutica se apoya en
buena medida en el concepto de pertenencia, en el discurso de asistencia recíproca entre el escribir y
el comprender como lectura que «escucha». Si leer es oír, escuchar, la Hermenéutica se resuelve,
entonces, básicamente en una labor de mediación interpelativa destinada a asimilar el sentido, que ya
está ahí, de un texto y que, por lo tanto, sólo resulta preciso poner de manifiesto, hacer presente. La
deconstrucción, por su parte, requiere «pillarse los dedos», escrutando entre las líneas, en los
márgenes, escudriñando las fisuras, los deslizamientos, los desplazamientos, a fin de producir, de forma
activa y transformadora, la estructura significante del texto: no su verdad o su sentido, sino su fondo de
ilegibilidad y, a la vez, ese exceso, ese suplemento de escritura o de lectura que, interrogando la
economía del texto, descubriendo su modo de funcionamiento y de organización, poniendo en marcha
todos sus efectos (inclusive lo reprimido, lo excluido), abre la lectura en lugar de cerrarla y de protegerla,
disloca toda propiedad y expone al texto a la indecidibilidad de su lógica doble, plural, carente de centro,
la cual no permite jamás que se agote plena y definitivamente su proceso de significación.
Ciertamente, la textualidad hermenéutica, a pesar de estar en cierto modo borrada, encierra un
sentido virtual, una potencia de verdad que el intégrete ha de poner de manifiesto, aún sabiendo que
dicha donación de sentido no consigue explicar más que algunas unidades de sentido, sin abarcar
nunca exhaustivamente la totalidad. Por su parte, la deconstrucción otorga una relevancia estratégica
a una textualidad heterogénea pero «re-marcada» (la cual, constituida por el complejo y laberíntico
juego de los injertos textuales, de la paleonimia o cuestión de los viejos nombres, de esos artilugios
textuales que son los términos indecidibles, de los efectos de constantes reenvíos, teje un entramado,
un tejido, una red diferencial que remite a y se entrecruza con otros tantos textos) contraponiendo a la
polisemia hermenéutica una polisemia universal (semántico-sintáctica e, incluso, gráfica): la
diseminación.
En la Hermenéutica, la polisemia explota el contenido temático y/o semántico de las palabras.
Esto supone, ciertamente, un paso importante frente al mero comentario literal y lineal de un texto. No
obstante, no hay que olvidar que su horizonte último es la recuperación de la unidad del sentido, de la
verdad. Por el contrario, la diseminación, operador de generalidad gobernado por la lógica del ni/ni, esto
es, del «entre», y que trabaja los términos y los textos, no explota ningún contenido temático-semántico
de éstos, sino que, inseminándolos, los hace estallar: «Abre el camino a “la” simiente que no (se)
produce, por consiguiente, no se adelanta más que en plural. Plural singular que ningún origen singular
habrá precedido jamás. Germinación, diseminación. No hay inseminación primera. La simiente, en
primer lugar, es dispersada. La inseminación “primera” es diseminación. Huella, injerto cuya huella se
pierde. Ya se trate de lo que se denomina “lenguaje” (discurso, texto, etc.) o de siembra “real”, cada
término es un germen, cada germen es un término. El término, el elemento atómico, engendra al
dividirse, al injertarse, al proliferar. Es una simiente, no un término absoluto» (La dissémination, pp. 337-
338). El proliferante trabajo de la diseminación da lugar no sólo a que aquello que es afectado por ella
no retorne nunca al «padre», es decir, a que ningún término, ni ningún texto trabajado por ella se
justifique nunca, en última instancia, por una referencia al querer-decir al logos o a cualquier otro origen
supuestamente inquebrantable, sino que, además, impide cualquier posibilidad de saturación del
15
contexto. Porque tampoco hay que olvidar que si, por su parte, la logica deconstructiva reclama la
carencia de ,entro y, por consiguiente, de organización temática, de palabras-clave (por ser dichas
instancias indisociables del prejuicio metafísico de la primacía de la presencia). a su vez, el límite
tampoco posee una estructura perfectamente nítida y tajante sino que ésta, por el contrario, es sinuosa
y retorcida como la de una lima. En ocasiones, Derrida habla de invaginación para aludir a la compleja
relación entre interior y exterior, a la imposibilidad de zanjar de una vez por todas entre el dentro y el
fuera. a la indecidibilidad que, de hecho, afecta a todas las presuntas categorías delinutadoras. Y esto
es lo que releva la textura del texto, su espesor. El texto es un entramado de textos, un tejido de
diferencias, indecidible, diseminado al infinito. Resulta imposible decidir dónde acaba un texto y dónde
comienza otro. «Il n’y a pas de hors-texte», afirma Derrida. Lo único que hay es texto «à perte de vue»...

(Fuente: entrada del Diccionario de Hemenéutica dirigido por A. Ortiz-Osés y P. Lanceros,


Universidad de Deusto, Bilbao, 1998.)

Síntesis de “Mitologías”, de Roland Barthes


En términos generales, un mito se refiere a un relato de hechos maravillosos cuyos protagonistas
son personajes sobrenaturales (dioses, monstruo o héroes).
Se dice que los mitos forman parte del sistema religioso de una cultura que los considera como
historias verdaderas. Tienen la función de otorgar un respaldo narrativo a las creencias centrales de
una comunidad.
Y lo que interpreta Roland Barthes es que: Cuando se habla de mitos, no se refiere a las historias
relacionadas con religiones extintas. En palabras del mismo Roland Barthes, en la actualidad el mito es
un habla, es decir, es un sistema de comunicación, un mensaje, sujeto a unas condiciones lingüísticas
que lo caracterizan. Según esto, cualquier objeto, concepto o idea es susceptible de convertirse en mito,
siempre que se den ciertas condiciones
Hay que decir que los mitos no son naturales, sino que los crea el ser humano, la historia, y
siempre con una intención concreta, para transmitir un determinado mensaje. Funcionan de una manera
similar a las alegorías, con las que a veces se confunden. Sin embargo, los sistemas míticos son
generalmente más complejos que los alegóricos.
El mito está fuertemente relacionado con la semiología, la cual es una ciencia que estudia las
significaciones independientemente de su contenido, en donde se dice que en el mito un significado
puede tener varios significantes, en cualquiera de los dos sistemas (el lingüístico y el mítico). En el caso
de los mitos, un solo concepto puede encontrar concreción en diferentes formas. Esto es importante
porque permite al mitólogo descifrar el mito: la insistencia de una conducta es la que muestra su
intención..
Hay que señalar que el saber el contenido en el concepto mítico tiene un carácter abierto, es
decir, que pueden ser válidas varias interpretaciones. Por eso los mitos suelen ir dirigidos (cuando se
crean conscientemente) a un grupo concreto, que se supone los interpretará de la manera que interesa
a los creadores.
El mito es una especie de sistema parásito, que se adhiere a otro vaciándole, alimentándose de
su fuerza (su contenido) y teniendo entidad a partir de él.
Otra característica del mito es que casi cualquier cosa puede convertirse en mito.

UN EJEMPLO DE MITO

Mito nº17 – Bichín entre los negros.

La revista Match ofrece la historia de un matrimonio joven de profesores que marcha a África a
pintar cuadros llevando consigo a su hijo de meses, Bichín. Esta historia conmovió a la gente cuando
la leyó, impresionada por la “valentía” de los padres y del niño, pues está arraigada en el “mito
pequeñoburgués del negro”.
El sentido está claro de nuevo, la historia del matrimonio que va con su bebé a África a pintar
cuadros. Pero la forma se llena de nuevo con otro concepto, a saber, la valentía del blanco al viajar a
tierras hostiles pobladas de negros salvajes y caníbales. ¿Quién se para a pensar en la estupidez de
16
tal empresa teniendo delante una suculenta historia sobre el contraste entre la civilización blanca
occidental y la barbarie negra africana? Esta historia satisface las ansias (conscientes o inconscientes)
de cuentos sobre el salvajismo de los diferentes, en este caso los negros incivilizados (que se oponen
a la imagen del bárbaro domesticado, el otro lugar común de las historias de África). El heroísmo de
Bichín está en el constante peligro de ser comido por los negros caníbales, algo que nunca sucede,
como si el pequeño niño blanco fuera más poderoso per se que toda la crueldad y desenfreno del negro
tribal. Personifica la lucha entre lo blanco y lo negro, lo puro y lo impuro, el alma y el instinto.
El hecho de que el protagonista sea este niño inocente hace que la inocencia se traslade al lector,
como si pudiera ver la historia a través de los ojos infantiles: África se vuelve un espectáculo, un teatrillo,
los negros no son personas sino personajes reducidos a la función de entretener al blanco occidental
civilizado con sus extravagantes costumbres, que aparecen como imágenes de una película. El peligro
que representan en esta historia es también un peligro teatral, sirve sólo para hablar de ello, para
convertir la historia en algo más interesante y asequible a la mentalidad que concibe al negro como
inferior al blanco, tanto en su sometimiento como en su libertad salvaje.
Este mito pone de manifiesto la distancia entre el conocimiento y la mitología, entre la ciencia y
las representaciones colectivas, que marchan dispares a conveniencia del poder, a quien no le interesa
que el conocimiento llegue a la gran masa y por ello alimenta las imágenes estereotipadas y
adormecedoras de la conciencia crítica.

(Fuente: https://teoriacomunicacion1.wordpress.com/lecturas/mitologia-segun-roland-barthes/)

Terry Eagleton - Cultura y naturaleza

Desde luego, es posible seccionarse una mano y no sentir dolor. Hay gente que, al quedar
atrapada en una maquinaria, se ha amputado una mano sin sentir dolor, como si la necesidad de
liberarse les volviera indiferentes. También se sabe de disidentes políticos que, cuando se les ha
quemado vivos, no han sentido nada, quizás porque la intensidad de su pasión les evitó el dolor. Un
crío puede echarse a llorar cuando se le pega una ligera bofetada por haber hecho alguna trastada,
pero puede partirse de risa cuando, en el transcurso de un juego, se le da un trastazo mucho más fuerte.
Con todo, si le arreas verdaderamente fuerte, lo más seguro es que se eche a llorar, por mucho que
estés de broma. Las intenciones pueden modular las respuestas físicas, pero también están limitadas
por ellas. Las glándulas suprarrenales de los pobres son, a menudo, mayores que las de los ricos,
puesto que los pobres sufren más estrés, pero la pobreza no es capaz de crear glándulas suprarrenales
allí donde no las hay. Así funciona, pues, la dialéctica entre naturaleza y cultura.
Puede que la gente que se prende fuego a sí misma no sienta dolor, pero si arden lo suficiente,
perecen. A este respecto, la naturaleza es la que se alza con la victoria final, y no la cultura; victoria
habitualmente conocida como muerte. Hablando culturalmente, la muerte se interpreta casi de infinitas
formas: como un martirio, como un sacrificio ritual, como una bendita exoneración de la agonía, como
la dicha de liberar del sufrimiento a tu familia, como un final biológico natural, como unión con el cosmos,
como símbolo de futilidad extrema, y como otras muchas cosas. Pero, por muchos sentidos que le
demos, el caso es que morimos. ¡,a muerte es el límite del discurso, no un producto de él. Es parte de
la naturaleza, una naturaleza que, en palabras de Kate Soper, consiste en “todas aquellas estructuras
y procesos que son independientes de la actividad humana (en el sentido de que no son un producto
humano) y cuyas energías y poderes causales constituyen las condiciones necesarias de toda práctica
humana (1).
La negación arrogante de este hecho, negación a la que, quizás, se podría bautizar como
“síndrome de California”, suele proceder de una tecnocracia triunfalista que cree poder vencer a todo
excepto a la mortalidad. De ahí, sin duda, toda esa obsesión de la clase media estadounidense por el
cuerpo, una obsesión que aflora en la mayoría de sus preocupaciones de moda: cáncer,
adelgazamiento, tabaco, deporte, higiene, salud, atracos, sexualidad, abuso infantil. Actualmente, los
estudios literarios que no contienen la palabra “cuerpo” en su título no son bien vistos por las casas
editoriales de Estados Unidos, quizás porque una sociedad tan pragmatista finalmente sólo es capaz
de creer en términos de lo que puede tocar y agarrar.
Sin embargo, la inmediatez del cuerpo, el hecho de adelgazarlo, perforarlo, rellenarlo de silicona
o tatuarlo como te dé la gana también es un escándalo para el sueño estadounidense de autocreación.
17
Desde luego, toda esa obsesión posmoderna de que el cuerpo es un constructo cultural, como arcilla
en manos de un intérprete imaginativo o carne modelada por las manos de una masajista, oculta algo
de ese estilo. En los círculos más y más entusiastas de lo orgánico, la palabra “natural” suscita un
curioso rechazo. El filósofo estadounidense Richard Rorty dice que “la lección principal que nos dictan
tanto la historia como la antropología es nuestra extraordinaria maleabilidad. Ahora empezamos a
pensar en nosotros mismos como el animal dúctil, proteico, que se da su propia forma, y no como el
animal racional o el animal cruel” (2). Uno se pregunta si el sujeto de esta frase incluye a todos aquellos
y aquellas que quedan fuera de esos Estados Unidos que se dan forma a sí mismos, todos aquellos y
aquellas cuya historia ha sido más notoria por su falta de flexibilidad, o sea, todos aquellos y aquellas
cuya existencia se ha reducido a poco más que lucha biológica de necesidad, escasez y opresión
política a la que, en buena parte, ha contribuido el voluble y plástico Occidente. Desde luego, ésa ha
sido la experiencia típica de la inmensa mayoría de los seres humanos a través de la historia, y aún
hoy lo sigue siendo. La crónica humana se ha caracterizado más por una monótona reiteración que por
una recreación vertiginosa, por mucho que las cosas parezcan diferentes desde la Universidad de
Virginia (3). La repetición y la atrofia mental han sido tan esenciales a esta historia como las
reinvenciones proteicas de la industria de moda de Estados Unidos.
No hay que sorprenderse de que el fetichismo estadounidense del cuerpo sea una curiosa mezcla
de hedonismo y puritanismo, puesto que el hedonismo encarna perfectamente la denostada idea que
el puritano tiene del goce. Es posible toparse en la entrada de los supermercados de Estados Unidos
con un letrerito que diga: “Prohibido fumar a menos de veinticinco metros de este establecimiento”, o
encontrar zonas muy preocupadas por la dieta donde el rellenito de Santa Claus ya no goza de
popularidad. El terror de la clase media de Estados Unidos al tabaco es, en un sentido, bastante
razonable, dado que fumar puede ser letal. Pero el humo también representa un poder impalpable a
través del cual un cuerpo extraño logra invadir y contamina a otro, justamente en una sociedad que
valora su espacio somático y que, a diferencia de Beijing, dispone sobradamente de él. Un
estadounidense te susurrará un “perdóneme” siempre que se te acerque a menos de cinco metros. El
pavor patológico que los estadounidenses sienten hacia el tabaco encarna, al mismo tiempo, un miedo
al extraterrestre y un miedo al cáncer de pulmón. El tabaco y el cáncer, igual que el bicho repugnante
de Alien, son entes horribles y extraños que, de algún modo, consiguen introducirse hasta la médula de
la persona. Igual ocurre con la comida y la bebida, a las que la clase media estadounidense de hoy en
día también mira con temor y temblor. De hecho, descubrir los vestigios de sustancias nocivas que se
han colado dentro de cada cual se ha convertido en una verdadera neurosis nacional. Dormir significa
que el cuerpo caerá atrapado por fuerzas extrañas, fuera de control, una de las razones, quizás, por la
que los estadounidenses parecen incapaces de quedarse en la cama (aunque, sin duda, el móvil
económico es otro). Recientemente, Hillary Clinton tuvo un desayuno nocturno con sus consejeros.
Quizás sea por esto por lo que los estudios culturales en Estados Unidos están tan fascinados
por lo carnavalesco, o sea, por un cuerpo incontrolado y promiscuo que representa, justamente, todo
aquello que el encorsetado cuerpo puritano no es. Y si el cuerpo necesita purgarse de sus impurezas,
otro tanto le ocurre al lenguaje, a través de todo ese fetichismo del discurso que se conoce como
corrección política. Hace poco, en Standish, Michigan, un hombre se cayó a un río y casi se ahogó,
pero al ser rescatado fue arrestado por decir tacos delante de mujeres y niños, una falta que implica
una pena máxima de nueve días en la cárcel. Todo ese lenguaje plano, comedido y torpe que favorecen
los cursos de escritura creativa en Estados Unidos refleja una profunda aversión puritana hacia el estilo,
algo que se identifica directamente con una simple inutilidad. Fueron las equivocaciones del ex
presidente Bill Clinton, así como su debilidad por el sexo oral, lo que, a ojos de unos republicanos que
no se muerden la lengua, le valió el calificativo de pelele.
Quizás esto también justifique algo del éxito que ha tenido la ambigüedad postestructuralista en
Estados Unidos, como reacción a una sociedad en la que hablar sin rodeos casi es un signo de santidad.
No hay ningún suceso histórico solemne de Estados Unidos que pueda considerarse completo si no
incluye alguna metáfora casera sacada del béisbol. La sospecha de que la forma es pura falsedad,
sospecha transmitida desde los primeros tiempos de la sociedad burguesa, hoy día se extiende en una
nación que, haciéndose esclava del simulacro, hace caso omiso del estilo. En el discurso
estadounidense, apenas hay punto intermedio entre lo formal y lo popular, entre la jerga barroca de la
academia y la ordinariez y chabacanería del lenguaje común. Según una distinción de Henry James,
Europa es hermosa, toda ella estilo, gracia y carácter, mientras que los Estados Unidos son buenos, y
por tanto deberán pagar un desagradable precio por toda esa virtud.
18
Desde luego, este ambiente también influye en un discurso público que, allí, en Estados Unidos,
sigue siendo profundamente victoriano y que rebosa de sosos y honorables sentimientos piadosos del
tipo: “Desde 1973, al servicio de la familia americana”, “El goce de un crecimiento verdaderamente
pleno” (según reza un anuncio de cereales) o “Un ejemplo de honradez e integridad a la americana”.
En fin, un idioma optimista y superlativo, según corresponde a una sociedad donde el pesimismo y la
negatividad se consideran actitudes ideológicamente subversivas. La retórica moralista y sentimental
de fases anteriores de la producción capitalista, cargada de un ingenuo entusiasmo y de un infatigable
“tú sí que puedes” ha sobrevivido hasta este cínico presente de voraz consumismo. La nación está en
las garras de un voluntarismo implacable que se enfurece contra las limitaciones materiales y que,
envuelta en una especie de fantasía idealista a lo Fichte, insiste una y otra vez en que, si realmente lo
intentas, puedes vencer cualquiera de esas limitaciones. “Soy más fuerte que un pederasta de 115
kilos”, dice en broma un niñito en un cartel de la calle. “Odio oír un “No se puede”“, protesta un ejecutivo
en los negocios. No parece, desde luego, una sociedad muy condescendiente con el error o el
sufrimiento. “Espero que nadie esté enfermo aquí”, decía a voces un artista que visitaba un hospital,
como si la enfermedad fuera algo “antiamericano”, mientras que la televisión infantil es una continua
orgía de bonitas caras, sonrisas de par en par, un medio excesivamente didáctico que fomenta una
visión del mundo de una alegría sin fin. Suele darse por normal que cada cual suelte alabanzas sobre
sus propios hijos, lo cual, reconózcase, es de bastante mal gusto. Los políticos de Estados Unidos
siguen usando el elevado lenguaje de la divinidad para justificar sus turbios asuntos, hasta extremos
que a los franceses les hacen troncharse de risa y a los ingleses les dejan de piedra. Para ser reales,
las emociones se deben teatralizar En una cultura nada acostumbrada a las reticencias y las indirectas,
todo lo que se siente ha de exteriorizarse inmediatamente. Y mientras que la retórica pública se hincha
más y más, el lenguaje privado acaba rebajándose casi al nivel del silencio. Una frase como “rechazó
mi proposición y aunque seguí insistiéndole se mantuvo firme” puede sonar así en el inglés de la
juventud estadounidense: “Le entré bien, pero va el colega y me dice que “buah” y yo venga, “Tírate el
rollo”, pero nada, pasó ampliamente ...” (4).
Si el determinismo europeo surge de un agobio producido por la historia, el voluntarismo de
Estados Unidos emana del ahogo que produce la falta de historia. Porque, claro, uno se puede
reinventar a sí mismo cuando le dé la gana, toda una gozosa fantasía que Richard Rorty ha elevado a
la categoría de filosofía En las vistas de impugnación al presidente Clinton, celebradas en el Senado,
el juez supremo vestía una toga negra reglamentaria a la que había añadido algunas cintitas doradas,
inspirado, parece ser, por una reciente representación del Iolanthe de Gilbert y Sullivan. Los mormones
que en Estados Unidos luchan por reconciliar la edad del universo con su creencia de que Dios ha
creado este mundo hace un par de días proclaman que Dios creó el mundo para que pareciera más
antiguo de lo que es. El cosmos, se decía en el lenguaje del comercio de los antiguos, está
“amenazado”; pues bien, lo mismo les ocurre a algunas tradiciones de Estados Unidos. De hecho, el
mormonismo es, entre otras cosas, una reacción radical al escándalo de que Jesucristo fuera un semita
no “americano” y premoderno. Como acabo de decir, Estados Unidos se encuentra relativamente más
allá de la determinación histórica, pero también parece estar al margen de otro tema, la geografía, sobre
el que manifiesta una notoria incompetencia. Como una las sociedades de miras más provincianas que
existen en el mundo, Estados Unidos está aislado entre el Canadá (que se le parece demasiado) y
Latinoamérica (cuya diferencia le da miedo), con una idea increíblemente pobre de cómo se les ve
desde fuera. Si hay gente de una gordura verdaderamente surrealista que patrulla complacientemente
sus calles es, en parte, porque no se les ha pasado por la cabeza que eso no pasa en ningún otro lugar
del mundo. Los estadounidenses usan la palabra “América” con mucha más frecuencia que los daneses
usan “Dinamarca”, o los malayos, “Malasia”, algo que sólo ocurre cuando la visión que se tiene de otros
países se obtiene, principalmente, a través de la lente de una cámara o desde un bombardero.
Desde luego, el “culturalismo” posmoderno –esa doctrina de que todo lo que tiene que ver con
asuntos humanos es una cuestión cultural- resulta mucho más comprensible si se le coloca en su
contexto. 0 dicho directamente: los propios culturalistas deben ser culturalizados y la insistencia
posmoderna en la historización se debe volver en contra de la propia teoría posmoderna. Para empezar,
el culturalismo es una de las teorías contemporáneas más reductivas, comparable al biologicismo, al
economicismo, al esencialismo y a cosas parecidas; el culturalismo es un reduccionismo para el que no
existe dialéctica entre Naturaleza y cultura, puesto que, para él, la Naturaleza siempre es cultural. Pero,
¿qué quiere decir, por ejemplo, que el sangrar o el Mont Blanc son culturales? Es cierto que los
conceptos de sangrar y el de Mont Blanc, con toda su carga de implicaciones, son culturales, pero decir
19
eso es proferir una simple tautología, pues, ¿qué otra cosa podría ser un concepto?, ¿quién podría
imaginar que no lo es? Como dice el filósofo italiano Sebastiano Timpanaro, “afirmar que, puesto que
lo “biológico” siempre se nos presenta mediado por lo “social”, lo “biológico” no es nada y lo social es
“todo”... es caer en una sofistica idealista” (5).
Kate Soper ha mostrado en What Is Nature? la incoherencia lógica de la causa culturalista, una
lógica que para hacer prevalecer su posición se ve forzada a suponer la existencia de las mismas
realidades que niega. Para este “antinaturalismo metafisico”, por así decir, la naturaleza, el sexo y el
cuerpo son totalmente productos de la convención, en cuyo caso sería difícil saber cómo es posible
juzgar que un régimen sexual está más liberado que otro (6) En cualquier caso, ¿por qué se ha de
reducir todo a cultura, y no a otra cosa? ¿Cómo podemos llegar a saber algo tan trascendental? Por
medios culturales, se supone, pero entonces, ¿no es eso como afirmar que todo se reduce a religión, y
que lo sabemos justamente porque nos lo dice la ley de Dios?
Este tipo de relativismo cultural suscita, además, otros problemas bastante conocidos. La
creencia de que todo es culturalmente relativo, ¿es ella misma una creencia relativa a un marco cultural?
Si lo es, entonces no hay necesidad de aceptarla como una verdad evangélica; y si no lo es, entonces
ella misma invalida su propia pretensión. ¿No aspira ese planteamiento a la validez universal de la que
él mismo reniega? A los relativistas culturales no les gusta nada hablar de universales, pero lo cierto es
que hablar de esas cosas es un elemento esencial para muchos sistemas de organización, y no sólo
de Occidente. Éste es uno de los sentidos en el que lo local y lo universal no son opuestos, pese a lo
que crea un posmodernismo supuestamente hostil a las oposiciones binarias. Si el discurso sobre
universales funciona provechosamente dentro de esos sistemas locales de organización, si enriquece
el lenguaje y hace valer algunas distinciones productivas, ¿por que censurarlo? El pragmatismo, ese
credo que promueven muchos relativistas culturales, no parece que proporcione base alguna para hacer
eso. Más bien, si el pragmatismo juzga la verdad de las teorías por lo que se puede sacar de ellas, el
relativismo cultural debería resultar una extraña doctrina a la que adherirse, puesto que no parece
marcar diferencia práctica alguna. En efecto, como Wingenstein diría, tapa toda salida y deja todo
exactamente como está. En realidad, algunos relativistas culturalistas no son pragmatistas sino
partidarios de la verdad como coherencia: una creencia, dicen, es verdadera si resulta coherente con
el resto de nuestras creencias. Pero juzgar este particular requiere justamente el tipo de epistemología
realista que rechazan quienes conciben la verdad como coherencia. ¿Cómo determinamos
exactamente si nuestras creencias encajan entre sí? De cualquier forma, si todas las culturas son
relativas, entonces todas son etnocéntricas, y en ese caso, Occidente no está marcado por un estigma
especial.
Hay otra doctrina posmoderna muy asentada según la cual lo natural no es más que una insidiosa
naturalización de la cultura. Nuevamente, es difícil entender cómo se aplica esto al hecho de sangrar o
al Mont Blanc, pero es una idea que se defiende con frecuencia. Parece ser que lo natural, palabra que
hoy debe vestirse inmediatamente con unas aparatosas comillas, consiste, sin más, en lo cultural: lo
cultural congelado, estancado, detenido, deshistorizado, y transformado en sentido común espontáneo
o en una verdad asumida de antemano. Es verdad que buena parte de la cultura es así, pero no toda
la cultura se toma a sí misma como algo eterno e inalterable, hecho que puede volverla, si cabe, más
recalcitrante desde un punto de vista político. No todos los demócratas liberales de centroizquierda
imaginan que su credo se desarrolló vigorosamente en la época de Nabucodonosor. Desde Edmund
Burke a Michael Oakeshott, lo que ha funcionado como una de las ideologías dominantes del
conservadurismo europeo de los dos últimos siglos ha sido el historicismo, no la estasis metafísica.
Algunos prejuicios culturales parecen tan tenaces como la hiedra o el percebe Sí, es más fácil arrancar
malas hierbas que eliminar el sexismo. Transformar una cultura entera sería una tarea descomunal,
más laboriosa que encauzar un río o derruir una montaña. En este sentido, al menos, la naturaleza es
un material mucho más manejable que la cultura. Sea como sea, la gente no siempre está dispuesta a
soportar estoicamente lo que considera natural. El tifus es natural, pero empleamos un montón de
energía tratando de eliminarlo.
Resulta curioso que, precisamente en una época en la que la naturaleza resulta un material tan
asombrosamente maleable, se conciba en términos tan venerables, casi más propios de Wordsworth:
, ineluctable, indeleble. De hecho, el sentido posmoderno y peyorativo del término “natural” choca con
toda esa conciencia ecológico-posmoderna tan obsesionada con la fragilidad de la naturaleza. Muchos
fenómenos culturales se han mostrado mucho más persistentes e inexorables que un bosque tropical.
Ya sabemos que, en nuestro tiempo, la teoría dominante sobre la naturaleza es una teoría sobre
20
cambio, lucha y variación sin fin. Son los apologistas profesionales de la cultura, no los exploradores de
la naturaleza, los que caricaturizan la naturaleza como si fuera algo inerte e inmóvil; de igual modo, sólo
es la gente de humanidades la que sigue conservando una imagen trasnochada de la ciencia como una
práctica positivista, desinteresado, reduccionista y cosas de ese estilo, aunque sólo sea por el simple
gusto de desacreditarla. Las humanidades siempre han despreciado a las ciencias naturales, sólo que,
mientras que esa antipatía antes consistía en tachar a los científicos de catetos impresentables con
tapones en los oídos y coderas en sus mangas, hoy día, sin embargo, adopta una forma distinta y
funciona como una sospecha hacia el conocimiento trascendente. El único inconveniente de esta actitud
anticientífica es que, durante bastante tiempo, la han compartido la mayoría de los filósofos interesantes
de la ciencia.
El culturalismo –insisto- es una reacción desmedida e incomprensible a un naturalismo que,
desde Thomas Hobbes a Jeremy Bentham, concibió a la humanidad en términos completamente
anticulturales, o sea, como una mera amalgama de apetitos determinados corporalmente. Esta visión
también fue un credo hedonista para el que el dolor y el placer resultaban primordiales (irónicamente,
claro, puesto que con el culturalismo surge un culto al placer muy diferente). El culturalismo, sin
embargo, no sólo es un credo sospechosamente útil para los propios intelectuales culturalistas, sino
que en algunos casos es un credo inconsistente, puesto que tiende a deplorar lo natural al mismo tiempo
que lo reproduce. Si todo es realmente cultura, entonces la cultura desempeña exactamente el mismo
papel que la naturaleza, y nos resulta igual de natural. Esto puede valer de alguna cultura particular,
pero lo que el culturalismo reitera es que, en algún sentido, todas las culturas son arbitrarias. O sea, he
de ser algún tipo de ser cultural, pero no un tipo específico de ser cultural. En cuyo caso, el hecho de
que sea armenio resulta necesariamente irónico, puesto que siempre podría haber sido de Arkansas.
Pero entonces no habría sido quien soy, así que, al fin y al cabo, ser armenio me resulta perfectamente
natural y el hecho de que podría ser de Arkansas no pinta nada.
Sostener que somos criaturas completamente culturales es como convertir la cultura en algo
absoluto con una mano, mientras que con la otra se relativiza el mundo. Es como afirmar que el
fundamento del universo es el cambio. Si la cultura es verdaderamente omniabarcante, y si además es
constitutiva de mi propia identidad, entonces es difícil que me pueda imaginar como si no fuera el ser
cultural que soy, aunque eso es justamente lo que un conocimiento de la relatividad de mi cultura me
invita a hacer. De hecho, eso es lo que otro sentido de cultura, la cultura como imaginación creativa,
exige que haga. ¿Cómo es posible estar aculturado y tener una sensibilidad cultivada? (7), o sea, ¿cómo
es posible estar ineludiblemente determinado por una forma de vida, pero al mismo tiempo rebosar de
imaginación empática con otros mundos? Parecería, pues, que nos deberíamos desprender de la
diferencia misma que nos define, lo cual no es una postura cómoda de mantener.
Los culturalistas se dividen entre aquellos que, como Richard Rorty, promueven
concienzudamente esta postura irónica, y aquellos otros que, como el Stanley Fish de Doing What
Comes Naturally (8) sostienen de una forma más extrema, pero también más plausible, que si mi cultura
lo es todo, entonces resulta correcto e inevitable que la “naturalice” como si fuera absoluta. Cualquier
comprensión de otra cultura sólo será, pues, una maniobra dentro de la mía. Esto es: o siempre somos
prisioneros de nuestra propia cultura, o sólo podemos trascenderla cultivando un hábito mental irónico
que, por supuesto, es un privilegio restringido a unos pocos civilizados y que, de extenderse demasiado,
haría que la vida social dejara de funcionar. Hasta cierto punto, pues, la distinción de Rorty entre ironía
y creencia popular se puede entender como otra versión de la dicotomía de Althusser entre teoría e
ideología.
Sea como sea, hay algo que en ambos casos no se llega a entender desprendemos un poco de
nuestros determinantes culturales es algo consustancial al tipo de animales culturales que somos. No
es algo que esté por encima o por debajo de nuestra determinación cultural, sino que es parte de su
propio modo de funcionar. No es algo que trascienda nuestra cultura, sino algo constitutivo de ella. No
es una actitud irónica que adopto conmigo mismo, sino parte de la naturaleza de la identidad. La
identidad “esencial” no está más allá de la configuración cultural, sino que está modelada culturalmente
de una manera concreta y reflexiva. Como Wittgenstein diría, estamos atrapados por una imagen
funesta, a saber: la metáfora latente de la cultura como una especie de casa-prisión. O sea,
permanecemos cautivos de una imagen de la cautividad. Existen diferentes culturas, cada una de las
cuales modela una forma característica de identidad, y el problema es cómo se pueden comunicar unas
con otras. Aun que, de hecho –repito-, pertenecer a una cultura sólo es ser parte de un contexto que,
de forma inherente, siempre está abierto.
21
Las culturas “funcionan” como los inestables fundamentos del lenguaje justamente por eso,
porque son porosas y tienen límites borrosos; porque son indeterminadas e intrínsecamente
inconsistentes; porque nunca son idénticas consigo mismas y poseen fronteras que se redibujan
continuamente en el horizonte. Desde luego, a veces resultan opacas las unas para las otras, pero
cuando logran ser mutuamente inteligibles no es por virtud de algún metalenguaje compartido al que
ambas se pueden traducir, igual que el inglés no se traduce al serbo-croata a través de un tercer
discurso que abarque ambos idiomas. Si el “otro” queda más allá de mi comprensión, no es a causa de
la diferencia cultural, sino porque, en última instancia, esa persona resulta igual de ininteligible para sí
misma.
Slajov Zizek, uno de nuestros expertos punteros en temas de alteridad, plantea este asunto de
una forma mucho más sugerente. Lo que hace posible la comunicación entre diferentes culturas, dice
Zizek, es el hecho de que el límite que nos impide tener un acceso completo al Otro es ontológico, y no
meramente epistemológico. Desde luego, tal como suena, esto no parece mejorar las cosas, sino que
las pone más difíciles. Lo que Zizek quiere señalar es que lo que dificulta el acceso al Otro es el hecho
de que, antes que nada, él, ella, la persona en cuestión, nunca está completa, nunca se halla
completamente determinada por un contexto, sino que, en algún grado, siempre es algo “abierto” e
“impreciso”. Es algo parecido a lo que pasa con las palabras: a veces no logramos captar el sentido de
una palabra extranjera, pero porque es inherentemente ambigua y no porque padezcamos una
incompetencia lingüística. Cada cultura, pues, tiene un punto ciego donde no logra captarse o
identificarse a sí misma. Percatarse de esto, cree Zizek, es comprender esa cultura de la forma más
plena.
En el momento en que el Otro se distancia de sí mismo, desligado de su propio contexto,
podemos llegar a él más profundamente, puesto que esta opacidad con uno mismo también vale para
nosotros. Comprendo al Otro cuando me hago consciente de que, lo que me incomoda de él o ella, su
naturaleza enigmática, también es un problema para él o ella. Como dice Zizek: “la dimensión de lo
Universal emerge cuando las dos carencias –la mía y la del Otro- se solapan... Lo que compartimos
ambos, nosotros y el Otro inaccesible, es un significante vacío, una X que elude ambas posiciones” (9)
Lo universal es una brecha o fisura en mi identidad que la hace abrirse al Otro, y que me impide
identificarme completamente con un contexto en particular. Pero ésta es precisamente nuestra forma
de pertenecer a un contexto, y no una forma de carecer de él. Estar “desacoplado” en cualquier situación
concreta es algo característico de la condición humana. Y la ruptura violenta que se sigue de esta
conexión de lo universal con un contenido particular es lo que conocemos como sujeto humano. Los
seres humanos se mueven en la encrucijada de lo concreto y lo universal, entre un cuerpo y un medium
simbólico, aunque, desde luego, ése es un lugar donde nadie se puede sentir a gusto, en casa.
La naturaleza, en cambio, es ese hallarse en casa, sólo que no corresponde con nosotros, sino
con aquellos otros animales cuyos cuerpos sólo les dejan un poder limitado para liberarse de los
contextos que los determinan. O sea, aquellos animales que no funcionan primariamente a base de
cultura. Nuestros cuerpos, al moverse dentro de un médium simbólico y al ser de un tipo material
específico, poseen una capacidad para ir más allá de sus límites sensibles, para prolongarse en lo que
conocemos como cultura, sociedad o tecnología. Somos seres internamente dislocados, criaturas no
idénticas consigo mismas o seres históricos precisamente porque nuestra entrada en el orden simbólico
–en el lenguaje y todo lo que arrastra consigo- provoca un desajuste, un juego libre entre nosotros
mismos y nuestras determinaciones. La historia es lo que acontece a un animal constituido de tal forma
que es capaz, dentro de ciertos límites, de determinar sus propias determinaciones. Lo característico
de una criatura que produce símbolos es que su propia naturaleza consiste en trascenderse a sí misma.
El signo abre una distancia operativa entre nosotros y nuestros entornos materiales y, así, nos permite
transformarlos en historia. Aunque, ciertamente, no sólo el signo, sino también la manera en la que
nuestros cuerpos ya están configurados, cuerpos capaces de realizar trabajos complejos, así como la
comunicación que necesariamente debe sostenerlos. El lenguaje nos ayuda a escapar de la casa-
prisión de nuestros sentidos, al mismo tiempo que nos abstrae perjudicialmente de ellos.
Así pues, igual que el capitalismo en Marx, el lenguaje nos brinda, de súbito, nuevas posibilidades
de comunicación y nuevos modos de explotación. El paso desde el aburrido jardín de la felicidad de la
mera vida sensitiva al estimulante y precario plano de la vida semiótica fue toda una felix culpa, una
caída hacia arriba, en vez de hacia abajo. Y como somos animales a la vez simbólicos y somáticos,
potencialmente universales, pero patéticamente limitados, poseemos una capacidad incorporada para
la hybris. Nuestra vida simbólica, al abstraemos de las limitaciones sensoriales de nuestros cuerpos,
22
nos puede llevar demasiado lejos, nos puede perder y hacer que nos pasemos de rosca. Sólo un animal
lingüístico puede diseñar armas nucleares, pero sólo un animal material puede resultar vulnerable a
ellas. No somos ninguna maravillosa síntesis de naturaleza y cultura, de materialidad y sentido, sino,
más bien, seres anfibios a medio camino entre los ángeles y las bestias.
Quizás sea esto lo que se esconde detrás de la atracción que sentimos por lo estético, por ese
tipo peculiar de materia que, mágicamente, puede adquirir distintos significados, una unidad del mundo
sensible y del espiritual que no logramos alcanzar en nuestras dualistas vidas de cada día. Si la teoría
psicoanalítica está en lo cierto, la desviación de necesidades corporales al plano de las demandas
lingüísticas nos abre a ese ámbito de existencia, siempre extrínseco a nosotros mismos, que
conocemos como inconsciente. Sin embargo, en este perpetuo potencial para la tragedia también
subyace la fuente de nuestros mayores logros. Una vida de marsupial es mucho menos alarmante,
desde luego, pero también es mucho menos excitante. Puede que a los liberales dedicados a la defensa
del marsupial este punto de vista les resulte demasiado displicente, pero quienes defienden que los
marsupiales pueden llevar una vida secreta, de agonía y éxtasis, sin duda están equivocados. Sólo
pueden tener vida interna criaturas capaces de mantener algún tipo de comunicación compleja. Y sólo
pueden tener secretos los que practican ese intrincado tipo de comunicación.
Los seres humanos somos más destructivos que los tigres porque, entre otras cosas, nuestros
poderes simbólicos de abstracción nos permiten superar las inhibiciones sensoriales para el asesinato
intraespecífico. Si intento estrangularte con mis manos desnudas, es posible que sólo logre que te
pongas enfermo, lo cual, sin duda, te resultará fastidioso, pero no letal Pero el lenguaje me permite
destruirte de infinitas maneras donde ya no rigen las limitaciones físicas. Probablemente, no existe una
distinción pura y tajante entre animales lingüísticos y otros anímales, pero sí que existe un inmenso
abismo entre los animales irónicos y el resto de los animales. Las criaturas cuya vida simbólica es lo
suficientemente rica como para permitirles ser irónicas, viven en peligro permanente.
Es importante entender que esta capacidad para la cultura y la historia no es algo que se añada
sin más a nuestra naturaleza, sino que está en su propia raíz. Si, como creen los culturalistas, solamente
fuéramos seres culturales, o si, como sostienen los naturalistas, sólo fuéramos seres naturales,
entonces nuestras vidas serían muchísimo menos tensas. Sin duda, el problema es que estamos
cruzados por la naturaleza y la cultura –una intersección de considerable interés para el psicoanálisis-.
La cultura no es nuestra naturaleza, no; la cultura es algo propio de nuestra naturaleza, y eso es lo que
vuelve más difícil nuestra vida. La cultura no suplanta a la naturaleza, sino que la suplementa de una
forma a la vez necesaria y supererogatoria. No nacemos como seres culturales, ni como seres naturales
autosuficientes. Nacemos como unas criaturas cuya naturaleza física es tan indefensa que necesitan la
cultura para sobrevivir. La cultura es el “suplemento” que rellena un vacío dentro de nuestra naturaleza,
y nuestras necesidades materiales son reconducidas en sus términos.
El dramaturgo Edward Bond habla de las “expectativas biológicas” con las que nacemos,
expectativas, por ejemplo, de que “se cuidará a los recién nacidos contra su propia indefensión; que no
sólo se les nutrirá, sino que también se les proporcionará consuelo; que se les protegerá de su
vulnerabilidad; que nacerán en un mundo que desea recibirlos y que sabe cómo recibirlos” (10). No es
extraño, a juzgar por lo que luego veremos, que Bond diga esto en el prólogo a su obra Lear. Una
sociedad así –subraya Bond- sería una verdadera “cultura” y, justamente por eso, él se niega a aplicar
este término a la civilización capitalista contemporánea- Una vez que el recién nacido tropieza con la
cultura, su naturaleza no se suprime, sino que se transforma. O sea, el mundo de la significación no se
añade a nuestra naturaleza física igual que un chimpancé se viste un chaleco púrpura. No, lo que ocurre
es que, una vez que el mundo de la significación se sobreañade a nuestra existencia corporal, esa
existencia ya no puede seguir siendo idéntica consigo misma. Un gesto físico no es una forma de
esquivar el lenguaje, puesto que sólo cuenta como tal gesto dentro del lenguaje.
Los culturalistas también lo creen así, sólo que la cultura, para bien y para mal, no se sale con la
suya así como así. La naturaleza no es arcilla en manos de la cultura y, si así fuera, las consecuencias
políticas podrían ser catastróficas. Una cultura que intentara suprimir la clase de necesidades que
tenemos en virtud de lo que el joven Marx llamó nuestra condición de especie –necesidades como
comer, dormir, guarecerse, calentarse, integridad física, amistad, satisfacción sexual, cierto grado de
dignidad y de seguridad personales, ausencia de dolor, sufrimiento y opresión, modestas dosis de
autodeterminación y cosas parecidas-, una cultura que suprimiera todo esto –decía estaría condenada
al desastre. La naturaleza es modelada por la cultura, pero también se le resiste, y por tanto, un régimen
que negara esas necesidades provocaría una enérgica resistencia política. Las necesidades naturales,
23
necesidades que tenemos en virtud de la clase de cuerpos que somos, sean cuales sean las numerosas
formas culturales que puedan asumir, son un criterio de prosperidad política, y por tanto, hay que
oponerse políticamente a las sociedades que no las satisfagan.
En cambio, la doctrina de que la cultura es la verdadera naturaleza de la humanidad puede ser
políticamente conservadora. Si la cultura realmente configura de raíz nuestra naturaleza, entonces no
parece que en esa naturaleza haya algo que la pueda enfrentar contra una cultura opresiva. A Michel
Foucault se le plantea un problema que tiene que ver con esto: cómo es posible que lo que ha sido
completamente constituido por el poder pueda, sin embargo, resistirse a él. Por supuesto, gran parte
de la resistencia que se ejerce contra ciertas culturas particulares es cultural, o sea, ha surgido
totalmente de demandas engendradas culturalmente. Pero, incluso así, no deberíamos renunciar sin
más a la crítica política implícita en nuestra condición de especie, y menos aún en un mundo en el que
el poder se protege a sí mismo usurpando no sólo nuestras identidades culturales, sino también nuestra
propia integridad física. Al fin y al cabo, ciertos regímenes no salvaguardan sus privilegios violando
derechos culturales, sino que lo hacen por medio de la tortura, la fuerza armada y la muerte. El
argumento más convincente contra la tortura no es, precisamente, afirmar que viola mis derechos como
ciudadano o ciudadana. Algo que viola los derechos de cualquier cultura no se puede denunciar
exclusivamente sobre bases culturales.
El mejor tratado teórico que se ha escrito sobre el juego entre naturaleza y cultura es El rey Lear
Cuando la hija de Lear le reprocha que conserve un séquito de rufianes de los que no tiene necesidad
alguna, Lear responde apelando al argumento de la cultura como suplemento.
¡Vamos, no justifiquéis la necesidad! Hasta los más miserables
gozan de algo superfluo en su extrema pobreza.
No concedáis a la naturaleza más de lo que necesita,
y la vida del hombre valdrá tan poco como la de las bestias.”
(Acto II, escena IV) (11)
Éste es uno de los momentos más brillantes de Lear, porque entiende que generar cierto
derroche es algo consustancial a la naturaleza humana. Los seres humanos necesitan excederse a sí
mismos; sería antinatural que no trataran de disfrutar de algún lujo, o sea, de algo que está más allá de
sus estrictas necesidades materiales. La naturaleza humana es antinatural por naturaleza, desmedida
por su propio carácter. Y eso es lo que distingue a los humanos de las “bestias”, de esos animales
cuyas vidas se hallan estrictamente determinadas por sus necesidades como especie. Sin embargo, no
hay razón para esta tendencia a sobrepasar las condiciones mínimas para la supervivencia física. El
deseo debe ir más allá de la necesidad, la cultura debe salir de nuestra naturaleza, pero no hay ninguna
razón para ello, sino que simplemente es algo que forma parte de la manera en la que estamos hechos.
El derroche nos es inherente, y por eso cualquier situación encierra un potencial latente aún por realizar.
Por eso, somos animales históricos.
Aunque, realmente, ¿cuánto despilfarro? El rey Lear es, entre otras cosas, una magnífica
reflexión obre la enorme dificultad que encierra esa pregunta. La dificultad de no ser ni miserable, ni
desmedido. Desde luego, nuestro derroche más obvio es el lenguaje, pues excede con creces nuestra
pura existencia corporal. El rey Lear arranca, precisamente, con una desorbitada inflación de material.
Goneril y Regan, las enredantes hijas de Lear, luchan por superarse la una a la otra en retórica
engañosa, delatando así, con todo ese exceso de lenguaje, su enorme falta de amor. Este despilfarro
verbal obliga a su hermana Cordelia a sumirse en una peligrosa parquedad de palabras. La arrogante
vanidad de Lear, en cambio, sólo se puede depurar arrastrándole hasta una naturaleza implacable,
despiadada. La naturaleza le devuelve a su condición animal, a su cuerpo material. La rabia y el
sufrimiento, de hecho, llevarán a su cuerpo hasta el límite del abandono más absoluto. En palabras de
Gloster, Lear debe aprender a “ver sintiendo”, conteniendo su impulsiva conciencia dentro de las
limitaciones materiales de un cuerpo natural Sólo volviendo a experimentar su cuerpo, el medium de
nuestra común humanidad, Lear aprenderá a sufrir por los demás sólo a través de su propio sufrimiento.
Sin embargo, si se es puramente corporal, sólo se es prisionero de la propia naturaleza, tal como
en la obra les ocurre a Goneril y Regan Hay una delgada línea entre estar condenado a un cuerpo por
las necesidades de otros, y no ser más que un instrumento pasivo de tus propios apetitos corporales.
En su primera fase, Lear cae en un “culturalismo” que sobrevalora los signos, los títulos y el poder,
imaginando vanamente que las representaciones pueden determinar la realidad, pero el naturalismo de
un intrigante como Edmond pone de manifiesto el peligro contrario. Edmond es un cínico para el que la
naturaleza es una cuestión de hechos, no de valores, o sea, una materia sin sentido que se puede
24
manipular; los valores, en cambio, le parecen una ficción cultural proyectada arbitrariamente sobre el
texto mudo del mundo. Por lo tanto, hay algo peligroso, aunque también admirable, en todos aquellos
que son incapaces de ser infieles a lo que son Edmond es un determinista de pura cepa: “Habría salido
el mismo si me bastardean mientras luce la estrella más virgen de todo el firmamento” (12)
Goneril y Regan, después de su hipocresía inicial, se vuelven tan implacablemente fieles a su
naturaleza como los tigres o los tomados.
La incapacidad de Cordelia para engañar, en cambio, es un signo de autenticidad; aunque
también lo son las acciones redentoras de Kent, Edgar y del bufón, que adoptan máscaras, crean
ilusiones y juegan sin miramientos con el lenguaje para que el trastornado monarca recupere sus
sentidos. Existe una forma creativa, aunque también destructiva, de desprenderte de tu naturaleza,
pues las ficciones de la “cultura” se pueden aprovechar para la causa de la compasión corporal. Sin
embargo, también hay una forma creativa y destructiva de serle fiel a tu propia naturaleza. Para ser
auténtica, la cultura, la conciencia humana, se debe sustentar en un cuerpo compasivo; la propia
palabra “cuerpo” alude a nuestra fragilidad individual, pero también a nuestra condición genérica. Pese
a esto, la cultura no se debe reducir al cuerpo natural (como tal, un proceso cuyo último símbolo es la
muerte), porque eso conduciría, o bien a convertirnos en bestias presas de sus propios apetitos, o bien
a adoptar un materialismo cínico para el que no sería real nada que cayera más allá de los sentidos.
Existe un problema similar en el juego con el lenguaje que, como ocurre habitualmente en Shakespeare,
no logra dar con un termino medio entre el exceso y la sobriedad funcional. El lenguaje excesivamente
sencillo de Kent contrasta con el estilo ampuloso de Oswald, mientras que el discurso de Goneril tiene
de profusión desmedida todo lo que el de Edgar posee de absorta elaboración.
Como siempre pasa con Shakespeare, el concepto de derroche es extraordinariamente
ambivalente. Es el signo de nuestra humanidad, pero también lo que nos empuja a transgredirla.
Demasiada cultura reduce la capacidad para sentimos cerca de los demás, atrofia nuestros sentidos y
nos impide percatamos de la desdicha de los otros. Pero si se llega a sentir toda esa miseria en propia
carne, algo que Lear logra a tientas, el resultado es un derroche, aunque en un sentido muy diferente
de la palabra:
Cúrate, lujo;
despójate y siente lo que siente el desvalido,
para que pueda caerle lo superfluo
y se vea que los dioses son más justos. (13)
(Acto III, escena IV)
¡Que el hombre atiborrado y opulento,
que avasalla vuestras leyes, que no ve
porque no siente, no tarde en sentir vuestro poder!
Que la distribución anule lo superfluo
y todos tengan suficiente. (14)
(Acto IV, escena I)
El propio Lear se deja arrastrar tanto por el exceso, está tan alienado del mundo real por su
deseo desenfrenado, que para curarse tiene que ser violentamente reducido a la condición de
naturaleza, un proceso al que no consigue sobrevivir. Sin embargo, hay una forma algo más constructiva
de liberarse de ese exceso y consiste en lo que, en sus buenos tiempos, el Partido Laborista Británico
solía llamar una redistribución básica e, invariable de la riqueza. Sí, las implicaciones políticas de toda
esta meditación dramática sobre la naturaleza y la cultura son profundamente igualitarias. Existe un
derroche creativo, pero también uno perjudicial, tal como queda simbolizado en el perdón que Cordelia
acaba concediendo a su padre. Para Shakespeare la compasión es una forma de desbordarse, una
negativa al “donde las dan las toman” del valor de cambio, un acto gratuito, pero no por ello menos
necesario.
El rey Lear, como el joven Marx de los Manuscritos filosófico políticos, reivindica una política
radical a partir de una reflexión sobre el cuerpo. Sin embargo, ese tipo de discurso sobre el cuerpo no
es como el que hoy día está más de moda. Lo que aquí está en cuestión es el cuerpo mortal y no, como
ahora, el cuerpo masoquista. Desde luego, El rey Lear expresa una conciencia de la naturaleza como
una construcción cultural pero también se percata de los límites de una ideología que, en su afán por
eludir los riesgos del naturalismo, pasa por alto todo lo que representa el cuerpo compartido, vulnerable,
decadente, natural, el cuerpo insistentemente material que pone entre signos de interrogación a toda
esa hybris culturalista. Pero, al mismo tiempo, la obra tampoco cae en ese naturalismo para el que
25
existe una inferencia directa de los hechos a los valores, de la naturaleza a la cultura. La “naturaleza”
siempre es una interpretación de la naturaleza, sea con el determinismo hobbesiano de Edmond o con
la generosa serenidad de Cordelia, sea desde una perspectiva de la materia como algo sin significado,
o desde una visión de armonía cósmica. El paso de la naturaleza a la cultura no puede ser el paso de
los hechos a los valores, puesto que el término “naturaleza” ya es de por sí un término valorativo.
Ésta es, pues, la base sobre la que parecería descansar toda ética naturalista No podemos
justificar nuestros actos infiriendo lo que debemos hacer a partir de nuestra condición como cuerpos
materiales, puesto que nuestra forma de explicar nuestra condición siempre será necesariamente
valorativa. Esto es lo que permite a la epistemología naturalista decir que realmente no hay hechos,
sino sólo hechos para algún observador parcial e interesado. El concepto de naturaleza, igual que el de
cultura, oscila ambiguamente entre lo descriptivo y lo normativo. Si la naturaleza humana es una
categoría puramente descriptiva y cubre todo lo que los seres humanos hacemos, entonces no podemos
derivar valores de ella, simplemente porque hacemos cosas demasiado distintas y contradictorias.
Como reza la sabiduría popular, es tan “humano” caer en la debilidad moral como ser compasivo. Pero
si la naturaleza humana ya es un término valorativo, entonces el intento de derivar valores morales y
políticos a partir de ella es dar vueltas inútilmente.
A su manera, pues, Shakespeare parece consciente de este dilema, pero no por ello está
dispuesto a adoptar una solución culturalista que acarrea tantas dificultades filosóficas como el
naturalismo. Concebir la cultura como un mero fruto de la naturaleza es algo absurdo, pero también lo
es concebir a la Naturaleza como una mera construcción de la cultura. Shakespeare hace bien en
aferrarse a una noción de la naturaleza humana de carácter colectivo, fundada en lo somático y mediada
por lo cultural. Shakespeare también cree que, de algún modo, los valores culturales más admirables
están enraizados en esa naturaleza. La compasión, por ejemplo, es un valor moral, pero un valor que
responde al hecho de que, por nuestra propia constitución, somos animales sociales materialmente
capaces de percibir las necesidades de los demás y que además deben hacerlo para poder sobrevivir.
Ése es el tipo de relación interna entre hecho y valor, cultura y naturaleza, que subyace en el fondo de
las reflexiones de esta obra de Shakespeare. Sin embargo, el hecho de que, por naturaleza, seamos
animales que podemos sentir y comprender lo que les pasa a los demás no significa, en absoluto, que
siempre experimentemos compasión en el sentido moral del término. Para nada. Todo lo que defiende
un anticulturalista es que, cuando realmente sufrimos por los demás en ese sentido normativo, ponemos
en acción una capacidad que pertenece a nuestra naturaleza, y no ejercemos simplemente una virtud
que nos llega desde una-tradición cultural puramente contingente.
Sin duda, queda pendiente una cuestión: ¿cómo distinguimos aquellas capacidades de nuestra
naturaleza que son moral y políticamente más positivas? El culturalista tiene razón cuando dice que no
puede ser, ni mediante un proceso de inferencia lógica, ni a través de una explicación de la naturaleza
que esté libre de valores pero que, no obstante, nos empuje en una dirección cultural y no en otra. En
última instancia, sólo lo podemos dirimir a través de argumentos y pruebas. Y es en este punto donde,
curiosamente, el sentido más especializado del concepto de cultura desempeña su papel. Cuando se
contempla la gama de obras artísticas, sean “elevadas” o populares, que generalmente se han
considerado valiosas, resulta sorprendente el grado con el que todas ellas testimonian un mismo
problema, a saber ¿qué fines morales se deberían impulsar?
Sin embargo, este testimonio común no es ni unánime ni inequívoco: algunos ejemplos
importantes de la cultura artística que amparan valores morales son, en el mejor de los casos,
sospechosos; en el peor, detestables. La cultura de altos vuelos, tal como hemos visto, se encuentra
demasiado mezclada con la explotación y la desdicha. Aun así, poquísimas son las obras de arte
valiosas que defienden la tortura y la mutilación como la vía más segura para prosperar, o que elogian
la rapiña y la hambruna como las experiencias humanas más preciadas. Este hecho parece tan obvio
que, desgraciadamente, solemos pasar por encima de él con demasiada facilidad. ¿Por qué debería
ser así? –sea desde un enfoque culturalista o desde uno historicista-. ¿Por qué ese consenso tan
aplastante? Si nos reducimos a nuestros contextos culturales, locales y contingentes, innumerables a
lo largo de la historia de nuestra especie, entonces, ¿cómo es que a lo largo de los siglos la cultura
artística no ha defendido igual variedad de valores morales? ¿Por qué, pese a algunas loables
excepciones y todas esas diferencias culturales, la cultura artística no ha antepuesto el egoísmo a la
bondad, la codicia al cariño, el ansia material a la generosidad?
No hay duda: la cultura es un escenario de disputas morales extraordinariamente complicadas.
Lo virtuoso para las antiguas sagas no tiene por qué ser lo mismo que para Thomas Pynchon. Las
26
culturas debaten qué se ha de calificar como crueldad o qué como bondad, pero se pueden dar
considerables discrepancias entre, por ejemplo, los propietarios de esclavos de la antigüedad y los
liberales modernos. De hecho, también se pueden producir conflictos dentro de una misma cultura. Lear
considera cruel que Cordelia no le ame más que como padre, “por parentesco”, pero eso es bondad en
el sentido más estricto del término. Cordelia quiere decir que sus sentimientos hacia Lear nacen de
unas obligaciones familiares, y eso quiere decir que, sea cual sea el trato que él le procure, ella le tratará
humanamente a él. Incluso en el nivel más general, los juicios morales de diferentes culturas pueden
llegar a encajar unos con otros, y ese hecho no se puede soslayar así como así, siguiendo una fácil
moda historicista. Y no es extraño, pues, que todo esto desemboque en una ética materialista para la
que los valores morales guardan relación con nuestra naturaleza como seres vivos, una naturaleza que
no se ha visto significativamente alterada durante siglos.
Desde luego, cuando nos enzarzamos en una discusión sobre en qué consiste una vida buena,
acabamos apelando a hechos y no a principios abstractos. La cuestión consiste en saber qué clase de
hechos pueden resultar suficientemente convincentes para persuadir al oponente y ésa es la razón por
la que la cultura, tomada en un sentido restringido, resulta tan indispensable para un filósofo de la moral
o de la política. Nunca se llega a dar un argumento que ponga punto y final al asunto, sino que se remite
al interlocutor hacia, pongamos, el corpus de la poesía árabe o de la novela europea, y entonces se le
pregunta qué opina sobre ese particular. Supongamos que alguien sostiene que el mal es un concepto
pasado de moda; pues bien, uno se puede ahorrar tediosas discusiones preguntándole si ha leído, por
ejemplo, a Primo Levi. Muchos de los escépticos epistemológicos que ahora están en alza, presos de
su ansia teórica por desmantelar el fundamentalismo, parecen olvidar que así es como realmente
funcionan el disenso y el acuerdo, la convicción y la conversión, sea en el mundo social real, sea dentro
de los muros del mundo académico.
Al humanista liberal todo esto no le consolaría mucho. En realidad, su error no consiste en afirmar
que seres humanos de muy distintos contextos pueden compartir valores comunes, sino en pensar que
esos valores son, invariablemente, lo más importante de un producto cultural. El humanista liberal
asume que esos valores siempre son los valores de su propia civilización, no importa lo astutamente
disfrazados que se presenten. Pero, claro, el problema que tienen categorías generales tan abstractas,
categorías como compasión o generosidad, no es solamente que pidan a gritos una mayor
especificación cultural, como de hecho ocurre: el problema es que tampoco pueden ser posesión de
ninguna cultura en particular. Desde luego, esto no los vuelve muy positivos, puesto que se podría decir
exactamente lo mismo de la violencia y del odio. Pero, aun así, el culturalista debería pensárselo dos
veces antes de proclamar que esos valores son tan generales que carecen de significado, pues en ese
caso se podría decir lo mismo de la celebración de la diferencia o de la resistencia a la opresión.
Un examen atento de la cultura sugiere que existe algo más que la cultura, igual que nuestras
percepciones nos dicen que existe algo más que nuestras percepciones. Ésta es, por lo menos, la
conclusión que sacaron algunos de los mayores teóricos de la modernidad, digan lo que digan algunos
de sus sucesores posmodernos. El reto de Marx, Nietzsche y Freud fue pensar que la raíz del significado
es cierta fuerza, una fuerza cuyas huellas sólo las puede desvelar una lectura sintomática de la cultura.
Los significados siempre están sometidos a esa fuerza -escindidos, alterados y descolocados por ella
y, por eso, toda mera hermenéutica o teoría de la interpretación está abocada al idealismo. Para Marx,
Nietzsche y Freud todos los sucesos significativos se mueven en la incómoda intersección del
significado y del poder, en la confluencia de lo semiótico y lo económico (en su sentido más amplio).
Los hombres y las mujeres no viven sólo a base de cultura, ni siquiera en el sentido más amplio del
término. Dentro de la cultura siempre hay algo que la descentra y la trastorna, que la empuja a una
expresión violenta y sin sentido, o que deposita dentro de ella un residuo de pura incoherencia. Sea lo
que sea lo que antecede a la cultura, sea un conjunto de condiciones trascendentales de posibilidad
(Kant), sea la voluntad de poder (Nietzsche), sea la historia material (Marx), sea una serie de procesos
primarios (Freud), o sea lo Real (Lacan), sea lo que sea –digo-, siempre es algo simultáneo a ella: sólo
podemos identificarlo descifrándolo en la propia cultura. Sea lo que sea lo que pone a la cultura en su
sitio y amenaza perpetuamente con desmantelarla, sea lo que sea, sólo se puede comprender hacia
atrás, una vez que la cultura ya está ahí Es algo, pues, que no está más allá de la significación, pero
que tampoco se reduce a la esfera simbólica.
Para Marx, la cultura sólo tiene un origen: operar sobre la naturaleza. El hecho de que para el
marxismo el significado primordial del trabajo sea la explotación, se podría ver como otra ilustración de
ese sabio dictum de Walter Benjamin de que todo documento de cultura es un documento de barbarie.
27
En efecto, Marx cree que la cultura ignora su propia ascendencia: como un hijo edípico, prefiere creer
que procede de un linaje totalmente superior, o incluso, que se ha creado a sí misma. Sin embargo, lo
que da lugar a la cultura no es el significado, sino la necesidad. Solo después, cuando la sociedad
evoluciona y llega a consolidar una cultura institucional a tiempo completo, la cultura alcanza su
verdadera autonomía de la vida práctica. Para el marxismo, esta autonomía es un hecho histórico y no
una ilusión formalista.
Como el trabajo, la ideología también implica una concurrencia de poder y significación. La
ideología surge allí donde el poder trastorna la significación, allí donde la distorsiona y la envuelve en
una amalgama de intereses. Walter Benjamín subrayó que el mito perdurará mientras quede un
mendigo, dando a entender que, mientras exista injusticia, la ideología seguirá siendo indispensable.
Desde luego, el marxismo aspira a un tiempo en el que hombres y mujeres puedan vivir a base de
cultura, libres de los apremios de la vida material, pero el tropo verdaderamente dominante en él es la
ironía, porque el marxismo también cree que para conseguir liberarse de la necesidad material son
necesarias ciertas precondiciones materiales. Para que la vida social alcance un carácter estético, para
que los hombres y las mujeres desplieguen sus capacidades por su simple y pleno disfrute y no sólo
para seguir vivos, para lograr todo eso –dice el marxismo-, no basta la estética.
Marx lo veía así: la historia, esa pesadilla que se cierne sobre las cabezas de los vivos, es una
“prehistoria”. Nietzsche también habla con mofa de “ese horrible dominio del absurdo y del azar que
hasta ahora se ha llamado “historia” (15) De hecho, el término predilecto de Nietzsche –genealogía-
alude a ese relato bárbaro de ruina, tortura y venganza que tiene como fruto ensangrentado a la cultura.
“Todo paso, aun el más pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios
espirituales y corporales... el comienzo de todas las cosas grandes en la Tierra ha estado salpicado
profunda y largamente con sangre” (16). La genealogía desenmascara los orígenes abominables de las
ideas más nobles, la arbitrariedad de sus funciones, iluminando, así, la cara más sombría del
pensamiento. Nietzsche cree que la moralidad realmente es una sublimación, algo parecido a lo que
piensa Freud. Y, sin embargo, eso no la convierte en algo menos auténtico, sino al contrario. Como muy
acertadamente señaló William Empson: “los deseos más refinados nacen de las cosas más llanas, de
otra forma no serían auténticos”. (17) La forma de pensamiento que mejor comprende esto es lo
carnavalesco.
La originalidad de Freud consistió en ver no sólo la cultura o la moralidad en términos como éstos,
sino a la civilización como un todo. La Capilla Sixtina es una sublimación, pero también la fabricación
de motocicletas. El gesto más sobresaliente de Freud fue desmantelar totalmente la oposición clásica
entre “cultura” y “sociedad civil”, la oposición entre la esfera del valor y el reino de la necesidad. Las dos
cosas hunden sus desagradables raíces en el Eros. Freud cree que los significados realmente son
significados, o sea, algo que se tiene que descifrar pacientemente; pero poner patas arriba esos
procesos también consiste en verlos como un poderoso conflicto de fuerzas somáticas. La cultura y la
naturaleza, lo semiótico, y lo somático, sólo se pueden reunir de una forma conflictiva: el cuerpo nunca
se siente en casa dentro del orden simbólico, y nunca se recuperará completamente de su traumática
inserción en él. El impulso freudiano subyace escondido en la sombría frontera entre el cuerpo y la
mente, representando a uno ante el otro en las difíciles intersecciones entre la naturaleza y la cultura.
Freud es un “culturalista”, pues considera que el cuerpo siempre es una representación ficticia, pero
esta representación transmite malas noticias de fuerzas que deforman nuestros significados culturales
desde dentro y que, en definitiva, amenazan con borrar todas sus trazas.
Desde luego, esto es lo que plantea El malestar de la cultura (18), ese tratado implacablemente
desolador según el cual toda civilización se arruina a sí misma. Freud nos atribuye las dos cosas, una
agresión primaria y un narcisismo primario. La civilización surge de una sublimación de ambas cosas:
implica una renuncia a la gratificación instintiva y, por eso, lejos de desarrollar armoniosamente nuestras
capacidades, la cultura nos lleva a lo que Freud llama estado de “permanente infelicidad interna”. Visto
así, los frutos de la cultura no son precisamente la verdad, el bien y la belleza, sino más bien la culpa,
el sadismo y la autodestrucción. Eros, el constructor de ciudades, domina a la naturaleza y crea la
cultura, pero lo hace fundiéndose con nuestra agresividad, en cuyo interior acecha Thanatos, el impulso
de la muerte. Lo que acaba destruyendo la civilización, pues, disimula sus aviesas intenciones y
contribuye a su propia instauración. Pero cuanto más se sublima a Eros, menores son sus recursos y
mayor la fuerza con la queda preso del sadismo del superego. Al fortalecer al super ego, intensificamos
nuestra culpa y, de ese modo, fomentamos una cultura nociva del odio a nosotros mismos. La cultura,
pues, está impulsada por aquello que está más allá de toda cultura, la muerte. La muerte nos empuja
28
hacia adelante, pero sólo para devolvemos a ese feliz estado de invulnerabilidad, anterior a la aparición
de la cultura.

Éstas son, pues, algunas de las lecciones de los últimos representantes de la modernidad.
Existen fuerzas que operan en el interior de la cultura –pasión, dominio, violencia, deseo vengativo-;
fuerzas que amenazan con desarticular nuestros significados y hacen zozobrar nuestros proyectos;
fuerzas que irremediablemente nos abocan a la oscuridad. Estas fuerzas no quedan fuera de la cultura,
sino que brotan como resultado de una complicada interacción con la naturaleza. Para Marx, el trabajo
es una forma de relacionarse con la naturaleza que da lugar a la cultura; sin embargo, las condiciones
en las que ese trabajo se produce hacen que la cultura quede dividida en su interior, atravesada por la
violencia y la contradicción. Para Nietzsche, nuestro afán por dominar la naturaleza nos proporciona un
grado de soberanía que resulta potencialmente catastrófico, pues reprimimos nuestros propios instintos
en nuestra pugna por la civilidad. Para Freud, el intercambio entre el cuerpo del niño y los que le rodean,
el necesario proceso de cuidado y alimentación sin el cual todos pereceríamos, siembra las semillas de
un deseo voraz que ningún cuerpo u objeto jamás podrá satisfacer adecuadamente.
La Naturaleza, pues, no es el Otro de la cultura. También es un peso muerto dentro de ella, algo
que abre una fractura interna que atraviesa de punta a punta al sujeto humano.
Sólo podemos arrebatar la cultura a la Naturaleza aprovechando algunas de nuestras propias
energías naturales; y, por eso, las culturas no están construidas por medios exclusivamente culturales.
Sin embargo, esas energías dominantes tienden a producir un ímpetu prácticamente imparable que va
mucho más allá de lo que la cultura necesita para sobrevivir, un impulso que, en última instancia,
acabamos volviendo contra nosotros mismos con igual agresividad. La construcción de la cultura, pues,
siempre encierra algo autodestructivo.
El filósofo italiano Sebastiano Timpanaro dice:
El amor, la fugacidad y fragilidad de la existencia humana, el contraste entre la insignificancia y
debilidad del hombre y la infinidad del cosmos, todas estas cosas, se expresan en las obras literarias
de muy diferentes maneras según distintas sociedades históricamente determinadas, pero no de
maneras tan diferentes que no hagan referencia alguna a experiencias constantes de la condición
humana; experiencias como el instinto sexual, la debilidad producida por la edad (incluidas sus
repercusiones psicológicas), el miedo a tu propia muerte y la tristeza por la muerte de otros (19).
El culturalismo dogmático de nuestros días carece de una visión tan sensata como ésta. Al revés,
el cuerpo que padece, el cuerpo mortal, el cuerpo que posee necesidades y deseos, el cuerpo que nos
une radicalmente a nuestros antepasados, así como a nuestros congéneres de otras culturas, se ha
convertido en un motivo de diferencias y divisiones culturales. Es curioso, pero el cuerpo parece poseer
un carácter doble: es universal, pero también individual. En realidad, la palabra misma, “cuerpo”, puede
denotar ambas cosas, lo singular y lo colectivo. El cuerpo es el medio heredado y puramente dado que
nos une a nuestra especie, tan implacablemente impersonal como el inconsciente, un destino que nunca
se nos permitirá elegir. En esta medida, pues, el cuerpo es el símbolo de nuestra solidaridad. Sin
embargo, también es algo individual; de hecho, es el principio mismo de individuación. Lo que nos
vuelve tan terriblemente vulnerables es eso, que nuestro cuerpo es algo separado, localizado, algo
terriblemente limitado literalmente, algo que nunca queda atado al cuerpo de su especie. Y lo que nos
acaba volviendo tan necesitados y ansiosos es que cuando somos niños estamos bastante atados a
los cuerpos de otros, pero nunca completamente.
Para compensar tal fragilidad, los cuerpos humanos necesitan construir esas formas de
solidaridad a las que llamamos cultura, sistemas mucho más elaborados que cualquier cosa que el
cuerpo pueda hacer directamente, pero que se escapan peligrosamente de su control material. Sólo es
posible construir una cultura común porque nuestros cuerpos generalmente son del mismo tipo, y de
esa forma, un universal se apoya en el otro. Como el joven Marx observó, la sociabilidad se apoya en
cada uno de nosotros como individuos, pero a un nivel todavía más profundo que el de la cultura. Por
supuesto, los cuerpos humanos difieren unos de otros, en historia, género, etnia, capacidades físicas y
muchas otras cosas. Pero no se diferencian en aquellas capacidades –lenguaje, trabajo, sexualidad-
que les permiten entablar relaciones potencialmente universales con otro cuerpo. El culto posmoderno
al cuerpo socialmente construido, pese a toda su potente crítica del naturalismo, ha acabado
promoviendo el abandono de la idea de una política de resistencia global, precisamente en una era en
la que la política de la dominación global es más insoportable que nunca.

29
* En: Eagleton, Terry, La idea de cultura: una mirada política sobre los conflictos culturales, cap.
4, Paidós, Biblioteca del presente, n° 16. España. 2001. pp.131-165.
(1) Soper, Kate, What Is Nature? Oxford, 1995, págs. 132-133.
(2) Rorty, Richard, “Human Rights, Rationality, and Sentimentality”, en op. cit. (véase la nota 20
del capítulo 2), pág. 72 (trad. cast. cit.: pág. 233). En este ensayo, Rorty parece asumir que la única
base para la noción de naturaleza humana universal es la idea de racionalidad, lo cual es más que
discutible.
(3)Universidad de Richard Rorty durante bastantes años. (N. del t)
(4) Traduzco, como puedo, el delicioso: “Like he was all “uh-uh” and I was like kinda “hey!” but
he was like “no way” or whatever”. (N. del t.)
(5) Timpanaro, Sebastiano, On Materialism, Londres, 1972, pág. 8.
(6) Soper, Kate, What Is Nature? Cap. 4.
(7) Original en inglés: “How can one both cultured and cultured... ?”.
(8) Trad. cast. (selección): Práctica sin teoría: retórica y cambio en la vida institucional, Barcelona,
Destino, 1992.
(99 Zizek, Slavoj, The Abyss of Freedom/Ages of the World, Ann Arbor, 1997, págs. 50 y 51.
(10) Bond, Edward, Lear, Londres, 1972, pág. VIII.
(11) O, reason not the need! Our basets beggars/Are in the poorest things superfluous/Allow not
nature more than nature needs, /Man’s life is cheap as beast’s. La traducción de este pasaje es mía.
(N, del t)
(12) El rey Lear, Madrid, Espasa-Calpe, 1992, acto I, II pág. 66. El pasaje entero reza así: “My
father compounded with my mother under the Grangon’stail, an my nativity was under Ursa Major, sothat
it follows Iam rough and lecherous. Fut! I should have been that I am had the maidenliest star in the
firmament twinkled on my bastardizing ...”. (N. del t.)
(13) El rey Lear, Madrid, Espasa-Calpe, 1992, pág. 121. Take physic, pomp;/ Expose thyself to
feel what wretches feel,/ That thou mayst shake the superflux to them / And show the heavens more
just. El pasaje tiene su importancia, porque Eagleton lo usa como un punto de inflexión donde el
derroche (surplus) y el despilfarro adquieren el sentido de generosidad, desinterés, filantropía
(lavishness), “Shake the superflux to them”: o sea, deshacerse, librarse de lo superfluo... pero también
repartir, como cuando se sacuden (to shake down) las frutas de un árbol. (N. del t.)
(14) El rey Lear, pág. 140. Let the superfluous and lust-dieted man/That slaves your ordinance,
that will not see/Because he does not feel, feel your power quickly;/So distribution should undo
excess,/And each man have enough.
(15) Nietzsche, Friedrich, Beyond Goodand Evil, en Kaufmann, Walter (comp.), Basic Writings of
Nietzsche, Nueva York, 1968, pág. 307(Trad. cast.: Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza Editorial,
aforismo 203, 1984, pág. 135).
(16) Nietzsche, Freidrich, On the Genealogy of Morals, también en Kaufmann, Walter (comp.),
Ibíd., págs. 498 y 550. (Trad. cast.: La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1990, págs. 74 y 132).
(17) , William, Some Versions of Pastoral, Londres, 1966, pág. 114.
(18) En inglés: Civilization and its Discontents.
(19) Timpanaro, S., On Materialism, pág. 50.

TERRY EAGLETON - ¿Qué es la literatura?

En caso de que exista algo que pueda denominarse teoría literaria, resulta obvio que hay una
cosa que se denomina literatura sobre la cual teoriza. Consiguientemente podemos principiar
planteando la cuestión ¿qué es literatura?
Varias veces se ha intentado definir la literatura. Podría definírsela, por ejemplo, como obra de
"imaginación", en el sentido de ficción, de escribir sobre algo que no es literalmente real. Pero bastaría
un instante de reflexión sobre lo que comúnmente se incluye bajo el rubro de literatura para entrever
que no va por ahí la cosa. La literatura inglesa del siglo XVII incluye a Shakespeare, Webster, Marvell
y Milton, pero también abarca los ensayos de Francis Bacon, los sermones de John Donne, la
autobiografía espiritual de Bunyan y aquello —llámese como se llame— que escribió Sir Thomas
Browne. Más aún, incluso podría llegar a decirse que comprende el Leviatan de Hobbes y la Historia de
la rebelión de Clarendon. A la literatura francesa del siglo XVII pertenecen, junto con Corneille y Racine,

30
las máximas de La Rochefoucauld, las oraciones fúnebres de Bossuet, el tratado de Boilean sobre la
poesía, las cartas que Madame de Sevigné dirigió a su hija, y también los escritos filosóficos de
Descartes y de Pascal. En la literatura inglesa del siglo XIX por lo general quedan comprendidos Lamb
(pero no Bentham), Macaulay (pero no Marx), Mili (pero no Darwin ni Herbert Spencer).
El distinguir entre "hecho" y "ficción", por lo tanto, no parece encerrar muchas posibilidades en
esta materia, entre otras razones (y no es ésta la de menor importancia), porque se trata de un distingo
a menudo un tanto dudoso. Se ha argüido, pongamos por caso, que la oposición entre lo "histórico" y
lo "artístico" por ningún concepto se aplica a las antiguas sagas islándicas (1). En Inglaterra, a fines del
siglo XVI y principios del XVII, la palabra "novela" se empleaba tanto para denotar sucesos reales como
ficticios; más aún, a duras penas podría aplicarse entonces a las noticias el calificativo de reales u
objetivas. Novelas e informes noticiosos no eran ni netamente reales u objetivos ni netamente
novelísticos. Simple y sencillamente no se aplicaban los marcados distingos que nosotros establecemos
entre dichas categorías (2). Sin duda Gibbon pensó que estaba consignando verdades históricas, y
quizá pensaron lo mismo los autores del Génesis. Ahora algunos leen esos escritos como si se tratase
de hechos, pero otros los consideran “ficción”. Newman, ciertamente, consideró verdaderas sus
meditaciones teológicas, pero hoy en día muchos lectores las toman como "literatura". Añádase que si
bien la literatura incluye muchos escritos objetivos excluye muchos que tienen carácter novelístico. Las
tiras cómicas de Superman y las novelas de Mills y Boon refieren temas inventados pero por lo general
no se consideran como obras literarias y ciertamente, quedan excluidos de la literatura. Si se considera
que los escritos “creadores" o "de imaginación" son literatura, ¿quiere esto decir que la historia, la
filosofía y las ciencias naturales carecen de carácter creador y de imaginación?
Quizá haga falta un enfoque totalmente diferente. Quizá haya que definir la literatura no con base
en su carácter novelístico o “imaginario” sino en su empleo característico de la lengua. De acuerdo con
esta teoría, la literatura consiste en una forma de escribir, según palabras textuales del crítico ruso
Roman Jakobson, en la cual "se violenta organizadamente el lenguaje ordinario". La literatura
transforma e intensifica el lenguaje ordinario, se aleja sistemáticamente de la forma en que se habla en
la vida diaria. Si en una parada de autobús alguien se acerca a mi y me murmura al oído: “Sois la virgen
impoluta del silencio”, caigo inmediatamente en la cuenta de que me hallo en presencia de lo literario.
Lo comprendo porque la textura, ritmo y resonancia de las palabras exceden, por decirlo así, su
significado “abstraíble” o bien, expresado en la terminología técnica de los lingüistas, porque no existe
proporción entre el significante y el significado. El lenguaje empleado atrae sobre sí la atención, hace
gala de su ser material, lo cual no sucede en frases como "¿No sabe usted que hay huelga de
choferes?''.
De hecho, esta es la definición de lo "literario" que propusieron los formalistas rusos, entre cuyas
filas figuraban Viktor Shklovsky, Roman Jakobson, Osip Brik, Yury Tynyanov, Boris Eichenbaum y Boris
Tomashevsky. Los formalistas surgieron en Rusia en los años anteriores a la revolución bolchevique de
1917, y cosecharon laureles durante los años veinte, hasta que Stalin les impuso silencio. Fue un grupo
militante y polémico de críticos que rechazaron las cuasi místicas doctrinas simbolistas que
anteriormente habían influido en la crítica literaria, y que con espíritu científico práctico enfocaron la
atención a la realidad material del texto literario. Según ellos la crítica debía separar arte y misterio y
ocuparse de la forma en que los textos literarios realmente funcionan. La literatura no era una
seudorreligión, psicología o sociología sino una organización especial del lenguaje. Tenía leyes propias
específicas, estructuras y recursos, que debían estudiarse en si mismos en vez de ser reducidos a algo
diferente. La obra literaria no era ni vehículo ideológico, ni reflejo de la realidad social ni encarnación de
alguna verdad trascendental, era un hecho material cuyo funcionamiento puede analizarse como se
examina el de una máquina. La obra literaria estaba hecha de palabras, no de objetos o de sentimientos,
y era un error considerarla como expresión del criterio de un autor Osip Brik dijo alguna vez —con cierta
afectación y a la ligera— que Eugenio Onieguin, el poema de Pushkin, se habría escrito aunque Pushkin
no hubiera existido.
El formalismo era esencialmente la aplicación de la lingüística al estudio de la literatura; y como
la lingüística en cuestión era de tipo formal, enfocada más bien a las estructuras del lenguaje que a lo
que en realidad se dijera, los formalistas hicieron a un lado el análisis del "contenido" literario (donde se
puede sucumbir a lo psicológico o a lo sociológico), y se concentraron en el estudio de la forma literaria.
Lejos de considerar la forma como expresión del contenido, dieron la vuelta a estas relaciones y
afirmaron que el contenido era meramente la "motivación" de la forma, una ocasión u oportunidad
conveniente para un tipo particular de ejercicio formal. El Quijote no es un libro acerca de un personaje
31
de ese nombre, el personaje no pasa de ser un recurso para mantener unidas diferentes clases de
técnicas narrativas. Rebelión en la granja (de Orwell) no era, según los formalistas, una alegoría del
estalinismo, por el contrario, el estalinismo simple y llanamente proporcionó una oportunidad útil para
tejer una alegoría. Esta desorientada insistencia ganó para los formalistas el nombre despreciativo que
les adjudicaron sus antagonistas. Aun cuando no negaron que el arte se relacionaba con la realidad
social —a decir verdad, algunos formalistas estuvieron muy unidos a los bolcheviques— sostenían
desafiantes que esta relación para nada concernía al crítico.
Los formalistas principiaron por considerar la obra literaria como un conjunto más o menos
arbitrario de "recursos", a los que sólo más tarde estimaron como elementos relacionados entre si o
como "funciones" dentro de un sistema textual total. Entre los "recursos" quedaban incluidos sonido,
imágenes, ritmo, sintaxis, metro, rima, técnicas narrativas, en resumen, el arsenal entero de elementos
literarios formales. Estos compartían su efecto “enajenante” o “desfamiliarizante”. Lo específico del
lenguaje literario, lo que lo distinguía de otras formas de discurso era que "deformaba" el lenguaje
ordinario en diversas formas. Sometido a la presión de los recursos literarios, el lenguaje literario se
intensificaba, condensaba, retorcía, comprimía, extendía, invertía. El lenguaje "se volvía extraño", y por
esto mismo también el mundo cotidiano se convertía súbitamente en algo extraño, con lo que no está
uno familiarizado. En el lenguaje rutinario de todos los días, nuestras percepciones de la realidad y
nuestras respuestas a ella se enrancian, se embotan o, como dirían los formalistas, se “automatizan”.
La literatura, al obligarnos en forma impresionante a darnos cuenta del lenguaje, refresca esas
respuestas habituales y hace más 'perceptibles' los objetos. Al tener que luchar más arduamente con
el lenguaje, al preocuparse por él más de lo que suele hacerse, el mundo contenido en ese lenguaje se
renueva vividamente. Quizá la poesía de Gerard Manley Hopkins proporcione a este respecto un
ejemplo gráfico. El discurso literario aliena o enajena el lenguaje ordinario, pero, paradójicamente, al
hacerlo, proporciona una posesión más completa, más íntima de la experiencia. Casi siempre
respiramos sin darnos cuenta de ello el aire, como el lenguaje, es precisamente el medio en que nos
movemos. Ahora bien, si el aire de pronto se concentrara o contaminara tendríamos que fijarnos más
en nuestra respiración, lo cual quizá diera por resultado una agudización de nuestra vida corporal.
Leemos una nota garrapateada por un amigo sin prestar mucha atención a su estructura narrativa, pero
si un relato se interrumpe y después recomienza, si cambia constantemente de nivel narrativo y retarda
el desenlace para mantenernos en suspenso nos damos al fin cuenta de como está construido y, al
mismo tiempo, quizá también se haga más intensa nuestra participación. El relato, el argumento, como
dirían los formalistas, emplea recursos que “entorpecen" o "retardan" a fin de retener nuestra atención.
En el lenguaje literario, estos recursos "quedan al desnudo". Esto es lo que movió a Viktor Shklovsky a
comentar maliciosamente que Tristram Shandy, de Laurence Sterne, es una novela que entorpece su
propia línea narrativa a tal grado que a duras penas por fin comienza, y que “es la novela más típica de
la literatura mundial”
Los formalistas, por consiguiente, vieron el lenguaje literario como un conjunto de desviaciones
de una norma, como una especie de violencia lingüística: la literatura es una clase "especial" de
lenguaje que contrasta con el lenguaje “ordinario" que generalmente empleamos. El reconocer la
desviación presupone que se puede identificar la norma de la cual se aparta. Si bien el lenguaje
ordinario es un concepto del que están enamorados algunos filósofos de Oxford, el lenguaje de estos
filósofos tiene poco en común con la forma ordinaria de hablar de los cargadores portuarios de Glasgow.
El lenguaje que los miembros de estos dos grupos sociales emplean para escribir cartas de amor
usualmente difiere de la forma en que hablan con el párroco de la localidad. No pasa de ser una ilusión
el creer que existe un solo lenguaje “normal” , idea que comparten todos los miembros de la sociedad.
Cualquier lenguaje real y verdadero consiste en gamas muy complejas del discurso, las cuales se
diferencian según la clase social, la región, el sexo, la categoría y así sucesivamente, factores que por
ningún concepto pueden unificarse cómodamente en una sola comunidad lingüística homogénea. Las
normas de una persona quizá sean irregulares para alguna otra. “Ginne” como sinónimo de “alleyway”
(callejón) quizá resulte poético en Brighton pero no pasa de ser lenguaje ordinario en Barnsley. Aun los
textos más 'prosaicos' del siglo XV pueden parecernos “poéticos” por razón de su arcaísmo. Si nos
cayera en las manos algún escrito breve, aislado de su contexto y procedente de una civilización
desaparecida hace mucho, no podríamos decir a primera vista si se trataba o no de un escrito “poético”
por desconocer el modo de hablar ordinario de esa civilización, y aun cuando ulteriores investigaciones
pusieran de manifiesto características que se “desvían” de lo ordinario no quedaría probado que se
trataba de un escrito poético pues no todas las desviaciones lingüísticas son poéticas. Consideremos
32
el caso del argot, del slang. A simple vista no podríamos decir si un escrito en el cual se emplean sus
términos pertenece o no a la literatura “realista" sin estar mucho mejor informados sobre la forma en
que tal escrito encajaba en la sociedad en cuestión.
Y no es que los formalistas rusos no se dieran cuenta de todo esto. Reconocían que tanto las
normas como las desviaciones cambiaban al cambiar el contexto histórico o social y que, en este
sentido, lo "poético" depende del punto donde uno se encuentra en un momento dado. El hecho de que
el lenguaje empleado en una obra parezca "alienante" o "enajenante" no garantiza que en todo tiempo
y lugar haya poseído esas características. Resulta enajenante sólo frente a cierto fondo lingüístico
normativo, pero si éste se modifica quizás el lenguaje ya no se considere literario. Si toda la clientela
de un bar usara en sus conversaciones ordinarias frases como “Sois la virgen impoluta del silencio",
este tipo de lenguaje dejaría de ser poético. Dicho de otra manera, para los formalistas "lo literario" era
una función de las relaciones diferenciales entre dos formas de expresión y no una propiedad inmutable.
No se habían propuesto definir la "literatura" sino lo "literario", los usos especiales del lenguaje que
pueden encontrarse en textos "literarios" pero también en otros diferentes. Quien piense que la
"literatura" puede definirse a base de ese empleo especial del lenguaje tendrá que considerar el hecho
de que aparecen más metáforas en Manchester que en Marvell No hay recurso "literario" -metonimia,
sinécdoque, lítote, inversión retórica, etc. - que no se emplee continuamente en el lenguaje diario.
Sin embargo, los formalistas suponían que la “rarefacción" era la esencia de lo literario. Por
decirlo as, "relativizaban" este empleo del lenguaje, lo veían como contraste entre dos formas de
expresarse. Ahora bien, supongamos que yo oyera decir en un bar al parroquiano de la mesa de al lado
“Esto no es escribir, esto es hacer garabatos". La expresión ¿es “literaria” o “no literaria”? Pues es
literaria va que proviene de Hambre la novela de Knut Hamsun. Pero ¿cómo sé yo que tiene un carácter
literario? Al fin y al cabo no llama la atención por su calidad verbal. Podría decir que reconozco su
carácter literario porque estoy enterado de que proviene de esa novela de Knut Hamsun. Forma parte
de un texto que yo leí como novelístico, que se presenta como novela, que puede figurar en el programa
de lecturas de un curso universitario de literatura, y así sucesivamente. El contexto me hace ver su
carácter literario, pero el lenguaje en sí mismo carece de calidad o propiedades que permitan distinguirlo
de cualquier otro tipo de discurso, y quien lo empleara en el bar no sería admirado por su destreza
literaria. El considerar la literatura como lo hacen los formalistas equivale realmente a pensar que toda
literatura es poesía. Un hecho significativo cuando los formalistas fijaron su atención en la prosa a
menudo simplemente le aplicaron el mismo tipo de técnica que usaron con la poesía. Por lo general se
juzga que la literatura abarca muchas cosas además de la poesía que incluye, por ejemplo, escritos
realistas o naturalistas carentes de preocupaciones lingüísticas o de llamativo exhibicionismo. A veces
se emplea el adjetivo excelente o (algún sinónimo) a un texto precisamente por que su lenguaje no
atrae inmoderadamente la atención. Se admira su sencillez lacónica o su atinada sobriedad ¿Y qué
decir sobre los chascarrillos, las porras deportivas, los lemas o slogans, los encabezados periodísticos,
los anuncios publicitarios, a menudo verbalmente llamativos pero que generalmente no se clasifican
como literatura?
Otro problema relacionado con la “rarificación” consiste en que, con suficiente ingenio, cualquier
texto adquiere un carácter "raro". Fijémonos en una advertencia de suyo nada ambigua que a veces se
lee en el metro londinense: “Hay que llevar en brazos a los perros por la escalera mecánica”. Sin
embargo, quizá la frase no sea tan clara o tan carente de ambigüedad como de momento puede
parecer. ¿Quiere decir que uno debe llevar un can abrazado en esa escalera? ¿Corre peligro de que
se le impida usar la escalera si no encuentra un perro callejero y lo toma en sus brazos? Muchos avisos
aparentemente claros encierran ambigüedades como las que acabamos de señalar. “La basura debe
arrojarse en este cesto”, o el letrero “Salida” que se lee en las carreteras británicas pueden resultar
desconcertantes para un californiano. Con todo, aun haciendo de lado molestas ambigüedades, es a
todas luces obvio que ese aviso del metro puede considerarse como literatura. Puede uno detenerse a
considerar el staccato abrupto y amenazador de las solemnes voces monosílabas iniciales (“hay que”).
Y cuando se llega a aquello de llevar en brazos pleno de sugerencias, quizá la mente esté considerando
la posibilidad de ayudar durante toda la vida a perros lisiados. Quizá se descubra en cada cadencia, en
cada inflexión del término escalera mecánica una imitación del movimiento ascendente y descendente
de aquel dispositivo. Puede tratarse de un empeño infructuoso, pero no mucho más infructuoso que el
afirmar que se perciben los tajos y las acometidas de los estoques en la descripción poética de un duelo.
El primer enfoque tiene al menos la ventaja de sugerir que la "literatura" puede referirse, en todo caso,
tanto a lo que la gente hace con lo escrito como a lo que lo escrito hace con la gente.
33
Aun cuando alguien leyera el aviso en la forma indicada, subsistiría la posibilidad de leerlo como
poesía, que es sólo una parte de lo que usualmente abarca la literatura. Por lo tanto, consideraremos
otra forma de “malinterpretar" un letrero que puede conducirnos todavía un poco más lejos. Imagine a
un ebrio noctámbulo, derrumbado sobre el pasamanos de la escalera mecánica, que lee y relee el
letrero con laboriosa atención durante varios minutos y musita “¡Qué gran verdad!” ¿En qué tipo de error
se ha incurrido en ese momento? En realidad, el ebrio aquel considera el letrero como una expresión
de significado general e incluso de trascendencia cósmica. Al aplicar a esas palabras ciertos ajustes o
convencionalismos relacionados con la lectura, el ebrio de marras las arranca de su contexto inmediato,
hace generalizaciones basándose en ellas, y les atribuye un significado más amplio y profundo que la
finalidad pragmática a que estaban destinadas. Ciertamente, todo esto parecería ser una operación
relacionada con lo que la gente llama literatura. Cuando el poeta nos dice que su amor es cual rosa
encarnada, sabemos, precisamente porque recurrió a la métrica para expresarse, que no hemos de
preguntarnos si realmente estuvo enamorado de alguien que, por extrañas razones, le pareció que tenía
semejanza con una rosa. El poeta simplemente ha expresado algo referente a las mujeres y al amor en
términos generales. Por consiguiente, podríamos decir que la literatura es un discurso "no pragmático”.
Al contrario de los manuales de biología o los recados que se dejan para el lechero, la literatura carece
de un fin práctico inmediato, y debe referirse a una situación de carácter general. Algunas veces —no
siempre— puede emplear un lenguaje singular como si se propusiera dejar fuera de duda ese hecho,
como si deseara señalar que lo que entra en juego es una forma de hablar sobre una mujer en vez de
una mujer en particular, tomada de la vida real. Este enfoque dirigido a la manera de hablar y no a la
realidad de aquello sobre lo cual se habla, a veces se interpreta como si con ello se quisiera indicar que
entendemos por literatura cierto tipo de lenguaje autorreferente, un lenguaje que habla de sí mismo.
Con todo, también esta forma de definir la literatura encierra problemas. Por principio de cuentas,
probablemente George Orwell se habría sorprendido al enterarse de que sus ensayos se leerían como
si los temas que discute fueran menos importantes que la forma en que los discute. En buena parte de
lo que se clasifica como literatura el valor-verdad y la pertinencia práctica de lo que se dice se considera
importante para el efecto total. Pero aun si el tratamiento "no pragmático" del discurso es parte de lo
que quiere decirse con el término "literatura", se deduce de esta "definición" que, de hecho, no se puede
definir la literatura "objetivamente". Se deja la definición de literatura a la forma en que alguien decide
leer, no a la naturaleza de lo escrito. Hay ciertos tipos de textos -poemas, obras dramáticas, novelas—
que obviamente no se concibieron con "fines pragmáticos", pero ello no garantiza que en realidad vayan
a leerse adoptando ese punto de vista. Yo podría leer lo que Gibbon relata sobre el Imperio Romano no
porque mi despiste llegue al grado de pensar que allí encontraré información digna de crédito sobre la
Roma de la antigüedad, sino porque me agrada la prosa de Gibbon o porque me deleitan las
representaciones de la corrupción humana sea cual fuere su fuente histórica. También puedo leer el
poema de Robert Burns —suponiendo que yo fuese un horticultor japonés- porque no había yo aclarado
si en la Inglaterra del siglo XVIII florecían o no las rosas rojas. Se dirá que esto no es leer el poema
"como literatura", pero, ¿podría decirse que leo los ensayos de Orwell como literatura siempre y cuando
generalice yo lo que él dice sobre la Guerra Civil española y lo eleve a la categoría de declaraciones de
valor cósmico sobre la vida humana? Es verdad que muchas de las obras que se estudian como
literatura en las instituciones académicas fueron "construidas" para ser leídas como literatura, pero
también es verdad que muchas no fueron "construidas" así. Un escrito puede comenzar a vivir como
historia o filosofía y, posteriormente, ser clasificado como literatura; o bien puede empezar como
literatura y acabar siendo apreciado por su valor arqueológico. Algunos textos nacen literarios; a otros
se les impone el carácter literario. A este respecto puede contar mucho más la educación que la cuna.
Quizá lo que importe no sea de dónde vino uno sino cómo lo trata la gente. Si la gente decide que tal o
cual escrito es literatura parecería que de hecho lo es, independientemente de lo que se haya intentado
al concebirlo.
En este sentido puede considerarse la literatura no tanto como una cualidad o conjunto de
cualidades inherentes que quedan de manifiesto en cierto tipo de obras, desde Beowulf hasta Virginia
Woolf, sino como las diferentes formas en que la gente se relaciona con lo escrito. No es fácil separar,
de todo lo que en una u otra forma se ha denominado "literatura", un conjunto fijo de características
intrínsecas. A decir verdad, es algo tan imposible como tratar de identificar el rasgo distintivo y único
que todos los juegos tienen en común. No hay absolutamente nada que constituya la "esencia" misma
de la literatura. Cualquier texto puede leerse sin "afán pragmático", suponiendo que en esto consista el
leer algo como literatura; asimismo, cualquier texto puede ser leído "poéticamente". Si estudio
34
detenidamente el horario-itinerario ferrocarrilero, no para averiguar qué conexión puedo hacer, sino
para estimularme a hacer consideraciones de carácter general sobre la velocidad y la complejidad de
la vida moderna, podría decirse que lo estoy leyendo como literatura. John M. Ellis sostiene que el
término "literatura" funciona en forma muy parecida al término "hierbajo". Los hierbajos no pertenecen
a un tipo especial de planta; son plantas que por una u otra razón estorban al jardinero. 3 Quizá
"literatura" signifique precisamente lo contrario: cualquier texto que, por tal o cual razón, alguien tiene
en mucho. Como diría un filósofo, "literatura" y "hierbajo" son términos más funcionales que ontológicos,
se refieren a lo que hacemos y no al ser fijo de las cosas. Se refieren al papel que desempeña un texto
o un cardo en un contexto social, a lo que lo relaciona con su entorno y a lo que lo diferencia de él, a
su comportamiento, a los fines a los que se le puede destinar y a las actividades humanas que lo rodean.
En este sentido, "literatura" constituye un tipo de definición hueca, puramente formal. Aunque dijéramos
que no es un tratamiento pragmático del lenguaje, no por eso habríamos llegado a una esencia de la
literatura porque existen otras aplicaciones del lenguaje, como los chistes, pongamos por caso. De
cualquier manera, dista mucho de quedar claro que se pueda distinguir con precisión entre las formas
"prácticas" y las "no prácticas" de relacionarse con el lenguaje. Evidentemente no es lo mismo leer una
novela por gusto que leer un letrero en la carretera para obtener información. Pero ¿qué decir cuando
se lee un manual de biología para enriquecer la mente? ¿Constituye esto, una forma pragmática de
tratar el lenguaje? En muchas sociedades la "literatura" ha cumplido funciones de gran valor práctico,
como las de carácter religioso. Distinguir tajantemente entre lo "práctico" y lo "no práctico" sólo resulta
posible en una sociedad como la nuestra, donde la literatura en buena parte ha dejado de tener una
función práctica. Quizá se esté presentando como definición general una acepción de lo "literario" que
en realidad es históricamente específica
Por lo tanto, aun no hemos descubierto el secreto de por qué Lamb, Macaulay y Mill son literatura,
mientras que, en términos generales, no lo son ni Bentham, ni Marx, ni Darwin. Quizá la respuesta sin
complicaciones sea que los tres primeros son ejemplos de lo "bien escrito" pero no los otros tres. Esta
respuesta encierra la desventaja de que en gran parte es errónea (al menos a juicio mío), pero presenta
la ventaja de sugerir, de un modo general, que la gente denomina "literatura" a los escritos que le
parecen buenos. Evidentemente a esto último se puede objetar que si fuera enteramente cierto no
habría nada que pudiera llamarse mala literatura. Me parece que quizás se exagera el valor de Lamb y
Macaulay, pero esto no significa necesariamente que vaya a dejar de considerarlos como literatura. A
usted le puede parecer que Raymond Chandler es bueno dentro de su género, aunque no sea
precisamente literatura. Por otra parte, si Macaulay realmente fuera un mal escritor, si desconociera
totalmente la gramática y sólo pareciera interesarse en los ratones blancos entonces es probable que
la gente no daría a su obra el nombre de literatura, ni siquiera el de mala literatura. Parecería, pues,
que los juicios de valor tienen ciertamente mucho que ver con lo que se juzga como literatura y con lo
que se juzga que no lo es, si bien no necesariamente en el sentido de que un escrito, para ser literario,
tenga que caber dentro de la categoría de lo “bien escrito”, sino que tiene que pertenecer a lo que se
considera “bien escrito” aun cuando se trate de un ejemplo inferior de una forma generalmente
apreciada. Nadie se tomaría la molestia de decir que un billete de autobús constituye un ejemplo de
literatura inferior, pero si podría decirlo acerca de la poesía de Ernest Dowson. Los términos bien
escritos o bellas letras son ambiguos en este sentido: denotan una clase de composiciones
generalmente muy apreciadas pero que no comprometen a opinar que es “bueno” tal o cual ejemplo en
particular.
Con estas reservas, resulta iluminadora la sugerencia de que “literatura” es una forma de escribir
altamente estimada, pero encierra una consecuencia un tanto devastadora significa que podemos
abandonar de una vez por todas la ilusión de que la categoría “literatura” es “objetiva”, en el sentido de
ser algo inmutable, dado para toda la eternidad. Cualquier cosa puede ser literatura, y cualquier cosa
que inalterable e incuestionablemente se considera literatura Shakespeare, pongamos por caso—
puede dejar de ser literatura. Puede abandonarse por quimérica cualquier opinión acerca de que el
estudio de la literatura es el estudio de una entidad estable y bien definida como ocurre con la
entomología. Algunos tipos de novela son literatura, pero otros no lo son. Cierta literatura es novelística
pero otra no. Una clase de literatura toma muy en cuenta la expresión verbal, pero hay otra que no es
literatura sino retórica rimbombante. No existe literatura tomada como un conjunto de obras de valor
asegurado e inalterable caracterizado por ciertas propiedades intrínsecas y compartidas. Cuando en el
resto del libro use las palabras “literario” y “literatura” llevarán una especie de invisible tachadura para
indicar que realmente no son las apropiadas pero que de momento no cuento con nada mejor.
35
Los juicios de valor son notoriamente variables, por eso se deduce de la definición de literatura
como forma de escribir altamente apreciada que no es una entidad estable. Los tiempos cambian, los
valores no proclaman el anuncio de un diario, como si todavía creyéramos que hay que matar a las
criaturas enfermizas o exhibir en público a los enfermos mentales. Así, como en una época la gente
puede considerar filosófica la obra que más tarde calificará de literaria, o viceversa, también puede
cambiar de opinión sobre lo que considera escritos valiosos. Más aun, puede cambiar de opinión sobre
los fundamentos en que se basa para decidir entre lo que es valioso y lo que no lo es. Esto, como ya
indiqué, no significa necesariamente que el publico vaya a negar el título de literatura a una obra que,
al fin y al cabo, considera de calidad interior, la llamará literatura para indicar que, poco más o menos,
pertenece al tipo de escritos que por lo general aprecia. Por otra parte, esto no significa que el llamado
“canon literario”, la intocable “gloriosa tradición” de la “literatura nacional” tenga que tomarse como un
concepto —una “construcción”— cuya conformación estuvo a cargo de ciertas personas movidas por
ciertas razones en cierta época. No hay ni obras ni tradiciones literarias valederas, por sí mismas,
independientemente de lo que sobre ellas se haya dicho o se vaya a decir. “Valor” es un término
transitorio, significa lo que algunas personas aprecian en circunstancias específicas, basándose en
determinados criterios y a la luz de fines preestablecidos. Es por ello muy posible que si se realizara en
nuestra historia una transformación suficientemente profunda, podría surgir en el futuro una sociedad
incapaz de obtener el menor provecho de la lectura de Shakespeare. Quizá sus obras le resultasen
desesperadamente extrañas, plenas de formas de pensar y sentir que en la sociedad en cuestión se
considerarían estrechas o carentes de significado. En esas circunstancias Shakespeare no valdría más
que los letreros murales -graffiti- que hoy se estilan. Si bien muchos considerarían que se habría
descendido a condiciones sociales trágicamente indigentes, creo que se pecaría de dogmatismo si se
rechazara la posibilidad de que esa situación proviniera más bien de un enriquecimiento humano
generalizado. A Karl Marx le preocupaba saber por qué el arte de la antigüedad griega conserva su
“encanto eterno" aun cuando hace mucho tiempo que desaparecieron las condiciones que lo
produjeron. Ahora bien, visto que aun no termina la historia ¿cómo podríamos saber que va a continuar
siendo “eternamente” encantador? Supongamos que, gracias a expertas investigaciones arqueológicas,
se descubriera mucho más sobre lo que la tragedia griega en realidad significaba para el público
contemporáneo, nos diéramos cuenta de la enorme distancia que separa lo que entonces interesaba
de lo que hoy nos interesa, y releyéramos esas obras a la luz de conocimientos más profundos. Ello
podría dar por resultado -entre otras cosas- que dejaran de gustarnos esas tragedias y comedias. Quizá
llegáramos a pensar que antes nos habían gustado porque, inconscientemente, las leíamos a la luz de
nuestras propias preocupaciones. Cuando esto resultara menos posible, quizá esas obras dramáticas
dejaran de hablarnos significativamente.
El que siempre interpretemos las obras literarias, hasta cierto punto, a través de lo que nos
preocupa o interesa (es un hecho que en cierta forma “lo que nos preocupa o interesa” nos incapacita
para obrar de otra forma), quizá explique por qué ciertas obras literarias parecen conservar su valor a
través de los siglos. Es posible, por supuesto, que sigamos compartiendo muchas inquietudes con la
obra en cuestión, pero también es posible que, en realidad y sin saberlo, no hayamos estado evaluando
la “misma” obra. “Nuestro” Homero no es idéntico al Homero de la Edad Media, y “nuestro” Shakespeare
no es igual al de sus contemporáneos. Más bien se trata de estos períodos históricos diferentes han
elaborado, para sus propios fines, un Homero y un Shakespeare “diferentes”, y han encontrado en los
respectivos textos elementos que deben valorarse o devaluarse (no necesariamente los mismos). Dicho
en otra forma, las sociedades “rescriben”, así sea inconscientemente todas las obras literarias que leen.
Más aun, leer equivale siempre a “rescribir”. Ninguna obra, ni la evaluación que en alguna época se
haga de ella pueden, sin más ni más, llegar a nuevos grupos humanos sin experimentar cambios que
quizá las hagan irreconocibles. Esta es una de las razones por las cuales lo que se considera como
literatura sufre una notoria inestabilidad.
No quiero decir que esa inestabilidad se deba al carácter subjetivo de los juicios de valor. Según
este punto de vista, el mundo se halla dividido entre hechos sólidamente concretos que están “allá”,
como la Estación Central del ferrocarril, y juicios de valor arbitrarios que se ubican “aquí dentro”, como
el gusto por los plátanos o el sentir que el tono de un poema de Yeats va desde las bravatas defensivas
hasta la resignación hosca pero dúctil. Los hechos están a la vista y son irrecusables, pero los valores
son cosa personal y arbitraria. Evidentemente no es lo mismo consignar un hecho, por ejemplo “Esta
catedral fue construida en 1612”, que expresar un juicio de valor como “esta catedral es una muestra
magnífica de la arquitectura barroca”. Pero supongamos que dije lo primero cuando acompañaba por
36
diversas partes de Inglaterra a un visitante extranjero y me di cuenta de que lo había desconcertado
bastante. ¿Por qué, podría preguntarme, insiste en darme las fechas de la construcción de todos estos
edificios? ¿A qué se debe esa obsesión con los orígenes? En la sociedad donde vivo, podría agregar,
para nada conservamos datos de esa naturaleza. Para clasificar nuestros edificios nos fijamos en si
miran al noroeste o al sudoeste. Esto quizás pusiera de manifiesto una parte del sistema inconsciente
basada en juicios de valor subyacentes en mis datos descriptivos. Juicios de valor como éstos no son
necesariamente del mismo tipo que aquel otro de “Esta catedral es una muestra magnífica de la
arquitectura barroca”, pero no dejan de ser juicios de valor, y ninguna enunciación de hechos que yo
pudiera formular sería ajena a ellos. La enunciación de un hecho no deja de ser, después de todo, una
enunciación, y da por sentado cierto número de juicios cuestionables que esas enunciaciones valen la
pena más que otras, que estoy capacitado para formularlas y garantizar su verdad, que mi interlocutor
es una persona a quien vale la pena formularlas, que no carece de utilidad el formularlas, y así por el
estilo. Bien puede transmitirse información en las conversaciones de bar, pero en esos diálogos también
sobresalen elementos de lo que los lingüistas llaman 'fáctico', o sea, de lo relacionado con el propio
acto de comunicar. Cuando charlo con usted sobre el estado del tiempo doy a entender que una
conversación con usted vale la pena, que lo considero persona de mérito y que se emplea bien el tiempo
charlando con usted, que no soy antisocial, que no me voy a poner a criticar de la cabeza a los pies su
aspecto personal.
En este sentido no hay posibilidad de formular una declaración totalmente desinteresada. Por
supuesto, se considera que el decir cuando se construyo una catedral no demuestra tanto interés en
nuestra cultura como expresar una opinión sobre su estilo arquitectónico, pero también podrían
imaginarse situaciones en las cuales la primera declaración estuviera más "preñada de valores" que la
otra. Quizás “barroco” y "magnífico” hayan llegado a ser términos más o menos sinónimos, pero sólo
unos cuantos tercos se aferrarían a una idea exagerada sobre la importancia de la fecha en que se
construyó un edificio, y al consignarla enviaba yo un mensaje para indicar que me adhería a ellos. Todas
las declaraciones descriptivas se mueven dentro de una red (a menudo invisible) de categorías de valor.
Añádase que, indudablemente, sin esas categorías no tendríamos absolutamente nada que decirnos.
No se trata solamente de que poseyendo conocimientos que corresponden a la realidad los falseemos
movidos por intereses y opiniones particulares (cosa ciertamente posible), se trata también de que aun
sin intereses especiales podríamos carecer de conocimientos porque no nos hemos dado cuenta de
que vale la pena adquirirlos. Los intereses son elementos constitutivos de nuestro conocimiento, no
meros prejuicios que lo ponen en peligro. El afirmar que el conocimiento debe ser “ajeno a los valores"
constituye un juicio de valor.
Bien puede ser que el gusto por los plátanos no pase de ser una cuestión privada, pero de hecho
esto también es cuestionable. Un análisis a fondo sobre mis gustos en materia de comida
probablemente revelaría profundos lazos con ciertas experiencias de mi primera infancia, con mis
relaciones con mis padres y hermanos y con muchos otros factores culturales que son tan sociales y
tan “no subjetivos” como las estaciones de ferrocarril. Esto es aun más cierto en lo referente a la
estructura fundamental de los criterios e intereses dentro de los cuales nací por ser miembro de una
sociedad en particular, como por ejemplo, creer que debo procurar mantenerme en buen estado de
salud, que los diferentes papeles que se representan según el sexo al cual se pertenece tienen sus
raíces en la biología humana o que el hombre es más importante que los cocodrilos. Usted y yo
podemos no estar de acuerdo en tal o cual cuestión, pero ello se debe exclusivamente a que
compartimos ciertas formas profundas de ver y evaluar enlazadas a nuestra vida social y que no pueden
cambiar si antes no se transforma esa vida. Nadie me va a imponer un fuerte castigo porque me
desagrade algún poema de Donne; pero si reconozco que de plano la obra de Donne no es literatura,
en ciertas circunstancias me arriesgaría a perder mi empleo. Estoy en libertad de votar por los laboristas
o los conservadores, pero si trato de conducirme basándome en la creencia de que tal libertad
meramente encubre un gran prejuicio —o sea que la democracia se reduce a la libertad de cruzar un
emblema en la cédula para votar cada vez que se celebran elecciones- en ciertas circunstancias
especiales bien podría acabar en la cárcel.
La estructura de valores (oculta en gran parte) que da forma y cimientos a la enunciación de un
hecho, constituye parte de lo que se quiere decir con el término “ideología”. Sin entrar en detalles,
entiendo por ideología las formas en que lo que decimos y creemos se conecta con la estructura de
poder o con las relaciones de poder en la sociedad en la cual vivimos. De esta definición gruesa de la
ideología se sigue que no todos nuestros juicios y categorías subyacentes pueden denominarse —con
37
provecho— ideológicos. Ha arraigado profundamente en nosotros la tendencia a imaginarnos
moviéndonos hacia el futuro (aun cuando existe por lo menos una sociedad que se considera de regreso
ya del futuro), pero si bien esta manera de ver quizá logre conectarse significativamente con la
estructura del poder en nuestra sociedad, no es preciso que tal cosa suceda siempre y en todas partes.
Por ideología no entiendo nada más criterios hondamente arraigados, si bien a menudo inconscientes.
Me refiero muy particularmente a modos, de sentir, evaluar, percibir y creer que tienen alguna relación
con el sostenimiento y la reproducción del poder social. Que tales criterios no son, por ningún concepto,
meras rarezas personales puede aclararse recurriendo a un ejemplo literario.
En su famoso estudio Practical Criticism (1929), el crítico I. A. Richards, de la Universidad de
Cambridge, procuro demostrar cuán caprichosos y subjetivos pueden ser los juicios literarios, y para
ello dio a sus alumnos (estudiantes de college) una serie de poemas, pero sin proporcionar ni el nombre
del autor ni el título de la obra, y les pidió que emitieran su opinión. Por supuesto, en los juicios hubo
notables discrepancias, además, mientras poetas consagrados recibieron calificaciones medianas se
exaltó a oscuros escritores. Opino, sin embargo que, con mucho, lo más interesante del estudio -en lo
cual muy probablemente no cayó en la cuenta el propio Richards- es el firme consenso de valoraciones
inconscientes subyacente en las diferencias individuales de opinión. Al leer lo que dicen los alumnos de
Richards sobre aquellas obras literarias, llaman la atención los hábitos de percepción e interpretación
que espontáneamente comparten lo que suponen que es la literatura, lo que dan por hecho cuando se
aproximan a un poema y los beneficios que por anticipado suponen se derivaran de su lectura. Nada
de esto es en realidad sorprendente, pues presumiblemente todos los participantes en el experimento
eran jóvenes británicos, de raza blanca pertenecientes a la clase alta o al estrato superior de la clase
media, educados en escuelas particulares en los años veinte, por lo cual su forma de responder a un
poema dependía de muchos factores que no eran exclusivamente “literarios”. Sus respuestas críticas
estaban firmemente entrelazadas con prejuicios y criterios de amplio alcance. No se trata de que haya
habido culpa no hay respuesta crítica ajena a esos enlaces, y, por lo tanto, no existen las
interpretaciones o los juicios críticos literarios puros. Uno mismo tiene la culpa, en caso de que alguien
la tenga. El propio I. A. Richards como joven profesor de Cambridge, perteneciente a la clase media
superior, no pudo objetivar un contexto de intereses que él mismo había en gran parte compartido y,
por consiguiente, tampoco pudo reconocer a fondo que las diferencias de evaluación locales,
“subjetivas” actúan dentro de una forma particular, socialmente estructurada de percibir el mundo.
Si no se puede considerar la literatura como categoría descriptiva “objetiva”, tampoco puede
decirse que la literatura no pasa de ser lo que la gente caprichosamente decide llamar literatura. Dichos
juicios de valor no tienen nada de caprichosos. Tienen raíces en hondas estructuras de persuasión al
parecer tan inconmovibles como el edificio Empire State. Así, lo que hasta ahora hemos descubierto no
se reduce a ver que la literatura no existe en el mismo sentido en que puede decirse que los insectos
existen, y que los juicios de valor que la constituyen son históricamente variables, hay que añadir que
los propios juicios de valor se relacionan estrechamente con las ideologías sociales. En última instancia
no se refieren exclusivamente al gusto personal sino también a lo que dan por hecho ciertos grupos
sociales y mediante lo cual tienen poder sobre otros y lo conservan. Como esta afirmación puede
parecer un tanto forzada y nacida de un prejuicio personal, vale la pena ponerla a prueba considerando
el ascenso de la “literatura” en Inglaterra.

1 cf M I Steblin-Kamenskij, The Saga Mind (Odense, 1973)


2 cf. Lennard J. Davis, “A Social History of Fact and Fiction: Authorial Disavowal in the Early
English Novel”, en Edward W. Said (comp ) Literature and Society (Baltimore y Londres, 1980).

Eagleton, Terry. Una introducción a la teoría literaria. Traducción de José Esteban Calderón.
Fondo de Cultura Económica. Título original: Literary Theory An Introduction. Primera edición en inglés,
1983 Primera edición en español (FCE, México), 1988 Primera reimpresión (FCE, Argentina), 1998.

Michel Foucault - Las redes del poder (Conferencia)

Vamos a intentar hacer un análisis de la noción de poder. Yo no soy el primero, lejos de ello, que
intenta desechar el esquema freudiano que opone instinto a represión –instinto y cultura. Toda una

38
escuela de psicoanalistas intentó, desde hace decenas de años, modificar, elaborar este esquema
freudiano de instinto vs. cultura, e instinto vs. represión– me refiero tanto a psicoanalistas de lengua
inglesa como francesa. Como Melanie Klein, Winnicot y Lacan, que intentaron demostrar que la
represión, lejos de ser un mecanismo secundario, interior, tardío, que intentaría controlar un juego
instintivo dado por la naturaleza, forma parte del mecanismo del instinto o, por lo menos, del proceso
mediante el cual se desenvuelve el instinto sexual y se constituye como pulsión.
La noción freudiana de trieb no debe ser interpretada como un simple dato natural o un
mecanismo biológico natural sobre el cual la represión vendría a depositar su ley de prohibición, sino,
según esos psicoanalistas, como algo que ya está profundamente penetrado por la represión. La
carencia, la castración, la prohibición, la ley, ya son elementos mediante los cuales se constituye el
deseo como deseo sexual, lo cual implica, por lo tanto, una transformación de la noción primitiva de
instinto sexual tal como Freud la había concebido al final del siglo XIX.
Es necesario, entonces, pensar el instinto no como un dato natural, sino como una elaboración,
todo un juego complejo entre el cuerpo y la ley, entre el cuerpo y los mecanismos culturales que
aseguran el control sobre el pueblo. Por lo tanto, creo que los psicoanalistas desplazaron
considerablemente el problema, haciendo surgir una nueva noción de instinto, una nueva concepción
de instinto, de pulsión, de deseo. Pero lo que me perturba o, por lo menos, me parece insuficiente, es
que en esta elaboración propuesta por los psicoanalistas, ellos cambian tal vez el concepto de deseo,
pero no cambian en absoluto la concepción de poder.
Continúan considerando entre sí que el significado del poder, el punto central, aquello en que
consiste el poder, es aún la prohibición, la ley, la fórmula “no debes”. El poder es esencialmente aquello
que dice “no debes”. Me parece que ésta es una concepción –y de eso hablaré más adelante–
totalmente insuficiente del poder, una concepción jurídica, una concepción formal del poder y que es
necesario elaborar otra concepción del poder que permitirá sin duda comprender mejor las relaciones
que se establecieron entre poder y sexualidad en las sociedades occidentales.
Voy a intentar mostrar en qué dirección se puede desarrollar un análisis del poder que no sea
simplemente una concepción jurídica, negativa, del poder, sino una concepción positiva de la tecnología
del poder.
Frecuentemente encontramos entre los psicoanalistas, los psicólogos y los sociólogos esta
concepción según la cual el poder es esencialmente la regla, la ley, la prohibición, lo que marca un
límite entre lo permitido y lo prohibido. Creo que esta concepción de poder fue, a fines del siglo XIX,
formulada inicialmente y extensamente elaborada por la etnología. La etnología siempre intentó detectar
sistemas de poder en sociedades diferentes de las nuestras en términos de sistemas de reglas. Y
nosotros mismos, cuando intentamos reflexionar sobre nuestra sociedad, sobre la manera como el
poder se ejerce en ella, lo hacemos fundamentalmente a partir de una concepción jurídica: dónde está
el poder, quién posee el poder, cuáles son las reglas que rigen el poder, cuál es el sistema de leyes
que el poder establece sobre el cuerpo social. Por lo tanto, para nuestras sociedades hacemos siempre
una sociología jurídica del poder y cuando estudiamos sociedades diferentes de las nuestras hacemos
una etnología que es esencialmente una etnología de la regla, una etnología de la prohibición. Vean,
por ejemplo, en los estudios etnológicos de Durkheim a Levi-Strauss, cuál es el problema que siempre
reaparece, perpetuamente reelaborado: el problema de la prohibición, especialmente la prohibición del
incesto.
A partir de esa matriz, de ese núcleo que sería la prohibición del incesto, se intentó comprender
el funcionamiento general del sistema. Y fue necesario esperar hasta años más recientes para que
aparecieran nuevos enfoques sobre el poder, ya sea desde el punto de vista marxista o desde
perspectivas más alejadas del marxismo clásico. De cualquier modo, a partir de allí vemos aparecer,
con los trabajos de Clastres, por ejemplo, toda una nueva concepción del poder como tecnología que
intenta emanciparse del primado, de ese privilegio de la regla y la prohibición que, en el fondo, había
reinado sobre la etnología.
En todo caso, la cuestión que yo quería plantear es la siguiente: ¿cómo fue posible que nuestra
sociedad, la sociedad occidental en general, haya concebido el poder de una manera tan restrictiva, tan
pobre, tan negativa? ¿Por qué concebimos siempre el poder como regla y prohibición, por qué este
privilegio? Evidentemente podemos decir que ello se debe a la influencia de Kant, idea según la cual,
en última instancia, la ley moral, el “no debes”, la oposición “debes/no debes” es, en el fondo, la matriz
de la regulación de toda la conducta humana. Pero, en verdad, esta explicación por la influencia de Kant
39
es evidentemente insuficiente. El problema consiste en saber si Kant tuvo tal influencia. ¿Por qué fue
tan poderosa? ¿Por qué Durkheim, filósofo de vagas simpatías socialistas del inicio de la Tercera
República francesa, se pudo apoyar de esa manera sobre Kant cuando se trataba de hacer el análisis
del mecanismo del poder en una sociedad? Creo que podemos analizar la razón de ello en los
siguientes términos: en el fondo, en Occidente, los grandes sistemas establecidos desde la Edad Media
se desarrollaron por intermedio del crecimiento del poder monárquico, a costas del poder o mejor, de
los poderes feudales. Ahora, en esta lucha entre los poderes feudales y el poder monárquico, el derecho
fue siempre el instrumento del poder monárquico contra las instituciones, las costumbres, los
reglamentos, las formas de ligazón y de pertenencia características de la sociedad feudal. Voy a dar
dos ejemplos: por un lado el poder monárquico se desarrolla en Occidente en gran parte sobre las
instituciones jurídicas y judiciales, y desarrollando tales instituciones logró sustituir la vieja solución de
los litigios privados mediante la guerra civil por un sistema de tribunales con leyes, que proporcionaban
de hecho al poder monárquico la posibilidad de resolver él mismo las disputas entre los individuos. De
esa manera, el derecho romano, que reaparece en Occidente en los siglos XIII y XIV, fue un instrumento
formidable en las manos de la monarquía para lograr definir las formas y los mecanismos de su propio
poder, a costa de los poderes feudales. En otras palabras, el crecimiento del Estado en Europa fue
parcialmente garantizado, o, en todo caso, usó como instrumento el desarrollo de un pensamiento
jurídico. El poder monárquico, el poder del Estado, está esencialmente representado en el derecho.
Ahora bien, sucede que al mismo tiempo que la burguesía, que se aprovecha extensamente del
desarrollo del poder real y de la disminución, del retroceso de los poderes feudales, tenía un interés en
desarrollar ese sistema de derecho que le permitiría, por otro lado, dar forma a los intercambios
económicos, que garantizaban su propio desarrollo social. De modo que el vocabulario, la forma del
derecho, fue un sistema de representación del poder común a la burguesía y a la monarquía. La
burguesía y la monarquía lograron instalar, poco a poco, desde el fin de la Edad Media hasta el siglo
XVIII, una forma de poder que se representaba y que se presentaba como discurso, como lenguaje, el
vocabulario del derecho. Y cuando la burguesía se desembarazó finalmente del poder monárquico, lo
hizo precisamente utilizando ese discurso jurídico que había sido hasta entonces el de la monarquía, el
cual fue usado en contra de la propia monarquía.
Para proporcionar un ejemplo sencillo, Rousseau, cuando redactó su teoría del Estado, intentó
mostrar cómo nace un soberano, pero un soberano colectivo, un soberano como cuerpo social o, mejor,
un cuerpo social como soberano a partir de la cesión de los derechos individuales, de su alienación y
de la formulación de leyes de prohibición que cada individuo está obligado a reconocer, pues fue él
mismo quien se impuso la ley, en la medida en que él mismo es miembro del soberano, en la medida
en que él es él mismo el soberano. Entonces, el instrumento teórico por medio del cual se realizó la
crítica de la institución monárquica, ese instrumento teórico fue el instrumento del derecho, que había
sido instituido por la propia monarquía. En otras palabras, Occidente nunca tuvo otro sistema de
representación, de formulación y de análisis del poder que no fuera el sistema del derecho, el sistema
de la ley. Y yo creo que ésta es la razón por la cual, a fin de cuentas, no tuvimos hasta recientemente
otras posibilidades de analizar el poder excepto esas nociones elementales, fundamentales que son las
de ley, regla, soberano, delegación de poder, etc. Y creo que es de esta concepción jurídica del poder,
de esta concepción del poder mediante la ley y el soberano, a partir de la regla y la prohibición, de la
que es necesario ahora liberarse si queremos proceder a un análisis del poder, no desde su
representación sino desde su funcionamiento.
Ahora bien, ¿cómo podríamos intentar analizar el poder en sus mecanismos positivos? Me
parece que en un cierto número de textos podemos encontrar los elementos fundamentales para un
análisis de ese tipo. Podemos encontrarlos tal vez en Bentham, un filósofo inglés del fin del siglo XVIII
y comienzos del XIX que, en el fondo, fue el más grande teórico del poder burgués, y podemos
evidentemente encontrarlos en Marx también; esencialmente en el libro II de El capital. Es ahí que,
pienso, podemos encontrar algunos elementos de los cuales me serviré para analizar el poder en sus
mecanismos positivos.
En resumen, lo que podemos encontrar en el libro II de El capital, es, en primer lugar, que en el
fondo no existe un poder, sino varios poderes. Poderes quiere decir: formas de dominación, formas de
sujeción que operan localmente, por ejemplo, en una oficina, en el ejército, en una propiedad de tipo
esclavista o en una propiedad donde existen relaciones serviles. Se trata siempre de formas locales,
regionales de poder, que poseen su propia modalidad de funcionamiento, procedimiento y técnica.

40
Todas estas formas de poder son heterogéneas. No podemos entonces hablar de poder si queremos
hacer un análisis del poder, sino que debemos hablar de los poderes o intentar localizarlos en sus
especificidades históricas y geográficas.
Así, a partir de ese principio metodológico, ¿cómo podríamos hacer la historia de los mecanismos
de poder a propósito de la sexualidad? Creo que, de modo muy esquemático, podríamos decir lo
siguiente: el sistema de poder que la monarquía había logrado organizar a partir del fin de la Edad
Media presentaba para el desarrollo del capitalismo dos inconvenientes mayores: 1) El poder político,
tal como se ejercía en el cuerpo social, era un poder muy discontinuo Las mallas de la red eran muy
grandes, un número casi infinito de cosas, de elementos, de conductas, de procesos, escapaban al
control del poder. Si tomamos, por ejemplo, un punto preciso, la importancia del contrabando en toda
Europa hasta fines del siglo XVIII, podemos percibir un flujo económico muy importante, casi tan
importante como el otro, un flujo que escapaba enteramente al poder. Era, además, una de las
condiciones de existencia de las personas; de no haber existido piratería marítima, el comercio no
habría podido funcionar y las personas no habrían podido vivir. Bien, en otras palabras, la ilegalidad era
una de las condiciones de vida, pero al mismo tiempo significaba que había ciertas cosas que
escapaban al poder y sobre las cuales no tenía control. Entonces, inconvenientes procesos
económicos, diversos mecanismos, de algún modo quedaban fuera de control y exigían la instauración
de un poder continuo, preciso, de algún modo atómico. Pasar así de un poder lagunar, global, a un
poder atómico e individualizante, que cada uno, que cada individuo, en él mismo, en su cuerpo, en sus
gestos, pudiese ser controlado en vez de esos controles globales y de masa.
El segundo gran inconveniente de los mecanismos de poder, tal como funcionaban en la
monarquía, es que eran sistemas excesivamente onerosos. Y eran onerosos justamente porque la
función del poder –aquello en que consistía el poder– era esencialmente el poder de recaudar, de tener
el derecho a recaudar cualquier cosa –un impuesto, un décimo, cuando se trataba del clero– sobre las
cosechas que se realizaban; la recaudación obligatoria de tal o cual porcentaje para el señor, para el
poder real, para el clero. El poder era entonces recaudador y predatorio. En esta medida operaba
siempre una sustracción económica y, lejos, consecuentemente, de favorecer o estimular el flujo
económico, era permanentemente su obstáculo y freno. Entonces aparece una segunda preocupación,
una segunda necesidad: encontrar un mecanismo de poder tal que al mismo tiempo que controlase las
cosas y las personas hasta en sus más mínimos detalles no fuese tan oneroso ni esencialmente
predatorio, que se ejerciera en el mismo sentido del proceso económico
Bien, teniendo en claro esos dos objetivos creo que podemos comprender, groseramente, la gran
mutación tecnológica del poder en Occidente. Tenemos el hábito –y una vez más según el espíritu de
un marxismo un tanto primario– de decir que la gran invención, todo el mundo lo sabe, fue la máquina
de vapor o invenciones de este tipo. Es verdad que eso fue muy importante, pero hubo toda una serie
de otras invenciones tecnológicas tan importantes como ésas y que fueron, en última instancia,
condiciones de funcionamiento de las otras. Así ocurrió con la tecnología política, hubo toda una
invención al nivel de las formas de poder a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Por lo tanto, es necesario
hacer no sólo la historia de las técnicas industriales, sino también de las técnicas políticas, y yo creo
que podemos agrupar en dos grandes capítulos las invenciones de tecnología política, las cuales
debemos acreditar sobre todo a los siglos XVII y XVIII. Yo las agruparía en dos capítulos porque me
parece que se desarrollaron en dos direcciones diferentes: de un lado existe esta tecnología que
llamaría “disciplina”. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a
controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios
átomos sociales; esto es, los individuos. Técnicas de individualización del poder. Cómo vigilar a alguien,
cómo controlar su conducta, su comportamiento, sus aptitudes, cómo intensificar su rendimiento, cómo
multiplicar sus capacidades, cómo colocarlo en el lugar donde será más útil; esto es lo que es, a mi
modo de ver, la disciplina.
Y les cito en este instante el ejemplo de la disciplina en el ejército. Es un ejemplo importante
porque es el punto donde fue descubierta la disciplina y donde se la desarrolló en primer lugar. Ligada,
entonces, a esa otra invención de orden técnico que fue la invención del fusil de tiro relativamente
rápido. A partir de ese momento, podemos decir lo siguiente: que el sol-dado dejaba de ser
intercambiable, dejaba de ser pura y simplemente carne de cañón y un simple individuo capaz de
golpear. Para ser un buen soldado había que saber tirar, por lo tanto, era necesario pasar por un
proceso de aprendizaje y era necesario que el soldado supiera desplazarse, que supiera coordinar sus
41
gestos con los de los demás soldados; en suma, el soldado se volvía habilidoso. Por lo tanto, precioso.
Y cuanto más precioso, más necesario era conservarlo y cuanta más necesidad de conservarlo, más
necesidad había de enseñarle técnicas capaces de salvarle la vida en la batalla, y mientras más técnicas
se le enseñaban más tiempo duraba el aprendizaje, más precioso era él, etc. Y bruscamente se crea
una especie de embalo, de esas técnicas militares de adiestramiento que culminarán en el famoso
ejército prusiano de Federico II, que gastaba lo esencial de su tiempo haciendo ejercicios. El ejército
prusiano, el modelo de disciplina prusiana, es precisamente la perfección, la intensidad máxima de esa
disciplina corporal del soldado que fue hasta cierto punto el modelo de las otras disciplinas.
El otro lugar en donde vemos aparecer esta nueva tecnología disciplinaria es la educación. Fue
primero en los colegios y después en las escuelas secundarias donde vemos aparecer esos métodos
disciplinarios en que los individuos son individualizados dentro de la multiplicidad. El colegio reúne
decenas, centenas y a veces millares de escolares, y se trata entonces de ejercer sobre ellos un poder
que será justamente mucho menos oneroso que el poder del preceptor que no puede existir sino entre
alumno y maestro. Allí tenemos un maestro para decenas de discípulos y es necesario, a pesar de esa
multiplicidad de alumnos, que se logre una individualización del poder, un control permanente, una
vigilancia en todos los instantes; así, la aparición de este personaje que todos aquellos que estudiaron
en colegios conocen bien, que es el celador, que en la pirámide corresponde al suboficial del ejército;
aparición también de las notas cuantitativas, de los exámenes, de los concursos, etc., posibilidades, en
consecuencia, de clasificar a los individuos de tal manera que cada uno esté exactamente en su lugar,
bajo los ojos del maestro o en la clasificación-calificación o el juicio que hacemos sobre cada uno de
ellos.
Vean, por ejemplo, cómo ustedes están sentados delante de mí, en fila. Es una posición que tal
vez les parezca natural. Sin embargo es bueno recordar que ella es relativamente reciente en la historia
de la civilización y que es posible encontrar todavía a comienzos del siglo XIX escuelas donde los alum-
nos se presentaban en grupos de pie alrededor de un profesor que les dicta cátedra. Eso implica que
el profesor no puede vigilarlos individualmente: hay un grupo de alumnos por un lado y el profesor por
otro. Actualmente ustedes son ubicados en fila, los ojos del profesor pueden individualizar a cada uno,
puede nombrarlos para saber si están presentes, qué hacen, si divagan, si bostezan, etc. Todo esto,
todas estas futilidades, en realidad son futilidades, pero futilidades muy importantes, porque finalmente,
fue en el nivel de toda una serie de ejercicios de poder, en esas pequeñas técnicas que estos nuevos
mecanismos pudieron investir; pudieron operar. Lo que pasó en el ejército y en los colegios puede ser
visto igualmente en las oficinas a lo largo del siglo XIX. Y es lo que llamaré tecnología individualizante
de poder. Es una tecnología que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos, en sus comportamientos;
se trata, grosso modo, de una especie de anatomía política, una política que hace blanco en los
individuos hasta anatomizarlos.
Bien, he ahí una familia de tecnologías de poder que aparece un poco más tarde, en la segunda
mitad del siglo XVIII, y que fue desarrollada –es preciso decir que la primera, para vergüenza de Francia,
fue sobre todo desarrollada en Francia y en Alemania– principalmente en Inglaterra, tecnologías éstas
que no enfocan a los individuos, sino que ponen blanco en lo contrario, en la población. En otras
palabras, el siglo XVIII descubrió esa cosa capital: que el poder no se ejerce simplemente sobre los
individuos entendidos como sujetos-súbditos, lo que era la tesis fundamental de la monarquía, según la
cual por un lado está el soberano y por otro los súbditos. Se descubre que aquello sobre lo que se
ejerce el poder es la población. ¿Qué quiere decir población? No quiere decir simplemente un grupo
humano numeroso, quiere decir un grupo de seres vivos que son atravesados, comandados, regidos,
por procesos de leyes biológicas. Una población tiene una curva etaria, una pirámide etaria, tiene una
morbilidad, tiene un estado de salud; una población puede perecer o, al contrario, puede desarrollarse.
Todo esto comienza a ser descubierto en el siglo XVIII. Se percibe que la relación de poder con
el sujeto o, mejor, con el individuo no debe ser simplemente esa forma de sujeción que permite al poder
recaudar bienes sobre el súbdito, riquezas y eventualmente su cuerpo y su sangre, sino que el poder
se debe ejercer sobre los individuos en tanto constituyen una especie de entidad biológica que debe
ser tomada en consideración si queremos precisamente utilizar esa población como máquina de
producir todo, de producir riquezas, de producir bienes, de producir otros individuos, etc. El
descubrimiento de la población es, al mismo tiempo que el descubrimiento del individuo y del cuerpo
adiestrable, creo yo, otro gran núcleo tecnológico en torno del cual los procedimientos políticos de
Occidente se transformaron. Se inventó en ese momento, en oposición a la anátomo-política que recién
42
mencioné, lo que llamaré bio-política. Es en ese momento cuando vemos aparecer cosas, problemas
como el del hábitat, el de las condiciones de vida en una ciudad, el de la higiene pública o la modificación
de las relaciones entre la natalidad y la mortalidad. Fue en ese momento cuando apareció el problema
de cómo se puede hacer para que la gente tenga más hijos o, en todo caso, cómo podemos regular el
flujo de la población, cómo podemos controlar igualmente la tasa de crecimiento de una población, de
las migraciones, etc. Y a partir de allí toda una serie de técnicas de observación entre las cuales está
la estadística, evidentemente, pero también todos los grandes organismos administrativos, económicos
y políticos, todo eso encargado de la regulación de la población. Por lo tanto, creo yo, hay dos grandes
revoluciones en la tecnología del poder: descubrimiento de la disciplina y descubrimiento de la
regulación, perfeccionamiento de una anátomo-política y perfeccionamiento de una bio-política.
A partir del siglo XVIII, la vida se hace objeto de poder, la vida y el cuerpo. Antes existían sujetos,
sujetos jurídicos a quienes se les podía retirar los bienes, y la vida además. Ahora existen cuerpos y
poblaciones. El poder se hace materialista. Deja de ser esencialmente jurídico. Ahora debe lidiar con
esas cosas reales que son el cuerpo, la vida. La vida entra en el dominio del poder, mutación capital,
una de las más importantes, sin duda, en la historia de las sociedades humanas y es evidente que se
puede percibir cómo el sexo se vuelve a partir de ese momento, el siglo XVIII, una pieza absolutamente
capital, porque, en el fondo, el sexo está exactamente ubicado en el lugar de la articulación entre las
disciplinas individuales del cuerpo y las regulaciones de la población. El sexo viene a ser aquello a partir
de lo cual se puede garantizar la vigilancia sobre los individuos y entonces se comprende por qué en el
siglo XVIII, y justamente en los colegios, la sexualidad de los adolescentes se vuelve un problema
médico, un problema moral, casi un problema político de primera importancia porque mediante y so
pretexto de este control de la sexualidad se podía vigilar a los colegiales, a los adolescentes a lo largo
de sus vidas, a cada instante, aun durante el sueño. Entonces el sexo se tornará un instrumento de
disciplinamiento, y va a ser uno de los elementos esenciales de esa anátomo-política de la que hablé,
pero por otro lado es el sexo el que asegura la reproducción de las poblaciones. Y con el sexo, con una
política del sexo podemos cambiar las relaciones entre natalidad y mortalidad; en todo caso la política
del sexo se va a integrar al interior de toda esa política de la vida que va a ser tan importante en el siglo
XIX. El sexo es la bisagra entre la anátomo-política y la bio-política, él está en la encrucijada de las
disciplinas y de las regulaciones y es en esa función que él se transforma, al fin del siglo XIX, en una
pieza política de primera importancia para hacer de la sociedad una máquina de producir.

Foucault: –¿Quieren ustedes hacer alguna pregunta?


Auditorio: –¿Qué tipo de productividad pretende lograr el poder en las prisiones?
Foucault: –Ésa es una larga historia: el sistema de la prisión, quiero decir, de la prisión represiva,
de la prisión como castigo, fue establecido tardíamente, prácticamente al fin del siglo XVIII. Antes de
esa fecha la prisión no era un castigo legal: se aprisionaba a las personas simplemente para retenerlas
antes de procesarlas y no para castigarlas, salvo en casos excepcionales. Bien, se crean las prisiones
como sistema de represión afirmándose lo siguiente: la prisión va a ser un sistema de reeducación de
los criminales. Después de una estadía en la prisión, gracias a una domesticación de tipo militar y
escolar, vamos a poder transformar a un delincuente en un individuo obediente a las leyes. Se buscaba
la producción de individuos obedientes.
Ahora bien, inmediatamente, en los primeros tiempos de los sistemas de las prisiones quedó en
claro que ellos no producían aquel resultado, sino, en verdad, su opuesto: mientras más tiempo se
pasaba en prisión menos se era reeducado y más delincuente se era. No sólo productividad nula, sino
productividad negativa. En consecuencia, el sistema de las prisiones debería haber desaparecido. Pero
permaneció y continúa, y cuando preguntamos a las personas qué podríamos colocar en vez de las
prisiones, nadie responde.
¿Por qué las prisiones permanecieron a pesar de esta contraproductividad? Yo diré que
precisamente porque, de hecho, producían delincuentes y la delincuencia tiene una cierta utilidad
económico-política en las sociedades que conocemos. La utilidad mencionada podemos revelarla
fácilmente: cuantos más delincuentes existan, más crímenes existirán; cuanto más crímenes hayan,
más miedo tendrá la población y cuanto más miedo en la población, más aceptable y deseable se vuelve
el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las
condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la
radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio
43
a la criminalidad como si se tratase de una novedad cada nuevo día. Desde 1830 en todos los países
del mundo se desarrollaron campañas sobre el tema del crecimiento de la delincuencia, hecho que
nunca ha sido probado, pero esta supuesta presencia, esta amenaza, ese crecimiento de la
delincuencia es un factor de aceptación de los controles.
Pero eso no es todo, la delincuencia posee también una utilidad económica; vean la cantidad de
tráficos perfectamente lucrativos e inscritos en el lucro capitalista que pasan por la delincuencia: la
prostitución; todos saben que el control de la prostitución en todos los países de Europa es realizado
por personas que tienen el nombre profesional de proxenetas y que son todos ellos ex presidiarios que
tienen por función canalizar los lucros recaudados sobre el placer sexual. La prostitución permitió volver
oneroso el placer sexual de las poblaciones y su encuadramiento permitió derivar para determinados
circuitos el lucro sobre el placer sexual. El tráfico de armas, el tráfico de drogas, en suma, toda una
serie de tráficos que por una u otra razón no pueden ser legal y directamente realizados en la sociedad
pueden serlo por la delincuencia, que los asegura.
Si agregamos a eso el hecho de que la delincuencia sirve masivamente en el siglo XIX y aun en
el siglo XX a toda una serie de alteraciones políticas tales como romper huelgas, infiltrar sindicatos
obreros, servir de mano de obra y guardaespaldas de los jefes de partidos políticos, aun de los más o
menos dignos. Aquí estoy hablando precisamente de Francia, en donde todos los partidos políticos
tienen una mano de obra que varía desde los colocadores de afiches hasta los aporreadores o matones,
mano de obra que está constituida por delincuentes. Así tenemos toda una serie de instituciones
económicas y políticas que opera sobre la base de la delincuencia y en esta medida la prisión que
fabrica un delincuente profesional posee una utilidad y una productividad.
Auditorio: –En la tentativa de trazar una anatomía de lo social basándose en la disciplina del
ejército, usted utiliza la misma terminología que usan los abogados actuales en el Brasil. En el Congreso
de OAB (Orden de los Abogados del Brasil) realizado hace poco tiempo en Salvador, los abogados
utilizaron abundantemente las palabras compensar y disciplinar al definir su función jurídica.
Curiosamente usted utiliza los mismos términos para hablar del poder, es decir, usando el mismo
lenguaje jurídico: lo que le pregunto es si usted no cae en el mismo discurso de la apariencia de la
sociedad capitalista dentro de la ilusión del poder que comienzan a utilizar esos juristas. Así, la nueva
ley de sociedades anónimas se presenta como un instrumento para disciplinar los monopolios, pero lo
que ella realmente significa es ser un valioso instrumento tecnológico muy avanzado que obedece a
determinaciones independientes de la voluntad de los juristas que son las necesidades de reproducción
del capital. En este sentido me sorprende el uso de la misma terminología, continuando, en tanto usted
establece una dialéctica entre tecnología y disciplina, y mi última sorpresa es que usted toma como
elemento de análisis social a la población, volviendo así a un período anterior a aquel en que Marx
criticó a Ricardo.
Foucault: –Me sorprende mucho que los abogados utilicen la palabra disciplina –en cuanto a la
palabra compensar, no la usé ni una vez– y con respecto a esto quiero decir lo siguiente: creo que
desde el nacimiento de aquello que yo llamo bio-poder o anátomo-política estamos viviendo en una
sociedad que comienza a dejar de ser una sociedad jurídica. La sociedad jurídica fue la sociedad
monárquica. Las sociedades europeas de los siglos XII al XVIII eran esencialmente sociedades
jurídicas, en las cuales el problema del derecho era un problema fundamental: se combatía por él, se
hacían revoluciones por él, etc. A partir del siglo XIX, en las sociedades que se daban bajo la forma de
sociedades de derecho, con Parlamentos, legislaciones, códigos, tribunales, existía de hecho todo un
otro mecanismo de poder que se infiltraba, que no obedecía a las formas jurídicas y que no tenía por
principio fundamental la ley, sino el principio de la norma, y que poseía instrumentos que no eran los
tribunales, la ley y el aparato judiciario, sino la medicina, la psiquiatría, la psicología, etc. Por lo tanto,
estamos en un mundo disciplinario, estamos en un mundo de la regulación. Creemos que estamos
todavía en el mundo de la ley, pero de hecho es otro tipo de poder que está en vías de constitución por
intermedio de conexiones que ya no son más conexiones jurídicas. Así, es perfectamente normal que
usted encuentre la palabra disciplina en la boca de los abogados. Llega a ser interesante ver lo que
concierne a un punto clave: cómo la sociedad de la normatización al mismo tiempo puede habitar y
hacer disfuncionar la sociedad del derecho.
Veamos lo que pasa en el sistema penal. En países de Europa como Alemania, Francia e
Inglaterra, prácticamente no hay ningún criminal un poco importante y en breve no habrá ninguna
persona que pase por los tribunales penales que no pase también por las manos de un especialista en
44
medicina, psiquiatría o psicología. Eso porque vivimos en una sociedad en la que el crimen ya no es
más simplemente ni esencialmente la transgresión a la ley sino el desvío en relación con una norma.
En lo que respecta a la penalidad sólo se habla ahora en términos de neurosis, desvío, agresividad,
pulsión, etc. Ustedes lo saben muy bien. Por lo tanto, cuando hablo de disciplina, de normalización, yo
no caigo en el plano jurídico; son, por el contrario, los hombres de derecho, los hombres de la ley, los
juristas, quienes están obligados a emplear ese vocabulario de la disciplina y la normatización. Que se
hable de disciplina en el congreso de OAB no hace más que confirmar lo que dije y no es que caiga en
una concepción jurídica. Los que están fuera de lugar son ellos.
Auditorio: –¿Cómo ve la relación entre saber y poder? ¿Es la tecnología del poder la que provoca
la perversión sexual o es la anarquía natural biológica que existe en el hombre la que lo provoca...?
Foucault: –Sobre este último punto, es decir, sobre lo que motiva, lo que explica el desarrollo de
esta tecnología, no creo que podamos decir que sea el desarrollo biológico. Intenté demostrar lo
contrario, es decir, ¿cómo forma parte del desarrollo del capitalismo esta mutación de la tecnología del
poder? Forma parte de ese desarrollo en la medida en que, por un lado, fue el desarrollo del capitalismo
lo que hizo necesaria esta mutación tecnológica, pero, por otro, esa mutación hizo posible el desarrollo
del capitalismo; una implicación perpetua de dos movimientos que están de algún modo engrampados
el uno con el otro.
Bien, con respecto a la otra cuestión que concierne al hecho de las relaciones de poder... Cuando
existe alianza del placer con el poder, ése es un problema importante. Lo que quiero decir brevemente
es que es justamente eso que parece caracterizar los mecanismos de poder en función de nuestras
sociedades, es lo que hace que no podamos decir simplemente que el poder tiene por función
interdictar, prohibir. Si admitimos que el poder sólo tiene por función prohibir, estamos obligados a
inventar mecanismos –como Lacan y otros están obligados a hacerlo– para poder decir: “Vean, nos
identificamos con el poder”. O entonces decimos que hay una relación masoquista que se establece
con el poder y que hace que gocemos de aquel que prohíbe; pero en compensación, si usted admite
que la función del poder no es esencialmente prohibir, sino producir, producir placer, en ese momento
se puede comprender, al mismo tiempo, cómo se puede obedecer al poder y encontrar en el hecho de
la obediencia placer, que no es masoquista necesariamente. Los niños nos pueden servir de ejemplo:
creo que la manera como se hizo de la sexualidad de los niños un problema fundamental para la familia
burguesa del siglo XIX provocó y volvió posible un gran número de controles sobre la familia, sobre los
padres, sobre los niños, etc., al mismo tiempo que produjo toda una serie de placeres nuevos: placer
en los padres al vigilar a los hijos, placer de los niños en jugar con su propia sexualidad contra sus
padres o con sus padres, etc., toda una nueva economía del placer alrededor del cuerpo del niño. No
hace falta decir que los padres, por masoquismo, se identificaron con la ley...
Auditorio: –Usted no respondió a la pregunta que se le hizo sobre las relaciones entre el saber y
el poder, y sobre el poder que usted, Michel Foucault, ejerce mediante su saber...
Foucault: –En efecto, la pregunta debe ser planteada. Bien, creo que –en todo caso en el sentido
de los análisis que hago, cuya fuente de inspiración usted puede ver– las relaciones de poder no deben
ser consideradas de una manera un poco esquemática, como: de un lado están los que tienen el poder
y del otro los que no lo tienen. Aquí un cierto marxismo académico utiliza frecuentemente la oposición
clase dominante / clase dominada, discurso dominante / discurso dominado, etc. Ahora, en primer lugar,
ese dualismo nunca será encontrado en Marx, en cambio sí puede ser encontrado en pensadores
reaccionarios y racistas como Gobineau, que admiten que en una sociedad hay dos clases, una
dominada y la otra que domina. Usted va a encontrar eso en muchos lugares pero nunca en Marx,
porque en efecto Marx es demasiado astuto como para poder admitir esto; él sabía perfectamente que
lo que hace la solidez de las relaciones de poder es que ellas no terminan jamás, que no hay de un lado
algunos y del otro lado muchos; ellas la atraviesan en todos lados; la clase obrera retransmite relaciones
de poder, ejerce relaciones de poder. El hecho de que usted sea estudiante implica que ya está inserto,
es una cierta situación de poder; yo, como profesor, estoy igualmente en una situación de poder, estoy
en una situación de poder porque soy hombre y no una mujer, y el hecho de que usted sea una mujer
implica que está igualmente en una situación de poder, pero no la misma, todos estamos en situación,
etc. Bien, si de cualquier persona que sabe algo podemos decir “usted ejerce el poder”, me parece una
crítica estúpida en la medida en que se limita a eso. Lo que es interesante es, en efecto, saber cómo
en un grupo, en una clase, en una sociedad operan redes de poder, es decir, cuál es la localización

45
exacta de cada uno en la red del poder, cómo él lo ejerce de nuevo, cómo lo conserva, cómo él hace
impacto en los demás, etcétera.

Texto desgrabado de una conferencia dada por Foucault en 1976 en Brasil. Publicada en la
revista anarquista Barbarie, Nros. 4 y 5 (1981-2), San Salvador de Bahía, Brasil.
Traducción: Heloísa Primavera

GILLES DELEUZE - Posdata para las sociedades de control

I. HISTORIA

Foucault situó las sociedades disciplinarias en los siglos XVIII y XIX; estas sociedades alcanzan
su apogeo a principios del XX, y proceden a la organización de los grandes espacios de encierro. El
individuo no deja de pasar de un espacio cerrado a otro, cada uno con sus leyes: primero la familia,
después la escuela (“acá ya no estás en tu casa”), después el cuartel (“acá ya no estás en la escuela”),
después la fábrica, de tanto en tanto el hospital, y eventualmente la prisión, que es el lugar de encierro
por excelencia. Es la prisión la que sirve de modelo analógico: la heroína de Europa 51 puede exclamar,
cuando ve a unos obreros: “me pareció ver a unos condenados...”. Foucault analizó muy bien el proyecto
ideal de los lugares de encierro, particularmente visible en la fábrica: concentrar, repartir en el espacio,
ordenar en el tiempo, componer en el espacio-tiempo una fuerza productiva cuyo efecto debe ser
superior a la suma de las fuerzas elementales. Pero lo que Foucault también sabía era la brevedad del
modelo: sucedía a las sociedades de soberanía, cuyo objetivo y funciones eran muy otros (recaudar
más que organizar la producción, decidir la muerte más que administrar la vida); la transición se hizo
progresivamente, y Napoleón parecía operar la gran conversión de una sociedad a otra. Pero las
disciplinas a su vez sufrirían una crisis, en beneficio de nuevas fuerzas que se irían instalando
lentamente, y que se precipitarían tras la segunda guerra mundial: las sociedades disciplinarias eran lo
que ya no éramos, lo que dejábamos de ser.

Estamos en una crisis generalizada de todos los lugares de encierro: prisión, hospital, fábrica,
escuela, familia. La familia es un “interior” en crisis como todos los interiores, escolares, profesionales,
etc. Los ministros competentes no han dejado de anunciar reformas supuestamente necesarias.
Reformar la escuela, reformar la industria, el hospital, el ejército, la prisión: pero todos saben que estas
instituciones están terminadas, a más o menos corto plazo. Sólo se trata de administrar su agonía y de
ocupar a la gente hasta la instalación de las nuevas fuerzas que están golpeando la puerta. Son las
sociedades de control las que están reemplazando a las sociedades disciplinarias.

“Control” es el nombre que Burroughs propone para designar al nuevo monstruo, y que Foucault
reconocía como nuestro futuro próximo. Paul Virilio no deja de analizar las formas ultrarrápidas de
control al aire libre, que reemplazan a las viejas disciplinas que operan en la duración de un sistema
cerrado. No se trata de invocar las producciones farmacéuticas extraordinarias, las formaciones
nucleares, las manipulaciones genéticas, aunque estén destinadas a intervenir en el nuevo proceso. No
se trata de preguntar cuál régimen es más duro, o más tolerable, ya que en cada uno de ellos se
enfrentan las liberaciones y las servidumbres. Por ejemplo, en la crisis del hospital como lugar de
encierro, la sectorización, los hospitales de día, la atención a domicilio pudieron marcar al principio
nuevas libertades, pero participan también de mecanismos de control que rivalizan con los más duros
encierros. No se trata de temer o de esperar, sino de buscar nuevas armas.

II. LÓGICA

Los diferentes internados o espacios de encierro por los cuales pasa el individuo son variables
independientes: se supone que uno empieza desde cero cada vez, y el lenguaje común de todos esos
lugares existe, pero es analógico. Mientras que los diferentes aparatos de control son variaciones
46
inseparables, que forman un sistema de geometría variable cuyo lenguaje es numérico (lo cual no
necesariamente significa binario). Los encierros son moldes, módulos distintos, pero los controles son
modulaciones, como un molde autodeformante que cambiaría continuamente, de un momento al otro,
o como un tamiz cuya malla cambiaría de un punto al otro. Esto se ve bien en la cuestión de los salarios:
la fábrica era un cuerpo que llevaba a sus fuerzas interiores a un punto de equilibrio: lo más alto posible
para la producción, lo más bajo posible para los salarios; pero, en una sociedad de control, la empresa
ha reemplazado a la fábrica, y la empresa es un alma, un gas. Sin duda la fábrica ya conocía el sistema
de primas, pero la empresa se esfuerza más profundamente por imponer una modulación de cada
salario, en estados de perpetua metastabilidad que pasan por desafíos, concursos y coloquios
extremadamente cómicos. Si los juegos televisados más idiotas tienen tanto éxito es porque expresan
adecuadamente la situación de empresa. La fábrica constituía a los individuos en cuerpos, por la doble
ventaja del patrón que vigilaba a cada elemento en la masa, y de los sindicatos que movilizaban una
masa de resistencia; pero la empresa no cesa de introducir una rivalidad inexplicable como sana
emulación, excelente motivación que opone a los individuos entre ellos y atraviesa a cada uno,
dividiéndolo en sí mismo. El principio modular del “salario al mérito” no ha dejado de tentar a la propia
educación nacional: en efecto, así como la empresa reemplaza a la fábrica, la formación permanente
tiende a reemplazar a la escuela, y la evaluación continua al examen. Lo cual constituye el medio más
seguro para librar la escuela a la empresa.

En las sociedades de disciplina siempre se estaba empezando de nuevo (de la escuela al cuartel,
del cuartel a la fábrica), mientras que en las sociedades de control nunca se termina nada: la empresa,
la formación, el servicio son los estados metastables y coexistentes de una misma modulación, como
un deformador universal. Kafka, que se instalaba ya en la bisagra entre ambos tipos de sociedad,
describió en El Proceso las formas jurídicas más temibles: el sobreseimiento aparente de las sociedades
disciplinarias (entre dos encierros), la moratoria ilimitada de las sociedades de control (en variación
continua), son dos modos de vida jurídica muy diferentes, y si nuestro derecho está dubitativo, en su
propia crisis, es porque estamos dejando uno de ellos para entrar en el otro. Las sociedades
disciplinarias tienen dos polos: la firma, que indica el individuo, y el número de matrícula, que indica su
posición en una masa. Porque las disciplinas nunca vieron incompatibilidad entre ambos, y porque el
poder es al mismo tiempo masificador e individualizador, es decir que constituye en cuerpo a aquellos
sobre los que se ejerce, y moldea la individualidad de cada miembro del cuerpo (Foucault veía el origen
de esa doble preocupación en el poder pastoral del sacerdote -el rebaño y cada uno de los animales-
pero el poder civil se haría, a su vez, “pastor” laico, con otros medios). En las sociedades de control,
por el contrario, lo esencial no es ya una firma ni un número, sino una cifra: la cifra es una contraseña,
mientras que las sociedades disciplinarias son reglamentadas por consignas (tanto desde el punto de
vista de la integración como desde el de la resistencia). El lenguaje numérico del control está hecho de
cifras, que marcan el acceso a la información, o el rechazo. Ya no nos encontramos ante el par masa-
individuo. Los individuos se han convertido en “dividuos”, y las masas, en muestras, datos, mercados o
bancos. Tal vez sea el dinero lo que mejor expresa la diferencia entre las dos sociedades, puesto que
la disciplina siempre se remitió a monedas moldeadas que encerraban oro como número patrón,
mientras que el control refiere a intercambios flotantes, modulaciones que hacen intervenir como cifra
un porcentaje de diferentes monedas de muestra. El viejo topo monetario es el animal de los lugares
de encierro, pero la serpiente es el de las sociedades de control. Hemos pasado de un animal a otro,
del topo a la serpiente, en el régimen en el que vivimos, pero también en nuestra forma de vivir y en
nuestras relaciones con los demás. El hombre de las disciplinas era un productor discontinuo de
energía, pero el hombre del control es más bien ondulatorio, en órbita sobre un haz continuo. Por todas
partes, el surf ha reemplazado a los viejos deportes.

Es fácil hacer corresponder a cada sociedad distintos tipos de máquinas, no porque las máquinas
sean determinantes sino porque expresan las formas sociales capaces de crearlas y utilizarlas. Las
viejas sociedades de soberanía manejaban máquinas simples, palancas, poleas, relojes; pero las
sociedades disciplinarias recientes se equipaban con máquinas energéticas, con el peligro pasivo de la
entropía y el peligro activo del sabotaje; las sociedades de control operan sobre máquinas de tercer
tipo, máquinas informáticas y ordenadores cuyo peligro pasivo es el ruido y el activo la piratería o la
introducción de virus. Es una evolución tecnológica pero, más profundamente aún, una mutación del
capitalismo. Una mutación ya bien conocida, que puede resumirse así: el capitalismo del siglo XIX es
47
de concentración, para la producción, y de propiedad. Erige pues la fábrica en lugar de encierro, siendo
el capitalista el dueño de los medios de producción, pero también eventualmente propietario de otros
lugares concebidos por analogía (la casa familiar del obrero, la escuela). En cuanto al mercado, es
conquistado ya por especialización, ya por colonización, ya por baja de los costos de producción. Pero,
en la situación actual, el capitalismo ya no se basa en la producción, que relega frecuentemente a la
periferia del tercer mundo, incluso bajo las formas complejas del textil, la metalurgia o el petróleo. Es
un capitalismo de superproducción. Ya no compra materias primas y vende productos terminados:
compra productos terminados o monta piezas. Lo que quiere vender son servicios, y lo que quiere
comprar son acciones. Ya no es un capitalismo para la producción, sino para el producto, es decir para
la venta y para el mercado. Así, es esencialmente dispersivo, y la fábrica ha cedido su lugar a la
empresa. La familia, la escuela, el ejército, la fábrica ya no son lugares analógicos distintos que
convergen hacia un propietario, Estado o potencia privada, sino las figuras cifradas, deformables y
transformables, de una misma empresa que sólo tiene administradores. Incluso el arte ha abandonado
los lugares cerrados para entrar en los circuitos abiertos de la banca. Las conquistas de mercado se
hacen por temas de control y no ya por formación de disciplina, por fijación de cotizaciones más aún
que por baja de costos, por transformación del producto más que por especialización de producción. El
servicio de venta se ha convertido en el centro o el “alma” de la empresa. Se nos enseña que las
empresas tienen un alma, lo cual es sin duda la noticia más terrorífica del mundo. El marketing es ahora
el instrumento del control social, y forma la raza impúdica de nuestros amos. El control es a corto plazo
y de rotación rápida, pero también continuo e ilimitado, mientras que la disciplina era de larga duración,
infinita y discontinua. El hombre ya no es el hombre encerrado, sino el hombre endeudado. Es cierto
que el capitalismo ha guardado como constante la extrema miseria de tres cuartas partes de la
humanidad: demasiado pobres para la deuda, demasiado numerosos para el encierro: el control no sólo
tendrá que enfrentarse con la disipación de las fronteras, sino también con las explosiones de villas-
miseria y guetos.

III. PROGRAMA

No es necesaria la ciencia ficción para concebir un mecanismo de control que señale a cada
instante la posición de un elemento en un lugar abierto, animal en una reserva, hombre en una empresa
(collar electrónico). Félix Guattari imaginaba una ciudad en la que cada uno podía salir de su
departamento, su calle, su barrio, gracias a su tarjeta electrónica (dividual) que abría tal o cual barrera;
pero también la tarjeta podía no ser aceptada tal día, o entre determinadas horas: lo que importa no es
la barrera, sino el ordenador que señala la posición de cada uno, lícita o ilícita, y opera una modulación
universal.

El estudio socio-técnico de los mecanismos de control, captados en su aurora, debería ser


categorial y describir lo que está instalándose en vez de los espacios de encierro disciplinarios, cuya
crisis todos anuncian. Puede ser que viejos medios, tomados de las sociedades de soberanía, vuelvan
a la escena, pero con las adaptaciones necesarias. Lo que importa es que estamos al principio de algo.
En el régimen de prisiones: la búsqueda de penas de “sustitución”, al menos para la pequeña
delincuencia, y la utilización de collares electrónicos que imponen al condenado la obligación de
quedarse en su casa a determinadas horas. En el régimen de las escuelas: las formas de evaluación
continua, y la acción de la formación permanente sobre la escuela, el abandono concomitante de toda
investigación en la Universidad, la introducción de la “empresa” en todos los niveles de escolaridad. En
el régimen de los hospitales: la nueva medicina “sin médico ni enfermo” que diferencia a los enfermos
potenciales y las personas de riesgo, que no muestra, como se suele decir, un progreso hacia la
individualización, sino que sustituye el cuerpo individual o numérico por la cifra de una materia “dividual”
que debe ser controlada. En el régimen de la empresa: los nuevos tratamientos del dinero, los productos
y los hombres, que ya no pasan por la vieja forma-fábrica. Son ejemplos bastante ligeros, pero que
permitirían comprender mejor lo que se entiende por crisis de las instituciones, es decir la instalación
progresiva y dispersa de un nuevo régimen de dominación. Una de las preguntas más importantes
concierne a la ineptitud de los sindicatos: vinculados durante toda su historia a la lucha contra las
disciplinas o en los lugares de encierro (¿podrán adaptarse o dejarán su lugar a nuevas formas de
resistencia contra las sociedades de control?). ¿Podemos desde ya captar los esbozos de esas formas
futuras, capaces de atacar las maravillas del marketing? Muchos jóvenes reclaman extrañamente ser
48
“motivados”, piden más cursos, más formación permanente: a ellos corresponde descubrir para qué se
los usa, como sus mayores descubrieron no sin esfuerzo la finalidad de las disciplinas. Los anillos de
una serpiente son aún más complicados que los agujeros de una topera.

Gilles Deleuze: Posdata sobre las sociedades de control, Christian Ferrer (Comp.) El lenguaje
literario, Tº 2, Ed. Nordan, Montevideo, 1991. Traducción: Martín Caparrós

49

You might also like