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LAS PRERROGATIVAS PARLAMENTARIAS

Víctor García Toma

Estas aluden, en sentido genérico, al conjunto de derechos y


garantías que la Constitución ofrece al Parlamento como institución
y a sus miembros de manera individual, a efectos de salvaguardar
su independencia, el libre y normal accionar en el desempeño de su
misión constitucional, su seguridad y jerarquía.
En ese sentido, la transcendencia de las funciones del
Congreso de la República –fundamentalmente las relativas a las de
carácter deliberativo-resolutivo y de control– obligan al otorgamiento
de un conjunto de derechos y garantías de naturaleza
eminentemente política. Ellas derivan de la esencia misma del
órgano Legislativo y expresan una condición indispensable para el
cabal ejercicio de la función parlamentaria.
André Hauriou [Derecho constitucional e instituciones políticas.
Barcelona: Ariel, 1971] señala que ellas hacen referencia “a un
sistema de protección contra las eventuales amenazas o medidas
de que pudiere ser objeto un parlamentario con ocasión del ejercicio
de su mandato”.
Esta pluralidad de derechos y garantías reciben el nombre de
prerrogativas en razón a que se otorgan como consecuencia de la
necesidad de defensa de la función parlamentaria. Estas no pueden
ser consideradas de modo alguno como privilegios de índole
personal o social. No se establecen para favorecer el interés del

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congresista a quien protegen y benefician, sino en favor del
Parlamento en sí; o sea, en aras de la voluntad popular por él
representada.
En puridad, presuponen cuestiones de ratio juris y de orden
público, con el objeto de salvaguardar al representante o
congresista de presuntas amenazas o efectivos atropellos de parte
del órgano Ejecutivo o de terceros con enorme influencia económica
o política.
Es evidente que parte de la fortaleza congresal descansa en la
existencia de las denominadas prerrogativas parlamentarias, ya que
su vulneración se reputa efectuada contra el propio Parlamento.

El origen de las prerrogativas

Las prerrogativas nacen obviamente con la aparición del


Parlamento europeo. Al respecto, existen algunos antecedentes
citables, como el derecho a la no detención ni procesamiento de los
Tribunos de la Plebe en la antigua República romana.
Luis Rodolfo Arguello [Citado por Sebastián Cano. “El
parlamento contemporáneo”. En: Ius et Lux, Nº 1. Lima: Centro
Federado de Derecho de la Universidad Particular San Martín de
Porres, 1985] señala que dado que estos funcionarios tenían la
responsabilidad de vetar las decisiones legislativas que afectaban a
los plebeyos, se les reconoció el atributo de la sacro sanctitas, que
los hacía inviolables contra cualquier tipo de ataque o amenaza.
En esa misma línea, los miembros de las asambleas
medievales tampoco podían ser detenidos ni procesados por las
opiniones que hubieren podido verter en su seno.

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Empero, las aludidas prerrogativas se originan propiamente en
Inglaterra durante los siglos XIV y XVI.
Posteriormente, aparecerá en la Constitución americana de
1787.
A partir de ese momento histórico las prerrogativas
parlamentarias alcanzaron la característica de axiomas del gobierno
representativo.
Más aún, durante los agitados días postreros al juramento de
unidad y lucha común de los representantes franceses del
denominado Tercer Estado, se proclamó solemnemente la
prerrogativa de la inviolabilidad parlamentaria.
En nuestro país, las prerrogativas parlamentarias aparecen en
la Constitución de 1812, las mismas que han tenido presencia a lo
largo de toda nuestra historia constitucional.

Tipología de las prerrogativas

En doctrina se reconoce la existencia de dos tipos de


prerrogativas, a saber:

a) Las prerrogativas de ejecución individual


Aluden a las que cada parlamentario tiene per se, a efectos de
proteger el ejercicio de sus funciones, frente a lo que Marcial Rubio
Correa [Estudio de la Constitución política de 1993. 6 tomos. Lima:
Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 1999]
define como “arbitrariedades del poder material”.
Germán Bidart Campos [Tratado elemental de derecho
constitucional. Buenos Aires: Ediar, 1991] señala que dichas

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prerrogativas no se establecen para “el interés particular del
legislador que ellas beneficia, sino del Parlamento como órgano”.
Entre ellas destacan nítidamente la inviolabilidad y la inmunidad
parlamentaria.
Al respecto, el Tribunal Constitucional Español mediante la
sentencia 186/1989 estableció que si bien ambas prerrogativas
tienen un contenido distinto y una finalidad específica, “encuentran
su fundamento en el objetivo común de garantizar la libertad e
independencia de la institución parlamentaria y en tal sentido se
complementan”.

b) Las prerrogativas de ejecución colectiva


Aluden a las que gozan los parlamentarios en conjunto, a
efectos de asegurar la independencia, el normal accionar
institucional y el respeto de la jerarquía constitucional del órgano
parlamentario, frente a la injerencia de los otros órganos de poder
estatal.
Entre ellos destacan nítidamente la autonomía normativa, la
autonomía de conducción institucional, la autonomía presupuestal, y
la competencia de disposición y autorización de ingreso del
personal de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional.

Las prerrogativas de ejecución individual

El artículo 93 de la Constitución establece las dos prerrogativas


parlamentarias siguientes: La inviolabilidad y la inmunidad
parlamentaria.

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a) La inviolabilidad
Es definida como la irresponsabilidad o no responsabilidad por
las opiniones y/o votos que un congresista emite en el ejercicio de
su función.
Implica la no obligación ni imputabilidad de reparar o satisfacer
administrativa, civil o penalmente a ninguna persona, autoridad u
órgano jurisdiccional, por los pareceres, creencias, conjeturas,
juicios o votos que emiten los congresistas en el desempeño de la
labor parlamentaria.
Por mandato constitucional, supone una absoluta substracción
a toda acción jurisdiccional por inexistencia de la antijuridicidad de
hecho.
En puridad, conlleva un mecanismo de autodefensa
institucional en pro de la libre exposición, deliberación y decisión
parlamentaria.
En ese sentido, Enrique Álvarez Conde [Curso de derecho
constitucional. vol. II. Madrid: Tecnos, 2000] expone que “el interés
protegido por la inviolabilidad es la protección de la libre discusión y
decisión de los parlamentarios, desapareciendo tal protección
cuando los actos son realizados como simple ciudadano”.
Desde una perspectiva histórica sus orígenes se remontan a
las concesiones monárquicas del medioevo en favor de los
representantes estamentales, para que pudieran brindar las
opiniones o sugerencias de sus burgos sin temor a represalias o
amenazas.
Igualmente se fundamentó en la institución del “freedom of
speach” –libertad de palabra– entre los siglos XIV y XVI. Ello en
razón al cancelamiento de las persecuciones contra los miembros
de la Cámara de los Comunes, efectuadas bajo la burda

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argumentación de haberse presentado o defendido proposiciones
atentatorias contra los intereses de la corona.
A través de la institución del “freedom of speach” se admitió al
Parlamento como la única instancia jurisdiccional para conocer de
las implicancias derivadas de las opiniones o manifestaciones de
los parlamentarios.
Posteriormente, la actitud viril de los miembros de la Cámara
de los Comunes permitió que después de la “Gloriosa Revolución”
contra el rey Jacobo II, mediante el Bill of Rights de 1869 se
establecería de manera rotunda y definitiva lo siguiente:
“Ni la libertad de palabra ni la de debates o procedimientos en
el seno del Parlamento, pueden ser tratados o sometidos a
discusión en ningún tribunal o lugar cualquiera que no sea el mismo
Parlamento”.
Cabe señalar que la Cámara de los Comunes adoptó dicha
decisión a raíz del caso Williams. Así, el entonces líder de dicho
órgano parlamentario fue amenazado de aplicársele medidas
punitivas por sus declaraciones contra la Corona. La respuesta
parlamentaria fue contundente e histórica.
A partir de ese momento histórico la prerrogativa parlamentaria
de la inviolabilidad alcanzó la característica de axioma del gobierno
representativo.
Más aún, durante los agitados días posteriores al juramento de
unidad y lucha común del denominado Tercer Estado –en la
histórica “sala de juego de paleta frontón”, que se encontraba
adyacente al palacio de Versalles–, se proclamó solemnemente
dicha prerrogativa. Así, en la sesión de la Asamblea Nacional
francesa de fecha 20 de junio de 1789 se señaló lo siguiente:

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“Cada uno de los miembros del Parlamento es inviolable y todo
particular, toda corporación, tribunal, corte o comisión que osare
durante o después de la sesión perseguir, buscar, arrestar, detener
o hacer detener a un diputado por la proposición, dictamen, opinión
o discurso dirigido a los Estados Generales, será infame y culpable
de crimen capital”.
Finalmente en la Constitución francesa de 1793, bajo la
influencia de Maximilano Robespierre, se terminó de configurar
constitucionalmente dicha prerrogativa.
En nuestro país, la prerrogativa parlamentaria de la
inviolabilidad aparece en el artículo 57 de la Constitución de 1823,
bajo los siguientes términos:
“Los diputados son inviolables por sus opiniones, y jamás
podrán ser reconvenidos ante la ley por las que hubieren
manifestado en el tiempo del desempeño de su comisión”.
En ese sentido, Nicolás Pérez Serrano [Tratado de derecho
político. Madrid: Civitas, 1984] señala:
“Solo la conciencia del parlamentario en su fuero interno, y el
propio Parlamento en uso de sus atribuciones puede enjuiciar la
conducta seguida”.
Debido a ello, las extralimitaciones en lo relativo a juicios,
pareceres, opiniones, etc., emitidos en el ejercicio de la función
parlamentaria, quedan únicamente sujetas al control interno
establecido en el Reglamento del Congreso de la República; o, en
su defecto, a la conciencia de cada parlamentario.
En rigor, se presenta como una prerrogativa de exención o
sustracción del parlamentario de los alcances del derecho común,
asignable en razón de la alta y grave función de representación que
cumple.

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Debe dejarse constancia de que la inviolabilidad –en puridad,
irresponsabilidad o no responsabilidad por la emisión de opiniones o
votos efectuados en el ejercicio de la función parlamentaria– es un
derecho material o sustantivo, ya que implica un atributo o derecho
de permisión.
Equivocadamente, algunos teóricos le asignan la condición de
garantía, olvidándose que esta consiste en un mecanismo procesal
ejercitable para defender o asegurar un derecho.
Enrique Álvarez Conde [Curso de derecho constitucional. vol. II.
Madrid Tecnos, 2000] expone que “hay que admitir que la
inviolabilidad continúa aún después de haberse cesado en el
mandato parlamentario, siempre que se trate de opiniones
manifestadas en el ejercicio de las funciones parlamentarias”.
Francisco Fernández Segado [El sistema constitucional
español. Madrid: Dykinson, 1992] con gran agudeza ha establecido
los límites de la prerrogativa de la inviolabilidad o irresponsabilidad
parlamentaria, al distinguir su carácter ad extra mas no ad intra.
Mediante dicha distinción queda claro que la irresponsabilidad
opera hacia fuera de la institucionalidad parlamentaria, mas hacia el
interior de ella el congresista queda sujeto a la justicia
administrativa o poder disciplinario del Parlamento.
Georges Burdeau [Derecho constitucional e instituciones
políticas. Madrid: Editora Nacional, 1981] señala que el fundamento
de la irresponsabilidad por las opiniones o votos vertidos en el
ejercicio de la función se justifica “al impedir que el parlamentario se
vea paralizado por el temor de las responsabilidades en que podría
incurrir en el ejercicio de su mandato”.
Como refiere Paolo Biscaretti di Ruffia [Derecho constitucional.
Madrid: Tecnos, 1973]:

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“Ella es requerida absolutamente por la exigencia de que las
discusiones que se desarrollen en las cámaras sean libres y
sinceras”.
Esta no responsabilidad surge en virtud de la función y no de la
persona. No se extiende como un beneficio particular, sino en
atención a la defensa de los intereses políticos constitucionales de
representación.
Esta irresponsabilidad por las opiniones, juicios, etc., que se
emiten en el ejercicio de la función, y que implica la inviolabilidad
del parlamentario en cuestión significa que:

- Los parlamentarios no responden ante los órganos


jurisdiccionales por las posibles reparaciones o
indemnizaciones que una persona pudiere solicitar al
sustentar sentirse agraviada, a raíz de una opinión o voto
vertido por ellos en el ejercicio de su función. Ergo, no es
admisible judicialmente la presentación de una demanda
(irresponsabilidad civil).
- Los parlamentarios no responden ante los tribunales
judiciales o militares por las posibles solicitudes de castigo
que una persona pudiere formular al sentirse afectada por la
comisión de un delito contra el honor, a raíz de una opinión o
voto vertido por ellos en el ejercicio de su función. Ergo, no
es admisible jurídicamente la presentación de una denuncia
(irresponsabilidad penal).
- Los parlamentarios no responden ante las autoridades
administrativas por las posibles solicitudes de queja que
pudiere formular una persona al sentirse afectada, a raíz de
una opinión o voto vertidos por ellos en el ejercicio de su

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función. Ergo, no es admisible jurídicamente la aceptación
de ningún tipo de reclamo ante la administración pública
(irresponsabilidad administrativa).

Como veremos mas adelante dicha irresponsabilidad no es


absoluta.
A nuestro parecer, esta irresponsabilidad se ha creado con el
objeto de evitar sanciones maliciosas de parte de personas con
poder.
Ahora bien, esta prerrogativa no se extendería al ámbito de las
asociaciones privadas o no gubernamentales, en donde dicho
ejercicio de poder abusivo no existiría. Por ende, la declaración de
persona no grata, la exclusión de un sindicato, partido o institución
cultural, no se encontraría comprendida dentro de las causales de
exclusión de responsabilidad. Ello en razón a que en dicho ámbito,
en términos generales, no se haría uso de la fuerza del poder
político que impidiese el normal desenvolvimiento de la función
parlamentaria.
En lo relativo el ámbito del denominado ejercicio de la función,
este abarca aspectos tales como:

- Elaboración y aprobación de leyes.


- Fiscalización del poder.
- Representación y avocamiento de asuntos de interés
público.

Dicha prerrogativa se ejerce indistintamente tanto dentro como


fuera del recinto parlamentario, e incluso tanto en el período de
legislaturas como durante el receso parlamentario. Tal como afirma

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José Matías Manzanilla [“El Poder Legislativo en el Perú”. En: Ius et
Praxis, Nº 7. Lima: Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la
Universidad de Lima, 1986], esto se justifica en razón de que la
función parlamentaria no puede quedar circunscrita al ámbito
estricto de las instalaciones del Parlamento, dado el papel de
intermediario del congresista entre dicho órgano y la ciudadanía.
Es evidente que el representante del pueblo no solo actúa en
los recintos del Congreso, sino que opera también con su presencia
política en todo el territorio de la República.
Dicha irresponsabilidad por las opiniones y/o votos en modo
alguno se limita a circunscripción geográfica del Parlamento; ello en
razón a que dicha prerrogativa puede extenderse hacia fuera del
recinto congresal privado a condición de que las declaraciones del
congresista sean expuestas en dicha condición y en el ejercicio de
la función.
En suma, la función parlamentaria se ejerce con independencia
del lugar en que se hubieren hecho públicas las opiniones,
pareceres, etc., siempre que se justifiquen como la manifestación
de un acto funcional.
Como refiere Néstor Pedro Sagüés [Elementos de derecho
constitucional. 2 tomos. Buenos Aires: Astrea, 1997], la prerrogativa
de la inviolabilidad no solo ampara al legislador dentro del recinto
parlamentario, sino en cualquier lugar, en tanto y en cuanto se
encuentre actuando de modo concreto como un representante de la
nación. Por ende, el referido instituto no irresponsabiliza las
declaraciones u opiniones brindadas por un congresista en su mera
condición de simple ciudadano, periodista, educador, dirigente
deportivo, etc.

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Ahora bien, la irresponsabilidad no puede ser absoluta, ya que
ella debe ser considerada en cada caso particular y concreto bajo
los criterios siguientes:

- Relación existente entre la opinión emitida y los hechos que


la originan.
- Papel desempeñado por el parlamentario al momento de la
emisión de su opinión.

Por ende, a nuestro criterio, es residualmente admisible la


existencia de una responsabilidad civil, penal o administrativa, a
condición de que quedara plenamente acreditado que no existe, de
manera directa o indirecta, un vínculo entre la opinión emitida, el
hecho que la origina y el ejercicio de la función parlamentaria; o que
no exista ningún tipo de entroncamiento entre el rol desempeñado
por el congresista al tiempo de verificarse la opinión y la actividad
parlamentaria.
Dicha irresponsabilidad –y, por ende, la inviolabilidad– no cubre
únicamente el período de gestión parlamentaria (conforme a lo
dispuesto en el artículo 90 de la Constitución, dicho período es de
cinco años).
La tutela de la inviolabilidad opera de por vida; es decir, la
protección por los votos u opiniones parlamentarias se prolonga
más allá del período de representación.
Cabe consignar que el inciso 4 del artículo 83 del Reglamento
del Congreso de la República señala como parte de los deberes
congresales, el mantener una conducta personal ejemplar; el
corresponder al respeto mutuo y la tolerancia; la observancia de las
normas de cortesía de uso común; y, la disciplina parlamentaria. En

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ese contexto, es viable que a través del poder disciplinario del
Congreso se corrijan los excesos verbales o infracciones en que
incurran los congresistas. De allí que, el congresista comitente
pueda ser objeto de alguna de las siguientes sanciones:

- Amonestación escrita y reservada.


- Amonestación pública.
- Suspensión en el ejercicio del cargo y descuento de sus
haberes desde tres hasta ciento veinte días de legislatura.

Estas sanciones solo pueden ser aplicadas por el Pleno del


Congreso o, en su defecto por la Comisión Permanente.

b) La inmunidad
Es definida como aquella garantía procesal de naturaleza
político-constitucional, por la cual los miembros del Congreso no
pueden ser objeto de detención policial ni procesamiento judicial sin
que exista de manera previa una autorización expresa del
Congreso.
Desde una perspectiva histórica sus orígenes se remontan a la
ya citada práctica de la no detención ni procesamiento de los
Tribunos de la Plebe en la antigua República romana.
En esa misma línea, los miembros de las asambleas
medievales tampoco podían ser detenidos ni procesados por las
actividades que hubieren podido realizar en dicha condición.
Pedro Planas Silva [Derecho parlamentario. Lima: Ediciones
Forenses, 1997] señala como un procedimiento hispano, los
privilegios concedidos graciosamente por el rey para la seguridad
personal y patrimonial de los que iban y venían de las Cortes en

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viajes largos, difíciles y peligrosos. En ese contexto, se entiende
una de las normas establecidas por el rey Alfonso X El Sabio en
Las Siete Partidas (1263), en donde se hacía referencia a “como ser
guardados los que fueren a la Corte del rey o vinieren de ella”.
Empero es evidente que la inmunidad se arraiga en la
institución del “freedom from arrest or molestation” –libertad frente al
arresto o molestia– de finales del siglo XIV y comienzos del siglo
XVII.
Dicha institución estaba destinada a proteger a los miembros
de la Cámara de los Comunes frente a cualquier acto de detención
durante el período de sesiones y los cercanos días precedentes y
siguientes a él; permitiéndoles que pudiesen ir o regresar al
Parlamento con plena seguridad y sin ningún tipo de molestia
estadual.
Le correspondió a Oliverio Cronwell durante la fugaz República
Inglesa consolidar el “freedom from arrest or molestation”.
Ángel Manuel Abellán [El estatuto de los parlamentarios y los
derechos fundamentales. Madrid: Tecnos, 1992] señala que se
dirigía a resguardar la libertad personal del parlamentario frente a
las acciones de carácter civil, más no a las de naturaleza penal.
Desaparecida la pena de prisión por deudas en 1838, dicho
beneficio quedó sin sentido en el ámbito británico.
El perfilamiento de dicho instituto quedará consagrado de
alguna manera, en la ya citada norma aprobada por la Asamblea
Nacional francesa el 23 de junio de 1784, a insistencia de Honoré
Gabriel conde de Mirabeau.
La praxis política de la época engendrará el concepto de que la
exención de procesamiento y detención alcanzará
fundamentalmente el ámbito penal.

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En nuestro país, la prerrogativa parlamentaria de la inmunidad
aparece en el artículo 59 de la Constitución de 1823, bajo los
siguientes términos:
“En las acusaciones criminales no entenderá otro juzgado ni
tribunal que el del Congreso, conforme a su reglamento interior; y
mientras permanezcan las sesiones del Congreso no podrán ser
demandados civilmente, ni ejecutados por deudas”.
Esta garantía procesal de naturaleza político-constitucional
presenta la excepción de la detención del congresista que fuere
sorprendido en la comisión flagrante de un ilícito penal, en cuyo
caso será puesto inmediatamente a disposición del Congreso para
el respectivo pronunciamiento sobre su suerte futura.
La existencia de la autorización parlamentaria para suspender
la prerrogativa de la inmunidad, constituye un requisito de
procedibilidad sin el cual el acto de detención o procesamiento
devendría en una manifestación de atropello, abuso o ilegalidad.
Al respecto, el artículo 16 del Reglamento del Congreso
textualmente señala lo siguiente:
“Si como resultado de un proceso el órgano jurisdiccional
estimara conveniente y necesario dictar alguna medida que
implique privación de la libertad de un congresista, se procederá
solicitando al Congreso o a la Comisión Permanente que la autorice
o no”.
En ese sentido, Plácido Fernández Viaga Bartolomé [La
inviolabilidad e inmunidad de los diputados y senadores: La crisis de
los privilegios parlamentarios. Madrid: Civitas, 1990] la describe
como “una condición de procedibilidad a cuyo tenor es imposible,
procesalmente, continuar las diligencias incoadas contra un
representante, sin haberse obtenido el ‘placet’ de la cámara”.

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Ahora bien, la inmunidad protege única y exclusivamente
contra el procesamiento en materia penal, en razón de la amenaza
o posibilidad de privación o limitación del ejercicio de la libertad
personal, cuya motivación pudiera tener origen en un acto de
venganza o intimidación política. Ergo, no se extiende al resto de la
tipología de procesos judiciales, ya que con la tramitación de estos
no se impide ni se pone en peligro la continuación del ejercicio de la
función parlamentaria.
Por ende, la inmunidad no se esparce al ámbito civil, laboral,
etc., en virtud de no tener estos relación directa con la defensa de la
libertad personal; razón por la cual, de permitirse esa extensión,
devendría en la práctica en un verdadero e injustificado “privilegio”.
En principio, el pronunciamiento que expida el Parlamento es
irrevocable; esto es, la no autorización se entiende como
inmodificable, salvo que posteriormente, y como consecuencia de
un nuevo pedido judicial, se acredite la existencia de nuevos
acontecimientos o indicios razonables que hagan viable la
reconsideración de dicho pronunciamiento.
La garantía procesal de la inmunidad protege al congresista
desde el momento mismo del acto de su proclamación como
parlamentario electo por parte del Jurado Nacional de Elecciones, y
se prolonga hasta un mes después del vencimiento de su período
de gestión.
Sobre la materia Alessandro Pizzorusso [“Las inmunidades
parlamentarias. Un enfoque comparatista”. En: Revista de las
Cortes Generales, Nº 2. Madrid, s.f.] señala que la falta de
concreción de la autorización no impide la ejecución de la acción
penal, una vez superado el período de inmunidad establecido por la
Constitución.

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Dicha garantía procesal lleva consigo la suspensión del plazo
de prescripción de la acción penal. Por ende, este plazo recién se
computa luego del vencimiento anteriormente aludido, o se suma al
ya corrido con anterioridad a su proclamación como congresista.
Esta consideración la avalamos en función de los argumentos
siguientes:

- El goce de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria no


puede llevar per se a la exoneración de responsabilidad
penal.
- El goce de la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria no
puede atentar contra la exigencia judicial de que se
responda por la imputación de la comisión de un ilícito
penal.

En resumidas cuentas, un parlamentario puede ser procesado


penalmente por la supuesta comisión de un delito únicamente
cuando se acredita el placet o autorización respectiva; empero, al
pasar a la condición de ex parlamentario puede ser objeto de dicho
procesamiento, sin que pueda esgrimir en su favor el cómputo de su
tiempo de gestión como parte del plazo de prescripción.
La solicitud de levantamiento de la prerrogativa de la inmunidad
parlamentaria solo puede ser hecha por la Corte Suprema.
Ahora bien, la autorización de procesamiento puede llevar o no
al desafuero del parlamentario supuestamente comprometido en la
comisión de un ilícito penal.
Al respecto, veamos lo siguiente:

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- La autorización con levantamiento de fuero consiste en la
permisión para que el parlamentario imputado sea objeto del
procesamiento judicial.
- La autorización con desafuero consiste en la permisión para
que el parlamentario imputado sea objeto de procesamiento
judicial; empero, adicionalmente queda suspendido en sus
funciones congresales.

Esta suspensión queda sujeta a las resultas del


pronunciamiento jurisdiccional.
La consecuencia de este pronunciamiento jurisdiccional puede
generar lo siguiente:

- La remoción del cargo y el llamamiento del accesitario. Ello


en función de un fallo condenatorio.
- El levantamiento de la medida de suspensión en el cargo.
Ello en función de un fallo absolutorio. En este caso, el
parlamentario queda inmediatamente reincorporado en sus
funciones, reintegrándosele todas las prerrogativas
parlamentarias que le confíe la Constitución. Evidentemente,
ello se producirá siempre que dicho fallo absolutorio se
produzca dentro del período para el cual fue elegido.

Asimismo, es conveniente precisar que la autorización con


simple levantamiento de fuero –esto es, sin suspensión de la
función parlamentaria– se sustenta en que la investigación judicial
no interferirá con el usual desarrollo de las actividades congresales
(no existe orden de detención).

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En caso de que la detención fuese necesaria, el Parlamento
deberá previamente ampliar el placet disponiendo el desafuero.
La autorización parlamentaria de procesamiento, e incluso el
desafuero del parlamentario denunciado por la supuesta comisión
de un ilícito penal, no implica una decisión de naturaleza judicial,
sino el mero ejercicio de una competencia política, en donde se
discierne sobre la intencionalidad y razonabilidad del pedido judicial.
La autorización congresal es en strictu sensu una específica y
concreta decisión política.
La motivación de la autorización o no autorización opera en
función a la determinación de la existencia o inexistencia de un
móvil político en la interposición y tramitación de la denuncia penal.
Para ello subsidiariamente deberá evaluarse la razonabilidad de los
indicios de la comisión de un ilícito.
Dicha decisión política con prescindencia de su sentido
favorable o desfavorable para el congresista impetrado, no conlleva
una determinación jurídica de culpabilidad o inocencia.
Como afirma Georges Burdeau [Derecho constitucional e
instituciones políticas. Madrid: Editora Nacional, 1981] se trata de
comprobar “con criterio estrictamente político, si tras la imputación
no se oculta una persecución contra el parlamentario”.
El Congreso, en estos casos, decide si la actuación judicial está
motivada o no por la intención maliciosa de privar al parlamentario
de la posibilidad de ejercer su función.
En los últimos años, el Parlamento nacional ha accedido a la
autorización de procesamiento con desafuero en los casos del
acciopopulista Reynaldo Rivera Romero (1980-1985), del aprista
Manuel Angel del Pomar Cárdenas (1985-1990) y de los fujimoristas
Vladimiro Zegarra (1990-1992) y Antonio Palomo (2000-2001). En

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los dos primeros casos es digno de resaltar que fueron las propias
agrupaciones políticas las que promovieron la adopción de la
medida aludida.
De otro lado, en la hipótesis descrita en la parte in fine del
artículo 93 de la Constitución –relativa a la exención de la detención
o arresto de un parlamentario cuando fuere sorprendido en la
comisión flagrante de un delito–, cabe exponer lo siguiente:
La flagrancia hace alusión a la detención en el momento mismo
de su ejecución (en este caso, un delito).
Néstor Pedro Sagüés [Elementos de derecho constitucional. 2
tomos. Buenos Aires: Astrea, 1997] incluye dentro de la noción
arriba descrita a la cuasi flagrancia. Esta implica la detención en el
momento inmediatamente posterior de la comisión de un ilícito
común.
El parlamentario sorprendido y arrestado en esta particular y
específica situación, debe ser puesto a disposición del Congreso o
de la Comisión Permanente, según sea el caso, dentro de las
veinticuatro horas en que se produce la privación de su libertad.
Con la dación de cuenta de dicha detención, se deberá remitir
toda la información pertinente a los hechos materia de controversia.
El Parlamento, ya sea a través del Pleno o de la Comisión
Permanente, deberá pronunciarse ineludiblemente sobre el caso.
La autorización para el procesamiento del parlamentario
sorprendido y detenido supuestamente en la comisión flagrante de
un ilícito de naturaleza penal, lleva usualmente al desafuero del
congresista.
Reiteramos que el desafuero está ligado al problema de la
privación de la libertad personal, lo que obviamente impide al
afectado el realizar o cumplir la función parlamentaria.

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La autorización de procesamiento es taxativa, esto es, el
parlamentario solo puede ser juzgado única y exclusivamente por
los hechos que originaron el placet parlamentario.
Debe advertirse que el denominado desafuero parlamentario no
implica la descalificación política o moral del afectado, ni tampoco le
impide posteriormente recobrar, una vez aclarado el problema
judicial, sus respectivas funciones. Tampoco conlleva
prejuzgamiento ni anticipo de juicio sobre el proceso judicial en sí.
El Congreso tiene facultades in totum para pronunciarse sobre
la autorización de procesamiento –con desafuero o sin él– o sobre
la no autorización del mismo.
Esta negativa, en caso de no encontrarse debidamente
fundamentada, puede acarrear el rechazo de la tenaz y vigorosa
opinión pública. Una errada decisión sobre la materia puede
conducir al Parlamento al descrédito y al repudio ciudadano.
La inmunidad es una garantía procesal irrenunciable. Ello en
consideración a que un parlamentario, en un caso particular y
concreto, no puede efectuar per se un acto de abandono de dicha
protección.
Luis Prieto [“Las inmunidades parlamentarias”. En: Revista del
Colegio de Abogados del Distrito Federal. Caracas, 1961] señala
que “siendo una prerrogativa funcional atribuida a las cámaras, la
inmunidad no es renunciable y cabe a cada cámara privar a sus
miembros de la protección de que gozan como miembros de ella,
para someterlos a la justicia ordinaria”.
En función a ello, el parlamentario no puede despojarse per se
de la inmunidad, sino a lo sumo solicitar al Congreso proceda a la
autorización de su procesamiento. Dicho pedido no tiene carácter
vinculante; es decir, puede ser desestimado por el Congreso.

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La inmunidad por ser una garantía procesal de naturaleza
político-constitucional forma parte del orden público; por ello, no
está a disposición de la mera voluntad e interés de un
parlamentario. Su eficacia depende únicamente del Parlamento en
su conjunto.
Con acierto el Congreso de la República mediante la
Resolución Legislativa Nº 015-2005-CR, ha establecido que la
inmunidad parlamentaria no protege a los congresistas contra las
acciones de naturaleza diferente a la penal, que se ejerzan en su
contra, ni respecto de los procesos penales iniciados ante la
autoridad judicial competente, con anterioridad a su elección, las
que no se paralizan ni suspenden.
Con dicha medida se ha puesto coto a la impunidad que
alcanzaban los congresistas, por actos cometidos previos a su
elección como tales.
Finalmente, es pertinente establecer una distinción básica entre
la no responsabilidad que asegura la inviolabilidad parlamentaria y
la inmunidad. En el primer caso se trata de una facultad que, por
sus consecuencias, deviene en imperecedera, indeleble,
inextinguible y eterna. Así pues, las declaraciones y votos
formulados en el ejercicio de la función jamás acarrearán la
intervención jurisdiccional. Es decir, ni durante ni después de
haberse vencido el período de elección ellos traerán consecuencias
contra su emisor.
En el segundo caso, efectuada la autorización o concluida la
actividad parlamentaria, es procedente la intervención jurisdiccional.
En este contexto, el parlamentario suspendido, o el ex
parlamentario, puede sufrir las consecuencias jurídicas de la
comisión de determinados actos de implicancia penal.

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Como expone Sebastián Cano [“El Parlamento contemporáneo”
En: Ius et Lux, Nº 1. Lima: Centro Federado de Derecho de la
Universidad Particular San Martín de Porres, 1985] hay que
distinguir claramente lo que significa una prerrogativa funcional que
genera irresponsabilidad, de la garantía procesal de la inmunidad,
que simplemente establece condiciones extraordinarias para llevar
a cabo un juzgamiento judicial. En la inviolabilidad se trata de una
limitación de los alcances del Código Penal; en tanto que en la
inmunidad se hace referencia a una substracción temporal de un
sujeto a dicha norma. Se trata, a lo sumo, de un impedimento que
posterga el proceso jurisdiccional hasta que se hayan producido y
ejercitado ciertos actos de naturaleza política (autorización
parlamentaria, con o sin desafuero).
Finalmente, cabe advertir que esta prerrogativa parlamentaria
se ha hecho extensiva, por excepción, al defensor del Pueblo y a
los miembros del Tribunal Constitucional (artículos. 161 y 201 de la
Constitución).

Las prerrogativas de ejecución colectiva en la actual


Constitución

a) La autonomía normativa
Tal noción alude a la prerrogativa que goza el órgano
Legislativo para regular jurídicamente el normal desarrollo de sus
funciones.
Expresión cabal de la autonomía normativa es el Reglamento
del Congreso, que como afirma Marcial Rubio Correa [Estudio de la
Constitución política de 1993. 6 tomos. Lima: Pontificia Universidad

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Católica del Perú, Fondo Editorial, 1999] se caracteriza por contener
“las principales disposiciones de detalle que rigen su
funcionamiento”.
Desde una perspectiva histórica esta prerrogativa fue asumida
por el Estado liberal como uno de sus elementos esenciales, al
extremo de habérsele elevado a rango constitucional.
En ese sentido, le correspondió el mérito al abate Enmanuel
Sieyes el haberla fundamentado en su teoría del poder
constituyente.
En nuestro país aparece desde la Constitución de 1823.
El artículo 94 de la Constitución vigente, señala que el
Congreso elabora y aprueba su propio reglamento de organización
interior. Dicho precepto, que tiene fuerza de ley, es promulgado y
publicado por propia y única disposición del presidente del
Congreso. Ergo, el órgano Ejecutivo no tiene ningún tipo de
intervención en dicho iter procesal legislativo.
En puridad se trata de una norma sui generis, que produce
efectos dentro de nuestro ordenamiento jurídico en la medida que
encauza las actividades del órgano Legislativo y su conexión con el
resto de los órganos y organismos del Estado.
José Pareja Paz Soldán [Derecho constitucional peruano y la
Constitución de 1979. Lima: Justo Valenzuela Editor, 1980] señala
que este reglamento hace referencia al conjunto de normas
administrativas y procesales vinculadas con el quehacer del
Congreso.
En rigor, dicho reglamento se encarga de lo siguiente:

- Precisar las funciones del Congreso.

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- Definir la estructura organizativa y el funcionamiento del
Congreso.
- Establecer los derechos y deberes de los congresistas.
- Regular los procedimientos parlamentarios.

El actual reglamento fue aprobado por el Congreso


Constituyente Democrático en la sesión del Pleno de 13 de mayo de
1995. Su redacción ha sido fuertemente cuestionada, por su
profundo carácter antidemocrático.
En atención a su condición de norma con fuerza de ley y en
concordancia con lo establecido en el inciso 4 del artículo 200 de la
Constitución, procede en contra de ella la interposición de la Acción
de Inconstitucionalidad. Ergo, está sujeta al contralor del Tribunal
Constitucional.

b) La autonomía de conducción institucional


Tal noción alude a la prerrogativa de gobierno interior. Ello
conlleva a la potestad de elección de su propia mesa directiva;
elección de representantes de cada grupo parlamentario con criterio
de proporcionalidad en la Comisión Permanente; elección de los
miembros de las comisiones parlamentarias; el establecimiento y
atribuciones de los grupos parlamentarios; etc.
En ese mismo contexto, el Parlamento goza de la competencia
del poder disciplinario contra sus miembros.
Dicho aspecto también incluye el manejo de los recursos
económicos autoasignados; así como la dirección, convocatoria,
selección y exclusión de su plana de funcionarios y empleados.
Dicha competencia aparece formalmente expresada en nuestro
país, con la constituciones de 1856 y 1979.

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c) La autonomía presupuestal
Tal noción alude a la prerrogativa de ser el único órgano del
Estado que aprueba per se su propio presupuesto.
El presupuesto que el propio Parlamento se autoasigna implica
la ordenación de sus gastos e ingresos para un período
determinado. Es decir, consiste en la programación y presuposición
de ingresos y gastos anuales.
Dicha prerrogativa tiene sus antecedentes constitucionales en
nuestro país, con la dación del texto de 1856.
El artículo 94 de la Constitución vigente, declara formalmente la
prerrogativa del órgano Legislativo de sancionar su presupuesto.
En rigor implica como alude Pedro Planas Silva [Derecho
parlamentario. Lima: Ediciones Forenses, 1997] que, el diseño,
elaboración, aprobación y ejecución corresponde exclusivamente al
propio Parlamento. Por tal motivo se integra dentro del corpus de la
Ley Anual de Presupuesto.
De conformidad con lo establecido en el artículo 82 de la
Constitución, a la Contraloría General de la República le
corresponde supervigilar la legalidad de la ejecución del
presupuesto autoasignado por el Parlamento.

d) Competencia de disposición y autorización del ingreso del


personal de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional
Tal noción alude a la prerrogativa de requerir al presidente de la
República, la puesta a disposición de los efectivos necesarios
pertenecientes a las Fuerzas Armadas y a la Policía Nacional, a
efectos de concretizar la seguridad de la institución.

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Dicho requerimiento no debe entenderse como una mera
solicitud, sino como una demanda de obligatorio cumplimiento. En
ese sentido, el presidente de la República no puede objetar de
modo alguno el número y características del personal castrense a
asignarse.
Dicha sujeción resguarda las prerrogativas individuales y
colectivas que la Constitución señala a favor del Parlamento.
En ese contexto, conforme lo establece la segunda parte del
artículo 98 de la Constitución deviene en inconstitucional y, por
ende, sujeta a responsabilidad, la unilateral acción castrense de
ingresar al recinto parlamentario. Ello en razón a que dicha acción
solo puede efectuarse previa autorización expresa del presidente
del Congreso.
En ese sentido, es imprescindible criticar la conducta asumida
por el entonces comandante general del Ejército Nicolás Hermoza
Ríos, quien a raíz del inicio de las investigaciones por el crimen de
“La Cantuta”, se presentó al recinto congresal con toda la plana de
altos oficiales de los institutos armados, en un acto desafiante al
mandato constitucional y con el evidente propósito de intimidar a la
representación parlamentaria.
Dicha prerrogativa aparece en nuestro país en lo relativo a la
disposición de los efectivos castrense con la Constitución de 1823 y,
en lo concerniente a la autorización expresa con la Constitución de
1933.
Es dable consignar que en el constitucionalismo inglés existe la
figura del “Caballero de la Vara Negra”, quien actúa bajo la dirección
del presidente de la Cámara de los Comunes, con el objetivo de
preservar el orden y la adecuada conducción de los visitantes.

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