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CRISTO

HOY
EL CRITERIO DE CREDIBILIDAD Y EL DON DE LA FE
© Copyright Fernando Rielo Pardal

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Fernando Rielo

Cristo hoy
El criterio de credibilidad y el don de la fe

COLECCIÓN DE APOLOGÉTICA FORENSE


Contenido
Prólogo
Introducción:¿Qué es la Apologética forense?
Primera parte: El criterio de credibilidad
Capítulo Primero: ORIGEN Y VALIDEZ DEL C RITERIO DE C REDIBILIDAD
1. Cómo se produce la teología
1.1. Planteamiento
1.2. La decadencia de las religiones
1.3. El mensaje de los genios de la historia es comprometedor
2. Respuesta a cómo se produce el hecho teológico cristiano
2.1. Primera parte o punto A: la afirmación “Yo soy Dios”
2.2. Segunda parte o punto B: persuasión sobrenatural de la divinidad de Cristo
Capítulo Segundo: LA NEC ES IDAD DEL DO NUM FIDEI
1. El criterio de credibilidad es místico
1.1. El donum fidei y la validez del discurso teológico
1.2. Progreso del donum fidei y su experienciación mística
2. El donum fidei da unidad, dirección y sentido al hecho teológico y al hecho bíblico
2.1. La teología mística como criterio del saber teológico
2.2. Sentido del hecho bíblico por la persuasión mística de la divinidad de Cristo
3. Forma y estructura del donum fidei
3.1. La persuasión interior del donum fidei
3.2. Reducción a cero del específico del acto racional
4. La ruta del pensar místico
4.1. Sustancialidad del argumento de Dios desde el donum fidei
4.2. El numen de la razón por el donum fidei
5. Cómo aprovechar la fe en la divinidad de Cristo
5.1. Hacerse con Cristo
5.2. La vivencia de la fe como criterio místico
Segunda parte: Razón natural y don de la fe
Capítulo Primero: LA RAZÓ N NATURAL Y EL C O MPO RTAMIENTO DE C RIS TO
1. Comportamiento de Cristo según los hechos evangélicos
1.1. La pedagogía de Cristo
1.2. El fracaso de Cristo, visto racionalmente
2. Problema de la armonía entre razón y fe
2.1. Breve recorrido histórico
2.2. ¿Oposición fe y razón?
3. En búsqueda de una argumentación racional
3.1. ¿Demuestran los milagros la infinita misericordia divina?
3.2. La hipótesis del no sufrimiento en el mundo
3.3. Argumentar con la experiencia de la vida
3.4. Resultado de la argumentación lógica
4. Dios visto experiencialmente desde el hecho de razón
4.1. Especulación y vivencia
4.2. La fórmula de la existencia de Dios se llena del dolor humano
4.3. Ante el dolor humano la infinita misericordia carece de lógica racional
Capítulo Segundo:LA RAZÓ N VIVENC IAL E IMPLIC AC IO NES DEL DO NUM FIDEI
1. Dios visto desde la razón vivencial
1.1. Dos alternativas ante la fórmula “Yo soy Dios”
1.2. El sentido racional de la Providencia Divina
2. El mal del mundo con ejemplos desde una razón vivencial
2.1. ¿De qué pueden dar gracias a Dios determinadas personas?
2.2. El ejemplo de Job
3. El donum fidei
3.1. La recepción del donum fidei
3.2. El “sígueme” como consecuencia del donum fidei
3.3. Somos mucho más que nuestra pobre razón
4. Contenido del donum fidei
4.1. La transverberatio y el deseo
4.2. El donum fidei como potencia sobrenatural
Capítulo Tercero: REDUC C IÓ N Y PO TENC IAC IÓ N EN LA MENTE
1. Las dos leyes del espíritu
1.1. Ley de la inmanencia: el acto reflexiológico
1.2. La ley de la transcendencia: la reducción del específico
2. Desespecificación y desyoización
2.1. La desespecificación en general
2.1.1. Diferencia entre “específico” y “típico”
2.1.2. Dificultad del lenguaje
2.2. La “desyoización” de las facultades
2.2.1. Consecuencia de la desyoización: la triyoidad
2.2.2. Razón y pensamiento
2.2.3. Voluntad y deseo
3. El sentido de la muerte
3.1. La muerte como donación
3.2. ¿Por qué la muerte de Cristo no fue la última? Significado del “¿Por qué me has abandonado?”
Epílogo
Prólogo
Fernando Rielo (Madrid 1923 - Nueva York 2004) nos presenta, como hipótesis original y atractiva,
el humanismo de Cristo comenzando su vida hoy, haciendo paréntesis de los XX siglos de historia del
cristianismo. Nos invita a suponer que no ha existido antes Cristo, ni la Iglesia, ni la cultura cristiana. Y
lo hace para que nos situemos en nuestra mentalidad actual y, desde aquí, profundizar sobre los
problemas fundamentales de nuestra existencia con un hombre, llamado Cristo, que dice de sí mismo que
es Dios; un hombre que aparece hoy, ante nosotros, para dar un testimonio arriesgado de la intimidad
divina y asegurarnos de que su mensaje nos introduce en un nuevo y decisivo humanismo transcendente.
El autor intenta convencernos de que si encontramos y poseemos el criterio de credibilidad, todo lo
demás debe adquirir unidad, dirección y sentido.
El criterio de credibilidad y el don de la fe es un libro para todos. Puede ser un libro de texto, de
lectura, de estudio y meditación para alumnos y profesores, para administrativos y profesionales, para
adolescentes y adultos, para religiosos y seglares. Pero va dirigido, de forma especial, a la juventud
católica o no católica, atea o agnóstica, a los que han perdido la fe o están a punto de perderla. La
persona de Cristo es presentada a quien quiera escucharle con seriedad, desde la sencillez, sin
prejuicios, sin trampas, con hondura en la reflexión llevando ésta a límite, sin miedo, sin vacilación, sin
subterfugios. No podemos evadirnos de la realidad, a no ser que queramos sumirnos, como nos enseña la
Psicología, en una vida inauténtica.
Es un libro elaborado por un equipo especializado de la Escuela Idente sobre la base de varias
conferencias que Fernando Rielo pronunció en el año 1977 para formar a varios profesores en
“apologética forense”. Su originalidad y frescura no han perdido actualidad. Quizás sea éste el momento
de sacar a la luz pública esta riqueza inédita, lenguaje oral, de la que han disfrutado, durante más de
treinta años, los misioneros y las misioneras identes en su labor apostólica.
Se ha intentado ser fieles al original, respetando la forma coloquial y los momentos fuertes que
Fernando Rielo sabe combinar con una cierta distensión y gracejo madrileño. El autor logra, de este
modo, que el auditorio vaya por sí mismo tomando distancia y se centre en la objetividad del problema y
el compromiso existencial que de él se deriva. Lo hace con elegancia, con maestría, acudiendo al
lenguaje literario, a la cultura, a la experiencia mística, desde su vivencia y compromiso personal con
Cristo y su Iglesia, como fundador de una institución religiosa y de instituciones civiles, y como hombre
que ha querido, fervorosamente, el diálogo ecuménico y el espíritu de amistad entre personas y pueblos.
No hay barrera para el amor que, en expresión de Rielo, es el motor de la historia y de la vida, de la
familia y de la sociedad, de la ciencia y de la Cultura, de la religión y del pensar.
Ciertamente que hay que tomar con perspicacia los temas para no sacarlos de su contexto apologético
y no entrar compulsivamente en discusión de escuela trasladándolos a un ámbito estrictamente dogmático
o teológico, mundo éste soberano, autónomo, estructurado desde la Sagrada Escritura, Tradición y
Magisterio. La apologética forense consiste en el debate público —foro— acerca de los asuntos de
mayor interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad y todo lo que de él deriva y, con él,
adquiere sentido. Es una dinámica que intenta poner en ejercicio vital todos los resortes del ser humano
con la interactuación de sus tres niveles: físico, síquico y espiritual; con el despliegue de sus tres
dimensiones: personal, social e histórica; con la integración de sus tres actitudes: lógica, ética y estética;
con el crecimiento de sus tres leyes ontológicas: inmanencia, transcendencia y perfectibilidad.
La comunicación sencilla y directa del lenguaje oral predomina sobre la erudición y la explicación
argumentativa y abstracta del lenguaje escrito. El autor nos va introduciendo, casi sin enterarnos de ello,
en la experiencialidad de los dos ámbitos que conforman al ser humano: el de la naturaleza y el de la
gracia. Una naturaleza cerrada en sí misma es terriblemente problemática, evasiva de la realidad;
claudica con suma facilidad, ante cualquier referencia de carácter transcendente. Esta propensión
involutiva, envolvente, egocéntrica, resta al ser humano de nuestro tiempo valentía, generosidad,
sinceridad íntima y aquella sencillez necesaria que nos capacita para reconocernos necesitados de Dios.
Por otra parte, el ámbito de la gracia, abriendo hacia sí la naturaleza, eleva a ésta a la condición de
una mística conciencia filial que enriquece al ser humano en todas sus posibilidades. Su fruto es la paz, la
libertad y la felicidad que sólo pueden ser concedidas a la exigencia doliente, hasta el extremo, de la
generosidad del amor. El verdadero amor, éxtasis que sale de sí en donación entre personas, es la única
virtud que puede llevarse hasta el extremo sin riesgo alguno de fanatismo, exclusivismo y reduccionismo.
El amor, elevado al orden santificante por la redención de Cristo, es la caridad. ¿En qué consiste la
caridad, forma y síntesis de todas las virtudes? San Pablo la inmortaliza en el siguiente texto: “La caridad
es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no
busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7).
En fin, El criterio de credibilidad y el don de la fe nos introduce de lleno en la “geneticidad” de
nuestro espíritu, y sólo desde aquí podemos entenderlo. Del mismo modo que nuestro organismo posee,
biológicamente, su código genético, nuestra alma lo posee sicológicamente, y nuestro espíritu ontológica
o místicamente. Se trata de una mística no reducida al fenómeno, aunque éste sea extraordinario, sino una
mística elevada a ontología: el estado de ser, acto de ser, forma de ser y razón de ser de la persona
humana son místicos, esto es, estructurados, genetizados por la divina presencia constitutiva del Absoluto
en un espíritu creado. La unidad de nuestra naturaleza humana debemos verla desde esta geneticidad
ontológica o mística que asume las funciones sicológicas y su interacción con la estructuralidad orgánica.
Lo demás, reducir la persona humana a lo biológico, a energía síquica o cósmica, o cualquier otra
sinrazón, es descender, como afirma Rielo, al reduccionismo, exclusivismo e intolerancia de las
ideologías.
Querido/a lector/a, te invito a entrar por ti mismo/a en el debate que nos platea Rielo desde la
persona de Cristo. Inténtalo, pruébalo, hazlo con calma tomando el tiempo que necesites. Consulta, habla,
dialoga. No saldrás, después de la lectura, del mismo modo que al comenzarla. Seguro que no sólo te
sentirás mejor, sino que tendrás experiencia de que tu vida está positivamente cambiando.
José María López Sevillano
Introducción:

¿Qué es la Apologética forense?


La “apologética” es la ciencia que tiene como objeto el estudio de los argumentos apropiados para
defensa sistemática de la fe, especialmente frente a los ataques de los contrarios.
Implica un estado critico donde se analizan y valoran los argumentos destacando las ventajas o los
inconvenientes que se puedan seguir de los mismos.
Se entiende por estado crítico en general el arte de juzgar las cualidades de las cosas, las situaciones
y las personas juntamente con las obras que salen de su creatividad. Si nos referimos al ámbito de la
religión, el estado critico es el arte de debatir, abiertamente, sobre Dios y el resultado de sus obras que
influyen sobre el ser humano y su historia. Este debate, mas que racional, es integrador de todos los
ámbitos de una persona humana que, formalmente, es espíritu, alma y cuerpo.
La apologética es una forma especial de la crítica que se sirve de sus recursos oratorios y didácticos
y tiene el sentido de la exaltación, del canto y de la alabanza para defensa de la verdad revelada. Llega,
de este modo, a adquirir formas poéticas de carácter lírico y epitalámico, además de épico, alegórico,
didascálico y dramático.
La denomino “Apologética forense” porque es un debate público —foro— acerca de los asuntos de
mayor interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad y todo lo que de él se deriva. Lo “forense”,
en este sentido, tiene la característica de exposición en un foro, ante un auditorio o asamblea que
interviene, activamente, en el debate con argumentos de acusación y defensa de la Persona de Cristo y su
mensaje como tal.
La Apologética forense intenta subrayar los valores de los argumentos positivos a favor de Cristo
frente a las diversas objeciones —filosóficas, religiosas, políticas, sicológicas, sociológicas, morales—
propuestas por ese mismo foro. Hay personas que, por causas muy complejas, pueden no creer en Dios o
en la Iglesia; entre ellas, hay que tener en cuenta los supuestos conductuales, la formación ideológica, el
fracaso ante la vida, el mal y el sufrimiento del mundo, la experiencia en situaciones de injusticia y
adversidad, el mal ejemplo de los creyentes, e, incluso, el escaso valor de algunos argumentos teológicos
o filosóficos en el curso de la historia.
Hay que resolver los argumentos no previstos en la ratio fidei que articula el dato revelado, pues
aquéllos no tienen por qué figurar en la Dogmática. Los argumentos que ahora tratamos son, sobre todo,
de carácter más bien sicológico, pedagógico, social, emocional. Estos argumentos, no estando a favor de
la fe, deben ser rebatidos formando los contra-argumentos correspondientes. Por ejemplo, la Mística
Analítica estudia las leyes, propiedades y procesos bajo los cuales se verifican los estados del alma
movida por la gracia. Si alguien pone una objeción diciendo que “aquí hay muy pocos místicos y la
mística no es un denominador común de la vida de las personas”, habrá que refutarlo con un contra-
argumento “x” dando una razón que no tiene por qué figurar en la Mística Analítica. Este ámbito
correspondería a la Apologética forense. Hay tantos argumentos en los cuales está presente el prejuicio,
lo emocional, lo hiperbólico, la crítica interesada, la descalificación, la inexactitud y otras muchísimas
circunstancias, que se requiere una ciencia especial para, de modo pragmático, impugnar con éxito estas
anomalías que se producen en el ámbito de la fe.
Debemos construir contra-argumentos apropiados para corregir, efectivamente, los vicios que se dan
en los argumentos contra la fe. Voy a poner otro ejemplo. Todos saben que la matemática es una ciencia
que estudia los cálculos numéricos, sus formas, variaciones, propiedades y relaciones espaciales y
cuantitativas, teniendo en cuenta la creación de estructuras abstractas definidas a partir de axiomas.
Alguien podría decir:
—Yo no creo en las matemáticas porque son muy difíciles para muchos seres humanos.
Esa afirmación es irrelevante y carente de criterio científico. Por este tipo de apreciación banal, no
vamos a desmentir, por ejemplo, la validez de la teoría de conjuntos o cualquier otro logro en las
matemáticas. Estas teorías tienen un valor en sí mismas, y lo otro es sólo una simple pretensión profana
de atacar, por prejuicios de carácter no científico, las llamadas “ciencias exactas”.
Voy a poner un caso práctico de otros tantos que se pueden aludir del hecho teológico. Alguien,
después de que hayamos expuesto una tesis sobre la divinidad de Cristo, podría decir:
—Yo no creo en la divinidad de Cristo.
¿Qué se hace, entonces, en Apologética forense? Naturalmente que, en Teología dogmática, no hay
ninguna tesis, ni se puede poner como tesis el enunciado “yo no creo en la divinidad de Cristo”. Así
como no pertenece a las ciencias matemáticas el enunciado “yo no creo en las Matemáticas”.
El auditorio o el foro está expectante a ver cómo se desarman los argumentos de negación. El
argumento, por ejemplo, de “yo no creo en la divinidad de Cristo”, hay que desmontarlo en auténtica
Apologética forense de la siguiente manera:
—Usted dice que no cree en la divinidad de Cristo. Bien, pruébelo usted.
Ya es la primera posición. Eso es hacer apologética forense. Es una actitud que tiene que tener el
apologeta. Pertenece al arte de la elocuencia forense. Quien pregunta estará en esos momentos pensando
que yo voy a defender la divinidad de Cristo. Pero resulta que yo me remito a él para que me diga cuál es
la razón en la que apoya su negativa acerca de la divinidad de Cristo. Me puede decir:
—Pues no lo sé. No tengo argumento, o tengo tal argumento. Como veis, el auditor venía a atacar,
pero resulta que él es quien va a ser atacado.
—¿Y cómo, careciendo usted de pruebas, puede afirmar que no cree en la divinidad de Cristo?
Tendría que decir más bien que ni cree ni deja de creer.
¿Os dais cuenta la vía que hay que seguir? La Apologética es una forma especializada de la
dialéctica. El punto de ataque cambia de posición. El expositor dogmático es atacado mientras que el
auditorio está poniendo el centro de gravedad en el que da la lección. Pero quien da la lección traslada el
centro de gravedad hacia la persona que se ha puesto en contra de la tesis. Una persona no experta del
auditorio, al oír, por ejemplo, que Cristo no es Dios, se esforzará, ahora, en demostrar que es Dios; lo
cual sería como una segunda conferencia, y habría otras objeciones. Una tercera, una cuarta y una quinta
persona, también lo intentarían conforme a su interés y cultura. De este modo, se va remitiendo el asunto
a su sitio. Todo ello tiene la finalidad de poner en situación correcta ante los demás, ante el foro, al
objetor. Por tanto, la proposición mayor, en este caso, es la objeción del adversario y la menor es la
remisión a esa misma persona de la objeción. Pero, en cualquier caso, hay que centrarse en la tesis de la
divinidad de Cristo.
En una palabra, el objeto de la Apologética forense es defender una tesis importante, trascendente,
para la vida de las personas ante un foro público, como es la capacidad decisoria y compromisiva de la
persona de Cristo. Es una tesis que plantea no tanto la razón como el vivir existencial de las personas.
El objeto de la Dogmática no es ningún foro, no es ningún auditorio, ni tampoco son las objeciones
que se plantean los asistentes. La Dogmática tiene un mundo soberano, autónomo, maravillosamente
estructurado desde el contenido de la Fe, con la Tradición, las Escrituras y el Magisterio. El objeto de la
Apologética forense es el foro, todo lo que va diciendo el foro, con sus objeciones y preguntas,
estableciendo una dinámica con las respuestas que se obtienen. Pero ya, en principio, lo que hay que
establecer es la posición correcta que deben tener las personas que intervienen en el foro. La actuación
en el foro debe tener un valor didáctico, pedagógico, educacional; todo hecho desde la amistad, desde la
familiaridad, desde el respeto.
—Usted no se ha puesto en una posición correcta, porque niega lo que en recta posición científica no
puede hacer.
Si alguien, por ejemplo, en un foro científico, negara una hipótesis, tendría que presentarse con las
pruebas investigadas por él mismo para probar la negación de la hipótesis. Ciertamente, si es un
congreso de físicos, nadie negaría la hipótesis sin presentar las pruebas. Si tiene pruebas, entonces diría:
—Pues bien, yo no estoy conforme con eso.
Se guardaría silencio correctamente, y, entonces, se irían a investigar, si es que les interesa, la
supuesta falsedad o el supuesto error de esa hipótesis. Un físico serio diría en ese congreso:
—Esta proposición es inconsistente porque lo mismo puede ser eso que puede ser lo contrario. Lo
voy a demostrar.
O podría decir simplemente:
—Yo tengo interés en probar que es inconsistente.
Entonces se marcharía muy educado y empezaría a investigar para demostrar que es inconsistente. En
otro congreso, o por medio de una revista citaría:
En el congreso “x” al cual asistí, se presentó tal hipótesis… Pues yo publico este trabajo para
desmentir con pruebas la supuesta verdad de aquella tesis.
Pero si este físico, en el congreso —lo cual nunca habría hecho—, hubiera levantado el dedo para
decir sin más: “Yo creo que eso es falso”, o “Yo creo que eso es falso porque no me gusta”, nadie lo
hubiera visto bien porque esas aserciones son inconcebibles desde el punto de vista científico.
Para mantener en posición correcta al foro, ya se comienza por una actitud educada en el auditorio.
Nadie puede negar nada, seriamente, sin fundamento, sin saber probarlo. Y, por supuesto, nadie puede
afirmar seriamente algo intentándolo demostrar con falacias y sofismas.
Con esas líneas maestras, tenéis que armar las respuestas para que sirvan de instrumento con el objeto
de enriquecer los temas y hallar la mejor forma o manera de construir el discurso forense. Cuando vayáis
a un auditorio, tenéis que llevar los temas preparados científicamente de tal forma que dominéis todos los
mecanismos, principios y claves que se dan en general, válidos para cualquier auditorio.
PRIMERA PARTE:

El criterio de credibilidad
Capítulo Primero:

ORIGEN Y VALIDEZ DEL CRITERIO DE CREDIBILIDAD


1. Cómo se produce la teología
1.1. Planteamiento
Más que definir la teología como ciencia, con sus diversas ramas, importa saber cómo se produjo la
teología históricamente hablando, antes de cualquier sistematización teológica, y cuál puede ser el
criterio de validez de este hecho teológico en nuestra vida contemporánea donde hay un rechazo, casi
general, del saber sobre Dios.
Tenemos que especificar, además, cuando hablamos de teología, a qué teología nos estamos
refiriendo: ¿a la teología dogmática, a la teología bíblica, a la teología moral? ¿A qué clase de teología
nos referimos? Ciertamente, todas estas teologías regionales poseen un denominador común: tener por
objeto a Dios. Ello supone que debemos estudiar este objeto bajo la razón de una metodología adecuada
y con unas fuentes determinadas. Pero esto no nos incumbe en estos momentos.
Lo primero que nos importa es saber cómo se produce la teología o el hecho teológico que subyace a
la misma. La pregunta es clara: “¿Cómo se produce la teología como hecho?”.
Debemos tener, para ello, un criterio; esto es, una norma que nos permita mantener un juicio de valor
o de discernimiento correcto, con el objeto de poder tomar una decisión o una elección. Este criterio
debe ser, por tanto, válido, creíble.
¿Cuál es o en qué consiste este supuesto criterio, que denominamos “criterio de credibilidad”?
¿Dónde radica aquel criterio de credibilidad que autentifique la teología de modo semejante a como hace
el llamado “criterio de validez” en la autentificación de las ciencias experimentales? Tanto el criterio de
credibilidad como el de validez deben partir de la experiencia. Ahora bien, el criterio de validez se
verifica con la experimentación del objeto matematizable; sin embargo, el criterio de credibilidad no
puede incurrir en el mimetismo del método experimental; antes bien, debe verificarse mediante la
experienciación o vivencia, remontando el ámbito fenoménico y matematizable de las ciencias
experimentales. ¿Dónde podemos, pues, encontrar la validez del hecho teológico que debe fundamentar
una teología como sistema de exposición acerca de Dios?
Un católico podría responder, espontáneamente, que el criterio de credibilidad es, para él, el Sumo
Pontífice, y no le faltaría cierta razón: Cristo fundó la Iglesia y puso al frente de ella a su Vicario, Pedro
y sus Sucesores que habrían de perpetuarse, a través de los siglos, hasta hoy. El Papa y, en comunión con
él, el conjunto de todos los Obispos, tendrían la infalibilidad recibida por Cristo…
Pero esto no puede fundar el criterio de credibilidad. Hemos comenzado, sin mayor profundidad, por
algo que debe fundarse en la credibilidad. El supuesto criterio de credibilidad sería una conclusión de
las muchas que se podrían dar dentro de la pregunta fundamental: “¿Cómo se produjo la teología como
hecho?”.
Pienso que, muchas veces, es bastante oscuro lo que se dice en teología —más bien diríamos en
filosofía— acerca del criterio de credibilidad. Son cosas tan abstractas, tan a posteriori, tan mezcladas,
tan complicadas, que al final muchos, estudiando estas cosas, terminan por no creer en nada.
En este sentido, para llegar a una conclusión —diríamos existencial, vivencial—, hay que partir de
unos hechos relevantes, vitales, dignos de tenerse en cuenta. Debemos respetar después esos hechos y la
forma como éstos se dan en su origen, para que conserven verdaderamente toda su frescura.
1.2. La decadencia de las religiones
Al cabo del tiempo, y por el mismo deterioro del tiempo, los hechos históricos parecen marchitarse,
se fosilizan, pierden vitalidad, vivenciación. Es como si, mirando al futuro, se juzgara, por ejemplo, al
Instituto Id por mi fundado. Pasados 100, 200, 300 o 500 años —si es que sobrevive a todo ese tiempo
—, alguien podría tratar de comprender el origen, las fuentes de cómo surgió, y, entonces, se establecen
cursos de 3 y 4 años de preparación, en los que se estudian toda clase de normas dadas, instrucciones,
doctrina, tesis de Escuela, etc. Y, al final, habría algunos que posiblemente podrían decir: “Pues no
entiendo nada de esta Institución”.
Los orígenes de una religión son vitales, frescos, poéticos, naturales; pero, pasado el tiempo, se
marchitan, y este agostamiento es el estado en que se encuentran hoy todas las religiones. Se han quedado
como anticuadas, viejas, demacradas. Necesitan la cirugía estética: un esteticismo de peluquería o de
instituto de belleza, para estirarse la piel, darse cremas, favorecer el riego celular, ponerse peluca. Se
están quedando, valga la imagen, como una especie de fósiles.
Hoy las religiones están atravesando un periodo de mimetismo con la ciencia, con las mentalidades,
con la sensibilidad del momento. Así, todas ellas se hacen sociales, medio políticas. Tienden a
vincularse con partidos políticos, con organizaciones. Se hacen democráticas. Quieren hacerse de todo…
¡Y todo ello termina en cierta hipocresía!
La razón es clara: no pueden ser democráticas al estilo de la política. Hacen, es cierto, una serie de
cosas buenas. Pero todo es sencillamente, simple esteticismo: se han quedado viejas, llenas de grasa, de
elementos postizos.
Y, ¡claro!, cuando se dice: “Cristo…”, se responde: “Sí…, pero Cristo…”.
Enseguida aparecen las tesis de siempre: la Sagrada Escritura, las Escuelas, las fuentes de no sé qué,
la filosofía de no sé cuál… Al final, no se accede nunca a Él.
¡Imposible! ¡No se puede llegar así!
1.3. El mensaje de los genios de la historia es comprometedor
Pero hay algo que es bastante claro, como es trasladar el hecho de Cristo a nuestro tiempo, y ver
cómo se produjo este hecho importante, o cómo se produce. Porque solamente se puede producir de una
manera. Estas cosas, así planteadas, deben resultar siempre perfectamente claras. Lo que ya no resulta tan
claro es penetrar en la vida de un genio de esta clase.
Además, esto no es caso privativo sólo de Cristo, sino también de otros grandes genios que han
pasado por la vida humana, que no pueden ser interpretados, y no han podido ser interpretados o
entendidos por los que no lo somos.
El común de la gente teme a esos genios. Pero, ¿qué es lo que tememos de ellos? ¿Que manipulen
nuestra pobre inteligencia? Tememos ser manipulados, hipnotizados, sugestionados por estos genios de la
historia. ¡Esto es indudable!
Por eso, huimos de ellos inmediatamente. Los consideramos atentatorios a nuestra libertad.
Preferimos pasar ignorándolos a efecto de poder, en fin, satisfacer ciertos instintos, presiones, tensiones,
y encontrarnos así justificados ante nosotros mismos, antes que nos develen la verdad de lo que somos y
de lo que tenemos que ser. Estos genios nos descubren un mundo que, lejos de ilusionarnos —aunque
podemos dejarnos ilusionar de ellos en un momento dado, como ocurre en un espectáculo—, se nos viene
encima por el mensaje que encierra. Este mensaje suele ir, generalmente, acompañado de un gran
compromiso, o de ciertas normas a las que hay que someterse para verificar ese mundo del que nos
quieren hacer partícipes. Este compromiso radical está, paradójicamente, lejos de la rigidez de ciertas
normas establecidas o de aquéllas que solemos establecer nosotros mismos, porque creemos que nos
hacen la vida más segura, más cómoda; pero, al final, nos conducen a una actitud indolente y farisaica.
En todas las cosas, si queremos progresar, hay que seguir unas rutas, diríamos, metódicas, exigentes.
2. Respuesta a cómo se produce el hecho teológico cristiano
La respuesta a cómo se produce la teología como hecho la voy a dar en dos partes perfectamente
concatenadas: una primera parte o punto A, y una segunda parte o punto B.
2.1. Primera parte o punto A: la afirmación “Yo soy Dios”
Quizás no interesan estas reflexiones a la mentalidad escolástica, pero sí atañen, ciertamente, al
porvenir, ya contemporáneo, del pensamiento religioso. E importa que demos bien la respuesta para que
el hecho religioso, incluida la persona de Cristo mismo, pueda ser aceptado, o difícilmente rechazado,
por una inteligencia de buena voluntad.
Sabemos que el pensamiento católico está centrado en una figura humana —aparte de ser una persona
divina—, que se presenta como hombre ante la razón del ser humano.
Nos centramos, por tanto, en que Cristo es un ser humano y lo vamos a colocar en estos tiempos que
corremos como si antes no hubiera históricamente existido.
Vamos a quedarnos con esta hipótesis.
Es un ser humano y, en este momento, no tenemos por qué ver nada más detrás de este ser humano. Es
como si Cristo, con 30 o 40 años, se nos presentara aquí, hoy, en este aula, pues está haciendo su vida
apostólica y dando testimonio de sí mismo en las universidades, en los foros culturales civiles e, incluso,
en los religiosos.
Todos los presentes, teniendo en cuenta la hipótesis, estarían inmersos en otra cultura distinta a la
cristiana. El cristianismo, con su influjo religioso y cultural, no habría aún aparecido. Hagamos esta
epojé o suspensión, este poner entre paréntesis la historia cristiana y su influjo, y
centrémonos en la hipótesis.
¿Qué es lo que veríamos en un Cristo que se nos presenta aquí y ahora? Un ser humano; nada más.
Éste es el hecho externo: un ser humano que vive en nuestra época, y que en vez de llamarse Jesús, Cristo
o el Nazareno, se podría llamar el Madrileño o el Logroñés. Y se nos presenta para dar testimonio de sí
mismo. Su profesión podría ser la de físico, ingeniero, filósofo, escritor o administrativo…
¿Por qué poner esta hipótesis?
Porque el hecho religioso cristiano, humanamente hablando, en vez de haberlo fijado la Providencia
hace dos mil años, lo podría haber fijado dos mil años después. No hay ningún criterio científico por el
cual tenía que haber sido hace dos mil años, que ya están lejos. Podría haber sido hoy, como podría haber
sido hace un millón de años. Aceptémoslo así de momento. No hay argumento objetivocientífico para
afirmar —aunque de hecho sucediera— que tuvo que ser, necesariamente, hace dos mil años.
Este hecho transcendental de un ser humano, Cristo, que se presentó en la sociedad de su tiempo, lo
vamos a considerar, hipotéticamente, como historia de un ser humano que se presenta ahora en la
sociedad de nuestro tiempo. Hoy, precisamente, en este momento que estamos hablando. Y lo que vemos
en Él es un ser humano que aparece en esta sociedad actual donde los estados se han lanzado ya por una
ética permisiva, a favor del aborto, del anticoncepcionismo, de la eutanasia, etc., etc.
No sabemos exactamente cuáles habrían sido en estos tiempos los argumentos religiosos de
persuasión, de no haber existido, en el contexto histórico de las religiones, la Iglesia Católica. Pero
mantengámonos en la hipótesis.
Supongamos que el materialismo, el agnosticismo y el ateísmo tuvieran, ciertamente, el proceso
actual, dentro del avance tecnológico y social que vivimos. No habría, desde luego, confrontación
dialéctica y conflictos actuales contra la Iglesia Católica, pues no se podría afirmar o negar nada de una
Iglesia Católica que no habría aún existido. Las demás religiones tendrían, en estos momentos, la misma
crisis religiosa que ahora detentan, sin el influjo o relación con el cristianismo.
Admitamos que este canon permanece de esta manera, y que Cristo se sienta aquí, tras esta mesa, para
dar una conferencia. Su prestigio es mucho, pues Él —vamos a suponer— es físico o catedrático de
filosofía, por ejemplo; e, incluso, ha escrito una serie de obras y ha publicado en muchas revistas, porque
lo exige así la característica de nuestro tiempo. Podría haber recibido hasta el Premio Nóbel. Tiene
anunciada una conferencia; y, claro está, se llenaría cualquier paraninfo. Es muy importante hacer estas
suposiciones para entender el hecho teológico.
Todavía no se puede hablar ni de Papas, ni de Obispos, ni de teología o pensamiento cristiano. No se
mencionaría la teología con sus ramas o especialidades teológicas; o, al menos, no serían cristianas ni
católicas. No se ha introducido aún ninguna abstracción, ni sistematización, ni confrontación entre
escuelas teológicas, ni se ha echado mano de conceptos metafísicos, cristianizándolos.
Cristo expresó su vivencia y su pensamiento. No sabemos, es cierto, cómo lo hubiera expresado hoy.
Pero…, supongamos que empieza a hablar, a obrar, a testificar, y comienza con la siguiente afirmación:
—¡Yo soy Dios mismo, señores y señoras, o señoras y señores! Yo soy vuestro Dios. Yo soy el Verbo,
yo soy más que hombre. Yo soy hombre perfecto y también Dios perfecto.
¿Qué podría acontecer? Que se hubieran producido numerosas reacciones distintas. ¿No es verdad?
Alguien, con ironía, diría:
—¡Vaya! ¡Vaya!, ¡Vaya!… Otro, enfadado, exclamaría:
—¿Cómo? ¡Esto es un fraude!
Habría otros que, escandalizados, gritarían:
—¡Este hombre está loco!
Todo depende del auditorio que tuviese delante. No está actuando aún, sobrenaturalmente, en el alma
de ninguno de los asistentes.
La primera conclusión que podemos sacar es que, con esta afirmación, habría comenzado el hecho
teológico cristiano.
Así debe comenzar el punto de origen del pensamiento religioso, de cualquier religión. Toda
consideración, desarrollo o discusión especulativa de un pensamiento religioso debe estar siempre en
relación con el hombre que se presenta anunciando la divinidad, y con las circunstancias históricas que le
acompañan. Pero, en nuestro caso, se da el hecho insólito de que este hombre, Cristo, está promoviendo
el nacimiento de una nueva religión en el sentido organizador de la palabra, y va a tratar de dar respuesta
al sentimiento oscuro, religioso, que tiene todo individuo desde que nace, sea para afirmar a Dios, o sea
para negarlo. Este hombre se presenta anunciando no sólo a Dios, sino diciendo de sí mismo algo
sorprendente: “Yo soy Dios”.
Es cierto que Cristo no hizo en el Evangelio una declaración categórica de “Yo soy Dios” en el
sentido literal de la palabra, ni pronunció una oración en los términos de “Yo soy Dios”, ni hizo un
enunciado parecido al de “Yo afirmo de mí que soy Dios”. Pero en el contexto de las cosas, está
afirmando de sí que es Dios. Estamos simplificando y concentrando nuestra atención en esta afirmación.
Entonces… ¿dónde reside ese criterio único de credibilidad del que todos los demás criterios
aparecen como valores que se fundan en él?
Bien. Hemos convenido en que todavía Cristo, un hombre que está entre nosotros, no ha fundado nada.
Ha venido aquí, precisamente, a este foro a sabiendas de que van a salir, o le van a seguir, sólo unos
pocos, que llamará “colegio apostólico”, como se dice también “colegio de médicos” o “colegio de
abogados”.
Lo primero que debemos tener en cuenta, en este criterio único de credibilidad, es el supuesto de un
hombre que da testimonio de sí mismo, de que Él es Dios, y que depende de los demás el creer o no creer
en Él.
Llegados a este punto, nos encontramos, pues, con la primera parte o punto A del criterio de
credibilidad. La razón que lo constituye es el hecho objetivo, histórico, de un hombre que se presenta con
una afirmación pública, diciendo de sí mismo que es Dios.
A partir de aquí, se puede poner la erudición, el adorno, las metáforas, el estilo, la poesía que se
quieran. Entra en dialéctica con la cultura presente, introduciendo ejemplos y construyendo parábolas
sacadas de las ciencias, de las noticias extraídas de los medios de comunicación, de la actualidad social
y política. Formará sus discursos comparando el Reino de los Cielos y su desarrollo en el corazón
humano con imágenes de la actualidad, e incluso valiéndose, si se trata de un público selecto, de
comparaciones con la estructura atómica de la materia o con los viajes espaciales. Su discurso escogería
términos de la ciencia actual, como los quarks, los electrones o los neutrones. Se referiría en sus
explicaciones a la electrónica, al cine, a la televisión. Establecería, incluso, las comparaciones poniendo
ejemplos relacionados con la medicina, la economía, el comportamiento político y social, la inmigración,
la marginación, la delincuencia. Cristo hoy, seguramente, al hablar de la ética, de la religión, de la vida
espiritual, se habría comportado con un carácter mucho más científico, mucho más riguroso, como es lo
propio en nuestra época. Y lo haría con admirable sencillez, con una gran categoría, con una gran
autoridad.
Ahora bien. ¡Quiten ustedes el hecho de la afirmación de sí mismo como Dios! La validez de todo
criterio de credibilidad desaparece. Toda otra afirmación es posterior al testimonio de un ser humano que
afirma de sí: “Yo soy Dios”. Desde aquí todo lo demás debe adquirir sentido.
Esta afirmación es tan importante que hoy muchos rechazan la Iglesia Católica, o no la tienen en
cuenta, porque no poseen este criterio de validez o bien porque no se expone con claridad, porque no se
presenta vitalmente, o porque se reduce a un hecho meramente cultural.
Si no constara esta afirmación y testimonio personal de Cristo sobre sí mismo, sobre su divinidad, a
mí tampoco me interesaría, por supuesto, la religión. La religión cristiana sería como una de tantas.
¿Por qué no admito yo las otras religiones en cuanto que pudieran tocar y persuadir a mi vida
religiosa? Sencillamente, porque no hay ningún fundador de religión que me haya podido, de alguna
forma, decir o delatar que él era Dios. Cristo hace, sin embargo, una serie de cosas, una serie de
afirmaciones, en cuyo texto y contexto está diciendo que Él es Dios. Nadie ha podido revelarnos como Él
la intimidad divina.
El criterio de credibilidad tiene, por tanto, este primer punto A: el hecho de un ser humano, llamado
Cristo, que dice de sí mismo, afirma de sí mismo, que Él es Dios mismo, el Verbo, el Mesías, el Enviado.
No hay otro punto A, en absoluto. En este momento, la base del saber teológico se hace histórica, es un
hecho histórico. Es una historia, una biografía, que va a entrar en el discurrir de todos los demás
procesos históricos.
Al principio del cristianismo, referente a este punto A “del hecho humano del cristianismo, porque es
un hecho humano”, los primitivos cristianos se afanaban, precisamente, por testificar que Cristo era Dios
mismo, y, cuando le requerían la prueba, acudían a la Resurrección:
—Se resucitó a sí mismo.
Había de ello numerosos testigos:
—Nosotros, los Apóstoles, somos testigos de que resucitó.
Era tan reciente el hecho, tan vivo históricamente, tan actual, tan extraordinariamente comunicativo,
que creó un impacto social en aquellos círculos: unos, para aceptar el hecho; otros, para rechazarlo. Pero
el acontecimiento era enormemente actual. Por eso, los cristianos invocaban, como argumento último para
demostrar la divinidad de Cristo, que se había resucitado a sí mismo, ya que nadie, humanamente
hablando, puede resucitarse a sí mismo. No ya el poder de resucitar a éste o aquel, sino la omnipotencia
de resucitarse a sí mismo. La verdad de la resurrección de Cristo se asienta sobre la base de su propia
divinidad.
Yo haría unas preguntas a las presentes generaciones: ¿No habrá vuelto acaso a nueva actualidad el
tener que partir de este hecho para conocer a Cristo? ¿No deberíamos enfrentarnos personalmente con el
aspecto humano de este hecho, y revisar, actualizar y convencernos de ello? ¿Y cómo podríamos hacer si
la resurrección es ya un hecho lejanísimo, que, incluso, puede estar envuelto en las nieblas de la leyenda
o de lo legendario, o de la confusión de las variadas interpretaciones teológicas o exegéticas?
El dato de que queden unos libros llamados Evangelios, contando o narrando la resurrección, puede
no tener mayor importancia intelectual o cultural. Se ha perdido, ciertamente, mucho tiempo, y el tiempo
desgasta. El tiempo erosiona. Los años van erosionando la frescura de cualquier hecho que nace, o del
aspecto en que nazca ese hecho. Todo queda deteriorado, como la piedra, el mármol, la madera o el
cemento, en el transcurrir del tiempo.
Si este hecho humano de Cristo lo sometemos a una serie de consideraciones filosóficas, escolásticas,
etc.; si tuviéramos que invocar criterios de autoridad apoyándonos en una persona porque es obispo o es
sacerdote o es religioso, o es doctor en teología; esto hoy no tendría la fuerza debida. Creer en Cristo
como Dios porque me lo ha dicho el obispo “tal” o el padre “cual” o el misionero “x”, es pasar por el
hecho de la creencia con bastante superficialidad. Son actitudes que no tienen ya mayor porvenir.
Hemos visto, y estamos viendo, una regresión bastante rápida del hecho religioso. ¿A qué se debe que
no haya seguridad en este supuesto hecho de fe; esto es, en un criterio de credibilidad que nos persuada
de que la religión católica es la verdadera?
La cultura de hoy no se puede comparar con la de ayer. Hoy las universidades se han hecho
masificantes: son aglomeraciones humanas que se han ido incorporando. Han existido confrontaciones y
luchas filosóficas terribles; y, ciertamente, en la mayoría de los casos, no ha salido victoriosa, ni
esplendorosa, ni siquiera brillante, la teología católica. No ha salido airosa, incluso, porque hoy tampoco
los problemas más graves de nuestro tiempo han podido ser afrontados a ese nivel religioso que requiere
el ser humano para convencerse perfectamente en su conciencia de que eso tiene que ser así. La
conciencia humana está distraída en otros derroteros, en otras tareas.
Diremos, para concluir, que este primer aspecto o punto A del criterio de credibilidad, de cómo se
produce la teología como hecho, es sobre la base del estudio de un dato histórico que, en este caso, se
refiere a un ser humano que afirma de sí ser Dios. La razón se debe a que es de esta manera, y no de otra,
como hay que estudiar la historia, o la biografía de un ser humano, llámese Cristo, Buda, Mahoma, Julio
César o Augusto. Pero, cuidado, se trata ahora de ver cuál es la categoría del texto biográfico de ese
supuesto personaje, y cuál es la carga vital, existencial, religiosa que tiene esa vida humana, para ser
aceptada en más o en menos, universalmente, por los demás.
Siguiendo este razonamiento, se dirá, naturalmente, que Cristo ha comportado un hecho que ha tenido
graves repercusiones históricas. ¡Oh! Y también Mahoma, Julio César, Alejandro Magno y otras
religiones.
Yo no veo, sin embargo, ningún criterio filosófico, ni disciplinar, que pueda, ciertamente, darnos una
persuasión adecuada, ni siquiera suficiente, de este magno hecho que es este ser humano, llamado
Jesucristo, que aparece ahora, en este último cuarto del siglo XX, si preferimos en esta sala, para decir:
“Yo soy Dios”.
Tenemos que considerar una segunda parte, un punto B, del criterio de credibilidad, complementario
con el primero y fundamental para que este criterio pueda ser válido, creíble.
2.2. Segunda parte o punto B: persuasión sobrenatural de la divinidad de Cristo
¿Cuál tiene que ser esta segunda parte o punto B del criterio de credibilidad, si no hay filósofos, ni
teólogos, ni supuestos Padres de la Iglesia, ni Papas, ni tampoco otros argumentos de verificación, sino
sólo Cristo mismo con su afirmación de ser Dios?
El punto B se refiere a cómo Cristo debe llenar, comunicar, este hecho histórico, este hecho de la
afirmación divina de sí mismo, para que pueda entrar en mí religiosamente.
¿Cómo podemos admitir esta afirmación que procede, en principio, de un ser humano?
Para responder a la pregunta, este punto B debe considerar, con detenimiento, aquel acto que Él,
Cristo, que se dice Dios, tiene que poner en mí para convencerme de que efectivamente es Dios.
Dicho con otras palabras, el punto B tiene como objeto aquel acto que Él, como Dios, debe hacer en
mí, poner en mi ánimo, en mi espíritu, con el fin de que me lleve a la persuasión de que efectivamente Él
es Dios.
Y, ¿en razón de qué tiene que entrar, convencerme, persuadirme? Precisamente porque está en la
afirmación que hace de sí mismo: “Yo soy Dios”.
Si tú, Cristo, eres Dios, que es tu afirmación, entonces esa proposición, ese enunciado, tiene que
producir en mí el convencimiento de que, en efecto, es así. Y, o lo pones o no lo pones, o me infundes esa
persuasión, esa noticia en mi ánimo o no lo haces. Si lo haces, ya tengo la persuasión; empiezo a creer
que, efectivamente, eres aquello que Tú afirmas de Ti.
Pero… ¿y si no me infundes nada? Si Tú no intervienes, yo no puedo de ninguna manera convencerme,
persuadirme de que Tú seas aquello que afirmas de Ti mismo.
Yo tengo ya la persuasión de que eres un ser humano, porque tengo yo en mí la persuasión de que yo
soy un ser humano como Tú, porque todos los presentes, por las características que presentamos, tenemos
la persuasión racional de ser seres humanos. Pero, al decir Tú, al afirmar de Ti que eres Dios, tienes,
naturalmente, que ponerme en un estado más que humano para que yo pueda creer que Tú eres aquello que
afirmas de Ti; es decir, no basta con que lo afirmes, tienes ciertamente que infundirme la persuasión de
esa afirmación. Tienes que notificarme ahora a nivel de espíritu esa persuasión.
En el punto primero, me das noticia histórica, es un hecho histórico, haces una afirmación de Ti, y
nada más; afirmas de Ti que eres Dios, como puedes afirmar cualquier otra cosa.
Bien. Ya lo afirmaste. Pero… ¿cómo puedes probármelo? ¿De qué manera me vas a probar que Tú
eres Dios?
No basta, ahora, el argumento de la Resurrección, que era el que aducían los primeros cristianos,
porque se supone que Cristo en nuestra hipótesis no ha muerto ni ha resucitado todavía. Aducían, es
cierto, que Cristo se había resucitado a sí mismo. Pero… ¿qué pasaba con la fe de los Apóstoles antes de
morir y resucitar Cristo? Téngase en cuenta que los propios Apóstoles tuvieron también sus crisis de fe.
Cuando Cristo acometía un acto un poco atrevido, cuando los Apóstoles y discípulos veían los
conflictos sociales que provocaba, y ellos se encontraban involucrados en este proceso, entonces…,
claro…, el temor, el miedo que vivían, les llevaba a decir, ante Cristo, que ellos ya tenían sus propios
problemas y que no estaban dispuestos a complicarse su existencia. Ahí tenemos el caso de Cafarnaúm
con la Eucaristía. Hacía afirmaciones tales que solamente un Dios podía efectuarlas, pero quedaba
pendiente y colgado que todavía no tenían la prueba de que, efectivamente, Él era Dios. Esta prueba no
dependía de las aptitudes intelectuales o morales de sus discípulos.
Cristo tiene que poner un acto en aquellas almas que Él elige por la razón que sea; una persuasión
íntima, personal, que conduzca a unos individuos a seguirle sin saber exactamente adonde. Es lo que he
dicho yo tantas veces del joven rico. Ese muchacho que cumplió los mandamientos, fuera verdad o no;
desde el punto de vista objetivo, Cristo aceptó como verdad su afirmación sobre dicho cumplimiento y le
dice:
—Si quieres ser perfecto… ¡sígueme!
—¿Adónde?
En este “¿adónde?”, se encuentra el símbolo de ese eterno interrogante de todos los seres humanos:
—¿Adónde vamos a parar? Hay revoluciones y terrorismo:
—¿Adónde vamos a parar? Viene Cristo y dice:
—¡Sígueme! Pero…
—¿Adónde vamos? ¿Adónde voy a parar contigo? ¿Adónde?
¡Dime! ¿Adónde?
Ese “¿adónde?” es la eterna pregunta, el eterno interrogante, la eterna incógnita. Vamos, que estamos
siempre haciendo preguntas en relación con la mayor parte de los asertos:
—¿Adónde voy contigo?
Del “adónde” se continúa con el “para qué”. Y Cristo dice:
—Para que recorras conmigo las tierras de Jerusalén o de Israel, porque yo camino mucho.
Y…
—¿Adónde vamos a dormir?
—¡Debajo de un árbol! Y…
—¿Adónde vamos a comer?
—Echa una moneda y te saldrán unos salmones o unos peces del río o del lago.
—¿Adónde vamos con todo esto, Señor? Y así los apóstoles se preguntaban:
—Pero, ¿adónde vamos?
Es la eterna pregunta del ser humano.
Y así le voy haciendo preguntas. A unas me contesta de una forma y a otras de otra. Generalmente, me
seguirá dejando a la enésima pregunta.
Mi razón, por su mismo proceso normal, me lleva a la conclusión de que yo no tengo que seguirle ni a
Él ni a cualquiera que me diga “sígueme”, así por las buenas. Y menos si me dice: “para que seas
perfecto”.
Me tendrías que explicar qué perfección es esa, porque no a toda perfección estoy dispuesto a
acceder.
Muy complicada tanta perfección.
—Pero… ¡Dime! ¿Qué significa esta perfección?
—Pues… la misma que tiene mi Padre Celestial.
—¡Uf!
Diríamos todos enseguida con mucha razón.
Es necesario que Cristo me ponga o me infunda —empleamos la palabra infundir, injertar, meter,
insuflar algo— una realidad “x” que me cree un estado de persuasión para seguirle y que, por el camino,
me vaya poniendo signos, o diciendo cosas, y yo lo vaya aceptando.
Digo a esto un hecho sobrenatural. Es un hecho sobrenatural porque no está en el proceso general de
mi naturaleza ponerme en este estado sobrenatural de aceptación.
Se requiere esa persuasión interior, esa intervención. Un acto de Dios que ya decimos sobrenatural,
porque no brota del proceso racional, que me lleve a la persuasión y me cree un campo de deseo interior
con el adicional de una cierta luz en la razón que me sensibilice para poder incluso echar mano de ella y
razonar sobre aquello que jamás se me hubiese ocurrido por su novedad. A esto llamamos el donum
fidei.
Una razón cerrada, absolutamente natural, no existe. La razón humana está, por naturaleza, abierta al
don, aunque el don no brota de la razón, no emerge de ella, pero la razón está abierta al don. Los
problemas ocurren cuando nuestra razón, por múltiples motivos, se cierra al don sobrenatural.
Capítulo Segundo:

LA NECESIDAD DEL DONUM FIDEI


1. El criterio de credibilidad es místico
1.1. El donum fidei y la validez del discurso teológico
Quiero decir, en una palabra, que el criterio de credibilidad en Jesucristo es místico. Este criterio
místico consiste en una estructura bien sencilla que, como hemos visto, posee dos elementos:
El hecho histórico de un ser humano, Cristo, que afirma de sí mismo: “Yo soy Dios”.
Para que sea creída esta afirmación, Él mismo debe infundir en nuestro espíritu un don divino, gratia
fidei, la gracia de la fe, consistente en una persuasión interior, sobrenatural, que tiene el significado de
esa misma afirmación.
Cristo afirma que es Dios y me infunde, para comprenderlo sobrenaturalmente, aquello mismo que Él
afirma de sí. Tengo aquí a Cristo: primero, como ser humano que me habla; segundo, actuando en mí y
colocándome en un estado místico inicial, suficiente, básico, fundamental, de carácter sobrenatural.
La religión de Cristo es, pues, sobrenatural; esto es, sobre la naturaleza. Por tanto, está sobre los
cánones racionales de la vida, que quedan, a su vez, definidos —y por consiguiente abiertos— por este
estado de sobrenaturaleza. No desaparece el carácter racional, sino que éste, abierto al donum fidei,
queda definido por el donum fidei.
Yo no puedo extraer ni realizar ninguna deducción, en manera alguna, de la divinidad de Cristo si no
me da la persuasión sobrenatural de esa divinidad suya. Sin este convencimiento sobrenatural de su
divinidad, yo no puedo creer en manera alguna, no puedo creer, verdaderamente, en todo lo demás que
pueda decir de sí mismo. Todo perdería su validez. Nada sería ya digno de ser aceptado, por muy
hermosas ideas, o por muy bellas palabras que Él me dijera acerca de la vida eterna o de la vida moral.
Aunque me hablara de las Personas Divinas, o de las personas angélicas, no tendría validez sin este
donum fidei.
La crisis de nuestro tiempo reside, exactamente, en este segundo punto: no se tiene la gracia, esa
gracia que es donación mística a una razón abierta, generosa. Esta gracia nos proporciona ese toque
místico en nuestro espíritu, que nos inclina a creer con fe admirable en la divinidad de Jesucristo.
Aquellos que están en posesión de ese don, el donum fidei, creen naturalmente en términos admirables, e
incluso proyectan la figura de Cristo, y todo el pensamiento de Cristo, y las palabras de Cristo, según
dilatados horizontes.
El criterio de credibilidad no son los argumentos de autoridad, como eso de afirmar: “Porque la
Iglesia lo ha dicho”. La Iglesia es una conclusión de Cristo. Creó esa sociedad; luego es después que Él.
La Iglesia es para aquellos que crean, para aquellos que tengan la persuasión sobrenatural en esta
divinidad de Cristo. Entonces ya pueden decir: “La Iglesia me sirve de ayuda; la Iglesia es el medio de
salvación; la Iglesia es el lugar de la realización de la fe”. Desde aquí, ya todo va adquiriendo su sentido,
el valor que realmente tiene.
¡Claro! ¡Como que es la institución establecida por Cristo! Si la Iglesia está brillante, si abundan los
santos, pues podrá ayudarnos más; y si no, pues no nos ayudará debidamente; incluso, por el mal ejemplo
de algunos, la Iglesia podría ser el blanco de crítica y desaprobación. El prestigio de la Iglesia depende
mucho del grado de educación, de ejemplo, de pureza de las personas bautizadas que la constituyen
formalmente. El donum fidei hace Iglesia.
El criterio de credibilidad en Cristo y, por tanto, en su Iglesia es místico. Criterio que consiste en un
don, en una gracia: la gratia fidei, la gracia de la fe, que Él nos tiene que infundir en el espíritu para que
éste entre en persuasión sobrenatural y conciba que, efectivamente, Cristo es Dios.
Y este criterio nada tiene que ver con cualesquiera otras pruebas dialécticas, milagros o hechos
extraordinarios con los que Cristo me quisiera rodear. Ya no es necesario nada de esto. ¡Resucitó a
algunos, hizo milagros, curó enfermedades! Bien, bien… No tengo evidencia personal de que fuera así
exactamente.
Me dirán: “Pero las Sagradas Escrituras están inspiradas por Dios”.
¡Es una conclusión! Eso viene después de Cristo, de la persuasión en la divinidad de Cristo. Eso es
un valor más, aunque importante, del donum fidei. Esto quiere decir que el don de la fe, este acto suyo en
mi espíritu, me llevará a interesarme por las Sagradas Escrituras, por estos libros sagrados, y entonces
podré llegar a discernir, seguramente —no fácilmente—, el verdadero ajuste histórico de una serie de
hechos o narraciones revelados en estos libros.
El criterio de credibilidad —reitero una vez más— del que todo lo demás que se diga son valores de
él, es místico. Este acto es el toque de Cristo como Dios, que infunde en mi espíritu la persuasión de
aquello mismo que afirma de sí: “Yo soy Dios. Ego sum Deus. Yo soy Dios”.
Este es el principio de la fe. Es un hecho personal de Cristo y de la criatura, de cada criatura. Cristo
debe poner en mí la persuasión sobrenatural de esta afirmación.
Pero debo decir aún más.
Aunque sacáramos la conclusión de que Él es Dios, nos resultaría del todo imposible extraer por
argumento deductivo, o por método racional alguno, que Él es la segunda persona, y no la primera, o la
tercera, de la Santísima Trinidad. Él tiene que ir revelando la intimidad divina a una razón abierta y
definida por el donum fidei.
Está claro que Cristo nos tiene que dar la gracia del donum fidei; esto es, debe infundirme esa
afirmación suya de tal manera que me persuada por sí misma, sin necesidad de aditamento alguno, sin
tener que resucitar muertos, ni curar cánceres, ni probarme la cura de nueve leprosos, de diez, o de siete.
Todo es inútil. No es eso. Sin la persuasión del donum fidei, siempre le pediría una prueba más, una
prueba detrás de otra, según fuesen las exigencias que su afirmación causase en mi propio corazón.
El donum fidei no nos puede dejar en estado de simples observadores, ni tampoco debemos
contentarnos con asumir, culturalmente, en nuestro lenguaje la aceptación de Dios y repetir como
papagayos “Cristo es Dios”. Después de la persuasión sobrenatural, viene todo lo demás. Estamos en
disposición de que adquiera sentido el discurso teológico. Este don de la fe, el donum fidei, está muy
lejos de reducirse exclusivamente a un valor semántico.
1.2. Progreso del donum fidei y su experienciación mística
El criterio de credibilidad tiene una extensionalidad, como un valor supremo, o a manera de valor
supremo.
¿Por qué valor supremo? ¿Adónde nos conduce el donum fidei?
Cristo me va a infundir la persuasión de que Él es Dios; me hace conocer, sobrenaturalmente, aquello
que Él afirma de sí mismo: “Yo soy Dios”.
Por tanto, la cima, la cumbre, el término, la ratio finalis, no puede ser otra que la forma de llegar a
una unidad, maravillosamente consumada, llegar a un encuentro final, verdaderamente experiencial,
posesivo de Dios y yo. Y aquí ya sobra toda clase de dialécticas.
Si me infundes, Cristo, la persuasión de aquello que afirmas de Ti mismo, cual es que eres Dios, es
para que yo progrese en esa afirmación, o para que esa afirmación —ya místicamente experienciada y
sentida— vaya progresando hasta un estadio final. Esta meta es mi encuentro, no ya sólo contigo como
ser humano que tengo delante, sino con esa divinidad que dices de Ti, y que tiene que ser, naturalmente,
un encuentro inmediato, ya sin medium de ninguna clase.
Toda mi vida es, entonces, partir de tu vida humana, de tu condición de ser humano; y esto me lleva a
aquello más íntimo tuyo que es ese hecho trascendente a tu ser humano cual es tu divinidad. Y el vínculo
de este proceso es el donum fidei, el don místico por antonomasia. Un hecho místico, producido en mí
por Ti, que no necesito ni siquiera andar explicándomelo. Es a modo de axioma. Es la posesión de una
virtud, de una tendencia, con la cual adquiere sentido todo lo demás. Es un hecho íntimo, ontológico y
sicológico. Es una marca, me sellaste así. Es parecido, analógico, por ejemplo, a cuando llega la hora de
comer y siento hambre porque me has puesto la sensación del hambre para comer, o la sensación del
sueño para dormir, o el apetito de saber o de crear.
Es un hecho místico, una tendencia, una virtud. Yo lo llamo, en este momento, donum fidei.
Es una cualidad mística porque es ese estado en que quedo, gracias a aquella forma como Tú has
procedido conmigo, en virtud de lo cual yo digo que creo en aquello que Tú afirmas de Ti: que eres Dios.
No que eres un simple anunciador de religión; no que eres un simple profeta de religiones o de éticas,
sino que eres Dios, que eres mi Dios.
Ya tengo ahora la disposición para creer en todo lo que digas.
2. El donum fidei da unidad, dirección y sentido al hecho teológico y al hecho bíblico
2.1. La teología mística como criterio del saber teológico
La respuesta de Cristo, en el mundo contemporáneo, frente a alguien, podría ser la siguiente:
—Para que tú creas en todo lo que Yo te diga, se requiere que Yo te lo diga; y para que Yo te lo diga,
se requiere que tú me sigas. Porque no te lo voy a hablar todo en este salón, y ahora, sino caminando
conmigo. ¡Sígueme! Nos veremos mañana, por ejemplo, a las siete en la cafetería Zahara o Nebraska,
pues ahora ya es muy tarde y tengo que terminar. Allí continuaré contándote esta historia de mi vida. ¿A
las siete te parece? Nos encontraremos, pues, a las siete.
…Y… entonces…
—¡Mira! ¿Ves aquel muchacho? ¡Llámale! ¡Llámale que le vamos a invitar a una cerveza! Y a ese
otro… Y ya verás cómo terminan creyendo en Mí… Pues ya somos dos, y somos tres…
Éste es el comienzo, el seguimiento y el fin. Ésta es la sustancia de la fe. Todo lo demás,
desconectado de esto, de este estado místico, de este hecho producido por Cristo en mi vida, no vale
nada, aparece como un sinsentido.
A partir del “sígueme”, consecuencia del donum fidei, la experiencia mística que Cristo va
proporcionando tiene su lógica, su discurso propio. Nace aquí la teología mística.
¿Qué sucede con las otras ramas teológicas y con la metafísica? Todo eso está muy bien… la bíblica,
la dogmática, Aristóteles, Platón… Efectivamente, es todo una gran labor. Pero no hay que llamarlo aún
ciencia teológica. Teología no hay más que una. Cristo ha traído una sola teología, una sola, de la cual
todo lo demás son, simplemente, valores, capítulos de esta teología, que es la teología mística.
La teología mística no es aquella parte de la teología —entre las diversas ramas teológicas—, que
trata de ciertos fenómenos místicos, ciertos éxtasis o cosas semejantes, que han tenido, de forma
extraordinaria, algunos que llamamos “místicos” o algunos santos.
No es eso la teología mística. Es un ámbito mucho más amplio. Es nada menos que el criterio de todo
el saber teológico. Es la ciencia maestra por antonomasia; la que ilumina y da unidad, dirección y sentido
a todos los demás valores.
2.2. Sentido del hecho bíblico por la persuasión mística de la divinidad de Cristo
¿Y el hecho bíblico? El hecho bíblico es éste: Cristo, en el siglo XX, que se presenta hoy, y que está
aquí sentado detrás de esta mesa notificando de sí mismo que es Dios y revelando el significado que
encierra esta afirmación. Podemos hacer epojé del Antiguo Testamento y de las tradiciones religiosas.
Cristo sólo testifica de sí mismo así, sin más, limpiamente.
Pensemos que lo “de Moisés hasta hoy” podía haber sido de otra manera. Podría, incluso, no haber
habido ningún profeta. Moisés sería un hombre que vivió, pero de cuya existencia no nos hemos enterado,
ni sabemos nada de su misión.
Esto tiene, sin duda, una enorme importancia, porque ningún hecho histórico hoy pesa, ante la
exigencia rigurosísima de un relativismo y de un racionalismo pragmáticos, enormemente ilustrados, que
nos abruman. Ni el conjunto de los hechos religiosos pesan, siquiera, en la conciencia humana y, sobre
todo, en la conciencia universitaria. Hay que buscar el fundamento, aquello desde lo cual puede hallar
sentido el hecho religioso y, con éste, el hecho bíblico.
Hoy, que se habla de argumentos deductivos, inductivos, matemáticos, experimentales, etc., tenemos
que conseguir, en contexto con el hecho persuasivo íntimo del donum fidei, la validez de cualquier cosa
que digamos de Él. Y todo lo que digamos adquirirá sentido en referencia con la divinidad de Cristo y la
persuasión mística que de ella tengamos.
Pienso que queda perfectamente claro que, hipotéticamente, estamos comenzando el cristianismo hoy,
un día de la semana, cuando todos los criterios —salvo éste de credibilidad— los estamos rechazando,
porque es que ni siquiera otros criterios importantes, que se pueden referir a otros hechos relacionados,
se habían producido humanamente.
Y esto lo hago a efecto de que podamos entrar en la raíz misma de cómo se produce, ciertamente, una
religión, y, especialmente, esta religión que es en sí sobrenatural, que no viene dada, lógicamente, por los
aconteceres culturales o históricos.
O yo tengo la persuasión íntima, indefinible, maravillosamente axiomática, de un Dios que está
presente. O no la tengo. No basta con que Dios sea, sino que esté, que me produzca con su presencia un
estado místico con Él.
Debemos suponer que no sabemos que ha habido profetas o que hemos perdido el paraíso terrenal,
porque incluso no se ha narrado nada de esto. No hace falta, pues hemos hecho epojé de ello.
Viene ahora Cristo para explicarnos exactamente nuestro origen, darnos una explicación sobrenatural
del origen del hombre. Nosotros, los asistentes, sin duda le vamos a preguntar eso, pues se supone que
somos inteligentes, universitarios, que nos interesa este tema vital del ser humano: nuestro origen, nuestro
destino o nuestro fin.
Nos quedamos, pues, con el hecho de su afirmación de ser Dios y con la gracia, el donum fidei, de la
persuasión de su divina presencia en nosotros, una presencia que, suponiendo nuestro finito ser creado,
nos constituye en seres místicos, y no divinos.
3. Forma y estructura del donum fidei
3.1. La persuasión interior del donum fidei
A los propios Apóstoles les dice: ¡Bueno! ¿Vosotros también tenéis pensado marcharos, no?
Si contestan de una forma sobrenatural es porque se está moviendo el donum fidei, gracia o
persuasión sobrenatural por la que le están siguiendo. Hay un atractivo, una virtud interior. ¿Qué está
ocurriendo ahí?
Ese donum fidei es como un ungüento, está moviendo resortes sicológicos, se están impregnando las
funciones sicológicas, anímicas; en fin, todo toma una trayectoria. Esto ciertamente produce, como primer
resultado de este donum fidei, un llanto íntimo en aquel que desea el amor, en sus tendencias ideales. Es
el lloro del alma, no ya sólo por la humanidad, sino también por ella misma.
Estoy en el exordio del donum fidei. Renuncio a entender nada desde mí mismo y por mí mismo, y me
dispongo a creer en Él totalmente. Pero esta fe no es deportiva, no es ir a la conquista deportiva de nada;
tampoco es un voluntarismo, una fe del carbonero. El primer efecto, yo diría como sacramental, del don
de la fe, es que va conduciendo al alma, desde el punto de vista intelectual, a esa exclamación, que es a
manera de descanso:
—¡Por fin no entiendo nada! Ya nada deseo entender, por mí mismo y desde mí mismo, acerca de
aquello que podrías juzgar como impertinente de entender en esta vida racional mía. Aquí tienes mi razón
mundanal, egótica, me descabezo, me decapito, te presento mi cabeza en una bandeja a modo como le
presentaron a Herodes la cabeza de San Juan Bautista. Así, yo mismo renuncio a esta razón. Te coloco mi
razón, como sangrante, sobre una bandeja. Aquí la tienes. Te la ofrezco porque, cuando se piensa en Ti
con este argumento de la encrucijada en que se encuentran la vida y la gracia, ¡ah!… Es el holocausto de
este modo de discurrir religioso, de la depuración de este instrumento, único instrumento que tengo para
pensar.
—Aquí la tienes. Creo, pero… ¿en qué?
—En Ti, sin más.
¿Bajo qué razón?
—Por ser quien eres.
¿Por nada más?
—Por nada más; porque ya ninguna cosa, fuera de este Tú, por Ti, vale para mí nada.
Es un acto de fe que tiene, incluso, la apoyatura de aquel sentido que yo tenga, realmente, de mi
propia dignidad. No puedo hacer trampas con mi razón en algo que me está dictando mi dignidad. El
donum fidei me lleva ya a no plantearme mezcolanzas de la fe con la razón. No puedo estar tratando de
casar razón y fe para justificarme en mis tendencias y apegos a mis juicios, sino procurar que lo que es
típico de la razón sea reducido; esto es, la formalidad argumentativa de una razón cerrada, egótica, debe
quedar reducida para abrirse a la transcendencia y adquirir la lógica propia del donum fidei.
3.2. Reducción a cero del específico del acto racional
¿Hacia dónde conduce el donum fidei? ¿Cuál es su esencialidad y cuáles son sus atributos? ¿En qué
consiste el estado místico?
Hay que decir que en el donum fidei se verifica el acto místico de Cristo. Este acto reduce a cero el
específico de una razón a la deriva donde los conceptos, juicios y raciocinios se mueven a merced de la
proyección egótica del yo con sus estímulos, instintos, pasiones. Es la lógica de una razón apegada al
mundo, al yo, a los juicios, al instinto de felicidad. Con el donum fidei se produce como una
“transustancialidad” —diríamos así— donde lo que es específico de la fe pasa a ser el específico de una
razón que le ha entregado su formalidad. Ya es una actitud positiva de una razón que, en un aspecto, en su
específico, podríamos decir que ha muerto. La “muerte” en este mundo del específico de la razón es
relativa, no absoluta. Es en la vida eterna ante la visión ya de Dios, que el específico de la razón muere
del todo. Allí nadie tiene que razonar nada. Nada se razona en la vida eterna. Todo se ve. Todo es visto
en Dios. En este mundo, los conceptos, juicios, raciocinios y todo el fluir del recuerdo y del sentimiento,
adquieren pleno sentido desde el donum fidei.
He aquí que esta virtus fidei, este donum fidei —que no dimana de la razón, pero no se da sino a la
disposición de la razón—, tiene su forma, su esquema, su lógica, su proyección, sus evidencias. Una
razón, en la que se va reduciendo su específico egótico, va adquiriendo mayor aperturidad al acto místico
de Cristo. De este modo, el donum fidei proporciona a la razón un régimen admirable de comprensión
divina de las cosas, y es cuando, efectivamente, la personalidad del alma va adquiriendo ese estado de
no separarse de Dios. Es entonces cuando, verdaderamente, podemos ver cómo es el argumento racional
en sí mismo, y que no es en este argumento donde está la solución de un planteamiento digno, no ya de la
existencia de Dios, sino de cómo es Dios. Porque no somos nosotros, en realidad, los que tenemos que
demostrar la existencia de Dios, sino que tiene que ser Dios mismo quien tiene que mostrarnos su
existencia. Nos demuestra, de alguna manera, su existencia experiencialmente. Y ese hallazgo de la forma
cómo Él demuestra, no ya su existencia, sino este modo suyo de ser, es el objeto del donum fidei.
Para el santo, el apóstol, el místico, no es su punto fuerte demostrar la existencia de Dios; ni su afán
consiste en esforzarse por demostrarla. No vive en ese orden de cosas. Su razón está en otro ámbito. Vive
en esa región donde Dios le descubre su modo de ser, su carácter.
Bien. Continuemos.
Se levanta el discípulo, el oyente, y acepta primero la afirmación que oye de Cristo que, como
hombre, dice de sí: “Yo soy Dios”.
El oyente le pregunta, le plantea la cuestión clave, con todo el impulso de su razón, y acepta ahora la
respuesta de Cristo: “Eso sólo lo sabe mi Padre”.
Y acto seguido, le sigue, no le deja marcharse solo por las calles de Madrid, o de Jerusalén o de
Cafarnaúm. Continúa el diálogo.
¿Qué ha ocurrido?
Una virtud salió de Él. Hay algo en el tono que infunde una imponente seriedad. No es un hombre
cualquiera en su forma de ser, de comportarse. Hay un crédito en Él. Aporta un no sé qué. Se da como un
deslumbramiento misterioso en mí. El decirse “Dios” es una afirmación demasiado grave. Además, ha
quedado muy fijada en mí, y yo me voy con Él, aunque sólo sea para llegar a obtener la respuesta
racional. Pero para que no le vuelva a hacer la pregunta racional me hace algo admirable: me reduce el
típico egótico de mi razón.
Y he aquí que la fe se convierte en forma asumente de mi acto racional, y mi razón, asumida, ya piensa
bajo la forma de la fe. Es una razón potenciada, dinámica, creadora, en virtud del donum fidei.
Empiezo a elaborar argumentos, y construyo un argumento básico, que comporta una resolución: ha
habido un cambio en mí, y ese cambio es que adquiero un nuevo modo de ser. Este modo de ser místico
es participación, ciertamente, del modo de ser divino.
¿Cuál es la actitud de una razón que piensa, bajo la forma transida de la fe, en Él por ser Él?
Puede ser ésta: que no he dormido durante esa noche, pues me ha hecho una especie de operación
quirúrgica. Mi mente, mi entendimiento, ha cambiado y tiene una nueva forma de pensar. No es algo
sicológico, emocional, aunque se dé lo sicológico o emocional. Al día siguiente, voy rápido, porque no
he dormido, a la cafetería donde tenía la cita con Él. Además, le he llamado por teléfono para decirle que
tengo urgencia de verlo. He comenzado a compartir con Cristo su mismo modo de ser. Ya todo va
adquiriendo sentido auténtico: una nueva forma de ver la vida, el mundo, el hecho religioso y el
acontecer histórico. Se ha producido el fruto de una conversión que tiene en Cristo el axioma absoluto
que da sentido al pensar, y el fundamento absoluto que motiva el actuar.
4. La ruta del pensar místico
4.1. Sustancialidad del argumento de Dios desde el donum fidei
Esto que estamos explicando es cómo se da el camino, la ruta del pensar místico. No es el pensar
filosófico, ni dialéctico, ni lógico, desde el punto de vista de una lógica que sólo maneja conceptos, ya
matemáticos, ya ontológicos o de cualquier otra clase. No es una formalidad o formalismo lógicos. Es
otra lógica en la que ahora nos movemos.
En una palabra, hay que decir que la sustancialidad del argumento o la prueba acerca de la existencia
de Dios es mística.
El término sustancial de la argumentación acerca de Dios se resume, entonces, en dos puntos bien
precisos:
a) condicional, consistente en la reducción del específico de la razón, que queda asumido y
transformado por la fe como virtud del donum mysticum;
b) estrictamente formal, consistente en compartir con Dios un mismo modo de ser.
El pensar místico se mueve en el orden del ser, mientras que las argumentaciones filosófico-
racionales, se mueven simplemente en el orden del pensar racional, y no pasan de él. Si la esencia del
criterio de credibilidad es mística, la impronta de esta misma esencialidad en orden al pensamiento sobre
Dios es también mística.
Éste es el caminar del místico. Yo diría del amante, de ese rapsoda de Dios, que se va adentrando en
el modo de ser de Dios. El místico va conformando, entonces, un propio modo de ser. Si Dios, como tal,
vive en la cúpula del misterio, el alma también va haciéndose misterio, se va enriqueciendo del propio
modo de ser de Dios. Pero este modo de ser de Dios no lo puede entender quien no recibe este don de la
fe; ni tampoco lo entienden quienes, recibiendo el donum fidei, no llegan, ciertamente, a esta como
intervención quirúrgica que, en definitiva, consiste en que mi acto racional es asumido por Dios, y Él se
inhabita en la razón comunicándose, enriqueciéndola con su modo de ser.
El entendimiento, si por una parte queda como cegado, verdaderamente ha quedado abierto a unos
horizontes de contemplación, en los que el alma se pierde en un vuelo perdurable.
4.2. El numen de la razón por el donum fidei
La razón se convierte en numen, en una energía maravillosamente creadora, de inefables ideas, que no
son otra cosa que los gestos, los mimos de la propia hermosura, infundida por la Hermosura divina.
Ya el alma no pregunta, no protesta; cree, espera, camina, persevera, se consuma consumiéndose a sí
misma en Cristo. El enamoramiento se apodera del espíritu.
San Juan de la Cruz entrevió este hecho místico en la mente del contemplativo. Por una parte, él dice:
“Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada”. Es como una primera nada en la mente, que
va a aportar la contemplación de un aspecto fundamental del todo, de lo todo; en definitiva, de lo uno, de
lo único. En “Avisos espirituales”, el Doctor del Carmelo confirma esta doctrina: “El alma que quiere
que Dios se le entregue todo, se ha de entregar toda, sin dejar nada para sí”. Los demás seres humanos,
aunque sean cristianos, e incluso consagran su vida, si no avanzan por este camino, no llegarán a que su
razón quede sellada por Él y sientan el ímpetu de las mayores consagraciones y de los mayores ideales.
Todos, no obstante, son llamados a vivir la unión mística con Dios. Responder a la gracia, seguir,
perseverar, he aquí la parte que al ser humano, con su libertad acompañada de la gracia, le corresponde.
Pero no podemos perseverar en el ascetismo sin que tengamos en cuenta la razón final del don que está
actuando en nosotros y nos mueve a seguir. Ante la dificultad, San Pablo halla la respuesta en Cristo: “Mi
gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2 Cor 12,9). Esto no es un
conformismo, sino el ser conscientes de que, en nuestra debilidad y limitación, poseemos la energía de la
gracia, una gracia que genera ímpetu, creatividad, entusiasmo, esa palabra que, viniendo del griego
(én-Theós), significa “ser poseído por Dios”.
El ascetismo de San Juan Bautista no era el de la admiración del curioso, ni el de la
imperturbabilidad del escéptico: “¿Qué habéis salido a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el
viento?” (Lc 7, 24). No, no es eso. De nada serviría el ascetismo, bajo cualquier aspecto que se quiera
ver, sin esta razón final, este sigilo, este sello, este cierre, esta dormición, esta reducción del específico
racional que traslada el centro de gravedad de la dialéctica de la razón a este otro centro de gravedad
que está en el campo de la fe, pero de una fe que está funcionado, que ha verificado una operación por la
cual la razón quedó marcada con las arras del donum mysticum.
Podríamos describir las propiedades o cualidades características de este proceso. ¡Cuán grande,
hermosa, definitiva, es la estimación con que piensa ya la razón! ¡Cómo vuela la razón con una capacidad
nuevamente creadora, con un formidable ímpetu creador: una razón que crea una estética, una especie de
perdurable Cantar de los Cantares acerca de Dios! Nace con este acto del donum fidei la poesía mística
en su plenitud.
La palabra “santidad”, la palabra “perfección”, que pueden estar cargadas de abstractismo, sin
vivencia, sin compromiso, se llenan ahora de mística savia, de una realidad divina que embriaga y unge
la mente y la voluntad.
Resulta demasiado dura nuestra conducta humana para que pueda recibir, sin más, este primer recurso
que Cristo nos ha traído por medio de la Redención y de lo cual nos quiere hacer partícipes a través del
Espíritu Santo.
Es cierto que no nos ha resuelto con su Redención este dramatismo de la vida humana; pero nos da
otra cosa: una exaltación, una posibilidad de que nos elevemos al sernos comunicado, progresiva y
abundantemente, este modo de ser de Dios.
En definitiva, se cumple lo que dice San Juan en el Prólogo a su Evangelio:“Vino a su casa, y los
suyos no le recibieron” (Jn 1,11); esto es, no fueron capaces de conocerlo, porque no quisieron recibirle.
Por eso no recibieron el poder, la potestad, el ímpetu, el entusiasmo de ser “hijos de Dios” (Jn 1,12). No
quisieron recibir la gracia porque no quisieron renunciar a sí mismos, a su forma de ver las cosas; no
quisieron cambiar de mentalidad, (metánoia), para recibir el don transformante.
Si estamos empeñados en armar argumentos filosóficos sobre la existencia de Dios, nos veremos
incapaces de entender que este hombre, Cristo, es Dios. Los argumentos filosóficos, cuando sustituyen la
Verdad por verdades a medias, o van en pos de una verdad a la deriva, degradan en ideología o
“discurso” que tiene como supuesto y referente, no a Dios, sino un “ídolo” que reduce, esclaviza,
fanatiza. La rigidez del pensar idolátrico o ideológico hace a la inteligencia débil, excluyente, evasiva,
sin rumbo.
Al contrario, el donum fidei nos da un modo de ser que nos dispone a hacernos partícipes de Él,
asumiendo Él nuestra pobre mente racional, cuando ha quedado reducida, en palabras de San Juan de la
Cruz, a una caverna profunda, cuyo vacío es sed de Dios. Esta reducción por la gracia del típico de la
razón nada tiene que ver con el reduccionismo propio de las ideologías. La reducción por la gracia es
apertura, potenciación de la razón con el objeto de penetrar en el misterio de la intimidad divina revelada
en Cristo.
5. Cómo aprovechar la fe en la divinidad de Cristo
5.1. Hacerse con Cristo
Me detengo un momento con el fin de sacar una conclusión realmente práctica para vosotros.
¿Cómo podéis obtener la mayor riqueza de la fe en Cristo? Haciéndoos con Cristo. Es una batalla
personal. Este es el punto de partida.
Todos los que estáis aquí presentes, o la inmensa mayoría de vosotros, podéis saber muchísimo de
Sagradas Escrituras, de teología, de filosofía antigua, escolástica o contemporánea; podéis tener
muchísimos conocimientos de la historia de la Iglesia, del dogma, de las ciencias, etc. Si este vasto
conocimiento os diera a conocer a Dios, ¡menuda abundancia de fe tendríais! La fe dependería de
vuestros estudios, de vuestra cultura.
¡No es cierto!
Todo ello, aunque deba hacerse, no sirve en sí mismo para conocer a Dios. Ahí tenéis a tantos que,
siendo competentísimos en sus estudios filosóficos, teológicos y otras ramas, y que poseían toda clase de
argumentos, al final perdieron su vocación, colgaron la sotana y lo dejaron todo para servir a la lógica de
este mundo. Muchos, a pesar de sus grandes conocimientos especulativos, perdieron su fe si es que
alguna vez tuvieron una fe medianamente brillante.
No. El saber de este mundo o la actitud del saber por el saber no es lo más importante.
No puedo concebir otra cosa, sino hacerme con Cristo. Y Cristo haciéndose conmigo. Hechos
místicamente una misma cosa, los dos, para comenzar, juntos, un camino.
Toda aquella explicación que Él me va a dar de sí encuentra su sustancia, su eje, su fin, en la unión
inmediata con su divinidad que Él mismo me va otorgando. Y me lo irá dando, en este momento histórico
en que vivimos, entre cafetería y cafetería, y no entre sinagoga y sinagoga. A la salida de su oficina, o al
salir de la mía. Vamos a compartir, caminando los dos por la calle, nuestras vidas.
Y ya, para comenzar, en un momento dado, me diría:
—¿Te sientes con fuerzas para comenzar una fundación?
¿Organizamos una religión, nuestra religión?
Y yo le diría:
—¡Adelante!
Y Él, a su vez, me volvería a decir:
—Bien, pues tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam, sobre ti edificaré mi
Iglesia.
Y, en este momento, me nombra vicario suyo. Entonces, yo le diré:
—¡Adelante!
Y empieza a acontecer, por ejemplo, que vienen a Madrid unos inmigrantes de un país donde hay
fanatismo religioso y los convertimos, y tal… Pasado algún tiempo, se marchan corriendo a su país para
notificar la fe a sus conciudadanos. Pero, como está arraigado allí el fanatismo, empiezan a ser
perseguidos, encarcelados y se les hace la vida imposible. Y comienzan los primeros mártires, los
primeros confesores de la fe. Están sin ningún conocimiento escriturario. Sin otro punto de partida que el
de este Cristo que aparece en estos tiempos que corremos, sin tradición alguna en el campo de la historia,
porque no se ha hecho aún nada. Ha querido comenzar desde un punto cero, que es este día de hoy, esta
tarde o esta mañana, y, a partir de ahí, ir hacia el futuro.
5.2. La vivencia de la fe como criterio místico
Tenéis que vivir y pienso que sin duda vivís— este momento primero de la fe, este momento virginal
de la fe, que no es ciencia a la manera humana, a la manera que se entienden los criterios científicos de
nuestro tiempo desde la matematización y experimentación. Éste es el momento suyo: el de la
experienciación de las más altas vivencias desde Él y dadas por Él.
Así yo os digo, no sin rubor —como vosotros también me podríais decir—…, os digo que hay un
gemido dentro de mí, una palabra, que es la suya…, que, efectivamente, resuena, se susurra a sí misma,
en el fondo de mi espíritu:
—Yo soy tu Dios. Yo soy, en efecto, Tu Dios.
Aunque no hubiese hablado antes ningún profeta, ni hubiese existido Iglesia alguna, es esta palabra:
—Yo soy tu Dios.
Y, efectivamente, luego… me habla, me hace la afirmación de sí mismo, se afirma a sí mismo, en el
fondo de mi espíritu.
Y yo le digo:
—Creo, claro. ¿Cómo no voy a creer?
Y caminamos juntos hacia un fin: mi encuentro con su divinidad, y su divinidad al encuentro del
estadio final de mi espíritu. Los dos un día hechos, místicamente, uno en la divinidad.
El criterio supremo de autoridad religiosa reside, por tanto, en esta naturaleza suya mística. Es un
hecho íntimo, personal entre dos seres: Dios y una criatura, y este momento es intransferible. Ningún otro
criterio puede suplir a éste.
En sentido estricto, no hay sino una sola teología verdaderamente como ciencia: la teología mística,
que he definido, y de la que he dado la definición operativa o transformativa, y la definición unitiva.
Todas las demás teologías, como he afirmado, son valores de ésta. Debemos partir de este punto, que es
la plenitud del acto de fe, de este donum fidei, de esta afirmación de Cristo de sí mismo, que nos lleva
rectos, directos, hacia el fin de aquello que Él mismo afirmó.
Todos los demás criterios jurídicos o pastorales, como tales, no tienen sentido sin este criterio, y
sobre todo porque las generaciones presentes están a la deriva y rechazan, fácilmente, los demás criterios
que les dan las religiones.
Hay crisis religiosa de todas las religiones, de cualquier religión. La crisis pertenece al acto religioso
mismo en el mundo. Ésta es la idea que merece ser meditada, que meditéis, porque es una de las
afirmaciones maestras, precisamente, de vuestra condición de cristianos que formáis parte de una Iglesia,
la Iglesia Católica, que es, sobre todo, mística.
Debéis tener la firme persuasión de que el criterio supremo de autoridad, en este campo de la
credibilidad, es místico, y no de otra naturaleza. Todos los demás criterios que se den son valores de
éste, y extensionalidades de éste. Ningún otro valor en cuanto tal es conveniente. Las Escrituras, la
Tradición, el Magisterio, la autoridad del Papa, los sacramentos, la liturgia, adquieren unidad, dirección
y sentido mediante el criterio de credibilidad, y éste adquiere su desarrollo en la Iglesia, que es el lugar
de realización de nuestra fe.
Todo intento de demostración con una razón a la deriva es baldío. La validez la aporta este criterio
místico: criterio vivo, viviente, que Cristo ha revelado solamente por su condición de venir al mundo,
presentarse a él y confesarse a sí mismo, ante unos grupos de personas. Comienza, de esta forma, una
organización más en la historia, cuyo contenido y sustancia es llegar a la plenitud con Él, a esta unión que
Él mismo afirma de sí con nosotros, una unión que nos invita a vivirla en común, a ser testigos eficaces
de esta gracia.
SEGUNDA PARTE:

Razón natural y don de la fe


Capítulo Primero:

LA RAZÓN NATURAL Y EL COMPORTAMIENTO DE CRISTO


1. Comportamiento de Cristo según los hechos evangélicos
1.1. La pedagogía de Cristo
La condición humana de Cristo comporta un hecho también humano que no deja indiferente a los que
le conocen; se convierte así en colectivo. El auditorio que Cristo tiene delante, en estos momentos, se va
a hacer contestatario. Pero debe ser de una forma maravillosamente inteligente.
Si lo hacemos de cualquier modo, se da una mezcolanza: cada uno le dirá una cosa, le preguntará
algo, o se lamentará de algo. Serían asuntos bien pobres de los cuales Cristo se defendería fácilmente. De
un público poco preparado, un conferenciante saldría airoso. De los muy inteligentes se defiende uno con
más dificultad. En el auditorio que Él tuvo en su época, ciertamente no brillaron las personas inteligentes.
Éste es un balance de observación analizando los textos evangélicos.
¿Qué clase de gente iba a escucharle? ¿Eran personas inteligentes? ¿Maravillosamente inteligentes?
Por las preguntas que le hacían los discípulos y, en general, sus opositores, se ve que no brillaron por su
inteligencia. No eran, realmente, mentes investigadoras, filosóficas, preparadas. No estaban dotados de
un buen índice de inteligencia. En fin, no eran genios.
Cristo hablaba a la gente y, de pronto, salía alguien diciéndole: “Maestro, di a mi hermano que
reparta la herencia conmigo” (Lc 12,13). Y Cristo le tiene que contestar: “¡Hombre! ¿Quién me ha
constituido juez o repartidor entre vosotros?” (v. 14). Y cuando se quedaban todos pensando y
expectantes, Él les daba una lección práctica y, a la vez, profunda: “Mirad y guardaos de toda codicia,
porque aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes” (v.15).
Se había terminado, con ello, la objeción. Como puede observarse, la petición que le hacen es muy
poco inteligente. ¡Cuántas veces Cristo se queja de la ignorancia de sus discípulos! Cuando éstos le piden
la explicación de alguna parábola, Él les amonesta por su falta de inteligencia (Mt 15,16; Mc 7,18). Más
aún, tiene que hablarles en un lenguaje muy sencillo para que puedan entenderle (Mc 4, 13). Por eso,
relatan los Evangelios que había muchas ocasiones en que, no sólo los escribas y los fariseos, sino
también sus mismos discípulos no le entendían e, incluso, temían preguntarle (Mc 9,32; Lc 18,34; Jn
10,6).
Si hablaba, por ejemplo, de la indisolubilidad del matrimonio —pues tenía Él toda una teología
acerca de la castidad matrimonial—, los discípulos le decían: “Si tal es la condición del hombre
respecto de su mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19,10). ¿Qué hace entonces Cristo? Va aún más lejos.
No se queda sólo en la indisolubilidad del matrimonio con su castidad matrimonial, sino que aprovecha
también para hablarles de la castidad celibial, la castidad como consagración, a sabiendas de que no le
iban a comprender: “No todos entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha
concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos que se hicieron tales a
sí mismos por el Reino de los Cielos” (vv. 11 y 12a). No obstante, Cristo cierra sus palabras con la
siguiente sentencia: “El que tenga oídos para entender que entienda” (v. 12b). Los dejaba perplejos y los
incitaba a pensar.
En el discurso de Cafarnaúm, Cristo habla de la Eucaristía en estos términos: “Yo soy el pan vivo,
bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne
para la vida del mundo” (Jn 6,51). Al oírlo, comienzan a hablar entre sí: “¿Cómo puede éste darnos a
comer su carne?” (v. 52). Los oyentes piensan enseguida:
—¡Eso es canibalismo!
Y, después… a discutir, a dar gritos, a decirle que está loco… Se va yendo la gente, pero Él sigue
exponiendo el memorable discurso del “Pan de vida”. Le siguen escuchando sus discípulos, pero muchos
ya no aguantan más y le dicen: “Es duro este lenguaje.
¿Quién puede escucharlo?” (v. 60). Sabía, perfectamente, “quiénes eran los que no creían y quién era
el que le iba a entregar” (v. 64). Al final, se marchan todos menos los Doce. No se pararon a analizar el
sentido de la cuestión. No le convocaron para nuevas “conferencias” a efecto de que explicara,
verdaderamente, todo el contenido de su pensamiento o doctrina. No fueron capaces de resistir un
discurso profundo. No tenían mayor interés. Estaban metidos en sus cosas, en sus tradiciones, en sus
hábitos. Pero hay algunos con disposición y generosidad, que hacen que Cristo, con su gracia, pueda
realizar algo importante: Pedro, el que será su Vicario, hace confesión solemne de Él ante los Doce (vv.
68s). Este Apóstol recibe en su corazón un toque carismático más allá del discurso racional.
La gente, en términos generales, se caracteriza por su poca inteligencia ya que ésta surge del esfuerzo,
de la generosidad, de la disposición. Todos nos creemos, en más o en menos, muy sabios, y algunos se
consideran con una inteligencia poderosísima, porque resulta que han estudiado, pongamos por caso,
medicina, o ingeniería, o ciencias exactas con unas calificaciones brillantes. No todo está en el talento
fácil y en la falsa seguridad que pueden dar las buenas cualidades.
Algún profesor habría podido decir a alguien: “Usted es un hombre de porvenir”. Y este alguien se lo
ha creído. Ha comenzado a hacer una serie de ecuaciones, de manipulaciones de fórmulas, etc., y, claro,
se ha creído con una enorme inteligencia. Desde luego, para éste los demás, que no podemos hacer nada
de esas cosas, somos poco inteligentes. Ha terminado pensando que todo es matemática y, como tal,
podríamos contemplar, por ejemplo, el revivir de una mosca contando con todo un montaje de
recomposición, de ingeniería, teniendo los instrumentos adecuados. ¡Y con esto ya está resuelto el
mundo! ¡Todo mecanicismo puro!
O por una causa, o en razón de una serie de prejuicios de la vida, de nuestra complejidad pasional, de
las necesidades sociales, etc., resulta que colocamos, como objetos de nuestra inteligencia, una serie de
cosas que son puros fantasmas.
No tenemos reposo para retirar esa mosca de nuestra mente, y dejar un horizonte para saber
seleccionar el objeto adecuado; esto es, aquello que es lo más importante para nuestra vida, objeto que
voy a estudiar, a meditar, a reflexionar, a penetrar, a contemplar y hacer un análisis exhaustivo. Por las
razones que sean, repito, somos poco inteligentes.
Resulta, de todas maneras, que ha habido un progreso cultural, sobre todo en los países
industrializados. Pero se trata del lugar y del foro en que Cristo pudiera aparecer: en un país pobre o rico
de Oriente o de Occidente, en una ciudad pequeña, en un barrio bajo o alto de una gran ciudad, en una
plaza, en un grupo de discusión, o en un centro cultural o universitario.
1.2. El fracaso de Cristo, visto racionalmente
La tendencia de la humanidad es de un simplismo o simpleza en las argumentaciones. Y, al final…
¿qué ocurrió?, ¿qué puede ocurrir? Lo de siempre: multitudes que le aplauden, según su estado, según las
circunstancias que han confluido en ese día. Pero, a la hora de morir, allí no concurría nadie. No había
convencido Cristo prácticamente a nadie.
Si los hechos no son así…, bien…, ¡pues fueron de otra manera! Sin embargo, según la información
que tenemos, parece que fue así, en más o en menos. Hasta los propios Apóstoles vacilaron más de una
vez; se sintieron decaídos. En el discurso de Cafarnaúm, al hablar de la Eucaristía, se marchan 72
discípulos de una vez, discípulos de ese grupo que podríamos denominar instituto, por ejemplo, “Instituto
Nazarenista”. Los cristianos se llamaron nazarenos antes que cristianos. Empezaron a llamarse
“cristianos”, ya sabéis, por primera vez en Antioquía (cf. Act 11,26). Y los propios Apóstoles,
seguramente, estarían pensando o diciendo:
—Cuando habíamos conseguido 72, y éramos 72 + 12 = 84, en fin, por lo menos, podíamos predicar
por todos los sitios. ¿No? Algo se podía hacer por Jerusalén…
Se marchan, sin embargo, porque no entienden el discurso. Sacan una idea completamente
equivocada. Cristo ni siquiera trata de aclarar nada, porque no se puede aclarar nada racionalmente, por
muchos argumentos que les hiciera. Son hechos, no principios abstractos, no supuestos de orden
cuantitativo o matemático, de orden experimental.
—Es decir… que hay que comer tu carne y tu sangre.
—¡Bueno! Pero… y… ¿eso para qué sirve?
—Pero… ¿esto es serio?
Todas estas reflexiones se las hicieron todos allí, cuando estaban en aquella condición racional,
esperaban una iluminación racional o que se les enseñara a mover su acto racional; esto es, algo que,
efectivamente, les conmoviera. Pero no podían entender que en un trozo de pan está su carne y que en el
vino está su sangre. ¿Merece la pena seguir estos discursos? Los discípulos están en una disposición, y…
de pronto, aparece un discurso de estos y… claro… se da la estampida.
Alguna vez me ha ocurrido que, al decir una verdad por ejemplo, hablar sobre la penitencia., se iban
marchando. Al principio, me preguntaba cuántos iban a quedar después de una conferencia o retiro. Y,
claro, a la semana entraba de pronto el Superior General y me informaba:
—Se han marchado ocho.
—¿Ah, sí…?
—Y, además, comentan…
—¡Ah! Perfecto, perfecto… De acuerdo, ¡qué le vamos a hacer!
Yo, en estos casos, me digo: ‘A Él se le fueron 72; le dejaron prácticamente solo”.
2. Problema de la armonía entre razón y fe
2.1. Breve recorrido histórico
Entonces aquí , en este elemento humano, hay un contraste, un problema que se plantea: el problema
de la armonía de la razón y de la fe. Se trata de aquella estrategia práctica a seguir con la que no
podamos incurrir ni en el fideísmo ni en el racionalismo.
Porque para dar yo el salto al donum fidei —si es que hay que dar un salto— me encuentro ya con un
problema: ¿Cómo doy el salto? ¿Cómo hay que dar el salto?
Tertuliano, con su credo quia absurdum, presentaba la oposición total de la razón contra la fe.
Clemente y Orígenes defendieron, sin embargo, la armonía y equilibrio entre fe y razón, siguiéndoles
San Agustín, con su intellige ut credas, crede ut intelligas, y San Anselmo con su fides quaerens
intellectus.
San Pedro Damián, al contrario, rechaza la dialéctica y la argumentación de la razón para exponer la
revelación.
Guillermo de Ockham vuelve a acentuar la oposición entre fe y razón.
Si nos referimos al protestantismo con Lutero, éste considera la razón como “la prostituta ciega del
demonio”.
A partir del racionalismo cartesiano y de la ilustración francesa, la fe se va relativizando hasta
encontrar su irrelevancia en el pensamiento moderno que se vuelve prácticamente científico-matemático,
orientado a lo que pueda ser verificable experimentalmente.
2.2. ¿Oposición fe y razón?
Pero…, ¿la fe es opuesta a la razón?
Hay que tener en cuenta el aspecto bajo el cual se considere esta oposición. Porque… en un aspecto,
no hay oposición; en otro aspecto, habría que decir: “¡Cuidado! Depende de lo que se quiera significar”.
Aquí los teólogos se dividen. Muchos que afirman que no hay oposición se creen tuteladores del
dogma, porque dan como argumento que el autor de la razón y de la fe es Dios mismo; por tanto, tienen
que estar en armonía, en sinfonía maravillosa. “Quienes afirmen lo contrario —dirían— no sienten con el
Magisterio”. Son condenados, de algún modo. Y, sin embargo, amigos míos, parece que, desde el
argumento vital, hay oposición, y la vamos a ver.
Va a preguntarle ahora a Cristo, en ese auditorio, una persona inteligente:
—Afirmas de Ti que eres Dios. Afirmación arriesgada, ¿eh?… Bueno… Pues me gustaría que
contestaras a lo siguiente: ¿Como Dios, eres infinitamente bueno, infinitamente misericordioso,
infinitamente omnisciente y omnipotente…?
¿Qué contestaría Cristo?
—Pues sí, sí, claro que es así. Así es…
—Bien. Si eres infinitamente misericordioso, ¿cómo es posible la cantidad de crímenes, injusticias y,
en general, todo el peso del sufrimiento humano que ha habido en el mundo y sigue habiendo? Eso es
claro. Nadie lo puede negar. Quien te pregunta es la razón humana.
¿Qué podría contestar?
¿Su respuesta serían cuatrocientas conferencias para estar montando todo un aparato discursivo y
justificar que, no obstante ser infinitamente misericordioso, está admitiendo o permitiendo toda esta
tragedia humana?
De nada me serviría, como auditorio inteligente, que me dijera que Él se sometía a toda clase de
ayunos: el ayuno voluntario para no sé qué, o que Él estaba todo harapiento y que vivía de limosna.
¿Esto del mal del mundo y la creencia en Dios no es un argumento vital?
Esto sí es un argumento verdaderamente vital: tomar globalmente, recoger todo el problema del dolor
humano, todas las lágrimas vertidas, toda la desesperación humana, e, incluso, aquellos que, teniendo una
aspiración admirable, transida de buena voluntad en orden a una idealización de sí mismos, realmente les
cuesta más que sudores poder iniciar el primer paso hacia su creencia en Dios.
Vamos a ver. ¿Qué es la piedad, la devoción al Señor, el reconocimiento de Dios como Ser Supremo?
Estamos acostumbrados a considerar que la función intelectual trata de decir que Dios es
infinitamente misericordioso. Y entonces yo tendría que decir:
—¡Demuéstralo! ¡Demuéstrame que es infinitamente misericordioso! Es más: ¡Demuéstrame, no ya
que sea infinitamente misericordioso, sino que, simplemente, es misericordioso! ¡Demuéstramelo!
3. En búsqueda de una argumentación racional
3.1. ¿Demuestran los milagros la infinita misericordia divina?
Cualquier acto de misericordia que Cristo pueda hacer, por ejemplo, que al pasar por la calle ve a un
niño inválido con las piernas retorcidas, que llevaba una pobre señora en un carromato y, deteniéndose,
le dice alguna palabra y se marcha casi sin ser notado. El niño se va poniendo de pie, y la madre pega un
grito del susto, y comienza a decir: “Pues tiene que ser ese señor que va por ahí adelante, que viste de
esta manera o de la otra, pero que ha desaparecido”.
Esta pobre señora podría exclamar: “¡Ay! ¡Qué misericordia tuvo con mi hijo!”.
Sí. Pero… ¿Y con el otro hijo del vecino? Porque hay muchos niños como ése. Esto que ha hecho es
una acepción de personas; es un privilegio… ¿Se puede subsanar, de verdad, el dolor humano solamente
pasando por la calle?
Vamos a poner otro ejemplo: va paseando Cristo por la Gran Vía con un amigo, y, de pronto, pone la
mano en la cabeza de una señora de ochenta años, que está toda torcida, y, resulta que la deja como si
tuviese treinta y dos años. ¿No es esto, sencillamente, una ironía para la vida? ¿Vosotros tenéis realmente
el deseo, el ímpetu, la necesidad de entender que Dios sea, racionalmente hablando, infinitamente
misericordioso?
—¡Dadme un argumento, haced una deducción racional, —digo racional, no devota, no piadosa, no de
cristiano en este momento— acerca de la infinita misericordia de Dios!
Todavía no somos cristianos. Somos el auditorio que está en estado contestatario e incluso
protestatario. Veríamos la dificultad de que Cristo difícilmente podría justificar, en términos racionales,
que Dios es infinitamente misericordioso, aunque hiciera algunos milagros.
Un auditorio bien preparado diría, racionalmente, intelectualmente:
—Dios no sólo no es infinitamente misericordioso, pero es que ni siquiera es misericordioso. Es más
bien cruel. Hay una crueldad, una impiedad porque ahí está el dolor, el mal físico. Ahí está la impiedad
—no la piedad divina— presente, actuando en el escenario de la vida, en este teatro de la vida.
3.2. La hipótesis del no sufrimiento en el mundo
Hemos descrito una visión racional de Dios que aparece revestida con el signo de la impiedad, de la
crueldad, de la incomprensión.
¿No podríamos ver que el mundo fuera maravilloso, sublime, formidable, donde nadie sufriera nada,
donde todo marchara maravillosamente? Esta visión sería como una especie de artículo de lujo, donde
todo es tan extraordinario que ya, como cima de todo ello, se presenta Él mismo en cuerpo y alma.
Entonces… ¡Claro que lo recibiríamos todos como a Dios! Podría afirmar que Él es Dios sin ninguna
dificultad de entenderlo. Comprenderíamos, inmediatamente, lo de la misericordia infinita, la
omnipotencia, la omnisciencia. Todos seríamos felices en este mundo, sin hambre, sin frío, sin
enfermedades ni muerte, sin nada de nada. ¡Sería el paraíso terrenal!
Todos lo tendríamos claro y le diríamos:
—No hace falta que me digas nada. ¿Tú eres Dios, al que estábamos esperando?
_¡Sí, sí. Yo soy Dios, el Verbo! Ahora, en fin, vengo a esta tierra para disfrutar un rato con vosotros
en esta vida. Me he dado también un cuerpo, tan bien articulado como el vuestro, tan bonito, sin ninguna
necesidad de nada… Pues vengo yo también a disfrutar de ese cuerpo que os di a vosotros: todo fuerte,
joven, sin enfermedades. También me lo he puesto yo, porque, al ver que estabais tan a gusto con él, yo
también me lo he puesto.
Todo sería formidable. ¡Reconoceríamos a Cristo inmediatamente! No tendría que defenderse de
nada. Cualquier prueba valdría.
—Bueno, en fin, convendría a lo mejor que nos dieras alguna prueba.
Y entonces Cristo, como en el circo con los niños un sábado por la tarde, nos haría un juego malabar
—si eso nos pudiera satisfacer— si nos conformáramos con eso. Sería la prueba por la que aceptaríamos
que Él es el Verbo encarnado.
—¡Perfecto, perfecto!
Le cogeríamos y le llevaríamos en manifestación por las calles. Iríamos todos beatíficos… Primero,
por la Puerta del Sol; luego, por la calle Mayor, por el Palacio de Oriente; subiríamos, después, por la
calle Bailén; tiraríamos, a continuación, por la calle San Francisco; iríamos, finalmente, al Museo del
Prado… Y todos exclamando, como si de Artemisa se tratara: “¡Oh! Oh! ¡Ha venido el Verbo
encarnado!”.
Lo llevaríamos a todos los sitios… a la fiesta de toros, al teatro, al estadio…, y tendría el primer
asiento en todo. Lo reconoceríamos maravillosamente. No tendríamos inconveniente alguno en negar o
afirmar tal cosa, pues seríamos todos tan beatíficos, estaríamos todos tan bien, que…, ¡claro!, no habría
mal alguno, y, por tanto, no podríamos concebir que nos estuviera engañando. Entonces, diríamos: “¡No
puede ser; es imposible el mal”.
Y como el mal sería imposible, todo estaría tan bien, todo tan perfecto… que, entonces,
entenderíamos que lo hizo todo muy bien; que hizo el mejor de todos los mundos posibles, donde no cabe
la mentira, pues la mentira sería ya un mal. Ya, por principio, diríamos: “¡Eres Tú”.
Le llevaríamos por la calle, y todos le acompañaríamos meciéndole, caminando interminablemente,
porque no nos cansaríamos nunca. Entonces, tomaríamos la carretera de Irún, atravesaríamos los
Pirineos, y, después, le iríamos enseñando los monumentos de la humanidad de Bruselas, de Berlín… le
llevaríamos por todo el mundo en procesión, y así nos pasaríamos la vida.
Claro… Eso ya no tiene objeción. No habría que buscar prueba alguna. Cualquier cosa que dijera,
por ejemplo: “Yo soy”, sería aceptada. Todo estaría resuelto. La armonía entre la razón y la fe sería
perfecta.
3.3. Argumentar con la experiencia de la vida
Pero, señores, ¡es todo lo inverso! Ha ocurrido lo inverso, totalmente lo contrario. Nuestra
inteligencia, vuestra inteligencia, si no tenéis miedo a vuestra inteligencia —al fin y al cabo, si os sentís
piadosos, Dios hizo vuestra inteligencia—, tenéis que reconocer que el concepto racional de Dios,
extraído directamente de la vida misma, no arroja un balance a favor de Dios, sino opuesto a Él.
—¡A ver quién me puede desmentir esto! ¡A ver quién me va a justificar el mal de alguna forma! Esto
tiene un responsable.
Podría decir Él:
—No. Yo no soy el que hago el mal, sino que es el diablo.
—Bueno… Pues… será el diablo…, pero Tú lo permites. Cualquier acusación, o cualquier defensa
de sí mismo sería rápidamente repelida.
Desde una inteligencia a la deriva, los argumentos racionales, vitales, existenciales, sociológicos de
la vida me dicen que Dios aparece cruel, inmisericorde, incompetente, incapaz y mítico.
Si hay algo que parece que no merece la pena hablar o tratar de plantear es, precisamente, el caso de
Dios. Se queda, para muchos, sin relevancia.
¿En qué ciencia metemos o meteríamos a Dios para argumentación racional? En ninguna. Ni es lógico,
ni es ilógico. Prejuicios e intereses de unos y de otros: de instituciones, de religiones… ¡Todo son
intereses! A un club de fútbol le interesará defender los colores de su equipo, y a una religión le
interesará defender los colores de su credo. Y, sobre todo, quienes viven en esa religión y la representan
la tienen que defender, y poner un Dios como sea, o un ídolo…, algo, y someter la razón humana para
forzar que pensemos a la manera como realmente no podemos pensar, sin forzar las cosas a un nivel
sustancial.
Revisad vuestra mente y haced el argumento. Sacad un argumento de la vida, no de ninguna filosofía;
de la vida misma, de lo que tenéis delante de vosotros, y decidme si, en verdad, hay un Dios que se
presenta, realmente, como misericordioso, piadoso, amoroso y, sobre todo, en grado infinito, porque se
trata de que Dios es infinito. Si Dios no fuera infinito, no merecería en absoluto la pena, pues nosotros
también somos finitos, y ya intentaríamos arreglarnos como pudiéramos.
Seguramente, en este campo de lo finito, muchos pensarían que le podríamos dar a Dios más
lecciones nosotros mismos.
—Te daríamos lecciones a Ti, que eres Dios, porque nosotros lloramos la injusticia, el hambre, las
calamidades, las desgracias.
Lloramos a nuestros muertos, a nuestros enfermos, a nuestros heridos, a nuestros viciosos, a nuestros
desgraciados, y nos lloramos unos a otros. Querríamos esto y querríamos lo otro, y somos incapaces de
procurarnos esto y lo otro…
—Y Tú ni siquiera, en la vida eterna, en ese Reino celeste en que Tú estás, podrías llorar nunca. Te
damos lecciones, incluso de piedad, porque los seres humanos por lo menos lloramos nuestra común
desgracia.
3.4. Resultado de la argumentación lógica
¿Hay alguno que, con su inteligencia brillante “sin usar ahora argumentos de fe” vea racionalmente
que la enfermedad y todas las tragedias humanas tengan una argumentación lógica, maravillosamente
hilada, construida?
Construyamos, por ejemplo, un razonamiento con el llamado modus ponens:
• Si de una hipótesis se sigue una consecuencia,
• y se da la hipótesis,
• entonces se sigue la consecuencia
[(p → q) ˄ p] → q
He aquí que, con este argumento lógico de inferencia formal, se sigue el siguiente razonamiento:
• Si se dan las tragedias humanas, Dios es inmisericorde;
• es así que se dan las tragedias humanas;
• luego Dios es inmisericorde.
Si argumentamos así, a lo formal, según supuestas leyes de la razón, decidme si, racionalmente,
vosotros tenéis un juicio brillante de Dios.
Yo, personalmente, claro que no lo tengo con esta lógica. Racionalmente, en mi inteligencia, Dios no
ha podido quedar en peor lugar. Siguiendo este argumento racional, lo rechazo categóricamente. No lo
admito.
Lo que se sigue de esta realidad humana, que es el sufrimiento, es que la infinita misericordia divina
queda malparada racionalmente.
Por mucho que he tratado, en el pasado, de encontrar un argumento a favor suyo… ¡Imposible! A
veces, me enfadaba yo mismo, y decía: “¡No hay derecho a esto!”.
Es, incluso, Santa Teresa, hablando de los graves padecimientos y de la prisión de San Juan de la
Cruz: “Terriblemente trata Dios a sus amigos. Pero, aún más, aquella anécdota que se cuenta de esta
Santa. Yo me la imagino, con fiebre, yendo de Tordesillas a no sé dónde, en pleno invierno, con un bastón
y el brazo en cabestrillo a causa de una caída por las escaleras, y, encima, la carreta en la que iba se
queda atascada en el barro, lloviendo y el carretero diciendo blasfemias; al poner el pie a tierra, se le
tuerce el tobillo. Le duele el brazo, le duele el tobillo, le duele todo el cuerpo y hasta el alma.
Entonces se lamenta:
—Pero, ¿qué has hecho conmigo? Esposo mío, ¿esto qué es? Anciana, con fiebre, mis huesos en el
barro y sin poder levantarme.
¿Por qué te portas así, Jesús? ¡No hay derecho!
La pobre mujer… Sería para ponerse a llorar… Entonces Cristo se le presenta y le dice: “Teresa, así
trato yo a mis amigos”.
Y ella, rápidamente, le replica con franqueza:
—Pues… ¡por eso tienes tan pocos!
Si ella misma no podía…, si su razón rechazaba eso…
No hay derecho, Señor, no hay derecho ni que Tú lo hagas, ni que lo permitas… No. ¡No me digas
nada! ¡No hay derecho! ¡A esto no hay derecho!
Lo que pasa es que a Santa Teresa le sobraba humor. No era terrorista, ni se liaba a tiros con Él.
¡Así, Cristo, tienes tan pocos amigos! ¡Tan pocos amigos!
4. Dios visto experiencialmente desde el hecho de razón
4.1. Especulación y vivencia
Hay que tener en cuenta que cualesquiera argumentos que nosotros nos planteemos, y que, incluso, nos
vienen aportados por la observación racional acerca de la existencia de Dios, serían más o menos
filosóficos. Todos nacen de esa fuente, que es esa especie de aprehensión, percepción o sensación
difícilmente definible, acerca de que algo, alguien, o un ser superior tiene que existir, y que, de alguna
forma, pudiera resolver, efectivamente, los problemas de la justicia, la aspiración a la inmortalidad o la
perennidad del alma humana: su origen y su destino final, eternamente dichoso.
La reacción del ser humano no es puramente especulativa. El argumento probatorio de la existencia de
Dios de que tiene que existir una causa que no sea efecto de ninguna causa, y que esta causa incausada,
causa de todas las causas, tiene que ser Dios o le llamamos Dios, encierra, en cierta medida, una verdad
o una cierta verdad desde el punto de vista filosófico, dialéctico o como se quiera decir; pero es sólo un
argumento puramente especulativo, abstracto. Este simple argumento, o cualquier otro que presente, más
o menos correctamente, el campo de la dialéctica, de la lógica, de la filosofía e, incluso, de la teología,
ya se llena con una sobrecarga imponente y fundamental de ese gemido rebeldísimo de la humanidad
entera.
Es decir, el ser humano, entre los argumentos que no puede pensar con serenidad, con objetividad o
fríamente, siguiendo simplemente una línea puramente especulativa, es el tratar de demostrar, de alguna
forma, la existencia de Dios. Porque lo grave no es llegar a no demostrarla, sino llegar a la convicción de
alguien que pudiera afirmar: “Ciertamente, este argumento sobre la existencia de Dios, lo encuentro
concluyente, me convence sin más”. La razón es clara: nadie puede quedar indiferente ante el argumento
de la existencia de Dios.
Hay a quienes, en un impulso de rebeldía contra Dios, les conviene decir que ese argumento les
parece perfectamente objetivo. Podrían así levantarse frente a Dios y, con todo ese fondo oscuro de
cólera, mezclado con las ansias de su propio corazón, lanzarle todo el peso de la duda, del dolor, de la
inseguridad, de todas sus desgracias personales, y, si no las tiene, mira a su alrededor y hace suyas las
desgracias ajenas. Le importa mucho llegar a una certidumbre subjetiva —o decir que ha llegado a esa
certidumbre subjetiva— para aseverar que Dios existe, y lanzarse sobre Él para hacerle esa pregunta
básica:
—“Explícame, demuéstrame y demuéstranos esa supuesta infinita misericordia tuya, porque es aquí
por donde con nuestra razón te podemos atrapar”.
4.2. La fórmula de la existencia de Dios se llena del dolor humano
El pensamiento racional sobre Dios, si queremos sacar una prueba filosófica de su existencia,
siempre resultará irrelevante, aunque tenga un atisbo de verdad. Un argumento metafísico, es cierto,
posee un valor, pero es un valor que no tiene contenido humano alguno: no tiene humanidad. Porque,
detener un contenido, esos argumentos, esas fórmulas, se llenarían, inmediatamente, del dolor humano,
del inmenso dolor humano; de todo el dolor que ha habido y seguirá habiendo hasta el final.
Cuando hablo del dolor, es todo el dolor humano, cualquier sufrimiento de la vida por pequeño que
sea, la molestia, la incomprensión, la soledad, la injusticia, la miseria, la enfermedad, las desgracias, la
muerte. Dolor es aquí cualquier frustración; por ejemplo, la del pobre que no tiene para comer, la de
quien no sabe leer y escribir; la de quien sufre desgracias personales, situaciones de injusticia, de
guerras, de cualquier tipo de necesidad en esta vida. No hay ninguna excepción al dolor. El dolor es un
hecho universal que no se detiene ni se reduce a especialidades. Cualquier cosa, cualquier frustración,
cualquier carencia, produce dolor.
La fórmula de la existencia de Dios no se llena de Dios como tal; no se llena de sí misma
racionalmente, sino que se llena del inmenso dolor humano, de toda la inmensa deficiencia humana, de
las mil aspiraciones frustradas que sufre el ser humano. Víctimas unos de otros, asesinos unos de otros,
perseguidores unos de otros. Incluso, cuando tratamos de redimirnos unos a otros, nos maltratarnos
queriendo o sin querer.
Esos argumentos abstractos no están llenos de Él, sino que, antes de que se llenen de Él mismo, la
humanidad en tropel se lanza y se mete en la fórmula. Y se convierte, entonces, en un gemido inefable,
universal, perenne.
No todos han sufrido lo mismo, y algunos pueden estar en un momento burgués de su existencia.
Muchos pueden, seguramente, decir: “No tengo nada. Me siento bien. Me aburro de vez en cuando, quizás
un poco los domingos, los días de fiesta, durante las vacaciones… Pero, en general, lo paso bien…”.
Sin embargo, se van sucediendo los años, hasta que les viene, naturalmente, el examen, el momento de
la verdad de la vida. A todos nos llega la hora. Hay, comúnmente, una aprensión humana al sufrimiento.
¡Existen tantos millones de seres humanos que, desgraciadamente, están ahora sufriendo, que se llena
de dolor la fórmula metafísica! ¡Eso es indudable!
—Pues si Tú dices o afirmas de Ti mismo que eres Dios, esa expresión, que es una oración sintáctica
—‘Yo soy Dios’: sujeto, ‘Yo’; verbo, ‘soy’; predicado, ‘Dios’—, se llena inmediatamente de todo este
inmenso dolor humano que, racionalmente, clama ante Ti.
Éste es un auditorio inteligente.
Todo este peso inmenso de sufrimiento está, entonces, —o tiene que estar— dentro de Ti como un
peso de muerte. Y se ve que tienes bastante resistencia…
Se podría también decir:
—Tienes una conciencia muy amplia cuando lo soportas con tanta tranquilidad…
—Sí. Es cierto…
Como dices que eres Dios, eres omnipotente, y tienes, por tanto, todo el poder para resistir
maravillosamente. Es más, puedes hacer, incluso, juegos intelectuales a nivel infinito con todo este dolor
humano. Te escapas, entonces, a todo dolor humano. Racionalmente, no puedo aceptar que seas Dios,
porque no puedo aceptar siquiera esta afirmación. No puedo negar tampoco que existas, sino que tengo
que decir que Tú, si eres Dios, eres un ser inmisericorde. Te podríamos juzgar y condenarte a muerte. Te
podríamos declarar el primer delincuente de la historia humana. Si delincuentes fueron Adán y Eva,
todavía más delincuente eres Tú.
Éste es el hecho racional. Es el hecho de razón llevado desde el nivel de la vida misma. Nadie que
sea un poco sensato puede levantar el dedo para defender racionalmente a Dios.
Si cito el libro de Job, traicionando un poco el esquema, aquellos que vinieron ante las protestas de
Job —que en el fondo estaba llamando injusto a Yahvé— trataron de defender a Dios: “¡Qué dices, oh
Job! ¡Pero qué dices! ¡Qué horror! ¡Blasfemas!”. Y he aquí que viene Yahvé y defiende a Job contra los
otros, contra los que le defendían a Él: “Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque
no habéis hablado con verdad de mí, como mi siervo Job” (Job 42,7b).
No cabe duda que esta afirmación de Dios presentándose como ser humano a una audiencia, y
encontrándose con un ser inteligente, verdaderamente inteligente, no tiene defensa posible. Es el silencio.
Dios carece de defensa racional. No es posible.
Y no estoy forzando ningún argumento racional, no estoy forzando el mecanismo de vuestra razón. En
el fondo de vuestra razón, estáis pensando todos así. Lo que pasa es que no sabéis montar el argumento.
No sabéis o no os atrevéis. No os atrevéis porque, claro, parece una impiedad, un pecado de lesa
divinidad.
—Algo malo. ¡Dios inmisericorde! ¡Dios impío!… No. No… Dios es pío, Jesucristo es pío…
Todos son actos piadosos, misas, sacramentos, oración… Pero… Dios… Pero…, me parece que
Dios no es justo…
¡Ah! Es un pensamiento sobrevenido. Dios no puede ser injusto. Yo no quiero, no, no… Es algo que
me sobreviene, y yo no quiero aceptar… Es alguna imperfección que ha surgido por ahí… y tal… No sé a
qué se debe…
Con toda claridad. Dios, racionalmente, aparece inmisericorde. No merece la pena pensar en eso.
Podemos comprender, de algún modo, la marcha histórica de la humanidad.
4.3. Ante el dolor humano la infinita misericordia carece de lógica racional
Entonces tengo que sacar una conclusión: “Que yo no entiendo nada acerca de Dios”.
¿Qué entiendo yo de Dios? Pues nada. No lo entiendo.
Y como no tengo mente criminal, y no tengo ganas de fusilarle, ni de crucificarle, ni cosas de esas…,
pues, sencillamente, le diré:
—Mira, yo no entiendo nada. Yo hago un argumento y me sale esta conclusión. Tú dices que eres Dios
y me sale esta conclusión.
Pero, claro, soy educado; he tenido buena familia, y desde niño he oído siempre: “Tienes que ser muy
educado”.
Y, claro, como soy un caballero, no está en mis hábitos insultarle aquí delante de los demás ni cosas
parecidas.
—Sólo puedo decirte, en fin, que, cuando vuelvas otra vez, te oiré, seguiré oyéndote.
Algo parecido a como le dijeron a San Pablo en el Areópago los atenienses que se rieron de él:
“Sobre esto ya te oiremos otra vez” (Act 17,32). Allí se convirtió Dionisio Areopagita, Damaris y
algunos más. Pero, en general, su discurso fue casi un rotundo fracaso.
Tengo que decir que no entiendo nada, aunque sí entiendo una cosa: Si Dios es cruel, entonces
entiendo todo el dolor humano.
Ese argumento es perfectamente racional. Veámoslo por el llamado razonamiento indirecto del modus
tollendo tollens:
[(p → q) ˄ ~q] → ~p
• Si Dios fuera omnisciente, omnipotente e infinitamente misericordioso, no existiría el dolor humano.
• Es así que existe el dolor humano.
• Luego Dios no es omnisciente, omnipotente e infinitamente misericordioso.
Ahora bien. Volvemos a aplicar el modus ponendo ponens:
[(p → q) ˄ p] → q
Nos sale el siguiente razonamiento:
• Si Dios es infinitamente misericordioso, no habría tragedia humana.
• Es así que Dios es infinitamente misericordioso.
• Luego no hay tragedia humana.
Sin embargo, tenemos tragedia humana para rato. De Dios infinitamente misericordioso no se me
puede seguir la tragedia humana. Se me seguirán toda clase de bienes dulcísimos, agradabilísimos,
maravillosísimos, bellísimos. Todo, claro, en “-ísimo”.
Eso es el argumento lógico.
Yo no tengo que hacer ningún acto de fe de que esto sea un cenicero. Lo tengo delante, aunque no me
sea fácil establecer una definición especulativa. Pues… no la podré establecer, pero puedo poner el dedo
así…: “¡Esto!”. ¿Qué es un cenicero?…: “¡Esto!”. Y yo señalo así… ¡Pues ya está el argumento dado!
Aquello que se entiende no tiene que ser objeto de fe.
¿Quiere decirse, entonces, que una cosa es que Dios sea infinitamente misericordioso, y otra que haya
aplicado a esta obra de la creación una infinita misericordia? No es difícil contestar que no.
Si Cristo, puesto aquí, dijera:
—Pues… No… Usted tiene que hacer una distinción respecto de Mí.
¿Va a salvarse de la quema?
—Una cosa es que Yo sea infinitamente misericordioso, y otra cosa es que Yo use de esa infinita
misericordia para usted o a favor suyo. Son dos cosas distintas.
Pero tampoco tiene recurso, no tiene solución, no tiene salva-
ción.
—Pues, verdaderamente, para lanzarme a la vida, como símbolo de la humanidad, usted tendría que
haber aplicado, naturalmente, su infinita misericordia para que, a la luz de mi razón, no apareciera usted
escaso de misericordia.
Porque si me dice que no ha aplicado toda la misericordia de que es capaz, yo también puedo hacer
entonces lo mismo. Y si yo me llamo finito, le tengo que llamar a Él también lo mismo: ¡Finito! Finito de
hecho: una finitud de hecho.
Capítulo Segundo:

LA RAZÓN VIVENCIAL E IMPLICACIONES DEL DONUM FIDEI


1. Dios visto desde la razón vivencial
1.1. Dos alternativas ante la fórmula “Yo soy Dios”
Éste es el estado disidente a toda exposición racional, de este enorme supuesto, grandioso supuesto,
del Dios existente.
La formulación abstracta de la existencia de Dios, puramente formulativa o enunciativa, se queda
vacía casi de sí misma para llenarse de toda la protesta y lamento humano.
Esta oración, “Yo soy Dios”, “afirmo de mí que soy Dios”, se llena de dolor. Es una fórmula que llora
en sí misma, y no deja que se enuncie a sí misma en aquello mismo que es ella misma. Es la única
oración, el único enunciado al que le ocurre esto en el momento mismo de su construcción.
La humanidad no puede ver, entonces, ese horizonte que hay detrás, que necesariamente aparece
contradictorio a este horizonte racional nuestro. ¿Cómo puede naturalmente el ser humano, en su flaqueza
humana, imaginarse celestiales jerusalenes, un mundo fabuloso de felicidad? No puede.
Es una fórmula que queda en un estado de infarto cardíaco. Pongamos corazón a ese enunciado…
Pues está en un estado de infarto. Para mí es una oración o enunciado infartado.
No caben más que dos alternativas:
a) Ser ateo
Rechazar a Dios y hacerlo hasta por vía afectiva, pues no se siente ningún afecto por Él. No se ve
cómo puede entenderse aquello de amar a Dios.
—No puedo amar, no puedo sentir afecto por un ser que a mi mente y a mi corazón se me representa
cruel o, por lo menos, inhibicionista e introvertido en su gloria.
Pero decir: “No creo en Dios”. ¡No…! Tampoco es lógico, porque se está dando en la fórmula,… se
está dando. Está ahí presente, y está en la voz humana, en el fondo de la existencia humana, como una voz
que se denuncia a sí misma,… está ahí un Alguien. Está en la percepción misma de mi ser personal. Hay
que ir más allá de la percepción racional de la existencia de Dios.
Tampoco podemos quedarnos en la no percepción racional de la existencia de Dios. El ser ateo es
muy fácil, porque tampoco explica el ateísmo el peso inmenso del dolor humano. Decir que todo es
materia, que todo se reduce a un proceso y emerger de la materia… No. ¡Demasiado inteligente la
materia!… ¡Demasiado inteligente!
¿Qué virtudes son esas que tiene la materia para provocar un dolor organizado? Demasiada
inteligencia la de la materia. El ateísmo es, en este sentido, una claudicación, una inmersión de una razón
que se ha reducido a sí misma, y arbitrariamente, a materia. ¡Qué tristeza la del ateísmo, que se ha
construido un mundo de oscuridades donde se adora arbitrariamente la materia! El ateísmo es un intento
anómalo de evasión de la realidad de la existencia humana.
b) Ser creyente
Hay quienes no han sufrido nunca; son aquellos a los que apenas les pasa nada, y no dan mayor
importancia a las tragedias; incluso tienen como un especial empeño en tratar de defender como pueden a
Dios. Es, como si dijéramos, intentar hacer una defensa de clase, una especie de defensa burguesa.
—Como yo lo paso bien, o no lo paso mal del todo, no veo tanta tragedia; como a mí no me ha
ocurrido nada, y, en fin, tampoco encuentro respuesta para poder replicar a su objeción… simplemente no
me planteo la no existencia de Dios.
Es la otra alternativa dentro del campo de la razón.
¿Se puede decir, entonces, que Dios es cruel desde este ámbito?
Eso es lo que vemos. Eso es lo que entendemos; no lo que quisiéramos entender. No queremos
entender que Dios pueda ser cruel, nos resistimos a ello.
Hay que distinguir entre lo que entendemos y lo que quisiéramos entender, y estos dos supuestos nunca
coinciden, porque entendemos hasta cierta medida, pero todos quisiéramos entender que las cosas fueran
maravillosas. Entendemos según unos límites, pero quisiéramos entender sin límite alguno. Todos
quisiéramos ser listísimos y tener, además, la suerte de ser muy bien acreditados ante los demás grupos
humanos. Esto es inteligible; esto se entiende. Forzar esta forma tan clara y sensible de entender las
cosas, desde el punto de vista racional, lo encuentro perfectamente inútil, y es tan inútil que,
efectivamente, la humanidad en general no se mueve de este estado racional en que se encuentra cuando
se plantea ponerse en movimiento para pensar teológicamente acerca de Dios.
—Vamos a ver don Fulanito, doña Menganita, muchacho, niño, conviene que practiquemos la
interioridad. Pongámonos todos en situación de interioridad, entrar dentro de nosotros mismos para
reflexionar sobre las postrimerías de la existencia humana.
Esto es inútil, diría cualquier predicador, cualquier conferencista, cualquier apologista. Es de
dialéctica barata tratar de convencer a todos de que, efectivamente, Dios existe, y que el argumento es
evidentísimo. Pero hay que percatarse de que no es tan grave no llegar a tener una persuasión acerca de
la existencia de Dios, sino, en cierto sentido, llegar a tenerla. Porque, mientras se duda, todavía no se le
ahorca, no se le crucifica, no se le ataca; pero, cuando se llega a la persuasión racional, es otra cosa muy
distinta. No nos deja indiferentes. Tengo que afrontar el hecho.
Yo, incluso, me plantearía no ya este campo perfectamente inteligible de la opción atea o deísta; es
decir, que la humanidad reaccione de la manera que hemos dicho según sus formas culturales o su grado
de su cultura, la magnitud de su ignorancia, el salvajismo de su vida; en fin, según todo este complejo
sicológico en que la humanidad se mueve. Observo que, abandonado este campo, y fijándome en el
porvenir religioso de la Iglesia de la manera que puedo entender y lo que entiendo, hay unos hechos que
arrojan una lectura para que podamos acometer y proyectar el futuro.
Estas actitudes racionales del ateo y del deísta no son objeto de fe. La fe nos da la persuasión de que,
según estas consideraciones, tenemos que creer lo contrario de lo que se nos presenta a la razón, según
estamos viendo. Tenemos que creer que Dios es infinitamente misericordioso, que es exactamente lo
contrario, o está en contradicción con nuestro dato de razón: el sufrimiento humano. Y el motivo de que
sea contrario a la razón no son las ciencias, ni la Cultura, ni el arte, sino que el motivo único es porque el
argumento de la vida es el dolor humano. Digo “dolor” al conjunto de todos los males habidos y por
haber, sean morales o físicos. Como ya he dicho, los males que se quieran: desde el menor y más simple
hasta el más grave y trágico.
1.2. El sentido racional de la Providencia Divina
Se pueden hacer unas evaluaciones racionales, sin entrar en que todo puede ser de otra manera, que
Dios puede hacer un milagro, que a Dios todo le es posible y para nosotros todo nos es imposible.
Voy a fijarme precisamente en que a Dios le es posible y a mí imposible, y acometo la tarea sin saber
cómo se ha producido, cómo ha venido, cómo se ha ocasionado.
Me voy a proponer defender su gloria, voy a comunicar su mensaje, esos altísimos ideales que Jesús
de Nazaret —como podría ser, por ejemplo, Pepe Pérez— comunicó a un grupo de íntimos, mejor o peor
preparados. Y lo hizo mostrando ciertas exhibiciones taumatúrgicas con ellos para que dejaran
constancia, con más o menos claridad, de este mensaje o revelación que trajo a la humanidad.
Y yo, pasados tantos siglos, me lanzo a una acometida. Y tengo que decir que son tales las
dificultades, que es tal la magnitud del esfuerzo y tan escaso el fruto con criterio racional, que es algo tan
fuera de lugar que tendría que contar con su concurso divino. Pero…
—¿Dónde está tu concurso? ¿A qué nivel tiene que darse tu concurso?
No hay siglos suficientes; es decir, me encuentro insatisfecho; tengo una insatisfacción fundamental en
la vida. Aplico, entonces, el argumento:
—A mí me es imposible, pero Tú has dicho que a Ti te es posible. Pero es que no veo dónde están los
frutos de esa posibilidad de tu obrar, de forma tal, que se ve por las dos líneas: o la del sufrimiento
humano, por la cual yo no veo dónde está tu infinita misericordia, y no me siento motivado racionalmente
en orden a promover tus ideales; o la de tu infinita taumaturgia, que tampoco la veo racionalmente. Lo
que veo es precisamente la abundancia en orden al mal, y la escasez en orden al bien. Y lo englobo todo.
De lo primero, se sigue la protesta humana; de lo segundo, llegar a pensar intelectualmente que esto no
merece la pena: que tu empresa, tus ideales, la verificación de tus ideales, en este mundo, no merecen la
pena.
No hay Providencia suficiente, no hay medida suficiente, en orden a la razón, para acometer con un
sentido de empresa tu mensaje, y, en un momento dado, dar un giro generosísimo a las cosas: tantas almas
que no tendrían que figurar y tantísimas otras que son las que precisamente tendrían que figurar.
¡Son tantos los que mueren sin fe, tantos los que han muerto sin haber vivido! Éstas son las dos
actitudes sicológicas que figuran, diríamos, en el catálogo de las actitudes humanas del mundo en que os
movéis, y algo de esto también está marcado en vuestro propio corazón.
Así, el ser humano pierde aliento, y esta pérdida de aliento, esta falta de energía, este no desarrollar
toda la potencia energética de su carácter, de su espíritu, de su ánimo, se ve palpablemente en el contexto
general de la vida humana y en el contexto particular de aquellos que, incluso, sin entrar ahora en la
dinámica del donum fidei, lo aceptan.
Pero, además, estas dos vías, diríamos así, contestatarias, que están ahí, en el fondo del corazón de
todo ser humano, más o menos dormidas según la situación en que se encuentre, prestas a despertarse,
comportan como una síntesis. Cada ser humano se encuentra en este contexto para construir su vida, y esta
construcción tiene una cúpula: la brevedad de la vida humana; es decir, de mi vida, de tu vida, no ya de
“la vida”, sino de la mía, de la tuya en concreto.
¿Qué me importan a mí las generaciones que pasaron? ¿Qué me interesan a mí las generaciones que
vendrán? Incluso tampoco me puede interesar demasiado la generación presente, porque es tan breve mi
vida que apenas merece la pena mover un dedo para que una generación o una partecita de esa generación
cambie en algo. ¡Es tan breve la vida que no da tiempo prácticamente a nada!
Si, por ejemplo, la huella de un acontecimiento fuese más profunda y produjera unos efectos
espectaculares en un momento dado de la historia, y quedara narrado en los libros de historia religiosa o
sagrada, sería una lectura de un recuerdo o de una huella prácticamente arqueológica.
¿Vais por esos mundos de Dios? Mirad los monumentos, las ruinas que quedaron de lo que hicieron
las generaciones que vivieron en ellos después de construirlos, demolerlos y volverlos a construir. Veis,
a su vez, las ruinas humanas. La misma brevedad de la vida también nos corta el aliento para hacer
demasiado drama de estas contestaciones —diríamos— a ese argumento especulativo que parece que
hemos conquistado sobre la existencia de Dios: un Dios que, dialécticantente, tiene que ser infinitamente
misericordioso, infinitamente poderoso, infinitamente bueno, infinitamente prometedor, infinitamente
todo, pero que aquí no vemos nada de eso.
2. El mal del mundo con ejemplos desde una razón vivencial
2.1. ¿De qué pueden dar gracias a Dios determinadas personas?
Os estoy diciendo esto como lo haría con cualquier auditorio. Y así cualquier persona que entrara y
escuchara esto diría:
—He aquí una conferencia para demostrar la no-existencia de Dios.
Es como defender una especie de ateísmo y salir todos con el corazón congelado. Incluso parece que
conviene que creamos en Él para poderle otra vez increpar, abofetear, reírnos de Él… En fin… protestar.
Es un método sicológico realmente muy curioso, porque deben de salir todos excitados con espíritu
iconoclasta. Es como una especie de mística de la rebeldía. Pero… ¿quién me niega a mí que eso no es lo
que pasa en el fondo del alma de todo ser humano?
Estamos utilizando, reitero, sólo y exclusivamente este instrumento llamado de razón. Podrá decir
alguno: “Yo esto nunca lo había pensado de esta forma”.
Tengo el recordatorio de que estando no hace mucho tiempo en Estambul, viendo a un ser humano se
me revivió esto. Fue como un diálogo, una afirmación que, desde esta entelequia, yo hice:
—Señor, éste no te puede dar gracias de nada.
He aquí que en las religiones se dice: “Dar gracias al Señor, darte gracias”.
—Señor, éste ¿de qué te puede dar gracias?
Yo lo miraba. No tenía piernas. Le faltaban los brazos. Estaba ciego.
—¿Éste de qué te puede dar gracias? ¡Dímelo de tal manera que yo lo entienda! Porque… para dar
gracias será entendiendo que ha recibido un don maravilloso, y que te glorifica en estas condiciones.
Y yo lloré con todo el peso de mi alma, sin entrar en la bondad o maldad de ese ser humano o de
ningún ser humano.
¡Pero he visto tantas miserias! Como me ocurrió en otro viaje —son conmociones que me ocurren—,
cuando vi a un niño de ocho o nueve años y una indígena —estaba lloviendo en el Cuzco a cántaros—,
envolviéndose los dos en una manta con los colorines propios de su arte, en un soportal, para pasar toda
la noche, desnutridísimos los dos. Pero cuál no fue mi asombro cuando esta mujer se sacaba el pecho…
Y, en ese momento dramático y sublime, le chupara ese pecho un chico de ocho o nueve años. Era todo el
alimento que esa noche iba a tomar. Por lo que se ve, ella no iba a tomar nada; y él, una gota de grasa en
lo recóndito, en las arcadas de aquellos soportales verdaderamente oscuros… Claro, si lo ve un pintor,
se emociona porque ya tiene motivo para pintar un óleo. Un escultor puede reproducir eso en bronce, en
mármol o en cemento, y llevarse incluso una medalla, una condecoración.
Yo temblé, y dije:
—¡Señor, dime de qué te pueden dar gracias esta noche esos dos seres humanos! ¡Dime cómo te
pueden adorar…!
Me quedé mirándoles discretamente para que no se percataran de que les observaba. Por respeto: un
sublime respeto a su vida e intimidad.
—Si yo les oigo darte gracias…, seguro que casi mi afecto se apoyaría más en ellos que en Ti. Diría
que lo sublime lo estoy viendo en ellos, y no en Ti.
Como aquella indígena que observé, en un templo, en el Paraguay, que oraba en alto, pidiendo auxilio.
Era de bastante edad, y no tenía para comer, ni para ella, ni para su hijo.
Iba con el Superior General de los misioneros identes y entonces convinimos:
—Observa, esta persona está esperando de la Providencia un milagro, una asistencia para hoy.
Y se acercó el Superior General y le dio una limosna o donativo, o cantidad, como se quiera decir,
con una cierta abundancia, cuanto era posible, para varios días.
La reacción de aquella mujer fue, con las manos juntas, ponerse de rodillas delante de él, en acto de
adoración. En aquel momento, también mi corazón se inclinó por la sublimidad grandiosa del gesto de
este ser humano.
Racionalmente hablando, mi corazón no se conmovió de Dios, no le encontré tan sublime a Él…
Encontré sublime a aquella mujer. Y…, poniéndome yo, racionalmente, —fijaos bien que estoy diciendo
racionalmente— en el lugar de Dios, me habría muerto de vergüenza:
—Yo, omnipotente, me inhibo como un sublime burgués.
2.2. El ejemplo de Job
Vamos a ver. Estoy, seguramente, en la línea de un argumento vital, maravillosamente religioso: el
argumento de Job que pierde a su mujer, pierde a sus hijos, pierde su hacienda… le viene la lepra…
Todo al mismo tiempo. Y él, Job, se pregunta:
—¿Qué injusticia he cometido? Se enfrenta con Yahvé para decirle:
—¿Qué injusticia contigo cometí?
He aquí que, en esta historia o leyenda, los teólogos, los pensadores, los juristas, los sacerdotes —
vamos, los beneficiarios de la religión—, cuando oyen a Job en ese estado de protesta de su alma con
Yahvé, le dicen que actúa como un sacrílego, un inicuo, un maldito, y que, por eso, le venían todos los
castigos.
El hagiógrafo hace aparecerse ahora a Yahvé para que Yahvé diga de Job que tiene razón, y que ellos
son unos sinvergüenzas, unos hipócritas. Job tenía razón, éste es el argumento vital de la razón.
Terminó la prueba según el pasaje bíblico, y entonces le devuelve los ganados multiplicados por no
sé cuanto, muchos más hijos, esposas; en fin, de todo. De todas formas, amigos, Job podría decir: “Es que
aquellas cabras que tenía… ¡las quería tanto! Y, sobre todo, aquella cabrita mía, que, en fin, desde
pequeñita la tenía en mi dormitorio”.
—Bien eso quedará recompuesto.
—Me curas la lepra. ¡Bueno! Eso será como decir: ‘me han operado de una úlcera y he quedado como
nuevo’. Olvidado y a celebrarlo y a tomar incluso un champán. Vamos a brindar, porque estoy
contentísimo después de todo lo que he pasado antes. ¡Olvidemos!
Pero hay algo que no puede olvidarse nunca: el amor, por ejemplo, ese primer amor que tuvo a aquel
primer hijo, que era su primogénito.
¡Una lágrima, un gemido interior queda escrito en el corazón ciertamente del que sufre!
Yo, en mis convicciones personales, desde el punto de vista de la razón —ahora estoy desde el punto
de vista de la razón— digo:
—Señor, si la humanidad tiene razón en muchas cosas. Creo que la respuesta también racional de
Dios es ésta:
—¡Bastante más razón de la que tú te puedas imaginar…! A lo mejor yo le he dado cuarenta razones a
favor de la humanidad y Él me diría:
—¡Te faltan cuatrocientas más!
Porque racionalmente eso no se puede desmentir. Se puede discutir sobre teorías. Lo que no se puede
discutir es sobre los hechos.
3. El donum fidei
3.1. La recepción del donum fidei
¿Tengo entonces, yo auditor inteligente, hechos todos estos razonamientos anteriores, que creer o no
creer?
Me vuelvo a dirigir a Él, y le hago una pregunta:
—Vamos a ver, amigo mío, si tiene usted la bondad. Entonces, ¿yo tengo que creer aquello que
aparece contrario o como contradictorio a mi razón acerca de usted?
La respuesta necesaria de Cristo sería:
—Sí, exactamente. Tiene usted que creer, exactamente de Mí, lo contrario de lo que se le aparece a su
razón, y está en atención a los hechos que usted está viendo.
Entonces le haría yo la segunda pregunta:
—¿Tengo que hacer un acto sobre mi naturaleza, sobre mi razón?
—¡Exacto! ¡Exactamente! ¡así es!
—¿Y esa sobrenaturaleza, a su vez, tendría que ser algo superior a mi propia inteligencia?
—¡Exactamente! ¡Exactamente!
Un auditorio educado, pero incluso escéptico, llegado a estas conclusiones…, un auditorio inteligente
que ha entendido rectamente la cuestión desde el punto de vista intelectual, muy educadamente tendría
que decir:
—Le agradezco, en todo caso, que me otorgue usted ese hecho sobrenatural, y si no me lo otorga,
perdone que no le pueda entender jamás; es decir, que no pueda creer en usted.
He aquí dos momentos de la cuestión: O me otorga ese hecho sobrenatural o no me lo otorga.
Cristo se le queda mirando y se empieza a producir un proceso de tal naturaleza en ese auditor
inteligente que, en ese instante, cae ante Él y lo acepta.
Pues… terminó la conferencia. Se dan la mano. Se despiden. Él se va a su casa o al hotel. El otro se
va a su casa o a otro hotel.
—¡Adiós!
—¡Pues, adiós… Muy buenas…
O también, como pasó con Nicodemo y con otros, no otorga el don.
Ésta es la relación, en ese momento dramático, entre la fe y la razón. No pongamos la razón en el
campo teórico, estructural. No es una razón pura en sí, flotando, emergente. No. ¡Por los aires…! ¡No!
¡No! ¡No! Debe ser una razón con su objeto experimental, empírico, de la vida misma: una razón cuyo
objeto sea la vida, que tiene vida y que analiza sobre la vida. Una razón dispuesta, abierta, generosa. Ésta
es una razón que ve que no alcanza el don sobrenatural, pero que sabe, sin embargo, que puede ser
transformada por el donum fidei.
Y, entonces, ¿cómo es la vida? ¿Cómo se presenta la vida? Con todo el drama propio de la vida
misma. Que esto es lo que gravita sobre la razón humana, con un peso inmenso. No podemos evadirnos
de la realidad, antes bien, debemos aceptarla y afrontarla.
3.2. El “sígueme” como consecuencia del donum fidei
Bien, en toda audiencia, en todo auditorio, puede existir alguien —y siempre se ha dado el caso—
que, al afirmar Cristo que es Dios, se resiste y empieza a atacar, pidiendo una respuesta racional.
Cristo puede contestarle:
—Sobre eso Yo no sé nada. Eso sólo lo sabe mi Padre.
Y, a su vez, el oyente puede ponerse de acuerdo, aceptando la situación.
Es ese el momento, el signo, la señal de la entrada en el alma del donum fidei. En ese instante, dos
antítesis entran en comunión. Pueden seguir así una serie de preguntas:
—¿Cuántos serán los justos, y qué ocurrirá en esto, y qué ocurrirá en lo otro?
Solamente se oye de este hombre, que dice que es Dios, el hecho de:
—¡Sígueme! No hay más. ¡Sígueme!
—Y ¿para qué?
No te preocupes de nada. ¡Sígueme!
Es el hecho de que los dos salimos cogidos del brazo, como dos amigos, para compartir una unidad
de empresa a sabiendas de que no le preguntaré lo que parece ser que no debo preguntarle e, incluso, de
no cometer la imprudencia de preguntarle alguna cosa que Él va a juzgar que es una impertinencia.
Porque entonces Él me diría:
—Esa pregunta es impertinente.
Y esto le pasaba con los Apóstoles. Los Apóstoles le preguntaban, y según fuese la naturaleza de la
pregunta, así era su respuesta. Observad dos características. Cuando los apóstoles le preguntaban acerca
de verdades morales, de cosas de conducta, de su espíritu religioso, Cristo les aclaraba las respuestas
con metáforas, con parábolas; pero como había, incluso, una reiteración, algunas veces protestaba:
—Pero… ¿tampoco entendéis esto?
Cristo tenía la tendencia a que no se le preguntara dos veces una misma cosa, y ya menos tres; y,
desde luego, que no le preguntara nadie cuarenta veces la misma cosa y siempre lo mismo.
En principio, cuando versaba sobre cosas razonables, Cristo contestaba, aclaraba la lección,
explicaba una idea… Pero si le hacían otra clase de preguntas que no tuvieran relación con esto,
automáticamente Cristo no contestaba. E, incluso, cuando eran fariseos que iban con doblez, les daba la
vuelta al argumento de tal forma que siempre les humillaba en sus malas intenciones; es decir, descubría
ante el auditorio la doble intención que llevaban haciéndoles caer en el ridículo.
Muchas veces Cristo no contestaba a sus preguntas, sino que denunciaba ante los demás que sus
interlocutores tenían un espíritu de doblez. Motivo más que suficiente para decirles después: “¡Adiós!”.
Y se marchaba, dejándolos a todos, sobre todo a los fariseos, iracundos, con sentimientos coléricos, con
espíritu de revancha, o de venganza.
Entre el público siempre hay ese elemento de crítica, incluso política, de las religiones, como la de
los fariseos; y también hay otro elemento de admiración:
—Lo que dice éste no lo ha dicho nadie.
Y se asombraban aquellas gentes. Y entre unos y otros, Cristo se evadía y no daba respuesta al asunto
que era la clave de lo que exactamente le planteaban. Dejó en el contexto, de una u otra manera, una serie
de verdades: que son tres Personas Divinas, que hay unos Sacramentos, una realidad moral, un cuerpo
bastante completo…
Pero existe algo clarísimo: que todo esto no basta para calmar, diluir esta angustia universal, esta
rebeldía universal, esta duda universal, esta opresión que siente el corazón acerca de algo tan claro como
decir:
—Quiero comprender perfectamente cómo se conjuga tu infinita misericordia con toda esta
humanidad creada por Ti, sucumbiendo miserablemente ante el sufrimiento.
Porque si se viera que los buenos, por ser buenísimos, no padecieran ningún mal, y que solamente los
malos iban a sufrir, entonces aparece algo claro: sufren porque son malos.
Y éste es el argumento que se hacían los propios fariseos, y el mismo pueblo de Israel. Este sofisma
late, de alguna forma, también en el corazón humano:
—¡Hombre!, a esos les han ocurrido tales cosas porque han pecado contra Dios.
Pero viene Cristo y dice:
—No es verdad. Eso no es verdad. Y vosotros: o hacéis penitencia o si no os va a ocurrir mucho más
que a todos aquellos. Porque ¿creéis vosotros que vuestros pecados son mucho menores que los de
aquéllos? De eso nada.
Desde luego, aclaraba una cosa: que no eran malvados, que no eran malos. Pero entonces dejaba en
nueva expectación, otra vez desamparados e impotentes, a los de la multitud porque pensaban:
—Siendo buenos, ¿se les castiga de esta forma? Creíamos que eran malísimos, porque incluso por
algo de mal también nosotros pereceremos.
3.3. Somos mucho más que nuestra pobre razón
Yo digo de mí, por ejemplo: ¿cuál es la alternativa? Desaté la alternativa hace muchísimo tiempo,
hace muchísimos años —ya ni me acuerdo—. Han pasado muchos años, casi medio siglo. Bueno, pues…
yo me lo formulo así:
¡Por fin, no entiendo nada por mí mismo, y por ello mi fe en Ti es total! Porque, si entendiera algo, en
eso ya no podría tener fe, pues ya entendería. Objeto visto. ¡Por fin, al fin…, no entiendo nada! Resuelta
la cuestión. Ya no me volveré a preocupar, desde este momento, tratando de entender algo por mí mismo.
¡Nada! Y te otorgo, con esta clausura total de mi entendimiento, o razón en orden a Ti, una fe total. A
pesar de que el signo de mi razón arroja un juicio pésimo de Ti, yo te otorgo a cambio un reconocimiento
completo de Ti.
¡Creo en Ti! Y, como el campo de mi entendimiento queda completamente barrido, porque yo no
quiero saber algo de Ti, sino todo; y como esto ya no es posible, es imposible, entonces renuncio a todo
para quedarme en nada; y ese todo, que es el apetito de mi razón, lo paso, entonces, como magnitud de mi
fe, y creo todo de Ti. Todo el bien de Ti. En una palabra: “creo absolutamente en Ti”.
Y, desde este campo, elaboraré ahora argumentos de fe, que no pueden ser el fruto de mi razón. Pero,
no sin mi razón, armo los argumentos. Pero ya no son argumentos de razón: no proceden de mi razón, no
pueden salir de mi razón en absoluto. Es decir, he clausurado mi razón. Se acabó. En huelga indefinida.
En una palabra, no me interesa la razón; no me sirve, porque yo tengo que salir de la contradicción. Yo no
he nacido para vivir en un estado de contradicción permanente. Me escapo de mi propia razón para que
sea mi fe la que, definiendo formalmente a la razón, dé sentido a todas las cosas.
Entonces hay ya otro nuevo elemento. Se descubre un nuevo elemento místico. El pensamiento místico
no es de razón, si bien no es sin la razón; no pertenece a la razón, no brota de la razón. Y si es posible
que nos salgamos de la razón, tenemos una potencia superior a la propia razón. Quiere decirse que yo no
soy mi razón; soy mucho más que mi razón. Es como decir:
—Yo no soy mi estómago, o yo no soy mi mano derecha, o yo no soy mi ojo. Ni siquiera soy mi fe
porque es un donum que me lleva a “algo+” que, trascendentalmente, me define. Soy mucho más que mi
propia fe, soy más que todo lo que pueda decir de mí; soy más que todo eso.
Hemos visto que, racionalmente, ni Cristo ni su afirmación en su divinidad, tienen demasiado
porvenir en esta vida, y, desde luego, está probado, está demostrado que no tiene porvenir. Hay una duda
crónica, una censura crónica, y un estado crónico de duda, de censura y de queja respecto de este
supuesto del Dios existente.
No sé si hay muchos hombres con una creencia total en algo. Tengo la impresión de que es una
apreciación común el hecho de que no haya personas con una creencia total. Pienso que no hay nadie que
tenga este tipo de creencia. ¿En algo? En algo durante una temporada se dan muchas gentes, para pasar de
un objeto a otro. Cambian de creencia o de objeto de creencia como cambian de camisa o, como se suele
decir en castellano, cambian de chaqueta.
Termino esta exposición con aquello que yo dije un día a mi razón:
—Adiós avecilla mía, adiós, me despido de ti. ¡Oh mi amada razón! Me despido para siempre! Voy a
horizontes mejores y con facultades nuevas, con alas nuevas. Adiós, ¡oh santa razón de la vida! Te jubilé
hoy para siempre. Duerme en tu mundo y duerme para siempre.
Yo os diría a vosotros:
—El día que vuestra razón también duerma el sueño de los justos, y, cantándole nanas, se suma en un
sueño, en su dormición para siempre, entonces diré: “¡Seres humanos, adorables criaturas, volaréis por
horizontes cuyos bienes no podéis entender nunca con la razón!”.
Los bienes divinos se deterioran, quedan bastante deformados con el instrumento de la humana razón
cerrada en sí misma, egotizada. Porque, por un misterio, trataremos de inquirir en este misterio, pues la fe
y la razón aparecen como dos brazos, como los dos brazos de la cruz, cruzados y en dirección contraria;
son opuestos entre sí en el campo de los hechos, en el campo de la historia, y toda filosofía especulativa
acerca de su armonía no es verdad, porque la experiencia dice que eso no es verdad, no es que es una
utopía, es que no es verdad. Tenemos que dejar que el donum fidei eleve y transforme nuestra razón que,
por sí misma, no puede “videnciar” lo celeste.
En definitiva, podemos sumergir en la región de los sueños, de la dormición, a esta pobre infantil
razón, porque somos mucho más que razón. Educarnos en eso que es más que nuestra pobre razón, es la
vía ciertamente propia del espíritu humano. Y, claro, para alcanzar este sentido de la educación, es la
segunda lección, la otra lección, la lección del donum fidei, su estructura, contenido, magnitud, finalidad
y fruto.
4. Contenido del donum fidei
4.1. La transverberatio y el deseo
¿Cuál es el contenido último del donum fidei? ¿Adónde me conduce? ¿Cuál es la ambición, la
acometividad, la razón última, su fecundidad última, el significado más elevado del donum fidei? Se ha
hablado mucho del donum fidei, del don de la fe. Pero, ¿qué es realmente este don?
No estoy hablando del depositum fidei, de la Escritura y de la Tradición, cuyo intérprete auténtico es
el Magisterio, sino del donum fidei, del don de la fe, de la fe como virtud teologal, una fe que es
inseparable de la esperanza y de la caridad; es más, la caridad —o amor elevado al orden santificante—
es la síntesis de la fe y de la esperanza. La fe, por tanto, adquiere todo su sentido desde el amor o
caridad.
Teniendo en cuenta esto, la esencia del donum fidei está, sobre todo, en una palabra que yo he
utilizado, y, aunque no es usual, puede reconocerse su significado fácilmente. Es un significado sencillo,
pero conviene expresar visualmente realidades no expuestas.
Esta palabra es la “transverberatio”, la “transverberación”, término clave significativo del amor
sobrenatural. Históricamente esta voz quedó incorporada a la Teología Mística de Santa Teresa de Jesús.
Parece ser que no fue ella quien utilizó o asoció este término para expresar la experiencia extraordinaria
que tuvo cuando un ángel le clavó un dardo de oro en el corazón experimentando con este hecho místico
un cambio, una transformación, que la puso en un estadio altísimo del amor divino. La palabra corazón,
aquí, es un término sensible. Esta experiencia encierra el sentido de un toque del amor de Dios, del
Espíritu Santo, en el espíritu de la Santa. He elevado el nivel simbólico o fenomenológico de la palabra
“transverberación” a un nivel ontológico. Este vocablo, que viene del verbo “transverberar”, significa
perforar, abrir un agujero, traspasar de parte a parte. Su significado o contenido ontológico, que afecta al
ser o existir de la persona, lo he comparado con un berbiquí que penetra en un muro con la broca, hace un
agujero, se mete una escarpia y se coloca un cuadro. Tenemos, de este modo, lo siguiente: primero, el
instrumento que perfora; segundo, la superficie perforada; tercero, la espiral que deja el berbiquí, que es
por donde va a entrar después la escarpia o tornillo.
Si trasladamos estos términos de la comparación a su acepción ontológica o mística, vemos que el
instrumento es la actuación ad extra de Dios que, penetrando en el existir del ente (espíritu) que Él
mismo crea, lo troquela y le pone la escarpia; esto es, le infunde el gene ontológico o místico por el que
nuestro espíritu queda genéticamente estructurado, conformado a imagen y semejanza de Dios. Le llenó la
oquedad con ese gene infundido, don que constituye la mística riqueza del espíritu creado y que,
procediendo de Dios, forma la esencia y la sustancia del ente espiritual. En virtud del gene ontológico,
que se da con la creación del espíritu, queda éste en estado de ser místico, con su acto de ser, forma de
ser y razón de ser; de este modo, la persona humana, con su gene ontológico, queda constitutivamente
unida al Absoluto, pudiendo comportarse y realizarse, genéticamente, a su imagen y semejanza. La
apertura de la persona al Absoluto, su sed de infinito, de inmortalidad, de verdad, de bien, de perfección,
etc., lo es en virtud del gene ontológico o místico que recibe del Absoluto constitutivamente en heredad.
Entonces la transverberación no es un puro fenómeno. Ha penetrado en el espíritu místicamente lo divino
de tal modo que quedamos definidos por la divina presencia constitutiva del Absoluto en nuestro espíritu
libremente por Él creado.
Por tanto, hay una compenetración “de” “en” “para”. Ahora sería explicar las propiedades y
características de esta compenetración, al igual que decimos de las personas que se compenetran en el
campo de sus sentimientos, de sus ideas, de sus gustos o de sus aficiones. ¿Hasta dónde podemos llevar
el significado de esta compenetratio?
La “transverberación” es una comunicación de esencias entre sí, donde, efectivamente, unas esencias
compenetrándose con otras comportan, en su resultado, la metáfora “tener un sólo corazón”, que es como
poseer una misma esencia todos, compenetrándonos la ratio essendi última. Quiero decir con ello que
Dios penetra en nuestro ente infundiéndole, místicamente, la ratio essendi para que nuestro espíritu quede
compenetrado con la divina ratio essendi. Nuestro espíritu actúa con esa ratio essendi y no puede actuar
de otra forma si quiere realizarse a imagen y semejanza de la transverberación de las Personas Divinas;
sólo así podemos encontrar la plenitud de ser personas entre personas.
Nuestra esencia es, a nivel deificans o general, ese acto “compenetrativo”, lleno de ratio essendi.
Este acto compenetrativo es una transverberatio constitutiva, dada a todo ser humano desde el momento
mismo de su concepción; es acto de ser de nuestro espíritu creado que nos hace personas. Esta
transverberatio constitutiva no es salvífica; es sólo gracia dispositiva para la transverberatio
santificante o cristológica. Con esta transverberación santificante nos compenetramos con Dios el don
infuso de la santitas, la santidad, que nos es infundida por Él mismo. Nos compenetramos con Él este
gene místico, que ha sido transformado por el bautismo en santificante gracia salvífica, cuyo resultado es
un mundo inacabable de místicos deseos.
—Te deseo…
Éste es un deseo en que consiste la movilización íntima de la propia razón de ser, de mi propio ser.
—Mi deseo es lo que yo trato de transverberarte, comunicarte, compenetrarme contigo, hacerlo tuyo y
tú hacerlo mío…, porque ésta es mi ratio essendi.
Es este “más” superactivo, que está en el mundo de los deseos, de las aspiraciones íntimas, que
podemos después concretar, siempre insatisfactoriamente, bajo cualesquiera razones de esta vida.
He aquí ese joven que estudia bachillerato y desea terminarlo, y después que termina, desea ser
químico o matemático, y después cuando ya es matemático, desea otra cosa… Siempre nos pasamos
deseando en este mundo, como dice San Agustín: Cor nostrum inquietum est. Hasta la oración misma se
convierte en un deseo, ese deseo que no se identifica con ningún objeto porque es un deseo que sólo
puede quedar satisfecho hasta que se posea completamente a Dios. Cuando se alcanza un objeto, se
pierde el deseo de ese objeto porque ya es una cosa alcanzada e, incluso, desgastada. Sin embargo, el
místico deseo, que es abierto y no queda satisfecho con nada, es una constante que acompaña siempre al
ser humano en esta vida.
La transverberatio, supuesta la revelación de Cristo, se refiere a ese sobrenatural llamado “gracia
santificante”, que vengo a denominar el “transverberans”, nivel transverberans —elevación
cristológica del nivel deificans o constitutivo—, porque se penetra y se compenetra, sub ratione Christi,
con nuestra propia ratio essendi, y que, ciertamente, no es otra cosa que el don divino de la gracia
santificante.
4.2. El donum fidei como potencia sobrenatural
La mística procesión, procedemos místicamente de Dios, es el acto ad extra del proceder de las
Personas Divinas en la persona bautizada y cuyo sujeto atributivo es el Espíritu Santo. Así podemos
decir que el acto sobrenatural del Espíritu Santo nos atrae hacia sí y, atrayéndonos hacia sí, nos atrae con
aquella misma virtud con que Él se atrae al Padre y al Hijo. Nos atrae —digo— al Padre y al Hijo hacia
nosotros, y nos lleva a nosotros al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo es el que nos atrae al Padre y al
Hijo en virtud de ese acto, en virtud de ese acto propio, inhabitante en nosotros, transverberante. La
inhabitación es transverberativa. De este modo, nuestro espíritu lleva potencialmente toda la virtud
divina, que decimos donum fidei, que ya con el bautismo nos es infundido y nos da la potencia.
El donum fidei es la potencia, esa capacidad in se que tenemos, aunque no hagamos nada, ni sepamos
usarla, ni manejar sus energías. Es como si me regalaran a mí un pantano. Tendría que decir:
—¿Y qué hago yo con este pantano? ¡Como no sea nadar todos los domingos en él, o atravesarlo con
una barca! ¿Qué hago yo con esto?
Me dirían:
—Mire, ese pantano tiene tanta potencia para crear energía eléctrica; con él podría Vd. dar luz
eléctrica, exagerando un poco, a media España o a media Francia.
—Pero, ¿cómo? Yo no sé hacer eso. ¿Qué puedo hacer yo con el pantano? Esto es demasiado para mí.
Hay una potencia. Es comparable también con una finca inmensa que recibo y que tardaría días en
recorrer montado a caballo, parecida a esos ranchos americanos que podrían producir toda clase de
cosechas y criar miles de cabezas de ganado…
—¡Pero no sé qué hacer con ese campo! Necesitaría incluso cientos de personas para la recta y
completa explotación de ese campo que me han dado como regalo.
El donum fidei es una potencia que tenemos, pero que no sabemos manejar; ni siquiera podemos
hacerlo.
De aquí que los teólogos, mentes agudísimas cuando son asistentes y fieles al ejercicio de la Cátedra,
y los Santos Padres y Doctores, y los Sumos Pontífices, que han pasado a través del tiempo…, se
entusiasman porque, de pronto, encuentran una palabra realmente exacta, inspirada, pero que no sabemos
lo que significa en su conjunto; puede ser una palabra o expresión que queda ambigua, vaga, pero que se
etiqueta y parece ser que, cuando se pronuncia, todos la damos por sabida, aunque no se entienda
completamente. Sucede esto, por ejemplo, con la expresión “gracia actual”.
Se hacen toda clase de esquemas sobre la “gracia actual”, surgen una serie de problemas, y empiezan
a discutir y a dividirse los teólogos en diversas escuelas con el objeto de dilucidar las relaciones,
posibilidades, divisiones, etc., de la gracia actual con la libertad y la gracia santificante. En realidad, la
gracia actual es el acto sobrenatural del espíritu Santo, que es anterior, praeveniens o antecedens, o
posterior, subsequens, o concomitante, concomitans, a esa potentia essendi que decimos el
transverberans, que, como hemos afirmado, es esa energía, esa potencia que nos es dada para la
compenetración con la divinidad, y que requiere, naturalmente, nuevas actualizaciones por medio de las
gracias actuales.
Diríamos, en términos aristotélicos, que tenemos que poner la potencia en acto; lo cual supone montar
todo ese complejo hidroeléctrico para que ese enorme pantano que me han regalado comience a producir
luz a la media España que me he referido. Sin entrar ahora en mayores puntualizaciones sobre los
esquemas sapientísimos de la gracia actual, diremos que ésta no es otra cosa que esa intervención ad
extra del Espíritu Santo que va actualizando con nosotros ese transverberans que, como potencial, ya
puso infundido en nuestro espíritu.
Para que el Espíritu Santo lo ponga en actividad, requiere una disposición, unas condiciones del
individuo, y que, a su vez, va promoviendo Él en un contexto general implícito en esta palabra de Cristo:
“¡Sígueme!”. Es cuando el Espíritu Santo nos pone en actuación, en actualidad, esa energía, esa potencia
en kilovatios o en caballos de vapor, como comparativo de la gracia santificante y la gracia actual.
La gracia santificante es el transververans, y la gracia actual son sus actualizaciones. Estas gracias
podemos compararlas al hecho de tener estómago y al acto de digerir. Si me da el Señor un estómago
fabuloso, entonces magnífico, pues será capaz de apetecer cualquier cosa; pero resulta que no tengo el
alimento. ¿Qué puedo hacer con el estómago si no tengo alimento? Tengo un estómago, tengo la gracia
santificante, pero resulta que sin la gracia actual, que es el alimento, no puede cumplir su función. No
puedo alimentarme tampoco con una judía al día, pues el estómago se me quedaría raquítico y, al final,
me quedo consumido.
Necesito, ciertamente, alimento, nutrición. Esa es la gracia actual que, nutritiva de la gracia
santificante, pone en acto ese gene mío, también infuso, para progresar en aquello que es la ratio essendi
del donum fidei, del contenido del donum fidei, que es la transverberación, y llevarla a su consumación.
Esta consumación es llamada por mí “unión transverberativa”, y denominada por Santa Teresa
“matrimonio espiritual” o “matrimonio místico”. Este matrimonio es la razón más elevada de la
existencia del ser humano.
Esta “unión transverberativa” es denominada asimismo “desposorio místico” o “matrimonio
espiritual” por Santa Teresa, que es vincularnos con Dios nuestra propia ratio essendi, nuestra razón de
ser. Esa razón de ser que le define a Él como Dios, y esa razón de ser que me define a mí como creado
por Él. Razón de ser mía que halla su definiens en Él. Para progresar en la ratio essendi del donum fidei
debemos tener en cuenta el contexto penitencial. Iremos avanzando en ella en virtud de unas condiciones
éticas, ascéticas, humanas, que Él ha establecido y que constituyen una necesidad objetiva. Todo ello da
lugar a la especialidad de la santidad o de la perfección de la caridad o del amor: este amor de deseo, o
este deseo de amarle a Él. Es una especialidad de la “bondad” como atributo del ser.
Así va avanzando el asceta, ese que estaba en el auditorio que le dice a Cristo:
—Yo te sigo, aunque no sé adónde, pero de alguna forma yo siento entreabierto en mí el porqué, el
para qué y el cómo. Percibo el contenido último y el significado último. Yo te sigo incluso porque veo
que con tu palabra me contagias, me elevas los sentimientos de mi alma. Yo te sigo porque veo en Ti que
eres un gran hombre, eres un líder. Yo te sigo, me lo juego todo y pongo la interpretación de mi destino en
tus manos para acompañarte a donde sea. No sé cómo acabaremos los dos.
Sabemos exactamente cómo acaba aquel que sigue a Cristo porque Él lo comunica. ¿Cómo acabó Él?
¿Cómo van a acabar los dos?
Pepito o Juanito, ¿sabes cómo vas a acabar conmigo? Vamos a acabar los dos en la cárcel. O si
estamos en el siglo I, en la época de Herodes, de Pilatos, ¿dónde vamos a acabar? Piensa, Juanito,
¿adónde vamos a acabar? ¡En la cruz! Mira, en aquel montículo que está en aquel Calvario…, que es el
recurso que Yo he aprovechado para la redención.
Capítulo Tercero:
REDUCCIÓN Y POTENCIACIÓN EN LA MENTE
1. Las dos leyes del espíritu
1.1. Ley de la inmanencia: el acto reflexiológico
Vamos avanzando en la progresión del deseo, que hemos dicho anteriormente. Esto tiene una enorme
importancia sobrenatural: el místico deseo. He hablado de la mente, de la razón. Tenemos otra facultad:
la facultad unitiva, que une la facultad intelectiva y la facultad volitiva. Lo cierto es que el soporte, la
apoyatura de las características facultativas del donum fidei está en aquella reductio a su radical del
complejo sicológico estructural de las facultades. Lo explico por dos movimientos o leyes de nuestro
espíritu: la ley de la inmanencia y la ley de la transcendencia.
La ley de la inmanencia me lleva a reflexionar sobre mí mismo, a volver siempre sobre mí mismo
para afirmar mi propio ser, la conservación de mi ente, “el ser yo quien soy” y no otra cosa distinta de lo
que soy. Es esa tendencia a estar sobre mí de tal manera que me convierto en centro de todo. Ésta es la
acepción, el significado, el sentido que he dado a la ley de la inmanencia.
El “yo” posee el acto reflexiológico, inmanentista, inmanencial. Por este acto, vuelvo sobre mí;
incluso si voy por una calle y me pierdo, pienso: “no sé dónde estoy”; vuelvo sobre mí y digo: “¡un
momento!”…
Le preguntaba no hace mucho tiempo a uno de los primeros del Instituto qué hacia él cuando tenía
cualquier avería en el coche o cualquier otro suceso. Claro, que él había sido marino; por tanto, hombre
reflexivo para poder resolver las cosas prácticas.
—La gente se pone nerviosa. ¿Qué hago? ¿Qué hacemos aquí? ¡Un momento! Cuando mi familia se
pone nerviosa…: ¡un momento!, ¡silencio!…, ¡tranquilos!… Me pongo a meditar, a reflexionar… y doy,
al final, con la solución.
Bueno, eso nos ocurrió a nosotros en un viaje. Nosotros parados en la autopista. Y yo le decía al
conductor: “parece que el ruido sale por aquí”. “Sí puede ser”, decía él. Pues, también él, tranquilo,
filosófico, corta algo…, y yo pensé: “a ver si corta el coche y aquí nos quedamos toda la noche”. Pero
hizo un corte perfecto y con tal acierto que, al poco tiempo, llegamos y ya estábamos cenando en Madrid.
Esa reflexividad es volver sobre mí mismo, y cuyo significado último es referir todas las cosas a mí,
porque me estoy refiriendo a mí mismo; y, al referirme a mí mismo, estoy en la referencia de mi “yo”
como centro de todo. El yo es una palabra habitual, usadísima y canonizada en la lógica moderna, lo
mismo que en la filosofía. Es la referencia, el punto de referencia: “Yo”. “Yo soy la medida de todas las
cosas”, “Yo soy yo”, “Yo soy yo y mis circunstancias”… Yo soy la definición, el definiens, hasta el
extremo que a Dios mismo lo refiero a mí; más que referirme yo a Él, lo refiero a mí, lo centro en mí:
—Tú en mí, a mi servicio.
Es la inhabitación reclamada por este acto de reflexividad sobre mí mismo. El término final, de ser
posible, lo cual llevaría al absurdo, sería la clausuración absoluta dentro de mí:
—No quiero saber nada de nadie, soy perfectamente autosuficiente, estoy en mí y todo está en mí.
Es lo que dice y, en definitiva, lo que piensa el egoísta:
—¡Todo para mí y nada para nadie!
1.2. La ley de la transcendencia: la reducción del específico
Está la otra función, la otra ley: la ley de la “transcendencia”. La ley de la transcendencia es esa
función de la cual, como de la anterior, tenemos una experiencia cabal. Es como un salir fuera de
nosotros mismos, porque sentimos una insatisfacción acerca de todo. No siento nunca mi conciencia
perfectamente calmada, ni mi corazón perfectamente quieto, ni mis aspiraciones perfectamente serenas.
Siempre estoy en una cierta tensión —por muy suave que sea y por muy perdida que parezca— que me
lleva hacia fuera, hacia la conquista de otros mundos distintos del mío. Y esto hasta el extremo de que me
propongo dar hasta mi propia existencia porque veo que merece la pena que yo sacrifique la vida por ese
valor que voy a procurarme, siquiera sea el morir por un gran ideal.
El transverberans tiene una característica fundamental y lógica, lógica dialécticamente hablando.
Tenemos un concepto existencial de nuestra propia esencia, un concepto vital de nuestro ser, pues somos
vidas y no podemos ser disecados por metafísicos, ni por esos catedráticos que hacen autopsias de
nuestros cuerpos.
Existe en nosotros, por tanto, un doble movimiento inverso: la reducción progresiva de la
reflexividad o inmanencia y la potenciación progresiva de la transcendencia.
La reflexividad es por una parte negativa y por otra positiva: negativa, la reducción de nuestra
inmanencia, porque quedamos reducidos; y positiva, porque hay una intervención sobrenatural, en el
nivel sobrenatural.
La transcendentalidad tiene también dos aspectos. Por una parte, salimos fuera, pero no podemos
hacerlo de cualquier manera, sino con sentido de perfección, sobrenaturalmente, hacia Dios. Es la otra
ley, la ley de la perfectibilidad, que hace la síntesis de la ley de la inmanencia y de la ley de la
transcendencia.
Veo entonces que, según voy avanzando en esa transverberancia, cada vez me voy alejando más de
mí mismo, y cada vez el objeto final me resulta más íntimo y más explícito. Se me empieza a explicitar, lo
que diré con palabras más o menos poéticas, Dios en el corazón. La percepción divina se me empieza a
explicitar. Ya no es la fe un simple acto de creer porque alguien me lo haya dicho; ni siquiera porque
Cristo, en aquella conferencia que Él dio, me lo dijera, sino porque ya tengo la percepción espiritual de
ese objeto final, que es Dios.
A esto lo llamo explicitación de la percepción divina. No puedo decir ya solamente que tengo una
creencia de tipo dialéctico, porque me lo han dicho. O creo porque mis abuelos eran muy piadosos. O
porque vivo en un país católico, lo cual es mucho decir. O porque asistí a unos ejercicios y, entonces…,
no sé, me queda a mí una duda…
Hay ya una percepción interna, un estado de ser. La “ratio essendi” está pasando a un “estado
essendi”, porque la “ratio essendi” la razón de ser de Dios ya se me está dando, se me está
explicitando, y entra en la estructura misma, en el contenido mismo de mi ser; por tanto, es un estado de
ser.
Ya está dicho entonces en el contexto: esa transcendentalidad mía, esa “marcha hacia”, ese salir fuera
de mí, está avanzando por el camino de la explicitación de la divinidad en mí. Su término final en este
mundo ya es la reducción del específico a su radical. Me refiero ahora a un específico que es este
“yoísmo”, esta referencia respecto de mí, que se reduce a su radical. La reducción a su radical de la
formalidad del yo, yoísmo, es apertura del yo a la transcendencia: “Yo ya no soy yo, soy yo y mucho más
que yo”.
Hay alguien en mí que forma parte de mi ente, de mi vida, de mi ser. Es una sobrenaturaleza, es una
“sobreensoñación’, es una superpercepción que me resulta inefable cuando tengo que explicarla con
términos que he de estar extrayendo de cualquier diccionario, de ese lenguaje común, más o menos
especializado de la vida.
El específico que aquí se reduce ciertamente a su radical es este punto del yo que es el “yo del yo”
para expresarlo de alguna manera, porque yo ya no encuentro palabras. Es decir, ese “yo de mí”, ese “yo
en mí”, ese mí de mí”, ese entrar en mí, ese “yo de yo”. Entró un término distinto; algo queda de mi yo, de
este decirme yo, “yo soy yo”, pero un yo reducido a su radical: un yo débil, como un hilo finísimo e
impalpable, que necesita ser potenciado, llenado, porque ha quedado vacío, un vacío abierto a la
“llenitud” divina, un yo que se hace con lo divino.
Así aparecen los lemas más conocidos de los santos que expresaban de una o de otra manera. San
Francisco: “Deus meus et omnia”, “Dios mío, Tú eres todas mis cosas”; “tú eres mi yo”, eso es lo que
quería decir en definitiva. El “ad maiorem Dei gloriam” de San Ignacio era el específico de su yo. Eres
Tú el específico de mi yo; Tú, y no yo. San Juan de la Cruz, en Noche oscura (II,9,3), expresa,
maravillosamente, el vaciamiento del yo para ser llenado de Dios, y así nos habla de que nuestra alma es
puesta “a oscuras, seca y apretada y vacía, porque la luz que se le ha de dar es una altísima luz divina que
excede toda luz natural”. San Pablo lo expresa maravillosamente con su afirmación: “Vivo, pero no yo,
sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20). Éste es el concepto que poseo de reducción.
2. Desespecificación y desyoización
2.1. La desespecificación en general
2.1.1. Diferencia entre “específico” y “típico”
Me he referido muchas veces a que Dios crea libremente el espíritu y lo infunde en un sicosoma, que
es ya por evolución, reduciendo a cero la forma del homínido —significando con ello que no queda ésta
aniquilada a efecto de que este espíritu asuma el específico hominoideo con todas las funciones de la
complejidad síquica y compositividad orgánica. La unidad de naturaleza humana es, pues, la de un
espíritu sicosomatizado que, con su acto ontológico, se realiza como persona.
Ahora estoy hablando del espíritu con su yo, de este yo de yo, o mí de mí, que es el “yoísmo” al cual
la gracia con la respuesta humana tiene que reducir a su radical. Hecho esto, ya no debo tener apenas
pensamientos y deseos de mí; quedan más bien ciertas aprehensiones sobre mí. Se produce, por tanto, una
“desespecificación” de aquello que me tiene siempre vuelto sobre mí, incluso cuanto puede ser un apetito
para consecuciones personales de la vida.
Bien, he dicho “específico” que tiene, para mí, una diferencia con “típico”. La palabra “específico”
designa la formalidad de un ente en virtud de la cual está en sí mismo, dentro de sí mismo, refiriéndolo
todo a sí mismo. Los “típicos” son, sin embargo, los elementos que constituyen la formalidad. Lo
específico de la inteligencia es inteligir, y lo específico de la voluntad es querer, con tendencia hacia sí
mismas en virtud de la ley de la inmanencialidad. Los típicos son las funciones facultativas como la
intuición, la reflexión, el deseo, la emoción, la memoria, la imaginación, etc. Llamo a estas funciones
“tipificaciones” del específico porque definen y configuran, maravillosamente, la forma de pensar y la
forma de querer.
2.1.2. Dificultad del lenguaje
No sé si entendéis lo que os quiero decir desde el punto de vista de los argumentos hipotéticos. Es
una digresión hipotética. Hipotética no significa “en el caso que”, “puede ser”… No. Hipotética es un
presupuesto que no se reduce a lo racional, pero puede ser razonado. Teniendo presente un supuesto de
fe, un testimonio personal, una percepción espiritual, podemos armar una dialéctica para construir un
discurso con el objeto de hacer visual la acción de la gracia.
Podría afirmar: “¿Quién está más en mí, si yo en mí o Dios en mí?”. Yo digo categóricamente, como
diría Santa Juana de Arco respecto de sus visiones, “Dios está en mí mucho más que yo puedo estar en
mí, y, además de una forma definitiva, irreversible”. Digo, pues, lo que sé.
En orden a expresar lo que estoy diciendo, es lo mismo que, cuando alguien tiene una úlcera de
estómago, y no sabe decir “úlcera” ni sabe decir “estómago”; se expresaría como pudiera:
—Aquí, mire usted, aquí.
—¿Qué?… Pues mire, es una úlcera de estómago.
Sé lo que estoy diciendo. Yo me tengo que inventar algunas palabras, y tengo que decir:
—Es aquí.
Y a quienes no les gustan estas palabras, ¡que inventen otras! Bien. ¿Qué ha ocurrido? Una
“desespecificación”: aquello por lo cual soy un ente definido, específico, perfectamente configurado,
delineado, coherente en cada una de sus partes y de sus funciones, es lo que se reduce; esto es lo que
queda “desespecificado”, y se convierte el espíritu como una especie de cono abierto donde Dios mora
en una comunicación ontológica, maravillosamente perceptiva, de tal forma que uno sabe de dónde viene
y a dónde va. Aquel a quien esto sucede no habla de lo que aprende en los libros, él es el libro. Podrá
escribirlo mejor o peor como tratadista, y cometer incluso incorrecciones dialécticas, pero sabe
exactamente lo que dice, y los demás, con sus correcciones tipográficas, pueden no saber lo que aquél
está diciendo.
Este estado essendi, este estado de ser irreversible, que quien no lo tiene no lo sabe, y si no lo sabe
es porque no lo tiene, es a título personal. Es de este ser humano concreto y no de aquel otro.
—Porque éste fue quien me siguió y no aquél.
De ese auditorio en que Cristo habló, le siguieron cuatro: uno hasta la plaza del Callao, otro hasta la
plaza de la Independencia, el otro llegó incluso hasta la cafetería Zahara para tomarse un cortado…, y el
último le siguió hasta la cruz. Pues los otros, y no éste, se fueron quedando en el camino: uno, con el
cortado a medio tomar; otro, para contemplar la Cibeles; el otro, el arco de Carlos III… Porque muchos
son los que empiezan y muy pocos son los que acaban. Hay, incluso entre aquellos que van por los
caminos consagratorios de Dios, algunos que no perdieron del todo el tiempo porque algo adquirieron
que vale mucho más que todas las cosas de este mundo, pero se perdieron el don mejor: aquél que otorga
Cristo para potenciar nuestra personalidad reduciendo nuestro específico o “yoísmo”:
—Éste quedó “desespecificado” por Mí; lo “desespecifiqué”.
Seguramente, puedan decirme algunos que utilizo términos seudofilosóficos, seudoteológicos o
seudotodo.
2.2. La “desyoización” de las facultades
2.2.1. Consecuencia de la desyoización: la triyoidad
La “desespecificación”, a nivel del yo, es “desyoización”. No es el “yoísmo” materialista freudiano.
Yo digo “desyoísmo”, “desyoizar”, y esto es una acción sobrenatural. Es la gran virtud del donum fidei.
—Yo “desespecifico” ese tormento de tu reflexión sobre ti mismo, que no es absoluto —y, por lo
tanto, tiene una cierta salida fuera de ti mismo—, que te produce toda serie de insatisfacciones. Esto lo
borro yo, hijo. Tus insatisfacciones se convierten en satisfacción sobre satisfacción, en un anhelo
continuo, progresivo, exhalante acerca de Mí, y así tendrás la percepción de Mí. Esta es la virtus que
lleva consigo el donum fidei. No vas a creer simplemente porque Yo te lo diga, o porque alguien te diga
algo de Mí, sino porque Yo me constituyo en esta perfección ontológica de tu propio ser. Te desyoicé,
hijo, y dejé la raíz, la radical de tu yo.
Ésta es una “triyoidad”, diríamos así. Son las tres Personas Divinas, presididas por el Padre; es el
Padre concelebrado por el Hijo y el Espíritu Santo. Esta concelebración, con este primado trinitario del
Padre, está en el alma que ha quedado “desespecificada” hasta su radical por Dios. Eso no cabe duda. Se
cumple, en estos momentos, eso que llama San Pablo “gemido del Espíritu Santo” porque se lo atribuye
al Espíritu Santo. Es esta presencia activa, operante, dialogante, de esta concelebración, incluso litúrgica,
de una vida celestial en que el alma vive de tal forma que puede decirse: “Yo ya no soy de este mundo.
Yo vivo en este mundo, pero no soy de este mundo de ninguna manera”.
Esta “desespecificación” ahora produce una “reducción a su radical” de unos típicos que pertenecen a
las facultades.
2.2.2. Razón y pensamiento
El típico de la razón es pensar y juzgar, nada más que desde el punto de vista racional, ateniéndose
ciertamente a ese mecanismo argumentativo que puede ser, por ejemplo, el modus ponens, el modus
tollens, la inducción matemática, el inductivo, el deductivo. Todas estas formas o mecanismos o
instrumentos típicos de la razón humana es lo que, desde el punto de vista formal, queda reducido a cero.
Esto no significa que no pueda armar argumentos. Sí puedo hacerlo, pero sin su tipificación, de tal
manera que, con la reducción, la razón queda abierta; y sin la reducción, no podría salir fuera de ella
misma. Esto es lo que les pasa a la mayoría de los seres humanos, que solamente se mueven y atienden a
esta manipulación racional, se lían y se complican con argumentos cuyo objeto fundamental, material y
formal, es este yo en cuanto tal, y bajo el aspecto con que se consideran las diversas proyecciones de este
yo.
Ese es el específico y los típicos de la razón, y eso es lo que queda reducido a su radical. No el no
pensar racionalmente, sino esta tipificación que comporta un límite; esto es, aquella imposibilidad de
poder armar argumentos de mayor envergadura y que no pertenecen a la llamada razón formal, científica
o técnica.
¿Con qué argumento prueba usted la existencia de Dios, la existencia de esto o el ser de lo otro?
¿Inductivo, deductivo, analítico, sintético?
El aspecto positivo del donum fidei es esa virtud que infunde en la razón, esa elevación suya, abierta
ya por reducción a radical de sus típicos, para juzgar contemplativamente. Se pueden construir
argumentos, aunque hay que decir que, más que argumentos, son piezas arquitectónicas de ese edificio
celestial que decimos la gran casa de la fe.
¿A base de qué está construida la vida eterna, que también se dice, comparativamente, la Jerusalén
celestial, la divina Sión, el Reino de Dios? ¿De qué está compuesta esa Casa de Dios, esa Civitas Dei?
No está compuesta de argumentos, sino que está compuesta “como lo dice poéticamente, pero con una
enorme veracidad, el Apocalipsis y otros libros de la Escritura” de piedras preciosas, de zafiros, de
esmeraldas, de puertas de bronce bañadas en oro, etc. Son piedras, son joyas, son percepciones que se
articulan unas a otras, cada una con una carga de emoción, sumándose las emociones en intensidades
inenarrables para describir lo que cualquier ser, dentro de una razón cerrada, diría que es pura
elucubración, fantasías infantiles, sin garantía científica. Sin embargo, esto es el testimonio positivo: el
donum fidei como virtud, como energía.
La percepción, que está puesta en la base de mi propio estado de ser, en el espíritu, me sube como
buen vino a la cabeza, a la razón, y queda embriagada mi inteligencia con inefables contemplaciones. Son
edificaciones, construcciones y ensoñaciones —diríamos así— de un mundo inefablemente hermoso.
Con esta razón, elevada ahora a un nuevo orden, “destipificada”, con una virtud infundida,
maravillosamente transformada, veo, construyo yo mismo deliciosos parajes, como si me extasiara a mí
mismo, afirmando de Dios y de ese mundo, en el cual Él está, las mayores creaciones, como las
creaciones que se dicen “creaciones de la moda”, salvando las distancias. Así, cada fantasía, cada
corazón, cada alma, cada espíritu y cada mente, pueden hacer maravillosas descripciones personalísimas
de esa ciudad que yo llamo “colgante”; o soy yo el que estoy colgando de ella las piezas como si se
tratara del collar de oro de una deliciosa dama.
2.2.3. Voluntad y deseo
El típico de la voluntad es querer y desear. La querencia o deseo, en aquello que hace referencia a mí
y solamente a mí, queda reducida a su radical. Mis deseos son, en sí mismos, sobre mí, de tal manera que
apenas siento deseo de otra cosa que de mí, sobre mí y para mí. Este egocentrismo es aquello que tengo
más inmediato y que, generalmente, está en connotación con los placeres de esta vida. Y cuando digo
placeres, en ellos está también aquel placer superficial de un momento de comodidad por el cual no
acometo mi deber, aunque sepa que me hago un gran daño.
Esa voluntad tiene que tener su “querencial”, sus deseos y emociones, ciertamente
“desespecificados”, creándose en esta facultad una verdadera transformación. Esa transformación es el
deseo inconmensurable, sin medida, de ese mismo objeto que está detrás de esa ciudad que yo construyo
como verdadero y lírico arquitecto, que es Dios mismo. Y así me deleito en esta vida con las
concelebraciones celestiales. ¡Qué milagro será que no sean más que una fantasía, sino la percepción de
ciertas ceremonias que se verifican en la vida eterna! Aquí Dios es para nutrición y alimento que da en
esas festividades, de las que ya hace partícipes a las almas en este mundo. Son aquellos que están
mirando ese horizonte suyo, atentos siempre a ese continuo amanecer de Él, a ese cambio de colores de
este sol que es Dios mismo.
El alma ya no dice: “Yo te quiero, yo te amo, Señor”, sino, “yo deseo algo mucho más poderoso que
el amor; es un deseo sin límite que sólo tiene los límites ontológicos de Ti mismo, en cuanto que Tú eres,
y sólo deseo eso”.
Éste es el elemento positivo. Por tanto, la virtud que, cuando ha quedado reducido el típico de la
voluntad, del querer humano abierto como un cono —o como lo queráis comparar— hacia Él, infunde un
apetito celestial al alma porque acompañó a Cristo más allá de la Cibeles, mas allá de la plaza del
Callao, o más allá de una cafetería, conociendo lo mal que lo van a pasar los dos. Cristo habla al alma:
—Yo te amo hasta el fin. Y el alma le responde:
—Hasta el fin te deseo yo.
Esta es la gran palabra, amigos, de ir del brazo de Cristo, y decirle así:
—Te deseo. O decir Cristo:
—No me amas tanto.
Y contestar:
—Es verdad, pero te deseo, te deseo cada instante de la vida. Deseo esas fantasías mías de ese
mundo que construyo buscando los mejores materiales, los más finos, los más líricos, los más inútiles
para la vulgaridad de las gentes de este mundo.
A esto lo llamaba San Juan de la Cruz, sin explicarlo exactamente de esta manera, pero sí con su
mismo sentido, las “nadas”. Primero las nadas, cuando explicaba las purificaciones tanto de los sentidos
y después de las potencias, para decir que eran vaciadas por la “nada”, transformadas ahora por las
unciones correspondientes, que llamó incluso los “esmaltes” de las facultades. Contemplar el significado
del contenido místico de la palabra esmalte, esto es lo que va alcanzando aquél que ciertamente aceptó la
afirmación de Cristo: “Yo soy Dios”, y ya empezó a obrar en él.
Sólo a vosotros —viene a decirnos Cristo— os hablo de tal manera que me entendáis algo. A los
demás les hablo incluso para que no me entiendan. Y así teniendo oídos no oyen; vista, y no ven;
entendimiento, y no entienden. Pero a vosotros os he escogido, y en esta selección hay algunos que elijo
para caminar con ellos a través de la vida.
Es el mundo de los santos. Les va santificando a través de las objetivaciones de este mundo, pasando
posiblemente por idiotas; de todas maneras, son los más sanos sicológicamente, los que no tienen que
pasar por las manos del siquiatra, sino sólo por las manos de Cristo; les va esmaltando el alma. Y cada
esmalte es una percepción, y cada percepción es un rapto.
Ésta es la teología que es verdaderamente útil para el alma religiosa. No hay otra cosa que merezca la
pena decirse, sentirse, quererse, pensarse o vivirse. Se podrá hablar de muchas cosas, pero si no se vive
esto que es fundamental, lo demás pierde sentido, queda uno inapetente.
¡Qué estado apetitivo experimenta el alma cuando va por esta ruta! Son toques delicadísimos, como
dice San Juan de la Cruz, por los que el alma siente ciertamente a Dios, un Dios que le acompaña, que se
está haciendo con el propio ser del alma, así como el alma se está haciendo con el propio ser de Dios; no
con otro aspecto de Dios o con esta otra verdad de Dios, sino con el mismo Dios, con su status essendi,
con su propio estado de ser.
3. El sentido de la muerte
3.1. La muerte como donación
Si se me pregunta sobre la muerte, ésta no se reduce sólo al hecho de morir. La muerte, humanamente
considerada, es siempre desagradable, pero Cristo le ha dado un sentido sobrenatural.
Para explicarlo, voy a hacer una escenificación teatral, dramática. Lo podríamos convertir en
comedia; y si se tiene mucho humorismo, en sainete. ¿Qué persona bien nacida no desea los mejores
bienes para sus hijos? Y cuando llega la hora de su muerte —si tiene tiempo y puede… como en esas
muertes sentenciosas, patriarcales— diría a sus allegados desde su lecho: “Acercaos hijos míos… aquí,
hijos, nietos, biznietos…, todos alrededor, porque os voy a anunciar…”. Y, entonces, todos se quedan
lívidos.
Hay que tener en cuenta que no es una muerte cualquiera. Esa persona, supongamos, tiene unos
cuantos millones, y, además, mucha experiencia y consejos que dar. ¿Quién no desea, por ejemplo, los
mejores bienes, y dar los mejores consejos a sus hijos, nietos o biznietos?
Y si ya fuese más que persona bien nacida, les diría en un rapto de romanticismo:
—Familia mía, desearía yo que mi muerte fuese la última, de tal forma que ofrecida mi muerte al
Señor, vosotros os fueseis al cielo sin tener que morir. Hasta eso os deseo.
Y entonces los hijos dirían:
—¡Papá! ¿Qué dices? Papá, ¡eres formidable! Y los nietos:
—Hay que ver las cosas del abuelo…
Los más pequeñajos apenas se enterarían.
—Quieto, Pepito. ¿No has oído lo que ha dicho el bisabuelo?
— ¿Y qué ha dicho el bisabuelo?
—Mira, que él querría ofrecer su muerte de tal manera que tú no tengas que morir.
—¡Si yo no me voy a morir, él sí se está muriendo!
—¡Qué gracia tienen los niños! ¡Qué graciosos son los niños! Cristo muere precisamente por el
motivo específico de la redención humana: una muerte que viene como consecuencia del pecado original,
y que Él va a morir en la cruz para borrar este pecado.
Él, hasta como ser humano, va a pedir al propio Padre de todos:
—Que mi sangre sea la última. Que borre no sólo el pecado original, sino hasta los efectos del
pecado original. Que borre todo: el pecado y sus consecuencias. Que mi sangre sea la última.
¿Podríamos admitirlo de esta forma? ¿No iría esto contra los sentimientos humanos?
Pensemos ahora lo contrario. Él está en la cruz. Se siente realmente dolidísimo, y empieza a
enfadarse…:
—¡Padre que mi sangre no sea la última! Muero yo, pero que se conserven los efectos del pecado
original, y aquí se arrepiente todo el mundo. ¿O es que yo voy a ser el último aquí? ¿Es que yo solo voy a
dar el callo y todos los demás disfrutando de los beneficios de mi redención?
Ahí veis las dos comparaciones.
No. Cristo lo que deseó fue lo primero, que es:
—Padre que mi sangre sea la última. Incluso por espíritu de grandeza:
—La mía la última, y después de Mí ya no más muerte.
—Yo también tengo espíritu de grandeza. ¿Tu sangre la última…? ¡No, la mía! ¿Que Tú libres todas
las consecuencias del pecado original…? ¡No, en absoluto! Yo también tengo derecho a morir.
¡Sí, quiero morir! Tengo derecho a morir por mi patria, a morir por tantas cosas… que también tengo
derecho a morir por Ti. Padre, yo tengo el mismo derecho que Él a decir que mi sangre sea la última.
Porque, ¿no creéis que una característica de los santos es ser mártires? Es dar su sangre y derramar su
sangre, aunque sea por el miedo que eso causa. Dar su sangre, dar su vida por ese Dios con toda pasión
hasta el extremo de morir violentamente.
¿No admitís esta posibilidad de morir y ser mártires? Supongamos lo contrario. Que sea Él quien
muera; nosotros no tenemos por qué morir, ser mártires, derramar la sangre. Está muy bien; es muy
virtuoso, pero, en fin, ¡si Él nos libra de la muerte…!
—Padre, haz caso a Cristo, que sea Él el último, que Él sea el mártir y nosotros, “hijos de papá”, a
lavarnos las manos.
Ya estamos redimidos. A pasear por la calle de Alcalá, como dice la zarzuela Las Leandras.
Paseando todos, sin aburrirnos. Vamos a construir casitas, torres… Y empezamos también a empedrar las
calles… Pero, en fin, sin fatiga, ni frío, ni calor. ¡Perfecto! Y, de vez en cuando, por las calles… uno que
asciende, se marcha a la eternidad…
—No. Yo para los demás quiero que les des la virtud de no morir. Pero conmigo haz una excepción.
Quiero mi derecho a inmolarme o ser inmolado con Aquél que me acompañó durante la vida, Aquél
que, estando yo sentado en un rinconcito de un salón del Ateneo, habló y dijo: “Yo soy Dios”. Se produjo,
entonces, una reacción dentro de mí. El público discutiendo con Él… Y yo me fui, abriéndome camino
entre la gente. Y le cogí incluso del brazo. ¡Qué atrevido fui! Y me dijo: “vente conmigo”. Y, al final, la
gente marchándose… yo le acompañé, le fui sintiendo lleno de fuego interior…
La forma de caminar con Cristo la tenéis en el pasaje evangélico de los discípulos de Emaús. Ellos
iban tristes y dudando, cuando Cristo les sale al paso.
—Y fui hablando con ellos y no me reconocieron.
Y ya en el pueblo, entró con ellos en su casa y se pusieron a cenar, “reconocieron que era Él por la
forma de partir el pan” (Lc 24, 35). Pero mientras iban caminando, “les narró lo que había sobre Él en
todas las Escrituras” (Lc 24,27). Caminar con Él significa ir yendo en progresión. Nos va tipificando,
reduciendo de nuestra inmanencialidad todo aquello que nos encierra en nosotros mismos, dándonos, con
espíritu proyectivo, la apertura de nuestro ser a sublimes y amplios horizontes… Esto es, exactamente, lo
que se va experimentando con Él. Y es ese fuego interior que nos hace exclamar:
—¡Qué ardor siento en mí, en esta hora, en este instante en que distingo ese gesto tuyo, reviviendo
aquel mismo deseo…! Sólo te puedo desear a Ti hasta decirte este lema: “Dios mío, Tú eres todos mis
deseos”.
3.2. ¿Por qué la muerte de Cristo no fue la última? Significado del “¿Por qué me has
abandonado?”
El eje de lo anterior es la Redención universal de Cristo, y bien merece la pena que haya ocurrido así.
Quienes no ven este orden sobrenatural, esta forma de eternidad que nos tiene predestinada, dirán que es
muy complicado eso de la Encarnación de Cristo. Que todo eso es un lío, un jaleo. Pero los santos dicen:
—Bien merece la pena que haya sido así. Porque si Tú, Cristo, pides que tu sangre sea la última,
exactamente a eso nos oponemos nosotros.
Aparece ahora un derecho divino, aquel derecho que yo tengo de morir también por esta causa, por la
causa de Cristo. Aunque no muriera nadie más, éste no es asunto mío.
—Tú, Señor, si quieres los libras a todos de la muerte.
Yo no puedo tolerar que la muerte de Cristo sea la última. Y aunque yo estoy detrás de Cristo, también
tengo derecho divino a morir por esa posible forma de eternidad, que Cristo, y sólo Él, ha hecho
exactamente realidad para el ser humano.
¿Cuál es el significado de aquellas palabras de Cristo “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt 27,46)?
Se han dado numerosas explicaciones.
“¿Por qué me has abandonado?” significa para mí que, en este momento, vemos a Cristo pidiendo al
Padre que su muerte sea la última, que su dolor sea el último. Pero una voz se interpone diciendo:
—Que sea la mía. No le oigas, no le oigas, no le oigas… Yo también soy hijo. No le oigas. La última
muerte, la mía. Si Él tiene derecho divino para ello, yo también tengo derecho divino para lo mismo.
Racionalmente hablando, se desvela como un misterio testamentario:
—Padre, ¿por qué me has abandonado en manos, en este momento, de Fernando Rielo?
Yo estaba en la perspectiva de la existencia para decir:
—Yo también quiero morir; yo también quiero, y necesito pasar por ahí. No puede ser Él el último.
Tan válida es mi vida como la suya, como la tuya, tanto vale mi vida como la tuya, la tuya como la mía.
Inseparables todos. No nos podemos separar. O la vida es para todos, o la muerte es para todos; y si
la muerte es para todos, la resurrección que es para uno, también lo es para todos. Todos para todos.
La resurrección es un bien universal que tiene una función personal. El mundo es también un bien
universal que tiene una función personal, para cubrir necesidades personales. Y la muerte es un hecho
universal.
En este contexto, teniendo en cuenta la elevación al orden sobrenatural del dolor humano, podemos
comprender, perfectamente, lo del abandono de Cristo: “¿Por qué me has abandonado en manos ‘de’?”.
¿Qué es ese porqué? Es una afirmación: “Me has abandonado”.
Pero no dice expresamente en manos de quién.
—Me has abandonado ¿en manos de quién?
—En manos de los santos.
Y en esto yo quiero ser como ellos. Por lo menos, ahora, dialécticamente; es decir, de boquilla. Como
se suele decir: de palabra. Pues yo de boquilla soy santo; de boquilla, nada más que de boquilla. No
admito que se interrumpa el eje de la redención. Tiene que continuar. Es, por tanto, un proceso que
partiendo de un origen, y en un tiempo determinado, va también a un fin en el orden del ser y en el orden
del tiempo.
Lo importante es que Cristo ha elevado al orden sobrenatural el dolor humano. Y ese es el eje del
humanismo sicoético de Cristo.
Epílogo
Dios quiera que, después de estas tesis y con ocasión de estas tesis, os ilumine y me ilumine a mí
tanto que nos pueda servir, positivamente, para un cambio mayor aún en nuestra vida personal y
comunitaria. Que no se quede en aprenderse nada más que las tesis, o recordarlas con más o menos
claridad en el futuro, y que no hayan servido absolutamente para nada.
Que estas tesis os sirvan para hacer con ellas el recto juicio, el sobrenatural juicio, de vosotros
mismos, y no caiga la simiente en tierra mala o anodina. Que la tierra sea aquélla que haga florecer en sus
surcos esa forma de eternidad. Apenas la harán florecer quienes llevan una vida de mediocridad, con
mezcolanza de sublimidades y vilezas, y tampoco quienes, en manera alguna, no han hecho nada para
progresar en la gracia. De todos modos, no obstante su vacuidad humana, no quedan excluidos sino
incluidos, precisamente por razón del dolor, en esa misma forma de eternidad que a todos, sin exclusión,
nos predestina, puesto que Dios, por su poder divino, a nadie predestina al mal; antes al contrario, a
todos llama al bien.

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