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Hiperión Hölderlin
La alegría
Era abril del año noventa, y hacía frío. Abril, aguas mil, solía decir doña
Marta, abuela materna de la joven que paseaba por las calles del centro. Pero
no llovía, sólo era el aire gélido que entumecía los huesos. No debía estar tan
helado. Eso era para junio o julio. El tiempo era raro, pensó ella, y se
reconfortó en esa idea. El edificio donde vivía Consuelo Arias estaba tres
cuadras más adelante. Mucho para caminar con aquel día. Pero poco en
comparación con lo que llevaba de la ruta
Miró a la ciudad, así de reojo. La notó gris. ¿No se suponía que eso de
que la alegría ya viene era cierto? Nadie sonreía. Algunos pasaban, cubiertos
por abrigos o sobretodos, sin mirarse a los ojos, sumidos cada cual en lo que
sus pensamientos les llevaran a la mente. Cuando ella, Rosario, había ido a
sufragar por primera vez en su vida, le daba la sensación de que Alwyin iba
a ser lo opuesto a todo de lo que carecieron en los tristes años de dictadura.
Desde niña que odiaba a Pinochet, no por lo que sus padres le hubiesen dicho,
porque no le decían casi nada en particular, pero siempre interrumpía los
canales de TV cable con sus “avisos”, como ella solía llamarlos en su fuero
interno. Los “avisos” de Pinochet, que dejaban al Ratón Mickey y a Topo
Gigio de lado, para hablar en una jerga indescifrable sobres cosas que, en su
mente infantil, le parecían tan inefables como aburridas.
Por eso, se alegró con el triunfo del No. Por eso, el día en que cumplió
los veintiún años se inscribió en las urnas, y poco después fue a votar por el
presidente Alwyin. Y se quedó, de ese modo, con un sabor insípido del que
no lograba desprenderse.
—Llegaste.
La otra joven asintió, mientras mascaba el pan negro con semillas que a
Rosario no le había gustado. Miró a su amiga, la encontró bella, aún más con
el ceño fruncido y el semblante serio, y siguieron comiendo en un silencio
sepulcral. Qué distinto era todo, qué distintas eran las vidas que les habían
tocado. Rosario pensó en su propia casa, en el fundo de Maipú. En las nanas
que le llevaban la comida en bandeja, y cómo Juan, el mozo, abría la puerta
con guantes blancos. ¿Por qué eran de izquierda sus papás, se preguntó
siempre, si es que lo tenían todo? ¿No se suponía que era una convicción de
gente “pobre e ignorante”?
—No sé cómo alguien puede ser tan estúpido, — dijo Rosario finalmente
— Pedro es un estúpido.
—No. Fue mi culpa.
—Eso no es cierto.
Entonces, lo dijo.
Consuelo sonrió.