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templado como persona humana. El debate en torno al origen de esta
estructura vulnerable que denominamos persona es complejo y arduo
de resolver, pero, a nuestro juicio, el ser persona requiere de un subs-
trato biológico mínimo, como base para un desarrollo futuro. Requie-
re de lo que Xabier Zubiri denomina una suficiencia constitucional.
En este punto coincidimos plenamente con el profesor Francesc
Abel cuando afirma: «El beneficio de las protecciones morales, que se
otorgan a aquéllos que se cree que son personas, exige un substrato bio-
lógico mínimo, como base para un desarrollo futuro. En ausencia de las
condiciones estructurales biológicas mínimas indispensables, que hagan
posible que surja una capacidad de establecer relaciones o de llegar a la
consciencia propia, no hay persona humana o ya ha dejado de serlo».507
Esta idea de persona, entendida como una estructura vulnerable con
unas posibilidades singulares en la historia que no pretendemos de-
sarrollar ahora y aquí, sino que exploraremos en otro lugar, es un con-
cepto inclusivo y universal que integra a personas en distintas etapas
evolutivas y en distintos estados de salud. En nuestro esquema filosófi-
co, no existen prepersonas, ni expersonas, sino sólo personas con dis-
tintos grados de vulnerabilidad y con posibilidades singulares en cada
caso. Pensamos con Soeren Kierkegaard y Ludwig Feuerbach que las
posibilidades singulares de este ser vulnerable, homo mendicans (le lla-
ma María Zambrano), que es la persona no pueden homologarse a las
del animal, a pesar de compartir con él muchos elementos.
Creemos que es posible justificar una diferencia de derechos y una
asimetría de reconocimiento moral y jurídico entre seres humanos y no
humanos, una asimetría que no se funde en un especieísmo de tipo
interesado, sino en argumentos de peso. Algunos de estos argumentos
han sido ya esbozados en el capítulo dedicado a Kierkegaard, a Feuer-
bach y al personalismo contemporáneo.
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Desde nuestro punto de vista, la persona discapacitada, incluso
cuando resulta afectada en la mente o en sus capacidades sensoriales e
intelectivas, es un sujeto plenamente humano, con los derechos inalie-
nables propios de todo ente humano. La persona, independientemen-
te de las condiciones en las que se desarrolle su vida y de las capacida-
des que pueda expresar, posee una dignidad única y un valor singular
desde el inicio de su existencia hasta el momento de su muerte.
En este sentido, compartimos la tesis de Julián Marías, según la cual,
«se es persona desde el comienzo, desde la primera realidad recibida, de
la que uno no es autor y con la cual se encuentra. Pero esa persona ha
de hacerse a lo largo de la vida. Y no basta con la serie de los actos o
haceres, hay que entender la realidad hecha, la persona como resultado
siempre inacabado, inconcluso, como el quién que se posee y se vuelve
sobre sí mismo».508
La calidad en el seno de una comunidad se mide principalmente con
arreglo a su dedicación a la asistencia a los más vulnerables y a los más
débiles y por su respeto a la dignidad de hombres y mujeres. Una socie-
dad que sólo hiciera sitio a sus miembros plenamente funcionales, total-
mente autónomos e independientes, no podría considerarse una socie-
dad moralmente digna. En este sentido, nos parece esencial reconocer
la dignidad ontológica, pero no fundada en el ser, sino en la relación.
El ser humano, desde su génesis hasta su muerte, es, como hemos vis-
to, un ser constitutivamente relacional, capaz de una relación interna y
de una relación externa. Esta capacidad le otorga una dignidad especial
en el conjunto del cosmos.
La discriminación sobre la base de la eficiencia no resulta menos
reprobable que la realizada con arreglo a la raza, al sexo o a la religión.
Una forma sutil de discriminación también está presente en las políti-
cas y en los proyectos de educación que tratan de ocultar y negar las
deficiencias de la persona discapacitada, proponiéndole estilos de vida
y objetivos que no se corresponden con su situación y que, al final, se
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revelan frustrantes e injustos. La justicia, tal y como la concebimos no-
sotros, exige, de hecho, ponerse a la escucha atenta y amorosa de la vida
del otro y responder a las necesidades individuales y diferenciadas de
cada uno teniendo en cuenta sus capacidades y límites.
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plano histórico, a través de la superación de la pobreza económica y
política.»509
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nución, en el sentido de depender de la apreciación que otros le
tengan».510
Puede ser que el lector interprete esta cuarta conclusión como una
salida por la tangente, como una especie de fuga de la razón, pero con-
sideramos, honestamente, que los distintos itinerarios racionales para
fundamentar el valor intrínseco de la persona, ya sea entendida al modo
sustancialista o al modo relacional, no son totalmente concluyentes. A
través de estos itinerarios, se pueden dar razones de su excelsa dignidad,
se esgrimen argumentos de viabilidad, pero no hay argumentos apo-
dícticos que puedan convencer al filósofo que rehusa el reconocimien-
to de la dignidad intrínseca.
Creemos que la dignidad ontológica de la persona humana es, en
último término, un misterio. Empleamos la palabra misterio en el sen-
tido más genuino del término. Entendemos misterio como lo que está
oculto, lo que no se ve, lo que está escondido tras el fenómeno. La dig-
nidad ontológica no puede demostrarse empíricamente, tampoco pue-
de deducirse lógicamente de unas premisas. Se puede afirmar que la
persona, que toda persona, tiene una dignidad intrínseca, pero, en últi-
mo término, no se puede demostrar con pruebas evidentes, claras y
apodícticas.
La filósofa francesa Simone Weil ha expresado nítidamente el mis-
terio inherente a la persona. La autora de La gravedad y la gracia narra
su comprensión del ser humano, entendido como una realidad sacra.
510. D. MIETH, Imagen del hombre y dignidad humana ante el progreso de la bio-
técnica, op. cit., p. 596.
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No explica qué es lo que hay en él, ni qué le hace merecedor de un res-
peto sublime, pero afirma que todo en él, desde su corporeidad hasta su
más íntimo pensamiento, es sagrado y que es digno de la máxima con-
sideración.
Ponemos punto final a esta obra con estas palabras de Simone Weil
que expresan bellamente lo que hemos balbuceado a lo largo de estas
páginas.
«En cada hombre –afirma la filósofa francesa– hay algo sagrado.
Pero no es su persona. Tampoco es la persona humana. Es él, ese hom-
bre, simplemente.
Ahí va un transeúnte por la calle, tiene los brazos largos, los ojos
azules, un espíritu por el que pasan pensamientos que ignoro, pero que
quizás sean mediocres.
Ni su persona, ni la persona humana en él, es lo que para mí es
sagrado. Es él. Él por entero. Los brazos, los ojos, los pensamientos,
todo. No atentaré contra ninguna de esas cosas sin escrúpulos infinitos.
Si la persona humana fuera en él lo que hay de sagrado para mí,
podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez ciego, sería una persona
humana exactamente igual que antes. No habría tocado en absoluto la
persona humana en él. Solo habría destrozado sus ojos.
Es imposible definir el respeto a la persona humana (...).
¿Qué es lo que exactamente me impide sacarle los ojos a ese hom-
bre, si tengo licencia para ello y además me divierte?
Aun cuando me resulte enteramente sagrado, no me resulta sagra-
do bajo cualquier tipo de relación, bajo cualquier circunstancia. No me
resulta sagrado en tanto sus brazos son largos, en tanto sus ojos son azu-
les, en tanto sus pensamientos son mediocres. Tampoco, si fuera duque,
en tanto duque. Tampoco, si fuera trapero, en tanto trapero. Ninguna
de todas esas cosas retendría mi mano.
Lo que la retendría es saber que si alguien le saca los ojos, se le des-
garraría el alma al pensar que se le hace daño.
Desde la más tierna infancia y hasta la tumba hay, en el fondo del
corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda la experiencia
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