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Cartografías

Argentinas
Políticas indigenistas y formaciones
provinciales de alteridad

Claudia Briones
editora
ra.
1 edición: 2005, Editorial Antropofagia.
ra.
1 reimpresión, mayo de 2008, Editorial Antropofagia.
www.eantropofagia.com.ar

Cartografías argentinas : políticas indigenistas y formaciones


provinciales de alteridad / ; compilado por Claudia Briones. -
1a ed. 1a reimp. - Buenos Aires : Antropofagia, 2008.
330 p. ; 20x14 cm.

ISBN 978-987-1238-03-3

1. Etnografía Argentina. I. Briones, Claudia, comp. II. Título


CDD 305.809 82

Queda hecho el depósito que marca la ley 11 723.


No se permite la reproducción parcial o total de este libro ni su almacenamiento ni transmi-
sión por cualquier medio sin el permiso de los editores.

2
Índice
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

Capítulo 1:
Formaciones de alteridad: contextos globales, procesos nacionales y
provinciales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Claudia Briones

Capítulo 2:
El “estado del malestar”. Movimientos indígenas y procesos
de desincorporación en la Argentina: el caso Huarpe . . . . . . . . . . . . 39
Diego Escolar

Capítulo 3:
Trayectorias de oposición. Los mapuches y tehuelches frente
a la hegemonía en Chubut . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
Ana Ramos y Walter Delrio

Capítulo 4:
Tierras, indios y zonas en la provincia de Río Negro . . . . . . . . . . . 101
Lorena Cañuqueo, Laura Kropff,
Mariela Rodríguez y Ana Vivaldi

Capítulo 5:
La “mística neuquina”. Marcas y disputas de provincianía
y alteridad en una provincia joven. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
Laura Mombello

Capítulo 6:
Políticas indigenistas en Neuquén: pasado y presente . . . . . . . . . . . 151
Carlos Falaschi O., Fernando M. Sánchez y Andrea P. Szulc

Capítulo 7:
Salteñidad y pueblos indígenas: continuidad y cambio
en identidades y moralidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
Paula Lanusse y Axel Lazzari

3
Capítulo 8:
Política indigenista del estado democrático salteño
entre 1986 y 2004 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213
Morita Carrasco

Capítulo 9:
Neoindigenismo de necesidad y urgencia: la inclusión de los Pueblos
Indígenas en la agenda del Estado neoasistencialista . . . . . . . . . . . 245
Diana Lenton y Mariana Lorenzetti
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273

4
Prefacio

E ste libro reúne las investigaciones realizadas entre enero de 2001 y abril de
2004 por el GEAPRONA, Grupo de Estudios en Aboriginalidad, Provincias y
Nación, con lugar de trabajo en La Sección Etnología y Etnografía del Instituto
de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de
Buenos Aires. Como toda obra colectiva se ha ido entramando a partir del cruce
tanto de historias institucionales y circunstanciales, grupales y personales, como
de reuniones periódicas para la discusión colectiva de los trabajos realizados y las
condiciones en que los realizamos. Aunque nuestros intercambios sistemáticos
nos permitieron precisar intereses, delimitar agendas de investigación y abrir
nuevas perspectivas, cada capítulo refleja las inquietudes, experiencias de trabajo
y perspectivas particulares de autores y coautores, en diálogo con las peculiarida-
des de los casos y/o problemas abordados. En tal sentido, apostamos a mantener
abierta la tensión resultante de circunscribir preguntas comunes y generalizar de-
bates, sin forzarnos a uniformar ni los encuadres ensayados ni las vías de explora-
ción o interpretaciones enfatizadas.
Una de las peculiaridades de los integrantes del equipo es que todos prove-
nimos de trayectorias de investigación y colaboración vinculadas a los Pueblos
Originarios que habitan lo que hoy se conoce como República Argentina, a sus
reivindicaciones y reclamos, a sus derechos, producciones culturales y procesos
organizativos. Como antecedentes inmediatos de la formación del GEAPRONA,
algunos de nosotros formamos en 1997 el GELIND (Grupo de Estudios en Legis-
lación Indígena), para sistematizar un abordaje antropológico de la actualización
de los marcos jurídicos desde los cuales se empezó a abordar desde los 1980s en el
1
país y en el mundo la especialidad de los derechos indígenas. Otros veníamos
también trabajando desde 1996 con el GEADIS (Grupo de Estudios en Antropo-
logía y Discurso) apuntando a dar cuenta de prácticas discursivas de pertenencia
2
y exclusión desde una perspectiva metapragmática. En el marco de estos y otros
espacios de reflexión, comenzamos a visualizar la necesidad de trabajar co-cons-
1 El GELIND ha venido trabajando con financiamiento del CONICET desde 1997 bajo la dirección de
la Dra. Alejandra Siffredi, y con financiamiento UBACYT bajo mi dirección entre 1998 y 2001. Origi-
nalmente, el equipo estuvo además integrado por Morita Carrasco, Diego Escolar, Diana Lenton, Axel
Lazzari, Juan Manuel Obarrio, y Ana Spadafora.
2 Entre 1995 y 1998, esta labor quedó enmarcada en el UBACYT FI020, “Discurso y Metadiscurso
como procesos de producción cultural en el área mapuche argentina.”, que dirigí con la colaboración de
la Dra. Lucía Golluscio y la participación de Silvia Calcagno, Corina Courtis, Diego Escolar, Diana
Lenton, Ana Ramos y Vivian Spoliansky. Entre 1998 y 2001, continuamos esta línea de investigación
desde el UBACYT FI059 “Construcciones de alteridad. Discursos de pertenencia y exclusión.”, dirigido
por la Dra. Lucía Golluscio, al que se sumaron Walter Delrio, Yun Sil Jeón, Laura Kropff, Claudia
Oxman, Mariela Rodríguez, Susana Skura y Alejandra Vidal.

5
6 Claudia Briones

trucciones contextuadas de aboriginalidad y nación desde lo que inicialmente lla-


mamos distintos estilos provinciales de construcción de hegemonía cultural.
A modo de reseña, las investigaciones previas y en curso de los integrantes del
equipo sobre procesos de alcance nacional o de más inmediata y efectiva repercu-
sión en las provincias de Chubut, Neuquén, Río Negro, Salta y San Juan –ma-
yormente con los Pueblos Mapuche, Wichí y Huarpe– nos llevaron a converger
al menos en dos constataciones que, a la par de hacer visibles inquietudes co-
munes, fueron configurando los puntos teóricos y metodológicos de partida:
– A pesar del peso e incidencia uniformante de las políticas del estado fede-
ral y de las construcciones de alteridad hegemónicas en arenas nacionales,
distintos estados provinciales parecían ir “copiando con diferencias” esos
lineamientos, desde formas históricamente específicas de inscribir no
sólo la relación provincia/nación, sino también la relación provincia/alteri-
dades internas.
– Así como era dable advertir variaciones en la organización de un mismo
pueblo indígena según las distintas provincias en que se encuentra radica-
do, también se podían observar semejanzas entre las producciones cultu-
rales y procesos organizativos de distintos pueblos indígenas que forman
parte de una misma provincia.

En tanto ambas constataciones nos persuadían de que la explicación de las di-


ferencias que veíamos tanto en las prácticas políticas del activismo indígena como
en las políticas provinciales requería algo más que un trabajo de contextuación en
ocurrencias jurídico-políticas de alcance federal, decidimos redefinir focos pre-
vios de investigación, para analizar cómo las provincias en las que trabajamos re-
crean otros internos “heredados” de las geografía simbólica hegemónica de na-
ción desde estilos provinciales de “ser argentino” históricamente gestados. Esto
es, nos propusimos reconstruir diferentes estilos de provincialidad para ver cómo
cada cual matiza procesos generales de alterización según formas igualmente ma-
tizadas de anclar la pertenencia nacional. Entendiendo entonces que las fronteras
provinciales (económicas, sociales, políticas, identitarias) emergen, se resigni-
fican y se disputan en y a través de prácticas complejas de incorporación/subordi-
nación de la “provincia” y sus “sujetos” a la nación-como-estado, postulamos la
“provincia” –cada “provincia”– como construcción histórica problemática que,
yendo más allá de una mera instancia jurídico-administrativa y una geografía na-
turalizada, devenía nivel crítico de lectura de aboriginalidades situadas. Conci-
biendo a su vez que los reclamos indígenas dialogan y reinscriben críticamente
construcciones e imaginarios hegemónicos de distintos órdenes, asumimos in-
cluso que el análisis de las formas que han ido tomando las demandas indígenas es
Prefacio 7

una vía de acceso privilegiada para mapear tanto los conflictos entre el estilo na-
cional y los estilos provinciales de imaginación de otros internos, como la efecti-
vidad residual de condiciones materiales de existencia de larga duración, acu-
ñadas en esa tensión entre lineamientos de orden nacional y provincial.
Presentamos por tanto aquí los resultados de nuestros primeros años de tra-
bajo. Los entendemos y compartimos como articulación de diagnósticos y des-
cripciones densas sobre las cuales amarrar algunas explicaciones provisionales,
para profundizar de aquí en más nuevos interrogantes surgidos a partir tanto de
los desempeños en curso de los agentes y agencias evaluadas, como de nuestro
propio trabajo. Si no es sencillo sostener en el tiempo la conformación de un
equipo de investigación en contextos que no contemplan retribuciones para inte-
grantes sin inserción institucional rentada, la pasión y dedicación de los inte-
grantes han suplido las insuficiencias provenientes de financiamientos exiguos.
En tal sentido, agradecemos a la Universidad de Buenos Aires la libertad que nos
diera para conformar un colectivo interdisciplinario –con mayoría de antropó-
logos, pero también un abogado y un historiador– tan diaspórico como diverso
en su composición y afiliaciones institucionales. Esto es, un equipo integrado por
personas con residencia permanente en Buenos Aires, pero también en Neuquén,
Río Negro o en lugares transitorios de perfeccionamiento; todos nosotros do-
centes e investigadores formados y en formación, en su mayoría de la propia UBA,
pero también de la Universidad Nacional del COMAHUE y del CONICET, al-
gunos como becarios y/o tesistas de licenciatura, maestría y doctorado en la insti-
tución patrocinante o en otras instituciones nacionales y del extranjero.

Claudia Briones
Marzo 2005
Capítulo 1:

Formaciones de alteridad: contextos globales, procesos


nacionales y provinciales
1
Claudia Briones

A un trabajando sobre coyunturas, localidades y agentividades sociopolíticas es-


pecíficas, quienes acompañamos los movimientos indígenas de organización y
reclamo, debemos contextuar nuestras explicaciones en dos marcos problemáticos
de referencia que también atraviesan explícita o implícitamente los capítulos de
este libro.
Por un lado, venimos asistiendo desde fines de los 80 a un proceso de juridiza-
ción del derecho indígena a la diferencia cultural, ligado a que se lo empieza a ver
como parte de los derechos humanos, aunque con especialidad histórica y práctica
propias. Este reconocimiento, que no casualmente ha ido de la mano de lo que en
lenguaje cotidiano se denomina “avance del neoliberalismo”, ha tendido a transna-
cionalizarse. No obstante, cada país signatario de acuerdos y convenciones progra-
máticas internacionales y productor de políticas indigenistas ha ensayado con
mayor o menor compromiso operativizaciones dispares. Esas operativizaciones di-
cen mucho en verdad de las formas en que cada país ha venido “hablando” (Co-
rrigan y Sayer, 1985) a sus ciudadanos –indígenas incluidos– y administrando his-
tóricamente las relaciones con los Pueblos Originarios. En tal sentido, el desafío
explicativo radica en posicionarnos dentro de un marco que nos permita explorar y
dar cuenta de la tensión entre procesos de larga duración y transformaciones
epocales recientes.
Por otro lado, tienen razón los indígenas cuando sostienen que las fronteras que
se han impuesto sobre los pueblos originarios son para su devenir una ocurrencia
tan tardía como arbitraria, que ha dejado incluso a varios de ellos inexplicable-
mente separados en distintos países y provincias. No obstante, en tanto disposi-
tivos de territorialización de soberanías correspondientes a distintos niveles de esta-
talidad, las fronteras tienen capacidad performativa en lo que hace a inscribir
subjetividades ciudadanas. Para explorar por ende la materialidad de sus efectos
substancializadores y diferenciadores, todo marco explicativo requiere no sólo tem-
poralizar sino también espacializar las prácticas que las estructuran y que quedan
por ellas estructuradas.

1 Profesora de la Universidad de Buenos Aires e Investigadora del CONICET. Sección Etnología y


Etnografía del Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras.

9
10 Claudia Briones

En este capítulo introducimos algunos conceptos, discusiones y posiciona-


mientos respecto de ambas cuestiones y efectuamos algunas consideraciones sobre
las repercusiones y superficies de emergencia que los procesos mencionados han
mostrado en nuestro país. Muchas de las precisiones que realizamos forman parte
del acervo de discusión compartido por los autores de este libro, por lo que de al-
guna manera sirven de marco introductorio a los capítulos sucesivos. Sin embargo,
ciertos desarrollos, nociones y lecturas de la situación nacional responden a un en-
foque más bien personal, por lo que sólo cabe responsabilizarme a mí de su autoría.

I. Entre la historia y los tiempos recientes, tan paradójicos como interesantes…


En las últimas décadas, la transformación de los escenarios de lucha indígena ha es-
tado en lo inmediato vinculada a los factores posibilitadores y los efectos de un pro-
ceso que Russel Barsh (1994) llama de pasaje de los indígenas de objetos a sujetos
del derecho internacional, y que Willem Assies (2004) define como el pasaje de mi-
norías a pueblos. Se alude con esto a las complejas circunstancias que llevan a la
aprobación del Convenio 169 de la OIT en 1989, a la preparación del Borrador de
la Declaración Universal de los Derechos Indígenas de las Naciones Unidas –pri-
mera versión estabilizada en 1994, año de inicio del decenio de los Pueblos Indíge-
nas (PIs) que terminara en 2004–, a la de la Declaración Americana de la OEA y de
otros marcos legales que parecen coronar movilizaciones y demandas indígenas en-
tramadas a escala planetaria. No obstante, la explicación de esas transformaciones y
sus efectos debe buscarse en cambios a ser analizados simultáneamente desde dos
tipos de procesos generales que han ido de la mano de la llamada fase flexible de
acumulación capitalista, procesos que se empiezan a entramar en los 70, se instalan
en los 80, y adquieren visibilidad social particularmente en los 90. Nos referimos a
la que se engloban bajo denominaciones como transnacionalización, globalización
o mundialización, por un lado, y a lo que propondríamos enfocar como guberna-
mentalidad neoliberal, por el otro.
Si por transnacionalización entendemos una re-territorialización de prácticas
económicas, políticas y culturales que, reconfigurando el “orden inter-nacional”,
resultan en el aumento y la diversificación de los flujos de población, productos, in-
formación, etc., las luchas indígenas han quedado enmarcadas en y por una serie de
peculiaridades. Primero, por la internacionalización de la retórica de la diversidad
como derecho humano y valor, lo cual ha derivado en lo que Susan Wright (1998)
llama politización de la cultura. Segundo, por una multiplicación de agencias y
arenas involucradas en la gestión de la diversidad (agencias multilaterales, orga-
nismos internacionales, estados, organizaciones y comunidades indígenas, ONGs)
que ha derivado en que incluso los emprendimientos más localizados operen como
caja de resonancia de aconteceres globales (Mato, 1994). Tercero, por la posibi-
Formaciones de alteridad 11

lidad de entramar alianzas supra-nacionales entre pueblos indígenas, sea porque un


mismo pueblo como el Inuit o el Saami se organizan por encima de distintos es-
tados; sea porque se crean alianzas panétnicas como la COICA o la alianza de los
pueblos de los bosques tropicales que reúnen pueblos distintos de distintos países
(Iturralde, 1997; Morin y Saladin D’Anglure, 1997). Pero también por el surgi-
miento de alianzas entre indígenas y ONGs globales y locales (Conklin y Graham,
1995).
En este marco y como señala Joanne Rappaport (2003), la globalización articula a
escala global, regional y nacional diversas zonas de contacto, entendidas como un
conjunto de contextos históricos, geográficos y sociales cuyo análisis permite ver
cómo los procesos globales se sedimentan en prácticas locales –conjunto de contextos
cuyo análisis requiere considerar desde la naturaleza cultural del capitalismo y las ten-
siones entre modernidad y tradición, hasta el campo internacional dentro del cual
circulan ideas que afectan las construcciones de identidades nacionales e indígenas–.
Emergen además lo que Daniel Mato (2003) llama “complejos transnacionales de
producción cultural”, como las distintas redes de comercio alternativo o justo, la pro-
ducción y comercialización internacional de productos “tradicionales”. Aquí la para-
doja inherente a estos procesos es que, aunque el sentido común entienda que la glo-
balización tiene un potencial homogeneizador que genera localización, los
movimientos supuestamente particularistas como el indígena también se trans-na-
cionalizan, y apuntan a inscribir sentidos globales (Briones et al., 1996).
En el plano sociopolítico, la acumulación flexible del capital viabilizada por la
llamada “globalización” ha ido de la mano de formas peculiares de entender la ra-
cionalidad gubernativa y la conducción biopolítica de las conductas (Foucault,
1991b), formas cuya peculiaridades llevan a Gordon (1991) a hablar de una
gubernamentalidad neoliberal.
A niveles macro, esta nueva gubernamentalidad ha quedado mayormente carac-
terizada por la privatización de responsabilidades estatales vía la tercerización de
servicios sociales claves –lo que se llama una retirada del Estado– o vía una descen-
tralización entendida menos como aumento de autonomías regionales que como
desconcentración –y, en Argentina, como ajuste y desorganización–. A niveles
micro, la gubernamentalidad neoliberal ha comportado una redefinición de los su-
jetos gobernables (Rose, 1997 y 2003), de modo que los antes “pobres” y “subdesa-
rrollados” han pasado a ser “poblaciones vulnerables con capital social”. En este
marco, los organismos multilaterales e internacionales vienen paralelamente pro-
moviendo lo que yo llamaría una neoliberalización de los estándares metaculturales
hegemónicos. Me refiero a que, si hasta hace no tanto tiempo las culturas indígenas
eran vistas como lastre del desarrollo latinoamericano (Ribeiro, 2002), en la era lo
que Charles Hale define como “multiculturalismo neoliberal” (Hale, 2002) o lo
12 Claudia Briones

que Donna Van Cott define como “multiculturalismo constitucional” (Van Cott,
2000) se las piensa y postula como derecho (Taylor, 1992), como capital social
(Doménech, 2004), como recurso político (Turner, 1993) y/o como recurso
económico (Yúdice, 2002).
En conjunto y más allá de anclajes particulares según los casos, los nuevos orde-
namientos multiculturales que estas redefiniciones vienen proponiendo –sobre
todo en contextos como el latinoamericano– han estado siempre en diálogo y reins-
cribiendo al menos tres de las paradojas principales que parecen propias de la era.
Primero, el reconocimiento de derechos especiales o sectoriales va de la mano de
la tendencia a la conculcación de los derechos económico-sociales universales. Por
una parte, esta habilitación de derechos especiales en un contexto de quebranta-
miento de los derechos universales lleva a que –a pesar de los reconocimientos retó-
ricos– los PIs sigan formando mayoritariamente parte de las poblaciones nacio-
nales que peor ranquean en términos de Necesidades Básicas Insatisfechas. Por la
otra, a que los restantes componentes no indígenas de estas poblaciones muchas
veces recepcionen desfavorablemente la “particularidad” de sus reclamos, concu-
rriendo con interpretaciones hegemónicas que estigmatizan las demandas y de-
mandantes indígenas como encarnación de meras instrumentalizaciones identita-
2
rias para “sacar provecho” de circunstancias difíciles “para todos”.
Segundo, se viene dando una curiosa convergencia entre las demandas indí-
genas de participación y la manera en que la gubernamentalidad neoliberal tiende a
auto-responsabilizar a los ciudadanos de su propio futuro, en tanto sujetos defi-
nidos como consumidores autónomos y con libertad de elección (Rose, 2003).
Evelina Dagnino (2002a, 2002b y 2004) define esta convergencia como “con-
fluencia perversa”, en tanto las justas demandas de participación activa que se rea-
lizan desde la sociedad civil se ven potenciadas por una reconfiguración de la so-
ciedad política que viene promoviendo el repliegue estatal al momento de atender
responsabilidades sociales básicas. Los esposos Comaroff (Comaroff y Comaroff,
2002) identifican esta paradoja como la que lleva a promover una politización de
las identidades en contextos de despolitización de la política. En otra parte, suge-
rimos cómo la misma opera en el país alentando cambios sobre las políticas de la
subjetividad y las concepciones de la política (Briones, Cañuqueo, Kropff y
Leuman, 2004).
Tercero, los pueblos indígenas vienen denunciando que las retóricas compla-
cientes de las agencias multilaterales e incluso las de algunos estados rara vez son
acompañadas y avaladas por medidas conducentes a una redistribución de recursos
que sea paralela a la de reconocimientos simbólicos. Más allá de estas punzantes y

2 Algunas contextuaciones y contra-argumentos que rebaten lecturas sociales y académicas instru-


mentalistas pueden verse en Briones (1998a; 2001b; 2005a).
Formaciones de alteridad 13

acertadas imputaciones, lo paradójico es que a veces las objeciones formuladas


acaben reiterando los fundamentos del mismo orden capitalista avanzado del que
se sospecha, en tanto llevan a debatir soluciones que terminan también postulando
la diversidad como bien de mercado (Segato, 2002; Zizek, 2001). Me refiero con
esto a que defender prácticas y saberes desde nociones de patrimonio y propiedad
intelectual conlleva para los PIs el riesgo de aceptar transformar también su
espiritualidad en mercancía.
Ahora bien, el punto que me interesa destacar es que, a pesar de tendencias ge-
nerales y paradojas compartidas, estas redefiniciones no han operado en el vacío.
Por el contrario, historias y trayectorias particulares de inserción en el sis-
tema-mundo han llevado a que, en cada país y región, las agendas multilateral-
mente fijadas para la adecuación de marcos políticos y legales de gestión de la diver-
sidad se fuesen procesando desde agendas propias. En cada país, entonces, esa
apropiación de agendas se realiza desde y contra ordenamientos sedimentados que
ejercen sus propias fricciones al nuevo sentido común de la época, dando por resul-
tado lo que podríamos llamar neoliberalizaciones de los estados y las culturas “a la
argentina”, “a la ecuatoriana”, “a la chilena”, etc. Paralelamente y como señala Fa-
biola Escárzaga (2004), si la constitución de los PIs en sujetos políticos y actores so-
ciales ha avanzado a ritmo dispar en los distintos países de América Latina, ello se
debe a la interacción de una serie de variables, que requieren pensar comparativa-
mente factores dispares que van desde las dimensiones demográficas y el emplaza-
miento territorial de la población indígena, hasta el carácter de las relaciones inte-
rétnicas, la vinculación de las organizaciones políticas con los sujetos étnicos, y la
maduración del o los movimientos indígenas en cada país; desde la capacidad hege-
mónica de cada Estado-Nación para garantizar la gobernabilidad del país y para el
ejercicio de la soberanía, hasta los contextos políticos, económicos y sociales que
cada Estado promueve y regula, incluyendo en ello la presencia de entidades inter-
nacionales como complemento o sustituto de estados débiles.
No siendo éste el lugar para examinar las peculiaridades de las políticas de diver-
3
sidad que se dan a partir de los años 80 en América Latina, me gustaría sobre estas
bases de problematización y contextuación de la época, compartir algunos con-
ceptos que he/mos venido desarrollando para leer “las peculiaridades nacionales”
como parte de ordenamientos más vastos que no se acotan a lo político. Articu-
lando de maneras sui generis los recursos económicos en disputa, los mecanismos
políticos para asegurar esos recursos y las concepciones sociales legitimadoras de lo
que en cada momento se pueda definir como statu quo (Cornell, 1990), sostuvimos
en otra parte que esos ordenamientos han resultado en co-construcciones situadas

3 Para obtener un panorama en esta dirección, consultar por ejemplo Escárzaga (2004); Gros
(2000); Sieder (2002 y 2004).
13
14 Claudia Briones

de aboriginalidad y nación (Briones, 1998a). Postulamos ahora que los mismos


también son marco para explicar procesamientos nacionalmente diferenciados de
los cambios de racionalidad gubernativa y directrices económicas ligados a trans-
formaciones globales pero epocalmente específicas, en términos de políticas indi-
genistas y de reclamos indígenas. A este último respecto, nos interesa también ope-
racionalizar algunos conceptos que permitan particularmente entender cómo la
configuración de ordenamientos de larga duración –que incluso hunden sus raíces
en disparidades registradas durante la estructuración colonial de América Latina–
ha ido anclando distintas movilidades estructuradas y sensibilidades afectivas
(Grossberg, 1992) para los PIs al interior de cada Estado-Nación de la región.
Entendemos que esas movilidades y sensibilidades son claves para explicar las dife-
rencias en las demandas y en las formas de plantearlas en los diversos foros que se
hacen patentes entre PIs radicados en distintos países o incluso en distintas provin-
cias de un mismo país, a pesar de las huellas de convergencia posibilitadas tanto por
visiones culturales compartidas, como por la transnacionalización de la política
indígena.

II. La materialidad de las fronteras nacionales y provinciales


Remedando tal vez las discusiones y divisorias de los movimientos sociales de nues-
tro continente, los cientistas latinoamericanos hemos insumido demasiadas ener-
gías buscando dirimir la materialidad de las adscripciones indígenas a través del de-
bate sobre la posible precedencia y relaciones entre clase y etnicidad desde aproxi-
maciones generalistas a ambas realidades/conceptos. Sostuvimos en otra parte
(Briones, 2005a) que esas discusiones hubiesen sido más productivas de habernos
concentrado antes en identificar contextos y procesos productores de etnicidades
específicas, o mejor dicho, contextos y procesos de formación de grupos alterizados
en base a marcaciones selectivamente racializadas y etnicizadas desde lugares de po-
der –como el de la mayoría sociológica de la Nación-como-Estado– que reprodu-
cen desigualdades no sólo a partir de la imbricación de diversos clivajes, sino tam-
bién a partir de la invisibilización de lo que se define como “norma” (Williams,
4
1989). En este marco inscribimos inicialmente la noción de aboriginalidad (Brio-
4 Para evitar caer en la sustancialización que implica hablar de “grupos étnicos” y “grupos raciales” o
“razas” –perdiendo la posibilidad de entender cómo lo que aparece “sustancial” es sociohistóricamente
sustancializado y cómo un mismo sector puede ser individualizado a partir de marcas de distinto tipo–
definimos la racialización como forma social de marcación de alteridad que niega la posibilidad de que
cierta diferencia/marca se diluya completamente, ya por miscegenación, ya por homogenización cultu-
ral, descartando la opción de ósmosis a través de las fronteras sociales, esto es, de fusión en una comuni-
dad política envolvente que también se racializa por contraste. Definimos como etnicización, en cam-
bio, a aquellas formas de marcación que, basándose en “divisiones en la cultura” en vez de “en la
naturaleza”, contemplan la desmarcación/invisibilización y –apostando a la modificabilidad de ciertas
Formaciones de alteridad 15

nes, 1998a) como tipo de alteridad cuya particularidad ha pasado en todo caso por
sublimar las dinámicas y efectos de la relación colonial como distancias culturales,
temporales y espaciales respecto de la autoctonía de algunos. Pero como otras alte-
rizaciones, la aboriginalidad también ha conllevado jerarquizar horizontal y verti-
calmente al conjunto de ciudadanos “normales”/normalizados y a los definidos
como otros internos (en este caso, indígenas, aborígenes, indios, etc.), en base a dis-
positivos de totalización e individuación que inscriben campos de visión diferen-
ciados para cada cual (Corrigan y Sayer, 1985), según estrategias de espacializa-
ción, temporalización y substancialización (Alonso, 1994) que atribuyen dispares
consistencias, porosidades y fisuras a los contornos (auto)adscriptivos tanto del
“nosotros” desmarcado como de los contingentes sociales selectiva y explícitamen-
te etnicizados y/o racializados.
Ahora bien, la necesidad de poner “la cuestión indígena” en una matriz más
compleja de alterizaciones y normalizaciones, nos fue llevando a introducir otros
conceptos. Sostuvimos que la posibilidad de explicar la re-producción material e
ideológica de grupos selectivamente racializados y etnicizados desde un abordaje
materialista dependía de prestar atención no sólo a la economía política, sino a la
economía política de producción de diversidad cultural (Briones, 2001a). Partiendo
de ver a la cultura como un hacer reflexivo, como un medio de significación que
puede tomarse a sí mismo como objeto de predicación (Briones y Golluscio,
1994), advertimos no sólo que la cultura es un proceso disputado de construcción
de significado, sino que toda cultura produce su propia metacultura (Urban,
1992), esto es, nociones en base a las que ciertos aspectos se naturalizan y definen
como a-culturales, mientras algunos se marcan como atributo particular de ciertos
otros, o se enfatizan como propios, o incluso se desmarcan como generales o com-
partidos. Al convertir explícita o implícitamente a las cultura “propia” y “ajena” en
objetos de la representación cultural, esas nociones metaculturales generan su
propio régimen de verdad (Foucault, 1980) acerca de las diferencias sociales, ju-
gando incluso a reconocer la relatividad de la cultura como para reclamar universa-
lidad y vice-versa (Briones, 1996 y 1998b).
En este marco, la idea de trabajar sobre economías políticas de producción de di-
versidad cultural remite centralmente a ver cómo ponderaciones culturales de dis-
tinciones sociales rotuladas como “étnicas”, “raciales”, “regionales”, “nacionales”,
“religiosas”, “de género”, “de edad”, etc., proveen medios –como señala (Hall,
1986)– que habilitan o disputan modos diferenciados de explotación económica y
de incorporación política e ideológica de una fuerza de trabajo –no menos que de
una ciudadanía– que se presupone y re-crea diferenciada. En otras palabras, el
punto es ver cómo se reproducen desigualdades internas –y renuevan consensos en
diferencias/marcas– prevén o promueven la posibilidad general de pase u ósmosis entre categorizacio-
nes sociales con distinto grado de inclusividad (Briones, 2002b).
16 Claudia Briones

torno a ellas– invisibilizando ciertas divergencias y tematizando otras, esto es, fi-
jando umbrales de uniformidad y alteridad que permiten clasificar a dispares con-
tingentes en un continuum que va de “inapropiados inaceptables” a “subordinados
tolerables” (B. Williams, 1993).
Ahora bien, ese continuum no obsta que se identifiquen “tipos” de otros internos
en base a marcas particulares –por ejemplo, “indígenas”, “afrodescendientes”, “in-
migrantes”, “criollos”, en países latinoamericanos, o los cinco troncos racializados
que conforman el modelo del pentágono étnico en los EE.UU.–. Inicialmente, con-
vergimos con la idea de Segato (1991, 1998a, y 1998b) de hablar de “matrices de
diversidad”. Con el tiempo, postulamos que el juego históricamente sedimentado
de marcas va entramando formaciones nacionales de alteridad cuyas regularidades y
particularidades resultan de –y evidencian– complejas articulaciones entre sistemas
económicos, estructuras sociales, instituciones jurídico-políticas y aparatos ideoló-
gicos prevalecientes en los respectivos países (Briones, 2004).
Nuestra noción de formaciones nacionales de alteridad surge entonces de resigni-
ficar la noción de “formación racial” de Omi y Winant (1986) ya que, si bien nos
negamos a ver sólo la raza como eje central de las relaciones sociales, sí apuntamos a
dar cuenta del doble proceso por el cual fuerzas sociales, económicas y políticas que
determinan el contenido y la importancia de las categorías sociales –así como el in-
terjuego de distintos clivajes de desigualdad– son, a su vez, modeladas por los signi-
ficados y significantes categoriales mismos, deviniendo por ende factor constitu-
yente tanto de las nociones de “persona” y de las relaciones entre individuos, como
también componente irreductible de las identidades colectivas y de la estructura
social. Entendemos por tanto que tales formaciones no sólo producen categorías y
criterios de identificación/clasificación y pertenencia, sino que –administrando je-
rarquizaciones socioculturales– regulan condiciones de existencia diferenciales
para los distintos tipos de otros internos que se reconocen como formando parte
histórica o reciente de la sociedad sobre la cual un determinado Estado-Nación ex-
tiende su soberanía. Así, aun cuando tales contingentes son construidos como par-
cialmente segregados y segregables en base a características supuestamente “pro-
pias” que portarían valencias bio-morales concretas de “autenticidad”, los mismos
van quedando siempre definidos por una triangulación que los especifica entre sí y
los (re)posiciona vis-à-vis con el “ser nacional” (Briones, 1998c).
Paralelamente, aún cuando las formaciones nacionales de alteridad tienen una
notable eficacia residual por la forma en que se entraman desde lo que hegemónica-
mente se erige como mito-motor de la “identidad nacional”, con el tiempo se trans-
forman –como ilustran algunos estudios de caso que se presentan en este libro–
tanto las valencias o valorizaciones relativas de los diversos contingentes, como las
políticas que, de forma siempre contextual y temporalmente contingente, buscan
fortalecer o debilitar los distintos contornos (auto)adscriptivos. En este marco, la
Formaciones de alteridad 17

puesta en proceso de las formaciones nacionales de alteridad no es una cuestión


menor para dar cuenta de su historicidad y de las emergencias –en verdad, re-arti-
culaciones– identitarias que ciertos contextos posibilitan, al tender a desestabilizar
o desmantelar instalaciones estratégicas previamente disponibles.
Por otra parte, dichas formaciones y su transformación –vale enfatizarlo– nunca
son efecto de prácticas estatales solamente. Sin embargo, por ser los Estados-Na-
ción puntos de condensación de un vasto conjunto de tecnologías, dispositivos e
instituciones que inscriben lugares de autoridad –socialmente abstractos, imperso-
nales, soberanos y autónomos, pero siempre territorialmente basados– desde donde
hablar en nombre de la sociedad como un todo y mantener un orden basado en la
ley (Parekh, 2000), ni las prácticas estatales son secundarias en el entramado de las
formaciones nacionales de alteridad, ni tampoco es una cuestión menor entender la
lógica espacial en y a través de la cual los estados actualizan las formaciones de
alteridad en que su ejercicio de regulación se apoya.
Para dar cuenta entonces de esa lógica es que propusimos ver cómo se van trans-
formando las geografías estatales de inclusión y exclusión, esto es, las articulaciones
históricamente situadas y cambiantes mediante las cuales niveles anidados de esta-
5
talidad ponderan y ubican en tiempo y espacio “su diversidad interior” (Briones,
2001a). Llegamos por esta vía a lo que es cometido central de este libro, esto es, no
sólo pensar cartográficamente (de Souza Santos, 1991), sino también tomar en
cuenta niveles provinciales de estatalidad. Según lo vemos, porque los estados pro-
vinciales también operan como instancias fundamentales de articulación que ge-
neran representaciones localizadas sobre el estado-como-idea (Abrams, 1988) y
sobre la política, administrando a su vez sus propias formaciones locales de alte-
ridad para especificarse en relación a “la identidad nacional” desde formas neu-
quinas, salteñas, chubutenses, etc., de “ser argentinos”. En términos de efectos, son
precisamente estos niveles los que permiten explicar variaciones en la organización
y demandas de un mismo pueblo indígena según las distintas provincias en que se
encuentra, así como semejanzas entre organizaciones y reclamos de distintos pue-
blos indígenas que forman parte de una misma provincia. Y en este sentido es que
decíamos que, a pesar de su arbitrariedad, las fronteras estatales, tanto federales
cuanto provinciales, portan su propia materialidad.
En líneas generales, el esfuerzo por hacer “cartografías” está inspirado en los tra-
bajos de Lawrence Grossberg y en su propuesta de contrarrestar las políticas mo-
dernas y posmodernas de la diferencia, viendo cómo los tres planos principales de
individuación –sujetos con subjetividad, self con identidad y agentes con capacidad
de agencia– pueden ser entendidos no sólo desde un sentido temporal sino dentro
5 Concretamente, Estado federal y estados provinciales –incluso municipales– como formaciones
pluricentradas y multidimensionales que condensan discursos y prácticas políticas de diferente tipo en
un hacer sistemático de regulación y normalización de lo social (Hall, 1985).
18 Claudia Briones

de una lógica espacial. Es que la idea de que las identidades se construyen por dife-
rencia es, según este autor (1996), legado típico de una modernidad que siempre se
ha construido a sí misma diferenciándose de otro –como “tradición” en sentido
temporal, o como “los primitivos”/“los étnicos” en tanto otros espaciales transfor-
mados en otros temporales– en un juego que confina a los/sus “otros” a responder
por inversión. Para escapar entonces a esta idea de diferencia y a los efectos ideoló-
gicos de la misma modernidad, Grossberg propone empezar a notar que la peculia-
ridad de lo moderno –aunque se construya a sí mismo en clave temporal, haciendo
de la subjetividad una conciencia del tiempo interno, de la identidad una construc-
ción temporal de la diferencia, y de la agencia un desplazamiento/diferimiento
temporal de la diferencia– pasa por postularse como diferencia siempre diferente
de sí misma a lo largo del tiempo y el espacio. En consecuencia, sostiene el autor,
esos tres planos de individuación también pueden y deben ser entendidos desde su
6
lógica espacial.
En lo concreto, la propuesta de ver cómo el Estado federal y los estados provin-
ciales ponen “su diversidad interior” en coordenadas témporo-espaciales a través de
geografías de inclusión y exclusión retoma la propuesta de Grossberg (1992 y
1993) de analizar los modos por los cuales los sistemas de identificación y perte-
nencia son producidos, estructurados y usados en una formación social, a través de
la articulación de maquinarias –organizaciones activas de poder– tanto estratifica-
doras y diferenciadoras, cuanto territorializadoras. En esto, si las maquinarias estrati-
ficadoras dan acceso a cierto tipo de experiencias y de conocimiento del mundo y
del sí mismo –produciendo la subjetividad como valor universal pero desigual-
mente distribuido–, las maquinarias diferenciadoras se vinculan a regímenes de
verdad responsables de la producción de sistemas de diferencia social e identidades
–en nuestro caso, sistemas de categorización social centralmente ligados a tropos de
pertenencia selectivamente etnicizados, racializados, o desmarcados–. Por su parte,
las maquinarias territorializadoras resultan de regímenes de poder o jurisdicción
que emplazan o ubican sistemas de circulación entre lugares o puntos temporarios

6 Desde esta mirada, la subjetividad se nos revela como experiencia del mundo desde posiciones par-
ticulares que, aunque sean “direcciones” temporarias, determinan el acceso al conocimiento y devienen
lugares de apego construidos como “hogares” desde cuya geografía hablamos. En similar dirección, el
self o la identidad remite a diferentes vectores de existencia ligados a espacios tanto regionales como na-
cionales y globales que –pudiendo estar enclavados, o permitir mucha movilidad, o excluirnos de otros–
involucran un sistema complejo de movilidades superpuestas y en competencia, e incluso condicionan
las alianzas que se pueden realizar entre distintas identidades o mapas de existencia espacial. La agencia,
por su parte, emerge como una cuestión de distribución de agentes y de actos dentro de espacios y luga-
res que no son puntos de origen pre-existentes, sino producto de sus esfuerzos por organizar un espacio
limitado. Remite así a instalaciones estratégicas posibilitadas por movilidades estructuradas que definen
y habilitan ciertas formas de agencia y no otras para poblaciones particulares (Grossberg, 1996).
Formaciones de alteridad 19

de pertenencia y orientación afectivamente identificados para y por los sujetos in-


dividuales y colectivos.
Alrededor de estos puntos –sostiene Grossberg– los sujetos articulan sus propios
mapas de significado, deseo y placer, aunque siempre condicionados por la movi-
lidad estructurada que resulta de estructuras ya existentes de circulación y acceso di-
ferencial a un determinado conjunto de prácticas históricas y políticamente articu-
ladas. Emergiendo entonces del interjuego estratégico entre líneas de articulación
(territorialización) y líneas de fuga (desterritorialización) que ponen en acto y posi-
bilitan formas especificas de movimiento (cambio) y estabilidad (identidad), esa
movilidad estructurada habilita formas igualmente específicas de acción y agencia.
Más aun, según Grossberg, el análisis de tales líneas es un campo central para iden-
tificar la capacidad de agencia, pues las mismas determinan qué tipos de lugares la
gente puede ocupar, cómo los ocupa, cuánto espacio tiene la gente para moverse, y
cómo puede moverse a través de ellos. Por tanto, distintas formas de acción y
agencia resultan no sólo a la desigual distribución de capital cultural y económico,
sino también de la disponibilidad diferencial de diferentes trayectorias de vida por
medio de las cuales se pueden adquirir esos recursos.
En este marco, si la Nación-como-Estado opera como territorio simbólico contra la
cual se recortan y en el cual circulan distintos tipos de “otros internos”, las geografías
estatales de inclusión –que son simultáneamente geografías de exclusión– remiten a
la cartografía hegemónica que fija altitudes y latitudes diferenciales para su instala-
ción, distribución y circulación. Entre otras cosas, estas geografías de inclusión/ex-
clusión intentan inscribir por anticipado en el “sentido de pertenencia” de esos con-
tingentes la textura de las demandas que vayan a realizar (Balibar, 1991). Si su peso
efectivo para regular luchas políticas por habilitación resulta de cómo la distribución
de lugares, uniformidades y diferencias habilita y afecta la producción, circulación y
consumo de argumentaciones y prácticas idiosincráticas de pertenencia, podemos
decir que estas geografías devienen tanto proveedoras de anclajes respecto de los lu-
gares de enunciación desde los cuales el activismo indígena plantea sus demandas,
como objeto preferente de contra-interpelación, una vez que los sujetos identifican
las desigualdades fundantes que operan semejante distribución (Briones, 2004).
En suma, vemos las economías políticas de producción de diversidad cultural, las
formaciones nacionales de alteridad y las geografías estatales de inclusión/exclusión
como recursos teórico-metodológicos para entender las peculiaridades de los dis-
tintos países. También, como puntos de inflexión para analizar el peso e interjuego
de ocurrencias supra y sub-estatales. Por un lado, porque esas nociones devienen
lugares desde donde pensar la dispar receptividad y digestión que en cada lugar
tienen ciertas modas e imposiciones globales para la gestión de la diversidad, tanto
por parte de sus bloques hegemónicos como de los pueblos indígenas que en ellos
habitan. Por el otro, porque asimismo nos permiten, en un doble movimiento ho-
20 Claudia Briones

mólogo, explorar las digestiones por parte de PIs, elites locales y estados provin-
ciales de los criterios de gestión de la diversidad promovidos por el Estado federal,
así como la recepción e impacto de las propuestas emanadas de distintas provincias
en el ámbito nacional.

III. La formación nacional de alteridad en Argentina


No resulta sencillo hablar de todo un país cuando se parte de la idea de que las prác-
ticas y discursos hegemónicos centrales no subsumen de manera perfecta los de las
formaciones provinciales de alteridad, con estilos locales propios de construcción
de hegemonía que van siendo afectados tanto como los primeros por ocurrencias
globales. Aun así, si Hall (1985) tiene razón en sugerir que los estados nacionales
pueden verse como puntos de condensación que revelan una cierta regularidad en
la dispersión, sería tan posible como lícito identificar ciertas operaciones medulares
7
–encuadres de interpretación, diría Yúdice (2002) – de sus formaciones de alteri-
dad, operaciones que van siendo normalizadas a través de distintos dispositivos y se
encuentran también sedimentadas en el sentido común. Por ende este sentido co-
mún siempre es un buen lugar para examinar algunos de esos encuadres de una ma-
nera expeditiva, con el propósito central de poner en contexto algunas peculiarida-
des contemporáneas y tener un piso para pensar Argentina no sólo en relación a
otros países, sino también –como es el sentido de este libro– desde las superficies de
emergencia que esos encuadres muestran en distintas provincias.
Si la versión dominante del “crisol de razas” a la argentina predica que “los pe-
ruanos vinieron de los incas; los mejicanos, de los aztecas; y los argentinos, de los
barcos”, las implicancias de semejante aseveración inscriben al menos un doble

7 George Yúdice ha aportado recientemente una idea de performatividad cultural de peculiar rele-
vancia para entender dinámicas nacionalmente diferenciadas de recreación y procesamiento de marca-
ciones y reclamos, de políticas de estado y luchas por reconocimiento. Con el concepto de performativi-
dad, Yúdice alude a encuadres de interpretación que encauzan la significación del discurso y de los
actos, no sólo desde la perspectiva de los marcos conceptuales y pactos interaccionales, sino también de
los condicionamientos institucionales del comportamiento y de la producción de conocimiento. Gene-
rados por relaciones diversamente ordenadas entre las instituciones estatales y la sociedad civil, la magis-
tratura, la policía, las escuelas y las universidades, los medios masivos, los mercados de consumo, etc.,
esos encuadres permitirían explicar –según el autor– por qué distintos estilos/entornos nacionales pro-
mueven una absorción o receptividad diferente ante nociones como la de “diferencia cultural” que po-
seen vigencia y aceptación mundial, y ejercen de manera también diferente el mandato globalizado de
reconocer el derecho a la diferencia cultural que imponen instituciones intergubernamentales y agen-
cias multilaterales (Yúdice, 2002: 60-61 y 81). En esto, el argumento de Yúdice de que todo entorno
nacional está constituido por diferencias que –recorriendo la totalidad de su espacio– “son constitutivas
de la manera como se invoca y se practica la cultura” (Yúdice, 2002: 61) muestra notable cercanía a las
preocupaciones y propuestas que venimos reseñando, y amplía a la vez el campo de observación para
trabajar racializaciones y etnicizaciones desde un contextualismo radical.
Formaciones de alteridad 21

8
juego. A la par de trazar distancias nítidas respecto de ciertos otros externos (los
“aindiados hermanos” de ciertos países latinoamericanos) en base a un ideario de
nación homogéneamente blanca y europea, se secuestra y silencia internamente la
existencia de otro tipo de alteridades, como la de los pueblos indígenas–supuesta-
mente, siempre pocos en número y siempre a punto de terminar de desaparecer por
completo–y también la de los afro-descendientes, pues las poblaciones asociadas a
un remoto pasado africano ligado a la esclavitud no encuentran cabida alguna en
9
un “venir de los barcos” que parece acotarse a los siglos XIX y XX.
Segato (1998b) destaca que distintos países pueden echar mano a un mismo
tropo, aunque para realizar operaciones cognitivas diversas. Señala entonces que,
aun partiendo de la metáfora del “crisol de razas”, las ideologías nacionales hege-
mónicas de Estados Unidos, Brasil y Argentina han administrado de manera dispar
la tensión entre la homogenización de ciertas poblaciones como núcleo duro de la
nacionalidad, y la heterogeneización de otras como distintos tipos de otros internos
diferencialmente posicionados respecto de las estructuras de acceso a recursos ma-
teriales y simbólicos clave. Así, explicita Segato que, en Argentina, la metáfora del
crisol usada para construir una imagen homogénea de nación ha ido inscribiendo
prácticas de discriminación generalizada respecto de cualquier peculiaridad idio-
sincrática y liberando en el proceso a la identificación nacional de un contenido ét-
nico particular como centro articulador de identidad (una nación uniformemente
blanca y civilizada en base a su europeitud genérica). Tales prácticas habrían propi-

8 Las ideas presentadas en este acápite han sido progresivamente desarrolladas en distintos trabajos,
pero estas páginas guardan muchas afinidades con uno en particular (Briones, 2004), que fue escrito
casi en paralelo. Aquí el propósito es trazar una acuarela que enfatice los rasgos preponderantes en las
imágenes y prácticas propiciadas desde los centros de poder material y simbólico que, en Argentina y
como reza el dicho sobre Dios, a menudo vienen atendiendo en/desde Buenos Aires y/o se instalan en
una lugar porteño de enunciación. Los capítulos sucesivos mostrarán los no pocos matices y desafíos
que se realizan desde distintas provincias o sectores y en diferentes épocas sobre estas narrativas maestras
de nacionalidad y estatalidad.
9 Así, la supuesta extinción de las personas de color y sus cofradías acontece en los imaginarios nacio-
nales de manera tan subrepticia como misteriosa y silenciosa. A través de los actos escolares, por ejem-
plo, los niños aprenden que sólo para el festejo del 25 de Mayo de 1810, por el inicio de la independen-
cia nacional, les toca a algunos disfrazarse de caballeros patriotas y damas de sociedad, mientras que a
otros y otras le corresponde ennegrecer sus caras con corcho, para representar a serenos, candileros, ma-
zamorreras, vendedoras de empanadas, jaboneros heredados de la sociedad colonial. Ninguna otra re-
presentación de la historia patria requiere volver a usar los corchos ennegrecidos, como si la presencia de
negros en esa historia no se extendiese más allá de los momentos iniciales de conformación de un país
independiente. En consecuencia, no sorprende que quienes hoy puedan ser “a simple vista” clasifica-
bles como “negros” –“negros mota” o “negros negros”, diría Frigerio (2002), para recuperar la diferen-
cia que hace el sentido común entre afro-descendientes y los “cabecitas negra”– queden vinculados a
migraciones más o menos recientes, producidas supuestamente no ya desde África sino desde Uruguay,
Brasil o los EE.UU.– puesto que tampoco está demasiado visibilizada la inmigración caboverdiana (de
Liboreiro, 2001).
22 Claudia Briones

ciado además una vigilancia difusa de todos sobre todos que, basándose en reprimir
la diversidad, se habría acabado extendiendo a diversos dominios de lo social
(Segato, 1991:265).
Sobre esta base, diría que la formación maestra de alteridad en Argentina fue re-
sultando de una peculiar imbricación de maquinarias diferenciadoras, estratifica-
doras y territorializadoras, habilitantes de un conjunto de operaciones y desplaza-
mientos que, para sintetizar el argumento, agruparía en torno a tres lógicas
principales. Una de incorporación de progreso por el puerto y de expulsión de los
“estorbos” por las puertas de servicio, primera lógica que se liga a una segunda de
argentinización y extranjerización selectiva de alteridades, estando a su vez ambas
lógicas en coexistencia con una tercera de negación e interiorización de las líneas de
color. Veamos.
En Argentina, como en otros países, la espacialización de la nacionalidad ha
operado en base a metáforas que jerarquizan lugares y no-lugares. Al menos desde
la Generación de 1837, el país se autorrepresenta con una cabeza pequeña pero po-
derosa –el puerto de Buenos Aires– destinada como centro material y simbólica-
mente hegemónico tanto a ordenar y administrar las “limitaciones” de un cuerpo
grande pero débil –el “Interior”– como a llenar los vacíos circundantes, la tierra de
10
indios o tierra adentro sintomáticamente concebida como desierto. Esa cabeza ha
oficiado de entrada principal que diseña y posibilita un “venir de los barcos” desti-
nado a fortalecer y embellecer la contextura del tronco y poblar las extremidades.
Aún hoy, esa puerta se piensa ancha y generosa en lo que hace a dar cabida a “todos
los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”, como reza el
preámbulo de la constitución. Ha administrado y administra empero los flujos en
base a una circulación de mano única. Mientras que para algunos oficiaba de en-
trada triunfal a promesas de movilidad ascendente, para elementos europeos inde-
seables devino con el tiempo puerta giratoria que los devolvería a sus lugares de
11
procedencia. Así, el hábito que se inaugura a principios de siglo XX de identificar

10 En verdad, si ya la generación del 37 instaura como tropo dominante de la geografía nacional la


idea de que el país es un “desierto”, lo interesante es cómo esa imagen permite encarnar un mandato
para sucesivas generaciones de elites morales –mandato canonizado por Juan Bautista Alberdi con el
axioma “gobernar es poblar”–. Aunque en términos de políticas públicas ese axioma se inscribe estatal-
mente de manera explícita hasta mediados del siglo XX (Lazzari 2004), en términos de imaginarios per-
siste hasta ahora, tras el dicho de sentido común de que “hay que poblar la patagonia”.
11 Me refiero a la sanción en 1902 de la Ley de Residencia –que autoriza la deportación de “elementos
indeseables”, mayormente sospechados de anarquistas y comunistas– complementada en 1910 por la
Ley de Defensa Social, que permite encarcelar a disidentes políticos del país. En el marco del debate
para la aprobación de esta ley, el Diputado Ayarragaray buscará matar varios pájaros de un tiro al mo-
mento de enumerar una lista de “indeseables”. Además de los anarquistas, propone también excluir
“...la inmigración amarilla que estamos amenazados de recibir (…) En este sentido, debemos proceder
con sentido científico. Nosotros no necesitamos inmigración amarilla, sino padres y madres europeas,
Formaciones de alteridad 23

“elementos étnicos inconvenientes” incluso entre migrantes europeos sospechados


de anarquistas o comunistas muestra cómo el crisol argentino va deviniendo un
caldero con restricciones de ingreso que responden tanto a consideraciones ra-
ciales, como de clase y político-ideológicas (Briones, 1998c). En este marco, los
contingentes internos que se consideran inaceptables no sólo se piensan deambu-
lando por caminos periféricos, sino que tienden a ser eyectados por la trastienda.
Esta idea de que los argentinos vinimos de los barcos se refuerza con la propensión
especular a expulsar fuera del territorio imaginario de la nación a quienes se asocian
con categorías fuertemente marcadas, mediante una común atribución de extran-
jería que ha ido recayendo sobre distintos destinatarios a lo largo de la historia na-
12
cional, según distintos grupos fuesen adquiriendo sospechosa visibilidad.
A este respecto, es por ejemplo sugestiva la perseverancia con que desde fines del
siglo pasado se viene reiterando el aserto de que los Tehuelche (siempre a punto de
total extinción) son los verdaderos “indios argentinos” de la Patagonia, a diferencia
de los más numerosos (y por ende conflictuantes) Mapuche, pasibles siempre de ser
rotulados como “chilenos” –por ende, indígenas “invasores” o “visitantes”, sin de-
rechos según las versiones más reaccionarias a reclamar hoy reconocimientos terri-
toriales (Briones, 1999; Briones y Díaz, 2000; Cañuqueo, Kropff, Rodríguez &
Vivaldi en este volumen; Lazzari y Lenton, 2000; Ramos & Delrio en este vo-
lumen; Rodríguez, 1999; Rodríguez y Ramos, 2000)–. En similar dirección y mos-
trando la eficacia residual de esta lógica, he escuchado a conciudadanos salteños y
jujeños denunciar el trato discriminatorio al que estaban siendo sometidos cuando
se los estigmatizaba como “bolitas” o bolivianos –es decir, cuando se los desnacio-
nalizaba por su aspecto– durante la irrupción de xenofobia que acompañó el fin de
la era menemista. En este marco, tampoco sorprende tanto un acontecimiento que
tomó estado público más recientemente, hecho vergonzoso que algunos consi-
deran anacrónico y otros vemos como síntoma preocupante de la formación de al-
teridad que todavía es propia del país. Brevemente, funcionarios de migraciones
acusaron a la Sra. María Magdalena Lamadrid de utilizar un pasaporte falso, basán-
dose también en su aspecto. En lo que califican como un gesto de indiscriminación

de raza blanca, para superiorizar los elementos híbridos y mestizos que constituyen la base de la pobla-
ción del país y que posiblemente son de origen amarillo (en Lenton 1994).” La novedad de este testimo-
nio respecto de otros es menos la racialización que abarca y ordina aquí a los mestizos respecto de “la
raza blanca”, que la claridad con que muestra una lógica hipogámica (Harrison 1995). Retomaremos
luego la operatoria de esta lógica. Baste decir aquí respecto del razonamiento de Ayarragaray que los
mestizos o criollos deben ser “superiorizados” porque son fruto de una mezcla hispano-indígena donde
el componente indígena racialmente subvaluado –aquí, además, en base a la atribución de orígenes
transpacíficos prehistóricos también “amarillos”– contaminó y arrastró hacia abajo al que por sí mismo
estaba un poco mejor valuado (el español).
12 Agradezco a Ricardo Abduca un comentario que, realizado hace varios años al pasar, me invitó a
prestar atención a este punto y me llevó a empezar a hacer un mapa de “recurrencias” en esta dirección.
24 Claudia Briones

del nosotros nacional, Natalia Otero y Laura Colabella (2002) explican los criterios
en que tales funcionarios apoyaban su “brillante deducción”: como no hay
argentinos negros, toda persona de aspecto afro debe ser extranjera.
A su vez, estas formas de territorializar y diferenciar pertenencias se imbrican
con una segunda lógica de substancialización (Alonso, 1994) que entrama “la gran
familia argentina” en base a maquinarias diferenciadoras que aplican de manera
asimétrica los principios de jus solis y el jus sanguinis para argentinizar o extranje-
rizar selectivamente distintas alteridades. Por ejemplo, mientras idealmente la ciu-
dadanía argentina se adquiere por el principio de jus solis –principio que permitió
argentinizar a la descendencia de la inmigración europea– otras alteridades son per-
manentemente extranjerizadas en base a la aplicación asimétrica del principio del
jus sanguinis. Así, la chilenidad imputada a habitantes mapuche suele correspon-
derse no con su lugar de nacimiento sino con el lugar de procedencia se sus
antepasados remotos (Briones y Lenton, 1997).
Paralelamente, las dos lógicas anteriores se articulan con una que, adoptando en
lo explícito la ideología racial propia de los EE.UU. –ideología que toma la negritud
como epítome de lo racial– lleva simultáneamente a negar la existencia de racismo
en el país y a interiorizar las líneas de color. Esta tercera lógica preside compleja-
mente la vigencia de dispares requisitos para la argentinización de distintos tipos de
otros internos, a la par de propiciar una peculiar racialización de la subalternidad
(Guber, 2002; Margulis, Urresti et al., 1998; Ratier, 1971), para dar cuenta de
quienes no pueden ser ni eyectados ni extranjerizados, a riesgo de perder una masa
crítica de subalternos que hegemonizar. Pero vayamos por partes.
Una vez que la nación argentina se postula (desea ver o proyectar) como homo-
géneamente blanca y europea –hallando en esto un criterio de diferenciación fun-
damental respecto de otros países de Latinoamérica– no queda lugar para dos mo-
vimientos que han sido ensayados por otras ideologías nacionales. El primer
movimiento se liga a que el precepto de homogeneidad desaconseja trazar –como
en EE.UU., por ejemplo– líneas de color que dividan una entidad discreta e intro-
duzcan un diagrama de mosaico. Posiblemente, el deseo de europeizar la nación en
todo sentido estuviese en la base de una irrestricta admiración por ciertos países eu-
ropeos como Francia y Gran Bretaña, cuyo liberalismo y trayectorias coloniales les
permitían practicar ultramarinamente un racismo que –a diferencia de los EE.UU.–
tendían a enmascarar “puertas adentro”. En este sentido, la admiración hacia los
EE.UU. parecía ya desde Sarmiento expuesta a cierta cautela, entre otras cosas por la
forma de hacer de las líneas de color un principio estructurante de la nación.
Obviamente, esta autodefinición por contraste lejos está de impedir la ocurrencia
de racismo. En todo caso, lo alimenta en base a otro tipo de prácticas de racializa-
ción. Así, la recurrente posibilidad de sostener al menos desde la década de 1870
que ya no había negros argentinos (de Liboreiro, 2001) no pasa simplemente por
Formaciones de alteridad 25

no quererlos ver –como veremos, el color se ve y toma en cuenta, pero para inter-
pretarlo de otra manera– sino por teorías sociales de la raza que operan en base a
ideas sui generis o bien de extinción o bien de paulatina asimilabilidad. Esas teorías
alimentan a la vez hipótesis distintivas respecto de las posibilidades, operatoria y
consecuencias del “mestizaje” y el “blanqueamiento” –lo que nos remite al segundo
movimiento particularizador del caso argentino que me interesa explicitar.
El mito del desierto a ser poblado (europeizado) mediante políticas de inmigra-
ción se basa en una valoración no sólo de los indígenas sino de las masas his-
pano-indígenas o criollas que tempranamente muestra que el discurso hegemónico
de la nacionalidad argentina va a adoptar una ideología de mestizaje muy distinta a
la vigente en otros países de Latinoamérica, donde la hibridación opera como tropo
maestro de la conformación nacional (Briones, 2002b). En términos de espaciali-
zación del país, Villar (1993) sostiene que el hinterland portuario a ser domesticado
reconoce dos grandes áreas en tensa oposición y complementación: la “tierra
adentro” bajo control indígena, y la “frontera”, como lugar de interfase con la ocu-
pación criolla. Sarmiento es ejemplo pionero de la barbarización de los indios de
“tierra adentro”y, por extensión, de la de gauchos, montoneros y paisanos de la
“frontera” (Svampa, 1994; Briones, 1998c). No obstante y como muestra Diego
Escolar (2003) para la zona de Cuyo, incluso para el mismo Sarmiento los límites
entre ambos colectivos son mucho más ambiguos de lo que el discurso hegemónico
quiere reconocer de manera explícita.
A este respecto, es muy ilustrativa la forma en que el Ministro de Guerra y Ma-
rina Benjamín Victorica trata de apaciguar la preocupación del senador Aristóbulo
del Valle, atribulado por definir si y en qué proporción era lícita la política del Poder
Ejecutivo de incorporar indígenas sometidos al ejército nacional, como recurso
apto para “civilizar” –extender el control social sobre– estas poblaciones luego de
su derrota militar. En verdad, del Valle está inquieto frente a la doble paradoja de
incorporar a quienes hasta hace poco eran enemigos del país proveyéndolos de
armas y, más aún, haciéndolos custodios de la seguridad nacional. Para explicar
que, en verdad, no son tantos los “indios de tropa” como el legislador supone, Vic-
torica proporciona una respuesta que ejemplifica la coexistencia conflictiva de cri-
terios adscriptivos de que hablamos, así como teorías de lo racial muy diferentes a
las vigentes por ejemplo en EE.UU. Dice Victorica:

“El señor senador se equivoca tomando por indios de la Pampa a individuos del
país, que indios parecen por su color trigueño” (Lenton, 1992:34-5).

En suma, la postura que sostiene el Ministro para fijar la identidad de algunos


contingentes sociales en ciertas direcciones y no en otras parte de que no se puede
confundir “ser” con “parecer”. Así, si en EE.UU. no hay forma de que quien “pa-
26 Claudia Briones

rece” negro no lo sea, en Argentina se puede “parecer” indígena por el color de la


piel pero no serlo. Sugestivamente, empero, si proponer que las marcas corporales
no permitirían establecer lindes inequívocos entre indígenas y (ciertos) criollos pa-
rece etnicizar la aboriginalidad, paralelamente nos muestra que el “color” no se
abandona como medio para describir/significar/predicar sobre la realidad de la
membresía de ciertos contingentes desmarcados como “individuos del país”, en
pro de consolidar una hegemonía por transformación que, para reforzar las posi-
ciones de los grupos dominantes, apuesta a una pronta homogenización cultural de
la heterogeneidad (Briones, 1998a). En este marco, no sorprende que muchas dé-
cadas después el “interior” aparezca “asaltando” el puerto de Buenos Aires a través
de contingentes de “cabecitas negras”. Pero antes de desarrollar este punto, bien
vale explorar en qué direcciones sí se racializa la aboriginalidad y, por contraste, a la
Nación Argentina, una Nación supuestamente sin otro color más que el puro
blanco.
Sostuve en otra parte que, en términos de incorporación al “nosotros nacional”,
se habilitaron distintas trayectorias para alteridades construidas sobre diversas
marcas, etnicizadas para los inmigrantes europeos –a quienes cabía recorrer la
senda de “argentinización”–, racializadas para los PIs, para quienes un proceso
equivalente se definía como “blanqueamiento” porque, a diferencia de los pri-
meros, no eran “ya blancos”. En relación a esto y a diferencia de otros países lati-
noamericanos, en Argentina el mestizaje ha tendido a quedar definido por una ló-
gica de hipodescendencia, que hace que la categoría marcada (en este caso,“lo
indígena”) tienda a absorber a la mezclada y que el mestizo esté categorialmente
más cerca del “indígena” que del “no indígena” (Briones, 1998c). En este marco, el
punto a destacar es que, a partir de un opaco pero sostenido distanciamiento entre
“mestizos” (categorialmente más cerca de los indios por provenir de una mezcla re-
ciente) y “criollos” (conciudadanos provenientes de una mezcla de mayor profun-
didad, pero pasibles de ser “mejorados” por matrimonios con inmigrantes euro-
peos que habilitan movilidad ascendente en términos de capitales culturales y
sociales), la formación maestra de alteridad en Argentina ha apuntado a inscribir
sus dos movilidades estructuradas fundacionales, apoyándose ideológicamente en
la operatoria de dos melting pot simultáneos y diferentes. Mientras uno de esos cri-
soles ha promovido el enclasamiento subalterno de algunos apelando a la potencia-
lidad hipogámica de ciertas marcas racializadas, el otro por el contrario ha enfati-
zado la potencialidad hipergámica de la europeitud en el largo plazo. Poniendo no
obstante límites discrecionales a quienes tenían habilitado el ingreso (criollos más
que mestizos), este segundo caldero ha apuntado a evitar que la proliferación de pa-
rejas mixtas desde época colonial y sobre todo la propiciada por el desbalance de gé-
nero vinculado a las inmigraciones masivas de fin de siglo XIX (Geler en prensa)
pusiese en tela de juicio tanto la blanquitud paradigmática de la argentinidad de-
Formaciones de alteridad 27

seada, como el mito de la movilidad ascendente. Entonces, si del primer crisol salen
“cabecitas negras”, pobres en recursos y cultura, del otro emergen “argentinos
tipo”, esto es, mayormente blancos, de aspecto europeo y pertenecientes a una ex-
13
tendida “clase media”.
En esto, pareciera que la articulación de raza y clase opera en sentido inverso a
los EEUU. Sin importar la clase social, en el país del norte una gota de sangre negra
o india ha llevado a establecer pertenencia dando relevancia genealógica al ante-
cesor más subvaluado. En Argentina, en cambio, el blanqueamiento ha sido po-
sible –y muchas veces, compulsivo– para indígenas y afro-descendientes. Así, la po-
sibilidad de una movilidad de clase ascendente facilitó y fue a la vez facilitada por la
posibilidad complementaria de “lavar” pertenencias y elegir como punto de identi-
ficación al abuelo menos estigmatizado.
Con esto, no quiero significar que raza y clase respectivamente predominan en
14
EE.UU. y Argentina como ordenadores de desigualdad. Tampoco estoy soste-
niendo que a ciertos indígenas y negros les haya sido totalmente imposible “pasar”
por blancos en EE.UU., ni negando que en Argentina el color de la piel no cuenta
en absoluto. Antes bien, apunto a llamar la atención sobre la existencia en Argen-
tina de un melting pot paralelo al crisol de razas que se hace explícito y se toma
como fundante de la argentinidad europeizada, un espacio simbólico de reu-
nión/fusión tanto de indígenas y de afro-descendientes, como de sectores popu-
lares del interior –tempranamente pensados como gauchos, paisanos, montoneros,
criollos pobres– y eventualmente inmigrantes indeseables. Es la operatoria de este
melting pot encubierto lo que ha conducido a convertir en con-nacionales –aunque
de tipo particular– a los conciudadanos que no podían ser ni extranjerizados, ni
eyectados de los contornos geosimbólicos de la nación, ni alterizados en un sentido
fuerte, a riesgo de perder masa crítica para imaginar la posibilidad de una nación
independiente. Y así como el melting pot explícito ha europeizado a los argentinos
argentinizando a los inmigrantes europeos, este otro lo ha hecho produciendo “ca-
becitas negras”, es decir, ha trabajado en base al peculiar movimiento de racializar
la subalternidad, internalizando parcialmente una línea de color anclada en el
“Interior” (Ratier, 1971). En este doble sentido –destacaría– cabe hablar de “inte-
riorización de las líneas de color”. En otras palabras, el oscurecimiento parcial de
una condición genérica de subalternidad epitomizada en los “cabecitas negra” ha
permitido recrear y explicar la estructuración de clase, sin poner en entredicho ni el
presupuesto de la blanquitud como atributo de toda una nación, ni las promesas de
13 Esta lectura encuentra un interesante contrapunto en el capítulo 7 de este volumen, donde Lanusse
y Lazzari identifican y analizan distintas matrices de mestizaje en una provincia como Salta que, como
otras “añejas” del país, se cuenta desde un pasado colonial que habría dejado como herencia poblacional
la temprana y extendida mezcla de españoles e indígenas.
14 Cfr. Frigerio (2002).
28 Claudia Briones

progreso y movilidad ascendente que la perfilaban como promisorio país de inmi-


gración. Esta racialización de los sectores populares en tanto “subordinados tolera-
bles” (Williams, 1993) ha ampliado el repertorio de las marcas que los particula-
rizan, ampliación que sin embargo ha operado elevando el umbral visual a partir
del cual se es considerado “negro mota” o “indígena”.
En este marco, la argentinidad del “cabecita negra” siempre ha sido embarazosa
a los ojos hegemónicos, en términos de aspecto, de adscripción de clase, de práctica
cultural y de actitudes políticas (Briones, 1998c). Esos ojos los ven como la cara
“vergonzante” de la nación porque, siendo parte de ella, dan muestra de inadecua-
ciones ya de somatotipo (rasgos indígenas o afro, por ejemplo, heredados de pobla-
ciones supuestamente extinguidas), de actitud (falta de “cultura” en el sentido de
pulimiento), de consumo y estética (chabacanería), de espacialidad (villeros,
15
“ocupas” ilegales), de hábitos de trabajo (desocupados, criminales, cartoneros) y
convicciones políticas (peronistas por propensión clientelar, piqueteros).
Lo destacable es que la obvia racialización que este rótulo connota no admite fá-
ciles equivalencias con construcciones de negritud propias de otros contextos. A di-
ferencia de los EE.UU., jamás el “cabecita negra” ha sido proclamado como cate-
goría completamente separada o segregable mediante apartheid –como los
afro-americanos hasta mediados de siglo– ni digna de respeto y de expesar y recrear
“su” diferencia –como los afroamericanos en la actualidad–. Tampoco es como el
“white trash” o el “red neck” pues, además de estigmatizaciones de clase, pesan
sobre el “cabecita” otras marcas de alteridad de origen que lo construyen como
anomalía respecto del “argentino tipo”, como si fuese un producto incompleto o
fallado (en el sentido “civilizatorio”) del crisol de razas que emblanqueció y euro-
peizó la argentinidad. A su vez, si lo comparamos con la lectura que hace Segato
(1998b) de la negritud en Brasil, el “cabecita negra” tampoco impregna al “argen-
tino tipo” ni le infunde una cuota de ambigüedad, porque éste se asume como irre-
mediablemente “blanco” –aunque no precise automarcarse explícitamente en estos
términos por el simple hecho de que “en Argentina no habría negros-negros”. Por
el contrario, el “cabecita negra” es más bien el entenado vergonzante que se inter-
pela como tal dentro de la familia, pero del que no se habla frente a terceros. Ante
éstos, ha operado más bien como el esqueleto a esconder en el ropero (Briones,
1998b).

15 Como reseña Guber (2002: 363) a partir de los trabajos de Hugo Ratier, “con la caída del segundo
gobierno peronista, el mote de ‘cabecita’ dio lugar al de ‘villero’. Si aquél había correspondido al de un
actor social en avance [los ‘descamisados’ peronistas], el segundo se refería a otro en retroceso.” Agrega-
ría que al día de hoy lógicas de desplazamiento semejantes estigmatizan por ecuación a los sujetos de es-
pacializaciones modernizadas, como los “ocupas” de las “casas tomadas” y los “gronchos” (“negros” cul-
turalmente hablando) de los conventillos devenidos “pensiones baratas” u “hoteles familiares”.
Formaciones de alteridad 29

En síntesis, tiene razón Frigerio (2002) al insistir que los “cabecitas negras” en
Argentina no se explican meramente por cuestiones de clase, aun cuando sean estos
los vocabularios que priman en el país. Es en este marco que el autor aconseja no
minimizar la incidencia en la construcción de dicha categoría de prácticas de racia-
lización que explícitamente siguen modelos antes usados para subalternizar a los
afro-descendientes. Por mi parte, más que intentar ver qué grupo subalterno fun-
ciona como parámetro de la racialización de la subalternidad en Argentina, me pa-
rece importante enfatizar dos cosas. Por un lado, existen prácticas de racialización y
etnicización que recortan alteridades diferenciadas. No creo –aunque éste aún es
un punto a examinar y discutir– que las hipótesis de mestizaje y blanqueamiento
hayan operado y operen de manera semejante para indígenas, afro-descendientes, y
16
quienes hoy se consideran descendientes de inmigrantes “indeseables”. Por el
otro, están activas otras prácticas de racialización que han posibilitado la reunión
en una misma categoría –la de “cabecitas”– de integrantes de algunas de esas alteri-
dades –específicamente, indígenas y afro-descendientes– sin poner en cuestión la
perduración de las mismas, y sin que sólo ellas basten para dar cuenta de todo lo
que cabe al interior de la subalternidad racializada. Porque así como es cierto que
muchos indígenas y afro-descendientes alzan su voz para denunciar el haber sido
improcedentemente fusionados en un estigma de “cabecitas” que no les perte-
17
nece, otros conciudadanos afectados por el mismo estigma no se sienten ni una
cosa ni la otra.
En todo caso, si nos concentramos en los efectos particulares que esta formación
de alteridad ha ido dejando como impronta en las construcciones de aborigina-
lidad prevalecientes en Argentina, resulta interesante destacar una serie de cues-
tiones con fines comparativos. A pesar de la recurrente tendencia a ningunear lo in-
dígena en el país, percepciones diferenciadas del potencial de
conversión/civilización atribuido a distintos PIs fueron dando por resultado diver-
16 Y no estoy pensando solamente en clasificaciones nacionales como las de “peruanos” y bolivianos”,
que tienden a asumir muchos de los atributos estigmatizados con que se define a “cabecitas” y “villeros”
(Grimson 1999). Pienso también en una categoría nacional como la de “coreano” cuya racialización
comporta una estigmatización distinta (Courtis 2000). Además de tender a aplicarse el principio de jus
sanguinis para presuponer la ciudadanía coreana de los descendientes argentinos de inmigrantes de ese
origen, pesa sobre ellos un estigma que los desprecia por una movilidad ascendente sospechada de ilíci-
ta. Es al menos curioso que el mismo éxito económico que lleva a postular en los EE.UU a los coreanos
como minoría modelo resulte en Argentina un elemento para discriminar a la colectividad.
17 Incluiría en esto las experiencias y reflexiones de un dirigente Mapuche, las cuales constituyen un
acabado ejemplo de la asimetría que rige tanto las desmarcaciones hegemónicas de la aboriginalidad,
como las re-marcaciones racializantes y estigmatizadoras de los sectores populares. En el “Festival
DERHUMLAC” (Derechos Humanos en América Latina y el Caribe) que se hiciera en el Centro Cultural
Recoleta durante 1997 y para denunciar prácticas que apuntan a la pérdida forzosa de adscripciones in-
dígenas, este panelista sostuvo que “muchos de los que ustedes llamaban cabecitas negras éramos noso-
tros, los indígenas que vinimos a Buenos Aires. Pero nosotros siempre fuimos y seremos Mapuche.”
30 Claudia Briones

gentes geografías estatales de inclusión/exclusión. Me refiero concretamente a la


implementación de prácticas diversas de radicación, que fueron desde la mayor
tendencia a “arraigar” indígenas a través de la figura de misiones religiosas en Tierra
del Fuego y zona chaqueña (supuesto reducto de los contingentes más móviles y
más “salvajes”) que en Pampa y Patagonia, hasta la negación explícita de permisos a
ciertos grupos en estas últimas regiones, la colocación de algunos en Colonias
agropastoriles o la extensión para otros de permisos precarios (Briones y Delrio,
2002; Delrio, 2003).
Si lo pensamos en relación con algunas de las ocurrencias analizadas en este
libro, el punto a destacar es que, paralelamente a esta diversidad de percepciones y
evaluaciones por parte del estado central respecto del potencial de “asimilación” de
distintos pueblos indígenas, otros dos factores tuvieron enorme gravitación en la
política de dar “respuestas estatales puntuales a casos puntuales” que ha sido distin-
tiva del indigenismo nacional desde los momentos claves de consolidación del es-
tado argentino, cuando se verificara y completara el avance militar “sobre tierra de
indios”: las distintas maneras de escenificar y disputar las marcas indígenas por
parte de la agencia aborigen y, sobre todo, la forma en que capitales privados,
agentes evangelizadores y funcionarios locales procuraron poner en marcha sus ini-
ciativas, intereses y visiones particulares, a veces resignificando y a veces interfi-
riendo con los proyectos federales de colonización y de argentinización de los pue-
blos originarios. En todo caso, tratamientos contingentes a distintos pueblos y a
distintos segmentos de un mismo pueblo irán desembocando en una multiplicidad
de trayectorias de gran influencia en las posibilidades indígenas de auto-organiza-
ción y de redefinición de estrategias de comunalización (Brow, 1990) para man-
tener límites grupales e intereses consistentes, así como en la inscripción del tipo de
demandas que se irán efectuando por parte de esta agencia diversificada.
A su vez, economías políticas más o menos localizadas de producción cultural
irán también tensando las relaciones entre representaciones colectivas y afiliaciones
sociales. Aludo, por ejemplo, a cómo la experiencia de trabajo en los ingenios azu-
careros del norte del país –reclutadores de mano de obra indígena temporaria entre
distintos pueblos indígenas radicados en Argentina pero también en Bolivia y Para-
guay– coadyuvará a una peculiar estratificación de pertenencias. Los cazadores-re-
colectores chaqueños –que siempre hacían los trabajos menos calificados y peor
pagos– fueron quedando localizados en los peldaños más bajos de la jerarquía, y
vinculados a una distancia y exotismo máximo respecto por ejemplo de pueblos va-
llistos y puñeños, más prontamente rotulados como campesinizados o campesini-
zables (ver Carrasco y Lanusse & Lazzari en este volumen). Fue operando aquí
–aunque a pequeña escala– un juego de distinciones y jerarquizaciones entre pue-
blos de tierras altas y bajas semejante al que se ha dado en Perú y Bolivia, aunque
ese juego fuera tercerizado en el contexto argentino por la ubicación siempre más
Formaciones de alteridad 31

ambigua de contingentes Ava-Guaraní (Gordillo y Hirsch, 2003). Todo esto en el


marco de una geografía simbólica de nación que –como vimos– dejó improntas en
las representaciones y afiliaciones de ciudadanos indígenas y no indígenas al cons-
truir como “desiertos” las regiones con población indígena (región patagónica,
chaqueña y noreste), y heredar de la colonia una tendencia invisibilizadora en pro-
vincias viejas de Cuyo y particularmente del Noroeste, donde en una misma
provincia como la de Salta se ha apuntado a campesinizar a los Kollas y a
externalizar (chaquenizar) a los “silvícolas” del Pilcomayo.
Un país que –más allá de los proyectos iniciales– tendió a consolidar latifundios
en distintas partes del país, sin llegar nunca a realizar, como otros países latinoame-
ricanos, una reforma agraria que posibilitara la titularización de la pequeña pro-
piedad rural y/o un reparto más justo de la tierra, y que generalizara entre campe-
sinos indígenas y no indígenas las prácticas de auto-organización. Un país que, a
diferencia de México, ni aceptó ni reconoció la persistencia de instituciones colo-
niales como los sistemas de cargo en la re-organización más contemporánea de las
comunidades indígenas, ni convirtió al indigenismo en política de estado y em-
presa del campo intelectual –país que, menos aún, ofició como México de defensor
de un modelo de nación mestiza basado en la idea de una “raza cósmica”, y que
lejos está de empezar a discutir regímenes de autonomía (Bartolomé, 1996 a y b).
Un país que, como Brasil, interpeló a los indígenas como sujetos relativamente in-
capaces, necesitados de su función tutelar, y los ha responsabilizado de un subdesa-
rrollo siempre preocupante, objeto potencial además del accionar de agitadores dis-
18
puestos a usar la causa de los primeros para sus propios fines. Pero, en definitiva,
un país que –a diferencia de Brasil– jamás planeó la “domesticación” de los indí-
genas basándose en una estrategia sistemática de “atracción” (Ramos, 1998), ni
pudo nunca definir una agencia estatal indigenista como la SPI/FUNAI, que perdu-
rara en el tiempo, tuviera un lugar inamovible en el organigrama estatal, y fuera
dando progresiva cabida a los indígenas como funcionarios (Ramos, 1995 y
1997b). Por el contrario, Argentina se caracterizó tanto por una azarosa creación
de organismos indigenistas –21 entre 1912 y 1980 (Martínez Sarasola,
1992:387-9)– que experimentaron frecuentes cambios de jurisdicción ministerial,
como por la inexistencia de organismos de este tipo durante ciertos períodos. Tam-
bién por una nula producción de leyes indigenistas integrales hasta los 80
(GELIND, 2000a y 2000b), por la persistencia hasta hace una década de una opro-
biosa cláusula constitucional que consideraba atribución del Congreso de la Na-
ción asegurar “el trato pacífico con los indios y su conversión al catolicismo” (ex

18 Además de haber experiencia y análisis acumulados respecto a “sospechas” y “acusaciones” de este


tipo para Brasil y Argentina (Ramos 1991 y 1997a; Briones y Díaz 2000), cabe mencionar que tenden-
cias similares se observan en Venezuela y otros países de América Latina (Hill 1994; Iturralde 1997).
32 Claudia Briones

art. 67 inciso 15), y por realizar un único censo indígena nacional en 1965 que
19
quedó inconcluso (Lenton, 2004).
Desde estas trayectorias el país se suma a la sucesión de reformas constitucio-
nales que se dieron en América Latina. Incorpora así el reconocimiento de los dere-
chos de los PIs mediante la reforma constitucional de 1994 (GELIND, 1999a), que
estuvo mayormente centrada en habilitar reformas de estado propias de la guberna-
mentalidad neoliberal y, de paso, la re-elección del entonces presidente Menem
(Carrasco, 2000). Si el multiculturalismo constitucional (Van Cott, 2000) que se
extendió por América Latina y otras convergencias continentales han confrontado
a los PIs de estos países con desafíos compartidos muy bien reseñados (Iturralde,
1997), el background esbozado afectó el “aggiornamiento” de Argentina al neoli-
beralismo y a las políticas de diversidad propias de la época. Menciono somera-
mente aquí ciertas particularidades de Argentina para apuntar a mostrar de qué
pisos ha partido la nueva movilización indígena orientada a garantizar el reconoci-
miento y efectivización de sus derechos especiales, y en qué variados contextos se
inscribe esa movilización. Además de permitir ponderar los logros en función de
esas condiciones, espero que esta somera caracterización sirva de marco para lo que
se desarrolla en capítulos posteriores. Comencemos por los pisos para la moviliza-
ción.
Por lo pronto, Argentina ha sido un país tan negador que la lucha indígena más
sostenida ha pasado y pasa por lograr visibilidad y por vencer estereotipos que no sólo
asumen la desindianización en contextos urbanos (ver por ejemplo Escolar; Falaschi,
Sánchez & Szulc; y Ramos & Delrio, todos en este volumen), sino que instalan se-
veras sospechas sobre la autenticidad de intelectuales indígenas cuya escolarización o
capacidad política los distancia de la imagen del “indígena verdadero”, tan pasivo e
incompetente, como sumiso y fácil de satisfacer desde políticas asistenciales mí-
nimas. En términos de movilidades estructuradas, mientras la permanencia en co-
munidades ha conspirado históricamente contra las posibilidades de escolarización y
de una readscripción de clase ascendente, la migración a los centros urbanos lejos está
de garantizar la profesionalización de una intelligentzia indígena. Cuando esa profe-
sionalización acontece, las presiones desadscriptivas propias de los medios urbanos
son tan fuertes que muchos invisibilizan su pertenencia. Aunque ese proceso ha co-
menzado a revertirse y varias organizaciones surgidas en las ciudades pero con trabajo
de base o comunitario han sido formadas por activistas culturales que han tenido po-
sibilidades de estudiar o están estudiando, es justamente sobre estos cuadros donde se
depositan mayores cuestionamientos y requerimientos que operan en base a están-
19 En esto, también es un dato revelador que Argentina no disponga de cifras oficiales sobre la cantidad
de ciudadanos indígenas, vacío a ser supuestamente llenado cuando se procesen los datos del censo nacio-
nal de población de 2001 –el primero en incluir una variable de autoidentificación indígena– y la encuesta
complementaria cuya realización está en curso desde 2004.
Formaciones de alteridad 33

dares dobles en términos de autenticidad, legitimidad y representatividad (Briones,


1998a). Por eso son tan sostenidas las luchas para dar visibilidad a la presencia y dere-
chos indígenas en general, pero particularmente para convertir el reconocimiento de
los problemas afrontados en situaciones urbanas en tema de agenda pública, ya que
muchas legislaciones y políticas aún confinan la cuestión y las incipientes soluciones
esbozadas al ámbito rural. En este marco también se comprende por qué son altas las
demandas de proyectos que apunten al fortalecimiento institucional y organizativo
(Carrasco, 2002; Briones, 2002a y 2005b).
A su vez, el hecho de que el paternalismo estatal hacia la ciudadanía indígena se
concentrara fundamentalmente en la provisión periódica de bienes de consumo
básicos y en la extensión de servicios elementales ha comportado, entre otras cosas,
que una escasísima parte de las comunidades llegara con título de propiedad de las
tierras tradicionalmente ocupadas a la reforma constitucional de 1994 y a la discu-
sión de la noción de territorio que progresivamente se instala. Paralelamente en-
tonces a la búsqueda de una visibilidad basada menos en prejuicios de larga data
que en una ajustada apreciación de las dispares condiciones de vida al interior de
un mismo PI, buena parte de las demandas y esfuerzos de las bases se concentran en
regularizar la precariedad de las respectivas situaciones dominiales y los atropellos
que –al día de hoy– esa precariedad sigue permitiendo. Es en este marco que ciertos
formadores de opinión se sienten aún habilitados a seguir pasando por alto el man-
dato constitucional de asegurar a los PIs “la posesión y propiedad de las tierras que
tradicionalmente ocupan” y “la entrega de otras aptas y suficientes para el desa-
rrollo humano”, y tratan de construir los reclamos de tierras y territorios como
20
amenaza a la propiedad privada. Paralelamente, aunque la autonomía todavía no
pasa de ser una reivindicación discursiva, su planteamiento se toma como excusa
para instalar fortísimas sospechas de “politización intolerable” (Briones, 1999), ya

20 Dijo recientemente Daniel Gallo, comentarista de temas militares del diario conservador de circu-
lación nacional La Nación, el domingo 4 de julio de 2004: “El indigenismo se hace fuerte en su relación
con la tierra: en la mayoría de los casos, las comunidades se autosostienen con el trabajo agrario de nivel
de supervivencia. El conflicto se ocasiona con el cruce de intereses entre quienes están en un lugar que
dicen les pertenece por herencia de sangre y aquellos que exhiben títulos de propiedad con sellos acepta-
dos en cualquier tribunal del siglo XXI.” Nada ingenuamente, cita las palabras del intelectual Marcos
Aguinis quien fijó su posición en una nota publicada por el mismo diario en el mes de marzo pasado:
“La reinvindicación indigenista se basa en mitos, confunde, distorsiona y contiene la trampa de conmo-
ver nuestros sentimientos de solidaridad. Así como el marxismo conmovía con su promesa de poner fin
a la explotación del hombre, y sólo llevó a nuevas formas de explotación y tragedia, el indigenismo pro-
mete acabar con las injusticias padecidas desde los tiempos de la colonia y sólo conseguirá profundizar
su marginación.” En todo caso, la nota que se llama “La protesta de la tierra” explicita en su copete: “La
corriente de indigenismo que en los últimos tiempos ha sacudido al continente y derrocado a gobernan-
tes en Bolivia y Ecuador se encuentra a las puertas de la Argentina, donde –aunque aislados– ya han es-
tallado conflictos por posesiones de tierras. Qué hay detrás de estos reclamos y la estrategia de confluir
con las protestas piqueteras.”
34 Claudia Briones

sea según algunos a manos de agitadores falsamente autoproclamados indígenas, o


ya sea según otros por obra de “organizaciones pseudo ambientalistas y pseudo in-
21
digenistas asociadas sinérgicamente”. En todo caso, aun cuando por ejemplo la
propuesta mapuche de la zona de Pulmarí en Neuquén como “territorio indígena
protegido” haya servido de base para el programa de “Desarrollo de Comunidades
Indígenas” que cuenta con financiamiento del Banco Mundial para trabajar en tres
áreas indígenas piloto (comunidades mapuche de Pulmarí en Neuquén, comuni-
dades diaguito-calchaquí y quilmes de Amaycha del Valle en Tucumán y comuni-
dades kolla de Finca Santiago en Salta), no se ha instalado aún ningún proyecto
concreto que ensaye modelos de reconocimiento ni de territorios continuos, ni de
22
territorios no territorializados. Más aún, el único reclamo específico en esta direc-
ción –el de reconocimiento de un territorio unificado por la Asociación Lhaka
Honhat que reune a más de treinta comunidades integradas por cinco pueblos en el
chaco centro-occidental salteño (Carrasco y Briones, 1996)– ha sido continua-
mente saboteado por un gobierno provincial que incumple todos los acuerdos que
viene firmando desde fines de los 80 y por sucesivas administraciones federales que,
invocando la autonomía provincial, se rehúsa a intervenir activamente para honrar
sus responsabilidades y demandar el efectivo cumplimiento de la constitución na-
cional. Por ello, este caso ha llegado a la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, donde igualmente transita un estancado proceso de solución amistosa
(Carrasco, 2004).
A su vez, políticas estatales de invisibilización y fragmentación de la ciudadanía
indígena y recrudecimientos cíclicos de picos de represión a la actividad política
han generado dispares dependencias entre los distintos PIs respecto de equipos de
apoyo confesionales, partidocráticos o técnicos (Carrasco, 2002) y, consecuente-
mente, conspirado contra la emergencia a nivel nacional de organizaciones pan-in-
dígenas fuertes, con una visión y retórica compartida y con capacidad de perdurar
en el tiempo. A su vez, las circunstancias por las que atravesó la conflictividad del
país en torno a la crisis de Diciembre de 2001 generaron una inusitada caída e invi-

21 Verbatim de Bustos, Ricardo 2004 “Columna Abierta: Un atropello a las ideas…” Diario El Oes-
te, Esquel. Versión electrónica. 30 de septiembre. (Bajado el 2 de octubre y disponible en
http://www.diarioeloeste.com.ar/EdicAnt/300904/opinion.htm).
22 El principal objetivo del DCI para las tres áreas indígenas piloto es “establecer las bases para el desa-
rrollo comunitario y la protección y gestión de recursos naturales en las tierras de las comunidades indí-
genas. Ello incluye el fortalecimiento social y cultural de las comunidades indígenas, la mejora de las ca-
pacidades indígenas para una gestión sustentable y el aumento de la capacidad de gestión al interior de
las comunidades y en relación a la articulación con todos los niveles de gobierno y otros actores involu-
crados en las ár eas piloto y respecto a los pueblos indígenas en general. Ver Banco Mundial (2004) Lec-
ciones aprendidas en el Proyecto de Desarrollo de las Comunidades Indígenas (DCI) en Argentina.
(Disponible en www-wds.worldbank.org/servlet/WDSContentServer/WDSP/IB/2004/06/03/0001-
60016_20040603162434/Original/292000wp0span.doc. Bajado el 10/09/2004).
Formaciones de alteridad 35

sibilización de la cuestión indígena en los temas de agenda nacional. No obstante, a


partir de fines de 2003 especialmente, los PIs y algunas de sus organizaciones
vienen realizando distintos esfuerzos de convergencia para recrear un campo de in-
terlocución común a nivel nacional. Al día de hoy, tales intentos quedan atrave-
sados por la explicitación de diversos debates, mayormente centrados en la conve-
niencia o no de integrar recursos humanos propios en los organismos estatales para
“empujar” la política indígena, aceptar o no financiamiento de agencias
multilaterales para mover proyectos de desarrollo, y dirigir los reclamos
fundamentalmente al poder ejecutivo o a los tres poderes de la república (Briones,
2005b).
En cuanto a los contextos de la lucha indígena, no es un dato menor que, hasta
hace relativamente pocos años, el supuestamente satisfactorio perfil económico del
país (en términos de PBI y PBI per capita) no pusiera a la Argentina en la lista de
países prioritarios para diversas ONGs de apoyo. Esto es, aún cuando el grueso de la
ciudadanía indígena en Argentina se ubicase entre los sectores más afectados por el
peor coeficiente de NBI, los guarismos seguían planteando a Argentina como un
país de excepción respecto de otros países latinoamericanos. Similar razonamiento
23
primaba entre las agencias multilaterales, lo que dio como resultado un país esca-
samente “onguizado” en comparación a otros países de Latinoamérica.
Aunque estas tendencias comenzaron a revertirse de manera sorda a mediados
de los 70 y acelerada en los 90, parecieran haberse hecho socialmente insufribles re-
cién en Diciembre de 2001. Entonces, el país una vez aspirante a ser el “granero del
mundo” encontró a muchos de sus ciudadanos en las calles, confrontando con la
realidad de haber dejado caer a la mitad de la población bajo la línea de pobreza, y
trepar el desempleo a casi el 20% –guarismo que rondaba el 40% de incluirse el
sub-empleo o los empleos precarios y en negro–. Esta agudización de los malestares
sociales impactó los escenarios analizados y al GEAPRONA mismo, que estaba en
sus tramos iniciales de conformación. Devino inevitable empezar a abordar algunas
de las superficies de emergencia de “la debacle”.
Como lo muestran Lenton & Lorenzetti (en este volumen), tal vez lo destacable
es cómo semejante contexto sirvió para convertir las propensiones neoindigenistas
que se venían manifestando por parte del Estado federal –propensiones apoyadas
en impulsar estilos restringidos de consulta y participación (Briones y Carrasco,
2004:229)– en lo que las autoras acaban llamando un “neoindigenismo de nece-
sidad y urgencia”, esto es, una forma de gestión de la diversidad neoasistencialista,
que se concentra en extender a la ciudadanía indígena políticas focalizadas de asis-
23 El Banco Mundial por ejemplo considera a la Argentina un país de “ingreso alto medio por expor-
taciones”, aunque “severamente endeudado”. Si la primera rotulación relaciona al país con Hungría,
Arabia Saudí, Botswana, Turquía, Croacia, Estonia, Omán y Venezuela entre otros, la segunda lo vin-
cula con Etiopía, Mozambique, Guinea, Burundi y Burkina Faso (Mastrángelo 2004).
36 Claudia Briones

tencia diseñadas para la ciudadanía en general, implicando a los “asistidos” en su


propio auto-cuidado y responsabilizándolos en lo que hace a afrontar inusitados
índices de pobreza e indigencia. Pero ésta y otras cuestiones propias de la coyuntura
así como sus repercusiones en distintas formaciones provinciales de alteridad ya
son temas que los capítulos sucesivos desarrollan en detalle.

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