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La

barra de los tres golpes


(Estudiantina)

Alberto Mario Caletti


PlanetaLibro.net
Agradecemos a la Familia Caletti y a la editorial MACCHI la autorización para la publicación de este
libro digitalmente.

21/9/2001

Lic. Reinaldo Ruiz.

Docente de informática de la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini"


INVITACION A LA LECTURA





El doctor Alberto Mario Caletti, autor de La barra de los tres golpes, no es un profesional de las
letras. Universitario de fino espíritu, de vasta cultura, de claro pensar en el Consejo Superior de la
Universidad de Buenos Aires, ha ejercido altas funciones públicas y privadas con autoridad y, sobre
todo, con una proverbial rectitud de conducta que justifica su presidencia del Colegio de Graduados
en Ciencias Económicas y su ejercicio al frente de la Dirección General Impositiva de la Nación.
No obstante esta especialización y sus múltiples responsabilidades, el doctor Caletti dedica el
otium divos al estudio de temas de la vida estudiantil. Y, en una breve tregua, ha reconstruido su
"juvenilia" para propia complacencia y para ofrecerle a los jóvenes de hoy un eco de sus días
escolares entendiendo que cada hora tiene su quehacer y que las nuevas generaciones necesitan
informarse sobre los hechos de sus precedentes para formar conciencia de la continuidad histórica y
comprender que las ideas circulan a lo largo del tiempo y no constituyen creación exclusiva de
algunos pedantes que pretenden difundir viejos programas como si fueran originales. "Decía Goethe -
según Ortega- que no podía estimar a un hombre que no llevase un diario de sus jornadas". Quizás
hoy esto parezca exagerado. Quizás en el rodar de los años vaya destiñéndose la menudencia de cada
día. En cambio, sobrevive lo que hay de humano, o sea, de permanente en el trasfondo de la crónica
como lo prueba la perdurabilidad de tantos recuerdos tejidos más para fijar los rasgos de una
personalidad o la obra viva de una época, que para instrumentar lo circunstancial.
Bien conocido es el interés suscitado por esas memorias que rezuman los verdes años de hombres
representativos. Sin olvidar del todo ciertas reminiscencias clásicas a lo Quevedo, a lo Rousseau, a lo
Chateaubriand, a lo Dickens, a lo Michelet, a lo Renán, en nuestro tiempo han tenido, o continúan
teniendo, atracción las aventuras de infancia y mocedad narradas por
France, Gorki, Hughes, Rolland, y muchas otras plumas ilustres, como siguen leyéndose las de
autores hispano hablantes: Mesorero, Zorrilla, Unamuno, Ramón y Cajal, Palacio Valdés, Azorín,
Sarmiento, y más precisamente, "estudiantinas" tales Los recuerdos del viejo Colegio Nacional de
Buenos Aires de Federico Tobal y la inexhausto Juvenilia de Cané, siempre actual, inspiradora de
otras evocaciones colegiales dispersas entre las páginas de escritores formados en los mismos
claustros: Podestá, Larreta, Pico, Güiraldes, Fernández Moreno, Escardó. Estas remembranzas atraen
por su valor autobiográfico, pero resultan más significativas cuando la memoria no se circunscribe al
propio autor, sino que abarca un grupo, un equipo, un conjunto de coetáneos puesto al servicio de un
mismo ideal o de una tarea común. Este es el interés sustantivo de la obra del doctor Caletti escrita
preferentemente en primera persona del plural, puesto que aparte de relatar sucesos compartidos con
sus hermanos Oberdan, Líbero y Vitaliano, se mueve en el ámbito de un aula al lado de compañeros de
estudios colocados en primer plano como la muchedumbre que en Fuente Ovejuna inicia, conduce y
concluye la acción determinándose bien el protagonista cuando todos los habitantes del lugar
preguntados en el tormento por el juez resquisidor: "¿Quién mató al comendador”, responden
firmemente:
“¡Fuente Ovejuna, señor!
¿Y quién es Fuenteovejuna?
¡Todos a una!"
La "estudiantina" del doctor Caletti ofrece así el atractivo de presentar un grupo generacional
que estudia en los cursos nocturnos de la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini. Casi todos
son hijos de hogares modestos; casi todos trabajan duramente muchas horas diarias, casi todos los
hacen con sacrificio, conscientes de atender inexcusables deberes ciudadanos.
El libro ofrece una doble perspectiva. Por una parte, el movimiento interno del aula, la actividad
cotidiana, las incidencias pintorescas, las travesuras estudiantiles, y un enjuiciamiento a veces
mordaz, a veces discretamente diluido, de autoridades y profesores que revela hasta donde los
alumnos llevan estrecha cuenta de los niveles pedagógicos evaluados con esa justicia espontánea cuyo
veredicto prefieren los verdaderos maestros. La otra vertiente presenta al grupo Puertas afuera del
recinto escolar, relatándonos su comportamiento en la calle, en los lugares públicos, en las refriegas
populares, donde la crónica abunda en sutilezas, en juegos de ingenio, en anécdotas propias de la
picardía portería.
Esos muchachos bromean, discuten, rondan, cantan, afrontan riesgos, por el simple deporte, como
antaño, de burlar a corchetes y soplones.
Son repentistas, decidores, rientes, industriosos, pero por bajo la superficie de episodios ya
conocidos en el Colegio de San Clemente de Bolonia del siglo XIV, en la Sorbona del siglo XV, en el
los cronicones del siglo XVI, salpimentados por sopistas, capigorrones y otros burladores de lejanos
siglos, debe desentrañarse el verdadero sentido de, este libro destinado a destacar la actitud cívica de
una generación que, allá por el año 30, en presencia de la quiebra de nuestro régimen constitucional,
comprendió inmediatamente que al derrumbarse una estructura política elaborada después de largos
períodos de anarquía y adversidades, desaparecían también las garantías necesarias para asegurar
los más elementales derechos humanos.
El doctor Caletti exhibe el duro drama de esa generación apasionada por los principios de
la libertad, en franca beligerancia desde los primeros momentos contra las tentativas de
transplantar fórmulas absolutistas incompatibles con nuestro ser nacional.
A medida que se suceden los males y se precipita la crisis ,todavía latente después de treinta y cinco
años, en La barra de tres golpes van resonando voces de advertencia y una incitación a la juventud
para que asuma la responsabilidad de afrontar los problemas de1 país con audacia y suficiencia. El
autor no concibe al espectador pasivo. Le repugna el "no te metás" denunciado por Keyserling.
Considera que el apoliticismo significa eludir responsabilidades, capitular sin lucha, abdicar una
función histórica ineludible. Contra la inercia y la apatía opone la necesidad de promover el
advenimiento de más justas estructuras sociales.
Es, como comprobará el lector, un libro fermental, excitante, sincero, que brota sin afeites de
algunas páginas guardadas muchos años a efecto de que las ideas maduren y puedan transmitirse
definitivamente decantadas. Un libro sano, limpio, para noticia y ejemplaridad de los jóvenes, digno
de meditarse porque aparte del gusto por su gracia retozona, los instalará en el tiempo, les descubrirá
amplias perpectivas y los permitirá recoger los frutos de una experiencia que los mismos habrán de
enriquecer mañana, cuando las utopías de hoy asciendan a realidades.

Buenos Aires, 20 de diciembre de 1965.


FLORENTINO V. SANGUINETTI
CAPÍTULO I

PRIMER AÑO



Anochecía,

Apagábanse lentamente las últimas luces de la tarde, cuando comenzaban a reunirse grupos de
jóvenes en la esquina de las calles Charcas y Callao, a pocos metros del edificio de la Escuela Superior
de Comercio "Carlos Pellegrini".
La nitidez de los rasgos se esfumaba y al observarse solamente las siluetas de quienes se
concentraban frente a la vieja casa de la calle Charcas al 1851, se tenía la sensación de ver un enjambre
de abejas entrando en su colmena.
Finalizaba el verano, La alta temperatura y la atmósfera agobiadora, desmentían el nombre de Buenos
Aires, que orgullosamente lucía la ciudad.
Al calor reinante debía agregarse el entusiasmo que despertaban las luchas políticas; faltaban menos
de dos semanas para para elegir presiente de la República y legisladores, y a propaganda llegaba a sus
momentos de mayor intesidad.
En la calles levantábanse tribunas; oradores de todos los partidos defendían sus programas; unos
atacaban a sus adversarios, otros apoyaban al gobierno o criticaban sus desaciertos. La ciudadanía vivía
la excitación propia de la campañas electorales, consagrando a esas tareas, dinero, actividad, tiempo y
tranquilidad.
En ese instante singular de la vida argentina, un conjunto de muchachos desconocidos entre sí, pero a
quienes dejaría indeleble recuerdo su paso por las aulas, comenzaba el año inicial de su ciclo
secundario, el miércoles 21 de marzo de 1928.
A las 18 de ese día se inauguraron oficialmente los cursos de la Facultad de Ciencias Económicas de
la Universidad de Buenos Aires y de su instituto Anexo, la Escuela Superior de Comercio "Carlos
Pellegrini". Asistieron al acto los ministros de justicia e Instrucción Pública y de Hacienda, el rector de
la Universidad, Dr. Ricardo Rojas, y un sobresaliente núcleo de profesionales.
En los discursos pronunciados por el decano de la Facultad, Dr. Santiago B. Zaccheo, el profesor Dr.
Mario Rivarola, el Director del Turno de la Mañana de la Escuela, Dr. Wenceslao Urdapilleta, y el
presidente del Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas, Pablo Lejarraga, se analizaron los
problemas de la enseñanza, resaltando la importancia de los estudios económicos para el progreso
argentino y el anhelo de cooperar a la solución de los problemas nacionales.



II


Entramos a la Escuela pasando a un amplio patio donde varios celadores, con sendas listas, llamaban
por apellido haciendo formar filas a los nombrados.
Entre los iniciados había un apreciable número de chiquilines que usaban pantalón corto, recién
egresados del establecimiento primario. Al encontrarnos perdidos en un mar de caras desconocidas,
experimentábamos una sensación indefinible, mezcla de orgullo, de alegría y de timidez.
Sobraban los motivos de satisfacción al lograr el ingreso, salvando las muchas dificultades que se
oponían a la ansiada inscripción; y nos enorgullecía sabernos situados en el plano de superioridad que
implicaba la prosecución de los estudios. Pero al vernos entre tanta gente desconocida, nos sentíamos
empequeñecidos ante la expresión audaz y segura de los camaradas, de los años superiores.
¡ Cuántos adolescentes, desorientados y asustados por el cúmulo de hechos nuevos que a cada instante
sucedían, hubieran deseado estar cerca de la madre y buscar protección asiéndose a sus faldas!
Pero esa sensación no duró mucho. El tiempo necesario para que la timidez desapareciera podía
medirse directamente por días u horas.
Los de primer año fuimos concentrados en cinco divisiones, con unos 35 integrantes cada una, cuyas
edades, salvo pocas excepciones, oscilaban entre los 12 y los 18 años, límite éste superado por muy
pocos.
Formó la primera división un conjunto de chicos provenientes. de diversas escuelas de la Capital, sin
vinculación recíproca y sin orientación alguna respecto a las carreras a seguir. A la mayoría los había
decidido la posibilidad de educarse y trabajar al mismo tiempo; a otros los alentaba la esperanza de
obtener un buen empleo; y muchos carecían de planes para el porvenir.
El programa de estudios se cumplía en cinco años lectivos, otorgándose a su conclusión el título de
"perito mercantil".
Comprendía en total diecisiete materias, de las cuales contabilidad, matemáticas y literatura (o
castellano) se dividían en. cinco partes, correspondiendo una de ellas para cada año; historia, geografía,
inglés y francés, en cuatro partes; derecho, tecnología, caligrafía y taquigrafía, en dos partes; y se
dedicaba sólo un año a estas asignaturas: economía política y finanzas, química, psicología, ciencias
naturales, física y mecanografía.
Estaba organizado como curso preparatorio para la Facultad de Ciencias Económicas y, asimismo,
para capacitar a los egresados en funciones administrativas de las empresas. Pero sus materias no se
limitaban a este último objetivo; tenían mayor amplitud en sus proyecciones, pues impartían una
ilustración cultural y humanista. A este fin respondía la inclusión de asignaturas como historia, literatura,
instrucción cívica, psicología y otras más.
El plan vigente preparaba técnicamente y formaba espiritualmente. Empero, concluido el ciclo, las
posibilidades de selección de carreras eran muy restringidas.
El "perito mercantil" era admitido únicamente en las facultades de Ciencias Económicas, Agronomía
y Veterinaria, Filosofía y Letras y curso de procuración de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales.
En las restantes, le exigían equiparación con el de "bachiller", previamente al examen de ingreso. ¡Hasta
los institutos del profesorado secundario le negaban validez para la inscripción!
Por otra parte, ¿qué podía hacerse en la práctica con ese título? ¿Hacia qué rumbos podía orientarse
la vida? Pero en ese momento de iniciación de las clases, la incertidumbre cedía ante un hecho cierto:
se abría un capítulo nuevo e importante en la vida; un capítulo de plenitud, punto de partida de otro
mundo, el de la propia determinación, del conocimiento racional de los hechos, de la formación de la
personalidad. Había, pues, sobrados motivos para señalar a aquél, como instante fundamental, siéndolo
mucho más de lo que lo suponían los mismos actores, pues su mente, atenta a tantas novedades, no tenía
la tranquilidad necesaria para medir su gravitación.


III


Integrábamos la primera división de primer año, los que tiempo después formaríamos la "Barra de
los tres golpes".
De ese conjunto de muchachos que se vieron por primera vez en marzo de 1928, tan sólo nueve
logramos finalizar la carrera cinco años después, cursando las mismas divisiones.
Pero, al igual que un río que recorre su trayecto no sólo con las aguas que le dan origen
sino también con las que aportan sus afluentes formando un solo caudal, la "Barra" se constituyó con
los estudiantes de "primero-primera" y los que, en los sucesivos años, fueron incorporándose.

Terminada la lectura de las listas se formaron filas. Cada celador acompañó a su grupo al aula
respectiva, para que cada uno ocupara su asiento, si es que tal nombre podía darse a una gruesa y larga
tabla de madera en la cual cabían, más o menos incómodamente, cuatro adolescentes.
Advertimos con sorpresa que el leño que servía de pupitre se hallaba en estado lamentable: roturas
por doquier, inscripciones de subido tono, corazones y nombres tallados con cortaplumas y frases
escritas con tinta o lápiz.
Como si fuera una invitación al escándalo, repentinamente se apagaron las luces de todo el edificio;
sucedió una batahola infernal que sólo concluyó cuando volvieron a encenderse las bombillas eléctricas.
Minutos más tarde entró a la sala un señor de baja estatura, ligeramente canoso, que caminaba algo
encorvado, como si lo agobiara el peso de los años; amonestó al celador porque no nos levantamos
apenas llegó y pronunció unas palabras de bienvenida. "Jóvenes estudiantes -comenzó, y mientras
hablaba bajaba la cabeza hacia adelante, alargando la acentuación final de muchas palabras- vosotros
habéis tenido la suerte de ingresar a esta casa que es vuestro segundo hogar, obteniendo esa ventaja sobre
otros jóvenes que, como vosotros, han tenido voluntad para estudiar, han tenido ese mismo deseo y no han
podido, quedando afuera porque no había lugar….".
Siguió exhortando al estudio, presentándose luego con frases emocionadas: “Yo soy el director de
esta escuela, soy vuestro padre espiritual, soy vuestro amigo, vuestro camarada;” allí está mi despacho
para cuando me necesitéis; siempre os atenderé porque vosotros sois ya hombres que se sacrifican para
ayudar a sus hogares y concurrís a este colegio con el popósito de superaros y de engrandecer a vuestra
patria....”
La impresión que este discurso había causado a sus oyentes no podía ser mejor ni más alentadora;
pero la sonrisa irónica con que el celador contempló su retirada, sembró la primera semilla de la duda,
que pronto produciría generosas cosechas.
Comprendíamos bien el gesto quienes por tener contacto con estudiantes de los años superiores,
conocíamos algunas anécdotas. Una de ellas, se refería a su actitud durante las huelgas: asomándose a la
puerta cancel, sobre la calle Charcas, gritaba a los huelguistas: "Jóvenes estudiantes: si no entran,
renuncio". " ¡Que renuncie!, ¡que renuncie!, ¡que renuncie!" replicaban al unísono y a voz en cuello, los
amenazados. Entonces, furioso y mudo, daba media vuelta y volvía a su despacho.-


IV


Antes de que transcurriese un cuarto de hora, comenzaron efectivamente las clases con la llegada del
primer profesor, el doctor Angel Morera, de contabilidad. Delgado, de estatura mediana y cerca de
cuarenta años de edad, mirada inteligente y burlona, se ubicó en el fondo de la sala de modo que él podía
mirar a todos, pero era necesario volverse para verle.
Al preguntar quien tenía conocimiento de contabilidad un solo alumno levantó la mano: julio Luis
Vázquez, inquieto muchacho de diecisiete años, modales exuberantes y palabra rápida;
contestó sin titubear a todas las preguntas, escribiendo en el pizarrón los primeros asientos.
Correspondía la hora siguiente a inglés sin disimular un gesto de despecho: "¿van a seguir el camino
de su hermano?".
En 1928, cuatro hermanos Caletti concurríamos al turno de la noche de la Escuela Superior de
Comercio "Carlos Pellegrini”. El mayor, Vitaliano, estaba en quinto año; Líbero, en tercero; y Oberdan y
yo, en primero.
Un año antes, Líbero y su condiscípulo José María Ballestín, protestaron por una pena que les fue
impuesta en clase. Al ordenarles el Dr. Chedufau que se retiraran del aula, contestaron que con ellos
saldría toda la división. Así fue. Como un solo hombre todos se levantaron saliendo al patio. Intervino el
director, expulsó a Líbero y a Ballestín y suspendió al resto de la división, medida que provocó una
violenta reacción.
Se insinuaban huelgas; tornábase delicada la situación, La Facultad de Ciencias Económicas tenía
asiento entonces en el mismo edificio de la Escuela, pero con entrada independiente por el número 1835
de la calle Charcas y a su decano correspondía la superintendencia sobre el instituto anexo. Hasta él
llegaron los alumnos y no fueron defraudados, pues tomando participación rápida y efectiva, anuló
expulsiones y suspensiones volviendo todos a sus asientos con enorme regocijo.

La primera lección de inglés nos dejó atónitos.
Cuando el Dr. Chedufau terminó de pasar lista y de mira los rostros, pegó con el pie fuertemente en el
suelo preguntando: “¿What is this?”. Se contestó él mismo: “This is the Floor”. Luego señalo con la
mano la ventada más próxima inquiriendo: “¿What is that?”. Y volvió a contesta: “This is the window”.
Con sonrisa forzada señaló a uno cualquiera y le dijo: “Repeat, please”. El aludido, un gordito de 14
años, tímido, llamado Aulés, más que atónito quedó asustado. Enmudeció; no atinó a abrir la boca.
Al no tener respuesta el Dr. Chedufau prosiguió con ejemplos parecidos y concluyó la hora sin que
sus alumnos pudieran salir de su asombro.
Había establecido en sus clases un raro régimen punitivo
Nombraba entre los presentes a un secretario, cuya misión consistia en anotar los castigos y
vigilar su cumplimiento, dando el parte debido.
La conversación en clase o la ausencia se penaban con cincuenta o cien renglones escritos en inglés,
que en todos los casos debían presentarse en la clase siguiente. El número mínimo era veinticinco, pero
el máximo se desconocía, pues dependía del momento psicológico, de la cara del castigado y del humor
de ese instante. El incumplimiento de los renglones a su debido tiempo, traía como consecuencia que se
doblara su número o calificaciones de bajas notas, cuando no una suspensión.
Los secretarios duraban muy poco tiempo. Nadie quería asumir el cargo, siendo frecuente que el
nombrado se desplazara por falta de fidelidad al mandante, con los consiguientes renglones elevados al
máximo o notas muy bajas.
Estos métodos pedagógicos eran resistidos fuertemente.
También era irregular su sistema de calificaciones. Al fin del bimestre pasaba lista. El nombrado se
ponía de pie, siendo objeto de un breve examen fisonómico; luego escribía su nota, No tomaba examen
escrito, Se limitaba a preguntar, a leer y traducir, haciendo leer frecuentemente a coro; en esos casos nada
se aprendía; muchos, para bromear leían en castellano; otros cambiaban el texto por términos de subido
tono, de los cuales pocos se daban cuentas porque con el ruido producido por treinta y cinco voces
destempladas y chillonas, nada se entendía.


Pocos días bastaron para que hubiera amplia camaradería entre los estudiantes. La edad, el destinos
común, la igualdad de anhelos propósitos lograron en algunas jornadas lo que en la vida madura exige
mese o años.
El ambiente general facilitaba la formación de un espíritu especial de efervescencia. Las clases
habían principiado en el momento culminante de la lucha electoral para la renovación del Poder
Ejecutivo. Los meses de la campaña comicial hasta la asunción de la primera magistratura por el
presidente electo, Hipólito Yrigoyen, fueron de entusiasmo popular y de esperanzas infinitas. Alvear
concluía su sexenio en una época de bonanza política y económica, con un panorama interno e
internacional sereno y tranquilo. Respetábanse las libertades, practicábase la democracia, las pasiones
no estaban exacerbadas y no había odios dividiendo al pueblo.
Saliendo de la escuela, formábamos largas caravanas que recorrían a pie por Callao, las seis
cuadras que mediaban hasta la calle Corrientes, en cuya esquina la mayoría tomaba los medios de
transporte para el regreso. Las clases comenzaban a las 19,20 y terminaban a las 23.
Una noche de fines de marzo, apenas salidos de la escuela, un grupo numeroso de alumnos atravesó
esas seis cuadras gritando y cantando; pero poco antes de llegar a la esquina aludida, varios agentes y
oficiales de policía los rodeó y conminó a callarse. Es que en Corrientes y Callao, en el lugar donde
estaba instalada una empresa de pompas fúnebres (la entonces "Compañia Nacional de Carruajes") se
celebraba un mitin político y hablaba el Dr, Leopoldo Melo, candidato presidencial antí-personalista,
La intervención policial obedecío al temor de que si perturbara el acto: al advertir que tal propósito
no existía, pues se trataba de un grupo de escolares, cesó prontamente.
Si bien el país vivía pendiente del acontecimiento político inminente, éste no tenía suficiente
atractivo entonces como para absorber la atención de esos muchachos.
El domingo uno de abril hubo comicios en toda la República, inscribiéndose en los padrones
1.873.198 ciudadanos; votaron 1.462.390 inscriptos, con un equivalente del 80,9 % del total. Además,
fuera del orden nacional, donde el sufragio se reservaba exclusivamente a varones, en la provincia de
San Juan votaron por primera vez las mujeres empadronadas.
Seis fórmulas presidencales se presentaron a la contienda: Radical personalista (Hipólito Yrigoyen-
Francisco Beiró), Radical antipersonalista (Leopoldo Melo-Vicente C. Gallo), Socialista (Mario Bravo-
Nicolás Repetto), Comunista (Rodolfo Ghioldi-Miguel Contreras), Comunista de la República Argentina
(José F. Penelón-Florindo A. Moretti) y Partido Comunista Obrero (Pascual Loiácono-Pedro Jordán).
Otros partidos intervenían únicamente en la renovación parcial del Parlamento, o en la designación
de electores para elegir al gobernador.
El lento sistema de escrutinio de entonces mantuvo durante muchas semanas la expectativa
pública y a su término, el once de mayo de ese año, se conoció el resultado final: el binomio
encabezado por Yrigoyen habla obtenido la extraordinaria cantidad de 839.167 votos; casi el sesenta por
ciento del total de sufragios emitidos proclamaba su adhesión al más grande caudillo de la República
Argentina en la primera mitad del siglo veinte.


VI



La aventura inicial, la que abría las puertas a las del futuro, no se hizo esperar.
Éramos unos veinte, aproximadamente los que íbamos caminando por Callao en dirección a
Corrientes, cuando poco antes de llegar a Lavalle se le ocurrió a Salgueiro, uno de los de mayor edad,
una idea luminosa: en fila de a uno, por él encabezada, debíamos subir por la plataforma trasera de un
tranvía Lacroze y bajar por la delantera.
Dicho y hecho. En momentos en que uno de esos coches estaba parado en Lavalle y Callao, mientras
el conductor hacia el cambio de vías para tomar por aquélla, Salgueiro subió y los demás lo seguimos en
perfecta formación; a medida que pasábamos.. el guarda sacaba de la máquina una larga tira, diciendo
con voz grave: “boleto, boleto”.
Recorrimos el pasillo del tranvía; se abrieron las puertas de la plataforma delantera y con la mayor
tranquilidad del mundo uno tras otro bajamos del vehículo, mientras el guarda, atónito, retenía en sus
manos la tira de boletos. Sólo el conductor se dio cuenta al rato de la jugarreta y comenzó a agitar el
largo hierro del cambio de vías en tono tan amenazador, que, convencidos nosotros de la falta de
defensas ante la furia del íbero e irascible motor-man, echamos a correr precipitadamente para ponemos
a salvo.
La acción inicial felizmente cumplida fue risueñamente comentada la noche siguiente, infundiendo
bríos y entusiasmos para nuevas locuras.
No debía ser raro, pues, que la plaza Rodríguez Peña, sita a media cuadra de la escuela, se
convirtiera en centro de operaciones, sin contar las correrías que se extendían por las calles Paraguay,
Córdoba, Viamonte y sus perpendiculares.
Pero no estaba solamente en la calle el escenario de la acción. Mas bien ésta era un complemento,
porque su marco natural era la misma escuela, provocando sostenidas y frecuentes protestas del celador,
Bernardo Brocher, en quien, por ser alumno de quinto año, se producía la colisión entre la disciplina que
debía mantener y la participación que lógicamente le correspondía en los actos de sus camaradas de año.
La primera división merecía su fama de revoltosa, mas había profesores que la apreciaban por esa
espontaneidad y por su aplicación, no obstante la innegable existencia de algunos grupitos siempre
dispuestos para la jarana, pero no para el estudio. Las diferentes edades de sus integrantes no constituían
inconveniente alguno pues coincidían en su per7nanente predisposición para burlarse, tirar tizas, clavar
flechas en el pizarrón o en las paredes.
Llegaban las bromas a su punto culminante en la clase de castellano, a cargo del Dr. Esteban J. Ríos,
abogado, de unos cincuenta años de edad, bonachón, muy calmo, de marcada acentuación provinciana;
vestía impecable cuello duro alto, con punta redonda; usaba chaleco con filete blanco, siendo cuidadoso
con su ropa y su persona; de maneras suaves y paso lento, se ubicaba en el fondo del aula, desde donde
podía dominar a los asistentes; pero felizmente para él no tenía oído muy agudo y no escuchaba el
torrente de frases y de improperios que sin contemplaciones, se intercalaban con las explicaciones de los
que pasaban al frente. El Dr. Ríos solía conversar con los ocupantes de los asientos del fondo y
permanecía ajeno a la batalla que se libraba entre el llamado a exponer y los que se sentaban en los
primeros bancos: figuraban entre ellos algunos de los más revoltosos: Feuillerat, Campos, Díaz, Ortega.
Volaban tizas, papeles tirados con bandas elásticas a guisa de hondas; alfileres doblados por la mitad; e
impresionantes series de palabrotas capaces de enriquecer cualquier diccionario de ideas violentas.
En ocasiones llegaba a tal extremo el bochinche, que hasta el Dr. Ríos se daba cuenta e intervenía
protestando; luego continuaba prestando atención a sus interlocutores.


VII



En orden de importancia por lo que atañe a jarana seguía caligrafía, materia confiada al joven y
entusiasta Dr. Ángel de Luca, cuyas buenas cualidades las anulaba un defecto: creía que su asignatura
constituía todo el programa escolar y olvidaba que los del turno de la noche trabajaban durante el día.
Los abrumaba con deberes: páginas y más páginas de ejercicios se sucedían de una clase para otra, sin
que hubiese tiempo para prepararlas. Cuando llegaba el momento de la presentación resultaba forzoso
quedarse hasta las dos o las tres de la madrugada, llenando las carillas reglamentarias. Lógicamente, no
se aprendía caligrafía.
Encargó en una ocasión, gráficos demostrativos de la letra redondilla; como Oberdan y yo los
sabíamos hacer por haberlos aprendido meses antes, los preparamos para varios compañeros,
estableciéndose un trueque intelectual; así, a cambio de caligrafía, Vázquez enseñaba contabilidad.
El Dr. de Luca no se limitaba a explicar; acostumbraba a pasar por los diversos bancos sentándose al
lado de sus ocupantes; revisaba sus trazos corrigiéndolos en los casos necesarios. Eran esos los
momentos en que aumentaba la charla y subía de tono la lucha de tizas y de pelotas de papel, hasta que
intervenía el profesor.
Los jóvenes revoltosos, verdaderos campeones de bromas pesadas, tenían sobrado ingenio para
hallar, en cualquier hecho insignificante, una fuente de alegría.
Ortega, muchacho de catorce años, de ojos brillantes e inteligencia despierta, era un verdadero "reo"
en la acepción popular del término, siempre dispuesto a la jarana; delgado, de mediana estatura, dejaba
ver debajo de sus pantalones cortos dos piernas curvas como paréntesis, que adquirían extravías formas
durante las carreras, para las cuales estaba dotado de envidiable velocidad. Muy rebelde, se excitaba si
lo contradecían, respondiendo con gesticulaciones y gritos. No temía arriesgarse ni le asustaban los
castigos.
Existía entonces en la esquina sudoeste de Corrientes y Callao el bar "Pampa". Allí servía como
mozo un hombre de edad madura, cuya cabeza completamente calva, cutis disecado y cara enjuta,
recordaban las momias egipcias. Fue bautizado con el apodo de "Ramsés Segundo", resultando cómico el
interés con que Ortega seguía sus movimientos a través de las vidrieras. Quince o veinte minutos duraba
su contemplación y la consecuente imitación de sus gestos, lo que nos divertía enormemente aunque se
tratara de una cuestión tan baladí.
Es que estando el espíritu predispuesto a la alegría, cuando se viven esas jornadas juveniles
exuberantes de entusiasmo, el hecho más insignificante se revela a través de una faceta humorística; y lo
que individualmente carece de sentido es fuente inagotable de alegría para ese grupo de amigos que están
juntos en la primavera de su existencia y sienten auténticamente el placer de vivir.
Hay bromas que hoy no se repetirían; ni siquiera desearían recordarse para no sentir remordimientos
o vergüenza; pero entonces parecían la cosa más natural del mundo.
Abundan las acciones que no Pueden detallarse; son muchísimas; pero en los adolescentes que ansían
gozar plenamente las delicias de la edad, ningún acto que no lesione derechos de terceros ni afecte la
moral y sana convivencia de la gente, debe juzgarse con intolerancia. juventud al fin, no tradarán en
llegar las épocas amargas que harán comprender realmente la inmensa dicha que encerraba ese tiempo
añorado.


VIII


Partían de la mitad del cráneo hacia la nuca, los últimos y dispersos cabellos del Dr. José
Casanovich, cuya voz aguda podía oírse por todos los rincones del edificio. Enseñaba historia antigua.
Principiaba sus frases con voz grave que tornaba aguda a su final; alargaba las últimas vocales
agregándole una rara exclamación en la cual se fundían las vocales “a” y "e", pronunciadas nasalmente.
Decía: "¿El Egiptoooooo, ae?".
Cuatro frases caracterizaron el proceso de sus conferencias. La primera: el Dr. Casanovich hablaba y
la clase escuchaba; la segunda: el Dr. Casanovich hablaba y la clase coreaba el "ae"; la tercera: el Dr.
Casanovich hablaba sin emplear "ae", pero la clase seguía coreándolo; la cuarta: el Dr. Casanovich
omitía el “ae” y la clase también.
Una vez que tiraron rapé, exclamó: "El Egiptoooo.. atchís!", y un estruendoso estornudo cortó su
exposición.
Se le apreciaba por ser buen profesor aunque su voz chillona invitara a la burla, lo mismo que la
calificación craneana que enseñó: "braquicéfalos y dolicocéfalos". No se hizo esperar el bautismo: paso
a ser el "braquicéfalo".
Una noche, en la mitad de su tranquila disertación, escuchada con gran interés y silencio, se apagaron
repentinamente las luces en toda la casa. Sin saberse por qué instantáneamente cada estudiante se
transformó en un salvaje; en todas las, divisiones había alaridos ensordecedores. En la de primero
primera comenzaron a: volar libros y cuadernos, mientras desde los últimos bancos alguien rugía: " ¡ Que
lo maten al ruso! ¡ Que lo maten!"
Apareció muy pronto el celador Brocher con una vela encendida; pero por desgracia un soplo de
viento se la apagó en seguída y el escándalo llegó a su máximo límite a pesar de las furiosas amenazas de
suspensión individual y colectiva.
El Dr. Casanovich aprestóse a retirarse de la tormentosa sala y en un raro instante de calme, exclamó
tranquilamente: "Bueno, señores, me parece que no se puede dar clase esta noche". ¡Dar clase! ¡Qué
ironía! ¡Aquéllo parecía el campo de Agramante!


IX


Al Ing. Aldini se le había confiado matemáticas, materia que los estudiantes suelen ver injertada en
los planes como una pesadilla. Pero en este caso no se justificaba tan pésima impresión. Explicaciones
pausadas, con el fin de que pudieran seguirse los razonamientos y frecuentes apartamientos del tema para
dar lugar a charlas de orden general, facilitaban el aprendizaje y ayudaban a simpatizar con los teoremas.
Los lunes, antes de entrar en materia, comentaba el resultado de los partidos de “football” del día
anterior; contábase entre los dirigentes del club Excursionistas, y por tal motivo se asoció al mismo, José
Wainer, mozo bajito, regordete, de cara redonda y llena y unos 17 años. Oportunista más que inteligente,
le gustaba mucho seguir a los docentes, por lo que a su apellido se le agregó el no muy académico, pero
sí muy gráfico vocablo de "chupamedias". Wainer no se inmutaba ni se alteraba; para él era un chiste más
y si lo consideraba conveniente se haría socio de cualquier otro club.
No podía tachársele, sin embargo, de mal compañero o de faltar a la lealtad; ésa era su peculiar
manera de ser y de actuar. Así se le conocía y aceptaba, siguiéndolo igual que a los demás, incluso en una
ocasión en la que, alegando sus vinculaciones con un negocio al por mayor, ofreció camisas a un precio
excepcional; cuando las compramos, comprendimos que ni mercaderías ni precios eran excepcionales
como se había dicho. Pero nadie se ofendió ni tuvo mayor motivo de aflicción. Antes bien: se sumaba
otro hecho para tomarle el pelo a Wainer y eso resarcía con creces cualquier desventaja de precios.
Su asociación a Excursionistas dio margen a alegres alusiones durante ese año y los siguientes,
sumándose las del Ing. Aldini, que se adhirió a los burladores con frecuentes comentarios. En estos
demostraba una fina sensibilidad para captar con anticipación los hechos.
Combatía a quienes, por espíritu de vagancia, tenían interés únicamente en los puestos públicos;
exhortaba al trabajo, al esfuerzo y a la superación de las dificultades mediante la acción permanente
Al tema político, uno de sus favoritos, dedicaba bastante tiempo que compañía con bien inspirados
consejos de moral, en los pocos minutos de charla previa al programa. Después del triunfo electoral de
Yrigoyen, predijo una época de malestar general para el país, que concluiría con un movimiento
importante. Esta profecía se cumplió dos años después: en setiembre de 1930.


Por la amenidad de sus exposiciones y la afabilidad de su trato, gozaba de gran aprecio el titular de
geografía, Dr. Enrique César Urien.
Tal vez mayor de cincuenta años, sus rasgos faciales denotaban pura ascendencia nativa y parecía
querer confirmarlo con las frecuentes explicaciones del significado de los nombres del norte argentino,
especialmente las palabras quichuas.
Permanecía todo el tiempo sentado sentado en su sillón, oyendo las lecciones de los que pasaban, que
siempre estaban bien aunque estuvieran mal. Había exceso de notas altas por el sólo hecho de repetir de
memoria la lectura, sin aportar siquiera una observación personal.
Casi nunca interrumpía con preguntas; y menos aún explicaba. Únicamente hablaba para paser revista
a un hecho histórico.
En la Facultad tenía a su cargo la cátedra de geografía económíca y el concepto que de él tenían los
universitarios, desconcer-patrio. Entonces se entusiamaba: hablaba con sencillez, con verbo encendido y
claro; citaba detalles, nombres y fechas y pasaba revista a los sucesos como sí narrara sus propios
recuerdos. taba a los secundarios; juzgaban pueriles sus clases, sosteníendo que sus conferencias sobre
petróleo principalmente, constituían repetición de las explicaciones de la escuela, sin el aporte de
elementos nuevos, fruto de investigación.
En aquella época, el petróleo era un tema de candentes polémicas, que agitaba las pasiones y
encendía agrias discusiones con la misma facilidad con que se encendían sus derivados. En una, de sus
charlas, muy la pasar, Urien había hecho claras alusiones contra las ideas de los diputados socialistas en
los debates parlamentarios.
Así, pues, desconcertaba a los muchachos la opinión que se tenía de él, aunque advertían que
tampoco en la escuela enseñaba y que las clasificaciones prescindían del propio esfuerzo.
Pero nunca faltaron en los labios del Dr. Urien las voces de aliento ni los sanos consejos. Aplaudía y
reconocía el esfuerzo de esos chiquilines que tan tempranamente iniciaban la lucha por la vida y a pesar
de la dureza del cotidiano batallar, se preocupaban constante por su formación cultural y su porvenir.
Solía pregunta a cada uno donde trabajaba; luego decía: “Bueno, amigo, Ud. será el director (o al
general, o el contador) de esa casa”. Así, por ejemplo, al empleado de Gath y Chaves, no lo llamaba por
su nombre. Simplemente decía: “Que pase el director de Gath y Chaves”.
Jamás se le oyó un reproche amargo o una expresión desagradable, ofreciendo en este aspecto
singular contraste con su colega de inglés, a quien le correspondía la originalidad excesiva de creer que
cada alumnos era un “reo”. A ver ese “reíto”, decía señalando con el dedo al aludido. Y cuando se
dirigía a un grupo, ahuecaba la voz exclamando despectivamente: “Ese suburbio…”.
Por eso, aunque no se aprender mucho con el Dr. Urien, sus frases de aliento constituyan una valiosa
ayuda moral para los de primer año.


XI


El Centro de Estudiantes Nacionales de Comercio, institución representativa del alumnado, desde su
fundación en agosto de 1915, realizaba anualmente elecciones para renovar su comisión directiva.
Se formaban listas, distinguidas por colores, con tal o cual plataforma. No había mayoría ni minoría:
se ganaba o se perdía la totalidad de los cargos.
En 1928 regla sus destinos la "Lista Azul", encabezada por Horacio B. Ferro y Saverio Di Blasi.
Poco después de la iniciación de clases, se preparó la elección de delegados de división bajo la
supervisión de los celadores. En "primero-primera" hubo dos candidatos: Scarpatti y Abal. Ambos,
coetáneos, mayores, gozaban de generales simpatías y confianza por su seriedad. Por pocos votos ganó
Scarpatti.
Aquel año se organizaba una nueva lista: la "Blanca" que encabezaba Aníbal Noguera, director de la
Academia de Vacaciones del Centro de Estudiantes al comienzo de ese año y parecía coniar con el apoyo
de los núcleos más numerosos.
Las elecciones de delegados fueron muy tranquilas, la verdadera agitación política estaba reservada
para el segundo semestre.


XII


Llegó el mes de julio.
En los primero días hubo un acto para celebrar la fecha patria, que, al igual que el realizado en mayo,
congregó a todos los alumnos en el Aula Magna, para escuchar la conferencia de un profesor, la del
Director del Turno, y las palabras de un estudiante de los años superiores.
La escena que se, presenciaba entonces se repetiría con singular precisión durante los año sucesivos
y en igual forma se aguzaría el ingenio para eludir el acto y ganar la calle.
Con mucho optimismo se recibieron las vacaciones de invierno, muy interesantes para los que no
adeudan materias anteriores; porque en estos casos, la concentración para el examen anula las
perspectivas de descanso. Malogran también la ilusiones felices, los profesores que abruman con deberes
durante esos días y exigen una continua labor.
Las vacaciones de invierno distinguen dos períodos de la vida escolar. El primero, desde el
comienzo hasta julio, se caracteriza por la abundancia de fiestas, la suavidad de las tareas; el segundo,
desde julio hasta noviembre, tiene pocos feriados y la actividad adquiere ritmo febril. Los docentes que
en el primer semestre descuidaron sus planes tratan de recuperar el tiempo perdido, exigiendo mayor
dedicación; los exámenes bimestrales, los anuales, el esfuerzo realizado para lograr la exención, imponen
tanto sacrificio que el regocijo extraordinario con que se recibe el fin del año no se debe sólo a la
conclusión de las clases, sino también a la terminación de una acción agobiadora.

En esas vacaciones de 1928, una delegación de alumnos de la Escuela, con la presidencia y
vicepresidencia de Aníbal Noguera y Vitaliano Caletti, respectivamente, realizó una excursión a Tucumán
con el objeto de colocar una placa de bronce en la histórica Casa de la Independencia.
La proyectó el arquitecto Ibarra García, debiéndo se su dedicatoria, a la inspiración del profesor de
literatura, Dn. Natalio Abel Vadell.
La delegación, encabezada por el ing. Ibarra García, catedrático de la escuela y hermano del
autor de la placa, tuvo cordial despedida en la estación Retiro, volviendo dos semanas despues con
indescriptible alegría por el afectuoso recibimiento y agasajos prodigados por las autoridades
provinciales y los estudiantes tucumanos.
Justo es decirlo, este homenaje había sido inspirado, más que por un exceso de celo patriótico, por
ese afán de ver, de conocer, de viajar en contingentes de camaradas, tan íntimamente sentido en la
juventud.
Merece destacarse la función cultural y social de estas excursiones; no es sólo el conocimiento de
nuevos ambientes y la adquisición de nuevos amigos lo que le da valor; un nuevo trato se adquiere con el
mundo, conócese la vida de otras regiones, otros problemas, un ambiente diferente al cotidiano; y una
corriente de amistoso intercambio con otros grupos, constituye la parte fructífera de éstas.


XIII


Además de las elecciones, en 1928 la opinión pública fue conmovida profundamente por otro hecho,
trasladándose éste al plano internacional pese a su intrascendencia: el campeonato mundial de "football"
que se disputaba en Amsterdam.
Parece imposible que una contienda de esa naturaleza pueda acaparar el entusiasmo de millones de
personas en tal forma que llegan hasta el abandono de sus actividades fundamentales para concentrar su
mente en un partido.
En este siglo de maravillosos avances del pensamiento, cuesta creer que la consagración de los
hombres a la lucha contra los males que afligen a la humanidad, tenga menos trascendencia y pasión
popular que un deporte transformado en un espectáculo lucrativo; menos aún puede concebirse que el
nombre del dador de un feliz puntapié sea coreado con más fanatismo y amor que el de un sabio cuyas
investigaciones permitieron concluir con males que asolaron a la humanidad, o el de un trabajador que
consagró su existencia al servicio de sus semejantes.
Pero la realidad era más fuerte que la lógica y en todo el mundo seguíase la alternativa de los
partidos. A la rueda final, al encuentro que definía el campeonato, habían llegado los dos grandes rivales
del río de la Plata: Argentina y Uruguay.
Desde temprana hora de la tarde los pueblos de ambas naciones sólo vivían pendientes de las
noticias que transmitían las radios.
Ganaron los uruguayos en buena ley, pese a que por mal entendido patriotismo, la transmisión se
acomodaba a la pasión local. Los locutores radiales gritaban entusiasmados: "avanzan los jugadores
argentinos brillantemente colocados, cabecea el centro-delantero, hay gran peligro para la valla
uruguaya, avanzan los argentinos, siguen avanzando los argentinos. .. 'gool' uruguayo".
Los ríoplatenses tenían el cetro de ese deporte. Cualquiera fuese el triunfador, puede decirse con
propiedad que el trofeo estaba en buenos pies. De modo que, aunque sólo fuera por sentimiento de
confraternidad, el triunfo debía alegrar a los vecinos de ambas orillas del más ancho río del mundo.
Si un acontecimiento de esta naturaleza lograba atraer la atención de la gente más respetable,
cómo no habría de repercutir en los integrantes de "primero-primera", cuyo espíritu estaba siempre
preparado para volcar íntegramente su entusiasmo por cualquier motivo.
Así, pues, sin hacer cuestión acerca de si los campeones eran argentinos o uruguayos, como primera
medida se declaró una huelga, cumplida por unanimidad.
Luego se organizó una larga columna enarbolando una bandera argentina obtenida en préstamo de una
panadería vecina; tapas de tachos de basura utilizáronse a guisa de platillos y coreando diversas
canciones, se recorrieron y alborotaron las calles del centro, llegando la columna hasta la plaza de Mayo,
donde se dispersó tranquilamente.
¡Era la primera huelga!


XIV


La propaganda política estudiantil se intensificó después de julio.
La conquista de la dirección del Centro, enfrentaba a dos agrupaciones de reciente formación: la
Lista Blanca y el Partido Reformista.
"Primero-primera" era "blanca". El celador, Brocher, también. A veces, conversando con los Caletti,
criticaba a Líbero por haber ingresado a dicho partido y señalaba su acuerdo con Vitaliano, que era
"blanco" aunque no fanático, pues tenía muchísimos amigos reformistas. Oberdan y yo, militábamos entre
los "blancos", como toda la división.
Aunque no conocíamos mucho a los candidatos de esa lista, todos creíamos firmemente en sus
virtudes. Había circulado la noticia de que por gestiones de Noguera se había logrado la prórroga de los
derechos arancelarios, además de otros beneficios. Entonces el costo de la matrícula ascendía a diez
pesos por bimestre y su pago fuera de término motivaba recargos.
La Lista Blanca tenía como fin exclusivo la acción desde el Centro de Estudiantes. Poseía
considerable caudal electoral porque contaba con la afiliación de casi todos los celadores, circunstancia
que servía de ataque a los reformistas, acusándolos abiertamente de proselitismo mediante la distribución
de cargos.
El Partido Reformista se inspiraba y seguía los postulados del movimiento universitario de 1918,
teniendo como fin su práctica y aplicación y como medio de lucha y acción, el Centro de Estudiantes.
Sólidamente organizado, una o varias derrotas comiciales no significaban su eliminación del campo de
lucha. Su obra cultural, educativa y de ambiciosas proyecciones sociales llevaba al estudiantado la
divulgación de los principios que inspiraron la rebelión nacida en Córdoba, y el aporte de nuevas ideas,
conceptos modernos y otras normas de acción y de conducta, excluyendo las simplemente rutinarias o
utilitarias. La Lista Blanca sólo comprendía un aspecto gremial; aportaba un principio de educación
política a través de la crítica y la organización partidaria; pero sus alcances eran más limitados, aunque
también defendía entusiastamente la Reforma de 1918.
No podía negarse la similar composición de ambas agrupaciones en lo relativo a sus adeptos. En
cada una sobraba elemento bueno y malo; pero en la Lista Blanca había marcada aceptación del
caudillismo.

La pasión era factor dominante; las ideas venían después. Ese clima podía percibiese fácilmente en
las reuniones.
Cuando la Asamblea General Ordinaria establecida por los estatutos del Centro tuvo lugar en el salón
de actos de la escuela, cedido por sus autoridades, impresionaba a cualquier espectador el acaloramiento
reinante. Los "blancos" no podían admitir que los "reformistas" tuvieran razón ni siquiera en mínima
parte; y éstos atacaban vigorosamente sin amilanarse frente a la amplia mayoría adversa.
Aníbal Noguera, conocido por su difundida militancia radical, conducía a sus correligionarios con
fogosidad y firmeza. Su palabra enérgica, la vehemencia de sus expresiones y la convicción de sus
argumentos sostenidos con decididos gestos, arrancaban gritos y aplausos a sus partidarios, quienes, con
fanatismo digno de mejor causa, lo seguían con fidelidad ejemplar.
Homero Baptista de Magalhaes, hijo de un diplomático brasileño residente en la República
Argentina, con similar edad, decisión y bizarría que su antagonista, sostenía opuestas tesis con igual
elocuencia y calor, aunque fuera sensiblemente menor el número de sus adeptos.
Los alumnos de primer año asistían un poco asombrados y otro poco aturdidos a ese acalorado duelo
oratorio, creyendo, por momentos, que las cosas terminarían con escándalos u homicidios.
Empero ese desenlace fatal no llegaba; la votación decidía el resultado y aparte de alguna que otra
alusión violenta, todo concluía hasta con cordiales intercambios de opinión entre los ocasionales
adversarios de la asamblea.
Indudablemente, no por el hecho de tratarse de una contienda escolar, era todo pureza. Los defectos y
las virtudes de los grandes son captados y seguidos por los menores, con la ventaja de mayores dosis de
ideal y menos decepciones sufridas.
Sólo después de mucho tiempo, calmadas las pasiones y reactualizados los acontecimientos con más
humana dimensión de los fenómenos sociales, se comprendes los hechos con mayor claridad. Muchas
veces, al encontrarse los opositores de aquellas lejanas épocas y evocar esas jornadas inolvidables de
tanta ingenuidad y a veces tanta ofuscación, no puede reprimirse una sonrisa afectuosa ni soslayar que
esas diferencias ideológicas o partidistas no impidieron mantener un paralelismo de dignidad y de
lealtad, a diferencia de muchos que, pretendiendo ser los poseedores de la verdad y del honor, no
tuvieron reparos en torcer la rectitud de la vida y ser esclavos de mezquinos intereses o innobles
pasiones.
Algo muy importante caracterizaba la fogosidad de las asambleas o el fanatismo de las luchas: cada
estudiante actuaba al impulso de sus convicciones o de sus sentimientos, con toda espontaneidad y
sinceridad, sin dejarse conducir como borrego de un rebaño arrastrado por falsos pastores.
La noche de la votación, mientras presidentes de mesa y fiscales seguían el acto, los votantes
aguardaban su turno; los demás recorrían el edificio vivando a los candidatos o a las agrupaciones,
llevando carteles con sus nombres, o haciendo flamear gallardetes blancos o purpúreos, distintivos de
ambos partidos.
¡Tiempos ideales y emotivos!
Por primera vez, todos los ingresantes de este año, entraban a un cuarto oscuro para depositar un
voto; por primera vez ejercían un derecho ciudadano.
Ese acto, esa inicial prueba de capacidad cívica, de voluntad y de poder, puesto que con su papeleta
regirían los destinos del Centro mediante las autoridades que votaran, producíales una emoción y un
orgullo que no podían disimular.
Triunfó la Lista Blanca, cuyos candidaos, Aníbal Noguera y Fidel López, batieron por considerable
caudal al binomio reformista Chaves-Mathieu. El resultado, que se conoció apenas terminó el escrutinio
a eso de las dos de la madrugada, provocó indescriptible alegría.
Organizóse una manifestación que llevando al frente un gran cartel de la lista triunfante, recorrió
Charcas, Callao y dio vuelta por la plaza Rodríguez Peña al grito de "Noguera-Fidel López", "Noguera-
Fidel López" ...
No hubo clases la noche de la elección. Agrupados en largas filas frente a las mesas electorales, cada
uno esperaba su turno llevando su carnet de estudiante; se cotejaba la identidad y si figuraba inscripto en
el padrón formado con todos los socios del Centro, entraba al aula que cumplía funciones de cuarto
oscuro y se depositaba el sobre cerrado en una urna situada sobre la mesa. Luego se apartaba para
incorporarse a las columnas que desfilban sin cesar.
Al día siguiente la Escuela pudo lucir unos vidrios rotos, alguna que otra manija desecha y varias
sillas con una pata menos de las correspondientes.
La educación, aunque sea política, necesita algunos pequeños desahogos ...

La entrega simbólica del Centro motivó un acto sencillo y cordial, celebrado pocos días después con
apreciable concurrencia.


XV


Si Sarmiento se levantara de la tumba y supiera cómo se conmemora el aniversario de su
fallecimiento, es seguro que optaría por volver a morir de pena, o tal vez de alegría, porque el gran
sanjuanino reviviría sus recuerdos de provincia en las diabluras de los muchachos del siguiente siglo.
No podía concebirse que el once de setiembre fuera un día igual a otros: la asistencia a clase
agraviaba al apóstol de la enseñanza, cuya fecha no podía silenciara. Por voluntad unáme se declaró la
huelga y un tronco abandonado casualmente al costado de la calle Charcas, fue colocado a través de las
vías tranviarias interrumpiendo el tránsito.
Claro que no era ésa la forma más propia para honrar a Sarmiento; pero ésos eran los hechos.
Asomáronse a la puerta cancel el director, el jefe de celadores, empleados de Secretaría y otros,
conminando a entrar a clase, pero el rechazo fue absoluto.
"Primero-primera" también se adhirió a la huelga.
La noche agradable, casi primaveral, invitaba al paseo y así lo hicieron unos quince o dieciséis
adeptos a esa idea, resolviendo tomar uno de los típicos "mateos" que aun circulaban. Detuvieron al
primero que pasó; y sin un instante de vacilación, uno tras otro acomodáronse en el interior del
destartalado vehículo, amontonándose sobre los asientos, el piso y el pescante. El "mateo", que primero
se sustó al ver semejante tropilla, reaccionaba a medida que se llenaba el coche; negóse repetidas veces,
pensando que su flaco y hambriento caballo, cuyas costillas podían contarse fácilmente no daría un paso;
pero las insistentes súplicas y la promesa de una buena propina, minaban su resistencia. Mas vio como
seguía subiendo gente; contó catorce, quince, y cuando el décimosexto salvaje trepaba a los elásticos
porque no había lugar ni en los guardabarros ni en los estribos, negóse irrevocablemente a arrancar y
esperó a que bajara el último, antes de hacer avanzar a su enjuto jamelgo.
Resultaba un contratiempo no pasear en el desvencijado carruaje. Pero una aventura no termina con
un contratiempo y si un plan fallaba, cien más había para ensayar. Si un "mateo" no pudo llevarlos, no
faltó un taxi grande, cuya capacidad de carga se ampliaba con dos transportines. Todo dependía de lo que
se pagaba.
Asaltaron el auto acomodándose unos sobre otros y otros más sobre los que se sentaban arriba de los
ocupantes de asientos; las sardinas, en sus latas, tenían más espacio vital y más quietud, porque el viaje
se matizó con pellizcones, pinchazos y palmadas hasta llegar a la meta: el teatro Nacional, donde
concluyó la jornada sarmientina.
Otra noche, sin conmemoración de próceres, hubo huelga. Resolvieron ir al cine.
Escondiendo los libros dentro de los pantalones y sujetándolos con los cintos, llegaron al "Cataluña",
ubicado al dos mil de la calle Corrientes; en la boletería, al ver tan nutrido contingente de disimulados
colegiales, les negaron entrada.
Trasladáronse entonces al cine de enfrente, el desaparecido "Standard", donde no sin mucha
desconfianza les vendieron las entradas a los veinte interesados.
Proyectaban una película de "cow-boys" muy mala, con un equipo más malo todavía y un ambiente
que invitaba a la juerga. Ésta no tardó. No pasaba escena más o menos emocionante sin que una intensa
gritería recibiera al infame que quería robar a la doncella. En cierto momento pareció que los aullidos no
expresaban con suficiente fidelidad el estado de ánimo de los espectadores, por lo que siguió una acción
más efectiva: alguien, sin saberse cómo ni dónde, había comprado naranjas; y cuando la conducta del
villano del film llegaba a ser más censurable, un bombardeo critícola dominó la escena pretendiendo
castigar al malvado.
A las naranjas usadas como bala de cañón siguió un tumulto terrible. Las luces se encendieron, la
proyección se suspendió y los acomodadores corrieron hacia las filas ocupadas por los revoltosos,
echándolos del local.
El reclamo de éstos por la devolución de las entradas motivó otra gresca. El boletero amenazó con
avisar a la policía y la protesta subió de tono, exigiendo la devolución del pago o el vigilante. Mandaron
llamar al agente, que estaba tomando cerveza en el bar "Pilsen", en la esquina de Corrientes y Junín, y a
duras penas se tenía en pie, y éste agarró por los brazos a los que más protestaban, Ortega y López,
llevándoselos a la comisaría.
Pero los detenidos, a quienes seguía el resto en una especie de manifestación, en determinado
momento aprovecharon la influencia del alcohol en el guardián del orden y bruscamente, pretextando que
venía el ómnibus, se desprendieron de las garras de la autoridad echando a correr velozmente.
El vigilante, pensando que no valía el esfuerzo de una carrera una cuestión tan baladí, volvió
tranquilamente al bar para rendir tributo de admiración a la espumante cerveza.


XVI


Aproximábase el fin del año escolar, alegrando a los muchachos que el celador, Bernardo Brocher,
concediera mayor libertad, no pesando continuamente las amenazas de suspensión, ni amonestaciones, ni
el rigor disciplinario.
Los profesores, en su mayoría, desarrollaban sus programas con regularidad.
El Dr. Ángel Morera, sin abandonar la costumbre de permanecer en el fondo del salón, había
conquistado la estimación de todos. No dictaba tanto ni tan rápidamente como en los primeros meses, que
se hacía odiar y cansaba con el esfuerzo sostenido de una escritura continua y veloz; había pasado a la
época de la labor independiente asignando a cada uno un tema de trabajo práctico: la contabilidad
completa de una sociedad mercantil, que se preparó con entusiasmo, no por tener una tarea más, sino
porque había amplio margen para la libertad creadora y se movían fantásticos negocios con danzas de
millones. Lástima que todo no pasaba de fantasía; pero el breve examen de los trabajos hechos permitió
comprobar su eficiencia. Morera conocía su materia y sabía explicar. Fue muy exigente, enseñó mucho y
bien.
El Dr. Chedufau no había abandonado su sistema de "secretario" y "renglones", aunque el método
estuviera en abierta pugna con la pedagogía y los sentimientos de sus discípulos.
Las otras asignaturas no registraban mayor novedad.
El Dr. Casanovich resultaba muy grato con sus lecciones de historia antigua y todos se habían
acostumbrado a las inflexiones de su voz.
El ing. Aldini, al término de su programa, llevaba ataques cada vez más vehementes contra los
empleados públicos que no querían trabajar. Sus consejos le granjeaban profundo aprecio; en ellos
encaraba nuevos aspectos de la vida y una forma de vivir más sana y más optimista.
El profesor de caligrafía seguía fiel a su manía de abrumar con planas y más planas de ejercicios. No
había tiempo para hacerlos, ni sobraba entusiasmo. Ello causaba, lógicamente, una disminución de la
efectividad de la enseñanza y un desmejoramiento de la letra, pues para cumplir con él, había que
escribir hasta la madrugaba o anular las pocas horas del domingo que quedaban para descansar.
En los últimos meses de 1928 no quedaba un solo alumno sin trabajar. Los que poco antes estaban
desocupados, habían conseguido empleo. Los horarios de entonces eran más prolongados que los
actuales; no había sábado inglés, ni vacaciones pagas, ni indemnización por despido.
Los que vivían lejos de sus ocupaciones madrugaban, aunque se acostaban tarde; los deberes que se
daban para la casa, se preparaban luego de llegar al hogar. Saliendo de la escuela a la 23, difícilmente
podían prepararse las lecciones antes de medianoche. ¿Cómo era posible, pues, con tan pocas horas para
el sueño dedicar tanto tiempo a las planas de caligrafía?


XVII



Llegaban los últimos días de clase.
Terminaron las pruebas del cuarto bimestre, clausurándose el año escolar con un acto realizado en el
gran salón, iniciado con las notas del Himno Nacional, coreado por todos, y el discurso del director,
sabido entonces de memoria, por comenzar con las sacramentales palabras: "Jóvenes estudiantes ... yo
soy vuestro padre espiritual ... esta escuela es vuestro segundo hogar...".
No faltaron, sin embargo, las frases afectuosas de salutación a los flamantes egresados, para quienes
expresó venturoso porvenir anhelos de triunfo en su vida profesional.
Para los alumnos de quinto año, aunque sabían de memoria el discurso del director, experimentaban
auténtica emoción hacia las palabras dichas en esa oportunidad y escuchaban con gratitud al Dr. Cassagne
Serres, que sabía ofrecer, en ese conmovedor instante, un mensaje inolvidable y cariñoso.
En representación de los flamantes peritos mercantiles contestó Manuel Oreiro, un joven alto, mayor
de edad, de cabello crespo y patillas que parecían copiadas de un prócer dibujado en la historia de
Grosso. Pronunció un discurso corto, cuyas palabras sencillas y emotivas tradujeron el sentir de los que
habían concluído el ciclo secundario y se aprestaban a iniciar otro superior, o directamente, a enfrentar el
porvenir.
Una poesía compuesta con mucho sentimiento por el titular de literatura Natalio Abel Vadell dio fin a
la fiesta.
Salimos muy contentos del aula magna proyectando una excursión; formando un solo grupo fuimos al
Balneario. En Callao y Lavalle fue asaltado un tranvía Lacroze, que hacia allá se dirigía, haciéndose un
viaje ensordecedor con gran regocijo del guarda, aburrido porque el coche estaba vacío.
La amplia avenida costanera fue escenario de carreras y muy de madrugada terminaron las andanzas.
Días después llegaron los primeros exámenes; casi nadie había logrado eximirse de todas las
materias y se recibió el bautismo de lo que sería, en los años siguientes, una tortura que concluía con
incontenidas explosiones de entusiasmo cuando el éxito coronaba la prueba, o con profunda amargura,
cuando la nota resultaba adversa. Para muchos, la repetición de los desaprobados en algunas asignaturas
causaba tanto desaliento, que abandonaban la carrera.
La despedida final de primer año fue un "picnic" a Quilmes, lleno de pintorescas peripecias, que dejó
recuerdos no sólo en el orden mental sino también en el físico: espaldas quemadas que no admitían el
contacto con la ropa o ampollas dolorosas en la piel, enseñaron en forma práctica e inolvidable que
también ara tomar sol se necesita una preparación previa. El pequeño y cordial Mario Barboy fue quien
mejor aprendió la lección, porque cuando expuso con toda tranquilidad su blanco torso a los rayos, por
primera vez en su vida, creyó que lo bromeaban al decirle: "¡ Cuídate Barboy que te vas a quemar!". Al
atardecer, parecía que le hubieran pintado en espalda la divisa punzó.
CAPÍTULO II

SEGUNDO AÑO


La reiniciación de los cursos pareció el despertar de un breve sueño de descanso, para proseguir una
fiesta.
Ufanos, sonrientes, alegres, volvimos a vernos en el gran patio, de la planta baja de la Escuela, con
una enorme reserva de energías e incontenibles bríos, preparados para volcarlos en cualquier momento y
por cualquier razón.
La diferencia con respecto al mismo momento del año anterior apreciábase fácilmente.
Los atemorizados, los que miraban con preocupación y recelo, eran los que iniciaban la carrera.
Pero los de segundo año ya se consideraban veteranos. Tenían la experiencia del tiempo transcurrido
y la seguridad de la unión del núcleo que integraban. Les sobraba juventud y espíritu suficiente como para
pensar que el mundo estaba mal hecho y a ellos les tocaba la misión de derrocarlo para reconstruirlo
mejor. Tenían fe en sí mismos y los animaba el propósito de labrarse su porvenir paso a paso, sin
desmayos, sin claudicaciones, sin aceptar más ayuda que su propio esfuerzo. Iban a construir su futuro
ayudando a sus hogares y aunque pesaba sobre sus espaldas una tarea enorme, vivían con alegría, con
optimismo. No tenían tiempo ni vocación para aburrirse, gozando plenamente cada minuto de cada hora,
cada segundo de cada minuto, sin complejos ni desesperanzas.
Y todo ello con una naturalidad tal que ni siquiera podían detenerse a pensar que en una edad más
propia para los juegos inocentes de la impubertad que para responsabilidades, ellos ya habían asumido
una posición de lucha por la vida, pues trabajaban todo el día para consolidar la economía familiar,
destinando las horas del descanso al intenso esfuerzo de la propia superación.


II


Correspondía la primera hora a matemáticas, a cargo del doctor Zoilo Kohan, hombre de baja
estatura, obesidad pronunciada y desgarbado gesto, cuya calva cabeza reluciente parecía haber recibido
un trabajoso masaje para aparecer tan brillante; su pronunciación excepcional y la ampulosidad de sus
expresiones provocaban incontenibles risotadas.
Su explicación de la operación aritmética adquirió justificada fama. Decía: "Chinco qui ti suma y
chinco qui ti resta, si tacha, nulo, pirqui si distroie".
Aquella noche del comienzo de segundo año el Dr. Kohan comenzó dictando su plan, cuya copia
cansaba mucho. En una pausa, al advertir que Wainer se reía, volvióse a él diciendo: “mirá che, si ti mi
vinís con aire di fistivos, ti echa a la calle pir cinco días".
Cuando tuvo que escribir, colocóse un instante frente al pizarrón: hizo describir a su brazo izquierdo
una gran curva; luego, apoyándose sobre ese brazo y sobre una importante parte de su obesidad, hizo dar
una vuelta similar al otro.
Si se equivocaba no usaba el borrador. Adoptaba un sistema más práctico: borraba con la manga de
su saco. Estos detalles no anulaban, sin embargo, su entusiasmo por la enseñanza.


III


El Dr. Carranza, de apuesta figura, de blancos cabellos y pausada voz, fue el titular de historia. Su
clase inicial consistió. en una magnífica conferencia seguida con profunda atención, por todos, trabando
un esquema de la edad media.
Su conocimiento del tema, su palabra cautivante, fueron motivo de satisfacción para los oyentes, pues
tuvieron la seguridad de que aprenderían la materia. Pero la alegría duró poco.
El titular de una asignatura, al saber que la nueva división había tenido el año anterior a determinado
colega, se negó rotundamente a continuar y pidió el inmediato cambio, que le fue concedido.
Así, pues, nos transfirieron a otra división: la cuarta de segundo año.
Ocupamos un largo y angosto salón con una puerta de salida a la derecha y con ventanas enrejadas
hacia la izquierda, que, lo separaban del depósito de mapas y útiles; más que un aula, parecía una celda
carcelaria.


IV


Teníamos dos materias nuevas: ciencias naturales y francés.
Esta última tuvo curiosas alternativas. La dictaba una persona de avanzada edad, de cabellos blancos,
que caminaba con dificultad y muy poco se le entendía por su cerrada pronunciación. Ignorando que al
segundo año correspondía el primer curso de ese idioma y convencido de que los primeros elementos de
la lengua se conocían, comenzó a conversar en francés con la mayor soltura y a toda velocidad. Se le
aclaró la confusión, excusándose, con toda cortesía. Desde entonces habló principalmente en castellano.
Del libro elegido, Choix de lectures, hiciéronse famosas dos páginas inolvidables: "Promenande dans la
forêt" y "La mére". Esta última, especialmente, se leía a coro y en cualquier forma, recitándosela de
memoria con agregados fuera de texto y carentes de pureza lingüística. Monsieur Cubaines no enseño
mucho tiempo; su muerte truncó el curso en los primeros meses y por varios otros quedó vacante la
cátedra hasta la designación del Dr. Casanovich, cuyo reencuentro recordó la famosa frase: "¿El Egipto. .
. ae?".
Cambió de método, sustituyó el libro en uso por el Massé Dixon y emprendió su tarea con
dedicación, mereciendo el aprecio general. Lo caracterizó su singular memoria pues reconoció a todos
los que habían estado con él durante el año anterior; y, como entonces repitió sus personales expresiones:
"¿Por qué no estudio che, querido?". "¡Ah!, che, querido: si usted no estudia yo no tengo la culpa".
En un examen de bimestre dictó como tema una lectura del libro de Mr. Cubaines: “la tabatier d’or” y
se ausentó inmediatamente después. Primero hubo nerviosidad general pues nadie recordaba ni una
palabra: pero al quedar solos, con grandes suspiros de alivio e inmensa alegría, unánimemente sacamos
los libros y copiamos textualmente el relato.
Dos minutos antes de que tocara la campana del recreo volvió el Dr. Casanovich; pidió las pruebas y
una vez que las tuvo en su poder, exclamó con la mayor naturalidad: "Buenos, señores, todos ustedes han
copiado; quiere decir que han aprendido algo". Y dejando a todos atónitos, rompió las hojas en mil
pedazos.



Don Gustavo Dennet, de historia, tuvo una presentación original. Pidió la definición de su materia y
cada uno trató de expresarse de la mejor manera posible; pero ninguna conformó. Luego dijo: “Un
hombre se tira del balcón, cae y se muere; viene un segundo hombre, se tira del balcón y se muere; viene
un tercer hombre y le sucede lo mismo. Entonces el cuarto reflexiona y dice : No, yo no me tiro sino me
muero. Eso es historia”. “Un chico ve el fuego; le dicen pupa, quema; el chico no hace caso, pone la
mano en el fuego y se quema; después aunque le digan que no quema, el chico no pone más la mano en el
fuego, porque sabe lo que le pasa. Eso es historia”.
Los oyentes quedaron desconcertados. Sólo Vázquez estuvo contento, porque después de decir
algunas palabras difíciles fue invitado a definir la paleontología y al hace satisfactoriamente gozó de
óptima reputación durante el resto del año.
La presentación del Dr. Chedufau, en cambio, no podía sorprender. Mantuvo su secretariado y su
régimen punitivo, adjudicándose el campeonato Spinellí, con tres mil renglones a presentar al día
siguiente. Siguió en orden de méritos Jorge Larre, con dos mil, impuestos como premio a una réplica.
Como éste no cumplió, fue suspendido.


VI

Además del Dr. Chedufau, volvían como titulares de dos asignaturas, los que la dictaran el año
anterior: Enrique César Urien y Ángel de Luca. Éste, a manera de saludo, anticipó un plan de
trabajo intenso; y recordando la pesada tarea de 1928, sentimos un frío sudor. La sola perspectiva de
largas noches de vigilia llenando planas de caligrafía, provocaba un cansancio
completo.
Menso mal que, en compensación, abundaban las bromas en clases. Eso era un consuelo.
Urien, saludó cariñosamente: estaban igual, para él no pasaba el tiempo: su calma, su misma pausas
en el lenguaje; su innegable ausencia de la materia. No traía inquietudes en el campo del saber; más que
la de enseñar, parecía creer que su misión era la de un consejero, un animador: nunca faltaba en él una
frase cordial, una recomendación paternal. Continuaba alejándose de la geografía para incursionar en los
temas históricos, especialmente los hechos de armas de las fuerzas argentinas; aunque ya comenzaba a
formarse en el espíritu de los colegiales, cierto escepticismo con respecto a los acontecimientos bélicos
y al militarismo, se le escuchaba con satisfacción.
A principios de junio tuvo la iniciativa de un original sorteo. Preguntó quien estaba sin empleo y seis
presentes levantamos la mano. Escribió "sí" en un papel y "no" en otros cinco, extrayéndose todos ellos
de un sombrero; y yo, afortunado poseedor del "sí", me presentó al día siguiente a la "Compañía de
Transportes Expreso Villalonga", para cuyas oficinas de contaduría habían solicitado un empleado. Me
hice cargo del puesto al otro día y desde entonces dejé de tener apellido para ser llamado "el futuro
contador de Villalonga", salvo un excepción, cuando en virtud de levantar la mano los dos hermanos para
contestar una pregunta que pocos sabían, comentó: "Los Caletti son como los Gracos".


VII


Con su cuerpo más bien voluminoso, su cara redonda y llena, tapada en parte por un grueso par de
anteojos, y un enorme moño caído, casi colgante, apareció el Dr. J. J. Nágera, de ciencias naturales. Un
tanto descuidado en el vestir, parecía despreocuparse de las formas para concentrarse exclusivamente en
lo que absorbía su atención. Miraba muy firmemente, clavando los ojos que despedían brillo como si
quisiera hipnotizar. Muy bueno, aunque parecía no querer aparentarlo, tenía muchas consideraciones para
sus discípulos y se preocupaba por enseñarles bien. Hubo muy pronto una corriente de recíproco afecto.
Frecuentemente llevaba colecciones de huesos, que desparramaba sobre el escritorio. Hacía pasar a
cualquiera, le ponía las manos atrás y dándole una vértebra u otro elemento, le hacía definirlo con tan
sólo tocar los apófisis y los cóndilos; o bien de la colección expuesta, iba preguntando: “¿ Que huevo es
éste?”. Si alguien trataba de ayudar, chistaba enojado: " ¡Pssss! ¡Cállese!". Pero al minuto su furia se
había transformado en una sonrisa.


VIII

Se le parecía en la negligencia en el vestir su colega de matemáticas, Dr. Antonio Morandi, contador
público y abogado. Pero había una diferencia: mientras aquél simplemente se despreocupaba, éste daba
la impresión de estar formalmente enemistado con todas las formas de elegancia masculina.
Un poco bajo y bastante obeso, aunque no tanto como el Dr. Kohan; descuidado en sus modales y en
el idioma, singularizóse por sus frases y su pronunciación. Todo teorema concluía, sin posibilidad de
excepción, con estas palabras: "¿Entendido bien? !Buá! A ver lo que sigue".
Cada vez que se citaban las líneas paralelas, debía añadirse "Y son iguales a los rieles del
ferrocarril". Además, luego de enunciada una hipótesis, era indispensable agregar: “Efectivamente”. Pero
esto resultaba difícil para el que pasaba, pues no podía contener la risa por el coro que lo acompañaba.
Su polo opuesto era el Dr. Márquez, de contabilidad, también de una cincuentena de años e igual
contextura física, aunque ligeramente más alto; muy suave en sus maneras, infinitamente bueno, calmo
para hablar y delicado en su trato, fumaba sin descanso consumiendo uno tras otro infinidad de
cigarrillos, que encendía con la colilla del que terminaba.
Conocedor de su materia y bueno pedagogo, lograba que sus clases se siguieran con interés; dedicado
a la enseñanza con entusiasmo y capacidad, su compañerismo con los estudiantes le permitió granjearse
fácilmente su cariño.


IX


El Dr. Udaquiola Vidal daba la impresión, a primera vista, de ser más apto para enseñar lucha
grecorromana que castellano. Abogado joven, corpulento, macizo, de cabellos muy negros, ojos grandes,
algo inquieto, marchaba erguido como si estuviera en un desfile. A pesar de su porte de luchador, tenía
buen carácter. Le gustaba narrar las peripecias de su juventud y se enorgullecía con sus travesuras de
muchacho. "Vean -decía-, en diecisiete años que soy profesor, no he oído un chiste bueno; los estudiantes
de hoy son unos pavotes; y los profesores más todavía".
El relato de sus heroicas aventuras dio origen a que en una ocasión se esperase su llegada con un
dibujo en el pizarrón: era un enorme dirigible con la inscripción "Graff Udaquiola".
Por supuesto, disimuló el disgusto que le causó la broma, principalmente por lo que había dicho de
los estudiantes; supo ser buen perdedor.
Eligió como libro de lectura "De tal palo tal astilla", de José M. de Pereda, y la interpretación de esa
joya de la literatura castellana fue el principal trabajo del año.
Puntualizaba los errores corrientes en las conversaciones, señalando como verdadera vergüenza el
desconocimiento del idioma; pero si por casualidad alguien se daba vuelta o no lo atendía le decía con
tono amenazador: "Te voy a 'encajar' una 'torta' que vas a ver", y terminaba el incidente con una
carcajada.
Era compañero del alumno; podía decirse de él que era "gaucho", en la acepción noble del vocablo.
A quienquiera necesitara su ayuda estaba dispuesto a prestarla. Si el problema se planteaba contra algún
profesor con quien él estuviera disgustado, convertía la causa del estudiante en ofensa propia y personal.





Aquel año fue terrible.
Con mucha frecuencia el jefe de celadores, Sr. Zanotti, por cuya excesiva severidad se le tenía
profunda antipatía, llegaba hasta la cuarta división de segundo año y gritaba a los presentes que más que
hombres parecían fieras desatadas.
También el celador resultaba antipático. Confiaba compensar la cortedad de su estatura con una
energía absurda; reprendía con frases necias, amenazaba a cada momento; quería tener a la división en un
puño.
Repartíase la jornada en cinco horas escolares, de cuarenta minutos cada una, desde el lunes hasta el
jueves; los viernes y sábados sólo había cuatro horas. El horario se modificó posteriormente y pasó a ser
de cinco horas, de lunes a sábado, exceptuando los viernes con tres horas; comenzando a las diecinueve y
veinte para terminar a las veintitrés.
Las cinco horas del sábado constituían un suplicio.
¡Cuántas veces "segundo cuarta" únicamente estaba en la escuela! Los demás declaraban huelga o
fugaban.
Así, pues, había que buscar una forma válida para anular las clases de los sábados. Felizmente
sobraba ingenio.
La puerta de la caja de llaves de luz estaba siempre cerrada. Un sábado fueron infructuosas las
tentativas para abrirla; cuando hubo certeza absoluta de su solidez, apelóse a un sistema eficaz: Ortega
saltó y le dio una violenta patada desencajándola. La puerta voló a través de una ventana y fue a parar a
varios metros de distancia. Dióse la vuelta requerida a la llave y luego ésta se perdió. Así como Dios
hizo la luz, los muchachos habían hecho la oscuridad.
Luego permanecieron en el corredor aguardando los acontecimientos. Era la hora de francés y el Dr.
Casanovich parecía no estar con excesivas ganas de dar clase; el comprender la maniobra rió de buenas
ganas como los demás. Pero el encanto se deshizo al saberse que la Dirección había dispuesto usar otro
salón, perfectamente iluminado y con llave fuera del alcance de los interesados; no quedó más remedio
que soportar, entre protestas y bostezos, las clases reglamentarias.
Aquel año, los de segundo cuarta conocieron algo insólito: el coro de silbatinas. Tratábase de
inscriptos en años superiores, partidarios entusiastas del "boycott" a las lecciones sabatinas; declaraban
huelga y con agudos silbidos mostraban su repudio a los "carneros" que entraban.
El malestar de dichas clases quedaba compensado con las bromas: la gomita, la tiza, y cuanto
proyectil había para tirar, estaban en su apogeo. Generalmente esas bataholas finalizaban con la
suspensión de los principales promotores. Una noche fue tan intensa la batalla de tizas, que cuando el Dr.
Udaquiola Vidal llegó al aula, contempló, sorprendido, una alfombra blanca que cubrió el piso. No hizo
comentario alguno; pero era fácil advertir su alegría.
La división contaba, también, con un coro completo. Había toda clase de voces, principalmente
chillonas y desafinadas. El repertorio no era muy selecto pero sí efectivo: "Arroz con leche", "Sobre el
puente de Avignón", “Yo no soy buena moza”, “Mambrú se fue a la guerra”, "Asómate a la ventana", "A la
víbora del amor" etc.
El coro no tenía pianos, violines, flautas, clarinetes, ni instrumento alguno susceptible de obtener
sonidos siguiendo las notas de la escala musical; pero eso no lograba amilanar a los cultores de Orfeo.
Sustituían a los instrumentos de percusión, de cuerda y de viento, el piso, los pupitres, las tablas de los
bancos y hasta los libros. Las manos y los pies rivalizaban en entusiasmo para arrancar sonidos y a nadie
ofendía el absoluto divorcio, con la armonía, el compás y el ritmo.
Por todos los ámbitos de la escuela escuchábase el ruido ensordecedor de los muebles golpeados y
de los gritos destemplados de los improvisados cantores.
Afortunadamente para el arte no tardaba mucho en llegar el jefe de celadores, quien, con unas cuantas
suspensiones y una no menor porción de improperios, ponía punto final al espectáculo. Pero apenas se
retiraba, una sucesión de onomatopeyas daba respuesta a sus insulto.


XI


Dos accidentes dignos de mención acaecieron al comenzar aquel año. Uno de ellos no tuvo mayores
consecuencias; pero el otro, desgraciadamente, fue el fin de una existencia.
El primero ocurrió una noche en que, por ausencia de un profesor, anticipóse la salida en una hora.
Con la alegría de esa libertad, bajáronse las escaleras a tal velocidad y con tanto impulso que
algunos cruzaron la calle sin advertir el tránsito de vehículos. Hubo quien pudo detenerse a tiempo; pero
no le ocurrió lo mismo a Oberdan Caletti que, atropellado por un auto, rodó con gran estrépito por el
pavimento.
Llevado inmediatamente al Hospital de Clínicas, distante a muy pocas cuadras del lugar del hecho,
comprobóse, felizmente, que a pesar de la violencia del golpe, no había sufrido heridas de consideración.
Luego de practicársele las primeras curas, pudo restituírse a su hogar, donde pasó en cama diez días,
reponiéndose totalmente.
Su regreso a la escuela fue triunfal. Aprovechóse la circunstancia de ser de público conocimiento su
accidente para organizar un escándalo de proporciones, llevándolo en andas por el corredor y el patio,
con incesantes vivas a él, al auto y al accidente y fuertes gritos hostiles a la velocidad, a los choferes de
autos y, de paso, a odiadas autoridades de la escuela.
El otro accidente fue fatal.
El celador de primer año, Bernardo Brocher, vivía en un pueblo suburbano. Un domingo por la tarde
viajando a la Capital para ir a una fiesta, al llegar a la estación Constitución bajó con tal mala suerte que
cayó bajo las ruedas del tren y quedó destrozado, muriendo en el acto.
Sepultáronse sus restos en el Cementerio Alemán; en nombre del Centro de Estudiantes de la Escuela
y de sus compañeros lo despidieron con emoción Anibal Noguera y Vitaliano Caletti.
Meses después, como homenaje cariñoso, depositamos sobre la tierra que cubría sus restos, una
palma de flores naturales cruzada con una cinta cuya inscripción: "A su ex celador Bernardo Brocher, los
alumnos de segundo cuarta", había motivado una agria polémica entre Oberdan Caletti, Julio Luis
Vázquez, Alberto López Mecatti y otros.
Oberdan y López leyeron sendos discursos; luego otro integrante de la división, Roberto P. Gerías, de
unos dieciséis o diecisiete años, de baja estatura y bastante gordito, improvisó una arenga breve y
violenta, más propia para ser dicha en una barricada que en una ceremonia fúnebre. Sus palabras
traducían la rebeldía de la impotencia humana ante las desgracias que no está en manos del hombre
reparar; clamaba por la injusticia de una vida truncada en la flor de los años, cerrando para siempre un
futuro y quebrando de golpe un sin fin de esperanzas y un mundo de amor.
Sencillez, sinceridad, emoción profunda y los llantos de los familiares fueron la esencia de la
ceremonia.
Hacia medio día de aquel domingo luego de saludar a los deudos del extinto Brocher, se recordó al
profesor de francés, Mr. Cubaines.
En marcha hacia el nuevo destino renováronse las polémicas respecto a la inscripción de la palma de
flores. Los que estaban de acuerdo con la frase "ex celador" disputaban con sus antagonistas, quienes
sostenían que "celador" era término de carcelero y no de estudiante. Y la réplica no demoraba,
rechazando esa acepción para proclamar la que el uso le había dado.
Iba quedando vacío el cementerio alemán. La suave brisa matutina movía débilmente las puntiagudas
y verdes copas de los viejos cipreses del camposanto y todo era quietud y paz; paz augusta, solemne,
quebrada únicamente por las discusiones acerca de la expresión "celador", defendida con tanto tesón y
firmeza como si de la exactitud del término dependiese el futuro, o pudiese volver la vida para quienes la
habían dejado definitivamente.
Depositóse luego un ramo de flores en el panteón donde reposaban los rertos de Mr. Cubaines, sobre
el ataúd del anciano maestro volcábase la lozanía sentimental de sus jóvenes discípulos.
Estos actos motivaron una reflexión.
En ambos caso una sola y misma idea había unido a los oferentes de los homenajes; pero diferían los
lugares. En las dos ocasiones se había rendido un tributo a los ya idos y ambos tenían su puesto en el
mundo de los que no son. Pero los dos cementerios visitados estaban separados entre sí por un ancho y
alto muro de ladrillos, como si no fueran una sola y misma solemnidad la de las ciudades de los muertos,
como si la muerte no igualara, definitiva e irrevocablemente a todos los seres humanos del orbe sin
distinción de edades, ni sexos, ni razas, ni credos, ni fortunas, ni rangos.


XII


Esperábase con regocijo el 25 de mayo, porque con ese motivo había una semana de descanso.
En el Aula Magna celebróse la fecha con un acto igual al de los años precedentes: Himno coreado
por los presentes, discurso del director recordando que era el "padre espiritual", concierto de violín por
uno o dos alumnos más que con sus arcos serruchaban las cuerdas, y algunos catedráticos que se sentaban
en las sillas colocadas sobre el escenario, cuyas caras intentaban vanamente disimular el tedio que los
vencía.
Como se conocían de memoria los discursos, todos trataban de escapar; pero como también el
director conocía de memoria esta íntima inclinación de sus pupilos, adoptaba las normas más
convenientes para evitarlo: cerraba las puertas de salida, reforzando las guardias con porteros y
celadores, como canes cerberos.
Lo que no le impedía, sin embargo, encabezar su atenga con estas frases: “Jóvenes estudiantes: Este
acto patriótico al que concurrís con tanto agrado ...”.
Justo es reconocer su sana y loable inspiración. Deseaba que las efemérides se realizaran con la
debida solemnidad, haciendo subir al escenario, como abanderado, al mejor estudiante de quinto año,
escoltado por dos buenos compañeros de años superiores, haciéndose digna guardia a la hermosa
bandera argentina de la escuela. Abrazaba emotivamente a quien recitaba el verso y saludaba con igual
espíritu al autor del poema, entre aplausos burlonamente frenéticos de los asistentes, que carecían de toda
emoción.
La semana de Mayo introdujo una pausa en los estudios, pero no en las aventuras subsiguientes a la
salida de clases.
Las excursiones por Charcas, Paraguay, Córdoba, Viamonte y las calles transversales desde Callao
hasta Boulogne Sur Mer, contaban con la presencia ruidosa y entusiasta de todos.
Marchas, carreras, desfiles, sucedían sin cesar.
No había propósito de molestar a nadie ni bromear fuera del círculo íntimo; pero había ocurrencias
que hacían reír de buenas ganas. En un conventillo de Córdoba, entre Ayacucho y Junín, pegaron un
cartelito que decía: "Se alquila un water closset". Y en otra oportunidad, este letrerito: "Se alquila cama
con chinches y todo".
Una noche, en correcta formación y fila india, un grupo de veinte tomó por Paraguay marcando el
paso entre los rieles del tranvía Lacroze. La marcha, dirigida por Vázquez, llegaba a la perfección, y
luego de tres pasos suaves se daba el cuarto con el taco, con alma y vida sobre el pavimento. Pronto
llegó un tranvía. El conductor, viendo que nadie se apartaba de su camino tal vez más convencido de
hallarse en presencia de un conjunto de locos con permiso de salida que un núcleo de gente en su sano
juicio, tocaba insistentemente la campanilla. Tuvo como única respuesta la misma marcha marcial, con el
cuarto paso marcado cada vez con mayor fuerza; pero al llegar a la esquina, la intervención de un
vigilante rompió las filas; se le explicó que la alegría provenía de un difícil examen aprobado y el
agente, bondadoso como muchos de sus colegas, aunque sin creer las razones alegadas, un poco
tolerando, los dejó pasar.
Pero en ocasiones las excusas no surtían efectos; y cuando a un agente se le agregaban otros,
entonces, agotada la dialéctica se apelaba al recurso de la estrategia: divididos en grupos de a dos o de a
tres, iniciaban la dispersión a toda carrera, en la cual el factor decisivo de la victoria era la
desesperación de la huída.

XIII


Joaquín R. Abal y yo, en lo atinente a la edad, representábamos los extremos, con 27 y 14 años
respectivamente. Y para cumplir con el aforismo de que todos ellos se tocan, ocupábamos bancos
contiguos.
Para quienes formábamos el grupo de menores, es decir, entre catorce y diecisiete años, Abal actuaba
un poco como maestro y otro poco, como hermano mayor. Tenía mucha paciencia, sabía ser delicado y
condescendiente en su trato; bromeaba con finura sin caer en groserías y por su carácter contagiosamente
alegre, resultaba muy grato estar a su lado. Conocía infinidad de cuentos, anécdotas y chistes de tono
subido que contaba con gracia y se escuchaban con interés.
Uno de sus méritos fue la invención de la "estufa natural".
En algunas noches invernales, lluviosas, gélidas, la asistencia a clase importaba un verdadero
sacrificio. Al salir de la escuela minutos después de las veintitrés, luego de pasar más de tres horas y
media en salones sin calefacción, los músculos estaban entumecidos. Somnolientos, con el agotamiento
de una jornada iniciada trece o catorce horas antes, al abandonar el edificio buscábamos protección
contra la inclemente temperatura levantando las solapas de los sobretodos para cubrir la garganta,
poniendo las manos en los bolsillos y contrayendo el cuerpo para concentrar las pocas calorías restantes.
Marchábamos deprisa, sin detenernos y sólo después de caminar varias cuadras comenzaba a menguar el
frío.
Hacía falta encontrar un método que permitiese entrar en calor más rápidamente. Una noche, al pasar
frente a la Plaza Rodríguez Peña, Abel se quitó el sobretodo, lo dobló y esgrimiéndolo como un
garrote empezó a descargarlo sobre las espaldas más próximas, replicándose de inmediato; en las
jornadas de más baja temperatura, celebrábamos en la plaza terribles contiendas de sobretodos que
terminaban a la media hora de su iniciación, con la sensación de estar en verano. jadeantes,
sudorosos, regresábamos a casa con la seguridad de que también en julio y agosto había. jornadas
tropicales.
En honor a la verdad, no era ése el único sistema de calefacción: a veces las aventuras terminaban
con la corrida de los agentes de policía y entonces sí, subía al máximo la temperatura.


XIV


Gadea estaba próximo veinte años; alto, morocho, sólido, con su bigote ancho y espeso, tenía
veleidades militares y las ponía en práctica.
Por aquel entonces, en la misma puerta de la escuela un hombre vendía unos grandes y magníficos
mapas que medían fácilmente un metro y cuarto de ancho por unos sesenta centímetros de alto, impresos
sobre papel grueso y fuerte, que se enrollaban bien. Su accesible precio, veinte centavos cada uno, había
hecho posible que todos los compraran.
Gadea enrollaba el mapa por su lado más largo: lo sostenía por la parte inferior con la mano derecha
apoyándolo sobre el hombro, como se fuera un mauser y marchaba a paso marcial las dos cuadras que lo
separaban de Córdoba y Callao, donde tomaba el tranvía que lo llevaba a su hogar. Los demás que no
tenían tanta virtud militar pero sí mucho deseo de jaranear, lo seguían con entusiasmo.
Por esos años, grandes tachos de lata colocados en las calles por orden del intendente municipal,
inundaron la ciudad con el sano propósito de hacer echar en ellos los desperdicios y contribuir a la
higiene de la metrópoli, inspiración plausible que la práctica frustró.
Los recipientes, semicirculares, parados sobre tres patas de medio metro de altura, rematados
con una plancha de metal de poco más de un metro de alto por algo menos de ancho, servían, también
para adherir y exhibir carteles de propaganda. En su. conjunto, cada tacho constituía un adefesio de
latas y caños, muy antiestético, exceptuando una bonita placa ovalada de unos quince. centímetros de
alto, con el escudo municipal esmaltado a fuego.,
Los muchachos le habían declarado la guerra a esos llamados "tachos de Cantilo" y algunos se habían
especializado en destrozar sus tapas: a la voz de orden: "una, dos y ... tres", se, levantaban unas cuantas
piernas que caían violentamente sobre
la tapa, desquiciándole.
Díaz se volvió, apasionado coleccionista de escudos. Cada uno, de sus camaradas se había
transformado en detective y apenas divisaba una placa en su sitio, comunicaba la novedad a Díaz, quien,
con paciencia notable se trasladaba al lugar señalado y, aumentaba en una unidad, su "stock" de escudos.


XV



Ortega y Díaz merecían justificadamente el calificativo de “reos”, en el sentido corriente del
vocablo. Verdaderos campeones de aventuras, rivalizaban con Terés, alto, flaco y rubio muchacho de
dieciocho años, de modales afeminados, que poseía gran ingenio y la absoluta convicción de que el
estudio carecía de valor. Hijo del compositor musical Bernardino Terés, su asiduidad a los teatros de
revistas y género frívolo, le inspiraba a, trasladar al aula la representación de los escenarios.
Tenía especialidad en el traslado de sillas que los bares instalaban en las aceras; las tomaba
disimuladamente, las arrastraba, con cuidado y las depositaba a varias cuadras de su lugar de origen.
Cantaba con gracia e imitaba personas y cosas. En la calle, levantaba el brazo derecho con el dedo índice
apuntando al cielo y corría entre los rieles imitando el tranvía, haciendo los ruidos característicos del
arranque, la frenada y el aumento o disminución de velocidad.
Le gustaba alarmar a la gente. Vivíamos, entonces, en un segundo piso, en Corrientes al 2123; la
planta baja del edificio la ocupaba una firma textil ' Glikin y Zaretsky. Terés se paraba frente al
negocio y gritaba: "Don Zaretsky: se le quema la casa".
Formaba dúo inseparable con otro camarada de muy distinto carácter: Alfonso Doce, un morocho de
mediana estatura, ingenioso, más contraído al estudio y cuyo nombre y apellido, aunque eran auténticos,
nadie los creía. Su manía de escribir en el pizarrón frases chispeantes, versos, parodias o sentencias
cómicas, lo convirtió en el anunciador oficial. Glosaba hechos del momento político o escolar o avisos
comerciales famosos, entre los cuales ocupaba preferente lugar el de un conocido laxante, cuyo texto
había adaptado al ambiente: "Hermanos Caletti: uno refresca, dos purgan, tres indigestan, cuatro
‘revientan’ ”.



XVI



Hubo cambio de horarios, disminuyéndose una hora los viernes y aumentándose otro tanto los
sábados. Resultó así la salida diaria las veintitrés, excepto viernes, a las 21.45.
Esta modificación, aparentemente insignificante, tuvo para la Barra" una influencia que no se imaginó.
Todos los viernes, con ejemplar puntualidad, tomábamos un "taxi" a la salida de la Escuela. Previa
seguridad de una propina de diez centavos por cabeza, además del precio del viaje., el conductor nos
permitía incrustamos en el interior del coche, sentándonos algunos sobre los asientos, otros sobre las
rodillas de los que estaban sentados y así, sucesivamente.
Ibamos directamente a la calle Corrientes, entonces angosta, pero muy luminosa y bohemia. Así como
Florida simbolizaba un paseo de belleza y elegancia,, Corrientes, más que una calle ' era, una institución:
una galería que tenía por techo el cielo y cuyas cercanas paredes parecían querer retener; los ecos del
incesante cantar. Se la comparaba con Broadway,, la Gran Vía, o algún "boulevard" parisién; pero
Corrientes, única, propia, personal, no admitía parangones. Patria del tango, hacía sentirse portemos a los
amantes de esa canción, con prescindencia del lugar del nacimiento o del país de origen; en ella volcaba
su alma el habitante de la urbe y la visitaba con curiosidad el turista extranjero, soñando con ella el
argentino que vivía en el exterior.
Se apreciaba la diferencia entre la noche y el día porque en éste la luz provenía del sol; y en aquélla,
casi con igual intensidad, de millares de lamparillas eléctricas. Pero el movimiento de la gente decrecía
relativamente poco con el avance de la madrugada y, por momentos, después de media noche, entre los
vehículos que circulaban y la gente que salía de teatros, cines y confiterías, había tal aglomeración que el
tránsito tornábase imposible.

A la calle Corrientes, en las cuadras comprendidas entre Callao y Maipú, nos dirigíamos en el taxi
que adquiría rara similitud con una lata de sardinas vista con vidrio de aumento. Cuando el auto se
detenía frente a un teatro, el descenso de sus ocupantes constituía todo un espectáculo y en pocos minutos
se aglomeraban los transeúntes para contemplar un raro fenómeno de elasticidad: no podían comprender
cómo de la caja interior de un coche pudiera salir tanta gente. Contaban: seis, siete, ocho, nueve, diez....
parecía que ya no había más pero seguían saliendo aquellos que recién podían levantarse para bajar; y
contaban ... trece, catorce, quince ... por fin, salía el último: ¡ 16 ... !

Comprábamos entradas de "clake" por veinte o treinta centavos y asistíamos a sesiones de sainete o
teatro frívolo. Las buenas obras contaban con nuestro apoyo decidido, pero al lugar en que más
oportunidad había para concurrir era el "Smart", donde actuaba la compañía de Marcelo Ruggero, una de
las más populares de la época, junto a las de César y Pepe Ratti, Olinda Bozán y Paquito Bustos, Elías
Alippi, Luis Arata, Evita Franco, Leopoldo y Tomás Simari, Enrique Muiño y muchos otros, sin olvidar,
por supuesto, al singular e inigualado Florencio Parravicini, cuyo desenfado en el lenguaje y los gestos le
había permitido crear un tipo personal de teatro, qué transformaba en irreprimibles carcajadas las más
grandes barbaridades que pudieran decirse en un escenario.
Ruggero representaba obras mediocres que se cambiaban todas las semanas y cuyo argumento, como
el de la mayoría de los sainetes, se producía en serie: el criollo compadrito y guapo; el gallego, portero o
mucamo; el turco, vendedor de peines; y la muchacha, que siempre terminaba enamorada de la guapeza
del criollo, tenía en un puño al italiano, al gallego y al turco. De vez en cuando se representaban obras de
verdadero valor.
Al salir del Smart, Terés, siguiendo los impulsos de su vocación entonada las canciones escuchadas
poco antes o bailaba tarantelas en plena calle, al compás de una música tarareada y seguida por los
demás con persistente batir de palmas.
Habíamos hecho ya característico nuestro aplauso de tres palmadas seguidas, acompañadas
sucesivamente por otras tantas luego de una pequeña pausa, convirtiéndose costas, con el tiempo, en
símbolo que subrayaba todo acontecimiento notable. Tanto nos familiarizamos con ellas, que ,
transformadas en señal distintiva, dieron su nombre al grupo que con la denominación de “Barra de los
tres golpes”, sigue conservando su unión y su espontaneidad a pesar del largo tiempo que nos aleja de
aquellos años escolares.

XVII


Una misión científica alejó por un tiempo al Dr. Nágera, reemplazándolo una profesora, la única
mujer que nos dictó clases . Como se había abierto un concurso de oposición, sus explicaciones formaban
parte de éste.
Trató el sistema circulatorio completando sus disertaciones teóricas con experiencias prácticas: llevó
un corazón de carnero y una rana; ésta, anestesiada, fue colocada sobre una tablilla de madera, con las
extremidades sujetas con clavitos.
A pesar de la anestesia, el cuerpo del batracio, al sentir el bisturí que con mano firme manejaba la
docente cortando la epidermis y los tejidos, comenzó a saltar, hasta que el animal fue descuartizado. Aún
así, cuando de su cuerpo no quedaban sino restos, con espasmódícos esfuerzos trataba de desasirse de los
clavos; y cuando el corazón, ya separado del cuerpo, fue apoyado sobre la mesa, comenzó a dar saltos
como si él mismo fuera otra rana de energía indómita,
Concluida la interesante hora, se solicitaron a la profesora los despojos de la rana y del carnero, a lo
cual accedió gustosa.
Después del recreo, desde los comienzos de la clase siguiente, se oyó un grito: “¡ahí va la flor
azteca!”. Simultáneamente, los restos animales cruzaban el espacio con tal velocidad y frecuencia, que
cualquiera que contemplara el espectáculo podía pensar en el descubrimiento del movimiento continuo,
Cuando los despojos caían sobre alguno, éste, sin inmutarse, los reexpedía con igual rapidez, no
alcanzando a percibiese cuando llegaban a detenerse sobre un cuerpo, las destrozadas vísceras.
El arribo de un profesor interrumpió el espectáculo y no hubo más noticias de eses restos. Pero se
sospechaba que tendrían algún fin raro. Así fue, efectivamente: súpose al día siguiente que los habían
colocado en el auto del titular de matemáticas, quien no hizo comentario alguno; pero al verlo por
primera vez después de muchos meses con un traje diferente, se imaginó la escena vivida en el interior
del coche, al sentir la materia fofa, húmeda, inasible.


XVIII



La política escolar tomaba nuevos rumbos. En muchas divisiones estaba destruído el mito de la
unanimidad a favor de la Lista Blanca y los reformistas ganaban adeptos.
En segundo-cuarta, ambos Caletti, López Mecatti, y otros más un tanto desilusionados por el brillo de
la opinión ajena, decidieron personalmente sus orientaciones.
El Partido Reformista realizaba sus sesiones en el sótano de algún café cercano a la Escuela, en algún
centro socialista o en la misma Casa del Pueblo. Muchos asistíamos como simples espectadores, pero
luego nos volvíamos militantes activos.
Las discusiones sobre política subían prestamente de tono. Los blancos tenían ardientes defensores en
Aulés, de la Peña, Vázquez y Wainer.
Los reformistas agitaban como bandera las ventajas introducidas por su partido: voto libre para todos
los alumnos, socios o no; inclusión de la minoría en la junta directiva del Centro; guerra al fraude
electoral y a la compra de votos mediante el pago de las cuotas atrasadas.

La asamblea general ordinaria de aquel año llegó al límite del escándalo. Se apagaron las luces,
tiraron bombitas de mal olor y una gritería intensa y hostil impidió hablar a los oradores de ambas
agrupaciones.
Milagrosamente pudo ponerse a votación una moción de los reformistas, que ganó por pocos votos;
pero se produjo enseguida una batahola tal, que se suspendió la asamblea.
Las elecciones posteriores dieron el triunfo por escaso margen a los blancos, cuyos candidatos,
Daneri y Arieu, enfrentaban al binomio Mathieu-González.
Como ocurría en tales ocasiones, la escuela presentaba un aspecto magnífico: todo era fervor,
movimiento, acción. Frecuentes manifestaciones recorrían las calles, mientras en el interior las columnas
de votantes se movían en orden. Unos entonaban canciones partidistas; otros vivaban candidatos, o
prorrumpían en hurras, vivas o, aunque por excepción, mueras. Entre los cantos de la noche, tuvo unánime
acogida el que se dedicó a uno de los propuestos presidentes que lucía una hermosa cabeza calva:
"La cabeza de Fulano
se parece a una sandía;
por afuera está pelada
y por adentro está vacía;
¡ay! ¡ay! ¡ay!
¡ por adentro está vacía!"

XIX



El partido Reformista publicó su órgano periodístico "El Martillo", bien redactado, prolijamente
impreso, distribuido gratuitamente entre todos los estudiantes. Sus adeptos lo recibieron con entusiasmo y
lo guardaron cuidadosamente; pero muchos opositores lo rompieron con despecho apenas leyeron el
título.
Mantenía una posición de lucha elevada, alejándose de las insignificancias a las cuales solía darse
atención. Atacaba con agudo sentido crítico las fallas de la organización escolar, especialmente la
Secretaría, que atendía deficientemente, y establecía vínculos con otros órganos similares.
Sus artículos lograron modificar la conducta del personal de Secretaría y subsanar muchos defectos,
consiguiendo más respeto para las demandas de los alumnos.
Cumplía, pues, su papel. El periódico, en un establecimiento educacional, no debe ser motivo de
desdén. Al igual que un centro de estudiantes o un partido de principios, cuando está bien organizado e
inspirado en sanos propósitos y no es utilizado por mercaderes de la política, equivale a una cátedra de
educación cívica.
La Agrupación constituye el nucleamiento de individuos que se sienten espiritualmente ligados por un
mismo enfoque de los problemas comunes y se organizan para encarar integralmente la solución de
aquéllos que afectan a la entidad cuyo progreso anhelan. Los enceguecimientos sectarios, los
dogmatismos, rencores y fanatismo, deben aplacarse, tratando de llevar la serenidad a los espíritus
ofuscados o la luz a las mentes enceguecidas. Es esencial en una democracia reconocer en los demás las
mismas virtudes que uno cree poseer, cuando hay sinceridad y fe en los principios, independencia de
criterio y, principalmente, una recta línea de conducta.
La política estudiantil puede iniciar la educación ciudadana, porque la juventud vive el clima del
ideal, la libertad y la fe en el porvenir. Si algún grupo tuerce ese destino y cae en el vicio
del fraude, la traición o la esclavitud mental, todos los demás jóvenes, con esa enorme reserva
espiritual, esa inagotable fuente creadora y la innata pasión por el derecho y la justicia, propios de esos
años, levantarán la bandera de sus ideales y seguirán avanzando inconteniblemente por el camino del
porvenir.


XX



Por ausencia de un profesor se unieron dos divisiones de segundo año, para escuchar al Dr. Dennet.
Ambas llegaron al salón simultáneamente, irrumpiendo estrepitosamente, como potros desbocados,
con ruido infernal.
El Dr. Dennet, muy tranquilamente aguardó a que hubiera orden y silencio; y exclamó con ingenio y
calma: "Señores: aquí tiene ustedes la invasión de los bárbaros".
Sin embargo, no todo era ruido.
En algunas excursiones callejeras resultaba divertido detenerse en Corrientes, cerca de cines o
teatros, y entre cuatro o cinco, señalar un punto en el cielo discutiendo que era una estrella o un globo.
Algunos transeúntes pasaban con cierta indiferencia; pero muchos otros se detenían, miraban al cielo y
terciaban en las disputas; a los diez minutos, los iniciadores de la discordia se retiraban a contemplar
complacidos como numerosos grupos de personas discutían con cierto encarnizamiento sin saber qué
decían ni por qué se había originado el tumulto.
Las salidas concluían con la obligada visita a un bar automático, muy abundantes entonces en la
ciudad, hasta en los barrios más apartados. En ellos había columnas de bandejitas cubiertas con un vidrio
que permitía ver el contenido; se echaba una moneda en una ranura y la columna de bandejitas bajaba un
escalón quedando el producto seleccionado al alcance de la mano. Por diez centavos se obtenían
emparedados de queso o jamón, con un pan bastante grande; en los bares más lujosos, con veinte
centavos se compraba un sabroso y abundante “sandwich” de lomo recién asado.
Las diversiones estaban al alcance de los bolsillos: la fiesta de los viernes no costaba más de setenta
u ochenta centavos: veinte la entrada al teatro, treinta o cuarenta la cena y diez el viaje en taxi.

Las actividades eran múltiples. Tal vez para confirmar aquello de que las ocupaciones se han hecho
únicamente para las personas ocupadas, al empleo, estudio, deberes y jaranas, se agregaba el periodismo
y el deporte.
La "Barra" necesitaba un órgano publicitario que documentara para el futuro los pormenores de su
vida.
Y nació, como todos estos modestos periódicos, con la virtud de convertir a su fundador, en director,
redactor, compaginador, lector y distribuidor.
A comienzos de 1929 debió aparecer esta revista, fundada por mí. Aprovechando que en aquella
época trabajaba en una oficina cerca de casa, iba más temprano a la mañana para usar la "Olivetti" que
hasta las ocho nadie utilizaba. Desgraciadamente la empresa cesó su giro y perdí la máquina, hasta que
meses después López Mecatti logró pasar los artículos que quedaban. Después de tantos esfuerzos, el 14
de septiembre de 1929 vio la luz la revista "Los peritos mercantiles", órgano oficial de la "Barra de los
tres golpes", que aparecía cuando podía, y cerco podía.
Su personal de redacción se vio reforzado con el concurso de Federico de la Peña, nombrado primer
poeta oficial y, por supuesto, cambió su apellido por un seudónimo literario, que también debía ser
estrafalario, igual a lo hecho por el director, llamándose, respectivamente, Gilberto Baúl de las Penas y
Dr. Pancrasio Makkana.
Contenía el primer número el acta constitutiva, uno de cuyos artículos caracterizaba la periodicidad
de la publicación: "Revista mensual nocturna que sale cuando le da la gana a su director": y entre, el
material, resumen de los hechos y figuras escolares y políticas destacadas, figuraba una crónica y un
dibujo del acontecimiento sensacional del año: el accidente de Oberdan.
En el deporte, el éxito nos desdeñó.
A fin de preparar el equipo que nos representara en el torneo de "football" escolar, nos combinamos
para ir un domingo por la tarde a unos terrenos baldíos ubicados detrás del estadio de River Plate, sito
entonces en avenida Alvear y Tagle.
No superábamos las dos docenas los entusiastas jugadores, provistos de todo lo necesario para pasar
una jornada agradable. Pero la realidad fue otra. Se pinchó la cámara de la única pelota que llevábamos y
comenzaron las peripecias para su arreglo, las discusiones sobre las medidas más convenientes, hasta
que mediante el aporte de unas monedas compramos una cámara nueva e iniciamos el partido, de muy
corta duración a pesar de los fantásticos resultados: el equipo menos malo ganó por veintidós tantos
contra veinte.
No podíamos asombrarnos si nuestra división no intervenía en el torneo.


XXI



Acontecimiento grato de los últimos días de clase fue la exención de Aulés. Faltándole sólo un punto
para eximirse de inglés, lo esperaba con tantas ansias que contagió su anhelo, principalmente porque se
había reforzado con la promesa de invitar a todos sus camaradas con un café con leche, si se salvaba del
examen.
Aulés obtuvo la nota ansiada, y fiel a su palabra, nos reunió a todos en una lechería de Callao, entre
Tucumán y Viamonte; allí, a medianoche una treintena de muchachos había introducido la novedad
del brindis con café con leche en sustitución del burbujeante "champagne", más apto para
celebraciones, pero más alejado de las posibilidades del bolsillo del anfitrión.

Inolvidables, por los emotivas, fueron las palabras de despedida de Urien.
Pocos meses antes, al juntarse dos divisiones por ausencia de un profesor, nos reunieron en el salón
de actos para la clase de geografía. Como hacía frecuentemente, desarrolló un tema ajeno a la materia,
eligiendo, en esa ocasión, el problema de razas.
Disertó extensamente, con entusiasmo y claridad, trazando un ,cuadro del doloroso aspecto que
presentaba la vieja Europa, destrozada por enraizados y multiseculares odios raciales, religiosos, de
castas y de regiones; y ensalzó el magnífico ejemplo de América, donde confraternidad de pueblos y
razas constituyen una fortuna mayor que las propias riquezas naturales.
Esa es, en efecto, una de las supremas virtudes de las poblaciones estudiantiles sudamericanas, que
permite hallar en cada uno de sus condiscípulos un hermano de aventuras y de vida escolar, cualquiera
sea su raza, religión, cuna, color o nacionalidad.
La noche de la despedida Urien dijo suavemente, cariñosamente, pocas palabras: fueron consejos
paternales sellados con esta frase después de cantar a la amistad de los compañeros de los cursos
secundarios: "Los dejo hasta la Facultad".


XXII



También la dirección saludó a sus egresados con el acto del Aula Magna.
Apenas concluido éste, salimos corriendo y tomamos un Lacroze en Lavalle y Callao. La costanera,
completamente sola, se convirtió en pista de carreras, sobresaliendo en la competencia Ortega y Ariza.
Siguieron seguidillas de "rango y mida", desfiles en fila india con una mano sobre el hombro, marchas y
contramarchas, llegando al borde de la playa donde algo llamó la atención: "Sillas: $ 0.10" indicaba un
cartel.
Repentinamente un grito rasgó el silencio de la noche' No se supo a quien se le ocurrió la idea ni
quien fue su ejecutor; pero simultáneamente con un estentóreo "¡ hombre al agua!", un cuerpo cruzó
silbando el espacio con la velocidad del bólido, cayendo estrepitosamente: ¡alguien había tirado una silla
al río!
A los pocos instantes, atraído por el alarido o por el ruido, un agente de policía avanzaba corriendo
hacia el lugar donde estábamos. Subir las escaleras y ponernos a salvo bajo la sombra de los árboles del
Balneario, fue obra de escasos minutos.
Ya en lugar seguro, a Ortega se le ocurrió hacerse el muerto. Quedó tendido sobre un banco de
piedra, inmóvil, con los ojos cerrados y la respiración contenida. Lo rodeamos prodigándole mi!
cuidados, acompañándole con sonoras lamentaciones; Súbitamente hubo desbande general. Ortega, a
pesar de tener los ojos cerrados, presintió que algo pasaba; entreabriéndolos vio sobre su cabeza la del
caballo de un agente del escuadrón de seguridad, cuyo jinete se había aproximado para averiguar qué
ocurría. Rápido come, el rayo resucitó y desapareció en vertiginosa carrera, saltando del banco como
disparado por un cañón. Quizás no haya recuerdo en la historia de un velatorio de tan corta duración.


XXIII



Ni siquiera en los exámenes faltó la nota de buen humor.
Díaz, ferviente cultor de la vagancia, no gozaba del favor del Dr. Morandi, quien lo había calificado
mal, pero no justamente para volverlo a ver en diciembre. Siendo recíproca la antipatía, Díaz quiso
evitarle el disgusto de exhibir su rostro y estimó oportuno presentarse ante la mesa examinadora con una
cara que no fuera tan conocida ni disgustara al profesor. Llevó enormes gafas negras que ocultaban sus
ojos, bigotes espesos y patillas largas, cambiando hasta el tono de la voz.
Morandi, algo sorprendido, lo miraba desconfiadamente por encima de los anteojos; le hacia
preguntas y más preguntas; y como ni la desfiguración de la fisonomía ni las respuestas fueron
matemáticamente satisfactorias, Díaz concluyó su examen con un auténtico redondo desaprobado.

El año concluyó con un "picnic" a Quilmes bastante concurrido, lleno de peripecias, desencuentros y
movimientos.
Los excursionistas iban a la estación por la mañana temprano, con su valijita llena de ropa y comida,
eufóricos, rebosantes de alegría y dinamismo. Pero cuando emprendían el regreso después de ocultarse el
sol, llegaban a la misma estación con el paso lento, las palabras escasas y los movimientos
cuidadosamente estudiados y contenidos para evitar que el roce de la ropa con la piel quemada, diera la
sensación de una friega de espaldas con papel de lija.
Por su andar lento y encorvado, el gesto de cansancio que reflejaban sus semblantes no sólo por la
pagina del día, sino porque se pensaba en la cercana y terrible mañana del lunes, y el silencio con que en
columna marchaban por el andén, semejaban un pelotón que volvía derrotado de la guerra.


XXIV



Para la reiniciación de cursos, faltaba pasar los Carnavales.
Los muchachos, en esos dos años de plena convivencia, habían formado una amistad íntima que
trascendiendo los límites del aula, llegaba hasta el ámbito familiar. En cada casa conocían las andanzas
de todos, siendo frecuentes las visitas recíprocas para estudiar o salir.
Pero había quien tenía hermanitas o primas agradables, bonitas, con el encanto quiceaniero; entonces
no era sólo el deseo de estudiar o de salir juntos el que impulsaba esas visitas; la asis, tencia asidua no
permitía abrigar dudas: la hermanita o la primita tenían más atractivo que el camarada de clase.
Así se formaron núcleos que los domingos por la tarde transformaban los hogares en
encantadoras peñas familiares, en las cuales todos participaban: padres, madres, hermanas y amigos.
Tomábamos el té, charlábamos, jaraneábamos, recordando las travesuras de la semana; cuando la casa
era amplia, bailábamos al compás de un tango, un vals, un pasodoble o un “shimmy”. A veces se
interrumpía la danza porque cesaba la música: no habían dado suficiente cuerda a la "victrola" que
pasaba los discos!
La de López Mecatti, sita en Cachimayo 980, fue una de las casas preferidas para esas pefías.
En los carnavales de 1930, aprovechando la celebración del corso de Parque Chacabuco, allí
cercano, establecimos nuestro cuartel general en la casa de López para festejar debidamente a Momo.
Terminamos las fiestas luego de una noche divertida; apagadas ya las luces del corso y muy cerca de
la madrugada, alguien proyectó un paseo en “bañadera”, idea aceptada unánimemente. Mientras el
gigantesco vehículo giraba por la ciudad, Gerías se sintió inspirado; y con un extenso, vibrante y
disparatado discurso, que duró todo el viaje, mantuvo la animación de amigos y extraños.
CAPÍTULO III

TERCER AÑO


1930 se presentó, desde sus comienzos, saturado de malos presagios. El porvenir era sombrío en lo
político y en lo económico; en lo nacional y en lo internacional.
La gran crisis que en los Estados Unidos de Norteamérica habla( tenido como instante inicial la caída
de los valores en la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929, iba extendiéndose por todo el inundo con
velocidad aterradora, destruyendo la economía de todas las naciones.
Nuestro país se resentía por su marcha a la deriva, incomprensible en un gobierno que había obtenido
en las urnas una consagración excepcional. 1
En diciembre de 1929 había sido asesinado el dirigente provincia Carlos W. Lencinas y pocos días
después se había atentado, sin éxito, contra la vida del presidente Yrigoyen.
No era lógico esperar, entonces, que el nuevo año transcurriera en calma.

II


El celador Silva, joven de veinte años, alto, bien plantado, mandón pero muy bucno, bc preparó a leer
la lista de profesores apenas nos sentamos, y hubo de inmediato un silencio total, pues era ' ese uno de
los detalles más interesantes. No aumentaba el número de asignaturas y para alegría de todos, caligrafía,
odiada materia por el trabajo que representaba, era sustituida por mecanografía, Todos los catedráticos
eran nuevos, excepto el Dr. José Casanovích.
Dictaba literatura el Dr, Edmundo Ro2ag, hombre de extraordinaria cultura; alto, grueso, mayor de
cincuenta años, y como Homero, inspirado y ciego.
Tenía un oído finísimo que le permitía percibir fácilmente el más leve murmullo; extraordinariamente
irascible, enojábase instantáneamente insultando de la manera más soez, aludiendo a los antecesores por
generaciones y generaciones.
Después desafiaba: a "quien bailaba mejor el tango, a quien se vestía más pronto, a quien tomaba más
café con leche",
Por insensible que se fuera, no podía dejar de doler su desgracia; sí bien en alguna oportunidades
había hechos que por lo absurdo provocaban risa, era ésta producto de un movimiento reflejo,
incontrolable, que luego dejaba un sentimiento de amargura y de pesar. Porque en lo íntimo de cada uno
había un sentido agudo de respetuoso dolor hacia ese hombre que luchaba con la vida, que no perdía el
sentido de lo estético, que sabía vibrar con la emoción de la belleza. Su ceguera no podía ser motivo de
lástima, porque hombres de ese temple no pueden ser disminuidos por un sentimiento de conmiseración;
siéntese hacia ellos el respeto debido al que baja a la arena a luchar sin armas, sin más fuerza que una
voluntad de hierro y un anhelo de superación de su propio infortunio.
A nadie se le ocurría que fuera un mérito bromear en su clase. No era digno, en ningún momento, ni
siquiera como jarana, admitía un pacto innoble. Si había risas en esa hora debíase a que el ambiente
mismo del aula tenía en continua tensión a todos los asistentes; pero faltaba lo fundamental: el propósito
deliberado, el ánimo de bromear.
A veces por un acto cualquiera se soltaba la carcajada y el Dr. Rozas, furioso, se dirigía a la clase
insultándola; luego, levantando su mano derecha con el puño crispadas bramaba volviéndose al pizarrón:
"¿Creen Uds, que no los veo?"; entonces una sensación amarga ahogaba las risas, mientras un reproche de
la conciencia parecía quemar las almas. ¡Terrible desgracia la falta de luz en las pupilasl.
Pero no era todo culpa de los muchachos. En ocasiones los hechos tenían su origen en una
expresión de respeto. Expresión que luego terminaba en risas, independientemente de la voluntad
general.
El Dr. Rozas odiaba particular y sostenidamente a Aulés, nuestro compañero en primero y segundo
año que compartió en una noche memorable, la alegría de la exención de inglés con un café con leche
servido en honor de la división. La doble y desdichada pérdida de padre y madre en pocos meses,
habíale imposibilitado seguir sus estudios, pero no cortó su vinculación espiritual con la "Barra",
Cuando en clase de Literatura había murmullos, el Dr. Rozas preguntaba airado, "¿Quién está
charlando?". Una vez, aunque no fue posible precisar al autor, para dar una satisfacción al profesor
alguien exclamó: "¡Aulés!". Rugió el maestro: “¡Aulés!” retírese de la clase!". Levántose entonces uno de
los que ocupaban el primer banco; taconeó una pasos, abrió y cerró la puerta con violencia, volviendo
silenciosamente a su asiento, mientras todos los muchachos hacían esfuerzos indecisables para no soltar
una carcajada.
Entonces, Rozas, con aire triunfal e irguiendo su cuerpo, dijo contento: "¿Han visto como lo hice
asustar?".
La risa que apenas se contenía cortóse de inmediato y los rnuchachos sintieron que un nudo oprimía
sus gargantas.
Cuando se leían en clase trozos literarios escogidos de autores españoles, dejábase transportar por un
júbilo expresivo. Pero a los negros cristales de sus gafas, que cubrían sus ojos sin vida, a través del gesto
de su boca, cuyos belfos labios parecían moverse como entonando canciones, advertíase en su sonrisa y
en la serenidad de su semblante un estado de bienestar espiritual y de paz interior, como si la literatura
fuera una música que lo envolviera con sus armonías sacándolo del mundo terrenal y transportándolo a un
edén para hacerle olvidar su desgracia. Lección extraordinaria, lección de la fuerza del espíritu que hace
olvidar el sufrimiento de lo corpóreo.
E interrumpía diciendo una y mil veces: "¡Maravilloso, véan qué maravilloso! Y repetía la clase: “ ¡
Soberbio, doctor; admirable!”.
La alegría le iluminaba el rostro cuando oía compartir su entusiasmo por las letras.
Hablaba frecuentemente de historia argentina y especialmente de la revolución del 90, exaltando la
personalidad del gran estadista cuyo nombre lleva la escuela comercial. "El Dr. Carlos Pellegrini -decía-
dando admirable ejemplo de su entereza política, nombró ministro a su rival, el Dr. Bernardo de
Irigoyen". Pero apenas oía un murmullo cortaba su relato y su extrema sen sibilidad se volcaba en
incontenibles torrentes de insultos; preguntaba si entre sus oyentes había algún hombre, para invitarlo a
pelear en la plaza.
Después del levantamiento del 6 de setiembre de 1930, amenazaba continuamente con hacer
intervenir la Escuela por el jefe de policía de entonces, contralmirante Hermelo, cuya amistad citaba con
frecuencia.
Pero no eran las amenazas de él lo que inspiraban miedo: era él mismo que infundía profundo
respeto. Lástima que no lo comprendida así porque le hubiera dado gran felicidad saber que el amor de
sus discípulos le acompañaba y ese cariño no daba lugar a ninguna expresión que no fuera la de
mantenerlo en el alto plano que él merecía; y si a veces intercalaban alguna expresión jocosa entre sus
frases de elevado vuelo literario, no era por desprecio hacia él lo que se decía, sino una consecuencia de
la permanente predisposición al buen humor, como ocurrió en aquella ocasión en que narrando hechos de
su vida, preguntó: “¿Saben Uds. Que fue mi padre?”.
Una vocecita muy suave susurró: “Marino”. La risa se contuvo con gran esfuerzo; nadie supo qué
inspiró al autor d ela definición, que felizmente no alcanzó a percibir con claridad el Dr. Rozas; pero,
con nerviosa curiosidad inquirió: “¿Que?¿Qué han dicho?".
Vázquez, con intención de reparar la falta se levantó y exclamó solemnemente elevando las
jerarquías: "Doctor, dicen que fue alférez de fragata".
Fuera de sí gritó el profesor: “¿Quién les ha dicho eso?", y a continuación insultó a los presentes y a
sus antepasados, sin conmiseración alguna.
Hablaba con frecuencia de la infalibilidad de sus métodos de examen, tan eficaces que nadie podía
copiar. Defendía sus calificaciones con amplias consideraciones: “Vean –decía – lo que es la
personañlidad de las notas”. Y súpose tiempo después, que las clasificaciones las decidía un secretario
que aún no había llegado a la pubertad.


III



Dos horas seguidas de los miércoles y jueves se destinaban a ciencias naturales a cargo del Dr. Tito
F. Coletti, alto, robustos, de gesto enérgico, movimientos pausados y firme y más de cuatro décadas de
vida. Militar de carrera, bautizado con el apodo de "doble ancho" por sus espaldas amplias, quería
mantener en la clase una disciplina de cuartel, que le había hecho granjear sincera antipatía pues nadie
podía admitir esa rigidez militar en una escuela civil, forjadora del carácter, educadora del espíritu,
formadora de ciudadanos y técnicos, de naturaleza totalmente opuesta a los institutos armados, cuya
función específica es una preparación determinada, con su ineludible exigencia de una férrea disciplina
sobre la base de obediencia absoluta y severa organización de jerarquías.
Pedía el nombre científico de los gérmenes trasmisores de las enfemedades estudiadas: fiebre
amarilla, mal del sueño, etc. Al que no lo sabía le ponía un cero. No permitía darse vuelta, ni hablar, ni
moverse; su inflexibilidad había hecho de esas horas, un suplicio.
Pero, para formar un juicio completo sobre su personalidad, no puede omitirse un hecho importante y
poco conocido, acaecido poco después de setiembre del treinta; lo narró un testigo presencial que le
profesaba pública antipatía. Durante una huelga, cerca del edificio de la escuela un vigilante atropello a
un estudiante sujetándolo violentamente, abusando de su autoridad. El Dr. Colettí, al presenciar la escena,
se adelantó y exhibiendo su credencial, con gesto enérgico obligó a dejar en libertad al muchacho, siendo
obedecido inmediatamente por el policía, que, temblando, se cuadró y saludó.
Posteriormente a ese hecho hubo un nuevo criterio con respecto al Dr. Colettí, Es indudable que no
puede definirse fácilmente a la gente, con el único índice de su trato con sus discípulos. Hay docentes
a quienes nada cuesta mantener un gesto agradable, ni practicar actitudes demagógicas; mientras
otros, con menos predisposición a cómodas tolerancias, prefieren mantener una conducta recta.



IV

El profesor N., de contabilidad, de escasa estatura, ya entrado en años, con cara demacrada y nariz
pronunciada que parecía avanzar sobre un par de bigotes semejantes a un cepillo, convirtió a su
asignatura en una de las más desagradables del año. Trabajábamos intensamente pero nos
mezquinaba las notas a tal punto, que en la prueba del primer bimestre hubo sólo seis aprobados, lo
que causó indignación y la consiguiente huelga, negándose todos a entrar a la clase subsiguiente,
excepto tres alumnos que no pudieron tomar a tiempo sus providencias. Los huelguistas
permanecieron en la calle hasta que el tañido de la campana anunció la nueva hora.
Para otra prueba bimestral tuvo la infeliz ocurrencia de hacernos trasladar al Aula Magna, que se
utilizaba en determinadas ocasiones, pero sólo para escuchar, pues sus bancos de madera cuyo ancho
no superaba los cinco centímetros. Sobre ese tirante debimos escribir, adoptando las más variadas e
incómodos posturas.
Repitiéronse las malas notas, creando más odio hacia él la comparacíón con su colega del año
anterior Dr, Márquez, que hacia trabajar más a sus alumnos, pero tenía hacia ellos una consideración y
respeto que se retribuyan con creces.



Enseñaba Matemáticas el Dr. Alberto Guerizoli, con el entusiasmo de sus años mozos, disimulados
por una cabeza cuya total calvicie le hacía aparentar más edad. Era muy bueno, pero no corregía un
defecto: explicaba con demasiada velocidad y hacía parar siempre al mismo alumnos: de la Peña.
Pese a su esmero en el desarrollo del programa, sus clases resultaban por el rápido ritmo que
mantenía, lo que dificultaba seguir paso a paso sus teoremas, que se volvían así, inteligibles.
Correspondiéndole la primera hora, y habiendo opción para faltar en determinadas circunstancias,
muchas resolvieron eludirla, entrando directamente a la segunda.
Tuvo también él su frase peculiar; al finalizar un teorema o al establecer un principio, miraba a sus
oyentes exclamando: “¿Noeverdá? ¡Ajá!”.
Expresiones diferentes a las del Dr. Pedro J. Baiocco, de geografía, que subrayaba sus palabras con
dos gestos, muy repetidos: con el codo derecho casi pegado al cuerpo, bajaba repetida y velozmente sus
dedos arqueados, trazando cortos semicírculos; y con la derecha extendida pasaba su pulgar
insistentemente por el borde inferior de su nariz. De regular estatura, cabellos canos y edad madura, ojos
inquietos tras un par de anteojos de finos aros de oro, caminaba como agobiado y hablaba en voz baja y
pausada; parecía un sacerdote dando un sermón.
Ortega lo imitaba con maestría: sentado frente a é1 mientras hablaba o preguntaba, repetía sus gestos
pasándose el pulgar por la nariz o bajando rápidamente su mano arqueada. Y como nada hay que
provoque mas risa que a imposibilidad de reíse más desesperada en nuestra situación ante la seriedad
con que Ortega hablaba y el entusiasmo con que reproducía sus movimientos.

VI



La entrada al aula que había inspirado al Dr. Dennet la gráfica definición de la invasión de los
bárbaros, era apenas un pálido reflejo del ingreso al salón de mecanografía. Aquello era
sencillamente un escándalo, Las fundas metálicas de las máquinas de escribir se tiraban al suelo con
estrépito y se las acomodaba posteriormente a puntapiés, Se multiplicaban los movimientos
y si había alguna forma de evitar el ruido, se buscaban los medios para no usarla y convertir la tapa
protectora en un instrumento infernal.
Aquello no debía llamarse, en rigor de verdad, sala de mecanografía sino museo de antigüedades. Las
pocas y viejas máquinas en existencia sólo por excepción funcionaban, luego de tantos años de golpes sin
misericordia.
Su escasez imponía la asistencia por turnos, quedando los dos tercios del total en su aula, sin
celadores, lo que permitía una diversión completa. La materia carecía de significación, pues todos los
del turno noche trabajábamos en oficinas donde su uso era constante y los que no sabían dactilografía, no
podían aprender con esos elementos. Pero había una ventaja sensible: no daban deberes para hacer en
casa y se podía descansar un poco más o dedicar más tiempo a otras materias como inglés, dictada por el
Dr. Venancio Minondo, entusiasta y dinámico, incansable en sus ejemplos; apenas llegó el primer día
comenzó a hablar velozmente y sin descanso, en la lengua de Shakespeare y nadie entendió. Interrogó a
varios, sin obtener respuesta y cuando le explicamos que no lo comprendíamos, sonrojo de ira, pues no
podía concebir que a esa altura del programa, no lo conversáramos y escribiéramos correctamente.
Hizo preguntas sobre estudios anteriores y exhortó a todos a trabajar fuertemente con él, para
recuperar el tiempo perdido; fue uno de los más activos docentes. Enciclopedia de superlativos,
sinónimos, parónimos y accidentes gramaticales, llenaba los cuatro pizarrones con ejemplos y cuando
faltaba el espacio, pues no tenía tiempo para borrar, anotaba sobre lo escrito.
A los pocos meses no admitió más que conversaciones en inglés, aunque no se entendiesen
completamente. Pasar el frente era un suplicio, pues no se había concluido d econtestar una pregunta
cuando salía otra, disparada como bala; imposible leer un párrafo entero, pues interrumpía en cualquier
parte pidiendo explícaciones y haciendo conjugar los verbos en su pasado, su presente y su futuro. De
tenacidad única, a veces la oreja cerca de la cual él hablaba debía secarse con un pañuelo. Con el teníase
la sensación de que podía existir la lluvia horizontal.

VII


Hallábase su antítesis perfecta en su colega de historia, doctor G., abogagado, de edad madura,
personaje singular y extravagante. Caminaba despacio, encorvado, distraído; lucía siempre entre sus
labios un grueso habano y acostumbraba pasear por el corredor, frente al aula, hasta que faltaban cinco
minutos para terminar la hora. Entraba entonces, diciendo a los muchachos mientras se acomodaba en su
silla: “Saquen los libros y estudien”; y continuaba fumando, mientras seguía con la vista el humo que
salía de sus labios. En ocasiones caminaba por el pasillo que había entre las filas de bancos, con las
manos cerradas, ambos pulgares descansando en sendos bordes del chaleco y la parte inferior del saco
sostenida por el ángulo que formaban sus brazos al doblarse.
Solucionó rápidamente el importante problema del desarrollo de su programa. Eligió al azar cuatro o
cinco de entre los presentes, exclamando, mientras los señalaba con el índice derecho: "Ud. estudia hasta
la página 50; Ud. hasta la 90; usted hasta la 135; Ud. hasta la 180, y Ud. hasta el final". Así distribuyó la
historia de Malet, tocándole a Díaz la unidad italiana; pero como éste no iba a clase, escurriéndose con
la habilidad de la anguila al primer sonido de la campana, el programa no se pudo seguir.

Ante las reiteradas inasistencias, el Dr. G. tomó la importante resolución de disertar y fue esa su
única lección, concluyendo el programa en poco tiempo. Varios meses se destinaron a comentar un hecho
de la época: la destrucción del dirigible británico R 101, que normalmente permitía a Vázquez repetir las
noticias leídas poco antes en los diarios.
La lección del profesor podía resumiese en pocas palabras. El Rey de Italia se enamoró de una
robusta campesina rebosante de salud y generosamente dotada, esposa de un sargento. Por tal causa, el
monarca, elevó a la aldeana rústica al rango de "Condesa de Miraflores".
Para los asistentes de ese curso, todo giró en tomo a esos amores morganáticos. La historia se
concentra, pues, en una aventura real, como si en Italia no hubiera más motivos de interés; como si la sola
mención del Veinte de setiembre no constituyera en sí la evocación de la inmortal epopeya de un pueblo.
Se pasaron por alto los sacrificios de millones de hombres y de mujeres que con las figuras próceres
de Mazzini y de Garibaldi a su frente, legaron a sus coetáneos y a las generaciones del futuro, ejemplos
extraordinarios de pensamiento, de acción y de sacrificios, para conquistar la libertad de su patria y la
redención de su pueblo. Tampoco hubo recuerdo para aquellos que llegaron a nuestro suelo no con el
propósito de "hacer la América", sino con el de vivir y trabajar en tierras de paz, de justicia y
democracia, que soñaron los apóstoles de la grandeza espiritual de Italia.


VIII

Al jubilarse el jefe de Celadores, lo sustituyó el Subjefe, don José Medrano, apreciado por sostener
su autoridad serenamente y con energía, sin necesidad de continuas amenazas, como su antecesor.
En el piso bajo había un encargado y otro en el alto siendo, respectivamente, Garrone y Figueredo,
ambos de corta estatura, peculiares caracteres y cercanos al medio siglo de vida.
Garrone se mantenía rígido, solemne; le gustaban los títulos universitarios y la conversación
protocolar. Si alguien necesitaba un permiso especial para salir lo obtenía fácilmente si después de
decirle muchas veces "Doctor", "Arquitecto" o "Ingeniero", le pedía un consejo paternal, rogándole la
posibilidad de la salida. O bien le decían: Dr. Garrone: "Ud. que es tan gaucho y nos comprende tanto a
los jóvenes, hágame una gauchada: ¡me espera una chica!". En estos casos se cuadraba, señalaba la puerta
con el índice y exclamaba con voz grave: "¡Paso a la juventud!".
Hubo una huelga bastante revoltosa; y en determinado momento una parte de los promotores quiso
entrar. Entonces Garrone se clavó frente a la puerta gritando con energía: "¡Me empujarán, me
atropellarán, me desnudarán, pero no entran!".
Efectivamente: nadie entró.

Semejábasele en su tolerancia y comprensión, el encargado de la planta alta, un poco más grueso,
menos nervioso y movedizo en sus gestos, pero también buy bueno. Usaba cuellos altos, almidonados, de
punta redondeada y moño negro grande, caído; por su cabellera negra salpicada de canas y sus marcadas
ojeras, aparentaba más edad. Le apasionaban las palabras grandilocuentes, los apotegmas, los
pensamientos metafísicos y los gestos teatrales y ampulosos.
Le llamaban "Juan Cuello", "Sócrato", "Filósofo" y mil apodos más; sabiendo pedir, se obtenía de él
todo lo que se deseaba. Bastaba verlo: "Dr. Figueredo, Ud. que es tan bueno, me permite retirarme por
compromisos de gran importancia?". "Anda nomás m'hijo, contestaba con aire paternal, tuteando para ser
más paternal aún.
Amaba la filosofía y los estudiantes pagaban las consecuencias: estaban condenados a escuchar sus
sentencias solemnes, cuyo contenido no se hallaba por más empeño que se pusiera en la búsqueda. Su
tema favorito era el "yo". Citaba pensamientos que parecían tener la profundidad de un pozo y abrigaba
la convicción de ser un gran pensador. Ningún estudiante tenía intención de demostrarle lo contrario; mas
bien a veces, cuando no se dormían, lo aplaudían frenéticamente, lo que lo halagaba sobremanera; y
respirando a plenos pulmones, quería demostrar que poseía la modestia de los sabios con un gesto
espectacular pedía que cesaran los aplausos.
Cerró así una larga perorata: "Soy el que ha sido, es y será; ningún mortal ha osado descorrer el velo
que me cubre". Acto seguido abandonó pausadamente el aula, entre resonantes demostraciones de jarana
de un auditorio totalmente alejado de esos problemas metafísicos.
Durante una clase de mecanografía, Ortega había quedado en el aula y para entretenernos, hizo unas
demostraciones prácticas de nudismo. Cuando, legado a los paños más menores, para parecerse a Adán
necesitaba únicamente la hoja de parra, entró Figueredo y se entretuvo mirando a Ortega que bailaba una
danza de bayaderas. A “Juan Cuello” no le entusiasmó ni la exhibición nudista ni el recital coreográfico.
Lo hizo vestir rápidamente, lo llamó aparte y sin suspenderlo, le endilgó un sermón tan largo que jamás
volvió a cambiar de vestuario.
Desgraciadamente fue pasado a otra sección y sustituído por Cano, un poco más bajo, mas joven y
más irascible, en cuyas facciones tenía pintado un gesto de dureza que provocaba de inmediato la
antipatía de los muchachos. Su nariz puntiaguda y larga inspiró a Francisco Alvarez, que terminó un largo
poema con estos versos:
“Se retira muy ufano
y aparece una nariz.
-Muchachos: ¡ una perdiz!
¡No, es la nariz de Cano!”


IX


Cambiaba el matiz de las travesuras, pudiéndose observar el paso de los años a través de la
evolución de las misma: había más serenidad, otro sentido de las cosas
Las corridas policiales no se originaron más en diabluras; menudearon y fueron más peligrosas
a medida que finalizaba el año y tenían otras causas: las políticas.
La concurrencia a teatros y cines había disminuido, aumentando el odio a las clases del sábado.
Una de las últimas travesuras de tipo primario tuvo por escenario el cine Buckingham, el menos
decente de entonces, que los recibió una noche de huelga. Sito en Corrientes entre Callao
y Rodríguez Peña vereda de números pares, tenía de cine sólo el nombre y la casualidad de que se
pasaba una película mediante un proyector; el filme era el único que tenía y se exhibía continuamente,
pues no se iba allí a ver espectáculos: esa sala parecía tener un objetivo fundamente: el escándalo. El
precio de las localidades incluía el derecho a ser picado por una variada colección de insectos y a nadie
extrañaba que al acupar el asiento, desconocidas manos femeninas acariciaran al espectador mediante un
precio.
Aquella noche había belicosidad en los ánimos de los escolares que se ubicaron estratégicamente en
la sala, formando grupitos de cuatro o cinco, que ocupaban asientos distantes y separados entre sí.
Comenzó la proyección de la película muda de “cowboys” y simultáneamente, la sonorización
pertinente. Las vacas motivaban prolongados mugidos; a los caballos les imitaban el trote y el relincho y
en el mismo momento en que en la pantalla aparecía la imagen de un perro, un ladrido agudo taladraba
los tímpanos.
Varias veces se encendieron las luces, buscando a los revoltosos. Llegó el momento culminante, junto
con la tensión y el suspenso del filme. Cuando el villano quiso ultrajar a la niña sola e indefensa, veinte
espectadores saltaron vociferando, amenazando al villano con los puños cerrados y feroces impropios,
mientras las palabras eran acompañadas por hechos más contundentes: bombardeos de naranjas.
Brillaron las luces de la sala en forma definitiva suspendiéndose la función; pero no pudo hallarse a
los culpables, pues todos protestaban contra el cine, contra la empresa, contra la película y contra el
villano, sin ahorrar calificativos por violentos que fuesen.

Una broma singular mantuvo gracia perdurable a través de los años: la manija.
En la puerta del aula había una manija medio deshecha, que se arrancó en una circunstancia
cualquiera. Pero Cano tuvo la mala ocurrencia de convertir esa cuestión minúscula en una tragedia. Entró
a clase insultando, vociferó como un loco y exigió el pago inmediato de la suma de cuatro pesos para su
reposición. Entre todos se juntó ese importe, no sin antes insistir en que era una estafa, pues Montalti,
técnico en el oficio, aseguraba que el monto pedido era un abuso.
Pasaban los días y la manija no llegaba; a los días sucedieron las semanas pero de la manija no había
noticia. Entonces se planeó una venganza: cada vez que aparecía Cano, una voz queda susurraba "una,
dos, tres" y a continuación se oía como un tureno: “¡La manijaaaaaaa!”.
Cano entraba al aula hecho una fiera: se desgañitaba, trataba de cobardes individual y colectivamente
a todos; pero nadie se tomaba la molestia de contestar ni escuchar al que aullaba hasta enronquecer,
esperando que alguien respondiese para descargar sobre él toda su furia. Los presentes lo seguían con
majestuosa atención, con la crueldad con que el gato mira al pobre ratón que trata de escapar de sus
garras: verlo así enfurecido se comprendía que la venganza es un placer de dioses.
Tiempo después alguien tiró un borrador contra el pizarrón con tan mala puntería que el proyectil
describió una parábola impresionante hasta que hizo añicos una bombita de luz. Cuando a Cano, de entre
los diversos dicterios que fue largando como volcán en erupción, lograron entenderle que quería el
instantáneo pago de $ 1.60 para reponerla, le contestaron que al día siguiente se llevaría la bombita. Así
se hizo encargándose la compra a Barboy, empleado en una casa del ramo; y como sólo costó sesenta
centavos, una nutrida delegación llegó hasta la subregencia para demostrar la enormidad exigida. Como
Cano no esperaba semejante reacción, pasado el primer momento de estupor aulló que volvieran al aula
si no querían ser suspendidos.
Después de esa hazaña y ya puesta la manija, el grito de guerra fue: "Canoooooo", compartido con
otro: "Charolyyyyy". Tratábase de un corpulento muchacho de veintidós o veintitrés años, morocho,
ingresado a la división en 1930, que, como todo el mundo, recibía y hacía bromas. Por desgracia
desapareció el sombrero que justamente esa noche había estrenado de la Peña y por una serie de
circunstancias no aclaradas se sospechó sin razón de Charoly, culpándole el hurto. El damnificado se
vengó literariamente escribiendo en mi cuaderno de apuntes esta estrofa.

"Charoly se hizo ladrón
en un cerro santiagueño,
pues encontró un sombrero
antes de que lo perdiera el dueño".

Otra broma muy en boga, especialmente a principios de ese año, era la "tapada".
Uno cualquiera se escondía detrás de la puerta con un sobretodo en las manos, fuertemente
sujeto por la parte superior; otros, en grupo, esperaban con disimuló en las cercanías,
aparentando charlar; y cuando alguien entraba tranquilamente, por sorpresa y con la velocidad del
rayo saltaba el del sobretodo, cubría la cabeza del recién llegado y el grupo de distraídos corría a
descargar con entusiasmo una completa colección de golpes sobre la cabeza de la víctima.
El así homenajeado salía aturdido, no sin antes haber restribuído a diestra y siniestra, golpes y
puntapiés; y esperaba la primera ocasión para sumarse al sector de los distraídos que hacían llover
golpes sobre los incautos que no guardaban la precaución de verificar a tiempo la presencia de
emboscadas.

Entre las primeras huelgas del año, a diez días apenas del comienzo, figura la que fue motivada por el
partido final del campeonato de natación y "water polo" disputado entre los dos institutos secundarios de
la Universidad: El Colegio Nacional de Buenos Aires y la Escuela Superior de Comercio "Carlos
Pellegrini".
En compactos grupos fuimos hasta la pileta del C.U.B.A. (Club Universitario), sita en Viamonte 1560,
recorriendo el trayecto en manifestación con una bandera argentina al frente; el alboroto atrajo la
atención de los vecinos que ignoraban que a esa hora pudiera despertar tanto entusiasmo un torneo
acuático. Desbordó el fervor cuando, tras un encuentro emocionante entre ambos equipos, nuestra escuela
se adjudicó el campeonato intercolegial por el ajustado resultado de 4 a 3.
Organizóse otra manifestación reforzada con el efectivo y vibrante concurso de una clarín, obtenido
quien sabe de dónde, que acompañaba al coro que entonaba este estribillo:

"Buenos Aires, yo te decía
que con nosotros no se podía!
Buenos Aires, yo te decía
que con nosotros no se odia!





Entre los sucesos de mayor relieve cabe citar el acto de desagravio al doctor Ricardo Rojas ex
Rector de la Universidad de Buenos Aires, que había sido víctima de acusaciones injustas.
En el anfiteatro de la Facultad de Medicina, sito entonces en Córdoba 2122 y previa declaración de
huelga, concurrimos a la reunión del 21 de junio, que contó con la presencia del Ing. Butty, Rector de la
Universidad, los Dres. Palacios, Sánchez Viamonte y un calificado número de catedráticos, consejeros
universitarios y de las Facultades, delegados estudiantiles y alumnos.
Finalizados los encendidos discursos de adhesión a Rojas, los oradores encabezaron una
manifestación hasta su casa, en Charcas al 2800, formándose una larga y compacta columna que avanzaba
tranquilamente por las calles; en la noche serena, la figura de Alfredo L. Palacios al frente de la
muchedumbre con un sombrero de alas anchas, ladeado, su capa sobre los hombros y un bastón como
espada, movía a pensar que D'Artagnan había salido de la novela de Dumas y encarnado en la persona
del fogoso universitario, abría la marcha de los ciudadanos que iban a "desfacer entuertos" y a vengar
honores mancillados.
Frente al hogar del desagraviado suspendióse el tránsito y otros discursos expresaron pleno apoyo a
su gestión. Agradeció el homenajeado con elocuentes expresiones impregnadas de auténtica emoción.
El hecho nos impresionó vivamente. Entrábamos en problemas domésticos de la Universidad,
institución que contemplábamos con, veneración, sin sospechar jamás que los profesores de la más alta
casa de estudios no reuniesen, además de profunda capacidad técnica, una extraordinaria personalidad
moral y una conducta ejemplar.
La reivindicación de un Maestro como Ricardo Rojas significaba sin duda la consumación de un acto
de estricta justicia y la demostración evidente de la supervivencia de las fuerzas morales. Pero al mismo
tiempo quedaba en nuestras mentes la noción de que el cuerpo de profesores de las Facultades no estaba
totalmente integrado por personas espiritual y moralmente ubicadas la altura de su misión.
El tiempo dio oportunidad de conocer más a fondo las fallas de este orden y cómo la representación
estudiantil ejercía saludable. influencia en el gobierno universitario. Comenzamos a comprender también
el gran valor de maestros argentinos como José Ingenieros, Aníbal Ponce, Alejandro Korn, Alfredo L.
Palacios y muchos otros, cuyo espíritu heroicamente civil constituía el ejemplo de una dignidad, una
conducta y una rectitud puestas al servicio de una lucha incansable por el ideal.
Supimos, también, que la Reforma Universitaria no era sóle, una proclama de palabras bonitas, sino
un programa de acción y de conducta, una verdadera realización de la democracia en el campo de la
enseñanza y una superación del estudiante en su afán de alcanzar la belleza y la verdad.
Muchas cosas comenzamos a entender y más aún el año siguiente, cuando sufrimos en carne propia las
consecuencias de una dictadura. Vimos cuántos hacían de la Reforma Universitaria. una bandera de
combate y de lucha por el progreso de la cultura y cuántos otros la transformaban en un peldaño que les
permitía escalar posiciones y satisfacer innobles ambiciones,, sin preocuparse ante la traición a sus
propios ideales.

La generación a la cual pertenecían los muchachos de "La Barra" no podían amilanarse ante
dificultades ni apostasías.
La mayoría de ellos, especialmente los descendientes de familias europeas, habían sido acunados con
canciones donde se mezclaban el amor y el dolor y sus oídos se acostumbraron, a edad excesivamente
temprana, a escuchar nombres pronunciados con voz entrecortado por los sollozos: Marne, Verdún,
Piave, Caporetto y cien más, que expresaban muerte, sangre y destrucción.
A la terminación de la primera guerra mundial siguió la revolución rusa, el fascismo, las
convulsiones sociales, la miseria y el hambre en el viejo Continente: y en el propio suelo, la agitación
estudiantil de 1918 -rayo de esperanza para un futuro mejor- alternaba con huelgas, agitaciones y
movimientos que culminaron con la semana trágica de 1919.
Sin embargo, esa generación que creció en épocas desdichadas para la humanidad, supo ocupar su
puesto: el ejemplo paterno, el afecto hogareño, la lección de sus maestros, los orientar el bien,
dedicándose con optimismo a una tarea constructiva que comenzó con el propio perfeccionamiento
cultural, la fe en el porvenir y la alegría de vivir.


XI


Aguardábanse las vacaciones invernales con ansias, vislumbrando un descanso; pero la ilusión duró
poco, pues el Dr. Coletti encargó la preparación de monografías sobre determinados temas: cría de la
nutria, arañas, mariposas argentinas, importancia del estudio de las ciencias naturales, estructura de la
raíz, etc.
Como en agosto vencía el plazo de presentación, todas las noches nos reuníamos en la Biblioteca de
Maestros, frente a la Plaza Rodríguez Peña, porque tenía mayor variedad de libros que la nuestra, donde
abundaban los volúmenes con capítulos enteros, arrancados o destrozados. En aquélla había, además,
mejor luz, más silencio y se estudiaba mejor; pero como a la hora en que llegábamos, apenas salidos de
la oficina había alumnas de es cuelas secundarias femeninas, la posibilidad de concentración quedaba
anulada.
En vano hurgábamos textos, pasábamos las páginas; nuestros ojos se clavaban en los ojos de las
bonitas niñas, nuestro pensamiento se alejaba de los autores y toda nuestra mente volaba al lugar donde
estaban nuestras hermosas colegas.
¿Qué podía importarnos el esqueleto de los marsupiales, o las: monocotiledóneas o los quelonios si
allí cerquita estaban las más hermosas obras de la creación?
La vista eludía la letra impresa y se dirigía, anhelante, al lugar donde estaban las muchachas, que
experimentaban igual sensación; y cuando las miradas se encontraban bajaban los rostros, un, pálido
rubor subía a las mejillas y el corazón latía con más prisa.


XII


Se vivían jornadas de gran nerviosidad. El espíritu de la población estaba convulsionado
enceguecido por la pasión política en unos casos y preocupado por el porvenir, en otros.
A medida que adelantaba agosto, aumentaban la inquietud y el desconcierto sucediendo
ininterrumpidamente hechos que agravaban el malestar, sin que el Gobierno tomase medidas para
tranquilizar los espíritus. Una pandilla armada provocaba desmanes y actuaba impunemente escudándose
en la denominación de "klan radical".
El Presidente Yrigoyen parecía ciego, sordo y mudo. Era un gran ausente de los acontecimientos que
vivía el país, cuando el país no conocía más que desquicio administrativo, inseguridad y
aprovechamiento personal de un grupo de laderos que rodeaban al primer magistrado.
El 28 de agosto de 1930 sesionó la Cámara de Diputados para tratar la elección de San Juan. Aún no
estaba debidamente constituída, pese a que el 31 de ese mes finalizaba su período ordinario.
Dicha reunión fue muy agitada, como las anteriores. Una mayoría numerosa, adicta al Presidente de la
República, actuaba como si quisiera desprestigiar al Gobierno de Yrigoyen, al sistema parlamentario y a
la forma republicana y federal que sanciona la Constitución. Los diputados, incompetentes, actuaban sin
sentido de responsabilidad por el mandato que le habían conferido, ni preocupación por el bien público,
como si su única misión fuera apoyar a la "causa" y ésta y el Presidente constituyeran una unidad superior
a la Nación.
Las fuerzas de la oposición, a su vez, salvo honrosas excepciones, parecían ignorar su función y su
deber. Las reuniones parlamentarias, olvidando lo que debían dar al pueblo, se limitaban a estériles
discusiones personales o partidistas, degenerando frecuentemente en riñas o procacidades.
Pero entre tanta confusión, entre tanto desquicio, se alzó una voz llamando al orden y a la realidad.
No era la, palabra de un político, o del representante de un partido. Hablaba un estadista que superando
las pasiones del momento, dirigía su mirada al futuro y exhortaba a la reconstrucción y a la paz; un
patriota que después de criticar al gobierno con tanta energía como serenidad, invitaba a los legisladores
a deponer dignamente los odios y unirse para salvar al país. Era el Dr. Nicolás Repetto que en dicha
sesión de agosto calificó duramente a Yrigoyen, responsabilizándolo del fraude electoral de San Juan y
atribuyéndole el desquicio en que estaba envuelto el país, reprochándole haber quitado el voto a la mujer
en la provincia de Sarmiento.
Defendió sincera y emotivamente al gran presidente argentino que tuvo el coraje de romper con los
compromisos espúreos y dio a la República su primera gran ley electoral. Instó a todos los
argentinos a estrecharse en un esfuerzo común para salvar a la Nación.
El ciudadano que sabía elevarse por sobre las pasiones momentáneas tuvo visión de futuro y trazó el
cuadro de las sombrías perspectivas que se avecinaban si no sabían sobreponerse a las dificultades del
presente: la dictadura militar, que él rechazaba en la forma más absoluta.
El discurso del gran legislador socialista fue, quizás, la última voz responsable y serena, el postrer
llamado a la concordia que escuchó entonces el pueblo argentino desde las más altas tribunas de la
Nación. No fue necesario mucho tiempo para comprender que más de un discurso político, en el
Parlamento se había pronunciado una profecía. Clamó jeremías: " ¡Enmendad vuestros caminos y
vuestras obras!, y os dejaré habitar en este lugar"; y pudo reprochar después: "Y yo os he hablado,
madrugando y hablando, más no quisisteis escuchar; y os he llamado, más no quisisteis responder".

Los acontecimientos se precipitaron vertiginosamente. El 29 de agosto una manifestación de adictos
al gobierno, saliendo de plaza Once llegó al centro y terminó con tiroteo y heridos. El mismo día hubo
arresto de jefes y oficiales del ejército, creciendo la inquietud.
Dos días después, el domingo 31, debía inaugurarse la Exposición Nacional de Ganadería, fiesta de
capital importancia para el país. El Presidente había comprometido su asistencia pero no fue. El discurso
inaugural, a cargo del ministro de Agricultura, no pudo pronunciarse porque cuando el secretario de
Estado disponíase a hablar, fue recibido con silbatinas, gritos, estridencias; consecuentemente se retiró
del local, en compañía del presidente de la Sociedad Rural Argentina, suspendiéndose la inauguración
del certamen ganadero.
El primero de setiembre se difundió la noticia de la enfermedad del presidente; pero no había
comunicación alguna respecto a los graves hechos que acaecían sin solución de continuidad. Acentuóse la
desvalorización de la moneda argentina y el dólar, cotizado a $ 2,81 en el cierre anterior, subió a $ 2,87;
empero la devaluación monetaria no era lo más dramático de esos momentos.
Al día siguiente el teniente general Dellepiane renunció con carácter indeclinable a la cartera de
Guerra, fundándose en diferencias de criterio con el primer mandatario, con respecto a medidas
disciplinarias y de precaución adoptadas, lamentando la política de dávidas, indisciplina y desorden
introducida en el ejército; sin olvidar la parte de culpa que le tocaba por haber tenido excesiva
condescendencia con el presidente, a quien hacía culpable por el estado de subversión reinante.
No hubo noticias de aceptación o no de tan importante dimisión durante la jornada; sólo a la siguiente
se conoció su aceptación y ,el nombramiento interino en su reemplazo del ministro del Interior, Elpidio
González. Esta designación desacertado complicó las cosas, pues no era éste el político de suficiente
capacidad como para capear ese temporal. Así se había demostrado horas antes: los bomberos de la
Capital desacataron una orden de acuartelamiento por considerase cuerpo civil y no militar y González,
con superintendencia sobre dicho organismo, dejó sin efecto la orden pero hizo acantonar tropas en los
alrededores del cuartel.
El día 3 el Gobierno citó al Congreso a sesiones extraordinarias para el once de septiembre y hubo
una gran manifestación iniciada por los estudiantes de medicina, que pasaron previamente por derecho;
antes de salir de esta facultad pidieron la palabra a su decano, Dr. Alfredo Palacios, y él, con su
autoridad de maestro, de hombre de derecho y de ciudadano, les dijo en un discurso: "Hay un gobierno
inepto que debe renunciar para bien del país, pero no para ser sustituido por una dictadura militar. La
juventud que saliese a la calle para pedir en nombre del ejército, la renuncia del presidente y crear una
junta Militar para el gobierno de la Nación no sería digna de llamarse juventud argentina, pues la
juventud no debe ser en ningún momento sostén de tiranos ni de dictaduras, bajo cuyo régimen los
hombres libres sólo pueden vivir en el extranjero y en la cárcel". Agregó después: "Al primer amago de
dictadura yo sería el primero en dictar un decreto repudiándolo".
Fue otra profecía. El 9 de setiembre, fiel a su palabra, el doctor Palacios renunció a su cargo de
decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Casi tres
meses después, la misma lealtad a sus principios democráticos y reformistas lo llevó a la cárcel, lugar
que era, como expresó con precisión, donde vivían los hombres libres en tiempos de dictadura.

El cuatro de setiembre, la situación estaba más complicada. Yrigoyen, enfermo, continuaba mudo,
inaccesible. Semejaba la revivificación de la esfinge y así aparecía en caricaturas profusamente
publicadas, especialmente en "Crítica", que lo atacaba con violencia extrema, y "Caras y Caretas", con
fino ingenió y graciosos dibujos.
La manifestación del día tres y las palabras de Palacios, despertaron enorme entusiasmo
organizándose otra demostración el cuatro. La nutrida columna partió de la Facultad de Medicina
iniciando la marcha alrededor de las dieciocho y treinta.
Las horas de clase pasaron con excitación, aunque la propuesta de engrosar las columnas no había
sido aceptada en la división. Poco antes de las veintitrés Wainer trajo la primera novedad: un tiroteo en
Plaza de Mayo, con dieciséis estudiantes muertos y muchos heridos; conociendo la manía de exagerar del
informante no se le dio importancia; empero siguió creciendo la ansiedad.
Al salir de la escuela pudo saberse algo. La situación no tenía los caracteres trágicos pintados por
Wainer, pero estaba muy lejos de ser tranquilizadora. Había corrido sangre de jóvenes: la suerte estaba
echada.
Yrigoyen no era tirano, ni dictador, ni déspota; gobernaba con sentido paternal, personal; durante su
gobierno se gozaba de amplia libertad, que a veces degeneraba en libertinaje. La ciudad estaba llena de
carteles y dibujos ofensivos y aun procaces y a ningún funcionario se le ocurría implantar censuras a la
palabra, la prensa o la escena teatral, por sus sátiras agudas e hirientes. Era jefe de un gobierno y de un
partido, ejerciendo la dirección con la sumisión absoluta de sus adeptos, que le obedecían hasta
servilmente. Tanto su palabra como su silencio, se consideraban divinos. Fue el más grande caudillo de
la República en la primera mitad del siglo veinte y las masas sentían por él devoción casi religiosa. No
necesitó usar la fuerza, ni ser orador, ni hombre de Estado. Las multitudes le seguían con fidelidad
incondicional.
Breve fue su segunda presidencia. Un Parlamento con quórum y mayoría propia en la Cámara baja, lo
apoyaba ciegamente. Pudo aprovecharse tanta fuerza para hacer muchas cosas provechosas, poniendo al
servicio del progreso tanta pasión popular.
Pero Yrigoyen parecía no vivir el momento ni estar en el país. Nadie conocía sus ideas de Gobierno,
ni su plan de acción, ni la orientación a imprimir a la política gubernamental. La crisis económica
iniciada en 1929 en Nueva York, corriendo como reguero de pólvora, complicó en forma irreparable la
situación. Su avanzada edad y su delicado estado de salud fueron otros factores adversos. Pero no pueden
negarse sus virtudes. Tuvo el mérito de ser elegido en comicios desarrollados con una normalidad que
honró al país, de no enriquecerse a costa del sudor de sus compatriotas ni beneficiarse con los
negociados de sus aprovechados correligionarios. Murió con la pobreza de los que saben y pueden
renunciar a los bienes materiales, rodeado en los últimos instantes por quienes estimaron más sus
virtudes que sus defectos, venerado por los humildes que en él confiaron.
A su muerte se transformó en un símbolo, que unos convirtieron en guía y ejemplo, y otros en un
marbete comercial para aprovechar los beneficios electorales y políticos de las masas que siguen a los
grandes caudillos.
Las noticias del tiroteo del cuatro, exacerbaron las pasiones. El día siguiente la posición del
Gobierno era insostenible. Yrigoyen, de quien faltaban noticias durante tantos días, delegó el mando en el
vicepresidente, Dr. Enrique Martínez, y éste decretó el estado de sitio por treinta días.
El sábado seis de setiembre, durante la mañana todo era rumor y angustia. Se hablaba de
insurrecciones, de levantamiento de tropas, de revolución.
Hacia mediodía conocióse indubitablemente la sublevación de militares y la marcha hacia la capital
de los soldados al mando del general José F. Uriburu, conjuntamente con Agustín P. Justo.
Durante la tarde, los cadetes del Colegio Militar, avanzando por Callao hacia el Sur, mantuvieron
nutrido tiroteo en las inmediaciones del Congreso Nacional y de la confitería del Molino, desde donde
habían hecho fuego grupos de civiles.
La acción fue intensa. El tableteo de las ametralladoras y el ruido de balas y cañonazos no cesaba; la
atmósfera, saturada de olor a pólvora, se hacía irrespirable.
Hacia el ocaso, la situación estalla decidida. Exigióse la renuncia del vicepresidente, quien quiso
suicidarse, lográndose impedir la consumación del acto desesperado.
La caída de Yrigoyen produjo enorme júbilo popular. Hubo exaltados -tal vez los mismos que meses
antes se desgañitaban repitiendo su nombre- que tiraron al suelo bustos del ex presidente arrastrándolos
como despojos. Las multitudes tienen una psicosis especial y nadie conoce su reacción porque no
piensan, no tienen alma ni discernimiento y viven en un estado de locura. Con el mismo fervor con que se
arrodillan ante un templo, pueden quemarlo después y asesinar a los hombres ante quienes se hubiesen
prosternado servilmente. Así como ahora lo despreciaban, en octubre de 1916, luego de su primera
elección, habían desuncido los corceles de su carruaje y lo empujaban por las calles tirando de él en
lugar de los caballos.
Sólo los exaltados son capaces de actos extremos, pues los hombres que piensan tienen serenidad
para criticar y para comprender, sin las excitaciones natural de mentes de tanta ofuscación.
La alegría del derrocamiento no duró mucho. Poco meses después tocaba a los estudiantes iniciar otra
etapa de lucha, pero esta vez más dura y sangrienta, contra la dictadura, llenando cárceles, sufriendo
torturas, sacrificando su vida.
También previno los hechos nuevos quien pudo predecir el suceso. Otra vez el Partido Socialista,
llamado "el viejo y glorioso Partido Socialista", para diferenciarlo de los socialistas independientes, en
un manifiesto del once de setiembre de 1930 atacó la disolución del Parlamento y la asunción del
gobierno por los militares. Sin ocultar su decepción por ese hecho de fuerza que había excedido el marco
del deber de los militares, que debían limitarse a dejar en el mando a los funcionarios previstos por la
ley, reconocía no tener poder para impedir ese hecho, pero confiaba en los propósitos de bienestar
general expresados por el jefe del movimiento militar y ofrecía su cooperación para la tarea de volver el
país a la normalidad.
El doce de setiembre, considerando que las recientes autoridades tenían suficientes medios para el
mantenimiento del orden y la seguridad de la población, la Suprema Corte de Justicia Nacional reconoció
al Gobierno Provisional y selló la suerte del país al anular la ley de acefalías que muy bien podía
aplicarse, porque el Poder judicial, no había sido avasallado por el Ejecutivo ni había estado al servicio
personal del presidente de la Nación.



XIII

El Partido Reformista no había descuidado su organización y su correcta y eficiente actuación le


reportaron considerable caudal de afiliados, superando a la Lista Blanca. Pero, como sucede en toda
organización que cuenta con gran número de inscriptos, comenzaron las divisiones y los subgrupos.
El movimiento de setiembre repercutió hondamente en el mundo escolar y sus efectos se agravaron
con una disposición adoptada por el Comité Ejecutivo de los reformistas, en virtud de la cual la
presidencia del Centro no podía ejercerla un alumno de quinto año, pues al egresar perdía su carácter de
estudiante, su vinculación con los problemas y la compenetración directa de los mismos. Teoría
plausible, sin duda, y teóricamente correcta; pero en la práctica resultó desastrosa, pues el mejor
elemento del partido cursaba el último año. Se advirtió esa realidad un poco tarde, en la misma mañana
dominical en que tuvo lugar la asamblea para elegir candidatos, en una sala de la Casa del Pueblo,
gentilmente cedida al efecto.
La reunión fue acalorada y un pequeño grupo aferrase a cláusulas estatutarias en aspectos banales; el
debate adquirió aspereza hasta que el secretario general, Roberto Juan José Aprea, aquietó los ánimos
con una oportuna exposición sobre el espíritu y la letra de las leyes, apoyándose en la obra de
Montesquieu.
La fórmula más votada la integraban Jorge Pochat, de cuarto año del turno noche, y Dardo Cúneo, de
tercero de la mañana. Concluyó la reunión con "hurras" a la reforma, al Partido Socialista, y a la
agrupación, sin pensarse en los futuros inconvenientes que provocarían las diferencias temperamentales
de los electos pues la fogosa juventud del vice, afiliado socialista, no concordaba con la posición del
presidente.
Llegó la asamblea ordinaria del Centro de Estudiantes; como de costumbre se suspendieron las clases
ocupándose el aula magna facilitada por la dirección. Los ánimos estaban exaltados, el ambiente
caldeado por cierta agresividad de los bandos opuestos. Los
oradores no podían hablar por las frecuentes interrupciones, los silbatos que aturdían y las bombitas
de mal olor. Un apagón de luces contribuyó a impedir la lectura de la memoria y un reformista que pidió
la palabra fue acallado por la gritería; sus partidarios
salieron en su defensa y siguió una batahola impresionante.
De ese caos salió un grito prolongado, profundo, vibrante, como la voz de Estentor superando el ruido
del campo de batalla. Clamó una vez: "Compañerooooos!", y al instante de sorpresa, sucedió el
interés; insistió con otro "Compañeroooos!", y logró sin silencio escolar completo, una paz total;
aprovechando la momentánea quietud inició su discurso pidiendo calma, serenidad y responsabilidad,
el secretario general del Partido Reformista, Roberto J. J. Aprea; pero apenas citó a su partido se
desencadenó la tempestad y en contados segundos la reunión se transformó en infierno, quedando
inconclusa la asamblea con el retiro de casi todos los participantes, sin aprobarse la memoria ni el
balance.
En las elecciones efectuadas noches después, triunfó por primera vez el Partido al obtener 656 votos
contra 529 de la Lista Blanca.
Transferido el gobierno en un acto cuya cordialidad contrastaba profundamente con el estado de la
asamblea, una de las primeras medidas de la flamante comisión directiva consistió en la elevación de una
nota al decano de la facultad solicitando la separación de un profesor de idiomas; otra fue la de visitar a
los compañeros detenidos en la cárcel de Villa Devoto. Éste fue el punto de partida de una pugna latente
entre grupos integrantes de la mayoría, mientras la minoría, formada por representantes de la Lista
Blanca, mantuvo una actitud de prudente expectativa.
Los conflictos fueron cada vez más frecuentes llegando a tal extremo que una noche, luego de una
acalorada discusión entre el presidente y el vice, renunció Dardo Cúneo y con él, cuatro delegados más.
El Centro sufrió un rudo golpe. Cundió la decepción entre los que quedaron y en esa difícil situación
llegó hasta el año siguiente en que, a raíz de diversas medidas adoptadas por acontecimientos políticos,
quedó prácticamente anulado, hasta que una comisión ajena a las dos agrupaciones tradicionales, tomó a
su cargo con valentía y tesón, la tarea de reorganizarlo y darle vida,
Quedó malograda una brillante oportunidad para cumplir un excelente plan de acción trazado por el
Partido en varios años de meritoria labor y con posibilidades de vastos alcances; quedó demostrado
también que a veces una victoria electoral no es sino la pendiente hacia la derrota institucional, cuando
se quiebra la unión de los conductores o cuando se permite que las pasiones exaltadas tengan predominio
sobre la razón y la prudencia.




XIV


La "Barra" participaba en la actividad política; pero el encono no separaba a sus integrantes por
culpa del partido o la lista.
Para no embanderarse en ninguna de las dos tendencias, la revista "Los Peritos Mercantiles" fundó su
órgano político.
Tiempo atrás, la aparición de "El Martillo", de los reformistas, tuvo como réplica un órgano de los
blancos: "La Tenaza"; el primero era combativo e idealista; el segundo, en su réplica, descendía
lamentablemente en chabacanería y personalismos, que podía evitar fácilmente con un poco de criterio,
pues la agrupación contaba con dirigentes muy capaces.
El suplemento de la "Barra" de tono eminentemente humorístico, se denominó "El Clavo"; fue su
fundador, director, redactor, etc., el mismo de "Los Peritos Mercantiles". Tenía este lema: "La comisión
directiva me puso sobre vosotros para resistir los golpes del "martillo" y los tirones de la "tenaza";
presentóse como órgano representativo de una nueva agrupación, nacida en la "Barra": la Lista Negra,
con su fórmula singular: Sikeris-Nokeris.
Sikeris pertenecía al grupo de los incorporados en ese año; de no más de dieciocho años, tenía una
calma sobrenatural y hablaba tan suavemente que debía aguzarse el oído para escucharlo; afable, sereno,
reía de buenas ganas cuando cien veces por día le preguntaban: Si-kerís, bien; pero ¿qué pasa si-no-
kerís? Se creó un nuevo personaje, incorpóreo, inasible, invisible; Nokeris; y ese binomio de uno solo
surgió sin saberlo ni presentirlo el titular, presentándose a la contienda con una plataforma violentas
Cuya bandera la constituía una calavera con dos huesos cruzados; su programa contenía los siguientes
puntos: l) combatir el vicio del estudio; 2) recreos de veinte minutos y clases de diez; 3) clasificación de
siete para arriba; 4) reparto gratuito de "sandwiches" y y empanadas; 5) supresión de las materias que no
se aprueban; 6) instalación de cine y radio para los que no asisten a clase; 7) transformación del salón de
actos de actos en sala de bailes; 8) quemazón de los boletines de ausencia, 9) supresión de las cuotas
bimestrales y creación de una cuata mensual obligatoria a favor de los alumnos; 10) traslado de las
escuelas normales, comerciales, profesionales y liceos femeninos, al lado de la "Carlos Pellegríní"; 11)
creación de clases de billar dados y trucos; 12) supresión del castellano e implantación del lunfardo; 13)
Supresión del director, Barboy y todos los petisos y los celadores; 14) reservar a los Alumnos el derecho
de hacer renunciar al director y a los profesores en caso de necesidad. 15) creación de la clase, de
música, canto y “juí.jitsu”..
Algunas recomendaciones preanotadas habían sido inspiradas por un programa de actos preparados
años antes en homenaje al día de los estudiantes, por una "Lista Naranja".
“El Clavo” tenía inspiración, lista y orientación propias; pero tal vez algún desliz a favor de los
reformistas desagradó a algunos de la división y dos camaradas que se sentaban juntos, apodados "el
gordo y el flaco" en homenaje a sus respectivos grosores, rompieron uno de, los cuatro ejemplares
trabajosamente dactilografiados.
Protesté indignado y sentí hacia ellos un odio terrible. Pero los jóvenes no tienen ni vocación para el
odio ni para eternizar el rencor y en tal forma evoluciinaron las relaciones, que Francisco Alvarez, el
“flaco” del binomio, un año después tenía el nombramiento de segundo poeta oficial de los “Los Peritos
Mercantiles” e integraba, junto conmigo, Pagliano y Ariza, el “cuarteto clásico” que acaparaba la suma
de las suspensiones y amonestaciones destinadas a nuestra división.


XV


Transitoriamente fue reemplazado el Dr. Coletti por el doctor González Galé, hijo del eminente
catedrático de matemáticas en la Facultad, parecido al padre no sólo físicamente, sino también en la
inmensa simpatía que irradiaba y el afecto con que atendía a los alumnos. No fue raro, pues, que éstos le
solicitaran una noche que en lugar de dedicar tanto tiempo a la áridas nomenclaturas de los seres
inferiores de la escala zoológica, explicara las enfermedades secretas.
Accedió gustosamente González Gal, y con sencillez y conciencia enseño un tema tan importante para
la juventud y tan incomprensiblemente eludido. Siguióse la lección con profundo interés y muchos
recordaron con gratitud aquella conferencia que sirvió para iluminar un oscuro pasaje de la vida, cuyo
tránsito es ineludible, pero pocos se atreven a servir de guía a los inciertos que a veces aprenden en
carne propia lo que sus mayores, por miedo o por falsas vergüenzas, no supieron enseñarles.

También el Dr. Baiocco se alejó temporaríamente, ocupando su lugar el Dr. Pruyansly,
algunos años menor, caracterizado no solamente por su acentuada pronunciación y fisonomía
semíticas, sino también por una ejemplar dedicación a la enseñanza. Demostrando amplio conocimiento
de la materia supo transmitir interés por ella, explicando incansablemente a pesar de los defectos de su
pronunciación: la "rr" no existía la en su fonética pues la sustituía la “g”, lo que causaba incontenible risa
en las primeras clases, hasta que la costumbre hizo perder la comicidad: la rugosidad de la tierra se
había transformado para él en “la gugosidad de la tiega” y el río, era “guío”.
Habíamos estudiado el mapa celeste y a salir a la calle, pasadas las veintitrés de una hermosa noche
primaveral, en la limpidez de cielo sin nubes advertimos nítidamente la vía láctea.
El firmamento, de un azul oscuro que hacía resaltar el brillo de las estrellas, ofrecíase a la vista de
todos en el esplendor de su belleza. Mirando los astros lejanos alcanzamos a descubrir las cuatro
estrellas de la Cruz del Sur, y , más hacia un costado, lucientes como diamante, Alfa y Beta del Centauro.
Millones y millones de ojos las contemplaron extasiados desde los tiempos en que la historia se
pierde entre las sombras de lo ignoto; pero aquella vez las habíamos descubierto nosotros, que sentíamos
la emoción profunda de este hallazgo. Allí titilaban, quien sabe a cuántos millones de kilómetros de
distancia; quien sabe si aún existían o sólo nos llegaba su luz; pero allí, blancas, centelleantes, exhibían
su majestuosa belleza.
Ante la inconmensurabilidad del universo y de lo incógnito, nos sentimos infinitamente pequeños,
minúsculos puntos perdidos en la inmensidad; apreciamos entonces en su imponente grandeza, la armonía
de las leyes cósmicas y la magnitud del desconocimiento humano.


XVI


El Centro de Estudiantes de Ciencias Económicas, hermano mayor del de la Escuela comercial,
preparaba su acostumbrado festival para celebrar el día del estudiante, con la parodia de una ópera, a
representarse exclusivamente por alumnos de la facultad y de la escuela, sin intervención de damas en el
reparto, pues los papeles femeninos se asignaban a los muchachos, convenientemente arreglados.
No alcanzando el número de universitarios, se invitaba a los escolares, que con gran alegría
prestaban su concurso.
Los de la "Barra" aceptamos entusiasmados la intervención en coros, comparsas y bailes de la ópera
de Verdi "Aída", sustancialmente modificada hasta en su nombre, que había pasado a ser: "L'Aída y
vuelta de Radamés".
Un simpático profesional del mundo artístico, Castro Madero, con el apodo de "Carcamán" tenía a su
cargo la dirección total, comenzando los ensayos en el salón de actos, luego de terminadas las clases, por
espacio de una hora casi todos los días. Aumentaron paulatinamente el horario y las jornadas,
agregándose los cuerpos de baile, que preparaba un maestro del Teatro Colón.
Las primeras pruebas daban la sensación de un paseo por el jardín Zoológico a la hora en que los
animales aúllan reclamando su alimento. Después se clasificaron las voces: barítonos, tenores, sopranos,
"mezzo-sopranos", etc. Cuando me tocó el turno, el experto calificador, sentado frente al piano, atacó con
entusiasmo mientras yo bramaba " ¡ Gloria all'Egitto ad'Isside! ". El maestro de música abandonó el
teclado agarrándose desesperadamente la cabeza con ambas manos y sin darse vuelta siquiera para mirar
al émulo de Caruso, chilló con voz ronca: "¡ Al cuerpo de baile!". Así fracasó mi primer intento en los
dominios del ruiseñor; pero pese a ello seguí en el coro con la condición de cantar tan bajito que nadie
me oyera, cuando agitara las palmas en el momento de la llegada triunfal de Radarnés.
Mientras tanto, en el "hall" iniciaba sus ejercicios el cuerpo de baile y luego de unas semanas,
pasamos al escenario del teatro Onrubia, hasta que, a fines de octubre ocupamos directamente el teatro
Cervantes, ensayando hasta las tres o tres y media de la madrugada. Esto nos resultaba muy cansador,
porque teníamos que atender nuestro empleo, la escuela y los deberes. La cama era muy tentadora por la
mañana y con enorme placer nos hubiéramos quedado Pegados a las sábanas; pero tal posibilidad no
existía para nosotros. Era un precio muy caro que pegábamos para tener el placer del festejo, pero
asumido un compromiso, no cabía su incumplimiento.
Por fin llegó el sábado de la función y el teatro Cervantes, repleto a más no poder, indicaba el interés
despertado por la representación.
Se había preparado sin programa lujoso, con agudo sentido humorístico y artístico, donde desfilaban
profesores y personajes de la época. Todo era gracioso: hasta el precio de las localidades, pues los
"colados" no pagaban y tampoco lo hacían los que miraban la vereda de enfrente; pero sí abonaban,
aunque con descuento, los que estaban colgados de las arañas, subiendo el precio para quienes se
sentaran sobre las faldas de las niñas. La tarifa contemplaba a los que veían el espectáculo a caballo de
la baranda lo debajo de los asientos, incluyendo a los que estaban en su casa. Se reservaba el derecho de
admisión de enfermos contagiosos y se pedía a los que tenían cálculos al hígado, que dejaran las piedras
en el hogar.
Había una selecta lista de acomodadores, encabezada por el Decano de la Facultad, Dr. Santiago B.
Zaccheo, cuyo nombre estaba ligeramente cambiado: Santiago Besuqueo. El Dr. Jorge Cabral, eminente
profesor y musicólogo figuraba entre los acomodadores, junto a Benito Mussolini. Hirpólito Yrgoyen.
etc.
Mezclaban en el programa las cosas más dispares. Se hacían figurar en escena cientos de miles de
personajes, como así también "il pópolo d'Italia" y "L'Italia del Pópolo", reproduciendo comentarios
supuestos de los principales diarios de la metrópoli, donde el presunto articulista, luego de calificar de
"vergonzoso y absurdo el espectáculo" preguntaba cómo era posible que las autoridades no tomaran
medidas para evitar tales hechos indecorosos.
Los maquilladores del Teatro Colón tuvieron la misión de transformar muchachos y hombres bastante
feos, en gráciles ninfas, en celestiales criaturas del hermoso sexo. El que representaba a Amneris. un
hombre grueso y fornido, con espesos bigotes, fue convertido en una deliciosa princesa, un tanto
corpulenta, pero con suficiente donaire como para enamorar al más misógino. Furlani, de diecisiete años
escasos, alto de casi dos metros y flaco como un poste, fue metamorfoseado en barbudo y obeso
sacerdote; y así sucesivamente. Sólo en un caso no fue factible el embellecimiento completo: se trataba
de la primera bailarina, robusto joven que pesaba 128 kilos y usaba como nombre artístico el de "Fina
Delgada Delhilo". Llevaba vestidos vaporosos, blancos, etéreos, sobre un vientre de redondez perfecta;
por lo menos hasta esa noche no se había logrado el milagro de dar la sensación de esbeltez a un pelota
envuelta en gasas!
El teatro estaba colmado de espectadores y no quedaba asiento disponible. Los que seguían con más
alegría la función, eran los mismos profesores a quienes con tanta irreverencia se citaba en el programa y
reían a mandíbula batiente, tratando de no perder sílaba.
La obra resultó graciosa; no se había escatimado ingenio en la parodia del libreto; las
modernizaciones del texto, la intercalación de canciones, poemas y hechos ajenos al original o
violentamente reñidos con la época y el argumento primitivo, provocaban carcajadas frecuentes que
impedían escuchar los diálogos. Los acontecimientos nacionales o internacionales injertados suave o
forzadamente resultaban de gran efecto.
La acción, respetando el auténtico libreto, se ubica en el rnultimilenario Egipto de los Faraones.
Aparecieron en la primera escena, conversando, el Gran Sacerdote y Radamés, jefe supremo de las
fuerzas armadas. Aquél, con el lábaro que empuñaba, dio tres golpes en el suelo; pero desviando el
último, lo hizo caer sobre los pies del guerrero, quien, en un gesto de dolor se sujetó pierna
succionándose los dedos. Siguió el diálogo.

-“¿Qué me dices, Radarnés,
de las últimas noticias
que "Crítica" publicó?"


Replicó el interpelado, tras unas consideraciones:

-“Estáte tranquilote
mi querido sacerdote; que lo cazo a ese negrote
y le retuerzo el cogote,
ote, ote, ote.”


En otra escena, cuando el Faraón conversaba con su jefe militar, apareció corriendo un mensaje de la
compañía telegráfica “All America Cables” y entregó un telegrama al monarca, mientras cantaba:
“Talán, talán, talán,
ya estoy de vuelta
del Turkestán.
Lo vi a Amonasro,
que está furioso,
quiere matarlos
a todos juntos;
y si te "cacha"
a vos Rey de Egipto,
te deja el "mate"
como un sartén.
Talán, talán, talán…”

El Faraón llamó al jefe de sus fuerzas para anunciarle el mando de la expedición contra los etíopes y
lo anunció cantando: "Radameeeeeeees! Siguió un instante de silencio, que quebró el nombrado
chillando: "Que queréeeeees!". Continuó el Faraón: "Hablar, el buey Apis se ha dignado y capitán de las
fuerzas te ha nombrado….”
El dueto entre Amneris y Aída sufrió unas ligeras variantes, pues con música de l”La verbena de la
paloma”, ambas discutían:

-"Dónde vas con mantón de Manila,
dónde vas con vestido "chiné",
-Voy a ver, voy a ver si consigo
el amor de ese gran Radamés.
-¿ Y si no te llevara el apunte?
-¡ Entonces lo llamo a Uriburu
y le hacemos la revolución!”

La recepción a Radamés triunfante, luego de su victoria sobre los negros sublevados, tuvo el
esplendor de una apoteosis. El baile de los morenitos constituyó un éxito. El arribo de los personajes de
la corte que aguardaban al héroe se producía entre grandes risotadas de los espectadores. El rey, un
petizo, llegaba montado en un caballo muy grande y bajaba por una escalera que le arrimaban; Amneris,
muy alta, cabalgaba un burrito tan bajo, que arrastraba los pies y se lo sacaban de entre las piernas. El
escenario estaba ocupado por la casi totalidad de los actores y la música llenaba el aire con las notas
vibrantes de la marcha triunfal. El coro, bien "affiatado", cantaba al compás de la

"Gloria all'Egitto ad'lsside,
che il sacro suol protegge;
al Ré, che il Delta Regge,
al Ré, che il Delta reeeeege,
ini festosi alziam!”

Luego entonaba las loas de la victoria:

"Gloria al vencedor
que de la Patria has merecido;
héroe gentil, las flores danzan
tu gloria y honor”.

En ese instante de emoción y solemnidad, mientras las palmas se agitaban en el aire y los músicos
irradiaban un himno a la gloria, entró Radamés en un colectivo destartalado y ruinoso que tenía a un
costado un gran cartel "Egipto-Plaza Mayo: $ 0,20". Bajó discutiendo con el conductor porque le exigía
el pago de diez centavos más por haberse pasado de sección y aquél gritaba que sólo había llegado a la
esquina donde terminaba el boleto.
Cuando el coche se fue, el conquistador de Etiopía se exhibió con su cargamento: anteojos
largavistas, mochila, un montón de cosas inútiles y una raqueta de "tennis".
En otra escena, el héroe declara su amor a Aída cantándole:

"Celeste Aída
¿dónde estás metida?
estás "escuendida",
¡ oh! "me cach'endié"
Dulce palomita
de los tiempos idos,
de aquellos tiempos
que no vuelven más”.

Tocó el turno a la princesa negra para lucir sus trinos y respondió con la música de “La morocha”:

"Yo soy la morocha
la más renegrida,
la más desgraciada,
de esta población.
Soy la que canta y camina
por el alambre de púa,
la que siempre tiene hambre
aunque nunca coma".
Soy la que canta y camina,
por el alambre de púa,
y si me pica la cara. . .
no me la rasco!

En el último acto, cuando el coro de sacerdotes resuelve condenarlos a la pena capital, aparecen los
amantes tomando mate en una jaula. El jurado de solemnes barbudos hace comparecer al jefe triunfante
ante el Faraón, comisionando a un soldado, que se aproxima a la jaula y chistando a Radamés le grita:
"¡Diga, lo llama el patrón!!"
Buscan a Amneris para intervenir en la sentencia, pero no la hallan: había fugado con Amonasro.
Entonces resuelven perdonar a Radamés y a Aída y todos bailan y cantan al compás de "La viuda alegre".
Aplausos atronadores y sostenidos premiaron la representación,


XVII

Disposiciones adoptadas por el Gobierno Provisional del general Uriburu contra la Universidad,
impulsaron a la Federación Universitaria a declarar huelga por cuarenta y ocho horas, cumplida
exitosamente luego de un acto celebrado el quince de octubre.
Estos movimientos, dispuestos hacia fines del treinta, no tenían el mismo móvil que los anteriores.
Una huelga general universitaria era de difícil y riesgoso cumplimiento y sólo se decretaba cuando
mediaban causas graves.
Al movimiento adhirió prácticamente la mitad del turno noche de la escuela, cumpliéndose bien el
primer día; pero las sanciones y las amenazas quebraron la huelga, que no tuvo tanta aceptación posterior.
Los participantes fueron suspendidos por tiempo indeterminado, sanción equivalente a una expulsión con
el nombre cambiado.
Los tres hermanos Caletti fuimos castigados; pero nos reincorporaron prontamente.


XVIII


Año difícil fue aquél, no solamente en lo relativo a cuestiones políticas, sino también en los estudios.
Ni uno sólo logró eximirse de todas las materias, siendo de la Peña el único que se salvó de
Matemáticas. Aunque con Minondo no hubo exenciones y resultaba ingrata la prueba de idiomas, tuvo tal
ovación el último día de clases, que se emocionó: el sacrificio tenía su premio.
El Dr. Rozas quiso tomar examen del cuarto bimestre el primer sábado de vacaciones y muy de mala
gana asistimos a la prueba; pero en lugar de limitarla a temas del último bimestre, la extendió a todo el
programa, provocando unánime reacción y la consiguiente negativa. Fuera de sí y luego de violentos
insultos, el profesor se retiró de la sala en momentos en que llegaba Medrano, quien, enterado de lo
ocurrido, quiso explicar la situación; pero el Dr. Rozas, perdido todo control, descargó bastonazos en el
aire, golpeando, en un mal movimiento, sobre las espaldas de Medrano.

El año finalizó sin pena ni gloria, tristemente. La hostilidad creciente de la población escolar hacia
las autoridades y el temor de que el orador de la despedida expresara críticas acerbas, impulsó a la
Dirección a suspender el acto ritual de despedida. Así, como a hurtadillas, concluyó el curso de 1930.-


XIX


El fuerte escollo que significaban las mesas examinadoras fue superado airosamente, concluyendo las
pruebas a mediados de diciembre, simultáneamente con el comienzo de una época más dura para el
mundo estudiantil: la de las persecuciones, tortura y cárcel.
El general Uriburu designó interventor de la Universidad de Buenos Aires a uno de los personajes
más combatidos por los, alumnos, en virtud de sus actuaciones anteriores; motivó este nombramiento un
acto de protesta coronado por una declaración de huelga general.
Una manifestación quiso llegar hasta la casa de Gobierno, vivando entusiastamente a la democracia,
gritando contra la dictadura y pidiendo la libertad del Dr. Alfredo L. Palacios, ya encarcelado; pero la
detuvo un cordón policial en Avenida de Mayo y Tacuarí. Roto éste por los manifestantes, fueron
nuevamente contenidos por los representantes del orden, revólver en mano; y luego de corridas y
persecuciones, numerosos estudiantes fueron cargados en camiones rumbo al Departamento de Policía.
La reducida columna restante siguió por otras calles centrales, hasta que en Corrientes y Callao fue
totalmente disuelta por las cargas del escuadrón de caballería, que reapareció esas noches con un
ensañamiento inútil contra los ciudadanos.
En diciembre de 1930, catorce meses antes de que los diarios publicasen las primeras noticias sobre
torturas, la juventud universitaria las conocía en carne propia.

"Acción Reformista", órgano de la Agrupación Estudiantil de igual nombre, de la Facultad de
Ciencias Económicas, publicó en su número de agosto y septiembre de 1930, la siguiente declaración
renuncia del Decano de la Facultad de Derecho, Dr. Alfredo L. Palacios: "Buenos Aires, septiembre 9 de
1930. Señor Vicedecano de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Dr. Raymundo Salvat.
Con fecha 7 de setiembre dicté la siguiente resolución que he comunicado al C. S. de la Universidad:
Setiembre 7 de 1930. Considerando:
Que este Decanato en la resolución del viernes 5 asumió como propio el imperativo anunciado en
forma indeclinable por la conciencia juvenil de exigir la renuncia del presidente- de la República y la
inmediata restauración de los procedimientos democráticos dentro de las normas constitucionales.
Que la juventud universitaria en la asamblea realizada ayer en la Facultad de Medicina, ante la
noticia de que las Fuerzas Armadas de la Nación se aprestaban a derrocar el régimen imperante,
repudiado por el pueblo de la República, interpretó esa medida de fuerza como medio para lograr los
fines del movimiento civil y declaró que las fuerzas armadas deberían reintegrarse al ejercicio de su
única misión señalada por la ley, inmediatamente después de entregar las funciones del gobierno a las
autoridades constitucionales con el fin de convocar en seguida a comicios libres y restaurar así el
funcionamiento normal de las instituciones republicanas.
Que en cambio, el gobierno ha sido sustituido por una junta emanada del Ejército, lo que perturba la
vida institucional de nuestro país llamado a ser modelo y ejemplo en América, por su índole civil y su
inquebrantable fe en la democracia cuyo amplio y libre ejercicio debe contener en sí los resortes
necesarios para corregir sus propias imperfecciones.
Que en la juventud existe un impulso irreprimible, concretado en el repudio absoluto de la tendencia
absorbente y autocrática de todo gobierno y especialmente de cualquier género de dictadura.
Por tanto: El decano de la F. de D. y C. S. de la U. de Buenos Aires, cumpliendo su promesa a los
alumnos de la casa de estudios que dirige, resuelve:
1° Expresar que sería contrario a la Constitución y al espíritu democrático que la inspira, reconocer
una junta de gobierno impuesta por el ejército y cuya misión el pueblo creyó que consistiría sólo en la
entrega de las funciones de gobierno a las autoridades constitucionales.
2° Que es un anhelo ferviente y patriótico el retorno a la normalidad institucional que ha de permitir
el desenvolvimiento de nuestro país dentro de la democracia, a cuyo efecto debe entregarse el poder al
funcionario que constitucionalmente corresponda para que convoque inmediatamente a elecciones.
3° Comuníquese a la Universidad y publíquese.
(Firmado: Alfredo L. Palacios. Secretario ad-hoc, consejero Mariano G. Calvento).
Se adhirieron espontáneamente a esta declaración, el Consejero Dr. Jorge de la Torre y los
profesores doctores José Peco y Antonio Cammarota.
Entiendo que mi situación al frente de la Facultad, después de esta resolución, puede producir
perturbaciones que deseo evitar, en homenaje al prestigio de la casa que dirijo y a la unión de la juventud
que en ella estudia.
Es por eso que presento mi renuncia indeclinable del cargo de decano de la Facultad de Derecho
Ciencias Sociales.
Saluda al señor vicedecano con su más distinguida consideración.


(Firmado : Alfredo L. Palacios)”











CAPÍLULO IV

CUARTO AÑO


Con innovaciones de importancia comenzó 193 1.
El horario de 19,20 a 23 fue sustituido por el de 19,45 a 23,15, suprimiéndose la opción de ingreso a
primera hora, como así también el recreo entre cada hora escolar, estableciéndose sólo un descanso de
cinco minutos entre la primera y la segunda y la tercera y la cuarta; la pausa total se reducía a diez
minutos. Pasábase sin interrupción de una materia a otra y por espacio de ochenta minutos la atención se
mantenía tensa, el cansancio crecía, disminuyendo el poder de asimilación.
Lo más intolerable era el cuarto de hora final, que nunca pasaba. Nos sorprendía totalmente rendidos
y cada minuto parecía durar una hora, especialmente los sábados.
Había dos materias más que el año anterior, es decir, once.
El arquitecto Becker, titular de Historia, dotado de ironía mordaz, replicaba sin exaltarse; cumplía
los reglamentos con rigidez prusiana, siendo metódico en sus explicaciones. Pasaba lista antes de
principiar cada clase, exigiendo un lenguaje correcto; cualquier error era inmediatamente corregido.
Varone, muchacho de unos dieciocho años, famoso por su habilidad para dormir en el asiento
simulando restar atención, dijo al explicar las campañas del Norte: “El ejército de Belgrano se componía
"agatas" de... Instantáneamente fue interrumpido:
“¿C6m,o es esa palabra nueva que yo no conozco, señor Varone?”.
Una noche julio Luis Vázquez estaba de buen humor y lo saludó en francés, pero le replicó de
inmediato: “Guarde sus habílidades lingüísticas para otro”. Y a Valente, que en el curso de una
exposición se apoyó sobre el escritorio, le preguntó: “¿Está usted muy cansado, señor Valente?”.


II



El doctor Ventura Morera, hermano del primer profesor de la "Barra" enseñaba Química. Simpático
en su forma de ser, afable en su trato y espontáneo, aunque físicamente no se negaba el aire de familia, no
tenía la ironía penetrante ni la nerviosidad de Ángel. Le agradaba la materia y las fórmulas se sucedían
velozmente, hasta que llegaba al resultado final sin que le entendieran. Cuando se daba cuenta, en vez de
enojarse pedía que pasara alguien al pizarrón para que se le comprendiera mejor.
Tenia opiniones especiales con respecto a sus colegas, considerando que si el alumno no aprendía, el
profesor no había enseñada como debía. Sabía muy bien que sus discípulos del turno de la noche no
podían ser químicos perfectos después de una año de estudios elementales, con simultánea dedicación a
otros temas totalmente diversos y la circunstancia agravante de ocupar la mayor parte del día con sus
tareas de oficina; manteníase coherente a ese criterio, desgraciadamente no compartido por otros pares,
que juzgaban a su asignatura como la única importante y recargaban con tanto trabajo que no se podía
cumplir.
Aclaraba las exposiciones teóricas con experimentos sumamente interesantes y fácilmente
asimilables. Repetía frases para fijar situaciones especiales y hacía comparaciones que nada costaba
retener: “Todos los hidratos tienen agua; pero no todo lo que tiene agua es hidrato, así como todos los
paraguayos son americanos, pero no todos los americanos son paraguayos”.
Preparó en clase una bomba de azúcar, siguiéndose el experimento con singular interés: apagadas las
luces, contuvimos la respiración, con las pupilas fijas sobre la mesa del laboratorio aguardamos
impacientemente, pero la bomba no explotó.
Otra vez me tocó preparar ácido clorhídrico, con la ayuda de Julio L. Vázquez. Resultó muy cómico
porque como éste odiaba de alma las operaciones riesgosas y su felicidad aumentaba en forma
directamente proporcional con la seguridad, cuando Morera pidió que abriera la llave de gas, pues yo
tenía las manos ocupadas con un matraz, alguien gritó: "¡Cuidado que salta!", y quien saltó, hacia su
banco, fue el flamante auxiliar de laboratorio, entre las carcajadas del todos.
Vázquez tenía chispa y hacía reír en buena ley. Ignoraba el inglés y con lealtad a sus sentimientos, lo
proclamaba. El titular del idioma, doctor Vallejo, joven que aparentaba unos veinticinco o veintiséis
años, de pronunciación tan veloz que a menudo no se le escuchaba más que la mitad de las palabras, lo
había clasificado con la nota máxima del primer bimestre: un siete, compartido con Souza, el mejor
alumno en lenguas. La nota, lejos de disgustar por la evidente injusticia, fue un motivo de satisfacción ara
todos, Meses después, ante las pésimas respuestas de Vazquez a las preguntas de Va1lejo, éste lo miraba
so rendido re asaba su cuaderno de notas y cuando se cercioró de la absoluta certeza, no pudo aguantar
más y le preguntó: “Dígame, ¡yo a usted le puse siete punto?”.
Vázquez al frente, en inglés, significada fiesta segura; hasta fue necesaria la intervención del profesor
amenazando con echar a los que reirán.
Igual ocurría con francés, que dictaba Mr. Jost, uno de los docentes más ancianos, cuyos accesos de
tos catarral tan fuertes, hacían temer que saltara su tráquea. Lo mismo que el doctor Pruyansky,
pronunciaba la “rr” como “g”. Al pasar lista no leía: Alvarez, Ariza, Barboy… sino: “Alvaguez, Aguiza;
Bagboy…”
Carmelo G. Valente era el más feliz burlador de los clases de francés; tenía la virtud de añadir a las
traducciones, improperios y blasfemias dichos en perfecto napolitano, mirando a Mr. Jost por encima de
sus anteojos en perfecta imitación de sus gestos.
Tras un fuerte ataque de tos le gritó: " ¡Buen provecho!" Y a un segundo, añadió: "¡Eh, que inunda la
clase!"
Mr. Jost descargaba su furia contra un grupo de estudiantes inscriptos en años anteriores, cuyos
programas exigían un solo idioma, optando por inglés. Se sentaban en el fondo del aula y aunque
debían estar presentes, no participaban en la clase, ni podían ser llamados ni calificados. Y
acumulaba odio contra aquellos que no eligieron la lengua de Richelieu, aumentando su antipatía por
la falta de autoridad que tenía sobre ellos.
En la división, cualquier desacierto, cualquier irregularidad se atribuía con matemática precisión a
ese núcleo, con gran alegría de ellos por su inmunidad, Mr. Jost, sentado en su sillón al frente de aquella
larga aula, no podía advertir los movimientos que se hacían durante las pruebas escritas; y mientras
cuidaba con celo ejemplar que los de ese sector no molestarán, los demás copiaban cómodamente y con
depurada técnica. Todo estaba en uso: el "rollito'' o "machete" larga tira de papel, de unos cinco o seis
centímetros de ancho, que se enrollaba y desenrollaba en la palma de la mano, las tarjetitas, la
inscripción en pizarrones y bancos, anotaciones en los puños de las camisas, etc. Un alumno tenía un reloj
“Longines” de dos tapas de oro, valioso en su tiempo, pero entonces muy destrozado, sin agujas, ni
cuerda, ni pieza alguna que le permitiera funcionar; hizo un librito de forma redonda, igual a la esfera, lo
agregó entre ésta y tapa, resumiendo allí al lección.
A Mr. Jost le parecía rara tanta pasión cronológica, pero éste era un detalle insignificante frente a la
magnitud del odio que tenía por los de inglés.

III

Al ingeniero Antonio Lascurain y al doctor Abraham Rosenvasser correspondían, respectivamente,
matemática y Derecho Constitucional Ambos, que demostraban haber pasado con creces la cuarentena,
lucían una parecida calvicie y coincidían en fallas que, sin embargo, no disminuían el aprecio que sabían
conquistar, El ingeniero Lascurain se entusiasmaba con las fórmulas y las exponía con tanta velocidad,
que no se le podía seguir; y el doctor Rosenvasser, compenetrado de la aridez de su tema, esforzábase en
hacer claros y comprensibles sus conceptos, pero hablaba tan quedamente y con la misma voz que
provocaba bostezos. Para mayor desgracia le habían adjudicado las dos últimas horas de los lunes y no
era extraño que al tañido de la campana hubiese que sacudir a algún dormido, diciéndole: "Che,
despertáte: ¡acabó la hora!"


IV


Para Tecnología Mercantil designaron al ingeniero agrónomo Pedro F. Marotta, que fue decano de la
Facultad de Agronomía y Veterinaria, Hombre maduro, su cultura no se circunscribía a su técnica sino
también a otros problemas universitarios, haciéndose cargo de la clase sólo hacia fines de año.
Su presentación resultó cómica. Apareció vestido con singular elegancia: cuello duro
inmaculadamente blanco y muy alto, con puntas redondas, traía un chaleco encima de otro; usaba polainas
claras; tenía una frente amplia y despejada y sobre una oreja se había aplicado unos polvos blanco en tal
cantidad, que apenas llegó, Valente no pudo contenerse y gritó: “¡Uy!, ése se cayó en un barril de cal”.
Desdeñando la silla, se sentó sobre el escritorio cruzando las piernas con velocidad de cuadrumano;
a los pocos minutos las volvió a su posición, para cruzarlas de nuevo al iniciar su exposición.
Necesitó muy poco tiempo para demostrar su idoneidad técnica y pedagógica y enseñar lo que su
suplente no logró en varios meses. Trazó cuadros sinópticos breves y claros y para que se comprendiera
mejor la fabricación de la manteca, repitió los movimientos de la centrífuga de una máquina desnatadora.
Tomó una hoja de papel con la mano derecha y haciéndola girar repetidamente sobre la yema del dedo
medio izquierdo, decía: “Este platillo va dando vueltas . . . va dando vueltas ... va dando vueltas...”. Y
seguía hablando y haciendo girar el papel mientras se distraía mirando cómo los de la división de
enfrente formaban fila para retirarse.
Después de repetir más de una docena de veces las vueltas del platillo recapacitó, recordó que
estaba en el aula y señaló la función de la centrífuga.

Algo similar ocurría con los términos inusuales. Al tratar la fabricación del vino, luego del cuadro
sinóptico hizo referencia a la acción del "micoderma vini"; para grabar la palabra insistía, primero con
voz suave, luego más aguda, después más baja: "el micoderma vini ... micoderma vini ... mi-co-der-ma-
vi-ni . . . micoderma vini . . . "
Si se presentaba un problema de difícil solución que exigía razonamiento de fondo, se daba una
palmada en la frente con los dedos de la mano derecha, exclamando: " ¡Esos cerebros! ¡Esos cerebros!
Nadie podía copiar con él pese a que jamás asumía papel de vigilante, tan propio de quien no tiene fe
en sí mismo; sabía mantener la calma y la prestancia. Para una prueba, un muchacho 1levó su lección
pasada en un rollito que mantenía en su mano izquierda, haciéndolo correr disimuladamente con el pulgar.
El ingeniero Marotta, que acostumbraba a pasear tranquilamente por el pasillo que separaba las filas de
bancos, con el cuerpo erguido y la mirada al frente simulando no prestar atención, podía advertir lo que
ocurría a través del espejo que formaban los cristales de sus anteojos al reflejarse contra el fondo oscuro
de los pizarrones. No había mucha nitidez, pero captaba imágenes.
Ajeno por completo a esos paseos, el alumno seguía copiando con mucho entusiasmo sin suponer que
ya había sido descubierto. En determinado momento el ingeniero Marotta se detuvo a su lado; le levantó
la mano izquierda exhibiendo a los demás el rollito y sin mirar al que copiaba, exclamó: "¡Juventud,
juventud, divino tesoro!", y le puso un cero en la libreta de clasificaciones.
Marcadas diferencias técnicas y temperamentales había con su suplente; era éste bastante joven, alto,
flaco, de cara enjuta, pómulos salientes y mirada hosca; nunca reía y hablaba ininterrumpidamente con el
mismo tono de voz, aburridor y pesado. Apodado "Buster Keaton" y "Chufa seca", dictaba dos horas por
semana, los martes. Como se habían suprimido algunos recreos, muchas veces con tal de salir antes se
prescindía del segundo descanso, durando las clases ciento veinte ininterrumpidos minutos. En tales
condiciones el tañido de la campana era el fin cle una tortura; esas dos últimas horas invitaban al sueño,
no faltando ocasiones en que el profesor interrumpiera las disertaciones para echar a los que se habían
dormido sin el admirable estilo de Varone, alias "El bosque dormido" o "la bella durmiente del bosque",
que parecía escuchar atentamente pero en realidad estaba totalmente entregado a Morfeo.
El único hecho cómico ocurrido en esas clases tuvo por actor a Horacio Antonio Montalti, de unos
dieciocho años, cordial, sencillo, de una bondad rayana en la ingenuidad. Debía contestar preguntas
relativas a los filtros para agua y la función que en ellos cumple la vela de porcelana. Montalti
permanecía mudo; en vano se le insistía: "¿Para qué sirve la vela?". Seguía el silencio y volvía el
requerimiento: "con la vela, ¿qué hace?". Y a falta de respuesta del interrogado, contestó un comedido:
“¡Se la mete en la cola!”



V


El doctor Bernardo Poli, titular de Geografía, debía haber pasado fácilmente las cuatro primeras
décadas de su vida. Bajo y obeso, de cara redonda y cabello que raleaba, demostraba ser un trabajador
incansable, un maestro con vocación por la enseñanza, a la que se dedicaba con responsabilidad y cariño.
Explicaba continuamente tratando de llegar a la esencia misma de los hechos, analizando causas y
efectos. No pedía que se recordaran de memoria extensiones, poblaciones ni estadísticas absolutas;
quería convencer que la riqueza de las naciones se debía a factores determinados, siéndo innegable la
incidencia de los fenómenos telúricos sobre la naturaleza y el hombre, aunque sin constituirse en factor
exclusivo; que las principales fuentes de recursos eran susceptibles de influir en otros aspectos ajenos a
la propia economía y las posibilidades industriales de las naciones estaban en función no sólo de la
explotación de sus materias primas, sino de la capacidad de su aprovisionamiento y la voluntad y aptitud
de trabajo de sus habitantes.
Estudiaba los fenómenos naturales y los humanos, enseñando con profunda dedicación.
Al tratar etnología argentina, pasó Montalti. Como de costumbre, mientras el alumno exponía, era
interrumpido para aclarar conceptos o ampliar conocimientos. Al tratar inmigración, le preguntó si era
hijo de extranjeros, agregando ante la respuesta afirmativa: "¿Y se avergüenza de serio?" "No, señor",
replicó Montalti con firmeza.
Poli tomó la palabra; dejó por un instante la geografía y habló de los inmigrantes que desde lejanas
tierras llegaban a este suelo abierto a la iniciativa y a la acción, para ganar el sustento que su patria no
podía darles; exaltó a los hombres que no venían a "hacerse la América" sino a empezar una vida más
digna, más libre; recordó a quienes querían labrar su futuro al amparo de tina libertad desconocida en su
suelo natal y aquí formaban su hogar criando a sus hijos con amor y sacrificio, cimentando su
prosperidad y la de la nación que los acogía, a la que querían como segunda patria y a cuyo progreso
contribuían con su esfuerzo cotidiano, su labor constante y su fe en el porvenir.
Habló también de su padre, a quien tanto respetaba, que debió “agachar el lomo” para comer cuando
las circuntancias lo habían exigido, dedicando sus mejores años a la lucha por la vida, al bienestar de sus
semejantes, a la educación de sus hijos.
Reflejábase en la voz del orador una emoción auténtica, mantenida en el curso de su exposición que
fue un canto al hombre de trabajo, a la humanidad que pugna por abrir la ruta del porvenir. Escucháronse
sus palabras con hondo recogimiento y la máxima atención.
Poli era un Maestro. Se lo comparaba con aquéllos que no conocían otra forma de hacerse respetar
que aplicando suspensiones, malas notas o castigos. Y se pensaba que si los docentes comprendieran que
el respeto logrado por la fuerza no es sino temor y precaución que se transforma en desprecio,
cambiarían de táctica .


VI


Se deseaban profesores dotados no sólo de conocimientos técnicos, sino también de plena integridad
moral y gran espíritu de comprensión, y en apreciable número los tuvieron los integrantes de la "Barra"
Así era también el de Literatura, Natalio Abel Vadell, de unos. cuarenta y cinco años, obeso, alto, con
una expresión tranquila. y bondadosa que ganaba el cariño de sus alumnos.
Su legítima vocación por las letras se traducía a través de sus, vastos conocimientos. Viviente
enciclopedia poética, exponía mucho, describiendo minuciosamente a cada autor, concluyendo la
biografía con varias poesías dichas con gran sentimiento.
Delicado en todas sus manifestaciones, las travesuras que se hacían en su clase lo tenían sin cuidado;
sabía interpretarlas bondadosamente, como así también las inquietudes espirituales, que, recibían su
estímulo.
Así como en la infancia todos sintieron admiración por los bomberos o los agentes de policía, en la
adolescencia pasaron por el momento feliz del romanticismo, sin poderse sustraer a la tentación de su
pequeño pecado: escribir una poesía.
Uno de los más románticos de la división, Luis A. Pagliano, inspirado por una composión de versos
esdrújulos escuchada poco antes, compuso un poema de igual estilo. De haberlo guardado, todo hubiera
pasado desapercibido; pero fue sorprendido y a pesar de su negativa, la obra de Pagliano fue leída en
clase por Vadell; quien lo premió con sus felicitaciones.
Dividía su tiempo en dos partes: una mitad dedicada a explicaciones, biografías y estudios; el resto a
lectura de trozos escogidos de las literaturas española y argentina, de donde se obtuvo un elemento
magnífico para bromear. Los nombres más raros sirvieron ara bautismo de director y profesores
sustituyéndose sus apellidos auténticos por los Alcalí Baja, Azofaifa, Berenguela; Alí Fafez, etcétera.

Súpose una ingrata nueva: la desaparición del doctor Edmundo Rozas, Comentándose las causas de su
fallecimiento, díjose que la muerte de su esposa le había provocado tan grande dolor, que ni su recio
carácter lo pudo soportar,- y llegó a sus últimos años sin abandonar lo único que le quedaba: la escuela y
la literatura.
Tal vez en los instantes postreros, en un momento supremo de belleza literaria aplicada a la realidad,
habrá repetido por última vez los magníficos versos de Manrique:

“ Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir…”

VII


Diferenciábase nítidamente de todos sus colegas el profesor de Taquigrafía, doctor C. Joven,
elegante, de mediana estatura, cabeza grande y mirada huidiza, resultaba, de primera impresión, una fiera,
el terror de la escuela; pero el que lo conocía y sabía el remedio, cambiaba una suspensión por una buena
nota o un cero por un diez.
Gritaba; pero una voz un poco más fuerte que la suya, transformaba el tempestuoso mar en un lago de
aguas quietas.
El más ilustre bromista fue Francisco Álvarez. Flaco, alto, de ojos vivarachos, lograba adoptar
actitudes de idiota a la perfección; repentinamente atendía con cara de tonto o formulaba las preguntas
más necias con los gestos más absurdos. Silbaba delante de él, una, dos, diez veces; y cuando el profesor,
harto, gritaba: “¿ Quién silba?”, respondía con el mayor desparpajo: “Son los de la mañana, señor”. ¡Los
de la mañana!. Y la luna soberana en el cielo, indicaba que faltaban todavía muchas horas para el
amanecer. "¿Quién silba", respondía con el mayor desparpajo"Son los de la ma'nana, se'no?5. ¡Los de la
manana! Y la luna,
El éxito de ese hallazgo fue enorme; desde la primera vez que tuvo aceptación todos los males y todas
las culpas se atribuían a los de la mañana. ¿Había dibujos obscenos en el pizarrón, frases tomando el
pelo a los docentes, volaban las tizas, tiraban municiones? Siempre eran los de la mañana.
En una temporada se vivió la epidemia de las municiones, especialmente en la hora de taquigrafía. Se
apretaba una de ellas entre los dientes y con un palillo se la tiraba con fuerza contra el pizarrón o los
vidrios; a cada momento se oía el ruido que causaban chocando contra las maderas o el cristal y cuando
variada su destino y se dirigían al que estaba al frente escribiendo en taquigrafía, el agraviado exageraba
su furia y con creciente regocijo de los demás, amenazaba, injuriaba, protestaba y hasta tiraba el borrador
al suelo simulando terrible enojo.
Pasar al frente era uno de los muchos problemas de esas horas, pues todos insistían en ser llamados
al mismo tiempo y se levantaban de sus asientos moviéndose muchos más de lo excesivamente necesario:
-¡Paso yo, señor!.
-No, paso yo.
-¡Déjeme pasar a mí, señor!.
-¡No señor, hoy me toca a mí!.
El profesor gritaba: “¡Voy a llamar por lista!”, y apenas nombraba a alguien, el citado no quería pasar
y decía, haciéndose el ofendido: “¿Ahora para qué? ¡Yo quería pasar antes!”.
Esta situación de pases simultáneos se solucionaba a veces en la forma menos previsible. Después de
levantarse treinta manos, escuchándose de otras tantas bocas el consabido "¡paso yo, señor!", se
levantaba uno cualquiera, daba un paso adelante, exclamando con decisión: "¡Dicte nomás, señor!"
En ocasión de uno de los tantos tumultos en que todos chillaban, gritó el doctor C.: " ¡Silencio!
¿Quién habla acá? ¿Hablan ustedes o hablo yo?" Una vocecita muy suave y burlona, replicó: “¡Hablo yo,
señor!”
-¿Cómo dice? -replicó furioso el profesor.
-Digo que hablo yo, señor, cuando usted no habla –agregó quedamente Álvarez, con perfecta
expresión de idiota pintada en su rostro.
Otro día llevó a clase una colección de cencerros, sujetándolos con un piolín en el fondo de la sala;
con otro cordón, manejado con el pie mientras escribía, hacía sonar las campanillas con ruido estridente
y continuo; y simulando un enorme fastidio, decía:
-Señor, ¡aquí no se puede trabajar!
-¡Álvarez, siga escribiendo!
-Pero señor, yo no puedo trabajar. ¡Cómo molestan los de la mañana!
-¡Le he dicho que escriba!.
-¡Ufa! ¡cómo me secan los de la mañana!
Y seguía haciendo sonar las campanillas cada vez con mayor estrépito, mientras los demás camaradas
no adherían a la protesta porque no podían aguantar la risa provocada no sólo por el ruido cansador,
sino, principalmente, por esa cara inmutable, seria, ofendida, que podía mirar imperturbablemente al
rostro del profesor, mientras le silbaba en sus propias narices!.
Una vez el doctor C. contó un chiste. Nada tenía de extraordinario y, por más que buscaran, tampoco
se le halló nada cómico. Pero lo había dicho él y la división entera creyó indispensable celebrarlo. Rió,
para hacer más escándalo, a carcajadas con todas las vocales: quien bramaba "ja, ja, ja"; quien "je, je,
je" y así, sucesivamente. Por momentos parecía imposible que semejantes ruidos pudieran salir de
gargantas humanas. Y lo que al comienzo fue risa simulada se convirtió en auténtica, porque la provocaba
la cara del profesor ante la reacción de los muchachos y éstos, al lanzar tantos aullidos también rieron
del efecto, de los mismos.
Desde aquella ocasión, no contó más chistes.

Pasó Álvarez al Pizarrón cuando se estudiaban los "escapes", denominación que en estenografía se da
a un guión o continuación de un rasgo usado en determinadas circunstancias. Éste escribió, adrede, sin el
guión y cuando C. le indicó: "Escape", dejó la tiza y salió del aula como bala. Una delegación de
compañeros fue en su búsqueda, trayéndolo largo rato después.
-Dígame, Álvarez, ¿qué le pasó?
-Señor – exclamó éste con cara de bobo-, ¿no me dijo que me escape?
Otra noche suspendió a Ariza, quien volviéndose a sus camaradas les dijo con la mayor naturalidad:
"Bueno, muchachos, vámonos todos". Así se hizo y cuando sumaban ocho los que, adelantándose,
llegaban al corredor, pasó Cano que quiso suspenderlos sin más contemplaciones. Pero instantáneamente
hubo tantos gritos y amenazas, que Cano se asustó y dejó para ocasión más propicia aplicar las
puniciones.
No faltó, entre tantas y tantas bromas, alguna de subido matiz, que fue reprimida severamente con la
suspensión de la división íntegra, porque unánimemente quedaron cerrados los labios cuando quiso
conocerse al autor. Nada lograron amenazas ni insultos del subjefe de celadores. Nadie pronunció una
sola palabra. Con la misma naturalidad con que festejaron la burla aceptaron sus consecuencias, sin
proferir una sola queja, sin intentar un reproche.
El doctor C. tipificaba a ciertos profesores que en mayor o menor grado tiene toda escuela: no les
faltaba capacidad para enseñar, pero no tenían firmeza ni carácter y trataban de disimular esa falta,
amenazando o atropellando.

Una de las material que exigían mayor esfuerzo, era Contabilidad. La dictaba el contador público
Luis Juillerat, de carácter un tanto retraído, profesor de economía bancaria en la Facultad de Ciencias
Económicas y bastante exigente. El programa comprendía las actividades agrícolas y ganaderas y las
sociedades anónimas, con un total de cuatro horas semanales.
Aunque familiarizados con los asientos y los balances, el ritmo intenso que le imprimía motivó que un
alto porcentaje fuera a los exámenes de diciembre.


VIII



Tiempos difíciles vivía la República en 193 1. Los militares habían asumido el gobierno para
sostener las instituciones republicanas; pero iniciaban su gestión violando la vieja ley 252, de acefalía,
que reglamentaba la forma en que debía sustituirse al titular del Poder Ejecutivo.
El ejército intervino en la lid política olvidando su tradición sanmartiniana y abrió un capítulo nuevo
aunque no muy feliz en la historia argentina. Por vez primera desde la organización nacional, las
autoridades legítimas eran derrocadas por un acto de fuerza, anulando el período constitucional. En la
revolución del noventa, a pesar de las acciones bélicas, el vicepresidente de la República completó el
mandato del binomio elegido. En 1930, al desconocerse al Poder judicial, que actuaba con independencia
de criterio, sin sometimientos ni adulaciones; al ignorarse un Senado, que no apoyaba al presidente; al
desconocer que la Carta Magna no había sido violada ni anulados los derechos de los ciudadanos, que
los gozaban en su plenitud, se abrían las puertas para la incertidumbre del futuro y la repetición' de estos
hechos destruiría el progreso argentino y la estabilidad de las instituciones. Ninguna fórmula presidencial
había sido anulada por la fuerza desde hacía ocho décadas. Y costaba creer que tanto movimiento militar
se debiera únicamente al desquicio administrativo que no podía negarse. Los universitarios, en ataques
de violencia creciente, hablaban del olor a petróleo en la sublevación de setiembre de 1930.
La ilegalidad gubernativa se completó con otro acto arbitrario y abusivo.
El llamado a elección de autoridades para la provincia de Buenos Aires pareció un globo de ensayo.
Pero en los comicios del 5 de abril de 1931 el pueblo, que había querido la terminación del desorden
pero no la implantación de la dictadura, repudió al gobierno provisional proclamando con su voto la
rotunda victoria de la fórmula radical Pueyrredón - Guido.
Ante el adverso resultado las autoridades de hecho anularon par decreto el veredicto de las urnas y
en los primeros días de mayo se publicó la convocatoria a elecciones generales en todo el país, para el 8
de noviembre de 1931. Temeroso el gobierno de un nuevo rechazo popular en cualquier acto normal, vetó
el binomio presidencial radical Alvear - Güemes, lo que motivó la abstención de ese partido.

La Universidad estaba sometida a una vigilancia excesiva; las Facultades, constantementes rodeadas
de agentes policiales uniformados o de particular y tropas de caballería, contenían, en su interior,
pesquisas de investigaciones llamados "tiras", con misión de espionaje y delación. Estas medidas
revelaban la incapacidad y el miedo de las autoridades, que olvidaban que la juventud estudiosa sabe,
como decía Ingenieros, "poner la proa visionaria hacia una estrella y tender el ala hacia tal excelsitud
inasible, afanosa de perfección y rebelde a la mediocridad, porque lleva en sí el resorte misterioso del
Ideal, ascua sagrada capaz de templarla para las grandes acciones.

El 2 de mayo de 1931, ante la rebelión estudiantil por la supresión de los postulados de la Reforma
Universitaria, fue asaltada la Facultad de Medicina por tropas de caballería del escuadrón de seguridad.
Hubo una nota pequeña que matizó de buen humor ese ambiente dramático. Estábamos en la esquina
de Charcas y Callao cuando comenzaron a aproximarse hacia nosotros, autos, motocicletas, bicicletas y
otros elementos policiales. Al avanzar el primer coche hacia el grupo que formábamos julio Luis
Vázquez, de la Peña, los hermanos Caletti, Ariza, Pagliano y algunos más, vimos que, de repente, por
Callao en dirección al norte se- desplazaban vertiginosamente un sombrero y un sobretodo. Unos
instantes de atención fueron suficientes para advertir que Vázquez, como medida de seguridad, había
resuelto alejarse de la zona peligrosa con la velocidad de una flecha.
Los días 4, 5 y 6 de mayo, se extendió la huelga a la Escuela de Comercio, que la habían desanexado
de la Facultad, haciéndola depender directamente de las autoridades de la Intervención de la
Universidad. La forma como se había adoptado la medida y el nombramiento para ella de rector y
vicerector no presagiaba nada bueno, como se confirmó a los pocos días.
El 7 de mayo un grupo numeroso de escolares bajó al patio al sonar el recreo de la segunda hora,
pidiendo a gritos la anulación de las medidas y la renuncia de los nuevos funcionarios. En el griterío
ensordecedor mezclábanse los vivas a la reforma y a la libertad y las censuras a las autoridades.
Aquella noche no estaba el rector en su despacho; únicamente se hallaba presente el nuevo vicerector,
que era el director del turno de la noche. Cuando trató de adelantarse y hacerse escuchar, fue recibido a
los gritos de: “¡ Que renuncie! ¡Que renuncie!”.
Logrado un minuto de silencio, hizo algunas consideraciones y aseguró que no dejaría su puesto
porque se lo pidiesen los estudiantes; pero no pudo agregar ni una palabra más, porque atronó los aires
un unánime alarido: " ¡ Que renuncieeeeeee! "
Ante esa demostración inequívoca, el vicerector abrazó sollozando al alumno que estaba más
próximo, conquistando con ese gesto la simpatía de todos.
En esos momentos de angustia no se discutía la situación de una persona; se combatían las medidas
arbitrarias de un gobierno dictatorial cada y uno le hacía frente en su propio ámbito.
Al día siguiente Pagliano y yo recorrimos diversas divisiones, especialmente de primero v segundo
años, invitando a bajar al patio al primer toque de campana, para hacer dimitir al rector y anular la
desanexión de la escuela. Así se hizo y durante largo rato gritaron hasta enronquecer: "¡Viva la Reforma
Universitaria! ¡Viva la Universidad libre de intervenciones! ¡Que reanexen la Escuela a la Facultad!"
Desprendióse de entre los amotinados una comisión reducida para entrevistar al rector, que paseaba
furioso por el "hall" del edificio; y éste, recibiéndolos con enojo, les respondió airadamente, subrayando
su negativa con la exhibición de un gran despliegue de fuerzas policiales.
Hubo profesores respetables que esa noche alentaron a los muchachos a no cejar en su movimiento,
instándoles a no permitir el avasallamiento de sus derechos. En su exhortación al mantenimiento de una
conducta viril que la Nación reclamaba de todos sus hijos, vibraba la defensa de la causa de la libertad y
la democracia y el respeto a los maestros de la juventud, que conocieron el sacrificio en aras de su ideal.
La fuerza pudo más que la razón y la protesta fue sofocada con la clausura de las clases nocturnas por
diez días y la expulsión de doscientos estudiantes, arbitrariedad callada por la generalidad de los
órganos periodísticos mereciendo únicamente la atención del diario del partido Socialista "La
Vanguardia", que en dos artículos divulgó las drásticas medidas y llamó a la reflexión a las autoridades.
En ese estado espiritual se festejó el 25 de Mayo. ¡Triste evocación de la libertad!.

IX


Demasiado desatinada había sido la medida adoptada; no podía concebirse que fuera producto de una
mente aquilibrada. Así parecieron percibirlo sus propios autores y reconsiderándola, acordaron admitir
reinscripciones a partir de junio de 1931.
Exigióse como "conditio sine qua non" la presentación de los padres, como niños de grados
inferiores, olvidando cuántas veces había dicho el director de la noche: "Ustedes, los futuros padres de la
patria, los hombres de estudio y de trabajo en cuyas manos se deposita el porvenir. Ustedes, que tienen la
dignidad de ganarse la vida con su propio esfuerzo y se sacrifican estudiando para ser útiles al hogar y a
la sociedad, después de tantas horas de trabajo. . . "
Pero cuando iban los padres les informaba que los hijos eran chiquilines revoltosos que iban a la
escuela únicamente para hacer bochinche; y como lo expresaba con tono solemne transfiriendo a sus
palabras la autoridad que investía, los progenitores salían más decepcionados que convencidos.
Sucedió que en una división de quinto año protestando por un movimiento de rebeldía, increpó a sus
oyentes: "Manga de chiquilines . . . " No pudo seguir. Súbitamente se levantó uno de los aludidos
exclamando en tono autoritario: "Doctor, exijo el respeto que merezco por mis 42 años de edad y por ser
padre de dos criaturas". El director, que no esperaba semejante reacción, no sabía dónde ocultarse;
cuando logró recuperarse, sin levantar los ojos del suelo dijo: "Tratar así a vuestro padre espiritual, que
se desvive por vosotros. . . "
Los Caletti fuimos reincorporados; previamente debimos adjuntar al expediente una declaración
jurada de este tenor: "Me comprometo en lo futuro a observar buena conducta y contracción al estudio.
Mi señor padre garantizará mi comportamiento". Además, un profesor debía responsabilizarse por los
reincorporados, teniendo ese noble gesto, cuya valentía resaltaba teniendo en cuenta las circunstancias,
los doctores Ventura Morera, por mí, e Imaz, por Oberdan.
Casi un bimestre después de la expulsión, ambos quedamos reincorporados definitivamente, logrando
rendir algunas pruebas; pero no pudimos evitar que en varias asignaturas, la calificación fuera cero o
desaprobado.


Felizmente, en medio de tan sombrío panorama interno e internacional, una noticia llenó de
esperanzas y regocijo: el advenimiento de la república en España.
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 constituyeron un clarísimo pronunciamiento
popular contra la dinastía borbónica; así lo entendió la Casa Real, que al siguiente día de la
proclamación republicana abandonó el suelo español.
Fue un acontecimiento de extraordinaria trascendencia, una revolución sin necesidad de armas, ni
derramamientos de sangre, ni, odios fraternos. La papeleta del voto depositada en la urna, representando
la soberanía de un pueblo, había expresado su voluntad de regirse por el sistema republicano, y había
triunfado.
En esa ebriedad de ilusiones y alegrías nadie pensó que un quinquenio más tarde sucumbiría ahogada
en sangre que regó generosamente el territorio peninsular, luego de ver destrozadas sus tierras por tropas
extranjeras que abusaron de su fuerza bruta, porque ignoraban el sentido del valor, la nobleza y la
humanidad.


XI


Sentíamos, entonces, la plenitud de la vida, con los altibajos de una época excepcionalmente difícil.
A la incertidumbre del momento, la ausencia de libertades y el terror reinante, debía sumarse la crisis
nacional e internacional. Sin embargo, las decepciones no nos vencían, ni pensábamos dejarnos llevar
por la desesperación.
Era la edad encantadora de las quimeras y las alegrías, del optimismo y el desinterés, de la fe en el
mañana, en que cada uno sabe que tiene que reconstruir el mundo de manera mejor y ,esa utopía le insume
tanto tiempo y tantas energías, que no le quedan horas libres para la reflexión ni el desaliento; edad
magnífica de la creación, la solidaridad; el espíritu, no contaminado aún por mezquinas pasiones, vibra al
impulso del ideal.
Un magnífico grupo de camaradas componía la "Barra de los tres golpes".
Luis Antonio Pagliano no había pasado aún sus dos primeros decenios cuando cursaba cuarto año. De
mediana estatura, delgado, ojos grandes, salientes y expresivos, tenía una nariz tan respingada que le
decían "nariz de enchufe de toma corriente". Noble, muy desinteresado, un tanto débil de carácter,
siempre estaba dispuesto a ayudar a todos. En la lucha que para la formación de su personalidad se había
trabado entre su "yo materialista" y el espiritualista, había triunfado éste en forma abrumadora.
Romántico, bohemio, sentía innata inclinación por lo sentimental y lo bello. Leal como el que más,
siempre participaba en cualquier acto tendiente a salvar a un compañero. No fue alumno brillante en
aplicación ni destacado conductor en lides políticas; pero tenía esa fibra moral que sabe dar a la amistad
el excepcional valor que tiene.
Francisco Álvarez se incorporó a la "Barra" en 1930, sentándose al lado de su antítesis: Francisco di
Giano, un gordo bajo y tranquilo; en permanente jarana, siempre buscaba motivos para diversiones
ingeniosas y de alto vuelo. Narraba graciosamente una anécdota de años anteriores, cuando, en
Matemáticas, llamaron a un joven revoltoso. El profesor le pidió que trazara una línea indefinida y aquél,
muy contento, comenzó a escribir con la tiza una raya que, partiendo del marco, cruzó todo el pizarrón,
siguió por la pared del aula, pasó a las del patio y, viendo por casualidad la puerta de calle abierta,
siguió rayando la pared de toda la manzana. Regresó diez minutos después, con la alegría pintada en su
rostro exclamando que ya lo había hecho; pero el profesor, desdeñando tanto esfuerzo mental, resolvió
suspenderlo por unos días con la confianza, quizás, de darle más tiempo para reflexionar sobre el
infinito.
Álvarez, campeón de las bromas, copiaba frente a los profesores mientras los contemplaba en actitud
desafiante. Podía considerársele justicieramente como el arquetipo del estudiante que hace creer hasta a
los menos creyentes, en la existencia de una Divina Providencia que pone en cada escuela un joven
determinado, con la sagrada misión de mantener constante bullicio, de armar escándalos, de burlar a
todos, eludir las lecciones y alegrar la vida escolar. En efecto: tanta vivacidad no le impedía mantener el
más amplio sentimiento de solidaridad y compañerismo Versificador ingenioso, fue el inventor del
alarido: ¡Torero!, que se convirtió en el grito de guerra de la ".Barra".
Rafael L. Ariza, su colega de "duo", destacábase en los estudios y en la actuación política, aunque no
ocupara cargos en el Centro de Estudiantes. Una característica original lo hacía inconfundible: su
dentadura postiza, que usaba desde la infancia. En cierta ocasión Ortega lo desafió bromeando: " ¡Te voy
a bajar los dientes!" "No hace falta", contestó Ariza; con un simple movimiento bajó su dentadura ante el
estupor de los presentes. Excelente estudiante, la circunstancia de que ocupara lugar de primera fila en
cuanto a bromas atañe, no le impidió ser una de las más autorizadas veces de la división, a la cual
ingresó en 1929.
Federico Raúl de la Peña, apenas un par de años mayor, figura entre los fundadores de la "Barra".
Contraído al estudio, tenía mucha finura y felices ocurrencias. Igual que Alvarez, Ariza y otros, sabía
burlarse sin caer en groserías. Imitaba con gracia a los profesores y a los camaradas, componiendo
versos con ingenio. Durante los cinco años tuvo por compañero de banco a su coetáneo julio Luis
Vázquez, de menor estatura, inquieto, estudioso, impulsivo, de verbo fácil y respuestas rápidas, famoso
por sus corridas ante la policía y su fonética inglesa, que provocaba risas incluso al profesor. Tenía la
costumbre de preguntar cosas raras o imitar la pronunciación de los sajones que hablaban, en su opinión,
con una papa caliente en la "bouca".
Ernesto H. Furlani sobresalía por su estatura, faltándole pocos centímetros para llegar a los dos
metros. En su pescuezo, largo y delgado, se marcaba notablemente la nuez, circunstancia que
aprovechaba para poner sobre ella su rnoñito y subirlo y bajarlo a voluntad. Poseía excepcional
habilidad para sacar cosas de los bolsillos ajenos, como si fuera cleptómano profesional: detenía a
alguien con cualquier excusa y al terminar la conversación le decía: "A propósito, che, te regalo este
pañuelo", y le alargaba el que lucía poco antes el obsequiado. Bromeaba por temporadas, pero cuando lo
hacía, tenía éxitos sorprendentes. A él llegó a corresponderle el puesto más inmediato al “cuarteto
clásico”.

Con modalidades opuestas a los anteriores, distinguíanse Oberdan Caletti y Domingo de Souza.
Aquél, que en primer año fue revoltoso, cuyo sombrero verde oliva, usado como borrador,
lustrazapatos, pelota y pendón, era un símbolo, había cambiado notablemente, calmando primero sus
ímpetus, dejando, más tarde, de participar en las algarabías. En tercer año intervenía activamente en
política escolar; en cuarto, con más intensidad aún; en quinto, estaba totalmente absorbido por ella.
Afiliado al partido Reformista, pasó a ocupar pronto puestos directivos, desplegando intensa actividad y
relegando el estudio a plano secundario.
Sólo por excepción participaba en las bromas, igualando en ese aspecto al cejijunto e impulsivo
Souza, quien, además, rechazaba la política, atacaba al Centro de Estudiantes por inútil y detestaba la
algarabía propia de la edad. Personaje singular, huraño, taciturno, de baja estatura, su desgreñado cabello
reflejaba su permanente pelea con el peine, en la misma forma en que con su vestuario eludía la elegancia
masculina. Excesivamente contraído al estudio, sus horas libres transcurrían en las bibliotecas. Como si
eso no fuera suficiente, siempre iba cargado con varios libros, formando un todo inseparable él sus
volúmenes. Ese conjunto se llamaba “pibe biblioteca”, o “biblioteca ambulante”, o “el portugués”.
Conocedor de una impresionante colección de palabras raras, disponía de una inacabable e
imponente serie de imprecaciones que vomitaba con perfecta fluidez y con la furia del volcán en
erupción, contra los que chanceaban a su costa; y las pronunciaba en correcto castellano, portugués,
inglés y francés, con especial dedicatoria a sus burladores y a un centenar de generaciones predecesoras.
Así como Oberdan se apartaba del ambiente escolar desbordante de alegría, absorbido por la
exaltación política excluyente, alejábase Souza del risueño medio, como si su pasión desmedida por los
libros lo quitara de la realidad.
A pesar de todo ello, ninguno de los dos estaba ausente en los momentos en que se requería la
solidaridad unánime; más aún: ni uno ni otro dejaban de festejar y aún participar en las jaranas de
Taquigrafía.


XII


Pocas cosas resultaban tan desagradables como la asistencia de los sábados. Descartada la
destrucción de la llave de luz por la habilitación de otras salas, aguzábase el ingenio para hallar nuevas y
eficaces soluciones.
Una vez, al finalizar la segunda hora y cuando el hastío había llegado al colmo, alguien tuvo la
ocurrencia de formar filas y salir directamente. Así se hizo instantáneamente. La alineación fue perfecta,
actuando julio L. Vázquez como celador.
El portero, al ver una división tan disciplinada, suponiendo que estaba llevada por sus funcionarios
regulares abrió la puerta cancel y los muchachos saludaron hasta el lunes; pero al llegar a la calle se
descubrió la maniobra conminándolos a regresar bajo pena de suspensión. La elección no ofrecía
dificultades: así, pues, nos alejamos apresuradamente.
El lunes, al entrar a clase, nos notificaron la suspensión colectiva por cuatro días, con asistencia.
Hubo protestas unánimes, amenazas de cumplimiento de la medida no concurriendo a la escuela; todo fue
inútil y el castigo quedó vigente. El mayor peligro residía en que se computaban las inasistencias y al
final de cada bimestre, a pesar de que nunca faltábamos, teníamos seis, siete u ocho faltas. La posibilidad
de quedar libres a la novena era la espada de Damocles suspendida sobre cada uno de nosotros.

La "tapada" de tercer año fue sustituida por otra novedad, el pase". Un libro, o un grueso cuaderno,
levantado todo lo que el brazo permita, se descargaba con fuerza sobre la cabeza del ocupante del banco
delantero al grito de “¡pase!”. La víctima, sin inmutarse, repetía la operación; y sucesivamente todos
recibían el bautismo hasta que alguien, de mal humor, juntaba los libros que recibía y los tiraba con
unánime regocijo, excepto el dueño de las cosas tiradas.
Hubo un retorno momentáneo a las batallas de tizas, borradores y gomitas; pero esta vez tenían un
solo destinatario: Souza. Este enfurecía; gritaba; insultaba; atribuía ascendencia yeguariza o caballar a
todos los que veía y soltaba los términos más extravagantes que se le ocurrían, con incontenible júbilo de
todos ¡Era un espectáculo grandioso!.

Llegó el 9 de Julio, celebrándose la fecha con el consuetudinario acto, que esta vez no contó con la
presencia del director; tampoco asistió el rector.
Las recientes medidas estaban demasiado frescas en las mentes y el malestar no había pasado. En la
mitad de la ceremonia, sin que nada pudieran hacer para impedirlo celadores ni ordenanzas, se tiraron
con profusión volantes impresos contra algunas autoridades. Y tras referirse a la expulsión de los
doscientos alumnos, concluía con esta reflexión: "... ¡y viene a predicar moral y honradez a nuestra
escuela de comercio!"

XIII


Los vínculos de amistad entre los camaradas transcendían el ámbito escolar echando hondas raíces en
la respectivas familias. Las madres veían en los camaradas de sus hijos a otros familiares, siguiendo las
alternativas de sus estudios, sus trabajos y sus hechos, con la misma efectuosa preocupación con que
seguían las de sus propios hijos. Había en todos una vocación hogareña admirable y ninguna diferencia
de edades podía cortar un sincero compañerismo.
En tres casas, principalmente, celebrábanse las tertulias: la de López Mecatti, la de Valente y la
nuestra, En ésta las reuniones tenían marcado tinte político, En el inmueble que ocupábamos en
Corrientes 2123 habían instalado su sede los periódicos reformistas de la Facultad de Ciencia as
Económicas y de la Escuela de Comercio. Allí se congregaban los dirigentes de ambas agrupaciones:
Homero B. de Magalhaes Américo Morera Segundo L. Juárez Roberto Tumini Plinio Paladino Edmundo
Rembado Roberto J. J. Aprea, Dardo Cúneo, Juan Carlos Lavado y muchos otros más, coordinando la
acción a desarrollar.
En lo de López Mecatti las reuniones tenían carácter más amable, no localizándose sólo en el
domicilio, sino excediendo ese ámbito. Una noche nos invitaron a la celebración de una boda en la
vecina localidad de Florida. Nota característica fue la impresionante escasez de bebidas y comestibles y
esa circunstancia fue un motivo más de diversión.
Cacareaban los gallos anunciando el día cuando emprendimos el regreso y aunque la búsqueda de un
lugar donde desayunar el café con leche que Pagliano reclamaba no tuvo éxito, ocupamos un vagón del
tren para el viaje de vuelta. La intimidad, o tal vez el hambre, inspiró a Pagliano que con su hermosa voz
de barítono entonó las estrofas de una canción, nueva para todos, pero tuvo la virtud de contar con tanta
aceptación que al poco tiempo se convirtió en el Himno Nacional de la “Barra”, entonándose en cuanta
oportunidad había. La “canción del carrito”, muy larga, traducida luego al inglés, comenzaba así:

“Mi papá tenía un carrito.
trulalá;
mi papá tenía un carrito,
trulalá;
con él iba a vendar nabos,
trulalá;
con él iba a vender nabos,
trulalá;
todos los días al mercado.”


XIV


Apareció el segundo número de "Los Peritos Mercantiles", con buena presentación y abundante
material de lectura. Aunque todo se concentraba en una persona, quedaba bien hacer figurar una Comisión
Directiva, y ésta se formó de inmediato, con un jefe de Redacción, Pagliáno, que adoptó el nombre de "T.
Rible Q. Entero"; el primer poeta oficial, de la Peña, alias Gildeberto Baúl de las Penas, y como segundo
poeta, Álvarez, apodado "M. T. Hrio K. Morrero". Este último nombramiento fue el premio a su
inspiración lírica, pues compuso una larga y memorable poesía intitulada "Taqui-cachagrafía", dedicada
al "distinguido profesor del ganchito y circulito a la derecha", cuya lectura en clase fue un éxito rotundo.
Poco después se publicó también el suplemento político "El Clavo", órgano oficial de la Lista Negra.
Allí no concluían las actividades literarias. Álvarez aprovechaba las cansadoras clases del suplente
de Marotta, para componer los poemas que luego leía ante un público entusiasta.
Todo era motivo de versos: hasta mi viejo sombrero recibió homenaje en forma de soneto, que reseñó
sus glorias. Pero si se aplicaban proporciones, el de Barboy, el calmo petiso de la división, hubiera
merecido entonces toda una epopeya.
Una noche al principiar taquigrafía, el pizarrón, saturado de fórmulas poco antes, apareció
repentinamente limpio. A su derecha, colgado de un piolín desde la perilla del marco de madera, vióse el
sombrero de Barboy prácticamente indefinible, arrugado, cubierto de tiza y sin ninguno de los elementos
que lo hubieran podido caracterizar como prenda de vestir.
Cuando su dueño entró al aula vio algo raro, pero no se preocupó; más cuando pudo reconocerlo, una
vez repuesto de su sorpresa cerró los ojos, que tenia desmesuradamente abierto, y llevándose una mano a
su amplia frente, exclamó con desesperación: “¡mi sombrero!”


XV


La lucha cotidiana, el peligro permanente, aceleraron el proceso de madurez política de la juventud.
Había avidez creciente por el conocimiento de los problemas, intensificándose los alusivos a la vida
estudiantil.
Hubo oportunidad de conocer la Reforma Universitaria viviendo un clima de acción heroica, que
permitió sentir en carne propia la gesta de la magnífica generación del 18.
Como la revolución de un siglo antes, el movimiento, aunque, nacido en la República Argentina, era
esencialmente latinoamericano y afirmaba, en nombre de una conciencia democrática y libre, un ideal de
redención espiritual, de emancipación política y económica, y la condenación de la mediocridad,
magistralmente expresados en el documento que constituye el "Manifiesto Inicial de la Reforma
Universitaria", con el siguiente texto:

"La juventud de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica”:

“Hombres de la república libre acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo xx, nos
ataba a la antigua dominación monárquica y monástico. Hemos resuelto llamar a todas las cosas con el
nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una
libertad más. Creemos no equivocarnos: las resonancias del corazón nos: lo advierten; estamos pisando
sobre una Revolución, estamos viviendo una hora americana.
La rebeldía estalla ahora en Córdoba y es violenta aquí porque los tíranos se habían ensoberbecido y
era necesario borrar para siempre el recuerdo de los contrarevolucionarios de Mayo. Las universidades
han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización
segura los inválidos y –lo que es peor aún- el lugar en donde todas las formas de tiranizar e insensibizar
hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así el fiel reflejo de estas
sociedades decadentes, que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso
es que la ciencia, frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al
servicio burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus, es para arrepentirse
luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas
naturales llevan a mediocrizar la enseñanza y el ensanchamiento vital de los organismos universitarios no
es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria.
Nuestro régimen universitario -aun el más reciente- es anacrónico. Está fundado sobre una especie
del derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en
él muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La Federación Universitaria de Córdoba se alza para luchar
contra ese régimen y entiende que en ello se le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente
democrático y sostiene que el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes. El concepto de
autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes
universitarios no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la sustancia misma de los
estudios. La autoridad, en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando:
enseñando. Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza
es hostil y, de consiguiente, infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden.
Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un reglamento o de un estatuto es, en
todo caso, amparar un régimen cuartelario, pero no una labor de ciencia. Mantener la actual relación de
gobernantes a gobernados es agitar el fermento de futuros trastornos. Las almas de los jóvenes deben ser
movidas por fuerzas espirituales. Los gastados resortes de la autoridad que emana de la fuerza no se
avienen con lo que reclaman el sentimiento y el concepto moderno de las universidades. El chasquido del
látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silencio de
los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa que cabe en un instituto de ciencia la del
que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla.
Por eso queremos arrancar de raíz en el organismo universitario el arcaico y bárbaro concepto de
autoridad que en estas casas es un baluarte de absurda tiranía y sólo sirve para proteger criminalmente la
falsa dignidad y la falsa competencia. Ahora advertimos que la reciente reforma sinceramente liberal,
aportada a la Universidad de Córdoba por el doctor José Nicolás Matienzo, sólo ha venido a probar que
el mal era más afligente de lo que imaginábamos y que los antiguos privilegios disimulaban un avanzado
estado de descomposición. La reforma Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria, ha
sancionado el predominio de una casta de profesores. Los intereses creados en torno de los mediocres
han encontrado en ella un inesperado apoyo. Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de un orden
que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se
nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho sagrado a la insurrección.
Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza, es el destino heroico de la juventud. El
sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única
recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son -y dolorosas- de todo el continente. ¿Que en
nuestro país una ley -se dice- la ley Avellaneda, se opone a nuestros anhelos? Pues a reformar la ley, que
nuestra salud moral lo está exigiendo.
La juventud vive siempre en trance de heroísmo. No se equivoca nunca en la elección de sus propios
maestros. Ante los jóvenes no se hacen méritos adulando o comprando. Hay que dejar que ellos mismos
elijan sus maestros y directores, seguros de que el acierto ha de coronar sus determinaciones. En adelante
sólo podrán ser maestros en la futura República Universitaria los verdaderos constructores de, almas, los
creadores de Verdad, de Belleza y de Bien.”


XVI


El período lectivo concluyó el viernes 6 de noviembre, con el examen de Derecho Constitucional,
rendido a la segunda hora.
Dos días después había comicios generales en todo el país para elegir Poderes Ejecutivos y
Legislativos nacionales y provinciales.
Los estudiantes, partidarios de mente y de corazón de la Alianza Socialista - Demócrata Progresista,
aportaban su entusiasta concurso a los actos políticos.
El 15 de setiembre de 1931 se había proclamado la fórmula presidencial integrada por Lisandro de la
Torre y Nicolás Repetto. Nos declaramos en huelga acudiendo en masa al teatro Coliseo, frente a plaza
Libertad, que no pudiendo contener al enorme conjunto de ciudadanos, había obligado a éstos a ocupar un
sector muy vasto de la calle y la plaza. Fue un espectáculo maravilloso. La población apoyaba con
entusiasmo a esos preclaros estadistas y la palabra esclarecedora de los oradores arrancaba atronadores
aplausos.
Lisandro de la Torre, uno de los más notables parlamentarios que conoció la República en la primera
mitad de este siglo, y Nicolás Repetto, enjundioso político cuya figura trascendía los límites de un
partido, y cuya acción le abría las puertas al procerato, transformaron la tribuna en una cátedra de
civismo y de economía; y Mario Bravo, orador excepcional y legislador eminente, subrayaba sus
profundos pensamientos con la belleza de su inspirado estro.
El coro "Juan B. Justo" interpretó magníficamente el Himno Nacional Argentino, la Marsellesa, el
Himno de los trabajadores y otras canciones, mientras la gente aplaudía con frenesí. ¡Maravillosa sesión!
¡Fiesta magnífica de la ciudadanía que acudió a rendir culto al pensamiento, a la dignidad, a la voluntad
de conducir hacia adelante, con lealtad, honradez y legalidad, la tierra donde se ha nacido, amado y
vivido!
A la terminación del acto se organizó una manifestación en forma espontánea; pero al minuto un son
estridente y metálico rasgó los aires; y al instante, tropas del escuadrón de caballería de seguridad
cargaban con los sables desenvainados sobre hombres, mujeres y niños, como si los que montaban los
nobles brutos carecieran de sentimientos humanos.
Empero nadie tenía derecho de asombrarse. Cuando se vive en una dictadura, para los hombres que
necesitan el apoyo de las bayonetas para mandar nada hay más peligroso que la libertad de pensamiento.

Después de esa proclamación, la Unión Libre Universitaria realizó otro acto en el teatro Onrubia, ex
Victoria, sito entonces en San José y Victoria: acudimos en masa al lugar.
El excesivo despliegue de fuerzas policiales y la convicción absoluta de la más completa falta de
miramientos no podían arredrar a la juventud, perseguida con sucesivas cargas de caballería de una
brutalidad estúpida. Mil veces se deshacían las columnas y mil más se rehacían; otras mil resonaba el
clarín y en plena carrera, huyendo de los sablazos, mil veces se gritaba: "¡Viva la democracia! ¡Abajo la
dictadura!"
Había aparecido una nefasta organización militarizada: la "Legión Cívica Argentina"; nada tenía de
cívico y menos aún de argentina, porque, como los exaltados nacionalismos, copiaba servilmente una
barbarie foránea: el fascismo. Los choques entre "legionarios" y estudiantes no eran raros y no obstante
la impunidad de que aquéllos gozaban, no tardaban en huir cobardemente cuando veían que éstos les
hacían frente.
A pesar de la policía y los cívico-fascistas, las columnas marchaban alternando las canciones
argentinas con las rojas estrofas que cantaban a la redención humana.
Salían de labios de trabajadores del músculo y del cerebro, labios de soñadores de un mundo mejor,
más fraternal. Las organizaciones obreras eran, entonces, verdaderos centros de lucha y de
perfeccionamiento; los trabajadores, embravecidos en la cotidiana fajina, no permitían su explotación por
seudo-dirigentes y apóstatas; un sentido de libertad individual y una conciencia social los animaba y
acostumbraban a pensar por sí mismo, sin recibir órdenes, sin admitir incondicionalidades a patronos y
menos aún, a negociadores del obrerismo.
Por eso tales manifestaciones tenían el valor de la autenticidad. Las columnas continuaban sus
marchas, siempre hacia adelante, cantando con devoción su admirable himno:

"Su, fratelli! su, compagni!
su venite in fitta schiera;
sulla libera bandiera
ol dell'avvenir!"



El 6 de noviembre, simultáneamente a la conclusión de las, clases, llevábase a cabo el acto final de
la propaganda política; la Alianza Socialista-Demócrata Progresista lo hacía en la Plaza Lezica.
Apenas entregadas las pruebas de derecho salimos volando a la calle y tomamos un ómnibus que nos
llevaba allá.
Durante el trayecto abundaron los cantos, los vivas a los candidatos y los mueras a la dictadura;
llegamos hasta la plaza sorprendiéndonos la escasez de luz; supimos que habían cortado los cables de
transmisión por megáfonos y la poca animación y reducida concurrencia, indicaban el temor de
ulterioridades, como efectivamente sucedió.
Eramos veinticinco aproximadamente, y pasamos corto tiempo recorriendo las calles; ante el triste
espectáculo que ofrecían el silencio y la decepción de la gente, decidimos contrarrestar la desanimación
reinante y retemplar los espíritus: obtuvimos un éxito increíble.
Comenzamos a dar vueltas a la plaza entonando canciones. Furlani sobresalía del grupo con su
elevada estatura y sus largos brazos levantados dirigiendo el coro; sobre la marcha se agregaba gente;
más tarde aportó su concurso un afiliado socialista llevando un cartel; posteriormente alguien facilitó una
bandera roja, que enarboló Furlani y a la media hora de la iniciación la columna ocupaba varias cuadras
de largo.
Aumentó la animación al organizarse una segunda columna siempre encabezada por Furlani. Luego de
un instante de descanso, pues las gargantas estaban destrozadas de tanto gritar, sonaron los primeros
balazos, a los que siguieron estridentes toques de clarín, que causaron un desbande general. La caballería
cargó con su acostumbrada furia mientras los manifestantes corrían buscando refugio, sin dejar de gritar
con odio: " ¡Muera la policía salvaje! o ¡Abajo la dictadura! o ¡Viva la libertad!".
En un momento determinado, al tomar por la calle Campichuelo en dirección al norte, divisamos un
corralón con la puerta entre abierta: allí nos refugiamos.
Los asistentes al acto seguían huyendo a toda velocidad, perseguidos no sólo por la policía, sino
también por autos particulares que atropellaban o bien atrapaban a los fugitivos, introduciéndolos
violentamente en el coche. Esos conductores eran afiliados de la "Legión Cívica Argentina" y mientras la
gente- volaba atemorizada, advertía: "cuidado con los autos de la 'Legión"'.
Casi media hora permanecimos resguardados en el corralón conversando con el sereno, que
noblemente abrió las puertas apenas oyó el tiroteo. Gracias a esa actitud fuímos muchos los salvados de
graves contratiempos. Cada recién llegado aportaba nuevas informaciones sobre el ensañamiento policial
y de los "legionarios".
Cuando supusimos que había pasado el peligro regresamos a la plaza, ya entonces totalmente ocupada
por las fuerzas de seguridad que disolvían en forma instantánea e inútilmente enérgica, a todo grupo que
transitaba por las calles cercanas.
Llegamos al centro en lamentable aspecto: sudorosos, jadeantes, cubiertos de polvo. Cuando nos
acostamos aún resonaban en nuestros oídos los gritos de entusiasmo, los cánticos, las protestas, sones del
clarín.

En las elecciones del 8 de noviembre de 1931 triunfó la fórmula Agustín P. Justo-Julio A. Roca,
sostenida por partidos de heterogénea concordancia.
En la Capital Federal y la Provincia de Santa Fe, ganaron, respectivamente, los candidatos a
parlamentarios de la alianza y el candidato a gobernador demócrata r resista, Dr. Luciano Molinas.
Ambos triunfos fueron exponente de madurez política de los votantes, pues llevaron a esos rargos a
ciudadanos que con su honrosa actuación, contribuyeron al progreso del país.
Las denuncias de irregularidades y fraude en las provincias fueron excepcionalmente abundantes y el
riesgo que corrieron los fiscales aliancistas quedó registrado para la historia en la ingeniosa poesía de un
redactor de "Noticias Gráficas", diario que dedicaba una página a comentarios políticos. Decía así la
primera estrofa del poema, para pintar a un fiscal de la “Alianza”:

"Venía lentamente, tambaleante,
herido, amoratado y sin un diente;
y con tantos vendajes en la frente,
que parecía un moro con turbante "

XVII


Al agitado período de clases sucedió de inmediato el de exámenes; ni un solo alumno logró eximirse
en todas las materias y la preocupación por las pruebas nos mantuvo en constante contacto. No tuvimos,
pues, vacaciones.
Se resolvió celebrar la terminación del curso en forma novedosa: con un banquete. Después de
muchos conciliábulos, eligióse un bodegón en la calle Carabelas, frente al Mercado del Plata. Había
quien no quería entrar en el lóbrego edificio del "Volta", esa noche de fines de noviembre, pensando en
una posible intoxicación. Pero los escrúpulos quedaron de lado al pensar que sólo en un lugar semejante
podían reunirse para una diversión sin límites.
Se comió poco; mas no por pensar que los alimentos podían ser buenos un año antes, cuando eran
frescos, sino, simplemente, por la risa; ni un sólo minuto fue posible estar sin estallar en carcajadas.
Todo era motivo de burla, todo era diversión. Si en lugar de comida hubieran servido veneno, también lo
habrían aceptado de buen gusto los presentes, porque en ese momento no había lugar más que para la
alegría.

XVIII

A los pocos días comenzaron los exámenes, con variados resultados. Una materia nos enloquecía:
contabilidad de tercer año.
Nos reuníamos en casa con Pagliano y Valente, no para repasarla, pues no había punto que
ignoráramos, sino para hacer ejercicios de velocidad de cálculos; en la prueba escrita daban al
examinado un balance de saldos, le indicaban las existencias de mercaderías y las amortizaciones y sobre
esas bases se terminaba el balance general, fijándose el escaso tiempo de una hora, desde que comenzaba
el dictado. De modo que el escollo principal radicaba en la exactitud y velocidad de los cálculos, no
debiendo aplicarse, pues, casi ningún conocimiento de la materia. Tan absurda prueba deprimía,
ocasionando repetable cantidad de deserciones. Concepción poco feliz de un docente que prefería
reprobar neciamente en lugar de enseñar con vocación y cariño. Lógica consecuencia era el ingrato
recuerdo que se guardaba de él.
Las reuniones comenzaban en casa a las veintiuna, aproximadamente, prolongándose hasta la una y
media o dos de la madrugada, todas las noches hasta la de la prueba. Aprobado el escrito con la nota
mínima, al rendir el oral con igual resultado fue tan grande la alegría por la eliminación de esa pesadilla,
que de un salto salimos de la escuela, emprendiendo enloquecida carrera por Callao, en dirección al Sur,
sin detenernos en las esquinas para cuidarnos del tránsito; sólo al llegar a Corrientes recapacitamos,
festejando en una heladería la conclusión de un tormento que no nos daba paz.
Las demás pruebas se superaron fácilmente, logrando la división magníficos resultados en el turno de
diciembre.
Una asignatura de poca importancia podía dar disgustos: Taquigrafía. Teniendo conciencia plena de
lo poco que sabíamos conrrimos a un instituto articular constituido poco antes, que funcionaba en los en
los locales de la Asociación Italiana "Mutualitá e Istruzzione": La academia "Palas Atenea", fundada por
tres alumnos de la Facultad: Américo Morera, Luis Waisman y Vitaliano Caletti.
Líbero enseñaba Taquigrafía. Su clase fue concurrida por Vázquez, Valente, López Mecatti, Pagliano,
yo y algunos otros, evocando continuamente los hechos vividos. Concentrado el esfuerzo en el
aprendizaje, obtuvimos pleno éxito.
La división volvió a lucirse en el turno de marzo, celebrando ruidosamente en los "cafetines" del
"bajo", Leandro N. Alem y adyacencias, el éxito logrado.
Para el comienzo de las clases correspondientes a último año faltaban muy pocos días.
CAPÍTULO V

QUINTO AÑO


Fue reducido el número de los que lograron llegar a quinto. Quienes tuvimos la dicha de formar su
segunda división, sentimos enorme alegría, considerando suficientemente compensados los esfuerzos
debidos, con la suerte de seguir permaneciendo en la “Barra” que tanto queríamos.
Los profesores, optimistas, pensaban que con tan pequeño núcleo de alumnos, pues no alcanzaban a
una veintena, podían obtenerse satisfactorios resultados. Pero a los pocos días la incorporación de un
respetable contingente de estudiantes del turno matutino que pasaban al nocturno, transformó en fuerte a la
endeble división. Si ello dificultaba la enseñanza, tenía la ventaja, en compensación, de augurar un año
bullicioso.

Difícil para el país era el año que comenzábamos. La crisis marchaba al galope y la situación
económica era mala. Nacían las “villas miserias” en los alrededores de Puerto Nuevo y nuestras
excursiones nocturnas a esos apartados lugares de la ciudad nos trasmitían cierto estado de temor. La
desocupación se convertía en amenazador fantasma y la búsqueda de empleo constituía una odisea
angustiosa.
El 20 de febrero había asumido la presidencia de la Nación el general Agustín P. justo y se había
vuelto a la normalidad. Pero la cárcel y el exilio ya estaban incorporados al régimen de represión y no
faltaban muchos años para que Martín García, Ushuaia y otras prisiones, recibieran como pensionistas a
ciudadanos de partidos opositores, especialmente el Radical, que pagaban con ese sacrificio su lealtad a
una fe democrática y el valor cívico de la defensa de sus convicciones; y preferían una libertad mental
con el cuerpo entre rejas, antes que una libertad física con la mente esclavizada.
La juventud universitaria y estudiantil, vivían en permanente agitación. La separación del profesor de
Historia de la Escuela comercial, Dr. Julio V. González, había motivado enérgicas protestas. Se entraba a
las aulas sin saberse a ciencia cierta si se salía de ellas para regresar al hogar o para entrar a una cárcel.
Larga era la lista de detenidos y se formaban comisiones de ayuda para ellos. Las medidas de represión
eran brutales y despiadadas; pero no por eso amenguaba el espíritu de lucha.
La de 1930, como así también la de 1945, fueron generaciones heroicas que arriesgaron su libertad y
su vida, enfrentando persecusiones y ensañamientos, pero sin entregarse. Y tenían la convicción de
cumplir con su mandato histórico heredado de antecesores heroicos como ellos, sin pretender que la
historia comenzara


II


La lectura de la nómina de profesores, se escuchó con sumo interés. La noticia de que Contabilidad
estaba a cargo del Director del turno de la noche, se recibió fríamente. No se negaban sus conocimientos,
su capacidad, ni su dedicación; pero la opinión general no estaba a su favor por no creerlo sincero.
Hablaba en tono meloso, acompañando sus palabras con frecuentes genuflexiones, forzada sonrisa y
guiñaba un ojo; traía a colación hechos insignificantes que nada tenían que ver con el tema tratado.
Le exasperaba ver los sombreros colocados sobre los bancos del fondo; así se hacía por la sencilla
razón de que no había perchas suficientes y las que estaban en los corredores no ofrecían seguridad, pues
constituían tentación irresistible para los que pasaban. Agregaba burlonamente: "Cuando Uds. van de
visita a casa de personas conocidas, ¿dejan su sombrero sobre el piano? No, ¿verdad? Entonces, ¿por
qué lo dejan sobre los bancos?".
Para demostrar sus conociminetos idiomáticos, acotaba cualquier hecho simple con una anécdota
referida en francés y luego inquiría: "¿En esta división estudian francés?". Ante la respuesta afirmativa,
añadía: "Entonces deben saber lo que dije. ¿Qué dije?".

El Dr. Ricardo J. Davel enseñaba Tecnología. Personaje singular, muy delgado, casi cadavérico,
vestía ropas oscuras y usaba un moño negro enorme, como si hubiese querido esconderse tras él. Tenía
ideas originalísimas respecto al estudiante. Formulaba una pregunta; si el interrogado sabía, lo
clasificaba con diez; si no sabía también le anotaba un diez, por haber dicho la verdad.
Muy desordenado en sus explicaciones, al terminar la hora el pizarrón quedaba convertido en un
jeroglífico. Escribía unas palabras horizontalmente, otras oblicuamente y otras sobre las ya escritas; ora
de derecha a izquierda y de arriba hacia abajo, o viceversa; superponía los dibujos y gracias a que los
individualizaba podía saberse qué querían representar. Decía: "Este es un vidrio de reloj". Trazaba un
semicírculo, luego una flechita y a continuación la palabra "vidrio de reloj". Cuando tomaba prueba
escrita bimestral, repartía las hojas y salía del aula; sólo volvía sobre el filo de la hora; previamente
golpeaba la puerta y pedía permiso.
Agradable escucharle cuando proclamaba su adoración a la naturaleza; explicando análisis de la
tierra abandonaba la descripción organoléptica para recitar entusiasmado: "La tierra, madre generosa,
madre noble, madre grande, la que da todo al hombre"... y así continuaba largo tiempo.
Desgraciadamente estaba muy enfermo, asistiendo a muy pocas clases. Meses después falleció,
lamentándose sinceramente su deceso pues en muy poco tiempo conquistó unánime afecto por su bondad.

III

Reducíase a diez el número de materias, pues había once en cuarto año. Contábanse entre las nuevas,
Física y Psicología.
El Ing. Castro Zinny, a cargo de la primera, produjo en el primer momento una inexplicable sensación
de antipatía. Pero al transcurrir las semanas, al tener mayor contacto con él, la opinión inicial cambió por
completo. Preparaba sus clases a la perfección; explicaba con claridad, acompañando la teoría con
pruebas prácticas y mantenía constante el interés por sus lecciones; procedía con una exactitud que
asombraba: no obstante carecer de elementos adecuados, sus experimentos salían bien. Siempre frente a
la mesa de mármol del gabinete, pausadamente planteaba los problemas v demostraba su solución. Su
clase duraba exactamente cuarenta Minutos y cuando se oían sus últimas palabras, comenzaba a sonar la
campana del recreo. Era un modelo de precisión cronométrico.
El titular de la otra asignatura, Dr. Carlos Bogliolo, que, como su colega tendría cerca de treinta y
cinco años, mostraba una expresión bondadosa que captaba la simpatía de todos. Alto, fornido, algo
obeso, un defecto disminuía la efectividad de sus explicaciones: hablaba siempre con el mismo tono de
voz y esa monotonía invitaba al sueño. Muy compañero de sus alumnos, interpretaba sus inquietudes y sus
estados de ánimo atendiendo con sonrisa cordial incluso a los que interrumpían con sus preguntas; solía
intercalar finas notas de ironía o frases chispeantes.
Las noches de prueba repartía los papeles y abandonaba el aula; regresaba cuando faltaban cinco
minutos para que sonara la campana; hacía ruido antes de entrar o tosía, como para advertir su presencia;
cuando estimaba que había transcurrido el tiempo suficiente para guardar libros y papeles, entraba
preguntando con e inteligente: "¿No copiaron, verdad?".
Algo similar ocurría con el titular de Derecho, Dr. Rosenvasser,ser, a quien se conocía del año
anterior: imposible olvidar el tono inalterable de su voz, pausado y adormecedor; pero esta vez había una
circunstancia agravante: correspondían a su materia las dos últimas horas del último día de la semana:
sábado.
Al concluir los primeros cuarenta minutos, la división estaba semidormida; los que quedaban
despiertos hacían esfuerzos sobrehumanos para no cerrar los ojos. Él lo advertía y se preocupaba para
hacer más amena la clase; pero el tema no lo permitía. Con el joven profesor Pitorino, de francés,
teníamos el recurso de traducir en broma el "Martín Fierro", hasta que alguna mala nota nos volvía a la
realidad.

IV


Llegaba con fama de caníbal o poco menos, el profesor de Economía Política y Finanzas, Dr. Emilio
B. Bottini, o, simplemente "Emilio B." como se lo llamó más tarde, con la misma naturalidad con que a
otros colegas los apodaron "Kid Cloroformo". "Kid Funebrero", etc.; no aparentaba haber cumplido
cuarenta años y al hablar, levantaba las cejas con un movimiento nervioso. Vázquez lo interrumpía
frecuentemente para disertar sobre teorías de Adam Smith y David Ricardo, por lo cual se le sustituyó el
ibérico apellido por “Kid Ricardo”.
La fama de Bottini de ser muy afecto a desaprobar despiadadamente, a "reventar" o "sonar", para usar
la terminología estudiantil, posibilitó una feliz broma.
El primer día de clase de economía, luego del ingreso de los alumnos del turno matutino, a Van de
Velde, que estaba en la "Barra" desde el año anterior, se le ocurrió entrar al aula minutos después de la
hora aprovechando la ausencia del ce1ador; ocupó el sillón de los profesores, muy tranquilo, con mucha
suficiencia, principiando una explicación de la materia y agregando a continuación: "Yo soy el Dr.
Bottini, profesor de Economía Política. Como todos los años los alumnos han tenido una aplicación
desastrosa, los he mandado a examen. Este año voy a hacer lo mismo con todos Uds.".
Los nuevos incorporados quedaron atónitos, pintándose en sus semblantes una nítida expresión de
preocupación. Pero Souza,. que no tenía carácter para seguir las bromas, gritó desde su banco: "Che,
sáquenlo a ese embustero".
La batahola subsiguiente no permitió continuar. Entre las carcajadas de unos y las protestas de otros,
Van de Velde debió apresurarse a dejar su sitial para conservar su integridad física.



Eran polos opuestos las materias que dictaban los Dres. Agustín de Vedia y José H. Porto, Literatura
y Matemáticas, respectivamente, y la forma de ser de ambos se mantenía fiel a esa antítesis.
Las conferencias del primero absorbían la atención por su elocuencia, su cultura amplia, su lenguaje
sencillo; sentado en un sillón, conversaba con los alumnos y las disertaciones se seguían, con gran
interés, desfilando, a través de su palabra fluida, los monumentos literarios de la antigüedad,
especialmente Grecia de oro y Roma.
El Dr. Porto, muy bueno y noble, carecía de serenidad. Se ofuscaba frecuente y súbitamente y hablaba
torciendo la boca hacia un costado. Bastaba una simple indicación o una pregunta para que, contestara sin
reflexionar; esos raptos de turbación fueron transformados en momentos de verdadera alegría.
Salvador Santa Cruz, uno de los nuevos llegados, de una veintena de años, pronunciaba abusivamente
la "z" y ocupaba un banco delantero. Le divertía interrumpirlo con el intempestivo. grito de "¡Está mal!".
Protestaba en seguida el profesor: "¿Lo, que 'ta' mal?". Santa Cruz se detenía un rato, simulando
concentrar su atención en el teorema desarrollado, y presentaba sus, excusas: " ¡Ah! no; ¡me equivoqué!".
También era propio de esa clase hacer enojar al "portugués". Si faltaba tiza alguien gritaba: " ¡Que
vaya Souza a buscarla!". De inmediato agregaba el Dr. Porto: " ¡Bueno, sí, que vaya Souza! ". Si nadie
quería pasar, no faltaba el intérprete del sentimiento general que clamaba: "¡Que pase Souza!".
Instantáneamente llegaba la confirmación: "¡Bueno, sí, que pase Souza!" y éste iba al frente descargando
su furia en miradas que relampagueaban, mordiéndose los labios para contener el rosario de
imprecaciones que pugnaba por salir de su boca.
Cuando nadie llevaba la tabla de logaritmos y el profesor pasaba al lado de los bancos preguntando:
"¿Por qué no trajo la tabla?" le respondían al instante: "¡Yo se la presté a Souza!"; "¿y usted?", trataba de
averiguar dirigiéndose a otro: "¡Yo también se la presté a Souza!", contestaba el interpelado. Entonces,
Porto, volviéndose al acusado, le reprochaba: "¿Poque" no trajo la tabla, 'poque'?".
Souza quedaba mudo; pero miraba con tanto odio que si se transformaba esa potencia de ira en
unidades de fuerza motriz, hubiera podido mover todas las máquinas del mundo.

En su primera presentación, al indicar los libros más convenientes, el Dr. Porto dejó librado al
arbitrio de cada uno el autor que más le agradara, con una sóla excepción: la Trigonometría de Ricaldoni.
Aclaró: "no sirve porque tiene la raya al 'costao' ".
En la clase siguiente de la Peña levantó la mano y aparentando mucha timidez preguntó: "¿Doctor, yo
no tengo trigonometría: puedo comprar la de Ricaldoni?". "No, le gritó en el acto, la de Ricaldoni no
sirve, no ve que tiene la raya al 'costao'?".
Así, durante varias noches, uno de los presentes interrogaba respecto a la posible adquisición de
Ricaldoni; y obtenía siempre la misma respuesta, dicha a gritos.

VI


La noche inicial, cuando el celador leía la lista de los profesores, entusiasmó muchísimo saber que
volvía el Dr. C.
Hubo un desorden que sólo terminó con la enérgica intervención del celador, prometiendo suspender
a todos los presentes. Eso calmó los ánimos; ya no interesaba saber quienes dictaban las otras
asignaturas.
Comenzaron las dudas y los preparativos referentes a la recepción; y mientras surgían las iniciativas,
llegó inesperadamente la solución.
No había concluido aún el Dr. C. sus palabras de la clase inicial, cuando Furlani levantó la mano y
haciendo sonar con fuerza sus dedos, gritó con voz cavernosa: " ¡Señor, señor! ¿Paso yo que hace tres
meses que no paso?".
Las bromas sucedían sin solución de continuidad. Hasta las presentaciones se cambiaban, en
oportunidad de los pases de lista, agregando inusuales delicadezas. Así, llamaba:
-Alvarez.
-Presente, para servir a Ud.
-Ariza.
-Presente, para servir a Ud.

-Pagliano.
-Presente, para purgar a Ud.
La lectura de las notas del primer bimestre, provocó fuertes protestas. Yaryura, recién ingresado, de
voz gruesa, gesto autoritario y poco dado a la risa tuvo un tres, equivalente a desaprobado; nota justa,
pues era pésimo en la materia, pero como se enojó, en el resto del año sus notas figuraron entre las más
elevadas aunque seguía siendo de los peores.
Factor decisivo de las calificaciones eran los asistentes a clase. Si leían Casas o Fidel, los dos
mejores del curso, pues superaban las cien palabras por minuto, eran interrumpidos frecuentemente con
aplausos o exclamaciones de admiración, a pesar de las protestas del profesor; pero si lo hacían
Vázquez, Van de Velde o Yaryura, se les cortaba la lectura con gritos de desaprobación y silbidos,
llegándose al extremo de hacerlos sentar. En cierta ocasión traducía Van de Velde y como no agradara,
Álvarez exclamó: "¡Está mal, que se siente y que lea otro!". Y ante el unánime asombro, C. repitió:
"¡Bueno, está mal, siéntese; a ver, que lea otro!".


VII


Declinaba el entusiasmo por la Política estudiantil. La crisis del año anterior se acentuó. Nadie
quería participar en el Centro ni en los Partidos. El reformista, que había triunfado después de una
magnífica actuación durante varios años y trascendía los límites de la escuela creando una conciencia
juvenil democrática, estaba en crisis.
La política nacional ejercía su nociva influencia, azuzando el antagonismo de las fracciones. En el
Centro había desaparecido la tradicional y apacible división de "reformistas" y "blancos", para
producirse la enconada separación de otros grupos. Se vivían horas de angustia y de confusión: la
expulsión masiva, las torturas y los acontecimientos ocurridos durante el Gobierno Provisional, excedían
el marco puramente escolar; no entraba en juego la rivalidad entre reformistas y blancos, ambos
democráticos, defensores de la reforma y progresistas, sino el enfrentamiento a un fenómeno social de
mayor amplitud. Había dos posiciones: la dictadura y la democracia.
En situación de apatía, ausencia de valores y falta de entusiasmo por la entidad representativa y las
agrupaciones que aunaban las corrientes de opinión, vivíase en 1932. En abril, estando el Centro
virtualmente anulado, se realizaron dos asambleas en el local de Medicina, en cuyo transcurso se atacó
duramente a los miembros que aún permanecían en la Comisión Directiva, aprobándose luego la creación
de un comité para hacerse cargo de su conducción. Lo integraban cinco representantes de cada
agrupación, en calidad de vocales, y un presidente y un vice elegidos entre estudiantes no afiliados,
designándose para estos cargos a Manuel Ghioldi y Vicente Victoriano y Ruiz, respectivamente.
A poco de asumir las nuevas autoridades arreciaron contra ellas las amenazas del Rector; pero
aquéllas, pasando por alto ese desafío, encararon una labor constructiva, comenzando con un ataque al
plan de trabajos prácticos obligatorios recientemente implantado, que consistía, en síntesis, en la
realización de tareas en los tres turnos, con la particularidad de que éstas debían efectuarse en turno
diferente al que se cursaba. La medida, tal vez aceptable en otros aspectos, fue tenzamente resistida por
los de la noche pues les significaba la terminación de los estudios, ya que los ponía en la disyuntiva de
optar por éstos o por el empleo; y como la ocupación cotidiana que permitía el sustento no podía dejarse,
la consecuencia lógica era el abandono de la escuela.
Hubo enérgicas y unánimes protestas y para mitigarlas se redujo la práctica a una sola, en lugar de
dos materias y dos veces por semana; continuaron las protestas y volvieron a transar las autoridades
disminuyendo las exigencias a límites ridículos; pero las tres divisiones de quinto año rechazaron
categóricamente la ordenanza de trabajos prácticos obligatorios y éstos no se cumplieron. Un diario
apoyó el movimiento valiente de los estudiantes: "La Vanguardia". En un artículo mesurado y sereno
volvió a llamar a la reflexión a las autoridades escolares secundarias.

Habilitaron grandes vitrinas que ocupaban la pared de un "hall" y nunca se habían utilizado, pues las
notas sobre exámenes e inscripciones se comunicaban en papeles pegados a los vidrios de la puerta;
estaban divididos en dos partes: la superior, destinada a noticias de interés general; la inferior,
subdividida en tres secciones, contenía las novedades inherentes a cada turno.
La parte correspondiente a la mañana fue ocupada, bajo el título de "alumnos que honran a la
escuela", con la exposición de sus nombres; ello produjo tal indignación a los nocturnos, que cuando
pasaban en formación frente a las carteleras, los que estaban del lado de la pared se daban vuelta y
escupían los cristales.
Estas distinciones tendían a crear envidias y situaciones de inferioridad inadmisibles. No las
necesitaba la juventud, que daba prioridad al compañerismo, podía vivir sacrificándose sin quejas ni
claudicaciones y alegrarse con sus aventuras, propios de una mente sana. Los del turno de la noche,
que sabían cuánto esfuerzo les había costado llegar al final de su carrera y tenían conciencia de sus
sacrificios, veían en esa exhibición una manifestación de mezquina mentalidad, un bajo propósito de
crear envidias entre la masa escolar.
Pero no había odio ni resentimientos contra los que "honraban a la escuela". Sólo repudiaban a las
autoridades y las olvidaban, volviendo con entusiasmo al cotidiano batallar.
Maravilloso espíritu el de la juventud, que logra hacer brotar, de su convivencia, infinitos
manantiales de alegría!


VIII


Llegó el 25 de Mayo, último que pasaríamos en la Escuela. Obligados a concurrir
al acto por el refuerzo de la vigilancia de las puertas de salida, una excesiva
aglomeración en las escalinatas fue propicia para expresar el estado de ánimo. A los vivas a la
libertad y a la democracia siguieron los cantos: la Marsellesa, el Himno de los trabajadores y otras
canciones. En un momento en que se apagaron las luces hubo una gritería infernal. Vociferaban el nombre
del Rector y seguían ruidos de desaprobación. Cuando se abrieron las puertas del aula magna, la entrada
semejaba un aluvión.
Comenzó el acto con el Himno Nacional coreado entusiastamente por todos, pero llevando el tono a
su más alto grado cuando se cantaba el verso "Libertad, Libertad, Libertad". Abrió la serie de discursos
el Director, reproduciendo los que pronunciara anteriormente con ejemplar regularidad; le siguió un
profesor de Historia y algunos asistentes sostuvieron que había repetido las mismas cartas que leyera en
una celebración similar, algunos años antes.
El acto careció de brillo y de fervor. Antes de finalizar, el Director pidió que lo acompañaran con un
viva la Patria!"; pero corno sólo se oyeron algunas voces esporádicas y apagadas, bajó compungido del
escenario. Era claro y terminante: los estudiantes no estaban con él.

IX


No había comentarios de temas políticos, salvo en las clases de Derecho y
Economía. El Dr. Rosenwasser trataba a veces en tono burlón y sutil ciertos
hechos del momento. Con el doctor Bottini había más confianza, desapareciendo
la fama de "reventador" que traía de años anteriores.
Abandonaba su sital para ocupar un banco, promoviendo debates entre los
presentes. No faltaban las tendencias antagónicas: la derecha era defendida por
Varone; el centro-izquierda por casi todos los demás. Un pequeño grupo se mantenía
sin participación.
A Varone le llamaban, además de "Bosque dormido" y "la bella durmiente del bosque", "Monseñor
Varone", "Padre Varone" y 'Cura párroco de la 'Barra' ". Fanático católico, la palabra del sacerdote
era para él la ley y no admitía que pudiera existir un cura que no fuera el "summum" de la virtud.
Regido por el dogma, en las discusiones deshacían fácilmente su argumentación porque no tenía base
racional en la formulación de los juicios.
Empero esa diversidad de tendencias no impedía que Varone, ya fuera "el cura párroco" o "el bosque
dormido", mereciera la solidaridad que sentían en la "Barra" por todos sus integrantes. De modo que,
concluída o no la discusión, la paz renacía, la concordia reinaba y todos jaraneaban entusiasmados,
coincidiendo en las mismas aventuras.
En las controversias en clase el Dr. Bottini mantenía una cómoda imparcialidad y no orientaba los
debates con sus conocimientos, como hubiera sido interesante para una mejor comprensión de los
problemas. Solía formular invitaciones a sus alumnos cuando daba conferencias, o les encargaba
traducciones a los expertos en idiomas. A Souza lo requería por su dominio de inglés y francés, a
Oberdan por el de italiano, etc.
Encargó monografías en clase y entre los temas, variados y de gran interés, figuraban: gastos
militares, empréstito 1932, crisis y miseria, moneda, cooperativismo, gastos del clero; presupuestos
argentinos, monopolios, etc.
Fue una nueva tarea agregada a las muchas que teníamos y el esfuerzo realizado no tuvo su
compensación en el mayor conocimiento de la materia pues era indispensable saber primero la
estructura de la misma antes de profundizar en uno de sus aspectos.



La Capital Federal rendía homenaje a Bernardino Rivadavia. inaugurando el sepulcro ubicado en
plaza Once. El monumento, de líneas grandiosas, sobrias y severas, concordaba con la grandiosidad,
sobriedad y severidad del gran prócer argentino. El lugar había sido remodelado perdiendo la belleza
de sus líneas y la alegría que transmitían sus hermosos árboles, desgraciadamente talados sin piedad.
Hasta la romántica y cariñosa pérgola que adornaba el paseo, desapareció para siempre. La arbolada
y colorida plaza, que tantas veces fue punto final de alegres correrías, había sido transformada en una
gran superficie lisa, cuya planicie interrumpían débiles y pequeños tallos que necesitaban algunos
años para dar sombra.
Era sábado; a pesar del acto las clases no se habían suspendido.
A su manera, la "Barra" quiso rendir su tributo al gran patriotas sólo necesitaba hallar al orador que
con verbo elocuente rememorara la obra del insigne ciudadano.
Pero ¿quién podría ser elegido? Repentinamente, para los de la "Barra" desapareció la duda de
Hamlet: era, sólo uno era el indicado: "Sócrato", a la sazón subjefe de celadores de la planta alta.
No hubo necesidad de más deliberaciones; únicamente debíase encontrar al personaje. Al efecto una
comisión integrada por Furlani, Álvarez, Ariza, Pagliano, yo y alguien más, salió del aula en su
búsqueda, hallándolo en el momento en que estaba por entrar en otra división de quinto, llamado por
sus integrantes. Prodújose en seguida una recia disputa por el conferenciante.
-Venga con nosotros, Dr. Figueredo.
-No, profesor, con nosotros.
-Cállense. Ustedes no saben entenderlo.
-A Uds. les falta profundidad filosófica.
-Ustedes carecen de la conciencia del yo subjetivo.
La discusión terminó con la decidida intervención de Furlani que tomándolo por un brazo lo llevó
casi arrastrando al salón de quinto-segunda.
"Juan Cuello" no cabía en sí de gozo: Los estudiantes de los años superiores se peleaban por
escuchar sus palabras!
La disertación no pudo concluir por dos causas: una, los aplausos que interrumpían a cada instante:
cada frase hueca, cada expresión sin sentido, cada construcción incoherente, bastaba para el estallido de
gritos:
-¡Bien por el Dr. Figueredo!
-¡Así se habla!
El conferenciante decía, levantando la mano derecha: "Silencio, muchachos"; y se iluminaba su rostro
con una expresión de incontenible felicidad.
La otra causa fue la llegada del profesor, Dr. Bogliolo, que motivó su retiro.
El titular de Psicología, intrigado, preguntó que ocurría; cuando le explicaron sonrió, mantúvose
callado un instante, para agregar luego con ironía: "¡Pobre Rivadavia. Como si no hubiese sufrido
bastante en vida!".



XI


Entre los incorporados en 1932 a la "Barra", destacáronse, entre otros, Calabrese, Casas, Fidel,
Santa Cruz, Guaraldo y Valle. Sus edades oscilaban ente los diecisiete y los veintidós años y la delgadez
de todos tenía una excepción en los 113 kilos que pesaba Valle.
Eneas T. Calabrese tenía un bigote negro, espeso, abundante; los ojos grandes y oscuros y una mirada
que parecía de perpetuo enojo. En los primeros días del año Vázquez inadvertidamente y sin propósitos
aviesos tuvo expresiones desconsideradas hacia los recién llegados; Calabrese, con calma pero firmeza,
protestó por esa falta de camaradería, rectificada sin esfuerzos. Parecía poco afecto a las bromas; pero a
medida que aumentaba la confianza participaba en ellas con el mayor entusiasmo.
En una ocasión, durante una clase de taquigrafía a la que no había entrado, cortó la luz del salón.
Prodújose instantáneamente un descomunal desorden; Furlani corrió a abrazar al profesor gimiendo:
"¡Señor, tengo miedo!". Volaron libros, papeles y cuadernos. Souza debió ser destinatario directo de
algún objeto corpóreo, porque pronunció con sonoridad cristalina una sucesión de improperios dedicados
a los que tuviesen o no, capacidad legal para tirar objetos contundentes.
En otra oportunidad, mientras Figueredo hablaba contra el comunismo y elogiaba un proyecto del
senador Matías Sánchez Sorondo, Calabrese, irguiéndose muy serio, interrumpió: "Yo soy comunista".
"Juan Cuello" cambió de tono y hasta de color; quiso hablar dulcemente y desviar la conversación;
pero aquél, duro como perro de presa a pesar de que apenas lograba aguantar la risa, no lo dejaba
escapar por la tangente. Felizmente para Figueredo llegó el profesor y se cortó la polémica; durante
varias noches no se acercó al aula.

León Fidel y Jorge Luis Casas, los mejores taquígrafos de la clase, diferían notablemente entre sí.
Bastante bajo el primero, espontáneo en sus modales, y alto el segundo, excesivamente cuidadoso en su
persona y en su forma de ser, no pronunciaba palabra que no fuera estrictamente correcta y cortés; ambos
estudiosos, buenos compañeros) expresaban su alegría por el cambio de turno, pues advertían en los
alumnos de la noche mayor camaradería y solidaridad. Los habían convertido en árbitros indiscutibles de
toda duda taquigráfica, negándose autoridad al titular de la materia para rebatir los conceptos que ellos
pudieran emitir.
Salvador Santa Cruz debía su fama a la costumbre de interrumpir las explicaciones de Porto, con su
extemporáneo “está mal”, aunque lo explicado estuviera bien.
Pío Luis Guaraldo destacábase por su modestia y su bondad. Sumamente callado, formaba con
Oberdan el dúo de los oyentes, es decir, alumnos que por adeudar materias previas sólo podían asistir a
clases para escuchar lecciones, pero no participaban de ellas activamente; debían rendir las asignaturas
en condición de "libres" una vez aprobada la previa que los trababa.
Guaraldo seguía los cursos puntualmente; no intervenía en ningún escándalo, celebrando los hechos
que presenciaba; gran compañero, estaba dispuesto a soportar cualquier medida punitiva, igual que todos
los demás, aunque su situación fuera muy diferente. Ejemplo de contracción al estudio, de voluntad, de
entusiasmo, rindió con éxito completo la mayor cantidad de exámenes que se pudiesen dar en un solo
turno, aprobándolos todos.
Jorge Valle, gordo sumamente simpático y chispeante, se había especializado en la aplicación de
apodos, siendo de su invención los de "kid funebrero", "kid cloroformo" y otros más, como así también
en el recitado de la tragedia "Filoctetes", explicada por el Dr. de Vedia en una clase de literatura griega.
Comenzaba con voz natural, que paulatinamente se hacía quejumbroso y aguda y cuando llegaba al
momento culminante del drama, lloraba estrepitosamente. Tal arte tenía que le insistían tenazmente en el
bis y él accedía, hasta que la llegada de algún profesor cortaba su emulación de los recitadores famosos.
Otra de sus especialidades consistía en la imitación de los catedráticos. Ocupaba el sillón y
preguntaba como Rosenwaser: "¿Quién trajo la ley?". O bien, levantando las tejas como Bottini,
burlábase de Vázquez: "A ver ese 'David Ricardo' que no sabe nada"; y chillaba antes de que el
interpelado abriera la boca: " ¡No señor, no señor, no permito que Ud. me succione la trompa de
Eustaquio!".
A él dedicó Souza una de sus frases más ingeniosas: " ¡cállate, gordo alopésico!". Consultado el
diccionario, todos rieron de buena gana. A Valle se le estaba cayendo el cabello, anticipándosele una
hermosa calvicie para los años subsiguientes. Nadie conocía el término exacto para expresar ese estado;
pero la "biblioteca ambulante" lo había definido con la palabra precisa.
Souza asombraba con su arsenal de términos difíciles, que constituían admiración hasta de los
profesores, como ocurrió en Física cuando el Ing. Castro Zinny, explicando la balanza, señaló la parte
superior que forma ángulo recto con el fiel y enseñó que su nombre correcto era "brazo de la balanza".
Una voz bronca, tajante, lo corrigió: "Eso se llama hipomócleo".
Castro Zinny lo miró entre sorprendido e incrédulo; pero Souza no dio tregua: "eso se llama
hipomócleo". Aquél, pensando hallarse tal vez en presencia de un desequilibrado mental, exclamó
automáticamente aunque sin demostrar convicción: "Sí, puede ser".
Desde ese día, todos los apelativos de Souza fueron borrados, quedando vigente un sólo:
"hipomócleo".


XII


Debía disputarse el torneo atlético intercolegial, coincidiendo con la próxima primavera.
Nuestra Escuela siempre había sobresalido por la cantidad y calidad de sus atletas. Pocos institutos
de enseñanza secundaria poseían tantos "records" intercolegiales.
Pero ese año no estuvo a la altura de sus antecedentes. Seleccionóse la representación atlética, que
resultó excesivamente reducida, integrada por algunos alumnos de la mañana, que casi no tuvieron
ocasión de intervenir, y además, Valente, en carreras de 3.000 metros, Carbajales y yo, en salto en
largo y en alto, y Ariza, en lanzamiento de jabalina.
Poco antes del cotejo abandonó la casi totalidad de representantes, no satisfechos con su estado,
reduciéndose la delegación a los dos de salto, pues tanto Carbajales, con más de seis metros en largo
y yo, con un metro sesenta y cinco en alto, nos manteníamos cerca de los niveles máximos hasta
entonces.
El torneo no había despertado interés en nuestra Escuela; pero la víspera, un sábado, no podíamos
desperdiciar la ocasión de retirarnos horas antes. Aguardóse la conclusión de Taquigrafía, que nadie
quería perder y fuimos a solicitar autorización de salida al sub-jefe de la planta alta. "Dr. Figueredo,
dijimos en tono solemne, mañana por la mañana tendremos el honor de luchar o morir por nuestra
gloriosa enseña azul y oro, la victoriosa bandera deportiva de esta casa que es nuestro segundo
hogar".
Figueredo, entusiasmado retribuyó la gentileza con una conferencia de media hora de duración que
escuchamos con una sonrisa en los labios y una tormenta en el alma. Pero lo principal, salir antes de
hora, lo conseguimos.
El domingo, el estadio de la sección Jorge Newbery del Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires,
estaba engalanado. Ininterrumpidamente se disputaron pruebas, correspondiendo la nota emotiva de
la jornada al reñidísimo final de la carrera de postas de cuatro por cuatrocientos, entre el Colegio
Nacional Manuel Belgrano, la Escuela de Mecánica de la Armada y otros dos institutos. El Nacional
Belgrano tenia el mejor corredor del día: W. Kaltz.
Los de la Armada llevaban unos cincuenta metros de ventaja cuando Kaltz tomó la posta en el último
tramo. Allí comenzó la emoción. En la curva de los doscientos metros, la ventaja había sido reducida a
la mitad; el representante de la Armada, muy bueno, demostraba que no permitiría que le quitaran el
triunfo, sin dura lucha.
Llegaron a la última vuelta con varios metros de ventaja para éste. El público se agolpaba frente al
lugar del arribo. Kaltz dio, un vigoroso impulso a su tren de carrera, pareciendo derrochar todas sus
energías en esos pocos metros; y llegó a la línea final abriendo los brazos, rompiendo con el pecho el
tenue hilo que señalaba el punto terminal de la pista. Estaba exhausto, no podía respirar; pero por
pocos centímetros había dado la victoria a su colegio, mientras los espectadores premiaban con
fuertes aplausos la proeza del legítimo campeón.
La Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini" tuvo una jornada malísima, no logrando un solo
punto. Sus representantes, que habían comenzado sus adiestramientos pocos meses antes y no podían
dedicarle más que la hora comprendida entre las seis y media y las siete y media de la mañana, a
partir de principios de julio, no estaban en condiciones de enfrentarse con adversarios de mejor
preparación y estado físico. Los campeonatos estaban, pues, en buenas manos.


XIII


En la evocación de los acontecimientos escolares, taquigrafía se destaca con especiales relieves.
¿Cómo olvidar, por ejemplo, los apuntes de Ariza?
Éste no tenía ganas de escribir aquella noche, aunque justo es reconocerlo siempre le ocurría lo
mismo; pero aquella vez, en particular, no quería tomar dictados. Como no era elegante expresarlo así
crudamente buscó un motivo: se levantó de su banco, hizo apartar a su compañero, luego a otro, a otro
más, registrando los respectivos pupitres para hallar sus apuntes.
Los demás, solícitos, atentos, con un comedimiento especial que ningún motivo justificaba si no fuera
el de armar escándalo, se preocuparon por saber qué buscaba; y él les aclaró: "Mis apuntes".
Tuvo una respuesta unánime: "Yo también te ayudo a buscarlos".
Nadie pensó averiguar cómo eran esos apuntes, ni qué materia trataban. ¿Eran hojas sueltas? ¿un
cuaderno o un libro, tal vez? Nadie lo sabía. Por otra parte, ¿para qué necesitaban saberlo si ninguno
pensaba hallarlos?
El que ocupaba el primer asiento de la primera fila empezó a revisar los cajones de útiles de toda la
clase, menos el propio; y así, sucesivamente, cada uno de los presentes.
En menos de treinta segundos la división integra, excepto Souza, desoyendo las amenazas y protestas
del profesor, hurgaba y revolvía los bancos.
Cuando no hallaban apuntes entre el cúmulo de libros, tiraban éstos por inservibles; su dueño, entre
renovadas y sinceras protestas e imprecaciones, se dedicaba a la tarea de volverlos a su lugar, aunque
por poco tiempo, porque nuevos expedicionarios volvían a revolverlos.
Por rara coincidencia todos ansiaban revisar y tirar los cuadernos y papeles del irascible Souza, que
no pudiendo contenerse, vomitaba en continua erupción imprecaciones dichas en varios idiomas, que
manchaban el honor y la dignidad de los ascendientes de sus camaradas, hasta la generación que se salvó
en el arca de Noé.
Pasaban los minutos; faltaban pocos para el tañido de la campana que indicaba la terminación de la
hora. En medio del campo de Agramante, el causante directo de tanto alboroto se quedó quieto,
meditabundo, silencioso; los demás suspendieron la búsqueda, contemplándolo como si fuera un
iluminado. Entonces, ante la espectación general, Ariza exclamó: "¡ Muchachos! Ahora me acuerdo que
no los traje".
¿Qué pincel podría pintar la escena subsiguiente?
Lo cierto es que contrariando las leyes de la física, el aire se había vuelto pesado y peligroso por la
cantidad de libros que lo surcaban en todas las direcciones.

Buenos Aires recibió, por aquel entonces, la visita de una manga de langostas, fenómeno inusual para
la ciudad.
En las urbes no podían causar mucho daño, salvo en las plazas y en las plantas de las calles y los
hogares; pero en el campo devastaban la riqueza de la Nación y reducían a la nada los esfuerzos de los
sacrificados pobladores rurales.
La langosta, enemigo público, debía ser condenada a muerte y la división quería hacer algo contra el
acridio voraz. Sí; no podía permanecer con los brazos cruzados frente al destructor de los campos
argentinos.
Y bien: ¿ qué hacer? Sencillamente: matar langostas. Esa fue la voz de orden.
Furlani cazó en la calle un ejemplar, ya sin vida y lo llevó consigo con el propósito de darle un
destino útil.
El día era propicio; sólo hacía falta esperar la llegada de la última hora y la entrada del profesor
correspondiente.
Quedaron vacíos los tres primeros bancos de la fila central, para que uno lo ocupara Furlani y otro la
langosta, colocada piadosamente sobre el pupitre.
Cuando entró el Dr. C., Furlani tenía los ojos clavados sobre el insecto; todos los demás clavaban los
ojos sobre Furlani.
Comenzó el dictado; pero nadie escribía, ni escuchaba, ni atendía; parecía que la clase fuera un
mundo de seres inanimados, pétreos.
Furlani movía sigilosa y muy lentamente su largo cuerpo, haciéndolo avanzar en forma casi
imperceptible, como una víbora.
Repentinamente se abalanzó sobre el cadáver del insecto y los compañeros dejaron escapar un
suspiro de alivio profundo y prolongadísimo, estallando aplausos a granel:
-¡Viva Furlani!
-Señor, qué valiente!
Agasajado como un héroe nacional, exhibió triunfalmente su trofeo al Dr. C., quien, mientras
vociferaba protestando, se cubría la cara por que Furlani, empezado en demostrar que habla terminado
con el acridio, insistía en refregárselo por la nariz.
Ésa no fue su única hazaña. También sabía hacer otras cosas. Era el guanaco oficial del grupo. Nadie
como él lograba hacer un ruido semejante al arranque de un motor, como preludio del acto de escupir.
Cuando pensaba que el ruido había sido suficientemente escuchado, recién se levantaba e iba al frente,
simulando completar la acción. Y ¡guay de quien lo reprochara!
Le clavaba los ojos con furia y exclamaba: " ¡Pero señor, ni escupir se puede ahora! ¡Qué dictadura!".

Anunció una noche el Dr. C., que tomaría prueba para clasificación de bimestre, el próximo sábado.
Hubo de inmediato una protesta general.
-¡Pero señor, cómo nos va a tomar examen el sábado, si debiera ser inglés!
-Bueno, lo tomaré el otro martes.
Al llegar el indicado día, se quejaron:
-Doctor, ¿va a tomar prueba justamente hoy, que ya tuvimos dos?
-Sí, señores, -agregó secamente.
-No señor, es imposible; no la, vamos a hacer.
-Bueno, la tomaré el sábado.
Cuando ese día estaba por repartir las hojas, no faltó quien se levantara ofendido para reclamar:
-Pero como ¿hoy también prueba?
-¡Pero si no la he tomado!
-No importa, doctor; Ud. dijo que la iba a tomar y para nosotros tiene el mismo efecto psicológico
que si la hubiésemos, rendido.
-Ud. se sienta o va a ser suspendido.
Instantáneamente siguió un serio alboroto y la prueba volvió a postergarse para el martes.
Llegó a clase convencido de que nada ni nadie podría evitarla.
Personalmente entregó las hojas a cada uno de los asistentes. Se preparó, miró el reloj y cuando iba a
pronunciar la primera palabra se oyó una voz: "aura". Simultáneamente, todos como un solo hombre, con
gesto espontáneo y súbito, partieron las hojas en mil pedazos y después de tirarlos, quedaron mirando al
profesor que, atónito, sorprendido por ese espectáculo que jamás pudo imaginar, perdió por algunos
minutos la facultad de hablar.
Las veleidades artísticas de un grupo numeroso de integrantes de la "Barra", causaron un desorden
cuyas consecuencias superaron toda previsión.
El duelo entablado entre dos coros, cada uno con una canción favorita y deseoso de lucir sus
habilidades canoras, transformó a la clase en un infierno, cuyos ecos llegaron hasta la Dirección,
movilizando a una comitiva integrada por el Jefe de celadores y varios empleados, que entraron al aula
en el apogeo de la barahunda.
Luego de una filípica que parecía interminable, el Director resolvió suspender a la división; pero ésta
saltó en pie de guerra, en tono tan amenazador que no admitía réplica, optándose entonces por la
postergación de las medidas disciplinarias hasta el día siguiente.
Los integrantes del cuarteto fueron llamados a la regencia y Medrano nos comunicó que habíamos
sido suspendidos.
-¡Otros vez suspendidos! ¡Qué barbaridad!, comentamos y salimos sin firmar el libro de sanciones.

Uniéronse dos divisiones de quinto año; cuando después de largas discusiones pudieron ponerse de
acuerdo sobre la forma de comunicar al profesor que en esos instantes concluían para siempre sus
enseñanzas para los presentes, el Dr. C. Suspendió su dictado, que nadie seguía, e improvisó unas
palabras de despedida.

XIV


Concluían las clases y, para nosotros, esta vez en forma definitiva.
Noches antes el profesor de historia Dr. Carranza, había distribuido entradas para asistir a un festival
a realizarse en el teatro Cervantes cuyo número principal era la representación de "La Estrella de
Sevilla".
La obra de Lope de Vega, no es cómica; pero el espíritu de los espectadores, que en su casi totalidad
estudiantes y docentes de la escuela comercial, la convirtió en una de las más hilarantes comedias.
Cada personaje que llegaba al escenario era individualizado con el nombre de un catedrático, el
Director, el Rector, o un subjefe de celadores; su aparición provocaba tal gritería que impedía oír el
recitado; y la glosa de las acciones o las intenciones que le atribuían, podían escandalizar hasta a los más
insensibles.
Para colmo de males a Vázquez le escondieron el sombrero que aquella noche lucía por primera vez;
una prenda fina, cara, que exhibía con orgullo. Desesperóse en su búsqueda: de repente le indicaban que
estaba en un palco y hacia allá iba corriendo, escaleras arriba; en ese lugar le aseguraban haberlo visto
en determinado punto de la platea. Volvía Vázquez a trotar como un loco: hacía levantar a todos los
espectadores de esa fila, que protestaban, gritaban, armaban un bochinche bárbaro. Y lo consolaban,
diciéndole que un rato antes un señor lo había llevado a un palco ubicado en el lado contrario de donde
él venía. Vuelta a correr; de nuevo se levantaban los ocupantes del palco; chillaban, reclamaban contra el
intruso, pero el sombrero no aparecía.
Mientras tanto, los actores, que integraban un conjunto de aficionados, tal vez sorprendidos por el
ruido que llegaba desde los asientos, continuaban sus esfuerzos para hacer percibir al público el valor
incalculable de la obra del "príncipe de los ingenios".
Sólo cuando terminó la representación finalizaron las correrías de Vázquez, pues un compasivo
compañero el señaló el banco bajo el cual estaba oculto su sombrero.

Tal vez la primavera, con su agradable temperatura matizada con marcas termométricas cercanas a
las propias del estío, obraba esos milagros y provocaba esos arranques de entusiasmo capaces de
transformar el llanto en risa y la tragedia en comedia.
Porque esas mismas escenas del Cervantes, pero con más colorido y gracia, se produjeron al terminar
las clases.
El último día de escuela adquiría, para los que la abandonaban definitivamente, un sentido especial.
Concluía un ciclo de esfuerzos fácilmente superados por el optimismo de la muchachada y el entusiasmo
de las aventuras, que hacían olvidar amarguras e injusticias. Coronábase un lustro de sacrificios, de
ensueños, de marcha firme hacia el futuro, con la mirada puesta en el horizonte que se abría ante cada
uno.
La fiesta de clausura acostumbrada a pesar de su carácter rutinario y de conocerse de memoria el
discurso del "padre espiritual" representaba el último saludo, la palabra de despedida que recordarían
con cariño en los tiempos de evocación. El de Perito Mercantil era el primer título obtenido y el que
guardarían con mas afectos, porque encerraba una vida maravillosa de alegría y esperanzas.
Pero ese año no hubo despedida oficial; estuvo ausente la palabra de las autoridades escolares; todo
parecía suceder fríamente, sin alma, cual si se lanzara al mercado como producto fabricado en serie, una
promoción más.
Felizmente una institución formada por estudiantes de cuarto año del turno noche corrigió la
injusticia.
La Asociación Cooperadora "Carlos Pellegrini", que tenía su propia revista, su comité de apuntes, su
bolsa de trabajo y semejaba un centro de estudiantes en miniatura, tomó a su cargo la realización del acto
correspondiente, iniciándolo con un afectuoso discurso del presidente de la entidad.
Como segundo número habían preparado un recital de monólogos. Subió a escena el actor, disfrazado
de verdulero oriundo del sur de Italia, con unos mostachos impresionantes, grandes, tupidos, afilados,
con puntas que parecían buscar el cielo; las mejillas pintadas de rojo, como un tomate; y la nariz, tan
colorada como un farol indicando peligro; un sombrero grande, bien redondeado en sus bordes, se
mantenía sobre un costado de la cabeza, en espléndido alarde de equilibrio; y la ropa holgada, arrugada,
con un saco que colgaba y dejaba ver una ancha correa de cuero, completaban su original atuendo.
Dijo con énfasis las primeras frases, pero nada más. Porque después el monólogo se transformó en
una violenta batalla entre un bando constituido por el recitador y otro formado por un número
indeterminado, imprecisable e invisible de fantasmas.
Algunos de quinto primera lograron abrir las vitrinas del museo agrícola de la planta alta y
apoderándose de choclos, semillas y legumbres, produjeron sobre el escenario una lluvia artificial de
granos y hortalizas.
El disfrazado quedo atónito al principio; pero al recibir el primer impacto reaccionó con tanta
violencia, que las mazorcas depositadas a su lado cruzaban el aire con la velocidad de balas y volvían a
sus puntos de origen, a la planta alta. Los de arriba, ubicados más estratégicamente y contando con un
número de atacantes muy superior, volvían a mandar los productos al escenario.
Ni la furia de los organizadores cuyos ojos parecían salir de las órbitas, ni la buena voluntad de
algunos, logró atenuar el violento ataque de risas que dominó el aula magna; resultaba imposible, sin
estallar en carcajadas, ver como se aflojaban las prendas del ítálico meridional, ante el vigor de la lucha
empeñada contra los atacantes de la planta superior.
La calma pudo restablecerse únicamente cuando el Dr. Agustín de Vedía avanzó sobre el escenario.
Profesor sumamente respetado, su prestigio, su calma su presencia, lograron aquietar los espíritus
turbulentos y aún agitados.
Sorteando obstáculos, adelantase el Dr. de Vedia sobre una alfombra de granos y productos vegetales,
como tierra de contienda sembrada de granadas y balas; por rara coincidencia saludó a los que egresaban
instándoles a que, así como los soldados de Napoleón se honraban citando los campos de batalla en que
habían peleado, los alumnos de la Escuela de Comercio "Carlos Pellegrini" se enorgullecieran diciendo
que habían pasado por sus aulas.
Discurso breve y brillante, su elocuencia y cordialidad fueron rubricados con una sincera y
estruendoso ovación.
Luego, cuando el profesor de Literatura se retiro, subió al escenario Julio Luis Vázquez y quiso
agradecer el gesto de los organizadores y protestar contra los causantes del alboroto. Nadie lo había
autorizado a asumir representaciones, pero eso no importaba en esos momentos; más aún, los
representados se lo hubieran agradecido de corazón, por su feliz idea. Lo cierto es que antes de que
pudiese exponer sus intenciones, una estridente silbatina, generosamente acompañada por significativos
ruidos onomatopéyicos e insultos que hubieran enorgullecido a Souza, lo obligaron a bajar y volver
precipitadamente a su asiento, que ocupó protestando mientras los demás seguían riendo a mandíbula
batiente.

XV


En la postrimerías de quinto año, sentíamos transformar nuestros pensamientos. Las cosas, los hechos,
los maestros y los camaradas, se nos presentaban con un sentido diferente. Compredíamos mejor la
disciplina y la sentíamos más suave; comprendíamos mejor las fiestas de la escuela, que ya nos tocaban
más de cerca; todo adquiría una dimensión diferente, un sabor más dulce. Hasta las bromas, salvo alguna
excepción, llevaban el sello de un ingenio más refinado y se realizaban más íntimamente. A medida que
el cansancio aumentaba acentuándose el deseo de concluir arraigada cada vez más hondo en nosotros, un
presentimiento nostálgico para la post-escolaridad. Entre las paredes del viejo edificio se encerraba un
soplo vital y el aire que en él se respiraba parecía impregnado de extraña sensación. Un afecto sincero
hacia la institución, sus profesores y nuestros compañeros, adentrábase cada vez más profundamente en
nuestros sentimientos.
La escuela nos había formado técnica y culturalmente.

Concluyeron las clases el viernes 4 de noviembre de 1932.
Para lograr que nos despidiera Figueredo se organizó una comisión de honor y, apenas hallado, lo
llevaron al aula casi a la rastra.
Figueredo estaba orondo, hinchado de gozo. Habló emocionado y abusando de los calificativos más
grandilocuentes, despidióse paternalmente de los estudiantes, que lo premiaron con aplausos, abrazos y
felicitaciones.
Luego la "Barra de los Tres Golpes" inició la retirada definitiva de la Escuela.
Formados en fila india encabezada por Furlani, recorrieron vociferando la planta alta; bajaron,
siempre gritando, la escalera principal y pasaron de los corredores al patio entre continuos vivas a la
institución.
En todos las divisiones aún se dictaban clases; sus asistentes acudían a las ventadas, se
intercambianban saludos y crecía el entusiasmo y el bochinche. Así llegaron al vestíbulo central.
Medrano salió a su encuentro pidiéndoles que se retiraran en silencio, pues el Director estaba muy
malhumorado en su despacho; pero el Jefe de celadores no había concluído su petitorio cuando retumbó
un potente grito: “Tres hurras por el Carlos Pellegrini”. Y de cuarenta gargantas brotaron al unísono, es-
truendosos: "Hip… raaaaaaaa! Hip… raaaaaaaa! Hip… raaaaaaaaa! Fijóse como punto de
conceraaaaaaaa! aproximadamente, nos incrustamos en un taxímetro y fuimos
Siguieron otros gritos: "¡Viva Medrano!" “¡Abajo el Director!” "Viva la Escuela de Comercio".
Después salieron disparando, cruzando Charcas y enfilando por Callao hacía el sur, llegando hasta
Lavalle, donde se dividieron en sectores para tomar un tranvía Lacroze hasta el Balneario, tradicional
excursión de fin de año.
En cada esquina subió un grupo de tres o cuatro: en Lavalle y Callao, en Lavalle y Rodríguez Peña, en
Lavalle y Montevideo, etc. Cuando llegaba el guarda todos se peleaban por pagar:
-¡Pago yo!
-¡No faltaba más! ¡Pago yo!
-¡De ningún modo! ¡Hoy me toca pagar a mí!
-¡Hombre, el que paga aquí soy yo!
En esa amistosa discusión respecto a quien abonaría el boleto, llegaron hasta la próxima esquina. Allí
subieron los del otro grupo y comenzaron a saludarse, abrazarse, a preguntar por las familias, como si
hubieran transcurrido siglos desde la última visita.
El guarda, ajeno a tanto cariño, seguía alargando la tira de boletos; los muchachos reanudaron la
discusión relativa a quien tenía el derecho y el honor de pagar; pero cuando aquél se dio cuenta de la
broma comenzó a agitar la pesada maquinita y convenció fácilmente a todos respecto a las ventajas
físicas que lea reportaba posponer para otro momento y ante otros testigos, las demostraciones de afecto
y la primacía del pago.

Las peripecias del Balneario fueron múltiples, inenarrables. Hay hechos que no pueden relatarse:
sólo se siente el sabor de vivirlos, porque la gracia reside en el clima mismo de su realización, en el
momento psicológico reinante y la suma de acontecimientos que configuran su clima. Referidos, aún con
las palabras más vivaces, no alcanzan a trasmitir su peculiar vigor.
Muchos había avanzado la madrugada cuando decidimos el regreso. Pocas horas faltaban para la otra
celebración tradicional: el banquete en el Volta.
Fijóse como punto de concentración la Escuela. Unos quince aproximadamente, nos incrustamos en un
taxímetro y fuímos al restaurant de la calle Carabelas. En la mitad del camino divisamos a Garrone
caminando por la calle. Verlo y gritar: "¡Garrone! ¡Petizo! ¡Viva la patria!" fue instantáneo.
El nombrado se dio vuelta como tocado por mil resortes, giró rápidamente sobre sus talones
buscando en vano el lugar desde donde partieron los gritos; sólo alcanzó a divisar un auto en cuyo
interior mezclábanse aullidos y voces.
Por casualidad reuníanse aquella noche en el mismo lugar dos promociones de Peritos Mercantiles.
Los flamantes de 1932 y los veteranos de 1930. Los del bienio anterior ocupaban un salón alto; los otros,
el piso de abajo.
Había preparado un poema de despedida y subí a una silla para leerlo. Aún no concluía con la
dedicatoria cuando una lluvia de chorros de sifón y de panes me encegueció.
Pero no podía admitirse que en un banquete de la “Barra” el orador callara por tan poco; así que, con
voz mas fuerte, sobreponiéndome a los proyectiles que volaban sin descanso, proseguí hasta su
terminación la lectura de los versos que aquietaron algo el ánimo de los oyentes.
Después del momento lírico-bélico, una comisión quiso saludar a los antecesores colegas del piso
alto; Furlani y otros más tuvieron el propósito delicado, pero no pasaron de la entrada del salón, porque
apenas los vieron, no sólo los panes y los platos volaban: también las sillas tenían alas, igual que si
fueran aviones de combate.

XVI


Bajo la dirección entusiasta de Oberdan volvió a funcionar la Academia de Vacaciones del Centro de
Estudiantes.
Nuevos principios la orientaban; no limitaban su función al mero repaso para exámenes, por cuando
anhelaban transformarla en un instituto de extensión universitaria, abierto a todos aquellos que
quisieran iniciarse en el mundo de los conocimientos o tuviesen deseos de aprender.
Su funcionamiento fue fruto de una lucha tenaz y permanente. El Rector había negado repetidas veces
la utilización de las aulas, tildando a la Academia y a sus organizadores de comunistas y revoltosos.
Pero la razón fue más fuerte que los absurdos caprichos, iniciándose las actividades casi
subrepticiamente hasta lograr, bastante más tarde, el ansiado permiso para ocupar las salas.
Alumnos aventajados de los últimos años enseñaban a sus camaradas de años inferiores,
incorporándose también, en calidad de profesores, a personas competentes aunque ajenas a la casa, que
veían con simpatía esa actividad y aportaban su ayuda para hacer más exitosa la gestión.
Transitoriamente y hasta tanto llegara su titular, me hice cargo de las clases de repaso de inglés de
primero y segundo años.
Frente a un heterogéneo conjunto de alumnos de los tres turnos, que representaban unas quince o
dieciséis divisiones, con libros diferentes y métodos variados, opté por el texto más común; y sin
apartarme de los restantes, traté de amenizar y explicar las clases con la mayor claridad posible
siguiendo la orientación del doctor Minondo.
Allí tuve oportunidad de comprobar prácticamente el valor de la teoría.
Meses antes había preparado un extenso artículo titulado “Puntos de vista sobre la organización
actual de la enseñanza”; subdividido en capítulos referentes a las notas, la asistencia obligatoria, las
lecciones, la disciplina, las suspensiones, etc., y lo publiqué en el ejemplar de junio de 1932 del
periódicos escolares, como “Letras Juveniles”, redactado por los jóvenes del Colegio Nacional
“Mariano Moreno”.
La práctica docente duró pocas semanas; pero el ensayo resultó sumamente útil. Casi todos los
alumnos de los años superiores que han tenido vocación por una materia, están capacitados para tener a
su cargo un curso de repaso. Es un interesante estudio psicológico, un punto de vista enfocado desde un
ángulo diferente, para contemplar la realidad cotidiana.
Sentado muchas veces en el sillón de los profesores observaba, a esos alumnos que me trataban
respetuosamente, me decían “Señor” y aún fuera de clase, cuando preguntaban algo o simplemente
conversaban, mantenían una profunda consideración que a veces no se guardaba ni hacia los auténticos
catedráticos.
Más de una vez, mientas los veía atentos y callados, pensaba para mis adentros: “¡Oh! ¡Si el Dr. C. os
hablara de mí! ¡Si supierais que esos mismos bancos donde estais sentados, hasta hace muy pocas
semanas eran teatro de mis aventuras escolares!…”


XVII


Los exámenes de diciembre fueron salvados con felicidad, correspondiendo a Guaraldo la nota
destacada. Sobre un total de nueve materias, que en su calidad de oyente debía rendir en forma oral y
escrita, definió ocho a su favor.
Las pocas asignaturas que quedaron adeudándose rindiéronse con éxito en el turno de marzo de 1933.
Con esas pruebas finales, con esos últimos instantes de incertidumbre aguardando la nota, cerróse
totalmente el ciclo de vida centralizado en la Escuela Superior de Comercio “Carlos Pellegrini”.
Cada miembro de la “Barra de los Tres Golpes” emprendía una nueva senda; quienes habían podido
conocer a tiempo su vocación, estaba en condiciones de seguirla; otros, indecisos, o tal vez abrumados
por el intento esfuerzo o por problemas económicos, abandonaban para siempre los estudios regulares
consagrando sus energías a la conquista de su futuro; el núcleo más numeroso consideraba cerrada una
etapa y abierta la próxima: la carrera universitaria, para la cual el curso secundario había sido la jornada
previa.
Pero todos, sin excepción, al desvincularse quizás para siempre de aquellas aulas, escenario de tantas
aventuras, en una mirada retrospectiva evocaron el tiempo pasado: sus amarguras y placeres; sus
esperanzas y tristezas; la ilusión truncada y la dificultad vencida.
Y grabaron en su corazón, en forma indeleble y con cariño inmenso aquella época que no vuelve,
inolvidable expresión de un mundo feliz.

FIN

A la Escuela Superior de Comercio "Carlos Pellegrini", en su 75° aniversario

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