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La Ilustración, la revolución

y nosotros (que las quisimos


tanto)
Javier Fernández Sebastián

E n los trabajos historiográficos los grandes marcos interpreta-


tivos suelen condicionar en alto grado los resultados de la in-
vestigación. Paradójicamente, muy a menudo dichos marcos pasan
inadvertidos no sólo para el lector de tales obras, sino –lo que es
más sorprendente– para el propio autor, que de ordinario se limita
a trasladar a sus escritos los supuestos teórico-metodológicos de la
escuela histórica en que se formó. El título de este dossier, por
ejemplo, contiene dos palabras dotadas de enorme fuerza evocati-
va, a las que se supone cierta capacidad heurística: Ilustración y
revolución. El simple hecho de yuxtaponer esas dos rutilantes pa-
labras, y sobre todo de vincularlas mediante una conjunción co­
pulativa en el título del simposio que está en el origen de este
ar­tícu­lo tiene implicaciones «enmarcadoras» muy importantes.
Esa opción de los organizadores incita a los participantes en el
coloquio a transitar por una vía que, asumiendo la secuencialidad
de los procesos históricos a que tales etiquetas remiten, sugiere

[21]
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una relación de causa-efecto entre el primer «macrofenómeno»


aludido y el segundo. En las páginas que siguen cuestionaré el
automatismo de ese vínculo y trataré de hilvanar algunas reflexio-
nes que van más allá del caso aquí considerado, con vistas a aguzar
la conciencia his­tórica del lector, invitándole a reflexionar sobre
ciertos sesgos inherentes a la escritura de la historia.

Ilustración y revolución

Asomarnos desde esta segunda década del siglo XXI a aquellos


sucesos y personajes hace tiempo fenecidos que vivieron a finales
del siglo XVIII y en el primer tercio del siglo XIX y por tanto forman
parte de nuestro pasado (y este nuestro no alude sólo genérica-
mente a nuestra condición común de seres humanos, sino también
a nuestra particular identidad como españoles y/o como miembros
de las comunidades hispánica, occidental, euro/latino/ibero-ameri-
cana) puede verse como una variante concreta de una práctica in-
telectual mucho más general; a saber: el esfuerzo cognitivo por
discernir qué es lo que una época tiene que decir sobre otra época
anterior. Dicho de un modo algo más preciso: de qué manera quie-
nes, desde cierto recodo del devenir histórico se interesan por las
vicisitudes de sus antepasados, se vuelven aguas arriba para con-
templar y analizar –frecuentemente también para evaluar– lo suce-
dido en un tiempo pretérito que consideran parte de su pasado.
Ese gesto es en sí mismo un gesto moderno. Pues, entre las múl-
tiples modalidades posibles de relacionarnos con el pasado –en las
que pueden primar una variedad de pulsiones: morales, políti-
cas, estéticas, utilitarias, mitológico-identitarias...–, nuestra mirada
está guiada por un interés básicamente epistémico, en el sentido de
que aspiramos sobre todo a conocer. En este caso, a comprender
mejor aquel segmento particular de nuestro pasado que, a caballo
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entre los siglos XVIII y XIX, identificamos con la fase tardía de la


Ilustración y con las revoluciones que condujeron a la disgrega-
ción de la monarquía y al surgimiento de un puñado de nuevos
estados. Más específicamente, nuestro propósito es arrojar luz so-
bre las conexiones entre los dos conceptos coligadores mencionados,
pues, como acabamos de sugerir, el vocablo más importante del
título de este epígrafe es la modesta i griega que sirve de nexo entre
Ilustración y revolución. Y, como digo, este tipo de indagación, que se
corresponde con una investigación genuinamente histórica es en sí
misma una actividad intelectual bastante reciente. (Aun cuando en
el caso de este breve ensayo no se trata propiamente de una inves-
tigación historiográfica de primera mano, sino de una discusión
parcialmente metahistórica basada en fuentes secundarias).
Se presupone que toda operación historiográfica digna de tal
nombre debe reposar sobre la voluntad de saber y la neutralidad
valorativa. Del historiador profesional no se esperan censuras o
alabanzas de los sucesos y procesos que analiza, sino más bien una
actitud ecuánime que implica la renuncia a proyectar sus propias
filias y fobias ideológicas sobre los actores y problemas que consti-
tuyen su objeto de estudio. Es innegable, sin embargo, que los
términos Ilustración y revolución –a diferencia de sus contrarios,
digamos contrailustración y reacción– han solido estar bien connota-
dos en nuestro entorno cultural, sobre todo el primero. Esto es así
no tanto porque sigamos ingenuamente confiando en las filosofías
de la historia progresistas al estilo de Hegel y de Marx, sino por-
que la mayoría de nosotros nos sentimos todavía en una relación
de filiación con respecto a esos dos grandes rótulos de la moderni-
dad (de hecho, para muchos, Ilustración y modernidad –o, como
prefieren algunos filósofos, «proyecto ilustrado» y «proyecto
­moderno»– son prácticamente sinónimos). El significado implíci-
tamente laudatorio de esos dos conceptos –ligados a libertad,
emancipación, y otras nociones a ellos asociadas– y su no menos
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positiva valencia emocional son inseparables. De manera que algu-


nos lectores pudieran llegar a sentir una suerte de satisfacción
­íntima al corroborar que las revoluciones liberales y de indepen-
dencia del mundo hispano fueron una especie de corolario de las
ideas de la Ilustración, que es en cierto modo la hipótesis subya-
cente al enunciado del problema que aquí se discute.
Este planteamiento, abrumadoramente dominante en los ma-
nuales orientados a la docencia que dan cuenta del periodo en
cuestión, no nos parece especialmente acertado en términos histó-
ricos. A primera vista, la conexión entre Ilustración y revolución
se impone con la fuerza de la evidencia. ¿Acaso no nos muestran
las fuentes que varios de los más reputados ilustrados del orbe
hispano que vivieron lo suficiente para verse envueltos en las revo-
luciones de sus respectivos países participaron activamente en
ellas y en algunos casos fueron sus líderes y propagandistas? (bas-
tará evocar, para la España peninsular y con los matices debidos,
los nombres de Jovellanos, Floridablanca, Foronda, Quintana,
Argüelles, Lista, Antillón, Capmany, Calvo de Rozas, Martínez
Marina y tantos otros). Escritores, políticos y publicistas que la
historiografía suele etiquetar como ilustrados antes del partea-
guas de 1808-1810 pasaron a ser tenidos por liberales y/o republi-
canos sin solución de continuidad después de esa fecha, como si
esos «grandes hombres» devenidos próceres de la patria por mor
del gran viraje que siguió a la crisis de 1808 hubiesen mutado má-
gicamente su ideología y su adscripción político-intelectual de un
día para otro (recordemos pro memoria los nombres de Caldas,
Bello, Espejo, Sanz, Pombo, Baquíjano, Restrepo, Unanue, Na-
riño, Roscio, Lozano, Rodríguez, Zea e tutti quanti).
Pero, si observamos este fenómeno algo más de cerca, veremos
que las cosas no son tan sencillas. Hace tiempo que la historiogra-
fía más solvente viene mostrando no sólo que la política ilustrada
en general tuvo poco que ver con la política revolucionaria, sino
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que ni siquiera «Ilustración» y «revolución» son conceptos estables


y aproblemáticos (más aún: según algunos estudiosos, fue en gran
medida la revolución la que «inventó» la Ilustración, más bien que
a la inversa). Y, por supuesto, es fácil encontrar (contra)ejemplos
de ilustrados que no se comprometieron con la revolución (e in-
cluso que la combatieron con ardor: ¿acaso no fue el virrey Abas-
cal un hombre de la Ilustración?), así como de revolucionarios que
tuvieron muy poco de ilustrados. Además, no deja de ser artifi-
cioso trazar una frontera cronológica en 1808-1810 entre dos pro-
vincias imaginarias llamadas Ilustración y revolución. Aunque es
difícil negar que esa fecha señala el punto de partida de la revolu-
ción, la «Ilustración» –palabra que después de todo remite más
frecuentemente a una actitud mental que a un periodo temporal–
no se extinguió súbitamente en 1808. Muchas opiniones y textos
–incluyendo códigos constitucionales– difundidos a lo largo de la
primera mitad del XIX llevan el sello inconfundible de la mentali-
dad ilustrada (mentalidad, por cierto, que en el mundo hispano se
reveló perfectamente compatible con la fe católica).
Otra objeción de talla a la transición automática entre ambos
términos es la respuesta matizadamente negativa que algunos de
los historiadores culturales franceses más afamados de las últimas
décadas –Roger Chartier y Daniel Roche, entre otros– dieron a la
pregunta «¿hacen las ideas revoluciones?» (o, atendiendo a la mate­
rialidad de los textos, «¿hacen los libros revoluciones?»). Un tema
éste estrechamente conectado con la cuestión de las influencias.
Me refiero al uso abusivo que la historia de las ideas tradicional ha
venido haciendo de la pseudocategoría de influencia como una
forma espuria de causalidad aplicada a la elucidación de ciertos
hechos del pasado. Cuando se afirma la influencia de tales autores
y de tales obras en el desencadenamiento de tal o cual revolución
se está esgrimiendo con desenvoltura una herramienta prove-
niente de la historia del arte, de la pintura o la literatura que nos
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parece muy poco apropiada para la historia de los movimientos


sociales y políticos. Esa noción de influencia como explanans de la
acción colectiva, muy utilizada por la historiografía del siglo XX,
resulta claramente insatisfactoria por su notoria imprecisión y
laxitud y sobre todo porque atribuye a las ideas una capacidad
formidable para movilizar en determinada dirección a grupos hu-
manos más o menos amplios. Por ejemplo, la polémica historiográ-
fica acerca de si fueron las ideas de Suárez o las de Rousseau las
que estuvieron detrás de las revoluciones hispanoamericanas es en
esencia un falso debate, esto es, una cuestión mal planteada, que
parte de una evaluación a todas luces exagerada del influjo de las
ideas y de los libros en la erupción de las grandes crisis y sacudi-
mientos históricos.
Es bien sabido que este género de (pseudo)explicaciones
«ideológicas» comenzó ya en tiempos de la Revolución francesa,
cuando los revolucionarios triunfantes se legitimaron a sí mismos
y a sus actuaciones invocando una excelsa prosapia intelectual que
usualmente se remontaba a la Reforma y, pasando por las Lumières,
desembocaba en el asalto a la Bastilla. Sabemos también que sus
enemigos, los abanderados de la contrarrevolución, ratificaron
esta misma interpretación desde posiciones opuestas, diagnosti-
cando que en efecto fueron los philosophes los responsables directos
de la gran conmoción iniciada en 1789. Ahora bien, por lo que a las
revoluciones hispánicas respecta, podemos afirmar sin temor a
equivocarnos que fue más bien la insólita serie de acontecimientos
extraordinarios que golpearon in crescendo el corazón de la monar-
quía entre el otoño de 1807 y la primavera de 1808 (proceso de El
Escorial, motín de Aranjuez, invasión napoleónica, alzamiento
del dos de mayo en Madrid, abdicaciones de Bayona...) los que
empujaron a la insurrección a las gentes de la época y, de paso,
confirieron un valor eminente a determinados textos, conceptos y
discursos políticos y constitucionales que venían ya debatiéndose
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tímidamente desde hacía al menos tres décadas. Una abigarrada


panoplia de ideas que los protagonistas de las revoluciones no du-
daron en manejar y ensamblar con mayor o menor coherencia para
dar respuesta a un tropel de desafíos y sucesos sorprendentes que
surgían ante ellos cada día. Contra esta visión basada en las impe-
riosas circunstancias políticas como motor de las revoluciones
(visión que podemos leer ya en una carta de Valentín de Foronda
de 1809), a lo largo de los siglos XIX y XX numerosos analistas e
historiadores fueron consagrando y consolidando poco a poco una
interpretación alternativa mucho más alambicada, semejante a la
canónica francesa, que ponía el acento en el poder de las ideas.
Una interpretación que ha terminado por decantarse en la vulgata
historiográfica progresista según la cual las revoluciones libera-
les y de independencia del orbe hispánico tuvieron su raíz en las
ideas de la Ilustración (si bien ese flujo de ideas suele pasar por
una estación intermedia: la influencia de las revoluciones norteame-
ricana y francesa).
Y sin embargo, no faltan observadores que, desde el principio,
ofrecieron explicaciones muy diferentes de lo que estaba suce-
diendo. Para Juan Sempere y Guarinos, por ejemplo, «la revolu-
ción de Francia hab[r]ía sido efecto, no tanto de la filosofía a que
se atribuye comúnmente, como de los errores y caprichos de su
corte». Más bien sería la falta de luces, el déficit de ilustración, y
no los «progresos de las luces», una de las causas principales del
estallido revolucionario. Conclusiones que, según Sempere, po-
dían hacerse extensivas al caso español. Argüelles ensalzó asi-
mismo «los progresos de la Ilustración» durante el reinado de
Carlos III. «La nación», escribe el político asturiano, «llegó a hacer
tantos progresos en el siglo XVIII que sin duda estaba preparada
para una extensa reforma antes de la insurrección de 1808». Cua-
tro décadas después, en su Historia crítica de la Revolución española
(1875), Joaquín Costa sostuvo con singular empeño que fue la
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nefasta repercusión de la Revolución francesa sobre España la que


dio al traste con las prometedoras reformas en marcha.
Como puede verse, estas consideraciones –y otras de parecido
tenor que podríamos traer a colación– desafían abiertamente la
tesis del tránsito suave, casi natural, entre Ilustración y revolución
liberal: según Sempere, la revolución no sería precisamente el
fruto ni el triunfo de la Ilustración, sino más bien un síntoma de
su fracaso. Y, en lo que a la monarquía de España respecta, las
reformas ilustradas, lejos de constituir su fundamento, según
Costa se habrían visto paralizadas y abortadas por el impacto de la
revolución.

Moderación versus radicalismo

Dicho esto, quisiera detenerme brevemente en otro punto con-


trovertido. Me refiero al carácter proverbialmente moderado de
nuestra Ilustración y qué consecuencias podrían haberse seguido
de ello al estallar las revoluciones. Cuando llegó ese momento, los
líderes de los movimientos liberales y de emancipación americana
resaltaron la moderación de sus comportamientos y objetivos, in-
sistiendo en que sus revoluciones tendrían un carácter muy dis-
tinto de la sanguinaria Revolución francesa, que en general era
vista como un antimodelo. Como es sabido, estas buenas intencio-
nes no se vieron siempre corroboradas por los hechos, y en al­
gunos lugares las revoluciones de independencia hicieron correr
mucha sangre.
A diferencia del tronco principal de las Lumières radicales, teñi-
das muchas veces del color de la utopía, los ilustrados hispanos
ciñeron sus discusiones en las tertulias, en las sociedades patrióti-
cas y en la prensa a asuntos prácticos, relacionados con la eco­
nomía, la educación, las artes, las expediciones geográficas y las
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ciencias útiles, dejando generalmente de lado las grandes cuestio-


nes abstractas de carácter ideológico-político. La mayoría de nues-
tros ilustrados eran hacendados, abogados, clérigos, militares,
profesores o empleados públicos (Franco Venturi calificó a la
­española de «Ilustración de funcionarios»), y con frecuencia
­desempeñaban puestos de mayor o menor relevancia en el aparato
burocrático de la Monarquía. Las sociedades económicas españo-
las, como es sobradamente sabido, fueron impulsadas por Campo-
manes desde el Consejo de Castilla. Este esquema dista mucho de
los modelos transpirenaicos de sociabilidad radical, donde filóso-
fos y hombres de letras, apartados de la gestión cotidiana de los
asuntos públicos y de espaldas a los problemas reales del gobierno,
dieron a la teoría política francesa en el XVIII, como señalara Toc-
queville, el carácter peligrosamente abstracto de una política
geométrica que habría abierto el camino a la revolución. Aque-
llos citizens without sovereignty (Daniel Gordon) que se reunían en
clubs y logias masónicas (en esas sociétés de pensée, verdaderas
­«escuelas de jacobinismo» según dijera Augustin Cochin), dis-
puestos a romper con muchos planteamientos tradicionales, tienen
poco que ver con los miembros de nuestras apacibles sociedades y
tertulias, que casi siempre mantuvieron sus pies en el suelo y ape-
nas se engolfaron en lucubraciones teóricas.
En la América hispana la situación, sin embargo, parece no
haber sido exactamente igual a la de la península. Ciertamente, los
círculos ilustrados hispanoamericanos, desde el punto de vista de
su composición social y de sus hábitos de sociabilidad, no fueron
muy distintos de los de la metrópoli. La cultura jurídico-política de
todos ellos era más o menos la misma. Existe sin embargo una di-
ferencia significativa: si bien es cierto que un puñado de criollos
ocuparon puestos distinguidos en la administración virreinal, en
los cabildos (alcaldes, regidores) y en el llamado «sistema de inten-
dencias» (y en ocasiones algunos de ellos, como Olavide, desem­
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peñaron funciones relevantes en la península), los cargos


verdaderamente importantes en América –virreyes, gobernadores,
capitanes generales, obispos, corregidores, oidores, fiscales, inten-
dentes...– estaban reservados a los peninsulares. Este hecho daría
pie a Bolívar para cargar las tintas contra el despotismo español,
afirmando que los americanos «estábamos privados hasta de la ti-
ranía activa» (i.e., no eran ellos quienes se ocupaban del manejo de
sus intereses y los de la Monarquía). De modo que, a causa de la
malevolencia de su madrastra España, los hispanoamericanos lo
ignoraban todo sobre «la ciencia práctica del gobierno». Y habría
sido precisamente esa ignorancia impuesta por el régimen colonial,
escribe Bolívar a finales de 1812, la que les habría llevado a imagi-
nar «repúblicas aéreas», especulativas y utópicas, fiándose dema-
siado de «la perfectibilidad del linaje humano»: «por manera que
tuvimos filósofos por jefes; filantropía por legislación, dialéctica
por táctica y sofistas por soldados». Estas opiniones de Bolívar
(que inevitablemente tienen para nosotros cierto aroma tocque­
villiano) sugieren que, una vez más, el sueño de la razón produjo
monstruos: el desconocimiento de «la ciencia práctica del
­gobierno», por una parte, y el exceso de confianza idealista, el op-
timismo ilustrado, por otra, habrían llevado a las élites indepen-
dentistas a una especie de ensoñación rebosante de voluntarismo
que hizo de ellos más un hatajo de visionarios que un plantel de
buenos administradores, legisladores eficaces y políticos responsa-
bles.
Sin ánimo de conceder al diagnóstico de Bolívar una respetabi-
lidad académica que el propio Libertador jamás reclamó para sus
escritos, resulta tentador conjeturar que la trayectoria relativa-
mente divergente de la política posrevolucionaria en España y en
Hispanoamérica a lo largo del siglo XIX pudiera guardar alguna
relación con esas dos ramas de una Ilustración igualmente mode-
rada, pero diversamente articulada desde el punto de vista so­
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ciopolítico a un lado y otro del Atlántico. Mientras hasta cierto


punto podría aplicarse a los peninsulares ilustrados lo que afirmaba
Tocqueville respecto de Inglaterra, donde, a diferencia de Francia,
«ceux qui écrivaient sur le gouvernement et ceux qui gouvernaient étaient
melés», y de hecho la hegemonía de los liberales conservadores del
partido moderado –muchos de ellos exafrancesados anglófilos– en
la España de las décadas centrales del ochocientos se ha atribuido
en parte a esa herencia de la Ilustración moderada, en la mayoría
de las repúblicas hispanoamericanas parece claro que ese no fue el
caso. En el último tercio del siglo XVIII, a las minorías gobernantes
de más alto rango en América, formadas por peninsulares, aquellas
que impulsaron las reformas borbónicas, sin duda podemos califi-
carlas de ilustradas. En esos nuevos esquemas de gobierno, sin
embargo, el sector mayoritario de las élites locales habría perma-
necido relegado a un segundo plano, perdiendo incluso buena
parte de la autonomía relativa de que habían gozado con anteriori-
dad. Las ansias ilustradas de los criollos cultivados podían proyec-
tarse sobre diversos objetos de estudio y áreas de conocimiento
–ciencias naturales, medicina, filosofía, historia, periodismo,
­geografía, botánica–, pero apenas sobre la política práctica, un
coto vedado en manos de los europeos. Tal vez ese déficit pudiera
explicar en parte, como apunta Bolívar, que las políticas hispanoa-
mericanas de comienzos de su emancipación se caracterizaran por
un experimentalismo y un idealismo desaforados. Idealismo que
pudiera verse como una modalidad de aquella politique littéraire tí-
pica de la Revolución francesa que deploraba Tocqueville. Si a esa
inexperiencia unimos los desastres provocados por las guerras
de independencia y otras circunstancias adversas que suelen
acompañar a la disolución de los imperios, es fácil colegir algunas
razones de fondo de esa impronta radical, a la francesa, que ciertos
analistas han detectado en la política decimonónica de la América
hispana. Una trayectoria que según esa interpretación no sería
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ajena a la marca de fábrica de una Ilustración no por moderada y


utilitaria menos alejada de la política práctica.

Historicidad versus modernidad cronocéntrica

Me gustaría volver, para terminar, a una cuestión que men-


cioné al comienzo de este texto y va más allá del periodo y del tema
concreto aquí abordados. Me refiero a la oportunidad de plantear,
a guisa de conclusión, una pequeña reflexión metahistórica acerca
de cómo las gentes de una época cualquiera –dentro de nuestras
coordenadas culturales– escrutan, sopesan y enjuician las expe-
riencias de sus antepasados. El ejercicio que proponemos pudiera
verse metafóricamente como una excavación en una temporalidad
hojaldrada con tres niveles principales de análisis (y sus corres-
pondientes contextos). Situados como lo estamos inevitablemente
en el suelo firme del presente, aspiramos a decir algo (desde nues-
tra mirada de hoy: primer estrato temporal) acerca de la manera en
que los ilustrados del XVIII y los liberales del XIX (ayer-1, segundo
estrato) se volvieron a su vez hacia su pasado (que es para noso-
tros un pasado aún más extenso y remoto: ayer-2, el tercero y más
profundo estrato).
Pues bien, en este terreno hay que reconocer que ni la Ilustra-
ción ni el renacimiento pueden dar lecciones de mesura ni de
­ecuanimidad. Por el contrario, parece evidente que la modernidad
occidental, con escasas excepciones, se ha caracterizado desde su
origen por una mirada arrogante hacia su pasado próximo, una
mirada displicente que no hace justicia a la sustancia histórica de
los tiempos que la precedieron y pasa por alto su historicidad. Si
ya el gesto altanero de Leonardo Bruni y otros humanistas del
Quattrocento de despreciar todas las realizaciones culturales de la
Edad Media supuso, como mostró John Dagenais, una auténtica
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«colonización del tiempo», tres siglos más tarde este mal iba a
acentuarse hasta un extremo difícil de exagerar. El peculiar estilo
de historia crítica preconizado por los philosophes y sus epígonos
consistió en esencia en una masiva aplicación retrospectiva de
sus propios estándares morales, estéticos y políticos a todas las épo-
cas anteriores, incurriendo así en flagrantes anacronismos. En lo
que hoy se nos antoja un alarde de hybris presentista, los más afa-
mados hombres de letras del XVIII (desde el patriarca Voltaire
hasta Raynal y Diderot), erigiéndose a un tiempo en portavoces
de su siglo y en tribunal supremo de todos los siglos anteriores,
pretendieron «llama[r] a juicio [a] los siglos que pasaron, para que
oigan su sentencia los siglos que serán» (Donoso Cortés dixit). Lo
hicieron con el aplomo y la buena conciencia de quienes creían
ocupar el pináculo de los tiempos, basándose por supuesto en una
lista de agravios y abusos bien reales, y con la vista puesta en un
horizonte halagüeño de progreso y emancipación cuyo adveni-
miento deseaban fervientemente apresurar.
En su estela, los revolucionarios franceses y, tras ellos, los bur-
gueses del siglo XIX estaban tan convencidos de la superioridad de
su propio tiempo sobre el ancien régime en todos los terrenos, tan
persuadidos de la ley del progreso, que se arrogaron, como ob-
servó críticamente Burckhardt, el derecho a enjuiciar a todo el
pasado en bloque. Pero, como digo, sin dejar de reconocer que a lo
largo del siglo XVIII se escribieron excelentes obras historiográficas
de diverso tipo, esas actitudes profundamente antihistóricas y tem-
poralmente asimétricas se desarrollaron con singular brío en el
setecientos (pues a la postre, el mejor historicismo del XIX vino a
corregir en parte algunos de sus excesos). Privados de su sustancia
y de su legitimidad histórica, los tiempos anteriores al Siglo de las
Luces no pasaban de ser, a los ojos de una legión de escritores,
historiadores y panfletistas ilustrados, más que un muestrario de
injusticias y atrocidades apenas contrabalanceadas por algunos tí-
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midos avances, cuando no una confusa amalgama de despotismo,


barbarie, fanatismo y superstición.
Esta condena del pasado in toto, sobre todo de los tres siglos
anteriores, fue particularmente drástica en el mundo hispano. Allí,
sobre la base de la recepción por un sector de las élites hispanas de
los principales tópicos de la leyenda negra, coincidiendo con los
procesos emancipatorios se forjó en pocas décadas un nuevo pa-
sado: lo que hasta ayer era considerado glorioso pasó a ser redes-
crito como vergonzoso. También en España, ese flamante retrato
del pasado nacional –pintado con tintas oscuras por los liberales
exiliados– adoptó sus más lúgubres perfiles durante las dos restau-
raciones absolutistas del reinado de Fernando VII, que parecían
reavivar las hogueras de la Inquisición y revivir los horrores de la
conquista americana. Y en efecto, la voluntad decidida de romper
por completo con aquel pasado inicuo de arbitrariedad, despo-
tismo e intolerancia hizo que las versiones hispanoamericanas de
la modernidad política durante buena parte del XIX, a diferencia
de la angloamericana, se construyeran en muchos casos sobre la
voluntad expresa de hacer tabula rasa, un verdadero salto al vacío
desde el punto de vista cultural (cosa distinta es que esa volun-
tad de ruptura no fuese capaz de contrarrestar las inercias de una
arraigada cultura católica que obviamente no pudieron sustituir de
la noche a la mañana).
Con la perspectiva que da el tiempo y el refinamiento de la
conciencia histórica durante los últimos doscientos años, parece
claro que la aproximación militante al pasado de los enciclopedis-
tas del setecientos y de sus émulos hispanos –no se olvide, empero,
que en los mundos ibéricos la recepción de la Ilustración napoli-
tana fue en muchos casos tan importante, si no más, que la de los
autores franceses– fue académicamente desafortunada: dejando a
un lado su condescendencia (bajo la presunción implícita de que
nuestros predecesores, por el mero hecho de serlo, fueron más ig-
La Ilustración, la revolución y nosotros 35

norantes que nosotros), adolecía ostensiblemente de falta de histo-


ricidad. Ni el gran relato épico del avance incontenible de la
libertad ni el rechazo sectario de cualquier tiempo anterior a 1808
bajo el rótulo denigratorio de «despotismo» son hoy intelectual-
mente de recibo y sobre todo ayudan poco a mejorar nuestro cono-
cimiento de aquellos periodos. En lugar de eso, al historiador le
toca esforzarse por entender a los actores en su alteridad –ya fue-
ran ilustrados o contrailustrados, revolucionarios, conservadores o
reaccionarios– y tratar así de desentrañar la lógica interna que
gobernaba sus lenguajes y sus prácticas.
Sin duda en algún sentido todos somos, para lo bueno y para lo
malo, hijos o nietos de la Ilustración. También lo somos de la revo-
lución y de unos cuantos conceptos coligatorios más (conceptos
historiográficos, por cierto, de enorme complejidad, que han expe-
rimentado cambios muy importantes en las últimas décadas). Y
por supuesto, podemos sentir mayor proximidad o simpatía hacia
algunas de esas eras, corrientes y denominaciones históricas en
detrimento de otras. Ilustración es indudablemente una de las
­etiquetas que goza de más prestigio entre los académicos, mientras
que revolución suele suscitar hoy día sentimientos ambiguos, me-
nos entusiastas que hace unas décadas. Sin embargo, eso no nos
exime de acercarnos con similar atención y respeto a todos los ac-
tores de aquellas generaciones desvanecidas que nos precedieron,
a los vencedores y a los vencidos, a los liberales y a los absolutistas.
Y ello independientemente de sus mayores o menores afinidades
con nuestros valores e ideales.
Paradójicamente, en este aspecto la principal lección que pode-
mos extraer de la clásica actitud ilustrada respecto del pasado es
que dicha actitud inauguró una modalidad altamente politizada, y
en el fondo nada histórica, de invención del pasado, en la que el
rendimiento cognoscitivo queda claramente subordinado a la efi-
cacia movilizadora del relato. Una manera de proceder ­que, como
36 Javier Fernández Sebastián

ya supo ver Ortega en su prólogo a la Historia de la Filosofía de


Emile Bréhier (1942), resulta decididamente poco recomendable.
Si hoy nos parece incuestionable que los ilustrados no supieron
acercarse a sus mayores con ecuanimidad, eso no quiere decir que
no podamos entender sus razones. ¡Claro que las entendemos!
Pero entenderlas no quiere decir compartirlas. Los ilustrados que-
rían distanciarse a toda prisa de un pasado que consideraban opre-
sivo e injusto, y para ello no dudaron en ensalzar su propia época
y, con la vista fija en el futuro, vituperar el tiempo inmediatamente
anterior, afeando los yerros de sus padres y de sus abuelos en di-
versos terrenos. Tal como lo vemos ahora, sin embargo, al historia-
dor no le corresponde lanzar admoniciones ni poner su pluma al
servicio de una causa política cualquiera.
En lugar de alabar, reprobar o impartir lecciones morales; en
lugar de hurtar a los agentes del pasado sus pensamientos y senti-
mientos atribuyéndoles –o retroyectando sobre ellos– sus propias
ideas y opiniones, el estudioso de la historia, a mi juicio, debería
esforzarse por «traducir» y contextualizar lo mejor posible para los
lectores actuales las polémicas, los lenguajes y las acciones de un
tiempo que no es el nuestro. Al desvelar aquellas conductas y con-
ceptualizaciones exóticas, el historiador –cuya labor tampoco
puede sustraerse a los condicionamientos del momento histó-
rico en el que vive– refuerza en el lector la conciencia de la radical
historicidad y contingencia de los agentes y procesos estudiados, y
contribuye así indirectamente a mejorar nuestra comprensión de
los mundos frágiles y transitorios en que vivimos.

J. F. S.
La Ilustración, la revolución y nosotros 37

BIBLIOGRAFÍA

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