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Facultad de Filosofía y Humanidades – Universidad de Chile

Catedra: Historia Moderna


Profesor: Luis Clemente Quijada

De Hombres a Dioses
Articulación de un imaginario del poder político durante los siglos XVI a XVII.

Javier Alfonso Godoy Gonzalez


Facultad de Filosofía y Humanidades – Universidad de Chile
Catedra: Historia Moderna
Profesor: Luis Clemente Quijada

Quizás pocas obras de arte sean más representativas y ricas en imaginería que Carlos V y el furor.
Encargada en 1549 a Leone Leoni, no es nada menos que una representación del emperador español,
vestido como general romano con lanza en mano y apacible rostro, mientras a sus pies, enroscándose
en actitud vencida se encuentra “el furor”, una especie de salvaje, encadenado y rodeado de las más
diversas armas de la época.
El bronce de Leoni mas halla de ser una pieza única en su tipo, resguarda en sus formas el afán de la
gran mayoría de los monarcas europeos del momento. La gloria militar, la expansión y el dominio de
las más vastas zonas, está dentro de las primeras tareas de las distintas casas ilustres europeas, y
dicha aspiración no puede estar mejor representada, con Carlos V personificado como Eneas
mientras pacifica con éxito al Lacio.
Ahora bien, si vamos a los cuadros de su ilustre abuela Isabel de Castilla, vemos que, a pesar de su
importante rol en la reconquista junto con su marido, su imagen es más bien modesta que la de su
nieto. En “La virgen de la mosca” de 1520, nos la encontramos en posición de comitente, arrodillada
frente a María y el niño entronizados. Si bien con grandes galas, su posición es claramente
secundaria respecto a la sagrada familia y los santos que la flanquean. Otras pinturas más posteriores
de la reina, como su retrato anónimo de 1490, la representan aún más austeramente, priman los
colores ocres, en tonos oscuros y opacos que se alejan profundamente de la potencia visual que
desplegaría Carlos V 59 años después.
Mucho más halla que el uso de nuevas técnicas y referentes espaciales en el arte, en el siguiente
ensayo considero acercarnos más a las razones ideológicas que se encuentran detrás de dicho tránsito
en la representación visual. El arte es también tocado por la gestación de un poderoso discurso
político. Bajo el fino lienzo, los diversos colores y las modernas temáticas y disposiciones, palpita el
estado moderno, junto con la multiplicidad de acciones que devienen de su proceso de formación.
Dichos procesos, antes que pensarlos como una total innovación o un “renacimiento” cultural,
cambian la figura mas no el esquema ideológico. Entre el aristotelismo agustiniano y el
neoplatonismo de los humanistas existen ciertas relaciones, principalmente desde una lectura
política, que permitirán finalmente la superposición de un sistema de pensamiento al otro. Dichas
relaciones basadas en una revalorización de la materialidad, si bien llevaran a Europa por el camino
de la “Modernidad”, solidificaran aún más estructuras de poder ya enunciadas por el aristotelismo
agustiniano, que decantara en la generación de los Estados absolutistas.
El aristotelismo agustiniano como toda doctrina filosofía sostenía una definición de la naturaleza
humana. Básicamente correspondía a una total negativización de la materialidad, el mundo
correspondía más bien a un huracán impredecible, tormentoso y lleno de trampas para los seres
humanos, quienes muy fácilmente podían caer en las garras del pecado. El mundo era “Un valle de
lágrimas” y en tanto su condición problemática, lo único imperecedero, eterno y siempre virtuoso era
la presencia divina. Dicha presencia se manifestaba en Jesucristo, quien al sacrificarse por la
humanidad generaba un nexo dentro del cual podía realizarse la salvación personal.
Aun así, la realidad terrena era considerada tan infecta de pecado, que difícilmente un hombre podría
realizar una acción totalmente buena que le valiera dicha salvación, si consideramos además que para
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ello era imprescindible poseer la gracia divina, y esta se entregaba arbitrariamente. En suma, el ser
humano era una entidad caída en desgracia, y por lo tanto su control estricto eran necesario para su
propia supervivencia y finalmente salvación.
Desde esta perspectiva, ya podemos vislumbrar las bases de la idea de absolutismo estatal, aunque
estas en la práctica se encontraban lejos de materializarse. Si bien existía una necesidad
fundamentada en cohesionar a través de un poder superior a las sociedades, este poder desde una
perspectiva fundamentalmente política se encontraba fragmentado y, además, compartía espacio con
la iglesia. Los conflictos entre los recientes estados europeos y el papado no se hicieron esperar, y
podemos observar como continuamente durante el siglo XVI las “sagradas alianzas” se suceden una
tras otra, con un sorprendente cambio de participantes. El famoso saqueo de Roma por las tropas de
Carlos V corresponde a un excelente ejemplo de la escala del conflicto. Sin mencionar el cisma
protestante y las posteriores guerras de religión.
Frente a este escenario, la monarquía debió de necesitar de un andamiaje ideológico que le permitiera
conciliar su autonomía en el poder junto con su legitimidad. Es aquí donde aparece el neoplatonismo
renacentista.
Dentro de la variedad de textos que se recuperó del mundo antiguo, se encontraban los de autores
paganos como Plotino, pero también la sabiduría de los patriarcas bizantinos como Pseudo Dionisio
Areopagita, San Máximo el Confesor o San Juan Damasceno. Estos autores cristianos influidos
poderosamente por una escuela que antes que plantearse desde un dogma particular, llevaban a cabo
profundos análisis y cuestionamientos del mismo (Herrin, 2009: 173), sumado al trabajo de
articulación intelectual del cristianismo con la filosofía pagana, llevada a cabo por antiguos autores
como San Agustín de Hipona, San Basilio de Cesárea o San Justino (Herrin, 2009: 176), planteaba
una prefiguración del mundo material distinta al Aristotelismo Agustiniano.
Si bien los autores convenían en la intrascendencia del mundo terreno frente a la magnificencia de la
presencia o plano divino, al punto de reconocer la existencia de dos planos epistemológicos: el
conocer y el ser. El primero de ellos propiamente humano y el segundo divino. Reconocían que el
primero de ellos no estaba exento de importancia, antes bien “El conocer es el primer grado: y hay
que ejercitarse en su escuela y prepararse en el antes de alcanzar la intuición y, por ella, la
deificación” (Tatakis, 1952: 85).
Desde dichas perspectivas la materialidad se plantea como una escala, a través de la cual se puede
ascender a la salvación. El espacio no es en sí y por si pecaminoso, sino que se entiende, como la
selección adecuada de diversas acciones, permiten la trascendencia. Contrarios en este aspecto al
Aristotelismo Agustiniano que reservaba una total renuncia al mundo y sus aspectos materiales,
centrándose solamente en la interpretación bíblica.
Esta revalorización de la materialidad permitió un desarrollo efectivo de la experimentación, la
constatación de resultados y comparación de los mismos, y explica también, como dichos científicos
y curiosos, jamás se sintieron alejados de la creación y el plan de dios. A excepción de casos más
extremos como Giordano Brunno, muchos de estos no veían contradicción entre el oficio científico y
la fe cristiana, Descartes en su reconocimiento de Dios y Newton en sus trabajos iniciales de
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interpretación de la biblia lo atestiguan. No se trata de una forma de retar a dios y la creación, sino
que, de acercarse mas a ella, objetivo último y compartido con el Aristotelismo Agustiniano.
En esta misma línea, los humanistas tuvieron acceso un corpus documental de un periodo fascinante
de la historia romana y que debió ser de gran interés para los reyes de la época, el paso de la
republica al imperio, la obra legitimadora de Augusto. En sus manos, junto con una revalorización
del mundo terreno desde un plano filosófico, también tuvieron una revalorización desde el plano
político. Los textos ciceronianos hacían énfasis en el desarrollo de una república donde los hombres
podían gobernarse, y Augusto se constituía junto con una larga serie de líderes, en la manifestación
plausible de esas ideas.
Si consideramos que “El hombre debe ascender por escala amorosa desde las apariencias sensibles, y
la razón escrutadora, a la contemplación de los arquetipos divinos” (Floristan :63) Podemos asumir
la generación de una jerarquía de individuos capaces en el ascenso a la manifestación divina más
plena desde su propia singularidad. ¿Cuál es el espacio del gobernante en ese caso?
En neoplatonismo desde esa perspectiva permite articular la legitimidad del gobernante, puesto que
por su posición se supone el más cercano con la divinidad, el más capaz, puesto que dios permitió
que llegara al puesto de poder que ostenta en el momento. Por otro lado, justifica también su
autonomía, al ser la unión con la divinidad personal, puesto que el ascenso se debe gracias a sus
capacidades particulares como individuo, que le permitieron percibir mejor la divinidad y llegar a
diferencia del resto a ostentar el cargo de poder.
De la misma forma que “La concepción negativa que tenia de la humanidad Agustín también se
utilizaba para justificar que la mayoría de los europeos estuvieran sometidos a diario -al oprobio del
soberbio- y a -la insolencia de las autoridades- tanto como a la cruel naturaleza” (Brockliss, 2002:
163). El neoplatonismo permite generar una jerarquización, pero desde una óptica más optimista e
insertando lo terreno. Ya no se trata de un gobierno por el más poderoso, sino que por gracia divina
que dota a ese individuo de poder, dada sus capacidades personales y por lo tanto acercamiento con
la divinidad. Y de allí, su competencia para gobernar.
Esta articulación del poder se asemeja mucho a la de Bizancio, puesto que allí el emperador era
electo por gracia divina, que se manifestaba en el hecho mismo de llegar al poder (Bréhier, 1956: 14)
Bajo él se constituía toda la corte imperial, a imitación de la corte celestial, puesto que el Basileus
era representación de Dios en la tierra, y por lo tanto guía de las almas del imperio (Bréhier, 1956:
57).
Si bien en occidente no existió una asimilación con una corte celestial, el legado grecorromano actuó
como un agente legitimador, ya observado en la escultura de Carlos V.
Pero también el arte en si recurrió a este ejercicio del poder a través del mecenazgo y los encargos,
dice Gombrich sobre el arte de Van Dyck “Su retrato de Carlos I (ilustración 261) acabando de
apearse de su caballo durante una partida de caza muestra al monarca Estuardo tal como él hubiera
deseado vivir en la historia: una figura de elegancia sin rival, de autoridad y gran cultura
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incuestionable, mecenas de las artes y defensor del derecho divino de los reyes, un hombre que no
necesitaba signos externos de poder para acrecentar su dignidad innata” (Gombrich, 1995 : 405).
Podemos observar como el arte pictórico se transforma en un gran difundidor de la idea divina del
monarca, presentándonoslo en el caso de Van Dyck como una figura envidiable y de gran
admiración, para llegar a extremos como las pinturas de cámara que muestran a Luis XVI y su
familia, ataviados como el panteón Olímpico y el personificando a Apolo.
Desde allí podemos observar la articulación del poder de los monarcas, desde una perspectiva
profundamente aristocrática y con un cargado uso de la imagen, la etiqueta e inclusive la vivienda, el
florecimiento de la arquitectura palaciega versallesca, responde al posicionamiento político de una
autoridad y la construcción de un poderoso discurso legitimador a su alrededor que abarca los más
diversos aspectos de la existencia.

 Bibliografía

1. Brockliss, W. B. Laurence. (2002). La era de la curiosidad. En El siglo XVII (161 -200).


Barcelona: Critica.
2. San Pedro, Luis. (2002). Humanismo y renacimiento cultural. En Historia moderna universal
(55 -79). Barcelona: Ariel.
3. Herrin, Judit. (2009). Bizancio. Barcelona: Debate.
4. Tatakis, Basilio. (1952). Filosofía Bizantina. Buenos Aires: Sudamericana.
5. Bréhier, Louis. (1956). Las instituciones del imperio bizantino. México: UTEHA.
6. Gombrich, E. H. (1995). Historia del arte. México: Diana.

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