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El reino de este mundo

Soy morocha, azúcar morena, café con leche, y todos los posibles lugares comunes para denominar mi
color de piel. Nunca me detuve a pensar en ello, ni lo vi necesario, hasta aquel día, mientras cursaba la
secundaria, en que el niño que me gustaba me dijo “ya no te quiero, me gusta una niña más bonita que
tú, es güerita”. Y sí, era la niña considerada más guapa de la escuela, y tenía piel blanca, ojos verdes,
cabello castaño claro. Hoy caigo en la cuenta de lo que aquellas ideas de adolescencia representaban,
¿era realmente la más guapa de la escuela sólo por ser güerita? Por muchos años lo creí así, no
ciegamente, ni siquiera con intención, se trataba más bien de una obviedad. Pero no es cierto, si
realmente era la más bonita, no era por ser güerita. Hoy puedo distinguir esos prejuicios que la sociedad
nos va imponiendo desde infantes hasta adultos, ideas que parecen obvias sobre la belleza, el bien y
otros conceptos en los que el color de piel influye mucho. Podría uno pensar que en la sociedad
mexicana, en la que tanto nos congratulamos de ser la raza de bronce, no nos venderían la idea de que
el blanco, el rubio, es el exitoso, es el decente, representa lo bello, pero sí ocurre: basta echarle un
vistazo a las telenovelas, los comerciales, y los comentarios con los que vamos creciendo, a veces, casi
sin darnos cuenta.

Hay racismo en México como en muchas otras partes del mundo, a veces muy veladamente, pero es
una condición que nos aqueja. La literatura, que aborda toda clase de temas del ámbito humano, ha
hecho un espacio a personajes, historias, documentos, escenas sobre la problemática del racismo, lo
ha abordado en diferentes momentos de la historia y en muy diversos lugares evidenciando ese hábito
humano de hacer y ver diferencias donde no las hay.

En febrero de este año unos jóvenes grafitearon con mensajes de odio una escuela afroamericana en
Virginia (fundada en 1892). Al ser juzgados se les ordenó leer 35 libros y ver 14 películas sobre racismo
y antisemitismo, entre otras cosas. ¿Puede haber una sentencia mejor, si lo que se pretende es que
corrijan su conducta? ¿No es la educación el mejor remedio contra estas enfermedades? Entre esos
libros se encontraba el inolvidable “Matar a un ruiseñor” de Herper Lee y “El color púrpura” de Alice
Walker forman parte de la lista. Ambos libros fueron adaptados al cine. En Matar a un ruiseñor nos
enfrentamos con la siguiente situación: una mujer ha sido violentada y se acusa a un hombre de color
del crimen, el pueblo lo cree, sin más, como si su piel evidenciara ya su culpabilidad y no fuera necesaria
ninguna prueba real. Uun abogado decide defenderlo y enfrentarse con la furia del pueblo. Por otra
parte, en El color púrpura los personajes femeninos, mujeres de color todas ellas, viven una doble
injusticia, aquella que las golpea por su color de piel y otra que las denigra por su género. Celie es
violada y continuamente maltratada por su padre, su hermana Nettie huye cuando la situación parece
predecirle el mismo trato, Shug Avery sufre el rechazo por ser considerada libertina, Sofía, en defensa
propia, golpea al Alcalde y a su mujer por lo que es alejada de sus hijos para convertirla en criada.

En el libro Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain nos encontramos con la historia de Huck
Finn (amigo del famoso Tom Swayer) quien huye de su padre y se encuentra con Jim, un esclavo negro
quien también ha escapado e intenta comenzar una nueva vida, en un momento de la historia vemos
con gran precisión la moral imperante de la época, Huck debe decidir entre delatar a Jim para entregarlo
a su dueña a través de una carta o guardar silencio, el niño sufre ante la decisión, sabe que es incorrecto
liberar a un esclavo, que podría arder en el infierno, que lo que hace no está bien. Pero Huck ve algo
más allá, entiende que Jim no es diferente a él, que es su amigo, y forja su decisión con clave en ello:

“Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel y lo sostuve en la mano. Estaba


temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo
miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:

«¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí.”

Hace relativamente poco encontré en la venta de libros usados El reino de este mundo de Alejo
Carpentier. Tenía tiempo deseando leerlo y lo compré. La edición estaba un poco maltratada y era vieja,
se desprendían las hojas. Apenas comencé a leerlo me di cuenta de que no pudría parar. La historia se
desarrolla en Haití, con un toque de realismo mágico y una aproximación al reinado de Henry Christophe
(que es un hecho histórico), el libro describe la aparente abolición de la esclavitud en Haití desde los
ojos de Ti Noel, el protagonista, quien va platicando de una manera desencarnada e hipnótica los
sucesos en torno a ello. Ese sentimiento de impotencia ante la desigualdad, los prejuicios y el sufrimiento
que todavía (en pleno siglo XXI) muchos tienen que padecer por cuestiones que no son importantes. Sin
embargo, hay un fragmento del libro que nos otorga esperanza, porque sí hay mucho por hacer respecto
al tema, pero es algo que es posible hacer, si aprendemos de la historia. Cito el mencionado fragmento:

Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quien padece y espera.
Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez
padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el
hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es
otorgada. Pero la grandeza del hombre esta precisamente en querer mejorar lo que
es. En imponerse tareas. En el reino de los cielos no hay grandeza que conquistar,
puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin
término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y
de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el
hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el reino de este
mundo.

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