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TODA MI VIDA HE SIDO UN

FRAUDE, NO ESTOY EXAGERANDO

(A propósito de la recepción de David Foster Wallace en


España y su narrativa breve)
ÍNDICE

PREFACIO (3)
I. ALGUNAS OPINIONES NO DEL TODO INCIERTAS, AUNQUE DESDE
LUEGO INCOMPLETAS, SOBRE DAVID FOSTER WALLACE (5)
(Autobiografismo – El canon del Siglo 20 – Historia abreviada de
DFW (2000 – 2008) - ¿Una literatura colonialista? – Pensar,
clasificar: el escritor posmoderno entre los posmodernos – DFW en la
prensa española)
II. EL INSONDABLE PROBLEMA DE LO NOVEDOSO (INTERLUDIO)
(20)
III. SOLUS IPSE. “HACIA EL OESTE…” COMO PUNTO DE PARTIDA:
REALISMO, WITTGENSTEIN Y LAS DIGRESIONES (30)
(Sobre la metaficción - «Perdido en la casa encantada».- Apocalipsis
metaficcional)
IV. SOBRE LA MALA FE Y LA PARADOJA DEL SUPERYÓ EN DFW (47)
(The Broom of the System – Historia radicalmente concentrada de la era
postindustrial – El neón de siempre – Mundo Adulto – Octeto – La
persona deprimida – El suicidio como una especie de regalo – Señor
Blandito – Entrevistas breves)
V. LA NIÑA DEL PELO RARO Y SUS TRAUMAS FAMILIARES (56)
(Animalitos inexpresivos – La niña del pelo raro – Lyndon – Aquí y
allí – Mi aparición)
VI. TESTOSTERONA Y VIRILIDAD HIPERTROFIADA EN ENTREVISTAS
BREVES (65)
(Entrevistas breves – Mundo Adulto – En su lecho de muerte […] y el
suicidio como una especie de regalo
VII. TRI-STAN: MITOS RECOMBINADOS EN TELEVISIÓN (76)
VIII. EXTINCIÓN: DIGRESIONES AL 110% (88)
(Señor Blandito – El alma no es una forja – Otro pionero – Extinción
– El canal del sufrimiento)
BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA (101)

2
PREFACIO

A David Foster Wallace se le ha referido en numerosas ocasiones como el


autor más importante de su generación. Y sin embargo, nadie ha sabido leerlo
como merecía.
O para ser más exactos, las lecturas a sus traducciones al español no
comprenden las distintas dimensiones de su obra. Pueden ser precisas, pero
insuficientes. El trayecto que aquí proponemos, entonces, pasa por el
acercamiento a las ideas más reiteradas que se han vertido en la prensa cultural
española a propósito del escritor estadounidense, y una tentativa paralela de
ampliar horizontes sobre su narrativa a partir de una selección de textos
compilados en sus libros de ficción breve.
Con todo, el resumen de lo que sigue podría pasar porque David Foster
Wallace es un autor cuyo tema capital es el coste del éxito, el genio
contemporáneo y la mercantilización de las relaciones humanas, y que toma
como su motivo más frecuente el trauma familiar.
Asimismo, aunque de Foster Wallace se haya hablado mucho de su
tradición literaria (Pynchon, Barth, Sterne…), poco o nada se ha abundado en
el imponente aparato filosófico de su ficción, que reúne, entre otros asuntos, la
mala fe sartreana, Freud, el solipsismo y Wittgenstein. Foster Wallace
también puede ser, al menos parcialmente, un escritor profundamente
autobiografista, caracterizado por una serie de rasgos formales que constatan
por qué se trata de un autor reconocible.
En cuanto a su narratividad, y pese a que algunos críticos han querido
verlo como «campeón del experimentalismo» y reverso de la corriente tradicional
realista, lo cierto es que, como alguna vez comentó el propio autor, su literatura
sintetiza el experimentalismo anglosajón de los años 60 con la ficción
decimonónica.

3
My whole life I've been a fraud. I'm not exaggerating. Pretty much all
I've ever done all the time is try to create a certain impression of me in
other people. Mostly to be liked or admired. It's a little more complicated
than that, maybe. But when you come right down to it it's to be liked,
loved. Admired, approved of, applauded, whatever. You get the idea.

DFW, «Good Old Neon»

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I. ALGUNAS OPINIONES NO DEL TODO INCIERTAS, AUNQUE DESDE
LUEGO INCOMPLETAS, SOBRE DAVID FOSTER WALLACE

David Foster Wallace nació en una familia de profesores


universitarios (él de filosofía, ella de inglés) en Ithaca, Nueva York,
en febrero de 1962. Tras una adolescencia entregada al tenis —
tema presente en ensayos y ficciones—, David Foster Wallace (en
adelante, DFW) se licenciaría en inglés y filosofía en el Amherst
College, summa cum laude con ambas tesis, y a su suicidio en 2008,
habiendo publicado dos novelas, varios libros de ensayo y
periodismo y tres colecciones de relatos, ya se había convertido en
el autor que cerraba la historia del siglo XX. Un siglo de literatura
que comenzaría con la transgresión de los modernistas,
obsesionado en tirar abajo los preceptos decimonónicos, y para el
cual la historia de la literatura acabaría convirtiéndose en la Historia
de las formas de contar historias, en donde tanto críticos como autores
parecieron especialmente interesados en el aspecto formal del
relato. O en palabras del propio autor: «Los viejos modernistas,
entre otros logros, elevaron la estética al nivel de la ética —tal vez
incluso de la metafísica— y todas las Novelas Serias después de
Joyce suelen ser valoradas y estudiadas principalmente por su
grado de innovación formal. Tal es el legado modernista que ahora
damos por sentado como algo básico: el que la literatura “seria” ha
de estar distanciada de la vida real.»
Desde la teoría literaria, García Berrio conviene en «Más allá
de los “ismos”» que «todo ismo crítico simboliza claramente la
historia de una tentativa frustrada; porque, lo diré cuanto antes, el
objeto de reflexión de la actividad crítica literaria, la obra de arte
verbal, desborda las posibilidades de iluminación concreta de
cualquiera de las parcialidades metodológicas de acceso a ella.»
Asimismo, si como Pozuelo Yvancos recuerda, la Retórica General
es necesaria, entre otras razones, porque la Retórica «puede actuar
como un horizonte en el que concretar la necesaria
interdisciplinariedad de los estudios humanísticos», la lectura de la
recepción de DFW y la propia interpretación de sus textos parecen

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impensables sin atenerse a ciertos elementos extratextuales que
envuelven su ficción, como puedan ser el entorno editorial en el
que se inscribe, la fatídica suerte del autor y su biografía, la
emotividad o subjetividad que rige la literatura de Wallace, o los
mecanismos con los que trabaja la crítica y el periodismo cultural.
DFW, de hecho, parecía consciente de la necesidad de reivindicar
una crítica que no se atuviese sólo a criterios textualistas; él mismo
llamaría «Falacia Afectiva» a «la evaluación de una obra de arte
basándose en sus resultados, sobre todo en su efecto emocional»,
algo que, junto a la «Falacia Intencional» (intentio auctoris, lo llamaría
Eco), comprendería «las dos grandes prohibiciones de la crítica
textual objetivista, y sobre todo de la Nueva Crítica.» Sobre esta
Falacia Afectiva, García Berrio y Teresa Hernández anuncian en
Crítica literaria: «Todos convienen en que una Poética del
Sentimiento ha de ser una de las partes principales de la Crítica
literaria; y sin embargo una Crítica sentimental, como tal, no se ha
formulado nunca.» En ese mismo volumen recuerdan a Theodor
Lipps, representante de la estética de la empatía, y para el cual «la
empatía «“se presenta en forma de sentimiento vago y de la
conciencia que lo acompaña como algo general que impregna el
conjunto de las cosas observadas, y que no se concreta en este o en
aquel detalle”, antes bien vive en lo objetivo y resulta ser “como su
pulsación”. Deduciendo de ello que la significación de ese estado
del ánimo en empatía “consiste en que yo me proyecto en el
objeto» ampliamente de una manera «general y comprensiva”.»
Con todo, lo más importante de la lectura a los lectores de DFW es
que ésta habla tanto del autor como de los parámetros desde los
que sus exégetas trabajan. De antemano también hay que aceptar la
derrota en una investigación sobre la obra de DFW que se limite
sólo a su literatura: quien se haya asomado al ensayo matemático
Everything and more, o a Fate, Time, and Language, la tesis de DFW en
materia filosófica comentada por especialistas, comprobará el
enorme espacio que se abre al apartar las relaciones de la literatura
de nuestro autor con estas disciplinas.

Autobiografismo. Cabe pensar también que en ocasiones


DFW parecía querer escribir para proponer nuevos desafíos
críticos. Muchas de las críticas elogiosas que su autor ha recibido
apelan a su investigación en la forma de relato, abandonan su
dimensión («Falacia») afectiva, y, siguiendo las convenciones de la
crítica contemporánea, procuran apartarse de su confesiones más o

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menos encubiertas. DFW dejó en su literatura pruebas de que él
era, tal vez, la principal fuente de inspiración de su ficción, hasta el
punto de que su obra póstuma El Rey Pálido parece ser aquella en la
que mayor empeño se pone en unir en una sola la voz del autor
con la del narrador. Algunos ejemplos de lo dicho: La niña del pelo
raro, libro en donde varios relatos abordan la influencia y la
coacción del padre, está dedicado a la «Mr. And Mrs. Wallace Fund
for Aimless Children», en una referencia a las atenciones de sus
padres en un periodo en que DFW se encontraba en pésimas
condiciones personales con motivo de sus continuas depresiones.
Otro: uno de los personajes de El Rey Pálido sufre terribles ataques
de sudoración que lo ponen en alerta ante la posibilidad de ser
descubierto por sus compañeros de instituto, y en una crónica
publicada en 1992 recogida en Algo supuestamente divertido que nunca
volveré a hacer, DFW recordaba su excesiva sudoración en sus años
como tenista adolescente. En esa misma colección de crónicas,
DFW denuncia la incomodidad que una cámara trae consigo
porque te obliga a sonreír incómodamente. Está claro que no todo
el mundo es igualmente frágil ante una cámara de televisión, pero
cualquiera que haya visto una entrevista con el autor puede advertir
su incomodidad frente a los periodistas. La broma infinita, su novela
más extensa, gira alrededor de un tenista adolescente, brillante
tanto en sus estudios como en la práctica deportiva, perfil que
encaja sin problemas en la figura de nuestro autor. Y en un artículo
publicado en The Awl sobre la biblioteca de autoayuda de nuestro
autor («Inside David Foster Wallace‟s prívate self-help library»), la
periodista María Bustillos comenta cómo DFW culpa a su madre
de buena parte de su sufrimiento —en ese sentido, veremos cómo
el trauma familiar es una de las constantes más repetidas en sus
relatos.
Hay un cuento de Entrevistas breves con hombres repulsivos en
donde se narra el impacto emocional que sufre un niño en el
momento en que su padre se planta delante de él, se baja los
pantalones y empieza a masturbarse. La cabeza del niño serpentea
para evitar enfrentarse a semejante imagen atroz. Básicamente, ésa
es la misma sensación que se apodera de nosotros al interrogarnos
sobre la posibilidad de ejercitar una moderada crítica biográfica
sobre la obra de DFW. Podemos intentar evitar esa imagen,
podemos no desear verla, pero la imagen atroz se encuentra
delante de nosotros. En su libro de divulgación matemática, DFW
muestra su interés por Kurt Gödel (a quien dedica un relato en La

7
niña del pelo raro): «también falleció como resultado de una
enfermedad mental», dice DFW en referencia al matemático Georg
F.L.P. Cantor. Precisamente, esa introducción a Everything and More
nos complica las cosas aún más: «Los casos de grandes
matemáticos con enfermedades mentales han tenido una enorme
repercusión en los escritores pop y directores de cine […] El
Matemático Mentalmente Enfermo se asemeja a lo que el
Caballero Errante, el Santo Humillado, el Artista Torturado y el
Científico Loco han significado en otros tiempos: una especie de
Prometeo, aquel que se dirige a lugares prohibidos y regresa con
dones para que todos podamos usar pero por los cuales tan sólo él
ha pagado». Por si fuera poco, en una nota a pie de página leemos:
«Decir que el ∞ volvió loco a Cantor es como lamentar la pérdida
de San Jorge con el dragón: no es sólo falso sino también
insultante.» Y la paradoja vital de DFW es que, pese a que su gran
tema fuese el malestar (represivo) social y psicológico de
Occidente, su desaparición, como David Lipsky nos cuenta en
Although of course you end up becoming yourself, viniese motivada por un
error psiquiátrico, puramente biológico.
Lo que hoy conocemos como crítica moderna puede decirse
que fue instituida no en las revistas literarias sino en los juzgados.
Denuncias a autores como Baudelaire o Flaubert mediante. Con
ellos empieza a gestarse la distinción entre autor y narrador, entre
realidad y ficción, que desde entonces ha ido dilatándose
progresivamente, hasta convertir en un tabú las asociaciones entre
el texto y su creador de carne y hueso. Sin embargo, cada vez que
referimos a un texto su capacidad investigadora de la «condición
humana» revelamos varios modos de hacer biografía. De un lado,
como lectores nos reconocemos en las situaciones propuestas por
el texto; de otro, sólo nuestra propia experiencia o la observación
humana nos permiten comprender esa situación. Pensemos en ese
momento de Cómo leer y por qué en el que Harold Bloom dice:
«primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti.
Si es que El rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza
que ambos compartís y reflexiona sobre ella; esa proximidad
contigo mismo». Esa naturaleza puede ser sólo vivencial, referido al
lector que hace su biografía en la lectura de los demás. Que un
crítico niegue el aspecto biográfico de la ficción, en cierta forma,
supone traicionar los principios del género ensayístico. Piénsese en
aquel Montaigne que inicia sus ensayos diciendo: «yo soy la materia
de mi libro.» Y así, si con anterioridad advertimos que la crítica de

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DFW habla de éste último tanto como del proceder de la crítica,
no sería deshonesto aceptar que atender a ciertos temas en DFW
habla tanto de su autor como de quien suscribe.
Aunque ello nos ponga en evidencia a ambos.

El canon del siglo 20. Antes de que sea demasiado tarde,


admitamos que, por supuesto, la afirmación según la cual DFW
cierra el siglo pasado, como de algún modo pueda haberse
sugerido a través de ciertas reseñas, encierra un enunciado
injustificable, que propone importantes dudas metódicas sobre el
modus operandi de la crítica. O desde luego obliga a plantearse cuáles
son los rasgos que reunirían a esa literatura del siglo XX, en
oposición al lóbrego siglo anterior. O si la literatura universal
necesariamente cambia de parámetros al término de cada diez,
cincuenta o cien años. O si seguimos encerrados en esa
cosmovisión modernista en donde la estética queda elevada al nivel
de ética. ¿Por qué leer, entonces, a DFW?, ¿y por qué leer a sus
lectores? A la segunda pregunta ya nos hemos aproximado:
intentar conocer las estrategias de la crítica literaria actual; la
primera, en cambio, no admite ninguna solución digna, pues
cualquiera que queramos ofrecer, necesariamente, acabaría
desembocando en un enunciado indefendible, muy codiciado por
la crítica, que no sería otro sino que nuestro autor abre nuevos
caminos, antes inéditos o desconocidos, y que por tanto brega con
la inasible noción de novedad. Tal premisa es imposible. Y
Nabokov —maestro de uno de los maestros de DFW: Thomas
Pynchon—, lo sabía bien:

A un pobre hombre le roban el gabán (El abrigo, de Gógol);


otro pobre diablo se convierte en escarabajo (La metamorfosis,
de Kafka); ¿y qué? No hay respuesta racional a ese «y qué».
Podemos descomponer la historia, podemos averiguar cómo
encajan sus elementos, cómo una parte del esquema se
corresponden con otro; pero tiene que haber en nosotros
cierta célula, cierto gene, cierto germen que vibre en respuesta
a sensaciones que no se pueden ni definir ni desechar.
(Nabokov, Curso Literatura Europea)

Hora de entrar en antecedentes, pues.

9
Historia abreviada de DFW (2000 – 2010). Nuestro autor
desembarca en España en el año 2000, cuando la editorial
Mondadori lo presenta como estandarte de la Next Generation, en lo
que ha de entenderse como una de las campañas editoriales más
fructíferas e influyentes de los últimos tiempos. A modo de
curiosidad, desde entonces la recepción de la literatura
contemporánea norteamericana en nuestro país ha sido todo un
misterio. O al menos uno tiene la impresión de que bajo un mismo
marco referencial y estético —insostenible, por lo demás—, el
imaginario colectivo ha asociado autores singulares o disímiles
como David Sedaris, DFW, Chuck Palahniuk, Jonathan Lethem o
Dave Eggers, vagamente conocido en España con la primera
publicación de Una historia conmovedora, asombrosa y genial, allá por el
año 2001 en Planeta, y revitalizado a partir de 2003 con Ahora
sabréis lo que es correr (Mondadori). En el lapso de tiempo que va
desde entonces hasta nuestros días, fueron desapareciendo a
nuestros ojos, y de manera más o menos azarosa o inexplicable (si
excluimos, es de suponer, criterios de ventas), firmas como las de
Jay McInerney —mientras su mellizo Easton Ellis nunca llegó a
bajarse de la ola—, David Leavitt, Rick Moody o Sam Lipsyte.
Otros, como los arriba mencionados, y siempre capitaneados por
Wallace, seguirían siendo bibliografía obligatoria para la crítica
literaria. He aquí el primer condiciónate en su recepción: la
creencia en una hipotética generación de autores. Precisamente,
DFW desmentiría en 2002 las mencionadas similitudes con sus
coetáneos:

En primer lugar, aunque ustedes puedan percibirnos como


generación porque se han publicado libros nuestros al mismo
tiempo, no lo somos. Entre los escritores que usted me cita
hay varios bastante más jóvenes que yo, y además hablamos
de estéticas muy diferentes. De los que me ha citado, el que
más me interesa es Jonathan Lethem por su utilización de
géneros como el policiaco o la ciencia ficción, que reelabora
literariamente; Sedaris, por su parte, probablemente sea el
escritor más divertido de Estados Unidos, y Chabon me
parece un escritor comercial. Mi generación, de hecho, es la de
Jonathan Franzen, William T. Vollman y Richard Powers, con
los que, además de la edad, me unen unos planteamientos
literarios similares. («EE.UU es un lugar extraño», 21 de mayo
de 2002, Mauricio Bach, La Vanguardia)

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El segundo elemento perturbador para la lectura de DFW
vendría ser su vinculación, repetida hasta el agotamiento por sus
críticos, con autores como Thomas Pynchon o Don Delillo
(Pynchon, de hecho, será una de las palabras más repetidas en
todas las reseñas a su obra). Y en verdad, y citado por Javier Calvo
—su traductor al español— en «El escritor y su laberinto»1, el
propio DFW comentaría:

Tengo unos orígenes extraños. Mis padres son académicos, y


leen mucho. Y yo leo mucho […]. Así que llegué a la escritura
desde un origen bastante duro y abstracto. Vengo de la
filosofía técnica y la teoría europea, un rollo extremadamente
vanguardista. Y no estoy hablando simplemente de Pynchon y
Gaddis. Eso es la vanguardia comercial.

Y pese a que DFW se declarase europeo en su formación, su


obra levantaría comentarios sus orígenes norteamericanos:

La generación Nocilla responde a una de las variables


culturales en las que cuaja el largo y milagroso proceso de
desclasamiento social que, se dice, ha venido produciéndose
en el interior de la sociedad española a lo largo las últimas
décadas, y que culturalmente ha significado la invasión
imperialista de la cultura yanqui. Imperialismo que se nos
quiere hacer aceptar bajo el rótulo más neutral de inevitable
globalización. Y no deja de ser curioso que sea su idolatrado
David Foster Wallace la figura que mejor encarna esa
invasión. (Constantino Bértolo, entrevistado por Hernán
Vanoli, Culturamas)

¿Una literatura colonialista? Efectivamente, DFW


legitimaría cierta idea de colonialismo cultural norteamericano, y
una tradición estadounidense especialmente poderosa desde
mediados del siglo XX. En ese sentido es interesante recordar las
palabras del ensayista François Cusset: «Hasta diciembre de 1941
y el ataque japonés a Pearl Harbour, Estados Unidos
representa para la Europa de los éxodos y los golpes de Estado la
única tierra de asilo viable, una antípoda provinciana, por cierto,

1 Suplemento Cultura/s de La Vanguardia, 24 de septiembre de 2008.

11
pero un paraíso de paz y prosperidad [...] Los años de exilio
estadounidense [...] coinciden con una transferencia histórica de la
hegemonía artística y cultural de París a Nueva York.». Igualmente,
en Cuatro Novelistas Americanos de Posguerra, ensayo dedicado a
Bellow, Mailer, Barth y Pynchon, Frank D. McConnell coincide
en que la nueva escuela de escritores americanos era «absurda,
fantástica, altamente auto-consciente, y oscura a la manera de las
ficciones continentales como las de Sartre, Beckett, Robbe-Grillet
y Günter Grass.» El humor negro que caracterizaría trabajos
disímiles como los de Barth, Vonnegut, Barthelme, Coover,
Brautigan y otros sería impensable sin el escepticismo y el
pesimismo que América sufrió tras los sesenta.
Sobre los orígenes del experimentalismo en EEUU,
McConnell asume que la década que media entre 1963 y 1973
empezó con el asesinato de un líder, Kennedy, y terminó con el
caso Watergate, iniciando así la europeización de América,
«reverso tenebroso del Plan Marshall», que culminaría con la
popularización de la teoría postestructuralista asumida por la
cultura pop en los 80. Luego vendría la influencia de una América
europeizada en la propia Europa. Y cómo no, el misticismo hacia
la cultura pop anglosajona —signifique lo que signifique tal
término—. También nuestro autor era consciente del génesis de
dicha vanguardia: «La que es conocida como escuela posmoderna
estadounidense ha sido acogida con cierta suspicacia puesto que
sus orígenes y piedras de toque son en su mayoría extranjeros,
léase europeos (Kafka, Joyce, Sartre, Bohl), o latinoamericanos
(Borges, Cortázar, donoso).» (Entrevista a David Foster Wallace,
Qué leer, 31 de diciembre de 2002)

Pensar, clasificar: el escritor posmoderno entre los


posmodernos. Otro de los conceptos más sonados en la lectura
de DFW (no tanto a él mismo como a sus influencias) es la idea de
«postmodernidad» literaria. Wallace no tardaría en burlarse de
semejantes nociones, insostenibles al menos en literatura, y que
atraen preguntas como de qué hablamos cuando recurrimos a ellos
en filosofía, y cómo pueden aplicarse entonces a la ficción, o qué
rasgos inequívocos envolverían a esa literatura postmoderna o post-
postmoderna.
Otra advertencia pertinente por parte de Nabokov
(curiosamente englobado en la llamada primera generación de
escritores posmodernos, cuyos orígenes atribuye Raymond

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Federman en Historia de la literatura norteamericana a El almuerzo
desnudo de William Burroughs, 1959: «El mundo no se puede
expresar, se puede quizá indicar por medio de mosaicos de
yuxtaposición, como objetos abandonados en una habitación de
hotel, definidos por negativas y ausencia»—: «Si uno empieza con
una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el
otro extremo, alejándose del libro antes de haber empezado a
comprenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que
empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea
preconcebida de que es una denuncia de la burguesía».
Más allá, es posible que uno de los intentos más sonados por
dar carpetazo a la tradición de DFW y sus filiaciones estéticas
venga de la mano del crítico británico James Wood, que calificaría
la escuela de Wallace como «realismo histérico» o «maximalismo»
—herencia parcial del realismo mágico—. Aunque movido por un
deseo de denuncia hacia lo que debemos entender como el
agotamiento de una fórmula en marcha desde los años ochenta,
Wood asociaba, allá por el año 2002, la actual época de Storytelling
(historietas) —«la gramática de estas novelas»— al hecho de que
«historias y subhistorias broten a cada página».
DFW confirmaría esta tendencia al enunciar lo siguiente:
«Tengo una burda afección sentimental hacia los gags, por el
material que no es nada sino diversión, y el cual introduzco a
menudo por ninguna otra razón que no sea la diversión»
(McCaffery, 1993). Y en relación con Dientes blancos, la novela de
Zadie Smith —quien, a ojos de Wood, formaría parte de esta
corriente maximalista—, el crítico enumera como rasgos de
semejante tendencia la justificación obsesiva e ingeniosa de los
detalles, o ciertos guiños dadaístas a menudo decodificados por los
lectores como «genial talento imaginativo»:

Novelas recientes […] de Rushdie, Pynchon, DeLillo, Foster


Wallace y otros han presentado a una genial estrella de rock
que, al nacer, empezó inmediatamente a practicar air guitar en
su cuna (Rushdie); un perro parlante, un pato mecánico, un
queso octogonal gigante y dos relojes conversando
(Pynchon); una monja llamada Hermana Edgar que está
obsesionada con los microbios y que cree ser una
reencarnación de J. Edgar Hoover, y un artista conceptual
pintando B-52 abandonados en el desierto de Nuevo Mexico
(DeLillo); un grupo terrorista que aboga por la liberación de

13
Quebec llamados Asesinos en Silla de Ruedas, y una película
tan absorbente que todo aquel que la ve muere (Foster
Wallace). (Wood, 2001)

DFW en la prensa española. Ahora bien, en España, ¿qué se


ha dicho exactamente? Tal vez la idea más popularizada de DFW se
corresponda con los comentarios vertidos a propósito de su último
libro de ficción publicado en vida, Extinción, cuyos rasgos,
conjuntamente con La broma infinita, serían los más frecuentes en
los obituarios con motivo de su inesperada muerte, cuando obtuvo
una gran atención por parte de la crítica literaria. No olvidemos
que, en ese sentido, la trayectoria de nuestro autor está
determinada por una complejidad en parte progresiva, según
podemos ver al contrastar sus primeros libros, The Broom of The
System y La niña del pelo raro, con La broma infinita y Extinción. Y pese
a la complejidad que se le presupone, no obstante, la recepción de
esta última colección de relatos puede resumirse en una serie de
lugares comunes. Por ejemplo, Diego Gándara se preguntaba si el
atractivo de Extinción no figuraba en sus «piruetas formales»:

no hay dudas de que su obra, que evapora la solidez con que


suele comprenderse la realidad, es, entre otras cosas, una
ventana a la percepción nerviosa e inconsciente de los
estadounidenses y a las escenas de la vida postmoderna de
comienzos del siglo XXI.2

Muy acertadamente, José María Guelbenzu advirtió que uno


de los principales recursos narrativos de DFW consiste en su
tentativa de agotar las descripciones:

El asunto de las enumeraciones es llamativo: otorga un


protagonismo extraordinario a los objetos, las marcas, las
siglas, los nombres… y los enumera a cada oportunidad,
machaconamente, como si deseara hacer angustiosamente
presente un modo que se rige por órdenes ejecutivas y
comportamientos consumistas de manera casi exclusiva […]
Lo que además comprendemos pronto es que su trabajo es
sobre todo descriptivo y en toda descripción lo que debe
trabajar es la mirada capaz de perforar lo que está a la vista o,

2 “La magia de un ronquido”, La Razón, 29 de diciembre de 2005.

14
de lo contrario, nos encontraremos con meras visiones de
superficie. Desgraciadamente, Wallace se queda en la
apariencia. Es como si el autor fuera incapaz de relatar otra
cosa que lo que ve y lo que ve es solo la superficie de lo que
hay. La mirada es inteligente, irónica a veces, pero no es
dramática, no accede al interior de lo que contempla.3

Pese a todo, Guelbenzu concluye su reflexión sobre Extinción


diciendo que «la escritura de Wallace tiene vida, pero no parece
tener alma». Exactamente lo contrario a la opinión de Javier García
Rodríguez —quien penetra en ese pantanoso y complejo terreno
para la crítica literaria que es la Falacia Afectiva, en la burlona
terminología de DFW—; con él, de hecho, coincidimos:

Wallace es un sentimental. Todo el material que acumulan sus


relatos, con sus detalles banales y su objetividad simulada, su
verismo distanciado y su logos prescindible, es una excusa
para hablar de las personas y de por qué son como son. La
enfermedad de sus personajes no es la desorientación, la
angustia, el insomnio, los problemas mentales, las tendencias
suicidas o asesinas o la incapacidad de amar; la enfermedad es
tomar conciencia de la imposibilidad de explicar(se), de
narrar(se) en palabras sencillas y en construcciones
tranquilizadoras. Narrar y cómo. He aquí la tarea que nos
espera.4

Con motivo de la muerte de DFW, el escritor Eduardo Lago


publicaría un obituario de título bastante explícito, «David Foster
Wallace, el mejor cronista del malestar de EE UU», en donde
también convenía que la intención del autor era explorar un
terreno sentimental:

Campeón del experimentalismo, siempre tuvo claro que no


podia quedarse en un mero juego de artificio realizado en el
vacío: “Lo esencial es la emoción. La escritura tiene que estar
viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy

3 Babelia, El País, 24 de diciembre de 2005.


4 “Narrar y cómo: David Foster Wallace”, en La Nueva España, 15 de
febrero de 2006

15
sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un
nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada.5

García Rodríguez también resume con acierto cuáles son los


rasgos, más allá de la descripción exhaustiva, de DFW:

Nadie escribe hoy como Wallace. No es esta afirmación —


sólo— un juicio de valor. Es cierto que el elevado y elitista
intelectualismo, el marcado distanciamiento irónico, el
datismo perpetuo (a Wallace siempre le sale el «scholar»
brillante que lleva dentro), la incontinencia verbal, narrativa y
argumental, la demoración o escamoteamiento en el
desenlace, el humor corrosivo y displicente, la ausencia de
compromiso más allá de lo puramente literario o el interés por
lo más actual, pueden provocar que el lector se irrite. Pero ese
es también el modo narrativo wallaceano: precisamente todos
estos elementos son los que permiten alcanzar un mínimo
grado de verosimilitud que de otra manera sería difícilmente
justificable.6

Siguiendo con lo anterior se encuentra el elogio —o la crítica


frontal— al presunto virtuosismo en la prosa de DFW: «es el
máximo ejemplo de una escritura peligrosamente rompedora»7,
dice Adolfo Torrecilla, cuya postura se inclina a favor de la opinión
de Guelbenzu y en contra de García Rodríguez:

Wallace no entra en el mundo interior de sus personajes ni le


preocupa la evolución de la trama ni sus dosis de humanidad;
al contrario, disfruta forzando la confusión y avasallando al
lector con una prosa alambicada y desbordante, de gran
eficacia estética, aunque veces todo suene a artificio y falta de
contención. Su única obsesión parece ser la creación de un
agobiante decorado satírico con el que busca fotografiar el
nuevo rostro de América.

5 El País, 15 de septiembre de 2008.


6 Ibíd.
7 “Hiperrealismo americano sin alma”, en La Gaceta de los Negocios, 4 de

febrero de 2006.

16
Muy significativo es la actitud de Juan Manuel de Prada, en
esta ocasión acerca de su conjunto de ensayos Hablemos de langostas,
quien de sus “lacras” llega a decir:

Quizá la más molesta de todas ellas sea la propensión al


fárrago: a Wallace no se le puede negar una capacidad
inquisitiva fuera de lo común; pero con frecuencia esa virtud
no se acompaña de la más mínima continencia. No me refiero
a una continencia en la expresión, sino sobre todo en el
tratamiento de la información, que lastra sus obras de
digresiones superfluas y aliterarias. […] A Wallace lo aflige el
prurito de ser exhaustivo; y en su exhaustividad no perdona la
más rocambolesca especificación técnica8

Este juicio no sólo lleva a preguntarse qué quiere decir De


Prada cuando habla de aliterariedad (aunque fácilmente podamos
hacernos una idea), sino que además asume como condición sine
qua non la adecuada fluidez rítmica del texto. Semejante modelo de
crítica reúne, paradójicamente, las «lacras» decimonónicas que
aparentemente el siglo XX ha querido combatir. Habitual en otras
interpretaciones de Wallace, De Prada parece incapaz de concebir
que un texto se plantee la imposibilidad de acabar con él en una
primera lectura. Como más tarde veremos, el propio DFW, ya sea
como autor o narrador, conoce perfectamente sus propias
intenciones, y llegará a bromear con esta idea en algún que otro
relato. Y es aquí donde entra en primer lugar la importancia de los
elementos extraliterarios y la necesidad de comprender el medio
socioeconómico en que la crítica se mueve.

El mercado editorial (paréntesis). Considérese así que en


un mercado en donde editoriales y distribuidoras cambian las
mesas de novedades cada trimestre (por no hablar de la agenda
temática impuesta por el periodismo literario; para el caso que nos
“ocupa, desde luego: el obituario), la crítica literaria opera como el
último eslabón de la cadena, sujeto a las fechas de caducidad
impuestas por la industria. Un reseñista no goza del derecho a leer
un texto ya despojado de su carácter de novedad editorial. Como el
crítico de cine al que se le impide reseñar cintas fuera de las salas

8 “Un empacho de langostas”, en el suplemento ABC de las Artes y las


letras, 30 de junio de 2007.

17
de proyección. Imaginemos entonces a un crítico que en el año
1922 recibe un ejemplar de una voluminosa novela escrita por un
irlandés y titulada Ulises, y que dispone de apenas 90 días para leer
y explicar juiciosamente su contenido. Lo positivo de este sistema
crítico acelerado es que permite el dinamismo de contenidos; lo
negativo, por supuesto, es que a De Prada le irrite que le hagan
perder su tiempo con digresiones aliterarias. (fin del paréntesis)

Mucho más perspicaz, Rodrigo Fresán, en su necrológica para


Página 12 el 16 de septiembre de 2008, percibiría el origen más
evidente de la narrativa wallaceana en Tristram Shandy, de Laurence
Sterne; igualmente, Javier Aparicio Maydeu encontró la misma
analogía un año antes («Kafka, la CNN y los crustáceos», Javier
Aparicio Maydeu, Babelia, 14 de julio de 2007).
Si como Genette anunciaba en Figures, entendemos como
metalepsis «toda intrusión del narrador o del narratario
extradiegético en el universo diegético...», entonces Sterne será
quien inaugure esta tradición, «que implica el rechazo en la práctica
de un realismo que se consideraba como convención arbitraria y
por tanto irreal. Su escritura anticipa en casi dos siglos la ruptura
modernista con las sólidas convenciones del realismo. La novela
muestra una clara indiferencia hacia el argumento y la descripción
de los personajes y su caracterización», recordaba García Peinado.
He aquí otro problema grosero e inabarcable, si acordamos que la
ruptura con el siglo XIX se produjo en el siglo XVIII.
Sigamos.
Del lado de De Prada, Sergi Sánchez también hablaría de la
desmesura del proyecto de DFW, en este caso a propósito de La
Broma Infinita,

el peor defecto de esta novela es no haber sabido distinguir el


grano de la paja. Después de todo, lo único que ha hecho el
autor de la excepcional La niña del pelo raro —que sigue siendo
su mejor libro, el que compensa sin fisura la brillantez del
estilo con la profundidad del fondo— es escribir su versión
del Finnegan’s Wake de James Joyce: poner piel y carne a un
correlato del moderno pensamiento humano, con toda la luz y
el tedio que eso conlleva. (Sergi Sánchez, «El Puzle de Onán»,
El Periódico, 6 de diciembre de 2002)

18
La angustia de las influencias (y la derrota ante ellas) es uno de
los argumentos más sonados dentro de la recepción del nuestro
autor, hasta el punto de no llegar a disociar como singularidades a
dos autores (Thomas Pynchon y DFW) que por temas y formas
admiten lecturas independientes. Robert Saladrigas, por ejemplo,
hablaría de ello también acerca de Infinite Jest:

ninguna posible lectura moral o de cualquier otro signo


excluye los severos problemas internos de la novela ni avala su
estéril desmesura, su mastodóntica torrencialidad que, en vez
de moldear una forma idónea, lo que origina es un magma
disolvente de arenas movedizas que desde el comienzo asfixia
y acaba engullendo toda coherencia […] Puestos a elegir, me
quedo con la inmersión en la autenticidad de Pynchon, es
decir con la eficacia de modelo no superado. («Broma con
desmesura», Robert Saladrigas, La Vanguardia, 22 de enero de
2003)

A favor del virtuosismo de DFW hablaría José Antonio


Gurpegui, en «Provocador escritor de culto»:

su estilo es muy peculiar por la intencionada inclusión de


numerosas e interminable citas a pie de página con el claro
propósito de romper la linealidad del relato, pues resultan a
todas luces innecesarias. También el léxico resulta
inconfundible, sobre todo por la continua inclusión de
acrónimos, que en ocasiones llegan a constituir la esencia
misma del mensaje.9

Más allá, la radiografía de América sería otro de los lugares


comunes que pueblan la crítica sobre DFW:

David Foster Wallace es tan bueno porque ha encontrado los


temas y la estética para reflejar nada menos que el desasosiego
de la sociedad moderna. En estos relatos desoladores sigue fiel
a las constantes de sus anteriores trabajos: crítica social (del
“mercado norteamericano cínico y lamentable”; de los medios
de comunicación de masas, capaces de concebir un
espectáculo en torno a un hombre cuyas cagadas se

9 El Mundo, 15 de septiembre de 2008

19
consideran obras de arte); problemas de comunicación (entre
un marido, que niega roncar, y su mujer, que lo acusa de ello),
o las angustias existenciales de los superdotados, esos
personajes de excepción con los que tan fácil es identificar al
Americano10

Sergi Sánchez, en «El arrogante genio infinito», publicado el


15 de septiembre de 2008 en El Periódico, comentó lo que sigue:

su mirada sobre una América autopárodica, colonizada por el


lenguaje fragmentado y reiterativo de los medios de
comunicación y las grandes corporaciones. La empresa
literaria de David Foster Wallace, cifrada en frases que se
extendían como insondables laberintos o aforismos
despedazados por signos de puntuación, era, y sigue siendo,
una arrogante demostración de genio.

Sobre la crítica a América, Javier Calvo también añadiría: «la


controversia de Wallace siempre ocultó al verdadero Wallace: un
autor dolorosamente sincero y frágil, reivindicador incansable de la
moralidad de la novela del siglo XIX, que calificó de «agente de
una gran desesperación y estancamiento de la cultura Americana».11
Comentario más o menos acertado del que podría inferirse que
nuestro tiempo es para las ficciones de libre interpretación, y
supone un acoso a quienes asocian los conceptos de
posmodernidad —signifique esto lo que signifique— con la
literatura como ejercicio lúdico.
No pocos fueron los críticos que se sumaron a la opinión del
New York Times, que anunció a DFW como «uno de los mayores
talentos de su generación, un escritor virtuoso que aparentemente
es capaz de hacerlo todo»12. En un artículo titulado «Alarde de
estilo», Javier Artaza, por ejemplo, señalaba que:

La prosa de David Foster Wallace es, cuanto menos,


arriesgada. Sus cuentos son complicados ejercicios narrativos
donde ni el tiempo ni las acciones suceden de manera lineal.
Las tramas se expanden innecesariamente durante páginas

10 Gabi Martínez, en Qué leer, 1 de febrero de 2005


11 Qué leer, octubre de 2008.
12 J. Crecente, en Album Letras-Arte, 1 de enero de 2006.

20
repletas de digresiones, mientras una voz omnisciente y
todopoderosa describe obsesivamente hasta los más nimios
detalles.13

Por último, Eduardo Lago suscribiría igualmente que el


objetivo a derribar por DFW sería el realismo decimonónico:

Punta de lanza de una generación literaria que incluye


nombres como William T. Vollman, Richard Powers, A.M.
Homes, Jonathan Franzen o Mark Layner, una generación
convencida de que la circunstancia vital de nuestro tiempo no
se puede explorar desde la estética periclitada del realismo, la
obra de Foster Wallace supone una forma radicalmente nueva
de entender su literatura.

En resumen, la prosa de Wallace comprendería rasgos como


los que siguen: piruetas formales, descripciones agotadoras, una
obsesión excesiva con la forma del relato pero carente de
sentimientos, una sentimentalidad extrema, experimentalismo
(aunque DFW admitiría no tener gran interés hacia la literatura
experimental, y se consideraría a sí mismo un escritor realista), un
humor corrosivo, una crítica brutal a la sociedad de consumo
norteamericana, una asunción total de la cultura pop
norteamericana, una asunción de la hegemonía de los lenguajes
audiovisuales, digresiones excesivas, un estilo deliberadamente
alambicado y plúmbeo, experimentación, un desafío contras las
reglas básicas de la narrativa, una obsesión con la imposibilidad de
narrar y una crítica frontal contras las formas realistas.
Entre todos los rasgos, posiblemente sea el más llamativo de
todos la acentuación hacia su experimentación y su ruptura con el
siglo anterior. Ahora bien: aquellos a los que conocemos como los
grandes maestros del siglo XX, ¿precisamente no se caracterizaban
por su ruptura con el siglo anterior —al que la crítica, por cierto,
parece haber dado carpetazo con una serie de conceptos más o
menos vagos (v.br.,: «linealidad», «realismo»…) Curiosamente,
sobre los fantasmas de James Joyce, Samuel Beckett, Georges
Perec, Gerturde Stein, Jorge Luis Borges, Virginia Woolf, Franz
Kafka, Marcel Proust, Julio Cortázar, William Burroughs, Italo
Calvino, John Maxwell Coetzee… siempre sobrevuela esa idea más

13 El Correo Español, 14 de febrero de 2005.

21
o menos vaga en torno a la experimentación y ruptura con la
tiranía decimonónica, lo que no hace sino levantar sospechas sobre
los procesos de canonización contemporánea y desmerecer las
hipotéticas virtudes de cada uno de esos escritores de elite. Y ése
es, precisamente, el problema capital al que la obra de DFW se
enfrenta: ¿cómo medir la distancia con respecto a los autores con
los que ha sido comparado (Joyce, Pynchon…)?, ¿qué argumentos
debemos proponer para incluirlo en un posible canon de lecturas
contemporáneas obligadas?, ¿cómo definir la originalidad e
individualidad de su obra frente a escuelas con rasgos
reconocibles?, ¿es su obra —como algunos críticos han querido
sugerir— un fraude?
Digámoslo pronto: no hay una respuesta nítida.
Pero sólo —sólo— porque no hay baremo posible.

22
II. EL INSONDABLE PROBLEMA DE LO NOVEDOSO (INTERLUDIO)

¿A qué se refiere la crítica cuando habla de novela de vanguardia y


novedad? Make it new!, Innova, podría pasar por el eslogan de unas
zapatillas Fila rejuvenecidas, o por el lema de la agencia publicitaria
codirigida por el perspicaz Don Draper. Pero Make it new! fue
también la consigna con la que Ezra Pound espoleaba a sus colegas
combatientes a poner patas arriba la poesía del momento en los
años previos a la I Guerra Mundial. Ese eslogan, Innova, «sintetiza
las aspiraciones de más de una generación de modernos», dice
Peter Gay en su libro Modernidad, La atracción de la herejía. Para Peter
Gay dos son los rasgos que tradicional —y por tanto,
paradójicamente— han caracterizado a los modernos. El primero
de ellos es la atracción de la herejía, el enfrentamiento a las
sensibilidades convencionales, la insubordinación contra la
autoridad dominante; el segundo es la autocrítica por principio, la
exploración del yo, la búsqueda de los secretos de la naturaleza
humana. Desde disciplinas distintas a la crítica cultural, otros
autores han abundado en las formas con las que desprenderse de la
influencia, la tradición, la masa, la homogeneidad y lo vulgar.
Zygmunt Bauman recuerda que ser un individuo significa ser
diferente a todos los demás. El psicoanálisis de viejo cuño hizo
hincapié en Edipo, la destrucción del progenitor. Harold Bloom
habla de «lectura errónea de la tradición». El sociólogo Pierre
Bourdieu de «toma de posición» respecto de la corriente estética
dominante, algo que Josep Picó también recordaba en Cultura y
modernidad: «ya en el pensamiento griego [...] toda cultura surge de
la desigualdad y diferenciación de los grupos humanos como
consecuencia de la diferencia del valor espiritual y corporal entre
los individuos.». Desde la teoría política, Carl Schmitt considera
que un acto político es todo aquel en donde uno distingue entre
quiénes son los amigos y quiénes los enemigos.
Y todo ello sin olvidar a Lichtenberg: «hacer exactamente lo
contrario es también una forma de imitación.»
Ni a Jorge Wagensberg: «La más antigua tradición científica es
la de traicionar tradiciones.»

23
Es la hora de destapar la verdad.
Sus escritores favoritos, los de todos ustedes, permanecen ahí
fuera, en los campos de batalla, agazapados, desangrándose,
agonizando. De un lado combate el viejo régimen, las formas
ajadas, los góticos fantasmas del diecinueve, la caligrafía del
crisógrafo, el mal del copista complaciente; del otro, la luz, la luz
cenital de nuestro tiempo, la vuelta de tuerca contra las narrativas
convencionales, la cruzada de los iluminados. Los unos escriben en
papel de calco, los otros abren senderos inexplorados, armados
con antorchas y artilugios de sílex, y la esperanza del tirar abajo las
puertas del templo okupado por los primeros, y así erigir su propio
santuario. A estas alturas es obvio que ninguno de ninguno de sus
escritores favoritos admitirá combatir con los bárbaros.
Os han lobotomizado, manipulado, engañado y estafado,
diríamos, dramatizando la situación.
Me explico.
Avanzando un paso más en esas relaciones entre maestros y
pupilos, es imposible no tener en cuenta la observación de Pierre
Bourdieu hacia la inclinación a conformar «parejas
epistemológicas», «destinadas a hacer creer que el universo de los
posibles está delimitado por dos posiciones polares, e impiden
darse cuenta de que cada uno de los dos campos encuentra la
mejor justificación de sus límites en los límites del adversario».
Bourdieu llama, con acierto, al abandono de las imposiciones
maniqueas entre adalides y adláteres del progreso y o de la
resistencia.
Mímesis y novedad, realismo y experimentación, literatura de
izquierdas y literatura del espectáculo, arte por el arte y contenidos,
referentes altos y bajos, son algunas de estas parejas
epistemológicas, todas ellas motivo de conflicto entre muchos de
los escritores contemporáneos. Oteando el horizonte, es difícil
percibir la hegemonía de uno u otro miembro en semejante juego
de binarismos. Al contrario de lo que ocurre en el resto de la
historia, donde todos reconocemos la Edad Media con la
superstición y la ignorancia, el Renacimiento con la Racionalidad y
el Humanismo, y el Barroco con el enigma y lo intrincado, nuestra
época parece no pertenecer a nada ni a nadie. Lógicamente, es éste
un claro ejemplo de error a la hora de escribir la historia y el
presente, hábilmente corregido por Omar Calabrese. En un
párrafo magistral de La era neobarroca, y zigzagueando por una serie
de lúbricas adversativas, el semiólogo comenta:

24
A menudo, en la historia del gusto o de los estilos, se han
denominado unos periodos a través de palabras-clave que los
hacían extremadamente simplificados o abstractos. […] Pero
semejantes simplificaciones no ayudan para nada a la
comprensión de la historia de la cultura; al contrario, la
aplastan con formalismos que poco tienen que ver con la
realidad y que están faltos de rigor. Por tanto, todavía sería
peor proponerlos para el análisis del presente, cuando todavía
no es posible, por falta de «buena distancia», distinguir con
certeza qué es importante de lo que no es. Por otra parte, cada
momento histórico no puede reducirse a una sola etiqueta, por
el simple motivo de que la historia está construida por el
enfrentamiento de fenómenos distintos, conflictivos,
complejos, y hasta inconmensurables y no comparables entre
ellos. Sin embargo, y una vez dicho esto, también es cierto que
los fenómenos se constituyen en «series» o «familias» a causa
de recíprocas pertinencias. Por ejemplo, no se podrá negar
que el periodo de la Restauración, en el siglo XIX, ve
presentarse sobre la escena europea, tanto en política como en
arte, en economía o en literatura, una serie de eventos que
conducen, todos ellos, a un proyecto de «retorno al orden»
continental. No todo lo que sucede después de 1815 es
coherente con ese proyecto, pero muchos acontecimientos sí,
y, por tanto, como tales es lícito agruparlos.

Vayamos ahora con otra pareja epistemológica; citado por


Mario Praz, Grierson enuncia:

Clásico y romántico, he aquí la sístole y la diástole del corazón


humano en la historia. Esos vocablos representan, por una
parte, nuestra necesidad de orden, de síntesis, de disciplina de
pensamiento, de sentimiento y de acción, disciplina
comprensiva y al mismo tiempo bien definida, y por lo tanto
exclusiva tanto como inclusiva.

Y resumido por Kurt Spang

Si hay innovación en el Ars poética es la de la recomendación


de la imitatio auctorum. Por primera vez se encomia la
ejemplaridad de los autores consagrados invitando a los

25
neófitos a imitar su forma de hacer. Se está propugnando por
tanto una mimesis estilística, una competición con los grandes
maestros. Urge añadir que con ello no se encomienda ni la
copia ni el plagio, sino la re-creación de un autor, de una obra,
siguiendo las pautas establecidas por éstos.

Otros teóricos renombrados asociados a esta corriente


podríamos encontrarlos en Gérard Genette, quien en un artículo
datado de 1966, y aproximándose a los postulados de Todorov,
afirmaba que «Una creación nueva no es normalmente más que el
encuentro fortuito de una casilla vacía (si quedan) en el cuadro de
las formas, y por tanto el deseo constante de innovar apartándose
de sus predecesores, este vanguardismo, este reflejo de contra-
imitación que Valéry ve como una de las debilidades de la
modernidad literaria, reposa sobre una ilusión ingenua». Para el
autor de Palimpsestos, «La creación personal, en el sentido fuerte, no
existe, primero porque el ejercicio literario se reduce a un amplio
juego combinatorio en el interior de un sistema preexistente que
no es otro que el lenguaje.»
En 1999, el dramaturgo Botho Strauss, en Los errores del copista,
consideraría que todo escritor está condenado a continuar una
tradición, y por tanto su originalidad solo puede aparecer cuando
por error se aparta de la misma. En el relato «Utopía de un hombre
que está cansado», Borges hacía decir a un personaje: «Ya no
quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.» Del
mismo modo, Roland Barthes también clamaba aquello de que
«todo texto es un intertexto; otros textos están presentes en él, a
niveles variables, bajo formas más o menos reconocibles; los textos
de la cultura anterior y los de la cultura envolvente; todo texto es
un tejido nuevo de citas pretéritas.» Este texto, de hecho, cumpliría
con estricto rigor las palabras de Barthes, y las anterioremente
mencionadas por Todorov: iniciar un sendero con las pautas
impuestas por el género ensayístico, y a partir de ahí, combinar y
recombinar, hasta la extenuación.
Como es sabido, en el lado contrario a la mímesis tenemos los
argumentos que siguen, de vuelta con Spang:

La ficción en la creación literaria y artística en general cobra


una importancia notablemente mayor y unos matices
radicalmente distintos a partir del Romanticismo. El rechazo
de la autoridad y de toda normativa preestablecida, originado

26
por el concepto del genio creador y la sobrevaloración del yo
junto con la idea de la creación como expresión de
circunstancias anímicas, inaugura una concepción de la
realidad artística inusitada hasta la fecha. Adquiere una
autonomía desconocida y casi independiente de la realidad
extraartística. Digo casi independiente, porque la posibilidad
de la creación ex nihilo es un privilegio divino. El artista está
obligado a echar mano de elementos reales hasta en las
invenciones más fantásticas.

Bien. Por lo que a nosotros concierne, ni la opción romántica


del genio creador es seductora, ni tampoco la mímesis. Optemos al
justo medio. En su autobiografía, Barthes, reivindicando cierta
originalidad apenas presente en su idea del texto como intertexto,
propone: «El objeto inductor no es, sin embargo, el autor del que
hablo, sino más bien lo que éste me lleva a decir de él: yo me influyo a
mí mismo con su permiso: lo que digo de él me obliga a pensarlo de
mí mismo (o a no pensarlo), etc.» Eloy Fernández Porta enunciaría
algo similar en Homo Sampler: «la resistencia a reconocer la
originalidad del sampleador es un prejuicio premoderno (...) lo que
el sampleador hace suyo no es un fragmento ajeno, sino un instante
que le había sido robado.»
Paul de Man entendía como buena tergiversación (misreading)
un texto que produce otro texto: el texto que engendra textos
adicionales. Salta a la vista que el principal baremo para evaluar
dónde radica el poder de una literatura descansa en las bibliografías
secundarias que provoca, ya hablemos de estudios críticos o de
literaturas, digamos, epigonales. Sin embargo, existe un problema
insalvable a la hora de trasladar este baremo a nuestro tiempo, y es
precisamente éste: la medida del tiempo, la imposibilidad de
adecuar criterios temporales pre-modernos a una época
obsesionada con el (tal vez, falso) ideal romántico de la novedad.
La manera de hacer encajar, en una época de acracia en la que los
dioses han muerto, un concepto tan sumamente religioso como es
el de canon. Es decir: muchos han sido los estudiosos interesados
en discernir esa obsesión hacia lo nuevo. René König pensaba en
la neofilia como rasgo inherente a nuestro tiempo. Roland Barthes
designaba la misma fascinación como neomanía, «probablemente
aparecida con el nacimiento del capitalismo». Lipovetsky refería la
«nueva lógica artística a base de ruptura y discontinuidades, que se
basa en la negación de la tradición, en el culto a la novedad y al

27
cambio. Baudrillard deducía la moda como emblema, cuando la
modernidad se establece como código.
Y mucho antes, Simmel apelaba a la necesidad de «periodos
cada vez más cortos en el cambio de impresiones» como
consecuencia del rasgo psíquico de la modernidad.
Y mucho, mucho antes de la posmodernidad y del loco siglo
XX, Baudelaire pensaba en términos parecidos; explicado por Félix
de Azúa: «Baudelaire llamaba modernidad a un deseo original: la
aspiración a una perpetua novedad. La palabra “moderno”, cuyo
significado etimológico es “lo que acaba de suceder”, “lo reciente”,
pasaba a significar “lo que todavía no es”, “lo insólito”».
Boris Groys también lo vio claro en su ensayo Sobre lo nuevo:
«La producción de lo nuevo tampoco es una expresión de la
libertad, como se piensa con frecuencia. Romper con lo antiguo no
es una decisión libre que tenga como condición previa la
autonomía del hombre, o que exprese o asegure socialmente esa
autonomía, sino que es, exclusivamente, la adaptación a las reglas
que determinan el funcionamiento de nuestra cultural.»
De más está decir que un escenario cultural tan contradictorio
declara severas dificultades a la hora de decretar nuevas propuestas
literarias, lo que no sólo afectaría a nuestro autor, sino al siglo XX
en su totalidad.
Mal.
Sigamos con el ansia de ruptura.
Fue en el año 1990 cuando Tom Wolfe disparase contra la
obsesión experimental en Estados Unidos, en un artículo
publicado en Harper’s, que, hoy recuperado, es como narrar la
historia de la literatura contemporánea desde el bando perdedor.
Wolfe señala cómo a mitad de los sesenta, la convicción no solo
era que la novela realista había dejado de ser factible sino que la
vida americana no se merecía el término real. La vida americana
era caótica, fragmentaria, aleatoria, discontinua; en una palabra,
absurda. Pero Wolfe dice también que «la sociedad americana de
nuestro tiempo [por 1990] no es ni más ni menos caótica, aleatoria,
discontinua o absurda que la sociedad rusa o la sociedad francesa o
la sociedad británica de hace un siglo.» Leído hoy, con cierto clima
de agotamiento ante eso que Eduardo Lago ha llamado la escuela
de la dificultad, Wolfe, con su acérrima defensa de la novela social,
casi consigue erigirse como escritor de vanguardia. En cualquier
caso, parece bastante obvio que el problema sobre conceptos tan
manoseados como «experimentalismo» y «tradición» no componen

28
sino un elemental problema de enfoque, Yuri Lotman mediante,
sobre lo que el centro y la periferia significan.
Al mismo tiempo, el propio DFW partiría con una voluntad
de distinción tajante, ya presente en sus primeros libros. En una
entrevista con Eduardo Lago, el autor comentaba acerca de La
broma infinita:

la novela salió en un momento en que se publicaba casi


exclusivamente literatura tradicional de corte realista o
metaficción posmoderna… y mi libro se planteaba
como una alternativa al imperio de esas dos tendencias.
Con La broma infinita me proponía encontrar una tercera
vía, combinando los logros técnicos del posmodernismo
con la emoción asociada al realismo, sin la que no puede
haber buena literatura.14

He aquí unas muy interesantes coordenadas a partir de las


cuales juzgar a DFW, como reacción o síntesis entre la escuela de
la metaficción y la muy denostada novela realista, algo que se
cumple a rajatabla en el que posiblemente sea su cuento más
significativo, piedra angular para entender el resto de su obra:
“Hacia el oeste, el avance del imperio continúa” (La niña del pelo
raro), que no es sino una parodia al cuento icónico de la
metaficción “Perdido en la casa encantada”, de John Barth.

14 Babelia, El País, 23 de noviembre de 2002.

29
III. SOLUS IPSE. “HACIA EL OESTE…” COMO PUNTO DE PARTIDA:
REALISMO, WITTGENSTEIN Y LAS DIGRESIONES

Sobre la metaficción. Recordemos que para la literatura


norteamericana, los años sesenta y setenta del siglo XX supusieron
una notable disrupción favorecida por autores como John Barth,
William H. Gass, Donald Barthelme, Ronald Sukenick, Vladimir
Nabokov o Robert Coover. Desde una óptica estilística, figura
como el rasgo más particular con que apelar a ciertas producciones
de estos escritores la autoconsciencia del texto —una ficción que
se reconoce a sí misma como tal—, o metaficción, término
empleado, por primera vez, por el propio Gass en Fiction and the
Figures of Life (1970).

Hay metateoremas en matemáticas y en lógica; la ética tiene su


superespíritu lingüístico; en todas partes se idean jergas para
departir sobre jergas, y no ocurre de otro modo en la novela.
No me refiero tan sólo a esas fatigantes obras que tratan sobre
escritores que escriben acerca de lo que están escribiendo,
sino a aquellas […] en las cuales, a través de las formas de
ficción, pueden expresarse manifestaciones más amplias. Sin
duda, muchas de las llamadas antinovelas son en realidad
metaficciones.

Y he aquí, en la toma de posición con respecto a las


«fatigantes obras» metaliterarias de las que habla Gass, donde
reside la diferencia con la tradición anterior, presente desde el
inicio de la novela moderna. Descrita por otros autores, a lo que
semejante concepto de metaficcionalidad apela es el «metateorema
narrativo cuyo sujeto son los propios sistemas ficcionales, y los
moldes a través de los cuales la realidad es modelada por las
convenciones narrativas» (Zavarzadeh, 1976). O también: la
«escritura de ficción que es autoconsciente y presta atención de
manera sistemática a su estatus de artefacto, a fin de poner en
cuestión las relaciones entre realidad y ficción, [… y] explora la
posible ficcionalidad del mundo exterior al texto literario de

30
ficción» (Waugh, 1984). Por tanto, la literatura metaficcional a
menudo incluye burlas sobre los reclamos realistas del arte, e
insiste en que el lector acepte el relato como artificio (McCaffery,
1982). En este sentido cabe entender la metaficción como
metáfora del postulado epistemológico que afirma la imposibilidad
de conocer el mundo de manera objetiva, en la medida que la
organización de la experiencia humana, desde las Humanidades a
las ciencias formales, tiene lugar solo a partir de un conjunto de
metáforas o esquemas y percepciones subjetivas. Es decir, la
asimilación del lenguaje como problema filosófico: «El que las
novelas estén hechas de palabras, y sólo palabras, es chocante, a la
verdad […] Como el matemático y el filósofo, el novelista
construye cosas a partir de conceptos. En consecuencia, los
conceptos deben ser su inquietud crítica: no los defectos de su
persona, los crímenes de su conciencia, la moralidad o la crueldad
de otros hombres» (Gass, 1970).
Esta metaficción también implica asimilar, por parte del autor,
los dos polos fundamentales del sistema narratológico: narrador y
lector; lo que es igual: el autor desarrolla un relato convencional
intercalado por interpretaciones con las que justificar cada una de
las decisiones narrativas tomadas, de tal forma que sincroniza en
un mismo discurso la dicotomía entre sentido y significación (E.D.
Hirsch), o entre intención del autor e intención lectora (Eco).
Al margen de los teóricos de la metaficción, adoptar una
lectura que incidiese en el componente autobiografista de la obra
desvelaría esta práctica como la consecuencia lógica de trayectorias
dedicadas en exclusivo a la investigación de la literatura; por ende,
también es sintomática de la especialización del conocimiento que
caracterizaría nuestro tiempo, tanto como de la fragmentación
social y el repliegue de sus grupos. La convergencia de discursos
metalingüísticos en los autores anteriormente mencionados corre
paralela a la dedicación no solo de la creación literaria sino también
del ejercicio de la crítica y la docencia de la literatura, según se
atiende en autores como Nabokov, Barth y, también, DFW: «El
actual incremento de conciencia en “meta” niveles de discurso y
experiencia es, parcialmente, consecuencia de un autoconsciencia
social y cultural» (Waugh, 1984).

31
«Perdido en la casa encantada». Publicado por vez primera
en 1967 en la revista Atlantic Monthly, el objeto al que se dirige
Perdido en la casa encantada es, en efecto, la concepción de la
literatura como artefacto. Una tentativa pedagógica de desvelar las
claves de los recursos de verosimilitud en la narrativa, al mismo
tiempo que una especie de curso de escritura creativa (de hecho, el
propio Barth ejerció como profesor de la Academia de
Chesapeak), al que acompaña un hipotético componente de
parodia hacia toda la tradición del realismo.
John Barth toma como trama el viaje a la casa encantada. A
saber, Ambrose (Amby), de trece años, viaja en coche durante el
Día de la Independencia en EE UU a Ocean City; le acompañan
en el trayecto su hermano Peter, de 15 años, y Magda G, «una niña
guapa y exquisita damisela [de 14 años] que vivía cerca de ellos»,
así como su madre, su padre y su tío Karl. Durante el recorrido
asistimos a los juegos de los viajeros mientras se dirigen a Ocean
City (encontrar el surtidor de agua y las Torres de la ciudad), al que
sigue el paseo por la feria de la ciudad. Nadan. Se divierten en la
piscina. Ambrose fantasea bajo las tablas del paseo, para
finalmente confirmar que el espacio de la narración no es otro que
la mente del propio Ambrose, como demuestra la correlación
estilística entre la omnisciencia y el libre flujo de conciencia, y que
el polo temático que rija la pieza sea el miedo a la incertidumbre, la
inseguridad del sujeto adolescente, y por extensión, del ciudadano
contemporáneo, así como la busca de la identidad y el amor
correspondido:

Algunas personas quizá no se encuentran a sí mismas hasta


que pasan de los veinte, cuando se ha acabado eso del
crecimiento y las mujeres aprecian otras cosas que no sean los
chistes, las bromas y el pavoneo.

O:

Ambrose sabía exactamente cómo sería estar casado y tener


tus propios niños, y ser un padre y marido amante, e ir
tranquilamente a trabajar por las mañanas y a la cama con tu
mujer por la noche y levantarte con ella allí. Con la brisa
entrando por la ventana y los pájaros cantando en los árboles
bien podados. Los ojos se le llenaron de lágrimas, no hay
suficientes maneras de decir esto. Sería bastante famoso en su

32
línea de trabajo. Fuera o no fuera Magda su mujer, una noche
cuando estuviera forrado de sabiduría y tuviera canas en las
sienes sonreiría gravemente en una cena elegante y le
recordaría su pasión de juventud. Los tiempos en que iban a
Ocean City con su familia, las fantasías eróticas que solía tener
acerca de ella.

Es por esto por lo que el paseo de Ambrose por la casa


encantada llega a transformarse en un subgénero especulativo que,
sumado a las reflexiones del narrador a propósito de cómo debería
llegar la historia a su fin, permite configurar distintas variables y
finales, en las que se incluyen un disparatado humor negro:

Esto no puede durar mucho, no puede durar eternamente. Se


murió contándose cuentos a sí mismo en la oscuridad; años
más tarde, cuando salió a la luz una amplia zona insospechada
de la casa encantada, la primera expedición encontró su
esqueleto en uno de los pasillos laberínticos y lo tomaron por
parte del decorado. Se murió de hambre contándose historias
en la oscuridad.

Y también:

Ya ha sido eterno, todos se han ido a casa, Ocean City está


desierta, los cangrejos-fantasmas hormiguean por la playa y
por las frías calles llenas de basura. Y los vestíbulos vacíos de
los hoteles de tablillas y las casas encantadas abandonadas.
Una ola gigante; un ataque aéreo enemigo; un cangrejo
monstruoso saliendo del mar como una isla. Los habitantes
huyeron aterrorizados. Magda se agarraba a sus pantalones;
sólo él conocía el secreto del laberinto «Dio la vida para que
nos salváramos», dijo el tío Karl frunciendo el entrecejo de
dolor.

Conviene recordar que no es gratuita la elección de un relato


sobre la inseguridad adolescente, dado que la mayoría de las
metaficciones construidas durante los años sesenta y setenta parten
de un modelo que desea dar cuenta de la alienación del hombre
moderno: «un personaje central presentado como solitario,
alienado, desafectado, escéptico; estos personaje también se
sienten víctimas de un represivo y gélido orden social de un modo

33
tan extendido que sus vidas parecen carentes de significado,
monótonas y fragmentadas» (McCaffery, 1982). Por tanto, el joven
personaje de Ambrose amplifica la tensión psicológica de ese
modélico sujeto oprimido; una comunión con su tiempo que Barth
no olvida referir:

Una razón para no escribir una historia de perdido en la casa


encantada es que, o todo el mundo se ha sentido como A, en
cuyo caso, ya se sabe, o bien ninguna persona normal se siente
así, en cuyo caso Ambrose es un bicho raro.

Tras una serie de saltos temporales, entre los que, como


decimos, median notas que convierten el relato en un esbozo de
las posibilidades argumentales del cuento (vbr., «Un posible final
sería que Ambrose tropezara con otra persona perdida en la
oscuridad», «El clímax de la historia tiene que ser el
descubrimiento de su protagonista de una forma de salir de la casa
encantada. Pero no ha encontrado ninguno.»), y que en ocasiones
exigen al receptor regresar sobre lo ya leído. Así, Barth resuelve
mediante un final abierto:

Ojalá nunca se hubiera metido en la casa encantada. Pero


está dentro. Entonces desea estar muerto. Pero no lo está.
Por lo tanto, construirá casas encantadas para otros y será el
operador secreto… aunque preferiría estar entre los amantes
para quienes están pensadas las casas encantadas.

Dado que es el propio Barth quien interpreta su cuento en


tiempo real, a continuación recapitulamos algunas de las
explicaciones más relevantes del narrador:

Ficción Explicación metaficcional


[Ambrose] iba sentado en el asiento A menudo se utilizaron iniciales y
trasero del coche familiar con su espacios en blanco o ambos recursos
hermano, de quince años y Magda para substituir nombres propios en la
G……, de catorce, una niña guapa y literatura del siglo XIX para dar más
exquisita damisela que vivía cerca de fuerza a la ilusión de realidad. Es como si
ellos en la calle B….., y en la ciudad de el autor creyera necesario borrar los
C….., Maryland. nombres por razones de tacto o de
responsabilidad legal.

34
La fragancia del océano llegaba con Uno de los varios cientos de métodos de
fuerza al campo donde siempre se caracterización habituales utilizados por
paraban a comer, dos millas hacia el escritores de novelas es la descripción de
interior de Ocean City. la apariencia física y los manierismos.
También es importante “mantener los
sentidos en funcionamiento”, cuando se
“cruza” un detalle de otro, pongamos el
auditivo, se orienta la imaginación del
lector a la escena, quizá
inconscientemente.

Otro ejemplo a destacar es el siguiente:

La función del principio de una historia es presentar a los


personajes principales, establecer sus relaciones iniciales,
preparar la escena para la acción principal, explicar los
antecedentes si fuera necesario, situar motivos y presagios
donde haga falta, e intentar la primera complicación, o lo que
sea, de la «acción trascendente». Pues bien, si uno imagina una
historia llamada «La casa encantada» o «Perdido en la casa
encantada», los detalles del trayecto en coche hasta Ocean City
no parecen particularmente relevantes. El principio debiera
relatar los acontecimientos desde que Ambrose vio por
primera vez la «casa encantada» al comienzo de la tarde hasta
cuando entró con Magda y Peter al final de la tarde. El centro
debiera narrar todos los acontecimientos importantes desde el
momento en que entra hasta el momento en que se pierde; los
centros tienen la doble y contradictoria función de retrasar el
clímax, mientras al mismo tiempo preparan al lector y lo
llevan hasta él. Luego, el final debería contar lo que hace
Ambrose cuando está perdido, cómo logra salir finalmente, y
cómo interpreta cada uno la experiencia. Hasta ahora no ha
habido diálogo verdadero, muy pocos detalles sensoriales, y
nada parecido a un tema y ya ha pasado un buen rato sin que
suceda nada. Uno se hace preguntas. Todavía no hemos
llegado a Ocean City: nunca saldremos de la casa encantada.

El enunciado anterior tiene lugar en la página sexta del relato,


de lo que se deduce que Barth dialoga con el lector cuando admite
lo innecesario de la presentación del viaje en automóvil (o intuye el

35
efecto negativo que las primeras páginas han causado en su
interlocutor), al tiempo que anticipa el que será el final de la
historia. Más adelante, Barth hará hincapié en la misma idea; por
ejemplo: «No hay por qué seguir; esto no lleva a nadie a ningún
sitio» (p. 98).
A propósito del siguiente enunciado: «Cuanto más de cerca se
identifica un autor con su narrador, literal o metafóricamente,
menos aconsejable es, por norma, utilizar el punto de vista
narrativo de la primera persona», conviene incidir en su especial
relevancia para entender a posteriori la novela de Wallace, dado
que Barth supone que la historia podría haber sido narrada desde
el punto de vista del protagonista, es decir Ambrose, de lo que
inmediatamente se deduce la identificación entre Barth y Ambrose.
O al menos el silogismo infiere que si Barth se identifica con
Ambrose, no es aconsejable que Barth narre la trama en primera
persona.
En otra sección, vuelve a la reflexión camuflada sobre realidad
y ficción, y las distintas ópticas para abordar el conflicto:

«Sin fuegos artificiales no parece un Cuatro de Julio», dijo el


tío Karl. Al escribir diálogos, las comillas todavía se permiten
con nombres propios o epítetos, pero quedan pasadas de
moda con pronombres. «Muy pronto los volveremos a tener»,
predijo el tío Karl. Su madre declaró que podía pasar sin
fuegos artificiales: le recordaban demasiado a los reales. El
padre de los chicos dijo que razón de más para ver unos pocos
de vez en cuando. El tío Karl preguntó retóricamente quién
necesitaba que le recordaran nada, no hay más que mirar la
cara y el pelo de la gente.

Apocalipsis metaficcional. Como ya explicara el propio


DFW en una entrevista con Larry McCaffery, el propósito de
Hacia el oeste, el avance del imperio continúa no era otro sino alcanzar «la
explosión del apocalipsis […] Quería superar la metaficción, y
luego, fuera de los escombros, reafirmar la idea del arte como una
intercambio vivo entre seres humanos, independientemente de que
el intercambio fuese erótico o altruista o sádico». O como afirma
sin concesiones uno de los personajes de la novela:

36
Los relatos son básicamente como campañas publicitarias,
¿vale? Y ambas cosas, en términos de su objetivo, son como
follar con alguien, tal como debes saber por la universidad,
Nechtr. «Déjame que te la meta», dicen los dos. ¿Y a ti te
gustaría follar con alguien que está todo el tiempo diciendo:
«Aquí estoy yo, follando contigo»? ¿Sí o no? Pues no. Estoy
seguro de que no. Sería una auténtica tortura. Sería no tener
corazón. Es cruel. Una historia tiene que llevarte a la cama
corriendo. Todos esos coqueteos y evasivas son chorradas.

Hacia el oeste… aparece publicado en el año 1989, en la


colección de cuentos que lleva por título La niña del pelo raro, y
constituye, en efecto, una notable vuelta de tuerca sobre el texto
original de Barth, dado que Wallace suma a la dimensión
metaficcional —proveniente, como ya dijimos, de la falla en el
episteme científico— un importante ejercicio de crítica cultural a la
contemporaneidad del autor. Lo que es igual, al estudio del
solipsismo lingüístico empieza a intuirse el interés por el
solipsismo humano. O al revés: cuando la crítica se refiere a DFW
como un autor que habla sobre el narcisismo estadounidense, es
conveniente pensar en ello como una metáfora del mismo
fenómeno en lingüística y filosofía.
Hacia el oeste... arranca con la presentación del Seminario de
Escritura de la East Chesapeake Tradeschool, en donde
encontramos a los alumnos Drew-Lynn Eberhardt, descrita como
una prolífica y pedante autora de ficción, Mark Nechtr, descrito
por otro personaje como «uno de esos tipos radiantes cuya
aparente ceguera a su propio resplandor solamente consigue hacer
más dolorosa la punzada de su luz», y el profesor de escritura
creativa Ambrose, alter ego de John Barth.
Como decimos, a diferencia de Barth, Wallace no se limita a
desmontar las herramientas esenciales de verosimilitud en el relato,
sino que también indaga en la semiosfera de la literatura y sus
códigos normadores, entendiendo como tales el conjunto de reglas
tácitas que un grupo social asume como reguladoras (Lotman,
1998). Así, el narrador de Hacia el oeste —uno de los alumnos de la
East Chesapeake Tradeschool, al que descubrimos por sus
referencias a Mark y Drew en primera persona del plural como la
opinión que los estudiantes tenían de ellos— critica a Drew-Lynn
Eberhardt (D.L.) «porque iba por ahí diciendo que era
posmoderna» (p. 287). A lo que agrega: «No importa dónde estés,

37
Nunca Hagas Eso. Por convención la gente lo considera pomposo
y estúpido.»
Después de que el lector sepa que «la neurosis era tan
omnipresente como el oxígeno» en el seminario de escritura, la
crítica que Ambrose efectúa a la obra de D-L hace que ésta
reaccione contra el profesor redactando en la pizarra del aula unos
«ripios» en su contra («No había furia comparable a una autora
posmoderna recibida con frialdad», advierte el narrador).
Semejante baldón no es sino un poema que parodia el cuento
Perdido en la casa encantada, escrito algunos años antes por Ambrose.
Lo cual «devasta» al profesor, cuya fragilidad ya nos anticipaba
Barth en su propio texto.
Más todavía. J.D. Steelritter, un próspero publicitario de
Collision (Illinois), programa la «inauguración de la discoteca
abanderada de la cadena de Casas Encantadas» durante la reunión
de todos aquellos que han participado alguna vez en un anuncio de
McDonald‟s, entre quienes figuran el actor Tom Sternberg y D-L.
Es por esto por lo que Sternberg, D-L y Mark Nechtr —quienes
han contraído matrimonio—, deben viajar de Maryland al
aeropuerto O‟Hare de Chicago, y después en helicóptero hasta
Collision (Illinois). Ambrose aparece entonces como uno de los
responsables de la cadena de discotecas de la casa encantada
(recuérdese aquí el final del cuento de Barth). Y junto a J.D.
Steelritter, construye el binomio que sirve a Wallace para poner de
manifiesto el conflicto entre el solipsismo de la metaficción en
particular y de la literatura en general (representado por Ambrose),
y la sociedad contemporánea que encarna el publicitario. Es decir
que mientras Ambrose es el exponente de un discurso endogámico
como la Academia, Steelritter encarna el consumo y la cultura de
masas.
Teniendo en cuenta la línea argumental que sigue la novela,
resulta coherente plantearse la verosimilitud de la acción que
transcurre dentro de un mundo —siguiendo las teorías narrativas
de la metaficción— cuya esencia de artíficio conocemos: ¿Cómo es
posible que el narrador, que no ha sido invitado al encuentro de
actores de McDonald‟s, retrate el viaje de sus compañeros
invitados desde un punto de vista omnisciente (vinculado por los
teóricos de la posmodernidad con la omnisciencia de Dios en el
marco del realismo decimonónico)? Nuestra respuesta apunta a
que en el momento en que la trama abandona la East Chesapeake

38
Tradeschool, el texto no es más que un ejercicio de escritura
creativa firmado por el narrador-alumno.
Wallace, consciente de su capacidad para dilatar la trama
argumental ad infinitum a partir de la inserción de estas pequeñas
historias, conecta otra vez con la metaficción de Barth al advertir la
impertinencia de sus digresiones, según observamos en el último
epígrafe de su texto («Primer plano que se entromete peo que en
realidad es demasiado diminuto para verlo: proposiciones sobre
una amante»), alejado del viaje hacia la casa encantada para relatar
el texto que Mark escribirá una vez haya finalizado la fiesta de
inauguración de la cadena de franquicias, inspirado en un episodio
radiofónico de la «Comisaría popular» que acaban de escuchar
(«plagio modificado», dice el narrador). Un salto temporal que
soslaya la sonada celebración para devolver al lector a la lectura en
público de Mark en el seminario de escritura creativa. Y todo ello
antecedido por un vínculo que apela al sujeto alienado por la
sociedad postindustrial:

Mark estará visiblemente avergonzado por el hecho de que ese


relato que el profesor Ambrose aprobará por encima de los
demás, y en el cual tal vez base sus cartas de recomendación,
no pertenecerá a ninguna clase reconocida de narrativa, sino
que será únicamente un simple reordenamiento a ciegas de
algo que ha permanecido todo el tiempo a la vista de todos al
otro lado de las ventanillas. Porque su propia pretensión de
ser una mentira será mentira.

Uno de los guiños más notables al cuento de Barth lo


encontramos en el hecho de que no solo un profesor de escritura
creativa (Ambrose) y su alumna D-L hayan sido citados para la
reunión de McDonald‟s, sino también la —sorpresiva— Magda
Ambrose-Gatz, también actriz de la cadena de restaurantes de
comida rápida (p. 363), así como que a D-L, siendo pequeña,
también la llevara su padre al parque de atracciones de Ocean City.
Lo cierto es que el narrador del relato continuamente agrega,
aunque con mucha menor frecuencia que Barth, enunciados de
calado metaficcional (véanse las páginas 288, 293, 318, 323, 324,
327, 329, 330, 332, 335, 358, 368, etcétera). No obstante, existe un
segundo nivel de lenguaje autoconsciente responsable de desvelar
las claves de la escritura de Wallace, según comprobamos en las

39
propuestas poéticas que definen el quehacer del publicitario
Steelritter en particular:

[Drew-Lynn] descubrirá que la clave de toda publicidad


ingeniosa, efectiva y original no es la creación forzosa de
melodías e imágenes totalmente nuevas, sino la simple
disposición de palabras antiguas y escenas todavía más
antiguas formando combinaciones que el público ya considera
de antemano verdaderas.

Ante la dificultad de partir de cero, Wallace asume la


comunicación con el lector adaptando lugares comunes cuyo
origen reside en la producción televisiva o publicitaria. Da cuenta
de ello, por ejemplo el hijo de Stilritter, una especie de cruce entre
el Joker de Batman y Ronald McDonald:

DeHaven tampoco ha dormido pero se ha drogado —con


canutos, petardos o como se llamen ahora—, tiene los ojos
tan rojos como su peluca de hilo y como el pintalabios rojo
chillón con que se ha pintado la boca seca y entreabierta y su
traje de payaso huele como esas amarras engrasadas que hay
debajo de las cubiertas de los barcos.

Lo mismo ocurre con la imagen con que el narrador describe


la faceta más distendida de Ambrose: «su sonrisa risueña y sus
risotadas maníacas que todos los alumnos del seminario hemos
decidido asociar directamente con castillos góticos y retratos con
ojos que se mueven». O en el cameo de dos presuntos mafiosos
cuando el narrador describe lo que se ve en uno de los
aeropuertos: «Dos hombres latinos con pantalones de pata de
elefante que caminan emparejados con aire de complicidad, uno de
ellos con un maletín metálico.» O en las bromas de inspiración
pornográfica, por ejemplo, cuando D.L. expone su intervención en
el anuncio de McDonald‟s de 1970:

Yo salía bajando por un tobogán curvado y mi culito


probablemente desnudo chirriaba contra la superficie muy,
pero que muy fría del metal. Luego le ofrecía con gesto
inocente una hamburguesa al Ladrón de hamburguesas, que ni
siquiera la masticaba, sino que se la tragaba toda entera
mientras yo retrocedía.

40
Dijimos con Barth que desde los sesenta el sujeto alienado
acapara la atención del narrador moderno. Por supuesto, con
Wallace la fórmula no solo se mantiene sino que aparece como
uno de los leitmotivs constantes y más reconocibles de toda su
escritura, manifestada como expresión del dolor del superyó o
exceso civilizatorio. En palabras de Freud, «la satisfacción de los
instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en
causa de intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva
de ella […] el ser humano cae en la neurosis porque no logra
soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras
de sus ideales de cultura» (El malestar de la cultura). Lo cual
observamos en el siguiente extracto, donde la insoportable
coacción aparece entretejida con su ya típico trasfondo
humorístico:

Hace horas que [Sternberg] tiene que ir de vientre, pero la


situación se ha vuelto crítica desde que subieron al LordAloft
de las 7.10. Lo ha intentado en el aeropuerto O‟Hare. Pero no
ha podido, porque tenía miedo, miedo de que Mark, que
parece la típica persona que nunca tiene esa clase de
necesidades, pudiera entrar en los lavabos, verle los zapatos
bajo la puerta de uno de los retretes, descubrir que estaba
yendo de vientre en aquel retrete y sacar la conclusión de que
tenía vientre y por tanto órganos y por tanto cuerpo.

Algún tiempo después, de nuevo en el baño, Sternberg tiene


un problema con el lavabo: se ha llenado «hasta la hendidura de
desagüe que hay junto al borde». Intenta solucionar el conflicto, si
bien el agua «le cae en la entrepierna de los pantalones de tela de
gabardina. Genial. Totalmente genial. Ahora parece que se ha
meado encima.» La imposibilidad de resolver el problema y la
soledad del espacio donde se encuentra le llevan a desatar
mentalmente sus verdaderas emociones hacia sus compañeros de
viaje.

¿Y entonces qué demonios hace [Nechtr] con esta chica tan


desagradable que tiene una pinta mucho más horrible que en
la foto y que dice que actualmente está trabajando en un
poema consistente tan solo en signos de puntuación? […]
¿Fue un embarazo no deseado? ¿O una boda de penalti? ¿Por

41
qué Nechtr no se ofreció para pagar el aborto? ¿Acaso son
trinitaristas y militantes pro-vida? Además, ella huele raro:
huele como a naranjas en un primer momento y luego como si
hubiera algo muerto y embalsamado debajo. Afrontémoslo.
Tiene pinta de olerle mal la vagina.

Otro ejemplo: la descripción del ritual de la fiesta, en este caso


a propósito del evento organizado en la casa encantada:

Un abrevadero, un mercado de carne y un lugar de reuniones


donde los focos nos dicen de qué modo debemos movernos
al ritmo de la música. Una diversión enorme, anárquica y
cerrada, una Fiesta: en la cual nosotros, cumpliendo con las
Leyes de la fiesta, nos reunimos y fingimos con adusta
fortaleza puritana que nos estamos divirtiendo mucho más de
lo que nadie podría divertirse.

Tampoco escapan a la coerción conductual las exigencias


sexuales transmitidas a los individuos:

En realidad, D.L. empezó a explicarle a su primer y único


amante toda la historia [del suicidio de su padre], aquella
noche en que se acostaron (con protección) juntos. Pero
Mark, después del coito, se quedó dormido. Ella nunca se lo
ha perdonado. Y nunca lo hará. Se vio obligada a llevar a cabo
ella sola toda la conversación que había ensayado previamente,
interpretando a ambas partes, como si fuera Ofelia: es la única
vez en su vida que se ha reído tanto que ha tenido que
morderse un brazo para parar.

Es decir, no solo Nechtr decepciona a D.L. porque de él se


espera que se comporte como un amante correcto después del
sexo, sino que además D.L., consciente de la dinámica normalizada
del acto sexual, prescinde de los posibles errores de la
improvisación para preparar todo un discurso, brillante en su
expresión humorística, que termina exponiendo en soledad. Al
revés, si hemos visto cómo Nechtr decepciona a su pareja en el
espacio íntimo, D.L. deja en evidencia a Nechtr de camino a la
casa encantada: en el coche, Steelritter le pregunta qué estudia, a lo
que responde que «algo parecido a la literatura inglesa». Y D.L.
corrige: «Escritura creativa. Lo que pasa es que cuando le

42
preguntan le da vergüenza decir a la gente lo que estudia. Llega al
extremo de mentir.» Añade que Nechtr nunca escribe nada, y J.D.
aumenta la presión al preguntar cómo es posible que pague para ir
a escribir a la facultad si no escribe nada. Y el estudiante de
Ambrose se disculpa: «—No soy terriblemente prolífico —dice
Mark, pensando que le gustaría querer hacerle daño a D.L. en la
nuca, donde su pelo está recogido.»
Pero probablemente sea el último relato empotrado en el eje
central de la novela el que alcance mayores cotas de expresividad a
la hora de exponer el desaliento de los tiempos modernos.
Recordemos, pues, el esquema narratológico hasta el momento:
David Foster Wallace escribe un relato cuyo narrador es un
alumno de un seminario de escritura creativa que habla sobre otro
alumno, Mark Nechtr, que escribe un relato de horror psicológico
cuyo personaje se llama, precisamente, Dave:

Dave, que no es en absoluto una persona tan sana como


Mark, cree que las únicas cosas que le dan sentido y dirección
a su vida son las competiciones de tiro con arco y su amante,
L__, que es mucho más atractiva y simpática que D.L. y que
tiene unos pómulos de aquí te espero y un entusiasmo por la
vida que Dave no puede evitar que se le contagie.

Si como decía Barth en el cuento seminal, «cuanto más de


cerca se identifica un autor con su narrador, literal o
metafóricamente, menos aconsejable es, por norma, utilizar el
punto de vista narrativo de la primera persona», no es casual la
hipótesis de la casa encantada como juego especular, que vimos así
descrita en el cuento de Barth. Puesto que D.L. puede resultar
impertinente a los ojos de su amante, pensamos en Dave como
doble maléfico de los sentimientos reprimidos de Nechtr,
esforzado en proyectar esa imagen de asepsia que enfurecía a
Sternberg: La escritura como catarsis para Nechtr (y siguiendo el
juego narratológico: ¿también para Dave Wallace?) o espita a partir
de la cual liberar la agresividad contenida.
Después del suicidio de L__ con la flecha de Dave (por cierto,
tampoco parece una opción gratuita que “La chica del pelo raro”
esté dedicado “A L__”), que practica el tiro con arco como
Nechtr, Dave opta por no agarrar el astil de aluminio para sacar la
flecha del cuello de su pareja, dado que entonces sus huellas
quedarían impresas en el arma. De cualquier modo, Dave acaba en

43
el Centro Correccional de Maryland, «donde aguarda el proceso y
la retribución judicial que no puede negar que merece».
Concretamente reside en una celda que comparte con un personaje
llamado Mark. Alguien «tan cruel, tan bestial, tan insensible, tan
terrible, sádico, depravado y repugnante» que llega a sentarse
«encima de la cabeza de Dave y este tiene que hacerle de bidet y
afrontar las consecuencias». Aliviar la tensión que implica este
último inserto brutal lleva a Wallace a intercalarlo con las
explicaciones de los alumnos del seminario y de Ambrose, para, en
una última bisagra, adoptar la forma del monólogo interior y
regresar al coche con todos sus ocupantes. Camino de la casa
encantada.
El vértice que este texto significa con respecto al resto de
cuentos contenidos en este y otros libros de DFW lo encontramos
en la noción de solipsismo, concepto proveniente del latín solus
ipse, uno mismo, y sobre el cual se erige una doctrina que no acepta
más realidad que la del sujeto que percibe. Es decir, lo único
existente es la conciencia del sujeto, de lo que se deduce que el ser
de una cosa es la percepción del sujeto —idea profundamente ligada al
conflicto psicológico del superyó que posterioremente
comprobaremos—. En ese sentido, Wittgenstein, reconocida
influencia de DFW, habría fulminado la idea de metaficción
muchos años antes de su desarrollo con su Tractatus Logico-
Philosophicus.

5.67 La lógica llena el mundo; los límites del mundo son


también sus límites.
Nosotros no podemos, pues, decir en lógica: en el mundo hay
esto y lo de más allá; aquello y lo otro, no.
Esto parece, aparentemente, presuponer que excluimos ciertas
posibilidades, lo que no puede ser, pues, de lo contrario, la
lógica saldría de los límites del mundo; esto es, siempre que
pudiese considerar igualmente estos límites también desde el
otro lado.
Lo que no podemos pensar no podemos pensarlo. Tampoco,
pues, podemos decir lo que no podemos pensar.
5.62 Esta observación da la clave para decidir acerca de la
cuestión de cuanto haya de verdad en el solipsismo.
En realidad, lo que el solipsismo significa es totalmente.
correcto; sólo que no puede decirse, sino mostrarse.

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Que el mundo es mi mundo, se muestra en que los límites del
lenguaje (el lenguaje que yo sólo entiendo) significan los
límites de mi mundo.

Posteriormente, Wittgenstein habla del sujeto que no


pertenece al mundo, siendo él límite del mismo, lo cual explica con
la metáfora del ojo y el campo visual (Y nada en el campo de visión
permite concluir que es visto por un ojo), por lo que el yo no
aparece en mi conciencia del mundo simplemente porque es la
fuente de esa conciencia y no uno de sus objetos.
Sobre el punto 5.62, H.O. Mounce aclara lo siguiente:

Wittgenstein se está expresando aquí, me parece, de un modo


equívoco. Por ejemplo, algunos comentadores consideran que
está diciendo que aunque es una confusión expresar el
solipsismo, sin embargo, es realmente verdadero. Pero esto,
me parece, es un claro error. Lo que Wittgenstein quiere decir
es que el solipsismo mismo es confuso, y no simplemente que
sea una confusión intentar expresarlo. Pero, ¿cuál es entonces
su opinión al decir que lo que el solipsismo significa es
totalmente correcto? Su opinión, pienso yo, es que el
solipsismo es el intento confuso de decir algo más; que no
puede ser dicho y al cual le estaría permitido mostrarse a sí
mismo. Hay, por así decir, una verdad detrás del solipsismo,
pero no puede ser enunciada y el solipsismo es el resultado
confuso de intentar hacerlo. La verdad no es que yo solo soy
real, sino que tengo un punto de vista sobre el mundo que no
tiene fronteras

James Ryerson en «A head that throbbed heartlike», recuerda


que el solipsismo, «en ocasiones referido como una doctrina pero
también como metáfora de la desolación y la soledad, impregna la
escritura de Wallace». Y también: «Wallace le dijo a McCaffery que
las Investigaciones Filosóficas fueron “el argumento más hermoso
contra el solipsismo que jamás se ha hecho” […] El solipsismo
estaba muerto. La soledad—al menos esa imagen de la soledad—
era una ilusión.» Y Ryerson amplía:

Según la óptica de Wallace, Wittgenstein nos ha dejado una


vez más sin la posibilidad de contacto con el mundo exterior.
Como le dijo a McCaffery, las Investigaciones “eliminaban el

45
solipsismo pero no el horror”. La única diferencia entre este
nuevo enunciado y aquel otro en el Tractatus era que en lugar
de estar atrapados solo en nuestro pensamientos privados,
estábamos atrapados juntos, con otra gente, en la institución
del lenguaje.

He aquí, entonces, la justificación a las frecuentes metalepsis


de nuestro autor.

46
IV. SOBRE LA MALA FE Y LA PARADOJA DEL SUPERYÓ EN DFW

Si el génesis del estilo DFW se identifica con la novela que cierra


La niña del pelo raro, sus motivos temáticos, aunque muy
recurrentes, los encontramos de forma persistente a lo largo de su
producción —y ya no sólo en cuanto su ficción se refiere, sino
también en ciertos ensayos reunidos en antologías—. Esta unidad
temática que recorre a DFW vendría derivada del exceso de
civilización: cierta ideología emocional actual que castiga toda expresión
humana que no se rinda al pensamiento positivo, y a quien no
acate las normas de conducta circunscritas a cada situación.
En esencia, Wallace es un autor que habla de la coyuntura
cultural en la metrópolis norteamericana durante los años noventa,
y el modelo de personaje wallaceano no puede ser otro sino el
yuppie, el joven profesional urbano, atrapado por el corsé de una
sociedad mediática que continuamente le obliga al éxito, pues
aunque hablemos de un arquetipo de personaje cerebral, a menudo
se nos presenta incapaz de ironizar sobre los ideales que consume
en los medios. «Digamos que la actitud general de mi familia solía
ser: “¿Qué has hecho tú por mí últimamente?”; o mejor: “¿Qué has
conseguido/ganado/logrado últimamente, que pueda de algún
modo (imaginario o no) reflejarnos de forma correcta, y permita
regodearnos en algún tipo de habilidad reflejada (auténtica o no)?»,
se queja el narrador en El Rey Pálido. Y en verdad, el gran tema de
DFW siempre fue el coste que implica ser el número uno, la
competitividad extrema y la monstruosa mercantilización en las
relaciones de amistad, familiares y amorosas. Por supuesto, el
resultado siempre acaba siendo la famosa frase que abre “El neón
de siempre”: «Toda mi vida he sido un fraude».
Semejante panorama social aparece como un clímax
civilizatorio. Una versión patológica de los rasgos psíquicos de la
modernidad que Freud definiría en El malestar de la cultura, es decir:
la neurosis como consecuencia de la frustración que provoca no
responder a los «ideales de cultura», y el «intenso sufrimiento» que
resulta de la no satisfacción de los instintos. Norbert Elías señalaría
algo muy similar en El proceso de la civilización: «el proceso

47
civilizatorio supone una transformación del comportamiento y de
la sensibilidad humanos [...] la regulación del conjunto de la vida
impulsiva y afectiva va haciéndose más y más universal, igual y
estable a través de una autodominación continua.» Luis Racionero
comentaría en Filosofías del underground el complejo de culpabilidad
como «la gran trampa de la cultura judeocristiana, el sofisma que
tiene atenazado y confundido a subconsciente colectivo de
Occidente». Proyección exterior, artificio, autodominación, culpa y
neurosis, comportan algunos de los conceptos en la que fuese una
de las obsesiones más significativas en la obra de Wallace. Desde
una perspectiva filosófica, la definición que Sartre da a su idea de
mala fe se ajusta igualmente como motivo típico de DFW:

A menudo se la asimila a la mentira. Se dice indiferentemente


a una persona que da pruebas de mala fe o que se miente a sí
misma. Aceptaremos que la mala fe sea mentirse a sí mismo, a
condición de distinguir inmediatamente el mentirse a sí mismo
de la mentira a secas. Se admitirá que la mentira es una actitud
negativa. Pero esta negación no recae sobre la conciencia
misma, no apunta sino a lo trascendente. La esencia de la
mentira implica, en efecto, que el mentiroso esté
completamente al corriente de la verdad que oculta. No se
miente sobre lo que se ignora; no se miente cuando se difunde
un error de que uno mismo es víctima; no miente el que se
equivoca. El ideal del mentiroso sería, pues, una conciencia
cínica, que afirmara en sí la verdad negándola en sus palabras
y negando para sí misma esta negación.

Tres son los textos fundamentales para entender esta


«paradoja del superyó», definida por Zizek en Sobre la violencia del
modo siguiente: «cuanto más obedeces lo que el otro exige de ti,
más culpable te sientes»; una definición, que, por cierto, DFW
plantearía de modo muy similar en «El neón de siempre»: «La
paradoja de la fraudulencia consistía en que cuanto más tiempo y
esfuerzo invertías en resultar impresionante o atractivo a los
demás, menos impresionante o atractivo te sentías por dentro: eras
un fraude.» Cabe entender aquí el superyó del modo en que J.
Laplanche y J.-B. Pontalis describen en su Diccionario del psicoanálisis,
como:

48
Una de las instancias de la personalidad, descrita por Freud en
su segunda teoría del aparato psíquico: su función es
comparable a la de un juez o censor con respecto al yo. Freud
considera la conciencia moral, la autoobservación, la
formación de ideales, como funciones del superyó.
Clásicamente el superyó se define como el heredero del
complejo de Edipo, se forma por interiorización de las
exigencias y prohibiciones parentales.
[…]
El término «über-Ich» fue introducido por Freud en El yo y el
ello […] Hace resaltar que la función crítica así designada
constituye una instancia que se ha separado del yo y parece
dominar a éste, como muestran los estados de duelo
patológico o de melancolía, en los que el sujeto se critica y
menosprecia: «Vemos cómo una parte del yo se opone a la
otra, la juzga en forma crítica y, por así decirlo, la toma como
objeto».

El primero de esos textos sería el relato que ocupa las páginas


22 a la 26 en The Broom of the System; el segundo, «Historia
radicalmente concentrada de la era postindustrial» (microcuento
recogido en Entrevistas breves con hombres repulsivos, 1999); y en tercer
lugar, «El neón de siempre» (Extinción). Así, el capítulo segundo de
su primera novela aparece como la primera de las expresiones en
su obra del conflicto entre el ser y parecer —ese génesis de la
personalidad moderna que se remonta a Maquiavelo—, a partir de
una ficción de horror psicológico que habla de la «vanidad de
segundo orden», que afecta a uno de sus múltiples personajes
egomaniáticos, «enormemente preocupado porque la gente no lo
considere alguien vacío». Ante él se presenta un dilema ético de
difícil solución. Afectado por una especie de lepra, el personaje se
plantea la posibilidad de comunicar a su pareja que mantener su
propia belleza pase por «viajar a Suiza e invertir [en el tratamiento]
casi todos sus ahorros, los cuales permanecen en un banco y
requerirán la firma conjunta de su fantástica novia». O bien fingir
hasta que la situación —la relación misma— se convierta en
insostenible.
«Historia radicalmente concentrada...» —título nada
gratuito— es una reducción al absurdo de semejante neurosis, el
resumen perfecto de la sección de la obra de Wallace que tratamos:

49
Cuando fueron presentados él hizo un comentario ingenioso
porque quería caer bien. Ella soltó una risita estrepitosa
porque quería caer bien [...] Al hombre que los había
presentado no le caía demasiado bien ninguno de los dos,
pero fingía que sí porque le preocupaba mucho tener buenas
relaciones con todo el mundo.

Y en última instancia, «El neón de siempre» figura como el


relato en donde mayor violencia adquiere el conflicto. «El neón de
siempre» parte con un «Casi todo lo que he hecho todo el tiempo
es intentar crear cierta imagen de mí mismo en los demás»,
enunciado que será repetido a lo largo del cuento en muchas otras
variables; v.br.: «yo parecía ser tan completamente egocéntrico y
fraudulento que lo experimentaba todo en términos de cómo
afectaba a la imagen que la gente tenía de mí y de qué necesitaba
hacer yo para crear la impresión de mí que quería que ellos
tuvieran».
«El neón de siempre» recoge la imposibilidad de ser fiel en el
tiempo a cualquier persona u objeto o categoría cultural (el
narrador —cómo no, hipernarcisista— prueba desde la cocaína
hasta el footing, la masonería, la meditación o la quiropraxia sacro-
cervical). Circulan paralelos a esta idea la asociación de lo
cuantitativo con el ideal de placer occidental, como se sigue de la
inducción hacia la consecución del máximo número de compañías
sexuales posibles («[intenté] dormir con una chica distinta todas las
noches durante dos meses seguidos»), y, cómo no, la construcción
de la identidad masculina fundamentada en la culpabilidad, la
competitividad y la obligación de proyectar toda su acción hacia el
placer de la compañía sexual en detrimento absoluto del goce
personal:

lo que pasaba por amor en los hombres norteamericanos no


era normalmente más que la necesidad de ser vistos de cierta
manera, lo cual quería decir que los machos de hoy tenían un
miedo tan constante a «no dar la talla» [...] que debían pasar
todo el tiempo convenciendo a los demás de su validez.

Igual ocurre, por ejemplo, en «Mundo Adulto (I)» (Entrevistas


breves): «La única parte negativa era su preocupación irracional por
tener algo o hacer algo mal que le evitara a él disfrutar de su vida
sexual tanto como disfrutaba ella.» En Wallace apenas hay

50
posibilidad para la representación de la figura del amante en una
actitud lúdica. De hecho es en la gestión de las relaciones sexuales
y amorosas donde la paradoja del superyó aparece como
productora de neurosis en su mayor expresión.
Otros ejemplos de autodominación más o menos absurda los
encontramos en el ya mencionado Tom Sternberg y su episodio
con el retrete, o el comentario al ideal de la fiesta, que remite a
«Octecto» (Entrevistas breves...):

Se podría establecer la siguiente analogía: imagínate que vas a


una fiesta donde conoces a muy poca gente y luego, de
camino a casa, te das cuenta de pronto de que has pasado toda
la fiesta tan preocupado por si parecías caerle bien a la gente
que ahora no tienes ni la más remota idea de si a ti te caía bien
alguno de ellos [...] Además, por supuesto, casi siempre resulta
que a la gente que había en la fiesta no les has caído bien, por
la sencilla razón de que todo el tiempo parecías tan poco
espontáneo [...] que la gente se ha llevado la impresión
subliminal y desagradable de que estabas usando la fiesta
como un simple escenario donde actuar.

Más: «La persona deprimida sufría una angustia emocional


terrible e incesante, y la imposibilidad de compartir o manifestar
esa angustia era en si misma un componente de angustia» («La
persona deprimida», Entrevistas breves...). En «Mundo Adulto (I)»
dicen la narración: «bien había algo en ella que funcionaba
realmente mal o bien algo funcionaba mal en ella por el hecho de
preocuparse irracionalmente porque algo funcionaba mal en ella.»
En «El suicidio como una especie de regalo» (ibíd): «Se sentía como
si tuviera que sacar la nota máxima en todos aquellos exámenes
para evitar algún castigo terrorífico.» Y en «Señor Blandito»
(Extinción), un grupo de publicitarios pasa a un grupo de madres
unos cuestionarios «diseñados para provocar y/ o intensificar
aquellas inseguridades: «¿Alguna vez otros padres o maestros han
hecho comentarios sobre su hijo que la han avergonzado? ¿Ha
tenido a menudo la impresión de que su hijo parece desarreglado o
sucio en comparación con otros niños?», etcétera.
Finalmente, la serie de «Entrevistas breves con hombres
repulsivos» ha de entenderse como una relación in extenso de esa
identidad masculina apelada en «El neón de siempre». El varón

51
sofisticado pero «repulsivo» de los noventa se distingue de aquellos
que «no tienen ni puta idea de cómo dar placer a una mujer».
Para los hombres repulsivos cada ejercicio sexual es una
Olimpiada, en donde mucho más importante que el placer es el
mantenimiento de la reputación.
Los hombres repulsivos luchan con todas sus fuerzas por
superar, digamos, el complejo de inferioridad («Término que tiene su
origen en la psicología adleriana; designa, de un modo muy general,
el conjunto de actitudes, representaciones y conductas que
constituyen expresiones, más o menos disimuladas, de un
sentimiento de inferioridad o de las reacciones frente a éste»,
Laplanche y Pontalis), el sentimiento de inferioridad («Para Adler,
sentimiento basado en una interioridad orgánica efectiva. En el
complejo de inferioridad, el individuo intenta compensar, con
mayor o menor éxito, su deficiencia. Adler atribuye a este
mecanismo una significación etiológica muy general, válida para el
conjunto de las afecciones. Según Freud, el sentimiento de
inferioridad no guarda una relación electiva con una inferioridad
orgánica. No constituye un factor etiológico último, sino que debe
comprenderse e interpretarse como un síntoma.»), o el sentimiento de
culpabilidad («Puede designar un estado afectivo consecutivo a un
acto que el sujeto considera reprensible, pudiendo ser la razón que
para ello se invoca más o menos adecuada (remordimientos del
criminal o autorreproches de apariencia absurda), o también un
sentimiento difuso de indignidad personal sin relación con un acto
preciso del que el sujeto pudiera acusarse. Por lo demás, el
sentimiento de culpabilidad se postula en psicoanálisis como
sistema de motivaciones inconscientes que explican
comportamientos de fracaso, conductas delictivas, sufrimientos
que se inflige el sujeto, etc.»).
Permanecen obsesionados por la sincronía del orgasmo.
Se mueren de vergüenza cuando en mitad del mismo no
pueden evitar chillar: «¡Victoria para las fuerzas de la libertad
democrática!»
Y acuden a Barnes & Noble a comprar novedades sobre
sexualidad femenina, saben comer «el chichi» hasta que éste «se
deshace en súplicas.
Aunque después no puedan evitar pensar «¿Y si no puedo?»
Carl Gustav Jung, invirtiendo la lectura negativa sobre la
paradoja del superyó, podría hablar a favor de ese donjuanismo en
nuestros «hombres repulsivos» en Arquetipos e inconsciente colectivo

52
Por más negativo que sea el donjuanismo tiene también su
aspecto positivo, pues puede representar una masculinidad
resuelta y enérgica, una ambición hacia las más altas metas;
una violencia contra toda necedad, todo fanatismo, toda
injusticia y toda negligencia; una disposición al sacrificio por
todo aquello reconocido como justo, impulso este que puede
llevarlo a realizar acciones que limitan con el heroísmo;
tenacidad, inflexibilidad y pertinacia de la voluntad; una
curiosidad a la que no asustan ni siquiera los misterios del
mundo; finalmente, un espíritu revolucionario que construye
una nueva morada para sus prójimos o pugna por transformar
el mundo.»

No obstante, cuando la maquinaria del superyó no esté


presente —por ejemplo, en una situación vis-à-vis con sus
amantes—, se manifiesten melancólicos, autodestruidos, sinceros.
Como ocurre en «La persona deprimida». O como dice otro
personaje: «Me haces sentir como si tuviera, no sé, que esconder
mi estado de ánimo porque enseguida vas a pensar que estoy así
por ti y que me estoy preparando para largarme y dejarte tirada».
En resumen, el comportamiento de los personajes de DFW
simpatiza con el diagnóstico desarrollado por Pierre Bourdieu en
La dominación masculina:

Está en la lógica de la economía de los intercambios


simbólicos, y, más exactamente, en la construcción social de
las relaciones de parentesco y del matrimonio que atribuye a
las mujeres su estatuto social de objetos de intercambio
definidos según los intereses masculinos y destinados a
contribuir así a la reproducción del capital simbólico de los
hombres, donde reside la explicación de la primacía concedida
a la masculinidad en las taxonomías culturales.

Y retomando la mala fe sartreana, el filósofo francés expone


una situación que bien podría haber sido escrita por nuestro autor:

He aquí, por ejemplo, una mujer que ha acudido a una


primera cita. Sabe muy bien las intenciones que el hombre que
le habla abriga respecto de ella. Sabe también que, tarde o
temprano, deberá tomar una decisión. Pero no quiere sentir la

53
urgencia de ello: se atiene sólo a lo que ofrece de respetuoso y
de discreto la actitud de su pareja. No capta esta conducta
como una tentativa de establecer lo que se llama «los primeros
contactos», es decir, no quiere ver las posibilidades de
desarrollo temporal que esa conducta presenta: limita ese
comportamiento a lo que es en el presente; no quiere leer en
las frases que se le dirigen otra cosa que su sentido explícito, y
si se le dice: «Tengo tanta admiración por usted», ella desarma
esta frase de su trasfondo sexual; adjudica a los discursos y a la
conducta de su interlocutor significaciones inmediatas, que
encara como cualidades objetivas. El hombre que le habla le
parece sincero y respetuoso como la mesa es redonda o
cuadrada, como el tapizado de la pared es gris o azul. Y las
cualidades así adjudicadas a la persona a quien escucha se han
fijado entonces en una permanencia cosista que no es sino la
proyección del estricto Presente en el flujo temporal. Pues ella
sabe lo que desea: es profundamente sensible al deseo que
inspira, pero el deseo liso y llano la humillaría y le causaría
horror. Empero, no hallaría encanto alguno en un respeto que
fuera respeto únicamente. Para satisfacerla, es menester un
sentimiento que se dirija por entero a su persona, es decir, a su
libertad plenaria, y que sea un reconocimiento de su libertad.
Pero es preciso, a la vez, que ese sentimiento sea íntegramente
deseo, es decir, que se dirija a su cuerpo en tanto que objeto.
Esta vez, pues, se niega a captar el deseo como lo que es, no le
da ni siquiera nombre, no lo reconoce sino en la medida en
que el deseo se transciende hacia la admiración, la estima, el
respeto, y en que se absorbe enteramente en las formas más
elevadas producidas por él hasta el punto de no figurar en
ellas ya sino como una especie de causalidad. Pero he aquí que
él le coge la mano. Este acto de su interlocutor corre el riesgo
de cambiar la situación, provocando una decisión inmediata:
abandonar la mano es consentir por sí misma al flirt, es
comprometerse; retirarla es romper la armonía turbadora e
inestable que constituye el encanto de ese momento. Se trata
de retrasar lo más posible el instante de la decisión. Sabido es
lo que se produce entonces: la joven abandona su mano, pero
no percibe que la abandona. No lo percibe porque,
casualmente, ella es en ese instante puro espíritu: arrastra a su
interlocutor hasta las regiones más elevadas, se muestra en su
aspecto esencial: una Persona, una conciencia. Y, entre tanto,

54
se ha cumplido el divorcio del cuerpo y del alma: la mano
reposa inerte entre las manos cálidas de su pareja; ni
consentidora ni resistente: una cosa.

Mentirse a uno mismo y satisfacer al otro (al superyó, al amante


o a la familia), o actuar en conformidad con uno mismo, siempre
es el enigma irresoluble que atenaza a los personajes wallaceanos.
Una paradoja que recuerda la novela de Joseph Heller Trampa-22,
cuya sinopsis puede resumirse en esta frase: «'[He] would be crazy
to fly more missions and sane if he didn't, but if he was sane he
had to fly them. If he flew them he was crazy and didn't have to; if
he didn't want to he was sane and had to.'» Curiosamente, uno de
los críticos de esta novela, R. Bass, arrojó un comentario que bien
podría adecuarse a la prosa de DFW: «this is one of the funniest
tragedies I have read. Most of the time you can‟t cry for the
laughing and you can‟t laugh for the crying.»
En resumen: hagas lo que hagas, acabarás mal.

55
V. LA NIÑA DEL PELO RARO Y SUS TRAUMAS FAMILIARES

Animalitos inexpresivos. El relato que abre La niña del pelo raro da


cuenta del giro radical que tomó la rúbrica de DFW, antes de
aquella característica complejidad presente al término de su carrera
al que apelaron sus críticos. Escrito en frases breves, la ficción
narra la historia de amor lésbico entre Faye Goddard y Julie Smith,
quien llega a convertirse en la mejor concursante del juego
televisivo de preguntas y respuestas Jeopardy! Leemos:

«Faye tiene veintiséis años y está en la plantilla de Jeopardy!


contratada como investigadora desde hace cuarenta meses [su
madre, por cierto, Janet Lerner Goddard, es la directora actual
del concurso,]. Julie tiene veinte años, sus padres adoptivos
son de LaJolla y ha sido la campeona de Jeopardy! Durante
setecientos episodios con las cuotas de audiencia más altas del
mercado.

Julie, en su primer día de programa, tardó media hora en


hacerse con todo el bote. La concursante cuenta a Faye cómo de
niña los hombres aparecían constantemente por su vida: «mamá
salía con uno tras y luego se venían a vivir a casa. Y no había ni
uno solo que fuera capaz de cogerle cariño a mi hermano [autista].»
En esa época, Julie empieza a almacenar Guías LaPlace de
Información, que vende el cuarto marido de su madre. Esas guías,
que comparte con su hermano, serán la clave para hacerse la mejor
concursante de Jeopardy!: «Te juro, te lo juro de veras, que se
convirtieron en mis amigas», dice Julie. Sin ningún trauma familiar,
lo que a Faye le preocupa de veras es qué dirá a la gente sobre su
lesbianismo: «Tú eres la causa de que yo tal vez sea lesbiana», le
increpa Faye a Julie. Con todo, Julie confiesa que no odia a su
madre, aunque la abandonase en la carretera: «Mi madre quería
mucho a ese hombre. Él la ordenó que abandonara a mi hermano.
Creo que ella me dejó para que lo cuidara. Y le estoy agradecida.»
Julie, brillante superdotada y extremadamente sensible, a años
luz del común de los mortales, es uno de los personajes

56
prototípicos de DFW. En uno de los momentos del concurso, el
narrador comenta: «Álex [el presentador de Jeopardy!] promete a
América que volverá enseguida y que está ansioso por interrogar
ante las cámaras a la tremenda señorita Smith y enterarse de los
sacrificios personales todavía más tremendos que tiene que haber
hecho para absorber tanta información siendo tan jovencita.» Sin
que su causa esté demasiado clara, Julie sufre durante el programa:
«la cara se arruga como un kleenex en el bolsillo y rompe a llorar
en silencio.»
Por supuesto, toda América está pendiente de ella. Y por
supuesto, Julie lo sabe.
Por otro lado, en una de las anacronías características del
relato, Álex, frente a su psicólogo, sufre por algo parecido a Julie,
es decir, la posibilidad de abandonar su posición de privilegio: «Me
preocupa que empiece a ser una sonrisa gastada. Que ya no sea una
sonrisa sugerente, lo cual es preocupante desde el punto de vista
profesional. Y creo que es la misma preocupación lo que me deja
tan cansado. Es como un círculo vicioso de sonrisas.»
En esa sesión de terapia, Álex cuenta que Julie perdió frente a
su hermano, cuya entrada fue amañada por los productores del
programa. «A ella la adoptaron y al niño lo internaron. En un
sanatorio público. Y entonces resulta que ese autista irrecuperable
se sabe de memoria la guía LaPlace de la información total.» Hasta
ese momento, el dinero que Julie obtiene de los premios lo utiliza
para trasladar a su hermano a una clínica privada en el desierto
para que así finalmente pueda superar su autismo. Y como en
muchos relatos de DFW, siempre hay alguien que supera al genial
protagonista.

La niña del pelo raro. Si «Animalitos inexpresivos» es un


relato que destaca por el esmero y la delicadeza con la que aborda
las subjetividades de las protagonistas, «La niña del pelo raro» abre
el camino a la emotividad que luego será fundamental para
Entrevistas breves con hombres repulsivos.
Sick Puppy, el narrador protagonista, un republicano con
amigos extraños (Mr. Wonderful, Big —un músico punki que
fabrica LSD— y Gimlet, a los que luego se sumarán más), se dirige
a un concierto de Keith Jarret: «En particular disfruto viendo
actuar a los Negros a distancia, puesto que de cerca es frecuente
que emitan un olor desagradable», dice. En cierta forma, «La niña
del pelo raro» puede considerarse un antecedente de American

57
Psycho, de Easton Ellis, en lo que a la construcción del yuppie
psicópata se refiere. Ese mismo narrador habla de su predilección
hacia la colonia English Leather, y admite tener el anuncio grabado
en su «nuevo video Toshiba VCR.» «Me gusta recostarme en mi
sillón abatible de pelo de caballo y masturbarme mientras el
anuncio pasa una y otra vez en mi VCR.» Su amiga Gimlet, de
hecho, ha visto cómo se masturbaba viendo ese anuncio; a Sick
Puppy, además, le encanta quemar partes del cuerpo de las mujeres
con las que relaciona, cosa a la que Gimlet se presta de buen gusto.
Sabemos que la pandilla desenfadada y colocada de LSD
(salvo Puppy, que dice no tomar LSD porque no tiene ningún tipo
de influencia en él) se dirige al concierto de Jarret en una furgoneta
de reparto de leche, y que Sick Puppy está memorando los
acontecimientos justo un día después del concierto un día más
tarde. Sabemos que Sick Puppy tiene una serio problema con el
fuego, y que hace cosas como quemar la barba de un demócrata de
la facultad de Berkeley al enfadarse con éste porque le ha dado con
el dedo en el pecho. La niña del pelo raro que da título al cuento se
trata de un personaje que durante el concierto distrae a la pandilla
con su peinado.
En un momento de la acción, un personaje llamado Cheese le
dice a nuestro narrador que si confiesa «la naturaleza de la felicidad
que emanaba de mí en todo momento, me permitiría que le
quemara un poco y también me permitiría quemar a su prometida,
que era medio Negra». Y es justo ahí, cuando tiene que tomar
conciencia de su felicidad, el punto que hace que Sick Puppy se
venga abajo. Sick Puppy está negando a aquel San Agustín que
afirmaba: «Noli foras ire, in te redi, in interiore homine habitat
veritas», «No busques fuera. Vuelve a ti mismo, es en el hombre
interior donde habita la verdad.»
Contraviniendo la máxima de Jung según la cual «la
inconsciencia es para el Logos el pecado primordial, el mal
mismo», si el relato que cierra el libro tiene como trasfondo la
esterilidad del relato que se pregunta por sí mismo, el relato que da
título al libro entiende la toma de conciencia del individuo como el
camino hacia la autodestrucción y la infelicidad. Otro ejercicio
estéril.
Recuerda entonces el narrador cuando en la facultad de la
Universidad de Brown quiso alistarse en los marines de EE UU
para seguir los pasos de su padre y su hermano, y suspendió todos
los exámenes, para molestia de su padre. Otra vez, cuando el

58
narrador tiene 8 años y su hermana 10, ambos descubren una serie
de revistas sexuales, y en contra la voluntad de su hermana, le baja
las bragas e intenta colocar su pene en el interior de la vagina. Su
padre los descubre y así lo conduce al cuarto de los juegos en el
sótano de casa y le quema el pene con su mechero de oro del
ejército de EE UU.
En psicoanálisis, nuestro personaje adolecería de una suerte de
complejo paterno, «término utilizado por Freud para designar una
de las principales dimensiones del complejo de Edipo: la relación
ambivalente hacia el padre» (Laplanche y Pontalis). Sick Puppy,
pues, ni siquiera puede tener una erección si no es mediante sexo
oral. Otra vez, la paradoja:

Desgraciadamente, incluso a pesar de que soy un tío guapo y


atractivo para gran parte de las chicas que he conocido en la
escuela y en la vida, cuando quieren practicar el acto sexual mi
pene se niega a levantarse, y solo se levanta si me hacen una
felación, y si me hacen una felación deseo intensamente
quemarlas con cerillas o con mi mechero y a la mayoría de las
mujeres eso no les gusta y son infelices cuando las queman y
en consecuencia tienen miedo de hacerme una felación y solo
quieren practicar el acto sexual.

Anteriormente, con el colocón de LSD, Cheese dice que desea


visitar al padre de Sick y practicar con él el acto sexual, cosa que
escandaliza a Puppy y le hace molestarse. Pero luego, en el
momento de conciencia, afirma:

Gimlet sabe que lo que me convertiría en el solucionador de


problemas de responsabilidad legal de empresas más feliz de la
historia del planeta Tierra sería matar a mi padre, y que mataré
a mi padre y me bañaré en su sangre en cuanto pueda hacerlo
sin que me atrapen ni me hallen culpable de su muerte, quizás
cuando se haya jubilado, y mi madre ya esté débil.

Sick Puppy advierte que no podrá responder a Cheese su


pregunta sobre la felicidad, pero dice que le dará un regalo de 1000
dólares si consigue que su prometida le bañe y le practique una
felación y le permita que la queme con cerillas. En ese momento la
gente empieza a salir de la sala del concierto. También entonces

59
una chaqueta que hasta entonces le parecía interesante deja de
serlo.

Lyndon. Lyndon relata la peripecia del presidente de los


EEUU por uno de sus secretarios —narrador del relato—, que
entra a trabajar con el demócrata, encargado de transcribir sus
comentarios. La figura de máximo poder, en este caso, la ostenta
Johnson, caracterizado con una personalidad agresiva («—Oye,
chaval, me llamo Lyndon Baines Johnson. El puto suelo que pisas
es mío», es el comienzo de «Lyndon»), que aparece contrarrestada
por sus costumbres vulgares, como tirarse pedos, hurgarse la nariz,
rascarse el sobaco y oler a fiambre de cerdo; y una supuesta
enfermedad progresiva que lo va mermando anímicamente. Si en
los relatos antes comentados, el personaje superdotado tenía que
asumir su inferioridad en relación a un espontáneo que le supera,
«Johnson» habla del desdén del presidente hacia sus subordinados
—es decir, toda la nación americana—, y el valor de la voluntad y
el trabajo; en una ocasión, Johnson le dice al narrador:

creo que lo han tenido todo muy fácil en la vida, joder. Esos
jóvenes que son hippies y se manifiestan y usan la violencia y
hacen actos públicos. Se lo dimos todo hecho, chaval. Mejor
dicho, asus padres. A los jóvenes de mi generación. Y estos
jóvenes de ahora dicen que están cabreados. Nunca han
tenido que preocuparse ni sufrir ni pasarlo mal en realidad.
No conocieron la Gran Depresión y no saben qué es estar
triste.

La historia que paralelamente se cuenta a la de Lyndon y el


narrador es la relación homosexual de éste último con Duverger.
El narrador teme que esté popularizándose el rumor según el cual
está enamorado del presidente. Hacia la mitad del relato, Lyndon
enferma, junto con Duverger. Y al término del texto el narrador
encuentra a Lyndon en la cama con Duverger.
Combinar los mensajes contenidos en distintos relatos otorga
una idea bastante aproximada del motivo global de DFW. Es
interesante aquí la comparación de los protagonistas en «Lyndon»
y «La niña del pelo raro», pues mientras la tristeza de Sick Puppy
aparece en el momento en que repara en la existencia de aquellas
personas que lo han superado, y por consiguiente, es hacia arriba
adonde nuestro personaje acaba dirigiendo su mirada, «Lyndon»,

60
en cambio, es un personaje triste cuando desde su atalaya
presidencial constata que aquellas personas para las que trabaja no
están a su altura. Convengamos que la subjetividad que define las
relaciones personales en DFW se corresponde al modelo descrito
como «emparejamientos selectivos» por el economista Gary
Becker, el cual se resumiría así en su Tratado sobre la familia:

puede decirse que M ama a F si el bienestar de ella está


incorporado a la función de utilidad de él, y quizá también si
M valora los contactos emocionales y físicos con F.
Evidentemente, M puede beneficiarse de un emparejamiento
con F, porque en ese caso el hombre tendría un efecto más
favorable sobre el bienestar de la mujer—y, por lo tanto,
sobre su propia utilidad—, y porque las mercancías que miden
el contacto con F pueden producirse a un coste menor
cuando ambos están emparejados que cuando M tiene que
buscar una relación ilícita con F. Incluso si F es egoísta y no
corresponde el amor de M, puede beneficiarse de un
emparejamiento con cualquier hombre que la ama, ya que éste
le transferirá recursos para incrementar su propia utilidad.

Un modelo, por lo demás, en absoluto novedoso, presente en


Hobbes, Cervantes, o hasta Ovidio. Vuelve a repetirse así la
economía de las subjetividades y la paradoja del superyó,
materializadas en la incómoda verdad que trae consigo saberse una
persona monstruosa por llegar a lo más alto, y haberse traicionado
a uno mismo a fin de cumplir las expectativas que los demás han
puesto en uno, al tiempo que, examinar a quienes no han recurrido
a una voluntad tan poderosa como la del héroe reafirma la
distancia en relación al villano. Un rasgo, por lo demás, propio de
las sociedades opresoras; o como Norbert Elías confirmase en La
sociedad cortesana:

Quien no puede comportarse de acuerdo con su rango, pierde


el respeto de su sociedad; va a la zaga de los participantes en la
constante carrera de competición para lograr las
oportunidades de status y prestigio, y corre el riesgo de
quedarse fuera arruinado y a tener que marginarse del círculo
de trato que corresponde a su grupo de rango y status.

61
Aquí y allí. Dedicado al matemático Kurt Gódel, «Aquí y allí»
encuentra su tema en las relaciones a distancia, y se arma a partir
de las confesiones de una antigua parea a un interlocutor
desconocido. El primer testimonio del personaje varón es una
declaración del amor platónico hacia su exnovia, de la que
conserva una fotografía que guarda en la visera del coche de su
madre enmarcada en una caja de cartón de caramelo, y que besa
con gran pasión, pese a que su contacto físico con ella no era
demasiado importante. «No le gustaba besarme. Yo me daba
cuenta.», dice ella.
El personaje masculino (Bruce) admite que todo cambió
cuando tuvo que alejarse de ella para ir a la universidad, y ella
admite que conoció a alguien en el departamento de estadística. De
nuevo vuelve a cumplirse la excelencia de un protagonista: Bruce,
de veintidós años en el Medio Oeste, regresa a casa tras ser
felicitado por un «selecto comité posdoctoral». Bruce añadirá: «no
hay duda de que esa nueva persona que conoció en el
departamento de estadística la estuvo consolando mientras yo
pasaba dos noches sin dormir, viviendo a base de Coca-cola y
pizza y trabajando en un artículo que finalmente resultó infundado
e inviable.»
Tiempo después ella se va a vivir con él al MIT, pero Bruce se
pasa todo el tiempo en el laboratorio. Deciden que lo mejor es
dejarlo solo, y ella vuelve a Bloomington. Y ella: «ya me había
hecho amiga del tipo de estadística, pero no habría tenido ningún
interés en salir con él si las cosas hubieran ido bien con Bruce.»
Bruce se concentra en su trabajo, y se encuentra pasando solo el
verano en una biblioteca, donde solo puede ver a «dos mujeres
muy gordas que hacen inventario de los libros chillando a pleno
pulmón.»
Digamos que de algún modo siente que ha tocado fondo, y
que no puede refugiarse únicamente en sus investigaciones
tecnológicas. Sus tíos empiezan a preocuparse con él, que pasa
mucho tiempo «envuelto en una manta rasposa» mirando la
televisión.
Aparecen entonces dos motivos del autor en Bruce, la extraña
caracterización de los padres y el deseo de perfección: «Leonard
sostiene que soy exactamente igual que nuestra madre y que sufro
un deseo amargo y básicamente estúpido de ser perfecto.» Nuestro
personaje sufre su último colapso cuando es incapaz de reparar la

62
cocina eléctrica de sus tíos, pese que nunca se ha quedado sin
respuesta en ningún examen.

Mi aparición. «Mi aparición» es otro ejemplo que desmiente


la idea de ruptura con las convenciones narrativas en nuestro
autor. Minuciosamente elaborado en tres actos, vuelve a tomar un
programa televisivo como escenario de la acción. La trama gira
esta vez en torno a una actriz, Edilyn, que será entrevistada en Late
Night with David Letterman.
En la primera parte asistimos al viaje de la actriz y su marido
al programa de televisión. Ambos están nerviosos porque un
procedimiento habitual de Letterman suele ser poner en evidencia
a sus entrevistados, razón por la cual consumen Xanax mientras
estudian grabaciones del periodista. En la limusina con olor a
«monedero caro» se da la primera paradoja clave del cuento.
Ambos temen que Letterman increpe a la actriz su actuación en un
anuncio de salchichas, y el marido sospecha que puedan estar
siendo grabados «para emitirlo después en el programa mientras tú
no puedes hacer otra cosa que mirar horrorizada.» Y así,
independientemente de lo que hagan, en el caso de que ambos
estén siendo espiados, el resultado será fatídico. Si actúan con
naturalidad, saldrán mal parados; si dejan de hacerlo, sabrán que
fingen. «Ese hijo de puta se alimenta del ridículo ajeno como un
enorme parásito con pinta de muñeco», es como el marido de la
actriz describe al presentador, y el resto del tiempo lo pasan
planeando cómo tendrá que comportarse en el plató.
Letterman, en efecto, comienza el show formulando
preguntas agresivas. Sin embargo, cuando el presentador pregunta
sobre si los anuncios de salchichas afectan a su carrera artística,
Edilyn consigue incomodar al periodista. Como en «Animalitos
inexpresivos», un tema de «Mi aparición» es la vergüenza pública
ante América en un programa de televisión. Pero al revés que en
los cuentos anteriores, el personaje logra vencer esa vergüenza.
Precisamente, ahora más que nunca, porque se trata de un personaje,
una actriz. Su respuesta ante Letterman es la que sigue:

Ha habido factores artísticos. ¿Has intentado emocionarte


alguna vez delante de un trozo de carne, David? ¿Alguno de
ustedes? ¿Han intentado poner mostaza con sentimiento? […]
¿Han intentado simular que tienen hambre cuando ya se han

63
comido quince salchichas de Frankfurt? […] Hay mucho arte
en esos anuncios, David.

La victoria de Edilyn ocurre no solo porque sea una actriz,


sino porque ha conseguido mimetizarse con el producto que
representa. Sus valores y los valores de la empresa para la que
trabaja son los mismos. Letterman contraataca preguntando
cuánto ha ganado por esos anuncios, y la actriz responde con un
candor imposible de contravenir:

He hecho los anuncios de salchichas gratis. Gratis. Por el


amor al arte, para divertirme, por unos cuantos perritos
clientes y por el placer del trabajo bien hecho. […] Un placer
que estoy segura de que conocemos bien todos los presentes.
En realidad fui yo quien los llamó a ellos. Me presenté
voluntaria. Casi les supliqué. Tendríais que haberlo visto. No
fue un espectáculo agradable.

La poderosa retórica de la actriz consigue convertir en algo


agradable lo que a primera vista pasaría por ser, nunca mejor
dicho, un trabajo alimenticio.
Con la victoria de Edilyn, su marido no puede sino felicitarle
por su capacidad como actriz: «Has mantenido la calma y has
sobrevivido a una aparición en un antiespectáculo. Has hecho un
buen trabajo.» Pero la actriz dice que simplemente se comportó
como es ella misma. Su respuesta desemboca en una discusión
sobre la identidad y el ser y el parecer en los comportamientos
humanos. «Porque si nadie es como parece en realidad, eso me
incluye a mí. Y a ti.», dice la actriz, en un momento en que el
enemigo a abatir deja de ser Letterman para convertirse en su
propio marido. El final recuerda poderosamente al desenlace de
«La chica del pelo raro». En la limusina, ella le pregunta a él cómo
piensa que ellos son en realidad. «Lo cual resultó ser un error»,
dice, para terminar.
La cuestión sobre ¿quién soy yo? —la autorreflexividad y el
metadiscurso— vuelve a ser un error.

64
VI. TESTOSTERONA Y VIRILIDAD HIPERTROFIADA
EN ENTREVISTAS BREVES

En Entrevistas breves con hombres repulsivos, a diferencia de La chica del


pelo raro, la narratividad aparece más difuminada; en ocasiones sus
relatos se inclinan más hacia la aprehensión de un único momento,
como sucede, por ejemplo, en «La muerte no es el final» (cuya
arquitectura es una frase inmensa destinada a describir al poeta
americano más importante de su generación, relato que acababa
con una frase que busca la desconfianza en el narrador, «Esto no
es del todo cierto»), o «En lo alto para siempre», que capta el
momento de un niño en su decimotercer cumpleaños subiéndose
al trampolín de una piscina.
Todos los cuentos contenidos en este volumen se ven
interrumpidos por una serie de conversaciones registradas en
distintos puntos de la geografía americana, cuyo tema es siempre la
dicotomía entre sexo y afectividad, y cuya metáfora del relato más
visible vuelve a ser la paradoja, ese bucle sin solución de
continuidad que da forma al infinito.
En el primer testimonio de las entrevistas breves, un varón
confiesa su imposibilidad para contener cierto chillido en el
momento del orgasmo («Victoria para las fuerzas de la libertad
democrática»), algo que impide volver a tener una relación con la
misma chica:

Me doy cuenta de que se asustan mucho y me entra vergüenza


y no las vuelvo a llamar […] Y las que más me avergüenzan
son las que se muestran comprensivas […] Y son esas las que
de verdad me hacen cabrearme y no me da vergüenza no
llamarlas o evitarlas por completo, las que dicen: «Creo que
podría quererte a pesar de todo»

Otro testimonio:

Eso de que me tengas miedo todo el tiempo. Me agota. Me


hace sentir como si tuviera, no sé, que esconder mi estado de

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ánimo porque enseguida vas a pensar que estoy así por ti y
que me estoy preparando para largarme y dejarte tirada […]
Ahora me da la impresión de que cada vez que no tengo ganas
de hablar o me siento abatido o retraído tú crees que estoy
planeando darte plantón. Y eso me rompe el corazón. ¿Vale?
Me rompe el corazón. A lo mejor si te quisiera un poco
menos o me importaras un poco menos podría soportarlo.
Pero no puedo. De manera que sí, así es como están las cosas,
me largo.

Para el personaje que habla, su desaforada afectividad conduce


de cualquier modo a la ruptura, cumpliendo la triple ambivalencia
de la que Wilhelm Reich habla en su Análisis del carácter: «1. “Te
quiero, pero tengo miedo de ser castigado por ese cariño” (Amor-
temor). »2. “Te odio porque no se me permite amarte, pero tengo
miedo de expresar ese odio” (Odio-temor). 3. “No sé si te quiero o te
odio” (Amor-odio).»
El siguiente relato cuenta el encuentro casual del «hombre
repulsivo» en cuestión con una chica en un aeropuerto. Cuando
todo el mundo ha salido del avión y ya solo queda el personaje, la
chica «se puso de rodillas y se echó a llorar como una Magdalena y
empezó a aporrear la alfombra y a arañarla y a arrancar los trozos
de ese producto barato con que las hacen». Él se aproxima para
preguntarle qué le ocurre y para «verle más de cerca las tetas». Ella
le explica que esperaba a un chico que presuntamente iba a haber
cortado con su novia para irse con ella, que al final creyó haber
encontrado una persona en quien confiar, si bien eso no ocurre. Al
término de la conversación leemos:

R.: Te lo juro, tío, tú nunca has visto nada parecido al


desengaño de la tía aquella de las tetas, y yo fui y le empecé a
decir que tenía razón, que el tío era un cabrón y que no se la
merecía, y que era verdad, que los hombres son unos
cabrones, y que estaba conmovido y todo ese rollo.
A.: Je, je. ¿Y qué pasó después?
R.: Je, je.
A.: Je, je, je.
R.: ¿Hace falta preguntarlo?
A.: Hijoputa, cabronazo.
R.: Bueno, ya sabes cómo son las cosas. ¿Qué va a hacer uno?
A.: Hijoputa.

66
R.: Bueno, ya sabes.

Cabe la posibilidad de que la risa de R. signifique aquello en lo


que todos estamos pensando, lo cual no deja en buen lugar ni a R.
ni a la chica del aeropuerto. También puede ser que R. esté
mintiendo, o encubriendo lo que verdaderamente sucedió a través
de su risa, lo cual no deja en buen lugar a R., ni a A., que espolea al
primero en la maldad de aquél.
«Octeto» queda compuesto por una serie de nueve fragmentos
que pretenden ser dilemas morales para que el lector los responda;
uno de ellos, por ejemplo, habla de una mujer casada «con un
hombre de familia muy rica», ambos tienen un hijo y en el
momento de la separación ella tiene que elegir entre quedarse con
el hijo («la mujer da por sentado que será ella quien la consiga al
final [la custodia principal] porque así es como suelen ir las cosas
gracias a la ley del divorcio), o entregarle el hijo a su ex marido, lo
cual, gracias a un Fondo Fiduciario, le permitirá «una adecuada
seguridad financiera durante el resto de su vida». Pregunta: «¿Es
una buena madre?»
El último de esos «acertijos pop» que componen «Octeto» es
un ejercicio autorreflexivo en donde DFW describe su propia
narrativa, parodia los experimentos «meta-», y describe el
sufrimiento de intentar ponerse en la piel de sus lectores e intentar
agradarlos. Los acertijos contenidos en «Octeto» son la muestra
más visible de que a menudo DFW es un escritor que escribe
sobre la moral, y que plantea importantes interrogantes a su costa,
sin desear establecer ningún tipo de modelo conductual. O como
Guy de Maupassant dijese a propósito de Flaubert: «Los grandes
escritores no se han preocupado ni de moral ni de castidad.
Ejemplo: Aristófanes, Apuleyo, Lucrecio, Ovidio, Virgilio,
Rabelais, Shakespeare, y tantísimos más. Si un libro contiene una
enseñanza, debe ser a pesar de su autor, por la fuerza misma de los
hechos que cuenta.»

Mundo Adulto. Redactado en dos piezas, la primera como


relato, la segunda como esquema de lo que sería el relato, «Mundo
adulto» (en esencia, la segunda parte) es otro de los cuentos clave
en la producción de DFW. El primer relato opera en una de tantas
variables de los dilemas emocionales que «Entrevistas breves…»
propone, es decir, la relación entre un hombre que se esfuerza
extremadamente por satisfacer el sexo de su mujer, y la

67
preocupación de ésta ante la idea de que él se esté preocupando
demasiado por hacerla feliz, y por tanto no consiga disfrutar.
Recordemos que en una de las entrevistas anteriores, un personaje
describe como el Gran Amante a aquel sujeto que no sólo se
esfuerza muchísimo en hacer un buen sexo, sino que sabe que su
pareja «quiere lo mismo que tú. Que quiere verse a sí misma como
una Gran amante capaz de volver loco a un tío en la cama.» Luego,
«lo que hay que hacer es hacerles creer a ellas que te vuelven loco a
ti […] Entonces es cuando te la ganas, cuando consigues que ella
crea que nunca la vas a olvidar.» Como una parodia del propio
DFW, en «Mundo Adulto» sabemos que «a ella le encantaba
cuando él le practicaba el sexo oral, pero le preocupaba que a él no
le gustara tanto cuando era ella quien se lo hacía a él con la boca.
Casi siempre le decía que lo dejara al cabo de un rato, diciendo que
le daba ganas de penetrarla por allí abajo y en su boca.»
Curiosamente, en una entrada sobre trastornos funcionales
sexuales masculinos, el Diccionario Herder de Psiquiatría admite que
los sentimientos de culpa ante la compañera o ante las
proyecciones pueden hacer creer al hombre que no le está
permitido gozar, como un autocastigo anticipado.»
A ella, además, le resulta impensable hablar sus problemas con
él. «Si ella le planteara a su marido las dudas que tenía acerca de sí
misma, él creería que lo estaba preguntando para que él la
tranquilizara y de inmediato se pondría a tranquilizarla, lo conocía
bien.» En tanto, su marido, con un gran estrés a causa de su
trabajo, tiene problemas para conciliar el sueño y durante algunas
noches viaja a su oficina «para comprobar los mercados
internacionales». Jen llega a ir a Mundo Adulto para comprar un
consolador y mejorar su técnica de sexo oral. Vuelve en un
segundo día para comprar una cinta X, que guarda en el mismo
escondite que el consolador, para estudiar y comparar técnicas
sexuales. Ella, Jen, entra en un estado de paranoia progresiva hasta
que en la cena de su tercer aniversario se desmaya a causa de una
revelación. A comienzos del siguiente año de matrimonio, ella
empieza a obsesionarse irracionalmente con que su marido esté
teniendo clímax sexuales frente al retrete. Y piensa en la relación
que había mantenido antes de conocer a su marido, una relación
monogámica hacia el final de la cual ella era presa de sospechas
irracionales según las cuales ella imaginaba que él la penetraba
pensando en otras mujeres.

68
En cuanto a la segunda parte de «Mundo Adulto», la trama
quedaría de la siguiente manera. Jeni Roberts arregla una cita con
su «Antiguo Amante »y le pregunta si alguna vez fantaseó en sus
relaciones sexuales con otras mujeres; él («A.A.») niega con
vehemencia, llorando, hasta confesar que aún sigue deseándola y
que en ocasiones piensa en ella cuando hace el amor con su actual
novia, y que todavía se masturba en secreto acordándose de Jeni
«hasta el extremo de hacerse daño». A.A. le suplica que abandone a
su marido, o bien que acudan al Holiday Inn siguiendo por la
autopista para pasar el resto de la tarde haciendo el amor.
Entonces cogen sus respectivos coches, el de J. detrás del
Probe del A.A.; A.A. gira a la entrada del Holiday Inn, pero ella, en
lugar de torcer, sigue recto e imagina cómo él, bajo el chaparrón,
correría por el aparcamiento viendo cómo su automóvil se aleja.
En adelante, la relación con su actual marido mejora. «El
matrimonio entra en una fase nueva más adulta.» «Deja de
preocuparse por si el marido disfruta de la “vida sexual” c. ella.»
Conforme pasa el tiempo, los encuentros sexuales entre ambos van
esparciéndose en el tiempo, hasta que en el séptimo y octavo año
ambos se masturban en soledad y con frecuencia, y hacen el amor
cada dos meses, lo cual es «una aceptación tanto como una
celebración de ciertas realidades libremente adoptadas.» A ninguno
de ellos parece importarles, sino que ahora lo que los unes es una
profunda complicidad. El relato, según el esquema de DFW,
concluiría con que por fin ambos estarían preparados «para
empezar a discutir, de forma tranquila y mutuamente respetuosa, la
posibilidad de tener hijos [juntos]».
La importancia sobresaliente de «Mundo Adulto» con
respecto al resto de la producción de DFW que hasta ahora hemos
visto reside en que tiene un final claramente optimista, y ese final
solo ha podido producirse porque la pareja ha aceptado la
necesidad de romper los tabúes impuestos por el superyó, que no
son sino el modelo de pareja fiel, monógama, sexualmente activa, y
feliz, al que se supone que habrían de aspirar desde el comienzo de
la relación. Aparte, de más está decir que ninguna crítica podrá
abordar mejor este cuento que aquella estrictamente cultural o
psicoanalítica.
Si nos preguntamos por qué los celos irracionales de Jeni con
su A.A. acaban con la relación, la respuesta bien podría pasar por
las siguientes palabras de Camus en La Caída: «Los celos físicos
son un producto de la imaginación y al propio tiempo constituyen

69
un juicio que uno hace de sí mismo. Atribuimos al rival los sucios
pensamientos que tuvimos en las mismas circunstancias.» Es decir,
Jeni desconfía de sí misma, y en efecto, su autoestima se ve
realizada o reanimada en el momento en que constata que ella
también puede ejecutar un acto de infidelidad, en donde lo
verdaderamente importante es el acto en potencia, antes que la
acción en sí. Y de ahí que deje a A.A. tirado en el hotel. Roland
Barthes también tiene algo que decir a la actitud de Jeni: «Como
celoso sufro cuatro veces: porque estoy celoso, porque me
reprocho el estarlo, porque temo que mis celos hieran al otro,
porque me dejo someter a una nadería: sufro por ser excluido, por
ser agresivo, por ser loco y por ser ordinario.» (Fragmentos de un
discurso amoroso). En Teoría del cuerpo enamorado, Onfray dirá:

La consideración de la esfera como modelo de la pareja


produce la mayoría de las neurosis de Occidente en materia de
amor, de sexualidad o de relación sexuada. Pues buscar una
perfección sustancialmente inexistente, enarbolar un señuelo,
conduce con seguridad al desengaño, a la desilusión, a ese
momento en el que se acaban los encantos e ilusiones
artificiales del principio y empiezan las penalidades que los
siguen.

De hecho, con posterioridad leemos en el mismo texto de


Onfray un epigrama aplicable tanto a «Mundo Adulto» como a la
narrativa completa de DFW: «La aspiración a la perfección genera
más impotencia que satisfacción, la voluntad de pureza
proporciona más frustración que plenitud.» Y al mismo tiempo,
Onfray encuentra una hipótesis para justificar el deseo
(¿repentino?) de A.A. hacia Jen.: «En el terreno del amor y de la
relación sexuada, Occidente encuentra su rastro en las teorías
platónicas del deseo como falta, de la pareja como conjuro de lo
incompleto, del dualismo y de la oposición entre los dos amores.»
Otro aspecto de importancia crucial en «Mundo Adulto (II)»,
ésta vez de índole narrativa, es el hecho de que, al presentarnos el
relato en su esquema, DFW aproxima aún más la ficción con el
autor: leemos los preparativos del autor empírico sobre lo que el
narrador debería decir, y además leemos el tono, la afectividad, con
la cual ha de intervenirse; v.br.: «Tono de la confesión del A.A. es
tremend. conmov. & muy afectivo», o «Narr. [no J.] descubre
aparición repent. de 1 brillo rojo & demoniaco », o «[N.B.: tono

70
narrat. básic. Desapasionado/indiferente/distante/seco  evitar
todo recurso discernible al cliché.]». Tal vez éste sea el ejemplo
más flagrante sobre cómo la ficción de DFW se pregunta cómo
narrar, no tanto en la forma como en su enunciación, para lograr
emocionar así al lector. Recordemos cómo en El consumo de la utopía
romántica, Eva Illouz admite que:

La idea de que los medios masivos moldean nuestras nociones


del amor ya constituye un lugar común. En efecto, las
historias románticas han calado tan profundo en la trama de
nuestra vida cotidiana como para hacernos sospechar que han
transformado nuestra experiencia del amor. Ya en el siglo
XIX, Flaubert (1874) ilustraba este fenómeno con gran
locuacidad en el personaje de Madame Bovary, quien luchaba
por amoldar la trivialidad de su vida de casada a una
imaginación saturada de esas historias románticas que tanto le
gustaban. De hecho, Emma Bovary confundía trágicamente
las representaciones del amor con el amor mismo y, por lo
tanto, sólo era capaz de experimentar ese sentimiento en tanto
categoría de la literatura romántica.

En Eros (La superproducción de los afectos), Eloy Fernández Porta


concibe como subjetividad de lujo aquellos modelos de afectividad
que distinguen a un grupo social determinado en una época
determinada. A propósito del vacío, Fernández Porta recuerda que
si el mencionado sentimiento comienza con el existencialismo
francés, el mismo va devaluándose conforme va siendo cada vez
más popular y vulgar. Y es precisamente ese sentimiento de
culpabilidad y represión por someterse a los reglamentos sociales
lo que DFW va minando, cada vez más, en sus reiterados y en
ocasiones repetitivos relatos, cada cual parodia aún mayor del
anterior. Siguiendo a Perniola:

si un fenómeno caracteriza a nuestra época —y de él se


ocupan los psicoanalistas desde los años sesenta— es el
narcisismo. Sin embargo, lo que se entiende por narcisismo
suele ser sólo una orientación de la energía psíquica hacia la
imagen que se tiene de uno mismo, o bien una privatización
de la experiencia, un declive de la dimensión social y pública.
Así, se omite el aspecto más importante e inquietante: nuestra
propia imagen ha dejado de pertenecernos por entero, pero

71
además la sentimos de un modo que nos parece extraño o, por
decirlo así, prefijado. Si para el narcisista el mundo es un
espejo en el que se mira a sí mismo, la experiencia de lo ya
sentido es como volverse el espejo donde se mira el mundo.
Por ello, más que de narcisismo, quizá habría que hablar de
una manera especular que refleja experiencias ya prefiguradas.

En resumen, una vez más, es imposible seguir leyendo a DFW


si al menos no podemos intuir la «sensología» en que su ficción se
sitúa: «Si la ideología era la socialización de los pensamientos, la
sensología lo es de los sentidos.» (Mario Perniola, Del sentir)
De lo anterior se infiere cuál sería el aspecto característico en
la prosa de DFW, si, como ya hemos dicho, «las relaciones
selectivas» han sido lugar común en la literatura, tanto como las
molestias causadas por la represiva moral occidental. En cuanto a
«las relaciones selectivas», toda nuestra percepción del amor en la
historia cambia en el momento en que nuestra episteme asume el
componente mercantil. Es decir, hoy ya no podríamos ver a Don
Quijote como caballeroso, romántico y dadivoso personaje,
absolutamente entregado a Dulcinea, tanto como alguien que para
obtener su propio beneficio —medrar en la caballería—, precisa de
una dama de sexo opuesto, y como a tal objetivo tanto da quien
sea esa dama, Dulcinea es una opción correcta. Todas las lecturas
románticas sobre el clásico de las letras españolas (Unamuno, v.br.)
quedarían así anuladas. He aquí un condicionante para la recepción
de nuestro autor.

«El Diablo es un hombre ocupado» reafirma lo anterior. Aquí


la historia que se cuenta es la de un narrador que hace un favor
relacionado con el dinero a unos amigos, y para mantener la pureza
de su gesto decide no decirles que él ha sido la persona amable,
pues ello estropearía el gesto. En una llamada telefónica con
quienes reciben el dinero niega con frialdad saber quién ha podido
ser la persona generosa; en cambio, decide responder afirmando
que « quienquiera que fuera el misterioso responsable […] le
encantaría saber cómo iban a usar el dinero que tanto necesitaban
y que acababan de recibir», cosa que a su interlocutor hace pensar
que él ha sido el responsable de la amable acción. Y al final, la mala
fe:

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demostré una capacidad automática inconsciente y por lo
visto natural de engañarme tanto a mí mismo como a los
demás, lo cual, a un “nivel motivacional”, no solo despojaba al
gesto generoso que yo había intentado llevar a cabo de
cualquier valor verdadero […], sino que me hizo quedar ante
mí mismo como alguien que solo podía clasificarse como
“oscuro”, “malvado” o “sin esperanza de convertirse
sinceramente en alguien bueno”.

En resumen, el personaje se encontraría en una encrucijada


transicional entre la afectividad romántica o premoderna —atraída
por conceptos difusos como lo «verdadero», o lo «bueno»—, y
aquella mercantil contemporánea.
Posteriormente, en otra conversación compilada en los
epígrafes de «Entrevistas breves…», leemos un comienzo que
otorga al diálogo entre tres personas un registro casi zafio; la idea
aquí es llevar la paradoja al terreno del rol que la mujer desempeña
en nuestro tiempo:

K.: Qué quieren las mujeres de hoy. Esa es la gran pregunta.


E.: Estoy de acuerdo. Es la más grande de todas. Es la…
¿cómo se llama?
K.: O en otras palabras, ¿qué es lo que las mujeres de hoy
creen que quieren y en cambio qué es lo que quieren en el
fondo?
E.: ¿O qué es lo que creen que se supone que tienen que
querer?
P.
K.: De un hombre.
E.: De un tío.

Los personajes comentan «la clásica contradicción virgen versus


puta. Chica buena versus zorra. La chica a la que respetas y llevas a
casa para que conozca tu madre versus la que te follas.» A lo que
hay que añadir que en nuestro tiempo las mujeres también se
espera que se comporten como depredadoras sexuales. «Están
hechas un lío total. Te puedes volver loco intentando imaginar qué
táctica adoptar», dicen.
No obstante, si el tono coloquial puede hacernos confundir la
clase de «hombres repulsivos» que dialogan, uno de los giros
narrativos vendrá cuando alguien rebata a su intelocutor apelando

73
a su uso de la «“Historia” más bien en un sentido foucaultiano».
Pese a que, naturalmente, nadie conseguirá asomarse al
comportamiento adecuado de las mujeres ni a aquello que desean
frente a aquello que fingen desear, DFW disemina algunas pistas
para entender el nuevo contexto de debate.

K.: Básicamente todo sigue siendo un código semiótico muy


elaborado, donde los nuevos semas posmodernos de la
autonomía y la responsabilidad reemplazan a los viejos semas
premodernos de la caballerosidad y el cortejo
[…]
E.: No no quiere decir sí, pero tampoco quiere decir no.

En su lecho de muerte […] y el suicidio como una


especie de regalo. «En su lecho de muerte, cogiéndote la mano,
el padre del aclamado nuevo dramaturgo joven y alternativo pide
un favor» y «El suicidio como una especie de regalo» comportan
un díptico en donde un padre y una madre, respectivamente,
confiesan su más absoluto rechazo hacia sus hijos. En cierta
forma, en la primera ficción reconocemos un caso de celos hacia
un hijo que se hace con todo el protagonismo de quienes le
rodean, incluyendo el de la mujer del narrador:

Así era la vida después de que él llegara: ella orbitaba


alrededor de él, yo registraba los movimientos de ella. Que ella
fuera capaz de llamarlo su bendición, el sol de su cielo. Ella ya
no era la chica con la que yo me había casado. Y nunca supo
cuánto echaba yo de menos a aquella chica, cuánto sufría por
su desaparición, cómo a mi corazón le entristecía aquello en
que se había convertido. Fui demasiado débil para decirle la
verdad. Que yo lo despreciaba.

Y después de quejarse de que el magnetismo de su hijo hacía


creer «como si todo el mundo se hubiera convertido en su madre»,
leeremos otra incómoda certidumbre:

Pero esta es la verdad: yo lo he conocido, por dentro y por


fuera, y solamente ha tenido un talento en toda su vida: la
capacidad para parecer brillante, para parecer excepcional,
precoz, lleno de talento y prometedor. Sí, prometedor, todos
acababan diciendo lo mismo: “Es una persona sin límites”. Y

74
es que aquel era su talento, ¿y acaso no ve usted las malas artes
aquí, la genialidad con que manipulaba a su público? Su
talento consistía en suscitar admiración, en lograr la estima de
todo el mundo, en despertar las expectativas de todo el
mundo y obligarte a que rezaras por él para que triunfara y
estuviera a la altura y justificara aquellas expectativas a fin de
evitarle no solamente a ella, sino a todo el mundo a quien él
había engatusado para creer en su promesa sin límites, la
amarga decepción de ver la verdad de su mediocridad esencial.
¿Acaso no ve usted la genialidad perversa de esto? ¿El
tormento exquisito? Me obligó a rezar por su triunfo. A
desear que su mentira se mantuviera.

Vuelve a cumplirse la profecía de la ficción de Wallace como


una lectura poliédrica del «Toda mi vida he sido un fraude», en esta
ocasión desde la perspectiva del padre del «fraude» en cuestión, es
decir quien mejor conocer su personalidad.
Mientras, en «El suicidio como una especie de regalo», el
testimonio narrado es el de una madre que desde la infancia puso
demasiadas expectativas en sí misma: «sabía […] que aquella
presión constante y horrible venía de su propio interior. Que no
era culpa de nadie más que de ella. Aquello la hacía odiarse más
todavía. Esperaba de sí misma una perfección absoluta.» De
hecho, los padres de la futura madre se comportaron
extremadamente bien con ella. No obstante, al convertirse en
madre, «las expectativas de la madre hacia su criatura resultaron
también ser imposiblemente elevadas.» En la maternidad, su único
mérito fue controlarse y evitar exteriorizar esas presiones puestas
sobre su hijo, como posible continuidad a su proyecto de
perfección. Está claro que todo sale al revés de las expectativas, y
su hijo hace cosas como robar el dinero para UNICEF o agarrar a
un gato de la cola y golpearlo contra la esquina de una casa de
ladrillo. Corolario: «fue el hijo […] el que lo expresó todo por ella».

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VII. TRI-STAN: MITOS RECOMBINADOS EN TELEVISIÓN

Lo primero que cabe señalar del intraducible relato “Tri-Stan: I


sold Sisse Nar to Ecko” —en donde el título original contiene los
cuatro personajes míticos que versiona, Tristán, Iseo, Narciso y
Eco, mientras en español se ha optado por la versión literal antes
que por la fonética: «Tris-Tan: He vendido a Sissee Nar a Ecko»—
es que, dentro de la producción del autor, se trata éste de un rara
avis en toda regla, habida cuenta de que los cuentos de Wallace
suceden siempre en el presente, sin referencias al pasado ni a la
literatura clásica.
Publicado en 1990, E unibus pluram es ya un clásico en la
ensayística sobre televisión y las relaciones de ésta con el
fenómeno literario. Un texto relativamente extenso en donde la
embarcación de Wallace continuamente salva los meandros de la
crítica cultural. Y así, resumiendo el posicionamiento político del
escritor, de Wallace y de su ficción sabemos que, a toda costa,
procurará alejarse del marxismo:

La mayoría de los académicos y los críticos que escriben sobre


cultura popular americana, sin embargo, parecen tomarse la
tele muy en serio y sentir una angustia terrible por lo que ven.
Hay una letanía crítica muy conocida acerca de la insulsez y la
irrealidad de la televisión. La letanía en cuestión resulta a
menudo más tosca y trillada que los propios programas de los
que los críticos están quejándose, razón por la cual creo que la
mayoría de los jóvenes americanos consideran la crítica
profesional de la televisión menos interesante que la
televisión.

A su vez, Wallace procurará situarse del lado del espectador:

Yo sé que la veo para divertirme, la mayor parte del tiempo, y


que por lo menos el 51% del tiempo me divierto cuando la
veo. Eso no quiere decir que no me tome la televisión en serio
[…] Es innegable, sin embargo, que ver la televisión es una

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actividad placentera, y puede parecer raro que gran parte del
placer que mi generación obtiene de la televisión resida en
burlarse de ella. Pero hay que recordar que los americanos más
jóvenes crecismos en la misma medida con el desprecio a la
televisión que con la misma televisión.

Aunque no por ello deje de ser consciente de la televisión


como entretenimiento pernicioso («algo es “perversamente”
adictivo si a) causa problemas reales al adicto, y b) se ofrece como
una salida a los mismos problemas que causa.»), ni deje de
lamentar el nihilismo que se ha apoderado de la cultura
estadounidense:

Y no se engañen: la ironía nos tiraniza. La razón por la que


nuestra ironía cultural dominante es a la vez tan poderosa y
tan poco satisfactoria es que resulta imposible hacer que un
ironista se defina. Toda la ironía americana se basa en la
afirmación implícita: «En realidad no creo en lo que estoy
diciendo». Entonces, ¿qué pretende decir la ironía como
norma cultural? ¿Qué tal vez sea una lástima que sea
imposible, pero despierta de una vez que ya es de día? Más
bien creo que lo que la ironía actual termina por decir es:
«Pero mira qué banal que me preguntes por lo que pienso en
realidad.» Cualquiera que tenga la desfachatez herética de
preguntarle a un ironista qué piensa en realidad termina
pareciendo un histérico o un mojigato. Y esto es lo opresivo d
ela ironía institucionalizada, del rebelde victorioso: la
capacidad de inhabilitar la pregunta sin importar su contenido
es, en la práctica, una tiranía. Es la nueva junta usando la
misma herramienta que dejó aislados a sus enemigos.

Originalmente llama la atención la aparente hemorragia de


personajes que pueblan este relato; he aquí la relación de los
mismos:
1. El epicleto de peluche hensoniano Ovidio el Obtuso, en donde cabe
referir el término epicleto como neologismo del griego; a saber epi:
cerca de, y cleto: ilustre; por tanto, persona pseudofamosa, que está
cerca de la fama pero no llega a tenerla. A este personaje
suponemos narrador del relato; él es el responsable de mitologizar
«los orígenes de doble fantasmagórico que aparece siempre como
una sombra detrás de las figuras humanas en las franjas de las

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emisiones UHF», en referencia al trágico final de Ecko. Él es quien
«recombina» mitos de tradición tan dispar, como es el caso de Eco
(explicación de un fenómeno natural), Narciso (que narra una
fábula moral) y Tristán (mito literario de origen profano y celta y
finalidad moral). Sin embargo, el análisis narratológico de la
presente ficción nos alerta que sobre este «cronista recontratado
para el intercambio de entretenimiento transhumano» existe una
instancia narradora que desconocemos. Una hipótesis al respecto:
a la vista del desenlace, es que sea el propio Ovidio quien esté
haciendo referencia a sí mismo, convirtiendo «Tri-Stan…» en una
suerte de autoficción.
2. Otro de los narradores mencionados es El historiador trágico
Dirk de Fresno, capaz de recordar cosas tales como que el busto de
Sissee Nar resultaba tan vertiginosamente protuberante que
necesitaba ayuda para reclinarse.
3. Los directores ejecutivos de Tri-Stan Entertainment Unltd.,
Stanley, Stanley & Stanley y Estasis (nótese cómo esta trinidad le da
un nuevo sentido al relato: Tri-Satan, tres demonios). Éste último
es descrito como «el mismísimo Dios de la Recepción Pasiva […]
Señor Supremo de San Fernandus, Presidente ex oficio del
Consejo Directivo del organismo patrono de Tri-Stan, la Familia
Sturm & Drang de Empresas Excepcionalmente Prósperas; Estasis
el summun solo, Supervisor Olímpico, & Supremo Pez Gordo
Mitopoético.»
4. En una escala inferior a la jerarquía de la trinidad
audiovisual se sitúa Reggie Ecko de Venice, «codicioso, lleno de
ambición & prominente», y antiguo Director Recombinatorio de
todo Tri-Stan, antes de la llegada de Agon M. Nar. Su desposesión
del cargo en Tri-Stan («telefémicamente destronado») le llevará a la
ruina: tras vender su casa y «estanque de carpas con pedigrí» se
mudará a un laboratorio de refinamiento de cocaína en un infame
hotel de Venice, matando el rato con una pipa de alcaloide y
arrojando dardos a una imagen de Agon. Y otra vez, las similitudes
entre la televisión como adicción fulminante, o como sustituto o
equivalente a la droga, según se mencionaba en E unibus pluram.
5. De Agon M. se nos dice que era «reverenciado de un lado a
otro de la cuenca fluorescente de la California medieval por la
astuta sabiduría & cojones con que presidía el departamento de
Programación Recombinatoria de la división Estudios Telefemo de
Tri-Stan Entertainment Unltd.» He aquí una de las primeras
imágenes paródicas del relato: el homérico Polifemo y su único ojo

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reconvertido en nombre para unos monstruosos estudios de
televisión que nos vigilan. Asimismo, Agon «era capaz de barajar &
recombinar fórmulas demostradas de entretenimiento que
permitían a la musa de la familiaridad aparecer travestida de
Innovación.»
6. A su vez, Agon tiene tres hijas: Sissee, Coleptic Nar y Leigh,
que «florecieron en forma de ninfas», si bien Sissee era «su Nena,
su Bollito Amoroso, su Princesita, que se convirtió en el Proyecto
Personal & Favorito de Herm («Afro») Dita, ofrecida por Agon
como tributo. De este modo, una vez que el rumor de sus
encantos se extendía por las «cuencas & praderas & desiertos
interiores de la California medieval», sabemos que «hombres
bronceados […] viajaron en carros estruendosos &
extraordinariamente fálicos para contemplar la figura moldeada en
fibra sintética de Sisse Nar.»
7. Como esposa de Estasis hallamos a Codependae, «la Reina
Divina de la cuenca», afrentada porque el director de Tri-Stan pasa
demasiado tiempo visionando a Sisse Nar.
8. Por esta razón contacta con los demiurgos Carie &
Erythema y consigue que los «transmortales» cuyo autoestima
había quedado comprometida por los encantos de Sisse Nar
planearan una acción encubierta contra ésta y su padre, Agon M.
Nar. Igualmente se pone en contacto con Reggie Ecko de Venice,
también afectado por el éxito de Agon M. algunos de los
resultados de la venganza pasan por «el florecimiento incipiente de
la Televisión por Cable.»
9. Y dentro de la categoría de los ayudantes encontramos dos
figuras relevantes. En primer lugar, el doctor Herm («Afro») Dita,
dios de la Remodelación Quirúrgica de la cuenca fluorescente,
descrito como alguien «esféricamente ondulado & sartorialmente
retrógrado pero plásticamente habilidoso […], el de los pantalones
de campana de cuadros escoceses & el blusón de color lavanda».

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???

Ovidio el
Obtuso & Dirk
el Fresno

Stanley, Stanley
Codependae & Stanley,
Estasis

Agon M. Nar

Sissee (& Leigh


& Coleptic Nar)

Herm ("Afro")
Reggie Ecko de
Dita & Ac Carie
Venice
& Erythema

Sobre el trabajo de Agon M. Nar sabemos que «las


recombinaciones de derivaciones de copias de derivaciones de
pobres imitaciones llegaron a dominar & embelesar los antes
caóticos MHz, Antes del Cable»: he aquí el lugar de la narración
donde Wallace pone de manifiesto la idea sobre el vaciado de
contenido familiar a la recreación del mito, tema que, como es bien
sabido, resulta muy cercano a la antropología. Recordemos
entonces que mientras Raymond Trousson aseguraba cómo en las
obras literarias clásicas «el mito ha perdido ya su función etiológica
y religiosa», Denis de Rougemont comentaba que «cuando los
mitos pierden su carácter esotérico y su función sagrada, se
resuelven en literatura», y el antropólogo Claude Lévi-Strauss,
en Lo crudo y lo cocido, concluía que la literatura degrada el mito. No
menos importante es la tesis sostenida por Pierre Brunel, quien
invierte el argumento y entiende que la literatura es el espacio
donde los mitos se conservan con más vitalidad.
La mención de Wallace a los mitos fundacionales para hablar
de su geografía («una nación cuyo gran mito fundacional era la
ausencia de un mito fundacional») le es útil a la hora de reflexionar
sobre la deriva de la cultura: «La Historia había muerto. La

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linealidad era un cul-de-sac. La novedad había pasado de moda.»
Obviamente, el enunciado no es sino burlesco y admonitorio de la
gran ansiedad que atenaza a los creadores/ creativos de su
generación: la pretendida originalidad, que, como no puede ser de
otro modo, tiene lugar mediante un proceso de reacción a la
tradición basado en el reciclaje de temas desatendidos, es decir,
cierta actitud de cazador de tendencias a la captura del referente
arcano, y el establecimiento de una agenda de temas a abordar por
la cultura.
Wallace conduce así hacia la televisión la dicotomía entre
clasicismo y la liberación de la imaginación romántica. Hablamos
de originalidad cuando, en realidad, lo único que hacemos es
recoger tradiciones antiguas, es lo que parece querer decirnos
Wallace: la novedad que propugnamos no es sino la de un Homero
que hace converger las rapsodas de los aedos. Dice René Girard en
Literatura, mímesis y antropología:

Para los estéticos de la mimesis los mejores autores fueron


siempre imitadores, sólo que durante mucho tiempo el énfasis
se puso en los modelos literarios, especialmente en las obras
más perfectas de los autores más grandes de la antigüedad.
Sólo muy posteriormente el énfasis se desplazó a la llamada
realidad, de manera que los mejores autores eran aquellos que
mejor “copiaban” la “realidad” que los rodeaba. En un mundo
literario cada vez más dominado, primero, por la idea de
originalidad y, luego, por concepciones tales como la teoría
saussuriana del signo arbitrario, todos los usos estéticos de la
mimesis fueron cuestionados y rechazados.

Y Wallace sabía que su trabajo no eran tan original como


imitativo:

porque la metanarrativa no fue en realidad más que una


expansión de primer orden de su gran némesis teórica, el
realismo: si el realismo representaba las cosas como las veía, la
metanarrativa se limitaba a representarlas tal como se veía a sí
misma viéndose a sí misma viendo las cosas. El género
posmodernista alto-cultural recibió una enorme influencia del
surgimiento de la televisión y de la metástasis del acto
autoconsciente de mirarla (E unibus pluram).

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Wallace atrae la reflexión hacia un punto que media entre la
esterilidad sobre el debate entre lo nuevo y lo viejo y los cerebros
privilegiados cuyas obras son punto de inflexión para la mutación
de la cultura (en palabras de James R. Lowell, citado por Harold
Bloom: «Y de igual manera que nadie ha inventado jamás una
palabra y el lenguaje crece, de alguna manera, gracias a la necesidad
y a la contribución general, así sucede también con el
pensamiento») y la crítica cultural heredada de la Escuela de
Frankfurt.
Wallace nos habla sobre la degradación de contenidos en
televisión: tras las insinuaciones de Codependae en la fase de
movimiento ocular rápido del sueño de Nar, éste accede a una
epifanía:

un bucle de 24 horas bajo en costes indirectos de algo tan


arcaico que pueda parecer progresista, & no a a través de
ningún “cable”, sino emitido por el aire […] & de este modo
aconteció que, en la misma semana que la nariz de Sissee nar
fue Remodelada para su eterna tranquilidad, la anunciada a
bombo & platillo Cadena Sátiro & Ninfa de Nar & Tri-Stan
nació & obtuvo licencia para la emisión analógica. Para decirlo
en pocas palabras, la CS&N comprendía un bucle
ingeniosamente simple de 24 horas bajo en costes indirectos
de mitopoiesis explotada a 10 centavos de dólar procedente de
los almacenes ubérrimos del período mitofílico de toga & hoja
de parra de la BBC, 1961-1967.

Ante este enunciado, es inevitable retomar las palabras del


autor en E Unibus Pluram:

Las reposiciones son otra área de fascinación para el público


[…] porque la reposición está cambiando toda la filosofía
creativa de la televisión comercial. En los acuerdos de
reposición (donde el distribuidor cobra un adelanto por el
programa y luego un porcentaje por las franjas publicitarias de
sus propios anuncios) es donde los creadores de series
televisivas de éxito obtienen beneficios verdaderamente
enormes, diseñan y lanzan muchos programas nuevos
teniendo en mente tanto al público de las horas de máxima
audiencia como al público que ve las reposiciones, y ya no se
guían por sueños de crear clásicos amados por el público que

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se emitan durante diez años hasta convertirse en instituciones
—M*A*S*H, Cheers— sino por modestas emisiones de tres
años que lleguen a los setenta y ocho episodios enlatados
necesarios para un atractivo paquete de reposición.

La analogía está clara: la reposición podría ser al medio


televisivo lo que la versión del mito a la literatura. Ítem más: la
paradoja de «Tristan: I Sold Sisse Nar To Ecko» interviene en un
doble sentido, pues al margen de la versiones realizadas sobre
distintos mitos, tampoco la propia parrilla televisiva del cuento
escapa a la parodia ante el nuevo éxito —que contrasta, por cierto,
con el fin de la novedad antes mencionado—: «Una especie
completamente nueva de narración ritual, ni Comedia Antigua ni
Tragedia Nueva: la sit-trag […] Las tragedias de situación
resucitadas de la BBC se convirtieron en clásicos instantáneos de la
recontratación del orden de Rascals & César/ Coca.»
Aparte, la supremacía del caos y la ausencia de valores
heredados y de mito fundancional en esta California medieval
entronca con la definición de mito propuesta por Mircea Eliade en
Aspectos del mito:

el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento


que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo
fabuloso de los «comienzos». Dicho de otro modo: el mito
cuenta cómo, gracias a las hazañas de seres sobrenaturales,
una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total,
el Cosmos, o solamente un fragmento como, por ejemplo, una
isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una
institución. Es, pues, siempre el relato de una «creación»: se narra cómo
algo ha sido producido, ha comenzado a ser. El mito no habla sino
de lo que ha sucedido realmente, de lo que se ha manifestado
plenamente. Los personajes de los mitos son seres
sobrenaturales. Se les conoce sobre todo por lo que han
hecho en el tiempo prestigioso de los «comienzos». Los mitos
revelan, pues, la actividad creadora y desvelan la sacralidad (o
simplemente la «sobre-naturalidad») de sus obras. En suma,
los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas,
irrupciones de los sagrado (o de lo «sobre-natural») en el
mundo. Es esta irrupción de lo sagrado la que fundamenta
realmente el mundo y la que le hace tal como es hoy día. Más
aún: el hombre es lo que es hoy, un ser mortal, sexuado y

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cultural, a consecuencias de las intervenciones de los seres
sobrenaturales.

«Tris-tan…», pues, trata de buscar explicaciones o causas a las


neurosis narcisistas y a las exigencias del superyó que sacrifican
nuestro bienestar en la sociedad de consumo: ahí están los celos
que son resultado de la liberación sexual (Condependae), lo que el
Otro espera de mí en mi contribución a la bonanza de la sociedad
(Agon M. Nar), lo que el Otro espera de mi puesta en escena (las
hijas de Agon M. Nar, que se corresponden a los «criterios irreales
de belleza y de forma física» inoculados por una cultura «basada en
el acto de mirar», como recordaba el autor en E Unibus pluram) y la
institución que media nuestras emociones y objetivos vitales
(Estasis). Y así, llegamos al axioma creativo de la realidad
mitológica propuesta por nuestro autor:

“Pronto, mitos sobre los mitos” fue la profecía & proposición


a lo largo de las sirenas, programas de televisión sobre los
programas de televisión […] Pronto, quizá, publicaciones
respetadas & ilustradas dedicadas a la alta cultura empezarían
incluso a invitar a ironistas listillos para contemporizar &
entremezclar mitos de la era a.C. & toda esta ironía pop iba a
ponerle una máscara sonriente a la terrible mueca de
vergüenza que ponía el país ante el hambre & la pobreza: […
parafraseando a McLuhan] el Medio se encargaría de las
relaciones públicas del Mensaje.

Ahí tenemos el papel de Sissee Nar en la «primera


reproducción mítica original de todos los tiempos de la CS&N/
Tri-Stan»: una actualización de Endimión, conocida como Los
endimiones de la playa (Beach Blanket Endymion en el original: si
Wallace quiso, tal vez, versionar el musical norteamericano Beach
Blanket Bingo, Javier Calvo, para la traducción, optó por el
referente, conocido en España, de Los vigilantes de la playa). La hija
de Agon, de la cual conocemos que no sabía actuar y además su
voz sonaba «como un clavo sobre una pizarra» (antítesis de Eco),
se limitaba a compartir cartel con Vanna de las Manos Blancas en
el papel de la diosa lunar Selene. La única intervención de Sisse
Nar era permanecer eternamente dormida:

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solo tenía que aparecer tumbada allí, disfrazada Remodelada &
inmortalmente deseable; su belleza antinatural ya bastaba. Era
pura poesía estática […] Los espectadores, después de haber
estado tanto tiempo hastiados, se quedaron hechizados […]
Los espectadores de gustos clásicos ansiaban una doncella
comatosa, gloriosamente inconsciente… porque, ¿quién
resulta más remoto & inalcanzable & por tanto deseable que
alguien desvanecido?

La anónima instancia narrativa que disponemos sobre el nivel


de Ovidio y Dick de Fresno aclara lo que ninguno de estos dos
menciona:

la cuestión dramática de si Ecko de Venice cayó presa de un


amor Romántico, turulato & desmadrado con la imagen
comatosa en 2-D de Sissee Nar debido a las lisonjas
partenópicas de N. & C. o debido a la fiebre dionisiaca
asociada a la ingestión crónica de C17H21NO4., o simplemente
porque estaba turulato & en las últimas, o si fue porque el
antiguamente prominente Reggie Ecko había caído en el
olvido del sector & vio en Sisse Nar la apoteosis de la imagen
comercial: o si en cambio fue uno de esos rollos de amor
Romántico con erre mayúscula desde la primera recepción,
esos rollos de los mitos de la literatura de caballería.

A partir de entonces Ecko pasa a convertirse en «el más


temible de los monstruos de la cuenca fluorescente de a.C.: el fan
lunático de tipo acosador.» Wallace no pudo ser más rotundo:
Sissee Nar (el mito de Narciso), manipulada por una celosa y
pérfida Codependae, es la causa de todos los males en esta ficción.
Y he aquí la versión del relato propuesto por Ovidio sobre el
mito de Eco y Narciso en su Metamorfosis. Ecko de Venice se
transforma entonces en un personaje doblemente adicto, por un
lado, de la droga que él mismo componía, y por otro del programa
de Sisse Nar —un paralelismo con el hechizo de amor que
transformará a Tristán en la leyenda de Béroul—, al cual envía
cartas firmadas como Acteón el Cazador, en referencia al mito
griego en donde Artemisa, al ver que ha sido vista por aquél,
seducido por su extraordinaria belleza, lo transforma en un ciervo.
O como diría Burroughs, el programa de Sissee Nar acaba

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convirtiéndose en una droga, en el producto perfecto con que el
capitalismo sueña:

La droga es el producto ideal... la mercancía definitiva. No


hace falta literatura para vender. El cliente se arrastrará por
una alcantarilla para suplicar que le vendan... El comerciante de
droga no vende su producto al consumidor, vende el consumidor a su
producto. No mejora ni simplifica su mercancía. Degrada y
simplifica al cliente. Paga a sus empleados en droga. (el
subrayado es nuestro)

Más allá, la lectura que Foster Wallace da del amor cortés


entroncaría con la interpretación actual de semejante mito. O
como Germán Cano recuerda:

La tradición del amor cortés es impensable sin esta distancia


fascinante que «obstaculiza» la relación amorosa. Como
mostró Lacan y nos ha recordado recientemente Zizek en su
diagnóstico sobre el fetichismo ideológico contemporáneo,
elevar la Mujer al estatuto de un ideal «imposible» no es más
que una estrategia para esquivar el posible trauma del
encuentro con la feminidad concreta. Es el trovador el que se
impone a sí mismo este «insalvable» obstáculo de la mujer
concreta y así blindarse en su amor narcisista. Desde este
ángulo, la imposibilidad de la «correspondencia» amorosa, tan
elogiada, dicho sea de paso, por toda la fenomenología
romántica, se «erige» virilmente, nunca mejor dicho, como una
estrategia sutil orientada a posponer y demorar el encuentro
real con la mujer de carne y hueso o simplemente evitarlo.

El desenlace de la historia tiene lugar con la realización del


sueño de Agon M., en donde su hija muere «bajo una lluvia de
balas incendiarias dirigidas por láser». Tras este sueño, Agon M.
llama a Sissee para pedir que se esconda en su casa en la playa de
Venice, pero Reggie Ecko llega con facilidad al lugar donde vive.
Tras encontrarse con el acosador, Sissee decide huir, aunque «por
lo visto pudo ver un reflejo duplicado de sí misma en las gafas de
sol de espejo que Ecko llevaba para proteger sus retinas
legañosamente románticas de la luz del día en 3-D»: la parálisis
ante la propia imagen se convirtió así en motivo de su muerte
(luego Ecko se suicidaría disparándose a sí mismo «no una vez

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sino tres, en la cabeza»), pues Sissee había sido «criada mediante
técnicas de psicología conductista para temer & evitar & esquivar
religiosamente todos los espejos», a fin de que la percepción de su
propia imagen no la volviera «repulsivamente narcisista, colocada
de amor por sí misma.»
Ante esta tragedia, Ovidio el O. tuvo la idea de crear un
«producto de entretenimiento irónicamente contemporáneo &
autorreflexivo pero todavía provisto de resonancias míticas &
enormemente lírico»: «Ecko & Sissee Nar […] parecían una
encarnación de la perfecta pareja predestinada sobre la cual todos
los buenos americanos de la era a.C. de todas las tendencias
eróticas oían & leían & fantaseaban románticamente», a juzgar por
la versión que distintos medios hicieron de la historia,
recomponiendo materiales como la del diario de Ecko escrito con
lápices de colores, una foto de él yendo en moto acuática que se
remontaba a sus tiempos de éxito en Tri-Stan y otra de ella como
portada de Varietae, publicación que llegó a asegurar «que habían
sido amantes desde mucho tiempo atrás». De esta forma Wallace
recupera ideas próximas al amor cortés, implícitas en la literatura
de Béroul, como la obligatoriedad de defender la clandestinidad de
la relación secreta o la dignidad del amor al margen de cualquiera
que quiera desarmar la relación; y como en la historia del poeta
francés, el arquetipo de amante propuesto no ha de sentir ningún
tipo de deshonra o vergüenza ante situaciones extremas: la única
ética que lo rige es la del fin‟amor. Ecko & Sisse Nar pasan así a
convertirse en un mito, de forma que el sueño morboso del
neurótico queda cumplido gracias a la labor de Ovidio, «un…
“mestizaje de primera calidad de arquetipos románticos de tipo
metamítico”». He aquí como el relato de Wallace denuncia la
tiranía de la ironía.
Parafraseando los estadios de la historia descritas por Max
Weber, lo que Wallace está proponiendo no es sino una suerte de
eterno retorno: una contemporaneidad paralela en la que la fase
moderna o científica de la humanidad, tras su agotamiento en forma
de clímax, o bien regresaría a un ciclo religioso-mitológico
dominado por la fe, o simplemente aparece como una
interpretación alternativa, dispuesta a desmitificar la racionalidad
que nos rige. O lo que es igual: el materialismo de nuestra era
audiovisual como sistema de comportamientos fanáticos e
irracionales.

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VIII. EXTINCIÓN: DIGRESIONES AL 110%

Señor Blandito. El primero de los cuentos reunidos en Extinción


marca una dinámica diferente a los textos de Entrevistas breves… y
La chica del pelo raro, en la medida que DFW empieza a mostrar
interés hacia personajes colectivos, motivo por el cual la acción de
los cuentos se ve obligada a ralentizarse —para el caso: el Grupo
de Discusión en «Señor Blandito» que monitoriza Terry Schmidt;
posteriormente: la aldea ecuatorial en «Otro pionero» y la
redacción de una revista en «El canal del sufrimiento»—. Este
detalle, así pues, exige digresiones todavía mayores, o lo que es
igual, mayores tasas de información menos relevante para el
desarrollo de la acción.
Señor Blandito aparece descrita como una empresa de
pastelitos que tras pasar a una corporación nacional estudia el
posicionamiento en el mercado de sus productos, razón por la cual
un grupo de publicitarios se reúne a considerar el futuro de los
«¡Delitos!®», «oscuros, excepcionalmente densos y de aspecto
húmedo». La descripción detallada, apoyada en jergas
especializadas, será también tónica general en el resto del relato:

Un cilindro rematado en cúpula de pastel esponjoso sin


harina, con sabor a maltilol y recubierto por completo de una
capa de 2,4 mm de baño de chocolate alto en lecitina
manufacturado con pequeñas cantidades de mantequilla,
mantequilla de cacao, chocolate de pastelero, licor de
chocolate, extracto de vainilla, dextrosa y sorbitol […], un
baño de alto nivel que luego se inyectaba también mediante
aguja de pastelería a alta presión en el interior de la elipse
hueca de 26 x 13 mm que había en el centro de cada ¡Delito!
[…], lo cual resultaba en una dosis doble de un glaseado
ultrarrico

Esa misma voluntad descriptiva se aplica también al análisis de


la sala de conferencias en donde se encuentra el narrador; v.br.:

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«entre los hombres más jóvenes resultaba obvio cuáles necesitaban
realmente un afeitado y cuáles estaban simplemente cultivando una
imagen que incluía no afeitarse. Dos de los miembros del Grupo
de Discusión tenían los patrones de parpadeo distintivos de la
gente que lleva lentes de contacto en la atmósfera astrigente de la
sala de conferencias. […]». Durante la reunión tiene lugar un
incidente que alterará el trabajo de los oficinistas en la zona cuando
alguien empieza a trepar el edificio:

Hubo contraespeculaciones en el seno de la multitud de que


todo aquello estaba tal vez diseñado para parecer únicamente
un ardid mediático, y que el arma sobre la cual la figura tenía
ahora la espalda incómodamente apoyada era auténtica y que
la idea era que tuviera el aspecto más excéntrico posible y que
subiera lo bastante arriba como para atraer a una gran
multitud y luego ponerse a disparar fuego automático de
forma indiscriminada sobre la multitud.

La persona armada que aparece suspendida en el edificio se


revelará como enviado de Scott Laleman, de la empresa
publicitaria Shannon Belt Advertising, para probar al grupo de
discusión en situaciones de estrés elevado.

El alma no es una forja. Parte de la tensión narrativa en esta


ficción descansa en el aplazamiento de la explicación al trauma del
narrador, acontecido en la clase de Educación Cívica de cuarto
curso en el año 1960: «Hasta mucho más tarde no comprendí que
el episodio de la pizarra del aula de Educación Cívica iba a ser
probablemente el acontecimiento más dramático y emocionante en
el que yo iba a tomar parte durante toda mi vida.» En aquel
entonces, el narrador es un alumno con graves problemas de
concentración, que debe estar apartado de «ventanas y otras
fuentes de distracción», motivo de continuas fantasías, pese a lo
cual, dispone de una inteligencia extravagante,

podía […] ofrecer cierta cantidad de información cuantitativa


específica, como por ejemplo el número exacto de palabras
que había en cada página, el número exacto de palabras que
había en cada línea, y a menudo la palabra e incluso la letra
que más y que menos aparecía en una página dada, por
ejemplo, así como el número de veces que aparecía cada

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palabra, a menudo reteniendo aquella información mucho
después de haber leído la página, y sin embargo era incapaz,
en la mayoría de los casos, de asimilar ni de comunicar de
ninguna forma muy satisfactoria lo que aquellas palabras y sus
diversas combinaciones pretendían decir […], con el resultado
de que sacaba puntuaciones muy bajas en las pruebas de
asimilación de deberes y de comprensión lectora.

El mencionado trauma tiene lugar cuando el señor Johnson


sustituye a la tutora Claymore. El narrador se empeña en su
imposibilidad para recordar la historia, pese a que con frecuencia la
escuchó en boca de sus compañeros y la leyó «en el Dispatch», y el
psicólogo de la escuela considera que el trauma le había afectado a
su memoria. El acontecimiento comprende a Johnson escribiendo
en la pizarra, sobre «la abolición de la esclavitud de los negros en la
Decimotercera Enmienda», «MÁTALOS MÁTALOS A TODOS»,
«aparentemente poseído», amenazando con el asesinato en masa.

Otro pionero. Llegado a este punto de la trayectoria de DFW,


«Otro pionero», envuelto en los mencionados conceptos clave de
nuestro autor como solipsismo y genialidad, presenta un desenlace
previsible.
Para empezar, la verosimilitud de la historia es más que
dudosa. El narrador, dirigiéndose a un auditorio, cuenta la historia
que un amigo íntimo le dijo haber oído a dos pasajeros a bordo de
un vuelo comercial. «Otro pionero» cuenta la historia de una aldea
en la selva tropical en donde un niño empieza a despuntar por su
inteligencia, hasta que se descubre cómo «el niño era también
perfectamente capaz de contestar toda clase de preguntas tanto
triviales como profundamente no triviales, cuestiones prácticas que
afectaban directamente a la calidad de vida del nivel de subsistencia
de la aldea», por lo que fue convocado para ejercer de juez «en
conflictos muy complejos y con muchas facetas». Por ello le
construyeron una tarima en el centro de la aldea y se designaron
intervalos para que «una vez cada ciclo lunar los aldeanos pudieran
acudir todos al centro de la aldea y hacer cola ante la tarima», y
compensarle con ofrendas. Es ahí donde el niño vive a partir de
entonces. Conforme la economía local fue desarrollándose surgió
una nueva casta de consultores, dedicados a maximizar la eficiencia
de las preguntas. Surge entonces el miedo a que la aldea dominante
se interese por la mejora de la aldea menor, y de que algún

90
miembro de esa aldea acuda al niño a preguntarle cómo atacar y
derrotar su aldea. Y efectivamente, eso es lo que sucede. Un
chamán disfrazado, en lugar de hacerle la pregunta en voz alta
como hasta entonces venía siendo habitual, le susurra su cuestión
al oído y le entrega como ofrenda «cierto espécimen mutante
misterioso de fruto del árbol del pan». Entonces el niño empieza a
enloquecer, cierra sus ojos y se retrae a un estado meditativo. A
propósito de la pregunta, hay varias teorías sobre la misma.
Cuando el niño abandona su trance, el modelo de respuestas
que ofrece difiere por completo de la eficacia anterior.

Al principio, ahora, el niño contestaba a veces a la pregunta de


algún aldeano como antes, pero también empezó a añadir a
aquella respuesta específica respuestas adicionales a ciertas
otras preguntas relacionadas […] como si ahora entendiera sus
respuestas como parte de una red o sistema mucho mayor de
preguntas y respuestas

Surgen unos consultores dedicados a evitar el fenómeno


«Garbage In Garbage Out», al que algunas preguntas eran
susceptibles

En otras palabras, se les pagaba o por decirlo de alguna forma


se les compensaba para que se aseguraran de que la pregunta
planteada no fuera por ejemplo algo del tipo «¿Puedes decirme
dónde podemos encontrar la cerbatana que mi hijo ha
perdido?», a lo que el niño acostumbraba a contestar
tradicionalmente «Sí» […] intentaba simplemente ser sincero

Pese a que la inteligencia del niño se vuelve menos mecánica y


más humanista, la aldea empieza a detestarlo. En lugar de dar
respuestas planas, sus respuestas podían ser nuevas preguntas. De
hecho, llegaban a ser tan digresivas que los aldeanos se quedaban
allí, boquiabiertos sin entender nada. Se plantea entonces qué hacer
con el niño, y tras descartar acabar con él, deciden dejar de hacer
preguntas para que de ese modo muera de hambre.
El primer narrador recuerda entonces la «primera variante
epitásica» sobre la pregunta formulada por el chamán de la aldea
dominante:

91
Tú, niño, que eres tan sagaz y sabio y superdotado: ¿es posible
que no te hayas dado cuenta de hasta qué punto estos
aldeanos primitivos han exagerado tus dones y te han
transformado en algo que sabes perfectamente que no eres?
Seguramente te has dado cuenta de que te veneran tanto
precisamente porque a ellos les falta la sabiduría necesaria para
ver tus limitaciones, ¿no? […] Pero dime, niño, ¿ya has
empezado a tener miedo? ¿Ya has empezado a hacer planes
para el día en que se despierten a una verdad que tú ya
conoces? […] ¿Se te ha ocurrido ya, por ejemplo, separar y
esconder una porción de sus espléndidas ofrendas con vistas
al día en que despierten a lo que tú ya sabes que eres […]?

De modo que, como el niño tenía reservas alimenticias


suficientes, finalmente los aldeanos se marcharon, pegándole fuego
a la aldea.

El neón de siempre. Armado como una yuxtaposición de


paradojas, cuenta el testimonio de su narrador, Neal, sobre el
fraude que él considera haber sido y su experiencia con el doctor
Gustafson, remitiéndose así a ficciones como «La niña del pelo
raro»:

El círculo de gente que me parecía importante me resultaba


demasiado arisca, sardónica y llena de desprecio hacia los
tópicos, de manera que me pasaba todo mi tiempo intentando
hacerles creer que yo también era arisco y estaba hastiado de
todo, y hacía cosas como bostezar y mirarme las uñas y decir
cosas como «¿Soy feliz?, es una de esas preguntas que, si se
han de hacer, más o menos dictan su propia respuesta»,
etcétera.

Podemos convenir, siguiendo la glosa de Adorno en su ensayo


«Tiempo libre», que Neal adolece de un pesimismo metafísico
digno de Schopenhauer, quien «sostenía que las personas o sufren
debido a los deseos insatisfechos de su voluntad ciega o se aburren
en cuanto esos deseos son satisfecho». Más allá, también en este
relato aparece el motivo del trauma infantil como detonante parcial
del malestar posterior del personaje, en este caso expresado del
siguiente modo:

92
Tenía cuatro años y mentí a mi padrastro porque me di
cuenta, justo cuando él me estaba preguntando si había roto
yo el cuenco, de que si yo decía que sí pero lo «confesaba» de
una forma más bien torpe y poco convincente, entonces él no
me creería y en cambio creería que hera mi hermana Fern, la
hija biológica de mis padres adoptivos, quien había roto el
antiguo cuenco de cristal Moser […] y además le haría verme
como a un hermanastro bueno y amable

En otro pasaje descubrimos lo siguiente:

Además no parecía exactamente una coincidencia que el


cáncer que él estaba por entonces albergando estuviera en su
colon —ese lugar vergonzoso, sucio y secreto que está justo al
lado del recto—, ya que la idea era que usar tu recto o tu co-
lon para en secreto «albergar un alien en crecimiento» era un
símbolo flagrante tanto de homosexualidad como de la
creencia represiva en que su reconocimiento abierto
equivaldría a la enfermedad y la muerte. El doctor Gustafson
y yo nos reímos bastante con esto después de que los dos
muriéramos y nos situáramos fuera del tiempo lineal y en un
proceso de cambio dramático, puede estar seguro. («El tiempo
exterior» no es una simple expresión o forma de hablar, por
cierto.)

En adelante, Neal cuenta su decisión de y el proceso de acabar


consigo mismo en un accidente de tráfico hasta que al final se
desvela, como en «Hacia el oeste, el avance del imperio continúa»,
la figura del doble con el autor:

En el esquema general de las cosas, como se suele decir, el


hecho es que todo este titubeo al parecer interminable entre
nosotros ha venido y se ha ido y ha vuelto a venir en el mismo
instante en que […] David Wallace parpadea mientras ojea
ociosamente fotos de la clase de su anuario de 1980 del
Instituto de Secundaria de Aurora West y ve mi foto y trata, a
través de su diminuto ojo de cerradura, de imaginar qué debió
de llevar a mi muerte en el atroz accidente de coche sobre el
que leyó en 1991 […] Y resulta que David Wallace tiene un
conjunto enorme y en absoluto organizable de pensamientos
internos, sentimientos, recuerdos e impresiones sobre el tipo

93
de esta pequeña foto que iba un año por encima de él en la es-
cuela rodeado todo el tiempo de lo que parecía ser casi un
aura de neón de excelencia escolástica y académica, de
popularidad y de éxito con las señoritas, así como sobre cada
uno de los comentarios cortantes o incluso pequeños gestos o
expresiones de aquel tipo cada vez que David Wallace se
quedaba plantado con el bate en vez de darle a la pelota en un
partido de béisbol juvenil de la liga de la American Legion o
decía alguna chorrada en una fiesta, y sobre lo impresionante y
auténticamente cómodo en el mundo que el tipo siempre
parecía, como una persona viva de verdad en lugar del perfil o
fantasma de una persona titubeante y patéticamente tímida
que David Wallace se consideraba por aquel tiempo. Todo un
tipo atractivo y lanzado al éxito, de quien en la mejor tradición
humana David Wallace había imaginado por entonces que era
feliz e irreflexivo y no estaba en absoluto atormentado por
voces que le decían que algo funcionaba terriblemente mal en
él mientras que funcionaba bien en todos los demás ni
tampoco tenía que pasar todo su tiempo y energía intentando
averiguar qué hacer a fin de imitar a un hombre
norteamericano incluso marginalmente normal o aceptable, y
todo esto repicaba en la cabeza de David Wallace en 1981 a
cada segundo y se movía tan deprisa que nunca tuvo oportuni-
dad de agarrarlo y tratar de luchar ni de discutirlo y ni siquiera
de sentirlo salvo en forma de un nudo en el estómago
mientras estaba de pie en la cocina de sus padres de verdad
planchando su equipo y pensando en todas las formas en que
podía cagarla y quedarse plantado con el bate […] y David
Wallace también era del todo consciente de que el tópico de
que uno no puede saber realmente qué está pasando en el
interior de otra persona es vetusto e insípido y sin embargo, al
mismo tiempo, intentaba de forma muy deliberada impedir
que aquella conciencia se burlara del intento o que enviara
toda la línea de pensamiento a esa especie de espiral doblada
sobre sí misma que le impide a uno llegar nunca a ninguna
parte (había pasado un tiempo considerable desde 1981, por
supuesto, y David Wallace había salido de muchos años de
guerra literalmente indescriptible contra sí mismo […]), y la
parte más real, más perdurable y sentimental de él obligaba a
aquella otra parte a guardar silencio, como si la estuviera mi-

94
rando a los ojos, cara a cara, y diciéndole, casi en voz alta: «Ni
una palabra más».

Extinción. El relato que da título al último libro de relatos de


DFW (Oblivion, olvido) comienza en un campo de golf, con el
narrador acompañado por el padrastro de su mujer. Al estallar la
tormenta se ven obligados a refugiarse en el club de golf. El
narrador describe cómo empieza a ser presa de «una nueva oleada
de desorientación y, es un modo de hablar, percepción sensorial
distorsionada o “alterada” resultado de casi siete meses de
trastornos graves del sueño». Su angustia crónica motivada por
tales problemas de sueño alcanza un punto tal en el que a veces se
sentía «a punto de llorar». Con su mujer, paralelamente, sufre un
trauma motivado por tales problemas de sueño, pues ella dice que
ronca tan fuerte que ella se pone a chillar. Él, en cambio, cree que
no ronca y que tales ronquidos pertenecen al mundo de los sueños
de Hope. «Desde el otoño pasado, sin embargo, simplemente no
había sido posible razonar con ella sobre esta cuestión. Ella juraba
categóricamente, en otras palabras, que mis supuestos “ronquidos”
pertenecían a la realidad del mundo de la vigilia en lugar de ser
sueños que ella tenía». Ante esta situación se ven obligados a
consultar a un especialista, que le pregunta a Randall, el narrador:
«¿Cómo puede usted estar seguro de si ronca o no? Si está usted
roncando, por definición es que está usted dormido.» O: «Cuando
está usted dormido, ¿puede usted realmente saber que está
dormido?» Hope y Randall se ven obligados a acudir a la Clínica
del Sueño Edmund R. and Meredith R. Darling, donde
monitorizarán el sueño de la pareja durante varias sesiones.

el «resultado» o «diagnóstico» inicial ofrecido por el


especialista en trastornos del sueño fue, en una palabra,
asombroso y totalmente inesperado. En cada una de las
ocasiones en que el equipamiento de video especial o de
«modo nocturno» había grabado a a Hope incorporándose de
un salto y acusándome de «roncar», así como en por lo menos
al parecer los dos últimos de aquellos casos grabados en que
yo había replicado audiblemente que ni siquiera estaba
dormido y por tanto no podía ser lógicamente «culpable» de la
acusación, el especialista en trastornos del Sueño […] aseguró
o afirmó ipse dixit que de hecho yo había, ciertamente, estado,

95
clínicamente hablando —a pesar de mi creencia o percepción
de que estaba del todo consciente—, «técnicamente dormido»

Randall se observa a sí mismo aterrorizado, pues obviamente


es la primera vez que ve su propia cara «inconsciente», con los
labios entreabiertos, carrillos prominentes y la mandíbula caída,

y aunque no se oía (lo cual consternó al equipo de Sueño y


provocó un coloquio en murmullos entre los ayudantes y
técnicos que estaban detrás del monitor,ñ en el cual parecía
haber alguna calse de problema técnico o de funcionamiento)
ningún ruido […], aquel semblante flácido, aquella boca
abierta, aquella mandíbula caída y aquellos carrillos
temblorosos que yo nunca había «previsto» así tumbados […]
significaban o «representaban», en otras palabras, que las
formas alternantes y distintivas de los labios abiertos de la
boca de mi imagen […] significaban innegabklemente que
aquellos sonidos y ruidos de los que yo carecía de
conocimiento consciente o «voluntario» estaban de hecho
escapando de mi garganta y de mi boca

Aún más se complica el relato cuando llegamos a su desenlace:

—pierta. Despierta, por el amor de.


—Dios. Dios mío, estaba teniendo.
—Despierta.
—Teniendo la peor pesadilla.
—No, si me lo creo.
—Ha sido terrorífica. No se acababa nunca.
—Yo te zarandeaba y te zarandeaba y.
—¿Qué hora es?
—Son casi... casi las dos y cuatro minutos. Tenía miedo de
hacerte daño si te empujaba o te zarandeaba más fuerte. No
conseguía despertarte.
—¿Eso es un trueno? ¿Ha llovido?
—Me estaba empezando a preocupar de verdad. Hope, esto
no puede continuar. ¿Cuándo vas a pedir esa cita?
—Espera, ¿yo estoy casada?
—Por favor, no empieces con eso otra vez.
—¿Y quién es esa Audrey?
—Vuélvete a dormir, anda.

96
—¿Y qué es eso... papá?
—Túmbate otra vez.
—¿Qué te pasa en la boca?
—Eres mi mujer.
—Nada de esto es real.
—No pasa naaada.

¿Soñaba entonces Hope que era Randell, y que sufría unos


problemas de sueño tales que le hacían despertar a Hope, aunque
estando convencido él de que era Hope la que tenía graves
pesadillas? ¿Está en lo cierto Hope cuando admite que «Nada de
esto es real»? ¿Existen Hope y Randall? ¿Acaso es una misma
persona desdoblada? ¿Nos encontramos ante la versión personal
de DFW al Orlando de Virginia Woolf?

El canal del sufrimiento. He aquí la historia de un artista, de


nombre Moltke, capaz de producir intestinalmente estatuas (o para
ser más exactos: su capacidad para producir intestinalmente
estatuas es lo que le concede, a posteriori, el rol de artista), y de un
periodista, Atwater, que lucha en la revista para la que trabaja, Style,
para obtener un reportaje sobre Moltke. Conocedor del medio
periodístico, DFW desarrolla un retrato fidedigno de lo que son las
disputas internas en los medios de comunicación, donde los
periodistas han de convencer a sus jefes de redacción (y por
extensión, directores y anunciantes) de la pertinencia y adecuación
de sus temas. Paralelamente, Style está trabajando en otro artículo
sobre el Canal Del Sufrimiento. Buena parte de las conversaciones
que se producen en Style tienen que ver con la pertinencia o no del
tema propuesto por Atwater

—A ver si entiendes esto —dijo por fin el redactor jefe


asociado—. […] ¿Tú estás chiflado o qué? A la gente no le
interesa la mierda. A la gente la mierda le da asco y le repele.
Por eso lo llaman mierda. Por no mencionar el alto porcentaje
de páginas de publicidad de otoño que son de comida o de
belleza. ¿Tú estás loco? […]
—Aunque lo contrario de ese razonamiento es que también es
algo completamente común y universal—dijo Atwater—.
Todo el mundo tiene experiencias personales con la mierda.
—Pero experiencias personales privadas […]

97
Como «Señor Blandito», aquí también podría pensarse en un
personaje colectivo compuesto por las relaciones establecidas en la
redacción en cuestión. Por ejemplo:

Algunos asalariados de GRC [GRANDES REVISTAS DE


COTILLEO] escribían sus artículos de forma gradual desde la
nada. Atwater, educado originalmente como redactor de
fondo para periódicos de información general, construía sus
artículos para CDC [CUESTA DE CREER, sección de Style]
derramando sobre sus cuadernos y su procesador de textos
una cascada gigantesca de prosa que luego se iba filtrando una
y otra vez hasta resultar en cuatrocientas palabras de
sedimento comercial. […] Atwater tenía colegas que eran
incapaces de empezar siquiera si no tenían un esquema con
numerales romanos. El especialista en televisión de horario
diurno de Style solamente podía redactar sus artículos en el
transporte público. Mientras se cumplieran las cuotas
personales de los asalariados y las fechas de entrega, las GRC
semanales solían ser respetuosas con los procesos de la gente.

Progresivamente, la historia que Atwater prepara suscita un


debate al interior de la redacción sobre un tema considerado
inicialmente tabú, como son los hábitos intestinales de los
humanos. Una de las becarias, por ejemplo, acierta al contar la
historia de su ex novio, que

estaba practicándole un cunnilingus a la que era en aquella


época una de las chicas más hermosas y más deseadas de
Swarthmore […] cuando al parecer ella de repente y sin previo
aviso se… bueno, se tiró un pedo—la chica a quien se lo
estaban chupando—, y no uno de esos pedos que uno puede
pasar por alto o disipar, de acuerdo con lo que contó el
prometido después sino más bien «uno de esos extraños y
horribles que son totalmente espantosos y apestosos»

Otra becaria cuenta otra historia narrada por su psicólogo.


Éste, en una cita con su ex mujer, cuando ambos pasaban por
«divorcios espantosos», sentados con copas de vino en el sofá de
su futura esposa, recuerda que ella le dijo que se tenía que marchar.
Finalmente, ella le explicó: «Tengo que “cagar” y no puedo hacerlo
contigo aquí, es demasiado estresante», de modo que bajó a la calle

98
a fumar un cigarro. Allí se sintió «un poco idiota», pero también se
dio cuenta de que «amaba y respetaba a aquella mujer». Otra
empleada cuenta lo gracioso que en un viaje de Euroraíl le habían
resultado los carteles en las estaciones ferroviarias de Suiza y
Alemania en donde se leía la palabra FAHRT (conjugación del verbo
viajar en alemán; pedo, fart, en inglés). Otro personaje recuerda que
sus padres llaman a los pedos «intrusos», y que a veces se quedaban
mirándose entre sí por encima del periódico diciendo «Me parece
que hay un intruso en la sala». El progresivo proceso de
desinhibición llega a su fin cuando una becaria llamada Laurel
Rodde, vestida con ropa DKNY, dice:

—¿Sabéis? ¿Nunca tuvisteis cuando erais pequeñas ese rollo


en el que pensabais en vuestra mierda como en vuestro bebé y
a veces queríais abrazarla y hablar con ella y casi llorabais y os
sentíais culpables por tirar de la cadena, y a veces pensabais en
vuestra mierda dentro de una especie de carrito de bebé con
un gorrito y un biberón, y a veces os la quedabais mirando en
el cuarto de baño y os despedíais de ella con la mano, adiooós,
mientras se iba, y luego sentíais un vacío?

Tras el testimonio se produce un «silencio incómodo». Laurel


Rodde pone fin a la discusión fecal y revela una iluminación al
lector. Hasta el momento, todos los testimonios socialmente
admitidos fueron expuestos en tercera persona; es al otro a quien
le suceden semejantes historias excéntricas con la mierda. Rodde,
en cambio, invierte la intervención narrativa, pues ella presupone
como algo familiar a todos los presentes en la conversación una
historia de afectividad fecal que solo ella ha experimentado.
Fuera de la redacción, Atwater, en un coche acompañado por
la mujer del artista, escucha una historia de traumas familiares. El
genial artista, como otros tantos personajes de DFW, procede de
una familia que lo torturaba. «Era de esa gente que se pasa el
tiempo en la iglesia y que es tan recta y decente en la iglesia pero
que en casa es una hija de puta chiflada y azota a sus hijos con
cables y qué sé yo.»

—Sé que una vez cuando él era un chaval ella entró y creo que
pilló a Brint jugando consigo mismo tal vez, así que lo hizo
bajar a la sala de estar y hacerlo delante de todos ellos, delante

99
de la familia, los hizo sentarse a todos y mirarlo. ¿Sigue usted
lo que estoy diciendo, Skip?

En la historia paralela a la de Moltke, también preparada para


Style por Atwater, sabemos cómo el Canal Del Sufrimiento es un
proyecto audiovisual en donde se pasarán videos de cámara de
seguridad «modo nocturno, madres con hijos, edades 7 y 9, con
cáncer en fase terminal», o bien de un «ataque de tiburón e
intentos de reanimación a surfista de 18 (?) años, Stinson Beach,
California», etcétera. El Canal del Sufrimiento se describe a partir
de «imágenes fijas y videos reales de los momentos de angustia
humana más intensos que existen». Así pues, para que la historia
del artista pueda encajar en la revista Style, finalmente deciden
llevarlo al Canal Del Sufrimiento

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