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2014: Europa no termina de salir de

la crisis económica más larga de su


historia. La Unión Europea se
hunde, sumida en un clima de
profundos cambios políticos y
creciente racismo. El antropólogo
Allan Haddon está en Alemania
dando una serie de conferencias
cuando una joven negra llamada
Ruth Keer le pide ayuda. Al parecer,
su padre, antes de morir, le encargó
a su hija adoptiva que enviara unos
comprometedores papeles de la
Ahnenerbe, la agencia creada por
Himmler para el estudio de la
«herencia ancestral», a un famoso
antropólogo del Vaticano. Pero
tanto los papeles como él han
desaparecido.
Allan y Ruth recorren el Viejo
Continente para desenmascarar un
acuerdo secreto que, además de
ocultar un escandaloso secreto de
la Iglesia Católica, podría devolver
a los nazis el control de Europa.
Mario Escobar

El papa ario
Allan Haddon - 2

ePub r1.0
nalasss 01.07.14
Título original: El papa ario
Mario Escobar, 2013
Diseño de cubierta: Enrique Iborra

Editor digital: nalasss


ePub base r1.1
Campo de concentración de Auschwitz, en el
que se hicieron estudios médicos y
antropológicos a prisioneros.
Prólogo

Auschwitz, junio de 1943

Su cuerpo comenzó a templarse bajo el


sol del verano. Sophie cerró los ojos y
suspiró al recordar Berlín y la villa que
había sido su hogar los últimos años. Su
trabajo de enfermera en el Hospital
Judío de Berlín los había mantenido a
salvo a los tres durante un tiempo. Sus
padres, Abraham y Lieschen, fueron
apresados a mediados de mayo y
enviados a Auschwitz. Ella corrió la
misma suerte cinco días después.
Apretó los párpados, dirigiendo su
cara hacia el sol, y se pasó la lengua por
los labios al imaginar lo agradable que
sería fumarse un cigarrillo. Sus piernas,
antes esbeltas, estaban perdiendo su
atractivo, y su cuerpo delgado se perdía
en el traje áspero y sucio de tela de
saco. Sophie tocó instintivamente su
cabeza, pero el contacto con el pelo
corto la estremeció. Era afortunada al no
tener un espejo cerca. Prefería no verse,
aunque el aspecto de sus compañeras no
le dejaba lugar a dudas sobre cuál debía
ser el suyo.
Sophie miró a un lado y al otro e
intentó cambiar de postura para relajar
el dolor de sus piernas. Llevaban varias
horas esperando frente al bloque 28,
todos sabían cuál era el uso que se daba
a aquel tétrico lugar.
Uno de los capos les ordenó que
pasaran al interior y el grupo comenzó a
desfilar hasta la puerta. Dentro, varios
hombres con batas blancas sobre sus
uniformes de las SS los esperaban. Los
médicos les mandaron que se
desnudaran y Sophie notó el rubor que
cubría sus mejillas cuando comenzó a
quitarse la ropa. No era una niña, a sus
treinta y tres años de edad sabía lo que
era ser escrutada por los ojos de un
hombre, aunque este la despreciara por
su condición de judía.
Cuando observó a los ciento
cincuenta hombres y mujeres que tenía
alrededor, se percató de un detalle
aterrador. Todos y cada uno de ellos
eran jóvenes, atractivos, con cuerpos
bien formados. Nada que ver con los
miles de desgraciados que se hacinaban
en los bloques o sencillamente
vegetaban con la mirada perdida y los
ojos muy abiertos. Un escalofrío
recorrió la espalda desnuda de Sophie y
el vello se le erizó de inmediato. ¿Qué
iban a hacerles aquellos médicos?
Un hombre joven, alto, rubio y
sonriente entró en la sala y saludó con
amabilidad a los prisioneros. Debajo de
su bata vestía un uniforme de
Hauptsturmführer de las SS y las dos
calaveras de sus solapas brillaban bajo
la luz fluorescente.
—Por favor, cooperen y no les
sucederá nada. Se lo prometo. Queremos
hacerles unas mediciones y luego los
dejaremos tranquilos. Si se portan bien,
recibirán una ración extra de comida —
dijo el oficial con su cara infantil,
mientras se mesaba la barba corta y
rubia.
El ambiente se relajó al instante, el
joven oficial extrajo algunos
instrumentos metálicos de un maletín
negro y, con un gesto, indicó a una mujer
que se aproximara. La prisionera dio un
paso y se tapó instintivamente el pubis y
los pechos, como si al escapar de la
masa de cuerpos hubiera tomado
conciencia de su desnudez. El oficial la
miró con simpatía y comenzó a escrutar
sus rasgos, la forma de su cuerpo y la
apartó con cuidado hacia un lado. Poco
a poco los prisioneros desfilaron
delante de él. A algunos apenas les
dedicaba una mirada y eran rechazados
con desaprobación, otros eran
examinados detenidamente, medidos y
calibrados. Después leía el número
marcado en el brazo del prisionero y un
ayudante lo apuntaba en un formulario.
Cuando Sophie vio que el oficial la
señalaba, titubeó unos instantes antes de
acercarse. El hombre la miró con
detenimiento, pero con cierta frialdad.
Después acercó su rostro al de ella.
Sophie pudo oler el perfume del oficial
y cuando este pronunció su número en
alto, pegó un respingo y corrió hacia el
lugar de los elegidos. Mientras
observaba cómo los prisioneros que no
habían sido seleccionados salían del
bloque, pensaba que había tenido suerte.
Primera parte

Un hombre bueno
1

Universidad Libre de Berlín,


20 de diciembre de 2014

La sala se transformó en el senado de


Roma y Allan Haddon comenzó a
pasearse delante del centenar de
estudiantes como lo habría hecho Julio
César más de dos mil años antes. La
realidad virtual ayudaba a los alumnos a
ponerse en situación, aunque las
palabras del docente más joven de
Oxford tenían suficiente interés por sí
mismas.
El profesor caminó entre las sillas
del auditorio mientras los estudiantes lo
seguían con la mirada. Todos lo
conocían, se había convertido en poco
tiempo en una estrella de la antropología
al publicar su famoso libro De gusanos
y hombres. El libro había sido
condenado por la Iglesia católica. Las
posturas radicales de Allan convertían a
los hombres en poco más que un montón
de genes sin valor, igualándolos a los
gusanos.
—La antropología ha logrado en
poco tiempo desmontar las teorías
históricas que colocaban al hombre en la
cima de la vida biológica terrestre.
Nosotros estudiamos al ser humano de
una forma holística. La historia tan solo
se ocupaba de una faceta meramente
casuística. La antropología ha desvelado
las grandes mentiras que la historia
había mantenido durante siglos —
expuso Allan al auditorio.
Un joven con indumentaria rapera
levantó la mano y el profesor le dio la
palabra con un gesto de la cara.
—Profesor Haddon, ¿nos está
diciendo que la historia es pura fantasía,
pero que la antropología es la verdadera
ciencia que estudia al hombre?
—Veo que lo ha captado. Cuando a
mediados del siglo XVIII, Jorge Luis
Leclerc, conde de Bufón, unió dos ramas
aparentemente distintas, la historia
natural y la historia cultural, el estudio
del hombre cambió por completo. Hasta
ese momento habíamos sido la especie
elegida y teológicamente éramos más
parecidos a Dios que al chimpancé.
Leclerc demostró a los sabios de su
tiempo que el hombre era un animal más.
Ahora hemos dado un paso hacia
delante, el hombre es un virus mutado
que está destruyendo el único planeta en
el que se han detectado formas de vida
complejas.
Una chica rubia levantó la mano
justo al lado del profesor y este, con dos
rápidas zancadas, se puso delante.
—Profesor Haddon, ¿la antropología
no fue el instrumento utilizado por el
colonialismo para legitimar la
esclavización de las culturas de África y
Asia? ¿No lo utilizaron los alemanes
para justificar sus locuras raciales?
—Esos son los argumentos de los
enemigos de la ciencia. La antropología
contribuyó, más que ninguna otra
disciplina, al conocimiento del hombre
primitivo. La colonización de otras
partes del mundo permitió conocer
algunas fases primitivas de civilización
y, gracias a los antropólogos, muchas de
ellas quedaron registradas antes de su
desaparición. A finales del siglo XIX se
crearon instituciones como el Bureau of
American Ethnology y el Smithsonian
Institute, que sentaron las bases de la
antropología clásica, aunque no fue
hasta los años sesenta del siglo XX
cuando se empezó a desarrollar de
verdad la antropología social y cultural.
—Entonces, ¿los estudios de los
años veinte y treinta no pueden
considerarse antropológicos? —
preguntó de nuevo la joven rubia.
Allan rodeó las sillas y se acercó a
la muchacha mientras la realidad virtual
de la presentación volvía a cambiar. De
repente todos se encontraron en un viejo
templo egipcio.
—Los orígenes del hombre son muy
antiguos y a principios del siglo XX
hubo antropólogos de gran renombre.
La voz de una chica de color
interrumpió al profesor Haddon.
—Hay decenas de antropólogos
franceses, ingleses y americanos que
desarrollaron su trabajo en la primera
mitad del siglo XX. Creo que es fácil
caer en el tópico de los antropólogos
racistas que se creen por encima de los
indígenas que investigan.
Allan se acercó hasta la muchacha y
se apoyó en la mesa.
—Gracias, señorita, aunque no
necesitaba su ayuda. Yo conocí a uno de
los mejores antropólogos de todos los
tiempos: Edward Evan Evans-Pritchard.
Fue profesor de mi madre y yo tuve la
oportunidad de pasar mucho tiempo con
él. La antropología es la ciencia más
noble que existe.
—Estoy de acuerdo, aunque hay que
reconocer que no le falta ni paternalismo
ni prepotencia —contestó la chica negra.
El profesor se alejó de las sillas y
regresó a la zona del atril. El escenario
se transformó en una sala futurista.
—No sabemos qué nos deparará el
destino, pero la antropología siempre
contribuirá al conocimiento del ser
humano y, libres por fin de mitos,
creencias y viejos cuentos de hadas, nos
miraremos en el espejo del lago
primigenio del cual salimos.
La clase comenzó a aplaudir, el
profesor Haddon apagó el ordenador y
el aula volvió a su forma material.
Después, mientras guardaba sus cosas,
atendió a varias alumnas interesadas en
estudiar en Oxford. El murmullo fue
reduciéndose hasta que el aula se vació
por completo. El profesor recogió el
maletín y se dirigió a la puerta, pero
antes de llegar a ella casi choca de
bruces con la chica negra que había
intervenido en la conferencia.
—Profesor Haddon…
—¿Sí? —contestó levantando la
vista.
—El profesor Giorgio Rabelais ha
desaparecido.
2

Roma, 20 de diciembre de
2014

Levantó la cabeza y observó la


habitación a oscuras. Logró murmurar
una breve oración. No le quedaba mucho
tiempo y todavía sentía que le faltaban
muchas cosas que arreglar antes de
morir. La sola idea de desaparecer lo
turbó por unos momentos, después
recuperó la calma y notó que el
ejercicio de la oración comenzaba a
relajarlo.
Un ruido lejano le aceleró el
corazón. Los pasos se acercaban e
intentó rezar más rápido, como si
terminar aquella corta plegaria pudiera
retrasar su final o darle fuerzas para
morir.
La puerta chirrió y un hombre
corpulento entró en la habitación. Esta
vez no iba solo. A su lado, una sombra
pequeña se acercó a él y, en tono
despectivo, comenzó a hablarle.
—Veo que no has olvidado la
utilidad de la oración —comentó
sarcásticamente el hombrecito.
Se hizo un silencio y, durante unos
segundos, su respiración entrecortada
parecía el único sonido que quedaba en
el mundo.
—Espero que la meditación te haya
hecho reflexionar sobre tu condición
actual. No te conviene seguir mintiendo.
La verdad es liberadora, ¿no es cierto?
La verdad nos hace libres —dijo el
hombre. Después se acercó y levantó,
asiéndola por el pelo, la cabeza
inclinada de su prisionero.
Los ojos de los dos se cruzaron unos
instantes y la víctima pudo ver el temor
en los ojos del verdugo. El hombre
pequeño apartó la mirada y con un gesto
seco ordenó al gigante que actuara.
Los gritos comenzaron a crecer a
medida que los golpes se sucedían sin
descanso. El prisionero no habló, su
dolor se parecía al de su maestro,
clavado en una cruz dos mil años antes,
y al de miles de mártires de aquella
Roma eterna, donde los hombres seguían
naciendo y muriendo como siempre.
3

Berlín, 20 de diciembre de
2014

—Hay algo decadente en esta ciudad


que no deja de fascinarme —dijo Allan
mientras descendía del taxi. Ruth Kerr
lo miró y sonrió. La entrada del hotel
donde se alojaba no era gran cosa y
aquel barrio del antiguo Berlín del Este
parecía un montón de basura que alguien
se había olvidado de recoger.
—¿Usted cree?
—Por favor, no me hables de usted.
Eso está bien para las clases y las
conferencias —dijo Allan exhibiendo
sus perfectos dientes blancos.
Ruth lo observó detenidamente. Era
guapo, elegante y sofisticado, y eso la
inquietaba. Su amigo común, Giorgio
Rabelais, le había asegurado que Allan
Haddon era, además de un experto en
antropología de las religiones, el
hombre que podía protegerla y ayudarla
en caso de necesidad, pero lo que
parecía el profesor era un gentleman
que en algún momento intentaría
llevársela a la cama.
—No hacía falta que me
acompañaras hasta el hotel —dijo Ruth
pasando delante de aquel hombre en la
puerta giratoria.
—Es muy tarde, nuestra charla en la
cafetería se ha alargado demasiado. No
podía dejar que una señorita se fuera a
casa sola. Te acompañaré hasta la puerta
de la habitación y después me iré.
Ruth se parecía demasiado a esas
veinteañeras que dejaban bien claro
desde el principio que no necesitaban a
los hombres para nada, pero que corrían
hacia ellos aterrorizadas en cuanto las
cosas comenzaban a complicarse. Sus
ojos negros, su piel caramelo y su pelo
rizado lo atraían. No le llamaban la
atención las mujeres con rasgos
occidentales, le parecían demasiado
previsibles. En sus viajes a África,
América y Asia había descubierto la
increíble fuerza que se ocultaba detrás
de todas aquellas mujeres oprimidas.
Caminaron por el pasillo en
silencio, como si fueran una pareja
aburrida que ya no tiene nada que
decirse. Cuando llegaron a la puerta,
Ruth abrió con su tarjeta y después
extendió su mano a Allan.
—Muchas gracias.
—No hay de qué. Mañana nos
vemos en la universidad. Mi agenda
para los dos próximos días es apretada,
pero tendré un par de horas libres.
—Gracias de nuevo, profesor
Haddon.
—Allan.
—Perdona, Allan.
La joven entró en la habitación a
oscuras y él se dio media vuelta,
caminando con paso rápido hacia el
ascensor. Se sentía un poco
decepcionado, por un instante se le pasó
por la cabeza que la joven lo invitaría a
entrar, pero no siempre conseguía
seducir a todas las mujeres.
Justo cuando apretaba el botón del
ascensor, un grito lo hizo pararse en
seco. Se giró para comprobar de dónde
venía el ruido y se lanzó a la carrera.
Era del cuarto de Ruth, estaba seguro.
4

Toledo, 20 de diciembre de
2014

La hermosa catedral estaba iluminada


por los potentes focos exteriores, pero
cuando Pedro atravesó la puerta del
palacio episcopal, las luces se apagaron
de repente. La escalera estaba casi a
oscuras. Ascendió a paso ligero, con la
sotana remangada y la cabeza en otra
cosa. No le gustaba su jefe. Monseñor
Yagüe, su superior, era el primado de
España, pero sobre todo era un tipo
implacable.
Pedro atravesó el pasillo y se
dirigió hasta el dormitorio del
arzobispo. Llamó a la puerta y entró sin
esperar contestación. La gigantesca
cama con dosel y recubierta de
terciopelo rojo estaba vacía. Monseñor
se encontraba sentado tras su escritorio.
Tenía el ordenador conectado y en sus
gafas redondas se reflejaba el brillo de
la pantalla. El arzobispo no parecía el
típico príncipe de la Iglesia. Era
delgado, con ojos pequeños, brillantes y
azules. Su frente despejada y su breve
bigote atenuaban lo aniñado de su cara.
No era normal que los miembros de la
Iglesia de Roma llevaran barba o bigote,
pero él no era un religioso corriente.
—Reverendísimo señor arzobispo
—dijo Pedro besando el anillo de su
superior.
—¿Por qué se ha retrasado tanto?
Llevo más de una hora esperándolo —
contestó el arzobispo, apagando el
monitor.
—Lo lamento, pero quería venir con
noticias frescas.
—¿Y bien…? —dijo, apremiando al
cura.
—Se ha confirmado la desaparición
de Giorgio Rabelais, como si se lo
hubiera tragado la tierra.
—No puede ser. Es uno de nuestros
mejores antropólogos del Vaticano, el
profesor católico más prestigioso del
mundo. ¿Qué dice la policía de Roma?
—No pueden comenzar la búsqueda
hasta pasada una semana. El profesor
Rabelais es un hombre adulto y puede
ausentarse cuando quiera sin dar
explicaciones —dijo Pedro, entregando
el informe de la policía.
—Pero su cuarto en el Instituto
Romano del Hombre estaba revuelto y
había restos de sangre, según pone en
este informe —dijo el arzobispo.
—La policía lo está valorando, pero
tienen un protocolo de actuación que
hay…
El arzobispo farfulló una queja y
después miró a su interlocutor. Aquel
joven era eficiente y tenaz, pero él
exigía el máximo de sus colaboradores.
—Hay que convocar a los Hijos de
la Luz. Por favor, encárgate de todo.
—Sí, reverendísimo señor
arzobispo.
—La reunión tiene que ser mañana
mismo, el lugar y la hora ya los conoces.
Te puedes retirar.
El joven sacerdote dejó la estancia y
se dirigió a su habitación. Notó que la
tensión de la reunión lo había dejado
agotado. No se acostumbraba a tratar
con el arzobispo. La angustia y el temor
eran demasiado fuertes. Recordó a su
madre y se preguntó si aquellas
Navidades podría ir a ver a su familia a
Burgos. Las cosas se estaban
complicando. Los miembros de los
Hijos de la Luz se reunían dos veces al
año, aquella reunión urgente podía
complicar extraordinariamente las
cosas. Tenía que ponerse manos a la
obra, y rápido. Si quería que doce de las
personas más ocupadas de la Iglesia
pudieran estar allí al día siguiente, debía
convocarlas con urgencia.
5

Berlín, 20 de diciembre de
2014

Allan corrió hasta la habitación. Los


gritos de Ruth eran cada vez más fuertes.
Cruzó el umbral y pudo ver por sí
mismo el motivo de la preocupación de
la joven. La cama estaba destrozada; el
colchón, rasgado; el escritorio, revuelto
y el gran espejo de la pared, hecho
añicos. La mujer lo abrazó y él intentó
valorar la situación mientras la rodeaba
con sus brazos.
—Tranquila, Ruth, seguramente
habrán sido unos vándalos. Berlín y
muchas ciudades de Europa siguen
teniendo altas cotas de pobreza, digan lo
que digan. Son frecuentes los robos en
los hoteles.
—No, han sido los mismos que
mataron a Giorgio.
—Giorgio no está muerto,
únicamente ha desaparecido. Será mejor
que dejemos las cosas como están, vente
a mi hotel esta noche y mañana
llamaremos a la policía.
—Pero ¿cómo voy a dejar todas mis
cosas?
—Es mejor que no toques nada. La
policía querrá analizar las huellas y
buscar pruebas.
—No sé lo que buscan, Giorgio
tiene lo que me dio mi abuelo. Ni
siquiera lo abrí. Se lo entregué tal y
como me lo dio él.
—Será mejor que nos marchemos.
Estaremos más seguros en mi hotel.
Allan sacó a Ruth de la habitación,
pidió un taxi en recepción y cruzaron la
ciudad desierta. En muchas aceras los
sin techo se calentaban con hogueras.
Europa todavía sufría los últimos
coletazos de la crisis. En algunas zonas,
el paro había llegado al cuarenta por
ciento y se habían llegado a ver colas
para la beneficencia en las principales
capitales del continente. La repatriación
obligatoria de cientos de miles de
inmigrantes no había logrado reducir la
pobreza, en muchas zonas la violencia
se había desatado y el ejército había
tenido que intervenir. Desde hacía unos
meses, la economía comenzaba a dar
signos de recuperación, pero a mucha
gente no le quedaban fuerzas para seguir
adelante.
El hotel de Allan, iluminado,
destacaba en medio de las calles
oscuras. En la puerta, dos guardias de
seguridad custodiaban el paso. Allan
tuvo que presentar la documentación
europea de Ruth, su aspecto no estaba
bien visto en muchos de los círculos
exclusivos de la alta sociedad. Allan
quiso pedir una habitación para ella,
pero Ruth insistió en quedarse en la del
profesor, ya que era suficientemente
amplia para los dos y prefería saber que
él estaba cerca.
Mientras ella se daba una ducha,
Allan encendió la televisión y comenzó
a ver un documental de historia.
—Muchas gracias, Allan. No sé qué
hubiera hecho sin ti —dijo Ruth después
de salir del baño. La chaqueta del
pijama del profesor le quedaba enorme,
pero le confería un aspecto de lo más
atractivo.
—No te preocupes por nada.
Giorgio te encomendó a mí.
—¿Cómo os conocisteis? No os
parecéis…
—La verdad es que somos muy
diferentes. Él es profundamente
creyente, yo un escéptico; él es
apasionado y altruista, yo me considero
práctico. La amistad es imprevisible —
dijo Allan acomodándose en el sillón de
la habitación.
—Puedes dormir aquí si quieres. La
cama es enorme —dijo Ruth dando unas
palmaditas al colchón.
—Estaré bien en el sillón —dijo
Allan.
—Como quieras, pero tal vez
debería dormir yo en el sillón.
—Mis compañeras de la universidad
me llaman machista, pero no lo puedo
evitar. Yo lo llamo galantería.
Los dos se rieron y Ruth apagó la
luz.
—Buenas noches.
—Que descanses, Ruth, mañana nos
espera un día muy largo.
El silencio de la habitación no pudo
acallar los pensamientos del profesor.
Giorgio Rabelais era el tipo de hombre
que se mete en líos por ayudar a su
prójimo. Lo había visto en acción en
Guatemala, la India y los barrios pobres
de París, pero no entendía por qué lo
había elegido a él. Su compromiso con
la antropología era claro: observar,
teorizar, pero nunca intervenir. El
hombre era algo demasiado complejo
para intentar cambiarlo. Abrió los ojos y
observó la paz que desprendía la cara
de Ruth. Al día siguiente la metería en
un avión rumbo a Barcelona y
recuperaría su ritmo de vida habitual,
pensaba mientras el sueño comenzaba a
invadirlo.
6

Viena, 21 de diciembre de
2014

El murmullo fue apagándose mientras el


candidato ascendía al estrado. La cena
había sido un éxito. Un centenar de los
hombres más ricos e influyentes de
Europa se sentaban en aquella sala del
hotel Hilton. Alexandre von Humboldt
se apoyó en la tribuna y miró por unos
instantes al público.
—Señoras y señores, les agradezco
su asistencia a la gala benéfica
organizada por el PGE, el Partido
Global Europeo. La crisis económica
del 2008 aún se deja sentir en muchas
familias de nuestra amada Europa.
Después de seis años de dificultades,
nuestro estimado continente comienza a
recuperar su fuerza. China y Japón se
han convertido, junto a los países
árabes, en el motor económico del
mundo, pero nosotros todavía tenemos
algo que decir ante el reto global de
erradicar la pobreza y el hambre —dijo
el político con voz suave. Sus ojos
azules centelleaban bajo la luz de los
focos.
El público parecía extasiado
mientras observaba el rostro atractivo
del candidato. Aquel hombre había
logrado lo que nadie creía posible:
estaba consiguiendo sacar a Alemania
de la crisis, había renovado el
Parlamento Europeo, había logrado que
se aprobara una constitución y
finalmente, se presentaba a las primeras
elecciones a la presidencia de los
Estados Unidos de Europa.
—Los europeos hemos creado el
mundo tal y como es. Nosotros
extendimos el conocimiento científico,
el desarrollo, la cultura y una tradición
ancestral que ha permitido al planeta
convertirse en lo que es. Puede que los
países asiáticos ahora tengan más dinero
que nosotros, pero nosotros seguimos
teniendo más genialidad. Ellos nos
imitan porque ven en nosotros un genio,
un halo que ellos nunca tendrán. Los
europeos no somos un pueblo de
esclavos, somos un pueblo de hombres
libres. Cuando los germanos y el resto
de tribus ocuparon el Imperio Romano
de Occidente estaban uniendo al poder
imperial latino la fuerza de la
comunidad de hombres libres germana.
Alemania va a salir de la crisis
fortalecida, aunque muchos de nuestros
ciudadanos hayan sufrido penurias. La
oposición ha criticado nuestra política
de repatriaciones de los últimos años.
Medio millón de turcos han tenido que
abandonar Alemania. Tan solo los mejor
adaptados han podido quedarse. Pero lo
mismo ha sucedido en Francia, Reino
Unido, Italia o España. No había
recursos para todos, la pobreza crecía
de día en día, ¿qué podíamos hacer?
¿Ver cómo nuestros hijos morían de
hambre? Es cierto que otros continentes
han padecido también la crisis. Cinco
millones de africanos han muerto de
hambre en los últimos cinco años, junto
a dos millones de latinoamericanos, tres
millones de hindúes y la lista podría
continuar. Nuestras oraciones son para
todos ellos y sus familias.
Un murmullo de aprobación se
extendió entre los comensales. Algunas
de las mujeres, vestidas de gala y con
valiosas joyas, se emocionaron con las
palabras del político.
—Esta cena ha sido organizada para
recaudar fondos para las organizaciones
benéficas católicas que están haciendo
un gran trabajo en nuestra amada
Europa. Dentro de unas semanas se
celebrarán las elecciones para elegir el
primer gobierno europeo. Hace más de
cincuenta años formamos un mercado
común, durante veinte años sentamos las
bases de las instituciones para crear una
Europa unida, pero ahora es el momento
de que esa unión se complete con la
formación de un gran Estado
multinacional. Un Estado con muchas
lenguas oficiales, con decenas de
tradiciones y sensibilidades, pero donde
el hecho de ser europeo nos honra. El
presidente de los Estados Unidos de
América nos ha mandado un mensaje de
apoyo, los gobiernos de todo el mundo
han felicitado al nuevo Estado que
surgirá de las urnas. Muchos son
también los que se oponen, pequeños
intereses egoístas, que sabremos
identificar y reducir a su mínima
expresión. Por favor, levantemos
nuestras copas por Europa —dijo el
candidato alzando un vaso que le había
acercado uno de los camareros.
—¡Por Europa! —contestó la
multitud puesta en pie.
7

Roma, 21 de diciembre de
2014

Los cardenales dejaron el gran salón y


dos de ellos, Rossi y Holmes, se
dirigieron a la gran basílica. En los
últimos años los turistas se habían
reducido notablemente, lo que había
afectado a las arcas vaticanas, pero el
número de peregrinos crecía cada vez
más. La desazón y la pobreza habían
hecho que mucha gente volcara sus
esperanzas en la fe, aunque también eran
frecuentes los asaltos a iglesias.
Numerosas voces acusaban a la santa
institución de no compartir sus riquezas
con los pobres, y solo se fijaban en sus
suntuosos edificios y el oropel de sus
celebraciones. No entendían que, pese a
eso, la Iglesia era la mayor institución
benéfica del mundo.
—Es paradójico que, cuando todo el
mundo creía que la Iglesia terminaría
por extinguirse en Europa, los templos
estén ahora abarrotados de fieles, surjan
decenas de miles de vocaciones, y los
hombres y las mujeres vuelven al redil
—dijo el cardenal Rossi.
—Sin embargo, tenemos problemas.
Las demás religiones también han
aumentado su influencia y hay disturbios
anticlericales en España, Francia e
incluso aquí, en la misma Roma —
contestó el cardenal Holmes.
—Pequeños inconvenientes, pero
Dios ha devuelto su poder a la Iglesia.
Europa ha reconocido sus pecados:
soberbia, lujuria y avaricia —enumeró.
—Sí, cardenal Rossi, pero
esperemos que la recuperación
económica no nos haga perder
influencia.
—El nuevo papa es el hombre más
carismático del siglo XXI. Desde Juan
Pablo II no teníamos un hombre tan…
capaz. Aunque sigue la línea
conservadora de las últimas décadas.
—No olvidemos que la lucha
continúa entre el papa y la Unión
Europea. El gobierno del nuevo estado
debería estar aquí, y no en Berlín. De
nuevo Roma sería el centro del poder
político y religioso —dijo el cardenal
Holmes.
—Pero eso es un asunto menor,
simbólico. El estado que se formará es
secular, pero nuestro peso en Europa
sigue creciendo. Nadie lo hubiera
pensado hace cuatro o cinco años, pero
los caminos de Dios son inescrutables.
Además, el candidato favorito se ha
declarado católico y admirador del
papa. Algunos hablan de un futuro
acuerdo entre el nuevo Estado y el
Vaticano que nos será muy favorable.
—Alexandre von Humboldt es un
buen hombre y nos ayudará a recuperar
el poder perdido —dijo el cardenal
Holmes.
—Eso es lo que esperamos.
—Pío XIII y Humboldt conseguirán
ellos solos lo que la Iglesia lleva
intentado desde hace décadas.
El cardenal Rossi hizo un gesto a su
compañero para que bajara el tono de
voz.
Los dos cardenales se separaron y
Holmes salió a la plaza. La multitud
parecía más pobre que la de hacía una
década, y aún podía verse la
desesperación en sus miradas. El
cardenal los observó con cierta
compasión, pero a las ovejas había que
guiarlas. Ellas solas no podían ir a
ninguna parte y solo la Iglesia sabía el
camino.
8

Berlín, 21 de diciembre de
2014

Dos grandes bolsas grisáceas


destacaban bajo los ojos negros de Ruth.
Llevaba la misma ropa que el día
anterior y, a pesar de haberse duchado,
no había podido maquillarse. Se miró de
nuevo en el espejo del hotel y sintió que
el corazón se le aceleraba. La habían
seguido hasta Berlín, conocían todos sus
pasos. Seguramente la estaban vigilando
cuando viajó a Roma, la vieron entregar
su paquete a Giorgio y ahora buscaban
algo más, pero ella no tenía nada.
—Ruth, ¿estás bien? —dijo Allan
desde el otro lado de la puerta.
—Sí, ya salgo.
Allan se puso a pensar en lo que le
había contado la chica el día anterior:
para ella, no había sido fácil quedarse
huérfana con once años, criarse con su
abuelo y saber que era una niña
adoptada. Su abuelo, Thomas Kerr, era
un sencillo empresario de Barcelona. A
pesar de su origen alemán, se había
adaptado muy bien a España. A ella la
había educado como a una española,
aunque había estudiado en el colegio
alemán y conocía el idioma a la
perfección. Su abuelo nunca hablaba de
su país, tampoco de Olga, su mujer
fallecida antes de que ella naciera.
Thomas Kerr nunca hacía referencias al
pasado. Ruth le había confesado que
nunca le había gustado su aspecto.
Quería ser como sus padres, rubia,
esbelta, con grandes ojos azules. En el
colegio alemán había sufrido el
desprecio de muchos compañeros, pero
el cariño de su familia siempre había
sido su refugio.
—Ya era hora —dijo Allan, con
gesto hosco. No quería que la lástima
que sentía por la chica lo influyera más
de la cuenta—. Tengo varios asuntos que
tratar.
—Pues será mejor que los arregles.
Ya has hecho mucho por mí. Iré al hotel,
meteré mis cosas en una maleta y me
marcharé lejos de aquí —dijo ella
frunciendo el ceño.
—Lo siento. No quería ser tan
brusco. Te acompañaré al hotel y
después ya veremos.
—No hace falta. Mira, ya tengo
veintiún años. Mi familia me ha dejado
una considerable fortuna. Pasaré una
temporada en los Estados Unidos hasta
que las cosas se calmen. Sea quien sea
el que me busca, se cansará cuando sepa
que no sé nada y que no tengo nada que
darle —dijo Ruth. Había angustia en su
voz.
—Iremos al hotel, llamaremos a la
policía y el resto ya se verá.
Allan le sonrió. Pensó en las cosas
que tenía que hacer. En lo que deseaba
pasar unos días en la ciudad
vagabundeando como un turista más. En
Oxford el trabajo era abrumador, sus
clases estaban a rebosar y era muy
difícil encontrar un hueco para sí mismo.
Miró a la joven, pensó en su amigo
Rabelais y sintió un escalofrío. Aquello
estaba tomando un cariz muy serio y él
no era un héroe de película.
9

Roma, 21 de diciembre de
2014

¿Por qué lo habían sacado fuera?


Llevaba una semana encerrado en aquel
sótano húmedo y apestoso, creía que
nunca más vería la luz del sol. Forzó la
vista y pudo contemplar el jardín de la
villa. Al fondo se veían las montañas.
No estaba en Roma, aunque seguramente
se encontraba cerca.
—¿Ves como cumplimos nuestras
promesas? Te has portado bien y
nosotros queremos compensarte —dijo
el hombre pequeño.
Apenas escuchó las palabras.
Intentaba observar la vida que lo
rodeaba. La belleza anestesiaba sus
huesos dislocados, los músculos
doloridos y la sensación de asfixia que
le producían las costillas rotas.
—Dinos lo que queremos saber y te
meteremos en un avión para Suramérica.
No volveremos a verte, no te
molestaremos.
El hombre levantó la cabeza con
dificultad. Sabía que todo aquello
formaba parte de un juego. No podía
esperarle otro destino que la muerte. Si
hablaba, todo sería más rápido. No
temía a la muerte. Sabía que en un abrir
y cerrar de ojos se vería cara a cara con
su maestro Jesucristo.
—No agotes nuestra paciencia —
dijo el hombre pequeño, cambiando el
tono de voz.
La piel del prisionero se erizó por el
frescor matutino. Se sentía tan vivo.
Intentó mentir, pero no pudo.
—Allan Haddon lo tiene. Es el
hombre al que deben buscar —dijo con
la voz entrecortada. Se sintió como el
apóstol Pedro la noche que negó a Jesús,
pero era la única forma de romper los
lazos que lo ataban a la vida.
—Gracias —dijo, sonriente, el
hombre pequeño. Miró al gigante y le
hizo un ligero gesto.
El verdugo sacó una pistola y apuntó
directamente a la cabeza de su víctima.
El hombre sintió el metal frío en la sien,
pero ya estaba muy lejos de allí,
murmurando una oración, justo antes de
atravesar las puertas del Paraíso.
10

Berlín, 21 de diciembre de
2014

La habitación estaba tal y como la


habían dejado la noche anterior. Los
intrusos no se habían limitado a
revolverla, la habían destrozado. Las
cortinas, el colchón, las sábanas y todo
el mobiliario estaban dañados. Allan
entró en el cuarto intentando no pisar
nada. Los cristales del suelo crujieron y
se paró en seco.
—Creo que es mejor que esperemos
a la policía. El recepcionista aseguró
que estarían aquí en cuestión de minutos
—dijo Ruth desde el umbral.
—Confío en la policía alemana,
pero pueden retener pruebas durante
meses. Solo quiero echar un vistazo —
dijo Allan, poniéndose unos guantes de
látex.
El hombre examinó los papeles que
había en el suelo, abrió los armarios y
miró la maleta de Ruth, pero no vio nada
sospechoso o llamativo. Después se
acercó a la mesa. Los cajones estaban
abiertos. Un taco de folios y un
bolígrafo permanecían en la mesa.
—Bueno, yo no veo nada —dijo
Allan mientras se quitaba los guantes.
—Lo que me dejó mi abuelo se lo di
a Giorgio.
Allan tomó uno de los folios y un
bolígrafo.
—Tengo que irme, pero te apunto mi
teléfono y dirección —dijo,
entregándole una tarjeta.
—Gracias —contestó,
decepcionada, la chica.
—Escríbeme aquí tus datos, si
descubro algo de Giorgio te informaré
de inmediato. Puede que esté de viaje, a
veces desaparece sin más —dijo Allan
intentando ser amable.
Ruth entró en la habitación, se apoyó
en la mesa para escribir su dirección y
teléfono, y después se lo entregó a
Allan.
—Ten, muchas gracias por todo.
—Gracias a ti —dijo Allan
intentando no mirar a la joven a los ojos.
Después se dirigió a la puerta.
Pensó en alguna frase de despedida,
pero lo único que se le ocurrió fue hacer
un gesto con la barbilla y escapar de la
vida de Ruth Kerr para siempre.
11

Berlín, 21 de diciembre de
2014

Afortunadamente había varios taxis en la


entrada. Se acercó al primero y entró.
Un hombre gordo y rubio le gruñó algo
en alemán.
—Por favor, lléveme a la
Universidad Libre de Berlín —dijo el
profesor.
Hacía calor en el vehículo, y decidió
quitarse el abrigo. Mientras sacaba los
brazos, el papel con los datos de Ruth se
cayó al suelo del automóvil.
Allan se hundió en el asiento e
intentó observar la ciudad nevada. El
manto blanco le hizo pensar en las
nevadas de su infancia, en su familia, y
en su madre, María, en su vida dedicada
a su único hijo, y en la dolorosa
renuncia a su carrera de antropóloga. La
alumna más estimada de Edward Evan
Evans-Pritchard, el mejor antropólogo
social de todos los tiempos.
Su vida en Oxford le había
permitido ser el niño mimado del All
Souls College y uno más de los hijos de
Evans-Pritchard. Él fue como el padre
que nunca conoció, desaparecido en la
selva de Guatemala hacía ya cuarenta
años.
Allan observó la figura redondeada
de la biblioteca de la universidad y
pensó que se parecía demasiado a un
globo medio desinflado.
—Por favor, déjeme en la puerta
principal —dijo Allan haciendo un gesto
con la mano.
El coche se paró frente a la entrada y
Allan se apeó. Caminó despacio
mientras se colocaba el abrigo. Justo
cuando estaba a punto de abrir la puerta,
escuchó una voz agitada detrás de él.
Cuando se giró, pudo observar la oronda
figura del taxista que se acercaba hacia
él con un papel en la mano. La luz
atravesaba la hoja y las letras de Ruth
parecían arañadas en el papel. Entonces
lo vio, fue un segundo, pero vislumbró
un símbolo vagamente conocido, una
pequeña marca de agua que se traslucía
en el papel.
Biblioteca de la Universidad Libre de Berlín.
12

Roma, 21 de diciembre de
2014

El cardenal camarlengo Angelo Ruini


caminaba de un lado a otro de la
habitación murmurando algo entre
dientes. La semana previa a la Navidad
se había convertido en una verdadera
pesadilla. El recién nombrado papa se
enfrentaba a su primer acto litúrgico de
importancia y las cosas en el Vaticano
andaban revueltas. Pío XIII era el
segundo papa alemán de los últimos diez
años. En realidad era austriaco, pero
para el caso, era lo mismo. Benedicto
XVI había fortalecido a una Iglesia en
claro retroceso en casi todos los frentes
y su sucesor comenzaba a gozar de las
mieles de una institución que recuperaba
terreno e influencia. Se habían logrado
controlar los casos de pederastia, los
descarados acuerdos con dictaduras o la
patente indiferencia de la Iglesia ante la
muerte y la pobreza que había producido
el capitalismo salvaje del primer
decenio del siglo XXI.
El camarlengo miró la hora en su
reloj de oro y resopló. Se acercó a la
ventana y contempló la plaza de San
Pedro. Los peregrinos se contaban por
millares y el día 25 serían cientos de
miles los que asistirían a los servicios
religiosos. Aquel era el peor momento
para que desapareciera un miembro del
personal. La policía había comenzado a
hacer preguntas. Aquella pequeña crisis
la debían resolver los servicios secretos
vaticanos.
Giorgio Rabelais era un tipo
inquieto. Había sido miembro de los
legionarios de Cristo, pero tras su salida
del grupo se había hecho jesuita. Era una
verdadera pesadilla para el Vaticano.
Sus descubrimientos antropológicos
escandalizaban a los buenos católicos
pero, aun así, Rabelais era parte de la
Iglesia y uno de sus hombres más
valiosos. Su desaparición levantaría una
gran polvareda en el peor momento de
todos. Justo cuando el papa tenía que
pasar su primer examen ante el mundo.
La puerta se abrió y entró una monja
vestida con un hábito sencillo. A pesar
del tocado y el color gris ceniza del
uniforme, la mujer era francamente
atractiva. El camarlengo la observó con
cierta antipatía. La hermana María era la
primera mujer que entraba en los
servicios secretos vaticanos. Las cosas
estaban cambiando muy lentamente en la
curia, aunque demasiado rápido para él.
—Excelencia —dijo la mujer
besando la mano del cardenal
camarlengo.
—Hermana, ¿por qué ha tardado
tanto? Sabe que la puntualidad es una de
las armas de las que se sirve Dios para
recordar a los hombres que son mortales
—dijo el camarlengo con gesto hosco.
—El tráfico romano no sirve a los
designios de Dios. La crisis no logró
terminar con los coches y las motos
italianas.
—Bueno, será mejor que nos
centremos en su misión —dijo,
sentándose en su silla.
La mujer miró la cara regordeta del
camarlengo y sus ojos pequeños de
color azulado. Tras la grasa todavía
podían contemplarse sus rasgos
milaneses y la fría arrogancia de su
origen noble. La hermana María se sentó
e intentó olvidarse de su orgullo, un
pecado persistente contra el cual aún
luchaba.
—Giorgio Rabelais ha
desaparecido. La policía está haciendo
muchas preguntas y el papa me ha
pedido que se resuelva el caso lo antes
posible. Antes de la misa del gallo debe
encontrar al antropólogo, ya sea vivo o
muerto.
—¿Insinúa que está muerto? —
preguntó la hermana María.
—No, Dios no lo quiera.
Seguramente estará perdido en una
expedición no autorizada en la selva o
en el Tíbet, me es indiferente, pero debe
aparecer cuanto antes.
—¿Tiene alguna pista sobre su
paradero?
—Lo único que sabemos es que en
los últimos años ha estado investigando
en Crimea y el Tíbet. Por cierto, uno de
sus doctorandos, el padre Woolf,
tampoco aparece. A partir de este
momento tiene licencia ilimitada para
actuar hasta el 31 de diciembre —dijo
el camarlengo.
—Muchas gracias, excelencia.
La mujer se levantó, besó la mano
del cardenal camarlengo y se encaminó
hacia la puerta. Una idea no dejaba de
dar vueltas en su cabeza. Aquella
sencilla misión apestaba. Giorgio
Rabelais era el hijo cainita de la Iglesia
y hasta el obispo más liberal se
alegraría de que desapareciera. ¿Por qué
tanto interés por encontrarlo? Se temía
que le hubieran encomendado esa misión
por ser más turbia de lo que el
camarlengo quería admitir. Si algo salía
mal, no tenían más que echarle la culpa
a ella, la única mujer espía del Vaticano.
13

Berlín, 21 de diciembre de
2014

Cuando Ruth recibió la llamada de


Allan, no se lo podía creer. El
prestigioso profesor de antropología le
había dejado claro apenas unas horas
antes que no quería involucrarse en la
desaparición de su colega, pero algo
había sucedido y ahora ella se dirigía en
un taxi a la biblioteca de la Universidad
Libre de Berlín.
La nieve comenzaba a cuajar en los
parques del campus y la hilera de
árboles huesudos se retorcía al paso del
vehículo. Cuando apareció la figura del
edificio de la biblioteca, Ruth se
estremeció. Llevaba muchas horas sin
dormir, inquieta por lo sucedido en el
hotel, pero lo que realmente le
preocupaba era lo que pudieran
descubrir.
El coche se detuvo frente a la
entrada y la joven se apeó. Un frío
húmedo le caló los huesos y aceleró el
paso hasta el edificio. No se veía a
muchos estudiantes, la mayoría no
acudía a la universidad en aquellas
fechas próximas a la Navidad.
Ruth abrió la puerta y las formas
redondeadas de su interior la
sorprendieron más que su exterior. El
suelo gris azulado estaba marcado por
un inmenso escudo en blanco. Unas
pasarelas blancas que asemejaban las
formas de un inmenso tobogán estaban
repletas de estanterías y libros. El techo
acristalado creaba una atmósfera
parecida a la que debió vivir Jonás
dentro del gran monstruo marino que se
lo tragó.
Ruth caminó por el inmenso edificio
intentando encontrar al profesor
Haddon, pero fue él quien la encontró a
ella.
—Ruth, venga —la apremió el
profesor con un tono demasiado alto
para una biblioteca pública.
La chica lo miró sobresaltada y
caminó hasta una de las mesas. Allan
parecía alguien totalmente distinto. Su
rostro indiferente y su actitud
malhumorada habían cambiado por
completo. La miraba con una sonrisa y
sus ojos expresaban una emoción que no
había visto hasta ahora.
—¿Le dice algo el nombre de
Ahnenerbe? —preguntó él antes de que
ella llegara hasta la mesa.
—¿Ahnenerbe? —repitió ella con un
gesto de confusión. Sabía alemán, pero
aquella palabra parecía serle totalmente
desconocida.
—¿Nunca escuchó a su abuelo
hablar de la Ahnenerbe? Tal vez vio este
símbolo en algún sitio —dijo Allan
señalando un grabado en uno de los
volúmenes que tenía sobre la mesa.
Ruth miró atentamente la hoja. El
emblema era muy sencillo, parecía un
dibujo hecho por un niño. Una espada
rodeada por una especie de nudo y
encerrada en un círculo en el que había
unos signos extraños.
—Me suena vagamente —dijo la
chica.
—El nombre de la Ahnenerbe se
encontraba como marca de agua en el
papel en el que apuntó su teléfono. ¿De
quién era ese papel?
—Lo tomé de casa, mi abuelo
siempre tenía papeles por todas partes,
esas cuartillas estaban en su estudio.
—Ve estas letras… son runas. El
emblema pertenecía a la Ahnenerbe —
dijo Allan emocionado.
—Pero ¿qué es la Ahnenerbe? —
preguntó, impaciente, Ruth.
—Fue una de las instituciones
creadas por Himmler, el director de las
SS —contestó Allan.
—¿Una organización nazi? —Ruth
parecía realmente asombrada.
—La Comunidad para la
Investigación y la Enseñanza sobre la
Herencia Ancestral. Ese era su nombre
oficial.
—¿Mi abuelo era un nazi?
14

Viena, 21 de diciembre de
2014

El estrado se levantaba tres metros


sobre la plaza del ayuntamiento.
Alexandre von Humboldt era austriaco
de nacimiento y se sentía orgulloso de
comenzar allí la campaña oficial por la
presidencia de la Unión de Estados
Federales Europeos. El nuevo Estado
que comenzaba a dar sus primeros pasos
era todavía una amalgama de reinos,
repúblicas y otras administraciones
pequeñas. Había varios reyes coronados
y decenas de idiomas distintos, pero
Europa no podía permitirse vivir otros
cincuenta años sin dar el paso definitivo
y convertirse en el segundo estado más
grande y poblado del mundo, solo
superado por la República Popular
China.
Alexandre miró a la multitud desde
el estrado y levantó las manos para que
el rumor fuera disipándose, dando lugar
a un silencio expectante.
—Ciudadanos de Europa, hoy es un
día histórico. Durante siglos los
habitantes de este continente se han
matado unos a otros. Nuestro pasado es
como un eterno campo de batalla, donde
las civilizaciones más avanzadas se
peleaban para dividirse el mundo.
Ahora es el momento de unir a Europa
bajo una bandera, un gobierno y una sola
voz —dijo el candidato a la multitud. El
público comenzó a aplaudir y la plaza se
llenó de murmullos de nuevo.
El acto estaba trasmitiéndose en
directo a todo el planeta. Alexandre era
el favorito según las encuestas, la
izquierda estaba dividida y todo el
mundo lo daba a él por ganador.
—Somos un pueblo cuyos lazos
culturales son variados, pero todos
venimos del tronco común del
cristianismo. La Iglesia católica ha
emprendido un proceso de unificación
con algunas de las iglesias separadas.
Su ejemplo de unidad nos anima a crear
un Estado fuerte que apoye a los Estados
Unidos en su lucha contra el terrorismo
y el avance del islam.
El público volvió a explotar de
emoción. La crisis económica, los
atentados terroristas y el problema de la
inmigración habían sido las principales
preocupaciones de los europeos en los
últimos años. Muchos querían un
Gobierno fuerte que lidiara con los
grandes problemas, aunque fuera
dejando de lado algunos de los
principios básicos de la cultura
occidental como la solidaridad, la
tolerancia y el pluralismo.
—Cuando los europeos nos
levantemos y lideremos el mundo, el
orden, la paz y el progreso volverán a
ser los tres grandes cimientos sobre los
que construyamos un nuevo orden
internacional.
Alexandre saludó a la muchedumbre
y dejó el estrado rápidamente. Estaba
amenazado por varias organizaciones
terroristas y cada día dormía en una
ciudad diferente. Cuando bajó las
escalinatas y corrió con sus
guardaespaldas al coche blindado,
observó la pequeña manifestación en su
contra organizada por ecologistas y
algunas asociaciones cívicas. Dentro de
unas semanas tomaría el poder y
barrería toda esa escoria izquierdista de
Europa, pensaba mientras se acomodaba
en los asientos de piel del coche.
15

Berlín, 21 de diciembre de
2014

—Nunca había escuchado ese nombre


—dijo Ruth mientras se sentaba junto a
Allan.
—Es normal, fue una organización
especializada que se encargó de realizar
varios estudios técnicos que en la
mayoría de los casos pasaron
desapercibidos —dijo el profesor,
apretando un botón del teclado.
—¿Eran nazis al servicio de Hitler?
—preguntó la chica en voz baja.
—Pertenecían a las SS y estaban
bajo las órdenes de uno de los
lugartenientes de Hitler, Himmler. La
misión de la Ahnenerbe era indagar en
los orígenes de la raza aria, pero
también estudiaba fenómenos esotéricos.
Es bien sabido que los nazis organizaron
búsquedas de las reliquias más
apreciadas del mundo —dijo Allan
mientras pasaba por la pantalla
información sobre algunas de las
expediciones de la organización.
—¿Eran científicos? —preguntó
Ruth, extrañada.
—La mayoría de ellos sí, pero su
ideología nazi estaba por encima,
aunque a algunos lo único que les
interesaba era medrar rápidamente. El
desarrollo de la organización fue muy
rápido, llegó a reunir unos cuarenta y
tres departamentos. Algunos estaban
dedicados a las cosas más extravagantes
que puedas imaginar: el yoga, el zen,
doctrinas esotéricas o ciencias
paranormales —dijo Allan, mientras
imprimía algunas de las imágenes y
documentos.
—Pero ¿qué tiene que ver eso con
mi abuelo? Él nunca mostró una
ideología de extrema derecha. Sabía que
había luchado en la Segunda Guerra
Mundial, como todos los alemanes de su
edad, pero no puedo creer que
perteneciera a las SS —dijo Ruth
mirando los papeles.
—Nunca llegamos a conocer a
alguien del todo. Puede que renegara de
su pasado —dijo el profesor guardando
los documentos.
—¿Y si todo fuera más simple?: mi
abuelo guardó algo importante de esa
organización y quería que Giorgio lo
estudiara, pero alguien no quiere que
salga a la luz.
—Hay varias cosas que no están
claras. ¿Por qué tu abuelo tardó tantos
años en desvelar lo que sabía? ¿No te
parece extraño que esperara al día de su
muerte para entregarte el paquete,
aunque te pidiera que no lo abrieras?
—Tal vez…
Ruth miró hacia otro lado e intentó
tragar saliva.
—Tenemos que marcharnos —dijo
Allan.
—¿Adónde?
—Tengo un amigo en el Museo Judío
de Berlín, él nos puede echar una mano.
—¿Cómo? —pregunto ella,
siguiendo a toda prisa los pasos del
profesor.
—Es uno de los pocos judíos
berlineses que sobrevivió a la matanza y
ha dedicado toda su vida a investigar
sobre el nazismo…
—Pero ¿qué edad tiene? —preguntó
Ruth.
—Tiene ochenta y siete años, pero
se conserva en buena forma. Pasa la
mayor parte del día en el museo. Él y
otros miembros de la comunidad
consiguieron reabrirlo en 1999. Desde
entonces, está más tiempo allí que en su
casa.
Los dos salieron del edificio y
caminaron sobre la nieve hasta la parada
del autobús. Esperaron unos minutos
hasta que el moderno transporte amarillo
apareció entre los árboles. Cuando
subieron al vehículo, no se percataron
de que un coche se ponía en marcha y
los seguía a corta distancia.
16

Toledo, 21 de diciembre de
2014

El arzobispo entró en el salón y saludó a


los doce miembros que habían acudido a
su llamada. Algunos llevaban todo el día
viajando desde los puntos más remotos
del planeta: Norteamérica, Argentina,
Sudáfrica y diferentes países de Europa.
Cuando el arzobispo se sentó, el
cardenal Scott hizo un gesto y comenzó a
hablar.
—¿Por qué nos has convocado con
tanta urgencia? Nuestra próxima reunión
estaba prevista para el 2 de enero. ¿Qué
es eso tan importante que tenías que
tratar?
—Se ha producido una crisis. Sabéis
que nuestra misión consiste en proteger
a la Iglesia de sus enemigos, y un nuevo
peligro nos acecha —dijo el arzobispo.
Un obispo sudafricano se echó para
adelante y señaló con el dedo al
arzobispo.
—Las cosas no pueden continuar así.
Nosotros hemos apoyado la elección de
Pío XIII, pero otra cosa muy distinta es
que el papa apoye abiertamente a un
político. No se veía algo igual desde la
época de Carlomagno, solo falta que lo
corone en Roma. ¡Creía que el papa era
más independiente!
—El papa quiere paz y orden, eso es
todo. La alianza con el PGE es tan solo
circunstancial, nuestros asuntos
trascienden lo terrenal —dijo el
arzobispo.
—No entiendo por qué es tan
importante la desaparición de ese
antropólogo revolucionario. ¿Cómo se
llama? —comentó otro de los reunidos.
El arzobispo mantuvo un corto
silencio, se apoyó contra el respaldo de
su silla y comenzó a hablar lentamente:
—Giorgio Rabelais. Es un miembro
de la Iglesia y ha desaparecido. Al
parecer, poseía una información de vital
importancia
—Pero el Vaticano se encargará de
enviar a alguien para que investigue —
dijo el cardenal Scott.
—Ya ha salido hacia Alemania, es la
hermana María —dijo el arzobispo—.
Esa es al menos la información que nos
han facilitado.
—Entonces, ¿qué más podemos
hacer?
—Estimado cardenal, debemos
recuperar esa información antes que los
servicios secretos vaticanos. Pío XIII
parece un poco reacio a escuchar
nuestros buenos consejos. Debemos
averiguar antes que los servicios
secretos qué esconde ese Rabelais.
—Entiendo. ¿A quién enviaremos
nosotros? —preguntó el obispo de
Sudáfrica.
—Tiene que ser el mejor —dijo el
cardenal Scott.
—Llevamos unos días vigilando al
profesor Allan Haddon y a Ruth Kerr,
pero hoy mismo se unirá al equipo
Marcelo Ivanov.
—¿El Ruso? ¿Cree qué puede
controlar a ese hombre? Ya sabe lo que
pasó en 2008 en Austria con el
candidato de la extrema derecha. Le
ordenamos que lo frenara y no se le
ocurrió otra cosa que provocar un
accidente —dijo el cardenal Scott.
—Pero nadie sospechó de los Hijos
de la Luz. Contamos con más de
doscientos años de existencia y
seguimos en el más absoluto anonimato,
creo que eso demuestra que actuamos
con prudencia —dijo el arzobispo.
Respiró hondo y comenzó a recordar la
historia de la orden secreta—. Cuando
Napoleón creó la logia en 1804, sabía
que era la única manera de perpetuar sus
ideas liberales. En muchas ocasiones
perdimos el control de la Iglesia, pero
logramos que se celebraran dos
concilios generales, apoyamos la
Teología de la Liberación y promovimos
algunos de los cambios revolucionarios
del mundo. El nuevo papa no es un
rebelde, pero comparado con los dos
pontífices anteriores, su ideología es
radical.
El resto del grupo lanzó una
carcajada. Los Hijos de la Luz llevaban
mucho tiempo esperando una
oportunidad para cambiar la actitud
reaccionaria de la Iglesia, pero el peso
de los grupos ultraconservadores como
los legionarios de Cristo o el Opus Dei
había reunido más poder del que ellos
podían imaginar.
17

Berlín, 21 de diciembre de
2014

Allan ya conocía el Museo Judío de


Berlín, por eso cuando descendió del
autobús no se extrañó de sus paredes
irregulares de cinc. Parecía un
aglomerado metálico que alguien había
arrojado en medio de la plaza. Ruth, en
cambio, observó sorprendida el
edificio. Nunca había visto nada
parecido. Unas grandes cicatrices
recorrían la fachada, rompiendo la
sensación de fuerza y frialdad de la
mole metálica. Los árboles pelados del
invierno y la alfombra blanca de la
nieve daban a la plaza un aspecto
fantasmagórico e irreal.
Allan se acercó a la recepcionista y
preguntó por su amigo. El gran vestíbulo
estaba completamente desierto. Eran
escasos los turistas que se acercaban
hasta allí, el museo llevaba
relativamente poco tiempo reabierto.
—¿Por qué hay tan poca gente? —
preguntó Ruth.
—Es hora de almorzar, creo que la
emoción nos ha hecho olvidar la comida
—comentó Allan haciendo un gesto
sobre su estómago.
—No he pensado en comer ni una
sola vez.
—Mira, por allí llega mi amigo.
Un hombre mayor vestido de manera
informal, con unos vaqueros y una
sencilla camisa a cuadros, caminó
deprisa hasta Allan y lo saludó dándole
un abrazo. Su rostro era el único signo
externo de envejecimiento. Se movía
con agilidad, estaba delgado y parecía
lleno de energía.
—No esperaba que vinieras a
visitarme hoy —dijo el hombre mientras
observaba a Ruth.
—Permíteme que te presente a una
amiga, la señorita Ruth Kerr. Ella es la
causa de que adelantara mi cita contigo.
El profesor Moisés Peres.
—Señorita —dijo el hombre
besando la mano de la chica.
—¿Es usted español? —preguntó
Ruth.
—Me temo que no, pero mis
antepasados sí lo eran. Eran judíos
sefardíes. Mi familia lleva en Alemania
más de quinientos años. Por favor,
vengan conmigo, será mejor que
almorcemos algo antes de que nos
cierren el comedor. La comida del
museo está deliciosa. Invito yo.
Allan y Ruth siguieron a Moisés a
través de los pasillos retorcidos. El
anciano se dio la vuelta y les comentó:
—¿Ya conocía el museo, señorita?
—No, es la primera vez que visito
Berlín. Mi abuelo era alemán, pero
nunca había estado antes en la ciudad.
Conozco Baviera y Austria.
—Yo sigo asombrando por la
espectacular construcción de Daniel
Libeskind. Algunos expertos en
arquitectura dicen que es el edificio más
emblemático del siglo XXI. El
revestimiento de cinc propone una
relación absolutamente novedosa entre
arquitectura y contenido museístico. ¿No
le parece?
—Me recordó al museo Guggenheim
de Bilbao —comentó Ruth.
—No, por favor —dijo horrorizado
el anciano. Les abrió la puerta del
restaurante y se sentaron en una de las
mesas—. Daniel Libeskind dijo que era
un diseño «entre líneas», que describe
las tensiones de la historia judeo-
alemana a partir de dos ejes: uno recto
pero quebrado en varios fragmentos y
otro articulado con final abierto.
—Una especie de puzle histórico —
dijo Allan.
El anciano lo miró de reojo y
continuó con su explicación:
—En los cruces entre ambos se
encuentran los vacíos, espacios huecos
que atraviesan todo el museo. La
arquitectura convierte a la historia
judeo-alemana en una experiencia
sensorial, formula nuevas preguntas e
invita a la reflexión.
—Entiendo —dijo Ruth,
desconcertada por la vehemencia del
hombre.
—Estimado Moisés, no hemos
venido aquí para hablar de arquitectura
—bromeó Allan.
—Me imagino que no, pero debemos
caminar con los ojos abiertos para no
caernos. El conocimiento alumbra
nuestros pasos —refunfuñó el anciano.
—Eso es cierto, hemos venido hasta
aquí para que tu conocimiento alumbre
nuestros pasos —bromeó Allan.
Una camarera turca les sirvió el
primer plato y el profesor Peres pareció
relajarse por primera vez. Ruth lo
observó con detenimiento. No podía
concebir que aquel hombre fuera la
representación viva del Holocausto.
Cada vez quedaban menos testigos vivos
de aquel horror. Tuvo la tentación de
preguntarle por su vida, pero prefirió
que Allan tomara la iniciativa.
—Hemos venido para que nos
hables de la…
—De la Ahnenerbe —dijo Moisés,
sin levantar la vista del plato.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ruth
con la boca abierta.
—Muy sencillo, señorita: usted se
llama Ruth Kerr, han venido al Museo
Judío de Berlín a preguntar a un
especialista en el Holocausto y, sobre
todo, por las cuartillas que sobresalen
de esa carpeta azul.
Los tres se rieron. Ruth se olvidó
por unos momentos de la investigación y
comió con placer mientras contemplaba
los árboles del jardín. Aquel
melancólico día de invierno era una
postal perfecta de Navidad.
—Prefiero que durante el almuerzo
hablemos de cosas más agradables. No
quiero que se les indigeste la comida —
dijo Peres intentando cambiar de tema.
—¿Qué tal marcha el museo? —
preguntó Allan.
—Eso es trabajo, prefiero que me
cuentes cómo están tus hermanastros.
—No son mis hermanastros. El
profesor Evans-Pritchard tan solo fue el
mentor de mi madre y la ayudó
económicamente cuando mi padre
desapareció —dijo Allan. No le gustaba
mucho hablar de su familia. Su madre
había muerto hacía diez años, y cuando
se aproximaban las fechas navideñas no
podía evitar sentir nostalgia del pasado.
—Su madre fue una santa —dijo
Peres dirigiéndose a Ruth—. Tuvo que
sacarlo adelante ella sola, trabajó en el
café del college y siguió investigando
por las noches.
—Pero nunca se doctoró —
puntualizó Allan.
—Tal vez no, pero sabía más que
muchos de los catedráticos de la
universidad —refunfuñó el viejo
profesor. No le gustaba que Allan tirara
por tierra la capacidad de su madre.
Durante un tiempo se sintió atraído por
ella y por la fuerza interior que
desprendía.
—¿Y de qué sirve eso? Su nombre y
sus investigaciones han caído en el
olvido.
—Mira, Allan, tu madre era la mejor
alumna del profesor Evans-Pritchard y
tú te hiciste antropólogo por ella.
—En eso te equivocas, Moisés,
Evans-Pritchard fue el que me animó a
hacerme antropólogo. Mi madre hubiera
preferido que estudiara otra cosa —dijo
Allan, frunciendo el ceño. Aquella
conversación había derivado en una
incómoda discusión sobre sus padres.
—Ella valoraba tu talento, pero
tenía miedo de que te perdieras en una
expedición antropológica como le
sucedió a tu padre.
—Eran otros tiempos —dijo Allan,
sin querer entrar en detalles.
Moisés contempló el gesto molesto
de su amigo y decidió cambiar de tema.
Se dirigió a Ruth y examinó sus
hermosos rasgos caoba. La estilizada
figura de la muchacha le daba la
apariencia de una princesa africana.
—Entonces, su abuelo era miembro
de la Ahnenerbe.
—No lo sabemos a ciencia cierta.
Encontré en su casa un bloc con la
marca de agua de la organización, y él
me dio un paquete antes de morir para
que se lo llevara al antropólogo del
Vaticano Giorgio Rabelais —dijo la
chica.
—Giorgio, el bueno de Giorgio,
¿cómo se encuentra? —preguntó Peres.
—Es una de las razones por las que
estamos aquí. Ha desaparecido —dijo
Allan.
—¿Desaparecido? —preguntó
Moisés, sorprendido.
—Sí, al parecer lleva unos cuantos
días en paradero desconocido —dijo
Allan.
—¿Y en el paquete había
información sobre la Ahnenerbe? —
preguntó Moisés.
—Lo desconocemos, son simples
suposiciones —dijo Ruth.
—Entiendo —dijo Moisés. Se apoyó
en los codos y, con la mirada perdida,
comenzó a reflexionar.
El profesor Moisés Peres era un
hombre alegre y optimista a pesar de su
trágico pasado. Había perdido a todos
los miembros de su familia antes de los
quince años, y estuvo tres años y medio
en Auschwitz. Después regresó a una
Alemania devastada que seguía odiando
a la gente como él. Levantó diferentes
monumentos en recuerdo a los judíos
asesinados y consiguió que varios
campos de exterminio fueran
conservados. Toda una vida dedicada a
salvaguardar la memoria del mundo.
—Necesitamos tu ayuda. Sabemos
en parte a qué se dedicaba la
Ahnenerbe, pero si conociéramos la
vinculación de Thomas Kerr con ellos y
en qué misiones participó, nos daría
pistas sobre el paquete que Ruth entregó
a Giorgio —dijo Allan.
—Antes de hablar de la Ahnenerbe
hay que mencionar a otra organización,
la Oficina de la Raza y el asentamiento
de las SS, la llamada RuSHA —dijo
Moisés cruzando los dedos como si
intentara levantar una plegaria.
—¿La RuSHA? —preguntó Ruth,
extrañada.
—A veces pensamos que los nazis
levantaron toda su industria del horror
de la nada. Que un día se despertaron y
crearon la maquinaria más despiadada
de la historia de la humanidad, pero no
fue así. En muchos casos establecieron
organizaciones con fines menores, que
terminaron convirtiéndose en monstruos
sedientos de maldad. La RuSHA fue una
de ellas.
Ruth miró impaciente a Moisés.
Quería saber más aunque el
conocimiento le causara dolor.
—Será mejor que me sigan.
Seguiremos hablando en mi despacho —
dijo Moisés, enigmático.
Museo Judío de Berlín.
18

Berlín, 21 de diciembre de
2014

María se había quitado el hábito para


pasar desapercibida entre los
estudiantes de la universidad. Su pelo
rubio, la cara pecosa y los ojos verdes
parecían los de una joven más que
caminaba despreocupada por el campus.
Uno de sus enlaces la había llevado
hasta Allan y Ruth, pero ella prefería
trabajar sola. Quería que su colaborador
le prestara el coche para seguir a los
dos objetivos, que salieron
inesperadamente de la biblioteca, pero
no le estaba resultando nada fácil.
—Será mejor que se marche. Creo
que puedo apañármelas sola —dijo
María intentando sonreír.
El agente del Vaticano la miró de
arriba abajo y se mantuvo en silencio,
apoyando las manos sobre el volante y
con la cabeza hacia atrás.
—No creo que esté sordo. Esta
misión es altamente confidencial y tiene
que marcharse.
—Hermana María, el camarlengo en
persona me pidió que no la perdiera de
vista y que la acompañara a todas
partes.
—Pero yo solo doy cuentas ante el
papa; será mejor que me deje sola.
—No —dijo el hombre, mirándola
por encima de las gafas de sol.
María lo cogió por el cuello y
comenzó a asfixiarlo. El hombre intentó
aflojar el agarre de la monja, pero no
pudo.
—Hermano, hablo en serio. No voy
a arriesgar esta misión por el capricho
de un cardenal. Puedo mandarlo a un
hospital o directamente al cielo, pero le
aseguro que no se saldrá con la suya.
El hombre hizo un gesto para que lo
soltara y la mujer aflojó un poco el
brazo para que hablase. Su víctima
empezó a toser, poco a poco perdió el
color amoratado.
—No es nada personal —dijo la
monja colocándole el traje.
El rostro del hombre comenzó a
serenarse; se recostó sobre el asiento.
—Me quedo con su coche. Si lo
llamo, quiero que venga a toda prisa.
Ahora, márchese.
El agente bajó del vehículo y
comenzó a caminar por las calles
nevadas. Su chaqueta apenas lo protegía
del viento frío que estaba empezando a
levantarse. María lo miró indiferente.
Llevaba dos años trabajando para los
servicios secretos vaticanos. No era una
profesión fácil, sabía que nunca sería
beatificada por ello, pero ser un soldado
de Cristo tenía un precio. La Iglesia
estaba rodeada de enemigos y debía
protegerla. Había sobrevivido más de
dos mil años gracias a su inmenso
poder. La Biblia lo decía claramente,
había que ser mansos como palomas
pero astutos como serpientes. Ella era
una serpiente.
19

Berlín, 21 de diciembre de
2014

El profesor Peres había preferido llevar


a Ruth y Allan a su despacho, no quería
hablar de ciertas cosas en el restaurante
del museo. Tomaron el ascensor y
llegaron a la parte más alta del edificio.
Abrió la puerta y entraron en un
despacho atestado de libros y papeles
hasta el techo. El gran ventanal que daba
al jardín y una pequeña parte del suelo
de madera eran los únicos espacios
libres. Peres se sentó detrás de su
escritorio cubierto de papeles, Ruth y
Allan apenas lo veían entre las montañas
de libros y documentos.
—Esto está peor que la última vez
que estuve aquí —dijo Allan en tono de
broma.
—Todo está en su sitio, aunque no lo
parezca —refunfuñó el anciano. No le
gustaba que la gente criticara su forma
de trabajar.
—Nos estaba hablando de la RuSHA
—dijo Ruth.
—Sí, os decía que todo tiene una
perversa lógica que lleva poco a poco al
horror. Con la creación de la RuSHA,
las SS buscaban vigilar la pureza racial
de los candidatos al cuerpo. Al
principio era una pequeña oficina que se
encargaba de supervisar los
matrimonios de los miembros. Pedían
expedientes a las familias de las novias
de los SS para asegurar su pureza de
sangre, pero la organización fue
creciendo. Se llegaron a reunir hasta
doscientos cuarenta mil expedientes
individuales del personal de las SS y
sus cónyuges, en los que se incluían los
detalles personales y familiares y sus
orígenes raciales, antecedentes
necesarios para recibir el permiso para
casarse —dijo Peres.
Ruth se puso en pie y comenzó a
hablar, nerviosa:
—Es terrible. Sabían hasta el más
íntimo detalle de sus hombres.
—Ahora, gracias a las bases de
datos, muchos gobiernos tienen toda la
información sobre sus ciudadanos. Las
cosas no han cambiado tanto —dijo
Allan.
—La información no es el problema
—comentó Peres—. El problema es el
uso que se haga de esa información. Los
Aliados incautaron en 1945 gran parte
de los archivos. La mayoría son
registros de bodas de miembros del
personal de las SS durante el período
1932-44, así como algunas cartas
personales hasta marzo de 1945.
—¿En qué consistía el proceso? —
preguntó Allan.
—La verdad es que era lento y
tortuoso. Cada hombre, junto con su
novia, debían rellenar un extenso
cuestionario, tenían que someterse a un
examen físico y preparar los datos
genealógicos de sus antepasados
nacidos después del 1 de enero 1800[1]
para probar su linaje ario. Los
funcionarios de la RuSHA evaluaban los
datos y aceptaban o denegaban las
demandas. Estas medidas también
afectaron a los extranjeros miembros de
las Waffen-SS, en especial a los
voluntarios de los Estados de Europa
Occidental como los Países Bajos,
Noruega, Bélgica y Dinamarca —dijo.
Allan se dirigió a la mujer
intentando explicarle el propósito de los
nazis.
—Las SS pretendían crear una élite
racial. Los más puros entre los puros.
—Comprendo —dijo Ruth.
—El cumplimiento de las leyes
racistas sobre el matrimonio resultó un
tanto problemática. Hubo muchas
infracciones y se produjeron muchos
castigos leves. En el año 1937, más de
trescientos miembros de las SS fueron
expulsados de la organización por
contravenir la ley. En noviembre de
1940, Himmler reintegró al personal de
las SS expulsado en virtud de las leyes
sobre el matrimonio; los alemanes no
podían permitirse perder tantos reclutas.
Los registros eran muy exhaustivos y
además de la información general
incluían datos relativos a las historias
clínicas, las razones por las que no se
concedía la autorización para el
matrimonio, los hijos nacidos fuera del
matrimonio y otros datos generales —
explicó el anciano judío.
—Eso significa que si mi abuelo
perteneció a las SS aparecerá en los
archivos de la RuSHA —dijo Ruth.
—Sin duda —contestó Peres.
—Pero ¿dónde están esos registros?
—preguntó Allan.
—Los originales de todos los
registros de la RuSHA están ahora bajo
la custodia de la Bundesarchiv en
Friburgo —dijo Peres.
—¿Friburgo? —preguntó Allan.
—Es una ciudad cercana a la
frontera con Francia. Hoy es sábado, no
abrirán sus puertas hasta el lunes.
Podéis tomaros el viaje como una
excursión —propuso.
—Tengo que estar en Inglaterra la
semana que viene —refunfuñó Allan,
que no quería pasarse una semana entera
en Alemania.
—Es muy sencillo. Esta noche os
quedáis en mi casa. Allí hay algunos
papeles que os pueden interesar. El
domingo por la mañana os acompaño a
Friburgo y el lunes por la tarde nos
acercamos a Stuttgart para que tomes el
avión a Londres —zanjó Peres.
Allan se quedó pensativo. Deseaba
marcharse y olvidarse de todo el asunto,
pero le preocupaba la situación de su
amigo el sacerdote y la seguridad de
Ruth. No podía irse sin más y dejarla en
manos de unos locos. Si el abuelo de
Ruth se había tomado tantas molestias en
guardar algunas pruebas sobre la
Ahnenerbe, eso solo podía significar una
cosa: merecía la pena seguir adelante.
—De acuerdo, pasaremos la noche
en tu casa y mañana iremos juntos al
archivo. Deja que haga una llamada para
que manden mi equipaje a tu casa —dijo
Allan.
—Será estupendo descubrir juntos lo
que se oculta tras este misterio. La vida
en el museo es demasiado monótona —
dijo Peres.
El símbolo de la Ahnenerbe.
20

Bruselas, 21 de diciembre de
2014

Alexandre von Humboldt colgó el


teléfono de su jet privado y tomó un
trago largo de coñac. Quedaban dos
semanas para las elecciones, pero su
cuerpo acusaba la fatiga de los últimos
días de campaña. Europa era un vasto
continente para recorrerlo de cabo a
rabo en busca de un puñado de votos.
Había memorizado algunas palabras en
más de quince idiomas y podía dar un
discurso completo en cuatro.
Se acordó de su familia, muerta en
un accidente en el que él salvó la vida
milagrosamente. Habían pasado tres
años, pero las imágenes de dolor
acudían a su mente cada vez que se
relajaba. El coche se había salido en una
de las carreteras secundarias de Viena.
Llevaba a su mujer y su hijo a pasear
por el bosque en bicicleta y contemplar
el espectáculo extraordinario del otoño.
Cuando regresó a casa dos semanas más
tarde, con una pierna escayolada y sin
familia, se vino abajo. Toda una vida
dedicada al partido para perderlo todo
en un instante.
Miró por la ventana del avión y
observó las nieblas que cubrían el
corazón administrativo de Europa.
Dentro de unos meses, si ganaba las
elecciones, cambiaría la capital del
nuevo estado plurinacional a Roma. Al
fin y al cabo, la Ciudad Eterna era la
verdadera heredera de lo que los
europeos querían reconstruir. Durante
los primeros años se celebrarían
cumbres importantes en Londres, París,
Berlín o Madrid, pero con el tiempo
todo el poder se centraría en Roma.
Muchos no estaban de acuerdo con esa
decisión. Consideraban al pueblo
italiano demasiado caótico para tener
una de las capitales más importantes del
globo, pero la intención de Alexandre
era convertir la ciudad en un gran centro
administrativo con funcionarios de toda
la Unión.
El secretario le pasó un correo
electrónico y Alexandre se recostó en el
butacón de piel. La breve misiva era del
papa. Algunos no estaban de acuerdo
con el apoyo que la Iglesia católica daba
a su campaña, pensaban que era
hipotecar el futuro de la Unión con una
sola religión, y que eso podía perjudicar
el voto ateo, agnóstico, musulmán y
protestante, pero el catolicismo seguía
siendo la mayor fuerza religiosa de
Europa. El papa y él trabajarían para
fundar una sola Iglesia en el continente,
donde todas las confesiones pudieran
aglutinarse. Otros líderes habían
luchado contra la poderosa institución y
habían sucumbido, él no caería en los
mismos errores. Pasarían años antes de
que el poder de la Iglesia y del Estado
se uniera, disolviéndose uno en otro.
Entonces ya no habría nada que se
pusiera en su camino. Europa se
convertiría en potencia mundial y él en
uno de los hombres más poderosos del
planeta.
21

Berlín, 21 de diciembre de
2014

La luz del salón estaba encendida. La


pequeña casa con jardín a las afueras de
Berlín tenía un cierto aire inglés. A
María le recordó a una de las casas en
las que vivió siendo novicia. El
ambiente entre las cinco hermanas era
muy agradable. Devoción, servicio,
convivencia y santidad eran los cuatro
elementos necesarios para una vida en
comunidad. A su alrededor, el mundo se
descomponía poco a poco. Violencia en
las familias, crímenes, peleas entre
bandas, droga… Tal era el resultado de
una sociedad inconsistente centrada en
sí misma. Ella había escapado de todo
eso gracias a la Iglesia. Criarse a las
afueras de Londres, en un barrio
marginal, donde la mitad de las familias
estaban rotas, la droga atenazaba a dos
de cada cinco adolescentes y el índice
de embarazos era tres veces más alto
que en las zonas residenciales de la
ciudad era lo más parecido a crecer en
el infierno que conocía.
El colegio religioso en el que
estudió fue su único remanso de paz y
seguridad en un mundo inestable. Su
madre alcohólica, su sufrido padre y sus
cuatro hermanos se hacinaban en una
casa más pequeña que la que estaba
vigilando en ese momento.
Había seguido a la mujer y al
hombre hasta el Museo Judío de Berlín.
Después de un par de horas, habían
salido con un anciano y se habían
dirigido hasta allí. Cuando María
introdujo la imagen del viejo en el
ordenador, la base de datos del Vaticano
le mandó la información sobre él al
instante.
Aquel hombre era un superviviente
de los campos de exterminio nazi y uno
de los mayores eruditos sobre todo lo
relacionado con la Solución Final.
Llevaba toda la vida investigando sobre
las actividades de las SS y sus
conexiones con la sociedad actual.
Moisés Peres era un milagro viviente.
De esos peces que siempre se resisten a
entrar en la red y que cada vez se
vuelven más peligrosos. María pensó
que el anciano judío le debía mucho a la
suerte, pero la suerte era algo que podía
acabarse en cualquier momento.
22

Berlín, 21 de diciembre de
2014

Moisés apareció en el salón con una


gran bandeja con café, dulces y algo de
fruta. Dejó el tentempié encima de la
mesa de madera y se sentó junto a Allan
y Ruth.
—No puedo comer nada más —dijo
la joven, tocándose la tripa.
—Los dulces son muy buenos y un
poco de café os despejará la mente —
insistió Moisés.
Allan tomó uno de los cafés y se
recostó de nuevo en el sillón. La casa
del viejo profesor era un verdadero
museo judío. Las paredes estaban
repletas de libros y todo tipo de
símbolos religiosos adornaban los
pocos huecos libres. Un verdadero
santuario hebreo en mitad de Berlín.
—Muchas de las cosas que Moisés
conserva son restos de las sinagogas
judías de la ciudad. ¿No es cierto,
amigo? —preguntó Allan.
—¿Las sinagogas no fueron
destruidas durante la Noche de los
Cristales Rotos? —preguntó Ruth.
—A pesar de lo que hayas visto en
las películas, el episodio se desarrolló
en dos noches, la del 8 y el 9 de
noviembre de 1938. Yo estaba en casa
de mis padres, ese año empezaba el
bachillerato, pero las Leyes de
Núremberg de 1935 habían limitado
mucho la vida de los judíos alemanes y
austriacos. Nos estaban vetados casi
todos los estudios y profesiones —dijo
Peres.
—¡Qué horror! —exclamó Ruth con
un gesto de indignación.
—Los nazis actuaban con total
impunidad antes la indiferencia de la
mayor parte de la ciudadanía y la
Sociedad de Naciones —dijo Moisés.
—Moisés, explícale a Ruth por qué
se produjo la Noche de los Cristales
Rotos —lo apremió Allan.
El anciano tomó una de las tazas y le
dio un gran sorbo mientras cerraba los
ojos. Llevaba toda una vida
rememorando aquellos días, lo que para
otros era simplemente una lección de
historia, para él eran recuerdos
dolorosos y tristes. Dejó la taza en la
mesa y se inclinó hacia delante.
—Un judío de origen alemán que
había escapado a Francia pidió varias
veces al secretario del embajador Von
Raht que ayudara a su familia, deportada
a Polonia. El secretario del embajador
no hizo caso a las peticiones del joven
judío y el día 7 de noviembre este le
disparó. El embajador murió dos días
más tarde. Muchos han querido ver en el
acto criminal contra los judíos una
revuelta espontánea, pero en realidad
fue premeditada y organizada por el
Gobierno alemán.
—¿El Gobierno alemán instigó a los
ciudadanos a saquear y matar? —
preguntó Ruth.
—Ahora nos parece un acto
inconcebible, pero sucedió de esa
forma. Aquella noche fueron arrasadas
más de mil quinientas sinagogas,
prácticamente todas las que había en
Alemania. Los negocios judíos fueron
saqueados y destruidos, en total más de
siete mil tiendas y veintinueve grandes
almacenes. Miles de hebreos fueron
encerrados en campos de concentración
y se asesinó a más de noventa personas
—dijo Peres.
Ruth observó el rostro del viejo
profesor. Sus ojos hinchados parecían
cansados de contemplar el mundo. Sus
pupilas arañadas por el dolor estaban
secas, como si ya no tuviera lágrimas
para verter.
—Mi padre no tenía un negocio, era
profesor, pero por las leyes antijudías se
quedó sin trabajo. Aquella noche fue
secuestrado, como miles de los míos,
mientras se dirigía a casa. Nunca más
volvimos a verlo.
—¿No se podía reclamar ante las
autoridades? —preguntó Ruth.
—No éramos ciudadanos de pleno
derecho, se nos consideraba poco más
que basura. Habíamos perdido nuestra
dignidad como personas —explicó el
anciano.
Se produjo un largo silencio hasta
que Allan comenzó a hablar.
—Explícale a Ruth qué es la
Ahnenerbe.
—Es verdad, mi mente ya no es lo
que era. Enseguida me pierdo en
divagaciones. Lo que necesitas saber es
qué era esa supuesta organización
científica y cuáles fueron algunas de sus
misiones.
—¿Eran científicos? —preguntó
Ruth—. No creo que mi abuelo supiera
mucho de ciencia.
—Eran científicos, pero también
había astrólogos y todo tipo de
charlatanes. La Ahnenerbe fue un
paraguas en el que proyectos de lo más
variopintos se utilizaron con el fin de
demostrar las teorías raciales y los
orígenes arios del pueblo alemán —dijo
Allan.
El profesor Peres miró a Allan.
Como buen anglosajón, tendía a
simplificar las cosas, era una manera de
aprehenderlas. Pero una organización
como la Ahnenerbe era mucho más que
un instituto para apoyar las tesis racistas
y antisemitas de Hitler.
—Cuando Himmler, el lugarteniente
de Hitler, fundó la organización en 1935,
era poco más que su juguete personal.
Himmler estaba obsesionado desde niño
con los orígenes de la raza aria. El líder
de las SS quería demostrar que las
leyendas nórdicas eran ciertas y que los
arios habían gobernado el mundo —dijo
el anciano.
—Parece una idea muy peregrina —
dijo Ruth.
—Puede que para nosotros lo sea,
pero los nazis estaban dispuestos a
matar y morir por esa idea —sentenció
Allan.
—Y, ¿qué tiene que ver eso con la
RuSHA?
—La RuSHA fue el germen. Al crear
las SS, Himmler quería controlar el
origen racial de sus miembros. Creó la
RuSHA y después la Ahnenerbe, que se
centraba más en el estudio racial. Al
principio, la Ahnenerbe se utilizó
principalmente para educar la mente de
los candidatos a las SS. Era fundamental
que la élite nazi conociera sus
«gloriosos» orígenes arios. Para ello se
creó el periódico SS-Leitheft —dijo
Peres.
—Pero la organización no se fundó
hasta 1935, seis años después de la
creación de las SS —dijo Allan.
—Himmler reunió a cinco expertos
en temas raciales y en prehistoria. Entre
ellos estaba el famoso doctor Herman
Wirth. Aquellos hombres decidieron
crear un organismo que tuviera como
meta el estudio de la herencia ancestral
de los arios —explicó el viejo profesor.
Después se acercó a una de las
estanterías y extrajo una carpeta de
cartón azul muy gastada.
Allan y Ruth miraron atentamente lo
que sacaba de la carpeta. Era un
emblema de tamaño grande. Lo depositó
encima de la mesa y esperó su reacción.
—Es igual que la marca de agua de
la cuartilla de tu abuelo —dijo Allan
comparando los dos emblemas.
—El símbolo de la Ahnenerbe —
dijo Peres levantando la hoja del abuelo
de Ruth—. No cabe la menor duda.
—¿Qué pasó después? ¿A qué se
dedicó la organización?
—Estuvieron casi dos años
impartiendo cursos y estructurándose,
hasta que su nuevo presidente, Walter
Wüst, un experto en la cultura hindú,
proyectó varias misiones científicas —
dijo Peres.
—¿Quién era Walter Wüst? —le
preguntó Ruth.
—El profesor Wüst era decano de la
Universidad Ludwig Maximilian de
Múnich —comentó Allan.
—Los nazis reclutaron a Wüst por su
capacidad para divulgar las teorías
raciales a la gente común —prosiguió el
anciano judío.
—¿Fue él el que construyó la sede
definitiva de la organización en Berlín?
—preguntó Allan.
—Sí, también organizó las
expediciones a Próximo Oriente,
Finlandia y la propia Alemania. Eso
debemos de investigar, en qué
expediciones participó tu abuelo, si es
que lo hizo en alguna —dijo Peres.
—¿No sabes qué estudiaba tu abuelo
cuando era joven? —preguntó Allan.
—La única profesión que le he
conocido ha sido la de vendedor de
antigüedades en Barcelona. Cuando
murió apenas había papeles de su vida
anterior en Alemania —dijo Ruth.
—¿Tampoco te comentó nada de esa
etapa? No sé, sobre algún amor, algunas
anécdotas de su época de estudiante o de
cuando estuvo en el ejército —preguntó.
—No. Cuando me adoptaron mis
padres él ya era muy mayor. Tenía un
carácter reservado, aunque era cariñoso
conmigo.
—¿Nunca lo visitó nadie? ¿Algún
compatriota alemán? ¿Algún viejo
camarada? —preguntó Allan.
Por lo que Ruth sabía, la mayoría de
los clientes eran mujeres mayores y
algunos hombres de negocios, pero no
los había llegado a conocer.
—No recuerdo a toda la gente que
pasó por la tienda durante todos esos
años —dijo Ruth.
—Es una desgracia, eso podía
darnos una pista —dijo Allan.
—Tampoco nos sería de mucha
utilidad saber que algún compatriota lo
visitó si no conocemos su nombre —
añadió Moisés.
—Pero al menos, sabríamos si el
abuelo de Ruth continuaba en contacto
con exnazis —dijo Allan.
—Al único alemán que conocí fue a
un hombre ya mayor —dijo Ruth, que de
pronto lo había recordado.
—¿Un hombre? —preguntó Allan.
—Sí, un sacerdote católico. Vino un
par de veces, tal vez tres. Las tres
visitas fueron muy largas y después
desapareció para siempre.
—El hecho de que sea un sacerdote
es muy importante. Por lo que sabemos,
tu abuelo escogió a Giorgio para
entregarle aquel paquete, un sacerdote
—dijo Peres.
—Puede que se trate de una simple
coincidencia —conjeturó Allan.
—Sí, pero es lo único que tenemos
por ahora. Una organización llamada
Ahnenerbe, un paquete, una desaparición
y un sacerdote que visitaba al abuelo de
Ruth —enumeró el anciano.
—No es mucho —dijo ella,
encogiéndose de hombros.
—Mañana descubriremos más sobre
Thomas Kerr, esa puede ser la clave —
dijo Allan.
Moisés Peres se levantó del sillón y
recogió los restos de comida. A esa hora
de la noche parecía más viejo y cansado
que cuando lo vieron en el museo. Llevó
la bandeja hasta la cocina y cuando
regresó, Ruth y Allan seguían repasando
los documentos que les había traído.
—Será mejor que descansemos.
Mañana nos espera un largo viaje y nos
conviene tener la mente fresca —dijo el
viejo judío.
Allan y Ruth asintieron con la
cabeza. Siguieron a Peres hasta la planta
superior. El pequeño distribuidor daba a
dos habitaciones y un baño.
—Estas casas son pequeñas. Fueron
construidas por los nazis para
funcionarios de bajo rango. Es irónico
que ahora viva un judío en una de ellas
—dijo el anciano haciendo una mueca.
—La historia es imprevisible —
contestó Allan.
—Tendréis que dormir en la misma
habitación. La cama es muy grande.
También hay un pequeño sofá —dijo,
abriendo la puerta.
—Muchas gracias, Moisés —dijo
Allan—. Gracias por tu hospitalidad y
por ayudarnos en este asunto.
—¿Qué otra cosa podría hacer? He
dedicado toda mi vida a estudiar el
comportamiento de los nazis, buscando
una respuesta, intentando encontrar un
sentido a toda su barbarie —dijo él,
emocionado.
—Gracias —dijo Ruth, posando su
mano en el hombro del anciano.
Peres sonrió por primera vez y sus
ojos se iluminaron como los de un niño.
La soledad era la más terrible de las
condenas.
—Bueno, será mejor que no nos
pongamos sentimentales. Buenas noches,
que descanséis —dijo el anciano,
dirigiéndose a su habitación.
Allan y Ruth entraron en su cuarto.
Mientras Ruth abría la cama, Allan se
quitó los zapatos. Sentía los pies
adormecidos y cansados.
—Menos mal que pediste tu ropa al
hotel —dijo ella.
—Te puedo dejar una camiseta para
dormir —dijo Allan.
—Te lo agradecería.
El hombre salió de la habitación
para dejar que la chica se vistiera y
cuando regresó del baño, Ruth ya estaba
en la cama.
—Buenas noches, Allan, gracias por
hacer todo esto por mí.
—Descansa, mañana necesitaremos
todas nuestras fuerzas para desentrañar
este misterio.
Apagaron la luz y Allan tardó unos
segundos en acostumbrar sus ojos a la
penumbra. El cuarto a oscuras le
recordó a la casa en la que vivían su
madre y él en Oxford. Su apartamento
actual era gigantesco, pero echaba de
menos aquel pequeño lugar donde se
había criado. El hogar que su madre y él
habían formado. Una pequeña familia
solitaria. Echaba de menos las certezas
de la infancia, la falsa seguridad y la
convicción de que la vida no acabaría
nunca. La última crisis había barrido de
un plumazo las esperanzas de millones
de personas en todo el mundo. Él era un
privilegiado, hasta ahora había tenido
suerte y sintió un escalofrío cuando le
pasó por la cabeza que su suerte tal vez
estaba a punto de terminar.
23

Berlín, 22 de diciembre de
2014

Marcelo Ivanov pasó junto al coche y


observó a la mujer que cabeceaba en su
interior. Le habían advertido de que los
servicios secretos vaticanos habían
enviado a una de sus mejores agentes,
pero la hermana María era monja. No es
que tuviera nada contra las religiosas, él
ni siquiera era católico, pero una monja
no podía hacer ciertas cosas. Desde que
trabajaba para los Hijos de la Luz había
tenido que seguir a todo tipo de
individuos, destapar escándalos y pegar
alguna paliza, pero aquella misión era
mucho más importante. Sus superiores le
habían dado carta blanca. No podía ir
matando a diestro y siniestro, pero, si
las cosas se complicaban, estaba
autorizado a usar la violencia, incluso a
recurrir al asesinato.
No le habían facilitado mucha
información sobre Allan Haddon y Ruth
Kerr, lo único que sabía es que tenía que
seguirlos hasta que recuperaran un
paquete. En cuanto lo tuvieran en sus
manos debía hacerse con él. Si
cualquiera de los dos veía el contenido
del paquete, debía ser eliminado.
El profesor era un caso aparte. Un
viejo judío que quería saber
demasiado… Tenía que pedir
instrucciones, pero seguro que sus jefes
lo autorizarían a eliminarlo.
Marcelo Ivanov se paró al final de
la calle. El sol comenzaba a salir
lentamente en medio de un espeso manto
de nubes. La luz grisácea avanzaba
sobre el pequeño grupo de casas y las
ventanas iluminadas comenzaban a
apagarse a medida que la gente salía
hacia sus trabajos. Él nunca había tenido
un trabajo convencional. Había sido
combatiente en Chechenia, agente del
SVR y guardaespaldas de varios
presidentes europeos. La crisis lo había
alejado de las altas esferas y su trabajo
con sus clientes de la Iglesia era casi un
juego de niños, aunque no cobraba lo
suficiente. Echaba de menos la acción,
trabajar con un equipo, los hoteles de
lujo y las cenas de gala en las que tenía
que proteger a sus clientes.
La puerta de la casa se abrió y
aparecieron tres figuras con gorros de
montaña y forros polares. Sin duda se
trataba de Haddon, Kerr y Peres. La
figura más pequeña parecía incómoda
con el inmenso abrigo.
Marcelo caminó con paso acelerado
hacia su coche. No sabía adónde se
dirigían y, si los perdía de vista, le
podía costar días encontrar de nuevo su
rastro.
El viejo Volvo del profesor lanzó
una gran nube de humo negro y arrancó.
Unos segundos después dos coches más
los seguían por la carretera nevada.
24

Berlín, 22 de diciembre de
2014

—Creía que estaba prohibido conducir


coches de gasolina —dijo Allan.
Moisés lo miró a través de sus gafas
y aumentó la velocidad. Los tres
llevaban sus abrigos puestos. La
calefacción del coche no funcionaba y
parecía una verdadera nevera con
ruedas.
—Tengo unas cuantas multas ahí —
dijo Peres señalando la guantera—.
Pero a todos los policías les digo lo
mismo. Mientras no me regale un coche
el Estado o prohíban la venta de
gasolina, yo seguiré con mi viejo Volvo.
—Ahora el noventa por ciento de los
coches son eléctricos o híbridos —dijo
Ruth.
—Sí, pero esos malditos
funcionarios del Gobierno han
construido más de veinte nuevas
centrales nucleares en Europa —
refunfuñó el viejo.
—Se me olvidó decirte que el
profesor es un ecologista radical —dijo
Allan.
—No soy un ecologista radical, pero
estoy cansado de que el Estado tenga el
monopolio de la contaminación, la
violencia y el abuso. Desde que
comenzó la maldita crisis en 2008, los
políticos han robado al pueblo su
libertad —soltó.
—Ahora comenzará con su discurso
apocalíptico contra la creación de los
Estados Unidos de Europa —dijo Allan.
Moisés apartó durante unos
segundos sus ojos de la carretera y
clavó la mirada en el rostro sonriente de
su amigo. Todo el mundo se creía con
derecho a reírse de un viejo, pero él
había visto demasiadas cosas.
—En los años treinta pasó
exactamente igual. Los políticos dejaron
paso a los matones y los oportunistas —
dijo el anciano.
—¿No estará comparando la
situación actual con la Alemania nazi?
—preguntó Ruth.
—Las épocas son distintas, pero la
pretensión de unir a Europa en un Estado
no me gusta nada —dijo Moisés.
—Mucha gente pensó lo mismo
cuando se creó el Mercado Común
Europeo —dijo Allan.
—Pero las cosas eran muy distintas,
Europa acababa de salir de una guerra
terrible y los nazis todavía eran una
sombra demasiado alargada. El
populismo del PGE y su candidato, Von
Humboldt, son la representación de los
nuevos fascistas —dijo Moisés mientras
cogía la autopista.
Los bloques de pisos comenzaban a
transformase en pequeños rectángulos
dispersos entre tierras de cultivo
cubiertas de un manto blanco. El campo
había sufrido una gran transformación en
los últimos años, muchas de las tierras
abandonadas durante décadas
comenzaban a cultivarse de nuevo.
—El PGE es un partido democrático
de línea conservadora —dijo Allan.
—En los últimos seis años se han
expulsado a más de cuatro millones de
inmigrantes de Europa, en especial a los
de origen árabe y africano. Se han
reducido los derechos de los residentes
y ha desaparecido la enseñanza
obligatoria y la cobertura sanitaria
universal. El control sobre los
ciudadanos es cada día mayor, eso sí,
para salvaguardarnos del terrorismo
internacional —dijo Peres alzando el
tono de voz.
—La crisis fue muy grave. Si los
gobiernos europeos no hubieran actuado,
los disturbios en París, Londres y
Madrid podrían haber derivado en
guerras civiles —dijo Allan.
—Yo no creo que sea una cuestión
de racismo —dijo Ruth—. Nadie me ha
dicho ni ha hecho nada por el color de
mi piel.
—El tal Von Humboldt fue uno de
los propulsores de la Ley de Retorno
Obligatorio. Su partido ha sido acusado
muchas veces de actos racistas, y la
mitad de los partidos que se presentaban
a las elecciones han sido ilegalizados —
dijo el viejo profesor.
—No cumplían la ley electoral —
dijo Allan. En la universidad era muy
normal encontrar a estudiantes
descontentos, pero la realidad era que
en los últimos meses se había reducido
la delincuencia, la economía comenzaba
a encauzarse y Europa resurgía de sus
cenizas.
El coche tomó la E-51 y aceleró
entre los lentos vehículos eléctricos en
dirección a Núremberg, allí debería
desviarse en dirección a Augsburgo. El
archivo se encontraba a muy pocos
kilómetros, en la ciudad de Friburgo.
—Yo no pienso votar, y menos
utilizando el método electrónico —se
quejó Peres.
—Somos más de setecientos
millones de europeos, no pretenderá que
nos pasemos una semana contando votos
—dijo Ruth.
—El sistema es fácilmente
manipulable —insistió el judío.
—Hay controles externos,
auditorías, recuentos —argumentó
Allan, comenzando a molestarse.
—Las cosas no se ven venir hasta
que llegan —previno el anciano.
—La situación actual no tiene nada
que ver con la de 1934 —protestó
Allan.
—Espero que tengas razón —dijo el
anciano, muy serio.
La nieve cubría todo el paisaje. A
medida que viajaban más hacia el sur
los coches comenzaban a escasear y los
bosques se extendían durante kilómetros.
Un vehículo pesado se situó a su
derecha y, cuando estuvo a la misma
altura, embistió al viejo Volvo, que se
sacudió como una hoja ante el empuje.
—¡Mierda! —gritó Peres mientras
intentaba controlar el volante.
El otro vehículo volvió a estrellarse
contra el lateral y el Volvo comenzó a
dar vueltas sobre su eje, perdiendo el
control. El coche se salió de la autopista
y chocó contra unos árboles cercanos. El
parabrisas se hizo añicos y la puerta del
copiloto quedó totalmente hundida.
Durante unos segundos, el humo y el
ruido de los frenos de los coches fue el
único sonido que se escuchó en varios
kilómetros a la redonda.
25

Roma, 22 de diciembre de
2014

El hombre subió al tren de alta


velocidad Roma-Viena y se acomodó en
el asiento. Sudaba copiosamente, tenía
la boca seca y miraba constantemente
por la ventanilla. El tren se puso en
marcha y el hombre suspiró, se quitó la
chaqueta y el olor a sudor lo hizo
sentirse incómodo. Llevaba varios días
sin cambiarse ni darse una ducha.
El largo pasillo estaba vacío y la
mayoría de los asientos estaban libres.
El hombre hizo un gesto para llamar a la
azafata y cuando se acercó le pidió una
botella de Martini.
Cuando vació la miniatura en el vaso
de plástico, se tomó de un trago el
contenido e intentó que el sabor agrio
del Martini Rosso calmara su
respiración entrecortada.
La Ciudad Eterna quedaba atrás y el
hombre al fin pudo recostarse en el
asiento y cerrar los ojos. Intentó
relajarse y pensar en otra cosa, pero el
corazón seguía acelerado. Se había
encontrado en peligro en muchas
ocasiones, pero siempre había logrado
burlar a la muerte.
Cuando abrió de nuevo los ojos,
pudo observar a un hombre delgado que
se acercaba a su asiento y, con una
sonrisa, le preguntaba algo en alemán.
—Perdone, mi alemán es
rudimentario. ¿No habla italiano? —
preguntó levantando su barbilla
puntiaguda y sin afeitar. Sus mejillas
regordetas y sus ojos negros miraban
atentos al joven rubio.
—¿Está libre el asiento? —preguntó
el hombre en italiano, con un fuerte
acento alemán.
—Sí —contestó. Después notó que
el corazón volvía a acelerarse. ¿Quién
le decía que aquel tipo no era uno de sus
perseguidores?
Intentó pensar en otra cosa y
observar la hermosa Toscana, tal vez
fuera la última vez que la viera.
Esperaba llegar a Berlín a tiempo. El
avión habría sido más rápido que tomar
dos trenes, pero temía que estuvieran
vigilando los aeropuertos.
26

Autopista E-51, 22 de
diciembre de 2014

El humo negro le impedía ver. Intentó


forzar la puerta, pero estaba
completamente aplastada. El cristal de
su ventanilla no estaba roto. Se
desabrochó el cinturón y miró a su lado.
El profesor Peres estaba con la cabeza
colgando a un lado y las gafas torcidas.
Sangraba por la nariz y los oídos.
Cuando miró hacia atrás, vio a Ruth
tumbada de lado, también inconsciente.
Intentó moverse, pero un fuerte pinchazo
en el costado lo paralizó.
Se inclinó sobre su amigo e intentó
abrir la puerta, pero la manecilla estaba
bloqueada. A gatas, pasó a la parte
trasera. Cogió el rostro de Ruth y apretó
los dedos en sus mejillas.
—¡Eh! ¿Estás bien? —preguntó con
la voz angustiada.
La chica no reaccionó. Empujó la
puerta, pero tampoco cedía. Entonces se
abrió de repente y Allan se cayó sobre
el asiento, quedando con la cabeza al
revés. Una mujer lo miró con los ojos
muy abiertos. Le pareció un ángel en
medio de todo ese humo y dolor.
—¿Se encuentran bien? —dijo
mientras le levantaba la cabeza con
cuidado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
Allan, confuso.
—Se han salido de la carretera.
Tiene que verlos un médico.
—Un médico… —dijo Allan antes
de perder el conocimiento.
27

Roma, 22 de diciembre de
2014

El papa avanzó por el pasillo hasta


entrar en su despacho. El camarlengo lo
alcanzó antes de que llegara al umbral y
le besó la mano. Los dos hombres
entraron en la sala y el camarlengo cerró
la puerta.
—Ya estamos a tres días de la
Natividad de nuestro Señor y hay varias
cosas que su santidad tiene que revisar
—dijo el camarlengo.
—No tengo la cabeza para nada. Ese
asunto de Giorgio Rabelais me tiene
preocupado.
—Pero, santidad, todos creen que
Rabelais aparecerá en cualquier
momento.
—¿Y si aparece muerto? —dijo el
papa.
—Muerto, ave María purísima —
dijo el camarlengo santiguándose.
—Sería un escándalo para la Iglesia,
y justo unos días antes de la Natividad
—dijo el santo padre sentándose en su
silla.
—Nuestros agentes lo están
buscando por toda Italia. Todas las
diócesis de Europa están advertidas
para avisarnos en caso de encontrar al
antropólogo, y nuestra mejor agente
sigue la pista de Haddon y Kerr —dijo
el camarlengo.
—No los nombre —dijo el papa con
un gesto de reprobación—. Las paredes
tienen oídos.
—Lo lamento, santidad.
—La Iglesia está rodeada de
enemigos, no tenemos que contentarnos
con la falsa seguridad del regreso de
feligreses a nuestras parroquias. Los
medios de comunicación siguen teniendo
mucho poder y el laicismo no está
vencido del todo.
—Pero le queda poco. Desde la
Revolución francesa los enemigos de la
Iglesia se han hecho fuertes, pero ahora
todo eso va a terminar —dijo el
camarlengo.
—Esperemos que Dios destruya a
todos sus enemigos —dijo el papa
santiguándose.
28

Autopista E-51, 22 de
diciembre de 2014

Cuando Allan recuperó el conocimiento,


sintió frío. Alguien había extendido unas
mantas en el suelo helado, pero la baja
temperatura de la superficie atravesaba
la tela y llegaba hasta sus doloridos
riñones. Intentó incorporarse, mas un
fuerte tirón en la espalda lo obligó a
apoyarse de nuevo. Ruth estaba sentada,
con una manta sobre los hombros y un
ojo morado, pero al verlo sonrió y se
acercó hasta él.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó
la chica, ansiosa.
—Me duele todo. ¿Dónde está
Moisés?
—Se lo han llevado a un hospital
cercano. Ahora mismo vendrá una
ambulancia para llevarte a ti.
—No necesito ninguna ambulancia
—dijo Allan incorporándose con
dificultad.
—Cuidado, puedes tener algo roto
—dijo ella.
—Debemos ir con Moisés. No
debemos separarnos… —dijo antes de
observar que no estaban solos. Una
mujer con el rostro ovalado, dos grandes
ojos verdes y una limpia sonrisa no
dejaba de observarlos.
Allan miró a la mujer y esta extendió
la mano y se presentó:
—Lamento conocerlo en estas
circunstancias. Mi nombre es Clara
Joyce.
—Encantado, ¿nos podría acercar
hasta el hospital? Tenemos que
encontrarnos con nuestro amigo.
—No sé si es buena idea que se
mueva mucho en su estado —dijo la
mujer.
—¿Es usted médico? —preguntó,
molesto.
—Me temo que no, pero todo el
mundo sabe que en caso de accidente…
—Será mejor que nos busquemos
otro medio de transporte —dijo Allan,
cortante. Miró el coche destrozado y
tomó uno de los bultos, pero un intenso
dolor en el brazo lo obligó a soltarlo.
—Déjeme a mí —dijo la mujer, y se
dirigieron a un pequeño coche eléctrico.
La señorita Joyce metió las bolsas en el
maletero y Allan se introdujo con
dificultad junto a la conductora.
El coche se puso en marcha y
algunos de los conductores que habían
parado para curiosear o echar una mano
comenzaron a regresar a sus vehículos.
—¿A qué hospital lo trasladaron?
—No sé, pero imagino que al del
pueblo más cercano. Creo que es Dessau
—dijo la mujer.
—Pero ¿se lo llevó una ambulancia?
—preguntó Allan.
—No, fue un hombre con un
vehículo, parecía extranjero, tal vez ruso
—contestó la mujer.
—¿Puede ir más deprisa? —dijo,
impaciente, Allan.
—¿Por qué tiene tanta prisa? No
creo que su amigo se marche corriendo
del hospital —dijo la rubia.
—¿Qué sucede? —preguntó Ruth al
ver el rostro desencajado del hombre.
—Un vehículo nos ha sacado de la
carretera y un tipo extranjero se ha
llevado al profesor, ¿no te parece
demasiada casualidad? —dijo Allan
mirando hacia el asiento de al lado.
—¿Alguien provocó el accidente?
—preguntó la mujer, atónita.
Allan la miró de reojo y prefirió
permanecer callado el resto del tiempo.
La rubia tuvo que parar un par de veces
para recibir las indicaciones de los
viandantes. Cuando aparcó el coche
frente a la puerta de urgencias, Allan
descendió cojeando del coche y se
dirigió al mostrador de ingresos. Ruth lo
siguió a unos pasos de distancia.
—Por favor, buscamos a un hombre
mayor llamado Moisés Peres —dijo
Allan atropelladamente.
La mujer miró con desgana el
monitor y después de unos interminables
segundos dijo:
—No ha ingresado nadie con ese
nombre.
Ruth miró a Allan y, con un gesto, le
acarició el hombro.
—No te preocupes, debe encontrarse
en otro sitio.
La enfermera levantó la cabeza del
ordenador y, mirándolos por encima de
unas gafas minúsculas, les dijo:
—Ya me extrañaría. No hay otro
hospital en ochenta kilómetros a la
redonda.
29

Dessau, 22 de diciembre de
2014

Allan y Ruth salieron del hospital


confundidos. Alguien había secuestrado
al profesor unos minutos después de
intentar asesinarlos. Aquella mujer,
Clara, se acercó a ellos y con un gesto
los invitó a subir a su coche.
—Será mejor que busquen algún
lugar para descansar. Yo me dirijo a
Núremberg, pero después de este susto,
prefiero pasar la noche aquí. Este es un
pueblo tan bueno como cualquier otro
para dormir —dijo ella.
Ruth le hizo un gesto suplicante a
Allan y este entró en el vehículo.
Vagaron por las solitarias calles de
Dessau, ennegrecidas por decenios de
industrialización. Algunas fábricas
medio derruidas y huertas a las afueras
de la ciudad parecían un territorio
arrasado por una bomba atómica.
Pararon cerca de la autopista, en un
hotel de formas cuadradas y paredes
acristaladas. La mujer reservó dos
habitaciones y en unos minutos Ruth y
Allan estaban en un modesto cuarto
intentando refrescarse antes de bajar a
cenar.
—¿Qué podemos hacer ahora? —
preguntó la joven con un nudo en la
garganta.
—Si acudimos a la policía nos
obligarán a relatar todos los hechos. El
tipo ese y Moisés llegarán a Friburgo y
nunca más los volveremos a ver —dijo
Allan.
—Pero, lo han secuestrado. La
policía puede ayudarnos.
—No creo que sea una buena idea
—dijo Allan tajante.
—Pero…
—Mira, muchacha, por tu culpa dos
de mis mejores amigos han
desaparecido, es posible que ya estén
muertos. Es mejor que dejes que haga
las cosas a mi manera.
Ruth se quedó callada por unos
instantes y después comenzó a llorar.
Allan la miró, incómodo. Después se
acercó y la abrazó.
—Lo siento, Ruth. No es culpa tuya.
Estamos nerviosos —intentó
disculparse.
—No, tienes razón —dijo entre
sollozos—, la culpa es mía por meteros
a todos en este embrollo. Pero tengo
miedo, Allan. Estoy aterrorizada.
—Mientras estés conmigo no tienes
nada que temer. Encontraremos a
Moisés. Seguro que se las apañará para
mantenerse con vida. Es un
superviviente. Te aseguro que
descubriremos quién está detrás de todo
esto.
Allan y Ruth se cambiaron de ropa.
La chica tuvo que conformarse con una
sudadera del profesor y unos pantalones
vaqueros que le quedaban enormes.
Cuando llegaron al restaurante, Clara
los esperaba sentada a la mesa. Les
sonrió y les dio los menús.
—Espero que se encuentren mejor
—dijo la mujer.
—Muchas gracias por todo —dijo
Allan—. Antes no estuve muy educado
con usted.
—No se preocupe, todo accidente
produce un shock tremendo. Si quieren,
mañana los acompaño a la comisaría
para que denuncien la desaparición de
su amigo y el accidente —dijo la
señorita Joyce.
—Gracias, pero no será necesario.
Nuestro amigo se ha puesto en contacto
con nosotros. Está bien. Nos espera en
Núremberg. Si fuera tan amable de
llevarnos hasta allí mañana… —tanteó
Allan.
—Naturalmente. Ese es mi destino,
¿van directamente a Núremberg?
—No, a un sitio cercano… —dijo
Ruth.
Allan la interrumpió y se giró hacia
ella haciéndole un gesto.
—Es suficiente con que nos lleve a
Núremberg. Usted tendrá otras cosas
que hacer.
—Bueno, lo mío es más bien un
viaje de placer —dijo la rubia.
—Usted no es alemana, ¿verdad? —
preguntó el antropólogo.
Ella se quedó en silencio unos
segundos, volvió a sonreír y les dijo:
—Soy irlandesa. Estudié hace años
muy cerca de estos valles. Es un viaje
nostálgico.
—¿Tiene que encontrarse con
alguien? —preguntó Ruth.
—No lo he planificado, pero no
sería extraño que me encontrara con
alguna vieja compañera.
—Está casada —dijo Allan
señalando el anillo.
La mujer se tapó la alianza con la
mano izquierda y se puso muy seria.
—Sí —contestó por fin—. Desde
hace muchos años.
—Pero, Allan, ¿dónde ha quedado tu
amabilidad británica? —le dijo Ruth.
—Disculpe, pero el destino nos ha
unido de manera fortuita y tengo
curiosidad —dijo Allan.
—Estamos en manos del destino, eso
no se puede negar —dijo la mujer.
—Pues ahora, nuestro destino es
cenar. Será mejor que pidamos algo
cuanto antes —bromeó Allan.
Ruth intentó sonreír, pero el
agotamiento, la conmoción del accidente
y el miedo paralizaron su sonrisa a
medio camino. Allan tomó la mano de la
chica y la apretó con fuerza. Mientras,
Clara repasaba con indiferencia la carta.
30

Zimmritz, 22 de diciembre de
2014

Marcelo Ivanov paró su vehículo


delante de una granja abandonada. Se
levantó del asiento del conductor y
rompió la cadena con unas tenazas.
Después introdujo el coche y volvió a
cerrar la verja. Miró a la parte trasera,
el judío seguía durmiendo. Había sido
buena idea inyectarle los calmantes. Lo
sacó del coche por los hombros y lo
arrastró hasta un viejo granero. Lo
depositó un momento en el suelo, abrió
el candado y siguió arrastrándolo hasta
un montón de paja, donde dejó el cuerpo
con cuidado.
Caminó inquieto por el granero. No
había planeado secuestrar al hombre,
pero cuando vio el accidente, prefirió
llevarse al viejo antes de que llegara la
policía. Podría interrogarlo y llegar
antes que Allan y su amiguita a su
destino. Sacó un cigarrillo, se lo puso en
los labios y palmeó su chaqueta en
busca del mechero. Después lo encendió
y la punta incandescente brilló en la
oscuridad. Sintió que la primera
bocanada de humo le inundaba los
pulmones y se relajó.
Jugueteó con la tierra del suelo y
después se acercó al cuerpo del anciano.
Parecía poco más que un guiñapo. Era el
primer superviviente del Holocausto que
veía, pero era tal y como se lo había
imaginado. Se limpió los zapatos en los
pantalones del anciano y buscó alguna
forma de iluminar el granero. Encontró
un viejo interruptor y lo conectó. Una luz
mortecina inundó la sala y Marcelo se
sentó sobre unas cajas.
Necesitaba algo más fuerte si iba a
pasar otra noche en vela. Sacó una
papelina y esnifó una raya de coca. A
los pocos segundos sintió que sus
fuerzas se regeneraban y recuperaba la
seguridad en sí mismo.
El anciano comenzó a moverse y
Marcelo se acercó hasta él y le dio una
patada. El cuerpo se revolvió y el Ruso
escupió al suelo.
—Será mejor que te despiertes.
Tenemos una noche muy larga por
delante —dijo la mole, mientras el
profesor Peres comenzaba a abrir los
ojos.
31

Viena, 22 de diciembre de
2014

El tren paró por completo y los


pasajeros comenzaron a descender
ordenadamente. El hombre se puso de
los primeros y bajó al andén buscando
el tren para Berlín. Caminó mirando
para todos lados. No era la primera vez
que estaba en Viena, pero se sentía
cansado y angustiado. Se acercó a un
plano de la estación y encontró el andén.
Miró el panel de los horarios, todavía
quedaba media hora para que saliera.
Una voz electrónica sonó en la
estación mientras se dirigía a los aseos.
Las luces fueron encendiéndose a
medida que caminaba por el pasillo. Las
puertas se abrieron automáticamente. Se
dirigió a una de las cabinas y comenzó a
orinar. Notó una presencia justo detrás.
Era una situación comprometida, no
podía parar, pero los nervios lo
apremiaban. Levantó la cremallera a
toda velocidad y se encontró de bruces
con el alemán que había estado sentado
a su lado todo el viaje. Lo miró a los
ojos y en ese momento la luz automática
se apagó.
El hombre se lanzó contra el joven y
lo derrumbó sobre uno de los inodoros.
En la caída, pulsó el botón de la cisterna
y el alemán comenzó a chapotear en la
taza. El hombre aprovechó para correr
hacia la salida. Fuera de los baños miró
a un lado y a otro, inquieto. Después
corrió hacia el andén, entregó el billete
y subió rápidamente al tren. Caminó
deprisa hasta su asiento y comenzó a
resoplar. Miró por la ventanilla y vio a
su perseguidor a lo lejos. Se apartó de
la ventana y comenzó a rezar. Lo hizo
como hacía años. Con fervor, con temor
y esperando que Dios lo escuchara e
hiciera algo para salvarlo. Cuando
volvió a abrir los ojos, el tren
comenzaba a moverse y entraba por los
túneles.
—Gracias, Dios mío —dijo entre
dientes.
El vagón estaba completamente
vacío. Estiró las piernas y se quedó
recostado, con la mente en blanco. No
había duda de que Dios estaba de su
parte, era la segunda vez que se salvaba
aquel día.
32

Dessau, 23 de diciembre de
2014

Allan notó cómo unas manos


comenzaban a apretar su cuello y se
despertó, sobresaltado. Miró a un lado y
al otro, pero solo vio la habitación
oscura y solitaria. Ruth dormía a su
lado, la respiración sosegada de la
muchacha logró tranquilizarlo. Miró su
reloj sobre la mesilla, todavía quedaban
un par de horas para que amaneciese.
Sintió un fuerte dolor en la cicatriz del
costado. Desde su viaje con su amigo el
sacerdote Giorgio Rabelais a Perú, no
había experimentado esa sensación de
vitalidad que te produce el miedo.
Se puso en pie y caminó por la
habitación. Era consciente de que todo
se había complicado de una manera
imprevisible. Había pasado de una
simple investigación a una persecución
mortal. Rabelais en paradero
desconocido, Peres secuestrado y ellos
amenazados de muerte. Tal vez la clave
estaba en su ciudad de destino.
Se aproximó al gran ventanal y subió
el estor apretando el botón. Los bosques
cubiertos de nieve brillaban bajo la luz
de la luna. Le recordó a sus Navidades
en Saint Andrews, en Escocia, donde
vivían sus abuelos maternos. Sus
abuelos eran profesores en la
universidad, presbiterianos y las
personas más amorosas al norte de
Edimburgo. Siempre lo esperaban con
los regalos en la puerta, preferían
dárselos nada más llegar que esperar a
la Nochebuena. Su madre se enfadaba
con ellos, pero él era su único nieto y no
lo veían mucho. El recuerdo de su madre
le formó un nudo en la garganta. Había
fallecido hacía un par de años, pero
seguía sintiendo la misma sensación de
vacío, miedo y tristeza. Ella no lo vio en
vida convertirse en profesor titular de
antropología de las religiones. Tal vez
por eso sentía tanta rabia y prefería
centrarse en su trabajo y dejar las
relaciones personales a un lado. Ya
había sufrido bastante.
Miró su móvil. Era casi un milagro
que siguiera intacto después de lo
sucedido en los últimos días. Comprobó
las llamadas perdidas, no había gran
cosa, un par de estudiantes de doctorado
y una profesora que llevaba todo un año
acosándolo. Después miró los mensajes.
Repasó la lista y se paró en uno de
ellos. Al parecer, tenía un paquete en la
estafeta de correos de la universidad.
Sintió que su corazón se aceleraba.
¿Podría ser el paquete que buscaban?
Desechó enseguida la idea. Por qué
motivo iba Giorgio a mandarle el
paquete a él. Aunque, por otro lado,
Giorgio le había dicho a Ruth que, en el
caso de que le sucediera algo, acudiera
a él.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Ruth
saliendo de la cama vestida tan solo con
una camiseta.
—No —dijo Allan mirando su figura
bajo la luz de la luna.
—Yo tampoco puedo dormir —dijo
la chica, sentándose en uno de los
sillones de la habitación con las piernas
cruzadas.
—Estaba revisando el correo, me da
cierta sensación de normalidad. Cuando
todo se desmorona, es una forma de
recuperar la calma —dijo Allan,
sentándose en la otra butaca.
—Mi abuelo siempre decía que todo
parece más sencillo cuando somos
capaces de separar los sentimientos de
nuestras metas.
—Puede que tuviera razón —
contestó Allan.
—A mí me ha funcionado con los
estudios —contestó la chica.
—¿Qué estudias?
—Estoy terminando psicología —
dijo Ruth mientras se encogía de
hombros.
Allan hizo un gesto afirmativo con la
cabeza y la chica subió la barbilla y
frunció los labios.
—Lógico, ¿verdad? ¿Qué iba a
estudiar una niña adoptada? —dijo la
chica, molesta.
—Me parece bien. Todos estamos en
el proceso de buscarnos a nosotros
mismos —dijo Allan, sonriente.
—Pues tendremos que centrarnos en
buscar a Moisés.
—Él sabe cuidar de sí mismo —dijo
Allan, poniéndose en pie.
—Eso espero —contestó ella.
—Será mejor que me dé una ducha.
No sé cuándo volveremos a tener otra
oportunidad.
Ruth lo observó mientras se dirigía
al baño. Era un hombre muy atractivo, el
profesor del que toda alumna se
enamoraría. Intentó quitarse su imagen
de la mente y sus ojos se perdieron en el
cielo negro que comenzaba a clarear en
el horizonte.
33

Zimmritz, 23 de diciembre de
2014

El rostro de Peres estaba ensangrentado.


Marcelo Ivanov se había empleado a
fondo toda la noche y el viejo profesor
parecía a punto del colapso. El matón
intentó incorporar a su víctima, pero su
cuerpo inerte se caía hacia un lado.
—Maldito viejo. Si hubieras
cooperado, ninguno de los dos tendría
que haber llegado a este extremo, pero
los judíos sois así. Testarudos y ladinos,
incapaces de comportaros como
personas normales —dijo el Ruso,
mientras zarandeaba al anciano.
—¡Ah! —exclamó el hombre,
quejándose por el dolor.
—¿Qué pasa, viejo? ¿Ahora
protestas? Tenemos que salir en menos
de una hora y no has abierto la boca.
El matón arrastró al viejo hasta un
grifo y metió su cabeza debajo del
chorro de agua helada. El hombre
sacudió piernas y manos, pero pareció
recuperarse de repente.
—Tenemos que irnos. Será mejor
que espabiles —dijo el Ruso, sujetando
la cabeza del anciano bajo el agua.
Cuando Moisés levantó la mirada,
sus ojos hinchados se clavaron en los
del Ruso y, por alguna extraña razón, el
matón tuvo miedo. Sabía que aquel viejo
no podía hacerle daño, pero de algún
modo aquella manera de mirarlo lo
hacía sentir vulnerable.
—Vamos al coche, nos queda un
largo viaje. Tenemos que llegar antes
que ellos. Seguramente la chica y el
profesor no serán tan testarudos como
tú.
El anciano se intentó poner en pie,
pero no pudo. El Ruso lo agarró por la
cintura y los hombros y lo sentó en su
coche. Después se dirigió al asiento del
conductor y salió de la granja a toda
velocidad.
Mientras se incorporaba a la
autopista, seguía pensado en el
accidente del día anterior.
Afortunadamente, la hermana María no
lo había reconocido cuando se había
llevado al viejo. Ahora tendría que
enfrentarse a ella, y no dudaría en
matarla si fuera necesario.
34

Bundesarchiv, Friburgo, 23
de diciembre de 2014

Allan intentó arreglarse su chaqueta de


pana con coderas, se ajustó la corbata y
se peinó mientras se miraba en el espejo
del coche. Ruth lanzaba miradas al
retrovisor, nerviosa. Temía que el
secuestrador apareciera en cualquier
momento y los pillara desprevenidos.
Tras descender del coche, caminaron
en silencio hasta el gran edificio del
archivo. Una mole de hormigón con
apariencia de centro penitenciario.
Clara los había dejado en una ciudad
cercana y habían alquilado un coche
para llegar hasta Friburgo. No sabían
nada de su amigo, pero de algún modo
pensaban que su secuestrador intentaría
ponerse en contacto con ellos.
—No te preocupes, Ruth. Ese cerdo
esperará a que hayamos salido del
archivo. Sabe que estamos buscando
algo y dejará que lo encontremos.
—Puede que tengas razón, pero
nunca podemos saber cómo puede actuar
un loco.
—No se trata de un loco.
Seguramente es un profesional, un
asesino a sueldo. Esperemos que solo
quiera la información y nos deje en paz.
—Pero, Allan, ¿qué sucederá si
tuviera órdenes de eliminarnos? Creo
que deberíamos llamar a la policía.
—Si llamamos a la policía, Moisés
morirá.
Las palabras de Allan inquietaron a
Ruth. No quería que le pasara nada al
viejo profesor, pero tampoco quería
morir. Moisés, al fin y al cabo, había
tenido una vida larga y ella era apenas
una cría.
—Será mejor que entremos. Hace
una hora que lo han abierto —dijo Allan
señalando el edificio.
—¿Nos pedirán alguna clase de
acreditación para entrar? —preguntó
Ruth.
—Todavía conservo mi cartera, creo
que con ser profesor de Oxford bastará.
—¿Y yo?
—Desde ahora eres mi ayudante.
Los dos se dirigieron a la entrada
principal, no fue muy difícil acreditarse
y pasar los controles. Quince minutos
más tarde estaban en la sección MA, la
sección en la que guardaban de los
archivos militares.
—¿Crees que encontraremos algo
aquí? —pregunto Ruth en voz baja. La
sala estaba prácticamente vacía y varios
ordenadores parpadeaban con su
salvapantallas del escudo de Alemania.
—La Ahnenerbe perteneció en parte
a la Waffen SS. Si tu abuelo fue un
miembro de las SS, debe estar
registrado aquí, y puede que hasta
encontremos las misiones en las que
participó —dijo Allan en un susurro. Se
acercó a una de las mesas y se sentó
frente a uno de los monitores.
Buscó directamente la Ahnenerbe e
inmediatamente aparecieron una gran
cantidad de datos.
—«La Ahnenerbe fue uno de los
instrumentos de Himmler para crear y
defender algunos de los mitos de la
cultura aria. El Reichsführer-SS dotó a
la organización de todo tipo de recursos.
La sede se encontraba en una villa a las
afueras de Berlín. La organización
poseía sus propias bibliotecas,
laboratorios, talleres museísticos y
cuantiosos fondos para sus
investigaciones en el extranjero. En
1939, la organización tenía ciento treinta
y siete estudiosos en sus filas y contaba
con ochenta y dos trabajadores
auxiliares, como fotógrafos, pintores,
cineastas, bibliotecarios, escultores,
contables y secretarios.» —leyó en voz
baja Allan.
—Al parecer, la Ahnenerbe era la
niña mimada de Himmler —dijo Ruth.
—«El poder de Himmler en la
organización era tal que realizaba
hipótesis de todo tipo que los científicos
debían corroborar para contentarlo.» —
leyó Allan.
—¿Hay algo de bibliografía sobre el
tema? Nos convendría encontrar algún
libro sobre la Ahnenerbe.
Allan buscó bibliografía y, para su
sorpresa, únicamente encontró dos
libros sobre el tema; uno titulado Das
«Ahnenerbe» der SS, 1935-1945, que al
parecer fue publicado por un historiador
canadiense llamado Michael Kater, y
también una novela de Heather Pringle
titulada El plan maestro, del año 2006.
—¿Por qué hay tan pocos libros? —
preguntó Ruth en voz alta.
Una de las investigadoras le chistó
para que bajara el tono de voz.
—La respuesta es muy sencilla.
Después de la guerra muchos de los
miembros de la organización se
mantuvieron en puestos altos de la
enseñanza y la investigación. Es lógico
que no les hiciera mucha gracia que sus
estudiantes hurgaran en su oscuro
pasado —respondió él.
—Pero ¿eso quiere decir que hubo
una conspiración para ocultar la
verdadera historia de la arqueología y la
ciencia alemana? —preguntó Ruth con
los ojos desorbitados.
—Digamos que muchos eruditos
dejaron el asunto en suspenso hasta los
años ochenta. La caída del muro y la
reunificación produjeron un nuevo
interés por estos temas. Mira lo que dice
aquí: «Achim Leube, profesor de
arqueología de la Alemania Oriental,
realizó un estudio sobre la arqueología
bajo el Tercer Reich, pero hasta la caída
del muro no pudo avanzar mucho en sus
investigaciones. La mayor parte de la
información sobre la Ahnenerbe se
encontraba en la Alemania Occidental.
El profesor Leube organizó en 1998 un
congreso internacional sobre
nacionalsocialismo y prehistoria, al que
acudieron ciento cincuenta estudiosos de
doce países». —Terminó de leer Allan.
—Entonces, ¿por qué no hay más
investigaciones publicadas? —preguntó
Ruth.
—Se han escrito varios ensayos
sobre el viaje de los nazis al Tíbet,
realizado entre 1938 y 1939. El profesor
Kater encontró numerosa
correspondencia de Ernst Schäfer, pero
no descubrió muchos datos sobre el
resto de viajes de la organización, por
lo que supuso que debió tratarse de
misiones fallidas —dijo Allan.
—Todos creían que eran fantasías de
nazis locos —apuntó Ruth.
—A muchos les convenía pasar
desapercibidos, que se olvidara su
colaboración con el nazismo. Kater, sin
quererlo, desanimó a otros a investigar
acerca de esos viajes —dijo Allan,
apartando la mirada del monitor.
—Y crees que mi abuelo perteneció
a la Ahnenerbe y participó en alguna de
esas misiones —dijo Ruth
—Exacto, y si averiguamos en qué
misiones participó y quiénes eran sus
compañeros, descubriremos lo que tu
abuelo quería decirnos —dijo Allan.
—Pero ¿cuántas expediciones se
realizaron? —preguntó Ruth.
El antropólogo se volvió al
ordenador y buscó en la base de datos.
Aparecieron decenas de misiones dentro
y fuera de Alemania.
—Creo que no será tan fácil dar con
las misiones en las que participó tu
abuelo —dijo Allan señalando el
monitor.
—Islas Canarias, Finlandia, Iraq,
Bolivia, Barcelona…
—La lista es interminable —dijo
Allan, abrumado. Él había pensado que
aquella misma tarde saldrían con datos
concretos acerca de la misteriosa
desaparición de Giorgio y el secuestro
del profesor Peres, pero cada vez eran
más las incógnitas que se abrían.
Allan levantó la vista y observó el
reloj de la sala. Habían pasado cuatro
horas y apenas habían avanzado.
—Mierda —dijo Allan.
—¿Qué sucede? —preguntó Ruth.
—La mayor parte de los informes de
la Ahnenerbe no están aquí.
Ruth lo miró confundida. El profesor
Moisés Peres había asegurado que los
archivos de la organización se
encontraban en esa biblioteca.
—Al parecer los norteamericanos se
llevaron parte de los archivos y están en
la NARA[2], en Maryland.
—Pero todo no está en Maryland —
dijo Ruth señalando la pantalla.
—No, también hay información en el
Bundesarchiv de Berlín, y en el Instituto
Arqueológico Alemán. Creo que será
imposible descubrirlo en tan poco
tiempo —dijo Allan, desanimado.
Ruth buscó en el archivo de la
Bundesarchiv. Al parecer se
conservaban novecientos sesenta y un
expedientes de la Ahnenerbe.
—Tardaremos meses en descubrir
las misiones en las que estuvo
involucrado tu abuelo, si es que tu
abuelo se llamaba Thomas Kerr cuando
estaba en la organización. Pudo
cambiarse de nombre para salvar el
pellejo —dijo Allan.
—No creo que mi abuelo hiciera una
cosa así —dijo Ruth. Parecía indignada.
—Si fue capaz de ingresar en las SS
y utilizar su conocimiento para ponerlo
al servicio de los nazis, podemos
esperar que se cambiara el nombre para
salvar la vida.
—Mi abuelo no mató a nadie. La
Ahnenerbe, por lo que sabemos hasta
ahora, únicamente se encargaba de hacer
expediciones arqueológicas y estudios
antropológicos —dijo Ruth, frunciendo
el ceño.
—Por lo que Moisés nos contó el
otro día y lo poco que sé del tema,
aquella supuesta organización científica
era tan solo una tapadera para llevar a
buen puerto los macabros planes de
Himmler —dijo Allan, que empezaba a
cansarse de la actitud de la joven.
—Pues será mejor que lo demuestres
—dijo, arrogante, Ruth.
—La Ahnenerbe era el instrumento
de un loco para crear una nueva raza de
seres puros. La organización adiestraba
a los SS y les mostraba la supuesta
sabiduría aria, su idea era crear una
élite racial que gobernara el mundo —
dijo Allan casi gritando.
Uno de los bibliotecarios se acercó
hasta ellos y les rogó que bajaran el tono
de voz. Allan lo miró enfadado y se
puso en pie. Ruth lo siguió,
desconcertada. Nunca lo había visto tan
alterado. Cuando estuvo fuera de la sala,
se dio la vuelta y, clavando la mirada en
la joven, le dijo:
—Si no estás dispuesta a tener la
mente abierta y asumir que tu abuelo
pudo ser un criminal de guerra,
probablemente un monstruo, no
podremos encontrar la verdad. La vida
de dos de mis mejores amigos depende
de ello.
Ruth lo miró con los ojos acuosos.
Tenía razón. Ella le había pedido ayuda,
él había arriesgado su vida y la de sus
amigos; tenía que intentar mantener la
mente fría.
—Tienes razón. Será la última vez
que me altere. Debemos descubrir la
verdad y hacerlo cuanto antes.
La Ahnenerbe fue una organización científica
cuya misión era descubrir los orígenes de la
cultura y raza aria.
35

Bundesarchiv, Friburgo, 23
de diciembre de 2014

Marcelo Ivanov se levantó la manga de


su abrigo y volvió a mirar el reloj. Los
había visto entrar hacía cinco horas, el
sol comenzaba a desaparecer y el viejo
llevaba todo el día en el maletero. Si lo
dejaba mucho más, esa escoria judía se
moriría y tendría un problema más del
que ocuparse.
Entonces vio que la chica y el
hombre salían a toda prisa del edificio.
Arrancó el coche y comenzó a acercarse
lentamente. Cuando estuvo cerca, bajó
del vehículo y se dirigió a ellos.
—Profesor Haddon y señorita Kerr,
será mejor que me sigan. Tengo a su
viejo amigo y si no colaboran, no lo
volverán a ver con vida. No es que le
quede mucha a ese cerdo judío, pero…
Allan y Ruth se detuvieron en seco.
Las palabras del Ruso los había dejado
paralizados. Podían escapar corriendo,
pero eso supondría la muerte de Peres.
—Será mejor que me acompañen a
mi coche. No les pasará nada si me
dicen todo lo que saben —dijo el Ruso,
metiéndose una de las manos en el
bolsillo.
Los dos siguieron al matón, pero el
chirrido de los frenos de un coche los
hizo mirar para atrás. Clara, la mujer
que los había recogido el día anterior,
bajó del coche y disparó contra el Ruso
sin previo aviso. Marcelo se agachó
justo a tiempo, y, desconcertado, huyó,
perdiéndose entre los automóviles.
—Rápido, suban a mi coche —dijo
la mujer, apremiándolos con un gesto de
la mano.
—Pero ¿quién es usted? —dijo
Allan, sorprendido.
—Puede volver, será mejor que nos
apresuremos. Ya le daré explicaciones
más adelante —dijo la mujer,
metiéndose en el automóvil.
—No podemos irnos, ese hombre
tiene a nuestro amigo —dijo Allan.
Ruth hizo amago de subir, pero
cuando vio que Allan se alejaba, se
quedó parada.
—Déjeme que eche un vistazo a su
coche. Puede que encontremos algo que
nos dé una pista sobre el lugar donde
está nuestro amigo.
—¿Se ha vuelto loco? —dijo la
mujer desde la ventanilla del conductor.
—Puede que sí, pero no puedo irme
sin más.
Allan abrió la puerta del vehículo
del Ruso. Estaba muy sucio y
desordenado. Miró en la guantera, pero
solo había discos, una linterna y restos
de comida. Se dirigió al maletero y lo
abrió. Los ojos pequeños de Moisés se
cruzaron un segundo con los suyos.
—Por Dios, Moisés, ¿qué te ha
hecho ese tipo?
36

Autopista E-51, 23 de
diciembre de 2014

Unos disparos al aire convencieron a


Allan y Ruth de que era mejor meterse
en el coche de la mujer. Sacaron a
Moisés del maletero, parecía como ido,
con la mirada perdida, la cara hinchada
y amoratada. Una vez dentro, la mujer
pisó el acelerador, pero el silbido de las
balas continuó hasta que salieron del
aparcamiento.
Una vez en la autopista, la mujer
miró por el retrovisor a Moisés y Ruth,
parecían asustados.
—No se preocupen, están en buenas
manos.
—Pero ¿quién es usted? —preguntó
Allan, molesto—. ¡Primero hace de
buena samaritana, después dispara a ese
hombre y ahora pretende secuestrarnos!
—¿De dónde ha sacado esa estúpida
idea? —dijo la mujer—. ¿No entiende
que les he salvado la vida?
—Pero nos mintió —dijo Allan.
—Es cierto, tenía la misión de
vigilarlos, pero cuando ese cafre los
atacó tuve que intervenir.
—¿Quién es usted realmente? —dijo
Ruth desde la parte trasera.
—Mi verdadero nombre es María.
Dejémoslo ahí. Alguien quiere matarlos
y mi misión es protegerlos. Pueden
creérselo o no, eso es asunto suyo.
Se hizo un silencio en el coche hasta
que Allan comenzó a hablar de nuevo.
—¿Para quién trabaja?
—Tampoco puedo decirlo.
—¿Qué hará con nosotros? —
preguntó Ruth.
—No teman, los dejaré donde me
pidan. Ya les he dicho que no tengo
intención de hacerles daño —dijo la
mujer, ofuscada.
El profesor Peres se incorporó con
dificultad y, para sorpresa de todos, se
dirigió a la mujer.
—Él habló de usted, al parecer la
conoce.
Todos lo miraron, sorprendidos.
Parecía gravemente herido, pero el
anciano estaba recuperando fuerzas por
momentos.
—No me extrañaría, en mi profesión
todos terminamos conociéndonos —dijo
la mujer.
—¿Cuál es su profesión? —pregunto
Allan.
—Se puede llamar de muchas
maneras, pero a mí me gusta el término
más clásico: espía.
37

Bruselas, 23 de diciembre de
2014

El candidato se puso en pie frente al


Parlamento Europeo. Las bancadas
estaban repletas para escuchar al que
con toda probabilidad sería el líder de
Europa durante los próximos cuatro
años. Alexandre von Humboldt miró a
los eurodiputados e intentó disimular la
euforia que sentía. En quince días se
convertiría en uno de los hombres más
poderosos del mundo y tendría en su
mano las herramientas para cambiar las
cosas.
—Señorías, es un honor dirigirme a
esta cámara. Muchas veces se han
tomado decisiones desde este hemiciclo
que han afectado a millones de personas.
Desde su creación, los destinos
económicos de algunos de los países
más importantes del mundo se dirigían
desde aquí, pero seguíamos divididos en
lo político, aunque la crisis nos ha hecho
cambiar a todos. Una Europa unida será
una Europa fuerte. China es una de las
potencias mundiales más importantes,
Estados Unidos continúa siendo la gran
potencia militar, pero ¿cómo
responderemos a las continuas amenazas
de Rusia? ¿Cómo defenderemos Europa
del terrorismo internacional? Los flujos
migratorios convirtieron a este
continente en un coladero de terroristas
e indeseables. No podíamos acoger a
los parias de toda la tierra. El camino de
Europa es glorioso, pero hasta que una
mano poderosa controle los destinos de
este gran continente, Europa no volverá
a ser lo que fue. Imagino que algunos me
acusarán de fascista o totalitario.
Muchos periódicos dicen que mi partido
es una organización criminal encubierta,
pero ¿quién está sacando de la crisis a
Europa? ¿No es el PGE en sus diferentes
ramas nacionales?
Los eurodiputados se pusieron en
pie y aplaudieron. Alexandre von
Humboldt hizo un gesto con la mano y
todos se sentaron de nuevo.
—Muchos quieren ver una Europa
débil, dividida, que se preocupa más de
los derechos de la humanidad que de sus
propios intereses, pero eso se terminó,
primero Europa y los europeos.
La sala rugió ante las palabras del
candidato. Los mismos eurodiputados
que un año antes habían conseguido lo
impensable, crear una constitución que
uniera políticamente al continente,
comenzaron a vitorear al futuro
presidente de los Estados Unidos de
Europa.
38

Autopista E-51, 23 de
diciembre de 2014

El resto del viaje lo hicieron en


silencio. La oscuridad de la autopista, el
monótono sonido del motor y el
agotamiento terminaron por vencerlos.
El anciano judío y Ruth dormían en la
parte trasera del coche, mientras Allan y
María permanecían callados mirando
hacia delante. Al final, ella se dirigió a
Allan y él la miró atentamente. Era
atractiva, su expresión dulce contrastaba
con unos ojos fríos e indiferentes. Desde
el momento en que la conoció en la
autopista tuvo un mal presentimiento.
—Entiendo que se sientan
confundidos, yo también lo estaría. No
están acostumbrados a que alguien los
persiga, a que sus vidas corran peligro.
Aunque no lo crea, lo único que les ha
sucedido es que, por primera vez, se han
enfrentado a la realidad.
—¿La realidad?
—Las cosas no son exactamente
como parecen. Detrás de las cortinas del
gran teatro del mundo hay muchos
poderes que luchan por prevalecer y no
siempre se puede jugar limpio.
—Esa es la excusa perfecta para
gente como usted. Es fácil justificarse,
decir que las cosas son como son y
nadie puede cambiarlas.
—La vida no es como nos gustaría,
señor Haddon —dijo ella, molesta.
—Usted ha escogido ese camino,
pero yo llevo toda la vida desvelando
misterios que gente como usted ha
matado por ocultar. No estamos en el
mismo bando. Le doy las gracias por
ayudarnos, pero me temo que, si
recibiera una orden de arriba, no
dudaría en matarnos —concluyó Allan.
Después miró por la ventanilla y
contempló las luces de las afueras de
Berlín.
—Todos somos esclavos de algo o
de alguien. De nuestro pasado, de
nuestros errores, y lo único que
podemos hacer es escoger bien a nuestro
amo. Le aseguro que estoy en el bando
de los buenos.
—¿El bando de los buenos? Siempre
me ha hecho gracia eso. Los buenos
pegan tiros, secuestran y matan; no veo
la diferencia con los malos.
Las calles de Berlín estaban
desiertas. Allan lo agradeció. Se sentía
agotado y lo único que quería era una
cama blanda para olvidarse por unas
horas de todo. La mujer los dejó
enfrente de un hotel y Allan y Ruth
descendieron del coche. María llevaría
a Moisés a su casa.
El profesor y la joven se dirigieron
como autómatas a la recepción y se
fueron a descansar. La supervivencia era
una razón tan buena como cualquier otra
para sentirse felices, y hay momentos en
los que el simple hecho de estar vivos
es suficiente recompensa.
39

Berlín, 23 de diciembre de
2014

¿Por dónde podía empezar a buscar a


Haddon? La ciudad era muy grande y
tardaría días en encontrarlo. En su huida
lo había perdido todo, el móvil, la
agenda… y no sabía el teléfono del
profesor. Pensó en llamar a Oxford, tal
vez desde allí podrían localizarlo, pero
era demasiado tarde. A esa hora no
habría nadie en la universidad y, de
todos modos, a dos días de la Navidad,
era fácil que se pasaran tres o cuatro
días sin coger el teléfono.
Vio el cartel luminoso de un
cibercafé y entró. Se conectó a la red y
buscó la Universidad de Oxford, intentó
localizar los datos de Allan Haddon,
pero se limitaban a un correo
electrónico y un apartado postal. Pensó
que lo mejor sería probar con el correo
electrónico, el antropólogo seguramente
tendría un sistema de gestión de correos
en su teléfono.
Después de redactar el mensaje y
enviarlo, decidió buscar un sitio para
descansar. Desde Viena tenía la
sensación de haberse librado finalmente
de sus perseguidores. Tras salir del
local, miró a un lado y al otro, y caminó
por las calles frías de la capital. Se
metió en un barrio marginal y buscó un
motel de mala muerte. Allí nadie lo
buscaría, escondido entre la escoria era
más difícil de localizar. Aunque para él
aquella gente no era escoria. Las
prostitutas, los ladrones y camellos tan
solo eran seres humanos perdidos que
buscaban su camino a casa, o por lo
menos era lo que prefería pensar. La
verdadera escoria humana muchas veces
vivía en los lujosos apartamentos de las
grandes ciudades y con un simple
chasquido de dedos podía provocar el
sufrimiento a miles o cientos de miles de
personas.
Cuando se tumbó sobre la cama, su
mente siguió haciéndose preguntas.
Intentó abandonar sus pensamientos y
descansar, pero el miedo se adhiere a la
piel como una lapa y cuando intentas
sacártelo, algo de ti muere, dejando
lisiada el alma para siempre.
40

Berlín, 24 de diciembre de
2014

El coche de María se paró frente a la


puerta del edificio, sobre el lecho de
hojas rojas caídas de un hayal. Allan y
Ruth descendieron del vehículo y
dejaron a María dentro. El viejo
profesor se había quedado en su casa, al
parecer se sentía agotado.
Cuando llegaron a la puerta del
Bundesarchiv de Berlín sintieron que la
tensión de los últimos días aumentaba de
repente. Su viaje al sur de Alemania, la
desaparición de Rabelais y el secuestro
de Peres los habían agotado física y
emocionalmente. Allan enseñó su
identificación en la entrada y el
funcionario les advirtió que, al ser
víspera de Navidad, el archivo cerraría
a las cuatro de la tarde. Se les había
olvidado que estaban a unas horas de
Nochebuena, pero ni Allan ni Ruth
tenían a nadie con quien pasar aquel día.
Cuando llegaron a la sala de
investigadores, comenzaron a buscar
datos sobre las misiones de la
Ahnenerbe. No hablaron mucho entre
ellos, tenían ganas de descubrir algo y
acabar con todo el asunto.
—Mira, Ruth, aquí hay algo —dijo
Allan sin mucha emoción.
La chica se acercó hasta él y los dos
miraron el monitor.
—Himmler envió a miembros de la
Ahnenerbe a ocho expediciones en el
extranjero —dijo Allan.
—Yo creía que eran muchas más —
dijo Ruth, asombrada.
—Al parecer, la guerra impidió que
muchas de las misiones se llevaran a
cabo, como las preparadas para partir
hacia América. Muchos países
suramericanos se aliaron con Estados
Unidos contra los alemanes —dijo Allan
—. No lo sabía. El director de la
organización en aquella época fue el
profesor Wolfram Sievers y su
superintendente era un hombre llamado
Walter Wüst.
—¿Pone algo sobre ellos? ¿Siguen
vivos? Podrían ser una pista para
conocer las misiones en las que
participó mi abuelo.
Allan buscó la información en la
base de datos del archivo. Después de
unos segundos aparecieron los datos de
los dos hombres en la pantalla.
—Creo que Sievers no podrá
ayudarnos mucho. Fue juzgado tras la
guerra y condenado a muerte. Lo
colgaron en 1948 por crímenes contra la
humanidad, al parecer participó
activamente en experimentos crueles con
prisioneros del campo de concentración
de Struthof-Natzweiler —dijo Allan.
—Seguro que merecía morir, pero es
una pena para nuestra investigación —se
lamentó Ruth.
—Aquí se reproduce una parte del
juicio —dijo Allan—. Léelo, puede que
descubramos algo interesante.

De la página 398 a 409 del volumen 20, 8


de agosto, 1946.
El fiscal Elwyn Jones empieza su turno de
preguntas:
P: ¿Es usted Wolfram Sievers, director de
la Ahnenerbe desde 1935?
R: Fui el director de la Ahnenerbe.
P: ¿Usted recordará que el 27 de junio se
presentaron pruebas contra usted por el
comisionado designado por este tribunal?
R: Sí.
P: Me refiero a la página 1925 de la
transcripción de su declaración ante la
comisión: ¿Recuerda usted que el doctor
Pelckmann, el abogado de las SS, lo llamó
para demostrar que la Ahnenerbe no sabía
de los experimentos biológicos del grupo
dirigido por el doctor Rascher, realizados
con reclusos?
R: Sí.
P: ¿Y recuerda (el acta está en la página
1932 de la transcripción) cuando el doctor
Pelckmann le preguntó: «¿Tenía usted
alguna posibilidad de tener alguna pista
acerca de las circunstancias relativas a/o la
planificación de los métodos o el
desarrollo de estos experimentos
científicos del Departamento Científico
Militar?», y usted contestó «No»?
R: Lo recuerdo.
P: Y cuando fue interrogado, ¿no recuerda
haberle dicho al comisario que Himmler y
Rascher fueron muy buenos amigos, y que
usted no sabía exactamente lo que estaba
pasando? ¿Se acuerda de eso?
R: Dije que se me informó acerca de estos
asuntos solo en general pero no en
particular.
P: En la última pregunta del interrogatorio,
le pedí que me dijera cuántas personas
estimaba usted que fueron asesinadas en
relación con los experimentos de Rascher
y otros de la misma índole llevados a cabo
bajo el pretexto de la «ciencia nazi». Usted
respondió lo siguiente: «No puedo decirlo
porque no tenía conocimiento de estas
cuestiones». ¿Se acuerda de la página 1939
de la transcripción?
R: Sí.

Ruth interrumpió la lectura. Estaba


asombrada por las respuestas del
interrogatorio.
—Me parece increíble. Si no
entiendo mal, el tribunal estaba
acusando a Sievers de colaborar con las
SS en crímenes de guerra —dijo la
joven.
—Eso parece. Ya nos dijo Peres que
la Ahnenerbe había aparecido ante la
opinión pública como una organización
meramente esotérica y seudocientífica,
pero la realidad es que colaboró
activamente con el exterminio de
personas —dijo Allan.
El hombre miró de nuevo la pantalla
e intentó saltarse algunas partes del
interrogatorio para ir al grano.

P: Ahora, quiero que busque una carta que


le envió a Brandt, en respuesta a una carta
del propio Brandt que contiene sugerencias
en cuanto a dónde encontrar los esqueletos
que necesitaban. Está en las páginas 14 y
15 del cuadernillo de documentación en
alemán, señoría. Es una carta titulada «La
Ahnenerbe», de fecha 9 de febrero de
1942, clasificada como «Secreto». Está
dirigida a Brandt, ayudante de Himmler. Es
su carta, testigo, ¿no es esta su firma?
R: Sí.
P: Voy a leerla:
«Estimado Camarada Brandt:
El informe del doctor Hirt, que usted
solicitó en su carta de 29 de diciembre de
1941, se presenta en el anexo. No he
estado en condiciones de enviárselo antes
porque el profesor Hirt ha estado muy
enfermo».
Luego se mencionan algunos detalles de su
enfermedad.
«Debido a esto, el profesor Hirt no fue
capaz de escribir más que un informe
preliminar que, sin embargo, me gustaría
presentarle. El informe se refiere a:
1. Sus investigaciones con el microscopio
en órganos vivos; el descubrimiento de un
nuevo método de examen y la construcción
de un nuevo microscopio de investigación.
2. Su propuesta para garantizar cráneos de
judíos».
Luego está su firma. Usted envió esta carta
junto con el informe del doctor Hirt y sus
sugerencias.
Allan dio otro salto en la lectura.

P: ¿Cómo conseguían esas calaveras


partiendo de sujetos vivos?
R: No le puedo dar los detalles exactos. En
los interrogatorios anteriores he señalado
que el profesor Hirt habría de responder
por sí mismo sobre este asunto.
P: Ahora, testigo, quiero darle otra
oportunidad para decir la verdad. ¿Está
usted diciendo a este tribunal que usted no
sabe de qué forma se consiguió esa
colección de cráneos y esqueletos?
R: Eso aparece en el informe. Algunas
personas fueron puestas a nuestra
disposición para esta tarea por orden de
Himmler.
P: Que fue quien puso en marcha esta
operación. ¿Tenía usted algo que hacer en
el proceso de acopio de cuerpos?
R: No, nada en absoluto, y no sé ni de qué
manera empezó este asunto, ya que no sé
nada de la correspondencia directa o de las
reuniones que tuvieron lugar previamente
entre Himmler y Hirt.
P: Testigo, le he dado la oportunidad de no
cometer perjurio y no la ha aprovechado.
Quiero que mire el siguiente documento
[…]

María entró en la sala, y Allan cerró


la pantalla bruscamente. No esperaban
verla allí. El profesor le pidió a Ruth
que imprimiera el documento, ya
tendrían tiempo de verlo a solas.
—Siento interrumpir, pero ha
sucedido algo terrible —dijo la mujer,
intentando mostrar algún sentimiento.
—¿Qué? —preguntó Ruth,
impaciente.
—El profesor…
—¿Qué? —dijo Allan.
—El profesor Moisés Peres ha
muerto. Alguien entró en su casa y le
pegó un tiro. La sala de estar estaba
desordenada, como si buscaran algo en
su interior. La policía quiere hablar con
ustedes —dijo María.
—¿Con nosotros? ¿Por qué? —dijo
Ruth.
—Al parecer hay varios testigos que
los vieron entrar en su casa hace un par
de días y a usted se le ha dado por
desaparecido. La policía los busca para
interrogarlos por asesinato.
41

Berlín, 24 de diciembre de
2014

El inspector jefe de la policía


metropolitana de Berlín entró en el salón
y contempló el desorden con cierta
indiferencia. Quedaban unas horas para
Nochebuena y el maldito asesinato del
profesor Moisés Peres lo había sacado
de casa y había enturbiado la
tranquilidad de un día como aquel. Uno
de los oficiales le enseñó el informe y
miró hacia la marca donde había estado
el cuerpo.
—El forense tendrá un informe
completo en un par de horas —dijo el
oficial de policía.
—¿Un par de horas? En estos
momentos ya debería estar preparando
mis salchichas con ensalada de patata y
sacando el stollen del horno. Hablen
con el forense, él está de guardia, pero
necesito que confirme que se trata de un
asesinato para que cursemos una orden
de busca y captura. —El inspector jefe
se frotó su bigote rubio y caminó entre
los papeles.
—Ahora mismo lo llamamos —dijo
el oficial.
—¿Cómo sucedieron los hechos? —
preguntó el inspector.
—Según parece, el profesor estaba
sentado en el sillón. Alguien abrió la
puerta de la calle, pero no la forzó.
—¿La abrió con una llave?
—No lo sabemos, creemos que el
profesor conocía al asesino y le abrió.
—Varios testigos han recordado que
el profesor Allan Haddon y una joven
negra han estado en la casa varias veces
en la última semana —dijo el inspector.
—¿Allan Haddon?
—Es un profesor inglés de
antropología. Hemos estado en su hotel,
pero dicen que lleva días sin aparecer.
—¿Está desaparecido?
—Eso es lo que nos consta —dijo el
inspector.
—Pero ¿qué razones podría tener
ese profesor Haddon para matar a su
colega Peres? —preguntó el inspector
jefe.
—¿Celos profesionales?
—No creo que llegara a tanto. Tiene
que haber más sospechosos.
—Pero en el arma están las huellas
del profesor Haddon, las hemos
cotejado con nuestra base de datos —
dijo el inspector.
El inspector jefe lo miró
sorprendido. Aquello era un verdadero
golpe de suerte. Con el arma homicida y
las huellas del principal sospechoso,
podía cursar una orden de busca y
captura y llegar a su casa antes de que su
familia comenzara a cenar.
—Redacten la orden, buscamos a
Allan Haddon como principal
sospechoso de asesinato —dijo el
inspector jefe.
Uno de los agentes se acercó a los
dos hombres.
—¿Qué sucede? —preguntó el
inspector.
—Un hombre pregunta por el
inspector jefe.
—¿Quién es?
—Me ha dicho que se llama Allan
Haddon.
42

Roma, 24 de diciembre de
2014

Las estancias del papa estaban en


silencio. En la plaza de San Pedro la
multitud comenzaba a agolparse. Gente
de medio mundo venía a la ciudad para
la famosa misa del gallo. Para algunos
era la única oportunidad de ver oficiar
una misa al papa y regresar a sus
hogares con la tranquilidad de que todos
sus pecados habían sido perdonados.
Pío XIII se movía inquieto por la
habitación. Sus ropas descansaban sobre
la cama, pero él seguía llevando el
habito con el que trabajaba. No había
probado bocado y sentía que la tensión
de los últimos días se acumulaba en
aquella jornada tan especial.
El camarlengo entró en la habitación
y ordenó a las religiosas que los dejaran
a solas.
—Santidad, me han dicho que no
habéis comido nada. Lleváis días así,
podéis caer enfermo —dijo el
camarlengo, inquieto.
—Jesús ayunó cuarenta días en el
desierto. No creo que me suceda nada
por no comer en unos días.
—Jesús tenía treinta años y era Dios
—dijo el camarlengo.
—Yo soy su vicario y los años son
galardones que Dios nos da —dijo el
papa, molesto.
El camarlengo agachó la cabeza en
señal de respeto. No era sencillo tratar
con el hombre que encabezaba a la
mayor Iglesia de la cristiandad.
—Por lo menos tome un poco de
sopa —insistió.
—Tengo un nudo en el estómago.
Seguimos sin noticias de Giorgio
Rabelais y al parecer sor María no ha
enviado ningún informe. Creía que
sabríamos algo antes de Nochebuena. En
estas condiciones no puedo oficiar —
dijo el papa.
Las palabras del sumo pontífice
dejaron al camarlengo estupefacto.
Desde hacía siglos todos los papas
habían dado esa misa solemne. Si Pío
XIII no lo hacía, los rumores sobre su
salud o su estado de ánimo correrían
como la pólvora.
—Santidad, miles de personas de
todo el mundo se han reunido en Roma
para escuchar su mensaje. Quieren
regresar a casa con su bendición. La
misa será retransmitida por cientos de
televisiones de casi todos los países del
mundo…
—¡Soy el papa, yo decido lo que es
bueno para la Iglesia! —gritó,
enfurecido, el sumo pontífice.
Se dirigió hacia su despacho
privado, se asomó a la ventana y respiró
hondo para tranquilizarse. El
camarlengo lo siguió y permaneció en
silencio.
—¿Qué buscan? —preguntó el papa
en voz alta.
—Buscan esperanza, quieren que
alguien de carne y hueso les diga cuál es
la voluntad de Dios —respondió el
camarlengo.
—¿La voluntad de Dios? —repitió
el papa.
—Sí, santidad.
—¿Quién puede saberlo? Hoy
estamos aquí y mañana quién sabe. Los
caminos del Señor son inescrutables —
dijo, comenzando a calmarse.
El camarlengo miró el rostro
agotado del papa. Sus gafas brillaban
con la luz de las calles. Llevaba casi un
año en su cargo, pero el peso de las
responsabilidades comenzaba a
doblegar su espíritu. Lo había visto en
otros antes, pero aquel hombre llevaba
alguna carga que lo atormentaba.
43

Bruselas, 24 de diciembre de
2014

La cena de gala estaba a punto de


comenzar. Alexandre von Humboldt
entró en el gran salón del hotel del brazo
de su segunda esposa, Anna. El aspecto
de los dos era inmejorable, podrían
haber posado para cualquier revista de
moda. Alexandre se mantenía en forma
con sus partidos de tenis, sus paseos en
bicicleta y, cuando tenía tiempo, sus
partidos de fútbol con sus viejos amigos
de la universidad. Anna había sido
modelo de alta costura y conservaba ese
aire de maniquí ausente, pero su
simpatía y su perfecta sonrisa eran
capaces de seducir al votante más
escéptico.
Después de sentarse en la mesa de
honor, la música comenzó a sonar. La
mesa redonda estaba repleta de jefes de
Estado. Varios monarcas y dos primeros
ministros conversaban amigablemente.
Muchos políticos y reyes estaban
preocupados sobre su nuevo estatus
dentro de una Europa unida.
—Von Humboldt, ¿qué piensa usted
del nuevo sistema federal? —preguntó
el presidente de la República de Italia.
—Los estados siguen siendo
soberanos, ya lo saben. Además, muchas
de sus leyes particulares seguirán
operando durante años. La federación se
centra en una política internacional
única, un Ejército bajo un solo mando y
un Tribunal Europeo más eficaz —
respondió Alexandre.
Uno de los monarcas lo miró con
cierto desdén. Todos sabían que el
candidato era un republicano
convencido.
—¿Cómo puede respetarse la
soberanía nacional y al mismo tiempo
haber una soberanía europea? —
preguntó.
—Los gobiernos y sus
representantes tienen las competencias
en materia de seguridad, economía,
educación…
—Eso es una verdad a medias —
dijo otro de los monarcas, sin poder
disimular su disgusto.
Alexandre le sonrió e intentó
controlar sus emociones. Cuando
estuviera en el poder, muchas cosas
tendrían que cambiar.
—No entiendo, ¿por qué dice eso?
—dijo el candidato.
—Si el presidente de los Estados
Unidos de Europa controla al Ejército,
dirige la política internacional, reparte
los presupuestos nacionales y tiene en
Bruselas los tribunales, ¿qué margen les
queda a los estados nacionales? —dijo
el monarca con el ceño fruncido.
—Seremos ecuánimes. Queremos
una Europa fuerte, no dividida. Cuando
el terrorismo sacudió nuestras ciudades,
cada país tomó sus medidas, cuando la
crisis económica nos estalló en las
manos, muchos presidentes gritaron
«sálvese quien pueda». Las oleadas de
inmigrantes no dejaban de llegar…
—Pero eso sucedía en todo el
mundo —lo interrumpió el presidente
francés.
—Es cierto, pero cuando Europa
creó la Comisión de Emergencia y los
Estados sacrificaron algunas de sus
prerrogativas, comenzaron a mejorar sus
economías —dijo Alexandre.
—No lo niego, pero también se
recortaron derechos fundamentales como
la libertad de prensa, la libre
circulación de ciudadanos europeos, las
ayudas al tercer mundo… —dijo uno de
los monarcas.
—En tiempos de crisis hemos de
realizar ciertos sacrificios —dijo
Alexandre.
Anna sonrió a los comensales y,
dirigiéndose a sus esposas, comentó:
—Es Nochebuena, creo que por hoy
podríamos dejar la política a un lado.
¿No les parece, caballeros?
Todos sonrieron y el ambiente
comenzó a ser más distendido. El
teléfono móvil de Alexandre sonó. Lo
miró discretamente debajo de la mesa.
El maldito profesor judío había muerto,
por lo menos aquella noche tendría algo
que celebrar, pensaba mientras guardaba
el teléfono y contemplaba los adornos
navideños del gran salón.
44

Berlín, 24 de diciembre de
2014

El inspector jefe intentó disimular su


cara de disgusto. Ahora tendría que
llevar a Allan Haddon a comisaría e
interrogarlo. Podía encargar a algunos
de sus subordinados que se ocuparan del
caso, pero el profesor Moisés Peres era
uno de los miembros más conocidos de
la comunidad judía de Alemania, un
superviviente de los campos de
concentración y el impulsor del Museo
Judío de Berlín.
El inspector se llevó a un cuarto
contiguo a Allan y dejó que sus hombres
se ocuparan de su acompañante.
—Profesor Allan Haddon, lamento
conocerlo en estas tristes circunstancias.
Creo que el profesor Peres y usted eran
amigos —dijo el inspector jefe.
—Lo éramos desde hace más de
quince años, cuando yo vine a Berlín a
escribir mi tesis —dijo Allan,
emocionado. El desorden de la casa y
las manchas de sangre en el suelo habían
terminado de revolver sus sentimientos.
El inspector jefe lo observó
detenidamente. El profesor inglés estaba
algo despeinado; su traje arrugado y sus
ojeras ponían de manifiesto que no había
tenido una buena semana.
—El profesor Peres ha sido
asesinado. Alguien escuchó ruido y
llamó a la policía —dijo el inspector
jefe.
—Es terrible —dijo Allan.
—Creemos que los disparos los
realizó un hombre. Es posible que el
profesor Peres lo conociera, ya que la
puerta no estaba forzada.
—¿Quién pudo hacer una cosa así?
El inspector comenzó a dar vueltas
por el cuarto, como si estuviera
buscando la forma de interrogar al
sospechoso antes de que se diera cuenta
de la gravedad de los hechos.
—¿Visitó usted al acusado
recientemente?
—Sí, esta misma mañana.
—¿Dónde ha estado la última
semana? Al parecer abandonó su hotel
precipitadamente.
—Tuve que viajar al sur del país por
un asunto urgente —dijo Allan,
nervioso.
—¿Qué asunto?
—No está relacionado con el caso
—se apresuró Allan, evasivo.
—Permítame que eso lo decida yo
—dijo el inspector jefe, molesto.
—¿Me está interrogando? —
preguntó Allan.
—No, es solo una charla cordial.
Queremos encontrar al asesino de su
amigo.
El profesor intentó relajarse, pero el
tono del inspector lo preocupaba.
Notaba que las preguntas no eran
simplemente una forma de averiguar
quién podía ser el asesino de su amigo,
parecía como si el inspector quisiera
incriminarlo.
—Estoy muy cansado, ¿podríamos
dejar esto para otro momento? —
preguntó Allan.
—Ya me gustaría, pero cuanto más
tiempo tardemos, más difícil será
encontrar al asesino.
—Continúe —dijo Allan, resignado.
—¿Por qué está en Alemania?
—Vine para dar una conferencia.
—¿Una conferencia? Según mis
informes esa conferencia tuvo lugar hace
días. Tendría que estar en Inglaterra de
vuelta, ¿no salía su avión esta mañana?
—Lo he perdido.
—Comprendo —dijo el inspector
apuntando algo en su libreta electrónica
—. ¿Estaban investigando algo usted y
el profesor Peres?
—Sí, bueno, no exactamente.
—¿Sí o no? —preguntó el inspector
jefe, impaciente.
—Le pedí su opinión sobre un tema,
pero no estábamos investigando juntos.
—¿Quién es la mujer que lo
acompaña?
—Una becaria —mintió.
—¿Una becaria?
—Sí, me ayuda en las clases y yo
dirijo su tesis.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó
el inspector jefe.
—Será mejor que se lo pregunte a
ella.
Allan estaba realmente nervioso,
quería salir de allí, pero temía que el
policía pudiera interpretar eso como
algo sospechoso.
—Necesito un poco de agua —dijo
Allan.
—¿Agua? Espere un momento. —El
inspector se dirigió a la puerta y Allan
miró rápidamente la sala. La única
salida posible era una ventana que daba
al tejado del porche. Si era lo
suficientemente rápido, podría correr
por los tejados hasta el fondo de la
calle.
No lo pensó. Abrió la ventana,
comenzó a correr y saltó hacia la otra
casa. Escuchó los gritos del inspector
jefe, pero ya no podía volver atrás. Ruth
tendría que apañárselas ella sola.
45

Berlín, 24 de diciembre de
2014

Ruth Kerr escuchó los gritos en el piso


de arriba. El agente de policía no le
había hecho mucho caso. Después de
pedirle que esperara sentada, se había
marchado a charlar tranquilamente con
otros dos compañeros. Ruth imaginaba
que, siendo Nochebuena, a los policías
no les hacía mucha gracia estar de
servicio. Se levantó de un salto y, sin
pensarlo, se dirigió a la puerta trasera,
que daba a un jardín. Cuando alzó la
cabeza, vio a Allan corriendo por los
tejados. El inspector jefe lo seguía como
podía, pero si los policías no lo
alcanzaban desde el suelo, Allan se
escaparía.
Ruth saltó la valla del jardín y
corrió por el césped mientras pasaba a
la otra calle. No podía ir al encuentro de
Allan, si lo hacía los cogerían a los dos.
La única solución era buscar un sitio
seguro y luego intentar dar con él.
La chica sentía el corazón en un
puño, el pulso acelerado y un dolor
intenso en el pecho. Se le pasó por la
cabeza que existía la posibilidad de no
poder volver a encontrar a Allan, pero
intentó apartar esos pensamientos de su
mente. Cuando miró hacia atrás
comprobó que nadie la seguía, al
parecer el profesor había centrado la
atención de todos los policías.
Se montó en un autobús y se dirigió
al centro de Berlín. Allan querría tomar
el tren hasta el aeropuerto e intentar
salir del país cuanto antes. Ruth se
dirigió al aeropuerto y, cuando estuvo en
una de las cafeterías, se sentó y marcó el
teléfono del profesor. Sonaron tres tonos
antes de que respondieran.
—Sí —lanzó una voz masculina.
—¿Allan, estás bien? —preguntó
con la voz entrecortada.
—¿Quién es? ¿Es la señorita Kerr?
La chica dio un respingo. Al otro
lado del teléfono no estaba Allan
Haddon.
—Habla con el inspector jefe de la
policía de Berlín. Será mejor que usted
y su amigo se entreguen. Los cargos
contra ustedes son muy graves y su huida
no hace más que empeorar su situación.
El señor Haddon está acusado de
asesinato y usted de encubrimiento. La
policía los buscará y los encontrará, no
importa dónde se encuentren.
Ruth colgó el teléfono y sintió que la
respiración se le aceleraba. ¿Cómo voy
a encontrar ahora a Allan?, se
preguntó, cada vez más nerviosa. Su
teléfono sonó y la chica dudó en
contestar. Aquel policía tenía razón, era
una locura escapar, por lo menos en la
cárcel estaría segura y podría aclararse
todo ese misterio.
—Inspector… —dijo Ruth, pero la
voz que escuchó al otro lado la hizo
enmudecer.
—¿Ruth, estás bien?
—Sí.
—Tienes que venir al aeropuerto
cuanto antes, tomaremos el primer avión
a Londres, tenemos que escapar antes
que la policía divulgue mis datos.
—Allan, eres tú —dijo Ruth con
lágrimas en los ojos.
—¿Y quién iba a ser?
—Estoy en el aeropuerto.
—Perfecto, ¿dónde?
—En una cafetería —dijo la chica
intentando leer el letrero, pero al girar
la cabeza vio el pelo moreno del
profesor y colgó. Se levantó y se
abalanzó hacia él. Se abrazaron y Ruth
sintió el aliento de Allan en su pelo.
Estaba a salvo de nuevo.
46

Berlín, 24 de diciembre de
2014

—No quedan asientos libres. Es


Nochebuena, todo el mundo regresa a
casa. No encontrará vuelo esta noche —
dijo la azafata de tierra, después de
buscar en su base de datos.
—¿No hay en primera clase, un
avión privado, cualquier medio?
—Bueno, hay un servicio, pero es
algo caro. Es un avión privado, pero
necesita un piloto —dijo la azafata.
—¿Un piloto? —dijo Allan
desesperado—. ¿De dónde quiere que
saque un piloto?
—No sé…
Ruth intentó decir algo, pero él
estaba tan alterado que no podía dejar
de resoplar y moverse de un lado para el
otro.
—Allan, yo…
—Ahora no, Ruth. Será mejor que
me encargue yo de esto —dijo Allan
mirando hacia la azafata.
—¡Allan! —gritó la chica. El
hombre se giró sorprendido.
—Sé volar, mi abuelo me matriculó
en una academia cuando cumplí los
dieciocho.
—¿Sabes volar? Eres una caja de
sorpresas —dijo Allan sin dar crédito.
El profesor contrató el servicio y
una azafata los llevó hasta el avión
privado. Ruth se sentó frente a los
mandos del avión y comenzó a mover
palancas e interruptores.
—Bueno, no es un modelo muy
nuevo, pero creo que no tendré ningún
problema —dijo Ruth, muy segura de sí
misma.
—Será mejor que despeguemos. He
pensado que podríamos aterrizar en el
aeródromo de Oxford. Necesito pasar
por mi despacho lo antes posible,
después intentaremos desaparecer por
algún tiempo en la casa que un amigo
tiene en las Bermudas —dijo Allan.
—Pero ¿qué sucederá con Giorgio?
—dijo Ruth.
—No sabemos si está vivo —se
justificó Allan.
—La muerte de Peres habrá sido
inútil y los que han causado todo esto
saldrán impunes.
—Nos persiguen dos o tres asesinos
a sueldo, la policía de Alemania y quién
sabe cuántos grupos más. Si lo que sabía
tu abuelo pudo estar oculto más de
sesenta y cinco años, lo podrá estar un
par de años más, ¿no?
—Nos acusan de asesinato, somos
unos prófugos —dijo Ruth poniéndose a
los mandos del avión.
—No veo otra solución, será mejor
que salgamos de aquí.
El aeroplano fue tomando velocidad
hasta ascender suavemente. El cielo casi
negro de Berlín estaba cubierto por
nubes y, a medida que se elevaban,
suaves copos de nieve descendían sobre
la ciudad. Mientras, en millones de
hogares, la gente celebraba la primera
Navidad de la recuperación económica.
En unos días, Europa conseguiría su
sueño de siglos, convertirse en un gran
imperio. El imperio que soñaron
Carlomagno, Carlos V y Napoleón.
47

Berlín, 24 de diciembre de
2014

El hombre observó el cordón policial


delante de la casa de Moisés Peres y se
asustó. ¿Qué le había pasado a Haddon?
Cuando llegó a Berlín desde Roma
estaba seguro de que el bueno de Moisés
lo ayudaría a ponerse en contacto con el
antropólogo, pero ahora no sabía lo que
había sucedido.
La policía comenzó a abandonar la
zona y el hombre se quedó unos
segundos mirando la fachada y
preguntándose adónde iría ahora. El
único sitio en el que Allan podía estar
era en Oxford. Se apretó el abrigo y
caminó por la calle nevada. La
temperatura bajaba con rapidez y el frío
comenzaba a instalarse en sus huesos.
Tuvo ganas de regresar a Roma y
postrarse a los pies del papa, él sabría
comprenderlo, pero era demasiado
tarde.
48

Bruselas, 24 de diciembre de
2014

Alexandre salió a la gran balconada del


edificio y sintió que la brisa fresca
despejaba su mente. Anna lo siguió a los
pocos minutos.
—¿Por qué te has marchado de la
fiesta? —le preguntó, rodeándolo por la
cintura.
—No soporto a esos burócratas y
chupasangres, son el cáncer de Europa
—dijo Alexandre con cara de desprecio.
—¿Acaso no eres tú un político? —
dijo Anna, divertida.
El hombre se volvió con rabia y le
sujetó las manos.
—No soy uno de ellos. Tu padre, el
«magnate ruso del petróleo», creía que
casaba a su hija con el futuro saqueador
de Europa, pero yo voy a terminar con
toda la corrupción y depurar el
continente.
—Me haces daño, cariño.
—Reyes, presidentes y altos
funcionarios serán los primeros en caer.
Una nueva Europa para un nuevo
milenio.
—No te dejarán hacerlo, Alex.
—¿No me dejarán? Tengo el mayor
ejército del mundo. Millones de
seguidores capaces de hacer lo que les
pida. Cuando tome el poder nada podrá
detenerme.
—Ellos son muy fuertes —dijo la
mujer, asustada.
—Ahora lo son, pero cuando yo
tenga el mando tendrán que aceptar mis
órdenes o desaparecer —dijo
Alexandre, furioso.
—Todavía tenemos que ganar.
—¿Aún dudas de nuestra victoria?
No hay otro partido tan poderoso,
nuestros oponentes no podrían gobernar
aunque se aliaran todos en una gran
coalición.
—Ten cuidado, cariño. No sabes a
quiénes te estás enfrentando.
—Lo sé perfectamente. Te lo
aseguro.
49

Toledo, 24 de diciembre de
2014

—¿Tienes noticias de nuestro agente? —


preguntó el arzobispo.
—Me temo que no son muy buenas.
Al parecer, tuvo retenido a uno de ellos,
un tal Peres, pero cuando iba a capturar
al resto, una agente del Vaticano se
interpuso y escaparon —dijo el
secretario.
—Maldita sea. El Ruso ha
fracasado, ¿qué podemos hacer ahora?
—No está todo perdido. Nuestro
hombre estuvo unas horas a solas con el
viejo judío, y pudo sacarle algo de la
información —dijo el secretario.
—¿Encontró el objeto? —preguntó
el arzobispo, ansioso.
—No, excelencia. No lo encontró.
Según nos ha informado, duda de que
ellos lo tengan —dijo el secretario, algo
nervioso.
—Entonces, ¿quién lo tiene?
El arzobispo terminó de ponerse sus
ropas y se miró frente al espejo. En unos
minutos comenzaría la misa del gallo.
Llevaban siglos intentando que la Iglesia
católica cambiara. Habían propiciado
dos concilios, instigado a los curas de la
Teología de la Liberación en
Suramérica, y cuando creían que iban a
conseguir colocar al primer papa
perteneciente a los Hijos de la Luz, Pío
XIII se adelantó y se convirtió en otro
papa conservador y populista.
—Que use todos los medios para
encontrarlos. Quiero el objeto antes de
Año Nuevo. Será una buena noticia para
comenzar el año, ¿no cree? —dijo el
arzobispo sonriente.
—Lo será sin duda, pero solo
quedan siete días, excelencia.
—En tres días destruiré este templo
y edificaré otro mayor… —dijo el
arzobispo parafraseando a Jesús—. Yo
le doy siete, justo el doble.
—Pero nosotros no somos como
Jesús.
—Un mito no puede cambiar nada,
sin embargo nosotros devolveremos al
mundo la verdadera religión, la que
miles de teólogos han intentado destruir.
La religión en la que el hombre es la
medida de todas las cosas.
—Sí, excelencia. Se hará como
ordenáis.
50

Roma, 24 de diciembre de
2014

El papa caminó por la gran basílica


mientras la multitud seguía entrando en
la sala abarrotada. Las potentes luces
iluminaban el impresionante edificio. El
mármol resplandecía mientras los
mantos púrpuras, rojos y el armiño
papal se acercaban al altar. Los órganos
retumbaban inundando Roma de música.
El silencio reverencial de los fieles
contrastaba con los fuegos artificiales
que iluminaban la noche de la Ciudad
Eterna.
El sumo pontífice se detuvo frente al
altar y se santiguó. La tensión de los
últimos días lo mantenía cansado y
abrumado por los problemas. Se dirigió
a su trono y se sentó mientras la
ceremonia daba comienzo.
Escuchó la misa en silencio,
meditabundo y con los ojos cerrados.
Sabía que las cámaras de medio mundo
estaban reproduciendo cada uno de sus
gestos, pero no tuvo ánimo ni fuerzas
para intentar disimular su fatiga. En los
últimos meses había perdido gran parte
de su vitalidad, había llegado al solio
pontificio casi sin fuerzas, cuando la
vida le pedía que se retirase. Dios
exigía sacrificios más grandes, pero
recompensaba añadiendo fuerzas a su
cansado cuerpo.
Cuando tuvo que dirigirse al púlpito,
notó que las piernas le flaqueaban. No
era la primera vez, seis semanas antes
había tenido que guardar reposo durante
varios días mientras la cristiandad
entera rezaba por él.
Caminó unos pasos, pero las fuerzas
le faltaban. Comenzó a sudar
copiosamente y se tambaleó. Varios
sacerdotes se acercaron corriendo para
sujetarlo, pero fue demasiado tarde. El
papa se desvaneció. La congregación
dio un grito de horror y la guardia suiza
comenzó a desalojar la iglesia. Las
cámaras seguían grabando mientras
cuatro sacerdotes sacaban al papa. El
mundo entero se conmovió. El líder más
importante de la cristiandad estaba
enfermo.
Segunda parte

Los antropólogos de Himmler


51

Auschwitz, 8 de junio de
1943

El asistente de Bruno Beger se acercó


hasta él y le comunicó la hora de
partida. El oficial de las SS se disculpó
amablemente ante el dueño de la posada
y se colocó su gorra negra. El pueblo de
Oswiecim no distaba mucho del campo
de concentración de Auschwitz, pero en
comparación parecían el cielo y el
infierno.
Beger caminó junto a su asistente,
Wilhelm Gabel, un escultor que había
entrado en la Ahnenerbe como casi
todos, buscando un medio para
sobrevivir y prosperar rápidamente en
el complejo sistema de corruptelas
nazis. Beger lo había conocido cuando
sacaba moldes de los tibetanos en las
expediciones que habían hecho juntos a
principios de los años treinta. Ahora
tenía que hacer el mismo trabajo con
prisioneros judíos.
Gabel se sentía igual de asqueado
con su trabajo que Beger, pero cada
mañana se armaba con mil excusas que
lo ayudaran a seguir adelante. Sabía que
no existía mayor cobardía que intentar
vivir cada día con un poco menos de
dignidad, pero él no había elegido nacer
en aquella Europa loca que se deslizaba
hasta el desastre.
—¿Dónde estará Hans? Siempre
llega tarde. Quiero hacer el trabajo y
regresar a Berlín lo antes posible —dijo
Beger, enfadado.
—Dicen que las cosas en el frente
ruso marchan muy mal —comentó
Gabel.
—Contrapropaganda para desanimar
a los hombres del Reich —dijo Beger
sin mucho interés. En la Ahnenerbe
había decenas de informadores de la
Gestapo que intentaban descubrir
traidores y desengañados para
ahorcarlos o enviarlos al frente.
El doctor Hans Fleischhacker era un
viejo amigo de Beger, lo había
acompañado al Caúcaso y su
especialidad era examinar el color de la
piel de los judíos. Aquella mañana
debía llegar con su asistente, Thomas
Kerr, un joven estudiante de
antropología que lo ayudaba desde hacía
tiempo.
Los dos hombres se sentaron en el
hermoso jardín del hotel, junto a la
estación de tren, y dejaron que el sol del
verano relajara sus mentes por un rato.
—No me gusta Auschwitz —dijo
Gabel.
Beger se enfadó, aquel tipo no sabía
la suerte que tenía. La mayor parte de
los jóvenes de Alemania moría cada día
en la estepa rusa y él solo tenía que
hacer unos moldes a unos cerdos judíos,
que comían y dormían a costa del
Estado.
—Guárdese sus comentarios para
usted, no estamos en el patio del
colegio, esto es la vida real —dijo
Beger intentando no perder los nervios.
El doctor Fleischhacker llegó con su
asistente y los cuatro hombres se
dirigieron en coche hasta el campo.
Beger ya había estado allí en varias
ocasiones. Unos días antes se había
encargado de elegir a los prisioneros,
ahora tenían que medirlos, realizar los
moldes, terminar el examen y volver a
Berlín.
Atravesaron los controles del campo
y se adentraron entre los barracones de
ladrillo rojo; las calles pavimentadas,
cada una con su nombre, la hacían
parecer una tranquila ciudad modelo.
Pero Beger y sus hombres sabían lo que
se hacía allí, aquello era una fábrica de
muerte y horror.
Beger se bajó del vehículo y
observó por unos segundos el humo
negro de las chimeneas. El olor era la
única cosa que los nazis no habían
logrado disimular en Auschwitz, como
si la verdad se resistiera a ser
manipulada hasta el extremo de
desaparecer sin más.
El bloque 28 permanecía en silencio
a pesar del centenar largo de prisioneros
que formaba delante del barracón. Las
mujeres eran guapas a pesar de su pelo
rapado, el traje sucio a rayas y la
delgadez. Él mismo se había encargado
de seleccionar lo mejor que había en el
campo.
Gabel bajó su instrumental del
vehículo y los otros tres oficiales se
apearon entre chanzas. El doctor
Fleischhacker bromeó sobre el aspecto
de algunas prisioneras y su asistente,
Kerr, intentó disimular sus nervios; era
la primera vez que entraba en el campo.
—Señor —dijo un joven oficial,
apenas un crío.
—Teniente Beger —contestó este.
—Ya está todo dispuesto. Llegué
ayer para preparar a los prisioneros; se
muestran colaboradores y no creo que
den problemas.
—Gracias —dijo Fleischhacker,
saludando militarmente al joven oficial.
—Mire, doctor Fleischhacker, hay
prisioneros de diferentes regiones:
Grecia, Alemania, Polonia, Francia, los
Países Bajos, Noruega y Bélgica. Yo
creo que es una muestra significativa —
dijo Beger, mientras con sus guantes
blancos tocaba el rostro de algunos de
los prisioneros.
La larga fila de judíos se mostraba
impasible. La mirada baja, el cuerpo
rígido por el miedo y la angustia.
—Varios son de Salónica. Es el
mejor material que ha llegado
últimamente por aquí —dijo Beger,
mientras Kerr apuntaba algunos detalles
que le dictaba el doctor.
Fleischhacker examinaba por encima
a los prisioneros. Con su bata blanca,
les transmitía una falsa seguridad, la
creencia casi inviolable de que un
médico nunca puede hacer daño a sus
pacientes.
—No todos son judíos. Hay dos
cristianos polacos, dos uzbecos, un
mestizo mitad uzbeco y mitad tayiko, y
también tenemos un chuvasio —dijo
Beger enseñando sus trofeos al médico.
—Pero a estos no hace falta
incluirlos —dijo Fleischhacker.
—Me los ha pedido el departamento
que investiga Asia, no he sabido
negarme —dijo Beger.
—Son unos especímenes
excepcionales. Lo felicito —dijo
Fleischhacker, complacido.
—Los ciento quince mejores de todo
el campo. Nos ha costado semanas
seleccionarlos. No saben que van a
realizar un gran servicio a la ciencia —
dijo Beger.
—Los grandes avances siempre han
sido así —dijo Fleischhacker.
La revisión general duró más de
cuatro horas. Los cinco alemanes
quedaron exhaustos, pero preferían
acabar cuanto antes y regresar a casa
para descansar junto a sus familias. Aún
tendrían que emplear un par de días más
antes de volver a Berlín, pero por hoy el
trabajo había terminado.
Tomaron su coche y se dirigieron
satisfechos al hotel. Los acompañaba el
joven oficial que los recibió junto al
bloque 28. Cuando llegaron, ya tenían
una suculenta cena encima de la mesa.
Se ducharon para quitarse el olor a
sudor y muerte, después bajaron al
jardín y, bajo un cielo estrellado y sin
nubes, comieron y bebieron. Cuando el
alcohol comenzó a hacer su efecto,
cantaron viejas canciones de amor y
amistad. Estaban ayudando a convertir
Alemania en un lugar mejor, aunque
antes tenían que contribuir a limpiarla
para siempre.
52

Oxford, 25 de diciembre de
2014

El vuelo terminó sin sobresaltos. Allan y


Ruth llegaron rápidamente y, a pesar del
agotamiento y la tensión, sentían por
primera vez que estaban en casa. Un
hombre de negocios que también había
pilotado su avioneta desde Alemania
accedió a llevarlos a Oxford. Cuando
Allan contempló los vetustos edificios,
con el color rojo de los ladrillos, dejó
que sus preocupaciones desaparecieran
en el cuidado césped de la universidad.
Allan y Ruth caminaron en silencio
entre los pabellones. No vieron a nadie.
Los estudiantes habían regresado a casa
para pasar esos días con sus familias,
los profesores descansaban en sus
hogares al calor de las chimeneas, junto
a los árboles de Navidad repletos de
paquetes.
El profesor abrió la puerta de la
pequeña casa, ascendieron por las
escaleras estrechas después de dejar los
abrigos en la percha de la entrada. El
olor a madera y polvo inundó su olfato
cuando llegaron al despacho. Allan
contempló sus amados libros, el viejo
sofá de color burdeos y las vidrieras
que centelleaban bajo la luz de aquel día
de diciembre. Aquel era su pequeño
reino.
—Deja que me cambie. Apesto —
dijo Allan mientras se dirigía al cuarto
de baño. Desde allí gritó a Ruth que
buscara algo de ropa que le pudiera
servir y la joven miró en el armario.
Todo le estaba enorme, pero escogió una
gran sudadera de la universidad y un
pantalón que, por el tamaño, debía
pertenecer a alguna alumna ligera de
cascos que había pasado alguna noche
con el profesor.
Ruth preparó un té. Se sentó con las
piernas encogidas en el sofá y dejó que
el aroma penetrara por sus fosas
nasales. Cuando Allan salió, con el pelo
mojado y una toalla alrededor de la
cintura, Ruth no pudo evitar contemplar
los músculos de su pecho desnudo.
—Un té, que buena idea —dijo él
tomando su taza. Se sentó al lado de la
joven y, con la mirada perdida en el
paisaje, permaneció en silencio unos
instantes.
—Ahora entiendo por qué no querías
meterte en problemas. Esto es el paraíso
—dijo Ruth sin poder contener la
emoción de sentirse a salvo.
—No es oro todo lo que reluce. Me
crie entre estas piedras, mi madre
trabajaba en un pub cercano, mis
compañeros de juegos eran doctorandos
y profesores, por eso sé lo que encierra
de verdad esta ciudad —dijo Allan.
—El hombre es un lobo para el
hombre, ¿no? —dijo Ruth.
—Por desgracia, sí. La civilizada
Oxford no es una excepción. El mundo
académico es muy endogámico. Sagas
familiares que llevan décadas, algunas
cientos de años, dirigiendo este pequeño
oasis de conocimiento. He visto a
jóvenes suicidarse por no conseguir una
plaza de adjunto, profesores que
asesinaban a sus mujeres por celos.
Bueno, la comedia humana, como diría
Balzac —dijo Allan.
—Pero, a pesar de todo, sigues aquí
—dijo Ruth.
—Es adonde pertenezco. Muchos se
pasan toda la vida buscando su lugar en
el mundo, yo nací en él.
Ruth miró de nuevo por la ventana.
Ella llevaba casi toda su corta vida
buscando ese lugar.
—No estoy segura de que
pertenezcamos a un sitio, tal vez solo
pertenecemos a las personas que
amamos. Donde ellas están, ese es
nuestro lugar —dijo Ruth.
—Entonces yo no existo. Mi padre
murió cuando yo era un niño y mi madre
falleció hace cuatro años, no tengo a
nadie, Ruth —dijo Allan con la voz
entristecida por los recuerdos.
—Bueno, seguro que hay alguien.
Permanecieron en silencio unos
instantes y después Allan terminó de
vestirse. Ella se fue al baño y el
profesor intentó poner algo de orden en
su correo.
—¡Ruth! —gritó Allan cuando vio
un recibo de correos.
La chica corrió desde el baño a
medio vestir. No era normal que Allan
gritara de aquel modo.
—¿Qué sucede?
—Hay un paquete en correos. Se me
había olvidado por completo —dijo él,
eufórico.
—¿Un paquete? —preguntó,
extrañada.
—Viene de Roma, lleva aquí casi
una semana —dijo Allan sacudiendo el
papel en sus manos.
—¿Es de Giorgio?
—Tiene que ser suyo. No hay
remitente, pero no conozco a nadie más
en Roma —dijo Allan, sonriente.
—Estupendo —dijo ella, nerviosa.
Por un lado prefería seguir junto a Allan
por tiempo indefinido, y descubrir aquel
misterio supondría el final de su
amistad, pero por otro, tenía que llegar
al fondo de este asunto.
—Pero hoy es Navidad, tendremos
que esperar a mañana —recordó él.
—¿Es seguro permanecer tanto
tiempo aquí? —preguntó Ruth.
—No, será mejor que nos
marchemos —dijo.
—Pero ¿adónde?
—Pasaremos el día en la biblioteca,
los profesores tenemos acceso a ella
todos los días del año —dijo Allan,
terminando de vestirse.
—¿Dónde dormiremos? —preguntó
la chica.
Llevaban varios días corriendo de
un lado al otro de Europa y se sentía
agotada. Allan la miró por unos
momentos y percibió el miedo en el
rostro de la chica, temor de que ninguno
de los dos saliera vivo de esta.
—Tengo varios buenos amigos aquí.
Le pediré a Sara, una de las hijas de sir
Edward Evan Evans-Pritchard, el
profesor de mi madre, que nos deje
dormir en su apartamento.
—Será mejor que nos marchemos,
no sé cuánto tardará la policía en venir a
buscarnos —dijo Ruth.
Los dos se pusieron los abrigos y
recorrieron la ciudad universitaria. Se
cruzaron con poca gente. Cuando
entraron en la biblioteca, el calor del
ambiente les devolvió de nuevo la
calma.

Universidad de Oxford
53

Berlín, 25 de diciembre de
2014

María salió de aquel remanso de paz y


se dirigió a la terminal. Había entrado
en la capilla del aeropuerto, quedaban
un par de horas para su vuelo y en los
últimos días apenas había podido rezar.
Una vez que lograba descargar su
conciencia, notaba que las cosas
marchaban mucho mejor.
Desde el Vaticano le habían
informado de que Allan y Ruth se
dirigían en avión a Inglaterra, pero eso
ya lo sabía. No había dudado ni por un
momento de que tomarían el primer
avión al Reino Unido. La muerte del
viejo había sido una lástima. Un
superviviente de los nazis muriendo de
esa horrible forma en su propia casa…
pero necesitaba eliminarlo para que
Allan y Ruth comenzaran a dar pasos y
la llevaran hasta el objeto. Lamentó
tener que ensañarse con el pobre viejo,
pero el sufrimiento era el único camino
que llevaba al paraíso. Moisés le abrió
la puerta enseguida, al fin y al cabo ella
los había salvado de las manos del
Ruso.
La hermana María pasó el control
del avión y buscó su asiento mientras se
retocaba el hábito. Ser monja era una
ventaja a la hora de viajar. Los policías
solían ser muy benevolentes con una
religiosa. Aun así, no le hacía falta
transportar armas, en Inglaterra había un
par de conventos en los que se guardaba
el arsenal para los agentes secretos del
Vaticano.
Miró por la ventanilla y se alegró de
salir de Alemania, seguramente no
volvería en una larga temporada. A
pesar de que nadie sospechara de ella,
tenía la costumbre de no regresar a un
sitio en el que hubiera hecho un trabajo,
al menos en un par de años. No había
sido fácil hacer que las huellas del
antropólogo inglés aparecieran en el
arma homicida, pero era necesario para
desviar la atención.
El avión cogió fuerza y comenzó a
flotar entre las nubes que cubrían el
cielo de invierno. Por unos segundos
recordó que aquel era un día muy
especial. Su salvador había nacido en
Belén. Cerró los ojos y comenzó a rezar
en silencio.
54

Oxford, 25 de diciembre de
2014

La sala de investigadores estaba


desierta. Allan tuvo que encender las
luces y conectar uno de los ordenadores,
después esperaron unos segundos a que
la pantalla se iluminara. El profesor
introdujo su clave. La base de datos de
la universidad era una de las mejores
del mundo y sin duda encontrarían la
información que buscaban. Ruth
contempló las estanterías de madera
oscura, las vidrieras coloreadas de los
cristales y pensó en los miles de
estudiantes que habían pasado por aquel
sitio, muchos de ellos escritores
famosos.
—Será mejor que busquemos las
misiones en las que pudo participar tu
abuelo —dijo Allan.
—Está bien —dijo Ruth.
Allan comenzó a buscar en la base y
enseguida aparecieron varios estudios
sobre la organización y algunas de sus
misiones.
—La expedición de Bohuslän, en el
sudoeste de Suecia, tuvo lugar en
febrero de 1936 —leyó Allan.
—No creo que participara en ella,
en 1936 debía tener poco más de quince
años —dijo Ruth.
—La expedición pretendía estudiar
las creencias ancestrales de esa región.
Se hicieron moldes de varios
ideogramas tallados en la roca.
—No parece una misión muy
peligrosa —dijo ella.
—Sigamos, en 1938 hubo varias
expediciones. La primera fue a Oriente
Medio. El profesor Franz Altheim y su
amante y socia Erika Trautmann estaban
investigando la lucha de poder dentro
del Imperio romano —dijo Allan.
—No creo que se trate de ningún
viaje que realizara mi abuelo.
—Al parecer comenzaron por
Bucarest, en Rumania. Bajaron hasta
Estambul y Atenas. Pasaron a Damasco
y desde allí a Iraq. Vivieron una
temporada en Bagdad y después
viajaron al norte —terminó de leer
Allan.
—Tampoco, para mí es evidente que
no fue ese el viaje —dijo Ruth.
—No podemos descartarlo del todo
—contestó Allan.
—Creo que hay que descartar las
misiones anteriores a 1940. Mi abuelo
era demasiado joven.
Allan hizo un gesto afirmativo y
continuó leyendo.
—Entonces la misión a Carelia, en
Finlandia, en 1935, tampoco pudo ser.
Ni la del valle de Murg, en 1936, o la de
Mauern, en 1937, ambas en Alemania.
—No, tiene que ser otra.
—La del Tíbet, posiblemente la más
famosa, fue en 1937. Podría ser que
viajara en esta. Aunque sea antes de
1940, tu abuelo pudo acompañar al
grupo como estudiante —dijo Allan.
—Enumera el nombre de los
expedicionarios.
—Ernst Schäfer era el jefe de la
misión, un antropólogo que había
realizado varios viajes a Asia. Junto a él
viajaron Karl Wienert, como geólogo, y
Edmund Geer. La expedición fue
grabada por Ernst Krause y Bruno
Beger, uno de los estudiantes más
aventajados de Hans F. K. Günther —
dijo Allan.
—¿Günther? ¿Quién es ese tal
Günther?
Allan buscó en la base de datos. La
biografía de Hans F. K. Günther
apareció enseguida.
—Al parecer el tal Günther fue un
profesor universitario alemán que
defendió la teoría de la superioridad de
la raza aria. Su libro Etnología del
pueblo alemán fue utilizado por los
nazis para construir sus teorías racistas
—dijo Allan.
—Qué curioso.
—¿El qué es curioso? —preguntó él.
—Mi abuelo tenía un libro de ese
hombre. Lo recuerdo perfectamente, una
vez lo cogí para hojearlo y mi abuelo se
puso como un basilisco —dijo Ruth.
—No parece muy extraño,
simplemente no le gustaba que le
estropearas sus libros.
—Lo poco que vi del libro era que
tenía algunos grabados y estaba
dedicado; no lo recuerdo bien, pero creo
que estaba dedicado al doctor Bohmers
—dijo Ruth.
—Ese puede ser el verdadero
nombre de tu abuelo. En la expedición a
Mauern había un tal Assien Bohmers —
dijo Allan.
—No creo que se trate de mi abuelo,
en la ficha pone que era frisón y doctor;
mi abuelo debía ser un estudiante en
1937.
—Bueno, pero no descartemos la
expedición al Tíbet. Veamos qué más
misiones hay. Una de las expediciones
fue a Polonia en 1939. Algunos
miembros de la Ahnenerbe fueron los
encargados de buscar obras de arte
valiosas. Uno de los equipos fue a
Cracovia y desmontaron el altar mayor
de Veit Stoss. También se incautaron
tesoros del museo arqueológico de
Cracovia —dijo Allan.
—Podría ser una de las misiones. Ya
tenemos dos —comentó Ruth apuntando
los datos en un papel.
—La siguiente es la de Crimea, a
principios de julio de 1942. Allí
analizaron numerosos restos
arqueológicos e hicieron un estudio de
la población.
—Sería la tercera posibilidad —
dijo Ruth.
—También hubo una expedición a
Ucrania en junio de 1943 y otra a Italia,
pero en 1937 —concluyó Allan.
—Pues tendremos que centrarnos en
estas —dijo ella.
El ruido de unos pasos les hizo
ponerse en alerta. Una figura se
aproximó entre las sombras. Allan se
puso en pie y buscó algo para
defenderse, pero no encontró nada.
—Veo que no perdéis el tiempo —
dijo la voz desde la penumbra.
—Pero… —dijo Allan sorprendido.
—Viejo amigo, me temo que he
tenido que venir de entre los muertos
para guiaros, como hizo el pobre
Virgilio con Dante.
Cuando la figura llegó hasta la luz,
Ruth y Allan se quedaron absolutamente
boquiabiertos.
—Giorgio —dijo Allan, más
sorprendido que emocionado.
—Estimado amigo, creía que nunca
más volvería a verte —dijo el sacerdote
italiano fundiéndose en un abrazo con
Allan.
55

Roma, 25 de diciembre de
2014

Los médicos abandonaron la habitación


y el papa se quedó en silencio en medio
de la oscuridad. Sus pensamientos no
dejaban de fluir y los calmantes no
lograban apaciguar su alma. Se movió
inquieto en la cama, desde la noche
anterior había estado durmiendo y se
sentía avergonzado por su nefasto
ejemplo de la misa del gallo. Tendría
que haber sido fuerte. El papa debía dar
ejemplo a millones de personas en todo
el mundo.
El camarlengo entró en el cuarto y se
acercó hasta el cabecero. Después de
hacer una reverencia se acercó hasta su
santidad y le pidió permiso para
arrodillarse y rezar junto a él. El papa
posó su mano en la cabeza del hombre y
juntos comenzaron una plegaria.
Después, el camarlengo se puso de
nuevo en pie.
—Santidad, ¿cómo os encontráis?
—Mucho mejor. Espero estar
restablecido para mañana.
—Es mejor que descanséis. La
Iglesia os necesita fuerte y en plena
forma.
—¿Qué dice la prensa? No me han
querido traer periódicos ni me han
dejado escuchar la radio —comentó el
papa, angustiado.
—Es mejor de esa manera. Su
corazón está afectado y necesita reposar
la mente.
—Los papas no podemos perder el
tiempo. Dios nos ha puesto al frente de
la Iglesia para realizar su obra —dijo
él, molesto.
—Pero Dios también nos dio la
debilidad humana, el apóstol san Pablo
lo decía en su epístola a los corintios:
«Cuando soy débil, entonces soy fuerte».
Dios se perfecciona en nuestras
debilidades.
El camarlengo se acercó a la
ventana. La luz entraba suavemente por
los resquicios de las contraventanas. Era
un día soleado en Roma y miles de
fieles seguían llegando a la basílica
aquel día de Navidad.
—¿Sabéis algo sobre Rabelais,
Haddon y la mujer? —preguntó el papa.
—Creemos que Rabelais está vivo.
Uno de nuestros agentes creyó verlo en
Berlín —dijo el camarlengo.
—¿Vivo y en Berlín?
—Eso parece.
—¿Llevaba el objeto? —preguntó el
papa, nervioso.
—No lo sabemos.
—¿Qué sucedió con el profesor
Haddon y la chica?
—Según nuestra agente, están en
Inglaterra. La policía los persigue por
asesinato —dijo el camarlengo.
—¿Asesinato? ¿Quién ha muerto? —
preguntó el papa, angustiado.
—Moisés Peres, un importante
miembro de la comunidad judía de
Berlín. Un superviviente de Auschwitz.
Las palabras del camarlengo
inquietaron al papa y se incorporó en la
cama.
—Santidad, será mejor que
descanse.
—Tengo que ponerme a trabajar.
—Los médicos…
—El único que me dice lo que tengo
que hacer es Dios.
El papa intentó ponerse en pie, pero
su cuerpo cayó sobre la cama. El
camarlengo se acercó hasta él y lo ayudó
a tumbarse de nuevo.
—Quizás mañana se encuentre mejor
—dijo el camarlengo para animarlo.
—Sí, será mejor que recupere
fuerzas. Las vamos a necesitar. Cuando
la Iglesia avanza, también lo hacen sus
enemigos.
El camarlengo hizo una reverencia y
se retiró en silencio. Mientras caminaba
hacia los despachos papales, una
inquietud comenzó a rondarle la cabeza.
Si el papa moría, la Iglesia se dividiría
en mil pedazos. No había ningún
sustituto fiable. Los enemigos de la
Iglesia se encontraban en su interior.
56

Bruselas, 25 de diciembre de
2014

—Muchas gracias a todos por venir. Sé


que es un día especial y que la mayoría
de ustedes tienen compromisos
familiares, pero el día de las elecciones
se acerca y debemos tener un plan
dispuesto para cambiar las cosas lo
antes posible —dijo Alexandre a la
docena de personas que estaban en la
sala.
Los magnates de la industria y los
líderes económicos de Europa
escuchaban expectantes. Todos
confiaban en que la mano dura de
Alexandre terminara con las protestas
sociales y consolidara el estado fuerte
que todos deseaban.
—Necesitamos nuevas leyes que
frenen el descontrol social y la anarquía
—dijo uno de los hombres de negocios.
—La Ley de Retorno Voluntario
sirvió para limpiar Europa de
inmigrantes indeseables, pero aún
quedan millones que se resisten a salir
—comentó otro empresario.
—Necesitamos en parte a esos
inmigrantes. Intentaremos asimilar a los
que puedan adaptarse a nuestros
principios, pero el resto tendrá que
conformarse con los trabajos más
serviles. Haremos una nueva ley que
impida a los inmigrantes y sus hijos
ocupar los puestos medios y altos en
todos los sectores —dijo el candidato
intentando controlar a la jauría de
ambiciosos empresarios.
—Me parece muy bien. Muchos de
ellos son necesarios para aumentar
nuestra producción y consolidar nuestro
poder en el mundo —dijo uno de los
magnates.
—Las leyes de libertad de prensa y
asociación deberán ser recortadas. El
derecho de huelga, el desempleo y otros
privilegios son un anacronismo en el
estado actual de la economía —comentó
otro de los empresarios.
Alexandre se mantuvo en silencio
con la cara apoyada sobre una de sus
manos. Aquel grupo de envilecidos
hombres era insaciable, pero no tenía
alternativa. Les daría lo que le pidiesen
hasta consolidarse en el poder. Después,
la única voz que se oiría sería la suya.
—Caballeros, no se preocupen por
las leyes del nuevo Gobierno. Ahora
debemos concentrarnos en ganar las
elecciones. Espero que sus fondos sean
generosos. Llegar al poder sigue siendo
muy caro —dijo Alexandre con una
sonrisa.
El grupo soltó una carcajada y
varios de los magnates entregaron
cheques al candidato. Alexandre pensó
en el simbolismo de aquel día y sintió
que aquellos regalos mostraban la
adoración de sus acólitos. Alexandre
von Humboldt también había venido
para salvar el mundo.
57

Oxford, 25 de diciembre de
2014

Allan y Ruth no podían creer lo que


veían sus ojos. Giorgio Rabelais estaba
vivo y los había encontrado. El italiano
se sentó a la mesa del restaurante y
devoró todo lo que le ponían, como si
llevara semanas sin probar bocado.
—¿Dónde has estado? La policía te
daba por desaparecido —inquirió Allan,
intentando que Giorgio se concentrara en
algo más que en el muslo de pollo que
se estaba comiendo.
—Ha sido horrible, Allan —dijo el
italiano con la boca llena de grasa.
Después se limpió las manos en la
servilleta a cuadros blancos y rojos que
le colgaba del cuello y continuó
hablando—: Cuando Ruth me dio el
paquete yo lo llevé a mi estudio. Me
pareció todo muy misterioso. Su abuelo
era alemán, me daba un paquete
guardado durante más de setenta años y
aparentemente quería que se desvelara
su contenido ahora. Me dio la impresión
de que alguien quería utilizarme.
Ruth frunció el ceño y se cruzó de
brazos. El italiano se dio cuenta de que
sus palabras molestaban a la chica e
intentó matizarlas.
—Con esto no quiero decir que
pensara que tú querías tenderme una
trampa, pero sí que alguien te estaba
utilizando para destapar algún tipo de
escándalo. ¿Por qué entregarme el
paquete a mí? —dijo.
—Fue la última voluntad de mi
abuelo. Lo dejó escrito en su testamento
—dijo Ruth.
—Lo sé, pero él o los que
pretendían que yo lo supiera creían que
en cuanto supiera a ciencia cierta qué
era lo que tenía en mi poder no dudaría
en hacerlo público, aunque el
descubrimiento pusiera en jaque a la
Iglesia.
—Entonces, ¿se trata de algún
descubrimiento que puede perjudicar a
la Iglesia católica? ¿La Ahnenerbe
descubrió algo que ponía en tela de
juicio la fe cristiana? —preguntó Allan,
sin poder disimular su curiosidad.
—Todo a su tiempo, Allan —dijo el
italiano con un gesto de la mano.
—Tu teoría es que alguien quería
que se desvelara el asunto justo en este
momento y que un controvertido
antropólogo de la Iglesia fuera el
amplificador que le diera credibilidad
—dijo Ruth.
—Algo así. En el mundo de los
medios de comunicación se me conoce
como un amigo de los pobres, como un
crítico de la política del Vaticano en el
Tercer Mundo. Era el candidato perfecto
para presentar un gran escándalo —dijo
Rabelais.
—Pero tú no fuiste a los periódicos
con el descubrimiento —dijo Allan.
—Tuve mis dudas, lo que me entregó
Ruth no parecía muy concluyente, tenía
que verificar de algún modo qué
implicaciones tenía, pero entonces noté
que alguien me perseguía. Después
desapareció uno de mis doctorandos, el
padre Woolf, y encontré el despacho de
la universidad patas arriba. No me
quedó más remedio que esconderme y
deshacerme del objeto —dijo Rabelais
muy serio.
—¿Te deshiciste del paquete? —
preguntó Ruth.
—Bueno, lo dejé en manos del
servicio de correos. Se lo envié a Allan,
si me pasaba algo sabía que él era el
único que se atrevería a desvelarlo al
mundo. En el fondo, este inglés es más
pendenciero que yo, aunque a veces no
lo parezca —bromeó Rabelais.
—¿El paquete ha estado en una
oficina de correos todo este tiempo? —
preguntó Ruth asombrada.
—¿Dónde mejor? —dijo él,
sonriente.
—Mañana iremos a por él. ¿Puedes
adelantarnos algo? —dijo Allan, sin
poder disimular sus deseos de resolver
por fin el enigma.
—Casi no tuve tiempo de ver lo que
era. Lo descubriremos juntos —contestó
el sacerdote.
Los tres siguieron comiendo con un
apetito inusitado. Apenas cruzaron una
palabra hasta llegar a los postres.
—¿Sabes quién te perseguía o lo que
le ha sucedido a tu pobre doctorando?
—preguntó Ruth cuando le sirvieron el
café.
El rostro del sacerdote se entristeció
por unos momentos. Su joven amigo
probablemente habría sufrido la peor
parte. No sabía cuál era su estado, pero
podía imaginarlo.
—Lo cierto es que no estoy seguro
de quiénes son mis perseguidores, pero
me temo que por lo menos uno de ellos
es la propia Iglesia católica —dijo
Rabelais, agachando la cabeza.
—¿La Iglesia católica? —preguntó,
sorprendida, la chica.
—No sería tan extraño. Yo ya he
tenido algún altercado con unos agentes
secretos de la Iglesia, fue en las
excavaciones de Petra. ¿Te acuerdas,
Giorgio?
—Por desgracia, no ha sido la
primera vez que he sido investigado. La
Iglesia creó en 1566 una agencia de
espías denominada la Santa Alianza —
explicó este mientras se recostaba sobre
su silla.
—No sabía que la Iglesia tuviera
espías —dijo Ruth.
—La Santa Alianza —comenzó a
explicar Allan— se fundó para combatir
a los instigadores de la Reforma. Al
parecer, Miguel Ghislieri, que más tarde
llegaría al papado con el nombre de Pío
V, fue el encargado de crear un servicio
de contraespionaje para proteger a la
Iglesia de sus enemigos. Al principio fue
un servicio de información que apoyaba
las labores de la Inquisición. Sus
primeros trabajos se realizaron en
algunos reinos protestantes como
Inglaterra, después el papel de la Santa
Alianza se consolidó y tuvieron lugar
los primeros atentados. Enrique IV de
Francia fue una de sus primeras
víctimas, pero detrás de él hubo una
larga lista de personas asesinadas —
dijo Allan.
—Pero eso sucedió hace muchos
siglos, la Santa Alianza no puede operar
en la actualidad, la Iglesia es una
institución humanitaria —dijo Ruth.
—La Santa Alianza siguió operando
en el siglo de Luis XIV y después fue
una de las mayores enemigas de la
Revolución francesa. Luchó contra la
masonería y fue determinante en el
apoyo del papado a los Aliados contra
los Imperios Centrales en 1914, y
apoyaron las dictaduras de los años
veinte y treinta —dijo Allan.
—Y uno de sus episodios más
oscuros fue el apoyo logístico para la
fuga de nazis a Suramérica.
—La Iglesia consideraba al
comunismo como el único enemigo a
abatir, por ello fue capaz de aliarse
hasta con el mismo diablo —dijo Allan.
Ruth no salía de su asombro, para
ella la Iglesia católica era una
organización un tanto caduca, pero nunca
la había visto como una institución
conspirativa.
—En la Guerra Fría su apoyo fue
determinante y contribuyó a derribar el
telón de acero. Juan Pablo II hizo más
por vencer al comunismo que todos los
misiles norteamericanos apuntando a
Moscú —dijo el italiano.
—Pero no creo que en la actualidad
utilicen métodos criminales —insistió
Ruth.
—Me temo que cambian los
collares, pero no los perros. La Iglesia
tiene muchos enemigos. China sigue
impidiendo la plena libertad de los
católicos en sus territorios, en América
Latina los protestantes les están tomando
la delantera y la teología está patas
arriba —dijo Allan.
—Lo que menos desea la Iglesia en
este momento es que su prestigio se vea
de nuevo menoscabado; en los últimos
tiempos, la crisis les ha ayudado a
recuperar algunas posiciones perdidas
—explicó el sacerdote.
—No entiendo nada. Tú eres un
religioso, formas parte de la Iglesia —
dijo Ruth.
—Dentro de la Iglesia católica hay
muchas familias y sensibilidades, pero
unos pocos controlan la política
vaticana, gente a la que no le importaría
verme muerto —dijo el sacerdote con un
suspiro.
—¿El papa está al tanto de todo
esto? —preguntó Ruth.
—Él es el jefe de la Iglesia. No digo
que lo sepa todo, pero sus servicios
secretos reúnen información de todos
los líderes mundiales, por si hay que
utilizarla puntualmente, ya me entiendes
—dijo Allan.
—Entonces, son ellos los que
quieren impedir que se conozca la
verdad que mi abuelo quería mostrar al
mundo —dijo Ruth.
—Ellos u otra de las facciones de la
Iglesia, hay varias familias muy
poderosas —dijo el sacerdote.
—Pero lo que hay en ese paquete
debe ser muy importante para que siga
teniendo tanta trascendencia setenta años
más tarde —dijo Ruth.
—Intuyo que será una bomba para la
Iglesia católica —dijo Rabelais.
—Será mejor que llamemos a Sara.
Estoy seguro de que estará encantada de
ofrecernos su casa, pero debemos
asegurarnos de que está en la ciudad —
dijo Allan.
Abandonaron el restaurante y se
adentraron en las calles de Oxford. La
tranquila mañana había dejado paso a
una animada tarde. Los niños corrían
con sus juguetes nuevos y Allan pensó
que el mundo recuperaba por unos
momentos la normalidad.
58

Oxford, 25 de diciembre de
2014

Sara Evans-Pritchard era casi como una


hermana para Allan. Desde niño se
había criado en la casa del profesor de
su madre y, en muchos sentidos, siempre
fue el padre que nunca tuvo. Hacía más
de treinta años que el viejo profesor
había muerto, pero Allan seguía
hablando de él y pensando en él como si
aún siguiera con vida. En muchos
sentidos, la existencia de Allan era una
continuación de la de su madre.
La casa de Evans-Pritchard era lo
más parecido a un museo que Ruth había
visto jamás. Sara había conservado
todos los libros de su padre, la
biblioteca y las antigüedades que
Edward había recuperado de medio
mundo. El viejo profesor había sido
alumno de los mejores etnógrafos y
antropólogos del Reino Unido. Sus
profesores habían sido nombres míticos
de las ciencias humanas como R. R.
Marett, Malinowski y Seligman.
Seligman, el famoso etnólogo que había
estudiado el Sudán, fue el que enfocó los
estudios de Evans-Pritchard hacia el
Alto Nilo y sus costumbres y religión.
Allan quiso seguir sus pasos en el
estudio de las culturas africanas, pero al
final se especializó en antropología de
las religiones.
Evans-Pritchard había conocido a su
abuelo, los dos habían servido juntos
durante la Segunda Guerra Mundial,
aunque el abuelo de Allan era diez años
más joven. Juntos habían luchado en
Etiopía, Sudán, Libia y Siria. Evans-
Pritchard y su abuelo fueron trasladados
al norte de África y estudiaron juntos el
comportamiento islámico contra la
invasión italiana. La desaparición del
abuelo de Allan en 1944 produjo un
fuerte cambio en Evans-Pritchard, que
se convirtió al catolicismo antes de
regresar a Oxford. Se ocupó de la hija
de su amigo, pero cuando la madre de
Allan quedó embarazada, el profesor
vio cómo todos los planes que había
hecho para ella se venían abajo.
Para Allan, el All Souls College de
Oxford fue siempre su verdadero hogar.
El profesor Evans-Pritchard le leía sus
trabajos cuando era niño. Aquel hombre
maravilloso había marcado su vida para
siempre.
Sara era la más parecida a su padre
de los cinco hijos que tuvo con Ioma,
una de las damas británicas más
maravillosas que Allan había conocido.
Al ser la pequeña, tenían casi la misma
edad. Había traspasado la barrera de los
cuarenta, seguía soltera y se dedicaba al
estresante trabajo de broker de la bolsa
londinense.
Cuando se sentaron en el salón de la
casa, Giorgio, Allan y Ruth sintieron la
vaga seguridad de que aquel ambiente
tranquilo podía resguardarlos de
cualquier peligro.
—Muchas gracias, Sara, no sé qué
haría sin ti —dijo Allan, tomando la taza
de té que la mujer había preparado.
—Lamento no poder hacer más.
Sabes que siempre estoy de aquí para
allá, mañana tengo que salir a primera
hora para Londres, pero vosotros podéis
quedaros el tiempo que sea necesario —
dijo ella, sonriente. Sus hermosos rasgos
comenzaban a perder la firmeza de la
juventud, pero sus ojos, muy azules,
seguían brillando con la misma fuerza.
—Me gustaría poder darte más
información, pero creo que cuanto
menos sepas, mejor será para todos —
dijo Allan.
—No tienes que darme
explicaciones, confío plenamente en ti
—comentó ella, sonriente.
—Creo que a Giorgio Rabelais ya lo
conoces, pero a Ruth Kerr no. Es una
nueva colaboradora —dijo Allan,
presentado a la chica.
—Encantada —lanzó Ruth,
saludándola con la mano.
—Igualmente. Al profesor Rabelais
lo he visto un par de veces en tu casa.
Espero que el clima de Inglaterra no lo
afecte demasiado —bromeó Sara.
—Al mal tiempo, buena cara —
contestó este, sonriente.
—Los italianos siempre de tan buen
humor —dijo Sara, divertida.
—¿Podríamos abusar de tu confianza
y utilizar el despacho de tu padre? —
preguntó Allan.
—Naturalmente, esos viejos papeles
se alegran cada vez que alguien los
remueve un poco —dijo Sara,
poniéndose en pie—. Yo me retiro a mi
cuarto, tengo que mirar unos informes.
Las habitaciones están listas, podéis
acostaros cuando queráis.
Se dirigieron al despacho. Los tres
sentían el agotamiento de los últimos
días, pero Allan y Ruth estaban
deseosos de que Giorgio les contara
todo lo que había pasado. Antes de
comenzar la charla, Allan comprobó los
papeles del profesor Evans-Pritchard,
buscaba cualquier referencia que
pudiera encontrar sobre la Ahnenerbe.
Después de reunir varios libros y
documentos, se sentó junto a Ruth para
escuchar lo que su amigo italiano tenía
que contarles.
59

Toledo, 25 de diciembre de
2014

El arzobispo repasó las noticias del


Vaticano y no pudo menos que alegrarse
al leer sobre el estado de salud del
papa. Aquel anciano comenzaba a dar
las primeras muestras de debilidad.
Después de tres papas conservadores,
que habían llevado a la Iglesia a las
puertas del fanatismo, Roma tendría un
pontífice liberal, un miembro de los
Hijos de la Luz y, después de casi
doscientos años, la organización secreta
recuperaría todo su poder sobre la
Iglesia. Napoleón había creado los
Hijos de la Luz en plena lucha entre la
Iglesia y los principios revolucionarios
que él promovía. Había sido sencillo
colocar a miembros de la sociedad
secreta en la jerarquía francesa y en
otros territorios ocupados, pero Roma
se mantuvo casi impermeable a sus
intentos de dominación. Ahora que los
Hijos de la Luz tenían miles de
miembros en toda la escala jerárquica
de la Iglesia y eran mayoría entre los
cardenales, la elección del papa que
ellos querían estaba asegurada.
El arzobispo se levantó de la silla
de terciopelo rojo y caminó por el
despacho mientras se imaginaba
saludando a la multitud en la plaza de
San Pedro. La llamada de su secretario
lo sacó de sus ensoñaciones y lo
devolvió a la cruda realidad.
—Excelencia, tenemos noticias de
Inglaterra —dijo el secretario.
El príncipe de la Iglesia miró a su
subordinado algo molesto y regresó a su
silla.
—El Ruso está en Oxford y tiene
localizados a Allan Haddon y Ruth Kerr,
espera sus órdenes para actuar.
El arzobispo meditó por unos
segundos. El papa estaba enfermo, tal
vez era mejor que esperasen a que la
naturaleza hiciera el trabajo sucio, pero
el riesgo de que los nuevos
nombramientos de cardenales volvieran
a desequilibrar la balanza le
preocupaba.
—Creo que será mejor eliminarlos.
No quiero testigos molestos. En cuanto
tengamos el objeto, que el Ruso se
ocupe de ellos —dijo el arzobispo.
—Sí, señor. Rabelais ha llegado a
Oxford —comentó el secretario.
—Estupendo, eso facilita las cosas
—dijo el arzobispo, sonriente.
El secretario se retiró del despacho
y la mente del arzobispo comenzó a
divagar de nuevo. Le gustaba la
sensación que producía acariciar con los
dedos algo que llevaba esperando toda
su vida.
60

Oxford, 25 de diciembre de
2014

Giorgio Rabelais llevaba demasiado


tiempo luchando a favor de los pueblos
indígenas como para no saber que en la
vida siempre pierden los mismos. Había
conocido a Allan en una de sus
expediciones, y desde el principio
surgió una amistad que parecía
indestructible. Los dos eran muy
distintos. El inglés era pragmático, algo
atildado y absolutamente convencional.
Él, en cambio, perdía mucho tiempo en
cosas pequeñas, disfrutaba paseando sin
rumbo por Roma o tomando un café
mientras la gente caminaba con prisa de
un lado para el otro.
Los últimos días habían logrado
romper esa monótona felicidad del que
cree que toda su vida ya está
solucionada y que el único contratiempo
que desea es adelantar su jubilación. En
el horizonte del sacerdote la lista de
causas perdidas dejaba de tener
importancia.
—Cuando Ruth llegó con el paquete,
pensé que los dioses me habían
maldecido. Aquella misma semana tenía
un viaje programado a los Estados
Unidos, me habían pedido que diera una
serie de charlas sobre la cultura maya y
la supervivencia de sus creencias en
Yucatán. Había demorado la
preparación de la ponencia y ya estaba
en ese límite en el que uno sabe que no
puede demorar más las obligaciones —
dijo Rabelais.
—Entiendo que eso os pase a los
italianos, pero a un inglés nunca… —
empezó Allan.
—No, claro. Los ingleses sois muy
serios y disciplinados, por eso habéis
creado la cultura clásica, el
Renacimiento y… —dijo el italiano,
molesto.
—Vale, perdona —contestó Allan,
intentando calmar a su amigo.
—Aquella mañana abrí la puerta a
Ruth sin saber que estaba metiéndome en
un verdadero problema —dijo Rabelais.
—Lo lamento, no era mi intención
—se disculpó la chica.
—No es culpa de nadie. La vida es
siempre mucho más interesante que
nuestras expectativas, de otro modo,
sería todo muy aburrido —dijo él,
intentando tranquilizar a Ruth.
—Siempre tan positivo. Ahí donde
lo ves, es un luchador nato. No hay
causa justa a la que no se haya unido —
dijo Allan.
—Bueno, cuando uno envejece, las
cosas parecen menos blancas o negras.
Allan puso sobre la mesa los libros
de Evans-Pritchard. La lista era corta
pero muy interesante.
—El profesor tenía un ejemplar del
libro del profesor Günther titulado Die
Rassen Elemente in der Geschichte
Europas[3]. El otro libro también es de
Günther, Rassenkunde des Deutschen
Volkes[4] —leyó Allan.
—¿No os parece extraño que el
profesor tuviera esos títulos en su
biblioteca? —preguntó Ruth.
—Fueron dos libros muy conocidos
en su tiempo, en aquella época muchos
estudiosos europeos y norteamericanos
defendían las ideas de diferenciación de
las razas basándose en la sociología
darwiniana —dijo el sacerdote.
—En 1922, Madison Grant escribió
La desaparición de la gran raza —
apuntó Allan—. De hecho está aquí, es
otro de los libros del profesor.
—¿Qué defendía Günther? —
preguntó Ruth.
—Él tenía la teoría de que existían
cinco razas europeas: la nórdica, la
mediterránea, la dinárica… —enumeró
el italiano.
—Eso es pura fantasía —dijo Allan.
—Es cierto, pero en aquella época
todos creían en esas teorías. Günther
defendía que los grupos humanos de
sangre verdaderamente pura eran muy
raros. Todos los europeos, incluidos los
alemanes, eran una mezcla de varias
razas —explicó el italiano.
—Entonces, ¿la idea de la raza
aria…? —preguntó Ruth.
—Eso debería haberlo alejado de
sus ideas racistas. Si no hay razas puras,
la raza aria no podía serlo, pero su
reacción fue justo la contraria. Había
que encontrar los elementos canónicos y
fomentar que se reprodujeran, de esa
forma se recuperaría la pureza —dijo el
italiano.
—¿Y quién era capaz de determinar
esa pureza? —preguntó Ruth, extrañada.
—Los antropólogos nazis crearon un
complejo sistema de medición de
cráneos y cuerpos, registro del tipo del
cabello y del color de los ojos, entre
otras cosas —dijo Allan.
—Pero eso es muy subjetivo y
superficial —dijo Ruth.
—Sí, lo es. Aunque al que quiere
confirmar una teoría en vez de
comprobarla, le basta con unos simples
indicios o coincidencias —dijo Allan.
—El libro de Günther se hizo
famoso porque en él describía la
supuesta raza de muchos personajes
conocidos. Para él, Maquiavelo era
dinárico, y Leonardo era nórdico como
Byron y el duque de Wellington; por el
contrario, algunos sujetos eran judíos,
como el líder comunista Lasalle. Lo que
quería transmitir Günther era que todo lo
bueno y bondadoso era nórdico o ario y
lo malo semita o judío.
—Una verdadera locura, que, por
desgracia, desencadenó un holocausto
poco después —dijo Allan.
Los tres permanecieron en silencio
unos instantes. Después Ruth abrió de
nuevo el fuego.
—¿Qué es lo que mi abuelo quería
que vieras?
—No seamos impacientes, mañana
recogeremos el paquete a primera hora
—dijo Rabelais con una sonrisa.
Allan compartía la misma curiosidad
que la joven.
—Será mejor que descansemos —
propuso Allan.
—Sí, llevo tanto tiempo sin dormir
en una cama que se me ha olvidado qué
se siente al tumbarse uno sobre un
colchón —dijo el sacerdote.
—Pues lo lamento, creo que tú y yo
dormiremos en el sofá cama que hay en
el salón. Ruth tiene una habitación
aparte.
Los tres se dirigieron a sus
respectivas habitaciones.
Cuando Ruth se tumbó en la cama se
dio cuenta de lo cansada que estaba.
Parecía que las cosas comenzaban a
funcionar por fin. No sabía qué era
aquello que había permanecido oculto
durante tantos años, pero se sentía parte
de algo importante por primera vez en su
vida.
61

Oxford, 26 de diciembre de
2014

Las calles de la ciudad estaban repletas


de turistas y estudiantes que habían
optado por pasar las fiestas en la
ciudad-universidad. Personas de los
cinco continentes recorrían las
atracciones turísticas de la hermosa urbe
de piedra. Durante siglos, aquel había
sido un lugar de recogimiento que
fomentaba la reflexión, pero en la
actualidad no se diferenciaba mucho de
cualquier otra ciudad turística. La
cultura también vendía, aunque a veces
fuera a costa de la paciencia de
profesores y alumnos.
Allan, Ruth y Giorgio paseaban entre
los transeúntes como si formaran parte
de la masa de turistas despistados. Su
indumentaria era sencilla y cómoda. No
querían levantar sospechas, sus
perseguidores no podían andar lejos y
era evidente que intentarían robarles el
paquete en cuanto llegara a sus manos.
La oficina de correos no estaba muy
lejos de la casa de Sara. En unos
minutos se encontraron frente a la puerta
de madera y Allan registró sus bolsillos
en busca del recibo de correos, pero no
lo encontró por ninguna parte.
—¿Cómo es posible? He debido
dejarlo en mi otro pantalón —dijo
Allan, enfadado.
—Me imagino que te conocen. No
creo que te lo pidan —dijo Rabelais.
—No creas, algunos empleados de
correos se creen los guardianes de los
secretos de Isis —dijo el antropólogo
tras desistir en su búsqueda.
—Podemos volver a tu casa —
comentó Ruth.
—Es demasiado peligroso. Puede
que la tengan vigilada —dijo Allan.
—Pues habrá que arriesgarse —
concluyó el sacerdote.
Entraron en la oficina, estaba
atestada de gente. En esas fechas todo el
mundo mandaba postales de felicitación
o paquetes para sus familiares. Después
de un buen rato, le tocó el turno a Allan.
—Vengo para recoger un paquete —
le dijo a la oficinista.
—¿Sería tan amable de enseñarme
su resguardo?
—La verdad es que no lo tengo
conmigo. Mi nombre es Allan Haddon,
profesor de…
—No me cuente su vida. Le he
pedido el resguardo. Si no lo tiene,
vuelva en otro momento.
—Es algo muy importante. Si no lo
recupero…
—Lo entiendo, señor…
—Haddon.
—Señor Haddon. Aquí debemos
cumplir unas normas. Será mejor que
regrese otro día. Hay mucha gente
esperando —dijo la mujer mientras
hacía un gesto para que pasara el
siguiente.
—Quiero hablar con el responsable
de la oficina —dijo Allan.
—No hay excepciones —cortó la
mujer, tajante.
—Por favor, ¿puede llamar al
encargado? —dijo Allan subiendo el
tono de voz.
Ruth dio un paso al frente e intervino
en la discusión.
—Perdone a mi padre, es un hombre
muy despistado. Ya sabe como son los
profesores universitarios. El caso es que
ese paquete lo ha mandado mi madre,
que está en una misión humanitaria en la
India, en una escala que ha hecho en
Roma. Es la primera Navidad que pasan
separados y mi padre está desquiciado.
La mujer sonrió a la chica y, sin
decir palabra, se levantó de la mesa y se
dirigió al fondo. Regresó con un
paquete, hizo que Allan firmara una hoja
y se lo entregó guiñándole el ojo.
Cuando los tres salieron de la
oficina de correos, el italiano no pudo
refrenar sus ganas de reírse. Allan lo
miró de reojo y apretó el bulto contra el
pecho. Fuera lo que fuera lo que
contenía, en aquel momento lo único que
quería el profesor era sentarse en un
café y tomarse un té muy caliente.
62

Oxford, 26 de diciembre de
2014

María prefería prescindir de sus hábitos


para perseguir a sus objetivos, pero
como Allan y Ruth ya la conocían,
decidió además ponerse una peluca
pelirroja, un abrigo largo, un gorro de
invierno y unas grandes gafas de sol. No
tardaron en aparecer delante de la
oficina de correos. El recibo sobre la
mesa del despacho de Allan no dejaba
lugar a dudas, en algún momento
pasarían a por el paquete y saldrían de
su escondrijo.
La monja intentó seguirlos a cierta
distancia, todas las precauciones eran
pocas. Sus órdenes eran precisas:
recuperar el paquete, eliminar a los tres
objetivos y regresar a Roma. Estaba
acostumbrada a matar. Sabía que lo
hacía por una buena causa y, si era
necesario, mataría a su propia familia
para salvar a la Iglesia.
Los siguió con la mirada y, cuando
vio que se metían en la cafetería, se
situó cerca de uno de los ventanales.
Aquel sitio era demasiado público,
tendría que esperar un momento mejor.
Sus pensamientos se confundieron
rápidamente con la letanía de sus rezos,
la única manera de olvidarse de todo era
que su mente se llenara de palabras,
aunque de tanto repetirse estaban
perdiendo su sentido.
63

Oxford, 26 de diciembre de
2014

Les sirvieron rápidamente. Rabelais


comenzó a beber tranquilamente su
cerveza y Ruth miró inquieta a Allan.
Contemplaron el paquete en silencio. El
tamaño era considerable, la chica ya no
pudo esperar más y le preguntó al
italiano por su contenido.
—No lo he visto todo, pero son
varios rollos de película y un diario.
—¿Es una película? —preguntó
Allan, extrañado.
—Son varios rollos, calculo que se
trata de al menos tres documentales —
dijo el sacerdote.
—Y, ¿qué hay en los documentales?
—lo apremió Allan. No soportaba por
más tiempo la espera.
—El único que he visto parece una
grabación de una expedición a algún
sitio en Oriente. Podría ser Siria, pero
también Armenia u otro lugar —dijo
Rabelais después de dar un buen sorbo a
su cerveza.
—No pudiste verificar el lugar —
dijo el profesor.
—No pude, en cuanto me sentí
amenazado lo metí todo en un paquete y
te lo mandé. Pensé que entre los dos
resolveríamos este enigma. Por eso
mismo le hablé a Ruth de ti, sabía que si
a mí me pasaba algo, tú serías el único
que podría descubrir de qué se trataba.
Lo que es indudable es que debe de ser
algo muy importante para que haya tanta
gente interesada en que no se sepa —
dijo Rabelais.
—Sin duda son películas de la
Ahnenerbe, ya que solían filmarlo casi
todo. Hemos estudiado algunos de sus
viajes. Si se trata de alguno de ellos, lo
descubriremos —dijo Allan.
—Aunque cabe la posibilidad que
sea un viaje no registrado. Una misión
que ha estado oculta hasta ahora —dijo
Ruth.
—No lo creo —intervino el italiano
—. Las expediciones de los
antropólogos nazis son conocidas. Lo
dejaron casi todo por escrito.
—Mi abuelo guardó esas películas
durante décadas, deben contener algo de
vital importancia ahora —dijo Ruth.
Allan comenzó a mirar al vacío.
Aquello lo confundía. Esperaba un
objeto, algún descubrimiento incómodo
sobre la cultura bíblica o algún tipo de
manuscrito, pero unas películas de los
años cuarenta eran lo último que
imaginaba.
—¿De quién es el diario? —
preguntó Allan.
—Es de Thomas Kerr, el abuelo de
Ruth.
—Podría tratarse de algún tipo de
manipulación. Imaginemos que alguien
crea pruebas falsas, datos de algún
descubrimiento que nunca se llevó a
cabo —dijo Allan.
—Como el famoso santo grial que
Himmler buscaba en el monasterio de
Montserrat, en Cataluña —dijo el
italiano.
—Los nazis eran buscadores natos
de mitos. Investigaban el sentido de su
ideología en toda su parafernalia
simbólica —dijo Allan.
—En una de mis pesquisas descubrí
que los nazis operaron varias veces en
España. Al parecer el propio José Luis
Arrese, secretario general del Régimen,
expresó a Himmler su deseo de crear en
España algo parecido a la Ahnenerbe.
—Nunca había escuchado nada
sobre las conexiones de la Ahnenerbe
con España —dijo Allan.
—Algunos antropólogos falangistas
querían justificar la antigüedad del
pueblo español a través de los celtas. El
psicólogo Miguel de Santa Olalla fue
uno de los formuladores de estas teorías
sobre los celtas. Las relaciones de
algunos investigadores españoles con la
Ahnenerbe eran inmejorables —explicó
el italiano.
—Por eso programaron los nazis un
viaje a las Islas Canarias —dijo Ruth.
—Pero la relación comenzó en
realidad mucho antes. En 1934, antes de
que se creara la Ahnenerbe, Herman
Wirth, que posteriormente sería un
destacado miembro de la organización,
investigó algunas cuevas rupestres. Su
interés por Canarias surgió más tarde,
cuando se convenció de que la Atlántida
estaba debajo del archipiélago —dijo
Rabelais.
—¿Cómo viste la película? Estará
en algún formato obsoleto —dijo Allan.
—Sí, pero ya sabes que en Roma se
puede encontrar de casi todo. Un amigo
me prestó un proyector de 35 mm.
—¿Dónde vamos a encontrar uno de
esas características? —preguntó Ruth,
angustiada. Veía que sus esperanzas de
ver resuelto el misterio volvían a
esfumarse.
—Ya pensaremos en algo. Por lo
menos podremos leer el diario —dijo
Allan.
—Sí, está en alemán, pero creo que
tú lo dominas bien. Yo solo lo entiendo
a medias.
—Bueno, será mejor que nos
marchemos. Nos conviene salir de
Oxford. Es uno de los sitios donde nos
buscarán nuestros perseguidores —dijo
Allan.
—También debe de estar
buscándonos la Interpol —dijo Ruth.
—¿La Interpol? ¿En qué lío te has
metido? —preguntó el sacerdote con los
ojos como platos.
—Alguien asesinó al pobre Moisés
Peres y la policía me tiene como
principal sospechoso —dijo Allan.
Su amigo comenzó a reír.
—Perdona, lamento mucho la muerte
de Moisés, pero que alguien piense que
tú eres capaz de matar a una mosca no
deja de tener gracia.
—No sé por qué dices eso. Un
hombre puesto en una situación límite es
capaz de hacer cualquier cosa —dijo
Allan con el ceño fruncido.
—Bueno, si prefieres pensar eso.
Los tres abandonaron el local y se
dirigieron hacia la estación de tren. En
Londres serían más difíciles de localizar
y podrían pasar al continente si era
necesario. Cuando la hermana María los
vio salir, los siguió hasta la estación y
se montó poco antes de que el tren se
pusiera en marcha.
64

Londres, 26 diciembre de
2014

Las luces navideñas brillaban por toda


la ciudad. Miles de pequeñas bombillas
tintineaban mientras los primeros copos
de nieve cubrían las aceras sucias. La
crisis había hecho descender el número
de vehículos de las grandes ciudades,
pero en los últimos años se había
incrementado su población. Aunque lo
que más sorprendía al visitante era que
parte del pluralismo de la ciudad había
desaparecido. El gobierno británico
había deportado a decenas de miles de
inmigrantes pakistaníes, afganos e
hindúes.
Allan y sus amigos se inscribieron
en un pequeño hotel cercano al
parlamento. Desde las habitaciones se
podía ver el río y algunos edificios
antiguos que mantenían todo su
esplendor. Lo que realmente parecía
complicado era encontrar un proyector.
Recorrieron varios locales hasta que
consiguieron un viejo aparato en una
tienda de antigüedades. El vendedor les
aseguró que funcionaba, pero no podrían
comprobarlo hasta regresar a sus
habitaciones.
Cenaron en un restaurante y
caminaron hasta el hotel. La noche era
fría, pero el reflejo de la nieve en las
luces navideñas les permitió olvidarse
por unos instantes de sus problemas y
disfrutar del ambiente.
Entraron en la recepción del hotel y
se dirigieron cada uno a su habitación. A
la media hora, Ruth dejó el calor de sus
sábanas y llamó a la puerta de Allan.
—¿Qué sucede? —le preguntó él,
frotándose los ojos.
—No puedo dormir —respondió
Ruth.
—¿Por qué?
—Debo estar inquieta. No dejo de
dar vueltas en la cama —contestó la
chica abrazándose a sí misma.
—Pasa.
Ruth entró en la habitación y se sentó
frente a la cama. Él tomó una manta y se
la puso por encima.
—En una semana todo esto habrá
terminado y podrás regresar a casa —
dijo Allan, intentando tranquilizarla.
—Por un lado deseo que todo vuelva
a la normalidad, pero, si te soy sincera,
mi vida en Barcelona no era muy
emocionante —dijo Ruth
—La vida nunca es emocionante. Te
aseguro que yo no estoy siempre
corriendo detrás de misteriosos enigmas
o esquivando balas —bromeó Allan.
—No me refiero a eso. Desde que
mi abuelo murió, estoy sola.
—Pero tendrás amigos, compañeros
de clase, algún novio…
—Era la niña mimada de mi abuelo.
No salía mucho y apenas conservo
alguna amiga del colegio. Nada me ata a
España —dijo.
—Tu abuelo te dejó una pequeña
fortuna, dedícate a recorrer mundo y
estudiar. Muchos querrían estar en tu
pellejo —dijo Allan.
—Eso es lo que estaba pensando. Mi
abuelo fue antropólogo y después de
estos días he estado pensando en qué
hacer con mi vida. Me gustaría ir a
Oxford y estudiar contigo —dijo Ruth.
—¿Oxford? No es fácil que te
admitan y, cuando lo consigas, te
aseguro que no será un camino de rosas.
—Lo sé. Estoy acostumbrada a
estudiar, domino varios idiomas y
quiero formarme —insistió.
—Hay cientos de universidades en
Europa, muchas de ellas tan buenas
como Oxford —dijo él.
Ruth se molestó. El profesor parecía
incómodo ante la idea de tenerla cerca
por más tiempo. Ella se sentía atraída
por él, pero eso no significaba que se
fuera a lanzar a sus pies o a buscar algo
más que un poco de amistad y
comprensión.
—Bueno, será mejor que me marche
—dijo ella arrojando la manta al suelo.
—¿Qué te sucede? —preguntó Allan
al ver el rostro enfadado de la
muchacha.
—Parece que no te hace mucha
gracia que me meta en tu vida —explicó,
nerviosa.
—No es eso. Simplemente no quiero
que tomes una decisión ahora. Todo esto
puede confundirnos. El peligro acerca a
las personas, pero cuando la adrenalina
baje y regresemos a nuestras rutinas,
posiblemente nos sintamos como dos
extraños —dijo el profesor,
levantándose de la cama.
Ruth se dirigió a la puerta sin mediar
palabra. La abrió, pero Allan llegó justo
a tiempo y volvió a cerrarla.
—Déjame —dijo ella intentando
abrir la puerta.
—No, quiero que me escuches.
—Eres un tipo solitario, no quieres
que nadie se interponga en tu brillante
carrera, no te preocupes, no seré yo
quien lo haga.
La chica comenzó a llorar y Allan la
abrazó. Después, ella levantó la cabeza
y se besaron, pero Ruth se apartó
bruscamente y salió de la habitación.
El profesor cerró la puerta y se
dirigió a la ventana. No podía negar que
le gustaba, pero era incapaz de
identificar sus sentimientos. Nunca se
había enamorado. Siempre había evitado
el compromiso y había centrado su vida
en las clases y las investigaciones, y
aquella noche había saltado una luz roja
en su cerebro. No podía casarse y
formar una familia, tampoco quería
meter en su vida a nadie más. Ruth era
una cría, tal vez no tan joven como para
ser su hija, pero siempre estarían a un
nivel distinto de madurez. No es buena
idea, se dijo mientras regresaba a la
cama, pero cuando la imagen de Ruth
vino a su mente, sintió un escalofrío y
tuvo miedo de que fuera demasiado
tarde para alejarse de ella.
65

Roma, 26 de diciembre de
2014

El cardenal Rossi se acercó a las


habitaciones papales y preguntó a una de
las religiosas si su santidad estaba
despierto. La monja regresó unos
minutos más tarde y lo llevó hasta la
habitación. Pío XIII estaba levantado,
apoyado sobre su escritorio y con la
mirada ausente.
—Querido Rossi, ¿a qué debo su
visita? —dijo el papa con la voz
fatigada.
—Santidad, no quiero cansarlo,
puedo regresar mañana —dijo el
cardenal, sorprendido al ver el
agotamiento en los ojos del pontífice.
—Un verdadero papa nunca
descansa.
—Sé que los médicos le han
recomendado reposo y tranquilidad.
—Querido Rossi, gobernar la Iglesia
de Cristo es una tarea ardua. Nunca
antes hemos tenido tantos enemigos y tan
peligrosos amigos. Dentro de unos días,
antes de que termine este año, el
candidato Alexandre von Humboldt
pasará por Roma. Su deseo es poner en
esta ciudad la capitalidad de la nueva
Europa, pero tengo mis dudas, dos
cabezas en Roma son muchas cabezas —
dijo el papa cabizbajo.
—Von Humboldt es un buen cristiano
y un buen católico. Su intención es
favorecer a su iglesia —dijo el
cardenal.
—No lo dudo, pero a veces el
abrazo del oso mata al cazador —dijo el
pontífice.
—Quería preguntarle sobre un
asunto de extrema importancia. No se ha
completado el colegio cardenalicio. En
la actualidad, los liberales son mayoría
y… —dijo el cardenal, pero antes de
que terminara la frase, el papa le
replicó:
—¿Tan mal me ve? Sé que mi salud
no es de hierro, pero espero servir a
Dios unos años más.
—No, santidad. Lo que quiero decir
es que, en el caso de que le sucediera
algo, el trono de san Pedro quedaría en
manos de aquellos que quieren
transformar la Iglesia en una especie de
ONG humanista, en la que no tenga
cabida la fe —dijo el cardenal, inquieto.
—Aunque parezca un viejo
decrépito, estoy al tanto de las
maniobras del arzobispo de Toledo. Él
quiere ser papa y esa es una ambición
legítima.
—Legítima hasta cierto punto; según
mis informaciones, el arzobispo es
miembro de los Hijos de la Luz —dijo
el cardenal.
—Nadie ha probado nunca que dicha
alianza exista —dijo el papa.
—Existe, santidad y cada vez son
más poderosos.
—El poder no está en las manos del
hombre. Dios es el que gobierna su
Iglesia, dejemos que sea Él quien
decida.
—Su obligación como papa…
Pío XIII se levantó con una agilidad
que sorprendió al cardenal, se acercó
hasta él y lo miró directamente a los
ojos.
—No necesito que nadie me diga
cómo gobernar la Iglesia. Esto no es una
familia en la que todos se sienten a
gusto. En esta casa descansan los
cimientos de lo que Cristo quiso
construir, dentro de ella hay tantas
sensibilidades que a veces se hace
imposible contentar a todos. El Opus
Dei, los Legionarios de Cristo, los
jesuitas…, ¿quiere que siga
enumerando? Todos quieren cardenales,
más poder, pero el encargado de
dosificar esa ambición soy yo. ¿Acaso
olvida que usted mismo pertenece a una
de esas familias? —dijo el papa.
—No, santidad, pero nosotros no
queremos destruir la Iglesia.
—No se preocupe, la Iglesia
resistirá mil años más —dijo el papa
regresando a su asiento.
—Espero que esté en lo cierto —
dijo el cardenal haciendo una pequeña
reverencia y abandonando la habitación.
El santo padre lo vio marchar
malhumorado. Todos creían que por
estar viejo y enfermo había perdido su
capacidad para ver las cosas con
claridad, pero estaban equivocados. Los
años te dan una perspectiva más amplia
de las cosas. Te ayudan a ver los asuntos
del mundo con más calma y a confiar en
la divina Providencia.
66

Londres, 26 de diciembre de
2014

Allan miró el diario con ansiedad y


temor. La discusión con Ruth lo había
desvelado, pero no estaba seguro de que
fuera buena idea comenzar a leer el
diario él solo. Sus dos compañeros
habían arriesgado sus vidas por él. Lo
tomó del escritorio y lo acercó hasta la
cama. La tenue luz de la mesilla
reflejaba la piel ennegrecida de la
cubierta. Abrió el broche de latón
dorado y pasó las hojas. Mientras las
letras y los dibujos desfilaban delante
de sus ojos, pensó en los antropólogos
alemanes. Posiblemente, comenzaron sus
investigaciones con la ilusión de un niño
que acaba de recibir un regalo. Se
preguntó en qué momento el abuelo de
Ruth se dio cuenta de que había hecho un
pacto con el diablo.
Examinó el diario por encima. La
primera fecha registrada era el 27 de
julio de 1941. Volvió a cerrarlo y se
puso en pie, se dirigió a la ventana y
contempló la ciudad dormida. Estaba en
Inglaterra, pero tenía la extraña
sensación de que ya no pertenecía a
ningún sitio.
Regresó a la cama y observó el
diario sobre el colchón. Aquella
investigación era diferente a las que
había realizado hasta ahora. Por primera
vez en su carrera, el pasado se había
hecho tan presente que lo aterrorizaban
las consecuencias que pudiera tener.
Se tumbó de nuevo en la cama y
tomó el diario entre las manos. Acarició
la piel áspera y pasó las hojas. La letra
alargada del cuaderno parecía bastante
legible y el alemán era claro y formal.
Se concentró en la lectura y por unos
momentos olvidó que la policía los
perseguía, que el Vaticano estaba
interesado en lo que habían descubierto
y que no podría regresar a casa hasta
que todo se hubiera aclarado. Ahora
solo estaban aquel misterio y él, todo lo
demás dejaba de tener importancia.
67

La Guarida del Lobo, Prusia


Oriental, 27 de julio de 1941

Los bosques de hayas no parecían tener


fin. La naturaleza lleva milenios
reinando en aquellos alejados parajes y
la mano del hombre apenas ha logrado
arañar algo a esos centenarios árboles
que crecían a los lados de la carretera.
En medio de la masa forestal
apareció una casa de madera y los
controles militares se fueron sucediendo
monótonamente. El soldado que
conducía tuvo que enseñar el permiso en
varias ocasiones hasta que llegamos
frente, a lo que parecía una modesta
casa de campo.
La casa era amplia, pero su sencillez
me recordó a un monasterio. Bruno
Beger y yo caminamos en silencio por
los pasillos alargados en penumbra. La
fachada exterior no reflejaba el
laberinto de pasillos que llevaban hasta
el corazón del Tercer Reich. Aquí el
führer comunicaba sus órdenes a los
victoriosos ejércitos alemanes.
Aquel había sido un buen año para
Alemania. Nuestras tropas habían
conquistado Noruega, Dinamarca, los
Países Bajos, Bélgica, Francia,
Yugoslavia y Grecia. Tres millones de
nuestros bravos soldados comenzaban a
invadir la tierra de los bolcheviques y
en dos semanas la Wehrmacht se había
apoderado de Lituania, Letonia, Estonia,
Bielorrusia y Ucrania. Mientras el
objetivo principal de invadir Leningrado
estaba casi en nuestras manos, nuestros
ejércitos también conquistaban la
península de Crimea.
Nos llevaron hasta un despacho
amplio y poco iluminado y nos hicieron
esperar allí. Después de cinco minutos
en silencio, Bruno comenzó a hablar.
—Estamos en el refugio secreto del
führer. Cuando se lo cuente a mi familia
no me va a creer —dijo sonriente. Su
pelo rubio y sus grandes ojos le daban
un aspecto infantil, pero su enorme
estatura y musculatura sobrepasaban la
media.
—No podemos hablar a nadie de
nuestra visita. Ya sabes que Himmler
nos lo ha advertido, esta operación es de
máximo secreto —le dije sin muchas
esperanzas de que me hiciera caso.
—Thomas, tú sabes perfectamente
que nuestra misión es desenterrar obras
antiguas. Lo que le cuente a mi mujer no
va a poner en peligro la seguridad del
Estado.
—No sabemos la trascendencia de
la nueva misión, pero debe de ser muy
importante. Nos han traído hasta aquí —
le dije señalando la habitación—. El
refugio secreto de Hitler.
Escuchamos murmullos en la
habitación de al lado. La puerta se abrió
y la figura de Himmler apareció ante
nosotros antes de que pudiéramos
reaccionar. El segundo hombre más
poderoso de Alemania, en contra de lo
que muchos piensan, es un hombre
sencillo, sonriente y que siempre se
comporta con una educación exquisita.
—Caballeros —dijo Himmler
mientras se acercaba a nosotros—.
Siéntense, por favor. Será mejor que nos
ahorremos las formalidades.
Nos sentamos sin poder disimular la
ansiedad que suponía para nosotros
estar en presencia de aquel hombre tan
poderoso.
—Saben que no es normal que les
cite en este lugar, pero la misión es de
máximo secreto y aunque la Ahnenerbe
supervisa la operación, podemos decir
que, en este caso, el objetivo comparte
intereses con otros departamentos de las
SS —nos explicó. Después se acercó a
los sillones en los que estábamos
sentados y ocupó uno de ellos.
Bruno y yo permanecimos en
silencio. Estábamos acostumbrados a
recibir instrucciones. En el poco tiempo
que llevaba en las SS había aprendido
que muchas de las órdenes eran verbales
y que había que estar muy atento para
llevarlas a cabo.
—En la habitación de al lado está
nuestro amado führer; antes de que se
vayan, los saludará. Esta misión será
supervisada directamente por él. Si se
realiza con éxito, eso supondría un
verdadero salto en su carrera —dijo
Himmler, sonriente.
Nos mantuvimos en silencio. Uno de
los secretos para prosperar en Alemania
era hablar poco y obedecer sin rechistar.
—Hitler quiere que la recién
invadida Crimea se convierta en uno de
los territorios por colonizar por nuestro
glorioso pueblo alemán. El clima
mediterráneo de esa zona, su fertilidad y
su fauna convierten a ese territorio en
uno de los lugares privilegiados para
comenzar nuestra política de colonias
alemanas —dijo Himmler.
—¿Qué podemos hacer nosotros?
No somos ingenieros agrícolas, somos
simples investigadores del pasado —
dijo Bruno, algo confuso.
—Crimea fue durante mucho tiempo
el patio de recreo de los zares. Incluso
hay una obra de Chéjov sobre esa
hermosa tierra. ¿La han leído?
Dudé en responder por unos
momentos. En la Alemania de Hitler, ser
lector se había convertido en motivo de
sospecha.
—Sí, señor —contesté en tono bajo.
—Nuestro führer cree que Crimea es
un territorio perfecto para que nuestra
raza aria se desarrolle plenamente.
Como sabrán, los godos, nuestros
antepasados, se instalaron allí durante
mucho tiempo. Crimea será racialmente
pura antes de que termine el año y
ustedes ayudarán en esa gloriosa misión.
—¿Nosotros? ¿En qué podemos
ayudar? —preguntó Bruno.
—La península está infestada de
judíos, tártaros, gitanos, rusos,
armenios, georgianos y ucranianos.
Tenemos que limpiar el territorio y
establecer allí a buenas y sanas familias
alemanas —dijo Himmler, sonriente.
—¿Qué haremos con los habitantes
actuales? —preguntó Bruno
inocentemente.
—No se preocupen, nos
encargaremos de ellos. Al fin y al cabo,
aquel territorio fue alemán y solo
recuperamos lo que es nuestro.
Bruno se puso muy serio y yo intenté
romper la tensión del ambiente con un
comentario de los que les gustaban a los
viejos nazis como Himmler.
—No sabía que ya habíamos
liberado Crimea de los rojos.
—Bueno, lo que les voy a contar es
máximo secreto. El general Erich von
Manstein acaba de comenzar la invasión
con el XI Ejército. Ustedes tienen que
reunirse con él inmediatamente. Ese
cabeza cuadrada no sería capaz de
distinguir un ario de un judío aunque
llevasen carteles en el pecho —dijo
Himmler muy serio.
Bruno y yo dudamos si reír o no. Al
final preferimos no hacerlo.
—Su misión es muy sencilla. Son los
expertos que ayudarán al ejército a
seleccionar a la población racialmente
apta y a la que no lo es. Su trabajo es de
vital importancia —dijo Himmler.
—Pero, nunca hemos… —dijo
Bruno.
—Dispondrán de todo un equipo de
ayudantes. Sé que el trabajo es ingente,
pero confío en su capacidad —dijo
Himmler sin dejar que Bruno terminara
de hablar.
Nuestro interlocutor se puso en pie y
los dos saltamos del asiento como si
tuviéramos un resorte.
—Ahora Hitler los recibirá. No
digan nada, únicamente respondan si él
les pregunta —les advirtió Himmler.
Los tres caminamos hasta la sala
contigua. En contra de lo que
imaginábamos, Hitler estaba solo,
sentado en una silla, con un libro en las
manos y escuchando música.
—Heil Hitler! —dijo Himmler, y
nosotros repetimos el saludo.
El líder levantó la mano despacio y
nos miró sonriente, pero sin despegarse
del sillón.
—Espero que sepan dar a Alemania
el servicio que les pido. Crimea será
una de futuras provincias del Reich,
pero antes hay que deshacerse de toda la
bastardía judía impura —dijo Hitler
levantándose del sillón y aproximándose
a nosotros.
—Imagino lo que piensan, ¿quiénes
somos nosotros para arrancar a esa
gente de sus hogares? No soy un
desalmado, aunque algunos me juzguen
injustamente. Esa tierra es alemana,
como ustedes sabrán, nuestro espacio
vital está en juego. Nosotros no tenemos
colonias en las que puedan asentarse los
alemanes. Saben que desde que
recuperamos los territorios de Polonia,
los Sudetes y el Sarre, millones de
buenos alemanes han regresado al
Reich, pero Alemania tiene un espacio
limitado —dijo Hitler casi sin aliento.
Después se paró en seco y se acercó
directamente a mí. Me clavó sus ojos
azules y, sin pestañear, continuó
hablando—. Tienen que olvidar todas
esas monsergas de la compasión y el
amor al prójimo. Son engaños judaicos.
¿Cuándo los enemigos de Alemania nos
han tratado bien? ¿Acaso nos
perdonaron las fuertes reparaciones que
nos exigían, nos devolvieron lo que nos
habían robado? No, tuvimos que cogerlo
nosotros mismos. Simplemente vayan
allí y regresen con el informe que les
pedimos. Esperamos repoblar toda la
zona en cuanto termine la guerra. No
creo que los soviéticos resistan hasta el
año que viene.
Himmler dio un paso al frente y se
puso a nuestro lado.
—Estos hombres son dos de los
mejores miembros de la Ahnenerbe.
Bruno Beger fue uno de los miembros de
la expedición al Tíbet —dijo Himmler.
Hitler se acercó al gigantesco Bruno
y lo miró fijamente. Al führer le
crispaba la gente más alta que él, pero
sonrió al oficial y apoyó una mano en su
brazo izquierdo.
—No sabe cuánto lo envidio. Me
hubiera gustado marchar con ustedes al
corazón mismo de nuestra raza. En
aquellas montañas nacieron nuestros
ancestros. Espero que esta misión sea
cuanto menos igual de productiva —dijo
Hitler, emocionado.
Bruno pensó decir algo, pero se
quedó con la boca abierta, sin poder
pronunciar palabra.
—El oficial más joven es Thomas
Kerr, uno de los estudiantes más
aventajados en antropología de la
universidad de Múnich —dijo Himmler.
El führer asintió con la cabeza y con
una voz potente, dijo:
—Ahora, muchachos, hagan su
trabajo y su führer sabrá
recompensarlos.
—Heil Hitler! —dijimos los tres, y
Bruno y yo nos dirigimos a la salida.
Con las piernas aún temblorosas
llegamos hasta el coche y, sin mediar
palabra, nos introdujimos en el vehículo.
Apenas teníamos veinticuatro horas para
preparar nuestros bártulos y dirigirnos a
Crimea.
No puedo negar que el führer me ha
impresionado. Sin duda es un hombre
implacable, pero creo que no ha podido
pasarle nada mejor a Alemania que el
hecho de que sea él quien gobierne
nuestra gran nación.
68

A las puertas de Sebastopol,


17 de diciembre de 1941

La invasión de Crimea no ha resultado


tan sencilla como creían Hitler y
Himmler. Llevamos siete semanas
intentando conquistar el territorio y los
oficiales soviéticos, una y otra vez,
logran reponer sus menguadas fuerzas y
resistir nuestros ataques. El general
Manstein quiere conquistar el puerto de
Sebastopol antes de Navidad, pero la
situación no es fácil. La guerra en
Leningrado también se ha prolongado
más de lo previsto y no hay más
refuerzos para el XI Ejército.
Hace unos días nos entrevistamos
con el general, que a regañadientes nos
ha facilitado hombres y material. Junto a
nosotros va la Einsatzgruppe D, los
burócratas de las SS; los llaman el
Grupo de Intervención, pero la misión
de estos hombres es eliminar a los
oficiales, comisarios políticos, judíos y
gitanos que encontremos a nuestro paso.
Nuestro primer destino es
Simferópol, la capital de la provincia.
Llegaremos allí en unos días.
69

Simferópol, 20 de diciembre
de 1941

Simferópol está patas arriba. Nunca


había visto una ciudad en estado de
guerra. Nuestros hombres roban y
saquean sin que los mandos se lo
impidan. Los refugiados del frente que
van llegando a la ciudad engrosan las
filas de los condenados a morir de frío y
hambre. La poca comida que queda es
para nuestros hombres y los habitantes
de la ciudad mueren a centenares cada
día.
Una de las cosas que rompía la
monotonía era la matanza de judíos. Los
hombres de la Einsatzgruppe, la Policía
de Campaña y la Policía Secreta de la
Wermacht se disputan a sus víctimas con
verdadero frenesí. Himmler quiere que
se elimine a la población judía de la
ciudad antes de Navidad. La pasión que
ponen los tres cuerpos en el exterminio
de los judíos no tiene nada que ver con
la pureza de la raza aria. Los soldados y
oficiales roban todo lo que pueden a sus
víctimas. No hablo de lo que me han
contado otros soldados; tuve que ser
testigo ayer de la manera de actuar de la
Einsatzgruppe D.
Un oficial llamado Woole me llevó
con uno de los grupos. Después de
registrar varios edificios, capturaron a
cincuenta judíos. Había familias enteras,
con mujeres y niños incluidos. Los
despojaron de todo lo que tenían, los
cargaron en camiones y los llevaron a
las afueras de la ciudad.
—Creo que podrá informar a
Himmler de la eficacia de la unidad, la
media de judíos eliminados es más alta
en nuestro cuerpo que entre la Policía de
Campaña y la Policía Secreta de la
Werhmacht —me dijo el capitán Woole
mientras nos dirigíamos con la caravana
hasta la zona de descarga.
—La eficacia es indudable —le
comenté.
—Tenemos algunas bajas por
depresión, ya sabe que hay gente que no
tiene estómago para ciertas cosas —
explicó el capitán.
Los coches se detuvieron junto a la
carretera, la nieve cubría con un
brillante manto blanco los bosques
cercanos. Pensé en mis vacaciones de
invierno en Suiza con mi padre, donde
solíamos pasar todas las Navidades
esquiando. Miré a los pobres diablos
que bajaban de los camiones a
empujones. Mantenían la cabeza gacha,
con expresión de resignación y un
silencio que helaba la sangre, ni los
niños lloriqueaban. Les hicieron
caminar sobre la nieve unos trescientos
metros y los situaron frente a una fosa
profunda.
—Quítense las chaquetas y los
zapatos y déjenlos a un lado —vociferó
un sargento.
La gente comenzó a desvestirse, muy
despacio. El sargento perdió la
paciencia y golpeó con su fusil a varios
prisioneros. Todos reaccionaron con
rapidez y en un par de minutos estaban a
cuerpo, descalzos y en silencio. De
repente, una mujer empezó a pedir a
gritos que la dejaran irse y todos los
prisioneros vociferaron. Los niños se
contagiaron de la desesperación de sus
padres e intenté pensar en otra cosa
mientras los soldados colocaban en filas
a los prisioneros y abrían fuego. El
proceso se repitió cuatro veces, las
voces fueron amortiguándose a medida
que las balas hacían su trabajo.
Mientras regresábamos a la ciudad,
permanecí en silencio. Sin duda había
que informar de aquello a Himmler. Era
un despilfarro de balas y hombres que
no nos podíamos permitir. Si queríamos
limpiar Crimea antes de que terminara la
guerra, había que utilizar métodos más
rápidos, baratos y limpios.
70

Londres, 27 de diciembre de
2014

Un golpeteo en la puerta lo hizo volver


en sí. Miró el reloj y se sorprendió de
que fueran las ocho de la mañana, había
pasado toda la noche en vela leyendo
los diarios de Thomas Kerr. Se levantó
despacio, le dolía todo el cuerpo. Abrió
la puerta y miró a Ruth desde el umbral.
—¿Qué te ha pasado? No has
dormido nada —dijo Ruth al contemplar
las ojeras de Allan.
—Bueno, no podía dormir y he
preferido adelantar un poco el trabajo
—dijo este sin mucho entusiasmo.
—¿De qué trata? —preguntó Ruth
entrando en la habitación.
—No lo he leído entero, pero la
primera parte describe la misión que tu
abuelo realizó en Crimea —dijo Allan
sin querer entrar en detalles.
—¿Crimea? —dijo Ruth—. ¿Esa es
la misión que todos están empeñados en
ocultar?
—No lo sé, puede que sí, pero la
verdad es que no he terminado de leer el
diario.
—Deja que lo examine yo —dijo
Ruth, acercándose al cuaderno que
descansaba sobre la cama.
Allan lo tomó y lo metió en uno de
los cajones.
—¿Qué haces? —preguntó ella,
sujetándole la mano.
—Creo que es mejor que lo dejes,
puede que descubras algo que no te
guste —dijo Allan, muy serio.
—Era mi abuelo, Allan. Necesito
saber…
—Tu abuelo era el hombre que
conociste, en ese diario hay un joven de
veinte años fanatizado y en medio de una
guerra cruel —dijo Allan
interponiéndose entre la mesita y la
chica.
—Eso lo tendré que decidir yo, ¿no
crees? Puede que mi abuelo fuera un
asesino o algo peor, pero te aseguro que
no necesito que nadie me proteja.
Los dos forcejearon y Ruth se echó a
llorar, comenzando a golpear con los
puños cerrados el pecho del hombre.
Allan se limitó a sujetarle las muñecas y
esperar a que se calmara. La chica paró
de golpearlo y hundió la cara en su
pecho. Allan la abrazó y los dos
permanecieron un rato en silencio. El
hombre la separó y ella se puso de
puntillas para besarlo. Justo cuando sus
labios se unieron, alguien comenzó a
aporrear la puerta. Los dos se separaron
bruscamente y Allan se acercó para
abrir. El rostro redondo del italiano le
sonrió desde el otro lado.
—Creo que es hora de que veamos
esas películas —dijo mientras pasaba a
la habitación con el proyector entre los
brazos.
71

Oxford, 27 de diciembre de
2014

La pantalla del ordenador se iluminó y


Marcelo Ivanov, alias el Ruso, puso en
marcha el sistema de búsqueda. Si
cualquiera de sus dos objetivos había
pagado con tarjeta o se había inscrito en
algún hotel, el sistema no tardaría en
encontrarlo. Esperó unos instantes, pero
no parecía que ni el hombre ni la
muchacha estuvieran en Oxford. Habría
que intentarlo con otras ciudades en
Gran Bretaña. Comenzó introduciendo
Londres y el ordenador indicó que
tardaría unos quince minutos en rastrear
las bases de datos. El Ruso quitó el
envoltorio a un sándwich y comenzó a
comer mientras escuchaba un poco de
música.
Miró por encima de la pantalla y se
aseguró de que no había nadie cerca
mirando. Apretó un botón y en la
pantalla apareció el vídeo de una mujer
desnuda. La mente del asesino se
concentró en el vídeo, en su cabeza
retumbaban los jadeos de la pantalla y el
sonido de los cascos lo aisló del resto
de personas que lo rodeaban. Llevaba
casi un mes sin estar con una mujer, no
le gustaba contratar prostitutas en los
países donde trabajaba.
El ordenador emitió un pitido y el
hombre miró su programa de búsqueda.
Al parecer, Allan y Ruth tenían tres
habitaciones en un hotel en el centro de
Londres. Las habitaciones estaban a
nombre de Ruth Kerr, debían de pensar
que nadie buscaba a la chica. El Ruso
había visto la orden de búsqueda y
captura de la policía alemana, pero al
parecer no se había cursado la de la
Interpol.
Bueno, ya sé dónde os alojáis. Será
mejor que os encuentre cuanto antes.
Habéis logrado escapar una vez, pero
no tendréis una segunda oportunidad,
se dijo El Ruso mientras cerraba el
portátil.
72

Roma, 27 de diciembre de
2014

El camarlengo se acercó hasta el papa y


le pasó una nota. En ese momento los
príncipes de Bélgica estaban entregando
al sumo pontífice un regalo.
—Muchas gracias —dijo Pío XIII
mientras dejaba el presente en manos de
uno de sus colaboradores.
—Su santidad es nuestra inspiración
—dijo la princesa besando el anillo
papal.
—Gracias —dijo el anciano,
impaciente. Sabía que había noticias
nuevas sobre el paradero de Rabelais,
del profesor Haddon y de la chica.
Cuando los últimos visitantes
salieron, el papa rompió el lacre del
sobre y abrió el mensaje.

El profesor Haddon, Ruth Kerr


y Giorgio Rabelais están juntos.
Espero órdenes.

El papa miró a uno de sus asistentes


y le hizo una indicación.
—Llama al camarlengo.
—Sí, santidad.
Pío XIII se levantó del trono y se
dirigió inquieto al fondo de la sala. Allí
se reclinó frente a un pequeño altar y se
puso a rezar. Cuando oyó los pasos del
secretario papal, mantuvo los ojos
cerrados y lo hizo esperar hasta que
terminó sus oraciones.
—Camarlengo, sabéis que no quiero
notas escritas —dijo el papa enseñando
el papel. Después se acercó a la
chimenea encendida y la arrojó al fuego.
El papel prendió con rapidez y la
cera roja se evaporó en unos segundos.
—Decid a sor María que los quiero
vivos y necesito que recuperen el objeto
perdido cuanto antes.
—Pero está sola, no puede capturar
a los tres y traerlos a Roma —se quejó
el camarlengo.
—Que le manden dos agentes más y
un transporte. Los quiero aquí antes del
30 de diciembre, ¿entendido? —ordenó,
seco, el papa.
—Sí, santidad.
El papa sintió un pinchazo en el
pecho. Sin duda, Rabelais era un mal
enemigo. Se conocían desde hacía años,
siempre al lado de los pobres y los
necesitados, pero esta vez se había
extralimitado. Su lealtad a la Iglesia y al
papa debía de estar por encima de
cualquier otra cosa.
73

Londres, 27 de diciembre de
2014

La proyección de la primera película


resultó aleccionadora pero
decepcionante. El rollo duraba unos
quince minutos y en el documental se
presentaban los trabajos de la
Ahnenerbe por el mundo. Las primeras
imágenes eran de la famosa expedición
al Tíbet de 1938. En varias de las
imágenes aparecía Schäfer, el líder de la
expedición, un controvertido naturalista,
rebelde y aventurero. Junto a él estaban
algunos de los investigadores más
prometedores de su época, como
Wilhelm Filchner, un joven geólogo y el
más experimentado de los exploradores
alemanes en el Tíbet. En la primera
película también aparecía Karl Wienert,
doctor en geofísica, así como Edmund
Gerr, jefe técnico de la expedición, y
Ernst Krause, que colaboraba haciendo
de todo un poco, pero que al final se
convirtió en el cámara oficial de la
expedición. Por último estaba Bruno
Beger, antropólogo, miembro de la
RuSHA y alumno del profesor Günther.
En las imágenes reproducían escenas
en las que salían diferentes miembros de
la realeza tibetana, paisajes y estudios
étnicos de individuos nepalíes. En
muchas de las tomas se observaba a
Bruno Beger midiendo cráneos o
revisando los rasgos de algunos de los
habitantes de Lhasa y otras ciudades del
Tíbet. Una de las secuencias más
interesantes era la visita al palacio del
regente Reting Rimpoche, al que Beger
contempló con admiración al
considerarlo un ejemplo claro de los
ancestrales arios de la zona.
Las últimas escenas consistían en
interminables bailes y desfiles
populares que celebraban el nuevo año
o filmaciones de algunos de los templos
más importantes de la zona. Beger
seguía buscando los orígenes de la raza
aria en aquel apartado lugar del mundo.
Después de dos meses de estancia en la
capital, la expedición quería adentrase
en el valle del Yarlung, la cuna de la
civilización tibetana. Schäfer había
conseguido llevar a cabo su verdadero
plan, encontrar los orígenes de la cultura
aria en aquel apartado y remoto valle.
Las ruinas de la antigua ciudad real no
eran lo que ellos esperaban. Apenas se
mantenían en pie algunas torres de la
antigua fortaleza. La última ciudad que
visitaron fue Shigaste.
Allan apagó el proyector y miró a
sus amigos. Imaginaba que estaban tan
decepcionados como él, pero Giorgio
seguía sonriendo.
—Bueno, creo que esto no nos
aclara mucho —dijo Allan.
—Esta película es pura propaganda
nazi —comentó Ruth.
—Está claro que aquí no hay nuevos
datos que nos den la dimensión real del
asunto que tenemos entre manos, pero os
aseguro que encontraremos la causa por
la que hay tanta gente interesada. Tal vez
nuestros ojos buscan los datos
equivocados —dijo Rabelais.
—Mi abuelo no estaba en esa
expedición. Seguramente no es la
película que quería que viéramos.
—Bueno, en ella sale un personaje
muy importante que realizó otras
misiones con tu abuelo, Bruno Beger,
ese tipo es la clave —dijo Allan.
—¿Qué sabemos de ese Beger? —
preguntó Ruth.
—Desde mi ordenador puedo
acceder a la base de datos de Oxford —
dijo Allan tomando su portátil.
Después de buscar información por
unos momentos comenzó a leerles lo que
había encontrado:
—Bruno Beger nació en 1911. Fue
un eminente antropólogo nazi, y
perteneció a la Ahnenerbe. Estudió en la
Universidad de Jena, donde fue
discípulo de Hans Günther. Colaboró en
diferentes misiones para las SS, entre
ellas la expedición a Crimea.
—No dice gran cosa —comentó
Ruth.
—No, pero hay un dato curioso, está
vivo —dijo Allan.
—¿Vivo? Si nació en 1911[5] tiene
más de cien años —dijo el sacerdote,
sorprendido.
—Al parecer, en abril de 1945 fue
capturado por los norteamericanos en
Italia, cuando intentaba huir a
Suramérica. La última misión la realizó
con un curioso grupo de las Waffen-SS
compuesto por árabes. Después de
recorrer varios campos de prisioneros
italianos y alemanes fue internado en
Darmstadt. En 1948, un tribunal de
desnazificación lo exoneró de todos los
cargos. Beger regresó a casa con su
mujer y sus hijos. No pudo dar clases en
la universidad y trabajó en una editorial.
Años más tarde, se convirtió en
representante de ventas de una fábrica
de papel. Continuó con sus estudios de
forma vocacional. En 1954 viajó a
Argelia y Marruecos para realizar una
expedición privada. Después realizó
viajes a Oriente Próximo. En 1960, la
policía detuvo a Beger por un caso no
juzgado en su etapa en la Ahnenerbe.
Cuatro meses después fue liberado,
aunque se seguían acumulando pruebas
contra él. En octubre de 1970 fue
juzgado como cómplice de crímenes
contra judíos. La condena fue de tres
años de cárcel. Después de un año de
prisión consiguió la libertad condicional
—dijo Allan.
—Es increíble, apenas si cumplen
condena —dijo Rabelais—. No importa
lo grave que sea el crimen, los jueces
son benévolos con este tipo de
criminales.
—Al parecer vive en un pequeño
pueblo de Suiza, muy cerca de la
frontera alemana —dijo el antropólogo.
—Tal vez si le hiciéramos una visita
podríamos aclarar las cosas —comentó
Ruth.
—¿Crees que nos atendería?
Además, es un hombre muy mayor,
puede que no recuerde nada —dijo
Allan.
—Soy la nieta de uno de sus
camaradas, creo que hablará conmigo.
—Pero… —dijo el italiano.
—Sí, soy negra. No creo que eso le
importe mucho, su odio se centra en los
judíos, los comunistas y los enemigos de
Alemania. Creo que no me encuentro en
ninguno de los tres grupos —lanzó ella.
—Está bien, lo intentaremos —dijo
Allan.
—Hay algo más importante que
hacer ahora —dijo Rabelais muy serio.
—¿El qué? —preguntaron a la vez
Allan y Ruth.
—Desayunar. Estoy muerto de
hambre.
74

Londres, 27 de diciembre de
2014

La nieve había desaparecido de las


calles, la temperatura se había templado
y la búsqueda de una cafetería decente
se convirtió pronto en un agradable
paseo. Allan y Ruth conversaron
mientras Rabelais se mantenía al
margen, caminando unos pasos por
delante. Vieron una cafetería francesa y
entraron sin dudarlo. El café inglés
dejaba mucho que desear. Un buen
croissant lograría que olvidaran por un
momento la investigación.
Se sentaron en una mesa redonda de
mármol y pidieron tres desayunos. El
sacerdote se disculpó y se dirigió al
baño. Allan y Ruth continuaron su
conversación sin prestarle mucha
atención.
El italiano se aproximó a uno de los
teléfonos y marcó un número mientras
miraba a su espalda.
—Sí, todo marcha según el plan
previsto. No se han extrañado de nada y
creo que hemos despistado a los que nos
seguían —dijo mirando a su espalda.
Después de escuchar por unos
instantes a su interlocutor, continuó:
—Nos dirigiremos a Suiza, allí está
uno de los testigos. De acuerdo. Adiós.
El sacerdote colgó el auricular. Se
acercó a la mesa y fingió una risa
complaciente.
—Que buena pinta tienen —dijo
mientras observaba el cruasán tostado.
—Veo que no has perdido el apetito
—bromeó Allan.
—Eso nunca, comer es uno de los
pocos placeres que me quedan —
contestó.
Los tres comenzaron a desayunar. En
unos minutos se habían olvidado por
completo de la Ahnenerbe y de los
horrores de una guerra que ninguno de
ellos había vivido, pero que continuaba
mostrando algunas de las caras más
terribles del ser humano.
75

Viena, 27 de diciembre de
2014

El palacio estaba abierto al público. La


familia Von Humboldt llevaba décadas
permitiendo que los vieneses y los
turistas de medio mundo apreciaran su
riqueza y su poder. Los Von Humboldt
habían conseguido reunir una formidable
riqueza gracias a sus inversiones en
caucho a principios del siglo XX. La
expansión de la industria alemana del
automóvil los había convertido en el
primer importador de caucho de Europa,
pero el gran salto lo dieron gracias al
estallido de la Primera Guerra Mundial.
Los suministros de ruedas al ejército
imperial austriaco y a Alemania
construyeron la base de su poderío
económico. La derrota de las potencias
centrales en la guerra no fue un
problema para los Humboldt, ya que
lograron sobrevivir exportando sus
materiales a Suramérica y Asia, hasta
que la Alemania de Hitler les hizo ganar
una fabulosa fortuna.
Alexandre von Humboldt se acercó
hasta el hermoso jardín del palacio.
Algunos lo comparaban con los
fantásticos jardines de Versalles, pero
los de los Von Humboldt eran más
grandes y hermosos. Su madre
descansaba sentada frente a las
cristaleras. Tenía una taza de té en la
mano y mordisqueaba una pastita
mientras miraba el espectáculo invernal
de la puesta de sol.
—Madre —dijo Alexandre sin
denotar ningún tipo de sentimiento en la
voz.
—Hola, Alexandre —contestó la
señora sin girar la cabeza.
—He venido a verte antes de viajar
a Roma —dijo él, sentándose en uno de
los sillones de mimbre.
—Saluda de mi parte al santo padre.
Hace casi un año que no nos vemos, ya
sabes que el cuidado de las empresas de
la familia me tiene totalmente absorbida
—dijo la señora.
—Siento no poder ayudarte, pero la
campaña electoral me tiene muy
ocupado —se disculpó Alexandre.
—No entiendo por qué hay que
hacer todo ese paripé de votaciones,
candidatos y elecciones. En mis
tiempos, las cosas eran más sencillas —
dijo la mujer después de tomar un sorbo
de té.
—En los años treinta los trámites
eran los mismos que ahora —se quejó
Alexander.
—¿Y quién habla de los años
treinta? ¿Tan vieja me ves? En los años
treinta yo era una niña, te digo cuando tu
padre estaba vivo. Nosotros
proponíamos un candidato y lo
apoyábamos, después era elegido el día
siguiente a las elecciones. Ni siquiera
nos molestábamos en contar los votos —
dijo la señora.
—Ahora hay varios sistemas de
control, pero cuando llegue al poder me
encargaré de todo eso. Europa necesita
una mano fuerte que dirija sus destinos
—dijo Alexandre, recuperando su
seguridad.
—No olvides quién eres y para qué
fuiste educado. Los Von Humboldt han
contribuido al engrandecimiento de
Alemania y Europa durante más de cien
años. Tienes que limpiar el continente
de toda esa basura extranjera.
—Deja que sea yo el que ponga las
cosas en su sitio —dijo Alexandre,
molesto.
—Revolcándote todo el día con
rameras y yendo de fiesta en fiesta no
conseguirás nada —contestó la madre
con un gesto de enfado.
—En eso imito a papá —dijo
Alexandre.
—Por eso él está muerto y yo estoy
viva. No seas tan estúpido como él. No
puedes morir hasta que se cumpla tu
destino. Será mejor que no lo olvides.
—El destino no existe —dijo
Alexandre.
—Sí existe, te lo aseguro, pero los
débiles no saben aprovecharlo. Nuestra
familia es una de las más ricas del
planeta porque supo siempre cuál era su
destino. Por eso hemos sobrevivido a
guerras, cambios de gobierno y crisis
económicas —dijo la mujer, dejando la
taza sobre la mesa.
—Dentro de unos días tu hijo será el
primer presidente de Europa —dijo
Alexandre.
—Y el último, espero.
76

Londres, 27 de diciembre de
2014

Después de comprar unos billetes para


Suiza, los tres se dirigieron de nuevo al
hotel. Estaban ansiosos por ver la
segunda filmación. Antes de visitar a
Bruno Beger tenían que conocer todos
los hechos.
El sacerdote puso una nueva película
en el proyector. El segundo rollo no era
un documental, se trataba de una larga
grabación de escenas de Crimea.
En la primera parte se veía a Bruno
Beger y Thomas Kerr, el abuelo de Ruth,
a su llegada a Simferópol. La ciudad
estaba nevada y la cámara grababa la
miseria de la población. En la segunda
parte de la grabación se veía a una gran
variedad de personas que Bruno y
Thomas Kerr examinaban, apuntando
datos en libretas. Aquellos eran sin duda
exámenes antropológicos para
comprobar la pureza racial de aquella
gente. Los dos antropólogos enseñaban a
miembros de la policía y al
Einsatzgruppe D a distinguir los
individuos racialmente puros, para
eliminar a los que no lo fueran. El plan
de repoblar aquella tierra con colonos
alemanes debía llevarse a cabo en
cuanto terminara la guerra y todos
pensaban que antes de un año Inglaterra
se habría rendido.
La tercera escena era aún más dura.
El cámara había grabado una de las
operaciones del Einsatzgruppe D, en la
que los escuadrones de la muerte
escogían a un grupo de judíos, los
sacaban de la ciudad y los fusilaban
frente a una gran fosa. La película estaba
subtitulada y los comentarios eran casi
tan espantosos como las imágenes.
Al parecer, los judíos de Simferópol
habían sido exterminados tan
rápidamente que los escuadrones de la
muerte habían comenzado a aniquilar a
los judíos de Feodosiya, Yevpatoriya,
Kerch, Yalta y Bajchisarái.
La filmación describía el estrés que
producía a los soldados la matanza
continua de niños y mujeres. Al parecer,
a Thomas Kerr se le había ocurrido
utilizar camiones que usaran su propio
anhídrido carbónico como gas letal
contra los judíos. De esta forma rápida,
limpia y barata, las tropas podían
dedicar su tiempo a ganar la guerra y no
a deshacerse de la basura.
Ruth no pudo evitar sentirse
angustiada ante la sonrisa de Kerr
cuando el primer camión exterminaba al
primer grupo de judíos. Thomas Kerr se
encontraba allí, pletórico, frente al
camión abierto, con los prisioneros
asfixiados como telón de fondo.
Cuando terminó la película los tres
se quedaron en silencio. Habían
escuchado en cientos de ocasiones
relatos sobre el exterminio de los
judíos, pero nunca habían visto una
película tan explícita y complaciente con
los crímenes nazis.
—No puede ser que ese sea mi
abuelo —dijo Ruth rompiendo el
silencio.
—Ya te comenté que esto no iba a
ser fácil para ti —comentó Allan.
—Me he quedado sin palabras. Lo
que hicieron no tiene justificación
alguna, encima eran científicos,
personas que estaban buscando la
verdad para ayudar a la humanidad —
dijo el sacerdote.
—Lo que no comprendo es que, si tu
abuelo era un criminal de guerra que se
sentía orgulloso de sus crímenes, ¿por
qué intentó, tras su muerte, que todo esto
saliera a la luz? —preguntó Allan.
—A lo mejor se arrepintió en el
último momento —dijo Rabelais.
—¿Y ha tardado setenta años en
hacerlo público? —dijo Allan—. No
parece lógico.
—Esperemos que Bruno Beger
quiera recibirnos sin haber avisado
previamente y esté dispuesto a hablar —
dijo Ruth.
—Me temo que Beger es de ese tipo
de gente que se siente tan orgullosa de
su pasado que no tiene miedo de hablar
con nadie —dijo Allan.
77

Londres, 27 de diciembre de
2014

Allan se despertó sobresaltado a mitad


de la noche. Se levantó sudando y tomó
un poco de agua. La verdad es que le
apetecía algo más fuerte, pero llevaba
más de veinte años sin beber una gota de
alcohol y prefirió coger el diario de
Kerr. Las páginas describían el invento
del oficial y el uso del camión donde se
gaseaba a los prisioneros, así como las
estadísticas que comparaban la
eficiencia de la muerte por fusilamiento
con la del nuevo sistema.
Aquel diario parecía un libro de los
horrores, pero poco a poco Kerr fue
disminuyendo su fervor guerrero y se
dedicó a la misión que se le encomendó
desde Berlín para animar a la conquista
de Crimea. Al parecer, Sebastopol se
resistía a caer y Himmler pensaba que la
única solución era convencer a las
tropas de que lo que estaban
recuperando era una tierra alemana, que
estaban regresando a la tierra de sus
ancestros. Para ello, Himmler
necesitaba que varios especialistas
prehistoriadores y antropólogos
construyeran una historia fabulosa sobre
los orígenes godos de Crimea, la antigua
Cimeria.
78

Región de Kehl, 5 de abril


de 1942

—No hemos encontrado muchos


indicios de los godos, pero eso no
impide que conozcamos su historia.
Todo el mundo sabe que los godos eran
originarios de Scandza, cerca de
Escandinavia, o de una región próxima
al norte de Polonia. Los godos hablaban
una de las lenguas germánicas y por
alguna razón que desconocemos se
desplazaron hasta las regiones más
meridionales de Cimeria, la actual
Crimea. A través del mar de Azov
llegaron al mar Negro y entraron en
contacto con las culturas clásicas. Desde
sus bases, cerca del mar Negro, atacaron
y saquearon las ciudades romanas más
próximas, como los temibles piratas que
eran. Construyeron una fabulosa ciudad
llamada Doros y se convirtieron al
cristianismo. Ulfilas, uno de los obispos
godos, inventó el alfabeto gótico para
poder traducir la Biblia a su idioma. La
llegada de los hunos desplazó a muchas
familias góticas hacia el oeste. Cruzaron
el Danubio en el año 370, pero un
pequeño grupo resistió y se quedó atrás.
En el siglo XIII hubo constancia de estos
grupos que hablaban alemán, pero en
1475 las invasiones turcas ocuparon el
territorio y muchos godos se hicieron
musulmanes. A mediados del siglo XVI
la lengua gótica había desaparecido casi
por completo.
Los soldados me miraban como niños
mientras les contaba todas estas cosas.
Hasta ese momento no había
comprendido el poder de la historia
sobre las personas. Todos necesitamos
pertenecer a algún sitio, sentirnos parte
de algo, aquellos soldados se veían a sí
mismos como conquistadores germanos.
No importaba que el fabuloso imperio
gótico del que hablábamos fuera ficticio,
para los soldados era muy real y eso le
parecía suficiente a Himmler.
Bruno y yo compartíamos las
mañanas dando clase a los soldados y
por las tardes realizábamos nuestros
informes raciales. Cuando llegaba la
noche estábamos tan agotados que
caíamos rendidos sobre nuestras camas.
De esta forma pasamos el invierno y,
cuando llegó la primavera de 1942,
nuestras tropas planearon la toma
definitiva de Sebastopol. El propio
Himmler nos visitó aquellos días, Hitler
lo acababa de nombrar comisario del
Reich para el Fortalecimiento de la
Raza Alemana. El führer estaba deseoso
de que se iniciaran los planes de
reasentamiento de alemanes en ciertas
zonas ocupadas; Crimea era una de
ellas.
Himmler acudió a Crimea con uno
de sus más estrechos colaboradores, un
ingeniero agrónomo llamado Konrad
Meyer y un joven oficial de las SS, el
teniente Klaus Blumer.
Nos reunimos con Himmler en uno
de los barracones que el ejército había
construido para el asedio de Sebastopol.
Alrededor de la ciudad se habían
formado varios campamentos estables y
la zona era un hervidero de soldados de
todas las clases.
—Queridos camaradas, debo
felicitarlos por el trabajo que están
realizando aquí. Hitler me envía para
organizar las nuevas colonias germanas.
El «Plan Maestro para el Este» ha
comenzado y Crimea es una de las zonas
preferentes —dijo Himmler con un tono
de voz solemne.
—Señor, nos alegra tenerlo entre
nosotros, el trabajo en Crimea es duro,
pero nuestro sacrificio es un honor —
dijo Beger intentando hacer un discurso.
—El señor Meyer y yo hemos
trazado en el mapa algunas de las
limitaciones geográficas de las nuevas
colonias —dijo Himmler, acercándose a
un gran mapa que había colocado sobre
la mesa.
Meyer se adelantó un paso y señaló
las nuevas colonias de Alemania.
—Comenzaremos con tres campos
de actuación. El primero está situado en
la zona de Leningrado y sus territorios al
sur, el segundo campo de actuación está
en el norte de Polonia, Lituania y el
sudeste de Letonia. La tercera zona se
encuentra aquí en Crimea y el sudeste de
Ucrania.
Beger y yo mirábamos el plano
entusiasmados, habíamos contribuido a
que la buena gente desplazada de Rusia
y otras zonas ocupadas encontraran por
fin su hogar.
—El nuevo nombre de Crimea será
Gotengau y Simferópol se convertirá en
Gotenburg —dijo Himmler, orgulloso
de su genialidad.
—La ciudad de los godos —
puntualizó el joven oficial Klaus
Blumer, que hasta ese momento había
estado en silencio.
—La tarea no será fácil.
Necesitaremos al menos veinte años
para germanizar esta región. Hemos
actuado contra judíos y gitanos, pero
debemos dar un nuevo paso en la
germanización. Su ayuda es
imprescindible para esta tarea —indicó
Himmler.
—Nuestro trabajo ha avanzado
mucho desde que Kerr reinventó los
camiones para eliminar a los elementos
molestos —dijo Beger.
—Los felicito, han limpiado la zona
en un tiempo récord. En las próximas
semanas llegarán refuerzos de la RuSHA
para ayudarlos. Hay que realizar
mediciones raciales masivas. Tenemos
que saber qué proporción de hombres,
mujeres y niños tienen sangre nórdica y
pueden permanecer en Gotengau —dijo
Himmler.
—¿Qué se hará con los que no
superen el examen? —le pregunté a
Himmler. Me miró con sus ojos
pequeños y sonrió levemente.
—Los habitantes no aptos serán
desplazados en su mayoría —dijo.
—Pero ¿a qué regiones? —preguntó
Beger.
—Nuestras fuerzas los llevarán a un
lugar del que ya no regresarán. La
mayoría serán eliminados y otros se
convertirán en «ilotas» —dijo Himmler.
—¿Ilotas? —pregunté.
—Esclavos. Cubriremos las
fronteras con granjeros-soldados. Los
alemanes más puros y sus familias serán
asentados a lo largo de las fronteras de
Gontengau —dijo Himmler orgulloso.
—Un ejército que puede ponerse en
marcha en cualquier momento —dijo el
oficial Blumer.
—Exacto. Observen las aldeas que
he diseñado para los granjeros-soldado
—dijo Himmler.
Todos nos aproximamos y
observamos los planos. Los
asentamientos se parecían a algunos que
ya se habían puesto en funcionamiento
en Alemania. En cada aldea había una
casa solariega en la que vivía el jefe de
las SS o líder del partido nazi. También
había una sede local del partido, en el
que la población se formaba e instruía
en los valores alemanes.
—¿Qué les parece? —preguntó
Himmler con los ojos brillantes.
—Muy bien, señor —dijo Beger.
—Además plantaremos cientos de
miles de árboles para que Crimea
reproduzca el paisaje exacto del norte
de Alemania —dijo Meyer.
—Estamos investigando las plantas
más adecuadas para cultivar en esta
zona. Su viejo amigo Schäfer está a
cargo de las investigaciones genéticas
de las plantas de cultivo —dijo
Himmler.
—¿Cuándo se producirá el asalto
contra Sebastopol? —pregunté.
—Es máximo secreto, el 2 de junio
nos lanzaremos contra el último bastión
ruso en la península —dijo Himmler.
—Estamos deseosos de comenzar
con la nueva misión —le dije a
Himmler.
El segundo hombre más poderoso de
Alemania me miró con su cara infantil y
puso una mano sobre mi hombro.
—Con cien hombres como usted
conquistaría el mundo —dijo, mientras
notaba cómo un escalofrío recorría mi
espalda.
79

Londres, 28 de diciembre de
2014

El vuelo a Suiza salía temprano. Los tres


estaban listos en la recepción del hotel a
la hora prevista. En un par de horas
aterrizarían en Zúrich y allí alquilarían
un coche para viajar hasta Basilea, una
pequeña ciudad cercana a la frontera
con Alemania.
El vuelo fue tranquilo. Apenas
hablaron, se limitaron a observar el
paisaje nevado de Alemania y Suiza.
Cuando llegaron al aeropuerto tomaron
el coche y emplearon otras dos horas en
llegar a Basilea. Esa ciudad mediana,
dividida por el Rin, y que compartía
fronteras con Alemania y Francia era un
gran centro comercial e industrial. Nada
que ver con un lugar tranquilo para
retirarse. El centro de la ciudad
conservaba su carácter medieval, pero
el resto se había transformado hasta
convertirse en una urbe moderna y sin
personalidad.
Se alojaron en un pequeño hotel
próximo a la Marktplatz, se cambiaron
de ropa y tras almorzar algo se
dirigieron a un pequeño pueblo llamado
Münchenstein. Allí vivía Bruno Beger
desde hacía más de treinta años. Por los
datos que poseían, tenía más de cien
años. Vivía con su hija y temían que esta
no les dejara verlo. Una persona de esa
edad es muy vulnerable a cualquier tipo
de emoción.
Cuando pararon frente a la pequeña
casa de madera, Allan pensó que aquella
era una manera agradable de vivir los
últimos días de una vida larga. Los
bosques de la zona en los que Beger
debía de haber cazado durante años
parecían muertos bajo la intensa nevada.
Las calles adornadas por la Navidad
convertían al lugar en una ciudad de
cuento de hadas.
—¿Qué le vas a contar? —le
preguntó Allan a la muchacha.
—La verdad. Que soy la nieta de
Thomas Kerr y quiero saber lo que pasó
en aquellos años —dijo muy seria, con
los nervios atascados en la garganta.
—¿La verdad? —preguntó Rabelais
—. No creo que Bruno Beger haya
intentado conocer la verdad en los
últimos sesenta años. Hay gente como él
que no puede soportar la verdad.
—Quiero que admita que todas sus
investigaciones fueron un error, quiero
que me diga por qué dejó a un lado la
ciencia por un montón de mentiras
supersticiosas —dijo Ruth.
—Por la experiencia que tengo, los
hombres no cambian con el tiempo. He
conocido a muy pocas personas
dispuestas a cuestionarse lo que creen o
lo que han hecho. Ni siquiera en la
universidad hay personas autocríticas —
dijo Allan.
—Los hombres tienden a justificarse
—añadió su amigo.
Ruth abrió la puerta del coche y
caminó por la nieve helada hasta la
casa. El cielo nublado lanzaba una luz
azul que se reflejaba en la nieve y
creaba una atmósfera fantasmagórica.
Les había pedido a Allan y Giorgio que
la dejaran ir sola. Beger no se pondría a
la defensiva con la hija de un antiguo
camarada. Llevaba una grabadora,
después ellos podrían escuchar qué daba
de sí la conversación.
Llamó a la puerta, la casa parecía
desierta. Las contraventanas verdes
estaban abiertas, pero no se veía luz
alguna. Tardaron unos minutos en abrir,
pero al final una mujer de sesenta años,
con el pelo gris y unas anticuadas gafas
de pasta, miró a la chica sin decir
palabra.
—¿Vive aquí Bruno Beger? —
preguntó Ruth con una sonrisa.
La mujer no contestó, se limitó a
mirarla de arriba abajo y comenzó a
cerrar la puerta.
—Por favor, soy Ruth Kerr, la nieta
de un antiguo amigo suyo —dijo Ruth
sujetando la puerta.
—¡Estamos hartos de periodistas! —
gritó la mujer, y ejerció más presión
sobre la puerta.
—No soy periodista, pregunte a su
padre, soy la nieta de Thomas Kerr, los
dos sirvieron en la Ahnenerbe —dijo
Ruth, desesperada.
La mujer dejó de empujar la puerta.
—¿Quién es, Eva? —preguntó una
voz fuerte y clara.
—Nadie, papá.
Un hombre en silla de ruedas se
acercó hasta allí y la mujer se echó a un
lado.
—Soy Ruth Kerr, la nieta de Thomas
Kerr.
Bruno Beger, en contra de lo que
ella imaginaba, se encontraba en plena
forma. Su aspecto saludable parecía
algo antinatural a su edad. Sus ojos
reflejaban su carácter sano, vigoroso y
la mente aguda. Su pelo seguía siendo
rubio y sus mejillas redondeadas no
habían perdido su color.
—Señorita Kerr, disculpe a mi hija,
se preocupa demasiado por mí. La
verdad es que a este pobre viejo lo
único que le queda es morir en paz —
dijo amablemente Bruno Beger.
La mujer abrió la puerta y Ruth pudo
contemplar unas fotos colgadas en la
entrada. En dos de ellas se veían
escenas típicas de Alemania.
Agricultores alemanes de la Baja
Sajonia realizando, felices, sus tareas
agrícolas. Las otras dos eran de
tibetanos que miraban sonrientes a la
cámara.
—Pase, por favor. Ignoraba que
Thomas tuviera una nieta, llevamos casi
veinte años sin hablar —dijo Beger.
—Mi abuelo murió hace unos meses
—dijo Ruth.
—Lo siento —dijo el anciano.
Ruth lo siguió hasta su estudio. Era
un lugar exótico. Había figuras del Tíbet
por todas partes. En las paredes
colgaban fotos en blanco y negro de
niños, hombres y mujeres tibetanos.
Sobre el escritorio de madera se
apilaban artículos sobre esa recóndita
región, como si Bruno Beger acabara de
regresar de allí hacía unos días. Tenía
también alfombras tibetanas y varios
utensilios que habría traído de aquella
expedición.
Beger se acercó a un lado del
escritorio. La hija se puso a su lado,
como si quisiera protegerlo de la
muchacha, pero él la echó de la
habitación con un gesto.
—Discúlpela, algunos piensan que
cuando te haces mayor te conviertes en
un niño —bromeó el anciano.
—Le agradezco que haya querido
recibirme, ni siquiera había concertado
una cita —se disculpó Ruth.
—A mi edad, uno tiene todo el
tiempo del mundo. —Se quedó
pensativo y luego dijo—: Un tiempo
relativo, a esta edad uno espera
desaparecer en cualquier momento.
Bruno Beger habló de su familia, de
sus padres y del paso del tiempo. De su
época en la universidad y sobre la
expedición al Tíbet. Ruth había traído
algunas fotos que a lo largo de la
investigación habían impreso.
—Lo guardo todo —le dijo a la
joven con una sonrisa.
—¿Todo?
—Incluso los calibradores que
utilicé en el Tíbet —dijo el anciano.
Después, llamó a su hija y le pidió que
le trajera sus antiguos instrumentos y uno
de sus cuadernos de campo.
—¿Conserva todo el material? —
preguntó Ruth, extrañada. Ella creía que
tras la guerra la mayoría de los nazis se
había deshecho de todo lo que pudiera
causarles problemas.
—¿Por qué no guardar esto? Seguro
que tu abuelo también conservaba
muchas cosas —dijo Beger.
Cuando la hija llegó con el cuaderno
y el calibrador, la mirada del anciano
brilló de emoción. Con un gesto le pidió
a Ruth que se acercara.
—¿Le importa? —dijo, abriendo el
calibrador.
Ella sintió un escalofrío que le
recorrió la espalda. Hombres como
Bruno Beger habían tenido en sus manos
la vida y la muerte de otros seres
humanos. Aquel hombre había
determinado durante años quién merecía
vivir y quién merecía morir.
Beger le colocó el calibrador e hizo
una serie de mediciones. Después
sonrió.
—Me ha dicho usted que es
adoptada, ¿verdad? Sus padres no la
eligieron al azar, sabían que era
racialmente perfecta —dijo el hombre,
orgulloso.
—¿Sí? —dijo Ruth, sorprendida.
—No estoy ciego. En la escala de
las razas las hay mejores y peores, pero
dentro de cada una de ellas hay
individuos excepcionales, y usted es uno
de ellos —dijo Bruno, guardando sus
herramientas.
—Pero ¿usted sigue creyendo en las
viejas teorías raciales? —preguntó Ruth,
sorprendida.
—El hecho de que perdiéramos una
guerra no cambió para nada mi manera
de pensar. Por favor, ¿puede coger ese
libro?
Bruno Beger señaló una vitrina; Ruth
se puso en pie y le llevó un ejemplar de
uno de los libros de Hans F. K. Günther
sobre la tradición racial.
—El profesor Günther fue el que me
inició en los estudios antropológicos. En
este libro está uno de mis primeros
trabajos. Nadie ha demostrado que
estábamos equivocados —dijo Bruno
levantando la barbilla.
—Los científicos llevan décadas
rechazando la idea de las razas humanas.
En el congreso de 1951 en París…
—Estoy al tanto, señorita —dijo
Beger, perdiendo por unos instantes el
tono cordial.
—¿Entonces?
—Sus pruebas no son concluyentes
—dijo Bruno.
—¿Qué quiere decir?
—La política y la ciencia están
mezcladas, ahora no es políticamente
correcto hablar de las razas —dijo
Bruno.
—En la época de Hitler no era
políticamente correcto hablar de lo
contrario.
—¿Estuvo usted allí, señorita? —
preguntó el viejo antropólogo, molesto.
—No.
—Mire, hay razas mestizas como los
judíos que han ocasionado mucho daño a
la humanidad. Nuestra intención era
conservar la identidad y la pureza
alemanas —dijo él.
—Pero eso trajo mucho sufrimiento,
millones de personas murieron.
—El comunista Stalin asesinó a un
número similar de personas, la China de
Mao… —argumentó Beger.
—Pero los judíos eran personas
también —dijo Ruth.
—La intención de Himmler consistía
en un principio en trasladarlos a África,
pero la guerra impidió la deportación.
Se los concentró en refugios para que no
fueran una quinta columna dentro del
Reich, por desgracia muchos murieron,
enfermos; las condiciones no eran las
mejores —dijo Bruno.
—Y, ¿qué me dice de lo que sucedió
en Crimea? —preguntó Ruth.
—Mediciones de cráneos y algunos
artículos sobre el pueblo gótico que
habitó la península. Todo inofensivo.
—¿No es cierto que usted y mi
abuelo colaboraron con los escuadrones
de la muerte para elegir la parte de la
población que merecía vivir? —
preguntó Ruth, enfadada.
—Simplemente se iba a desplazar a
la población que no fuera germana o no
fuera racialmente pura. Alemania
necesitaba más espacio para su gente.
Cada día llegaban alemanes de Polonia,
Rusia y de todo el Este —dijo Bruno,
alzando la voz.
—Pero lo que ustedes decidían
determinaba la vida o la muerte de una
persona —insistió ella.
—Cumplíamos órdenes, no
podíamos negarnos a hacerlo. De otro
modo, nosotros o nuestras familias
hubiéramos sufrido las consecuencias.
—¿Cumplimiento de órdenes?
¿Dónde queda la conciencia humana?
—Cuando un país está en guerra no
hay conciencia que valga —dijo Beger,
poniéndose rígido en la silla—. Y yo no
hice nada de lo que tenga que
arrepentirme.
—Mi abuelo me dio un diario y unas
grabaciones. En él habla de su misión en
Crimea —dijo ella.
Bruno Beger se quedó pensativo. A
su edad no tenía nada que temer, pero no
le gustaba recordar ciertas cosas, las
había dejado en algún lugar de su
memoria y prefería no abrir ese cajón.
—Creo que hemos terminado —dijo
el anciano.
—Mi abuelo quería que todo lo que
hicieron saliera a la luz. ¿Por qué ahora?
—dijo ella.
—Tendría sus razones. Nunca
sabemos a ciencia cierta por qué los
demás hacen ciertas cosas. Él se alejó
de Alemania, consiguió ocultarse en
España, nunca sufrió la humillación que
yo sufrí en mi juicio.
—¿Qué hay que sea tan importante
en esas películas? —preguntó la chica.
—En la vida es mejor desconocer
ciertas cosas. Thomas Kerr era tu
abuelo, te quiso y te cuidó, lo demás no
tiene importancia. El pasado no debe
desenterrarse —sentenció Beger,
intentando parecer paternal.
—Me temo que es demasiado tarde
para eso —dijo ella.
—Yo realicé dos misiones con tu
abuelo, la de Crimea y la otra. No fue un
trabajo agradable, pero únicamente
cumplíamos órdenes —dijo Beger.
—¿Cuál fue la otra misión? —
preguntó la joven, intrigada.
—Fue un error. No sabíamos nada,
simplemente nos dijeron que fuéramos a
Auschwitz para hacer unas mediciones a
unos prisioneros.
—¿Unas mediciones?
—Teníamos que examinar a poco
más de un centenar de prisioneros, pero
luego nos enteramos de para qué nos lo
habían ordenado. Fue una broma de mal
gusto —dijo Beger frunciendo el ceño.
—No entiendo…
—Los querían para sacarles los
huesos. Pero eso lo supimos en
Estrasburgo, por eso me juzgaron —dijo
Bruno, angustiado.
—¿Los huesos?
—Sí, Himmler quería los huesos de
esos pobres diablos —dijo él.
—Pero ¿por qué sacarlo a relucir
tantos años después? —preguntó Ruth.
—Me imagino que es por…
Una mujer entró en la sala y les
apuntó con una pistola.
—Pero… —intentó decir el anciano.
—Será mejor que deje la historia
para otro momento. La señorita Kerr y
yo nos tenemos que ir —dijo la mujer.
—Usted es María, la mujer que nos
recogió en la carretera y nos libró de
aquel tipo —dijo Ruth, sorprendida.
—Ahora tiene que venir conmigo —
dijo ella.
—¿Adónde? —preguntó la chica.
—Será mejor que no haga preguntas.
Las dos mujeres salieron de la
habitación, después la intrusa regresó.
—Se me olvidaba. Un tipo como
usted debería llevar años muerto, pero
no se preocupe, yo subsanaré ese error.
La hermana María disparó al
anciano con un silenciador. Después se
marchó con Ruth por la puerta de atrás.
Si debía llevárselos a Roma a los tres,
esa era la manera más sencilla.
80

Münchenstein, 28 de
diciembre de 2014

—¿No está tardando demasiado? —


preguntó el italiano.
Allan miró su reloj. Ruth llevaba
más de tres horas con Beger, era
demasiado tiempo. Se puso el abrigo y
comenzó a caminar por la nieve. Su
amigo lo siguió torpemente. Cuando
llegaron frente a la puerta, un leve
empujón bastó para abrirla. La casa
estaba a oscuras. Encendieron la luz y al
pasar por la cocina vieron a una mujer
con el pelo blanco sentada en una silla.
—Señora —tanteó Allan posando su
mano en el hombro de la mujer. Esta se
desplomó sin más. El profesor levantó
el cuerpo y lo recostó sobre la mesa.
Tenía un tiro en la nuca, pero el pelo y la
sangre estaban secos.
—¡Dios mío! —gritó el sacerdote.
Cuando entraron en el estudio, el
cuerpo de Beger estaba en el suelo,
bocabajo. Allan le tomó el pulso; estaba
muerto.
—¿Dónde está Ruth? —preguntó el
italiano.
Allan señaló hacia la mesa del
escritorio. Al lado de un libro había una
nota:

Si quieren recuperar a la chica,


traigan todo el material a Roma
mañana. Les daremos nuevas
instrucciones más adelante.

Los dos hombres se miraron,


perplejos. Ruth había sido secuestrada.
Tenían veinticuatro horas para ir a Roma
y descubrir la verdad.
—Mierda —dijo el sacerdote—. La
tienen ellos.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó
Allan, enfadado.
—La Santa Alianza, los servicios
secretos del vaticano —dijo Rabelais,
temblando.
81

Roma, 28 de diciembre de
2014

En el subsuelo de la Ciudad del


Vaticano, decenas de túneles se
extendían como una telaraña que
rodeaba la ciudad. Esas madrigueras
habían servido durante años para
permitir la entrada y salida de la Santa
Sede evitando los controles de los
enemigos del papa. Muy pocos conocían
su existencia y aún menos sabían
orientarse a través de ellos.
En mitad de ese laberinto, justo
debajo de la Capilla Sixtina, se
encontraba uno de los centros de
investigación y espionaje más
importantes del mundo. La Santa Alianza
disponía de todo tipo de laboratorios,
salas de adiestramiento e instalaciones
secretas.
Aquella noche, cuatro de los
miembros del servicio secreto estaban
reunidos de urgencia. El cardenal Rossi,
el cardenal Holmes, el obispo Faletti y
el arzobispo Blázquez.
—Estamos ante la crisis más grave
desde el atentado a Juan Pablo II —dijo
el arzobispo Blázquez intentando romper
el hielo.
—Lo importante es que la hermana
María tiene a la muchacha, y eso atraerá
a los dos profesores. No creo que se
atrevan a hacer públicos sus
descubrimientos mientras ella esté en
nuestro poder —dijo Rossi.
—Puede que intenten algo justo
ahora. Europa está a punto de elegir a su
primer presidente, el papa ha apoyado
públicamente a uno de los candidatos…
Si el asunto trasciende a la opinión
pública, Giorgio Rabelais conseguirá
matar dos pájaros de un tiro —dijo el
cardenal Holmes.
—No creo que Haddon lo permita.
El inglés no es un idealista, no
consentirá que la chica sufra ningún tipo
de daño —comentó el obispo Faletti.
—¿A qué hora llega el avión con el
equipo de la hermana María y la
prisionera? —preguntó el arzobispo
Blázquez.
—Debe de estar a punto de aterrizar.
La transportarán en coche y la pondrán a
buen recaudo —dijo el cardenal Rossi.
—¿Los Hijos de la Luz intentarán
algún golpe de efecto? —preguntó
Blázquez.
—No creemos que se atrevan a
tanto. Por ahora se limitan a acumular
información —dijo Holmes.
—Esperemos que no comience una
nueva guerra entre facciones, sería lo
peor que podría pasarle a la Iglesia en
estos momentos tan delicados —dijo
Blázquez.
—Estamos preparados para
enfrentarnos a cualquier tipo de cisma,
hemos aprendido a lo largo de la
historia que las disidencias hay que
eliminarlas de raíz, no cometeremos el
mismo error otra vez —zanjó el
cardenal Rossi.
82

Basilea, 28 de diciembre de
2014

Allan y su amigo cogieron el equipaje


del hotel y partieron hacia Roma sin
demora. Al principio pensaron en tomar
un avión, pero a aquellas horas sería
difícil encontrar un vuelo. Preferían
estar en movimiento, viajar toda la
noche y llegar a media tarde a su
destino. Se turnaron al volante durante
horas. Las carreteras heladas de Suiza y
el norte de Italia no eran muy
recomendables cuando oscurecía, pero
eran su única oportunidad de llegar
cuanto antes a Roma.
Giorgio miró a Allan, que observaba
por la ventanilla la oscuridad, y se sintió
incómodo. Se frotó los ojos sin soltar el
volante y carraspeó.
—Allan, ¿te encuentras bien?
—Espero que no le suceda nada a
Ruth. Si alguien no merece acabar
muerto, es ella —dijo Allan con un nudo
en la garganta.
—Confiemos que no le hagan nada
malo.
—Esa gente ha matado a Moisés
Peres, al propio Bruno Beger y ahora
tienen a Ruth. ¿Qué les impide matarla a
ella y después acabar con nosotros?
—Ellos cumplen órdenes, no pueden
matar a quien se les antoje —dijo el
sacerdote.
—No sé lo que hay en esa filmación,
pero están dispuestos a llegar hasta el
final para recuperarla —dijo Allan,
señalando la bolsa del asiento de atrás.
—Es una de las primeras cosas que
tenemos que hacer al llegar a Roma, ver
el rollo que nos queda. Si sabemos lo
que tanto les preocupa, podremos
enfrentarnos a ellos.
—Eso si logramos descifrar todo
este galimatías. En el diario y las cintas
únicamente se habla de la Ahnenerbe, no
sé por qué el Vaticano está tan
interesado en que las películas no salgan
a la luz.
—Todo el mundo sabe los acuerdos
que hubo entre la Alemania de Hitler y
la Santa Sede. Pío XII firmó un
concordato con Hitler y miró para otro
lado mientras los nazis exterminaban a
los judíos —dijo el italiano.
—Pero esa no parece ser la causa de
todo este repentino interés por las
películas. Thomas Kerr tenía alguna
oscura intención, estoy convencido. No
parece el típico nazi arrepentido que
intenta lavar su conciencia justo antes de
morir.
—¿Has terminado de leer el diario?
—preguntó su amigo.
—No.
—Pues será mejor que leas un poco
más. Necesitamos saber todo lo que
podamos antes de encontrarnos con los
servicios secretos vaticanos —apuntó el
sacerdote.
Allan tomó el diario de la bolsa y
comenzó a leer en voz alta.
El tiempo se acababa. Por alguna
misteriosa razón, el destino los había
elegido a ellos para luchar contra todo
aquello. Aunque dudaba de que pudieran
vencer a la organización secreta más
antigua del mundo, lo intentaría con
todas sus fuerzas.
Tercera parte

El coleccionista de huesos
83

Auschwitz, 26 julio de 1943

Después de una semana en el campo de


concentración, todos estábamos
agotados y nerviosos. Aunque
intentáramos engañarnos a nosotros
mismos, aquel ambiente terminaba por
secarte el alma. Beger y yo habíamos
vivido en Crimea la eliminación de
miles de personas, pero dentro de lo
terrible de la experiencia aquello había
sido rápido, casi indoloro. Ver a todos
aquellos pobres diablos agonizar poco a
poco era mucho peor.
El bloque 10 estaba alejado del
resto, pero cada mañana teníamos que
atravesar todo el campo hasta llegar a
nuestra zona de trabajo. El olor a muerte
era tan intenso que lo impregnaba todo.
Cuando regresábamos por la tarde al
pequeño hotel del pueblo, no importaba
las veces que nos ducháramos o
laváramos la ropa, el olor era
permanente.
Aquella semana las cosas se habían
complicado. Beger estaba muy alterado,
toda su bravuconería era una simple
fachada. En Crimea lo había visto
derrumbarse varias veces, su estómago
no era como el mío y no llevaba muy
bien las torturas y agonías de los
prisioneros. Sus roces con
Fleischhacker y la presión de toda
aquella miseria y sufrimiento están
acabando con él.
Aquel 15 de junio llegamos
temprano. Beger está obsesionado con
terminar cuanto antes. Decía que le
había prometido a su mujer que pasaría
unos días de descanso con los niños.
Todos comenzábamos a sospechar que
aquel sería el último año en el que en
Alemania reinaría algún tipo de
normalidad. Beger y yo caminábamos
juntos. Parecía contento, para lo que
había sido su estado de ánimo habitual
en los últimos días. Entonces vimos
como unos SS arrastraban a dos docenas
de prisioneros muertos por el campo.
Beger perdió el control y se acercó al
cabo.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó,
enfurecido.
El cabo se quedó parado. No supo
qué responder.
—Este no es trabajo para las SS,
que lo hagan los ucranianos, los bosnios,
pero no soldados alemanes. No
podemos manchar nuestras manos con
sangre judía —gritó mi compañero.
Me acerqué hasta él e intenté
tranquilizarlo.
—Bruno, déjalos que hagan su
trabajo.
—Esta gente no sabe lo que está
haciendo. No podemos contaminarnos,
nuestra raza no puede rebajarse tanto.
Cuando Beger se tranquilizó, nos
dirigimos al laboratorio. Su cara estaba
roja. Con la mirada perdida, entró en el
barracón y se puso la bata blanca.
Trabajó varias horas con total
tranquilidad, como si nada hubiera
sucedido. Entonces Fleischhacker le
comentó algo y Beger volvió a estallar.
—No puedo trabajar en estas
condiciones. Presentaré mis quejas
directamente a Himmler. Soy un oficial
de alto rango, un buen amigo de
Himmler, medir cabezas lo puede hacer
cualquier estudiante —dijo, enfadado.
—Señor, ya queda muy poco —dijo
Fleischhacker.
—Por eso mismo. Termina tú el
trabajo, yo regreso a Múnich.
Beger se quitó la bata y la colgó en
su sitio. Yo me interpuse entre él y la
puerta.
—Piensa bien lo que haces. Sabes
que ahora las cosas no son como antes,
puedes terminar en primera línea del
frente.
—¿Crees que tengo miedo a morir?
—me dijo con los ojos desorbitados.
No supe qué responderle.
—No me importa caer en el frente,
pero no quiero que un maldito judío me
pegue cualquier enfermedad y morir
como un perro. Hay gente que puede
hacer ese trabajo en nuestro lugar.
Nosotros somos científicos.
Esa fue mi última conversación con
él en semanas. Me marché el día 17 de
junio. Las condiciones empeoraron, el
tifus hacía estragos entre los
prisioneros. Viajé en coche con Klaus
Blumer, el joven oficial de las SS. El
muchacho era un verdadero sádico. No
es que yo esté en contra de aplicar la
mano dura con los prisioneros, pero
disfrutar de ello es otra cosa.
Los prisioneros elegidos cogerían un
tren con rumbo a Natzweiler, ese sería
su último destino. Mientras, les
facilitaron uniformes nuevos y pasaron
unas semanas muy confortables. Yo no
estuve en Natzweiler, pero Blumer me
contó la suerte de los prisioneros
seleccionados.
Al parecer, el campo de Natzweiler
se encontraba en una ladera boscosa, en
los Vosgos, a unos cincuenta kilómetros
de Estrasburgo. Aquella zona, un antiguo
paraíso para esquiadores y
excursionistas, era ahora un verdadero
infierno en la tierra. Al principio las SS
se interesaron por la zona debido al
granito rojo que poseía en gran cantidad.
Himmler había creado una empresa para
explotar aquel material y los prisioneros
judíos eran la mano de obra perfecta
para rentabilizar la explotación.
Natzweiler se convirtió en uno de
los campos de trabajo más duros del
Reich. Los prisioneros tenían que mover
aquellas inmensas rocas con las manos
desnudas. Además de los duros trabajos
físicos, en el campo había un anatomista
de la Ahnenerbe, August Hirt, que
investigaba los efectos del gas mostaza
en los prisioneros.
El joven oficial de las SS tenía
admiración por Hirt, lo consideraba una
especie de santo de la ciencia.
—El bueno de Hirt —me comentó en
una cervecería unas semanas más tarde
—. Si lo vieras trabajar de día y de
noche, un verdadero científico.
—¿En qué consisten sus
experimentos? —le pregunté mientras
apuraba mi jarra en una animosa
cervecería de Múnich. La ciudad estaba
patas arriba, pero todavía había cerveza
y los bombardeos masivos no habían
afectado mucho a sus edificios y su
ritmo de vida.
—Hirt tiene un buen número de
conejillos de indias humanos. Himmler
le permite quedarse con todos los que
necesita. Cada día coge diez o doce
prisioneros, les administra unas gotas de
gas en forma líquida en el brazo u obliga
a las víctimas a inhalarlo o tragarlo. Uno
de cada tres prisioneros muere al
instante, con terribles heridas en la piel
y los órganos internos machacados. La
mayoría de los conejillos se quedan
ciegos y Hirt los manda a algún campo
para que los eliminen, en eso es muy
escrupuloso, prefiere que sean otros los
que los maten —dijo Klaus Blumer.
—Espero que traten bien a nuestros
prisioneros. Necesitamos que nos los
envíen intactos —le dije al joven.
—No te preocupes, creo que los
nuestros van a estrenar su recién
instalada cámara de gas —bromeó el
oficial. Brindamos, y aquella noche nos
corrimos la última gran juerga que
recuerdo. Unos días más tarde nos
pidieron que acudiéramos a Natzweiler
para supervisar el trabajo.
84

Natzweiler, 2 de agosto de
1943

Observé cómo el tren con prisioneros de


Auschwitz se detenía frente a la pequeña
estación. Hacía mucho calor, me sudaba
la cabeza debajo de la gorra y tenía el
uniforme pegado. A mi lado, Klaus
Blumer sonreía al ver a los prisioneros
descender de los vagones. Después de
cuatro días de viaje casi sin comida ni
bebida, muchos de los prisioneros se
derrumbaban en cuanto intentaban
descender de los vagones. August Hirt
esperaba sentado en un banco. Su
aspecto me pereció siniestro. Acababa
de regresar de unas cortas vacaciones
para recuperarse de una dolencia
estomacal. Su color pálido, su mirada
fría y el pequeño bigote le daban una
pinta desagradable. A su lado estaban el
doctor Heinrich Rübel, al que yo
conocía del Caúcaso, y Fleischhacker,
que nos había ayudado en Auschwitz.
Bruno Beger estaba de vacaciones con
su esposa, pero iba a reunirse con
nosotros en breve. Después de comer,
los prisioneros ya estaban listos. Tras
pasar más de cinco horas
examinándolos, nos fuimos todos a
tomar una cerveza bien fría. Es
gratificante refrescarse después de un
duro día de trabajo.
Me costó dormir. El calor era
asfixiante. Espero que al menos
podamos irnos pronto de aquí. Esto no
es Auschwitz, pero tengo ganas de
regresar a casa con Anna. Esta noche le
he escrito un poema de amor. Espero
que el correo del Reich todavía sea
efectivo y le llegue cuanto antes.
85

Alpes Suizos, 29 de
diciembre de 2014

—Me he quedado dormido, ¿por dónde


vamos? —le preguntó a su amigo.
—Hemos pasado Lugano hace un
rato.
—¿Estamos en Italia? —preguntó
Allan incorporándose en el asiento.
—No, hasta Como no habremos
salido de Suiza —dijo Rabelais.
—¿Cómo lo has hecho?
Sonrió. Estaba acostumbrado a
conducir en condiciones adversas y
apurar la velocidad en carreteras de
montaña.
—He corrido un poco, pero en unas
dos horas estaremos en Milán. Por la
tarde creo que habremos llegado a Roma
—dijo Rabelais.
—¿No tienes hambre? —preguntó el
inglés. Después se miró en el espejo del
parasol y observó su barba de dos días y
sus ojeras.
—En la última gasolinera en la que
paré compré unos bollitos. Están detrás
—dijo el sacerdote señalando con la
cabeza.
—Gracias.
Allan masticó en silencio y, antes de
terminar el tercer dulce, dijo:
—Ayer nos quedamos leyendo la
parte en la que llegan los prisioneros a
Natzweiler.
—Sí.
—¿Quieres que te sustituya? —
preguntó Allan.
—Déjame un poco más. Lee el
diario. Quiero que lo acabemos antes de
llegar a Roma —comentó.
Allan cogió el cuaderno de Thomas
Kerr y, antes de leer, se paró por unos
momentos y miró a su amigo.
—Al parecer, llevaron a los
prisioneros a Alsacia, seguramente iban
a realizar más experimentos con los
cuerpos. El caso es grave, pero
prácticamente todos los implicados
deben de estar muertos. ¿Por qué sacar
todo este material ahora? —preguntó
Allan.
—Puede que tenga alguna
relevancia, o simplemente Thomas Kerr
se protegió hasta su muerte e hizo un
último acto de redención sacando a la
luz todo lo que sabía.
—Thomas Kerr no se comportó
como un hombre arrepentido. No lo
mandó a la ONU o al Tribunal Europeo
de Derechos Humanos, te lo mandó a ti
—dijo Allan.
—Buscó en la guía de antropólogos
revoltosos del planeta y yo aparecía el
primero de la lista —bromeó su amigo.
—Un antropólogo del Vaticano que
defiende a las tribus del Amazonas. No
encuentro la conexión.
—Seguramente no la haya —dijo,
encogiéndose de hombros.
—No parece que Kerr dejara nada
al azar. Tiene que haber una explicación
—dijo Allan, meditabundo.
—¿Por qué no lees un poco más? A
lo mejor salimos de dudas cuando
terminemos el diario.
—Está bien —refunfuñó Allan.
Las montañas nevadas dejaron paso
a las praderas verdes y estas a las
industriales, en las afueras de Milán. El
clima comenzó a suavizarse, pero la
inquietud rondaba las cabezas de los dos
antropólogos. La Santa Alianza era
capaz de eliminarlos a los tres sin
muchos miramientos. La única arma que
podían utilizar contra sus enemigos era
su propia astucia. Tenían que descubrir,
antes de entregar el diario y los rollos,
qué escondía aquel misterio y por qué
tanta gente estaba dispuesta a matar y
morir por él.
86

Natzweiler, 7 de agosto de
1943

—Los prisioneros ya tienen una función


y no permitiré que interfiera —dijo
Beger, molesto.
—¿Qué? —refunfuñó Hirt. No
estaba acostumbrado a que le llevaran la
contraria.
Miré a los dos y pensé en la patética
estampa que representaban. Alemania
comenzaba a hundirse por el exceso de
burocracia. Los servidores del Estado
se convertían en sus señores y nada
funcionaba correctamente.
—Quiero investigar la fertilidad de
los prisioneros, sabe que estoy
comisionado por Himmler para
investigar técnicas de esterilización —
dijo Hirt.
—Tiene centenares de prisioneros,
deje los míos en paz —quiso zanjar
Beger.
—Necesitamos crear nuevos
sistemas de esterilización —dijo Hirt.
—Usted no utiliza sistemas
científicos, lo que hace es desperdiciar
presos sanos que podrían ayudar en la
economía del Reich —dijo Beger,
enfurecido.
Todos conocíamos los métodos de
Hirt. Inyectaba sustancias caústicas en el
útero de las mujeres, exponía el pene de
los hombres a la radiación de rayos X.
Muchos de los prisioneros morían poco
después debido a las quemaduras de las
radiaciones. Para extraer el esperma, los
ayudantes frotaban la glándula prostática
con palos de madera insertados a través
del ano. Después los prisioneros eran
sometidos a orquiectomías para
extraerles los testículos.
—Doctor Hirt, no podemos
facilitarle los prisioneros —dije con la
intención de mediar en la discusión.
—Cada vez es más difícil encontrar
a varones sanos. La mayoría de los
sujetos que me mandan son viejos o
están muy deteriorados —dijo Hirt.
—Tenemos órdenes de conservar en
buen estado a los prisioneros —dije.
—No se preocupen, lo que les voy a
hacer no va a afectar a sus
investigaciones. Simplemente quiero
inyectar tripaflavina en los testículos de
los hombres —dijo Hirt.
—Está bien, pero las mujeres tienen
que ser eliminadas de inmediato, por lo
menos no perderemos más tiempo —
claudicó Beger.
Unos días más tarde las mujeres
fueron entregadas a Josef Kramer, el
comandante del campo. Era uno de los
veteranos. Yo evitaba hablar con él.
Individuos como Kramer son necesarios
en un sistema como el nuestro, pero no
me gusta que la gente disfrute con ese
tipo de trabajo. Sus ojos hundidos, con
las facciones endurecidas por la
brutalidad, le daban una expresión de
orangután.
Por desgracia, fui testigo de la
muerte de varias de las mujeres del
grupo. Kramer las introdujo en una
furgoneta y las llevó hasta la cámara de
gas recién inaugurada en el campo. Los
SS las golpearon para que se dieran más
prisa y las empujaron hasta el vestuario,
después las desnudaron y las metieron
en la cámara. Aquella fue la única vez
que miré lo que sucedía en una cámara
de gas mientras funcionaba. Las mujeres
gritaban y se retorcían como si se
estuvieran abrasando en un fuego
invisible.
No estuve presente en la segunda
sesión de eliminación. Nuestro trabajo
había acabado en el campo y los
soldados tenían órdenes de cargar todos
los cadáveres y enviarlos al instituto
anatómico forense de Estrasburgo.
87

Florencia, 29 de diciembre
de 2014

Aproximó su coche hasta el otro


vehículo. Necesitaba saber que después
de tantas horas seguía detrás de sus
objetivos. El Ruso se pasó la mano por
los ojos e intentó no quedarse dormido.
Llevaba más de quince horas al volante
y los ojos comenzaban a cerrársele.
Afortunadamente había encontrado de
nuevo la pista de sus objetivos. No
había podido evitar que se llevaran a la
chica, pero, al fin y al cabo, los objetos
que andaban buscando los seguían
teniendo ellos.
Simplemente tenía que actuar antes
de que ellos efectuaran la entrega.
Después podría eliminar a los testigos y
el trabajo estaría terminado.
Observó la ciudad a lo lejos.
Comenzaba a oscurecer y los edificios
iluminados desprendían una belleza que
no lo dejaba indiferente. Miró al coche
que tenía delante, podría asaltarlos en la
próxima parada que hicieran, pero tenía
órdenes de esperar y eso era
exactamente lo que iba a hacer.
88

Roma, 29 de diciembre de
2014

El coche entró en la ciudad y Allan


condujo hasta la puerta del bloque en el
que Giorgio Rabelais tenía su
apartamento. El antiguo edificio barroco
se encontraba perfectamente
conservado. Hacía décadas que el viejo
palacio se había convertido en la
residencia de algunos altos funcionarios
del Vaticano, y su amigo llevaba veinte
años viviendo allí. Su piso era un
dúplex, en el que toda la planta superior
era una inmensa biblioteca de la que el
estudioso se sentía especialmente
orgulloso. En la planta baja había un
salón muy grande que el italiano
utilizaba como estudio, un cuarto de
baño de mármol y una magnífica cocina
de carbón.
—¿Crees que será seguro que
entremos ahí? —preguntó Allan
señalando la fachada de la casa.
—No tenemos mucho que perder. La
Santa Alianza sabe que acudiremos a
ellos para llevarles los rollos y el
diario. ¿Para qué iban a vigilarnos?
—¿Y el otro hombre que nos
perseguía? —preguntó Allan.
—Llevamos días sin verlo, no creo
que aparezca en las pocas horas que
vamos a estar en mi casa. Además,
imagino que llamarán aquí para ponerse
en contacto con nosotros, no tienen otro
modo de hacerlo —dijo el sacerdote.
Subieron la escalera amplia del
palacio y, al llegar a la tercera planta, su
amigo se detuvo frente a una puerta alta
de color blanco. Encendió la luz
después de abrir y dejó las cosas en la
entrada.
—Cuánto he echado de menos mi
casa —dijo, levantando los brazos.
—Tenemos mucho que hacer.
Apenas quedan unas páginas del diario,
esa gente puede ponerse en contacto con
nosotros en cualquier momento.
Allan sacó el diario y comenzó a
leer de nuevo. El tiempo corría en su
contra, si no averiguaban qué era lo que
preocupaba tanto a la Santa Alianza,
estaban pedidos.
89

Estrasburgo, 14 de agosto de
1943

El cargamento de cadáveres desde


Natzweiler era algo habitual en el
instituto anatómico forense de
Estrasburgo. Todos sabíamos que Hirt
vendía cuerpos de prisioneros para los
estudios anatómicos de los médicos de
la ciudad. La llegada de un buen número
de cadáveres no extrañó a nadie.
Aquel grupo de cincuenta mujeres, a
las que más tarde se añadirían los
cuerpos de los hombres, tenía una
particularidad que no se le pasó por alto
al encargado del depósito.
—Qué bellas son —dijo Henry
Gaumont.
Miré los cuerpos tendidos sobre las
camas metálicas y por un momento
pensé en esa gente como personas.
Aquellas mujeres eran realmente
hermosas. A pesar de su sufrimiento, del
maltrato y de su muerte espantosa, sus
rostros resplandecían bajo la luz
blanquecina de la sala.
—A veces hay que exterminar la
belleza para crear una más perdurable
—le dije al encargado mientras fumaba
un cigarrillo.
El hombre me miró, sorprendido. No
parecía entender lo que quería transmitir
con aquella frase fría.
—No son más que judías —añadí
con la esperanza de que aquel mentecato
comprendiera que se trataba de
subhumanos sin importancia.
—¿Eso cree? —preguntó aquel
maldito francés. Lo miré de arriba
abajo, su arrogancia podía costarle cara,
pero no estaba de humor para
denunciarlo a la Gestapo.
Unos días más tarde llegaron los
hombres. Bong ordenó que se
diseccionara un testículo de cada
prisionero y se le enviaran al doctor
Hirt para su examen.
90

Roma, 29 de diciembre de
2014

Rabelais alzó los ojos y contempló la


cara estupefacta de Allan. Si aquello era
todo, no habían sacado nada en claro.
—¿Unos prisioneros muertos en un
campo de concentración como otros
miles y miles que fueron gaseados,
fusilados y esclavizados? —dijo,
sorprendido.
—Tiene que haber algo más —
observó Allan, decepcionado.
—Veamos la última película y
salgamos de dudas.
El italiano utilizó su propio
proyector, apagó las luces y las
imágenes en blanco y negro comenzaron
a llenar la pantalla. En la primera parte
de la película se veían algunas escenas
en Auschwitz, en ellas aparecían Beger,
Kerr y otros de los miembros del equipo
de la Ahnenerbe. La segunda parte de la
película se desarrollaba en el campo de
concentración de Natzweiler, las
escenas no se diferenciaban mucho.
Algunas mostraban el instituto
anatómico forense de Estrasburgo.
—No parece que nos aclare mucho
—dijo Allan, impaciente.
La película continuó. Los
antropólogos mostraban varios
esqueletos ante las cámaras y se
sonreían los unos a los otros.
—Al parecer lo que querían era
extraerles el esqueleto. Algo macabro,
pero no la mayor barbaridad de la
Alemania de Hitler —dijo el italiano.
—Estamos en un callejón sin salida
—dijo Allan, desesperado.
—Ese viejo loco de Kerr se ha reído
de nosotros —añadió el sacerdote
apagando el proyector y encendiendo las
luces.
—Tiene que haber una explicación
—insistió Allan.
En ese momento se escuchó ruido en
el descansillo. Los dos hombres se
callaron de repente e intentaron agudizar
el oído. Los pasos se detuvieron frente a
la puerta. Rabelais quitó el rollo del
proyector y lo guardó en su lata.
Después se guardó el diario.
—¿Hay otra salida? —preguntó
Allan en un susurro.
—La única forma de escapar es por
el tejado —dijo el italiano.
Los dos hombres comenzaron a subir
por la escalera, los escalones de madera
crujían a cada paso. Escucharon un
fuerte estruendo y pasos en la planta de
abajo. Rabelais abrió la ventana y los
dos salieron al cielo raso de Roma. Las
luces del Vaticano brillaban justo
enfrente.
—Venga —apremió el sacerdote,
que con paso seguro corría por el borde
del tejado—. Saltaremos al otro edificio
y escaparemos por allí.
Allan lo siguió y, justo cuando
saltaron el pequeño desnivel entre los
tejados de los edificios, varios disparos
silbaron sobre sus cabezas.
—¡Mierda! —gritó el italiano
cayendo torpemente en las tejas.
—¿Estás bien?
—Me han dado. Escapa tú —dijo,
taponando la herida con la mano.
—No puedo irme, ¿qué te sucederá?
—dijo Allan con la voz entrecortada por
la fatiga y el temor.
—Allan Haddon, hemos salido de
algunas peores. Esos cerdos quieren las
filmaciones, llévatelas y descubre qué
es lo que les preocupa tanto.
Allan corrió por el tejado. Abrió la
puerta de la azotea y bajó las escaleras a
toda velocidad. Un par de veces estuvo
a punto de caer rodando, pero en el
último segundo recuperó el equilibrio.
Cuando llegó a la calle, no supo qué
dirección tomar. No conocía a nadie más
en Roma y se le pasó una idea
descabellada por la cabeza, pero no
tenía mucho que perder.
91

Bruselas, 29 de diciembre de
2014

Quedaban cuatro días para las


elecciones. Alexandre leyó los últimos
sondeos que lo daban como vencedor
absoluto. Si los pronósticos se
cumplían, tendría poder suficiente para
gobernar casi sin oposición durante los
próximos cuatro años. Había muchas
cosas que cambiar en Europa, la política
blanda de los últimos cuarenta años
había debilitado al continente. Desde la
Segunda Guerra Mundial, la
dependencia de los Estados Unidos y la
amenaza constante de la Unión Soviética
habían mantenido a Europa de rodillas
frente a su aliado atlántico. El
presupuesto armamentístico era ridículo;
mientras, Rusia y China comenzaban a
rearmarse hasta los dientes. Los
burócratas europeos no habían valorado
la necesidad de una industria
armamentística fuerte. Él pretendía
remediar ese error antes de concluir su
primer mandato y poner en marcha las
primeras leyes de ciudadanía europea.
El camino no iba a ser fácil, pero era el
único que podía poner a Europa en el
lugar que le correspondía.
Uno de sus colaboradores entró en el
salón y lo sacó de sus pensamientos.
—Señor, tiene un mensaje —dijo,
extendiendo una bandeja con una nota.
Aquella forma primitiva de comunicarse
era la única fiable. Se podía acceder a
todo tipo de información en soporte
digital, por eso los colaboradores de
Alexandre usaban papel que luego se
destruía.
—Gracias —dijo mientras tomaba la
nota y comenzaba a leerla.
Al parecer Rabelais había sido
capturado, pero no tenía nada en su
poder. El profesor Allan Haddon había
escapado. Las noticias no podían ser
peores. Quedaban unos días para que
Europa estuviera en sus manos y aquel
contratiempo se había convertido en una
verdadera molestia. Tendría que
presentarse en persona en Roma e
intentar poner las cosas en su sitio,
pensaba mientras quemaba la nota y la
arrojaba a un cenicero.
92

Roma, 29 de diciembre de
2014

Allan caminó por las calles cercanas a


la plaza de San Pedro. Se detuvo frente
a una iglesia. Estaba seguro de que ese
era el sitio. Pero tenía que prepararse
primero. Tuvo que caminar un par de
manzanas antes de ver una ferretería.
Cuando la encontró, entró y se hizo con
varias herramientas y una pequeña
mochila donde guardó los rollos y el
diario.
Cuando regresó a la entrada de la
iglesia, apenas se veían transeúntes, la
noche era inusitadamente fría para el
clima templado de la ciudad. Miró a un
lado y al otro y con una palanca movió
la pesada tapa de la alcantarilla. Esta
chirrió en medio del silencio de la
noche. Allan encendió la linterna y se
internó en mitad de la oscuridad. Tenía
que recorrer ese laberinto él solo,
esperaba poder recordar cada detalle,
aunque habían pasado varios años.
Cerró la tapa y descendió por la
escalerilla hasta que su pie tocó suelo.
Rabelais y él habían recorrido los
túneles que unían Roma por el subsuelo
unos años antes. En una ciudad como
aquella, hasta las alcantarillas eran un
resto arqueológico importante. Sabía
que los accesos hasta el Vaticano
estaban cortados, más de un terrorista
había intentando acceder por allí hasta
el papa, pero su amigo conocía el más
inexplorado de todos. Un pasadizo que
corría por debajo de las alcantarillas y
que en otra época había sido utilizado
para escapar por la iglesia que tenía
justo encima de él.
Orientó la linterna y comenzó a
caminar sin prisa. Entrar en el Vaticano
era una misión casi imposible, poseía el
sistema de seguridad más sofisticado del
mundo, pero Rabelais le había enseñado
un par de trucos para burlar las cámaras
de seguridad y los detectores de
movimiento. Lo que todavía no había
planeado era lo que le diría al santo
padre cuando se presentara en sus
habitaciones en mitad de la noche.
Ciudad del Vaticano.
93

Roma, 29 de diciembre de
2014

El papa no cenó mucho aquella noche.


La Santa Alianza lo había informado de
la captura de Ruth Kerr y su conciencia
se encontraba agitada, golpeada por el
peso de la culpa. Miró el reloj de la
habitación, se puso de rodillas y
comenzó a rezar. Los médicos le habían
aconsejado que no se pusiera de
rodillas, pero cómo iba a orar tumbado
frente a Dios. La única posición
adecuada delante del Creador del
Universo era postrarse ante Él.
—Perdóname, Señor, perdona mis
culpas, ayúdame, Señor… —dijo el
santo padre con un nudo en la garganta.
Nunca había ambicionado ser papa.
Desde que ingresó en la Iglesia, su único
propósito había sido servir a los demás,
pero las circunstancias lo habían alzado
hasta el puesto más importante del
cristianismo.
Después de media hora se levantó,
miró por el ventanal y observó la paz
aparente de las calles de la ciudad. El
mundo andaba revuelto, como siempre.
Dos nuevas guerras en África en la zona
de los Grandes Lagos, Rusia cada vez
más exigente con la Unión Europea,
China como segunda potencia mundial…
El futuro del mundo era tan incierto
como cuando había ascendido al trono
pontificio un año antes. Luego estaba la
presidencia de los Estados Unidos de
Europa y la consecuente creación de uno
de los estados más ricos del mundo.
Alexandre von Humboldt quería poner
la sede de la presidencia en Roma y
convertir la ciudad en la capital del
imperio que quería construir. Nunca
habían funcionado bien las cosas en la
Ciudad Eterna cuando el poder político
y el terrenal se mezclaban, pero él no
podía hacer nada para impedirlo. A
cambio, Alexandre le había prometido
un trato de favor para su institución y el
apoyo para crear una Iglesia única en el
continente. Al día siguiente tenía una
reunión con los representantes de las
diferentes confesiones: anglicanos,
presbiterianos, luteranos y calvinistas
estaban dispuestos a formar esa nueva
Iglesia unida. Eso suponía el ochenta
por ciento de los cristianos de Europa,
el viejo sueño de unidad podía hacerse
por fin realidad.
Se sentó en la cama y tomó un vaso
de leche caliente antes de ir a dormir.
Después se recostó, se sentía agotado.
Estaba a punto de cumplir los noventa y
tres años, no le quedaba mucho tiempo.
94

Toledo, 29 de diciembre de
2014

—¡Ese maldito estúpido no sabe hacer


su trabajo! —gritó el arzobispo de
Toledo—. Le proporcionamos todos los
medios, conocía perfectamente los
movimientos de Rabelais y Haddon, y la
Santa Alianza se le vuelve a adelantar.
—Eminencia, el Ruso nos ha
informado de que el equipo que asaltó el
apartamento era muy numeroso. Además,
Allan Haddon ha logrado escapar —dijo
el secretario.
—¿Por qué no lo interceptó?
—Todo sucedió muy rápido, pero
cree que sabe dónde está —dijo el
secretario, nervioso.
—Entonces, ¿a qué espera para
capturarlo? —preguntó el arzobispo de
Toledo sentándose en la silla de su
despacho.
—Al parecer, bajó a las
alcantarillas de Roma.
El arzobispo lo miró sorprendido,
pensó que no había escuchado bien.
—¿Dónde dice que está?
—En las alcantarillas —repitió el
secretario.
—Y, ¿qué hace allí?
—No lo sabemos, tal vez intente
llegar al Vaticano.
—¿Por los viejos túneles? Están
condenados desde la Segunda Guerra
Mundial.
—Sí, eminencia, pero ¿por qué otra
razón iba a entrar allí?
—¿El Ruso ha bajado a las
alcantarillas? —preguntó el arzobispo
de Toledo.
—Está esperando órdenes.
—¿A qué espera? Tiene que
interceptarlo antes de que llegue al
Vaticano. Espero que no vuelva a
cometer ningún error —dijo el
arzobispo con tono amenazante.
—Rabelais ha sido capturado.
El arzobispo lo miró con
indiferencia y con un gesto de la mano le
indicó que lo dejara a solas.
—Ese viejo zorro sabe cómo cuidar
de sí mismo.
95

Roma, 29 de diciembre de
2014

Ruth escuchó un ruido al otro lado de la


pared. Alguien hablaba solo y maldecía.
Unos minutos antes, había escuchado
unos pasos y cómo chirriaba una puerta
de hierro. Desconocía cuánto tiempo
había pasado desde que la tal María la
secuestrara en casa de Bruno Beger. Sin
luz y aislada completamente, el tiempo
apenas transcurría, como si de alguna
manera aquellas cuatro paredes se
convirtieran en un agujero negro que
absorbía la realidad que la rodeaba.
Al principio había llorado de
impotencia y miedo. Era muy difícil que
Allan la encontrara en un sitio así. Se
arrepentía de haberlo metido en todo
aquel embrollo, pero Giorgio le dijo que
era el único que podía ayudarlos en el
caso de que él desapareciera. Después,
el italiano envió el paquete a Oxford
desde Roma y se dirigió a Berlín para
encontrarse con Allan. Giorgio no había
sido capaz de descubrir el secreto de las
películas y el diario, pero sospechaba
que la única manera de meter a su amigo
en aquella investigación era haciéndole
creer que estaba en peligro. Después,
irónicamente, las cosas se complicaron
y la Santa Alianza comenzó a perseguir
a Giorgio por Italia, y ahora ella estaba
encerrada entre esas cuatro paredes.
No había sido buena idea mentirle a
Allan, inventarse toda esa historia de la
niña huérfana y desvalida, pero Giorgio
pensaba que el profesor inglés sacaría
su lado más caballeresco y la ayudaría.
Al principio pensó que Allan intentaría
corroborar su identidad, pero
afortunadamente, las cosas se habían
desarrollado como deseaban.
Thomas Kerr nunca había tenido una
nieta, aquella persona detestable era
incapaz de sentir nada por nadie,
afortunadamente ella había logrado
convertirse en su secretaria personal y
recuperar aquellos documentos justo a
tiempo.
Había conocido a Giorgio Rabelais
un año antes, en una manifestación
antiglobalización y, al enterarse él de
que era estudiante de antropología, le
había propuesto aquel descabellado
plan. Era la candidata perfecta, hablaba
perfectamente el alemán y el español.
Además, conocía bien la historia de la
Ahnenerbe, pero todo aquello había
llegado demasiado lejos.
Comenzó a llorar como una niña
asustada.
Una voz la llamó desde el otro lado
de la pared.
—¿Ruth, eres tú? —preguntó.
La chica tragó saliva e intentó
ahogar las lágrimas.
—¿Giorgio?
—Siento todo lo sucedido, nunca
imaginé que fuera peligroso.
—¿Cómo vamos a salir de esta?
Permaneció callado unos momentos.
Después, intentó animar a su amiga.
—Espero que Allan encuentre el
modo. Aunque no confío mucho en su
capacidad de improvisar. Es un tipo
demasiado convencional.
Ruth intentó reprimir las lágrimas,
pero el miedo, la angustia de sentirse
atrapada entre aquellas cuatro paredes,
la hacían sentir tan vulnerable.
—No quiero morir —le dijo por fin
al italiano.
—Nadie va a morir, saldremos de
esta.
—Espero que tengas razón —dijo
Ruth, tras un profundo suspiro.
96

Roma, 29 de diciembre de
2014

Los túneles parecían todos iguales.


Hacía un rato que había perdido el
sentido de la orientación. Se imaginaba
solo en aquel laberinto, exhausto y
agonizante. Intentó borrar esa idea de su
mente y pensar en otra cosa. Orientó su
linterna y contempló la bifurcación del
túnel. Si se equivocaba en ese punto, no
daría con la salida correcta. Hizo un
esfuerzo por recordar el camino que
había tomado su amigo cuando los dos
exploraron los túneles unos años antes.
En su cerebro vio claramente el pasillo
de la derecha. Comenzó a caminar por
aquel agujero infecto que olía a agua
retenida y huevos podridos.
—¡Joder! —exclamó mientras se
tapaba la nariz con los dedos.
Pensó en lo que haría cuando
encontrara al papa. Tendría que
convencerlo de que soltara a Giorgio y a
Ruth, aunque cabía la posibilidad de que
el sumo pontífice no supiera nada de sus
amigos. No sería la primera vez que los
servicios vaticanos actuaban a espaldas
de su jefe.
Entonces lo vio. No era muy grande,
un pequeño escudo pontificio de hierro
oxidado. Lo tocó con la mano y sintió el
áspero metal en sus dedos.
—Es aquí —dijo eufórico.
Movió el escudo lentamente y una
puerta falsa se abrió con un quejido. La
empujó y entró despacio. Al otro lado
había una sala amplia y un pasillo
iluminado. Ahora se enfrentaba a un
nuevo peligro, evitar ser detectado por
las cámaras de seguridad y los sensores
de movimiento.
Al final del pasillo encontró unas
escaleras de caracol y comenzó a
ascender deprisa, no tenía mucho
tiempo, en unas pocas horas amanecería
y ya no podría hablar con el papa.

Mapa de la Ciudad del Vaticano.


97

Roma, 29 de diciembre de
2014

La celda de Rabelais se abrió y él


parpadeó ante la luz. Una figura rompió
el resplandor y se paró justo delante del
sacerdote.
—Giorgio, Giorgio, me temo que tus
planes se han venido abajo —dijo una
voz que le resultó conocida.
—¿Cardenal Rossi? —preguntó,
anonadado.
—No te sorprendas, yo estoy en el
bando correcto. Del lado de la Iglesia.
—¿Qué Iglesia, cardenal?
—La única Iglesia verdadera —
contestó, molesto, el cardenal Rossi.
El italiano se mantuvo callado,
después se puso en pie y se acercó al
cardenal.
—La Iglesia de Cristo no era tan
rica y poderosa, no utilizaba la muerte
de gente inocente para alcanzar sus
fines.
—Pretendes darme clases de moral.
¿Quién ocultó el asunto de la niña
tailandesa? —preguntó Rossi con ironía.
—No sabía que era menor, tenía
diecisiete años.
—¿Y tus votos?
—Los seres humanos somos débiles.
—Tú lo has dicho, la debilidad es la
premisa del ser humano, siempre ha sido
así. La Iglesia no puede permitirse el
lujo de ser débil. Los que piensan como
tú, creen que la Iglesia puede ser una
gran ONG que ayude a los más
desfavorecidos, pero necesitamos
controlar medios de comunicación,
poseer dinero, cerrar acuerdos con
Estados. La gente como tú prefiere mirar
para otro lado, pero son los miembros
de la Iglesia como yo los que han
conseguido que dure en pie dos mil años
—dijo el cardenal, emocionado.
—Eso no es la Iglesia, es una
institución humana para que tipos como
tú sacien su ambición —contestó
Rabelais.
—Ya está bien de cháchara. Mis
amigos te ayudarán a recodar los
detalles que necesitamos saber —dijo el
cardenal dirigiéndose hacia la puerta.
—¿Qué harán con la chica? —
preguntó, angustiado.
—Tú la metiste en esto, tendrías que
haberle explicado a lo que se exponía.
—No sabe nada, dejad que se
marche. Aunque hablara, nadie la
creería.
—Eso ya no es asunto tuyo.
¡Guardias! —gritó el cardenal.
Dos hombres vestidos con uniformes
entraron en la celda y sacaron a rastras a
Rabelais. Cuando comenzó a gritar, uno
de ellos lo golpeó en la cabeza con una
pequeña porra y quedó inconsciente al
instante. Ruth escuchó aterrorizada cómo
arrastraban el cuerpo por el pasillo y
empezó a llorar.
98

Roma, 29 de diciembre de
2014

Cuando había perdido toda esperanza de


encontrar a Allan Haddon, al fin recibió
la autorización para seguir al inglés por
el laberinto subterráneo. El Ruso se
acercó a la alcantarilla, la apartó
silenciosamente y se lanzó a la
oscuridad tras su presa. No podía
encender su linterna, así que intentó
seguir el resplandor que dejaba el
profesor sin hacer ruido. Un par de
veces, su hombre se detuvo en una
bifurcación, pero después continuó
caminando.
Tras dos horas transitando por los
túneles de las cloacas, el profesor tocó
algo en la pared y esta cedió. El Ruso se
acercó poco después, palpó la
superficie, pero no encontró ningún tipo
de palanca.
—¿Cómo lo ha hecho? —se
preguntó entre dientes. Sus dedos dieron
al fin con una placa metálica y, después
de unos segundos, la pared cedió.
La sala iluminada le mostró el
símbolo que había palpado con las
manos. Era el escudo pontificio, estaba
entrando en las entrañas de la Iglesia.
Pensó en llamar a sus jefes otra vez para
recibir instrucciones, pero no había
tiempo.
Entró en la sala y caminó despacio,
intentando escuchar las pisadas del
profesor, que de repente dejaron de
oírse. Aceleró el paso y llegó hasta una
escalinata de caracol. Sacó su pistola
con silenciador y ascendió los escalones
de dos en dos. Se estaba introduciendo
él solo en la boca del lobo, pero no le
quedaba otra opción. Si el profesor
llegaba a ver al papa, habría fracasado,
y un mercenario no podía permitirse ni
un fracaso, su reputación estaba en
juego.
99

Roma, 29 de diciembre de
2014

Se despertó al recibir la primera


sacudida. Miró a un lado y vio los
electrodos conectados a su pecho y
brazos.
—Por fin se ha despertado —dijo
uno de los hombres.
—¿Qué hacen? —preguntó Rabelais,
asustado.
Los tipos se rieron, tenían el rostro
tapado, pero sus ojos mostraban total
indiferencia hacia él.
—Las reglas son muy sencillas. Tú
hablas y nosotros te dejamos en paz; si
no contestas, las descargas serán cada
vez más fuertes. ¿Lo has entendido? —
preguntó el que manejaba la máquina.
Rabelais se quedó callado, estaba
empapado en sudor y su pecho velludo
se agitaba con fuerza.
—Hagamos una prueba —dijo el
verdugo apretando uno de los botones.
Su víctima gritó con todas sus fuerzas y
comenzó a sacudirse sobre la camilla.
Cuando la corriente paró, el cuerpo se
desplomó, pero el pecho seguía
subiendo y bajando a toda velocidad.
El otro individuo se acercó hasta la
cara del sacerdote y lo examinó por
unos instantes.
—Empecemos, ¿para quién trabajas?
Comenzó a llorar. Las lágrimas le
recorrían la cara y caían a la camilla.
—No trabajo para nadie —contestó
con la voz quebrada por el miedo y el
dolor.
—Respuesta equivocada —dijo el
hombre, y le hizo un gesto al que
manejaba la máquina. Una nueva
descarga, más violenta, sacudió el
cuerpo.
El hombre esperó unos segundos
antes de volver a preguntar:
—¿Para quién trabajas?
—Pertenezco a los Hijos de la Luz,
soy miembro de los Hijos de la Luz —
repitió, como si temiera que no lo
entendieran bien.
—¿Qué es eso de los Hijos de la
Luz?
—Una sociedad secreta que quiere
una apertura de la Iglesia y el final del
poder terrenal de la Santa Sede —dijo
atropelladamente.
—¿Por qué habéis intentado atacar a
la Iglesia?
—Nosotros somos la Iglesia.
—Me temo que no has tenido
suficiente. —El hombre levantó la mano,
pero el prisionero gritó algo.
—No, quiero decir que todos los
miembros son sacerdotes y príncipes de
la Iglesia.
—Quiero que nombres a todos los
miembros que conozcas de tu sociedad
secreta.
El sacerdote comenzó a dar
nombres. El hombre lo apuntó todo en un
cuaderno.
—¿No hay más?
—No conozco a más.
El torturador soltó el cuaderno y
acercó de nuevo el rostro al de su
víctima.
—¿Qué contenía el famoso paquete
de Thomas Kerr?
—Unas películas y un diario.
—Bien. ¿Qué decía el diario?
—Anotaciones sobre dos misiones
en las que participó Thomas Kerr, una
de ellas en Crimea y la otra en
Auschwitz. Thomas Kerr y otros
miembros de la Ahnenerbe medían a
prisioneros para su selección racial.
El hombre miró con recelo al
prisionero.
—¿Se hacían referencias en el diario
a la Iglesia?
—No, que yo sepa.
—¿¡Sí o no!? —gritó el verdugo.
—No, no se mencionaba a la Iglesia.
—¿Se mencionaban los acuerdos del
Tercer Reich y el Vaticano?
—No, no se mencionaban los
acuerdos.
—Entonces, ¿qué hay en esas
malditas películas? ¿Por qué se pusieron
en contacto con el Vaticano amenazando
con hacerlas públicas?
—Thomas Kerr le contó a su
secretaria que esas películas eran la
prueba definitiva de la corrupción moral
del Vaticano —dijo la víctima.
El verdugo se quedó mudo por unos
instantes. Estaba empezando a pensar
que aquel tipo no sabía nada. Todo había
sido un farol y habían medido mal las
consecuencias. Tenía que avisar a sus
superiores y terminar con todo aquello.
Rabelais sería enviado a un convento
perdido en Suramérica y la chica
recluida en algún centro psiquiátrico de
los que poseía la Iglesia en muchos
países del mundo.
—¿Quién tiene las películas y el
diario?
—El profesor Allan Haddon, y estoy
seguro de que si no nos sueltan las
llevará a la prensa para que se sepa toda
la verdad.
—¿Qué verdad? No tienen nada.
Usted y sus acólitos de los Hijos de la
Luz serán enviados a destinos de castigo
y la Iglesia seguirá su camino, como ha
hecho siempre.
El hombre se guardó el cuaderno en
el bolsillo de la chaqueta y ordenó al
otro verdugo que desatara al prisionero.
—Devuélvelo a la celda, rápido.
El verdugo salió de la habitación y
le entregó el informe a la hermana
María, ella debía comunicarse con el
cardenal. Aquel asunto podía darse por
zanjado, únicamente había un cabo
suelto. El profesor Haddon seguía
caminando por la calles de Roma, pero
a estas alturas debía saber que no tenía
nada que hacer y que más valía que
aclarara su situación de prófugo de la
justicia en Alemania.
100

Roma, 30 de diciembre de
2014

Media docena de relojes comenzaron a


sonar, eran las doce de la noche y las
luces se apagaron en los pasillos
iluminados de la Santa Sede. La Guardia
Suiza tenía que revisar sala por sala el
palacio y, después de la primera
guardia, conectar los sensores de
movimiento.
Allan caminó agazapado por las
sombras de los inmensos salones. Vio a
un guardia suizo que estaba fumando un
cigarrillo a escondidas y lo golpeó en la
cabeza con un candelabro. Lo arrastró
hasta un armario y se puso sus ropas.
Tomó el comunicador y se lo colocó en
la oreja. Había estado en muchas
ocasiones en el palacio del papa, pero
aquel lugar era un verdadero laberinto
hasta para los habitantes del Vaticano.
Se aproximó a la ventana y comprobó lo
que se veía desde allí. El patio del
Belvedere lo hizo situarse, debía de
estar cerca de la torre de Inocencio III,
el túnel lo había llevado hasta el propio
palacio, pero tenía que ir a la otra ala, a
la que daba a la plaza de San Pedro.
En un par de ocasiones se cruzó con
guardias suizos, pero se limitó a saludar
con un gesto y seguir su camino.
Esperaba que no hubiera vigilancia a las
puertas de las habitaciones papales.
Caminó con prisa por el suelo
ajedrezado y miró con indiferencia los
frescos que cubrían las bóvedas de
cañón y las columnas.
Cuando estuvo delante de las
habitaciones papales, el corazón le dio
un vuelco. Respiró hondo y llamó a la
puerta. No sabía lo que se encontraría al
otro lado, intentó inventar una excusa
para estar allí, en mitad de uno de los
sitios más protegidos del planeta, a las
doce de la noche, y concluyó que la
verdad era su mejor tarjeta de visita.
101

Roma, 30 de diciembre de
2014

—¿Cómo que no hay nada en las


películas y el diario? —dijo el cardenal
Rossi.
—Eso es lo que dice el informe del
interrogatorio —contestó la hermana
María.
El cardenal comenzó a moverse,
inquieto, por el despacho. Después se
giró y miró a la mujer.
—¿Hemos matado al judío, al viejo
nazi y a su hija, revuelto media Europa y
encerrado a dos personas por nada?
—Eso parece, eminencia.
—La Santa Alianza ha fallado,
debíamos haber conocido todos los
datos antes de actuar, nos hemos
precipitado.
María se acercó al cardenal e intentó
buscar una solución.
—Todos ellos eran ancianos, y la
policía pudo comprobar que Allan
Haddon estuvo en el lugar de los hechos,
él es el principal sospechoso en la
muerte de Moisés Peres.
El cardenal se sentó en uno de los
sillones. Se tocó el pelo y le preguntó a
la agente por los detalles del
interrogatorio.
—Giorgio Rabelais pertenece a la
sociedad secreta de los Hijos de la Luz.
—Esos cuatro liberales no han
representado un problema hasta ahora,
pero ha llegado la hora de que actuemos
contra ellos, esta vez han llegado
demasiado lejos.
—Rabelais ha facilitado los
nombres de algunos de los cabecillas —
dijo la hermana María entregando la
lista.
—Estupendo —dijo el cardenal—.
La chica será enviada en un vuelo
secreto a Brasil e internada en un
manicomio, la orden es mantenerla
sedada en todo momento. Giorgio
Rabelais será enviado a un monasterio
en la selva de Bolivia, no se le permitirá
salir de allí en lo que le queda de vida.
—Espero que no se atreva a pisar
nunca más Roma —dijo la monja.
—Con respecto a Allan Haddon,
creo que lo más apropiado es informar
discretamente a la policía alemana de
que se encuentra en Roma. Pueden
cursar una orden internacional y
extraditarlo en veinticuatro horas.
Alguno de nuestros agentes le pedirá a
la policía de Roma que nos dé todo lo
que lleve el profesor, por si acaso hay
algo que se nos ha pasado por alto.
—Se hará como ordena, eminencia.
—Todo correcto. Será mejor que
empecemos a actuar de inmediato —dijo
el cardenal Rossi, recostándose en el
sillón.
102

Roma, 30 de diciembre de
2014

No recibió respuesta. Esperó unos


segundos, pero nadie contestó al otro
lado. Aproximó el oído a la puerta, no
se oía nada. Se quedó pensativo.
Después giró con suavidad el pomo y
empujó la puerta. La sala estaba oscura
a pesar de que la luz de la plaza de San
Pedro se introducía tímidamente entre
los cortinajes. Aquello parecía una
antecámara, había un escritorio blanco,
una silla, algunos muebles auxiliares y
una puerta entreabierta. Se acercó hasta
ella e introdujo la cabeza.
—Santidad —dijo suavemente.
En una gran cama con dosel
descansaba el papa. No se inmutó ante
la llamada de Allan. Este se acercó a la
cama. El pontífice estaba profundamente
dormido. Su pelo blanco relucía entre
las sábanas.
—Santidad.
El hombre se movió inquieto y abrió
los ojos.
—No se alarme —dijo Allan al ver
la reacción del papa—. Únicamente he
venido para hablar con usted, hay un
asunto de suma importancia que tengo
que comentarle.
El papa se sentó en la cama y
observó a Allan como si viera a un
fantasma.
—¿Quién eres? Nunca te he visto en
el palacio.
—Disculpad que me presente así, a
estas horas y vestido de esta forma.
—Vuelve mañana por la mañana,
prometo que te recibiré gustoso.
—Me temo que este asunto es muy
grave y no puede esperar a mañana.
—Todo puede esperar a mañana, te
lo aseguro, hijo —dijo el papa, en tono
cariñoso.
—Cuando la vida de gente depende
de ello no, santidad.
El papa se movió, nervioso, en la
cama. Salió de entre las sábanas, se
colocó sus zapatillas y con un gesto le
indicó a Allan que salieran a la otra
habitación.
—Cuéntame, hijo —le pidió, una
vez instalados en sendos sillones.
Allan dudó unos momentos, no sabía
por dónde empezar. Después,
simplemente comenzó a hablar.
—Mi nombre es Allan Haddon, soy
profesor de antropología de las
religiones en Oxford…
El papa escuchó atento las
explicaciones del intruso. En algunas
partes del relato asentía y en otras
mostraba cierta sorpresa. Cuando Allan
terminó, levantó la cabeza y, con una voz
suave, dijo:
—Comprendo tu frustración y la
inquietud que desborda tu alma, pero la
Iglesia no secuestra a nadie. Giorgio
Rabelais es un miembro de esta santa
institución, y si está en el Vaticano es
por su propia voluntad, todos los
sacerdotes y monjes hacen voto de
obediencia. Con respecto a vuestra
amiga Ruth, seguramente ha sido
capturada por algún tipo de mafia.
Allan se sintió decepcionado por las
palabras del líder espiritual. Esperaba
que de alguna manera pudiera ayudarlo.
—Lo único que puedo hacer por ti
es rezar. Pediré al superior de Giorgio
Rabelais que te envíe una carta para que
puedas estar tranquilo y no le diré a
nadie que has estado aquí. Entrar en los
aposentos del papa es un delito muy
grave.
—Pero, santidad, ¿qué me dice de la
Ahnenerbe? ¿Por qué Thomas Kerr
quiso que todo esto saliera a la luz?
—No sabemos las verdaderas
intenciones de ese hombre, posiblemente
se arrepentía de su pasado.
—¿Por qué ahora?
—Hay cosas que sencillamente no
tienen explicación, hijo.
El papa se levantó de su asiento y
tiró de un cordón. No se escuchó ningún
ruido, pero en menos de un minuto
apareció uno de sus asistentes.
—Bueno, hijo, será mejor que
descanses. Si lo prefieres, puedes
quedarte esta noche aquí. Mi ayudante te
buscará un alojamiento, debes de estar
exhausto.
—No, gracias, santidad, prefiero
irme.
—Como desees, pero tienes que
dejarlo todo aquí —dijo el papa
señalando la mochila que debía contener
los documentos de los que habían estado
hablando.
—Lo lamento, pero no puedo.
—Has entrado en el Vaticano, no
sabemos qué puedes llevar en esa bolsa.
—Su ayudante puede registrarla, no
me llevo nada. No soy un ladrón.
—No me malinterpretes, hijo.
El asistente sacó una pistola
pequeña de su sotana y apuntó a Allan.
—Tenemos que ser mansos como
palomas, pero astutos como serpientes.
Deja la mochila y ve en paz.
Allan escuchó las palabras del papa
boquiabierto. Hizo amago de soltar la
bolsa, pero la puerta se abrió y un
individuo entró en la habitación. Golpeó
la cabeza del asistente y dijo:
—Allan Haddon, será mejor que nos
marchemos cuanto antes.
103

Roma, 30 de diciembre de
2014

Uno de los hombres llevó a un agotado


Giorgio Rabelais hasta su celda. El
guardia soltó el brazo de su prisionero y
se dispuso a abrir la puerta. Este miró
por unos instantes al carcelero y,
sacando fuerzas de algún sitio, lo
empujó dentro de la celda y cerró
rápidamente. Mientras el hombre
golpeaba la puerta, Rabelais se acercó
al cubículo de al lado y probó varias
llaves hasta que una abrió. Ruth estaba
al fondo, abrazada a una almohada,
sentada sobre la cama. Su rostro
reflejaba pánico y angustia al mismo
tiempo.
—Venga, Ruth, tenemos que salir de
aquí.
La mujer tardó en reaccionar unos
instantes, pero al final salió de la celda.
Ambos se dirigieron escaleras arriba;
por lo que sabía el sacerdote del
Vaticano, debían de estar en un lugar
próximo a los barracones de la Guardia
Suiza. Muy cerca de la tapia exterior de
la ciudad.
Salieron a un pasillo y desde allí a
varias salas vacías. Vieron a unos
guardias y se escondieron de inmediato.
—Si lográramos ir al palacio, desde
allí hay un túnel. Creo que será más fácil
que echar a correr delante de la Guardia
Suiza, podrían dispararnos.
Ruth ni contestó, seguía como ida,
moviéndose mecánicamente. Él la tomó
de la mano y salieron al jardín, cruzaron
una avenida y se introdujeron en el
palacio. Llegaron hasta la torre de
Inocencio III y Giorgio abrió una
trampilla de la pared. Entraron en una
especie de túnel y descendieron por una
escalera en forma de caracol. Llegaron a
un pasillo largo y corrieron por él,
después emergieron a las cloacas de la
ciudad. Corrieron en medio de la
oscuridad, Ruth tropezó dos o tres
veces, pero el sacerdote evitó que se
cayera al suelo. Después de una hora
transitando por aquel laberinto, salieron
a la superficie en un lugar próximo al río
Tíber.
104

Roma, 30 de diciembre de
2014

El Ruso levantó la pistola y apuntó a la


cabeza de Allan, este soltó la mochila y
su perseguidor se la puso a la espalda.
Después hizo un gesto con el arma para
que el papa se echara para atrás. Este
retrocedió atemorizado, se puso al lado
de la cama y levantó las manos.
—No podemos salir sin su ayuda —
dijo Allan.
—Cállate, tú me has metido en este
lío. Necesito pensar, dentro de unos
minutos todo esto se llenará de guardias.
El Ruso se acercó a la ventana e
intentó calcular la distancia que había
entre el suelo y las habitaciones del
papa.
—¿No pensará bajar por ahí?
—Hace tiempo que me enseñaron
que la mejor salida es la más rápida.
Amordázalo —dijo el Ruso, lanzándole
una cuerda y un pañuelo a Allan. Este,
dubitativo, se acercó al papa y lo ató,
después lo amordazó.
Mientras tanto, el Ruso había atado
una cuerda a una de las columnas, había
enganchado un arnés y estaba al lado de
la ventana, esperándolo.
—No me mires como un imbécil,
ven aquí.
—Pero, qué…
—Agárrate a mí con todas tus
fuerzas, si te sueltas terminarás
aplastado contra el suelo.
Se acercaron a la ventana, Allan
miró al suelo y se sintió mareado. Todo
fue muy rápido. Ambos se deslizaron
por la fachada a grandes saltos. El
antropólogo sentía el viento frío de la
noche en la cara y la sensación de estar
flotando sobre un colchón de aire.
Cuando pusieron pie en tierra, las
piernas le flaquearon. Habían volado
por la plaza de San Pedro y
aparentemente nadie se había dado
cuenta.
105

Roma, 30 de diciembre de
2014

El río Tíber corría caudaloso aquel


invierno. Había nevado copiosamente en
las montañas y los romanos llevaban
semanas soportando lluvias constantes.
Ruth observó las aguas embravecidas
con inquietud, le recordaban a su vida
en los últimos meses. Turbulenta, rápida
y desbordante. Decían que eso era
sentirse viva, que la existencia solo
tenía sentido si era una aventura, pero
añoró regresar a Barcelona, ver a sus
padres y pasar la Navidad con ellos.
Eran dos acomodados burgueses, dos
conformistas, pero también los únicos
que la acogerían con los brazos abiertos
si todo se desmoronaba.
El sacerdote caminaba a su lado. No
llevaba abrigo, su camisa se movía por
el viento frío del norte. Su cara parecía
tan inexpresiva como la de ella, pero
había temeridad en su mirada y un gesto
de odio que no había visto hasta ahora.
Observaron el Vaticano iluminado a lo
lejos, la gran cúpula brillaba en todo su
esplendor. Muchos habían ambicionado
poseer aquel pequeño Estado tan rico y
poderoso, dominar la fe de millones de
personas en todo el mundo.
—Será mejor que nos refugiemos
antes de que nos encuentren —dijo
Rabelais.
—Estamos fuera del Vaticano.
—La Santa Alianza tiene mucho
poder en Italia. Colaboran
estrechamente con la policía, nos pueden
acusar de robo o de Dios sabe qué.
—¿Sin pruebas?
—Ellos no necesitan pruebas —
sentenció, enfadado.
—¿Dónde podemos escondernos?
—Conozco un lugar —contestó él,
enigmático.
106

Roma, 30 de diciembre de
2014

—¡Alto! —gritó el guardia suizo.


Allan miró hacia atrás y vio que
media docena de hombres corría hacia
ellos.
—¿Qué hacemos? —preguntó.
—Correr como alma que lleva el
diablo.
—¿Hacia dónde?
El Ruso señaló los arcos, del otro
lado de la plaza. Corrieron con todas
sus fuerzas, pero esos malditos soldados
de plomo parecían moverse más
velozmente que ellos a pesar de las
armaduras y los trajes de volantes.
Cuando llegaron a las columnas, el Ruso
sacó su pistola y disparó a los guardias,
estos se lanzaron al suelo y los dos
hombres aprovecharon para fundirse en
la noche.
Los guardias se pusieron en pie.
Corrieron hasta las columnas, pero
sabían que ahí terminaba su jurisdicción,
desde ese punto los responsables eran
los carabinieri.
Allan consideró despegarse del
Ruso en algún momento, pero se lo
pensó dos veces, aquel tipo podía
ayudarlo a liberar a sus amigos. Al fin y
al cabo, parecía muy interesado en
salvarle la vida.
Cuando atravesaron el río Tíber, el
Ruso arrojó a la corriente la ropa negra
que había utilizado y se puso una
chaqueta de pana. Caminaron en silencio
por los callejones de la ciudad hasta
pararse delante de una iglesia.
—Hemos llegado —dijo señalando
el portalón.
—¿Qué es esto?
—Puedes considerarlo tu casa.
107

Roma, 30 de diciembre de
2014

El camarlengo entró en las habitaciones


con el corazón en la boca. El papa
estaba maniatado y amordazado sobre la
cama.
—Desatadlo, rápido.
El anciano le lanzó una mirada
colérica.
—Podrían haberme matado y nadie
habría movido un dedo.
—Santidad, no sé cómo ha podido
suceder.
—¿Que no lo sabe? Quiero que se
depuren responsabilidades, que se
destituya a todos los responsables de
seguridad, que se vuelva a organizar
todo el sistema hoy mismo —dijo
levantando la voz.
—Sin falta, santidad —contestó el
camarlengo con la cabeza gacha.
—Esos malditos hombres han
violado mi intimidad, me han vejado y
han escapado con vida.
—No se volverá a repetir.
—Y para colmo de males, se lo han
llevado todo. ¿Por dónde han entrado?
—No los sabemos, santidad.
—Hay que averiguarlo cuanto antes.
Para la misa de Año Nuevo debemos
estar totalmente protegidos —dijo el
papa, empezando a tranquilizarse.
El camarlengo salió de las
habitaciones, conectó el móvil y
comenzó a organizar la seguridad del
Vaticano. Después se puso en contacto
con el comisario jefe de Roma, tenía que
impedir que los fugitivos saliesen de la
ciudad. El jefe de la policía le prometió
que utilizaría todos los medios a su
alcance, pero que había millones de
peregrinos en Roma con motivo de la
misa de Año Nuevo y que en las
próximas horas llegarían jefes de Estado
de los cinco continentes. Era como
buscar una aguja en un pajar.
108

En algún lugar entre Bruselas


y Roma, 30 de diciembre de
2014

—¿Se han escapado? —preguntó,


sorprendido, Alexandre von Humboldt.
—Un fallo de seguridad —contestó
el papa.
El candidato se movió, inquieto, en
el asiento del avión privado.
—No podemos permitirnos que
escapen.
—Nuestros planes siguen adelante.
Pasado mañana celebraremos la misa de
Año Nuevo y al día siguiente ganaremos
las elecciones —dijo el papa.
—Esos cuatro locos son capaces de
atentar contra alguno de los dos.
El pontífice intentó disimular su
ansiedad, tenía la tensión por las nubes y
el corazón le latía a toda velocidad.
—No creo, simplemente querían
sacar a la luz lo de Thomas Kerr, pero
siguen sin saber qué tienen entre manos.
—Es mejor que sigan así, santidad.
Hay que eliminarlos antes de la misa de
Año Nuevo.
—Tengo a mis mejores agentes
trabajando en el caso. Roma es mi
ciudad, nada puede moverse aquí sin
que yo me entere. Tengo miles de ojos
por todos lados. Hemos difundido el
retrato de los tres y de ese al que llaman
el Ruso.
—¿El Ruso?
—Fue el que ayudó a escapar al
profesor Haddon.
El candidato se incorporó.
Necesitaba cuarenta y ocho horas para
tomar el control, después nadie podría
pararlo.
—Hay que darse prisa. No podemos
cometer más errores —dijo Alexandre
con el ceño fruncido.
—Rezaré por usted, Alexandre. Dios
está de nuestra parte, no lo olvide.
109

Roma, 30 de diciembre de
2014

El portalón daba a un corredor que


circundaba un gran jardín. Un verdadero
vergel de palmeras y plantas tropicales.
Allan caminaba unos pasos por delante
del Ruso. Llegaron frente a una puerta y
el hombre le hizo un gesto para que
abriera.
—Aquí tienes a tus amiguitos —
dijo.
Giorgio Rabelais esperaba sentado
en una silla de cuero, a su lado estaba
Ruth, su expresión era de emoción y
sorpresa.
—¿Cómo…?
—Tranquilo, Allan, creo que ya has
tenido suficientes emociones por hoy.
Toma asiento.
El profesor acercó una silla sin salir
aún de su asombro.
—Siento haberte metido en todo este
lío, pero no tenía otra alternativa —dijo
el italiano con cierto cinismo.
—Pero, no entiendo…
—Organicé todo esto con Ruth…
Allan miró a la chica con el ceño
fruncido. Ella bajó la cabeza.
—Ruth no es la nieta de Thomas
Kerr, ese cerdo nazi nunca habría
cuidado de una niña negra, pero nos
servía para presentar a un exnazi
arrepentido que quiere limpiar su
conciencia a última hora. ¿No es genial?
Ella intentó aventurar una disculpa,
pero al final se quedó callada. Giorgio
sonrió y continuó con su explicación:
—Ruth trabajó para Thomas Kerr,
sospechábamos que él poseía algunas
pruebas que podían incriminar al actual
candidato a la presidencia europea,
Alexandre von Humboldt, y que tenía
unos documentos o imágenes que
sacarían a la luz un turbio asunto de la
Iglesia.
—Pero tú formas parte de la Iglesia
—dijo Allan, sorprendido.
—Llevamos casi cincuenta años
intentando que haya un papa progresista,
Pío XIII es el peor santo padre desde
Pío XII. Se está gestando un nuevo
acuerdo entre los fascistas y la Iglesia
católica.
—No me creo nada —dijo Allan.
—Pues créetelo.
—¿Cuál es la verdad? Me has
engañado tantas veces, ¿por qué habría
de creerte ahora?
Giorgio se levantó de la silla y
comenzó a caminar por la habitación.
—Tuvimos que matar a Thomas
Kerr, ese maldito viejo era inmortal,
pero para nuestra sorpresa no
encontramos nada muy comprometedor
para la Iglesia ni para el candidato.
—Eso demuestra que no todo vale
—dijo Allan.
—Por eso te metimos en esto, se me
ocurrió la idea de la nieta desvalida, era
la única manera de que accedieras.
—¿Por qué yo?
—Creía que eras el único que podía
descubrir la verdad.
—Pues te equivocabas —dijo Allan
con ironía.
Rabelais se paró enfrente de Allan y
se inclinó sobre él.
—Bueno, al menos tenemos los
rollos, el diario y ellos creen que
sabemos lo que ocultan.
El Ruso se acercó y le entregó la
mochila. El italiano la abrió, pero
dentro solo había unas linternas, algo de
ropa y algunas herramientas. Miró a
Allan, sorprendido.
—¿No pensarías que entraría en el
Vaticano con las pruebas? —dijo este.
—¿Dónde están?
—No tan deprisa. ¿Quién mató a
Moisés Peres? ¿Fue él? —dijo Allan
señalando al Ruso.
—Yo no maté al viejo, lo hizo la
agente del Vaticano —dijo este.
—¡Pero si lo secuestraste y lo
torturaste! —exclamó el profesor, a
punto de explotar.
—Era mi trabajo.
—Habéis traspasado todos los
límites, sois como ellos —dijo el
antropólogo.
Ruth se adelantó unos pasos y se
dirigió a Allan.
—Dales lo que piden, son
capaces…
Le lanzó una mirada de desprecio a
la joven.
—A mí también me utilizaron, no
sabía que habría muertes —se justificó
Ruth.
—Qué bonito. Todos inocentes.
Llevamos más de doscientos años
esperando este momento, un papa que
libere a la Iglesia de un legado de siglos
que la asfixian. Será mejor que nos
digas dónde están las películas y el
diario —amenazó Rabelais.
—No pienso ayudaros, no creo que
seáis mejores que ellos, pero no voy a
quedarme con los brazos cruzados
mientras Europa se radicaliza. Ahora
tendremos que hacer las cosas a mi
manera.
110

Roma, 30 de diciembre de
2014

El cardenal Rossi salió enfurecido del


despacho del camarlengo. El papa
quería que rodaran cabezas y una de las
que estaban en juego era la suya. El fallo
de seguridad había puesto en evidencia
los agujeros en el sistema de protección
del pontífice. En un par de días se
celebraría la misa de Año Nuevo, y
había que reorganizar rápidamente los
protocolos y poner en marcha el plan de
búsqueda de Haddon, Rabelais y la
chica. Disponía de cuarenta y ocho
horas para encontrarlos y eliminarlos.
Abrió su móvil y conectó con la
agente María, esperó unos segundos a
que cogiera la llamada y atravesó la
Capilla Sixtina con total indiferencia
por los maravillosos frescos de paredes
y techos.
—Hermana, han cambiado las
órdenes. Tenemos que eliminar a los tres
objetivos antes de cuarenta y ocho
horas.
—Pero, eminencia, ¿qué haremos en
el caso de que no aparezcan las
filmaciones y el diario?
El cardenal dudó por unos instantes.
—Hay que eliminarlos, es preferible
eso a que se vuelvan a escapar.
—De acuerdo, procederemos cuanto
antes.
—Me temo que intentarán hacer algo
en los próximos días. Debemos impedir
que se acerquen al Vaticano y al papa.
—No permitiremos que vuelva a
ocurrir.
La hermana María se quedó en
silencio. No le hacía mucha gracia tener
que eliminar a tres personas en aquellas
fechas. Las Navidades eran para ella
una especie de fiesta de la purificación.
—Si cumple esta misión, yo me
encargaré de que deje la Santa Alianza y
la propondré para la dirección de un
convento —dijo el cardenal, adivinando
sus pensamientos.
—Gracias, eminencia —dijo la
monja, emocionada. Después de aquello
tendría toda una vida para purificarse y
pedir perdón por sus pecados.
111

Roma, 30 de diciembre de
2014

La biblioteca de la Universidad
Pontificia se encontraba completamente
desierta. Quedaban unas horas para que
el año terminara y los estudiantes
apuraban las fiestas y celebraciones que
se sucedían por la ciudad. Allan entró en
la sala con Rabelais y Ruth; se sentía
solo, traicionado y humillado, pero
debía cumplir con su deber.
La chica apenas miraba a Allan,
sabía que él se sentía profundamente
decepcionado. Le habían mentido y lo
habían utilizado, no podía alegar nada
en su defensa. Ella también había sido
engañada por el sacerdote, pero eso ya
no importaba. Ahora tenían que seguir
adelante, ya no era una cuestión política,
era pura supervivencia.
Rabelais se aproximó al ordenador y
buscó en la base de archivos digitales.
—¿Leísteis el interrogatorio al
director de la Ahnenerbe en Núremberg?
Allan miró al sacerdote e intentó
concentrarse en la búsqueda.
—Sí, lo hemos leído casi entero,
pero no encontramos nada.
Giorgio comenzó a leer las últimas
páginas de la declaración en alto:

P: Esto es una carta de Brandt a la RSHA


fechada el 6 de noviembre de 1943,
marcada como «Secreto». Está dirigida a la
atención del Obersturmbannführer de las
SS Eichmann, de la RSHA. El encabezado
dice «Creación de una colección de
esqueletos en el Instituto Anatómico de
Estrasburgo».
R: Efectivamente.
P: «El Reichsführer-SS ha emitido una
directiva en el sentido de que al doctor
Hirt, Hauptsturmführer de las SS, que es
director del Instituto Anatómico de
Estrasburgo y el jefe de un departamento
del Instituto de Investigaciones en Ciencias
Militares en la Sociedad de la Ahnenerbe,
se le suministre todo lo que necesite para
su trabajo de investigación. Mediante auto
del Reichsführer-SS, por lo tanto, le pido
que le preste asistencia en todo lo que sea
menester para la materialización de la
colección. El Obersturmbannführer de las
SS Sievers se pondrá en contacto con usted
para discutir los detalles».
¿Aún dice que no saben nada de los detalles
de este asunto?
R: Nunca he dicho eso. Aquí se está
investigando el desarrollo histórico de esta
cuestión, y en ese sentido, no puedo decir
cuándo empezó, ya que se remonta
directamente a las conversaciones entre
Himmler y Hirt, que tuvieron lugar antes de
que Hirt se convirtiera en director de
Anatomía de la Universidad de Estrasburgo.
Como tal, recibió la orden de crear un
departamento de Anatomía moderno con
todos los avances tecnológicos y
científicos y todos los modelos
anatómicos necesarios. Hirt entonces, en
vista de sus anteriores conversaciones con
Himmler, hizo la solicitud tal y como
puede verse en el informe. Entonces recibí
la orden de ayudar a Hirt en esta tarea que
había sido asignada por Himmler. Lo que
no sé es si Himmler…
P: Perdone que lo interrumpa, testigo.
¿Cuántos seres humanos fueron
sacrificados con el fin de crear esta
colección de esqueletos?
R: Se mencionan ciento cincuenta personas
en este informe.
P: ¿Esos fueron todos a los que ayudó a
asesinar?
R: No intervine en el asesinato de estas
personas. Simplemente realicé una función
de intermediario.
P: ¿Usted fue un simple correo entre las
dos partes?
R: Sí.
P: Durante las sesiones preparatorias a este
juicio le pregunté (pueden verlo en la
página 1939 de la transcripción):
«¿Cuántas personas estima que fueron
asesinadas en relación con el experimento
Rascher y otros experimentos llevados a
cabo bajo el pretexto de la ciencia nazi?».
Y usted me respondió «No puedo contestar
a eso, porque yo no tenía conocimiento de
estos asuntos». Afortunadamente, todo lo
que dijo está grabado.
R: A día de hoy sigo sin poder dar una
fecha precisa, y no sé el número exacto de
personas utilizadas por Rascher en su
experimento. No puedo dar una cifra si la
ignoro.
P: Usted le juró al comisionado que no
tenía conocimiento de estas cuestiones.
Pase, por favor, al documento 087, para
que pueda refrescarle la memoria. Esta
será la prueba GB577. Se encuentra en la
página 14 del informe, señoría. Esta es otra
de sus cartas. Lleva por encabezado
«Sociedad Ahnenerbe, Instituto Militar de
Investigaciones Científicas». Usted fue el
director de ese instituto, ¿no es así?
R: Yo era el gerente de los negocios del
Reich.
P: La carta está fechada el 21 de junio de
1943. Está marcada como «Alto secreto»,
dirigida al departamento IV B 4 de la
RSHA, a la atención del
Obersturmbannführer de las SS Eichmann.
Leo:
«Asunto: Creación de una colección de
esqueletos.
En referencia a su carta de fecha 25 de
septiembre de 1942, y las conversaciones
personales que desde entonces han tenido
lugar sobre este tema, quisiera informarle
de que nuestro asociado, el doctor Hager,
Hauptsturmfuehrer de las SS, quien estaba
a cargo del proyecto especial
anteriormente mencionado, paralizó sus
experimentos en el campo de
concentración de Auschwitz el 15 de junio
de 1943, a causa del peligro de epidemias.
Hasta el momento se había experimentado
con un total de ciento quince sujetos».
Me detendré aquí un momento. ¿Qué tipo
de experimentos sufrieron estos seres
humanos con vistas a hacer de ellos una
colección de esqueletos?
R: Mediciones antropológicas.
P: ¿Se les tomaron medidas con fines
antropológicos antes de ser asesinadas?
¿Eso es todo lo que ocurrió?
R: Se hicieron moldes.
P. Voy a proseguir con la lectura de su
carta, en la que queda muy claro que hubo
algo mucho más siniestro que simples
mediciones antropológicas:
«En total fueron ciento quince las personas
seleccionadas para el experimento: setenta
y nueve fueron judíos; treinta eran judías,
dos eran polacos y cuatro asiáticos. En la
actualidad, estos presos están separados
por sexos y bajo cuarentena en dos
edificios en el hospital del campo de
concentración de Auschwitz.
Para proseguir con el experimento es
necesario trasladar a estos presos al campo
de concentración de Natzweiler. Este
traslado debe hacerse lo más rápidamente
posible a causa del actual peligro de
epidemia en Auschwitz. Se adjunta una lista
de las personas seleccionadas.
Rogamos que se tomen las medidas
necesarias. Dado que el traslado de los
reclusos presenta un cierto grado de
peligro de propagación de la epidemia a
Natzweiler, pedimos que se nos envíe ropa
limpia para ochenta hombres y treinta
mujeres de Natzweiler a Auschwitz
inmediatamente».
Esta es su carta. Si su único interés en
estas pobres personas era tomar
mediciones con fines antropológicos y
conservar sus frágiles huesos para exponer
sus esqueletos, ¿por qué no los mataron
inmediatamente? Sospecho que llevaron a
cabo otro tipo de experimentos, y los
mandaron a otro campo para estudiar los
resultados, ¿no es así?
R: No, no sé nada de otros experimentos.
Eso no sucedió.
P: ¿Qué fue de esa colección de
esqueletos? ¿Cuándo fue montada?
R: Los huesos fueron armados en
Natzweiler y el tratamiento ulterior estuvo
en manos del profesor Hirt.
P: Después de que el profesor Hirt y otros
miembros de las SS asesinaran a estas
personas, ¿qué fue de sus cuerpos? ¿Dónde
los enviaron?
R: Supongo que fueron trasladados al
departamento de Anatomía de la
Universidad de Estrasburgo.
P: ¿Quiénes fueron las personas que
participaron en este asunto de los
esqueletos para el instituto anatómico
forense de Estrasburgo?
R: El doctor Bruno Beger, un reputado
antropólogo de la Ahnenerbe; el
antropólogo Thomas Kerr; el escultor
Wilhelm Gabel, que realizó los moldes de
los prisioneros; el doctor August Hirt,
responsable de los experimentos en
Natzweiler; el doctor Fleischhacker; el
doctor Heinrich Rübel; Josef Kramer, el
director del campo de concentración; y el
oficial de las SS y miembro de la
Ahnenerbe Klaus Blumer.
P: ¿No participó nadie más en esta misión?
R: No, que yo sepa.

Cuando Rabelais terminó de leer el


interrogatorio, Allan lo miró pensativo.
—¿Qué piensas? —preguntó.
—Es indudable que los servicios
secretos vaticanos tienen miedo de que
se revele alguna información, pero tal
vez nos hemos equivocado —dijo Allan,
enigmático.
—No entiendo —dijo Ruth.
Allan se dirigió a la joven, intentó
olvidar su orgullo herido y le respondió:
—Es muy sencillo, hasta ahora
creíamos que la Santa Alianza buscaba
ocultar un secreto, pero puede que lo
que intentara ocultar fuera a una
persona.
—¿Una persona? —preguntaron a
coro.
—Sí.
—¿Quién? —preguntó el italiano.
—Tenemos que averiguar qué pasó
con cada uno de los miembros de la
Ahnenerbe que intervinieron en el asunto
de los huesos. Puede que la clave esté
delante de nuestros ojos y no la veamos
—dijo Allan mientras imprimía la
última hoja del informe.
112

Roma, 30 de diciembre de
2014

—No creí que fuera a ser tan fácil —


dijo la hermana María mientras el
localizador daba con Giorgio Rabelais.
Dos de sus ayudantes la observaron
por unos instantes. Su bello rostro no
podía disimular la mirada fría de
alguien que se dedicaba a determinar la
vida o la muerte de otras personas.
—¿Dónde están? —preguntó uno de
los hombres.
—Están en la biblioteca de
humanidades de la Universidad
Pontificia —señaló ella. Después cogió
su arma de la mesa y se puso en pie.
—¿Cómo los ha localizado?
—Han utilizado la clave de acceso a
la base de datos de Rabelais, llevan más
de dos horas en la biblioteca, tenemos
que llegar cuanto antes, puede que estén
a punto de marcharse —contestó la
monja.
En la entrada los esperaba un
pequeño Fiat, la política de los
servicios secretos era pasar
desapercibido. Lo pusieron en marcha y
salieron a toda velocidad por las calles
atestadas de Roma.
Cuando pararon frente a la
biblioteca, los dos hombres miraron a
María.
—¿Entramos?
Ella dudó unos instantes. Debían
capturar o matar a sus objetivos, sin
levantar sospechas ni dejar testigos.
—La biblioteca de la universidad
debe de estar vacía en estas fechas.
Entremos, pero no actuéis hasta que yo
lo ordene —dijo ella saliendo del
coche.
Mientras subían las escaleras, la
mujer comenzó a rezar. No quería morir
sin la gracia de Dios, y aunque sabía que
tenía una dispensa papal, nunca eran
suficientes las precauciones para
asegurarse el cielo.
113

Roma, 30 de diciembre de
2014

El Ruso observó el Fiat que aparcaba


delante de la puerta. Se irguió y sacó el
teléfono móvil.
—¡Cógelo, maldita sea! —gritó al
pequeño aparato.
Salió del coche y corrió hacia la
puerta sin dejar de mirar la pantalla del
teléfono.
—¿En que estáis pensando? —dijo
mientras sacaba la pistola de la
cartuchera que tenía junto al pecho.
En la pantalla del móvil apareció el
mensaje «Sin respuesta». Guardó el
teléfono y comenzó a subir los escalones
de dos en dos.
114

Roma, 30 de diciembre de
2014

La muchacha realizó una lista de poco


más de media docena de nombres y
comenzaron a buscar información en la
biblioteca y la base de datos.
—En la lista están Bruno Beger,
Thomas Kerr, Wilhelm Gabel, August
Hirt, Hans Fleischhacker, Heinrich
Rübel, Josef Kramer y Klaus Blumer.
Allan tomó la lista y dijo:
—Creo que podemos descartar a dos
personas.
—A Thomas Kerr y a Bruno Beger
—dijo el sacerdote.
—Sí, ellos no tienen ninguna
conexión con el Vaticano —contestó
Allan.
Ruth tachó los nombres.
—Nos quedan seis nombres.
—Muy bien Ruth, ¿qué sabemos del
escultor Wilhelm Gabel? —preguntó
Allan.
—No tenemos mucho, fue
desnazificado y falleció en 1962 —dijo
Giorgio.
—¿Alguna relación con la Iglesia
católica? —continuó Allan.
—No era católico y no aparece
ninguna conexión… Espera, al parecer
realizó algunos trabajos escultóricos
para la catedral de Múnich en 1958 —
dijo el italiano.
—No parece un vínculo muy fuerte
—comentó Allan.
—Sigamos.
—El doctor August Hirt —leyó
Ruth.
—Nacido en 1898 y desaparecido el
2 de junio de 1945. Ejerció como
profesor de anatomía en la Universidad
de Greifswald desde 1939 hasta su
desaparición. Se unió a la Ahnenerbe y
fue nombrado director del Instituto de
Anatomía en la Universidad del Reich
de Estrasburgo en 1941. Logró escapar
de las fuerzas aliadas. Luchó en la
Primera Guerra Mundial y recibió la
Cruz de Hierro —leyó el italiano.
—¿Qué más dice? —preguntó Allan,
impaciente.
—Hirt nunca apareció. Fue
evacuado con el resto de su
departamento en noviembre de 1944; al
abandonar Estrasburgo, se refugió en
Tubinga y logró escapar entre los
refugiados que se movían de un lado
para otro. Allí se le perdió la pista —
dijo Rabelais.
Allan lo miró, sorprendido.
—¿Se escapó?
—Eso parece. Aunque hay fuentes
que aseguran que se suicidó, la realidad
es que el profesor nazi fue dado por
desaparecido —dijo Giorgio.
—Desaparecido; no podemos
descartarlo. ¿Tiene alguna relación con
la Iglesia católica? —preguntó Allan.
—Sabemos que su padre era suizo,
pero no sabemos qué religión
practicaban —dijo Rabelais.
—Siguiente —dijo el inglés.
—El doctor Hans Fleischhacker —
dijo Ruth.
—Hans Fleischhacker al parecer
comenzó a trabajar para la RuSHA,
Beger lo reclamó para una de sus
misiones y se unió a su equipo. Su
campo de investigación era el color de
la piel de los judíos. También acompañó
a Beger en la misión del Caúcaso.
Colaboró en el examen de los judíos que
fueron asesinados para utilizar sus
huesos. Al parecer, Fleischhacker fue
juzgado en 1971 al mismo tiempo que
Beger, pero quedó absuelto de todos los
cargos. La fiscalía no logró probar que
este supiera cuál iba a ser el final de los
prisioneros. Fue profesor de
antropología tras la guerra y sobrevivió
hasta 1992 —terminó de leer Rabelais.
—¿Fue profesor de antropología en
la universidad? —preguntó Ruth,
extrañada.
—Ya sabíamos que muchos
regresaron a sus cátedras universitarias
como si nada —comentó Allan.
—Yo lo descartaría. No parece un
gran criminal, fue absuelto por el
tribunal y su nazismo parece más bien
circunstancial —dijo el italiano.
—Nos quedan tres: Heinrich Rübel,
Josef Kramer y Klaus Blumer —dijo
Ruth.
—Heinrich Rübel estudió en la
Universidad de Colonia. Al principio de
la guerra fue enviado a Polonia por las
SS para «la evaluación de aptitudes». Su
misión era determinar qué colonos eran
realmente valiosos en el aspecto racial.
Estuvo en el Cáucaso y participó en los
crímenes de la colección de huesos. No
hay más. No pone si está vivo o muerto,
ni qué hizo después de la guerra —
informó el sacerdote.
—No parece que tuviera mucho
protagonismo en los hechos —apuntó
Allan.
—Pero no deberíamos descartarlo
del todo. Los dos últimos son Josef
Kramer y Klaus Blumer.
—Josef Kramer era el comandante
del campo de concentración de
Natzweiler-Struthof, hijo de una familia
bávara muy religiosa —leyó.
Allan se inclinó hacia delante y dijo:
—Parece prometedor.
—Miembro de las SS, comenzó
colaborando en Dachau, después fue
enviado a Mauthausen, y finalmente fue
nombrado comandante de Natzweiler-
Struthof —continuó el sacerdote.
—Menuda pieza —comentó Allan.
—Fue ejecutado en diciembre de
1945 —terminó.
—Eso lo descarta —dijo Ruth.
—Nos queda uno más, ¿verdad? —
preguntó Allan.
—Klaus Blumer. Oficial de las SS,
colaboró con Beger en Auschwitz en la
selección de los prisioneros para la
colección de esqueletos, y estuvo
también en Natzweiler. Fue acusado de
crímenes contra la humanidad, pero al
terminar la guerra desapareció sin dejar
rastro —dijo Giorgio.
Allan se levantó, desanimado.
—Prácticamente nos encontramos en
la misma situación que antes
—Bueno, Allan, hemos descartado
algunas cosas —dijo Ruth.
—Pero no tenemos tiempo para
seguir especulando…
En ese momento tres personas
entraron en la biblioteca, una mujer y
dos hombres. Allan pudo ver claramente
el rostro de la mujer, era la misma
persona que se había llevado a Ruth y
que los había ayudado en Alemania.
Tuvo la determinación de empujar a
Ruth al suelo justo antes de que los
silbidos apagados de los silenciadores
se pusieran a resoplar en la sala. Las
sillas cayeron al suelo mientras Allan y
Ruth reptaban hacia el bosque de
estanterías que había a su espalda.
Cuando el profesor levantó la vista,
observó que el sacerdote se ponía en pie
para derrumbarse poco después, y sus
ojos abiertos e inexpresivos lo
aterrorizaron.
Los asesinos disparaban sin
descanso. Las astillas de las estanterías
y los libros derrumbándose sobre sus
cabezas los hicieron correr hacia la
salida. Se acercaron a la puerta de atrás,
pero la lluvia de balas les impedía huir.
Alguien abrió la puerta, comenzó a
disparar contra los tres asesinos y estos
se volvieron para responder al fuego.
Uno de ellos se derrumbó al instante, el
otro hombre y la mujer se resguardaron
detrás de las mesas. Allan y Ruth
aprovecharon para abrir la puerta y
correr escaleras abajo. Jadeantes,
llegaron a la planta baja y corrieron
hacia el coche. Después se perdieron en
las calles de Roma.
115

Roma, 30 de diciembre de
2014

Observó la ciudad por la ventana,


aquella tarde plomiza no parecía
presagiar nada bueno. Se sentía cansado,
estaba en la recta final de la campaña,
pero en los últimos días las cosas se
habían complicado. El candidato de
izquierdas remontaba en las encuestas,
recortando la ventaja que le sacaba unos
días antes. Alexandre se aproximó a la
cama y contempló el cuerpo desnudo de
su mujer. Era extremadamente bella,
rubia, esbelta, alta y sensual. Sería una
buena madre y le daría muchos hijos. Él
solo quería una Europa para los
europeos y todos lo tachaban de racista
y fanático. La mezcla de razas siempre
había terminado con la destrucción de
los pueblos, los Estados Unidos eran un
claro ejemplo. En los últimos años, el
liderazgo norteamericano comenzaba a
diluirse, mientras Rusia y China
recuperaban importancia internacional.
Europa tenía que renacer antes de que
los salvajes rusos y los amarillos se
hicieran con el liderazgo del mundo.
En unas horas vería al papa, en dos
días asistiría a la Misa de Año Nuevo.
La ayuda de la Iglesia había sido
determinante para ganarse la confianza
de un electorado que veía al PGE como
un partido radical. Su sueño era crear
una iglesia unida bajo el poder de un
estado fuerte. El cristianismo era la
columna vertebral de Europa, muchos no
lo veían o no lo querían ver, pero en la
religión católica había muchos
elementos positivos de control sobre la
gente y él no iba a dudar en usarlos en su
propio beneficio.
116

Roma, 30 de diciembre de
2014

El frío de la tarde romana los envolvió.


Sudaban copiosamente, con el corazón
acelerado por el miedo y la carrera. Se
metieron en una cafetería y pidieron dos
tazas de café. Necesitaban resguardarse
y entrar en calor. Cuando la camarera
les sirvió las bebidas, aún seguían
temblando.
—Han matado a Giorgio —dijo
Ruth, horrorizada.
—Puede que esté herido —contestó
Allan para tranquilizarla.
—Tú lo has visto como yo, está
muerto y a nosotros nos espera el mismo
final.
—No digas eso.
Ruth comenzó a llorar. Él se acercó
y la estrechó entre sus brazos. Había
olvidado momentáneamente la traición
de la chica y la sensación que le había
producido sentirse utilizado.
—Saldremos de esta. Todavía
tenemos algo que necesitan.
—¿Te refieres a las películas y el
diario? —preguntó Ruth.
—Hay algo en esos materiales que
ellos temen que salga a la luz.
—Pero ¿qué es?
Allan se quedó en silencio, después
contestó:
—Tenemos que volver a visionarlas.
—Pero ¿dónde?
—En casa de Giorgio, es el único
sitio donde hay un proyector —dijo
Allan.
—Pero tendrán la casa vigilada.
—No lo creo, es el último sitio
donde irían a buscarnos.
—¿Dónde escondiste las películas?
—preguntó ella.
—Están en las cloacas de Roma,
espero que no se hayan estropeado.
Iremos a buscarlas pasada la
medianoche. Será lo más seguro —
contestó él mientras bebía su café.
117

Roma, 31 de diciembre de
2014

Revisó de nuevo el texto, y terminó por


dejarlo encima del escritorio. No
lograba concentrarse, tenía que dar la
homilía de Año Nuevo, pero no podía
dejar de pensar en lo que estaba en
juego. Al día siguiente, líderes de todos
los países europeos y de medio mundo
estarían en la basílica escuchando su
mensaje. El día 2 de enero se
celebraban las elecciones a la
presidencia de Europa y después de la
victoria de Alexandre von Humboldt, el
destino del continente y de la Iglesia
cambiarían para siempre.
Llamó al camarlengo pulsando un
botón y esperó impaciente. Unos minutos
más tarde, el secretario del papa
apareció por la puerta.
—¿Tenemos noticias?
—Sí, santidad.
—¿Y por qué no se me ha avisado
de inmediato?
—Pidió que no se lo molestara hasta
que hubiera terminado el sermón.
El papa frunció el ceño y con un
gesto pidió al secretario que continuase.
—Nuestros agentes los encontraron
en la biblioteca de la Universidad de
Roma; intentaron abatirlos, pero dos de
ellos se escaparon. Alguien entró y
atacó a nuestros hombres.
—¿Quién ha escapado?
—La chica y el profesor.
—¿Tienen los documentos?
—Sí, santidad.
—Entonces, ¿estamos igual que al
principio? —preguntó el papa,
enfadado.
—No exactamente, creemos que el
profesor y la chica intentarán huir de
Roma y desaparecer. Están muy
asustados.
—Eso son suposiciones.
Encuéntrenlos y recuperen los
documentos, después ya saben lo que
tienen que hacer.
—Sí, santidad.
Un poco más, se dijo mientras
cerraba los ojos e intentaba espantar a
todos sus fantasmas de la mente, pero
sentía el pecho oprimido por la angustia.
Tomó de nuevo el papel y siguió
estudiando el discurso.
118

Toledo, 31 de diciembre de
2014

—Tenemos que reconocer que hemos


perdido —dijo el arzobispo de Toledo.
El resto de miembros de los Hijos
de la Luz lo miraron enfurecidos.
Habían estado muy cerca, pero ahora
veían cómo su sueño de gobernar la
Iglesia volvía a desvanecerse. Su
agente, el Ruso, estaba muerto. Roma
sabía quiénes eran, Rabelais permanecía
ingresado grave en un hospital y la chica
se encontraba en paradero desconocido
con el profesor Haddon.
—No debemos rendirnos ahora —
dijo uno de los miembros del consejo.
—Saben quiénes somos, lo mejor
que puede pasarnos es que nos aparten
de Roma y nos manden a destinos
lejanos, después de hacernos entrar en
vereda —dijo el arzobispo de Toledo.
—No se atreverán —comentó un
miembro del consejo, furioso.
—¿Cuántas veces hemos sido
disueltos y hemos resurgido de nuestras
cenizas? Esperaremos una nueva
oportunidad y lo conseguiremos antes o
después —dijo el arzobispo.
—¿Con un poder central en Europa?
—preguntó uno de los consejeros.
—Los políticos pasan, pero la
Iglesia permanece. Nuestra organización
ha visto cómo cambiaba el poder de
manos muchas veces. La Revolución
francesa, el Imperio de Napoleón, el
Imperio británico, las dos guerras
mundiales, el ascenso de Hitler y la
Unión Europea han pasado. Esto también
pasará —dijo el arzobispo.
—¿Acudirá mañana a la misa de
Año Nuevo? —inquirió uno de los
consejeros.
—Naturalmente, debemos dar una
imagen de total normalidad, que sean
ellos los que den el primer paso —
respondió el arzobispo.
La reunión se disolvió y el
arzobispo regresó a sus habitaciones.
Sacó una pistola de un armario y, sin
titubear, se disparó en la sien. Había
mentido a sus colaboradores, sabía que
los servicios secretos vaticanos eran
capaces de infligir los dolores y las
torturas más crueles. El suicidio era la
única manera de escapar de un infierno
en vida, aunque lo llevara a las puertas
de otro peor.
119

Roma, 31 de diciembre de
2014

Pasaron todo el día escondidos en las


caóticas calles de Roma, esperando a
que se hiciera de noche otra vez.
Después se acercaron a la entrada y
Ruth abrió el portalón. Ascendieron por
las escaleras. La puerta del apartamento
de Rabelais estaba cerrada, como si no
hubiera pasado nada, pero cuando
cruzaron el umbral vieron el desorden.
Muchos de los papeles y libros estaban
por el suelo, apenas podían caminar sin
pisar alguna cosa. Se acercaron hasta el
estudio y Allan sacó las películas de la
mochila. Como no habían encendido la
luz, tuvieron que poner el proyector a
tientas.
Visionaron las tres filmaciones
seguidas, pero no encontraron nada
nuevo. Desanimados, se sentaron en el
sillón. Permanecieron en silencio una
vez más hasta que Allan intentó levantar
el ánimo de la chica.
—Lo veremos de nuevo.
—Es inútil —dijo Ruth, cabizbaja.
—Tenemos toda la noche. Creo que
estamos mirando, pero no estamos
viendo. En las películas hay algo que se
nos escapa.
—Pero ¿el qué?
Allan se quedó pensativo.
—Ya te dije que a lo mejor la
pregunta no es el qué, si no quién.
—No te entiendo —dijo la chica.
—Escribamos otra vez la lista de los
miembros de Ahnenerbe que
participaron en la expedición de Crimea
y en el caso de los huesos. Intentemos
encontrarlos en la película.
—Está bien —dijo Ruth, sin mucho
entusiasmo.
Comenzaron a visionar las
filmaciones de nuevo, parando cada vez
que aparecía uno de los alemanes de la
lista. Kerr, Beger, Hirt, Fleischhacker,
Rübel…
—Hay una cosa en la que no
habíamos reparado —dijo por fin Allan.
La tercera película estaba en marcha y
los famélicos prisioneros judíos
aparecían en Natzweiler.
—¿Cuál? —preguntó Ruth, intrigada.
—El único que no aparece por
ninguna parte es el joven oficial de las
SS.
—Blumer
—Exacto.
—A lo mejor no le gustaba que le
enfocaran las cámaras —dijo Ruth.
Continuaron con la película hasta
que Allan paró el proyector y dio un
salto en el asiento.
—Ahí está.
—Sí, debe ser él, por la descripción
que Thomas Kerr da en su diario.
—Si pudiéramos aumentar la
imagen… —se lamentó Allan. Se puso
en pie y se acercó hasta la pantalla.
Ruth lo miró en silencio. Después, el
hombre se dio la vuelta y miró con los
ojos desorbitados a la chica.
—Creo que ya sé de quién se trata
—dijo mientras una sonrisa comenzó a
dibujarse en su rostro.
La chica lo observó, expectante.
Habían corrido todo ese camino a
ciegas, con la esperanza de encontrar las
respuestas, y ahora se sentía perdida y
sin fuerzas. Ya nada podía sorprenderla,
la muerte estaba demasiado cerca para
fingir que no tenía miedo y que lograría
escapar con vida de esta.
120

Roma, 31 de diciembre de
2014

La hermana María aparcó el coche e


intentó rezar antes de salir, pero ya no
podía. Sus nervios estaban destrozados.
Había vuelto a matar, sus compañeros
estaban heridos o muertos. No había
entrado en la Iglesia para acabar siendo
una asesina, porque eso era en lo que se
había convertido. En nombre de Dios o
de la Iglesia, qué más daba.
Se recostó sobre el asiento y estiró
los brazos. Sentía cómo la tensión de los
últimos días se le acumulaba en la nuca.
Era un dolor agudo, como si la cabeza
fuera a separarse de la espalda.
Entonces, abrió los ojos y miró a la
ventana del apartamento. Había ido allí
casi sin pensarlo, el apartamento de
Giorgio Rabelais era el último sitio
donde podría esperarse que volvieran
sus objetivos, pero un leve resplandor,
como el de una televisión brillando en la
oscuridad, era claramente visible. Se
apeó del coche y amartilló su arma al
entrar en el portal. Ascendió por la
escalera, sigilosa, y abrió la puerta con
su ganzúa. Se acercó calladamente hasta
la pareja. Estaban frente a una pantalla
de cine. El hombre hacia delante,
señalando algo con un dedo y la chica
más atrás, mirando con atención.
Hablaban, pero ella no entendió las
palabras. Levantó el arma y apuntó.
121

Roma, 31 de diciembre de
2014

—¿No lo ves? —preguntó Allan


señalando la figura que estaba
congelada en la pantalla.
—No —dijo Ruth, aturdida.
—Pon en su rostro el paso del
tiempo, pero fíjate en los ojos.
Ruth se inclinó un poco más, pero no
logró distinguir nada significativo. Allan
se giró y le dijo:
—Ahí no es más que el oficial
Blumer, de las SS, pero ahora todos lo
conocen como Pío XIII.
—¿El papa? ¿Cómo puede ser? Es
imposible que haya ocultado algo así en
su biografía —dijo Ruth, incrédula.
—El joven oficial desapareció tras
la guerra. El papa, si no recuerdo mal,
era huérfano, criado en un colegio de
religiosas que fue destruido durante la
guerra; después entró en un seminario en
1945, con apenas veintitrés años.
Posteriormente fue sacerdote, más tarde
obispo y ahora papa —dijo Allan.
—¿El actual papa es un exnazi,
criminal de guerra y prófugo de la
justicia?
—Me temo que sí.
Allan escuchó un sonido detrás de
él. Se giró y vio a la monja apuntándolos
con una pistola. Se sobresaltó, la luz de
la pantalla reflejaba su fría mirada de
odio.
—Pero…
—Creo que se ha terminado la
partida. Es el momento en el que me dan
las películas, el diario y yo hago que
desaparezcan para siempre —dijo la
hermana María.
Allan miró a su alrededor, no había
nada susceptible de ser utilizado como
arma, ni siquiera un abrecartas.
Comenzó a sacar la película del
proyector y la metió en su lata. Después,
se dirigió a la mujer, pero cuando menos
se lo esperaba se la lanzó contra la
mano con la que sujetaba la pistola. Un
disparo tronó en la estancia, Ruth se
agachó, Allan se lanzó sobre la mujer y
comenzaron a forcejear. La pistola se le
cayó, retumbando en el suelo de madera.
La hermana María se desplomó,
haciendo que Allan también perdiera el
equilibrio. Los dos rodaron por el suelo.
La monja logró colocarse sobre él y
comenzó a apretar su cuello. Allan, con
los ojos muy abiertos, intentaba quitarle
las manos del cuello, pero era
imposible. La falta de aire comenzaba a
debilitarlo.
Un disparo retumbó en la sala. La
monja soltó al hombre y se quedó
inmóvil unos segundos. Después se
desplomó hacia delante, cayendo sobre
Allan. El hombre se quitó el cuerpo de
encima y se levantó.
Ruth estaba temblando, con la
pistola en la mano. El profesor le quitó
el arma, recogió todo el material y los
dos salieron del estudio. Ahora sabían a
lo que se enfrentaban, pero ¿qué podían
hacer?
122

Roma, 1 de enero de 2015

El eco de las voces inundaba la inmensa


capilla. La multitud escuchaba los
cánticos angelicales y los fieles se
preparaban para la misa solemne de
Año Nuevo. Un centenar de sacerdotes
con túnicas blancas desfilaron por el
largo pasillo hasta el altar y se abrieron
en un fabuloso abanico de colores. Los
cardenales, con sus vestiduras rojas y
los purpúreos birretes de los obispos,
comenzaron a colocarse en los lugares
de honor. El papa apareció custodiado
por varios sacerdotes con ricos
bordados de oro y con paso cansado se
aproximó al trono. La multitud, puesta en
pie, escuchaba los cánticos hasta que el
silencio hueco inundó la basílica más
bella de la cristiandad.
En las primeras filas se sentaban
algunos mandatarios europeos, los
representantes de varias casas reales y
las familias más nobles de la ciudad.
Entre los dignatarios brillaba la figura
imponente de Alexandre von Humboldt,
el flamante candidato a la presidencia
de Europa. A su lado, su esposa, que
vestía un discreto traje negro y una
mantilla que resaltaba su pelo rubio.
La policía italiana había acordonado
la Ciudad del Vaticano, Allan y Ruth
estaban a todas horas en los noticiarios,
se los acusaba de varios asesinatos en
Alemania y de la muerte de Giorgio
Rabelais en Italia. El profesor de
antropología católico había muerto la
noche anterior.
Un sacerdote de figura atlética,
vestido con una sotana larga de color
negro, se encontraba justo al borde de la
zona reservada a las autoridades, a su
lado una joven monja de color miraba
con los ojos inquietos la ceremonia.
Después de unos minutos de cánticos
y algunas lecturas bíblicas, el papa se
dirigió hasta la multitud. Las dos
grandes pantallas de vídeo se reflejaban
sobre el altar. El rostro cansado del
pontífice apenas expresaba emoción
alguna; sus ojos azules parecían
hundirse en sus mejillas arrugadas, su
pelo canoso brillaba bajo la mitra y
sobre sus ropajes de seda y oro.
—Cada año es la promesa de una
nueva resurrección. En estos días que
celebramos el nacimiento de nuestro
señor Jesucristo, cuando el hombre se
bate por un pedazo de tierra, un puñado
de arroz o un poco de poder, Europa se
levanta de sus cenizas y proclama la
verdad salvadora de la cristiandad
católica. Volveremos a ser el referente
moral del mundo, naciendo a una nueva
ética, basada en los principios eternos
de verdad, esperanza y amor. —La voz
del papa retumbaba en los vetustos
mármoles de la basílica.
El sonido metálico de los altavoces
rechinó y el santo padre aprovechó para
tomar aire. La preocupación, la tensión y
el malestar por los acontecimientos de
los últimos días habían minado sus
escasas fuerzas. Después de tantos
sacrificios, estaba a punto de conseguir
el sueño de toda su vida. Europa
regresaría a la senda marcada por su
líder y maestro, aquel que tantos habían
denostado, pero que salvaría de nuevo
la decadente y mestiza sociedad del
Viejo Continente.
—La trompeta de la historia ha
sonado, los viejos tambores que
anunciaban el comienzo de la batalla
truenan de nuevo en las urnas de la
esperanza. Podemos regresar a la senda
que no debimos dejar nunca, sentirnos
orgullosos de lo que somos, elegidos de
Dios, sucesores de San Pedro, amigos
de los hombres de buena voluntad…
Las últimas palabras de Pío XIII
flotaban en el ambiente cuando la
multitud comenzó a generar un murmullo
de horror y angustia. El papa levantó las
manos, desconcertado, se volvió
lentamente y contempló la inmensa
pantalla de su derecha. Las famélicas
figuras de su pasado lo golpearon como
un mazazo en la cara, los prisioneros del
campo de concentración de Natzweiler
lo miraban con sus ojos apagados y sus
rostros cetrinos. Entonces, la figura del
rostro del papa apareció congelada en la
pantalla y a su lado, la de un joven
oficial de las SS. A pesar del tiempo
transcurrido, se podía distinguir
claramente los rasgos del papa en los
del joven.
Una voz comenzó a sonar por los
altavoces:
—Klaus Blumer, oficial de las SS
perteneciente a la Ahnenerbe, criminal
de guerra buscado por su participación
en el asesinato de más de cien personas
en el campo de concentración de
Natzweiler en agosto de 1943, prófugo
de la justicia. Ha vivido todo este
tiempo bajo la identidad de Alois
Jaspers.
La voz se detuvo un momento y el
papa bajó los brazos y comenzó a
tambalearse, pero nadie se acercó para
auxiliarlo, todo el mundo miraba
hipnotizado las dos pantallas gigantes.
—Yo acuso a Pío XIII de asesinato,
falsedad, crueldad y mentira —dijo la
voz potente del altavoz.
Alexandre von Humboldt miró
horrorizado la patética escena, su
carrera política se encontraba tan ligada
a la del papa que se había convertido en
unos segundos en un cadáver político.
Se puso en pie y se dirigió a la puerta,
seguido por su esposa y sus
guardaespaldas.
El papa, apoyado en su gran báculo,
se arrodilló, con la cara desencajada, y
comenzó a retorcerse en medio del
asombro general. Después se derrumbó
y varios ayudantes corrieron a
socorrerlo. Cuando lo sacaron de la
iglesia, la multitud comenzó a
disolverse.
Allan y Ruth permanecieron en su
sitio en silencio, vestidos aún con sus
disfraces. El antropólogo levantó la
vista y observó la figura agonizante de
Jesús sobre los brazos fríos de una
virgen de mármol. El rostro desencajado
del hijo de Dios transmitía un inmenso
dolor. Allan se puso en pie y Ruth lo
imitó en silencio. Caminaron por el
largo pasillo vacío y al pie de las
escalerillas contemplaron aquel nuevo
año, sintiendo que las cosas iban a
comenzar a cambiar, y bajaron
sonrientes las escaleras hacia su futuro.
Epílogo

Oxford, 3 de enero de 2015

Allan leyó el Times en su portátil y no


pudo evitar que una sonrisa se dibujara
en su rostro. En primera plana salía la
cara desencajada de Alexandre von
Humboldt, los periódicos lo acusaban
de filonazismo y de haber firmado un
acuerdo secreto con el Vaticano. No
solo había perdido las elecciones a la
presidencia de Europa, sino que una
comisión de investigación iba a indagar
en sus oscuros vínculos con la industria
armamentística y con partidos de
extrema derecha.
En una de las noticias menores se
leía algo del rápido y casi disimulado
entierro del papa Pío XIII, muerto el 1
de enero de un repentino ataque
cardiaco.
Allan apartó del ordenador y se
sentó en su confortable sillón.
La ayuda de los Hijos de la Luz
había sido imprescindible para
desenmascarar al papa, aunque Allan
sabía en su fuero interno que lo habían
utilizado para dar un giro radical a la
Iglesia. En unos días se reunirían los
cardenales para elegir un nuevo
pontífice y en unos meses todo se habría
olvidado; la Iglesia había sobrevivido a
escándalos peores que ese.
Comenzó a abrir la correspondencia
atrasada y se paró al ver una carta de la
Universidad de Oklahoma. Era una
invitación para una ponencia en
primavera. La colocó entre las cartas
con posibilidad de respuesta, después se
puso en pie y miró a través de la ventana
el verde intenso que alfombraba el suelo
de Oxford y pensó que aquello era su
hogar. No importaba lo lejos que tuviera
que irse, aquellas viejas piedras serían
siempre su hogar.
Notas
[1] Los oficiales de las SS debían
justificar su pureza racial hasta el 1 de
enero de 1750. <<
[2] Archivos Nacionales y
Administración de Documentos de los
Estados Unidos de América. <<
[3]
Los elementos raciales de la historia
europea. <<
[4] La tradición racial del pueblo
alemán. <<
[5]Bruno Beger fue realmente miembro
de la Ahnenerbe, pero falleció en el año
1998. <<

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