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“Padre ¿cómo puedo sacar más fruto de la Misa?


Esta es una pregunta que los sacerdotes oyen con mucha
frecuencia y que les llena de pena. Pues el que la Misa,
nuestro mayor vínculo con Dios, no sea plenamente apreciada
y utilizada, es una verdadera tragedia.
Cuando esa pregunta se formuló una y otra vez al Padre
Raymond, autor de libros como “Tu hora” y “Ahora”, decidió
escribir algo acerca del problema, de una vez y para siempre.
Y lo ha hecho en ESTO ES AMOR, extraordinariamente
hermosa explicación de la Misa y de su capital importancia
para hacer nuestras vidas gozosas y fructíferas a la vez.
En una forma íntima y sencilla, el Padre Raymond
describe la Misa como lo que debe ser: un intercambio de
amor entre Dios y el hombre, un, intercambio tierno e íntimo.
La Misa es —afirma el Padre Raymond— la ocasión
que tenemos para unirnos a Dios, en efecto, nosotros
podemos llegar en nuestro tiempo a alcanzar una unión que ni
siquiera tuvieron los Apóstoles que le siguieron mientras
anduvo sobre la tierra, pues en la Misa, no solo podemos ser
vistos, oídos y tocados por Dios, sino que se nos permite a
nosotros ver, oír y tocar a Dios. Un magnífico intercambio,
en el que debemos participar activamente para nuestro mayor
beneficio.
Como el Padre Raymond enseña la Misa no es
solamente vivir con Dios sino vivir la misma vida de Dios. Si
nos faltó esta vida en el pasado, o nos falta ahora, ESTO ES
AMOR puede fácilmente ser la respuesta a nuestros
problemas.

1
M. RAYMOND, O.C.S.O.

ESTO ES AMOR

TRADUCCION DE
FELIPE XIMENEZ DE SANDOVAL

1965

2
Es traducción de la edición norteamericana con el título
THIS IS LOVE.

Censor: D. ANTONIO MUÑOZ. — Nihil obstat: ANGEL,


Ob. Aux. y Vic. General.—Madrid, julio do 1965.

3
AL
INMACULADO CORAZON DE MARIA,
QUE FUE TRASPASADO DEBAJO DE SU ALTAR
Y
OFRECIDO EN SU MISA
YA
TODOS LOS LEONARDOS
POR LA FORMA
EN QUE ESTAN HACIENDO DE SU MISA SU VIDA
Y DE SUS VIDAS SU MISA

4
ÍNDICE

Prólogo..........................................................................................................................6

PRIMERA PARTE............................................................................................................15
DIOS ESTÁ EN VUESTRAS MANOS...................................................................15
Capítulo I.....................................................................................................................16
El amor y la santidad..................................................................................................16
Capítulo II....................................................................................................................37
Tú eres un sacerdote....................................................................................................37
Capítulo III..................................................................................................................48
Tus manos están llenas be Dios..................................................................................48
Capítulo IV..................................................................................................................61
Esto es la realidad.......................................................................................................61
Capítulo IV..................................................................................................................77
« E P H E T A »...........................................................................................................77

SEGUNDA PARTE...........................................................................................................91
TÚ ESTÁS EN LAS MANOS DE DIOS.................................................................91
Capítulo VI..................................................................................................................92
Así es como apareces a los ojos de Dios.....................................................................92
Capítulo VII...............................................................................................................102
Esto es lo que Dios escucha de ti en la Misa............................................................102
Capítulo VIII..............................................................................................................114
En la misa, Dios te toma en sus manos.....................................................................114
Epílogo......................................................................................................................131

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PRÓLOGO

—Padre, ¿como puedo sacar mayor fruto de la Misa?


¡Con cuánta frecuencia he escuchado últimamente esta pregunta! Y
de muy diferentes procedencias. Unos, considerados; ignorantes; otros, te-
nidos por muy cultos. Me la han hecho seglares, religiosos y religiosas de
clausura o de vida activa, así como los que llamamos de vida mixta». Me
la han hecho incluso sacerdotes.
—Señor, ¿también a Ti te complace y te duele como a mí me duele y
me complace?
Me estremece ver que tantos miembros de nuestro único Cuerpo
vengan, como si dijéramos, desde la periferia de la existencia, tratando de
zambullirse en él centro y en la fuente de nuestra vida. Me estremece
verles poner el dedo en lo que constituye el palpitante Corazón de nuestro
ser; tu Corazón... y Tú, que eres todo nuestro. Es emocionante, Señor, ver
que son tantos los que verdaderamente hacen de la Misa su vida misma, y
de sus vidas, auténticas Misas. Pues ¿qué otra cosa es la vida y el vivir
cristiano sino hacer lo que Tú has hecho y sigues haciendo?
Esto es algo que no todos comprenden, Señor. Sin embargo, las
palabras de San Pablo eran inequívocamente claras: «Semper vivens ad
interpellandum pro nobis» (Tú vives para interceder por nosotros) (Heb 7,
25). Esta afirmación en medio de la Epístola, que tan expresamente trata
de tu Sacerdocio y de tu Sacrificio, debería decirnos a todos cómo Tú
intercedes. Pero, por si queda alguien que lo dude, San Juan, tu amado
discípulo, lo hace incuestionable en su Apocalipsis, cuando nos dice: «Vi
en medio del trono... un Cordero que estaba en pie, como degollado» y oí
los cánticos del cielo. Este es un cántico de la Misa: «Santo, Santo, Santo,
Señor Dios Todopoderoso» (4, 8). Si esto sucede contigo, que eres el
Cristo de Dios, ¿no sucederá lo mismo con nosotros, que nos llamamos
cristianos? Desde luego, es la Misa «lo que importa», Señor. Y, en
realidad, ninguna otra cosa importa.
Por eso me emociona esa pregunta.

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Sin embargo, lo que tanto emociona también puede causar dolor,
porque es mucho lo que esa pregunta lleva implícito. Esto lo he visto
recientemente, Dios mío, cuando, no ya un universitario, sino un profesor
de Universidad, vino a mí y me dijo:
—Padre, no sé qué hacer para santificarme a través de la Misa.
Era sincero. Pero su sinceridad dolía. Era ardientemente sincero. Y
fue su sinceridad la que me hizo imponerme al dolor y comenzar a planear
estas páginas. Porque con una sinceridad que me revelaba su alma
hambrienta, añadió:
— ¿No puede usted decirme qué debo hacer? Tales peticiones, Señor,
me hacen revivir la noche que Tú hiciste posible la Misa. Gracias a San
Juan el Amado, es fácil captar de nuevo aquella escena, pues nos ha
dejado capítulos que vibran de vida y palpitan de amor. Porque, una vez
que Judas hubo salido en la noche, San Juan narra sucesos que
demuestran cómo Tú cambiaste. No sólo hablaste afectuosamente,
libremente, cariñosamente con tus Once, sino que lo hiciste como un
Hombre que está fuera de si de gozo, un Hombre en éxtasis. Hablaste a tu
Padre y de tu Padre de tal manera que hiciste a los hombres que estaban
en él Cenáculo volverse locuaces. Pedro tuvo sus frases. Lo mismo Tomás.
Pero la petición de Felipe y tu respuesta son las que me atenazan
siempre que me enfrento con esas preguntas sobre la Misa, que causan a
un tiempo placer y dolor, pues el comentario de Felipe parece haberte
afectado a Ti de la misma manera.
Le habías estado diciendo a Tomás que Tú eres el camino, la verdad
y la vida; que nadie llega al Padre si no es a través de Ti, cuando Felipe
interrumpió con este ruego: «Maestro, muéstranos al Padre, y nos basta»
(Juan 14, 6-8). No se daba cuenta del alcance de su petición; de eso estoy
seguro. Porque lo que en realidad solicitaba era el cielo y su
bienaventuranza esencial. Sin embargo, Tú, que nos habías dicho una vez
y otra que habías venido para conducirnos al Padre, te doliste de la
petición de Felipe. ¿Por qué, Señor? No 'puede decirse que tu respuesta
fuera hiriente, pues fue pronunciada con demasiada suavidad, con
demasiada bondad, con demasiada dulzura y amor. Pero yo la encuentro
cargada de tristeza. Yo escucho en tu voz el cansancio, Señor, cuando
dices: «Felipe, ¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me 'habéis 1
conocido?» Esta es una pregunta intrigante. ¿Cómo podía saber Felipe
que Tú y el Padre erais y sois Uno? Si hubieras permanecido entre ellos

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más años aún, ¿lo habrían sabido? Tu unidad con el Padre es el misterio
más misterioso.
A simple vista, yo habría considerado que la petición de Felipe era
para emocionarte, Dios mío. Y, sin embargo..., ese episodio me da la
impresión de cierta semejanza con esta pregunta sobre la Misa. Existen
ocasiones, amado Señor, en que esta vida nuestra de cristianos parece tan
completamente sencilla que cuando los católicos cultos se dirigen a Misa
con preguntas como la presente, me pregunto para mis adentros si no
habrás mandado Tú algún nuevo Isaías para que diga: «Endurece el co-
razón de ese pueblo, tapa sus oídos, cierra sus ojos. Que no vea con sus
ojos ni oiga con sus oídos, ni entienda su corazón y no sea curado de
nuevo» (Is 6, 9, 16).
¿Por qué pienso una cosa semejante? Pues porque en la Misa, Señor,
estás presente para nosotros tan realmente—aunque sea místicamente,
sacramentalmente—como lo estuviste físicamente para los que te
acompañaban en el Cenáculo. Tú nos miras y nos ves con tanta claridad
como viste a Pedro, a Santiago y a Juan aquella noche. Tú nos hablas tan
directamente como hablaste a Felipe. Tú puedes ser tocado íntimamente,
aún más íntimamente de lo que lo fuiste cuando Juan apoyó su cabeza
sobre tu regazo. Y, sin embargo..., bueno, Señor, yo sé que la Misa es un
mysterium Fidei—el misterio de nuestra fe—; pero, con frecuencia, la fe
de los que me preguntan sobre la Misa me plantea un misterio aún mayor.
Ellos no miran, pero ven; no escuchan, pero oyen; ellos no tocan, pero te
saborean. Por eso, ayúdame ahora a ayudarles a ellos.
En primer lugar, permíteme, Señor, que sea en este libro todo lo
íntimo y poco ceremonioso que se puede y se debe ser en una carta
personal. Déjame hablar de corazón a corazón. No se me ocurriría hablar
de la Misa en ninguna otra forma, Señor, porque Tú eres la Misa... y Tú
eres el Amor.
San Juan el Evangelista hizo en cierta ocasión lo que yo ansío hacer
ahora; y hasta con el mismo propósito. Por tanto, tomo prestado de él el
principio de su primera Epístola como comienzo perfecto para este libro,
y digo:
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos
tocando al Verbo de vida—porque la vida se ha manifestado y nosotros
hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en
el Padre y se nos manifestó—; lo que hemos visto y oído os lo anunciamos

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a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta
comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos
esto vara que sea completo vuestro gozo» (1 Juan, 1,1-4).
Ahí tienes, Señor, el finís operis, así como el finis operantis. Yo
quisiera que este libro produjera gozo a cada uno de sus lectores. Y «gozo
en su plenitud»; Yo quisiera que se alcanzara esa plenitud de gozo y que
consistiera en esa «unión con el Padre y con su Hijo» de la que habla San
Juan; entendiendo siempre «en la unidad con él Espíritu Santo». Porque
ése es el objetivo de la vida, ya consideremos la vida en su fase temporal,
transitoria, cambiante siempre o ya en su fijeza de la eternidad infinita.
¿No fue ése el objetivo final de toda tu labor y de toda tu obra? Tú querías
que nosotros tuviéramos ese gozo que es lo único que puede satisfacer; y
Tú querías que lo tuviéramos en su plenitud. Por eso es por lo que Tú
ofreciste tu Misa, y por lo qué hiciste posible que nosotros ofreciésemos la
nuestra. Para que pudiéramos tener este gozo no sólo en el «ahora»
permanente de la eternidad, sino en todos los pasajeros «ahora» del
tiempo, Tú te ofreciste una vez de manera sangrienta e hiciste posible
para nosotros él ofrecerte de manera incruenta no sólo ayer, hoy y
mañana, sino durante él día entero y a través de los siglos, las eras, las
épocas y los eones, hasta que él sol se apague y los cielos huyan.
Te doy las gracias por ello, Señor. Pero ahora te ruego desde mi
corazón: permite que yo sea la sencillez misma. Te hago este ruego con la
más ardiente sinceridad, Señor; porque encuentro el mundo de nuestros
días repleto de afectación. Nos -asfixiamos, Señor; tenemos que luchar
verdaderamente para respirar a causa de nuestro exceso de pedantería. Y
lo llamo así deliberadamente, Señor, porque sé que no es sabiduría. Casi
en todas partes se dan la viveza, el pulimento superficial, la elegancia y
hasta la brillantez. Pero ¿dónde están la sinceridad, la solidez, la
sustancia? ¿Dónde están la verdad y la sabiduría? Lo que Juvenal dijo en
su tiempo de la Probitas me atrevo yo a decirlo de la Sapientia en la
actualidad: Laudatur et alget (Es alabada, pero se la deja de puertas
afuera). La verdad es que la sabiduría se encuentra solitaria y no se la
ama. Y esto ocurre, Señor, precisamente porque nuestros pedantes
desprecian esa divina cualidad llamada sencillez.
Nuestro tema no tiene nada de sencillo, Señor. Pero esto no nos
niega la posibilidad de presentarlo con la claridad que se desprende de la
sencillez absoluta. Lo único que necesitamos es ceñirnos a Ti como
modelo, tanto en la literatura como en la vida. Tú hiciste lo abstracto
lúcidamente claro porque eras magistral en tu sencillez. La Misa es un
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misterio, pero no más misterioso que tu divina Providencia. Sin embargo,
aclaraste este misterio despojándolo del menor vestigio de oscuridad,
señalando a los pájaros del cielo y a las flores de los campos. ¿Cabía algo
más sencillo? Y luego están tus parábolas. Con éstas hiciste que las más
profundas e intangibles de las verdades resultasen tan inteligibles y
familiares como nuestro propio nombre. Esta es la clase de sencillez que
imploro, Señor, pues con ella nosotros podremos conseguir que toda clase
de gentes puedan penetrar más profundamente en este sublime misterio
llamado Misa. Este «nosotros» no es editorial, Señor; es real, pues
siempre tengo presente aquella enseñanza tuya: «Sin Mí no podéis hacer
nada» (Juan 15, 5). Estate ahora junto a mí. Voy a dar un ejemplo de esa
otra verdad que es la antiestrofa de tu estrofa. Podré decir con San Pablo:
«Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13).
A este mismo Pablo le dijiste Tú una vez: «Te basta Mi gracia, que
en la flaqueza llega al colmo del poder» (Cor 12, 9). Confiado en esa
gracia y dándome perfecta cuenta de mi debilidad, ansío hacer tu poder
«perfectamente evidente». Por tanto, me atrevo a dedicarme a esta tarea,
que, de otra forma, resultaría presuntuosa.
Aquellos que me han pedido que les enseñe a sacar más fruto de la
Misa, Señor, no precisan de una disertación sobre la historia de los
diversos ritos, ni un ensayo sobre el desarrollo del ceremonial. Tampoco
les resultaría de gran ayuda ningún análisis profundo de las diferentes
oraciones y partes de la Misa. Están familiarizados con el misal y, al
menos, exterior mente, saben participar en la sagrada liturgia. Por eso,
nuestro objetivo está limitado, Señor, y nuestra tarea relativamente alige-
rada. Pero yo sería, no digamos remiso, sino más bien tacaño, si no te
alabara, si no te bendijera, si no te diera gracias por haber inspirado a.
tus universitarios—tus apóstoles y auténticos doctores de hoy—para
escribir sus magnificas obras sobre lo que constituye «el acto principal de
la adoración divina», «la fuente y el centro de la piedad cristiana», como
señaló Pío XII en su encíclica Mediator Dei, del 20 de noviembre de 1947,
sobre la sagrada liturgia.
En este momento pienso en obras maestras, como la de Joseph A.
Jungmann, S. J., El Sacrificio de la Misa. Tratado histórico-litúrgico (1).
Ahí podemos encontrar una historia completa de la Misa desde la
primera, celebrada por Ti en el Cenáculo hasta la última celebrada por Ti
a través de tus sacerdotes esta mañana. También pienso en la obra de
1
Esta obra ha sido publicada en español por la Editorial Herder, de Barcelona, y
por la Biblioteca de Autores Cristianos, número 68, de Madrid.
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Canon A Croegaert: La Misa. Un comentario litúrgico. ¡Con cuánta razón
ha sido considerada como una enciclopedia sobre la Misa! Pienso en
todos esos rimeros de libros recientes sobre nuestro santo sacrificio que
van desde las Investigaciones de los universitarios sobre los orígenes y
desarrollo de la liturgia hasta los estudios sobre los símbolos y los signos
empleados en la Misa, y las obras populares de devoción sobre la Sagrada
Eucaristía. Nadie osa decir que haya escasez de libros valiosos sobre este
tema, ya que puede decirse que todas las fases han sido cubiertas
cuidadosamente por hombres verdaderamente competentes.
Ahora habré de darte las gracias, Señor, por hombres como el Padre
Maurice de la Taille, S. J., y el Padre Eugene Masurs. Estos hombres han
hecho una obra magnífica sobre la Eucaristía. Pero un comentario largo
sobre sus espléndidos estudios estaría completamente fuera de lugar en
este pequeño esfuerzo nuestro, Señor. Siento que nuestros lectores quieren
algo sencillo, sustancial, personal y práctico. Yo creo que podremos
proporcionárselo, Señor, empleando la riqueza que todos estos maestros
extranjeros, pero presentándosela de una forma simple y sencilla.
Permite también que te alabe y te dé gracias, Señor, por el gran
crecimiento del movimiento litúrgico. Ha sido gradual. Hay quien dice
que ha sido incluso lento. Pero crecimiento lento significa siempre
crecimiento firme. Tú has sido un buen Pastor, Señor; no hiciste correr a
tu rebaño.
En el siglo XIX empezaste a dirigirle haciendo que Dom Gueranger,
en Solesmes, redescubriera, como si dijéramos, la riqueza doctrinal y
devocional de la liturgia. Duele hoy día escuchar a algunos modernos
pedantes criticar a este hombre bueno. Claro que su obra era imperfecta.
¿Qué obra humana no lo es? Pero esto no le quita su valor. Hay quienes
la tildan de «monástica», «anticuada» y «estética» cuando serían mucho
más sabios si la calificaran de «apostólica» y de «pastoral». Aquel buen
abad quería convertir la oración de la Iglesia, en la base de la piedad
personal para todos los cristianos. Yo te doy las gracias por el éxito que le
concediste, Señor, y te ruego perdones a sus críticos.
Luego vino tu gran San Pío X, con su restauración de la Comunión
frecuente y su esfuerzo pastoral para conseguir que el pueblo participara
de su santo sacrificio. Su observación de que «la participación activa en
la liturgia es la fuente principal e indispensable del verdadero espíritu
cristiano», se ha convertido en hito y en lema del Movimiento, y en una
tendencia definitiva hacia la verdadera vida y el verdadero vivir cristiano.

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Casi parece que Tú preparaste a Dom Lamberto Readouin para
complementar este pronunciamiento papal. Por la labor que llevó a cabo
en Bélgica para conseguir que la gente usase los misales, participara en
la Misa dialogada, basara su vida en la roca del Calvario, en el sepulcro
vacío y en tu puesto junto al Trono del Padre, creo puede decirse que este
hombre fue el padre del movimiento litúrgico que tan gloriosamente
coronaron la encíclica Mediator Dei de Pío XII y las decisiones del
Vaticano II.
Emplearemos, Señor, algunos pasajes de la obra maestra de Pío XII
para afianzar a nuestro pueblo sólidamente, no sólo en la liturgia, sino en
la vida del Cuerpo Místico. Pero me pregunto si esa obra clásica habría
llegado a escribirse si Tú no hubieras inspirado a hombres como el abad
Ildefons Herwegen y sus monjes en María Laach. Gracias a sus
conocimientos litúrgicos y a sus profundas reflexiones doctrinales, han
sido descubiertos tesoros, que, en cierta manera, transforman la teología
de los Sacramentos, y muy especialmente el de la Eucaristía. Claro que ha
habido temores sobre algunas de sus especulaciones. Indudablemente,
algunas dé ellas fueron demasiado lejos. Pero ¿no ha sido siempre éste él
camino del desarrollo de la doctrina?
Te alabo por Pius Parsch, por Matthias Joseph Scheeben, por el
Padre Danielou, S. J., por el Padre De Lubac, S. J. y por Yves Congar, O.
P. Te alabo por todos aquellos que nos han proporcionado una nueva luz,
una nueva penetración, unas nuevas ideas sobre las Escrituras, la
Tradición, la Teología, la Liturgia y la vida cristiana. Pero, sobre todo,
Señor, te doy gracias por Pío XII, que restauró la Vigilia pascual, cambió
las leyes sobre el ayuno eucarístico, permitió las Misas vespertinas y nos
adoctrinó tan bien y tan sin temor en su Mediator Dei.
Espero haber asimilado algo de estos maestros Señor, y espero que
Tú me permitirás ahora presentarlo en forma que pueda asimilarse
fácilmente cuanto dijeron. Tal vez escandalice a quienes estudian a
algunos de estos maestros la forma en que voy a presentarlos, pero estoy
seguro de que nunca sorprendería a los propios maestros. Porque, aunque
se ha acentuado fuertemente la verdad incontrovertible de que la Misa es
un acto comunitario, un acto que envuelve a todos los miembros del Cuer-
po Místico, yo voy a hablar de la Misa sólo en cuanto afecta al individuo
en el aquí y en el ahora.
Estableceré un contacto personal en dos sentidos de la palabra: el
subjetivo y el objetivo. Hablo a mis lectores. Pero también hablo de mí y
para mí. Solamente podré decir a mis solicitantes cómo sacarán más fruto
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de la Misa si les explico cómo he llegado yo a conseguir sacar tanto de
ella. Porque hace ya treinta años, Señor, que me has permitido ser tus
labios al inclinarme sobre el pan, tu voz al inclinarme sobre el vino. Hace
ya treinta años que me has permitido ser Tú cuando digo: «Este es mi
Cuerpo. Esta es mi Sangre.» Ahora, después de esos treinta años
maravillosos, Señor, cuando me piden que defina la Misa, me alejo del
vocabulario oficial de Trento. Nunca utilizo el texto de ningún catecismo.
No defino, hablando con exactitud. Pero yo sé que esa descripción que
presta vida a la Misa para mí, pueda hacerla viva para todos los demás. A
cualquier hombre, mujer o niño que quiere saber lo que es la Misa yo le
digo: «O admirabile commercium» (Un maravilloso intercambio), A todo
hombre, mujer o niño que quiera sacar más fruta de la Misa yo le digo
ahora: Haz de la Misa lo que Cristo quería que fuera cuando dijo:
«Haced esto, en memoria de Mí.» Haz de la Misa ese admirabile
commercium, ese intercambio maravilloso, en el que Dios se entrega a ti y
tú te entregas a Dios.
Bien sabes Tú, Señor, cómo vivo ese Introibo ad altare Dei (Me
acercaré al altar de Dios), como punto focal de mi jornada. Tú sabes que
tu altar es el centro de toda mi vida y de todo mi vivir; que para mí el
trigo y el vino simbolizan el universo entero. Tú sabes lo que supone para
mí el privilegio de poder celebrar tres Misas sucesivas el Día de Difuntos
y el Día de Navidad. No quisiera abandonar el altar; quisiera repetir una
y otra vez este acto de amor, realizando interminablemente este
«milagroso intercambio». Y Tú sabes bien cuándo y cómo la Misa se
convirtió en la vida para mí. Fue en el bendito momento en que comprendí
que la Misa no es algo, sino Alguien. ¡Que eras Tú! Fue entonces cuando
supe que entre mis manos tenía, desde luego, a la Víctima del Calvario,
pero más como Vencedor que como Víctima; al Cordero de Dios
degollado, sí, pero ahora vivo para no morir nunca más. Una vez que caí
en la cuenta de que es el Señor glorificado el que viene bajo las aparien-
cias del pan y del vino, supe que durante la celebración de la Misa
estábamos mucho más en la gloria que en el Gólgota. Esta verdad cambia
la vida; hace el mundo diferente y convierte el tiempo en un tesoro
inapreciable. Gracias a esta verdad vi lo que es la Misa. Es, fue y será
siempre un acto de amor en que Dios es el Amante que no sólo se entrega
por los hombres, sino a los hombres, y espera que el hombre le devuelva el
amor con la misma medida. Entonces fue cuando vi que la Antífona O
admirabile commercium con que nosotros, los trapenses, saludamos cada

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nuevo día, es tu canción de amor, Señor, y la nuestra. Y, además, es una
descripción perfecta de la Misa.
Se ha dicho que el amor se burla de las definiciones. Puede ser así.
Pero estoy seguro de que cualquiera que haya amado de verdad, no
pondrá nunca en duda la perfección de esta Antífona como descripción
del amor.
Nosotros, los monjes, la cantamos entera todas las mañanas. Es una
cosa hermosa, Señor. Pierde algo con la traducción, pero no su belleza, su
amor o su verdad. ¡Oh milagroso intercambio! El Creador de la raza
humana, tomando un cuerpo vivo, se dignó encarnar en una virgen, y,
convirtiéndose en hombre, sin concurrencia de hombre, nos concede a los
hombres su divinidad. Eso, amado Señor, es amor ¡porque eres Tú! Y eso,
amado Señor, es lo que todos deberían ver cuando contemplan la Misa.
Tú sabes que solicito tu indulgencia para alejarme un poco de la
presentación usual de la Misa, Señor, y Tú sabes por qué la solicito. Todas
las Misas son}/ desde luego, de, por y para todo el Cuerpo Místico, incluso
para toda la raza humana. Pero, puesto que el todo es la suma de sus
partes, y un cuerpo está constituido por sus miembros, todos los seres
humanos pueden decir de sí mismos en relación contigo y con tu Acto de
Amor llamado Misa, lo que decía San Pablo de sí: Dilexit me, et tradidit
semetipsum pro me (Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó por mí) (Gal 2, 20).
El amor es personal, Señor. También lo es la Misa, porque la Misa es
amor. Por ello voy a presentarla como personal.
Tal y como yo la veo, Señor, la pregunta que hacen estas buenas
gentes no es sólo vitalmente importante y personal, sino que es
personalmente vital y de importancia eterna. Porque sería igual buscar
rayos de sol si no hubiera sol, espumas de mar sin mar o flores de lirios
sin bulbos de lirios, que buscar la santidad lejos de la fuente de la
santidad. Tú y tu Misa. Por eso, déjame enseñarles cómo «puedan sacar
más fruto de la Misa», así como a poner más en la Misa, demostrándoles
que la Misa no es algo, sino Alguien, que eres Tú en el más grande de tus
actos de amor, que eres Tú representando este «milagroso intercambio» en
que no sólo tomas nuestra humanidad, sino que nos da tu Divinidad.
Resumiendo, Señor, enseñémosles que ESTO ES AMOR.

14
PRIMERA PARTE

DIOS ESTÁ EN VUESTRAS MANOS

15
CAPÍTULO I

EL AMOR Y LA SANTIDAD

LO QUE SIGNIFICA «ESTAR EN CRISTO JESÚS»

1.

— ¿Qué llevas en la imaginación cuando vas a Misa?


Precisamente hice esta pregunta a un alumno de bachillerato superior
de un colegio católico, y recibí esta contestación, tan sincera como descon-
certante:
— ¡Oh, Dios mío, lo que me molesta dejar la cama!...
Si tú fueras igualmente sincero, ¿sería tu respuesta tan
desconcertante?
Compadezco a cualquier ser humano que tenga semejantes
pensamientos cuando va a lo que es, literalmente, el mayor acontecimiento
posible en la tierra. Pero me da más pena el Dios grande, bueno, santo, que
hizo posible semejante acontecimiento, no sólo todos los días de la
semana, sino cada hora del día y cada segundo de cada hora en algún lugar
de este mundo. Esta generosidad de corazón rebosante, este pordiosearse a
Sí mismo en su amor por los demás, debería ir alcanzando del hombre una
apreciación tan revolucionaria de las vidas que recreara nuestro universo.
Si Cristo se vio forzado, por decirlo así, a decirle a la mujer que se
encontraba junto al pozo dé Jacob, y con la que había cambiado pocas
palabras: «Si tú conocieras la gracia de Dios y supieras quién es el que te
habla...», ¿qué no podría decirnos a nosotros, que deberíamos comprender
y deberíamos saber que en su Misa Él no sólo nos habla, sino que nos
entrega al Unico Verbo de Dios, a Sí mismo?
¿Cómo habría sido tu existencia si Cristo, en su Ultima Cena, hubiera
decretado que un sacerdote sólo podría hacer una vez en su vida lo qué Él
había hecho allí, en, el Cenáculo? O, para ser más concretos, supón que en

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aquella noche única, este mismo Jesucristo hubiera decidido que la Misa
sólo podría ofrecerse una vez cada cincuenta años, y esto solamente en
Getsemaní, en Kentucky, ¿cómo, pasarías tú tus años, tus días, tus horas?
¿No se convertiría este monasterio en el punto focal de tu universo? ¿No
pasarías tus días, tus semanas, tus meses, todos tus años preparándote para
esa mañana única en que vendrías aquí a encontrarte con tu Dios en una
intimidad indescriptible? ¿Cuál sería tu vida si pudieras penetrar tan
profundamente este misterio que llegaras a esa comprensión tan admi-
rablemente descrita en la antífona sobre el «intercambio milagroso»; de
que no sólo son transubstanciados el pan y el vino, sino que tú puedes ser
transformado al hacerte vivir con la vida misma de Dios, y eres asimilado,
como si dijéramos, cada vez más en la Divinidad?
Al enfrentarnos con semejante suposición nos vemos forzados a
admitir que no apreciamos debidamente a Dios y su bondad. No nos
damos cuenta de que no sólo la Misa está viva con Dios, sino que su
objetivo es el de vivificarnos con esa misma vida. ¿Cómo es que no hemos
llegado a darnos cuenta de esto y a comprenderlo? La respuesta es bien
sencilla. No reflexionamos lo suficiente; no penetramos; nos contentamos
con demasiada facilidad con lo que vemos en la superficie. Seamos
sinceros; no hemos comprendido «el don de Dios».
A ninguno nos agrada reconocerlo, pero los hechos son testarudos y
que esto es un hecho se puede demostrar fácilmente si tomamos como
ilustración en primer lugar lo que sucede unas dieciocho veces al año en la
ciudad de Nápoles. En las diversas festividades relacionadas con San
Jenaro, Patrono de la ciudad, un sacerdote toma una pequeña redoma de
cristal medio llena de una sustancia negra y opaca, que se cree ser la
sangre del Mártir, y la acerca a la que se considera, ser cabeza del mismo.
El pueblo, aglomerado en la iglesia en estas ocasiones, ora, y ora de
corazón. Al cabo de cierto tiempo, que oscila entre dos minutos y una hora,
la masa negruzca, hasta entonces sólida e inmóvil, se despega de las
paredes del recipiente, se hace liquida, se torna de color rojizo, burbujea
como si hirviera y aumenta de volumen. Cuando esto sucede, el sacerdote
anuncia: «El milagro se ha producido.» E inmediatamente aquella iglesia
se llena de gritos jubilosos. Se entona entonces el Te Deum y la excitada
asamblea participa en él con entusiasmo.
Las crónicas de estos sucesos se remontan a más de cuatrocientos
años. Pocos serán los milagros, si es que los hay, que hayan sido
examinados más cuidadosamente, más frecuentemente, por gentes de
opiniones más dispares que esta licuefacción de la sangre de San Jenaro.
17
En consecuencia, nadie, por muy racionalista que sea, puede negar que lo
que se dice ocurre, ocurre, en efecto. Es un acontecimiento sobrecogedor.
Nadie puede ponerlo en duda. Pero ¿qué es la licuefacción de una sangre
humana en comparación con lo que tiene lugar en cada Misa? Cuando
cualquier sacerdote se vuelve a los fieles, eleva la hostia transubstanciada
y dice: Ecce Agnus Del (Este es el Cordero de Dios), se refiere a un hecho.
Te está diciendo que mires y veas a la mismísima Persona que los judíos
contemplaron la mañana del primer Viernes Santo, cuando el des-
concertado gobernador de Roma, Poncio Pilato, les dijo: Ecce Homo, y
señaló a Jesús. Es literalmente cierto que es el mismo Jesús, pero ahora se
encuentra en condiciones muy diferentes. Entonces estaba ensangrentado,
apaleado, hecho un guiñapo humano. Ahora está radiante de gloria, tan
resplandeciente como lo estuvo en la Transfiguración. Y, sin embargo,
¿cuál es tu reacción o la del resto de los fieles ante la Misa? Compárala
con la que demuestran los fieles de Nápoles cuando el sacerdote anuncia
que «el milagro se ha producido». Y luego pregúntate: ¿Hasta dónde puede
llegar nuestra superficialidad?
O considera lo que sucede en Roma cuando se proclama un año
jubilar. De todos los rincones del mundo llegan peregrinos, muchos de los
cuales han pasado toda su vida ahorrando para hacer posible ese viaje.
Pero, ¿para qué? Para ganar una indulgencia plenaria. Claro que nadie
pone en tela de juicio el valor de esa indulgencia. Es tal y como se dice:
plenaria. Hace desaparecer todo el castigo temporal debido por nuestros
pecados, por muy espantosos o muy numerosos que hayan sido. Esta es
una misericordia maravillosa por parte de Dios. Pero, ¿qué es en
comparación con lo que transpira en cada Misa y se actualiza en cada
Sagrada Comunión? En Roma es posible la indulgencia. Si se gana o no no
lo sabremos nunca de este lado de la eternidad. En Misa, Cristo es real. Él,
Hijo de Dios, Dios mismo, se halla, presente, no sólo para hacer
desaparecer el castigo temporal debido por los pecados de un individuo,
sino que como el sacerdote dice: Qui tollis peccata mundi (Que quitas los
pecados del mundo). Además, se encuentra allí, lo mismo que está en el
cielo—semper vivens— ¡vivo! Es el Dios vivo y el Dios de todos los vivos
el que se encuentra en todas las Misas. Y se encuentra allí con el propósito
determinado que San Pablo nos dice: ad interpellandum pro nobis. Y aún
más. Se encuentra allí para algo más personal, mucho más personal, más
íntimo, mucho más vital. Está allí para amar y ser amado. Está allí para
entregarse a nosotros y tomarnos para Sí. Está allí para ese «milagroso
intercambio» que lleva a cabo sólo como Dios es capaz de hacerlo:
18
entregándose a nosotros como Alimento y como Bebida, asimilándonos a
Él, más bien que asimilándose Él a nosotros. La Misa en el sacrum
convivium de que nos habla Santo Tomás de Aquino. Ese vivir santamente
unidos en una forma maravillosamente divina. Porque en la Misa, Cristo
no es solamente el Pan vivo, sino también el Pan de vida. Santo Tomás de
Aquino era muy exacto: vitam prestans homini (Cristo da vida al hombre).
Su propia vida divina en y a través de la Misa.
Y, sin embargo, ¿cuáles son nuestros pensamientos cuando nos
dirigimos a Misa?
¿No se ve uno obligado a pensar que habríamos sabido apreciar
mucho mejor la generosidad de Dios si Él no hubiera sido tan generoso?
Vuelve a suponer, como te dije antes, que la Misa fuera ofrecida tan sólo
una vez durante tu vida, y exclusivamente en Getsemaní. ¿No estaría tu
vida dotada de un centro, no tendrías tú una meta muy definida y cada una
de tus horas un significado muy específico? Estarlas esperando ese
momento definitivo en que habrías de encontrarte con tu Dios amante en
persona, no sólo para rendirle homenaje como su criatura, sino para amarle
y ser amado por Él como hijo, suyo. Es más que probable que entonces la
Misa fuera para ti lo que Cristo proyectaba cuando dijo: «Haced esto en
memoria mía» (Luc 22, 19). Sería un ágape, un «banquete de amor».
De haber preguntado a aquel alumno de bachillerato cuáles eran sus
pensamientos cuando se dirigía a ver a una amiga, ¿crees que habría
mencionado el sueño? No sólo se sentiría despierto, sino plenamente vivo.
Su corazón desconocería los latidos apagados y sus pies los pasos pesados
y renqueantes. Esto sería cierto, aunque sólo se sintiera atraído por la
muchacha; doblemente cierto si estuviera enamoriscado de ella, y no
digamos ya si estaba verdaderamente enamorado. Porque en este caso se
dirigiría al encuentro de una persona: alguien con quien pudiera existir un
«intercambio»; alguien a quien él pudiera dar y de quien pudiera recibir
eso que nosotros llamamos amor. Se dirigiría al encuentro de una persona
cuya presencia podía afectar todo su ser.
La palabra «persona» ha sido fuertemente acentuada porque un hecho
poco reconocido es que el amor sólo puede existir entre personas.
Escuchamos a las gentes decir que aman a un perro, a un caballo, a un gato
o a una flor; que aman una canción, un árbol, un libro. Lo que dicen es una
absoluta tontería. Porque el amor sólo puede existir entre personas. Exige
que una persona dé a otra. Si es verdadero amor, la persona que recibe ese
regalo de amor, corresponderá con amor a la persona que lo da. El amor es
un «intercambio». Cuando se encuentra en su plenitud se ve que es un
19
intercambio de su propio ser entre personas; Esto es cierto en él
matrimonio. Es más cierto aún en la Misa.
En consecuencia, el pensamiento dominante en ti al dirigirte a Misa
debería ser: voy al encuentro de una Persona. Esta Persona significa la
vida para mí. Es literalmente cierto que Él es mi vida; porque Él es mi
Dios y mi todo. Es mi Amante... Me dirijo al encuentro de quien me ha
amado antes de que los cielos conocieran un sol o la noche las estrellas;
porque me ha amado «con amor eterno» (Jer 31, 3). Sí, y me ha amado
«hasta la muerte, y muerte en cruz» (Flp 2, 8). Me ha amado como ningún
hombre ni ninguna mujer podrá amarme; porque Él es divino. Me dirijo a
una cita con mi Dios; a un encuentro con quien puede transformarme, que
ansia hacerme mejor de lo que soy, y que puede convertir su deseo en
realidad. Me dirijo al encuentro con mi Dios, vivo y amante, que
verdaderamente palpita por mí con un amor vivo infinitamente mayor aún
que el que una madre pueda albergar en su corazón maravillosamente
amante.
Esto es una realidad. Si fuésemos tan realistas como a veces creemos
serlo, ¿no nos parecería que el tiempo se detenía, que el espacio se disolvía
y que todas las cosas cesaban de ser el apresurarnos a la cita con Aquel que
es el amor por esencia, y que anhela hacernos cada vez más parecidos a
Él?
Recuerdo haber oído cómo un sacerdote que celebraba sus bodas de
oro mantuvo a su auditorio boquiabierto al relatarles cómo había ido
variando gradualmente con los años su actitud hacia la Misa. Confesaba lo
que probablemente todo sacerdote recién ordenado ha de confesar: que la
noche de la víspera de su primera Misa no fue para él una noche. No pudo
dormir. Las horas transcurrían con pasos lentos, como de plomo. Luego,
con la aurora, surgió esa oleada de santa expectación: ese hormigueo en las
yemas de los dedos: ese ansia de todo el ser de encontrarse ante el altar de
Dios y sostener a Cristo en sus manos. La Misa, aquella mañana y muchas
otras mañanas después, estuvo rebosante de gozo espiritual. El Cenáculo,
el Calvario, el cielo mismo parecían más cercanos; más cercanos que la
tierra; más próximos, que el altar. También Cristo era real— ¡vivó!—. Casi
parecía que la hostia consagrada palpitaba. En cambio, ahora, como
celebrante de sus bodas de oro, lejos de la impaciencia del tiempo y de
aquella excitada ansiedad por hallarse ante el altar, sólo sentía una santa
vacilación, casi un santo temor. Porque ahora—dijo—me doy cuenta de
que sostengo en mis manos al Dios vivo.

20
Puedes sentirte ganado, a primera vista, por esta confesión y admirar
a aquel hombre por su aguda comprensión de la majestad de Dios y de la
infinita distancia que hay, y que siempre habrá, entre el Creador y la
criatura. Puede que hasta te sientas tentado de aplaudir su reconocimiento
de la trascendencia de Aquel que es Dios y la consecuente conciencia de lo
indigno que es el ser humano de hallarse en presencia de la divinidad. Pero
yo te ruego que no te rindas a esa tentación hasta que hayamos pensado
esto concienzudamente y hayamos llegado a darnos cuenta verdadera del
carácter con que encontramos a Dios en la Misa.
La segunda Persona de la Santísima Trinidad es la que te encuentras
en Misa. Es divina. Es «Dios de Dios, verdadero Dios de Dios verdadero»,
tal y como cantamos en el Credo de la Misa. Pero no está allí como la
Omnipotencia, aunque su Omnipotencia se encuentre allí verdaderamente.
Por tanto, nunca debes encogerte ante su poder mientras se ofrece la Misa.
Porque el Dios Todopoderoso no se encuentra allí como Todopoderoso.
Tampoco debes retroceder ante su majestad infinita, aunque esa, majestad
se encuentre allí en toda su infinitud. Tampoco hay motivo para ese temor
que se puede sentir en presencia de un juez que va a dictar una sentencia
sin apelación. Cristo, que es la Misa, será un día nuestro Juez, pero en la
Misa no viene como Juez. Sólo se presenta con un carácter: el de Amante.
En la Misa, tú te encuentras con Dios. No lo olvides nunca. Le
encuentras en persona, pero envuelto en la personalidad, si me permites
esta expresión del buen samaritano, del buen pastor o del padre del
pródigo. Realmente se encuentra en la personalidad de quien dirigió su
mirada de agonizante sobre aquellos que acababan de clavarle los pies y
las manos para sujetarle a aquella espantosa cruz, a aquel patíbulo de
ignominia y levantando sus ojos en súplica a su Padre le pidió «que los
perdonara», diciendo «que no sabían lo que hacían» (Luc 23, 34). Esa es la
personalidad con que encuentras a Dios en la Misa. Es la de aquel que casi
posó su última mirada sobre un ladrón que agonizaba junto a Él y le dijo:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lúe 23, 43). Nunca se hará bastante
hincapié sobre la verdad de que en la Misa te encuentras con Dios, pero no
hay que dejar de subrayar que con el Dios que no quiso condenar a la
mujer hallada en adulterio, perdonó a la Magdalena, afirmó rotundamente
haber venido «para los pecadores» y resumió su misión con estas palabras:
«He venido para que tengan vida, y la tengan abundante» (Juan 10, 10).
Siendo éste el carácter con el cual Dios se encuentra con nosotros en
la Misa, comprenderás por qué este anciano sacerdote, tu instructor en este
momento, lejos de experimentar mengua alguna de aquella santa
21
impaciencia experimentada antes de su primera Misa, de ese desvelo y esa
ansiedad por ser investido y por tenerle a Él entre sus manos, conoce ahora
una mayor concentración del tiempo. Mi jornada parece tener sólo una
hora: la hora de Misa. Cada momento me conduce al encuentro con mi
Dios, o me lleva desde el encuentro de hoy hacia mi encuentro de mañana.
Dios es mi vida. Le poseo en la Misa en la forma más tangible posible de
este lado de la eternidad. ¡No es de extrañar, entonces, que la Misa sea mi
vida!
En cuanto a ti, percátate de que en la Misa no te encuentras a Dios
como a tu Hacedor, ni tampoco como tu Juez, ni, en cierto sentido, siquiera
como tu Redentor, sino sólo como tu amante. Porque Él es quien dijo:
«Con amor eterno te amé» (Jer 31, 3). ¿Quién puede repetir hoy lo que dijo
hace tantísimo tiempo: «¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre,
no compadecerse del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara,
yo no te olvidaría. Mira, te tengo grabada en mis manos» (Is 49, 15). Sí, en
esas manos que llevan las huellas de los clavos del Calvario, pero que
ahora resplandecen como soles. Aquí está Aquel que repite con su
presencia que irradia amor, lo que en una ocasión puso en palabras en las
parábolas de Salomón: «Dame, hijo mío, tú corazón» (Prov 23, 26). Le
encuentras como Aquel que dijo: «Venid a Mí todos los que estáis
fatigados y cargados, que, yo os aliviaré» (Mat 11, 28). Ese es el Dios con
quien vas a encontrarte, y ése es el carácter con que le vas a ver. El que «te
amó hasta la muerte», está aguardando en cada Misa para darte vida con su
amor.
¿Crees en el flechazo? Hay quien lo duda, otros lo discuten aún. Hay
incluso quien lo niega. Mi propia opinión sobre esta cuestión no hace aquí
al caso. Pero lo que sí hace al caso y de lo que estoy absolutamente cierto
es de esto: el amor no puede existir en absoluto si no interviene
previamente y de alguna manera la vista. Los escolásticos tienen un
axioma sobre ello que dice: Nihil amatum nisi praecognitium, que quiere
decir que no puedes amar a alguien a quien no conoces. Pero tú no puedes
conocer a alguien a quien no has visto en alguna forma. Por eso el axioma
se sostiene. Como todos los demás axiomas, éste está repleto de sentido
común porque se deriva de la experiencia común. Pero tú puedes ir aún
más lejos. Tú puedes decir que esta experiencia no sólo está basada en la
experiencia común de los hombres, sino en la revelación pública de Dios,
porque Juan, el amado discípulo, escribía en su primera Epístola: «El que
no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no
ve» (1 Juan 4, 20). Esas palabras no podrían haber sido inspiradas por Dios
22
Espíritu Santo si en alguna forma la vista no fuese una necesidad absoluta
para poder amar con alguna realidad. Sencillamente, necesitamos poner los
ojos sobre «el objeto de nuestro amor». Si no los ojos del cuerpo,
ciertamente los del alma. Por tanto, si la Misa ha de ser lo que está
destinada a ser, y si tú has de obtener, de ella todo lo que debes obtener,
sencillamente, tienes que ver a Dios en ella. Tienes que permanecer cara, a
cara con Jesucristo. Verle y ser visto por Él. No existe otra posibilidad,
porque como la Misa es un acto de amor, el primer requisito del amor, así
como su primera intimidad es la vista.
«¡Voy a ver a Dios!» Ese es el único pensamiento dominante que
debería existir en tu mente al dirigirte a la Misa. Vas a verle; vas a tratar
con Él; a encontrarle como amante. Como todo verdadero amante, te
llevará a Sí para perfeccionarte, para hacerte más semejante a Él. Te
transformará con su amor; te hará santo con su santidad, haciéndote así
presentable y aceptable a Dios Padre. Así llegará a ser su Misa ese
«milagroso intercambio». La verdad literal es que será un sacrum facere,
«hacer sacro», del cual se deriva nuestra palabra sacrificio.
Con esas verdades ante ti estás en condiciones de ver por qué la Misa
debe ser tu vida y tu vida una Misa. Porque el objetivo final y glorioso de
tu vida y de todo tu vivir es el de ser santo con la propia santidad de Dios;
el que seas, no sólo aceptable y presentable a Dios, no en el tiempo exclu-
sivamente, sino en la eternidad. La Misa es el manantial de donde brota el
agua viva, porque la Misa es el nacimiento de toda la vida santa, ya que
Jesucristo es la santidad viva. De Él cantamos en la Misa: Tu solus
sanctus. «Tú sólo eres santo.» Pero tú eres su miembro en ese Cuerpo del
cual Él es la Cabeza.

2.

Siendo esto así, ya ves la razón que tenía nuestro profesor de


Universidad al buscar la manera de santificarse a través, de la Misa.
Hablando estrictamente, no existe otra fuente. Ni la vida tiene otro
significado. Tú y yo fuimos creados para ser santos con la santidad de
Dios. Si fracasamos en eso, fracasamos en el vivir. Dios nos dio la santidad
por vocación, como nuestra única carrera, como el único éxito duradero de
nuestra existencia terrena: Ese es el reto, la aventura, la novela destinada a
cada uno de nosotros, nacidos de Adán y Eva y renacidos de Jesucristo.

23
Consecuentemente, sólo «en Cristo Jesús» podemos vivir, movernos y
tener un ser verdaderamente real. Y por eso repetimos: Él es la Misa.
Fue este mismo profesor de Universidad quien me incitó a explicarle
qué significaba precisamente estar «en Cristo Jesús». No es de extrañar
que obtuviese tan poco de la Misa, porque ¿qué puede significar la Misa
para alguno de nosotros si no comprendemos claramente que estamos «en
Cristo Jesús»?
Dios, Espíritu Santo, hizo este magnífico regalo de Dios inteligible
empleando tres figuras que son tan tangibles como tus dedos. La primera
es la de una piedra. En estos momentos nosotros estamos renovando
nuestro monasterio de Getsemaní. El patio ha estado lleno de piedras
durante varias se-, manas. Ayer se subieron algunas de ellas al tercer piso y
se colocaron como alféizares en las ventanas nuevas. Y vamos a emplear
una palabra favorita entre los modernos: esas piedras son «funcionales».
Están sirviendo a un propósito al que nunca hubieran podido servir
yaciendo en el patio. Antes de poder decir que tenían algún valor práctico,
necesitaban convertirse en parte del edificio monástico. Antes de ayer estas
piedras no eran más que unos simples trozos de roca aislados. Ahora están
estrechamente relacionados con todas las demás piedras de la obra y, junto
con ellas, forman un edificio que significa mucho para nosotros los monjes
y, por consiguiente, mucho para Dios. San Pedro, el primer Papa,
dirigiéndose a los primeros cristianos, les dijo que ellos, «como piedras
vivas», estaban «edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios por Jesucristo» (1 Pedro, 2,
5).
Igual que las piedras hechas alféizares se han convertido en partes
integrantes de nuestro monasterio, así los cristianos se integran en Cristo, a
quien San Pedro llama «la piedra viva» y «piedra angular». Nosotros, los
que estamos «en Cristo Jesús», somos parte de la «casa espiritual» en la
que «se ofrecen a Dios sacrificios aceptables». Es tan cierto que nosotros
hemos sido hechos uno con Jesucristo, como que ésas piedras han sido
hechas una con nuestro monasterio. La analogía es buena, pero San Pedro
tuvo que forzar un poco la figura hablando de «piedras vivas». San Pablo
fue más afortunado en la elección de su imagen. Nos proporciona dos que
ilustran la frase «en Cristo Jesús» con mucha más claridad para la mayor
parte de nosotros.
Primero, la de un injerto. En su carta a los Romanos, San Pablo,
hablando a los Gentiles, compara a Israel, el pueblo elegido de Dios, con
un olivo. Admite que «algunas de las ramas han sido tronchadas, y dice
24
que los gentiles, «como olivo silvestre», han sido injertados en lugar de
ellas, haciéndose así partícipes de la pinguosidad del olivo, no han de
engreírse contra las ramas» (Rom 11, 17). Naturalmente, Cristo es «la raíz
y la riqueza» y San Pablo insiste sobre todo en que los gentiles recuerden
«que no son ellos quienes alimentan las raíces, sino que la raíz les alimenta
a ellos». ¡Qué ejemplo tan vivo resulta éste para quien ha visto un injerto o
lo ha practicado! La vida del árbol en que se hace el injerto sube desde las
raíces, penetra en el injerto, y no sólo lo aviva, sino que lo transforma de
manera que se convierte en una parte viva del árbol. Lo mismo nos ocurre
a los cristianos que, a través del Bautismo, hemos sido injertados en Cristo
Jesús. Nosotros vivimos con su vida. Nos convertimos en partes vivas de
su Ser vivo.
El Apóstol emplea un lenguaje metafórico para expresar la realidad,
pero la realidad que describe no tiene nada de metafórica. Nosotros
estamos en Cristo Jesús. En lugar del ejemplo de la rama, puede resultar
más comprensivo el de la raíz que absorbe del suelo minerales sin vida y
los transforma en sustancia viva, elevándolos así a una existencia que
nunca habrían conocido si las raíces no los hubiera absorbido. Jesucristo es
«la Raíz de Jesé». Mediante su sacramento del Bautismo, nos alcanza a
nosotros, tan inanimados como los minerales de la tierra en cuanto a la
vida de Dios concierne, y nos transforma y nos eleva al hacernos vivir con
su propia vida divina. Eso es lo que significa «estar en Cristo Jesús».
El mayor ejemplo es, desde luego, él que da San Pablo en muchas de
sus Epístolas: el del cuerpo, «Por que así como siendo el cuerpo uno tiene
muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son
un cuerpo único, así es también Cristo… Y todos, ya judíos, ya gentiles, ya
siervos, ya libres, hemos bebido del mismo Espíritu... Vosotros sois el
Cuerpo de Cristo y cada uno en parte» (1 Cor 12, 12-14, 27).
No hay duda de que ese ejemplo lo aclara mucho, puesto que cada
uno de nosotros tenemos un cuerpo con muchos miembros, y no sólo
decimos que cada miembro es nuestro, sino que, en cierta manera, cada
miembro es nosotros porque vive con nuestra vida y nosotros vivimos en
él. «Así también es el Cristo». O como lo expresaba San Pablo cuando
escribía a los Gálatas, «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,
20).
Pero aún más que los ejemplos dados por San Pedro y por San Pablo,
prefiero el que nos da el propio Cristo. En la misma noche en que instituyó
la Misa, Cristo nos da, si no el más claro, sí indudablemente el más
inolvidable de los ejemplos. «Yo soy la vid.—dijo—, vosotros los
25
sarmientos. El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto,
porque sin Mí no podéis hacer nada... En esto será glorificado mi Padre, en
que deis mucho fruto» (Jn 15, 5-8).
Tú sabes bien por qué se seca el sarmiento cortado; no tiene en sí la
vida de la vid. ¡Qué lección para la vida y qué lección para el verdadero
vivir representa ante nosotros los cristianos! Si queremos vivir, tenemos
que agarrarnos a la Vid. Si queremos vivir vidas fructíferas necesitamos la
santidad de Cristo circulando por nuestras venas de un modo tan real como
la savia de la vid circula por los sarmientos. Hemos de vivir «en Cristo
Jesús» y «estar vivos para Dios» con la vida misma de Jesucristo.
¿Dónde podremos hacerlo con más seguridad que en la Misa, en la
que nos encontramos con Él, que «es el solo Santo», y encontrárnoslo
como ese amante dispuesto a darnos su amor en forma de vida?
Se ha dicho que los caminos de Dios son «inescrutables». E
incuestionablemente, lo son en muchos aspectos. Pero en esta cuestión de
la santidad, para el pueblo de Dios existe una unidad de revelación que le
proporciona una transparencia cristalina. Porque leemos en el Levítico
cómo habló Dios a Moisés, y a través de él, al pueblo que conducía hacia
la Tierra de Promisión. Le dijo: «Seréis santos porque yo soy santo» (Lev
11-44). Esa orden sólo vino después de que Dios eligió a aquél para su
pueblo y de hacer un pacto con él. «Si oís mi voz y guardáis mi alianza,
vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos—dijo el Señor—,
pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa.» El
pueblo aceptó el convenio: «Nosotros haremos todo cuanto ha dicho Yavé»
(Ex 19, 5-3).
La misma orden y, prácticamente hablando, el mismo convenio, los
volvemos a. encontrar en el Nuevo Testamento, pues en la que bien puede
llamarse la primera de todas las encíclicas papales, San Pedro escribía:
«Conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo, porque
escrito está: Sed santos porque santo soy yo» (1 Pedro, 1, 16). Entonces, el
primer Papa dio el ejemplo ya mencionado al exhortar a los primeros
cristianos: «A Él habéis de allegaros como a piedra viva... Como piedras
vivas sois edificados en casa espiritual y sacrificio santo... Sois linaje
escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para pregonar el
poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pedro, 2, 4-
9). Luego señalaba a la Fuente de esta santidad y de ese sacerdocio
apuntando a Cristo y a su Misa al decir:

26
«Llevó nuestros pecados en su Cuerpo sobre el madero, para que,
muertos al pecado, viviéramos para la justicia, y por sus heridas hemos
sido curados» (1 Pedro, 2, 24).
San Pedro era muy explícito, pero San Pablo fue más rotundo. Casi
todas sus Epístolas comienzan con alguna alusión al hecho de que sus
lectores han sido llamados por Dios a la santidad «en Cristo Jesús», y que
sólo «en Cristo Jesús» pueden responder a^ esa llamada. Los romanos,
corintios, gálatas, efesios, filipenses, colosenses y tesalonicenses leyeron
todos cómo «antes de la fundación del mundo» habían sido elegidos por
Dios «en Cristo Jesús» para hacerse santos; que en Él, y a través de Él,
eran llamados a ser santos.
Lo que Moisés anunció antiguamente a los judíos, lo que Pedro y
Pablo proclamaron a los primeros cristianos, se nos ha dado a conocer a
nosotros, hombres del siglo xx, por cada uno de los vicarios de Cristo en la
tierra en esta centuria. Ellos nos han hecho saber que el único plan de Dios
fue concebido «antes de la fundación del mundo», esto es, «en la plenitud
de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las de la
tierra» (Ef 1, 10,): la santidad de Dios. Por tanto, hemos escuchado el
mandato de Dios: «Sed santos como Yo soy Santo.»
Esa es la orden que hace la Misa para nosotros, tan importante como
el aire que respiramos, la sangre que corre por nuestras venas, el alma que
anima nuestros cuerpos, pues, a través de la Misa, en la Misa y por la
Misa, nos convertimos en santos con la santidad de Dios.
Pero es preciso comprender que para ser auténticamente santo hay
que ser valiente; muy valiente. Porque no sólo no se ha de temer el fuego,
sino que es preciso ansiar ser consumido por él. No existe otro camino,
porque nuestro Dios es Fuego.
Fue singular la. penetración del cardenal Newman cuando, orando
por la santidad, se volvió a Cristo diciendo: «Inunda mi alma con tu
Espíritu y tu Vida; penetra y posesiónate de todo mi ser tan por completo
que mi vida entera no sea más que un destello de la tuya; resplandece a
través de mí y permanece en mí de manera que todas las almas con las que
tenga contacto puedan sentir tu presencia en mi 'alma; que levanten la vista
y ya no me vean a mí, sino sólo a Jesús. Quédate conmigo y entonces
empezaré a resplandecer como Tú resplandeces, a brillar hasta convertirme
en una luz para los demás; esta luz, ¡oh Jesús!, será enteramente tuya, no
mía; serás Tú, resplandeciendo sobre los demás a través de mí.»

27
Esto te proporciona una excelente idea de lo que es la santidad, pues,
para ser exactos, nuestra santidad consiste en una unión amante con Dios a
través de Cristo Jesús. Por tanto, el verdadero vivir cristiano es un contacto
permanente con la divinidad, un cultivo constante y consciente de la
intimidad con el Infinito. Significa, literalmente, que penetramos en el
universo de la propia santidad de Dios. De ahí la necesidad de valor.
Porque la santidad de Dios es la llama—la llama viva del Amor.
Se dice «que el niño quemado teme, el fuego». Esto nunca podrá ser
cierto del Hijo de Dios ni de su actitud con respecto al fuego de la
santidad. Mira a Moisés. El se encontró con Dios. Al principio fue el
fuego. Una zarza ardiendo atrajo su atención. Se aproximó para comprobar
cómo era posible que ardiese sin consumirse. Al acercarse, escuchó que le
ordenaban descalzarse, porque estaba en tierra sagrada. ¿Qué era lo que
hacía qué aquella tierra fuera sagrada? La presencia del Santísimo Dios,
«el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (Ex 3, 4). Dios estaba en aquel
fuego «que ardía sin consumirse». Pero el fuego no era Dios. Sin embargo,
en el Deuteronomio, se nos dice que nuestro Dios «es un fuego abrasador»
(4, 24). Y en É1 hemos de prendernos antes de poder ser santos con la
santidad a la que Él nos llama y que su Hijo hizo asequible para nosotros a
través de su Misa y en su Misa.
Moisés volvió a encontrarse con Dios en el Sinaí y de nuevo era
fuego. También fue en el fuego donde muchos de los profetas encontraron
a Dios. Por ejemplo: Ezequiel, mientras se hallaba sentado junto a las
aguas de Quebar, se vio envuelto en un torbellino, y cuando miró vio a
Dios flameante en su centro. Incluso en la tan celebrada visión de Isaías
hay fuego. Pues cuando este profeta vio al Señor sentado sobre un trono
alto y elevado y su séquito llenando el templo, también vio a los serafines
y escuchó sus cánticos de alabanza que explican la naturaleza misma de
Dios: «Santo, Santo, Santo.» Entonces él se lamentó por tener los labios
impuros. Pero uno de los serafines voló hacia él con una brasa encendida
tomada del altar, y le purificó los labios. Por tanto, ante Dios, que es un
«fuego abrasador», y la santidad subsistente, hay un altar con fuego.
El fuego es sólo una de las formas en que se nos representa la
santidad de Dios, pero probablemente es la más persistente en ambos
Testamentos. Todo lo prefigurado en el Antiguo Testamento alcanza su
culminación y su plenitud cuando llega Cristo, «el ardiente Verbo de Dios»
(Sal 13, 42). Juan el Bautista prometía que el Cristo de Dios bautizaría «en
el Espíritu Santo y en fuego» (Luc 3, 16). El mismo Cristo nos dice que ha
venido a «incendiar» (Luc 12, 49). ¿Qué fuego es éste sino el fuego del
28
Amor y de la Santidad? Él envía á su Espíritu Santo, el Espíritu del Amor
sobre sus Apóstoles; Y le envía en la forma de «lenguas de fuego»
(Hechos 2, 3). Y la última forma en que vemos a Cristo en el Apocalipsis
es con el Espíritu Santo refulgiéndole en los ojos. -
Por eso, si hemos de ser santos, no sólo hemos de aproximarnos a
este Dios, que es un fuego que consume, a este Cristo que vino a incendiar,
a este Espíritu que cayó en forma de llama, sino que en alguna manera
hemos de ser transformados en ellos a través de ellos. Eso es la santidad y
nada más.
Claro que hablamos en sentido figurado. Pero ¿existe otra manera de
hacer más clara esta verdad? La santidad es nuestra vocación «en Cristo
Jesús». Por tanto, hemos de ser transformados en Él... Y tomamos la figura
de la llama, porque entre todos los elementos inanimados éste es el que
está más cerca de la vida. Realiza la mayor parte de las cosas que nosotros
asociamos con la vida: se mueve, asimila, transforma. Toma la materia
combustible y la hace «vivir» con su «vida».
Habrás contemplado cómo una llama se apodera de un leño. Es una
experiencia fascinante, casi cautivadora. La encantadora movilidad de la
llama, azul y dorada, lame los costados del leño, que puede ser de un tono
parduzco, un tocón feo y con escamas. No parece existir ninguna clase de
afinidad entre los dos: la llama parece toda vida, encanto y actividad; el
tronco parece completamente muerto, quieto, casi inmóvil. Conforme
observas, irás viendo la transformación que se va operando. No tardarán en
brotar del tronco, salpicadas, pequeñas lenguas de fuego. Luego, ese brillo
dorado y azul irá creciendo y creciendo hasta envolver completamente al
leño. Por último, el leño y la llama acaban haciéndose una sola cosa. Se ha
operado una transformación total. Es como si lo muerto hubiera cobrado
vida; como si la fealdad se hubiera embellecido; como si lo inerte y
aparentemente inmóvil estuviera ahora en continuo movimiento,
proporcionando hermosura al mismo tiempo que calor y bienestar.
Esto es algo así como un símbolo de lo que se opera en el hombre por
la acción de Dios, que es Fuego y es Llama. Esto proporciona una idea
muy vivida de lo que significa hacerse santo. Significa que hemos de ser
tomados por Dios—el Santo de los santos—y ser cambiados por Él,
transformados por Él, rehechos por Él y, esta vez, mucho más parecidos a
Él.
¿Cómo sucede esto? No. nacimos santos. Nosotros no podemos
hacernos santos a nosotros mismos. Y, sin embargo, o nos convertimos en

29
santos o fracasamos en la única finalidad de nuestra existencia. La Misa es
la respuesta, la única respuesta. Porque la Misa es Cristo y Él solo es
Santo. Pero antes de que esa respuesta llegue a producir mella en nosotros,
tendremos que pasar revista a unas cuantas verdades fundamentales. La
primera de todas, que Dios nos hizo. La segunda, que siendo un Dios
infinitamente sabio, tuvo un propósito al hacemos. Siendo un Dios
providente, tenía un plan según el cual nosotros podríamos llegar a
alcanzar ese propósito.
He de disculparme por presentar estos hechos básicos como si no
hubiera otros hechos mirando; nos casi desorbitadamente, obligándonos
así a detenernos en lo que a muchos parecerá obvio. He aquí algunos de
esos hechos...
La inseguridad es el sello del hombre moderno. ¿Por qué está tan
inseguro? No señaléis a la desintegración del átomo ni a los casi mágicos
IBM. No citéis la última línea amenazadora de los rojos. Estas cosas
podrían contribuir a la inseguridad si los hombres fuesen máquinas o si
tuviéramos aquí «una ciudad duradera». Pero ¿cómo puede existir la
inseguridad en la vida de quien sabe que ha sido hecho por Dios y para
Dios; «que no tiene aquí una ciudad perdurable, sino que busca la que ha
de llegar», que la vida es un vendaval y la eternidad el mañana? ¿Cómo
puede existir la inseguridad para quien posee un mapa detallado de la vida,
un mapa en relieve, que muestra claramente los terrenos que ha de
atravesar, señalando siempre en rojo, con toda claridad, los caminos
seguros que debe tomar para llegar a su destino sano y salvo?
Sin embargo, la inseguridad nos rodea por todas, partes. Se la ve en la
vida, en la literatura, en la escena y en la pantalla. La atmósfera misma
parece estar saturada de ansiedad, de desasosiego, de un miedo paralizante.
Pero no hay necesidad de nada de esto. Lo único que ha de hacer el
hombre moderno—ya sea joven, maduro o anciano—es contemplar a
Cristo y a su Misa. Él es el camino. Los que están «en Él» afrontan el
fuego devastador de las bombas con el fuego constructivo del amor; la
despersonalización de la Cibernética, asumiendo el papel y la
«personalidad» de la segunda Persona de la Santísima Trinidad; oponiendo
a lo pasajero de la tierra y de todas las cosas terrenas la eternidad de la
gracia y de. Dios. Lo tienen todo «en Cristo Jesús». Pero tienen «que
vestírselo». En otras palabras, tienen que convertirse en santos con la
santidad de Dios, y. pueden hacerlo en la Misa, a través de la Misa y por la
Misa.

30
Lo que todo hombre necesita es un principio fundamental que integre
la vida y preste significado a todo el vivir. Ese principio no es difícil de ha-
llar. En realidad, podríamos seguir el más profundo dinamismo de nuestro
corazón y estar a salvo. Pero no es preciso; porque Dios, que puso ese di-
namismo en nuestro ser, ha aclarado y especificado con todos los
particulares la forma en que este dinamismo debe funcionar, no
proporcionándonos un plan detallado que seguir, sino proporcionándonos
una Persona a quien amar y volvernos como ella. Cristo vino a la tierra por
un propósito definido: para realizar el acto de amor que llamamos Misa.
Nosotros, los cristianos, no nos encontramos en la tierra con ningún otro
objeto final. Nuestras vidas han de ser un acto de amor para Dios. Ese acto
podemos realizarlo perfectamente en la Misa, por- que, como tan
bellamente expresa el final del canon, es allí donde por Cristo y con Cristo
y en Cristo Jesús damos a Dios todo honor y toda gloria.
La gloria de Dios es el motivo de la venida de Cristo. La gloria de
Dios es el motivo de que tú y yo existamos. Recibimos el ser y ese ser se
nos conserva con un solo propósito final: glorificar a Dios. Ese es el
primero, el fundamental y el propósito final de nuestras vidas y de todo
nuestro vivir. Eso es cierto, ya vivamos esas vidas en el tiempo o en la
eternidad. Sin embargo, en la eternidad no tendremos ninguna dificultad
para funcionar debidamente. O bien daremos gloria a Dios perfectamente
como santos suyos, o bien la tomará de nosotros como lo hace de los
ángeles que cayeron y fueron condenados. Pero mientras estemos en el
tiempo, siempre existirán el peligro y la dificultad sobre la entrega que
hemos de hacer a Dios de lo que le es debido, siendo lo que fuimos
creados para ser. Por eso es tremendamente importante estar «en Cristo.
Jesús».
Al final de cada salmo, de cada himno, de cada oración en el coro, los
monjes nos inclinamos en adoración y entonamos una doxología.
Alabamos a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo. Damos gloria
a cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. Tanto para mí como
para la mayor parte de los monjes, este cántico no es sólo el epítome de
todo el oficio canónico, sino que especifica el propósito del monaquismo y
de cada monje en particular. No podría contar las veces en que, después de
haber cantado Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto... Y me he
incorporado de mi postura de adoración diciendo para mis adentros: «Esto
sí que es colmar el propósito de la existencia. Esto es vida. Esto es
verdaderamente vivir. Para esto me dio Dios el ser: para, ser una doxología
viva y palpitante.»
31
Y hasta cierto punto tenía razón, pero no del todo. Cierto que hemos
sido creados por Dios para ser doxologías animadas. Pero no es en el coro
ni a través del coro como realmente nos convertimos en tales, sino sólo en
Cristo y a través de Cristo. Y aunque es cierto que el Oficio Divino del día
está dirigido hacia la Misa del día, solamente en la Misa podemos
convertirnos en aquello para lo que hemos sido creados. Porque en la Misa
entramos más plenamente en Aquel que es el Splendor Paternae Gloriae
(Esplendor de la gloria del Padre). Y podemos decir con un especial
significado per Ipsum, et cum Ipso et in Ipso (podemos acentuar lo de in
Ipso), est Tihi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti, omnis
honor et gloria.
¡En qué forma aclara la Misa la vida y específica la naturaleza de la
santidad que debemos adquirir mientras vivimos en la tierra! Con dema-
siada frecuencia pensamos en la santidad en términos de moral. Un
hombre o una mujer son considerados santos si se sabe que guardan los
Mandamientos de la Ley de Dios. Contemplamos el Decálogo como fuente
de santidad. El Decálogo no nos convertiría nunca a ninguno en una de
esas «doxologías animadas» que es el fin primordial de nuestras vidas. Lo
moral es un efecto, no una causa de santidad. Porque, tal y como hemos
llegado a comprender, la santidad es una cualidad ontológica que nos es
concedida por Aquel que es supremamente santo, únicamente santo,
absoluta y esencialmente santo, completamente distinto de nosotros a
quienes, sin embargo, Él concede una participación en su santidad
haciéndonos, como dice San Pedro, «copartícipes de la divina naturaleza»
(2 Pedro, 1, 4). Fue Cristo quien nos alcanzó esta concesión, y la alcanzó a
través de su Misa. Y en ninguna parte estamos más «en Cristo Jesús» de lo
que estamos en Misa.
Fuimos colocados «en Cristo Jesús» por el Bautismo. Aquel
maravilloso Sacramento, selló nuestro nacimiento. Pero no basta nacer; es
preciso crecer. Igual que un niño humano ha de crecer y crecer para poder
ser hombre, así nosotros, los cristianos, hemos de crecer para llegar a ser
Cristo. Esa es la exaltada y exultante realidad de nuestra existencia. ¡Qué
aterrador y qué decepcionante hubiera sido si Cristo no les hubiera dicho a
sus apóstoles, el decimocuarto día del mes de Nisan: «Haced esto en
memoria mía!» (Luc 22, 19). Con esas palabras nos entregó los medios
para hacernos cada vez más parecidos a Cristo. ¿Se pronunciaron jamás
palabras más significativas?
Cierto día, en una de nuestras ciudades occidentales, un periodista
callejero puso un micrófono ante un joven que pasaba y le preguntó:
32
— ¿Cuáles considera usted que fueron las palabas más importantes
que haya pronunciado jamás un hombre?
El periodista llevaba casi una hora haciendo esta misma pregunta a
los transeúntes. Desde luego, eran muy variadas las respuestas que había
recibido. Pero poco esperaba él y los que escuchaban la profunda respuesta
que iba a recibir. El joven desconocido echó una 'mirada al reportero, otra
mirada rápida al «micro», y sin la menor vacilación, contestó:
—Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre...
Y siguió adelante sin volver la cabeza.
Una respuesta fenomenal, ¿verdad? ¡Qué presencia de ánimo la de
aquel joven! Sin embargo, cuando meditas sobre el propósito de la vida y
él significado de tu existencia individual puedes llegar lentamente a
sospechar que, en cuanto a ti, Cristo ha pronunciado otras palabras más
personales y más significativas que aquellas palabras milagrosas que
efectuaron la primera transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo y
en su Sangre. Porque ¿cómo podrías llegar a ser santo con la santidad de
Dios, cómo podrías acaso adorar con un acto digno de tu Dios, cómo
podrías llegar a ofrecerte, como «sacrificio aceptable» a Dios si Cristo
aquella misma noche y durante la misma Cena no hubiera proseguido
diciendo: «Haced esto en memoria mía?» Si Cristo no hubiera hecho
posible la Misa para nosotros nunca podríamos responder al ruego de San
Pablo a los Corintios: «Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el
pecado, le hizo pecado por nosotros, para que en Él fuéramos justicia de.
Dios» (2 Cor x 5, 20-21). ¿Dónde estamos más «en Él» que en la Misa?
Teniendo esto presente, puedes apreciar lo que dijo Bossuet en una
ocasión: «No existe en el universo nada más grande que Jesucristo, y nada
en Jesucristo más grande que su sacrificio, y nada en su sacrificio más
grande que aquel último suspiro y el precioso instante en que se separó su
adorabilísima alma de su adorabilísimo Cuerpo.» Esa fue la descripción
retórica que aquel obispo francés dio de la Misa de Cristo.
Indudablemente, tendría presente lo que la Teología enseña como esencia
de la Misa, la doble consagración que tan dramáticamente simboliza la
muerte de Cristo. Y su descripción es excelente. Pero si agradecemos a
Dios que padeciera la muerte por nosotros, tenemos que agradecerle
mucho, aunque reuniera aquella adorabilísima alma con aquel
adorabilísimo Cuerpo, haciendo aquel «instante precioso», tan bien des-
crito por Bossuet, inacabable, aun cuando en una representación diferente.

33
Cristo hizo todo esto resucitando de entre los muertos. También lo
hizo diciendo a sus apóstoles y a sus sucesores a través de ellos: «Haced
esto en memoria mía.» Porque con esas palabras instituyó tanto el
sacerdocio cristiano como el sacrificio cristiano, sin el cual este
maravilloso mundo nuestro sería, desde luego, «un valle de lágrimas», tú y
yo vagabundos en un desierto sin agua, y todas nuestras cualidades, por
estupendas que fuesen, meras cenizas al viento. Pues si Blaise Pascal tenía
razón al decir que «fuera de Jesucristo, no sabemos lo que es la vida, ni la
muerte, ni Dios, ni nosotros mismos», hubiera sido más exacto diciendo:
«A menos que se esté «en Cristo Jesús», ni se vive ni se muere ni se
encuentra a Dios ni se es uno mismo.»
Los hombres de nuestro tiempo están realizando descubrimientos
fabulosos, alcanzando metas que en tiempos se tuvieron por sueños y
quimeras, conquistando dominios considerados fuera del alcance humano.
Pero ¿qué son todas sus consecuencias, todas sus posibilidades,
invenciones y descubrimientos comparados con lo que tú puedes hacer
cumpliendo ese mandato de Cristo en lo que a ti concierne: «Haced esto en
memoria mía?»
En su breve reinado papal, el difunto Juan XXIII consiguió cambiar
totalmente la atmósfera de la cristiandad llenándola de un aliento
prometedor para el ecumenismo que tan vigorosamente propagaba.
Derrumbó barreras alzadas durante siglos y que muchos consideraban
inexpugnables. Indudablemente, en este siglo de Pontífices notables, él
resultó ser uno de los más notables. Y, no obstante, si hubiera logrado, no
sólo reunir la cristiandad, sino convertir el mundo a Cristo; si de pronto
hubiera sido dotado por Dios con el poder suficiente para cumplimentar
cada sección de su encíclica magistral Pacem in Terris y traer la verdadera
paz con justicia a nuestro mundo en pugna, borrando para siempre la
amenaza nuclear—comparada por muchos a la espada de Damocles, que
sabemos pende de una hebra cada vez más delgada—; si hubiera logrado
que las naciones se despojaran de sus arsenales de bombas desarmándose
verdaderamente, todo ello no habría sido nada comparado con lo que hacía
todas las mañanas en la intimidad de la capilla papal mientras se revestía,
con las vestiduras como el sacerdote más sencillo y decía lo que todos los
sencillos sacerdotes dicen por todo el mundo: Introibo ad altare Del (Me
acercaré al altar de Dios), y ofrecía la Misa.
Esto no es retórica. Es realidad. Por ello, bien puedes preguntarte lo
que tú habrías sido, lo que habría sido de ti sin Cristo y su Misa.

34
El decimotercero capítulo de la primera epístola a los Corintios es
conocido como un himno de amor. Es uno de los más hermosos pasajes de
toda la Escritura. Se ha citado una y otra vez, y seguirá siendo citado en
adelante. Pero para que este primer capítulo quede perfectamente enfocado
ante tus ojos, para darte la comprensión más clara de lo que la Misa es
verdaderamente y de lo que significa para ti, vamos a tomar la palabra
«amor» de las líneas de San Pablo y sustituirla por el nombre de Aquel que
es el Amor—y que fue la Misa—, y que, entonces, este famoso capítulo
diga así:

«Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no estoy en


Cristo Jesús, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si
teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la
ciencia y tanta fe que trasladase los montes, si no estoy en Cristo
Jesús, no soy nada.
Y si repartiera toda mi herencia y entregara mi cuerpo al fuego,
no estando en Cristo Jesús, nada me aprovecha.
El que está en, Cristo Jesús es paciente, es benigno; no es
envidioso, no es jactancioso, no se hincha; no es descortés, no es
interesado, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se
complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera,
todo lo tolera.»

Volviendo a tomar prestado el texto de San Pablo, utilizamos lo que


él empleó como prefacio para ese-magnífico himno de amor y de alabanza,
como clímax para esta señalada alabanza de Cristo que tan
concluyentemente prueba que, en verdad, Él es nuestra vida, nuestro
camino y nuestro todo. Decimos «estad ansiosos por poseer ese don más
precioso que todos los demás».
Acabamos de señalar cuál es el don: la vida «en Cristo Jesús». Nunca
viviréis en Él más plenamente ni más fructíferamente que viviendo en Él
conscientes de su Misa. Porque en la Misa es donde se encuentra a Cristo
como sacrificio, como sacrificante y sacrificándose. También es en la Misa
donde te encontrarás a ti mismo tal y como eres y como lo que siempre has
de ser: el sacerdote que ofrece, la víctima que es ofrecida y el sacrificio
que está siendo ofrecido. Porque en la Misa estás «en Cristo Jesús» para
ser y hacer lo que Él es y lo que Él hace.
Por tanto, no has sacado de la Misa el provecho que debías, porque,
probablemente, no llegaste a comprender que la Misa es un acto de amor,
35
de Dios y tuyo; que la Misa es el admirabile commercium—ese milagroso
intercambio—que cambia toda la vida; que en la Misa el Dios Hijo se
coloca en tus manos para ser ofrecido a Dios Padre en unión con Dios
Espíritu Santo como honor perfecto, alabanza, gloria, y tú te colocas en las
manos de Dios, «en Cristo Jesús», para ser ofrecido a la Cabeza de Dios
por el mismo sublime motivo.
Si hasta ahora no te has hecho tan santo a través de la Misa como
deberías haberte hecho, tal vez sea porque no comprendías que la santidad
es una participación en la naturaleza misma de Dios, que puede obtenerse
sólo en Él y de Él, que participó en nuestra naturaleza humana y se
convirtió en manantial de santidad para los hombres haciéndose Cordero
de Dios al ofrecer su Misa, y haciendo posible para ti el ofrecer a Él y a ti
esa misma Misa única.
Sacarás más y más fruto de la Misa, y te harás cada vez más santo a
través de la Misa, si tratas de estar siempre consciente de la verdad de que
la Misa no es algo, sino Alguien, y que tú, como sacerdote, sostienes en tus
manos a ese Alguien para ofrecérselo a Dios, al mismo tiempo que tú,
como víctima, te colocas en las manos de Él para ser ofrecido «a través de
Él, con Él y en Él», para que «Dios Padre, en unidad del Espíritu Santo,
pueda tener todo honor y gloria».
Bien podría, ser que la mayor parte de tus males brotara del hecho de
que nunca has estado lo suficientemente consciente de tu propio
sacerdocio.

36
CAPÍTULO II

TÚ ERES UN SACERDOTE

«... POR SIEMPRE,


SEGÚN EL ORDEN DE MELQUISEDEC».

Supón que yo te hubiera parado cualquier domingo o día de precepto


cuando te dirigías a la iglesia y te hubiera preguntado lo que ibas a hacer.
¿Qué hubieras contestado? ¿Habrías mencionado algo sobre tu encuentro
con Dios en Persona, y personalmente? ¿Algo de que tenías una cita con tu
Amante? ¿Habrías dicho algo sobre la realización de un acto de amor
dedicándote a ese «milagroso intercambio»?
Es más que probable que tu respuesta hubiera sido negativa. Pero yo
espero que desde ahora en adelante la realidad de la Misa estará tan clara
para ti que no tendrás otros pensamientos predominantes en tu mente ni
ningún otro anhelo palpitando en tu corazón que los de que te encaminas a
amar y a ser amado; que te apresuras para encontrarte con Aquel que se
entregará a ti con esa totalidad que sólo conoce el amor, y a quien tú
puedes entregarte con igual amante abandono.
Si yo te hubiera parado y tu respuesta hubiera tomado una cualquiera
de las formas habituales, tales como: «Voy a Misa», o «Salgo para oír
Misa», o «Voy a asistir a Misa», o «Voy corriendo a la iglesia para estar
presente en Misa», ya tendrías una respuesta a tu primitiva pregunta de por
qué no obtienes mayor fruto de la Misa, y por qué no te haces cada vez
más santo a través de la Misa. Porque cada una de esas intenciones
expresadas denotan pasividad, y lo único que no puedes ser en Misa es
pasivo. El Mandamiento de Cristo fue éste: «Haced esto...» Ordenaba la
acción.
Claro que tú desearás objetar y discutir que el mandato de Cristo iba
dirigido directamente a los once que estaban en el Cenáculo y, a través de
ellos, a sus sucesores, los sacerdotes ordenados por la Iglesia. En otras
37
palabras, insistirás en que los que reciben este mandato son esos hombres
que han recibido el sacramento de las Sagradas Ordenes y tienen el poder
de «hacer esto...».
Tu objeción es incontestable si limitas el sacerdocio en la Nueva Ley
al poder para consagrar el pan y el vino. Pero ¿tienes alguna prueba para
una idea tan limitada del sacerdocio? No sé si recuerdas todo lo que hemos
puesto ante tus ojos referente al pueblo escogido de Dios y que se trataba
de un «real sacerdocio» y «una nación consagrada». No sé si recuerdas lo
que San Pedro decía en la carta que hemos denominado primera encíclica
papal. No sé si recuerdas todo lo que San Pablo enseñaba en sus cartas a
los romanos y a los hebreos. De estas inspiradas páginas de la Sagrada
Escritura se desprende que «todo el pueblo de Dios» posee una forma de
sacerdocio. Tú perteneces al «pueblo de Dios». Por tanto, significará
mucho para ti y. para tu actitud hacia la Misa, que estudies profundamente
tu oficio en la Nueva Ley y su función. Me he atrevido a titular este
capítulo «Tú eres un sacerdote» y a añadir las líneas que se encuentran en
el Salmo 109, «según el orden de Melquisedec». Y para que este nombre
no te intrigue te diré que Melquisedec fue el rey de Salem que ofreció el
pan y el vino. ¿Es preciso acentuar la analogía?
Tú eres sacerdote... Por tanto, sales todos los domingos y fiestas de
guardar hacia la iglesia para cumplir con tus funciones sacerdotales, para
ejercer tu obligación sacerdotal, para ejercer tu sacerdotal privilegio. Tú
vas a ofrecer la Misa. Esa es la única respuesta adecuada a la pregunta que
yo te he hecho supuestamente, porque el ofrecer la Misa es propio del
sacerdocio. Pero si hay algo que un sacerdote no puede hacer mientras
ofrece la Misa es estar pasivo. Comprender tu papel como sacerdote puede
cambiar para siempre tu actitud, no sólo hacia, la Misa, sino hacia la vida
entera. En verdad, cambiará para ti el universo al proporcionarte, como
centro de tu mundo, tu «estar en Cristo Jesús».
¿Cómo es posible que algunos párrocos de buena voluntad puedan
considerar a sus congregaciones dominicales «aburridas»? Esa palabra
tiene una estridencia que me pone los nervios de punta. ¿«Aburridas»
estando casi cara a cara con Dios?
¿«Aburridas» mientras están sentados en el Cenáculo con Jesucristo?
«¿Aburridas» mientras se encuentran con María y con Juan al pie de la
Cruz de la que pende la redención del mundo? ¿«Aburridas» mientras
contemplan al Cordero del Apocalipsis, «en pie», como degollado?
¿«Aburridas» mientras oyen a los «ancianos» ante el trono y escuchan la
celestial liturgia? ¿«Aburridas» mientras están siendo amadas hasta la
38
muerte, y hasta la vida por Dios mismo? Sin embargo, una de las últimas
descripciones de cierta congregación dice así: «... los niños se impacientan,
los jóvenes charlan, los hombres esperan que termine y las mujeres miran
los vestidos de sus vecinas. Todos se aburren.»
Pío XI apunta la causa de este «aburrimiento» al decir que los fieles
adoptan la actitud «de espectadores silenciosos y despegados». La cura
para ese «aburrimiento» nos la da su sucesor, Pío XII, que escribe: «Por
tanto, es deseable que todos los fieles se percaten de que participar en el
sacrificio eucarístico es su principal obligación y su dignidad suprema».
Tampoco te deja a oscuras este Pontífice en cuanto a la manera en que has
de «participar», pues prosigue diciendo: «... no de una manera negligente e
inerte, siendo ocasión de distracciones y divagaciones, sino con una
sinceridad y una concentración tales que puedan estar unidos todo lo más
posible al Sumo Sacerdote... y juntos con Él... y a través de Él..., y en
unión con Él, hacer ellos su propio ofrecimiento de sí» (Mediator Dei,
núm. 80).
¿Que de dónde saca este sabio Pontífice su idea sobre tu «principal
obligación y suprema dignidad»? Pues del hecho, tan poco conocido, de
que Dios te ordenó sacerdote en el Bautismo. Sí; lo mismo si eres hombre
o mujer, convertido o católico desde la cuna, casado o soltero, seglar o
religioso, joven o viejo, culto o ignorante, eres un sacerdote de Dios,
porque en tu alma inmortal fue estampado «el signo sacramental», que
señala y señalará siempre los rasgos sacerdotales del Unico Sacerdote del
Nuevo Testamento: Jesucristo.
Con demasiada frecuencia pensamos en el Bautismo sólo como un
sacramento que nos libra del pecado original y de cualquier pecado
personal que hayamos podido cometer antes de recibirlo. Claro que e}
Bautismo hace esto. Pero hace mucho más aún. Tampoco es suficiente
quedarse satisfechos con-las explicaciones que dan usualmente los ca-
tecismos sobre los efectos de este maravilloso sacramento. Porque aunque
sea mucho lo que dicen, podrían decir mucho más. Muchos te hablarán de
«haber renacido del agua y del Espíritu Santo y, por consiguiente, fie haber
sido hechos hijos de Dios, herederos del cielo, coherederos con Jesucristo.
Seguirán hablando de la infusión de la gracia santificante y sacramental,
hablarán de las virtudes morales y teologales que nos han sido concedidas.
Incluso se detendrán en el hecho de que estamos habitados por las tres
divinas Personas. Pero ¡qué pocas veces se dirá que hemos sido hechos
sacerdotes! Sin embargo, este efecto del Bautismo ha sido reconocido y
enseñado como verdad desde el principio.
39
Ya has visto qué la Escritura está llena de esta enseñanza, pues tanto
el Antiguo como el Nuevo Testamento dicen cómo Dios eligió a su pueblo
para que «fuese una nación de sacerdotes». Ahora echa una rápida ojeada a
la tradición. Los vicarios de Cristo, desde Pedro hasta Pío XII, lo han repe-
tido una y otra vez. El Papa León I lo explica muy sucintamente al decir:
«El Bautismo es la gran ordenación de los seglares» (Sermón IV). Hoy,
casi nunca oímos llamarle «ordenación», pero cada vez con más frecuencia
oímos hablar del «sacerdocio de los seglares». La frase no es nueva. Lejos
de ello, San Jerónimo, allá en el siglo iv, la empleaba, y en relación con su
origen: el Bautismo. Porque en su Diálogo contra los luciferianos habla
«del sacerdocio de los seglares, es decir, del Bautismo» (P1 23, 158, c. 4).
Los Padres y los doctores de la Iglesia, tanto en la oriental como en la
occidental, han enseñado esta verdad explícitamente. Ireneo decía qué
«todos los justos tienen el orden sacerdotal» (Adversus Haereses 4, 8, 3).
Crisóstomo era aún más directo y más concreto. La frase «Tú fuiste hecho
sacerdote en el Bautismo» es su presentación del hecho en su comentario
sobre la Epístola de San Pablo a los Corintios (Homilía 3-PG 61, 417).
Agustín, como bien puedes esperar de él, te coloca «en Cristo Jesús», pues
era un realista para quien el Cuerpo Místico de Cristo constituía la mayor
realidad del mundo, En su Ciudad de Dios escribía: «Decimos que todos
los cristianos son sacerdotes en vista de que son miembros del Unico
Sacerdote» (PL 41, 272).
Tu posesión de este maravilloso don de Dios—tu sacerdocio—puede
intrigar al principio, por ello, deja que Santo Tomás de Aquino te diga
«que todo el rito de la religión cristiana se deriva del sacerdocio de
Cristo». En consecuencia, es claro que el -carácter sacramental es
especialmente el carácter de Cristo, con cuyo carácter son comparados los
fieles por motivo de los caracteres sacramentales, que no son otra cosa que
«ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo que manan del mismo
Cristo» (III, q. 63, a. 3).
El carácter impreso en tu alma por el Bautismo fue un carácter
sacramental. Más indeleblemente aún, si esto fuera posible, fue estampado
en ella -mediante la Confirmación. Es más que probable que siempre hayas
sabido que tenías estos «caracteres» en tu alma. Pero es igualmente
probable que no supieras exactamente lo que eran y por qué estaban allí.
Por eso, escucha a Mathias Joseph Scheeben, que ha sido considerado «el
mayor genio entre los teólogos del siglo xix». «Todos los caracteres—dice
refiriéndose a los que confieren el “Bautismo, la Confirmación y las
Ordenes Sagradas— nos confieren el poder y la obligación de participar en
40
mayor o menor grado en los actos de adoración de Cristo. Sobre todo, el
carácter conferido por las Ordenes Sagradas, permite al sacerdote re-
presentar el sacrificio de Cristo. Pero el carácter bautismal permite a todos
los demás si no re-presentar, al menos ofrecer el sacrificio de Dios como
suyo propio, como un sacrificio que muy ciertamente les pertenece a él o a
ellos por la fuerza de su participación como miembros en el Cuerpo de
Cristo... Cada carácter nos unge y nos consagra para la participación
activa en el sacerdocio de Cristo, ese divino sacerdocio para el cual fue
ordenada su humanidad mediante la unión hipostática» (2).
«La participación activa en el sacerdocio de Cristo...» Esta es la
verdad que tienes que grabar a fuego en tu ser; porque ella te dice con
exactitud científica lo que eres y lo que has de hacer en la Misa. Te permite
comprender precisamente aquello a lo que te exhortaba Pío XI en su
Misserentissimus Redemptor al escribir: «En el augustísimo sacrificio
eucarístico, los sacerdotes y el resto de los fieles han de unir su inmolación
de tal manera que se ofrezcan a sí mismos como hostias vivas, santas y
agradables a Dios... Tienen que concurrir en esta oblación casi de la misma
manera que el sacerdote.» La frase de Scheeben también te permitirá
comprender lo que Pío XII quería decir cuando en su Mediador Dei
escribía: «Que los fieles aprendan a qué alta dignidad han sido elevados en
el sacramento del Bautismo», así como lo que San León el Grande tenía en
el pensamiento al exclamar: «Reconoce tu dignidad, oh cristiano... Lleva
en tu pensamiento de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro».
Puedes preguntarte por qué se te ha hablado tan poco hasta ahora de
esta maravillosa prerrogativa tuya. La explicación es historia y puede ser
muy luminosa. El hecho es que hace unos cuatrocientos años unos cuantos
hombres influyentes tomaron la frase «el sacerdocio de los seglares» y la
utilizaron de tal manera que la convirtieron en grito de combate para
aquellos que finalmente se separaron de la Iglesia. Martín Lutero dijo en
una ocasión: «Todos los cristianos son sacerdotes y todos los sacerdotes
son cristianos.» Lo cual, en sí, es enteramente cierto, y puede ser explicado
en un sentido perfectamente ortodoxo. Pero Lutero no se detuvo ahí.
Prosiguió diciendo: «Anatema a aquel que distinga al sacerdote del simple
cristiano.» Ahí verás la astucia y la sutileza de Satán. El pobre Martín
Lutero había sido conducido a la exageración; y la exageración siempre
contiene error. Nunca demostró ser más cierto el viejo adagio de que «el
que prueba demasiado no prueba nada», pues al exagerar el sacerdocio de
2
M. J. Scheeben: Los misterios del cristianismo. Traducción española por el doctor
Antonio Sancho. Cuarta edición. Editorial Herder. Barcelona, 1964, págs. 619-621.
41
los laicos lo que hacía Lutero era negar todo sacerdocio, ya que negaba el
sacerdocio de las Ordenes Sagradas, el sacerdocio que consagra. Por tanto,
estaba eliminando la Misa, puesto que ofrecer la Misa es la primera fun-
ción del sacerdocio. Pero como no puede ofrecerse ninguna Misa a menos
que exista una consagración, negar el sacerdocio que consagra es negar
todo sacerdocio. Quita la Misa y ¿qué queda de la auténtica adoración
cristiana? El corazón dé la Iglesia quedaría silenciado. El Cuerpo Místico
se pondría muy parecido al cadáver de Cristo en aquel primer Viernes
Santo.
Fue contra esta enseñanza contra la que el Concilio de Trento lanzó
algunos de sus anatemas, uno de los cuales fue muy explícitamente
dirigido contra aquellos que «osen decir que todos los cristianos participan
del sacerdocio, de Cristo en la misma manera». Los teólogos, durante los
cuatro siglos siguientes, se contentaron, en su mayor parte, con repetir lo
que estaba explícito en ese anatema, sin advertir todo lo que de implícito
contiene. El decir que «todos los cristianos no participan del sacerdocio de
Cristo en la misma manera», es decir que todos los cristianos participan en
el sacerdocio en distintas maneras.
Esta fue la verdad que Pío XII enseñó fogosamente durante sus
últimos años sobre la tierra. Porque en su Mystici Corporis, encíclica que
marca muy señaladamente el final de una época e indica el comienzo de
otra, escribía: «En este acto de sacrificio a través de las manos del
sacerdote, cuyas solas palabras han traído al Cordero Inmaculado para que
esté presente en el altar, los fieles, con un solo deseo y una sola oración, se
lo ofrecen al Eterno Padre» (núm. 97).
En esa única frase tienes tres verdades que pueden aclarar tu deber en
la Misa, integrar tu vida y despertarte a la posesión de una dignidad tras-
cendental que nunca puedes perder. Pío XII enseña, en primer lugar, que tú
eres un sacerdote, pues sólo un sacerdote puede hacer lo que él dice: ofre-
cer la Misa. En segundo lugar, que esto lo haces a través de las manos del
sacerdote ordenado, que es el único que ha traído a la Víctima al altar. En
tercer lugar, que tu sacerdocio, aunque real, difiere en su función de aquél
del hombre que ha recibido Ordenes Sagradas. Al consagrar, tú ofreces...
con él y a través de él.
Esto parece bastante claro, pero hubo entusiastas que exageraron la
verdadera enseñanza del Pontífice. Por eso es por lo que en su Mediator
Del existen ciertos pasajes que, a primera vista, parecen contradicciones de
la explícita verdad enseñada en su Mystici Corporis. Pero Pío XII no se
contradecía. Se limitaba a aclarar su anterior enseñanza de tal manera que
42
en adelante nadie pudiera exagerarla con la mayor posibilidad de ser
creído.
Expuesto en forma abreviada, el Pontífice insistía en cuanto hemos
venido señalando en este capítulo: que el hombre que tiene Ordenes consa-
gra; que los bautizados y confirmados sólo pueden ofrecer. Después de
declarar rotundamente que «el pueblo... no puede poseer el poder
sacerdotal de ningún modo, esto es, el poder de consagrar», el Papa
procede casi a dar a luz la otra verdad, pues tras de citar a varios Pontífices
anteriores y a algunos doctores de la Iglesia en relación con tu poder
sacerdotal, se vuelve al propio canon de la Misa y demuestra que tú nunca
deberías permanecer pasivo durante el Sacrificio si quieres ser 10 que eres
en realidad, y hacer lo que Dios te mandó que hicieras. Luego concluye
sus argumentos diciendo: «... está indicado más de una vez (en las
oraciones del canon) que el pueblo participa también en este augusto
Sacrificio en cuanto a que ellos ofrecen lo mismo. Y tampoco es para
maravillarse el que los fieles fuesen elevados a esta dignidad. Mediante las
aguas del Bautismo, así como por derecho común, los cristianos son
hechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo sacerdote, y por el carácter,
que se graba en sus almas, son destinados a adorar a Dios. De este modo
participan, según su condición, en el sacerdocio de Cristo» (Mediator Dei,
núm. 57).
¡Cómo debería estremecernos esta verdad! ¡Cómo debería cambiar la
actitud de todos hacia la Misa! Porque una vez te convenzas de que eres
sacerdote, sabrás con certeza que, aunque te encuentres físicamente fuera
del santuario, nunca lo estarás ele la acción que en realidad tiene lugar
dentro del santuario; que mientras sigues con ojos fijos cada movimiento
del celebrante y escuchas con oído atento cada una de sus palabras, no eres
más que un curioso o un oyente. Tú eres siempre, por siempre, un
participante en los actos, y dices Amén a cada palabra, porque esas
palabras y esos actos son tuyos. San Pío X encarecían todos «no decir
oraciones durante la Misa, sino rezar la Misa». Puedes hacer más directa
aún la sugerencia de este santo Pontífice y decidirte al mismo tiempo a
cumplir tu «deber primordial» y expresar tu «suprema dignidad»,
«diciendo Misa» siempre.
Esto no significa que hayas de utilizar el misal y decir cada una de las
palabras que dice el sacerdote en el altar. Quiere decir, sencillamente, que
has de desarrollar una aguda conciencia espiritual de quien eres, y ser más
firme cada vez en la comprensión de lo que has de hacer en la Misa. Tú

43
ofreces a Dios el Cristo de Dios a través de las manos del sacerdote
celebrante, desde luego, pero el ofrecimiento es verdaderamente tuyo.
Este hecho puede ayudarte a contestar una pregunta que tal vez se ha
planteado en tu mente y que seguramente es probable escucharás a los de-
más. Si solamente tuvieras que oír Misa, estar presente en la Misa, o
asistir a Misa, ¿no satisfaría esta obligación tuya la Misa que vieras y
escucharas en la Televisión? Es evidente que ves al sacerdote y sus
acciones mucho mejor de lo que los ves en la iglesia. No hay duda de que
oyes sus palabras con mucha mayor claridad. Entonces, ¿por qué el ver y
el escuchar, aunque sea tan claramente, no satisface tu obligación? Porque
tú no participas en esa Misa televisada; tú no la ofreces; no puedes estar
activo en ella, porque no eres un miembro de aquella reunión sacerdotal
que se encuentra allí con el celebrante, ofreciendo la sagrada Víctima a
través de sus manos y en unión con él. Naturalmente que podrías ofrecer
esta Misa televisada espiritualmente; pero no podrías ofrecerla prácti-
camente, pues no te encontrarías en condiciones de ejercer con plenitud
ese sacerdocio que es tuyo. Para conseguirlo, tienes que ser uno de la
«congregación» real y físicamente presente allí con el sacerdote
celebrante.
Cuando miramos a una congregación y la vemos como lo que en
realidad es, comprendemos con agradecimiento lo sagrada que es cada
persona bautizada, la maravilla casi increíble del Cuerpo Místico, y
adquirimos una conciencia de la proximidad de Dios que casi nos corta la
respiración. Toma la descripción del párroco, que ya hemos empleado,
mira profundamente a la realidad, y observa cómo cambia el cuadro.
Vio a los niños impacientes. Lo que vio era exacto. Pero miraba sólo
a la superficie, a lo externo. Esos niños impacientes son sacerdotes de
Dios. A pesar de su impaciencia, están verdaderamente ofreciendo a Dios.
A pesar de su juventud, están realizando el más grande de los hechos que
puede realizar el hombre. ¿Qué es un vuelo en órbita, una penetración con
éxito en Venus, Marte, Saturno o la Luna, comparada con lo que están
haciendo esos niños impacientes? Ellos van mucho más allá de todas las
lunas, las estrellas y los soles, hasta el trono mismo de Dios adonde llegan
con la Infinidad en sus manos. Y esto lo pueden hacer porque son
sacerdotes.
Contempla a los jóvenes que el párroco describía como «charlando».
Estos jóvenes hacen mal, desde luego, porque deberían estar hablando con
Dios en lugar de hacerlo uno con otro. Sin embargo, su presencia allí, en
aquella asamblea sacerdotal, le dice más a Dios de lo que ellos se dicen en-
44
tre sí. Y Dios, que todo lo ve, los ve muy diferentes de como lo hace su
párroco, que sólo ve en ellos a «jóvenes que charlan». Dios los ve—y ésta
es la verdad de todas, las verdades, no sólo para estos jóvenes, sino para
todos nosotros—, Dios los ve «en Cristo Jesús» y, por tanto, los reconoce
como su Unigénito. Los reconoce como Cristo en su acto sacerdotal, y los
ama.
Lo mismo puede decirse de los hombres «que están esperando qué
acabe» y de las mujeres que «miran los vestidos de sus vecinas». Todas
estas personas a quienes el párroco considera «aburridas», son sacerdotes
de Dios congregados para cumplir sus funciones sacerdotales. Uno puede
suponer con justeza que este «aburrimiento» no habría llegado a
producirse si los miembros de esta asamblea en particular hubieran estado
conscientes de su sacerdocio. Si hubieran sabido, como Pío XII afirmaba
expresamente que deberían estar conscientes, que «participar en el
sacrificio eucarístico es su deber principal y dignidad suprema».
Participar. ¡Cómo necesitamos, meditar sobre esta palabra, y destilar
de ella hasta la última gota de su significado! Cuando lo hayamos
conseguido, «paladearemos y veremos cuán dulce es el Señor», porque la
participación activa como sacerdote en el sacrificio de Cristo nos lleva a
un contacto tan íntimo, a una unión tan completa con Dios como puede ser
posible en este lado de la eternidad. ¿Qué otra cosa es el hambre y la sed
de nuestras almas? ¿Qué otra cosa ese fuego que arde en nuestro ser y
llamamos deseo? ¿Qué es ese dinamismo, reconocido o sin reconocer, que
produce en nosotros un desasosiego perpetuo, sino nuestro anhelo de
Dios? San Agustín consiguió analizarlo al fin en su propio caso, y nos
ahorra a ti y a mí esa penetración del alma que encontramos en sus
Confesiones. Tu corazón y mi corazón, así como el corazón de San Agustín
y el Corazón Inmaculado de María, fueron hechos para Dios, «y no
conocerán el descanso hasta que descansen en Él». Gracias a Dios, pueden
conocer una especie de semblanza de ese descanso final durante la Misa.
Participar. Esto significa tomar parte. La parte supone un total. Tú
eres parte del único Cuerpo Místico de Cristo. Es el Cuerpo Místico lo que
ves cuando diriges tu mirada sobre una asamblea reunida para la
celebración de una Misa. El Cuerpo Místico es el Cuerpo de Cristo, el
sacerdote. Por tanto, tu deber primordial y tu dignidad suprema consisten
en ofrecer el santo Sacrificio.
Para saber exactamente lo que significa ser un sacerdote, y aprender
con exactitud con cuánta precisión eres tú uno con Cristo y unido a Dios,
toma la definición de sacerdote y mira cómo se aplica primero al mismo
45
Cristo, luego al sacerdote que consagra, y, finalmente, a los fieles. «El
sacerdote es el hombre llamado y ungido por Dios para ofrecer el
Sacrificio Eucarístico.» En, esa definición existen tres elementos: la
llamada, la unción y el propósito exacto de ambos: el ofrecimiento del
Sacrificio Eucarístico. Cada uno es absolutamente necesario. Ahora aplica
esa definición...
Cristo fue llamado. En los Salmos y en la Epístola a los Hebreos
escuchas cómo responde a ésa llamada: «Heme aquí... En hacer tu
voluntad tengo mi complacencia» (Sal 39, 7; Heb 10, 5). Fue ungido
sacerdote en su concepción por la que los teólogos llaman «gracia de
unión». Tú sabes bien cuándo, por qué y cómo ejerció su sacerdocio. En el
Cenáculo tuvo lugar la ofrenda sacerdotal u oblación; bajo los símbolos
del pan y del vino, ofreció su Cuerpo y su Sangre; en el Calvario tuvo lu-
gar la muerte o inmolación. Cuando padeció todo lo que había prometido
en la oblación del Cenáculo, su Cuerpo fue entregado su Sangre
derramada, padeció la muerte. Finalmente, hubo la aceptación por parte de
Dios Padre, manifiesta en la Resurrección, Ascensión y entronización de
Cristo a su diestra (3).
Allí está Cristo hoy como eterno Theotyte, es decir, como quien se ha
entregado y ha sido aceptado por Dios como sacrificio. Allí, Él es el
Cordero degollado desde el comienzo del mundo, como «el Primero y el
Ultimo y el Vivo» que dice: «Fui muerto y ahora vivo por los siglos de los
siglos» (Apoc 1; 17, 18). Precisamente porque es un Theotyte vivo es por
lo que puede existir la Misa sobre la tierra. Por tanto, es necesario que yo,
que he sido llamado por Dios y ungido por Dios, ofrezca este eterno
Theotyte. Hay necesidad de sacerdotes.
El sacerdote que en el altar consagra para ti y hace bajar así al Dios
vivo, al siempre amante Theotyte, bajo las apariencias del pan y del vino,
fue llamado por Dios. Tenía una vocación y la siguió. Que era auténtica lo
reconoció el obispo al hacerle subir al altar para ser ungido con el crisma.
Con esa unción, vino la orden de «ofrecer sacrificio». No puede haber
dudas sobre, el sacerdocio; todos los elementos de la definición se en-
cuentran en él.
¿Y tú? Tú recibiste una llamada de Dios para unirte a su pueblo. Y la
contestaste recibiendo el Bautismo. Ese sacramento fue tu «ordenación» y
tu «unción». De allí recibiste el poder de ofrecer el sacrificio eucarístico.

3
Esta es la teoría de Maurice de la Taille, S. J. Existen otras sobre la relación entre
el Cenáculo y el Calvario, pero ésta es la que más atrae a su autor.
46
Como Cristo lleva en su Cuerpo los cinco signos de su sacrificio
sacerdotal, llevas tú en tu alma el permiso para ofrecer el mismo sacrificio;
porque allí tienes sellado el carácter del sacerdocio de Cristo, que ni el
tiempo ni la eternidad pueden borrar. Dice que has sido llamado por Dios,
ungido por Dios, y destinado por Dios para ofrecer, a través del ministerio
del sacerdote ordenado, y, en unión con él, la «Víctima pura, la Víctima
santa, la Víctima inmaculada», llamada Jesucristo y «por Él y con Él y en
ÉU, a ti mismo.
Esto te convierte en una especie de Theotyte temporal—alguien que
ha sido ofrecido a Dios en sacrificio y ha sido aceptado por Él como suyo
—. Por tanto, no sólo eres santo, sino que eres literalmente sagrado. Pero,
noblesse oblige. ¿Cómo puedes vivir a la altura de esta dignidad? La
respuesta, la única respuesta, es la Misa, porque en ella ejerces tu
sacerdocio y pruebas que has sido «tomado de entre los hombres para las
cosas que unirán a Dios» (Heb 5, 11).
Homo res sacra: «El hombre es un ser sagrado.» Esto rara vez se dice
del hombre hoy día. Sin embargo, es cierto con la veracidad de Dios, y es-
pecialmente cierto de ti, como sacerdote de Dios. Fíjate en esta analogía
para que veas hasta qué punto eres sagrado...
La humanidad adoptada por la segunda Persona se convirtió en
instrumento conjunto con el cual, por el cual y en el cual Dios llevó a cabo
la redención de la humanidad ofreciendo Misa. Nosotros adoramos esa
humanidad porque es la Humanidad de Dios. Es sagrada con la calidad
sagrada de Dios.
Ahora bien: el sacerdote ordenado tiene cierto parecido con esta
Humanidad que Cristo tomó de la carne y de la sangre, de los huesos y de
los tendones de María Inmaculada, para que fueran su «instrumento
conjunto» en la obra de la Redención. Porque, en cierto modo, Cristo
«asume» la humanidad del sacerdote para ser su «instrumento conjunto»
en la aplicación de los frutos de la Redención, aplicación que se realiza
principalmente mediante el sacrificio de la Misa. Tú sabes que en la Misa
Cristo es el principal oferente. Él es el sacerdote principal que ofrece a
través de la instrumentalidad de sus ministros ordenados. ¡Cómo aproxima
esto al hombre ordenado al Hijo de Dios! Igual de cerca estuvieron el
Cuerpo y la Sangre, utilizada por Él para llevar a cabo la Redención.
¡Qué sagrado es el sacerdote!
¡Qué sagrado eres tú! Pues que tú has sido «asumido» de entre la
masa de la humanidad en una unión vital con Cristo el Sacerdote para ser
47
su «instrumento conjunto» y ofrecer con Él, a través del ministerio del
sacerdote ordenado, el único sacrificio de la Nueva Ley: su Misa y la tuya.

48
CAPÍTULO III

TUS MANOS ESTÁN LLENAS BE DIOS

«El que a Mí viene no tendrá más hambre


y el que cree en Mí jamás tendrá sed.»
(Juan 6, 36.)

Cuando el sacerdote, ante el altar, presidiendo prácticamente una


asamblea de sacerdotes, dice después del Ofertorio Orate frates... «Orad,
hermanos», para que mi sacrificio y el vuestro sean aceptables...», ¿te das
cuenta de la gran verdad que dice? Este sacrificio es tuyo.
El seglar que recapacita, si no está muy bien instruido, puede
preguntarte cómo es posible eso si te limitas a sentarte fuera del presbiterio
y a mirar cómo el sacerdote, dentro de éste, va realizando todos los actos
en la celebración de lo que tú llamas Misa. ¿Cómo puede ser tuyo el
sacrificio si todas las palabras son dichas por otro, todas las oraciones
pronunciadas por otro? ¿Con qué validez puede llamarse tuyo este acto, si
al parecer tú no actúas en absoluto? Te arrodillas, te sientas o estás de pie,
cierto; pero, en conjunto, parece haber en ti mucha más pasividad que
actividad. Pareces limitarte a observar y esperar mientras el acto se
desarrolla.
Si eso fuera en realidad todo lo que hicieras en la Misa, existiría una
auténtica razón para preguntar cómo puede ser tuyo el sacrificio. Pero no
habría razón para preguntar cómo sacas tan poco fruto de la Misa o por
qué no te santificas más a través de la Misa. Porque aunque podría decirse
con exactitud que habías «oído» Misa; que habías «estado presente» en
Misa y que «habías ido» a Misa, nunca podría decirse que habías ofrecido
la Misa, o dicho la Misa. Habrías observado, sí, el precepto de la Iglesia
referente a uno de los elementos de la observancia del. «Domingo» o de la
festividad de precepto, pero sin conocer esa intimidad a que Dios te
destinó cuando te hizo sacerdote y te dio poder para ofrecer la Misa.

49
Has de estar poseído, de la manera más vivida y vital, de la
conciencia de tu dignidad como sacerdote y de una aguda concepción del
poder personal que esta prerrogativa té otorga si la Misa ha de constituir
esa íntima experiencia del encuentro del hombre con el Dios-Hombre, casi
cara a cara, de sostenerle en tus manos, y poderle elevar al Padre como
adoración perfecta, gratitud infinita, reparación completa e intercesión que
no puede ser rehusada. Mientras no desarrolles esta conciencia, habrás de
seguir preguntándote toda la vida cómo este sacrificio puede ser tuyo.
Mirando sólo al exterior, esta pregunta parece infundada, por ser el
sacerdote del altar quien descubre el cáliz, quien aparta la palia, eleva la
patena que contiene la hostia y hace el ofrecimiento diciendo: Suscite,
Sancte Pater... «Recibe, Padre santo, esta hostia inmaculada, que yo,
indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, mi Dios vivo y verdadero, por mis
innumerables pecados...»
Esta oración magnífica parece ser exclusivamente del sacerdote del
altar. Esto es cierto hacia el final de la misma, cuando incluye «a todos los
fieles cristianos vivos y difuntos», pero el verbo, la palabra de la frase que
opera, está en singular: «Yo—el sacerdote del altar—te ofrezco...»
Es un hecho que el mismo sacerdote pasa al plural mientras mezcla
unas cuantas gotas de agua con el vino que está a punto de ofrecer y
pronuncia una oración que dice verazmente, tensamente, triunfalmente,
precisamente, lo que es la Misa, mientras describe ese «milagroso
intercambio». Dice así: «¡Oh Dios!, que de modo admirable creaste la
dignidad de la humana naturaleza y de modo más admirable la restauraste,
danos por el misterio de esta agua y de este vino participar de la divinidad
de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que se dignó participar de nuestra
humanidad.» El plural se encuentra desde el principio al fin; el «in-
tercambio» es especificado. Pero es sólo el sacerdote oficiante el que dice
esta oración oficial, y será sólo el sacerdote oficiante quien eleve el cáliz
que contiene el agua y el vino. Por último, sólo el sacerdote oficiante es
quien dirá a Dios que se lo ofrece a Él «por nuestra salvación y la de todo
el mundo». Y así, la pregunta sigue en pie: «¿Cómo puede ser tu
sacrificio? ¿Dónde está tu participación en él? ¿Cuándo, cómo y dónde
apareces como sacerdote?
Claro que puedes responder que la Misa es un acto repleto de todos
los signos y de todos los símbolos, que realmente tienen significado y que
tú estás simbolizado en el agua que el oficiante acaba de mezclar con el
vino para ofrecérsela a Dios. Esto es perfectamente correcto. Pero ¿qué
participación has tenido en el ofrecimiento? ¿Cuándo has realizado alguna
50
función sacerdotal? ¿Es ésa la única forma en que te conviertes en uno con
el sacerdote oficiante?
Estas preguntas son agudas y personales. Todos necesitamos afrontar
estas investigaciones para acelerar nuestra conciencia de que la Misa es
nuestra, de todos y de cada uno de los que nos encontramos reunidos en la
iglesia para la celebración del santo Sacrificio. Pues tal asamblea es una
reunión del «pueblo santo de Dios», de la «nación de sacerdotes» de Dios,
y la Misa es el acto sagrado de la comunidad de Dios, Cuerpo Místico de
Cristo, que existe para vivir y actuar como una comunidad viva y activa,
como un Cuerpo, bajo la presidencia y la dirección del oficiante, del
sacerdote ordenado. Por eso merece la pena que todos examinemos con
rigor esta pregunta: ¿cómo es tuya la Misa?
Naturalmente, nadie pondrá en duda el hecho de que cuando el
sacerdote oficiante eleva la patena con el pan y el cáliz con el vino, y hace
una oración de ofrecimiento, está realizando una acción sacerdotal. Pero
¿cómo puede ser tuya esta acción?
Sólo el celebrante ofrece la hostia y sólo el celebrante ofrece el vino.
Y designa lo que ofrece con palabras precisas: hanc immaculatam hostiam
—«esta hostia inmaculada»—et calicem salutaris —«y el cáliz de
salvación»—. No dice que él esté en aquella hostia ni en aquel cáliz-.
Tampoco dice que tú te encuentras en el agua recién mezclada con el vino.
Y tiene razón para no decirlo, porque esa hostia y ese cáliz, con su agua y
con su vino, sólo tendrán el significado de la Misa después de que la,
sustancia del pan y la sustancia del vino se hayan rendido, y Jesucristo, el
Dios-Hombre, el eterno Hijo del eterno Padre, con su Cuerpo y su Sangre
gloriosos, su adorabilísima alma humana y su divinidad siempre adorable,
haya tomado su puesto bajo las apariencias de esa hostia y bajo las apa-
riencias de ese vino mezclado con agua. Porque la Misa es el ofrecimiento
a la Cabeza de Dios del Hijo de Dios hecho Hombre, con todos los
infinitos merecimientos que ganó en el Calvario. No hay que olvidar jamás
que en este santo Sacrificio sólo existe una Víctima, pues fue solamente el
Inmaculado Cordero de Dios el que derramó su Sangre por la remisión de
nuestros pecados. Por ello, el sacerdote oferente es perfectamente exacto al
mencionar nada más el pan y el vino en su ofrecimiento, y no hacer
mención alguna de sí ni de ti. Bossuet lo expresó con precisión cuando
dijo: «Nosotros presentamos Jesucristo a Dios como nuestra única Víctima
y nuestro único Expiador mediante su Sangre, protestando que no tenemos
nada que ofrecer a Dios como no sea Jesucristo y el mérito infinito de su
muerte.».
51
Así, pues, hemos de comprender que en la Misa no hay más que un
gran ofrecimiento, así como sólo hay uno que se ofrece: Jesucristo. Pero
hay dos lugares en que las oraciones de la Misa hablan explícitamente de
este ofrecimiento: uno, el que se conoce oficialmente como Ofertorio,
cuando el sacerdote que oficia ofrece el pan y el vino, como acabamos de
ver. Otro, después de la Congregación, cuando el sacerdote oficiante
ofrece el pan y el vino transubstanciados. Por tanto, es evidente que ambas
oraciones de ofrecimiento se refieran al único ofrecimiento: Jesucristo. Por
eso, hay que evitar la confusión mientras persistimos en la investigación de
la cuestión. ¿Cómo es tuyo el sacrificio? ¿En qué acto tomas parte como
sacerdote? Tu sacerdocio tiene que centrarse sobre el ofrecimiento, pues
eres tan sólo un «sacerdote oferente». ¿Dónde funcionas como tal?
Los Padres del Concilio de Trento, guiados por el Espíritu Santo,
enseñaron y subrayaron que la Misa no es un nuevo sacrificio realizado
por Cristo, sino el sacrificio hecho por Él en la Cruz. Es muy probable que
tú hayas recordado esta verdad y hablado de ella repetidamente, al decir
que la. Misa es el mismo sacrificio de Cristo, por ser ofrecido por el
mismo Sacerdote (Cristo), que ofrece la misma Víctima (Cristo), y que lo
que varía es la manera de ofrecerla. En el Calvario fue de forma cruenta;
en la Misa es de forma incruenta. Tú lo has oído. Tú lo has recordado. Tú
le has dado un indudable asentimiento. Pero ¿has llegado a captar todo
cuanto lleva implícito esta llana explicación dada por Trento? ¿Has
escuchado alguna vez todo lo que los Padres conciliares dejaron sin decir?
Cristo vivió sobre la tierra en el tiempo. Cristo murió en el tiempo y
fue enterrado en la tierra.
Cristo resucitó en el tiempo de entre los muertos y se mostró vivo en
la tierra durante cuarenta días. Luego, en el tiempo, Cristo ascendió desde
la tierra y fue entronizado en la eternidad; entronizado como Theotyte, esto
es, como Víctima del sacrificio aceptada por Dios, convertido así en la
eterna Victima-Vencedora. Pero mi Misa de esta mañana ha tenido lugar en
el tiempo, y en la tierra, de los cuales Cristo—el Oferente, el Ofrecido y el
Ofrecimiento—se ha ido. ¿Cómo es que ha vuelto a la tierra y al tiempo?
Sólo a través de mi sacerdocio como instrumento.
Si yo no le hubiera prestado esta mañana a Jesucristo mi respiración,
si no le hubiera prestado mis manos, mis labios, mi mente, todo mi ser,
para que Él pudiera ofrecerse a Sí mismo a través de mí, pronunciando las
palabras de la Consagración a través de mis órganos vocales, a pesar de ser
Dios Todopoderoso, no podría haber venido bajo las apariencias de la
hostia que yo puse en mi patena, ni bajo las apariencias del vino que
52
derramé en el cáliz. Dios Todopoderoso me necesitaba para la Misa que Él
ha ofrecido esta mañana a través de mí. Claro que sin mí Él habría
permanecido ante Dios como Víctima vencedora y habría seguido in-
tercediendo por nosotros en el cielo; pero sin mí no habría podido ofrecer
la Misa desde el altar ante el que yo me encontraba, ni en el momento en
que yo actuaba como su «instrumento conjunto». Ya ves, pues, todo lo que
el sacerdote ordenado significa para Jesucristo. Prácticamente, Cristo no
puede vivir sacramental ni sacrificialmente en la tierra sin él. Esta mañana,
mis manos estaban llenas de Dios. En sentido muy, real, depende de mí el
que mañana vuelvan a estar llenas de Él.
Pero, ¿en qué forma te ayuda esto a contestar la pregunta que va
poniéndose candente de cómo es tuya la Misa? ¿En qué actúas como
sacerdote? No hay más que una respuesta, puesto que en mi Misa de esta
mañana Cristo era el principal Oferente; yo, su «instrumento conjunto» y
oferente secundario; lo mismo habría sido tú de estar presente en mi Misa;
porque tú habrías hecho el ofrecimiento a través de mí. Podríamos decir
que por tu mera presencia yo habría aceptado de ti un poder para actuar en
tu nombre, para presidir como apoderado tuyo esta celebración, que sería
una cuestión de cooperación. El pan ofrecido no lo habríamos producido ni
tú ni yo, ni nadie de nuestra asamblea. Y lo mismo el vino, que no sería de
nuestra cosecha. Pero no habrían sido ofrecidos por nosotros como
símbolos de nosotros mismos, en primer lugar, sino para ser
definitivamente ofrecidos como Cristo ofreció el pan y el vino en el Ce-
náculo: como su Cuerpo y como su Sangre en el Sacrificio. Y, sin
embargo, también serían ofrecimientos nuestros, porque ambos habríamos
tenido la intención de hacer «en Cristo Jesús» lo que Él hace ahora ante el
trono de Dios. Como yo era la extensión de Cristo en cuanto Él actuaba a
través de mi persona, también habría sido una extensión de tus manos, ya
que yo habría levantado la hostia en tu nombre; y ambos habríamos
ofrecido a Dios aquello que no tardaría en ser el Dios-Hombre, «en quién,
a través de quién y con quién» seríamos nosotros también ofrecidos al
Dios Padre en unidad con el Espíritu Santo, para darles «todo honor y
gloria».
Estamos profundamente adentrados ya en el misterio de Cristo y en el
misterio de la Misa. También nos encontramos en la profundidad misma
del carácter sagrado que nosotros tenemos «en Cristo Jesús». Él es el
sacerdote por excelencia, el único Sacerdote del Nuevo Testamento. Yo
soy sacerdote por su sacramento de la Sagrada Ordenación. Tú eres
sacerdote por la ordenación recibida en el Bautismo. Y los tres ofrecemos a
53
Dios «este agradable sacrificio de alabanza». Cristo no se separa nunca de
sus miembros. En consecuencia, nosotros, no sólo ofrecemos, sino que
somos ofrecidos, porque la
Misa es este ofrecimiento del Cristo completo. Cabeza y miembros.
Es el único ofrecimiento sacerdotal del Nuevo Testamento y es ofrecido
por cada uno de nosotros de manera específica, ya que todos hemos
recibido alguna participación en el único sacerdocio de Jesucristo.
Contempla atentamente las similitudes y las diferencias que hay entre
el Cenáculo, la Cruz y la Misa. En el Cenáculo, Cristo hizo lo que nosotros
hacemos en la Misa: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo entregó
diciendo: «Este es mi Cuerpo.» Nosotros hacemos lo mismo en todas las
Misas. Pero en el Cenáculo Él añadió lo que nosotros no podremos añadir
nunca, «... que será entregado por vosotros». En la Misa ofrecemos ese
Cuerpo como ya entregado y aceptado. Ese Cuerpo, tal y como está ahora:
glorioso e inmortal. En la Cruz, Cristo se entregó tal y como se encontraba
entonces: en su Cuerpo físico. Se ofreció a Sí mismo solo. En la Misa, el
mismo. Cristo se entrega tal y como está ahora: en su Cuerpo físico
glorificado, que es la Cabeza del Cuerpo Místico. Por eso, cuando se
ofrece ahora a Sí mismo, no lo hace sólo, sino como está en la actualidad:
unido a todos sus miembros místicos. Por eso, en cada Misa, tú y yo somos
ofrecidos «en Cristo Jesús».
Hemos de señalar, sin embargo, que esta clase de «ofrecimiento» no
es tuya ni mía. Nosotros somos ofrecidos en cada Misa en todo el mundo;
pero no en todas las misas oficiamos como sacerdotes. Desde luego, yo no
«consagro» todas las hostias ofrecidas. Tampoco «ofrezco»
inmediatamente cada hostia que ha de consagrarse, ni tú tampoco. Sólo en
las Misas particulares, en las que te unes deliberadamente con Cristo y con
su sacerdote, que consagra ante ti, es en donde funcionas como «sacerdote
oferente». Por eso es por lo que el Papa Pío XII te previene en su gran
encíclica sobre la Liturgia: «Los fieles no han de contentarse con tomar
parte en el Sacrificio Eucarístico por la intención general que todos los
miembros de Cristo e hijos de la Iglesia deberían tener. También deberían,
según el espíritu de la Liturgia, unirse estrecha y decididamente con el
Sumo Sacerdote (Cristo) y su ministro en la tierra (el sacerdote que
consagra)» (Mediator Dei, núm. 65).
¿Cómo haces esto? No sólo con palabras, sino con actos de tu
voluntad, de tu corazón, de tu alma, de todo tu ser. Dándole significado al
Ofertorio, ofreciéndote tú mismo con todo lo que tienes, con todo lo que
eres, a Dios «en Cristo Jesús». Y no puedes hacerlo dé mejor manera que
54
empleando las mismas palabras que yo empleo ante el altar, y
empleándolas al mismo tiempo. No es absolutamente esencial que lo
hagas; pero sí es esencial, si vas a ofrecer la Misa como sacerdote, que tú
actúes «en Cristo Jesús» a través de Él y con Él.
¿Qué es lo que hace sublime todo esto? Los actos de tu inteligencia y
de tu voluntad; los actos más elevados de los que eres capaz como hombre.
Pero este ofrecimiento como sacerdote no será un acto meramente
humano; será elevado por la gracia a un dominio mucho más allá de lo
humano. Estarás actuando como hijo de Dios en el Unigénito de Dios, a
través de su Espíritu Santo. Actuarás como lo hacen todos los sacerdotes
cuando realizan su función sacerdotal; actuarás en la Trinidad. Estarás en
el universo de la Divinidad. Porque la Misa, definitivamente analizada, es
un acto de Dios. Estrictamente hablando, ningún hombre puede ofrecer la
Misa. Sólo puede hacerlo el Dios-Hombre. Pero Él lo hace a través de
hombres elegidos que se entregan libremente para ser sus instrumentos. Tú
eres uno de éstos...
Por eso deberías estar despierto, ¡muy despierto!, en el Ofertorio y
despertarte a ti mismo como sacerdote de Dios, para, mediante estos actos
específicos de la voluntad y de la inteligencia, poder colocarte en la patena
con el pan de trigo y en el cáliz con el agua mezclada con vino, dándote
cuenta exacta al mismo tiempo de lo que este pan y este vino representan
ahora y a quien no tardarán en rendir su sustancia. Luego puedes ofrecer a
Cristo Jesús al Dios Padre y a ti mismo «en Cristo Jesús»». Eso será
ejercer tu sacerdocio «según tu propia condición» y haciendo
verdaderamente que este sacrificio sea tuyo propio.
Es poco o ninguno el valor intrínseco del pan y del vino, pero incluso
en el Ofertorio están cargados de significado. Significan Cristo. Significan
tu persona. Me significan a mí. Significan todo el Cuerpo Místico, la
Iglesia entera, desde el Pontífice reinante hasta el último niño bautizado.
Recibirán el valor en la Consagración y es para la Consagración para lo
que en realidad los ofrecemos. ¡Es para la Consagración para lo que
realmente nos ofrecemos nosotros! Por tanto, la ingrávida oblea de trigo y
la cantidad de vino que casi no se puede medir, tienen un significado
personal y están pictóricas de significado, incluso para nosotros, en el
Ofertorio. ¡Cuánto más no lo será en la Consagración! Entonces nos
ofrecemos nosotros verdaderamente «en Cristo Jesús»,
Te ruego de nuevo que no te dejes desconcertar por el hecho de que
hablo de ofrecer pan y vino propiamente en el Ofertorio, y a continuación
te digo que ofrezcas al Jesucristo vivo, presente bajo las apariencias del
55
pan y del vino tras la Consagración. Estos no son dos ofrecimientos
diferentes. La Misa no es más que un ofrecimiento único: Jesucristo. Pero
ello no está realmente en nuestras manos hasta después de la
Consagración. En el Ofertorio estaba en nuestras manos, pero sólo sim-
bólicamente. Por tanto, después de la Consagración, le ofreceremos tal y
como es ahora: Cabeza viva, amante y gloriosa del Cuerpo Místico; con-
secuentemente «por Él y con Él y en Él», nos ofrecemos nosotros mismos
y todos sus miembros. Y tú desearás decir con el sacerdote que ha consa-
grado.
«Por esto, recordando, Señor, nosotros, tus siervos, y también tu
pueblo santo, la bienaventurada pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo,
Señor nuestro, y su resurrección de entre los muertos, como también su
gloriosa ascensión a los cielos, ofrecemos a tu excelsa Majestad de entre
los mismos dones y dádivas que nos has dado, la Víctima pura, la Víctima
santa, la Víctima inmaculada, el Pan santo de la vida eterna y el cáliz de
eterna salvación...
Te suplicamos humildemente, Dios todopoderoso, mandes que lleven
estos dones las manos de tu Santo Angel a lo alto de tu altar, ante la
presencia de tu divina Majestad, para que cuantos, participando de este
altar, recibamos los sacrosantos Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos
colmados de toda bendición y gracia celestial. Por el mismo Cristo nuestro
Señor...
Por el cual sigues creando, Señor, todos estos bienes, y los santificas,
y les das vida, los bendices y nos los repartes. Por Él mismo y con Él
mismo y en Él mismo, a Ti, Dios Padre todopoderoso, en unidad del
Espíritu Santo, todo honor y gloria. Por todos los siglos de los siglos».
Ahí tienes la expresión perfecta y precisa, no sólo de quien eres y de
lo que eres, sino también de lo que estás haciendo. Gracias a estas
oraciones puedes ofrecer la Misa debidamente, haciendo un uso pleno e
inteligente de tu participación en el sacerdocio de Cristo Jesús.
Esas oraciones sirven también para aclarar lo que a primera vista
habría podido parecerte confuso, porque te dicen con lenguaje inequívoco
que los dones que te han sido concedidos por Dios, el pan y el vino
elevados a Dios en el Ofertorio, han sido elevados por un único motivo:
para convertirse en el don único que es la Misa: Jesucristo, su único Hijo,
y en Él todos sus miembros místicos.
Si tienes motivos para estar bien despierto en el Ofertorio, muchos
más tienes para estarlo en el Ofertorio que se hace después de la
56
Consagración, pues aquí está. Aquel que es la Misa, en su acto total de
Amor. Como Amante generoso que es, se coloca en tus manos tal y como
está ahora, en una rendición completa y total de amor. Él se entrega a ti:
glorificado, adorabilísimo, Hombre perfecto, Dios verdadero. Se entrega a
ti para ser ofrecido al Padre. Se rinde en tus manos para que tú puedas
actuar como sacerdote, hacer tuyo su Sacrificio. Ciertamente, en la Misa
tus manos están llenas de Dios.
Como ves, el ejercicio de tu sacerdocio descansa en la fe. Cuanto más
viva sea tu fe, más viva será la conciencia de tu sacerdocio, más se elevará
la llama de tu amor por Jesucristo y por su Misa. Como la llama, crecerá y
disminuirá, de acuerdo con los diversos grados de tu conciencia de sacer-
dote, yo te digo lo que San Pablo dijo en otro tiempo a su amado Timoteo:
«Haga el Señor misericordia a tu oficio» (2 Tim 1, 16). En otras
palabras/aviva tu fe.
Aquí es donde se prueba la fe como en ninguna otra parte. El pan y el
vino pesan al ser humano en la balanza que significa la vida eterna. La
Misa es el Mysterium Fidei, «la roca movediza» sobre la cual cayeron los
judíos, «el absurdo» del que se burlaban los gentiles, «pero poder y
sabiduría de Dios para los llamados» (1 Cor 1, 23-24). Para nosotros, los
que hemos sido hechos sacerdotes, la Misa es la venida de Cristo en
persona, el Jesús vivo y glorificado que viene para ser el don que podamos
ofrecer a Dios. Viene para amarnos, para darnos vida con su amor—su
propia Vida—, realizando ese «milagroso intercambio». Pero aún no lo
hemos dicho todo. Cristo viene para ser nuestra comida y nuestra bebida.
Nunca llegarás a una compresión auténtica de lo que es la Misa hasta
que escuches resonar las palabras comida y bebida con todas las resonan-
cias que tuvieron el día en que Cristo las pronunció en Cafarnaúm por vez
primera. Jesucristo, a quien con tanta frecuencia designamos como «el
dulce Jesús», comenzó su conversación con los judíos empleando palabras
que nada tenían de dulces. Leyendo el sexto capítulo de San Juan, nos
enteramos de que el día antes Jesucristo había multiplicado cinco panes de
cebada y dos pescados para alimentar a una muchedumbre de cinco mil
personas. Aquella noche había caminado sobre las aguas del lago
Tiberiades, se había reunido con los discípulos que luchaban con el mar
embravecido a tres o cuatro millas de la costa, y con ellos había navegado
hasta Cafarnaúm. Por la mañana, los judíos que se habían alimentado con
los panes y los peces multiplicados cruzaron el, mar en busca de Jesús.
Cuando le hallaron y le dijeron que le habían andado buscando, Él les dijo
bruscamente: «En verdad, en verdad os digo, vosotros me buscáis no
57
porque habéis visto los milagros, sino porque habéis comido los panes y os
habéis saciado.» No podemos decir que sea un exordio amable. Y, sin
embargo, estaba a punto de enseñarles la verdad de todas las verdades,
como se desprende de su frase siguiente: «Procuraros no el alimento pere-
cedero, sino el alimento que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo
del Hombre os da, porque Dios Padre le ha sellado con su sello» (Juan 6,
26-27).
Los judíos demostraron ser judíos piadosos. Reaccionaron al oír
nombrar a Dios Padre, y preguntaron, con la mayor sinceridad—
suponemos—qué era lo que Dios deseaba de ellos. «Lo que Dios quiere—
dijo Jesús—es que creáis en su enviado.» Ellos se mostraron dispuestos a
hacerlo con tal de que Jesús les mostrase algún signo como prueba de que
era el enviado de Dios, y le recordaron que Moisés en el desierto había
dado a sus padres el maná.
Entonces vino la respuesta que les escandalizó y había de conducirles
aún a mayor escándalo: «En verdad, en verdad os digo, Moisés no os dio
pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque
el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo.» A esto los
judíos hicieron el único comentario sensato posible: «Danos siempre ese
pan.» Pero poco esperaban la respuesta que recibieron: «Yo soy el pan de
vida—repuso Jesús—. El que viene a Mí ya no tendrá más hambre, y el
que cree en Mí jamás tendrá sed. Pero yo os digo que vosotros me habéis
visto y no me creéis» (Juan 6, 28-36).
Fíjate bien: lo que Jesús pedía, era fe. Estaba poniendo a prueba su fe
y ellos fallaban en la prueba. Pero ahora, a la luz de cuanto venimos
meditando sobre nuestra vocación, nuestra dignidad y nuestra obligación
como sacerdotes, leamos las líneas que siguen y veremos el destino que
nos pertenece si seguimos respondiendo a esa llamada, viviendo esa fe,
siendo esos sacerdotes: «Todo lo que el Padre me da viene a Mí, y al que
viene a Mí yo no le echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer
mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y ésta es la voluntad del
que me envió, que yo no pierda nada de lo que me ha dado, sino que lo
resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo
el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna, y yo lo resucitaré en el
último día» (Juan 6, 37-40).
Se podía esperar que esas palabras atizaran en los judíos un auténtico
deseo de creer. Pero no. Siguieron murmurando de Él por decir: «Yo soy el
pan de vida que ha bajado del cielo.» Conocían a Su padre y a su madre.

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Para ellos, Jesús era el hijo de José, y María era su madre. ¿Cómo podía
entonces decir que «había bajado del cielo»? Era algo increíble.
Lo que negaban no era el misterio de la Sagrada Eucaristía, pues éste
no había sido revelado aún. Se negaban a creer que Jesús fuese el enviado
de Dios; se negaban a aceptarle como el Pan de fe, la Verdad eterna.
Siguieron murmurando: ¿Cómo puede decir «yo he bajado del cielo»?
Jesús les contestó diciendo: «No murmuréis entre vosotros... En
verdad os digo: El que cree tiene la vida eterna. Yo soy el Pan de vida;
vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el Pan
que baja del cielo, para que el que come no muera. Yo soy el Pan vivo
bajado del cielo; si alguno come de este Pan vivirá para siempre, y el Pan
que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (Juan 6, 41-51).
Veinte siglos de tiempo no han atenuado todavía el escándalo de
aquellas palabras. No es de extrañar que Juan nos informe de que entonces
los judíos discutieron violentamente entre ellos, preguntándose cómo aquel
hombre podía darles a comer su carne.
Jesús sabía lo que pasaba. ¿Acaso suavizó el golpe?... ¡Ni mucho
menos! Descargó otro más fuerte, y les dijo: «En verdad os digo que si no
coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis
vida en nosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eter-
na y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y
mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
está en Mí y Yo en él. Así como me envió mi Padre vivo, y vivo Yo por mi
Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Juan 6, 53-58).
¡Qué palabras para ser pronunciadas por un hombre vivo! No es de
extrañar que luego de haberlas oído muchos de sus discípulos dijeron:
«¡Duras son estas palabras!...» Y conociendo Jesús que sus discípulos
murmuraban, les dijo: «¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué sería si vierais al
Hijo del Hombre subir allí donde estaba antes? El espíritu es el que da
vida, la carne no aprovecha para nada. Las palabras que Yo os he hablado
son espíritu y son vida; pero hay algunos de vosotros que no creen» (Juan
6, 60-64).
Fueron los judíos los primeros que «murmuraron». Luego, ya,
murmuraban algunos entre los discípulos, que se retiraron a su vida
ordinaria y no volvieron á seguirle. Aún quedaban los doce. Jesús se
vuelve a ellos, no suplicante, sino retador, y les dice: «¿Queréis iros
vosotros también?» Es un desafío a su fe, les exige una decisión. Pedro
acepta el reto y decide por todos: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes
59
palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el
Santo de Dios.»
Los Doce no comprendían las palabras de Jesús mejor que los judíos
o los discípulos. Pedro estaba tan asombrado y desconcertado por las cosas
que decía Jesús como los demás. Pero confiaba en el Maestro. El creía que
era, en efecto, «el Santo de Dios», y con la fuerza de esta creencia,
aceptaba las afirmaciones que no podía comprender. Su fe había sido
puesta a prueba vigorosamente, y triunfó.
En la Misa se nos da a ti y a mí la prueba de Cafarnaúm. El mismo
Jesús, que se encontraba entre la muchedumbre, a la que el día antes había
alimentado por un milagro, se aparece ante nosotros en la Misa y nos lanza
a las mentes, a los corazones, a las voluntades, ese mismo reto jamás oído.
Se ofrece a ser nuestra comida, nuestra bebida, nuestra vida. No emplea
ninguna metáfora. Cierto que en Cafarnaúm había dicho. «El espíritu es lo
que da vida; la carne como tal no vale nada.» Pero no quería decir con ello
que habíamos de alimentarnos de su Espíritu, saciar nuestra sed con su
Espíritu. Su insistencia en Cafarnaúm era sobre la sangre verdadera, la
carne verdadera, la comida verdadera y la verdadera bebida. Su referencia
al espíritu sólo puede haber sido una referencia a su Espíritu Santo, que, en
efecto, «da vida». Pero hay que tomar literalmente todas sus palabras sobre
su Carne y sobre su Sangre. Esto requiere una fe viva, potente, ruda.
Cafarnaúm y la Misa son las pruebas supremas de la fe. Pero, como Cristo
nos dijo más de una vez en esta revelación de Cafarnaúm, «la fe es un don
del Padre». Más bien sabemos que un don así sólo se convierte en tal
cuando es aceptado. Así, pues, tú tienes que aceptar el ofrecimiento de la
fe que Dios te hace libremente, de buen grado, amorosamente, con
agradecimiento. Sólo entonces, como el mismo Cristo dijo: «tendrás vida
eterna».
¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?... No habría podido
hacerlo si sólo hubiera sido un hombre. Pero este Hombre es el Dios-
Hombre. Este Hombre que sostienes en tus manos en la Misa es el Amor...,
y el Amor hace estas cosas. Sólo el Amor divino era capaz de hacerlas,
pues únicamente Él puede dar, no sólo lo que tiene, sino lo que Él mismo
es.
Alguien ha comentado: «Ningún amor humanó se cumple
perfectamente. Porque en el sentido terreno amar significa luchar por lo
imposible.» El discípulo que venimos siguiendo nos proporciona la clave
de esta realidad al demostrarnos la diferencia total del amor de Cristo,
cuando en su primera Epístola nos dice que Cristo, no sólo nos ama, sino
60
que es el Amor. «El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad»
(1 Juan 4, 8). Siendo éste el caso, ya ves cómo Él es el único que puede
amar verdaderamente a los suyos que están en el mundo, y amarlos «hasta
el fin»—esto es, completamente, con la totalidad de su Ser y la rendición
incondicional, que constituye el verdadero amor—. Ese es el Dios que
verdaderamente tienes en tus: manos en la Misa, y a quien presentar un
ofrecimiento sacerdotal: el Dios con quien realmente te encuentras.

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CAPÍTULO IV

ESTO ES LA REALIDAD

«TU VERÁS A DIOS... BAJO LAS APARIENCIAS DE...»

«Encontrar a Dios»... Estas palabras suscitan pánico en algunos,


entusiasmo en otros y escepticismo en los demás. Es natural que
provoquen reacciones porque, nos demos cuenta o no, encontrar a Dios es
el anhelo más profundo e insaciable, de nuestro ser. Fuimos creados para
encontrar a Dios. Y hemos de afrontarlo. La realidad final de nuestra vida
será encontrarle un día como Juez. Si hemos sido lo suficientemente
agradecidos para haber hecho de la Misa nuestra vida y de nuestra vida
una Misa, le miraremos cara a cara y por toda la eternidad como Amante.
Eso será el cielo. Esa será la felicidad eterna. Pero lo que pedimos en estas
páginas es encontrarnos a Dios en el tiempo presente—como Amante—-en
todas las Misas. Y pedimos aún más: que este encuentro llegue a ser la
realidad de todas las realidades de este lado de la tumba.
He dicho que en la Misa te encuentras a Dios; que le encuentras
personalmente y que le encuentras como persona. Habrá quien quiera
objetar y decir:
—Usted, Padre, emplea las palabras en sentido figurado, ¿verdad?
Y mi respuesta es:
— ¡En absoluto! Quiero decir exactamente lo que be dicho, y lo
quiero decir con exactitud: en Misa te encuentras con Dios. Vas a Dios.
Escuchas a Dios. Tocas y paladeas a Dios. Trato de convencerte de esto,
con la persuasión más viva con que nuestro generoso Señor quiera dotarte;
y te aseguro que si demuestras fu amor con una santa avidez por alcanzar
esta persuasión Dios te la concederá con esa medida suya que es práctica-
mente inconmensurable. Ansío esto para ti porque mi convicción básica es
que ni tú ni los demás sacáis el fruto debido de la Misa ni os santificáis

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más a través de ella, sencillamente porque no vivís en el universo real de la
Misa. No estáis en contacto vital con la realidad real.
Es posible que levantéis las cejas y frunzáis el ceño cuando insisto en
que encontráis a Dios en la Misa, que le veis, que le oís, que le tocáis y
paladeáis. Tal vez, consiga bajar esas cejas y suavizar esos ceños, diciendo
que no hablo, en absoluto, en sentido figurado, sino que hablo, si queréis
aceptar la palabra y captar todo lo que contiene, «sacramentalmente».
El alumno de bachillerato que nos condujo a la realidad del primer
capítulo con su respuesta acerca de la cama cuando le pregunté cuáles eran
sus pensamientos al dirigirse a Misa es el mismo individuo que nos
conducirá ahora a una realidad más profunda. Porque le dije que iba a ver
a Dios en la Misa frunció el ceño. Pero cuando proseguí, y le pregunté:
— ¿Dónde vas a verle primero?
Su rostro se iluminó, pues tenía una respuesta rápida:
—En la hostia—repuso.
Tuve que decirle que estaba equivocado. Claro que tenía razón en
cuanto a su propia mentalidad subjetiva. Vería a Dios en la hostia en
primer lugar. Pero según la realidad objetiva estaba, muy equivocado, pues
él, y tú, y yo, y todos, deberíamos ver a Dios primero en nosotros mismos,
luego en la congregación reunida para la Misa, luego en el sacerdote que
celebra y, sólo finalmente, en la hostia.
Si tú, puedes ver a Dios en la hostia consagrada —y claro que puedes
si tienes algo de fe—podrás verle con la misma realidad en los sacerdotes
bautizados que forman la congregación y en el celebrante ordenado ante el
altar. Porque Jesucristo está tan auténticamente presente en éstos como lo
está en la hostia. En la hostia está sacramental y sacrificialmente presente.
En los bautizados y en los ordenados está presente sacrificial y mística-
mente. Es distinto el modo de estar presente; pero esa diferencia de modo
no altera la realidad de la presencia.
Cuando te refieres a la «presencia real» crees, con toda la fuerza de tu
fe católica, que hablas de la realidad. No vacilas en decir que «bajo las
apariencias del Pan y del Vino» ves a Jesucristo. Esa misma fe católica
enseña, y tú deberías asimilar esta enseñanza, que existe otra «presencia
real» en los miembros del Cuerpo Místico.
«Las apariencias engañan». Nadie pondrá en duda la verdad que
encierra ese conocido axioma. Pero nunca contuvo una verdad tan
personal, una verdad tan vital, una verdad tan santa como cuando lo

63
aplicamos místicamente y sacramentalmente. En la Misa, el pan y el vino
tienen el mismo aspecto después de la Consagración que tenían antes. Pero
¿fueron las apariencias más engañosas alguna vez? Antes de pronunciar yo
esas palabras «que tienen el poder del trueno» y que el Hijo de Dios me
ordenó decir en su Nombre y en su Persona, el pan es ingrávido y el vino
casi inapreciable—una onza aproximadamente—de una botella muy
barata. Pero después de estas palabras, ¡qué peso en ese pan! ¡Qué valor
infinito en ese vino! Dios está allí. O, más exactamente, el Dios-Hombre
está allí.
Esta exactitud será necesaria para esos literalistas, que me dirán que
«ningún hombre puede ver a Dios». Desde luego, tienen razón si se
refieren a Dios tal como es, a Dios en su esencia; porque Dios es el más
puro de los espíritus, el más sencillo de todos los seres sencillos, y no
puede ser visto por los ojos corporales, i Pero la presencia de Dios sí puede
ser vista!
Tú nunca has puesto los ojos en tu alma. Nunca lo harás. Pero ¿serás
capaz de decirme que nunca has visto la presencia de tu alma? Mírate al
espejo y fíjate en la luz de tus ojos, el color de tu rostro, el -movimiento de
tus labios cuando sonríes ante la locura y la falacia de esos literalistas que
aseguran es imposible ver a Dios porque es un Espíritu. Pero si se
empeñan en ser literales, dejémosles en libertad, pero pidámosles que
admitan la luz de tus ojos llenos de fe y la capacidad para ver con ellos
«bajo las apariencias...» a tu Dios.
Repito la frase técnica porque habrá de conducirnos a la realidad
mejor de lo que ninguna otra cosa pueda hacerlo tal vez, con referencia a
la Misa y a la visión de Dios.
«¡Veréis a Dios!», es lo que el Cura de Ars, San Juan Vianney, solía
decir en uno de sus más efectivos sermones. Señalando con el dedo
huesudo a su auditorio, repetía una y otra vez la frase casi hasta
atemorizarle. Se refería al Juicio Final. Pero yo te digo lo mismo cuando te
diriges a Misa: ¡Verás a Dios! Pero no será en su aspecto de juez.
Verás a Dios «bajo las apariencias» de la carne humana cuando
contemples a los fieles cristianos allí reunidos para ofrecer Dios a Dios.
Allí estará. No «sustancialmente», como estará en la hostia después de la
Consagración. Pero allí estará igualmente real. Abre tus ojos a la realidad y
en esos niños impacientes de los que el párroco parecía quejarse verás a
Aquel que dijo: «Dejad a los niños y no les estorbéis de acercarse a Mí,
porque de los tales es el reino de los cielos» (Mat 19, 14). En los jóvenes

64
que el párroco vio charlando tú verás, a Aquel a quien los leprosos vieron
«entrando en una aldea» (Luc 17, 9), y se acercaron para que los limpiara,
y los limpió. Verás a Aquel a quien Jairo rogó que acudiera junto al lecho
de su hija, recién muerta, y a quien Cristo volvió a la vida diciendo:
Talitha cumi (Mar 5, 41). Verás a Aquel ante quien Tomás se inclinó en él
Cenáculo una semana después de la Resurrección y. a quien llamó: «Señor
mío y Dios mío» (Juan 20, 29). En las elegantes señoras que, según el
párroco, miraban a sus vecinas, verás a Aquel a quien vio María
Magdalena en el banquete de Simón, y cuyos pies lavó con lágrimas. Verás
a Aquel a quien la mujer adúltera vio escribiendo en la arena y de quien
recibió el perdón. Verás a Aquel a quien vio la Samaritana, cansado y
sediento, junto al pozo de Jacob y del que recibió la revelación de que era
el Mesías. En los hombres que se limitan a esperar el final de la Misa,
como dijo el párroco, verás a Aquel que amó a los suyos que estaban en el
mundo y los amó hasta el fin.
Verás a Cristo, al mismo Cristo que aquellas gentes contemplaron
antiguamente; pero le verás como ninguno de ellos le vio antes de haber
dicho, su primera Misa. Aunque San Pablo nos dice que «Jesucristo es el
mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8), tú no le verás hoy como le vio
Natanael cuando le llamó «Rabí», ni como le vio el joven cuando le llamó
«Maestro Bueno». Sólo le verás como le vio la Magdalena cuando le llamó
«Raboni». Porque es el Cristo resucitado que es Cabeza del Cuerpo
Místico, que vive en sus miembros, y en quien sus miembros «viven, se
mueven y tienen vida» (Hechos 17, 28). Es el Cristo resucitado el que está
presente «bajo las apariencias» de su carne y de su sangre, y es «por Él y
con Él y en Él» el Cristo resucitado para que estos cristianos puedan dar a,
Dios «todo honor y gloria» cuando ofrecen la Misa. Por eso yo té apremio
a que abras bien tus ojos de la fe y veas la realidad de las realidades:
«Cristo, amándose a Sí mismo».
Hoy día, el principal asesino de la alegría del alma es la falta de
realismo que produce la miopía espiritual y no nos deja ver a Cristo en
donde está realmente: en cada uno de los bautizados que nos rodean.
Bossuet puede liberamos de esta debilidad. Porque lo vio con la claridad
más absoluta, puede decirlo con absoluta convicción: «La Iglesia es Je-
sucristo prolongado en el espacio y en el tiempo y comunicado a los
hombres», John Gruden, uno de los teólogos americanos, tenía la misma
claridad de visión. Por ello pudo decir: «Separar a Cristo de su Iglesia o a
la Iglesia de la persona de Cristo es destruir la esencia misma del
cristianismo.» Estos hombres miraron a la Iglesia, constituida por los fieles
65
vivos, y vieron a Jesucristo vivo. «Bajo las apariencias» de los católicos
bautizados, reconocieron a Cristo como contemporáneo nuestro.
Tal vez el polvo levantado por los seudo-intelectuales sea lo que se
les ha metido en los ojos a tantos católicos modernos. Estos hombres tan
inteligentes han escrito tanto sobre «el Cristo histórico» que algunos de
ellos han llegado a considerar al Hijo de Dios sólo como una figura
histórica. Grande, desde luego, la más de la Historia, tal vez. Pero esta
admisión, aunque cierta, está muy lejos de la verdad de Cristo y del
cristianismo. Donde fallan estos seudo-intelectuales es en el punto clave de
la fe, y esté es el punto en que tú no debes fallar jamás; esto es, «que el
Cristo histórico» es un hombre de nuestro tiempo. Porque el Cristo físico,
que fue visto hace mucho tiempo en Belén, en Nazaret, en Jerusalén y en
Cafarnaúm y el Cristo místico que vemos hoy día en los católicos de
Boston, Beirut, Bombay y Berlín no son dos personas distintas. Esto no es
posible, pues, como hemos oído decir a Pablo, «Jesucristo es el mismo
ayer, hoy y por los siglos» (Heb 13, 8).
Mírate a ti mismo y s tus prójimos católicos reunidos para la Misa, y
ve en ellos lo que son: una miniatura del Cuerpo Místico cuya Cabeza es la
segunda Persona Encamada de la Santísima Trinidad. Comprende que así
como Dios utilizó la carne y la sangre de María Inmaculada para encar-
narse en su Cuerpo físico, igualmente utiliza tu carne y tu sangre y la de
todos tus prójimos católicos para prolongar esa encarnación en el Cuerpo
Místico. Comprende, con la comprensión más aguda posible, que así como
necesitó del Cuerpo físico tomado de María para poder ofrecer su primera
y única Misa, os necesita ahora a ti y a tus prójimos católicos, que formáis
su Cuerpo Místico, para que aquella su única Misa sea presente para ti en
éste tiempo y en este lugar.
¡Qué cerca está Dios! ¡Qué amados sois por Él tú y tus prójimos
católicos! ¡Qué próximos y amados deberían resultar para ti cada uno de
los miembros de la congregación reunida en la Misa! Como son miembros
de Cristo, son Cristo. Mírale a Él en ellos, y a ellos en Él. Sólo entonces
contemplarás una auténtica realidad.
Ya sé que me dirás que en esa congregación hay algunos que llevan
una vida lo menos semejante posible a la de Cristo, y cuyas acciones nada
tienen de sacerdotales. Incluso puedes estar en condiciones de añadir con
bastante certeza que éste o aquél están viviendo prácticamente lo que se
dice «en pecado». Eso no altera la realidad. Si no han sido excomulgados
ni han perdido su fe siguen siendo miembros de Cristo. Miembros
muertos, es verdad; pero miembros que pueden ser traídos de nuevo a la
66
vida. Dostoyevsky, el gran novelista ruso, establece una sólida directriz
doctrinal respecto a estos miembros cuando dice: «No miremos nunca a
los pecadores más que con amor; porque así, y sólo así, es como podremos
parecemos a Dios.»
Dios contempla con amor a cada pecador. Tal vez nunca lo hace con
más amor que cuando nos ve en la Misa. Porque ¿no afirmó Cristo mismo
claramente: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores»?
(Mar 2, 17). ¿Y no dijo a los sumos sacerdotes y a los jefes del pueblo el
lunes de la primera Semana Santa: «En verdad os digo que los publícanos
y las meretrices os preceden en el reino de los cielos?» (Mat 21, 31).
¡Cómo podría nadie dudar del amor de Cristo por los pecadores cuando a
punto de ofrecer ese «recuerdo de su Pasión» que llamamos Misa, se
recuerda que Cristo murió por los pecadores, y que es cierto que «nadie
tiene un amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos!» (Juan
15, 13).
Cristo resucitó para que no pecáramos más, es cierto, pero si
conocieras a algunos cristianos que, desgraciadamente, estén aún en su
pecado, acércate a ellos reverentemente, pues mientras estén en la tierra,
siempre existe una posibilidad para Cristo de obrar en ellos una especie de
resurrección. Tal vez tú, al ser lo suficientemente realista para ofrecer la
Misa esta misma mañana tal y como deberías ofrecerla, puedas hacer una
Pascua para Él dentro de ellos, y para ellos dentro de Él. Haz tuya la sabia
observación de San Agustín: «No hay motivo para desesperar de la salud
de la que aún es una parte del cuerpo». Los pecadores que no hayan sido
excomulgados, separados de la Santa Madre Iglesia, o no hayan perdido la
fe, siguen siendo miembros de su Cuerpo.
«He visto a Dios en un hombre», dijo un campesino francés a su
regreso de Ars, después de haber visto a Juan Vianney, el Cura del pueblo.
Sabiendo ahora lo santo que era aquel curita huesudo, podríamos sentirnos
tentados de dejar pasar esta observación para no acentuar lo evidente. Pero
espera un momento. No todos los que vivían en Ars en aquella época, ni
todos los que iban a Ars, habrían hecho la misma observación. Eran
muchos los del pueblo que consideraban al cura un metomentodo, un viejo
cura chiflado. Muchos de los que visitaron Ars no vieron en él más que un
cura excepcionalmente piadoso y sumamente celoso. Pero el campesino
que aseguró haber visto a Dios en un hombre vio la realidad. Vio lo que tú
y yo deberíamos ver, cada vez que miramos a un hombre que ha recibido
las Ordenes Sagradas, y mucho más si le contemplamos investido para el
santo Sacrificio.
67
No me arguyas que te sería fácil ver a Dios en un hombre como el
Cura de Ars, pero que necesitarías bastante más que una visión espiritual
de 20/20 para ver a Dios en algunos de los sacerdotes que conoces. Esto no
es ser realista. Recuerda que ahora estamos viendo «bajo las apariencias»,
mirando a lo hondo y descubriendo a Aquel que está allí. En la Misa nos
encontramos cara a cara con Dios. Despertemos a la realidad y veámosle
en donde está: en el pueblo, en el sacerdote y—gracias a ellos—,
finalmente, en la hostia.
Y digo «gracias a ellos» porque Cristo no podría estar en su Cuerpo
Místico si tu sacerdote y tus compañeros católicos no hubieran dado ese
asentimiento de amor que llamamos fe. Hubieron de asentir tan libremente
como lo hizo María antes de ser cubierta por la sombra del Espíritu Santo
y antes de que el Cuerpo físico de Jesús empezara a tomar forma en ella. Y
nunca olvides el hecho de que es gracias a ese mismo Espíritu Santo cómo
el Cuerpo Místico del mismo Jesucristo se forma a través de ti y de tus
prójimos católicos. Y, finalmente, que «gracias a ellos» es sumamente real
cuando nos volvemos hacia la Misa, pues sólo porque el sacerdote ofreció
sus manos para que fueran crismadas, puede venir Jesucristo en forma sa-
cramental y estar presente en la hostia.
Estoy seguro de que alguna vez habrás pensado en Juan el Bautista
mientras contemplabas al sacerdote celebrante elevar la hostia y decir:
«¡He aquí al Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo!» Ei
Bautista fue el primero en pronunciar estas palabras al ver un día a Jesús
acercándose a él. Es muy probable que hayas llegado a considerar al
Precursor como el más grande nacido de mujer. Es casi inevitable, pero es
un error. Y digo que es casi inevitable porque el mismo Cristo alabó a Juan
como ningún hombre ha sido jamás alabado por Dios, puesto que Jesús
dijo: «En verdad os digo que entre los nacidos de mujer no ha parecido
uno más grande que Juan el Bautista» (Mat 11, 11).
¿Quién no estaría de acuerdo después de escuchar la milagrosa
concepción de Juan y sabiendo todas las maravillas que precedieron y
acompañaron a su nacimiento? ¿Quién contemplaría al Bautista de otra
forma después de verle pasar su juventud y parte de su madurez en el
desierto, abandonándolo sólo para electrizar a todo Israel con sus
predicaciones? Encendía de tal manera al pueblo que el Sanedrín se sintió
conmovido y enviaron mensajeros a preguntar si era el Cristo. Ya conoces
la respuesta de Juan: «Yo no soy el Cristo».
Tal respuesta no la podría dar ningún sacerdote ordenado. Si
preguntaras al celebrante de cualquier Misa si es Cristo, ¿qué respondería?
68
Acaba de inclinarse sobre un pan sin levadura y acaba de decir: «Este es
mi Cuerpo», y el Cuerpo de Jesucristo estuvo allí, en sus manos. Hizo lo
mismo sobre un cáliz con vino, diciendo: «Esta es mi sangre», e
inmediatamente, en aquel cáliz, estuvo la Sangre de Jesucristo.
¿Insinúo acaso que el sacerdote ordenado es más grande que Juan el
Bautista? ¡Nada de eso! No lo insinúo. Lo afirmo rotundamente,
audazmente. Y no me detengo ahí: añado que, no sólo el sacerdote ungido
por el sacramento de las Ordenes Sagradas, sino que tú y todas las demás
personas, hombres y mujeres «ordenados» por el sacramento del Bau-
tismo, sois más grandes que Juan el Bautista. Ese es el efecto que se
produjo en el orden ontológico cuando el carácter sacramental—ese
carácter que es el carácter de Cristo Sacerdote—se grabó en tu alma y en la
mía. ¿Que cómo me atrevo a decir estas cosas? ¿Que cómo me atrevo a
contradecir en apariencia la afirmación de Jesucristo cuando dijo que entre
todos los nacidos de mujer nadie se había elevado a mayor altura que Juan
el Bautista? Fíjate bien, y verás cómo al decirlo no contradigo a Jesucristo,
que hizo la declaración arriba, mencionada. Me limito a ser un eco suyo
cuando completó aquella declaración con estas palabras: «Pero el más
pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Juan el Bautista) (Mat
11, 11).
Responderás que nunca has tenido conciencia de esta grandeza, y sin
duda dirás la verdad. Pero la conciencia psicológica es una cosa y la
realidad ontológica otra muy distinta. Ningún niño recién nacido está
psicológicamente consciente del hecho de poseer un alma inmortal. Pero
esa falta de conciencia no cambia el hecho ontológico; tiene un alma
inmortal. Precisamente esta conciencia psicológica de la realidad
ontológica es la que tratamos de producir en ti al esforzarnos en enseñarte
la manera de que saques más provecho de la Misa y la manera de hacerte
más santo mediante la Misa. Porque estamos profundamente convencidos
de que esta falta de conciencia psicológica de sus prerrogativas personales,
esta ausencia de dignidad trascendente, esta ignorancia del sagrado poder
que poseen, es lo que ha producido tantos católicos anémicos y apáticos.
¿Por qué crees que San Pablo insistía tanto sobre el «estar en Cristo
Jesús»? ¿Por qué dijo a los Romanos que «si hemos muerto con Cristo,
también viviremos con Él»? (Rom 6, 8). ¿Por qué les dijo a los Corintios
que «el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva»? (Cor 2, 5, 17). ¿Por
qué dijo a los Gálatas que «lo que importa es la nueva criatura»? (Gal 6,
15). ¿Por qué ordenó a los Colosenses «vestirse del hombre nuevo»? (Col
3,10). ¿Por qué a «vestirse del hombre nuevo, creado según Dios, en justi-
69
cia y santidad verdaderas»? (Ef 4, 24). ¿No resume esto aquel
importantísimo mandamiento dado a los Romanos, pero destinado a ti y a
mí y a todos los nacidos de mujer: Induimini Dominum Jesum Chistum
(Vestíos del Señor Jesucristo)? (Rom 13, 14). Pero, en el orden ontológico,
en el orden del ser, de la realidad, no podemos «vestirnos del Señor
Jesucristo», porque, verdaderamente, nos hemos vestido ya en el
Bautismo. Por eso, a lo que San Pablo nos exhortaba era a una conciencia
psicológica más aguda de la realidad ontológica mediante la reflexión
frecuente y la meditación sincera; pensando y queriendo. Resumiendo:
convenciéndonos verdaderamente de que nosotros somos Cristo.
Lo que San Pablo quería que todos nosotros tuviésemos y lo que
necesita cada uno de los cristianos es la conciencia de ese «milagroso
intercambio» ya efectuado por los sacramentos, y prometido y pedido por
Cristo mismo precisamente antes de ofrecer su primera Misa. «Que
lleguemos a comprender que Él está en el Padre, y nosotros estamos en Él,
y Él está en nosotros» (Juan 14, 20). Haz de la Misa el acto de amor que es
en realidad y la promesa siguiente hecha por el mismo Cristo en la misma
ocasión tendrá cumplimiento: «El que recibe mis preceptos y los guarda,
ése es el que me ama; el que me ama a Mí será amado de mí Padre, y Yo le
amaré y me manifestaré a él» (Juan 14, 20).
Contempla la realidad y mírala prácticamente en el terreno
psicológico. Hace tiempo oí contar de un hombre que había tomado un
marco viejo de su buhardilla, colocándolo en un espejo muy bueno que
acababa de adquirir. Acoplaba perfectamente, e incluso hacía juego con
otras tallas que había cerca del lugar en que pensaba colgarlo. El hombre
estaba entusiasmado con lo que había hecho «él mismo»; pero al colgar el
espejo vio en la parte inferior del marco que alguien había tallado en ella
sólo este nombre: Cristo. Indudablemente, el marco habría contenido
alguna imagen del Dios-Hombre antes de haber sido arrumbado en la
buhardilla. El hombre vaciló un momento. Se preguntó si estaría bien dejar
allí este nombre san to mientras usaba el marco para un espejo. Entonces
se le ocurrió la idea de que cuando mirara aquel espejó estaría viendo,
«bajo la apariencia» de sus «facciones propias», nada menos que a Aquel
cuyo nombre había sido grabado en el marco. Esa es la realidad. Eso es
teología. Eso es verdad. Cada vez que miraba aquel espejo, el nombre
grabado en él llamaba al dueño a la realidad y le proporcionaba la
conciencia psicológica de la práctica.
Cuando utilizamos un espejo, ¿por qué no recordamos que todos los
seres humanos son un espejo indestructible que lleva en lo más profundo
70
de su corazón el reflejo del Dios Creador, y que toda persona válidamente
bautizada es un espejo irrefragable que desde lo más hondo de su pro-
fundidad refleja el rostro sacerdotal de Jesucristo?
Ninguno de estos espejos puede dejar de mancharse—los humanos
podemos pecar—, pero todos son indestructibles, pues ningún humano
puede dejar de ser una imagen de Dios. La conciencia psicológica podrá,
pues, aumentarse, si cada vez que contemples un espejo reflexionas sobre
la realidad práctica y lo miras con hondura suficiente para ver «bajo las
apariencias» de tus propias facciones humanas a quien realmente está allí:
Jesucristo. No es necesario prevenir a nadie para que no spa como el varón
de quien dice Santiago: «Contempla en un espejo su rostro, y apenas se
contempla, se va y al instante se olvida de cómo era» (Sant 1, 24). Tienes
que ver algo más que el rostro que te dio la Naturaleza. Y no olvides nunca
que tú tienes la semejanza de Cristo.
Hoy está de moda el «personalismo», tanto en la teología y filosofía
como en el arte y en la literatura. Es básicamente una exigencia de
sinceridad. Este movimiento es bueno siempre que no se extralimite. Por
eso me atrevo a decirte que, cuando estés en Misa, seas lo bastante
moderno para ser sinceramente personalista. En Misa debes expresarte a ti
mismo lo más completamente posible. Esto no lo conseguirás mientras no
te des cuenta de quién eres y comprendas lo que debes hacer. El impulso
de tu alma a lo que apunta más directamente es a eso. Tú quieres gestos
sinceros, palabras auténticas, sencillas, verdaderas, actitudes con un
significado claro e inteligible. En resumen: quieres un encuentro con Dios.
Ontológicamente lo tienes, pues eso es la Misa. Pero tal vez, hasta ahora,
no lo hayas tenido psicológicamente, ya que nunca habrás analizado esta
frase que se viene haciendo tan común que a veces suena demasiado
superficial: «encontrarse con Dios».
Encontrarse quiere decir «reunirse». Pero reunirse con una persona
requiere una unión de lo distinto, incluso de lo opuesto. Cuando tú y yo
nos encontramos existe una unión, una comunión entre dos personas que
son, y siempre seguirán siendo, distintas. Esta unión puede tener lugar en
lo que se llama orden intencional; es decir, en un nivel de reconocimiento
y de amor. No puedo amarte mientras no te conozca. No puedo conocerte
hasta que no me encuentre contigo, te vea, te oiga, y tal vez te toque. Y
nunca llegaré a conocerte realmente si no te amo. Por ello se dice que dos
personas sólo se reúnen cuando existen el reconocimiento y el amor
mutuo.

71
Tú no te reúnes con todos los que se encuentran físicamente cerca de
ti. Tú no te reúnes con todos los que viajan contigo en el Metro cuando vas
al trabajo, ni con todos los que por casualidad asisten a la misma
conferencia, al mismo concierto, función o espectáculo al que tú asistes.
La proximidad física puede permitir cierta apariencia de unión, pero no
existe ninguna unión real, personal, ni comunión alguna a menos que
exista el intercambio mutuo, el conocimiento mutuo, el amor mutuo.
Por ello, si tanto hablar de «encontrar a Dios», «de reunirse con
Cristo» en la Misa ha de conducir a algo, tiene que existir algún
conocimiento directo del hecho práctico y del amor consiguiente. Yo debo
saber que Cristo y yo estamos reunidos, pues una reunión de personas es
un acontecimiento psicológico. De ahí que deba existir conciencia del
contacto, sin la cual no existe verdadera reunión. Por eso es por lo que me
atreví a utilizar las palabras de San Juan: «Proclamamos... lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado y lo que
hemos tocado con nuestras manos», y sugerí que tú las tomaras y te las
aplicaras en la Misa. San Juan se reunió con Cristo en su Cuerpo Místico.
Tú no puedes hacerlo directamente. Tú sólo puedes hacerlo sacramental y
místicamente. Tú puedes reunirte con Él «bajo las apariencias de...» Pero
es a Jesucristo a quien ves, oyes, paladeas y tocas. Tú puedes conocer a
Aquel con quien te reúnes. Si te reúnes con Él le amarás; y debes reunirte
con Él en la Misa, porque la Misa es un «encuentro con Dios».
Fíjate bien que no sugiero que vayas a tener una experiencia mística
en el sentido técnico, estricto; y limitado de ese término; una experiencia
como las experimentadas y descritas por Santa Teresa de Jesús, San Juan
de la Cruz y otros místicos bona fide, pues esa experiencia se debe a una
gracia especial de Dios. Eso es contemplación infusa en el sentido estricto
del término. Pero tú tienes que darte cuenta de que esa realidad
experimentada por ellos será una realidad, una realidad ontológica en tu
propia alma en este momento, si te encuentras en estado de gracia. Por
tanto, hasta cierto punto debería existir una conciencia psicológica de esta
realidad. Y la habrá si piensas teológicamente.
Detente aquí el tiempo suficiente para preguntarte si hay alguna otra
manera de pensar sobre la realidad que no sea teológica. Nosotros somos
porque Dios es. Encontramos la verdad cuando encontramos a Dios, y
encontramos a Dios cada vez que encontramos la verdad. La Misa es la
realidad de todas las realidades, porque la Misa es Jesucristo y Jesucristo
es la Misa. La Misa es Agape —Amor—, y Agape es el corazón de todo
ser.
72
Esto va como entre paréntesis porque hoy día hay gentes que
condenan cosas que no pueden ser condenadas con una frase que nunca
hubiera debido utilizarse para condenar. «Teologizante» es uno de esos
términos condenatorios. Vuélvelo sobre esos presuntos pensadores y
demuéstrales cómo se debe pensar.
Para enfrentarnos de lleno con la realidad, reconocemos en el acto
que estamos tratando de lo sobrenatural; y lo sobrenatural no es, en sí, el
objeto inmediato de la conciencia. Sólo podemos conocerlo a través de la
fe. Pero una fe viva, una fe animada y amante que proporcione a
cualquiera una especie de intuición de la misteriosa realidad que tiene
lugar en la Misa. No sólo allí, sino en las mismas profundidades de tu
alma, y esto a través de la gracia. Sí, y también en todos los actos de fe
ordinarios. En cada una de estas tres realidades existe un encuentro con
Dios y con cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. Las asocia-
mos aquí porque están asociadas en la Misa, y porque cada una es
necesaria para la conciencia psicológica que estamos tratando de suscitar.
La Misa es el Mysterium Fidei. Requiere fe. Pero ¿has pensado
alguna vez que un acto de fe es en realidad un acto de-amor y que cada
acto de amor es, básicamente, un acto de fe? Porque si lo analizas
estrechamente, verás que, en resumidas cuentas, tú no crees un dogma de
fe, una verdad revelada o un artículo del Credo. No. Tú crees a una
Persona. Esto puede ser que suene algo al moderno concepto
«personalista». Si lo es, lo será sólo por ser tradicional. Y aquí voy a
decirte algo que te tranquilizará o, al menos, borrará el temor a muchas de
las cosas llamadas «modernas» en filosofía y teología, que, en realidad, no
nos proporcionan ninguna verdad nueva, pues son tan sólo términos
nuevos para una comprensión más viva de la que tuvieron nuestros
antepasados.
Fíjate en esta cuestión de la fe. La tradición ha definido siempre el
acto de fe como «un asentimiento de la mente a la verdad revelada por la
autoridad de quien la revela». Unas veces, los maestros acentuaron «el
asentimiento de la mente», otras «la verdad revelada»; y otras «la auto-
ridad de quien, la revela». Pero ¿no te das cuenta de que en el fondo cada
asentimiento de la mente no es sino un acto de confianza en la persona que
revela? ¿Por qué creemos que Jesucristo está en la Misa? En el fondo,
porque Él mismo lo dijo, y confiamos en Él. Y en esa confianza amamos a
la segunda Persona de la Santísima Trinidad. De ahí que la fe sea «un
encuentro con Dios». Es como mirar a Jesucristo a los ojos y exclamar: ¡Te
creo!
73
Pero antes de que alguno de nosotros pudiera llegar a hacer eso
tendría que existir, siempre en el orden ontológico, otro «encuentro con
Dios»: el de la gracia, actual y santificante. Tanto los teólogos de ayer
como los de hoy han enseñado y enseñan qué la gracia produce una
transformación ontológica del alma. Mediante la gracia santificante,
fuimos tú y yo elevados sobre lo natural y se nos concedió una
participación en la misma vida de Dios. Así se estableció una nueva
relación entre nosotros y cada una de las tres Personas de la Santísima
Trinidad que vinieron a habitar en nosotros. Esto significa «encuentro con
Dios». El encuentro fue práctico desde el primer momento de la infusión
de la gracia, pues desde aquel momento el Dios trino habitó en nosotros en
el orden ontológico. Fue una reunión de Personas, y una unión de los que
son opuestos. Pero sólo lo fue en el orden ontológico. Porque, como Santo
Tomás de Aquino enseñó con tanta lucidez, las tres Personas habitan en
nosotros como objetos de conocimiento y de amor, por virtud de la gracia
santificante, sin actos particulares de conocimiento y de amor. Esto quiere
decir que no es precisa la conciencia psicológica de que habiten en
nosotros las tres Personas. Pero existirá si piensas teológicamente cuando
ofreces la Misa.
La Misa es un Sacrificio. ¿Cómo sabemos esto? Por el conocimiento
que proporciona la fe. Creemos en Jesucristo. Pero ¿por qué le creemos?
La verdadera respuesta a esto es: «Porque Dios nos amó antes» (1 Juan 4,
10). Dios nos dio la gracia para creer. Fue un don y, como tal don, tenía
que ser recibido por nosotros. Así ves el «encuentro» que tuvo lugar antes
de la Misa y el «encuentro» que tiene lugar en la Misa. Ontológicamente,
no puede ponerse en duda su realidad. Psicológicamente, depende de
nosotros, porque la vida sobrenatural es cuestión de cooperación. Es que
Cristo viene a nosotros llamando a la puerta de nuestro corazón y
esperando que le invitemos a entrar.
Nunca es más cierto esto que en la Misa. En la Misa tenemos
conocimiento de la presencia de Cristo. Pero no somos lo bastante sutiles
para comprender que, prácticamente, presencia significa Persona.
Necesitamos avivar nuestro acto de fe en su presencia, convirtiéndolo en
una respuesta existencial—para emplear la terminología moderna, aunque
no para decir algo nuevo—al diálogo de la gracia que Él inició y continúa.
Si comprendes, aunque sea de manera confusa, que Él está allí, te darás
cuenta tanto de la presencia como de la Persona. Tendrá lugar la reunión,
una nueva reunión intencional, gracias al amoroso conocimiento de Él.
Así, cada Misa será un nuevo contacto con tu Amado; y análogamente a lo
74
que acontece con cada nuevo contacto con un ser humano al que conoces y
amas, habrá un aumento del amor y del conocimiento de tu Dios.
Observa atentamente esa analogía. Cuanto más se ama a una persona
más se llega a conocerla, ya sea él o ella. No por lo que él o ella son, sino
por quienes son. Tú puedes saber mucho sobre una persona a la que nunca
has encontrado. Pero sólo cuando la encuentres podrás llegar a conocerla
como persona, pues sólo así se establece una relación, una relación viva y
un vivir consciente de la relación popular de «Yo-Tú». Ahí están claramen-
te ese conocimiento mutuo y ese amor que ya hemos visto unen y oponen a
dos personas.
Por favor, no vayas a creer que toda esta terminología moderna «se
me ha subido de pronto a la cabeza». La empleo sólo para demostrarte que
no hay nada «pasado de moda» en la manera con que trato de enseñarte a
sacar más provecho de la Misa y a hacerte cada vez más santo a través de
la Misa.
La reunión continua con un ser humano hace más profundo nuestro
conocimiento de él como persona. Penetremos más profundamente y con
mayor claridad en ese centro que sustenta toda su personalidad, y así
vamos sabiendo cada vez mejor quién es; no simplemente lo que es. Lo
mismo nos pasa con Cristo. Cuanto más nos reunimos con Él en la Misa, y
nos reunimos con Él como Persona, vamos sabiendo con mayor precisión
quién es. No tardamos en ver que es «nuestro refugio y fortaleza», como
tantas veces cantó David antiguamente, y que sobre Él podemos descansar
nuestra debilidad de mortales y nuestras penetrantes aspiraciones de
inmortalidad. Llegamos a conocerle como el Amor, y. aumenta nuestro
amor por Él, como Verdad, Camino y Vida. Pero nunca olvides que Jesús
es una Persona divina. Por ello, no esperes un conocimiento completo y
exhaustivo dé Él como Persona, Si incluso con los humanos el fondo de
sus personalidades es y seguirá siendo siempre un misterio, tanto más
ocurrirá con una Persona divina. Si el amor del esposo y de la esposa va en
aumento, y cada vez significan más el uno para el otro a causa de la
asociación constante, del mismo modo Cristo significará más para nosotros
a medida que nos reunamos más con Él. El amor nos proporcionará una
penetración cada vez más profunda; aunque nunca nos proporcione el
conocimiento completo, ni siquiera en el cielo. Pero la Misa puede ser lo
más cercano al cielo mientras sigamos en la tierra, sólo con que hagamos
de ella la realidad que es; pues es Amor.
Hablar del cielo me recuerda Otra palabra muy popular en las
tendencias del día: esta palabra es «escatológico». Tal vez te parezca una
75
palabra extraña, pero lo que significa no tiene en realidad nada de extraño.
Habla de esas cosas de las cuales eres continuamente consciente por esa
combinación peculiar de realidades paradójicas que llevas dentro y que ya
he mencionado: las incertidumbres de tu existencia mortal y la certidumbre
completa, indiscutible, de tu inmortalidad. «Escatológico» quiere decir la
doctrina de «las postrimerías»: la muerte, el juicio, la gloria y el infierno.
Estas cuatro cosas se centran en torno a Cristo Jesús, pues la muerte no es
más que la venida de Cristo para cada uno de nosotros. Luego viene el
juicio de Cristo, seguido de una unión interminable con Él en amante
conocimiento y amor, o bien, la separación de Él para toda la eternidad.
Todas las Misas son «escatológicas» en cuanto cada Misa es «una venida
de Cristo». Ya en el relato de San Pablo sobre la institución de la Santa
Eucaristía como sacrificio y como sacramento, encontramos estas
palabras: «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis
la suerte del Señor hasta que Él venga» (1 Cor 11, 26).
Como ves, eso es relacionar la Misa con la última venida de Cristo.
Pues en la noche en que instituyó este «memorial» que había de ser un
recuerdo vivo, Cristo tenía plena conciencia de que al día siguiente
moriría. También sabía que un día volvería. Así nos lo dijo anunciando que
sería de repente: «Porque como el relámpago que sale del Oriente y brilla
hasta el Occidente, así será la venida del Hijo del Hombre... De aquel día y
de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el
Padre» (Mat 24, 27, 36). Para el período comprendido entre su ausencia
del día siguiente y su venida final, Cristo nos dejó la Misa como un
«memorial», como su venida sacramental cotidiana, para recordarnos esa
venida final cuando aparezca «el estandarte del Hijo de Dios en el cielo» y
se le vea «venir sobre las nubes del cielo con poder y majestad grande»
(Mat 24, 30).
Por eso, la Misa, en su relación escatológica, debiera consolarnos, y
darnos la seguridad de que este mundo nuestro no ha de perecer por
cualquier «accidente» producido por el desvarío de los hombres. Cristo ha
profetizado que Él le pondrá fin en el día y la hora que «el Padre ha fijado
en virtud de su poder soberano» (Hechos 1, 7). Entonces será cuando
Cristo se presente como Juez. Pero en la Misa viene como Comida y como
Bebida; como Amante para la entrega total de Sí mismo; casi podríamos
decir como recompensa.
Por tanto, la Misa no sólo es un recordatorio del fin humano de
Cristo, sino de nuestro propio fin y del final del tiempo. Nos demuestra la
realidad. Nos demuestra que vivimos continuamente en un «suspense»
76
porque la venida repentina, sorprendente, como un relámpago, de Cristo es
siempre una posibilidad para el instante siguiente. En cualquier momento,
Cristo puede venir a juzgar al mundo. Esa es una de las realidades que la
Misa debería poner ante nosotros al reunimos con Cristo en su santo
Sacrificio. Y esa realidad nos proporciona gozo. Porque aunque sepamos
lo que nos reserva el día de hoy, y no digamos el de mañana, aunque no
sepamos si la eternidad va a empezar mañana u hoy mismo, estamos
seguros de que en ese momento estamos reunidos con Cristo—en Persona
—, y todo irá bien. Ese hecho nos dice que, suceda lo que suceda después
de la Misa, en este día o en cualquier otro, «todo irá bien» porque será
hechura suya. Con estas verdades por delante seríamos unos estúpidos si
no hiciésemos «escatológica» cada Misa.
Para dos amadísimos amigos míos, la Misa fue un día el fin
escatológico, en el sentido de que fue su reunión definitiva con Cristo
como Juez y—según las razones que tengo para esperarlo—como
recompensa. Uno de ellos, médico, se reunió con Cristo precisamente en el
momento en que se levantaba para ir al comulgatorio. El otro, 'sacerdote,
se reunió con Él, precisamente al tomar el cáliz, después de revestirse para
dirigirse al altar a celebrar la Misa. La Misa de hoy podría ser
«escatológica» en ese sentido para ti y para mi...
Algún día celebraré mi última Misa. Ese día pudiera ser hoy. Un día
tú ofrecerás tu última Misa. Ese día podría ser mañana y también hoy.
Fíjate lo inseguros que estamos. No podemos prometernos ni a nosotros
mismos nuestro próximo latido o nuestra próxima respiración. Fíjate, en
cambio, en lo seguros que estamos de que Cristo nos ama: todos los días se
ofrece a nosotros como Comida y Bebida, y, según dije antes, como
Amante que se ofrece por completo, como un don total. Verdaderamente,
viene en cada Misa como recompensa. ¿Por qué río considerar de la misma
manera su venida en la muerte? Vendrá «como un ladrón», según nos ha
anunciado. Pero sólo para arrebatarnos hacia el abrazo eterno del amor,
que llamamos cielo, si hacemos de la Misa nuestra vida y de nuestra vida
una Misa. En cada Misa viene para entregarse a nosotros por entero, para
encontrarse con nosotros cara a cara, para ofrecernos a nosotros «en Él» al
Padre. Eso es la Misa. Eso es el Amor. Ese es el «milagroso intercambio».
Esa es la realidad. Ese es el «encuentro con Dios».

77
CAPÍTULO IV

« E PH E TA»

PROBAD Y VERÉIS...
Esta mañana contemplé la aurora sobre los cerros distantes. Su
hermosura no era sólo visual, sino melódica también. Más aún: era una
revelación teatral. La majestuosa línea del horizonte oriental se encontraba
en movimiento. A medida que el rojo profundo ascendía desde el seno azul
de la aurora, iba palideciendo y adquiría un tono rosado más encantador
aún, delicadamente bordeado de azafrán, de amarillo y de oro pálido.
Luego, con, soberana lentitud y serenidad, salió el sol. Las nieblas de
mayo que se levantaban de los campos verdes y frescos y subían hacia el
sol parecían nubes infinitas y delgadas de incienso. Era como si la
Naturaleza estuviera en adoración. No tardé en encontrarme declamando
en voz baja los versos de Thompson en su «Oda a Oriente»:
Mirad cómo en el sagrado día de Pascua
un sacerdote consagrado,
luciendo todas sus túnicas pontificales,
eleva lentamente, eleva dulcemente
desde su tabernáculo oriental,
aquel extraordinario sacramento
que esparce bendiciones a través de la aurora.
¿Cómo no sentir pena por un hombre que tuviera ojos para
contemplar este mundo empapado de belleza y, sin embargo, no la
advirtiese?
Después, al brotar el canto de los gorriones, calandrias y cardenales,
junto con la charla de incontables petirrojos en los altos árboles, de la ave-
nida y sobre el fondo de los graznidos de los grajos azules, recordé con
tristeza a los habitantes de la ciudad que no podían ver ni oír todo aquello
que me hechizaba, y también a los que, viviendo en el campo, dormían aún

78
y se perdían aquella resplandeciente gloria de Dios y su suave melodía
sobre el mundo de los hombres.
Pero en seguida, al pensar en la tarea que tenía por delante aquel día
y con este libro, comprendí que existe una desgracia mayor que la de
perderse la magnificencia de la aurora. La desgracia de quienes pierden la
realidad de la Misa. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, lengua y no
saborean. Están mucho más ciegos que Bartimeo en aquella mañana
memorable en que se sentó a mendigar, junto al camino de Jericó. Porque
Jesús está más cerca de ellos en la Misa de lo que lo estuvo de Bartimeo.
Además, Jesús va de paso. Y, sin embargo, ellos no le gritan como hizo el
ciego: «Hijo de David, Jesús, ten piedad de mí.» Con que lo hicieran una
sola vez, con sinceridad y con fe, les sucedería lo que al mendigo hijo de
Timeo. Jesús les diría: «Tu fe té ha curado» (Mar 10, 52).
La fe no sólo proporciona la visión, sino que aguza el oído y la
capacidad para saborear delicadamente y con deleite. Pero la fe no opera
automáticamente. Tenemos que «removerla», ponerla en movimiento.
Habrá quienes consideren que esta directriz de ver, oír, gustar y tocar
a Dios en la Misa, resulta un poco demasiado materialista, pues se refiere
demasiado a los sentidos, y supone un nivel muy bajo respecto a la elevada
espiritualidad que deberíamos poseer cuando nos encontramos con Dios en
el acto supremo de adoración. Quienes piensen así habrán oído o leído
algo sobre esa clase de contemplación que proporciona el contacto con la
verdad «desnuda», un «roce» directo con la esencia de Dios en lo que se
llama la «noche oscura» de los sentidos e incluso del espíritu, una
conciencia no conceptual de la presencia: de Dios dentro de sí. Y te dirán
que, lejos de emplear nuestros sentidos exteriores como la vista, él oído, el
gusto y el tacto, deberíamos desistir de emplearlos. Y también los sentidos
interiores: la imaginación y hasta las ideas concretas que están ligadas a
éste mundo. Es posible que lleguen a citar a San Juan de la Cruz, el doctor
por excelencia del misticismo.
No necesitas discutir con ellos. Déjales, seguir su camino. ¡Pero tú no
abandones el tuyo! Si te exigieran citar autoridades para esta clase de con-
templación, te encontrarás muy lejos de la bancarrota. Puedes citar a San
Bernardo de Clairvaux; puedes hablar de San Francisco de Asís, y sobre
todo, tienes a San Ignacio de Loyola para que te sostenga. Estos maestros
del misticismo te enseñan el tipo concreto de contemplación, te aconsejan
emplear tu imaginación al máximo e incluso tus cinco sentidos externos
con toda la sensibilidad que puedas acopiar. Estos santos quieren que
utilices todas las imágenes vividas y los claros conceptos que nos
79
proporcionan los Evangelios y te quieren muy consciente de todo el
empuje del curso histórico de la salvación. Estos íntimos de Dios quieren
que tengas presente no sólo que el Hijo de Dios tomó carne, se hizo
hombre en el sentido más cierto del humanismo, sino que aún sigue
viviendo en esa carne glorificada, naturalmente, por la Resurrección. No
quieren que mires al «Cristo histórico», pero te llevarán al más estrecho
contacto personal posible con el Verbo de Dios Encarnado, contemporáneo
tuyo, en quien tú «vives y te mueves y tienes tu ser».
San Ignacio, en sus Ejercicios, dice una y otra vez que hay que oler y
gustar el perfume infinito y la dulzura de la divinidad. Esto no es una mera
cuestión de imaginación, sino una incitación. Lo que te encarece remover
y utilizar es la fe. La fe te proporciona una visión, y más que una visión.
Espiritualiza todos tus sentidos. Recordemos que somos miembros de ese
Cuerpo Místico cuya cabeza es Jesucristo glorificado. De ahí que quienes
han muerto con Él, como enseña San Pablo, también hayan resucitado con
Él, y ya, aun en esta vida, tienen algo de la glorificación de sus sentidos en
los nuestros. Nuestros sentidos han sido espiritualizados por la gracia, por
estar habitados por la Santísima Trinidad, por la participación en la vida
misma de la cabeza de Dios. Porque estamos «en Cristo Jesús» podemos
mirar y ver a Jesucristo donde se encuentre. Podemos escucharle y oír
prácticamente lo que dice; podemos hacer precisamente lo que San Ignacio
sugiere: podemos oler y saborear por el olor, incluso paladear el perfume
infinito y dulcísimo de nuestro Dios.
Esto no es una novedad. David, aquel «hombre según el mismo
corazón de Dios», apremiaba a todos para gustar y ver «cuán dulce es
Yavé» (Sal 33, 9). San Pedro lo repetía en su famosa carta primera que ya
hemos citado: «Y como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual,
para con ella crecer en orden a la salvación, si es que habéis gustado cuán
bueno es el Señor» (1 Ped 2, 3). San Pablo también habla de los que
«gustaron de la dulzura de la palabra de Dios» (Heb 6, 4).
Si yo, en el coro de la basílica de Getsemaní, no viera en los monjes,
mis compañeros, más que una asamblea de hombres; si escuchara al
subdiácono leer la Epístola y al diácono leer el Evangelio, y no oyera sino
a unos hombres cantando más o menos melodiosamente; si yo contemplara
al celebrante realizar todos los ritos de la Misa y observara a los novicios
recibir la Sagrada Comunión en esa Misa, y no viera más que a hombres,
estaría más ciego que Bartimeo, más sordo y más mudo que todos los
sordomudos llevados ante Cristo cuando estaba en Palestina; mucho más
muerto que el hijo de la viuda de Naín, que la hija de Jairo, y aun que Lá-
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zaro, que llevaba cuatro días en la tumba, y ya empezaba a
descomponerse, cuando Jesús llegó a Betania, y a Marta y María, sus
dolientes hermanas. Lo mismo podría decirse de ti si estás en la Iglesia
para el santísimo Sacrificio de Cristo y no ves, ni oyes, ni gustas, ni tocas
al Cristo de Dios y al Jesús de los hombres.
En tu Bautismo, Cristo, que era verdaderamente el ministro, como tan
claramente nos enseña San Agustín, hizo para nosotros precisamente lo
mismo que aquel, día «en la Decápolis», cuando «le llevaron a un sordo y
tartamudo». Jesús, «tomándole aparte de la muchedumbre, le metió los
dedos en los oídos y le tocó la lengua, y mirando al cielo, suspiró y dijo:
«Epheta», que quiere decir «ábrete» (Mar 7, 32-37). Cristo abrió nuestros
ojos, destaponó nuestros oídos, soltó nuestras lenguas, agudizó nuestro
sentido del olfato e hizo sumamente sensitiva nuestra amplia facultad
táctil. Su Epheta fue eficaz. Pero quedó a nuestro libre albedrío el
desarrollar esta agudeza espiritual o dejarla anquilosarse por el desuso.
Dios tiene un respeto tremendo por nuestra libertad. Puede que en un últi-
mo análisis esto no sea más que un respeto divino de Sí. Porque puede ser
que aquí, en nuestro libre albedrío, se encuentre la imagen y la semejanza
con Dios. De todos modos, bien podemos decir de Cristo lo que «en los
términos de la Decápolis» dijeron de Él aquel día en que por primera vez
dijo Epheta: «Todo lo ha hecho bien. A los sordos hace oír y a los mudos
hablar» (Mar 7, 37).
Esta mañana ofrecí la Misa cotidiana por los difuntos. Si me hubiera
limitado a escuchar mi propia voz al leer la Epístola, tomada del Apocalip-
sis de San Juan, y no hubiera encontrado nada personal en los renglones
que dicen: «Bienaventurados los que mueren en el Señor..., pues sus obras
los siguen» (Ap 14, 13); si hubiera proseguido con el Evangelio sin
escuchar más voz que la mía al leer: «El que come mi Carne y bebe mi
Sangre tiene vida eterna,, y Yo le resucitaré el último día» (Juan, 6, 54), el
Epheta pronunciado por Cristo en mi Bautismo habría sido una palabra
perdida. Pero la realidad es que apenas escuché mi propia voz. En la
Epístola escuché a Dios Espíritu Santo, que me hablaba personal y muy
directamente. En el Evangelio escuché la voz de Jesucristo. No se en-
contraba en Cafarnaúm hablando a las muchedumbres. Estaba en
Getsemaní, hablándome a mí. Me estaba prometiendo la vida eterna, y la
resurrección de mi cuerpo. Hizo que, mi alma se pusiera a cantar O
Sacrum Convivium, el himno de Santo Tomás de Aquino, que dice cómo
en la Sagrada Comunión yo me alimento con la santidad de Dios, recibo a
Jesucristo, renuevo la memoria de su Pasión, se llena mi alma de gracia
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rebosante, y se me da una prenda solemne de mi futura gloria. Escuchaba
la voz de Cristo, que estaba en mis manos; La escuché con la claridad de
una campana. Dios me ha hablado hoy en la Misa igual que habla en ella
todos los días. Por eso yo te digo Epheta—«abre tus oídos»—a la voz de
Cristo en la Misa.
Hace años existía en la Alemania meridional una costumbre
hermosísima que despertaba a todos a la realidad. Cuando el sacerdote, en
la Misa rezaba, o el diácono, en la cantada, se disponía a leer o cantar el
Evangelio, el pueblo exclamaba: «Mirad, el Señor viene.» Hoy día, en
donde te halles, se te proporciona la misma realidad si estás alerta. Porque
cuando el sacerdote dice, o canta Dominus vobiscum, antes de comenzar el
Evangelio, tú deberías estar tan prevenido que exclamaras con todo tu ser:
«En efecto, el Señor está con nosotros, en Persona. Y está a punto de
hablarnos personal y directamente.» Cuando el Evangelio es leído o
cantado no se trata de una mera narración histórica pará nosotros; es el
Cristo contemporáneo quien te habla de resultados contemporáneos. Se
dirige a ti, tan personal y tan directamente como lo hizo en la antigüedad a
los judíos. Epheta —«abre tus oídos»—y escucha a Jesucristo. El Verbo de
Dios te está dando las palabras mismas de Dios.
¡La palabra de Dios! El poder que esta frase evoca es el de la
omnipotencia creadora, pues la primera palabra de Dios de la que tenemos
noticia es Fiat, con la cual dio vida al universo. David estaba bien
convencido de esto y cantaba en uno de sus salmos: «Es recta la palabra de
Yavé, y toda su obra es obra de verdad... Por la palabra de Yavé fueron
hechos los cielos, y todo su ejército por el aliento de su boca... Tema a
Yavé toda la tierra, témanle todos los habitantes del universo, porque dijo
Él, y fue hecho; mandó, y así fue» (Sal 32, 4-9). La palabra de Dios nos
dio el ser a ti y a mí. La palabra de Dios nos conduce por el camino de la
vida: «Tu palabra es para mis pies una lámpara, la luz de mis pasos» (Sal
118, 105).
¡La palabra de Dios! La oímos en cada Misa. El Verbo Encarnado no
se limita a hablarnos, sino que pronuncia palabras que dan vida. «No sólo
de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»
(Mat 4, 4). Esa boca se mueve todas las mañanas; se mueve en cada Misa.
Y, como nos dice San Pablo, «la palabra de Dios es viva, eficaz y
tajante...» (Heb 4, 12). Pero esas palabras vivas pueden resultar muertas,
completamente inefectivas si no hacemos lo que Cristo nos mandó hacer
con su Epheta en el Bautismo. Tenemos que abrir bien nuestros oídos, y no
sólo oír, sino escuchar. Entonces, las palabras de Cristo en la Misa serán lo
82
que San Pablo dijo que deberían ser, y lo que Dios quiere que sean:
portadoras de vida.
Tú has oído al Dios-Hombre explicar una de sus parábolas: la del
Sembrador y su semilla. En la Misa, Cristo es el Sembrador y sigue
sembrando su semilla, pues, como explicó hace muchísimo tiempo, «la
semilla es la palabra de Dios» (Luc 8,11). Tú oyes esa palabra en la
Epístola y en el Evangelio. Tu alma es la tierra sobre la que cae la
«semilla» de Cristo. ¿De qué clase es tu alma? ¿Es dura como la «que está
junto al camino»? ¿Es «terreno rocoso»? ¿Has dejado crecer en ella «los
espinos»? ¿O es «terreno propicio» en donde la «semilla» brota y fructifica
al ciento por uno? Podría ser de ésta clase si escucharas y oyeses.
Pruébate a ti mismo. ¿Podrías decirme lo que Cristo te dijo esta
mañana en la Misa durante la Epístola y el Evangelio? EL domingo pasado
(quinto después de Pascua) habló de la «práctica religiosa pura e
inmaculada». ¿Le escuchaste? Dijo que «era cuidar de los huérfanos y de
las viudas en su aflicción y para evitar dejarse tentar por el mundo». Si
hubieras sido tan prudente como María Inmaculada hubieras dejado llegar
esas palabras a tu corazón, y en él las habrías meditado. Habrías oído a
Cristo decir: «Aprended humildemente las enseñanzas que se os dan;
tienen el poder de salvar vuestras almas. No os limitéis a escucharlas, y
seguirlas. De otro modo, os engañaréis a vosotros mismos.»
Sólo con que abras tus oídos—que ya fueron abiertos por Dios—no
volverás a lamentar tu reducido provecho de la Misa ni te preguntarás si te
vas santificando cada vez más a través del santo Sacrificio, pues te
convertirás en cumplidor de la palabra de Dios, no en mero oyente. Y
entonces llegarás a saborear con anticipación el gusto del cielo; porque el
que te habla es fiel, y un día dijo: «Dichosos los que oyen la palabra de
Dios y la guardan» (Luc 11, 28). Sí, tú puedes saborear la beatitud mucho
antes de que la beatitud eterna comience.
Escucha la palabra de Dios y óyela, porque «el que es de Dios oye las
palabras de Dios» (Juan 8, 47), «Toda la Escritura es divinamente
inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la
justicia» (2 Tim 3, 16). Puesto que la santidad es el fin de tu vida,
aprenderás cómo alcanzar ese fin si escuchas a tu Dios en la Misa. Él te lo
dice.
Cuando Cristo termina su discurso en la Epístola, la gratitud viva
toma voz y exclama: «Te alabamos, Señor». Cuando termina las directrices
sobre la vida y el modo de vivirla que nos da a través de su Evangelio, la

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gratitud vuelve a expresarse con esta misma exclamación: «Te alabamos,
Señor», y a continuación, el beso reverente del texto.
Utilizarás los ojos que Dios te dio a través de su Epheta cuando en
cada uno de los besos santos que se dan durante la Misa veas a Cristo
besando a Cristo. Un beso es un signo. En la Misa, representa siempre un
signo sagrado, un signo de amor. Al empezar la Misa, el celebrante besa el
altar. Es un beso de saludo. Al imprimirlo sobre el altar, que es símbolo de
Cristo, el sacerdote ruega al Señor que le perdone todos sus pecados.
Cuando besa el misal al final del Evangelio con un beso de gratitud vuelve
a rogar, «que sean borrados sus pecados». Por eso este signo sagrado es
santificante; es sacramental. Cuando se imparte con sinceridad reverente
produce el mismo efecto que cualquier otro sacramental: quitar el pecado
venial.
Estoy seguro de que besarías gustoso la sábana santa de Turín. A
menudo besas la Cruz. Con mayor reverencia besarías una reliquia de la
Vera Cruz. Entonces, ¿por qué no besar los Evangelios con la misma
reverencia? Son palabras de Dios. El beso que tú les imprimas puede ir
destinado al Verbo divino, y puedes estar exclamando en tu alma lo que la
esposa del Cantar de los Cantares expresa tan delicadamente al decir: «La
voz de mi amado... Oíd que me dice... Dame a ver tu rostro, dame a oír tu
voz, que tu voz es suave y es amado tu rostro...» (Cant. 2, 8-14). Y aun
puedes ir más lejos sólo con que tu corazón pida lo que la esposa pedía en
sus primeros versos: «¡Un beso de sus labios!»... Porque en la Misa no
sólo ves a Cristo y le oyes, sino que también puedes tocarle.
Generalmente, se considera a Bernardo de Clairvaux como el autor
del himno Jesu, dulcis memoria, en el que se dice: «Jesús, sólo el pensar
en ti regocija mi corazón, pero mucho más dulce que la miel y que la
dulzura de la miel es tu presencia. No es posible cantar nada más dulce;
nada más agradable puede escucharse; no cabe nada más hermoso que tu
Nombre. ¡Qué bueno eres para los que te buscan! Pero, para los que te
hablan no. hay lengua que pueda decirlo ni palabra escrita capaz de
expresarlo; sólo quien haya hecho esa experiencia puede decir lo que
amarte significa.»
Si San Bernardo era capaz de utilizar sus sentidos espiritualizados
sólo con pensar en el nombre de Jesús y en su presente, ¿qué no podrás ha-
cer tú con los sentidos igualmente espiritualizados cuando, no sólo puedes
pensar en Cristo, sino tocarle; tenerle sobre tu lengua; recibirle entero—
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad—dentro de tu propio cuerpo y de tu
sangre...?
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Un día en que Cristo se encontraba en. Cafarnaúm, rodeado de una
gran muchedumbre, se abrió paso entre el gentío un servidor de la
sinagoga, y, echándose a los pies de Jesús, le rogó que fuese a devolver la
vida a su hijita, que acababa de morir. Cristo echó a andar junto a Jairo—
así se llamaba aquel hombre—«y le seguía una gran multitud que le
estrujaba» (Mar 5, 24).
Entre el gentío iba una mujer que había gasta-, do en médicos toda su
fortuna, pero, en vez de encontrar salud y alivio, no había hecho sino
empeorar. A pesar de la muchedumbre, consiguió acercarse a Jesús lo
suficiente para tocar su túnica. Instantáneamente quedó curada. En aquel
mismo momento Jesús se volvió y preguntó: «¿Quién me ha tocado?» San
Marcos nos dice que los discípulos quedaron tan sorprendidos por esta
pregunta que, le respondieron casi irrespetuosos. «Ves que la
muchedumbre se aprieta por todas partes y dices ¿quién me ha tocado?»
Pero también nos dice San Marcos que Jesús había comprendido que su
poder para curar había sido activo. ¡Qué visión tan profunda nos
proporciona este pasaje del poder curativo de Jesucristo! Sus propias
vestiduras estaban animadas de este poder. También nos proporciona el
incidente una visión profunda de la fe de aquella pobre mujer, pues se
había ido repitiendo para sus adentros: «¡Si tocare siquiera su vestido, seré
sana!»
Este fue uno de los milagros más extraños obrados por Cristo. Todos
los demás—tanto el de calmar la tempestad, curar a los paralíticos, a los
leprosos, a los enfermos, dar vista a los ciegos, oído a los sordos, e incluso
el de traer a los muertos de nuevo a la vida—fueron realizados
deliberadamente. En cada una de aquellas ocasiones, Jesús fue dueño de la
situación e hizo lo que deseaba. Sin embargo, en Cafarnaúm, parece que el
milagro se realizara indeliberadamente. Algo fluía de Él. Parecía que
hubiesen tomado algo de Él, aun a pesar suyo. Cuando la mujer avanzó y
contó su historia, Cristo no tuvo para ella más que amor y elogios a causa
de la viveza de su fe (Mar 5, 34).
«¡Si tocare siquiera su vestido!»... ¿Con qué contaba para basar en
ello su fe? No hacia aún dos años que el Maestro obraba maravillas.
Nosotros tenemos dos mil. Le había visto y le había escuchado. No
podemos dudar que estaba singularmente bendecida por Dios. De otro
modo, nunca podría haber creído como lo hizo. En cambio, nunca había
tenido lo que tú y yo tenemos: la elevación de todo nuestro ser por el
Bautismo, la espiritualización de nuestros sentidos por el mismo

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sacramento y el don de la participación en la vida misma de Dios. Ella no
era un miembro del Cuerpo Místico.
Y, sin embargo, creía de tal forma, que hizo al Hijo de Dios dedicarle
elogios. «Si tocare siquiera su vestido, seré sana.» Tú puedes tocar algo
más que su vestido. Tú puedes tocar su Cuerpo entero. Tú puedes recibirle
por entero. Tú puedes recobrar la salud total. Porque tú puedes estar tan
cerca de Dios como Él lo está de Sí mismo. Y Él desea esta proximidad.
Es posible que alguna vez hayas envidiado a Adán la oportunidad que
tuvo de pasear con Dios por el jardín del paraíso, según leemos que hizo,
bajo la brisa del atardecer. Puede que te hayas irritado contra Eva por
haberte despojado de una oportunidad semejante, al escuchar a la serpiente
y dejarse engañar por ella. Pero no tienes por qué hacerlo. Ni por qué
suspirar con amargura por no haber sido traído a la vida en los días en que
el propio Jesús andaba por la tierra. Porque nuestro mundo de la hora
actual, a pesar de la barbarie y salvajismo que prevalecen en él, te brinda,
no sólo mayores posibilidades de intimidad con Dios, sino de una
intimidad mucho mayor. Tú puedes poseer personalmente una vida mucho
más divina que la que conocieron en el paraíso. Reconociendo que son
incontables las cosas que en la actualidad hemos de lamentar amargamente
y a las que debemos oponernos con todas nuestras fuerzas, deberíamos re-
gocijarnos por vivir en la era de después de Cristo; ya que la realidad que
regocija el corazón del hombre es que la re-creación traída por el Verbo de
Dios Encarnado sobrepasa con mucho a la creación original que alcanzó su
punto culminante con el nacimiento de Adán y Eva. ¿Vivimos en la re-
creación? ¿Qué es mejor? ¿Adán como padre o Cristo como hermano?
¿Pasear con Dios bajo las brisas del atardecer o recibir a Cristo dentro de
nosotros cada mañana?
Esto no quiere decir que ceguemos los ojos a ninguna de las
consecuencias de la caída humana. Esto no es cerrarlos al hecho de que
dentro de cada uno de nosotros existen tres concupiscencias, siete pecados
capitales, un intelecto oscurecido, una voluntad fortalecida y unas virtudes
morales y teologales infusas. Dones que se nos han concedido y, sobre
todo ello, la oportunidad de poder llenarnos de Dios, a quien podemos ver,
oír, gustar, tocar y tomar completamente dentro de nosotros.
«¡Si tocara siquiera su vestido!»... ¡Oh, mujer, grande fue tu fe y
grande tu recompensa! ¡Pero cuánto, mayor debía ser la nuestra! Tú
tocaste su vestido y quedaste santificada. Nosotros podemos comer su
Carne, beber su Sangre. Y no sólo una vez en la vida, sino todos los días
del año. Ruega por nosotros, hemorroísa; ruega, porque agudicemos
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nuestro sentido de lo maravilloso y la comprensión de nuestra unidad con
Cristo Jesús en su Cuerpo Místico; ruega, porque avivemos nuestra
gratitud por la generosidad de Dios, que nos permite recibir a diario su
Cuerpo físico. Pídele al Cristo que te dio la salud, que nos despierte a la
gloria que poseemos al poder tocarle todos los días.
No es necesario decirte que a Dios no se le toca inmediata ni
directamente. Ya sabes que lo que tocas son únicamente las especies del
pan y del vino. Pero sobre lo que aquí insistimos es que bajo estas especies
está el Dios vivo a quien tocas al tomarlo en tu cuerpo y en tu ser. El
mismo Jesucristo fue quien dijo a la Magdalena en aquella primera
mañana de Pascua: «Deja de tocarme...» (Juan 20, 17), y una semana
después a Tomás: «Alarga acá tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu mano
y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel» (Juan 20, 27). La
Magdalena y Tomás tocaron realmente al Cristo resucitado. Y tú también
puedes hacerlo con la misma realidad, aunque no tan directamente. Así,
aunque no necesites exclamar con Santo Tomás; «¡Señor mío y Dios mío!»
porque en la Sagrada Comunión haces más de lo que hizo Tomás en el
Cenáculo aquel domingo por Ja noche, ¡tomas aquellas manos traspasadas
por los clavos y aquel costado herido por la lanza y los introduces en tu
propio cuerpo! Estás «bendito», deberlas saborear la beatitud. Porque
cuando Cristo resucitado en aquella ocasión dijo a Tomás: «Dichosos los
que sin ver creyeron» (Juan 20, 29), se refería a ti.
La Sagrada Comunión remata y completa este acto de amor llamado
Misa, porque hace la entrega final en ese «milagroso intercambio».
Nosotros intercambiamos palabras con Dios, porque después de
nuestras palabras en el Introito, Kyrie, Gloria y Oración, Dios nos da las
suyas en la Epístola y en el Evangelio.
Tenemos un intercambio de vista y de presencia con Dios, porque tras
de verle en el pueblo, en el sacerdote y en nosotros mismos, Él nos
contempla a los presentes, y nos ve bajo las apariencias del pan y del vino.
Luego, hacemos un intercambio con nosotros mismos; porque el pan,
el vino y el agua que entregamos son símbolos de la totalidad de nuestro
ser, que deseamos entregar a Dios, y Él, a cambio, nos ofrece su
Humanidad y su Divinidad.
¡Qué incompleto sería nuestro acto de amor llamado Misa si no
lográsemos tocar a Dios en la Sagrada Comunión! El amor desea la unión;
unión viva y unión de por vida. ¿Cabría mayor unión en unos amantes, una

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unión más viva, más para toda la vida que la que nos ofrece Dios en el
santo Sacrificio de la Misa?
Si dejas de tomar a Dios con frecuencia en el abrazo total de amor
ofrecido en la Santa Comunión, ya tienes, hasta cierto punto al menos, una
respuesta muy directa a la cuestión del poco provecho que sacas de la Misa
y de no santificarte a través de la Misa, pues la oración del celebrante en el
canon señala para nosotros esta verdad. Se inclina y le pide a Dios
humildemente: «para que cuantos participando de este altar recibamos los
sacrosantos Cuerpo y Sangre de tu Hijo seamos colmados de toda
bendición y gracia celestial. Por el mismo Cristo Nuestro Señor...»
¡Qué íntimo es el contacto que Dios permite! La antífona de la
Comunión, dicha con frecuencia en las Misas en honor de Nuestra Señora,
dice así: «Bendito es el vientre de la Virgen María que llevó al Hijo del
Padre Eterno». Cuando te retiras del comulgatorio llevas en tu ser al
mismo Hijo del mismo Padre. Eterno. ¿No estás bendito en ese momento
con la misma bendición que María conoció en su maternidad? Cierto que
le llevas de manera distinta y por un motivo diferente, pero le llevas.
Y ¿sabes con exactitud por qué motivo le llevas? Lo sabrás, si
imaginas por qué razón Dios se ofrece, «bajo las apariencias» del pan y del
vino. Lo hace por saciar el hambre y la sed fundamentales de tu ser; David
te describía la vida al exclamar: «Dios, tú eres mi Dios; a Ti te busco
solícito, sedienta de Ti está mi alma, mi carne te desea como tierra árida,
sedienta, sin aguas» (Sal 62, 2). Ese eres tú. Esa es la sed de tu ser. Tú
tienes una sed desértica de Dios. Tú eres un famélico hambriento de Él.
Por eso te dice Cristo: «Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre
verdadera bebida... El que come mi Carne y bebe mí Sangre esta en Mí...»
(Juan 6, 55-56). También dice: «En verdad os digo que si no coméis la
Carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en
nosotros» (Juan 6, 53).
¡Cómo te ama Dios! ¡Se convierte en tu comida y en tu bebida para
que puedas vivir!
Detente a pensar un poco más. El pan es comida. A los hombres
nunca deja de gustarle. Da la vida; es sustento. Cristo es nuestro Pan vivo
—el Alimento de nuestras almas—. Al entregarse como Pan, nos entrega
nuestra vida real y la sustenta; porque, en vez de asimilar este Pan en
nosotros, somos nosotros asimilados por Él y cada vez nos convertimos
más en lo que somos: Cristo.

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El vino es bebida, pero es más que bebida; más que agua clara que
calma la sed. El vino alegra. El mismo Dios nos. lo dice a través del
Eclesiástico: «Alegría del corazón y bienestar del alma es el vino bebido a
tiempo y con sobriedad» (Eclo 31, 36). Cuando Cristo se nos entrega bajo
el aspecto del vino pretende algo más que calmar nuestra sed. Quiere
llenamos de alegría. Querría que fuésemos felices con su propia felicidad,
que procede de su propia santidad. San Ignacio de Loyola lo comprende
así, y rogaba, como nosotros deberíamos rogar: Sanguis Christi, inebria
me (Sangre de Cristo, embriágame). Ha habido quien ha definido a los
hombres verdaderamente religiosos como «embriagados de Dios».
Ya comprenderás ahora por qué Dios eligió esos signos esenciales.
Quería señalar claramente su propósito de entregarse a ti. Viene para dar la
vida y hacerte feliz. Este pan da la única vida verdadera. Este vino da la
única alegría sincera.
Los sacramentos efectúan lo que simbolizan. Este sacramento
simboliza y efectúa tu santificación. Por eso es por lo que vives, en
realidad; para ser colmado por Dios, que es la única santidad. Contempla
los signos del sacramento eucarístico y ve cómo representan la causa, la
esencia, la última meta de tu santificación. La causa de tu santificación es
la Pasión, la Muerte, la Resurrección y la Ascensión de Jesucristo. Las
cuatro cosas están en la Misa. La esencia de tu santificación consiste en tu
participación en la vida misma de Dios. En la Misa tienes al Dios vivo, que
se te ofrece, precisamente, para que puedas participar en su vida. La meta
final de tu santificación es la vida eterna, con el Dios eterno y la gloria sin
fin. Santo Tomás de Aquino te lo dice en su Sacrum Convivium: en ésta
participación de la vida y del vivir con Dios recibes un pignus futurae
gloriae; «una promesa, una semilla de tu futura gloria».
Luego estos signos no son conmemorativos de una cosa pasada: la
Pasión, la Muerte, la Resurrección y la Ascensión de Cristo. Son también
demostrativos de algo presente: de la vida ganada a través de esa Pasión,
de esa Muerte, de esa Resurrección y de esa Ascensión: la gracia. Y,
finalmente, son también signos proféticos de tu futuro: tu gloria con el
Dios de la gloria.
¡Toca a Dios y vive! ¡Prueba a Dios y verás cuán dulce es! Hazlo
abriendo tu ser de par en par a Dios para recibirle en él.
Hay aún que aprender otra lección de éstos signos. Por su naturaleza
propia y por todo cuanto significan, estos signos te dicen por qué la Santa
Eucaristía no es como el Bautismo: para recibirse una sola vez en la vida.

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Tu asidero a la vida humana es tan frágil que podríamos decir que tienes
que reconquistarla varias veces al día. Para eso es para lo que tomas
alimento y bebida. El mundo, con sus distracciones y atracciones
tentadoras; la carne, con sus exigencias, a veces tan imperiosas; el de-
monio, con su consumada astucia, y, tal vez, sobre todo tu propio egoísmo,
tienden cada hora a debilitar el asidero de tu vida y de tu amor a Dios. Tú
te asirás fuertemente a esa vida e inflamarás ese amor haciéndole cada vez
más ardiente si abrazas a Dios de la manera en que Él desea ser abrazado
en la Santa Comunión, y lo haces a diario, pues a diario necesitas esa
Comida y esa Bebida.
Vida—vida más vigorosa aún—es el propósito de la condescendencia
de Dios al ofrecerse a ti para este abrazo de amor llamado Sagrada
Comunión. En ella recibes, no sólo a Dios vivo, sino a la vida misma de
Dios. Dios se te entrega precisamente para que puedas tener «vida más
abundante». Por eso decía San Agustín: «El que quiera vida ya sabe en
quién debe vivir y. de quién ha de tener vida. Que se aproxime y crea.
Tiene que dejarse incorporar para poder ser vivificado... Entonces vivirá en
Dios y para Dios.»
Pero todavía tú puedes decir más. Puedes añadir que vivirás al mismo
tiempo para los hombres.
Porque la vida que recibes en la Sagrada Comunión es la vida de
Cristo. Y el Cristo vivo es la Cabeza del Cuerpo Místico. Tú eres su
miembro. Por tanto, cuando le recibes, no sólo alimentas la vida de Dios
en tu propia persona sino la vida de Dios en todas las personas que son
miembros del Cuerpo Místico. Cuanto más fuerte seas espiritualmente,
más santo te vuelves con la santidad misma de Dios, y cuanta más vida de
Dios tengas en ti, el Cuerpo Místico de Cristo será más fuerte, más santo,
más colmado de la vida de Dios. Porque así como en la vida humana todos
los miembros están afectados unos por otros, porque constituyen una uni-
dad, igual ocurre en el Cuerpo Místico de Cristo, que constituye asimismo
una unidad y disfruta de una total armonía sagrada y sublime.
Así, en la Misa, Cristo es el verdadero Cristo amante, y tú le ayudas a
serlo. Es como si estuviera luchando para responder a su propia oración
cuando ofreció su primera Misa: «Para que puedan ser uno». El amor ansia
la unidad tan ávidamente como la unión. La unión de Cristo contigo en la
Santa Comunión adelanta en cierto modo la unidad de todos sus miembros
místicos, tanto entre ellos como con Él. Regocíjate, pues, de la opor-
tunidad que tienes de amar a Dios y a los hombres si te amas a ti mismo
sabia y sinceramente en la Misa y en la Santa Comunión.
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El amor da. El amor total se da totalmente. Pero, puesto que el amor
sólo puede existir entre personas, es evidente que para entregar todo el
amor, es el ser, el ser por entero, lo que ha de ser entregado. Eso es
exactamente lo que Cristo hace en la Misa. Y podemos decir con verdad
que, a pesar de ser todopoderoso, Dios no puede hacer en la Misa más de
lo que hace; que, a pesar de ser infinitamente sabio, no puede ocurrírsele
nada más sabio que la Misa; a pesar de ser infinitamente bueno, no puede
desear nada mejor que la Misa; a pesar de ser infinitamente santo, no
puede regalar más santidad de la que regala en la Misa, y que; a pesar de
ser infinitamente amante, no puede amar más plenamente de lo que lo hace
en el santo Sacrificio, que culmina en el sagrado banquete llamado la
Sagrada Comunión.
Pero el amor es un «intercambio». Por eso, tras de ver lo que Dios, te
ofrece en la Misa, tienes que mirar a ver qué puedes ofrecer tú a Dios en
este mismo acto de amor.
En el santo Sacrificio, Dios te concede lo que se llaman las tres
grandes intimidades del amor: las de la vista, del oído y del tacto. Tú ves a
Dios. Tú oyes a Dios. Se te concede el abrazo más íntimo del amor. Pero si
la Misa ha de ser ese «milagroso intercambio», tienes que ser tan generoso
con Dios como Él lo ha sido contigo.

91
SEGUNDA PARTE

TÚ ESTÁS EN LAS MANOS DE DIOS

92
CAPÍTULO VI

ASÍ ES COMO APARECES A LOS OJOS DE DIOS

LA PRIMERA INTIMIDAD DEL AMOR.

¡Oh, si alguna Potencia nos otorgara el don


de vernos a nosotros mismos como los demás
nos ven!

¿Quién no ha dicho esto alguna vez, o al menos ha tenido ganas de


decirlo? Pero ¿qué cuenta realmente la imagen reflejada dentro de los ojos
o en el pensamiento de los demás cuando el fin se halla en la balanza?
Prácticamente, lo único que debería preocuparnos es cómo aparecemos a
los ojos de Dios. Para vernos como Él nos ve, no precisamos que des-
cienda desde arriba alguna gracia sobre nosotros. Lo que nos exige es una
gran sinceridad desde abajo, absolutamente nuestra. Si hacemos acopio de
toda la humildad posible—sinónimo de sinceridad—, averiguaremos cómo
aparecemos a los ojos de Dios. Sobre todo en la Misa.
Dios nos ve como somos, por ser Él el Dios que todo lo ve. Nos mira
y nos encuentra muy dignos de amor.
Espero que esto te escandalice. Espero que te produzca una reacción
tan violenta que te haga prorrumpir en un torrente de preguntas centradas
todas en ésta: ¿Por qué ha de amarme Dios?
Te lo voy a decir. Te lo voy a decir con exactitud. Te lo voy a decir
con rigor de verdad. En el fondo, porque Dios se ama a Sí mismo. Más
aproximado resultaría decir que porque Dios ama a su Unigénito. Y más
todavía que porque Dios está agradecido a ti.
Haz el favor de reservar tu juicio hasta que hayamos meditado esto
juntos. Cuando estás en Misa sólo te puedes encontrar en uno de dos esta-
dos, pues no existe una tercera posibilidad. O te encuentras en estado de
gracia o estás en pecado. Dios te ve tal y como eres. Sabe infaliblemente
93
en el estado que te encuentras, Y sea cual sea ese estado, Él te mira con
amor. No sólo porque eres digno de amor, sino porque prácticamente has
sido y seguirás siendo mientras estés en la tierra el especial objeto de su
amor y de su amar.
Tú eres la corona de la creación visible de Dios; el resultado final de
su amor difusivo. Y Él, que es Amor, te hizo a su propia imagen y
semejanza. Contemplándote con ojos que todo lo ven, ¿cómo puede
encontrarte sino digno de amor? Shakespeare tenía razón y era realista al
hacer exclamar a Hamlet: «¡Qué obra tan magnífica representa el hombre!
¡Qué noble en su razón! ¡Qué infinito en sus facultades! ¡Qué expresivo y
admirable en sus formas y movimientos! ¡Qué semejante al ángel en
acción! ¡En la aprehensión, como un dios!» Tal vez quieras recordarme
que Hamlet terminó este soliloquio con el grito: «Y, sin embargo... ¿cuál es
la quintaesencia del polvo?» Si lo hicieras, yo te recordaría uno de los
versos más verídicos que se hayan escrito en este desquiciado siglo
nuestro: «¡Recuerda, polvo, que tú eres el esplendor!» Esto se dice sin
referencia alguna a la gloria futura. Esto se dice del hombre, tal y como
está en el tiempo presente, pues es un esplendor suficiente para ser la
imagen y semejanza de Dios, Pero después del Bautismo, y cuando estás
en Misa, Dios te ve con un esplendor todavía mayor, pues entonces te ve
«en aquel» que es llamado Splendor Paternae Gloriae (Esplendor de la
gloria del Padre). Si fuiste digno de ser amado por la creación, aún más
digno eres de serlo por la re-creación.
Claro es que puedes aducir que todo esto podría ser cierto sobre tu
persona si hubieras conservado la inocencia bautismal y hubieras ido
adelantando en virtudes, pero que tal y corno están las cosas, tú has sentido
a veces—y con razón—que «de todos los puñados de barro amasados por
el hombre» el más sucio eres tú. Bueno, aceptemos que Dios, al mirarte en
Misa, te encontrará, en efecto, así. ¿Qué harías entonces? Tendrías razones
más firmes aún para ofrecer la Misa con todas las fuerzas de tu ser, y, al
hacer ese ofrecimiento, Dios te encontraría más digno de amor, pues
estarías realizando plenamente el propósito fundamental del Cenáculo, de
la Cruz y del Sepulcro vacío, ya que Cristo, como sabemos, murió por los
pecadores. La Misa es el recuerdo vivo de aquella muerte; un recuerdo
convertido en presente para dar vida, la vida gloriosa ganada para los
pecadores por el Hijo de Dios.
Con frecuencia decimos que el Dios-Hombre murió para glorificar a
Dios. Estamos en lo cierto. Pero también lo estamos cuando decimos que
el Dios-Hombre murió para glorificar al hombre. De hecho, no hay otro
94
camino de glorificación para nosotros salvo el del Dios-Hombre que se
ofreció y es ofrecido en la Misa. San Pablo lo expresa de manera muy
concisa cuando dice: «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por
nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5, 21). Fíjate
bien en esas dos palabras «por nosotros». ¿Qué pueden significar sino que
Dios nos encontró a ti y a mí dignos de amor aun antes de tener su gracia
en nosotros; lo bastante amables, a pesar de nuestros pecados, como para
enviarnos a su Hijo único para que viniésemos a ser «justicia de Dios»?
Por todo ello, en la Misa, aunque estés en pecado, Dios te encuentra digno
de su amor. Y tú deberías encontrarles tan dignos de amor a Él y a su Hijo
que el mismo estado de pecado en que te encuentras te espoleará a ofrecer
su sacrificio y el tuyo—la Misa— de manera mucho más íntima, más
agradecida.
Con toda sinceridad, son demasiadas las personas buenas que se
consideran «indignas» de ofrecer la Misa. Pero ¿qué ser humano, qué
ángel o qué arcángel, qué querubín o serafín podría ser lo bastante digno
para ofrecer Dios a Dios? Ningún hombre lo es. Ningún hombre lo será y
ningún hombre necesita serlo. Porque el Unico que es y será siempre
digno, es el principal oferente de cada Misa. Cristo ofrece a Cristo; le
ofrece en expiación. Esa es la verdad que nos reconforta a todos.
Ofrecemos la Misa «a través de Cristo, con Cristo y en Cristo», no porque
seamos dignos, sino precisamente porque no lo somos. Ofrecemos al
«Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo», y, como nos enseñó
el Concilio de Trento, «el Señor, aplacado por esta oblación, y
concediendo el don y la gracia de la penitencia, perdona incluso los delitos
y los pecados más odiosos» (Ses. XXII, cap. 2). Esto no quiere decir que
en la Misa se perdonen directamente nuestros pecados mortales. Quiere
decir sólo que en la Misa, Dios nos encuentra lo bastante amables para
concedernos, a causa del ofrecimiento de la Misa, la gracia necesaria que
conduzca a nuestros sentidos sobrenaturales y nos empuje al sacramento
de la Penitencia en la disposición adecuada.
La Misa no sólo es la Pasión; es asimismo la Resurrección. Dios, al
poner sus ojos en un pecador, lo hace con amor, pues ve en su alma a
Cristo dispuesto para la gloria de la Resurrección. Puede muy bien ocurrir
que Dios esté esperando este acto de amor—esta Misa—para convertir tu
alma en una Pascua.
Cuando Jesucristo se dirigió a la orilla del río Jordán e insistió en que
Juan el Bautista le bautizara, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo des-
cendió en forma de paloma, y se escuchó la voz de Dios Padre, que
95
exclamaba: «Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis
complacencias» (Mat 3, 17). A ese Hijo, que es el amado de Dios, te
incorporaste en tu Bautismo. Pero la Cabeza y los miembros de este
Cuerpo Místico forman, solamente una Persona mística, el Cristo
completo. Por tanto, es «en Cristo Jesús»—a quien el Padre ama:— como
el Padre te ve en Misa. ¿Cómo podría verte, si no, digno de amor?
Pero Dios no te ve sólo como miembro; te ve también como
sacerdote. Por eso, te ve como alguien de quien su Hijo necesita. Por
extraño que esto pueda parecer, es una verdad indiscutible. Dios te
necesita. Si ha de elevarse desde esta tierra nuestra el único Sacrificio que
ha de glorificar a Dios, Dios te necesita. Entonces, puesto que sirves a una
necesidad de su Unigénito, Dios te mira con un amor agradecido. '
Esta verdad puede cambiar toda tu vida, demostrarte cómo has de
sacar más fruto de la Misa y cómo santificarte cada vez más a través del
santo Sacrificio, pues te precisa, en términos exactos, cuán importante eres
para Dios. El Calvario ha terminado. Cristo sufrió la Pasión y murió con
esta exclamación en los labios: «Todo está acabado» (Juan 19, 30). «Padre,
en tus manos entrego el espíritu» (Luc 23, 46). Pero el Calvario es para
siempre. Pues aquel Cristo que exclamó: «Todo está acabado», es el
mismo que había ordenado a los que estaban en el Cenáculo: «Haced esto
en memoria mía» (Luc 22, 20). En otras palabras, aquel único Sacerdote
del Nuevo Testamento deseaba que este único sacrificio del Nuevo
Testamento fuera ofrecido «desde el orto del sol hasta el ocaso» (Mal 1,
11). Pero ¿cómo Sería posible esto si no fuera por ti, por mí, por los
miembros de su Cuerpo Místico? ¡Con qué nitidez nos hace ver esto a cada
uno de nosotros la verdad sobre la Misa! Cristo no padece de nuevo. Pero
Cristo hace que su Sufrimiento, su Muerte y Resurrección—su Sacrificio
—estén presentes de nuevo en la Misa. Aquí es Sacerdote, como lo fue allí.
Aquí es Víctima, como lo fue allí. Pero aquí, la manera de hacer su
ofrecimiento es distinta de cómo fue allí. Allí se ofreció con sus propias
manos. Aquí se ofrece a través de tus manos, a través de las manos de
todos los sacerdotes.
Esto es un misterio, profundo desde luego, pero en manera alguna
oscuro. Lo envuelve el reflejo de la gloria de Dios, que hace más clara la
gloria resplandeciente del hombre. Quizá falten palabras para describir esta
maravilla, pero podemos decir con exactitud que Cristo nos dio su
Sacrificio para ser presentado en forma sacramental; El Calvario del
pasado se convierte en realidad bajo los signos que efectúan lo que
significan. El Cuerpo y la Sangre del vencedor del Calvario—el Cristo
96
glorificado—se hacen presente en nuestros altares bajo los signos
sacramentales del Pan y el. Vino. Pero, para que aquel glorificado
vencedor pueda estar presente, es preciso que un hombre como yo, or-
denado por un obispo, se ponga a disposición de Cristo, le entregue su
respiración, sus manos, su pensamiento, su corazón, su voluntad y todo su
ser, a fin de que el propio Cristo pueda utilizarle como instrumento, y, a
través de él, vuelva a decir y a hacer lo que dijo y lo que hizo en el
Cenáculo: tomar el pan, bendecirlo, partirlo y darlo diciendo: «Tomad y
comed. Este es mi Cuerpo.» Luego, después de bendecir el vino, dijo:
«Bebed. Esta es mi Sangre.» Con ello convierte Cristo el Calvario, y todo
cuanto el Calvario supone y abarca, en una realidad presente. Con ello se
hace presente a nosotros como sacrificio y como sacramento. Pero in-
sistamos de nuevo en que, para realizar esta maravilla y este misterio,
necesita sacerdotes.
El Concilio de Trento aclaró el misterio en cuanto pudo ser aclarado
con tres importantísimas palabras: La Misa es una conmemoración, una re-
presentación y una aplicación: Es conmemoración puesto que el Calvario
terminó en el año 33 «del Señor». Es re-presentación por cuanto
Jesucristo, víctima y vencedor del Calvario, vuelve a hacerse presente
mediante la transubstanciación en cada uno de los lugares en que Un
sacerdote ordenado consagra el pan y el vino. Es aplicación, puesto que los
méritos ganados por Jesucristo en el Calvario se derraman a través de la
Misa.
. Estudiando esas tres importantísimas palabras, se comprende cómo
podemos atrevernos a decir que, mientras el Cristo físico redimió, el Cristo
místico es el que salva. La Redención se llevó a cabo cuando Cristo
exclamó: «Todo está acabado.» Pero la salvación, en cuanto a nosotros
concierne Como individuos, no ha hecho más que comenzar. El manantial
de toda santificación y de toda salvación es Jesucristo, que es el mismo en
la Misa que en el Calvario. Santo Tomás de Aquino dice que «a través de
su triunfo en la Cruz alcanzó Jesús el poder y el dominio sobre los
gentiles». Y Pío XII añade: «Con esa misma victoria aumentó ese inmenso
tesoro de gracias, que, al reinar glorioso en el cielo, derrama
generosamente de continuo sobre sus miembros mortales»; principalmente
a través de la Misa (cf. Mystici Corporis, núm. 37).
Aquí tienes, pues, por qué el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios
Espíritu Santo te contemplan con especial amor; a través de ti, contigo y en
ti, Cristo, el único Sacerdote de la nueva Ley, puede ofrecer hoy su
Sacrificio por el mismo motivo que se ofreciera a Sí mismo en el Calvario
97
hace tanto, tanto tiempo, por la gloria del Padre y la salvación del mundo.
Te necesita como coadjutor; y en el Bautismo te ofreciste como tal. Esto es
un misterio profundo. Pero no creas que es una doctrina personal. Esta
verdad maravillosa y alentadora fue enseñada pública, oficial y
universalmente por Pío XII en su magnífica encíclica sobre el Cuerpo
Místico. Dijo: «Porque Cristo, la Cabeza, ocupe un puesto tan eminente,
no debemos pensar que no lo requiera, ayuda del Cuerpo.» Lo que San
Pablo dijo sobre el organismo humano puede aplicarse igualmente a ese
Cuerpo Místico: «la cabeza no puede decir a los pies: no os necesito». Por
muy maravilloso que parezca, Cristo precisa de sus miembros. El sabio y
santo Pontífice añadía: «Esto no ocurre porque Cristo sea indigente o
débil, sino más bien porque así lo ha querido para mayor gloria de su
Iglesia inmaculada. Muriendo en la Cruz legó a su Iglesia el tesoro
inmenso de su Redención; a lo cual ella en nada contribuyó. Pero cuando
llega a la distribución de gracias no se limita a compartir con su Iglesia
esta obra de la santificación, sino que quiere que, en cierto modo, sea
debida a la actuación de ésta» (Mystici Corporis, núms. 54 y 55).
Tú sabes bien cuál es esa actuación en su más alto grado: el acto de
amor llamado Misa. La vida misma tendrá mayor significado cuando
despiertes a la verdad de que de ti y de tu manera de ejercer tu poder
sacerdotal depende tu propia salvación y la de otros muchos. Los hombres
son salvados por los hombres, especialmente por el ofrecimiento de la
Misa. Y, más aún, la eficacia misma de este todopoderoso sacrificio
depende, hasta cierto punto, de tu santidad personal. ¡Cómo desafía esto a
la vida y cómo incita a vivir santamente!
La Misa, en cuanto ofrecimiento de Cristo, no sólo es siempre
perfectamente aceptable para Dios, sino que, al mismo tiempo, tiene un
valor infinito. Pero en cuanto ofrecimiento tuyo, mío y de todos los demás
miembros del Cuerpo Místico, no siempre resulta completamente
aceptable, ni en consonancia tan valiosa y efectiva como debiera. Este
hecho puede y debe humillarnos. También debería servirnos de acicate.
Podemos limitar esta efectividad al gran acto de amor de Dios; nosotros,
seres finitos, podemos poner límites al verdadero torrente de vida de Dios
que el Hijo infinito del Padre infinito hizo posible. Pues la efectividad de
todas y de cada una de las Misas depende, no sólo de la santidad de toda la
Iglesia, que se la ofrece a Cristo, sino de la santidad individual del
sacerdote que consagra, así cómo de la santidad de los fieles presentes que
participan en el sacerdocio de Cristo y se encuentran allí para ofrecer Dios
a Dios.
98
El sabio y santo Mauricio de la Taille, S. J., profesor de Teología en
la Universidad Pontificia Gregoriana, autoridad reconocida mundialmente
sobre el santo Sacrificio, autor del brillante y profundo libro Mysterium
Fidei, escribía: «Es, pues, de la mayor importancia que en la Iglesia haya
muchas, muchas personas muy santas. Las gentes devotas, hombres y
mujeres, deberían ser apremiadas por todos los medios a una mayor
santidad para que a través de ellos aumente el valor de nuestras Misas, y
la voz incansable de la Sangre de Cristo, clamando desde la tierra, pueda
resonar con mayor claridad e insistencia en los oídos de Dios. Su Sangre
clama en los altares de la fierra, pero, como clama a través de nosotros, se
desprende que, mientras más ardiente sea el corazón y más puros los
labios, con más claridad será escuchado este clamor desde el Trono de
Dios. ¿Quieres saber por qué durante tantos años después de Pentecostés
se propagó tan maravillosamente el Evangelio? Por la gran santidad del
pueblo cristiano; porque existía la pureza de corazón y de mente y la
caridad, que resume todas las perfecciones. Encontrarás la respuesta si
recuerdas que en aquellos tiempos la Madre de Dios vivía aún en la tierra
prestando su preciosa ayuda en todas las Misas celebradas por la Iglesia, y
dejará de asombrarte el que después nunca haya tenido la cristiandad una
expansión tal ni un progreso espiritual semejante. Porque, aparte de la
primera gracia, que con respecto a la Iglesia correspondió a la venida del
Espíritu Santo, todas las demás gracias, por decirlo así, tienen que
obtenerse de Dios mediante su ayuda. Esas gracias las conseguía entonces
la Iglesia, y las consigue actualmente, en menor medida, desde luego, pero
siempre en una medida digna de Dios y suficiente para los elegidos.
Nuestro empeñó más sincero debería ser su aumento diario de eficiencia y
de valor. Que el ofrecimiento de la Iglesia aumente de día en día en valor y
en eficiencia mediante el aumento de la santidad en sus miembros» (4).
Dios te mira con amor. Esto no tiene vuelta de hoja. Pero ahora ya
comprendes por qué la amorosa mirada de Dios puede estar llena de
ansiedad. Su único Hijo te necesita como miembro místico y sacerdote
oferente. Y lo que es más: la eficacia de este acto de amor—la. Misa—
depende de tu grado de santidad. Dios te mira con amor y con ojos casi
suplicantes... Su orden es ésta: «Sed santos...» Y más que una orden, esto
es un ruego.
Francisco Suárez, el virtuoso y tal vez el más sabio de todos los
teólogos jesuitas, enseñaba que «cuanto más santos son los sacerdotes, más
4
M. de la Taille: Mysterium Fidei; lito. 2, De sacrificio ecclesiástico, París, 1921,
pág. 299.
99
beneficiosos para los fieles resultan sus sacrificios». Cierto que se refería a
los sacerdotes que consagran; pero lo que de ellos decía puede decirse de ti
con igual verdad. Cuanto más santo seas más beneficiosa será la Misa para
Dios, para su único Hijo, para ti mismo, para el Cuerpo Místico y para la
humanidad entera. Pongo en ese orden a los beneficiarios, pues quisiera
hacerte comprender que de cada Misa resulta un verdadero torrente de gra-
cia que cae, en primer lugar, sobre el sacerdote celebrante, e
inmediatamente, sobre los acólitos, seglares o no. Luego se extiende para
inundar de amor a todos cuantos estáis presentes y habéis ofrecido la Misa,
para dividirse después y bañar en su corriente benéfica a todos los
miembros del Cuerpo Místico, y, por último, a toda la humanidad. ¿Quién,
teniendo este hecho presente, no se afanaría día tras día, hora tras hora,
para que Dios y la humanidad fuesen más ricos? ¿Quién no se esforzaría
en vivir de tal forma que pudiera levantar la vista y decir: «Dios mío, te
amo más hoy que ayer; pero no tanto como te amaré mañana... y todo
gracias a la Misa»?
¿Santificarse a través de la Misa? Ya lo creo, si tienes conciencia de
tu sacerdocio. Si comprendes que cada mañana en la Misa te has puesto
«en Cristo Jesús», tomarás todos los acontecimientos del día como Él tomó
todos los acontecimientos después de su oración en Getsemaní: «No se
haga mi voluntad, sino la tuya.» Te has puesto «en Cristo Jesús» para hacer
la voluntad de Dios, no sólo en las cosas agradables, sino especialmente en
las, cosas que te disgustan. Siempre puedes rogar, como Cristo, que, si es
posible, aparte de ti ese cáliz... Pero nunca dejarás de añadir: «pero no.se
haga mi voluntad, sino la tuya.» Si vives consciente de tu sacerdocio,
considerarás todos los deberes de tu estado en la vida, ya sea el de padre,
madre, esposo, esposa, hermana, hermano, seglar o religioso, como el pan
y el vino, para ser ofrecidos en tu Misa. Y al fin llegarás a verte como te ve
Dios: como «el trigo de Cristo».
He tomado esta expresiva frase de San Ignacio de Antioquía. Era
obispo de aquella primitiva e. importante sede siendo Trajano emperador
de Roma. La leyenda dice que San Ignacio fue el niño a quien Jesús tomó
y, poniéndole ante sus discípulos, que disputaban, les dijo que «mientras
no se hiciesen como aquel niño pequeño» no entrarían en el reino de los
cielos y, mucho menos, ocuparían puestos elevados en dicho reino. Pero
sea cierto o no, el hecho histórico evidente es que San Ignacio se enfrentó
con Trajano y dio un temerario testimonio de Cristo cuando aquel tirano
desencadenó su amarga persecución de los cristianos. Trajano ordenó que
el anciano obispo fuera conducido a Roma para servir de espectáculo.
100
Cuando el barco le llevaba hacia la Ciudad Eterna Ignacio se enteró de que
un cristiano, primo del emperador, se disponía a utilizar su influencia en la
corte para conseguir la liberación del obispo. Ignacio escribió una carta
que constituye un verdadero monumento de la literatura cristiana. En ella
expresó la frase que nos dice a ti y a mí y a todos los cristianos cuál es
nuestra vocación. «Yo soy grano de Dios—escribía Ignacio—y debo ser
triturado por los dientes de las fieras para poder ser considerado como el
pan puro de Cristo.»
No es preciso que ni tú ni yo «seamos triturados por los dientes de las
fieras», pero sí que lleguemos a ser «el pan puro de Cristo», pues, desde
luego, es cierto que somos «el grano de Dios». Esta verdad se engarza
como una joya en el centro mismo de la Misa. Porque la oración del canon,
que sigue inmediatamente a la Consagración, pone de relieve todo el
propósito de nuestra vida al decir: «Ofrecemos a tu excelsa Majestad, de
entre los mismos dones y dádivas que nos has dado, la Víctima pura, la
Víctima santa, la Víctima inmaculada». Esto se refiere a Cristo, que acaba
de venir en persona bajo las apariencias del pan y del vino. Pero tú y yo
estamos en Cristo; somos sus miembros y miembros y cabeza forman una
persona mística, una persona que se ofrece en cada Misa. Esto convierte en
definitiva el hecho de que la Misa no es sólo su Sacrificio, sino también el
nuestro. Somos «el grano de Dios», «el trigo de Cristo». Somos también su
agua...
Como sabes, en cada cáliz de vino que ha de ofrecerse, el sacerdote
celebrante vierte unas cuantas gotas de agua. En signo y en símbolo, tú
eres esa agua. Lee ese símbolo y ve todo lo que representa. Nosotros, los
bautizados, estamos unidos a Jesucristo en una comunidad de vida; en la
Misa expresamos este sublime misterio en un acto de amor, rico en
símbolos y en signos, siendo uno de los más significativos esta mezcla del
agua y el vino. A mediados del siglo ni, San Cipriano, a la sazón obispo de
Cartago, explicaba en términos elocuentes: «Porque Cristo nos llevó
dentro de Sí/porque llevó incluso nuestros pecados, vemos representada
por el agua a toda la humanidad y por el vino a la Sangre de Cristo. Esta
mezcla del agua y el vino es tan íntima, tan estrecha su unión en el cáliz
del Señor, que ya no pueden separarse uno de otro. Cuando el agua se
mezcla en el cáliz con el vino, el pueblo queda asociado a Cristo. Así ocu-
rre con la Iglesia... Nada puede separarla de Cristo o evitar que
permanezca unida a él en un amor indisoluble. Si se ofreciera vino
solamente, se haría presente la Sangre de Cristo, pero sin nosotros; si se
hiciera sólo con agua, el pueblo estaría presente sin Cristo...; pero el
101
pueblo nunca está sin Cristo. Nuestras almas tienen que permanecer con-
vencidas de esta certidumbre alentadora. Nunca estamos solos en nuestro
ofrecimiento; nuestro ofrecimiento está bajo su sombra, perdida en el
océano de su oblación. Esta es la base de nuestra vida, a pesar de nuestra
indignidad. Pero, asimismo, Cristo no está nunca sin su pueblo. Nunca
hizo el ofrecimiento por Sí solo y nunca lo hará sin nosotros. Aquí
entramos en contacto con lo más sagrado del misterio cristiano.»
Aquí está el misterio inimaginable. Aquí está la humildad de Dios.
Aquí está el amor. Fíjate bien: tú puedes expiar a pesar de que Cristo haya
expiado completamente; tú puedes santificar aunque Cristo haya
santificado ya superabundantemente; tú puedes merecer hoy aunque Cristo
ya haya merecido plenamente y, todo ello, hace muchísimo tiempo; tú
puedes ofrecer a Dios, a pesar de que Cristo no sólo se ofreció ya a Sí
mismo, sino que aceptó constituirse en eterno Theotyte. ¡Piénsalo! Puedes
ayudar a Dios, que es la omnipotencia y ayudarle en la obra que completó
hace tanto tiempo. Eso es lo que debe hacer para ti tan deseable cada
aurora y tan valioso cada día: que puedas ayudar a Dios. ¡No ha de
extrañarte que te mire con amor!

102
CAPÍTULO VII

ESTO ES LO QUE DIOS ESCUCHA DE TI EN LA MISA

SEGUNDA, INTIMIDAD DEL AMOR.

Entre las frases más consoladoras de la Escritura está el versículo


décimo del salmo séptimo, que dice: «Dios justo, escudriñador del corazón
y de las entrañas.»
Muchas veces, los humanos tratan de leer nuestro pensamiento y ven
en él cosas que jamás existieron. También con frecuencia tratamos de ex-
presarnos a nosotros mismos, y sólo conseguimos que quienes nos
escuchan digan cosas que no hemos dicho. A veces, las palabras se
disfrazan al pasar de los labios del que habla a la mente del que escucha, y
se oyen cosas que no se dijeron, entendiéndolas en un significado que
nunca tuvieron, captando intenciones que nunca llevaron y que las
desfiguran y enturbian. Pero esto no puede ocurrir con nuestro Dios, con
ese «Dios justo..., escudriñador del corazón y de las entrañas».
Esto es muy consolador, puesto que la oración ha sido definida como
«la elevación del corazón y de la mente a Dios». El salmista asegura que
Dios es un interlocutor que escucha, como es debido, mirando al corazón y
a la mente del que ora. Dios escucha como un amante; escucha todas las
palabras que salen de los labios y todo lo que se queda en el corazón sin
encontrar el camino hasta los labios.
En la Misa se pronuncian muchas palabras. Cada una puede estar
rebosante de significado. Pero, siendo unas frágiles criaturas, sabemos que
muchas veces se habla sólo «de labios afuera» y tememos que se haga, no
sólo entre nosotros los humanos, sino entre nosotros y Dios. Recordemos
que fue Él quien nos habló de quienes hablan y de labios «afuera» con
palabras que aterran a cualquier hombre que medite. Cristo aplicó a los
Escribas y los Fariseos la tremenda palabra «¡Hipócritas!» Y prosiguió
diciéndoles lo que es el hipócrita: «Bien profetizó de vosotros Isaías
cuando dijo: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está
103
lejos de Mí’» (Mat 15, 8). Nosotros no queremos que Dios nos diga eso
jamás, y, sin embargo, a veces, nos preguntamos al rezar si no lo hacemos
«de labios afuera». ¡Cuántas veces, en la oración, o recién terminada ésta,
podríamos decir con Hamlet: «Mis palabras se elevan, mis pensamientos
permanecen bajos; palabras sin pensamientos no llegan nunca al cielo»!
Pero esto podemos evitarlo en la Misa, pues allí, por muy expresivas que
sean cada una de las palabras, cada una es casi muda si se compara con los
susurros de un corazón enfrentado con el gran corazón de Dios, y
rebosante de la recta intención de ofrecer Dios a Dios por el mundo.
La primera obligación del hombre, y también su función final, es la
adoración. La adoración es el primer motivo oficial de la Misa. Por eso, lo
primero que ese Dios, «escudriñador del corazón y de las entrañas» halla
en tu corazón es la Misa, es tu anhelo de adorarle como debe ser adorado.
Para eso viniste a la iglesia esta mañana. Para eso doblas la rodilla, cruzas
las manos e inclinas la frente. El corazón te dice que eres una criatura y
debes adorar a tu Creador. Esta orientación interna de tu ser encuentra la
expresión externa en tus gestos de reverencia. Regocíjate ante la realidad
de que adoras a Dios «en Cristo Jesús», que es el más perfecto adorador
del mundo. San Pablo nos proporciona el plan de Dios cuando escribe a los
Efesios acerca de la voluntad divina que se propuso, realizar en Cristo «en
la plenitud de los tiempos, reuniendo todas las cosas, las de los cielos y las
de la tierra» (Ef 1, 10). Uno de los motivos fundamentales de esa
«recapitulación» es la adoración. El hombre y el universo, cada uno a su
manera, son instinto con adoración. Por eso Dios escucha en la Misa cómo
tu corazón canta Adoro Te, devote (Devotamente te adoro). Al serle fiel a
Dios eres fiel a ti mismo.
Pero la adoración no es cosa simple. El hombre no es tan sólo una
criatura, sino un hijo de Dios. Por ello, tu adoración será una agradecida
adoración y tu gratitud será una-adoración llena de agradecimiento, no
sólo por lo que Dios te ha dado, sino por lo que Dios es. En tu corazón
resonará un Te Deum, aunque esté en tus labios el Gloria in excelsis, pues
estarás rebosante de alabanzas para el Santo de los Santos, que te ha dado
una participación en su santísima Naturaleza.
Te des cuenta o no, Dios adivina otro cántico que brota en tu alma,
pues te oye cantar lo que cantó María en Ain Karim. Tu alma está entonan-
do el Magníficat: «Mi alma magnifica al Señor.» ¿Cómo podría ser de otro
modo si comprendes que Dios te ha hecho grande por la creación, y
después ha aumentado esa grandeza con la recreación al colocarte «en
Cristo Jesús»? Somos muchos los que tratamos de encontrar palabras
104
cuando intentamos agradecer a Dios todo cuanto ha hecho por nosotros, a
nosotros y en nosotros. Por eso hemos de agradecer que «escudriñe
corazones y entrañas».
La adoración, la alabanza y las acciones de gracias se elevan al
Señor, que es nuestro Hacedor; pero como también somos hijos de Adán y
Eva, nuestros corazones no deben conformarse con entonar el Adoro Te, el
Te Deum, el Gloria y el Magníficat. Es necesario también el Miserere. Y
de nuevo podemos regocijarnos de estar «en Cristo Jesús», de que sea «a
través de Jesucristo» como hacemos reparación por nuestros propios
pecados y por los de todo el mundo. Y una vez más podremos agradecer
que Dios «escudriñe corazones y entrañas», porque es en lo profundo de
nuestro corazón en donde entonamos el Miserere. Todos tenemos
conciencia de haber nacido en el pecado y de que desde nuestros
nacimientos no nos hemos visto libres de pecado. Por eso en la Misa
somos Magdalenas a los pies de Cristo derramando lágrimas de
arrepentimiento; somos publícanos en el templo, dándonos golpes de
pecho sin atrevernos a elevar los ojos al cielo; somos el buen ladrón,
confesando que Dios es Dios y pidiéndole que nos recuerde ahora que está
en su reino. Y Dios escucha a nuestros corazones, porque el Amor siempre
escucha.
Aunque es cierto que nuestros corazones y todo nuestro ser
pronuncian el Miserere desde las oraciones que se dicen al pie del altar a
través de la marcha firme y serena del santo Sacrificio, es posible que en
ningún otro momento logremos pronunciar esa palpitante súplica de
perdón con mayor elocuencia que en el Nobis quoque peccatoribus...,
donde golpeamos nuestro pecho en abierta confesión de nuestros pecados
y suplicamos a Dios una participación en su reino, con sus justos...
«A nosotros, pecadores—decimos—, siervos tuyos que esperamos en
la abundancia de tus misericordias, dígnate darnos un puesto en la comuni-
dad de tus santos apóstoles y mártires...» Esta magnífica oración requiere
un examen minucioso. Es un grito de piedad solicitando piedad. Nosotros,
pobres indigentes, que tanta misericordia hemos recibido, pedimos más
aún; la necesitamos. Esperamos recibirla. Y rogamos, confiados, en la
abundancia de tus misericordias. Esa esperanza nos presta el valor
necesario para solicitar algún puestecillo en esa reunión resplandeciente de
amor, de lealtad, de temeridad y de fortaleza.
Pedimos la compañía de Juan el Bautista, que señaló al Cordero que
quita los pecados del mundo, el hombre que descubrió a un reyezuelo sus
odiosos pecados, y pagó con su cabeza su osada sinceridad. Pedimos estar
105
cerca de Esteban, quien de tal modo irritó a los judíos de su tiempo
denunciando sus pecados, que murió bajo una tempestad de piedras,,
rogando, sin embargo, «que Dios no les castigara por este último pecado».
Pedimos estar cerca de Matías— ¡qué nota hace vibrar en el alma el sonido
de su nombre!—, el hombre que ocupó el puesto de Judas en el grupo de
apóstoles, haciendo reparación, en cierto modo, por el delito que culminó,
no en el beso de su traición, sino en esa traición más profundamente
señalada, cometida por un desertor: una traición de la confianza en la
misericordia de Dios. Todos nosotros fuimos como Judas en nuestras
traiciones a Dios. Ahora solicitamos ser como Matías para poder
compensarle.
Deberíamos conocer más que los meros nombres de estos hombres y
de estas mujeres cuya compañía rogamos. Deberíamos conocer algo de la
clase de testimonio que dieron de Cristo. Porque nuestros corazones harían
que también nosotros diéramos un testimonio parecido. Pedimos a Dios
que nos conceda la compañía de Bernabé, el compañero de Pablo, que si
luego se separó de él, disgustado, nunca se separó de Cristo. Querríamos
estar cerca de Ignacio de Antioquía, el vigoroso y anciano obispo que nos
proporcionó la magnífica definición de que somos «granos de Dios» y
«trigo de Cristo». Rogamos a Dios nos conceda la compañía de Alejandro,
el Papa que ordenó mezclar el agua con el vino en todas las Misas. Es en
esta oración en donde reconocemos ser más débiles, como el agua, y, sin
embargo, confiamos en la misericordia de Dios para que nos haga tan
fuertes como el vino.
«El escudriñador del corazón y de las entrañas» escucha la aguda
conciencia que tenemos de nuestra calidad de pecadores, acompañados por
el ardiente deseo de ser fuertes con la fortaleza de Cristo. Escucha el doble
latido de nuestros corazones, uno como acto de contrición por nuestros
pecados, el otro como acto de esperanza por vernos libres de él. Es la
sístole y diástole de estas plegarias que comienzan con el Nobis quoque
peccatoribus... Dios escucha nuestro dolor profundo y nuestra esperanza
ardiente al rogar encontrarnos junto a Marcelino y Pedro, el primero
sacerdote, el segundo sólo exorcista, pero ambos lo suficientemente fuertes
en su amor para señalarse como «los dos vencedores» en la más feroz de
todas las feroces 'persecuciones—la de Diocleciano—. Pedimos mucho,
pero pedimos «en Aquél y a través de Aquél», que dijo: «Pedid y
recibiréis.»
Esta magnifica oración nos incita a seguir pidiendo la compañía de
siete mujeres mártires aún. Su sexo, su juventud, sus diferentes estados en
106
la vida, nos hablan a todos de nosotros y para nosotros. Decimos a Dios
que nos escuche atento, que quisiéramos estar al lado de Perpetua y de
Felicidad: la primera, patricia de veintidós años, madre de un niñito, que
solía tentar a Perpetua a cometer faltas; Felicidad, una esclava, madre de
siete hijos, que se hallaba embarazada otra vez al ser detenida. Tuvo un
hijo en la prisión y, como escribió el viejo cronista, «fue de la sangre a la
sangre, de la comadrona al gladiador, para purificarse después de su parto
como en un segundo Bautismo». Perpetua, la patricia, pidió del tribuno
permiso para ponerse un vestido adecuado antes de ir al anfiteatro; luego
se peinó elegantemente y, tomando a Felicidad de la mano, se dirigió con
orgullo hacia el martirio. Lo gozoso de ese grupo es atractivo para quienes
vivimos en estos oscuros tiempos.
Después de Perpetua y Felicidad nombramos a cinco jóvenes
vírgenes, con quienes desearíamos reunimos. Algunas de ellas fueron
arrancadas de sus salones y arrastradas a los burdeles para padecer lo que
San Ambrosio llamaba «doble, martirio: el de la honestidad y el de la
religión». Según parece, Agueda dijo a su juez, el gobernador de Roma,
que «sus palabras no eran más que viento, sus promesas lluvia y sus
amenazas torrentes pasajeros», asegurándole que por muy duramente que
estas cosas la sacudieran sería inconmovible «porque tenía sus cimientos
en la roca de Cristo».
Inés, el tierno cordero de Dios, con apenas trece años de edad, era
mucho más sabia que ninguna de las antiguas paganas de Roma. Se dice
que «no se encontraron esposas lo suficientemente pequeñas para sus
muñecas». Podríamos añadir que tampoco se encontraría medida lo
bastante grande para su corazón.
Cecilia es la siguiente de nuestra lista. Es quien trae la música a
nuestra letanía, pues esta protectora de Roma está considerada como
patrona de la Música. Murió bajo Marco Aurelio. La mención de su
nombre debería borrar cualquier idea que del estoicismo pagano conserve
nuestro corazón. Los pensamiento de Marco Aurelio han, sobrevivido
demasiado. Ha sido y es considerado como un hombre bueno y grande,
pero el recuerdo de Cecilia nos hace desconfiar de ese juicio.
En Lucía y Anastasia, colocadas a continuación en la Liturgia,
encontramos unidos a Oriente y Occidente. Lucía, denunciada por su
prometido, nos muestra al Occidente en toda su bravura; mientras
Anastasia, que se dice fue alumna de Crisógono, nombrado en el canon de
la Misa, no sólo une al mundo griego y al romano, sino también los fines

107
de la vida de Cristo, pues nació el día del cumpleaños de Jesús—Navidad
—y. su nombre quiere decir resurrección.
Podríamos conocer la compañía de estos mártires en nuestros tiempos
de martirio tanto en Oriente como en Occidente, en los que la nueva barba-
rie, llamada comunismo, trata a los cristianos como los trataron Nerón,
Trajano, Diocleciano y los demás brutales emperadores romanos.
Nosotros, débiles cristianos, hemos de rezar este Nobis quoque
peccatoribus y solicitar aliquam partem (una pequeña parte), y pedir
también la societatem (la compañía) con aquellos mártires antiguos. Pero
siempre lo pedimos non aestimator meriti (no cotizando nuestros propios
méritos), sino veniae largitor, confiando en la misericordia de nuestro
Amante, nuestro Padre y nuestro Dios.
Me dirás que nunca has ofrecido la Misa con conocimiento semejante
de estos mártires, ni comprendiendo las referencias personales que encie-
rran estas oraciones. Pero recuerda, por favor, que el sacerdote del altar es
tu representante; es el mediador entre vosotros y Dios. Y luego tampoco
olvides nunca que el principal oferente en ésta y en todas las misas es
Jesucristo. Por ello puede decirse con certeza que «el escudriñador del
corazón y de las entrañas» escucha y oye al Sagrado Corazón cada vez que
la Misa es ofrecida.
Pero aunque Dios se complazca escuchando cada Misa, se
complacerá más especialmente cuando te oiga decir a través de tu
representante y «en Cristo Jesús»: «Amonestados con preceptos saludables
e informados por la enseñanza divina, nos atrevemos a decir: Padre
nuestro...» Podemos sentirnos osados, con la osadía de los hijos muy
amados, pues hemos recibido «el espíritu de adopción por el que
clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 15-16).
Como sabes, esta oración viene cuando termina el canon. Es
sumamente adecuada, pues ninguna otra compuesta por el hombre podría
contener la sublime majestad que se encuentra en el canon ni ser
compatible con el ambiente sagrado que sigue a la Consagración. Ninguna
oración, excepto la que nos enseñó el propio Jesucristo—el Padre nuestro
—podría formar la transición debida entre, la Consagración y la
Comunión. Ni podría encontrarse o componerse otra que sugiriera la
unidad de la Iglesia antigua con la Iglesia de hoy y la Iglesia de mañana.
Durante dos mil años, los hijos del mismo Padre han levantado su
pensamiento y su corazón como nosotros hacemos, en un clamor de

108
«¡Abba, Padre!» Mientras dure la tierra y existan sobre ella hijos de Dios,
ese mismo clamor seguirá escuchándose.
Esta magnifica oración expresa el corazón de cada uno de nosotros, y
a la vez el corazón y el misterio mismo de la humanidad. Es también un
resumen de toda la Misa, ya que nos lleva desde la adoración y la acción
de gracias a la expiación y a la petición; los cuatro propósitos del Calvario
y de todas las Misas. En ella se contienen las frases más majestuosas que
saldrán jamás de los labios del hombre, así como los más profundos
anhelos de todos y de cada uno de los corazones humanos. No es de
extrañar que la Liturgia griega de Santiago introduzca la oración con esta
súplica: «¡Oh Señor!, Tu que amas a la humanidad, haznos dignos de que
con libertad y sin condena, con corazón puro y alma iluminada, con rostros
sin rubor y labios santos, te llamemos a Ti, Dios santo y Padre celestial,
diciendo: Padre nuestro...»
Tertuliano aseguraba que esta oración era un completo resumen de
todo el Evangelio. Verás que esta afirmación es fundada si estudias Tas
diferentes peticiones. ¡Cuán sorprendente es el tono de estas primeras
frases: «Santificado sea el tu Nombre-venga a nos el tu reino.—Hágase tu
voluntad.»! Más semejan órdenes que súplicas humildes. Pero recordemos
que una vez Cristo dijo a Santa Catalina de Génova «que no es suficiente
pedir; hay que ordenar».
Debes ver en esta oración el epítome del canon de la Misa, así como
de la Misa misma, pues ¿qué es la Misa sino un cumplimiento de su
voluntad, la venida de su reino y una santificación de su nombre? Es
también la perfecta adhesión de nuestros corazones y pensamientos porque
conocemos y amamos a Dios tal cual es: le demostramos nuestro amor
cumpliendo su voluntad y santificando su nombre y propagando su reino
mediante nuestras oraciones y nuestras obras.
Claro que aunque nuestro primer objetivo sea la gloria de Dios y la
propagación de su reino, es su voluntad la que nunca olvidamos. La
hermosura de la vida consiste en que, aun aquí en la tierra, estamos
haciendo la voluntad de Dios igual que se hace en el cielo cuando pedimos
—y de nuevo suena más como una orden qué como un ruego—«el pan
nuestro de cada día dánosle hoy». Cierto que Cristo dijo en una ocasión
que «no sólo de pan vive el hombre»... Y, sin embargo, también vive de
pan. Dios responde a esta petición, aunque en la tierra haya hombres que
pretenden no creer que existe una divina Providencia, preocupada de que
la semilla no muera y produzca el ciento por uno, de que las ruedas del
molino giren para que el trigo pueda convertirse en harina, de que los
109
hornos estén calientes para que la masa pueda convertirse en pan. Tu
sincero Pater noster puede poner de relieve ante Dios esta manera de
pensar por parte de otros, porque puedes expiar mediante tus peticiones, ya
que cada pequeño ruego que hagas es adoración auténtica por ser 'una
confesión de la soberanía de Dios.
Pedimos pan, el pan cotidiano, cierto; pero también pedimos el Pan
que bajó del cielo, el Pan vivo que significa para nosotros la vida eterna. Y
cuando recibamos este Pan, Dios escuchará en nuestros corazones el
perdón por todos aquellos que «son nuestros deudores» y nos perdonará
nuestras «deudas».
Pero no podemos olvidar nunca que «Dios escudriña el corazón». Por
eso liemos de perdonar a nuestros Hermanos «de todo corazón» (Mat 18-
36), porque el verdadero perdón tiene que salir del corazón. Cuando
rezamos el «Padre nuestro», tengamos en cuenta la advertencia de Cristo
de que antes de dejar la ofrenda ante el altar, recordemos si alguien tiene
algo contra nosotros, y vayamos y nos reconciliemos con nuestro hermano
antes de hacer la ofrenda de nosotros mismos. Esta petición de
«perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores», no es más que una aplicación de la parábola que Cristo expuso
una vez sobre el acreedor sin misericordia. Nuestro Padre, que está en el
cielo, nos perdonará a nosotros como nosotros perdonamos a los demás.
En esta oración del Pater noster Dios nos tomará la palabra. Pero ¿cómo
es posible no estar repleto de un perdón total y definitivo de todas las
deudas humanas cuando se está a punto de recibir en el alma al divino
Huésped,, que alcanzó el perdón por todas nuestras deudas, que eran
infinitamente más graves, puesto que eran contra nuestro Dios infinito?
«No nos dejes caer en la tentación...» La «tentación» tuvo en otro
tiempo el significado de «tortura», y es bueno rezar esta oración enseñada
por la divinidad para los que afrontan la tortura en una parte tan extensa
del mundo de hoy. Son nuestros hermanos. Y muchos de ellos miembros
del Cuerpo Místico de Cristo.
Cuando llegues a comprender que la Misa es ofrecida por el Cuerpo
Místico, entenderás con claridad que ese Dios que «escudriña los
corazones», oye realmente la Sangre de Jesucristo mientras escucha a tu
corazón y al mío en cada Misa. Esa sangre palpita ahora en su Cuerpo
glorificado; pero es la Sangre que fue derramada por nuestros pecados para
que pudiéramos nacer de nuevo, y esta vez «nacidos de Dios». Dios
escucha a esa Sangre implorando como ninguna otra sangre lo hiciera
desde la creación del mundo. La sangre de Abel fue la primera sangre
110
humana que clamó al cielo. San Pablo nos lo recuerda, y compara ese
clamor con el que Dios escucha cuando los sacerdotes se inclinan sobre los
cálices y dicen: «Tomad y bebed todos de él; porque éste es el cáliz de mi
Sangre, que será derramada por vosotros y por muchos para remisión de
los pecados.» No es de extrañar, pues, que San Pablo diga que esta Sangre
«habla mejor que la de Abel» (Heb 12, 24). La de Abel clamaba venganza.
La de Cristo clama misericordia.
Porque Dios escucha a esta Sangre en la Misa, tú puedes tomar estas
palabras de San Pablo como si fueran dirigidas a ti: «Teniendo, pues,
hermanos, en virtud de la Sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el
santuario que Él nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo,
esto es, de su Carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios,
acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados los
corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura.
Retengamos firmes la confesión de la esperanza, porque es fiel el que la ha
prometido» (Heb 10, 19-23),
Entonces acércate a tu Dios con confianza y como preparación
inmediata para estrecharle amante en la Sagrada Comunión; déjale que
escuche cómo recitas las mismas oraciones que dice el celebrante. No
encontrarás nunca otras mejores. Pues éstas piden por todas las
necesidades de la humanidad y por las cosas que tu propia alma ansía.
Hazlas tuyas.
La primera de estas oraciones te hará retroceder al Cenáculo, pues
empieza con estas palabras: «Señor mío Jesucristo, que dijiste a tus
apóstoles: «La paz os dejo, mi paz os doy»; no mires a mis pecados sino a
la paz de tu Iglesia...» ¡Qué sabiduría encierra ese ruego! Pide a Dios que
aparte sus ojos de tus deudas, que no mire esas realidades que con justicia
podrían irritarle, todas esas mezquindades que han brotado del orgullo, de
la codicia, de la lujuria, de la cólera, de la envidia, de la glotonería y de la
pereza. No mires esas cosas; ruega, fíjate sólo en lo mejor de mí mismo;
mírame en la Iglesia, mírame como miembro del Cuerpo Místico de
Cristo, anegado en la fe de ese Cuerpo; saturado con la santidad de ese
Cuerpo, sagrado con el carácter sagrado de ese Cuerpo, y escúchame
suplicándote paz. Paz para la Iglesia, paz para los que parecen odiar la paz;
paz para toda la humanidad. Si todos disfrutan de paz, podremos esperar
esa unidad por la que Cristo oraba en ese mismo Cenáculo: «para que sean
uno como nosotros somos uno, yo en ellos y tú en Mí» (Juan 17, 22-23).
¿Qué otro significado tienen la Misa y la Comunión sino la paz de Dios, la
unidad de Dios, el amor de Dios?
111
La segunda oración es todavía más conmovedora. Es súplica de
perdón y expresión de tu ansia de unión indisoluble con Cristo, con el
Padre, para quien Él es el camino, y con el Espíritu, que es el Espíritu del
Amor. «No permitas que me aparte de Ti...» ¿Puede pedir más el amor?
Esta es la clase de unión que suplicas en estas oraciones preparatorias.
Dios, a quien le gusta que se le pidan las cosas que más significan para Él
y lo significan todo para sus criaturas, escucha estos ruegos con un amor
que debe estar muy próximo al amor con que se ama a Sí mismo.
La oración final contiene la súplica de que esta Santa Comunión «no
me sea motivo de juicio y de condenación». Esta es la expresión más
perfecta de tu completa confianza de ti mismo. Ha de ser muy grato a Dios
oírnos profesar o pronunciar un abandono total en su bondad y en su amor.
Luego sigues pidiendo que este encuentro personal con tu Dios, que
culmina en el «milagroso intercambio» donde se produce la mezcla de la
Carne con la carne, de la Sangre con la sangre, donde hay una
participación de su Divinidad y una recepción de su Humanidad, sea
salvaguardia para el alma y para el cuerpo en el tiempo y una prenda de re-
surrección y de gloria con Él en la eternidad.
Estas son oraciones muy personales, y hay que darse cuenta de que
aunque la Misa es un acto comunitario, también lo es personal en el más
profundo sentido de la palabra. Elevamos el cáliz y lo ofrecemos pro
nostra et totius mundi salute (por nuestra salvación y la de todo el mundo).
Hay una cosa que se llama egoísmo saludable. Dios nos ordenó amarnos a
nosotros mismos. La respuesta se la damos al sacerdote cuando se vuelve
después del Ofertorio y dice Orate fratres (Orad, hermanos), dándonos la
orden que Dios quiere que observe siempre, incluso en éste, que es el
mayor acto de amor. Nosotros respondemos: «Reciba el Señor de tus
manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, también para
bien nuestro y de toda su santa Iglesia». En primer lugar, hemos de amar a.
Dios. A nadie antes que a Él. A nadie excepto en Él y para Él. Luego
hemos de amarnos a nosotros mismos con un egoísmo adecuado y
saludable. Y, por último, hemos de amar a todos los demás.
Puesto que ésta es la forma en que Dios quiere que recemos la Misa,
le agradaría escucharnos muchos ruegos personales. Esto es el propósito
de los Mementos, uno por los vivos y otro por los difuntos, que puedes
prolongar cuanto desees. Puedes pedir por todos los que te son queridos y
por todos los dones necesarios: salud, prosperidad, éxito en los negocios,
en el colegio, en la vocación, en el mundo social, por el pan y la
mantequilla, por un aumento de sueldo, por conseguir más ventas en el día,
112
para que tengan más y mejor sentido nuestros jóvenes, para que sean
amistosas nuestras relaciones con los parientes políticos... En Misa puedes
pedir cualquier cosa, y puedes pedirlo todo, y estar seguro de que Dios te
escuchará con amor. Claro que Dios conoce nuestras necesidades mejor
que nosotros mismos. Y, sin embargo, le gusta que, le pidamos. Por eso
detalla bien cada uno de tus deseos. Dios te concederá todos los que sean
para tu bien.
Cuando se encuentran los amantes, el corazón habla al corazón. La
Misa es un encuentro de amantes. Por eso deja que tu corazón hable a Dios
de tus parientes, de tus amigos, de tus enemigos. Habíale de tus trabajos,
de tu presente, de tu pasado; de tus éxitos y de tus fracasos; de tus espe-
ranzas y de tus ilusiones; de cada una de tus necesidades. ¡Su corazón te
escuchará! No vaciles, en decírselo todo. Dios desea escucharte, porque
escuchándote escucha, no sólo el amor de tu corazón, sino la adoración de
todo tu ser. Porque cada súplica de ayuda es una confesión de tu
impotencia y de su omnipotencia. Es un acto de humildad por ser una
admisión de tu dependencia y una confesión de su providencia paternal. Es
alabanza, porque al hablarle de tu indigencia, proclamas su riqueza. Tu
petición misma es un tributo de honor y gloria para Aquel a quien se debe
todo el honor y toda la gloria.
¡Y lo más hermoso de todo es que Él comprenderá! Los seres
humanos que más nos quieren no siempre comprenden nuestros deseos o
nuestras palabras. Pero con Dios, nuestro mayor Amante, no puede caber
duda de la claridad con que comprende cada deseo, ni de la interpretación
debida que dará a cada palabra. Dios escucha. Oye. Ama. Por eso deja a tu
corazón hablar al suyo a través del santo Sacrificio, pero especialmente en
esos Mementos: uno por los vivos, otro por los difuntos.
Puede ser un gran consuelo para ti saber que Dios oye realmente a tu
corazón decir lo que David, el «hombre tras su corazón», cantaba:
¡Oh, cuán bueno es Dios para los buenos,
para los limpios de corazón!...
Si se exacerbaba mi corazón
y me atormentaban mis pensamientos,
es porque era un necio y no sabia nada;
Era para Ti como un bruto animal.
Pero no, yo estaré siempre a tu lado,
pues Tú me has tomado de la diestra,
me gobiernas con tu consejo

113
y al fin me acogerás en la gloria.
¿A quién tengo yo en los cielos?
Fuera de Ti nada deseo sobre la tierra.
Desfallece mi carne y mi corazón;
la Roca de mi corazón y mi porción es Dios por
siempre...
Pero mi bien es estar apegado a Dios,
tener en Yavé, Dios, mi esperanza...
(Sal 72, 1-2, 21-22-23-26-28).

Eso es lo que dice tu corazón cuando ofreces la Misa como Pío XII te
exhortaba a ofrecerla: «no por la intención general..., sino uniéndote estre-
chamente y con propósito decidido al Sumo Sacerdote y a su ministro en la
tierra».
Uno de los medios mejores de hacerlo es, desde luego, decir y hacer
lo que «el ministro en la tierra» va diciendo y haciendo: porque eso es
exactamente lo que el Sumo Sacerdote (Cristo) hace y dice. En otras
palabras, sigue tu misal tan ceremoniosamente como hace el sacerdote. Si
lo haces así te sorprenderás repitiendo en la culminación de este acto de
amor: «el Cuerpo de mi Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida
eterna. La Sangre de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida
eterna».
Pero si prefieres alguna otra forma de ofrecer la Misa, en lugar de
emplear el misal, deja a tu corazón entonar lo mismo que dice el sacerdote
cuando recibe el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor, porque para eso es
precisamente para lo que Dios viene como Comida y como Bebida: para
guardar tu alma para la vida, eterna. Dios es un Amante que desea amarte
para siempre. Y eso es lo que dirá tu corazón si «te unes estrechamente con
propósito decidido», como aconsejaba Pío XII.
El que te concede la segunda intimidad del amor al escuchar a tu
corazón, está impaciente por concederte la tercera intimidad del amor: la
del tacto. Pues lo que escucha en tu corazón cuando está «unido con el
Sum Sacerdote» es: «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Y no porque
te estés muriendo, sino porque vas a ¡vivir!

114
CAPÍTULO VIII

EN LA MISA, DIOS TE TOMA EN SUS MANOS

TERCERA INTIMIDAD DEL AMOR.

Al final de cada Misa hablas de que Cristo es la luz del mundo.


Insistes en «que es la luz de todo hombre que viene a este mundo». Tú
sabes que esta Luz es el Verbo que «estaba en Dios y era Dios», y te
inclinas en adoración y apreciación en señal de ser amor y gratitud cuando
proclama el hecho de que «el Verbo se hizo carne» (Juan 1, 1-6).
Esta declaración final subraya que la Luz del mundo no brilló sobre
los hombres desde, fuera. Ardió en medio de nosotros mismos. Y lo sigue
haciendo. El Dios eterno, que entró en el tiempo en Nazaret, y se
manifestó en Belén, está aún con nosotros. Como era entonces, sigue
siendo ahora: la Luz del mundo ardiendo entre los hombres para
iluminarlos a todos. El vino y el pan transubstanciados son el Cuerpo y la
Sangre de esa Luz ardiente; son la Humanidad al mismo tiempo que la
Divinidad de Jesucristo. Y en ellos se encuentra por el mismo motivo que
tuvo al venir entre nosotros en forma humana: «para que podamos
convertirnos en la santidad de Dios». Pero ese propósito no será alcanzado
a menos que exista un abrazo de amor; un abrazo que una y que
transforme; una unión que nos introduzca en el cuerpo y en el alma la vida
de Dios. Este propósito sólo será alcanzado si Dios nos toma «en Cristo
Jesús» y «a través de Jesucristo» en la Misa y en la Comunión.
Siendo la Omnipotencia, la Omnisciencia, la Santidad infinita, Dios
estaba tan distante que el contacto personal con Él constituía nuestra
desesperación. San Pablo nos lo repite una y otra vez. Pero aquel Dios
omnipotente, omnisciente, santísimo, se introdujo en la vida humana. Se
hizo niño, creció hasta hacerse hombre y, finalmente, se convirtió en
cadáver. ¿Por qué? Para que así como aquel cadáver llegó a conocer la
Resurrección y la Glorificación, los hombres lleguemos a conocer y amar
en tal grado que podamos transformarnos en su propia santidad.
115
. Todo esto es un lugar común entre los católicos instruidos. Pero el
que esté vulgarizado no le hace perder nada de su verdad, de su
trascendencia, de su intimidad casi aterradora. (Aterradora intimidad,
porque esa vulgarización lleva implícita la exigencia personal de Dios de
una correspondencia personal de nosotros los hombres.)
Tú vives en un mundo que está en fermento. El suelo mismo se
estremece bajo tus pies, miras asustado alrededor y alargas la mano en
busca de algo estable. Tú constituyes un ruego palpitante por la seguridad.
Y todo tu ser, vibra con el ansia de una verdad tangible e invariable. Todo
lo tienes en Aquel que es la Misa. Cristo Jesús dijo de Sí: «Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida.» Es las tres cosas por las que San Juan le
definió fundamental y esencialmente: es Amor.
Muchos de los pedantes escritores actuales se complacen en insistir
en que tu mundo es extremadamente complejo, y tus semejantes están lle-
nos de confusión. Pero todo esto ¿es algo más que ruido y necedades? ¿No
es olvidar que Dios, el más sencillo de todos los seres sencillos, vino a
nosotros para desenredar complejidades y resolver confusiones?
Claro que la inteligencia no quiere saber nada de cuanto se le ofrezca
como simplificación. Sus talentos ladinos lo condenan de antemano como,
«exceso de simplificación», dando a entender que quien se lo ofrece, no
sólo es simple, sino más bien simplón. Sienten un «complejo» parecido
(¡oh, sí, las personas tan brillantes tienen «complejos»; muchos más y
mucho más complejos que las personas de inteligencia corriente!) contra
cualquiera de las soluciones tradicionales o respuestas familiares. Con lo
que parece un auténtico «impulso» buscan siempre la novedad, lo
desconocido, lo inexperimentado. Insisten en que estamos en un «mundo
nuevo», que caminamos por una «tierra nueva» entre «gentes nuevas». A
veces nos preguntamos si tardarán mucho en pedir un nuevo salvador para
este mundo nuevo, una nueva luz para esta nueva oscuridad. Y entonces
nos preguntamos con más intensidad si se dan cuenta de qué están a
oscuras.
Jesús dijo: «Yo soy la Luz del mundo» (Juan 8, 12). El Evangelista
dice que pronunció estas palabras «en el gazofilacio, en el templo». Cristo
repetiría esta afirmación el primer domingo de Ramos del mundo, pero con
un tono más insistente en sus palabras. A continuación de predicar la forma
en que sería Víctima en su primera Misa, dijo: «Por poco tiempo aún está
la Luz en medio de vosotros. Caminad mientras tenéis luz, para que no os
sorprendan las tinieblas, pues el que camina en tinieblas no sabe por dónde

116
va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para ser hijos de la Luz» (Juan 12,
35-36).
Esto es muy sencillo, completamente exento de complicación y libre
de toda confusión. Y sublimiza al «Seguidme». Aquella fue, es y será la
única respuesta del Unigénito de Dios a todas las preguntas de los
hombres. Es tan aplicable hoy como lo fuera hace dos mil años. Y seguirá
siendo aplicable dentro de dos mil años. La quintaesencia de ello es seguir
a Cristo, en la Misa. Por eso es por lo que hemos tratado de resolver todas
las complejidades, y barrer todas las posibles confusiones, entregándote a
tu Dios en el mayor acto de amor que nos ordenó «hacer». Lo hemos
presentado como la forma más simple y más santificadora de relacionar la
religión con la vida, o, mejor aún, como la única forma de vivir.
Hoy está de moda—al menos en letras de molde—señalar con el
dedo a casi todas las personas vivas y calificarlas de «almas vacías»,
«inertes», «desesperadas» o «sin esperanza». También está de moda
revolverse contra quienes dan las auténticas respuestas de Dios a las
preguntas del hombre moderno y desautorizarlos por «hablar de sufrimien-
tos y de sumisión», por «decir unas cuantas frases piadosas sobre la Cruz y
la salvación», pero sin molestarse en buscar al hombre moderno «en su
libertad espiritual con todos sus desconcertantes problemas». No es posible
perdonar a estos hombres por ignorantes y dejar pasar sus retahílas como
faltas de información. Hablan de la Cruz, luego tienen que saber algo de
Jesucristo. ¿Cómo puede ser entonces que dejen escapar el corazón mismo
de su mensaje, el propósito de su misión, la sencillez y la claridad de sus
afirmaciones: «Haced esto?...» ¿Han escuchado la orden? ¿Han compren-
dido sencillamente lo que significan las palabras: Haz de la Misa tu vida y
de tu vida una Misa?
Cuando escuches a esos intelectuales clamar pidiendo alguna
novedad, contéstales tranquilamente con el comienzo de la Epístola de San
Pablo a los Hebreos: «Muchas veces y en muchas maneras habló Dios a
nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días,
nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien
también hizo el mundo» (Heb 1, 1-2).
Dios nos sigue hablando «a través de su Hijo», ya que el plan de Dios
respecto a nosotros, los hombres, es la sencillez misma. Quería salvarnos.
Por eso envió a su Hijo, para que fuera «el Camino, la Verdad y la Vida».
Ese Hijo nos mostró el camino, nos dio la verdad, nos proporcionó la vida,
en la Misa y a través de la Misa. Pero eso no es todo ni termina ahí. No
quiso dejarnos huérfanos. Quiso permanecer entre nosotros para
117
enseñarnos el camino, darnos Ja verdad y compartir su vida con nosotros.
Quiso hacerlo a través de la Iglesia, su Cuerpo Místico. En ese Cuerpo, y a
través de ese Cuerpo, salvará a los que ya ha redimido. Lo hará a través de
sus sacramentos y de su Sacrificio, mediante los cuales se unirá a nosotros
de tal manera que nos transforme haciéndonos, no sólo presentables al
Padre, sino aceptables por ese Padre.
¿Qué tiene esto de complicado o confuso? La voluntad del Padre y la
voluntad del Hijo son una sola, porque se aman. Esa es nuestra salvación:
Para operar esa salvación el Padre envió al Hijo; el Hijo estableció su
Cuerpo Místico, y en ese Cuerpo Místico nosotros somos sus miembros.
Por tanto, tenemos que hacer lo que hizo Cristo. ¡Tenemos que hacerlo
como Cristo lo hace ahora! Tenemos que cumplir la voluntad del Padre.
Tenemos que salvar a los hombres. Pero no hay más que un camino para
conseguirlo: ¡su camino! Él ofreció la Misa. Nos dijo que hiciéramos lo
mismo.
Ver la manera de convertir la Misa de Cristo en nuestra vida es
relativamente fácil. El más ligero pensamiento teológico nos convencerá
de que, puesto que la Misa es el mismo Cristo resucitado de entre los
muertos, entregado a nosotros bajo los signos sacramentales para ser el
sacrificio que ofrezcamos a Dios, se desprende, implícita, ya que no
explícitamente, que es todo lo que creemos. Ahí está la fuerza que nos
sostiene, la comida que nos alimenta, el acto que responde a las
necesidades más profundas y al clamor de nuestro ser por unirse a Dios.
Pero ¿cómo puede convertirse la Misa en la vida misma que vivimos, o, en
otras palabras, cómo se va a convertir nuestra vida en una Misa?
Esta pregunta se la han planteado algunos de los católicos más
instruidos. Fruncen el ceño y preguntan: «¿Qué es lo que se requiere:
únicamente, mi intención de ofrecerlo todo «en Jesucristo»? Eso desde
luego. Pero hay algo más. Todo—y esta palabra hay que tomarla
literalmente-—, todo ha de ser ofrecido como Jesucristo.
El Unigénito de Dios nos redimió principalmente mediante su Pasión,
su Muerte, su Resurrección y su Ascensión. La palabra subrayada,
principalmente, está tomada de las enseñanzas del Concilio dé Trento. Esa
palabra nos dice implícitamente a ti y a mí que Cristo nos redimió
mediante otras acciones que las de Semana Santa y las de Pascua. Lo
importante es que Cristo no se hizo Sacerdote sólo en el Cenáculo, ni
Víctima en la Cruz. Cristo fue Sacerdote desde su concepción. Por eso,
toda su obra fue la obra de un sacerdote, aunque no necesariamente un
ofrecimiento «litúrgico». En otras palabras, mientras Jesús huía a Egipto y
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mientras vivía en Nazaret nos estaba redimiendo exactamente igual que
cuando caía en la calle de la Amargura o cuando pronunció las Siete Pala-
bras en la Cruz. Cada uno de sus actos fue el de una persona divina, que
utilizaba su naturaleza humana como instrumento conjunto en la obra que
su Padre le había encomendado. El más leve de sus suspiros de su cuerpo
humano hubiera sido suficiente para redimir diez mil mundos diez mil
veces más pecadores que el nuestro. Pero su Padre quiso un holocausto.
Cristo cumplió ese deseo: porque Cristo amaba al Padre.
El objeto de la comparación es éste: tú eres su miembro, no sólo
cuando ofreces el santo Sacrificio de la Misa, sino mientras vivas en ese
cuerpo de carne y de sangre que es tuyo. Por tanto, eres un sacerdote del
Altísimo, no sólo cuando estás en la iglesia para la adoración litúrgica,
sino durante todas las horas del día y de la noche dondequiera que
transcurran esas horas. De ahí que sea posible para ti convertir cada acto
en un acto sacerdotal por la intención naturalmente, pero también por la
atención a tu papel en este mundo: la voluntad de Dios respecto a ti como
individuo.
El médico debería estar siempre consciente de que es la
«prolongación» del Médico divino, el único Sacerdote de la Nueva Ley.
Por eso, mientras actúa como médico o como cirujano está actuando
también como sacerdote, pues los caracteres del sacerdocio están grabados
en su alma mucho más profunda e indeleblemente que los aires profesio-
nales que haya podido adquirir. Luego puedes comprender que Carlyle
tenía razón al decir respecto a esto «que quienquiera que toca el cuerpo
humano pone su mano sobre Dios». Esto aumentaría el aura sagrada que
debería haber siempre en torno a su labor. Pero más profundamente aún
que de ninguno de estos deseos ha de estar consciente de que tiene una
obra definida que realizar mientras actúa como médico, y es la de ofrecer
la Misa. Así podrá convertir en el agua, en el pan y en el vino que necesita
para su oblación, cada uno de los padecimientos somáticos o psíquicos. La
intención para ser y para desear todo esto puede hacerla durante su
ofrecimiento matutino; pero esa intención debe estar siempre presente al
menos al borde de la conciencia y renovarse de cuando en cuando durante
el día. Lo que se requiere es «conciencia de Cristo»; la conciencia de que
«vive, se mueve y tiene su ser» en Cristo Jesús y que ha sido hecho
sacerdote para poder ayudar al único Sacerdote en la aplicación de los
méritos ganados mediante su acto de redención en el Calvario.
El jurista y el maestro tienen que pensar que Cristo, el Sacerdote, fue
el Maestro de la Nueva Ley, y el verdadero Legislador de la Nueva Ley,
119
por lo que cada uno de sus actos como Legislador y como Maestro fueron
también actos sacerdotales.
Ellos, por tanto, habrán de hacer todos sus actos lo mismo, porque
son sus miembros y tienen una obra que continuar.
Lo mismo ocurre con todas las demás profesiones y ocupaciones. La
conciencia de quiénes somos y de lo que se nos ha concedido para poder
realizar nos harán tomar y considerar cada detalle insignificante de nuestra
vida cotidiana como objeto de nuestro ofertorio. Sea cual sea nuestro
estado en la vida, está rebosante de «pan, de agua y de vino», que pueden
ser ofrecidos «en Cristo Jesús», y como Cristo Jesús a Dios, a fin de que Él
pueda «bendecirlos, aprobarlos, confirmarlos, hacerlos razonables y
agradables» para «la transubstanciación».
El amor del esposo y la esposa; los cuidados que los padres derraman
sobre los hijos; el cumplimiento de la obligación en la oficina, en la tienda,
en el almacén o en la calle, han de ser ofrecidos a Dios. Y Dios los
aceptará si Cristo dice por encima de ellos: «Este es mi Cuerpo.» ¡Y ten la
seguridad de que lo dirá si hacemos el ofrecimiento como sacerdotes!
¿No es cierto que la frase «en Cristo Jesús» toma un significado cada
vez más profundo a medida que nos vamos introduciendo en la vida y en la
verdadera manera de vivir? No sólo empapa a nuestro ser personal entero,
sino también a todas las cosas que hacemos con la santidad de Dios,
cuando vivimos y actuamos conscientes de quienes somos y de lo que
hemos venido a hacer a la tierra.
La cuestión de convertir en misas nuestras: vidas puede ser
simplificada con una sola palabra: obediencia.
Jesús no redimió a la humanidad con sus padecimientos. Jesucristo
no reparó el edificio ruinoso de la Creación con su muerte. Jesucristo no
reconcilió al hombre pecador con el santísimo Dios mediante las espinas,
los azotes, los clavos o la lanza. Jesucristo re-creó el universo mediante la
obediencia, o, mejor aún, mediante el amor, pues ¿qué es la obediencia en
su raíz, tallo o flor, sino amor del que ordena? «Por esto el Padre me ama
—dijo Cristo—, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me
la quita, soy Yo quien la doy de mi mano. Tengo poder para darla y poder
para volverla a tomar. Tal es el mandato que del Padre he recibido» (Juan
10, 17-18).
Así el amor, expresado en la obediencia, es la más plena explicación
de la Misa de Cristo, y de la tuya. Obedeces mejor a Dios cuando cumples
cada obligación de tu estado en la vida sencillamente porque tal es la
120
voluntad de Dios respecto a ti. Por eso la madre, ante la lavadora o ante la
plancha; la esposa, ante el fregadero o ante los platos, o preparando la
comida en el fogón; el esposo y padre, en su despacho, en su tajo o
dondequiera que trabaje; el soltero o la soltera, arreglando su cuarto, todos
están obedeciendo a Dios. Cada uno de ellos está realizando una tarea de
su estado en la vida. Por tanto, cada uno de ellos posee todo lo necesario
para hacer de sus vidas una Misa y alcanzar así la santidad. Pues, como
decía Lacordaire: «La obligación cumplida denota santidad.»
¿Quién podrá dudarlo si tiene en cuenta que la obediencia es amor; el
amor, unión de voluntades; y la santidad, una participación en la vida de
Dios, ganada para nosotros por Cristo amando tanto al Padre y cumpliendo
su voluntad? Por ello, la mejor manera de demostrar nuestro amor es
«hacer siempre las cosas que le agraden», cumplir todos los deberes de
nuestro propio estado en la vida.
Esta simplificación no sólo te aclara la Misa de Cristo, sino que te
enseña con exactitud cuál es tu posición en la vida. Tú eres el Mediator
Dei et hominibum (1 Tim 2, 5) —el sacerdote, el mediador entre Dios y los
hombres—a cada hora del día y de la noche, mientras vivas en la tierra.
«Todo Pontífice tomado de entre los hombres en favor de los hombres es
instituido para las cosas que miran a Dios, para ofrecer ofrendas y
sacrificios por los pecadores» (Heb 5, 1). Esa es la descripción que hace
San Pablo del elevado oficio de sacerdote. Puede ser y debe ser aplicado
por ti a tu trabajo como participante en el sacerdocio de Cristo. «Las
ofrendas y sacrificios» que has de ofrecer son los deberes de tu estado en
la vida. Una vez llegues a comprender exactamente lo que la palabra
«sacrificio» significa, llegarás a ver cómo todas y cada una de las cosas
que comprenden tu vida y tus obligaciones son materia para el Sacrificio.
Muy pocos contemporáneos nuestros comprenden esta palabra en el
significado de su raíz, por lo que retroceden ante lo que deberían abrazar, y
huyen de lo que debiera ser la verdadera sustancia de sus vidas y el más
sincero gozo de su vivir. Esto es cierto, incluso entre católicos cultos.
Asocian la necesidad, el sufrimiento, el dolor, con estas palabras. Pero esta
asociación de ideas es como oír las notas y no captar la melodía; oír las
palabras y no percibir el sentido de las frases; mirar los fragmentos y no
ver nunca la totalidad. Existe cierta verdad parcial en esta asociación de
ideas; pero es esa asociación parcial la que hace que la verdad esté al borde
de ser una mentira.
Sacrificio es el acto del amante que no encuentra palabras para su
amor. Sabiamente recurre a los signos y a los símbolos. Toma una cosa, se
121
la ofrece al ser amado y hace que ella diga con elocuencia lo que sus labios
no pueden expresar, aunque su corazón ansia que escuche el amante. Los
regalos son el lenguaje del amor, y el único mensaje que llevan es «te
amo». Cuando un hombre corteje a una mujer «se lo dirá con flores», con
música, con bombones, con libros. Se lo «dirá» con muchos regalos, y, por
último, acabará por exclamar: «Te amo tanto que me entregaré a ti.»
Pero existe una profundidad mayor a la que se debe llegar antes de
alcanzar la raíz de esta palabra llena de significado. Sacrificio procede de
dos palabras latinas: sacrum, que quiere decir «sagrado», y facete, que
significa «hacer». Por eso, cuando hacemos un sacrificio, hacemos una
cosa sagrada. Pero ¿cómo podremos los pecadores hacer una cosa
sagrada? Sólo de una manera: entregándosela a Dios, que es el único
sagrado. En consecuencia, en su significado radical, sacrificio es
sencillamente hacer presentes a Dios. Como los presentes son signos de
amor, el sacrificio es una prueba de amor a Dios.
Este es el aspecto más personal, y en cierto modo más hondo de tu
función como sacerdote. Eres un amante que quisieras hablar a Dios con
acentos rebosantes de amor y estar unido a Él y a todo cuanto Él ama. Por
eso querrías ofrecer regalos a Dios a cada hora del día o de la noche; y que
cada uno le dijera el mensaje implícito siempre en un regalo de amor: «Te
amo tanto, tanto, que quisiera entregarme enteramente a Ti.»
Ahora vengo de actuar litúrgicamente como sacerdote. Acabo de
ofrecer la Misa. Pero mientras estoy aquí, sentado, escribiendo a máquina,
sigo siendo sacerdote, y este acto de teclear es el, acto de un sacerdote,
aunque, en sentido litúrgico, no sea un acto sacerdotal. No será ofrecer la
Misa de Cristo, pero es ofrecer mi Misa, pues, sigo estando, consciente de
que soy un miembro suyo, lo cual quiere decir que siempre y para siempre
soy sacerdote. Como sé muy bien que la función particular del sacerdote es
ofrecer la Misa, que significa amar, trato de convertir cada uno de mis
actos en un acto de amor y en una parte de mi Misa.
No tardaré en salir vestido, no con la casulla para su Misa, sino en lo
que yo considero como «casulla» para mi Misa. Saldré con mi ropa de tra-
bajo, Escardaré una tabla de cebollas, recogeré frambuesas, cultivaré
repollos, ataré tomates. Claro que éstos son actos de hortelano. Pero este
hortelano es un sacerdote de Dios; por eso sus tareas en la huerta serán las
tareas de un sacerdote. Como todas las cosas las hago «en Cristo Jesús» y
como Jesucristo, cada uno de estos actos será el acto de un amante que
ofrece estas humildes hazañas como signos de amor por Dios y por su
pueblo.
122
Si ello no fuera cierto, ¡de qué pérdida de tiempo seria culpable y qué
prostitución de mis deberes sacerdotales! Pero es cierto—cierto con la
verdad misma de Dios—porque San Pablo se hallaba bajo la inspiración de
Dios cuando escribió: «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis cualquier cosa,
hacedlo todo para gloria de Dios..., no buscando la propia conveniencia,
sino la de todos para que se salven» (1 Cor 10, 31). Y repetía: «Glorificad,
pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor 6, 20).
Ya ves, pues, lo sencilla y lo sagrada que esto hace la vida y el vivir.
Yo estoy obedeciendo a Dios, mas la obediencia es el amor en acción. Por
tanto, mientras trabajo estoy amando. Mis manos pueden estar realizando
las tareas de un obrero, pero mi corazón es de sacerdote, y el trabajo de
mis manos no es más que símbolo y signo del canto incesante de mi
corazón sacerdotal. Mi trabajo no es la liturgia de su Misa, pero es
«litúrgico», puesto que es mi misa. Más aún: cada una de mis aspiraciones
y de mis latidos se refieren a aquel que está en la hostia y en el vino
consagrado. Todo cuanto hago lo uno al santo Sacrificio de la Misa que se
ofrece en cada lugar del mundo y en cada fracción de segundo. Por eso la
Misa es mi vida y mi vida una Misa. ‘
Lo que es cierto de mí y de mi jornada, lo es también de ti y de tu
jornada. Tú ofreces su Misa para hacerte más digno de ofrecer tu Misa.
Porque cada persona que sale de la iglesia después de su encuentro con
Dios en su acto de amor, llamado Misa, se dirige hacia su casa o hacia su
trabajo como una persona purificada. Es el mismo Cristo quien, dijo:
«Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15, 3).
Tú le has escuchado hablarte directa y personalmente en su Misa. Le ñas
visto. Le has tocado. Le has tomado dentro de tu cuerpo. Por eso sales
irradiando a. Cristo. Cualquiera que te viese, te oyese o te tocase, debería
quedar santificado por motivo del único Santo que llevas dentro, y todo
cuanto miraras, tocaras o emprendieras debiera ser objeto para tu ofertorio
en tu Misa, que ofreces «en Cristo Jesús» y como Jesucristo.
Claro que esto no es automático. La presencia física en la Misa no te
proporcionará estas cosas. Tienes que haber estado presente como persona
y haber participado como sacerdote. Tienes que haberte abierto a la Luz
del mundo, permitiéndole inundar tu negrura para poderte transformar en
«hijo de la Luz» y ser «iluminado», lleno de esa Luz que es Amor.
Amor. Esa es la palabra activa. Porque no se empieza a vivir hasta
que se empieza a amar. Entonces es cuando nos sentimos como si
brotásemos desde ese mundo entumecido, limitado y limitador que somos
nosotros mismos; Somos descubridores que se encuentran ante un universo
123
completamente nuevo; y proseguimos explorando una tierra desconocida,
pero sumamente alentadora. Cuando uno llega a amar a Dios habrá
descubierto ese universo que nunca llegará a conocer plenamente, pero que
será perpetuamente alentador. A este ser se le podría decir: «Sé valeroso.
Sé osado. Despójate valerosamente de todo egoísmo. Da sin pensar nunca
en el precio. Busca siempre nuevas maneras de hacer regalos nuevos. Pero
sé lo suficientemente sincero para que cada regalo sea un símbolo de ese
regalo total de ti mismo que deseas hacer.»
Como el verdadero amor desea siempre la presencia del amado,
escuchar su voz, alimentarse con verle, tratando cada día de saber más de
él, y ansia de tal modo hacerse como él que incluso empieza a imitar los
gestos del amado, ya comprendes lo inevitable que resulta para un
enamorado de Dios hacer su vida sacerdotal convirtiéndola en una
Misa. Porque el amor, cuando es verdadero, es más bien un estado
que un acto; es constante y continuo. Así, los católicos amantes y avisados
van de la Misa de Cristo, que es su propia vida, al mundo de su vida
cotidiana para hacer ese mundo más lleno de Cristo, y convertir ese vivir
en un verdadero sacrificio santo.
Y volvemos a esa palabra que significa «hacer sagrado», que quiere
decir «dar a Dios». Fíjate en el primer sacrificio que conocemos: Abel
ofreció a Dios un cordero. Primero lo mató; luego lo colocó sobre un altar
para que se consumiese en el fuego. Estaba adoptando el lenguaje del
amor. Estaba empleando signos y símbolos para la expresión de su
corazón. Lo esencial en éste, como en todos los demás sacrificios, es que
el signo exterior se emplee para expresar el amor interno. Se hace un
regalo visible, como ejemplo del sí mismo indivisible, tan enamorado, que
ansia la unión con el amado.
Traduce la actitud de Abel a nuestro propio idioma. Tomó un cordero,
pues era pastor, e hizo que sirviera como símbolo de sí mismo. Para de-
mostrar a Dios que le estaba ofreciendo iodo su ser, Abel mató el cordero y
puso al fuego su cuerpo sin vida para que se consumiera totalmente. Hizo
decir a aquel cordero: «Dios mío, te adoro porque eres el autor de mi vida.
Y te estoy agradecido por todo cuanto me has dado. Te manifiesto mi amor
y mi agradecimiento ofreciéndote todo mi ser y la vida que hay en mí.
Pero, puesto que no puedo quitarme la vida, deja que este cordero hable
por mí y te diga que yo quisiera darte la sangre de mis venas y hacerme
uno solo contigo por lo mucho que te amo. Si aceptas, Señor, este cordero
como símbolo de mi persona y de mi vida, verás que mi corazón está junto
al tuyo, que estamos unidos.»
124
«Unificados». «U-ni-fi-ca-dos». Esta es la palabra que se deriva de
estar unidos. Y este «estar unidos» te hace ver claramente dentro de uno de
los principales propósitos del sacrificio de Cristo —y de todos los tuyos
«en Cristo Jesús»—, esa unificación con Dios.
Lo que hizo Abel lo han repetido muchas generaciones desde sus días
hasta los nuestros. Individuos, familias, tribus, pueblos enteros, han puesto
sobre los altares las cosas que les son más queridas. Mataron antes o en el
momento el objeto de su ofrecimiento y luego lo quemaron como signo de
que ya no les pertenecía, sino que lo habían apartado como perteneciente a
Dios. Había sido «hecho sagrado»; había sido «sacrificado». Con fre-
cuencia, al final de la ceremonia, se celebraba una comida en la que, por lo
general, se consumía la víctima ofrecida. Esto probaba, en cierto modo,
que el ofrecimiento había sido aceptado por Dios y que el pueblo estaba
«unificado» con su Dios. Y no esto sólo, sino que aquella comida
significaba que estaban compartiendo la vida de su divinidad.
¿Comprendes la similitud del sacrificio de Cristo con todo esto? En el
Cenáculo hubo ofrecimiento de la Víctima. En la Resurrección, en la As-
censión y en la Entronización, la aceptación de la Víctima.
Tampoco se puede dejar de ver en la Misa la re-presentación de todo
esto. Cierto que allí no se mata a la Víctima. Cristo no padece en la Misa.
Cristo no muere en la Misa. Y, sin embargo, la Misa es un Sacrificio
perfecto, puesto que en nuestros altares está el mismo Sacerdote del
Cenáculo; en nuestros altares, la misma Víctima que en la Cruz; pero en el
mismo estado en que abandonó el sepulcro y ascendió a la diestra del
Padre. Por virtud de aquel ofrecimiento que realizó hace dos mil años, se
sigue ofreciendo en cada Misa que yo ofrezco y en cada Misa que ofrece
cualquier otro sacerdote ordenado. Y es aceptado por el Padre. En cuanto a
la comida, la «unificación» con Dios y la participación en la vida de Dios,
¿qué es sino la Sagrada Comunión?
El Concilio de Trento lo resumió todo en una frase diciendo: «La
Víctima es una y la misma; la misma Persona que lo ofrece a través del
ministerio de sus sacerdotes es la que se ofreció entonces en la Cruz; sólo
es diferente la manera de hacer el ofrecimiento.»
Fíjate bien en esto: «sólo es diferente la manera de hacer el
ofrecimiento.» En el Calvario actuó sólo y directamente su propia Persona.
En la Misa actúa a través de las otras personas que ofrecen y a través de la
que consagra. Actúa en Persona, desde luego, pero sólo invisible e
indirectamente. Actúa a través de mí. Actúa a través de ti. Por eso tú no

125
puedes contentarte sólo con mirar mientras la Misa está siendo ofrecida.
Tienes que actuar. Tienes que ofrecerle Dios a Dios, y ser ofrecido por
Dios a Dios «en Cristo Jesús».
Este punto es el punto crucial: eres ofrecido a Dios incluso cuando
estás ofreciéndole tu Dios a Dios. Porque la Misa es un «milagroso
intercambio», Dios se coloca en tus manos para que puedas tener un
ofrecimiento digno de Dios. Pero también te pones tú en manos de Dios
para ser ofrecido a Dios por Dios. Eso es la Misa. Eso es lo que significa
estar «en Cristo Jesús».
¿Qué prueba tenemos para hacer esta afirmación? Escucha a San
Agustín cuando te señala el pan de la patena y el vino del cáliz. «Eres tú
quien se encuentra allí sobre la mesa del altar; eres tú quien está en ese
cáliz; y nosotros estamos allí contigo.» ¿Por qué estás allí? Por el mismo
motivo que está Cristo: para ser ofrecido a Dios como presente de amor;
para ser convertido en algo sagrado, en Theotyte.
Hemos empleado más de una vez esta palabra refiriéndonos a
Jesucristo tal y como ahora vive, a la diestra del Padre. Tal vez deberíamos
haber explicado que se trata de una «transliteración» de la palabra griega,
que no sólo significa colocar una cosa ante Dios, sino que Él la haya
aceptado como presente al mismo tiempo. Él la toma como suya, Eso es el
Sacrificio. Eso es la Misa. Ese es Cristo hoy, y eso debías ser tú. En la
Misa eres ofrecido a Dios, y aceptado por Dios: ya has sido hecho un
Theotyte.
San Agustín, que te ha dicho que estabas en el pan y en el vino, ha
dicho también: «Mediante el sacrificio de su Cabeza, la Iglesia aprende de
Cristo cómo «hacerse sagrada», cómo convertirse en Theotyte, pues la
Iglesia que ofrece a Cristo, también se ofrece a sí misma «a través de Él,
con Él y en Él.» El Cuerpo Místico de Cristo, en su estado presenté de
existencia, es decir, como Hombre-Dios glorificado, constituye, sobre todo
lo demás, el objeto del ofrecimiento en la Misa. Pero, como insistía con
tanta frecuencia el mismo San Agustín, todos los signos externos no son
más que signos y símbolos del sacrificio interno. Por eso, al ofrecer
externamente el Cuerpo de Cristo glorificado, la Iglesia, que es su Cuerpo
Místico, le ofrece a Él como prenda y testimonio de su propio ofrecimiento
interior.
De manera que todo cuanto se ha dicho está suficientemente probado.
Probado, con una prueba tan poderosa y tan señalada, que sería prudente
no olvidar nunca lo que el mismo San Agustín dijo a su pueblo de Cartago:

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«Dios os desea más a vosotros que a vuestros presentes» (Sermón 82).
Además, sería prudente por nuestra parte tener presente siempre lo que San
Gregorio Magno escribió en cierta ocasión: «Tenemos que ofrecernos a
nosotros mismos; porque la Misa será para nosotros sacrificio cuando
hayamos hecho un ofrecimiento de nosotros mismos.» Pío XI lo expresó
con más vigor aún en su encíclica Miserentissimus Redemptor del 8 de
mayo de 1928, cuando dijo por primera vez: «En el mismo augusto
Sacrificio, el sacerdote y el resto de los fieles tienen que unir su
inmolación, de tal manera que se ofrezcan a sí mismos como hostias
vivas.» Y concluía afirmando que: «El sacrificio de nuestro Salvador no se
celebra con la santidad debida si el ofrecimiento de nosotros mismos y el
sacrificio de nosotros mismos no corresponden a su Pasión» (núm. 31).
Evidentemente, entonces, es imperativo que comprendamos de una
vez que nos hemos colocado en la patena y en el cáliz y pertenecemos a
Dios, no sólo en los momentos fugaces que requiere la celebración de la
Misa por la mañana, sino durante cada uno de los momentos del día
subsiguiente. Nosotros nos colocamos por entero en el Sacrificio de Cristo.
En consecuencia, cada cosa que hagamos, cada cosa que seamos, cada
cosa que lleguemos a ser, deberá ser ofrecida «en Cristo Jesús» y como
Jesucristo.
Esto es una consecuencia necesaria del Bautismo. Mediante este
sacramento fuimos hechos sacerdotes de la Nueva Ley. Pero como en la
Nueva Ley el único Sacerdote es también la única Víctima, los que
participemos en el sacerdocio de Cristo hemos de participar también en su
calidad de víctimas.
Existe otra palabra que, según algunos pedantes aseguran, no gusta al
hombre moderno. Dichos intelectuales afirman que los hombres de
mediados del siglo xx se encogen ante palabras como «sacrificio» y
«víctima». De nuevo pongo en tela de juicio el poder de observación de
estos sabihondos. Y de nuevo me atrevo a decir que tanto ellos como
muchos católicos instruidos no enfocan las cosas como es debido; no están
en contacto con la realidad; no son capaces de contemplar el cuadro en-
tero.
Lo que América ha demostrado al mundo desde Pearl Harbour a
Nagasaki me dice que, lejos de encogerse ante el sacrificio y el peligro de
convertirse en víctimas, los hombres y las mujeres de mediados del siglo
xx abrazaron ambas cosas. Hicieron sacrificios y, en cierto sentido, cada
uno se convirtió en víctima—víctima voluntaria—, pues todos estaban
enamorados de su patria y de cuanto ésta representa.,
127
Lo que se ha visto dentro de los claustros de América después de la
segunda guerra mundial también da un rotundo mentís a quienes miran y
no consiguen ver lo noble que es nuestra naturaleza humana bautizada.
Recién terminada la guerra, nuestra abadía de Getsemaní se llenó de tal
forma que los trapenses vivíamos prácticamente en tiendas de campaña.
Lo que ocurría aquí en Kentucky, no tardó en ocurrir en Massachussets, y
ahora sucede en Iowa, Utah, Georgia, California y Nueva York. En lugar
de tres monasterios para hombres, escasamente habitados—y ninguno para
mujeres—, ahora tenemos doce para hombres y dos para mujeres, y no
tardará en funcionar un tercero. Estos jóvenes americanos deseaban vivir.
Por la gracia de Dios, comprendieron que vivir quiere decir amar; amar
significa dar, y amar totalmente significa entregarse por entero. Estaban
dispuestos a entregarse a Dios por su gloria y por la salvación del mundo.
Deseaban ser, no sólo víctimas, sino holocaustos.
Puesto que son tantos los modernos inteligentes que presumen de
existencialistas, salgárnosles al paso en su propio terreno para refutarles
con hechos existenciales. La naturaleza humana ama el amor; por tanto, la
naturaleza humana ama el sacrificio, pues el sacrificio es el más elocuente
lenguaje del amor. La naturaleza humana, con mucha clarividencia, ve que
el mejor camino, el más seguro, el menos peligroso, el más rápido, es el de
convertirse en víctima. Para nosotros, los católicos, eso significa la Misa.
Pero ¿comprendemos bien en qué consiste ese convertirse en
víctima?
Quien haya contemplado a Jesucristo con ojos penetrantes,, puede
llegar a impacientarse con esas gentes de buena intención, pero de mala
comprensión que parecen creer que la vida de Cristo—la de su Cuerpo
Místico, así como la nuestra en su Cuerpo Místico—fue, y ha de seguir
siendo, nada más, que tristeza, sufrimiento y dolor que crucifica.
No hay más que contemplar los ojos de un recién nacido, escuchar la
risa de un bebé o sentir cómo las manos del niño rodean nuestros dedos
para entrar en contacto con una parte de la gloria de Dios. Cristo fue
también en otro tiempo un recién nacido. Ya entonces era, Sacerdote y
Víctima; ya entonces estaba ofreciendo un sacrificio infinitamente
aceptable a Dios; ya entonces estaba adorando, dando gracias, expiando y
pidiendo por la humanidad.
En la cueva de Belén había gozo: el fruto, del amor. También había
gozo en el cielo. Tanto, que los ángeles rasgaron el silencio de la noche
con su Gloria in excelsis, el mismo cántico que entonamos en la Misa. Es

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sumamente adecuado, pues, el Sacerdote perfecto y la Víctima perfecta se
encontraban en aquella cueva, y parte de su Misa estaba siendo ofrecida.
¡Y, sin embargo, qué gozo!
Lo que fue cierto en Belén fue cierto también en Nazaret. Cristo fue
Sacerdote y Víctima a lo largo de toda su infancia, con la misma realidad
cuando estaba en el Cenáculo con el pan en sus manos como cuando en la
Cruz eran clavadas esas mismas manos. Pero puedes estar seguro de que
Nazaret irradiaba gozo y felicidad. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando
el Rey del cielo iba creciendo allí y haciéndose hombre? Y en ese gozo y
en esa felicidad, los cuatro objetivos ya mencionados de la Misa—
adoración, gratitud, reparación y petición—se iban cumpliendo. El
Sacrificio—el presente para Dios puede ser ofrecido entre los gozos
humanos y consistir, prácticamente, en las alegrías que Dios nos
proporciona a los humanos. Por eso ser víctima como Cristo no es
forzosamente sinónimo de espinas, clavos y costado abierto con una lanza.
Quiere decir que hemos de ser lo suficientemente humildes para aceptar
todo el gozo que Dios nos concede y volvérselo a ofrecer con toda la
sinceridad posible «en Cristo Jesús», con la suficiente humildad para
aceptar nuestro «estado en la vida» con alegría, y ser lo suficientemente
humildes en ese «estado de la vida» para ofrecer al Padre toda nuestra
obediencia, puesto que Él es quien nos ha colocado en nuestro particular
«estado en la vida», «en Cristo» y «como Jesucristo».
Chesterton dijo una vez que «la alegría es el secreto de los
cristianos». ¿Por qué nos guardamos ese secreto? Mejor deberíamos
preguntarnos: Pero ¿es que los cristianos modernos tienen ese secreto?
Parecen tan inclinados a no medir más que los chaparrones en su vida... En
la vida corriente de los cristianos existen muchas más calmas y alegrías
que tormentas, y eso, sencillamente, porque sus vidas son corrientemente
cristianas. Fíjate en que Cristo no pasó más que tres horas en la Cruz. En
cambio, vivió, en la tierra treinta y tres años. Y volvemos a insistir en que
fue Sacerdote y Víctima cada hora de esos treinta y tres años.
Mas fíjate bien en esto. No es que Jesús no sufriera. Ni que el
sacerdocio y la calidad de víctimas, que son nuestras y nos exigen ofrecer
sacrificios, no puedan causar dolor. Pueden causarlo y lo causan. Pero la
cuestión es que estamos demasiado inclinados a considerar de manera
superficial nuestro vivir cristiano, por lo que a nuestras cruces rara vez
sumamos nuestras bendiciones. Además, a veces parecemos olvidar que
cada bendición se nos concede en forma de cruz, y de que cada auténtica
«cruz» es una verdadera bendición.
129
Todos los cristianos han de padecer. Pero ningún cristiano padecerá
tanto como Cristo. En medio de sus sufrimientos, cada cristiano debería
estar tan rebosante de gozo como lo estuvo Cristo todos los días de su
existencia terrena, y nunca en mayor grado que cuando estaba en medio de
su Misa y de la nuestra. Si hubiéramos de buscar el momento de más
sublime gozo en la vida terrena de Cristo, seguramente comprobaríamos
que lo fue aquel en que exclamó: «¡(Todo está acabado!» El final de
nuestra Misa debería ser lo mismo para ti y para mí.
¿Gozo en el sacrificio? ¿Gozo en entregarse como víctima? ¿Que
Cristo gozó en el Calvario? ¿Que puede haber gozo para nosotros los
cristianos al convertir nuestras vidas en verdaderas misas? ¡Ya lo creo! En
ninguna parte con mayor seguridad. No te fíes de mi palabra para saberlo.
Fíate de la palabra de Dios. Dios dice a través de San Pablo en esa Epístola
que ya hemos visto y es por excelencia la Epístola sobre el sacerdocio, las
víctimas y la Misa: «Corramos al combate que se nos ofrece, puestos los
ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez del gozo que
se le ofrecía, soportó la Cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está
sentado a la diestra del trono de Dios. Traed, pues, a vuestra consideración
al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismos, para
que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga» (Heb 12, 2-3).
Dios nos dice a través de San Pablo que no retrocedamos ante el
sufrimiento, de cualquier clase que sea. Nos aconseja arrojarnos ansiosos
sobre él, Pero fíjate bien en que insinúa que hagamos esto únicamente si
tenemos los ojos fijos en Cristo, y somos capaces de comprender el gozo
experimentado por Él a medida que avanzaba su Misa, Gozo mientras caía
y se levantaba en el camino del Calvario. Gozó cuando los soldados le
clavaron pies y manos. Gozo mientras escuchaba las burlas de los
príncipes de los sacerdotes, los escribas y los fariseos. Incluso sintió cierto
gozo en el momento del abandono cuando exclamó: «¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mat 27, 46), y otro mayor aún al
exhalar su último aliento. Estaba enamorado de Dios Padre, y el gozo es el
fruto del amor. El Calvario, con toda su agonía, era la voluntad de su
Padre. El amor es una unión de voluntades. Por eso Cristo conoció siempre
el gozo.
Así, pues, si queremos ser verdaderos cristianos, sólo tendremos
alegría en el corazón mientras avanzamos por el «canon» de nuestras
Misas, con los ojos fijos en Él, que es nuestro gozo. La vida es sencilla. La
vida es sublime. Significa que somos criaturas y ser criaturas equivale para
nosotros a ser cristianos. Ser cristianos quiere decir ser sacerdotes y
130
entregarse como víctimas. Pero también sacerdocio y entregarse como
víctimas significan amor, y el fruto del amor, tanto en el tiempo como en la
eternidad, es el gozo.
Ahora ya sabes lo que debes estar haciendo en Misa, y lo que debes
alcanzar de la Misa. En cada Misa le ofreces Cristo, a Dios y «en Cristo
Jesús» te ofreces a ti mismo. Vienes a decir lo que Cristo dijo en el
Calvario: «En tus manos...» Dios te toma la palabra. Te toma en sus
manos. En el fondo, lo hace por el mismo motivo que recibió a su Unigé-
nito: ¡para glorificarte! Toda Misa es para la gloria de Dios y la nuestra
propia. Cada Misa es ese «milagroso intercambio» y de cada Misa debes
salir más semejante a Dios, «en Cristo Jesús».
Eso es lo que se ha de sacar de la Misa; más vida de Cristo para vivir
más cristianamente. No es necesario un sentimiento de ser más santo, ni un
estremecimiento emocional, sino vida.
Y eso lo conseguirás si haces de la Misa lo que en realidad es: un acto
de amor, un «intercambio» ^entre amantes. Entonces podrás decir con San
Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente
vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí» (Gal 2, 20).
«Por Él ofrezcamos de continuo a Dio$ sacrificios de alabanza»
(Heb 13, 15).

131
EPÍLOGO

«Por Él ofrezcamos de continuo a Dios


sacrificios de alabanza». (Heb 13, 15)

SEÑOR, ¡QUE PUEDAN VER Y OIR Y TOCAR!

¡Dios mío, ya está hecho! Te doy las gracias por haberme permitido
contestar a las preguntas formuladas con demasiada frecuencia: «¿Por qué
no obtengo más fruto de la Misa?» y «¿Cómo hacernos cada vez más
santos a través de la Misa?», demostrando a quienes me las hicieron que la
Misa es un acto de amor en el que nosotros, los diminutos seres humanos,
de vida efímera en la tierra, estamos facultados para ver, oír, tocar e
incluso gustar a tu Unigénito y a conocer su dulzura.
Todas ésas son las íntimas delicias del amor que sabemos existen. En
la Misa se nos conceden estas tres intimidades. Y, maravilla de todas las
maravillas, Tú actúas recíprocamente. Tú, Señor, nos ves a nosotros. Nos
escuchas y nos oyes. Nos tocas e incluso nos tomas en tus manos para
transformarnos más y más en Ti mismo.
¡Oh, Dios, cuántas gracias te doy por esta experiencia! De ahora en
adelante, cada Misa, no sólo las que me permites celebrar como sacerdote
consagrado, sino también aquellas en que no actúe más que como
sacerdote oferente, tendrán significado mucho mayor para mí a
consecuencia de esta obra de amor. Mi vida será aún más consciente de la
Misa después de esto, pues al meditar sobre las verdades que debería decir
a mis lectores he llegado a una comprensión más viva de lo que significa
estar «en Cristo Jesús». Cada vez me glorío más de mi calidad de
sacerdote y de víctima «en Cristo Jesús» y de mis actuaciones en ambos
como Jesucristo. Desde ahora, mi vida estará todavía más llena de gozo;
porque a lo largo de los días que me he dedicado a componer la presente
obra me has enseñado que esto es amor.
Tú sabes, Dios mío, que esta obra ha sido parte de mi Misa. La he
ofrecido toda «a través de Aquél, con Aquél y en Aquél», que es tu
132
Unigénito, a fin de que por ella seas más amado. Acéptala, Dios mío, por
los cuatro motivos que son las razones de cada Misa. Primero la
Adoración. Sí, Dios mío, adorar es el primer propósito, la principal
obligación, la función más importante de mi vida y de la de todo ser
humano. Vine a la trapa de Getsemaní—hace ya muchos años—a adorar.
Pero no sólo a adorar, sino también a reparar. Por eso ahora te ruego que
me perdones cada uno de mis defectos en este, esfuerzo. Perdona que
alguna vez me haya manifestado en exceso impulsivo, perdona mi impa-
ciencia, especialmente, Dios mío, con nuestros contemporáneos, tan
engreídos y tan negativos. Podrían ser comparados con algún médico
excepcionalmente preparado, que diagnosticase perfectamente y luego no
fuera capaz de recetar, aunque el «específico» para la enfermedad
diagnosticada estuviera en su propia mano. Me doy cuenta, igual que esos
hombres, de que nuestra época es difícil. Reconozco que son muchos los
modernos que llevan profundamente grabado en su interior—aunque no
siempre lo reconozcan—cierto sentido de culpabilidad. Pero lo que me
hace impaciente con esos hombres es que ellos mismos, sin darse cuenta, o
dándosela, suprimen el hecho de que este sentido de culpabilidad procede
de vivir en el error; de no ser fieles a su propio ser; de haber entronizado a
la falsedad como si fuera un dios verdadero. Existen millones de personas
carentes de un orden en que vivir, de una medida para juzgar, de un Ab-
soluto en que creer. No es extraño que se sientan culpables.
Contemplo, Dios mío, una Europa que ha llegado a odiar la imagen
misma del hombre, y a quien la existencia produce náuseas a causa de los
incontables horrores padecidos por la megalomanía de unos cuantos
hombres en los tiempos modernos.
Contemplo una América angustiada. La vieja república agraria ha
desaparecido. En su lugar, tenemos una poderosa fábrica tecnológica.
Muchos hombres en nuestra sociedad, especialmente los jóvenes, están lo
suficientemente irritados, no para desafiar nuestra cultura, sino incluso
para rebelarse contra ella. Se sienten asqueados por el materialismo, el
hedonismo y el paganismo de una gran parte de la sociedad americana de
hoy. Están irritados a causa dé la extravagante superficialidad que impera
en todo.
En realidad, nada de cuanto contemplo aquí o al otro lado del océano
supone alguna novedad. -Ya lo sé, Dios mío. Es sencillamente el hombre
deslumbrado por su propia existencia. Por un impulso que Tú, Señor,
pusiste en su ser, exige que la vida tenga un significado; quiere tener algún
destino que alcanzar; anhela que todos sus esfuerzos tengan un propósito.
133
Son muchos los modernos que aquí, en América y en el extranjero, se
sienten faltos dé dignidad sencillamente por no ser capaces de descifrar su
destino. Su mundo es un mundo vacío. ¿Quién desea vivir en un mundo
vacío una vida carente de significado? ¡Esa es la pregunta con la que
siempre se han enfrentado quienes no te conocen!
Por eso es por lo que me impacientan esos intelectuales que deberían
ver cómo el mundo, llamado «nuevo» por ellos, no necesita de un nuevo
Salvador, sino que necesita desesperadamente acudir a Aquel a quien Tú
enviaste, Dios mío, para ser su Luz, su Vida y su Amor. Si mi impaciencia
no fue santa, perdóname, Dios mío, y considera en tú bondad, que puede
ser beneficiosa.
Desde luego, Dios mío, te ofrezco por entero este esfuerzo como
gratitud, ya que esta es la cualidad principal que deseo tenga siempre el
amor. Hoy mismo, cuando estaba terminando esta : obra, me he dado cuenta
de que este tema y su verdad están hermosamente resumidos en lo que se
llama «Himno de la Compañía de Jesús». Este «himno» es, en realidad, la
oración que San Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, sugiere en sus
Ejercicios espirituales, como conclusión adecuada para un coloquio
ardiente. Está re-modelada, y dice así:

Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi


entendimiento y mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo
disteis, a Vos, Señor, lo torno...

Esto constituye el Ofertorio de nuestra Misa. Nos colocamos, con


todo lo que tenemos y con todo lo que somos, en la patena y en el cáliz, y
te rogamos que lo tomes. Porque estamos dispuestos a convertimos en
Theotytes. Luego, en el Himno de la Compañía, viene un verso que habla
claramente de ese admirabile commercium con que comencé este libro; ese
milagroso intercambio que tan plenamente describe la realidad de la Misa.
Porque los hijos de San Ignacio ruegan así:

Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta y no quiero


ninguna otra cosa.

Esto es la Misa, Dios mío. Tanto la de tu Unigénito como la de tus


hijos adoptivos. Esto es lo que la vida debe ser. ¡Porque eso es amor!
Te ruego, Dios mío, que permitas a cuantos lean este libro llegar a
comprender que la Misa no es algo, sino Alguien; que es en tu único Hijo
134
en quien viven, se mueven y tienen su ser «a través de quién, con quién y
en quién» fueron nacidos, y se conserva su respiración para proporcionarte
a Ti «todo honor y gloria». Que comprendan que la Misa, como
celebración litúrgica, es una acción que tiene principio y fin, pero que la
Misa, como acción de la vida, prosigue cuando la celebración litúrgica se
ha acabado. Y que en esta acción vital es donde deben mostrar
precisamente lo que alcanzaron de la celebración litúrgica.
Dios mío, yo quiero que todos ellos sean felices, que estén llenos de
gozo, tanto en le tiempo como en la eternidad. Por eso ¿no vas Tú a desear
que se enteren de que son miembros del Cuerpo Místico de tu Unigénito?
Así podrán ofrecer la Misa «eh Él», diariamente, a cada hora, a cada
momento. Si llegan a comprender esto, ¡oh Dios mío!, la vida nunca podrá
constituir para ellos un verdadero problema; ninguna hora del día o de la
noche estará vacía y ninguna fracción de segundo será estéril. Porque
cualquier cosa que Tú permitas que les ocurra, será considerada por ellos
como algo que pueda ofrecerse como pan, como agua y como vino; copio
algo que puede ser «transubstanciado».
¡Qué sencillo hará esto el vivir para, ellos, Dios mío! ¡Qué pronto
aprenderán a hacerse más y más santos! Pues una vez hayan tomado todos
los acontecimientos de su vida como «materia» para sus misas habrán
adquirido realmente «la mente de Cristo», a la cual San Pablo exhortaba a
todos los cristianos a aspirar. Es decir, considerarán todo como voluntad
tuya.
Entonces vivirán en obediencia o, mejor aún, en amor, pues la
obediencia es el amor en acción. Una vez que adquieran esta orientación,
Dios mío, tendrán la valentía de Cristo para hacer tu voluntad y participar
en su propia fortaleza para cumplirlo, pues vivirán verdaderamente «en
Cristo Jesús». Y la vida se habrá convertido para ellos en lo que yo sé que
Tú proyectaste que fuera para todos los humanos: un divino idilio entre Tú
y nosotros.
¿Qué quejas puede albergar, Dios mío, un corazón o un pensamiento,
cualesquiera que sean las desilusiones, las contradicciones, los fracasos,
las frustraciones e incluso las derrotas que le sobrevenga una vez adquirido
el hábito de ofrecerse como víctimas «en Cristo Jesús» cada mañana de su
vida? Sentirán el sufrimiento. Pero no les entristecerá, ni mucho menos
podrá amargarles, pues sabrán que se han ofrecido como víctimas esa
mañana en la Misa, y que para la Misa de mañana han de necesitar pan y
vino.

135
La hermosura de todo esto consiste, Dios mío, en que ellos llegarán a
reconocer el hecho de que cualquier eventualidad de su vida procede de tus
manos y de que Tú nunca has de proporcionarles nada que no sea para tu
gloria y su propio bien. Comprender esto les impulsará a hacer lo que San
Pablo deseaba que hiciesen todos sus contemporáneos: reconocer en cada
desvarío, en cada contradicción aparente, en cada tropiezo en cada choque,
«el poder de Dios y la sabiduría de Dios». Vivirán por la fe y nunca se
sorprenderán de tus caminos, tan frecuentemente sorprendentes. Tú los
utilizarás como utilizas a tus amigos más íntimos; de una forma en que
nunca soñaron, ser utilizados; y se regocijarán de corazón, no sólo de estar
siendo utilizados por Dios, sino de estar siendo útiles a Dios. Cuando las
cosas, como vulgarmente, se dice, «les vayan fatal», esas gentes repetirán
en sus corazones lo mismo que dijeron con sus mentes y sus labios en la
Misa matutina: «recordando... la bienaventurada Pasión... y su
Resurrección..., su gloriosa Ascensión...» Entonces, como Cristo, llevarán
con gozo sus cruces. '
¡Dios mío, simplifícales la vida y el vivir, permitiéndoles apreciar la
Misa! Permíteles ver que la hostia empleada en la Misa de hoy ha entre-
gado su sustancia para que tu Hijo pueda estar presente entre nosotros en
forma sacramental y sacrificial. Pero que para la Misa de mañana yo
necesitaré otra hostia. Sólo así verán que las alegrías de hoy, las penas, los
éxitos y los fracasos, pueden servirnos «como pan, como agua y como
vino» para que vivan sus misas de hoy; pero que para vivir mañana lo
mismo necesitarán otros fracasos, otros éxitos, otras penas y otras alegrías.
Así irán haciendo de la Misa su vida un día y otro, y haciendo de sus vidas
la Misa; elevándose en una espiral cada vez más alta, más cercana a Ti y a
tu Cristo. La simplificación se sublimará en esto: Cristo, para su Sacrificio,
necesita su propia Carne y Sangre; ellos, para su «sacrificio», no necesitan
más. Sólo necesitan tenderse hacia Ti y decir: «Este es tu Cuerpo». «Esta
es tu Sangre». Tu los tomarás y los «transubstanciarás». Permite que vivan
de esa manera, ¡oh Dios mío!, y cada uno de sus latidos seguirá diciendo lo
mismo una y otra vez, sin repetirse nunca. Dirá: «Dios mío, yo te amo. Yo
soy todo tuyo. Tómame y hazme cada vez más parecido a Ti». Nunca se
repetirá, Dios mío, porque cada nuevo latido representará un amor nuevo,
mayor y más generoso. Ese, Dios mío, es el mensaje de la Misa, tal y
como yo lo escucho. Y en eso es en lo que yo quisiera que se convirtiese el
cántico de sus vidas.
Les dije al empezar, Dios mío, que yo escribía por la misma razón
que lo hacía San Juan: «para que su gozo pudiera ser pleno». La Misa lo
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conseguirá, pues por ese «intercambio» se convertirán en lo que son: sacra
humanidad; ya que sus vidas no serán otra cosa que la palpitante vida de
Dios. Ese carácter sagrado convertirá sus vidas totalmente en amor; porque
Tú eres Amor y el amor produce gozo.
Ahí está, la respuesta, Dios mío. Deberían alcanzar mayor gozo
viviendo «en Cristo Jesús»; deberían conocer la bienaventuranza de tocar
su Santidad y ser transformados por ese contacto en «la santidad de Dios»,
pues la Misa no es sólo sostener a Dios en nuestras manos, sino también
colocarnos nosotros en las suyas y ser llevados, por Ti al Santo de los
santos, cuyo nombre es el Sagrado Corazón de Jesús.
Esto es la vida, Dios mío. Esto es vivir. Esto es la Misa. Porque ESTO
ES EL AMOR.

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