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PEDAGOGÍA DE LA ALTERIDAD
Moscovici Sergio. Psicología de las minorías activas. Editorial Morata, 2º edición, Madrid, 1996. Capítulos I, II
y III
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Sergio Moscovici
PRIMERA PROPOSICIÓN
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que, de un modo u otro; detentan el poder y los recursos (la competencia, por
ejemplo). Las descripciones del receptor se limitan a los individuos o subgrupos
que no ocupan situación alguna privilegiada, que no poseen poder ni recursos y
que, por una u otra razón, tienden a desviarse. Supuesta esta atribución de los
papeles, se sigue que la fuente de influencia no se considera nunca como un
blanco potencial, ni el blanco de influencia como una fuente potencial.
La consecuencia de esta asimetría fundamental es que el punto de vista de la
mayoría goza del prestigio de la de la verdad y de la norma, y expresa el sistema
social en su conjunto. Correlativamente, el punto, de vista de la minoría, o de
cualquier opinión que refleje un punto de vista diferente, se considera producto del
error o de la desviación. De ahí la definición que se supone conoce todo
estudiante: «El desviante es un individuo que se comporta de manera diferente de
lo previsto por el grupo o por la cultura en que se desenvuelve. Cuando se trata
de investigaciones sobre la comunicación y el consenso en los grupos de
discusión, el término desviante se aplica a todo individuo cuyos puntos de vista
son netamente diferentes de los de la mayoría, denominados puntos de vista
modales.» (JONES y GERARD, 1967, p. 711.)
¿Por qué se considera a los individuos y los subgrupos sólo como receptores de
influencia? Fundamentalmente porque se supone que viven en un sistema social
cerrado. Según ASCH, «cada orden social presenta a sus miembros una
selección limitada de datos físicos y sociales. El aspecto más decisivo de esta
selectividad es que ofrece condiciones a las que no hay alternativa perceptible.
No hay solución de recambio para el lenguaje del grupo, para las relaciones de
parentesco que practica, para su régimen alimentario, para el arte que preconiza.
El campo de un individuo, sobre todo en una sociedad relativamente cerrada, se
encuentra en gran medida circunscrito por lo que está incluido en el marco
cultura» (1959, p. 380).
Todo se halla, pues, concentrado alrededor del polo de las relaciones sociales
donde se reúnen aquellos que determinan los elementos de esta cultura. Son los
que están autorizados a decidir lo que es verdadero y bueno. Toda opinión
divergente, todo juicio diferente, representa una desviación respecto a lo que es
real y verdadero. Es lo que ocurre inevitablemente cuando el juicio emana de un
individuo o de un subgrupo minoritario.
Es evidente, en estas condiciones, que el grupo emite también referencias
relativas al origen de las informaciones. Pero es también evidente que los
miembros del grupo que-se desvían no poseen nada propio para emitir, puesto
que no disponen de los medios que les permitirían concebir alternativas válidas.
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De ahí la convicción tácita de que las opiniones más corrientes y menos extremas
de la mayoría tienen un valor positivo, poseen un peso psicológico mayor.
Correlativamente, las opiniones menos familiares y más extremas de la minoría o
de las personas que no han sido investidas de autoridad poseen un valor negativo
y un menor peso psicológico.
En el lenguaje ordinario, al igual que en el plano experimental, esto se refleja en la
hipótesis según la cual un individuo obligado a elegir entre dos series de
opiniones, una, atribuida a la mayoría o a un líder y otra a un desviante o a un
individuo no especificado, optará espontáneamente por la primera. En realidad, no
hay lugar a opción auténtica. Como hemos hecho notar anteriormente, el punto de
vista de la mayoría es la única opción justa normativa; el punto de vista de la
minoría no es simplemente otro punto de vista, es un vacío, una no-opinión,
definida como no mayoritaria, como anómica (y, por tanto, contraria a la
evidencia, etc.). En otros términos, la relación se concibe como unidireccional: el
grupo, la fuente de influencia, toma su propia decisión sobre la base de los
estímulos, del código y de los juicios que él ha instaurado, mientras que los
juicios, el código y los estímulos de la minoría o de los individuos que son
evidentemente blancos de influencia, están determinados por el grupo.
No es esto todo. Una vez supuesta esta asimetría en principio, uno de los
compañeros sociales se define como activo y abierto al cambio, y el otro como
esencialmente pasivo y sometido al cambio. Todo lo que constituye un derecho o
un acto positivo para el primero se convierte en una obligación o una privación
para el segundo, y esta complementariedad de los papeles quita toda posibilidad
de interacción real. Encerrado en esta situación, el individuo o el subgrupo
minoritario no tiene más que una escapatoria: la desviación o independencia, es
decir, la retirada, que implica la amenaza de aislamiento en el seno del grupo y
frente a él. En tal contexto, la pasividad conformista toma la coloración positiva de
adaptación lograda, mientras que la actividad, la innovación, la actitud
individualista, connotan peyorativamente la inadaptación.
Es de lamentar que al lado de esta conformidad relativamente estéril, fundada en
la sumisión y la represión de reacciones y de actitudes auténticas, no se haya
tomado en consideración la existencia de una conformidad productiva basada en
la solidaridad, en la satisfacción aportada por reacciones y actitudes auténticas
que se orientan hacia un objetivo o un marco común. Es muy de lamentar que se
haya resaltado la aceptación pasiva de la norma del grupo y no la conformidad
activa a ella. Lo cierto es que las hipótesis que sirven de base a este punto de
vista no habrían podido desembocar en ningún otro resultado.
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SEGUNDA PROPOSICIÓN
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Se piensa que «los individuos sólo pueden llevar a cabo una acción concertada o
constituir un grupo mediante alguna forma de control social» (HARE, 1965, p. 23).
Hay que postular (y muchos autores lo hacen) que para que exista tal control, es
preciso que los individuos posean los mismos valores, las mismas normas, los
mismos criterios de juicio y que todos los acepten y se refieran a ellos. Se supone,
además, que el entorno es único y semejante para todos. En tal contexto
homogéneo, es fácil imaginar que los individuos y los subgrupos saben lo que se
espera de ellos y que la significación, el grado de verdad o de error atribuido a sus
acciones, a sus percepciones y a sus juicios no puede interpretarse de varias
maneras. Además, cuando se pasa a la realización de estos objetivos, la
existencia de diferencias es considerada como un obstáculo por los miembros del
grupo: éstos tienden a eliminar las diferencias, a establecer las fronteras del grupo
para excluir a los individuos que rehúsan aceptar el cambio. Pero no hay control
sin controladores. Como se estima que estos controladores poseen una sabiduría
superior y un noble desinterés, no es extraño que ejerzan el poder para su propio
provecho.
La influencia destinada a persuadir a los demás a aceptar el punto de vista que
conviene a los controladores tiene también las mayores probabilidades de éxito.
No he hecho sino parafrasear a SECORD y BACKMAN; pero es mejor cederles la
palabra:
"Los controles normativos aparecen en la zona de comportamiento donde los
miembros resultan dependientes del grupo para la satisfacción de sus necesidades.
Las actitudes y los comportamientos necesarios para la satisfacción de las
personas más poderosas del grupo son los que tienen mayores posibilidades de
llevar a la formación de normas" (1964, p. 351).
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TERCERA PROPOSICIÓN
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Boomerang=contraproducentes. En inglés en el original. (Not del Traductor.)
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Buscad la mujer... en el sentido de buscar la causa. (N. del T.)
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recurrir a otros individuos para juzgar y para verificar sus propios juicios. El paso
inevitable de la adaptación individual a la adaptación social, de la dependencia
directa del entorno a la dependencia a través de los otros, abre el camino a la
influencia. Las circunstancias -que son numerosas- en las que este apoyo social
resulta indispensable han sido también objeto de estudios experimentales. Cabe
mencionar, entre otros, la incertidumbre en cuanto a la confianza que se puede
tener en los propios sentidos y en sus capacidades (HOCHBAUM, 1954; DI
VESTA, 1959; ROSENBERG, 1963), las dudas sobre la propia inteligencia, la
falta de fe en su propio juicio (ALLEN y LEVINE, 1968). El grado de autonomía o
de heteronomía es directamente proporcional al hecho de poseer (de creer que se
poseen estas cualidades.
A partir de estos estudios, se han hecho los retratos-robot de la personalidad
dependiente, dispuesta a someterse, y de la personalidad independiente, que
rehúsa someterse. Escribe STEINER: «Se ha dicho que los conformistas se
caracterizan por su espíritu convencional, responsable, cooperativo, paciente,
sincero y flexible en la vida social. La auto-evaluación de estas personas ponía el
énfasis en el sentimiento maternal, en la afiliación, en la humildad y en la
ausencia de síntomas psiquiátricos. Estas interpretaciones concuerdan
estrictamente con las averiguaciones de DI VESTA y Cox, según las cuales el
individuo que se conforma es moderado, circunspecto, dócil y solícito con los
demás. Según VAUGHAN, los conformistas se clasifican a un nivel inferior en el
plano de la inteligencia, de la seguridad, de la resistencia nerviosa, de la
extraversión, del realismo y del valor teórico.» (1960, p. 233.)
En el extremo opuesto se sitúan las características que hacen que los individuos
sean menos susceptibles de ceder a la influencia:
«Estos individuos poseen un grado elevado de certeza respecto a su propia
percepción; se sienten más competentes o más poderosos que los demás, o bien
se consideran en posesión de un rango superior; cuentan en el grupo con una o
varias personas que están de acuerdo con ellos, contra el juicio de la mayoría;
consideran los otros, quizá a diferencia de sí mismos, como fuentes de información
carentes de atractivo, y, en fin, apenas ven ventajas en el conformismo para la
satisfacción de sus propios objetivos personales esenciales» (HOLLANDER, 1967,
p. 558).
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Este esquema, cuyo sentido aparece inmediatamente, se explica por sí solo. ¿De
qué modo las diferencias de jerarquía, de personalidad, de capacidades
psicológicas e intelectuales, se transforman en una convergencia de opinión y de
juicio? La respuesta a esta pregunta es que el hecho de fundir la dependencia en
el crisol mágico de las relaciones humanas transmuta milagrosamente el vil metal
de las dudas, las idiosincrasias y los desacuerdos, en oro de certezas,
semejanzas y acuerdos. Evidentemente, el secreto de esta receta consiste en
saber dónde se encuentra la certeza y el acuerdo antes de comenzar el proceso.
Si todos los hombres son iguales, algunos de ellos, como los animales de Animal
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Farm de ORWELL74, lo son más que otros. Una vez tomada la decisión, en un
determinado momento, de concentrar la atención en los que son más iguales,
apenas puede sorprender que la dependencia haya sido el catalizador escogido
para favorecer las transmutaciones requeridas por la influencia social.
CUARTA PROPOSICIÓN
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ORWELL: Animal Farm. Conocida narración inglesa que. satiriza la dictadura. Trata sobre una revolución
que fracasa. Los personajes están encarnados por animales, quienes protagonizan un levantamiento
revolucionario en una granja. (N. del T.)
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Capítulo II
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Pero la incertidumbre puede estar provocada por el estado interno del individuo.
Acabamos de enumerar algunas de las posibles causas de tal estado: aptitudes
intelectuales, sensoriales o caracterológicas débiles. Otras personas se
interponen entre el individuo y el entorno y atenúan estas debilidades.
KELLEY y THIBAUT han planteado bien el tema:
«Cuando el problema en cuestión requiere opiniones y juicios que no pueden ser
verificados por la lógica o por tests empíricos, la gente tiende a buscar en el
acuerdo con los asociados un apoyo a sus opiniones. Parece que pueden existir al
menos dos tipos generales de relación entre el emisor y el destinatario de una
sugestión, determinando en qué medida este último está de acuerdo con la
sugestión y la acepta. En ciertos casos, puede considerarse al destinatario desde
un punto de vista instrumental, como un 'mediador de hecho', en virtud de su
evidente habilidad, de su credibilidad o de su honradez. En otros casos, puede
incitarse al destinatario a sintonizar con el emisor sin que intervenga la 'rectitud' de
su juicio. El acuerdo puede convertirse en un motivo independiente. La fuerza de
este motivo parece depender, en parte, de la fuerza de la inclinación positiva y de la
afección hacia el emisor. Así, A puede ocasionar un cambio de opinión en B si éste
siente inclinación por él o si A proporciona a B los medios de satisfacer algún
anhelo importante. Cuando el miembro del grupo sienta una fuerte inclinación
positiva hacia el grupo y sus miembros, se orientará hacia la opinión modal
expresada en el seno del grupo» (1968, p. 743).
Más tarde volveré sobre este texto. De momento quiero simplemente llamar la
atención sobre el hecho de que la intervención de un «mediador» entre el
individuo y su entorno es indispensable cuando esta persona es incapaz de
afrontar la realidad. Pero hay que tener presente que en el caso descrito por
SHERIF el «tercero» es la norma, mientras que en el citado por KELLEY y
THIBAUT este «tercero» es un individuo o el grupo... En el primer caso, la
influencia mutua que se ejerce equivale a buscar una solución común. En el
segundo caso, influir en alguien significa utilizar el propio papel -de experto, por
ejemplo- para modificar el punto de vista o la opinión del otro. No obstante, esta
interacción, sea externa o interna, no está determinada por sí misma: es la
relación al objeto y al entorno lo que la determina.
Podemos añadir ahora otras dos proposiciones a las ya expuestas:
c) Cuanto más insegura se siente una persona en sus opiniones y juicios mayor
es su propensión a ser influida.
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QUINTA PROPOSICIÓN
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Solipsista. (Del lat. solus ipse=por sí solo.) Seguidor de una doctrina filosófica según la cual el sujeto
pensante no puede afirmar ninguna existencia salvo la suya propia. (N. del T.)
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emitir un juicio inmediato. Entonces se hace necesario recurrir a los demás, a fin
de que nos ayuden en nuestros juicios. La visión de la «realidad» que adquirimos
de este modo puede calificarse, por tanto, de convencional o de comunicativa. Es
evidentemente una visión social, a la vez por ser producto del grupo y porque el
individuo la acepta con la sola condición de que sea admitida por los otros.
Establecer el grado de democracia de un país, la belleza de un cuadro o la hora
que es en una sociedad tradicional, presupone una consulta y un acuerdo
colectivos entre los miembros del grupo sobre la base de las diferentes
observaciones que podrán hacer a fin de fijar sus opiniones.
Se supone, pues, que los hombres viven en dos tipos diferentes de realidad, que
su existencia fragmentada y heterogénea corresponde a la fragmentación y la
heterogeneidad que existen entre el individuo y la sociedad. Esta distinción refleja
la estructura de los objetos y la disposición del entorno físico. Viene a definir las
fuerzas externas que obligan al individuo a hacer transacciones y a llegar a un
consenso con los otros.
¿Existen fuerzas internas que actúan en el mismo sentido? Tales fuerzas
derivarían de la actitud del «juez» respecto a sus propias capacidades.
FESTINGER considera el deseo de evaluar correctamente las propias
capacidades como una necesidad fundamental: una necesidad individual y no
social. Si el individuo está seguro de sus propias capacidades, no siente la
necesidad de tener en cuenta el juicio o las opiniones de los demás.
Consecuentemente, cuando le falta esta certeza, se ve obligado a compararse
con otra persona próxima o semejante a él. La teoría de la comparación social,
que acabo de evocar brevemente, trata de explicar por qué tendemos a
permanecer en un grupo o a dirigimos hacia él y a afiliamos con otros.
Yo no niego que la distinción entre la realidad física y la realidad social sea
correcta, al igual que la teoría de la comparación social. Mi único objetivo es
mostrar que tales distinciones y teorías sólo tienen sentido en la hipótesis de que
la norma de objetividad regule el comportamiento en la sociedad. La jerarquía y la
diferencia entre estas dos realidades, la primera dada por el mundo exterior y la
segunda engendrada por la sociedad, descansan en el hecho de que la primera
se supone que es más objetiva que la segunda. El consenso, el acuerdo de
grupo, son mecanismos de recambio en los que es preciso apoyarse tanto más
cuanto la objetividad resulte más inaccesible. No se pretende que las personas
que difieren en sus experiencias y en su grado de conocimiento busquen una
verdad común, traten de descubrir un aspecto desconocido de la realidad o de
resolver un problema, y lleguen a una solución por métodos sobre los que
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SEXTA PROPOSICIÓN
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HOLLANDER (1958) ha expuesto este punto de vista con mayor detenimiento que
KELLEY y SHAPIRO (1954), ZILLER y BEHRINGER (1960), o que HARVEY y
CONSALVI (1960). Propone la hipótesis según la cual en un grupo cada individuo
posee un cierto «crédito de particularismo» (idiosyncrasy credit) que representa
una acumulación de disposiciones favorables de los demás hacia él. Cuanto
mayor es su crédito, mayor es la confianza que le otorgan sus semejantes y en
mejores condiciones se encuentra para desviarse y obrar sin tener en cuenta a la
mayoría. HOLLANDER demostró en varias experiencias que el individuo que por
su competencia o por su adhesión a los objetivos del grupo ha adquirido un
amplio «crédito de particularismo» puede permitirse actuar de modo no
conformista y continuar ejerciendo una influencia.
Los resultados de estas experiencias y la hipótesis que los sustenta parecen estar
en contradicción con otras experiencias y con la opinión general de que los líderes
deben habitualmente seguir más de cerca las normas del grupo que los demás
miembros, y deben respetarlas más estrictamente. HOLLANDER intentó conciliar
los dos conjuntos de hechos, demostrando mediante experiencias que se trata de
una secuencia temporal de fenómenos. El individuo debe comenzar siendo
conformista, debe alcanzar un rango elevado, una situación de dominio, o hacerse
popular. Entonces puede exigir cambios, apartarse de la norma, y esto en
proporción a la dependencia que ha impuesto, a los otros respecto de sí mismo y
a la competencia que éstos le reconocen.
Todas estas investigaciones presuponen, pues, que
a) es posible adoptar una iniciativa innovadora cuando el movimiento se realiza de
arriba abajo, hacia la base de la escala social o psicológica;
b) la minoría puede influir en la mayoría, a condición de poseer ya poder o
recursos (el término «crédito de particularismo» engloba, en general, a todo lo que
concierne a la competencia, la inclinación, etc.) y pueden desviarse impunemente;
c) no hay conflicto entre el agente social que está en el origen del cambio y el
grupo que lo acepta. Al contrario, el agente social debe ofrecer alicientes y
distribuir recompensas si quiere tener éxito.
Estos supuestos tienen un aspecto paradójico en el sentido de que tratan de
explicar cómo se llega, mediante la conformidad, al resultado objetivo de la
innovación. Esto aparece con evidencia cuando se examinan más de cerca las
diferentes fases del proceso que acabamos de describir:
Primera fase: un individuo adquiere autoridad sobre el grupo tratando de
adherirse a las normas y los objetivos de éste;
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Segunda fase: el individuo modifica las normas y los objetivos del grupo, y los
otros le siguen inevitablemente porque dependen de él y porque él representa
ahora al grupo.
Tanto en la primera como en la segunda fase, sólo entra en juego el conformismo.
No deja de ser destacable que en ninguna de las dos fases exista propiamente un
desviante, a no ser quizá el propio grupo. El líder, el individuo dotado de poder o
de competencia, comienza por hacer tomar conciencia al grupo de estas
cualidades. Luego, todo lo que le resta por hacer es utilizar el poder exorbitante
que implícitamente se le ha otorgado para modificar los juicios o las actitudes. El
habitual esquema teórico y empírico de dominación y de control social pesa sobre
los dos casos de innovación antes mencionados: el de la persona que, poseyendo
poco poder, busca influir en otra persona más poderosa halagándola para obtener
sus favores, y el del individuo que utiliza su crédito de particularismo para hacer
innovaciones.
Pero ¿por qué una persona ha de obrar así? ¿Qué motivación puede tener para
utilizar a fondo su crédito? ¿Qué presiones pueden incitarle a promover el
cambio? Evidentemente, existen individuos y líderes de mente abierta que
avanzan impulsados por sus propios «discípulos». Pero no es esta una situación
típica. Además, es frecuente que la actitud de los individuos y los grupos que han
tenido un gran impacto sobre nuestras ideas y nuestra conducta se caractericen
por una estricta intransigencia y una negativa total a conformarse. Tenemos de
este hecho ejemplos ilustres: COPÉRNICO en astronomía, GALILEO en
mecánica, los milenaristas en la historia religiosa, los niveladores en la historia
social, ROBESPIERRE y DE GAULLE en política, etc. Es característico que en
psicología social se presente la innovación o el no conformismo como una
consecuencia natural del liderazgo y del poder, que contribuye al mantenimiento
del predominio del líder y de las relaciones de poder existentes; no se tiene en
cuenta que las innovaciones conducen a la substitución de los antiguos líderes
por otros nuevos, o a un cambio en las relaciones de poder. Esta ocultación es, a
mi juicio, un síntoma claro del sesgo de conformismo.
Las seis proposiciones que he presentado se interfieren entre sí, como era de
esperar, ya que derivan unas de otras y forman parte de un sistema coherente
único. Con todo, era necesario formular cada proposición por separado, porque
cada una de ellas aclara un aspecto diferente del mismo fenómeno y, de modo
más general, del comportamiento social tal como es concebido actualmente. Los
trabajos de investigación y las teorías no siempre han tomado como punto de
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actitudes la impasibilidad. «La única respuesta que se dignó dar a este diluvio de
crítiticas fue la misma de DARWIN: publicar otras pruebas en apoyo de sus
teorías. Despreciaba la estupidez de sus adversarios y deploraba su bajeza»
(JONES, 1961, p. 306).
En el terreno de la política, piénsese en el ataque del senador FULBRIGHT contra
las purgas comunistas del sombrío período del maccarthismo78. En los años 50,
comenzó una campaña de difamación contra los comunistas, una caza de brujas
que tomó a menudo por blanco a todo el que profesara ideas de izquierda o
incluso tuviera tendencias liberales. El proceso OPPENHEIMER es todavía un
recuerdo reciente. FULBRIGHT fue el único senador que se opuso a la asignación
de 214.000 dólares al subcomité MCCARTHY y que tuvo la osadía de negarse a
votarla. Los demás senadores se doblegaron ante el miedo que había desatado
MCCARTHY en los Estados Unidos. Esta posición «desviante» y aislada
adoptada por FULBRIGHT no dejaba de ser peligrosa. Le amenazaron, le
atacaron, fue acusado de comunista. Estos ataques no le desanimaron. En
numerosos discursos denunció el peligro que representaba el maccarthismo para
los principios democráticos. Como consecuencia, y gracias a las audiencias
televisivas, se puso fin a la carrera política de MCCARTHY.
Tales ejemplos nos ofrecen la prueba de que el no conformismo y la marginalidad
exponen a los individuos a las duras experiencias del insulto, el ostracismo o
incluso la persecución por la defensa de una creencia, de un comportamiento, de
un sector del saber. Pero estos esfuerzos tienen su recompensa. De lo contrario
no habrían existido tantas personalidades y sub grupos religiosos, políticos,
artísticos y científicos capaces de afrontar fuertes presiones durante largos
períodos para llevar a buen término, finalmente, determinados cambios
esenciales. Las monografías históricas, la correspondencia de personalidades
excepcionales o de importancia secundaria, la biografía de tantos sabios o
combatientes de la libertad y la justicia, muestran que se trata de una situación
que puede vivirse como psicológica y socialmente positiva.
Limitémonos por el momento a la bibliografía especializada. Se ha pretendido que
los desviantes ofrecían más posibilidades de ceder que los conformistas. Las
pruebas experimentales sobre este tema son demasiado exiguas y se han
aceptado con excesiva precipitación. KELLY y LAMB (1957) tuvieron ocasión de
observar que los individuos más extremos eran también los menos influidos.
JACKSON y SALTZENSTEIN (1958) descubrieron, a su vez, que los miembros
que más estrechamente se identificaron con el grupo son más conformistas que
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Derivado de McCarthy. (N. del T.)
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periferia al centro del sistema social, supone tantas, si no más, ventajas como
riesgos. Por último, no hay que olvidar que cuando los líderes innovan, lo hacen a
menudo en respuesta a una presión interna que ejercen subgrupos o individuos
situados en una posición inferior.
Estos dos análisis: el «cálculo social» de HOMANS y el «sistema de crédito» de
HOLLANDER, ¿revisten una importancia real en la explicación de la influencia y
de la innovación? Un estudio de WAHRMAN y PUGH (1972) nos muestra que no
es así, de momento al menos. En la experiencia de estos autores se asignó a un
grupo compuesto de cuatro sujetos ingenuos y un cómplice79, una tarea que
exigía una opción de grupo a propósito de una estrategia. Se les pidió ponerse de
acuerdo sobre una fila de una matriz 7 X 7 que maximizaría sus ganancias si
preveían igualmente con exactitud la columna escogida por el experimentador.
Por ejemplo, si los sujetos estimaban que el experimentador escogería la columna
amarilla y su estimación era exacta, su elección de la fila «George» maximizaría
sus ganancias, es decir, les valdría diez puntos. Si elegían la columna «George»
estimando que el experimentador escogería la columna «amarillo», pero el
experimentador elegía, en efecto, la columna «negro», por ejemplo, perdían ocho
puntos. Los sujetos creían que el experimentador tenía un «sistema» que ellos
debían descubrir para ganarle. Aunque estaban aislados en cabinas, tenían la
posibilidad de comunicarse mediante micrófonos y auriculares.
Fox ... -6 + 15 -5 -1 -3 -1 +1
George -1 -1 -2 + 10 +4 -2 -8
Figura 1. Reproducida según E. P. HOLLANDER, «Competence and conformity in the acceptance of
influence», Journal of Abnormal Psychology, 1960, 61, Nº 3, pp. 365-639.
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Cómplice: Sujeto que ha sido informado de antemano sobre la forma correcta de efectuar la prueba y dar
unas respuestas determinadas. (N. del T.)
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elecciones del cómplice no aumentan sus ganancias, éste tiene mucha mayor
influencia que el conformista.
Los autores de este estudio concluyen: «Está claro que cuando el grupo decidía
una elección, no ponía entre paréntesis las sugerencias del cómplice no
conformista. Era lo contrario lo que ocurría. El no conformismo del cómplice o su
molesto autoritarismo aumentaba al parecer su influencia. El conformista que era
igualmente competente pagó las consecuencias de su virtud.» (WAHRMAN y
PUGH, 1972, p. 380.) Dicho en otros términos, el conformismo (créditos
acumulados) no sirve de nada. En realidad, el razonamiento de HOLLANDER y
HOMANS pretende llevamos a la conclusión de que, si una persona se desvía
muy pronto, su influencia quedará seriamente disminuida en comparación con una
situación en la que se desvía después de hacerse popular, después de haber sido
reconocida como líder, etc. Pero no ocurre así. Como hemos visto, el fenómeno
inverso, aunque está excluido por la teoría psico-sociológica, no es imposible en
el mundo real. Hacemos estas observaciones preliminares con el único objeto de
recordar el hecho bien conocido de que la innovación no está ligada al rango, y
menos aún al rango elevado. En este caso, ¿por qué han continuado los autores
estudiando sólo las innovaciones que vienen de arriba? La razón resulta evidente
cuando consideramos el modelo teórico corriente. El modelo sienta como principio
que el proceso de influencia es asimétrico. La fuente posee necesariamente un
rango superior al blanco. La autoridad, la mayoría, el grupo, son siempre los
defensores de la norma; la minoría, el individuo, debe contentarse con someterse
a ella: «El que ha adquirido una importante suma de crédito goza de la más
amplia libertad para obrar como bien le parezca, mientras que aquel cuyo crédito
es débil debe mirar lo que hace, por miedo a perder lo poco que tiene. A una
persona no se la considera ya como miembro activo del grupo cuando su saldo
baja a cero. (JONES y GERARD, 1967, p. 442.)
Este es precisamente el punto que yo quería subrayar. La razón por la que la
psicología social ha ignorado determinados fenómenos no es que estos
fenómenos sean insignificantes o carentes de interés, sino que son incompatibles
con la posición teórica adoptada.
LA INCERTIDUMBRE ¿MERECE LA POSICIÓN CENTRAL QUE OCUPA EN EL
MODELO TEÓRICO?
Digan lo que quieran los filósofos, la coherencia no es una virtud cardinal de la
reflexión científica. Por otra parte, la incoherencia en el pensamiento no Científico
tiene un límite. Cuando leemos libros sobre las relaciones entre incertidumbre e
influencia, tropezamos constantemente con afirmaciones que, o bien se
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contradicen entre sí, o bien son refutadas por la experiencia. Es innegable que la
noción de incertidumbre desempeña un papel crucial en el análisis
contemporáneo de la influencia, en el sentido de que se supone que la influencia
reduce siempre la incertidumbre. Asimismo, la eficacia de una fuente de influencia
se mide por su capacidad para reducir la incertidumbre. La dependencia
informacional de un individuo respecto a los otros deriva directamente de la
incertidumbre, y JONES y GERARD(1967) reprocharon a LEWIN no haberlo
tenido en cuenta: «,En sus escritos reconoce repetidamente la existencia de la
incertidumbre en el espacio vital de una persona, pero no la integra como un
elemento esencial de la acción» (p. 189).
LEWIN, en efecto, no hizo nunca referencia a tal concepto, y también es cierto
que jamás vio su necesidad. En todo caso, este pasaje pone de manifiesto el
presunto fundamento de la incertidumbre: la falta de información, la falta de saber,
y aclara la utilidad de este concepto, que es explicar el comportamiento de
influencia en cuanto comportamiento de comunicación de informaciones. Así,
parece ser que la influencia no está ya ligada a la necesidad del emisor (o fuente)
de modificar el comportamiento del receptor (o blanco). Al contrario, la influencia
proviene de la necesidad sentida por el receptor de obtener informaciones para
hacer frente a su entorno. En otros términos, la existencia de la incertidumbre no
sólo hace a un individuo o un subgrupo más receptivo, sino que transforma
también la significación de las relaciones y de los comportamientos asociados a la
influencia.
Esto suscita numerosas cuestiones. Pero vamos a dejarlas de lado por el
momento, haciendo nuestra la inocencia general. Las siguientes proposiciones,
como ya he indicado, son aceptadas por todos:
- cuanto mayor es la incertidumbre de una persona, es tanto más fácilmente
influenciable;
- cuanto más ambiguo es el objeto, mayor es la necesidad de influencia y/o mayor
la influencia efectiva.
Estas proposiciones tienen dos corolarios:
- cuando una persona posee certeza, no hay influencia ni necesidad de influencia;
- cuando el objeto no es ambiguo, el consenso de otras personas no ofrece
interés y no se ejerce influencia alguna.
Hay que precisar también con claridad los tres postulados que sustentan estas
proposiciones y sus corolarios:
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numerosas situaciones en que los individuos o los grupos con opiniones, normas
y creencias bien definidas son influidos por otros individuos o grupos. Los
ejemplos de conversaciones religiosas, políticas, científicas y estéticas abundan.
Aunque se tratara de ejemplos excepcionales, no por ello serían menos
interesantes y menos contrarios a la afirmación de que allí donde, hay certeza no
puede haber influencia. A nivel experimental, un gran número de estudios sobre el
cambio de comportamientos y de actitudes sólidamente establecidos dan fe de
que la duda no constituye un elemento indispensable del fenómeno que nos
interesa. Las experiencias de LEWIN sobre la modificación de las preferencias
alimenticias, las experiencias fundadas en la teoría de la disonancia -en las que
los sujetos a los que se ha pedido defender opiniones contrarias a las suyas o
inclinarse en favor de ellas acaban por modificar sus opiniones-, no están tan
alejadas de las experiencias de influencia social como se podría pensar. En todos
estos casos se pide a los sujetos que imaginen un punto de vista diferente del
suyo o adopten soluciones de recambio a sus soluciones habituales. A pesar de
las vacilaciones iniciales, los sujetos se someten.
Parece existir una falta de comunicación entre los teóricos y los
experimentadores. Los primeros sostienen que la influencia se debe a la
reducción de la incertidumbre; los segundos tratan de influir a los sujetos a fin de
aumentar su incertidumbre. CRUTCHFIELD (1955) observó atentamente lo que
sucede en una sala de experimentación e hizo ver que cuando los sujetos entran
en la estancia no dudan de sus aptitudes intelectuales o sensoriales, como
tampoco se preguntan si poseen el saber necesario para juzgar si dos líneas son
o no iguales. Sólo cuando los sujetos se enfrentan con las decisiones unánimes
del grupo surgen estas dudas. Escribe CRUTCHFIELD: «En un principio, muchas
personas tienden a eliminar su divergencia con otros, achacándose el fallo a ellas
mismas. Expresan dudas sobre la exactitud de su propia percepción o de su
propio juicio; confiesan que probablemente habían interpretado o percibido mal
las diapositivas» (1955). Al principio, pues, el sujeto piensa que es como los
demás, pero poco a poco llega a ver las cosas de otro modo, a considerarse
como desviante respecto al grupo. «Otro efecto notable», continúa
CRUTCHFIELD, «era la sensación de que la distancia psicológica entre la propia
persona y el grupo se había agrandado. El sujeto tenía la impresión de ser raro o
diferente, o bien veía al grupo muy distinto de lo que pensaba. Esto iba
acompañado, en la mayoría de los sujetos, de la aparición de una notable
ansiedad, que en algunos se manifestaba de modo muy vivo. La existencia de
estas tensiones en y entre los sujetos se revelaba de modo impresionante
cuando, poco después de terminar la prueba, el experimentador confesaba el
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truco que había usado y explicaba la situación real. Había signos evidentes y
audibles de respiro y alivio... » (1955).
Está claro, pues, que el efecto del grupo es, ante todo, producir la incertidumbre y
la ansiedad. Difícilmente se ve cómo podrían modificarse, si no, las percepciones
y las respuestas. No tenemos, pues, razón alguna para suponer que la influencia
sea siempre una consecuencia de la reducción de la incertidumbre y no de la
producción de ésta. Con todo, sigue en pie la cuestión teórica, que consiste tanto
en saber cómo y por qué la influencia produce la incertidumbre, como en saber
cómo y por qué se supone que la reduce.
Se podría pensar que todo esto apenas tiene importancia, pero no es así desde
un punto de vista científico. Cuando se supone que la incertidumbre o la
ambigüedad (o la desviación en general) son datos, cabe pensar que la influencia
ha sido provocada; la influencia se justifica igualmente por factores extra-sociales,
y el punto de partida -la necesidad original- parece ser intra-individual. Por otra
parte, cuando observamos las condiciones en que pueden producirse la
ambigüedad y la incertidumbre, la desviación presenta un aspecto social. En
estas condiciones, la influencia resulta de la interacción social, y el punto de
partida, o necesidad, parece ser en este caso, interindividual.
La primera teoría de FESTINGER concerniente a las presiones hacia la
uniformidad, aun siendo menos general, se aproxima más, a este respecto, a la
realidad que su segunda teoría de la comparación social. De hecho, como él
mismo ha observado claramente, las presiones que en el seno del grupo actúan
para modificar las opiniones de un desviante provienen de la divergencia entre el
desviante y la mayoría. Es esta divergencia la que obliga a los miembros del
grupo a comunicarse, a fin de eliminar toda posibilidad de ver cuestionada su
decisión. Como hicieron ver MONCHAUX y SHIMMIN (1955), tal cuestionamiento,
caso de persistir, implicaría la duda y una revisión de las opciones hechas en
común. La comparación social no presupone ninguna otra: el individuo aislado
carece de seguridad sobre su valor, sus opiniones y sus aptitudes, y por esta
razón desea compararse con sus semejantes. Pero cabe también preguntar si
esta misma falta de seguridad no deriva de su propia comparación con otros
individuos, tal vez bajo la presión de la rivalidad, que parecen más capaces y más
seguros en sus opiniones y sus valores personales. Esta hipótesis parece que
sería más realista.
En conclusión, ni el argumento teórico ni la prueba experimental nos permiten
fundar la influencia social, su origen o su eficacia, en los conceptos de
ambigüedad o de incertidumbre. Los estados mentales que estos conceptos
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los que han estudiado esta experiencia en artículos y manuales, han atribuido
este efecto a la dependencia respecto a la mayoría. Debemos negar esta
conclusión por razones que voy a recordar brevemente. Postular un efecto
mayoritario implica ciertas consecuencias: a) cuanto más importante es la
mayoría, mayor es su influencia; b) un individuo que tenga que elegir entre el
juicio de otro individuo (de un desviante) y el juicio de la mayoría, elegirá este
último; c) cuando un individuo escape a la vigilancia de la mayoría y se encuentre
así liberado de la relación de dependencia, tenderá a emitir juicios correctos y a
no conformarse; d) ninguna otra característica del juicio mayoritario y de la
interacción social (como la unanimidad, la certeza, etc.) puede dar razón de lo que
la respuesta conformista tiene de significativo.
Ninguna de estas tesis se ha verificado con mucha claridad. En lo concerniente a
la tesis (a), observamos que desde el momento en que la mayoría supera el
número de tres cómplices un nuevo aumento no provoca un incremento de la
influencia. En cuanto a la tesis (b), ha sido totalmente refutada. Diversas
experiencias han mostrado que la acción de un individuo aislado (ASCH, 1955;
ALLEN Y LEVINE, 1971; GERARD y GREENBAUM, 1962) o de un desviante
(KIESLER, 1969) puede contribuir en buena medida a reducir la conformidad e
influir en el sujeto ingenuo. La tercera tesis no ha sido aún verificada de modo
decisivo. Se han imaginado diversas experiencias para ponerla a prueba, situando
al sujeto ingenuo en un papel anónimo; en el plano social, su respuesta no se
subraya y permanece desconocida del grupo. El sujeto ingenuo no se encuentra,
pues, en principio, en situación de temer la desaprobación del grupo. Se esperaba
que, en estas condiciones, el porcentaje de respuestas conformistas disminuyera.
En una experiencia de RAVEN (1959), por ejemplo, disminuyó en efecto, pasando
de 39 % en el caso de respuestas dadas en público a 26 % en el caso de
respuestas dadas anónimamente. Sin embargo, también el 26 % de respuestas
conformistas por parte de un sujeto que no tiene ninguna razón aparente para
someterse al grupo, constituye un porcentaje bastante importante para ser
significativo psicológicamente.
Estas conclusiones hacen poner en duda el principio del efecto mayoritario como
determinante de la influencia; pero no se ve aún una explicación de recambio, con
una sola excepción que se desprende de la cuarta tesis (d). En todas estas
experiencias, el juicio «erróneo» posee dos características: de una parte, es un
juicio mayoritario; de otra, es unánime. En otros términos, este juicio fue
persuasivo porque emanaba del grupo y estaba organizado de forma que el grupo
parecía consistente. Supongamos, como se ha hecho en algunas experiencias,
que hay dos tipos de grupos: uno, en el que los miembros son unánimes; otro, en
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el que no lo son. En el primer tipo de grupo, cualquiera que sea el número de los
miembros, el porcentaje de respuestas conformistas es siempre el mismo: 32%,
como hemos visto. En el segundo tipo de grupo, en que se ha pedido a un
cómplice romper la unanimidad dando una respuesta diferente de las otras, el
porcentaje de respuestas conformistas es sólo de 10,4% y desciende hasta 5,5%
en ciertos casos.
Por consiguiente, parece ser que una mayoría unánime de tres individuos posee
mayor influencia que una mayoría de siete que no es unánime. Esto basta para
probar que la unanimidad, es decir, la organización de las respuestas que refleja
la consistencia interindividual y la existencia de una norma común, es más
importante que el mero número de las personas que la adoptan. Conclusiones
análogas encontramos en otros estudios (GRAHAM, 1962; MOUTON, BLAKE Y
OLMSTEAD, 1956). Para mayor concesión, dejo de lado otros hallazgos
empíricos que prueban que ni la presión de la mayoría, ni la opinión de una
mayoría, son de importancia más decisiva que la de un individuo aislado. Todas
estas conclusiones vienen a cuestionar la convicción según la cual la
dependencia es la única fuente de influencia.
La elección de la dependencia como factor causal revela la hipótesis de un nexo
entre el poder y la influencia real. Pero ¿podemos realmente estar seguros de que
la dirección de este nexo se ha analizado con exactitud? FRENCH y RAVEN
(1959) intentaron clarificar la teoría del poder como origen de la influencia y
propusieron una distinción fundamental entre dos tipos de poder: el poder
coercitivo y el poder normativo. El primero se manifiesta por la coerción en función
de los recursos físicos y por la distribución de recompensas y castigos. El
segundo se manifiesta de modo análogo en función de competencias y por la
legitimación de diferentes papeles sobre la base de valores y de normas. El poder
del experto o de la persona bien informada descansa en la convicción que tiene la
mayoría de la gente de que posee conocimientos especializados en las
situaciones en que éstos son necesarios: el médico influye en el paciente, el
mecánico en el propietario del vehículo, el experimentador en el sujeto, etc.,
porque el paciente, el propietario del coche y el sujeto aceptan la autoridad de la
institución y el valor de la formación y de las calificaciones profesionales que
garantizan la conducta de estas personas. El poder de los padres, de los
directores, de los oficiales, de los delegados sindicales, se apoya asimismo en un
sistema de valores que ha sido interiorizado por el niño, el empleado, el soldado o
el obrero y que les impulsa a atribuir una autoridad superior a las personas que
los influyen. El grado de poder normativo varía en función de la aceptación de las
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OBSERVACIONES FINALES
Mi objetivo en las páginas que anteceden no ha sido tanto criticar como suscitar
cuestiones. Por eso he puesto el énfasis en las incongruencias y los desfases
existentes entre la teoría y la experiencia, y he insistido en las contradicciones y
los límites más implícitos del propio modelo funcionalista. Las contradicciones
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