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Terrible agonía.

Esposa: ¡Antonio apúrale!!! Ya los niños están en el auto.

Antonio: Ya estoy listo, no quiero llegar tarde al cine... Ah... Elsa... me duele el
corazón.

Antonio tenía años padeciendo del corazón, su médico de cabecera lo tenía en


observación constante. A pesar de que Elsa llamó de inmediato a la cruz roja, los
paramédicos nada pudieron hacer.

Paramédico: Lo siento señora, su esposo ya no respira.

Cuando llegaron al hospital, ya el médico de Antonio los estaba esperando.

Médico: No es necesaria la necropsia de ley. Yo llevé el seguimiento de la


enfermedad de Antonio y queda muy claro porque fue su muerte. Firmaré el acta de
defunción.

Pero... ¿Antonio estaba realmente muerto?

Antonio: Nooo!!! No estoy muerto. ¡Por favor!!! ¡Que alguien me ayude!!!

A pesar de que el cuerpo de Antonio ya no tenía indicios de signos vitales, su


cerebro seguía vivo. Pensaba que había sido presa de un ataque de catalepsia. Él
podía oir, ver, pero no se podía mover. No podía comunicarse. Nadie podía
escucharlo. Solo esperaba que de aquel ataque pasara pronto... antes, del entierro.

Antonio: ¡Estoy vivo!!! ¡No lloren maldita sea!!! ¡Yo estoy vivo!!!

Antonio observo desde su postura sobre la cama como lo amortajaron y como lo


colocaron en el ataúd. Vio como transcurrió la misa y el camino hasta el panteón.
Ahora, angustiado, observo como era colocado junto a la tumba mientras un
sacerdote iniciaba con sus rezos.

Sacerdote: ¡Polvo eres y en polvo te convertirás!!!

Todo fue obscuridad. Cerraron la tapa del féretro y Antonio sintió como era bajado
a la fosa. Después se escuchó un ruido procedente de arriba y pronto supo lo que
era: paletadas de tierra que echaban los sepultureros. Un escalofrío recorrió su
cuerpo. Un Angustioso silencio lo rodeaba. Después de un rato, se dio cuenta que
al fin podía moverse. Sus músculos empezaban a desentumecerse. El poco aire
que había en el ataúd se terminaba. Golpeó el féretro con los puños.
Antonio: Ya no se oye nada.

Empezó a golpear la caja por un lado y notó como la madera empezaba a


desquebrajarse. Entonces escucho unos leves rasguños al otro lado de la caja.

Antonio: Noooo... Noooo!!! ¡Ratas!!! Son ratas... ¡Auxilio! Nooo!!!! ¡No por favor
ayúdenme!!!

Cuando una persona no acepta la muerte, su agonía se intensifica. El avance


médico hace imposible una confusión entre muerte y un ataque de catalepsia. ¡Así
que lo único que nos queda es aceptar que realmente estamos... Muertos!
EL ELEFANTE ENCADENADO.

Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran
los animales.

Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el
animal preferido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de un peso,
un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de
volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el
suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un
minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la
cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de
cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir. El misterio sigue
pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿Por qué no huye? Cuando tenía cinco o
seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro,
un padre o un tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no
se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: «Si está amaestrado,
¿por qué lo encadenan?». No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el
tiempo, olvidé el misterio del elefante y la estaca, y sólo lo recordaba cuando me encontraba
con otros que también se habían hecho esa pregunta alguna vez. Hace algunos años, descubrí
que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la
respuesta: El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde
que era muy, muy pequeño. Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido
sujeto a la estaca. Estoy seguro de que, en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó
tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era
demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a
intentar, y al otro día, y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal
aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Ese elefante enorme y poderoso que vemos
en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la
impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar
seriamente ese recuerdo. Jamás, jamás intentó volver a poner a prueba su fuerza... Todos
somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas
que nos restan libertad. Vivimos pensando que «no podemos» hacer montones de cosas,
simplemente porque una vez, hace tiempo, cuando éramos pequeños, lo intentamos y no lo
conseguimos.

Hicimos entonces lo mismo que el elefante, y grabamos en nuestra memoria este mensaje:
No puedo, no puedo y nunca podré. Hemos crecido llevando ese mensaje que nos impusimos
a nosotros mismos y por eso nunca más volvimos a intentar liberarnos de la estaca.
Cuando, a veces, sentimos los grilletes y hacemos sonar las cadenas, miramos de reojo la
estaca y pensamos: No puedo y nunca podré.

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