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Uno

Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostum-


brado a morir. Se lo digo nada más para que se acuerde, Mi-
randa, ya que usté es joven y le puede faltar la memoria. Se lo
digo para que vaya sabiendo que si se me antoja que no pasa,
no pasa, por fuerte que sepa pechar su tobiano y filoso que
tenga el cuchillo. Yo no soy hombre de esos que se pueden
sacar cagando a lonjazos. Todavía me le puedo plantar a un
caballo por ancho que sea de pecho y duro de garrones que
sea. Y mentira eso de que puedo salir corriendo si me ponen
un espejo enfrente, porque hasta para mi cara estoy curado de
espanto. Y no se ría, porque es de verdá mi nombre, acuerde-
sé. Bentos Márquez Sesmeao, y nada de eso que me nombran
en el pueblo. Ni Negro ni Carneiro ni el Cabo Negro ni Kin-
cón, que fueron nombres que, contra todo, ya me empezaban
a gustar. Pero no en gentes como usté, Miranda, que al fin y al
cabo son lo mismo que yo, peones o así. Hubo otros que me lo
pudieron decir y hasta me gustaba, contra todo. Pero usté no,
Miranda, usté mejor no. Así que mejor haga el rodeo que le
digo, cada vez que sale. Mejor endereza para el lado de la es-
tancia misma y se aguanta la vuelta, por lejos que le quede el
pueblo en ese modo. Después de todo debe ser lindo andar
por los cardos, ahora que es verano, porque a cada pata que
pone el caballo en las tierras se largan a volar un montón de
gritos, a más de las perdices. Eso digo. Mejor eso y no lo de

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andar probando qué de ligero le sale el cuchillo, bien a tiro de ria dél. “Algún día vas a tener un lugar para morirte, Bentos.”
mi vista, para intimarme y que no me arrime al alambrado, Así me dijo una vez. Cumplió y acá estoy y yo voy a hacer
cada vez que usté amaga para acá. Aparte que le va a costar respetar su memoria, la memoria del que fue su patrón. Pero
trabajo porque ya hace rato que apuntalé bien la tranquerita, el campo está bueno, a esta hora, y mejor no discutir. Ni pe-
con tres clavos así contra el poste, y es mi derecho. Cuando lear. Eso también decía Don Tomás, a veces, a la tarde. Que
mucho se costea un poco más para arriba, porque mi franja es el campo estaba bueno y yo digo que quería decir que estaba
corta y alambrado de la estancia hay a patadas, contra el cami- tranquilo, el campo, y él en esas veces no paraba de dibujar y
no, para pasar. Ya sé que a los ingleses no les gusta, pero me- de dibujar. Y él decía que días así uno podía ser como los chi-
jor se anima a eso en vez de andar jodiendomé a mí. Usté dirá cos y agarraba el lápiz más finito y ahí se estaba, dele darle y
que es una pavada eso de poner la estancia, digo la tranquera darle vueltas al lápiz con rayas muy finitas y así en el papel le
principal por allá a cuatro leguas, y yo digo que sí. La tran- salían plantas como de juguete y vacas como de juguete y él se
quera principal de la estancia. Pero también digo que cuando reía. Eran las cosas que más me gustaban, claro que yo nunca
la pusieron (y esas épocas yo lo sé mejor que usté, por algo a entendí mucho y para esas cosas hay que entender. Porque las
mí me trajo Don Tomás), cuando la pusieron el pueblo no era cosas que no hacía con lápiz, esas de color, no me gustaban
ni así de grande. Y aparte que ahora es lo mejor, porque los nada. Pero las de lápiz y esas de rayas gruesas, con la carboni-
patrones salen derecho al camino, y están a lo mismo de lla, siempre me hacían algo. Esas más gruesas eran todas re-
Monte que de Belgrano. No a lo mismo, pero lo mismo torcidas y oscuras y a mí no me gustaban mucho, pero me las
de cómodos una vez que encaran la ruta. Imaginesé si para ir a quedaba mirando y él me decía que era porque cuando las mi-
Buenos Aires, o mismo a Monte, tuvieran que salir por este raba me hacían acordar cosas, pero no sé. En cambio, esos di-
lado. Sería como media hora más, que es lo que hay del Ma- bujos de rayas finitas me ponían contento y de ahí tengo la
nantiales a la entrada de la estancia ida y vuelta. Se lo digo costumbre de decir que el campo está bueno a esta hora, como
más justo, para que entienda. Usté sabe que en auto, desde la él decía, y yo mismo me pongo alegre y nada de ganas de pe-
entrada de la estancia al puente Manantiales, que es como de- lear. Ni discutir. Así que mejor que cada uno de nosotros se
cir el pueblo, hay cuarto de hora, y sería bastante perder tiem- lama solo, Miranda, cada uno en su misma casa. Va a ser me-
po, cuando se quiere ir a Monte, venir en coche por el lado de jor. Es lindo cuando uno puede terminar el día en paz de
adentro un cuarto de hora, para hacerlos de vuelta por el ca- Dios, sin que le tiemblen las manos por las rabietas. Mejor
mino que uno vendría viendo todo al costado en el viaje. Me- terminar el día sereno, mirando cómo se acaba la luz natural,
dia hora justa, fijesé. Claro que usté es el que se jode porque ahora que es verano y junto con lo oscuro empiezan a joder los
con el tobiano se hace como hora y media para venir a Belgra- grillos y cada charco parece un circo, de lo alborotado. Puras
no cuando con cruzar ya casi está. Pero no es mi culpa, Mi- ranas y sapos, aparte los ladridos, que recién empiezan. Es así.
randa, y yo no paro de aconsejarlo bien. Usté tramitesé con Primero yo lo veo a Miranda que ceba el último mate y va
los ingleses de abrir una tranquera donde termina mi terreno, para el lado del corral, que está a unos cincuenta del rancho
ahí cerca. Porque no es mi culpa que la parte mía caiga justo donde vive. A unos cincuenta metros. A unos cien de mi vista,
donde estaba esa tranquera, Miranda. Así me gusta, cebesé el más menos que más, de seguro. Por lo menos, así era cuando
último, solito, ahí en su puesto, y no insista en arrimarse por- yo estuve en la estancia, que se decía que el rancho del puesto
que esta franja es mía, según consta en testamento del mismo número cuatro estaba justo a cien metros de la salida para el
Don Tomás, y yo bien que la voy a hacer respetar a la memo- pueblo. Entonces más más que menos, ahora me doy cuenta.

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Porque mi terreno es de este lado, donde era el camino vecinal Ahí está el hombre. Hay que forzar la vista para reconocer-
y era de la misma estancia. Después hicieron el camino y el lo. Lo primero que se ve: árboles, el río. Hay viento, en la
gobierno le compró la parte a los de San Manuel, así que El foto. Abajo, en primer plano, se doblan unas hojas largas, que
Negrete se agrandó en lo que era, claro que los ingleses no parecen de maíz. En la zona de sombra, las hojas arrancan
tocaron nada y así parece de ancho el camino a lo largo, nada hacia el cielo, muy duras, y sólo una que otra, más ancha, se
más que con alambre en el pedacito que me dejó Don Tomás, inclina y se entremezcla y parece rebotar en las demás. Toda
justo acá en la punta y cerca del pueblo, que hasta eso pensó. la foto es calma, apacible. Pero hay un cierto desorden, algo
Y habría que sacar la cuenta de cuánto terreno se pierde así, subterráneo. Si uno sabe tomarse su tiempo, para mirarla,
que serían treinta metros de ancho por todo lo largo que hay todo es un enloquecido baile de ramas, como un maizal alen-
desde el Manantiales hasta más allá de la tranquera de entra- tando un gran fuego.
da, con curvas y todo el camino, como más de cuatro leguas. Esas hojas, las que se inclinan en la sombra, adelantan el
Una punta de plata, digo yo. Esas cosas se las podría decir a caos que nace en la zona de luz, donde el sol se derrumba,
Don Tomás pero no a éstos de ahora, que apenas para no que- explota. Una rama corta la espalda de un hombrecito de casco
dar mal con el pueblo ni nadie me dejaron venirme al terreno blanco; los hombres están lejos del lugar desde donde alguien
este. Me dejaron por cumplir con el testamento de Don To- (un guía, tal vez) manejaba la cámara, mi cámara. Después
más, que me trajo del Brasil y que se acordó de mí siempre y una playa: arena, barro. Casi en la línea del hombre de blanco,
hasta el último momento y hasta escribió de mí y de cómo me otro, desnudo; hay que mirar con una lupa para advertir que
encontró y todo en esos papeles que me dejó con algunos di- es un indio y toma agua de un cuenco de madera, junto a unos
bujos. Pobre Don Tomás. bultos. Hay algunos hombres cerca de otros equipajes. Del
otro lado, la orilla y los árboles. En el medio, el río entra an-
cho y manso por un costado y refleja las orillas y el cielo blan-
La fecha es borrosa; ha sido tachada. Nunca sabré por qué co. El río va tranquilo, pero más allá, en el medio, desde una
taché esa fecha. De cualquier modo sería fácil averiguarla, revi- especie de islote barroso brota, intrincado, un árbol extraño.
sando mi diario. Ha saltado así, como al descuido, entre otras Es como un montón de ramas altas, anudadas con desespera-
fotografías y postales —y algunos de aquellos esbozos a lápiz ción. Nuestro hombre está parado en un bote, solo; tiene las
que hice en aquel viaje, cuando todavía pensaba que podía pin- manos en la cintura y mira, pensativo, el agua.
tar o siquiera dibujar el Mato Grosso— mientras ordenaba mis Estoy ahí. Con un esfuerzo podría recordar cada nombre,
papeles. El tiempo, esa sustancia amarilla, ha caído sobre las cada bulto. De esa foto podría arrancar toda la historia de mi
viejas fotos más para conservarlas que para perderlas. En ésta viaje. Tal vez esta foto sea más real que mi propio diario, ya
—que ahora está ahí, apoyada en el cenicero, mientras escri- que Bentos es más real que todos los recuerdos que pude traer
bo—, esa pátina triste es más rabiosa, tiene un brillo inquietan- de la selva. Pero nunca sabré por qué sigo mirando, pensativo,
te. Se la puede mirar largamente, acercarla, alejarla. La vieja el agua.
máquina de cajón (su recuerdo) resucita entonces, con todas sus
imperfecciones de luz y sombra, con todo el juego de su lente
inexacta. Es como si la máquina hubiese creado por su cuen- —y ahora ya casi no sé más nada, negrito; ya no te puedo
ta una narración caprichosa que puede ordenar los hechos, o seguir el rastro. A no ser que empiece por el principio del
desordenarlos, o borrarlos definitivamente. principio, que es lo que todos sabemos: cómo te trajo Don

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Tomás, cómo te fuiste a las cosechas, cómo te hiciste famoso algo de nosotros, por lo menos; nuestro mejor invento. Y per-
por ahí, por Alegre, por Ranchos, por Loma Verde, hasta doname, perdonenmé, pero voy tirando a viejo, y aunque di-
Brandsen, hasta Monte, hasta Chas. Me acuerdo, al vuelo, de cen que nunca escupo, es decir, que nunca me callo, algo de
cuando tuviste a tu cargo el destacamento de Chas, y estabas razón debo tener. Pero renuncio a explicarme, a explicarte.
solo; me acuerdo haber oído que atabas a tus hijos, o los hijos Dicen que allá por el veintiocho, en Alegre, un tal Lezcano
de la Felisa (porque eso nunca lo supe bien; eso nadie, nunca, mató a su hijo y se lo tiró a los chanchos; puede ser. A lo me-
lo supo bien), con las cadenas, en las argollas de fierro que jor fue en otro lado, en Loma Verde, donde te decían Lechuza
habían quedado de antes, tal vez desde la época de Rosas. Me porque de noche te asomabas a la ventana, porque dormías de
acuerdo que contaban, los de Ranchos, o alguno, que una vez día y salías de noche. Como si estuvieras en el medio de la
te topaste con un tal Poliya Díaz, o dos veces; y que la primera selva, Negro, y todavía te asombraran las ventanas ilumina-
vez él te dijo que se iban a encontrar. Cuando esa especie de das; como un bicho que busca la luz, la luz donde al final lo
profecía se cumplió, Poliya se acordó como una luz de lo que van a matar. Sólo que a vos no te mataba nadie, Kincón; no te
vos le habías dicho: que, con él, a vos te sobraba con la alpar- mató nadie todavía. Lo fuiste a buscar, a Lezcano, sin que na-
gata. La provincia, la república debe estar llena de historietas die te mandara; sabías por dónde se podría disparar, seguro, y
como ésta: hombres de coraje ciego que se confiaron en su lo encontraste. Dicen que lo tuviste dos días, dos días enteros,
habilidad para esquivar un cuchillo y pegar, dejar tendido al atado a un poste de tu rancho, mientras la policía lo buscaba.
otro a chancletazos. Por algo debe ser y en tu caso lo creo más Después lo llevaste a la comisaría, recién después. Y cuentan
que de nadie. Fue más acá de Ranchos, ahora me acuerdo; algo mucho más gracioso, más increíble. Porque no se puede
más para el lado de acá, de Belgrano. Fue frente al boliche del tener un día, dos días atado a un hombre, sin darse cuenta de
finado Ré, si no le erro. Hubo palabras, amagues, tal vez in- que tiene un revólver escondido. Claro que vos sí, Carneiro,
sultos; aunque me imagino que vos no hablabas, que lo deja- vos sí; aunque le hubieras visto el bulto del revólver, seguro
bas hablar, como para que se fuera gastando. Pero se debe que se lo dejabas. Para hacerle mayor el fracaso, la impoten-
haber dado cuenta, porque también de él, de ese Díaz, cuen- cia. Dos días atado al sol, a la sombra, al frío de la noche, al
tan un largo historial. Fue lo de siempre; sacó el revólver rocío, a la sed, al viento. Dos días atado ahí, puteándote, des-
(otros dicen que el cuchillo; las versiones son confusas, en pacio o a gritos, puteándote todo el tiempo. Y vos mirándolo
cuanto a tu vida, Carneiro), y a cada tiro (o a cada hachazo) desde la ventana, poniéndole agua cerca, tomándote baldes de
vos, el negro este, le sacudía un chancletazo por la cabeza agua frente a él, como en las películas de guerra norteamerica-
como si nada. Como para que no te odiaran, Kincón, aunque nas. A lo mejor te revolcaste enfrente de él con Felisa (¿o vi-
no fuera cierto, aunque la mitad de esas cosas hubieran sido vías con la Correa, en esa época, y la otra, Felisa, se te había
inventadas. Como para que no te odiaran, cuando el mayor ido por una vez de tantas veces que se te fue, o estabas solo?),
pecado que puede cometer un hombre por estos pueblos no es comiste, le tiraste piedras. Dos días con ese hombre atado,
matar a otro hombre, robar, ser confidente de la policía, con- mirándote como un animal rabioso. Pero a vos te debía gustar
vertirse en cuatrero o asaltante de banco, sino eso que vos hi- eso, sentir la rabia del otro. Y se la dejaste crecer, minuto a
ciste sin saberlo: despertar la imaginación de la gente, minuto, humillación tras humillación. Le dejaste el revólver
inquietar con tu fama. La imaginación de la gente, en estos para que su degradación tuviera esa esperanza, ese as de es-
pueblos, es feroz. Ya sé, de vos se trata; no de ellos, no de padas que ya veías venir. También cuentan, porque eso lo
nosotros, no de mí. Pero a la larga vos venís a ser nosotros, o contaste vos, parece, que le hiciste algo peor. Tenías una cos-

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tumbre, una treta; te habías hecho un muñeco, una especie de escondida entre las ropas, al atarlo. Pero quién podría tenerte
espantapájaros, con dos palos cruzados. Lo vestías con tus ro- rabia, ahora, Negro, si por algo estos pueblos son un solo pue-
pas de policía, lo hacías aparecer por encima tuyo, desde las blo, y por algo vos fuiste durante mucho tiempo el único ne-
zanjas, cuando te buscaban; y los otros “tiraban al Negro”, gro legítimo que tuvimos por estos lados.
como vos decías, vaciaban los cargadores contra el muñeco;
después, salías. Con Lezcano lo usaste de un modo menos
justificado, más atroz; nunca se te pasó por la cabeza que un Bailo. En el medio de las luces bailo y me caigo en el me-
tipo que mata a su hijo y se lo tira a los chanchos o está loco o dio de las luces bailo. Abrir los ojos pero y entonces. Entonces
es un animal como vos. Pero de algún modo intuiste siempre un pantano pero es mejor bailar y no porque el pantano. Me
que hay maneras más complejas de desarmar a un hombre, de ajusta. Te ajusta los pies y entonces. Una selva el mato el mato
inutilizarlo: desordenándole la cabeza. Y esa noche de hace las ramas los gritos el mato. El Mato. No bailo. La selva enca-
muchísimos años, ese invierno (creo, no sé por qué, que debe denada a los gritos y a los antiguos tambores que la nombran.
haber sido invierno: supongo que para perfección de tu obra, Bentos, entendés. Sí, Don Tomás. Enca-de-na-da. La selva.
de la minuciosa tortura que planeaste, porque pelear y joder a La Sel-va. El mato, Bentos. Que la nombran. Sí, Don Tomás,
la gente eran tus maneras de divertirte, creo), esa noche de está usté que tiene. Los gritos, Bentos. Sí, Don Tomás, la
invierno vestiste al muñeco, le pusiste la gorra y saliste al pa- pieza tan ordenada y los dibu. El mato. No bailo. Un redoble
tio. Habías puesto a Lezcano de espaldas al rancho; lo habías un redoble Bentos un animal que se acerca que se arrastra un
atado de frente al campo; nadie podía verlo desde el camino y pantano la selva. El mato el mato. Gritos. Gritaban. Gritaba.
él no podía ver cómo te arrastrabas con el muñeco a cuestas, Ba. Bailaba. Bailabas Carneiro. Que baile el Negro. Vas a bai-
pasabas a unos metros de él. A lo mejor te ayudó una zanja, lar una noche. Sí Don Tomás. Que baile y cante. Sí Don To-
una vuelta del terreno, los árboles. Clavaste al muñeco a unos más del Negrete que viene que se acerca. Yo que me acerco,
cincuenta metros, justo enfrente. Era de noche y la poca luz lo Bentos, y te veo. Yo, Don Tomás. Yo: Don Tomás.
debe haber hecho igual a vos; tan deforme, tan oscuro como Que te trajo del Brasil, Kincón.
vos. Escondido detrás del muñeco, antes de volver a tirarte al Que se pegó un tiro, Carneiro.
suelo, esperaste que Lezcano lo viera bien; entonces, le pusis- No Don Tomás, no los queme. Qué raro que tiene la pieza
te la carabina entre las mangas, apuntándole. Seguramente es- tan ordenada y los dibujos apilados, Don Tomás. No bailo. No
peraste que el viento se calmara, que se escuchara bien el se puede bailar en medio de esos pantanos por los que el negro
ruido. Y apestillaste la carabina, como quien va a tirar. El de la ciudad corría Bentos. Si Don Tomás. Corre. No se puede
mismo ruido del pestillo al destrabarse debe haber sido como bailar en medio del barro donde querían enterrarte, Bentos.
un tiro, para el pobre infeliz. Después te fuiste arrastrando Donde me entierran. Bailá. Para olvidarte. Bailaban, para ente-
hasta el rancho; dejaste el arma puesta. Dormiste a pata suelta rrarte. Cantaban y te querían enterrar y un negro corre.
mientras el otro, atado, sacudido por ese primer ruido, pasaba Corro. Corrías dos años antes, corría el negro de la ciudad,
toda la noche con los ojos abiertos, esperando el balazo. No te me contaron. Abrir los ojos los ojos los o.
preocupaste de que el amanecer definiera las cosas, descubrie- Te alcanzan, Bentos. Si no te alcanzan lo mismo porque el
ra el truco; para el amanecer debían faltar siete horas, lo sufi- pantano no te deja bailar no me deja y corro porque traen lan-
ciente como para que el otro muriera de miedo, enloqueciera. zas traen la espada de madera que llaman burduna.
Tampoco te preocupaste por el arma que ya le habías visto Cómo, Don Tomás.

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Burduna, Bentos. De madera y dura, filosa, la espada. La Su historia, que mal le cuadra a la gastada pobreza de mis
espada. Te buscaban, Bentos. Buscaban al negro de la ciudad palabras, es difusa; de no haber sido testigo de muchas cosas,
al negro fugitivo en la selva que se seca el sudor contra un de no haber vivido en este pueblo (de donde él salió) yo mis-
árbol traen lanzas. mo me hubiese visto envuelto en imprecisiones, en la cómoda
Traen la larga larga larga espada que llaman burduna y lla- simplificación de los más jóvenes, de los que han de quedar.
man sucurí y tiene la piel como de aceite y nada en el agua. Yo, que quedé, que sobreviví a Kincón —ese bruto que nunca
Qué es eso, Don Tomás. Eso que cruza ahora. supo (¿nunca supo?) que era de los pocos que se salvarían del
Una víbora, Bentos. La sucurí que es larga y nada y aprieta olvido—, quizá pueda ser infiel, quizá pueda dejarme llevar
y es filosa y de madera dura y te buscan bailá. por las ganas de adornar algo, o de juzgarlo. De todos modos,
Bailo para que no me alcancen traen la espada las lanzas. yo lo vi; y podré ser más exacto que los otros, los que hablan
Corría. Bailabas, Carneiro. Sudá ellos sudaban. Sudan y vos de él sin conocerlo, los que hablarán de él con los años, cuan-
tenés dos años y hace dos años el negro de la ciudad corre por do no estemos nosotros para corregir (para desviar) la direc-
la selva. Corro perseguido por los tambores por los tambores ción de su provinciana mitología. Porque para él mismo, para
por los tambores. Carneiro (quién sería capaz de elegir un nombre definitivo
Como ese que tengo en mi cuarto, Bentos. para nombrarlo, de qué modo secreto se lo traicionaría nom-
Qué ordenada tiene hoy la pieza, Don Tomás. brándolo de una sola forma), yo fui el encargado de recordarle
Corré, Bentos. Bailá, Kincón. Bailá para que no te alcan- su historia.
cen y traigan la larga espada que se llama burduna y la larga Confieso que no podría, sin mentir, anotar cada una de las
víbora que se llama sucurí. Bailá, bailá. cosas que supe de Kincón en algunos viajes. He hablado con
Qué es el cáncer, Don Tomás. gente de Ranchos; esa época, la de Ranchos, fue siempre
Quién es Adelina, Don Tomás. —para mí— la más oscura de su biografía. Esa época, ese
Cómo era el lugar donde me encontró de donde me trajo pueblo —esa constelación de pueblos que se nombran cuando
había gorilas había gorilas, Don Tomás. se nombra Ranchos, tendidos lerdamente hacia el Brandsen
Bailá. donde empieza otro mundo, el mundo ruidoso y oxidado de
los pueblos que se tienden vertiginosamente hacia la Capi-
tal—, nos iba a devolver a un Kincón distinto, crecido en todo
1. Quizá fue él mismo, Carneiro, el que me acostumbró a lo que daba. Ahora comprendo que no fue menos oscuro para
su historia. No sé las tardes que pasé, en las veladas del Ho- la gente de Ranchos; ahora comprendo hasta qué punto pudo
tel Lombardo, hablándole a él y hablando a los demás de su no haber sido clara nuestra idea del Negro, cuando estaba más
propia vida. Por esas tardes pude sentirme contento, hasta cerca de nosotros, acá en Belgrano. Se me ha de perdonar
capaz de no morir demasiado. Saber cosas, transmitirlas, era (mejor dicho: he de perdonarme a mí mismo, porque quién,
un modo de persistir. Sé que muchas cosas morirán cuando qué persona leerá alguna vez estas páginas) la rota cronología,
me muera, algo va a faltarle a este pueblo cuando me vaya. las veces en que vuelva atrás, las lagunas que voltearán, a ve-
Falta poco; he resucitado mis viejos cuadernos. En los últi- ces, toda la falsa armazón de mis palabras.
mos —quiero decir los últimos cuadernos, no los últimos Un tal Ganduglia dice que llegó (que vino) a Ranchos en
renglones— Kincón gana páginas, se emperra en aparecer 1917, o 1916. Estas versiones difieren de las que aseguran que
por todos lados. llegó entre el 20 y el 23, a la estación Alegre, y que recién

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después de hacerse famoso en Alegre llegó a Ranchos. Yo no casi contra la orilla del Salado. Él se sabía la historia del bi-
voy a interferir con mis conocimientos la cronología que le chero desde chiquito, desde que Don Tomás lo trajo; y a veces
dan a Carneiro en Ranchos, se ajuste o no a la verdadera his- hablaba de reconstruirlo, porque si no los brutos como Mi-
toria. Porque la verdad no tiene nada que ver con la cronolo- randa, que no saben nada de historia, lo van a terminar de
gía; se alimenta, se crea en la imaginación de la gente, se romper, decía el Negro, como al de Ranchos, que tuvieron
deforma hasta hacerse más verdad en las palabras de los que que convertirlo en museo para que no lo rompieran. Bueno; y
quedan. Kincón no dejó documentada su vida; Ranchos hu- de esa pasión de los ranchenses por la historia, nació como
biese perdido algo —todos hubiésemos perdido algo— si al- una tradición vecinal; todo, en Ranchos, era digno de figurar
guien hubiese organizado, con rigor, la vida del Negro. Dar en un museo. Tenían por allá (tienen) a uno de los pocos bue-
precisiones es un modo de mentir, un modo de pelear contra nos sogueros que van quedando en la provincia, un tal Rodrí-
aquello que terminará por ser cierto, de cualquier manera. Y si guez; y en él, que ya se iba quedando sin trabajo, vieron como
Ganduglia dice que el Negro llegó a Ranchos en 1917, tiene una reliquia del pasado. Así que lo becaron; le encargaron, sin
tal vez más memoria que los otros, pero no más razón. Porque apuro, los aperos de los caballos de cera y los tiradores de los
algunos (yo mismo, alguna vez, en una charla en el hotel, hombres de cera que habían ido colocando en el museo: caba-
creo) sitúan una de sus mejores apariciones allá por el 20, en llos de ancas sinuosas, gauchos amarillos que parecen salir de
la estación de Alegre. Nosotros, por supuesto, creíamos cono- un hospital para tuberculosos, representaciones de mateadas
cerlo desde que vino. en las que el fuego fue simulado con esos troncos de yeso que
Alegre, lo dije alguna vez (y permítame el papel ciertas traen ahora las estufas de gas. Pero el hombre se lo merece;
blasfemias, ahora que soy viejo y puedo perderle un poco el trabaja los tientos como si fueran hilos de coser.
respeto), es la estación más triste que vi en mi puta vida. Dos He sido hombre de pueblo, pero tanta vecindad folklórica
casas o tres bordeaban la estación de ese tiempo; el campo la lo acorrala, a uno; así que, despacio, me fui habituando a tener
hacía irreal, inexistente. Un boliche, el galpón ferroviario, los un caballito, en el fondo de casa, a salir de vez en cuando un
alambrados contra el cielo. Lindo escenario para la presenta- domingo, a echarle encima un apero de lujo, pero discreto.
ción de Carneiro en sociedad. Muerto el caballo (un zaino manso, casi de vejez), me di a
Quiero, ahora, recordar al amigo Clavijo. Hablamos largo, colgar los tientos; ahí quedaron, adornando el vestíbulo, un
una tarde, en la trastienda de la comisaría de Ranchos. Voy a bozal trenzado, un freno, una manea con botones de ocho que
decir la verdad, porque tal vez estos cuadernos sirvan alguna era una joya. La manea, justamente, me la había regalado
vez para algo. Fue el año pasado; hacía dos años que Kincón Kincón, tenía su historia. Alguien le perdió uno de los boto-
había muerto. Fui, quizás, a buscar una versión distinta en nes, un día. El trabajo era de Rufino Mena, un soguero que
Ranchos. Ahora lo admito. Ranchos, dicen, es el primer pue- supo ser capataz de La Corona hasta que se sacó la lotería y
blo de la provincia de Buenos Aires, el primer fortín de avan- compró una quinta cerca del pueblo. Lo fui a ver; me recibió
zada para detener a los indios, o —más bien— para ir contra en el corredor (flanqueado por unos cuadritos de cerámica, en
ellos. Ahí quedó, con mangrullo y todo, el fortín; Kincón sa- relieve marrón, que se acuerdan de ilustrar malamente algu-
bía nombrarlo, cuando hablaba de Miranda, poco antes de nos versos del Martín Fierro), tomamos mate, me mostró al-
que pelearan. Ahí nomás, cerca de ese terreno que él le había gunas pavadas que estaba haciendo (trenzas simples, de cuatro
ganado al camino (que, según él, le había dejado Don To- lazos, de adorno, maneítas para usar de llavero), me dijo que
más), estaban los restos de otro mangrullo menos histórico, él ya no estaba para hacer esos botones, que las manos no le

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daban, y la vista. Se acordó de Rodríguez, el de Ranchos. Me con un ligero balanceo, según sus manifestaciones su nombre
acuerdo de estas cosas inútiles, para acordarme de que no fui y apellido era Marcos Bentos Sesmeao, pero por su caracterís-
por nada, al final. Ranchos está a unas ocho leguas y ahora tica personal lo llamaban “Quincón”, allá por el año 1923 en
hay colectivo; llegué y, casi sin darme cuenta, le conté a Ro- la estación Alegre mantuvo una discusión con un parroquiano
dríguez la historia de la manea. Apenas le nombré a Kincón, de apellido Páez, en tales circunstancias, éste le disparó seis
llamó al hermano; juntos, se acordaron con entusiasmo de él; tiros de un revólver a su contrincante Sesmeao, con tan mala
también se acordaron del comisario Clavijo, que era de Bel- puntería que ninguno de los proyectiles dieron en el blanco,
grano, pero estaba en Ranchos, y había trabajado con Carnei- pero los mismos hicieron impacto sobre un galpón de cinc
ro. Acepté los complicados lazos del destino; fui. perteneciente a la estación ferroviaria cuyos orificios todavía
Ahora evoco, apenas, la figura de Clavijo. Cuando nombré existen, después de haber efectuado los disparos Páez, su con-
a Kincón en la comisaría de Ranchos fue un coro de vigilan- trincante en forma muy serena le efectuó un disparo de revól-
tes, un amontonado vocerío de anécdotas. Hablamos largo. ver de una distancia aproximadamente de 40 m dando en el
Debo decir otra verdad: alguna vez colaboré, con una que otra blanco y causándole la muerte en forma instantánea, dicho
décima, en El Imparcial de Belgrano y hasta en La Prensa de disparo lo hizo con tan buena puntería que el proyectil se le
Buenos Aires. Alguna vez, también, pensé escribir un libro incrustó entre las cejas a Páez.
sobre Bentos Márquez Sesmeao. El tiempo, como diría el
Dante, pudo más que mi voz; gasté las horas en buscar la ma-
nera en Tácito, en sus interminables Anales; demasiada rique- —te volvimos a ver allá por el treinta, treintiuno, mejor di-
za, ya, para que a un pobre viejo de pueblo le fuera concedida, cho. Pasó por Villanueva, para el lado de Belgrano. Venía de
además, la gracia de escribir un libro. Ranchos. Ya era cabo, ya te habían puesto las tiras, Carneiro.
Al tiempo de ese viaje a Ranchos me llegó un sobre con Me acuerdo bien de ese día, porque era el primero del otoño.
algunas hojas; al pie de una de ellas, de la última, estaba el Era un otoño que venía despacio y las siestas quemaban, bajo
sello del comisario inspector Clavijo, su firma, una nota dis- el tinglado de la estación. En aquel tiempo la estación era
culpándose porque “mi profesión no es el periodismo”. Quie- todo: correo, hasta comisaría. El camino puro polvo y por ahí,
ro transcribir la primera parte, que él llamó: por el polvo empezamos a verte. Mejor dicho vimos alzarse la
tierra desde lejos, casi desde la curva de Ranchos, donde el
camino cruza las vías. Un viento tan despacioso como el oto-
1er. RELATO ño, tan así de lerdo pero seguro, pasaba como al descuido; me
acuerdo bien, porque era la hora del tren. También me acuer-
Al correr los años 1920 al 1923, más o menos, llegó a la do de un olor a paja húmeda, a lluvia vieja en los charcos. To-
estación Alegre correspondiente al Partido de General Paz dos esos olores que la lluvia parece matar, cuando asienta la
(Ranchos) un parroquiano de unos 35 años de edad; según sus tierra y que, cuando el sol vuelve y llena la siesta, parece que
manifestaciones, era oriundo del Brasil, este personaje tenía resucitaran. Hablo de esos olores porque cuando Carneiro
físicamente un parecido a los “chimpancés”, persona ésta de pasó todo lo que iba a quedar era un olor a nafta y a tierra, a
una estatura mediana, de mediano grosor, cutis negro, cabello motor recalentado y a aire recalentado. Era la hora del tren y
mate, sus extremidades (piernas) eran curvas, teniendo un ca- mirábamos para el lado de Ranchos, porque ya le habían dado
racterístico modo de caminar en virtud que al hacerlo lo hacía la salida. En ese tiempo nos íbamos a la estación, desde el

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campo, a veces por esperar las cartas que venían en el vagón de ra. Adelante, más suelta, a lo reina, una mujer que también
Villalonga, y a veces por puro gusto de ir, para ver qué gente pudimos pensar brasilera. Era uruguaya, y no zamba sino mu-
pasaba, qué forastero ponía el pie en Villanueva. Cuando vi- lata, después lo supimos; pero los cuatro brillaban igual, con
mos la polvareda de la curva creímos que era el tren y nos ex- ese brillo que ya le habíamos visto a este Bentos Márquez Ses-
trañó que el ruido no se adelantara, como siempre, en el meao en las cosechas, cuando le pegaba con todo el sol. Yo
temblor de las vías. Pero dobló, el polvo; se alejó un poco de la estaba al final de la fila y me saludaste. Adiós Don Barrios,
línea de las vías y vino por el camino, el montón de polvo. Nos me dijiste. Barri, te dije. Barri. Pero ya no escuchabas. Tenías
quedamos mirando y a los quince, a los veinte minutos, cuan- puesto el uniforme y parecía que te hubiesen lustrado las tiras
do faltaban unas dos cuadras, con tener buena vista uno podía de cabo. Aceleraste y el Ford a bigotes pegó un salto; uno de
saber quién era el que venía en el forcito, a los tirones y dere- los chicos alcanzó a manotear la jaula, que se caía. Pero los
cho como quien monta un reservado duro de boca. Los que no que te conocíamos ya recordábamos que habías entrado en la
lo habían visto antes, los que no se lo acordaban fueron los policía de Ranchos, y todo lo que habías hecho. Porque para
primeros en reírse; porque antes, para quienes lo conocíamos, algo todos estos pueblos son un solo pueblo y para algo vos
vino la sorpresa. Entre el polvo, el forcito venía a los empujo- eras el único negro legítimo que teníamos por estos lados.
nes, igual que el carrito del loco Fuentes, aquel hijo de la
Baguala que mataron en el cincuentaicinco, acuerdensé. El sol
le pegaba en los paragolpes y lo hacía brillar entre la tierra. El Sábado 15
vidrio de adelante venía levantado y atrás venía Carneiro. No
mirabas por el vidrio; desde ese día, mientras tuviste el forci- Temprano salimos de Aragarsas y a las 9.30 llegamos al
to, te vimos manejar con la cabeza al costado del vidrio, aso- puesto Leonardo. Muchos indios nos estaban esperando; se
mándote para mirar. Por eso nunca tuviste que limpiar el adelantaron, efusivos, al reconocer a los doctores Noel y San-
vidrio delantero, negro bruto. Sacabas la cabeza como una der. Pensé que el viaje, así, iba a ser fácil, como una larga
tortuga ladeada, y ahí dabas más risa que nunca, Carneiro. No fiesta entre altos árboles y todos los indios del Alto Xingú es-
paró, a pesar de que le hicimos una fila a los costados del ca- perándonos a lo largo de los ríos para darnos la bienvenida.
mino. El forcito enfiló por entre nosotros y ahí estaba Kin- Pero cuando se lo dije, por la noche, al doctor Noel, él se li-
cón, ahí estabas, tan duro, tan callado como siempre, como si mitó a hacer un gesto con los labios y, como atajándome, ade-
vinieras hablando con el motor. Yo estaba al final de la fila y lantó una mano. “Cosas veredes, Sancho”, me dijo.
me vio. Traía pasajeros y los trapos, dele volarse al viento.
Una jaula, cajas de zapatos, una mesa de luz atada en el último (más tarde)
asiento, y sobre la mesa de luz iban sentados dos negritos que
hubieran podido ser sus hijos, y que pasaron por sus hijos para Después de asombrarse a cada rato en esta vasta catedral de
los que no sabían. Chiquitos, una sola mota y un solo color a verdes, que suenan como si un solo pájaro, un solo animal po-
tierra parda, a negro de auto gastado; chiquitos, como una deroso los alentara desde el fondo con un único y parejo grito,
miniatura del que manejaba, de Carneiro; derechitos y con decidí organizar mi trabajo. Dejé la carpeta preparada, los lá-
miedo de caerse, como él. Uno, el más vivo, tenía un cepillo pices. Lo malo es no haber traído colores, toda clase de colo-
de piso agarrado por la parte de abajo, al revés, y hacía como res para probarme en la imitación (apenas en la imitación) de
que manejaba; era igual a Carneiro, su más perfecta caricatu- los azules siniestros, de los amarillos que el sol inventa contra

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las chozas, del callado marrón que se alarga en la tierra bajo los cien metros hasta la tranquerita y después las cuadras hasta el
árboles. Por la noche salimos a pasear en la canoa con el doctor Manantiales. Don Tomás decía que lo bueno que tenía el
Barbosa y dos indios. Al frente iba uno de ellos con el arco y el campo era que no cambiaba, como decía su padre, el viejo
arpón. El otro, atrás, remaba, lento, y la canoa iba en silencio, Healy. Don Tomás decía porque era eterno, así siempre igual,
sin turbar a los peces. La luna, limpia, entera, caía en el agua y como un hombre que no muriera y pudiera ver todas las cosas.
subía hacia los ojos, como una luz en un espejo; pero el indio Pero el viejo Healy, su padre, decía que uno podía acostarse a
abría apenas una línea en el agua con la punta de su flecha bus- dormir por cincuenta años, que cuando volvía era lo mismo, lo
cando una presa, y cuando queríamos darnos cuenta, sin un único que el campo valía más. Que era mejor que los dólares y
movimiento, una raya, un pintado, aleteaban clavados en el los negocios de maquinaria, aparte que no daba dolores de ca-
aire, pugnaban por sobrevivir aun después de que el brazo tenso beza. Son cosas que yo sé más que Miranda, y una vez le tuve
del indio los hubiera alzado, brillantes, como un metal tenso en que decir que no hiciera fuego con los palos del mirador por-
el aire. Volvimos a las dos de la mañana y yo miré el botín que que eran históricos. Histo, qué. Me dijo. Y yo lo miré sin de-
habíamos arrancado al río; con la luna, las aletas que aún se cir nada, porque a veces es difícil tratar con estos peones o
movían, los ojos extraños, hechos para otra luz, me hicieron explicarles lo que uno entiende. Claro que él no estuvo con
acordar de tus sustos, alguna noche, Adelina, junto a la laguna Don Tomás ni fue cabo de la policía, como uno. Aparte que
en silencio. Me estremecí; hay algo sombrío en todo esto, algo uno también es extranjero, aunque no sea inglés. Así que él no
como cuando El Salado pasa barroso y uno sabe que en los ma- sabe que desde su casa hasta la tranquera hay justo cien me-
torrales que boyan vienen, desde muy arriba, animales que qui- tros. Ahora lo que no sé es si el corral está a lo mismo, pero
zá nunca vimos, serpientes. Da miedo. más o menos. Así empieza lo de los perros, con lo oscuro. Mi-
randa va para el lado del corral y siempre pasa lo mismo.
Cuando empieza a caminar echa sombra y la sombra va por
Da miedo, miedo. Eso sí lo entiendo, que hay cosas que los cardos y las espinas. Pero cuando se escucha el relincho del
dan miedo. Yo me sé casi de memoria esas cosas que escribió tobiano uno se da cuenta de que Miranda echó todo lo que
Don Tomás. Claro que más las palabras que entender, porque podía de sombra, porque ya no se ve. Entonces largan los gri-
Don Tomás era muy leído. Podría decir mil veces lo que él llos y empieza el circo en los charcos. Hay como un tiempo
escribió sin errarle una palabra. Me lo sé tan de memoria corto de callarse que es cuando Miranda ya soltó el tobiano y
como eso de cómo empieza a venir lo oscuro o cuántos metros se vuelve. Pero cuando Miranda le pone el alcohol al sol de
hay de la tranquerita que clausuré hasta la casa de Miranda y noche y arrima el fósforo aparece la primera lucecita y del otro
así calcular cuánto hay desde lo de Miranda al pueblo. El pue- lado, del pueblo, viene el primer ladrido, que siempre parece
blo una vez se llamó El Salado pero yo llegué con Don Tomás el mismo, de lo puntual. Es un ladrido solo y a veces como
cuando ya se llamaba Belgrano, pero por poco. Y en el puesto pelota que rebota y rebota hasta llegar a que yo lo escuche y
de Miranda todavía duran los palos de ese bichero de cuando otras no. Otras veces viene de golpe, como tiro de escopeta.
los indios. Don Tomás decía que en algunos de los libros de la Así de golpe y entrador que si no da miedo, por la costumbre,
historia nombraban ese mirador y decían una distancia equis a lo menos mete en el cuerpo algo raro, un frío. A mí me gus-
que estaba del lugar del Manantiales, donde antes había una tan los ruidos. Me gusta cómo empiezan a cruzar y a venir por
balsa y ahora hay un puente que así se llama. Y entonces ahí el campo como mandados. Porque enseguida contesta el perro
me acuerdo que para ver si estaba bien le calculó primero los de Miranda y el del pueblo vuelve a contestar y el de Miranda

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vuelve a contestar y el del pueblo vuelve a volver a contestar y de mañana, o el amanecer de un día de éstos), y corra al pueblo,
de golpe hay como un redondel de ruidos que va a durar largo. con los ojos agrandados del susto y esa rara alegría de quienes
Claro que al rato uno ni lo siente, de lo acostumbrado. Que salen de la muerte, para contar que ha matado a Kincón.
eso es lo que tienen las cosas, tirando a viejo. Que si no se para
la oreja no se escucha nada, de tanto que sabe uno escuchar lo
mismo siempre, y así con todo. Con lo de escuchar y con lo de Está muerto. Hace un rato berreaba como los chanchos,
tomar y con lo de oler y con lo de mirar, que no hay una nove- por lo menos antes de la siesta. Así de colorado como una
dad así de chiquita ni nada nuevo ni nada. Algo de eso era lo brasa de tanto darle con ese ruido que era el único que le co-
que decía Don Tomás, creo, del campo. Pero a él le gustaba. nocía. Se le ponían los ojos color de tierra de tanto chillar y
Que era como una persona que nunca muere ni nunca morirá hacerle fuerza al lloro que ya no le salía. La Felisa decía que
y ve todas las cosas todo el tiempo, el campo. Eso decía Don era de capricho porque lo alzaran, pero ahora yo creo que el
Tomás, me acuerdo bien. Me lo acuerdo tan de memoria capricho era de ella, de la misma Felisa. Si no, cómo no darse
como los ruidos y estoy acostumbrado a esas hojas del cuader- cuenta de que se le iba a morir.
no de Don Tomás lo mismo que con los ruidos, que uno se Yo no sé si salía a mí o a quién salía, porque de tanto y
acostumbra antes que el sol de noche de Miranda esté prendi- tanto llorar desde que nació era puro colorado y difícil de sa-
do del todo. Y cuando se prende el farol la casa de Miranda es berle el color. Pero yo no hice más que levantarme de la siesta
como un agujero en el medio del campo y dan ganas de tirar y ahí estaba, todo ya blanco en el patio. Así que nada más
cosas. Palos y cosas, a embocar. pude verlo y me vine al pueblo. Si estuviera Don Tomás bas-
taría con ir hasta el Negrete, pero ya hace tiempo que Don
Tomás se pegó el tiro. Así que lo único que hice fue taparlo
Ese que está ahí, ese que usted ve a unos cien metros, recor- un poco y subirle sobre unas piedras el cuero donde estaba
tado contra la pared, borroso en la media luz del crepúsculo es tirado, para que no le anduvieran por encima las hormigas. Ni
el hombre que usted va a matar dentro de poco. Se llama Ben- le dije nada a la Felisa, porque para mí ya lo sabía, pero pensa-
tos Márquez Sesmeao, o Marcos Bentos Sesmeao, y tiene se- ba que no se le podía hacer. Así que me vine al pueblo.
tenta, tal vez ochenta años. Llegó al pueblo muchos años antes Hacía calor, y eso es jodido porque con esto del camino al
de que usted naciera; su nombre, ese nombre largo y solemne, cementerio ya han bajado todas las plantas y ni así de sombra,
se le fue perdiendo con el tiempo. Su historia, mucho más larga comisario, ni así de sombra. Andaba un poco y me paraba y
y mucho menos solemne, quizás empiece a volver cuando usted andaba otro poco y me paraba y así. En el boliche de Archile
le haya clavado la última puñalada. O tal vez después, cuando me paré por unas copas pero no dije nada, total ellos en qué
usted limpie su cuchillo en el pasto (no por indiferencia sino me podían ayudar, digo yo. Ellos no usan cajones a no ser los
por miedo, por sacarse de encima las marcas del terror, la ca- de cerveza, y ahí adentro no debe ser muy cómodo para nadie,
liente sangre que verá bailotear durante más de media hora en- por chico que se sea, con eso de que está lleno de cuadraditos
frente suyo, enloquecida en las venas, más fuerte que las venas de las botellas. Y ya que había llorado tanto, que descansara
que la contienen, más perdurable que la carne oscura cuya dan- en paz. Eso pensé yo.
za usted no va a poder olvidar, porque así como lo está viendo Así que me tomé una o dos, y una sola vuelta al truco, que
ahora quieto contra la pared lo va a ver dentro de poco hacer para truco andaba. Y me le animé otra vez al calor y me vine al
imposibles piruetas hasta agrandar este mismo crepúsculo, o el pueblo. Ya llegando se hacía mejor, por la sombra de las casas,

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y me vine recostando hasta el centro. Si no entré fue nada más El guachito estaba campante en el patio y hasta me pareció
para no ponerlo triste, y porque acá en la comisaría no venden brujería, de lo natural que estaba, y lo tan a punto de empezar
cajones, que yo sepa, que si no ya sabe lo que yo lo aprecio, a berrear de nuevo. De lejos lo vi a lo largo en el cuero y calcu-
comisario, y le confío. Por eso me fui derecho para donde Vi- lé si le iba bien el cajón, pero le fue.
cente, que es loco y todo y borracho y todo pero nunca me Primero se lo medí tapándolo con el cajón y le faltaba un
faltó. Hasta un día le regalé un perrito que encontré tirado y poco en la cabeza, pero con doblarlo ya estaba. Así nomás lo
los chicos me lo agradecen siempre. Para ahí me fui. acomodé con doblarle una patita y quedó como en cuna de
Entonces le pedí un cajón de frutas y primero me dio uno oro. Menos mal, porque si no, me lo traía así nomás.
de manzanas pero me pareció muy alto y que le iba a tener que Busqué una arpillera y unos clavos, porque la tapa que me
bajar algunas tablas, justo con el calor. Pensé mejor uno más había traído no iba a andarle, y parecía como engordado. Se-
justo de la medida y le dije y él que sí pero que para qué. Pero guro que con el aire que largaba dando esos berridos nunca le
tampoco le dije y le pedí uno de uvas. Estuvo atento y vació habíamos visto la verdadera altura de acostado. Pero antes de
uno. Usté sabe que los de uva tienen una sola tabla y son cha- clavarlo la llamé a la Felisa por si quería verlo. Ella se presen-
tos y de lo mejor. Lo único que pensé en la medida del largo tó y en cuanto lloró la volví adentro. Terminaba uno para que
pero me acordé que era tan chiquito, después de haber berrea- llorara la otra y eso no podía ser. Demasiada tristeza me venía
do como chancho en el medio del patio. a mí, y el calor.
Así que me fui volviendo y pensando que la Felisa ya se Así que me vine al pueblo, de nuevo, y usté dirá a qué y lo
habría despertado y estaría lavándolo o algo de eso. Pensar que le cuento no me lo va a creer. Me paré en un boliche, y
que jodía tanto todos los días, apenas un boyito de carne y dos tragos, y esta vez dos partidos, porque lo principal ya es-
tanta voz, dele colorado y joder. Por ahí la Felisa lo estaba taba. Después me vine otra vez, recostando, y creamé si le
vistiendo para el viaje, se me hizo, y eso sí que no, porque digo que algo pesaba el cajón. En el boliche dije que eran unas
mejor que se fuera desnudo, aparte que la ropa podía servir. cosas para usté, y nadie preguntó más. Así lo respetan a usté,
Vaya uno a saber. comisario, como ya verá. Ahí empezó una garúa finita pero
Me acuerdo que todavía me bajaba bien el sol, por este jodida y crucé el pueblo lo antes que pude, en vez de entrar en
lado de la cara. Así que con el cajón al hombro me lo puse de la cancha de pelotas a darme ánimos con unas copas. Que ya
aquí y más o menos me iba protegido del sol. Claro que cuan- empezaba la tristeza y las ganas de pelear.
do pasé ahí al costado tuve ganas de entrar para avisarle, pero Me crucé la plaza con el cajoncito y ya vi que salían las viejas
mejor no por esto del calor. Cuando pasé por el boliche no de la novena y me apuré. El cura estaba cerrando la puerta y me
dije nada y tampoco me prendí al truco porque quería tener vio venir pero se hizo el que no. Vea, padre, le dije, vengo a que
tiempo para que me lo bendijeran, aunque hubiera berreado y me lo bendiga. Pero no alcancé porque él dijo que mañana, y la
berreado todos los días. Pero a los angelitos no hay que tener- lluvia, y que iba a ensuciar todo. Me vine con la lluvia por el
les rencor, comisario, y seguro que usté piensa igual. De ahí medio del pueblo y ahí está toda empapada la arpillera. Yo
me apuré y eso es lo que uno no sabe, con el calor. Si correr pienso que si el cura no quiso bendecírmelo no debe ser tan
para que el sol no lo achicharrone o irse despacio para no su- importante, después de todo. Aparte, qué pecados puede tener
dar como chivo. Así que caminaba un poco ligero y después una cosita así, nada más que lo de joder y joder.
me sentaba un poco con el cajón en la cabeza, para refrescar. Así que ahora me lo llevo. Pero antes quise parar por acá, a
Así nomás pasé el cementerio y así llegué. avisarle. Está en el patio y menos mal que ya no hay peligro de

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que se ahogue, con la lluvia. Y pensar que jodía tanto con eso tamente, como al ritmo de un tambor que creciera y creciera
de llorar y llorar. Ahí lo tengo y ahora me lo llevo, pero antes escondido en algún lugar de tu cuerpo. Una pelea que le con-
quise entrar y avisarle, así me dice que si me corresponde taron después a aquel tipo, al caudillo, o juez de paz, o lo que
franco, como dice el reglamento para cuando se muere un fa- sea, impresionados. Lo soltaron a condición de que se engan-
miliar de uno. Y si son dos días o tres. chase, y él dijo que sí, que mejor un puesto seguro. Pero no
era el puesto seguro, Carneiro; era la libertad, Bentos. No era
el sueldo, inferior a lo que ganabas en las cosechas; eran el
O el: revólver, el garrote, los ladrones por perseguir, todo lo que te
dejaría ejercitar tu antiguo deseo de soltarte, de pegar, de to-
2do. RELATO das esas cosas que nos hacen sentir miedo, ahora, nada más
que con ver a un vigilante de provincia acodado en el mostra-
En otra ocasión, el mencionado “Sesmeao” en horas casi al dor de un bar, silencioso, reclutado para eso, para el silencio y
anochecer, se encontraba conversando con el auxiliar de la es- el resentimiento, para todo eso que termina (cuando termina,
tación Alegre, cuando en forma imprevista fue rodeado por cuando se sabe algo, una vez entre mil) con titulares en los
seis parroquianos, los cuales invitaron a “Sesmeao” a pelear y diarios hablando de apremios ilegales, en días en que los co-
éste, que tenía dotes de matón, les aceptó el desafío saliendo misarios declaran no haber estado de guardia o algo así. No se
hacia fuera del andén de la estación ferroviaria, en esa oportu- sabe mucho de esa época; apenas que fue a Loma Verde. Fuis-
nidad “Sesmeao” tenía solamente un rebenque y un poncho te a Loma Verde y ahí ya solucionaste el primer caso, un robo.
para su defensa, sus atacantes le efectuaron varios disparos de Tenías un instinto raro para seguir las huellas. Decían que
revólver y “Sesmeao” se defendía con su poncho y haciendo podías seguir un olor, como los perros, contra toda distancia.
uso de su agilidad monística, efectuaba saltos y piruetas, sien- Yo también lo creía, lo juro, y más cuando vino por estos la-
do solamente alcanzado por un disparo en el brazo. dos, cuando volvió. Un hombre con miedo, tal vez, un hom-
bre que escapaba, tal vez, soltaba algo, un olor, algo que
quedaba en el aire y que vos percibías sin darte cuenta, obede-
—y esto es lo que sabíamos, lo que nos había ido llegando. ciendo a leyes que ni el mismo Don Tomás, que te trajo, que
Primero que de una pelea, en un boliche, había pasado a ser estuvo en la selva de donde te trajo, podría conocer. Algo ani-
policía, allá en Ranchos. Por ese tiempo había un tipo, en mal, algo que daba miedo, como aquella noche, tan bestial
Ranchos, casado con una maestra, que había llegado a ser que dabas miedo, Kincón. Así con los ladrones y por Loma
como caudillo, y dos por tres, alcalde. El hombre trataba de Verde, me acuerdo que se acordaban. Y el hombre aquel lo
nombrar él mismo a todos los policías, para manejarlos. En- mandó y el hombre aquel lo trajo a Ranchos y fue alcalde y te
tonces hubo una pelea, en el veinte, o más, una pelea del mon- mandó a Alegre, el pueblo más triste que conocí en mi puta
tón donde a Carneiro le vieron ese modo de pelear que tenía, vida. Debe haber sido ésa la época en que te casaste o te jun-
ese modo callado, ese modo de no putear y dar vueltas, sim- taste con la mujer que te acompañaba aquel día en el forcito:
plemente dar vueltas y más vueltas alrededor del otro (o a lo con ella y con los dos hijos que tenía. Cómo se unieron, cómo
mejor no, a lo mejor es como yo digo y atacabas de golpe y ese fue que ella se juntó con vos, del único modo en que pudimos
estilo te vino después) primero despacio, como un paso de explicarlo fue por el lado de la sangre, del color, de las cosas
baile, despacio, despacio, como un bicho, hasta aumentar len- que ella habrá sentido alguna vez, viéndote pelear, moverte

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con ese modo tuyo de moverte, con ese modo torpe pero a la en las que el cuchillero dibuja con los cuchillos una mujer, con
vez seguro de moverte. Porque eras rápido en las peleas, como la mujer adentro. Todavía no tenías el estilo de después, o
una pantera, como un tigre y no como un mono (no como uno siempre tuviste dos estilos. Esta vez te estabas quieto, con la
piensa que es un mono en una pelea, por lo menos), Kincón. luz del crepúsculo, se dan cuenta, que lo definía, lo recortaba
Dicen que en Alegre la discusión empezó por los chicos, que para cualquier bala. Pero también le alumbraba la cara, te cae-
la maestra de los chicos de la mulata era la mujer del tipo ese, ría sobre la cara oscura y las manos quietas y los ojos que pare-
de Almada, el que te había hecho entrar en la policía, y el cían hacer vista, como los arqueros de fútbol; mirar, apenas,
juez, o el alcalde. Y que ellos también tenían hijos chicos y buscar la dirección de la bala o tal vez el ruido, previendo el
que los de ustedes, los de tu mujer, los de la mujer del Negro lugar de donde vendría el ruido del choque en el mismo mo-
este, se pelearon con los otros y les descuartizaron un canario mento en que oías el ruido del disparo, apresando esa infini-
y se lo volvieron a dejar en la jaula. Eso creo que decían, pero tesimal, in-fi-ni-te-si-mal fracción de segundo que nadie
no estoy seguro; a lo mejor me confundo y eso pasó después, apresa, sin inmutarse cuando las otras balas, cuatro, pegaban
en otro lado. Lo que sé es que uno de los hijos de ese Almada en la chapa, una en los vidrios, con espacios que al otro, no a
(¿o era Páez?) era grande, como de dieciocho. Pero debe ha- él, no a vos, Kincón, le deben haber parecido horas, después
ber sido algo de un robo, tal vez, o por ahí se te antojó reto- de apuntar (el otro) cuidadosamente, llevar el dedo hasta esa
barte, nomás. La cosa es que se pelearon y pasó aquello, una pequeña zanjita del gatillo, ponerte una vez más en la mira,
noche, como a dos años. Fue de verlo, dicen. Él te mandó al tirar, escuchar el ruido de las chapas (el segundo ruido, el rui-
pibe. Andá, le dijo, y le dio un treintaiocho. Carneiro estaba do del segundo tiro en el vidrio), sentir la mano caliente y,
en la estación de Alegre, en el galpón de encomiendas, que después del humo (si es que hay humo, y si no después de haber
hacía las veces de destacamento. Otros cuentan que todavía cerrado los ojos, como si así fuera a atajar la bala, las balas),
no eras policía, que Páez era simplemente un tal Páez, medio verte a vos ahí, verlo a este negro de mierda ahí, parado, como
matón, que ese Almada te hizo policía después. Vivías con la un fantasma, como una estatua, como absolutamente nada en el
mulata, en uno de los vagones; y con los hijos de ella, que mundo. Seis veces, dicen, y entonces vos desenfundaste. Ahora
andá a saber qué cruza eran. Fue a la noche, casi. Habrá sido tiro yo, dijiste —dice don Barrios.
un verano, Carneiro; habrá habido un maizal exaltado por el —Ahora te voy a enseñar cómo se tira, le dije —digo.
último sol, muy cerca, como un incendio. La noche todavía a —Y le agujereaste un pulmón. Murió a los veinte años
ras de los durmientes, después del único tren del día. El pibe pero de eso, de que le agujereaste un pulmón.
fue; ahora ya no sabemos si era un pibe y tampoco sabemos si
temblaba. Tratá de acordarte cómo lo viste venir, porque no
creo que se te haya borrado tanto todo eso, Carneiro. Tiró, al O el:
principio, de lejos; después, de cerca. Vos lo viste venir desde
atrás de los vidrios, seguro, donde te viste a vos mismo contra 3er. RELATO
la primera oscuridad y contra los galpones de Alegre, y al fon-
do el pibe levantando el revólver que le pesaba en la mano y al En otra ocasión, al correr el año 1925, una comisión poli-
lado tuyo el ruido de la primera chapa agujereada, en el techo. cial de la comisaría de General Paz (Ranchos) tenía la orden
Apagaste el farol, cuentan. A la segunda bala, estabas afuera. de la superioridad de aprehenderlo, dicha comisión policial se
Pareció, debe haber parecido, una de esas funciones de circo llegó hasta el rancho de “Sesmeao”, en horas de la noche, gol-

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peando las puertas los policías le dieron la orden de arresto esta oportunidad que fue sacado de tal difícil trance por el
pero éste, muy engañoso y hábil, fugó por la ventana sin ser dueño del boliche, el cual encañonó con un arma de fuego a
visto por la autoridad policial, después de esperar 1-2 horas y los atacantes del cabo “Sesmeao”, ya librado de la situación
no tener respuesta del interior del rancho, optaron por derri- difícil que había permanecido, el cabo “Sesmeao” salió para
bar la puerta del mencionado rancho entrando en el interior afuera del boliche y siempre haciendo ver sus dotes de guapo
del mismo con sus armas en las manos, se encontraron con la efectuó varios tiros con su arma reglamentaria, ocasionando
novedad que el escurridizo “Sesmeao” había desaparecido. una confusión, entre los parroquianos, algunos de los mismos
completamente asustados salieron del negocio corriendo,
montando algunos en sus cabalgaduras y otros en carruaje sin
y el: acordarse que los equinos se encontraban atados en el palen-
que, haciendo unos esfuerzos, en forma desesperada a fines de
4to. RELATO salir disparando del lugar.

Siendo más o menos entre los años 1938 al 1939, Marcos


Bentos Sesmeao entró como agente de la policía en la locali- Aquella madrugada de un febrero de fines del siglo pasado,
dad de General Belgrano, en su vida policial era una persona al inglés que dormía al costado del galpón, en “La Chumbea-
muy respetuosa, ante sus superiores, con éstos cumplidor, da”, lo despertó un chajá. El grito había rodado por un rato,
siendo una persona de carácter recio, para los individuos que muy cerca, hasta que lo tocó, como una mano que lo alzara del
les gustaba vivir al margen de la ley, era un hombre muy du- hombro. Se levantó, se sentó con los ojos todavía cerrados y
cho a los fines de investigar algún delito que su autor preten- ese ruido repentino y monótono sonando en la cabeza. En las
día se quedara impune, por cuanto el agente “Sesmeao” manos ya sentía la tierra, el polvo del verano que algún viento
vistiendo de civil se ocultaba en la oscuridad y en algunas oca- había amontonado contra las mantas. El hombre miró a la
siones se trepaba sobre un árbol coposo cercano donde man- casa, un gran bulto oscuro que se alargaba a unos cien metros.
tenían reuniones algunas personas catalogadas como de mal Un perro vino a lamerle la mano. El hombre miraba la casa y
vivir, a los fines de esa forma poder escuchar alguna conversa- sentía en la mano esa humedad áspera de la lengua del perro,
ción sobre los delitos que investigaba y poderlo aprehender a con la misma aceptación, con la misma consciente indiferen-
él y a los autores del hecho, por sus dotes ya mencionadas, la cia con la que antes había sentido el polvo, la tierra suelta. La
superioridad dispuso su ascenso al grado inmediato superior luna endurecía el campo con una claridad incansable. A esa
(cabo), posteriormente los habitantes de este pueblo lo habían luz, los árboles parecían nacer una y otra vez, como lanzas ti-
bautizado con el apodo (el cabo negro). En una oportunidad radas al cielo. A esa luz, en el costado más frondoso de la casa,
que se realizaban unas carreras cuadreras en un almacén deno- algo brilló.
minado “La Francesa”, sito en el cuartel primero de este par- Vio el brillo; oyó el grito prepotente de uno de los teros del
tido se encontraba de servicio el cabo “Sesmeao”, el cual había parque. El hombre era inglés pero había sido marinero y con
ingerido algunas copas de bebida alcohólica teniendo un al- los años había aprendido que las señales de ciertas tierras no
tercado verbal con algunos de los parroquianos, los cuales difieren de las señales del mar. Había aprendido a reemplazar
aprovechando la oportunidad de que el cabo “Sesmeao” se en- el color cambiante del agua por el color de los juncos de la
contraba medio beodo, trataron de degollarlo siendo en laguna seca; podía mirar hacia qué lado se inclinaba el pasto y

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descifrar como antes el significado de las nubes; podía reem- que yo muestro; al que muestra el dibujo), tiene la cara comi-
plazar el vuelo de una gaviota por el brusco bramido del chajá da. En la mañana miré los dibujos; tuve la misma sensación
que lo despertó. Un reflejo, en medio de los árboles, era lo que había tenido al mirar los monstruosos, aleteantes peces
mismo acá, en la estancia, que en el barco, por lo más alto del arrancados del río. Me preocupa, sobre todo, ese perfil; yo sé
mar. Nada había cambiado en el campo dormido, pero se le- que del otro lado tiene la mitad del rostro comido hasta el
vantó. hueso, y casi puedo sentirlo al mirarlo, pero no creo que otros
Estaba doblando el encerado (ese poncho de goma que ha- lo puedan sentir. Pasó la mañana; al mediodía almorzamos
bía traído del barco, que no era muy distinto del de los reseros arroz con carne de paca. Después hice amistad con la gente
criollos) cuando ese punto, ese reflejo, volvió a crecer y a mo- que trabaja en el parque. Hay uno de ellos, Domingo; es un
rir. Miró al cielo y ya caminaba; el campo mojado subía por la mulato de unos treinta años, ágil, huesudo y de ojos negros y
caña de sus botas. El día anterior había sido domingo; por la fieros que se mueven con rara rigidez. Cuando estamos en
tarde, había llegado hasta El Salado. Al atardecer entraba en grupo permanece silencioso; tendido en su red, nos escucha
el prostíbulo y en el crepúsculo salía, casi sin sentir el manso y meciéndose levemente. A veces detiene el cigarro en la boca,
repetido alivio semanal. En el mismo crepúsculo del domingo mira el humo y lo sigue hasta el techo, la mano en el estóma-
entraba en esa cueva del alcohol de la que ahora salía, sin sa- go. Solos, he buscado un pretexto para hablarle. Me mira; en-
ber (como todos los lunes, sin saber) cómo había llegado, tre la despareja barba, ese diente de oro es la primera, la única
cómo había soltado el caballo y había acomodado las mantas. señal de su sonrisa.
Recordaba, apenas (como todos los lunes: apenas), que su úl- Empezó contándome historias graciosas. Después dijo:
timo pensamiento había sido dormir afuera, porque en el gal- “Cuando vinimos a la selva”. “Cuando vinieron con quién”, le
pón estaban los ronquidos de los otros y estaba el mismo olor dije. “Con el otro.” “De dónde.” “De allá, de la ciudad”, me
que él sentía en la boca y estaba el calor. Entre los árboles ya dice. “Y el otro —digo, o pregunto— siguió viaje.” “Los dos
más cercanos el tero, como sofocado, volvió a gritar. Eran las —da una pitada larga, como para ocultarse, pero el relumbrón
tres de la mañana según el color del cielo, según las luces que del cigarro desbarata el humo, la pobre tiniebla, bucea en su
faltaban a la casa y a los puestos lejanos, según el silencio que cara despiadadamente y le descubre los huesos salientes, las
se empecinaba sobre los peones en el galpón. mejillas arrasadas por la barba, la sonrisa que es como una flor
pavorosa en su cara—, los dos seguimos viaje.” “Lejos”, arries-
go. “Lejos —dice—, muy arriba, muy en el Alto Xingú.” “¿A
Domingo 16 cuánto?” “A unos diez días, depende.” “Depende, ¿de qué?”
“De cómo se venga —dice—, en canoa, por el río, como van
Dormí muy mal. A eso de las tres de la mañana, con un ustedes, o por el medio del mato, a pie.” “¿Y el otro?”, digo.
saco de lana y cubierto por una manta, no podía soportar este Me mira; da otra pitada larga y pasan uno, tal vez dos minutos
frío húmedo que parece golpear en bocanadas, muy hondo. en los que parece diluirse, retroceder en el tiempo, soñar o
“Por la noche —me divertí pensando— los polos se acercan al viajar en otro espacio. Cuando habla, no habla contestando a
centro de la Tierra, acá en el Mato Grosso.” Me levanté para mi pregunta, o por lo menos no habla para mí.
tomar café; alisté una lámpara y me puse a trabajar. No podría “Lo alcanzaron —dice—. En la mitad lo alcanzaron. Está
decir bien en qué: esbozos disparatados, líneas grotescas, el a unos siete días de aquí. Lo encontraron las burdunas y ahí
perfil de un hombre que, del otro lado (del lado opuesto al quedó.”

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Afuera, los indios del Alto Xingú se preparan para home- Se le fue de atrás, vigilándolo. El mulato estaba casi en cucli-
najear a sus muertos; faltan pocos días para el ceremonial y llas, cerca de la ventana. La ventana —ahora lo advertía— de la
constantemente llegan a la aldea para asistir al Kuarup. Pero hija del patrón. El negro estaba ahí, como una estatua; habría
el mulato Domingo no escucha; los ojos se le mueven como permanecido en la oscuridad, hasta que le dieran confianza el
asustados en la oscuridad y pita una sola vez, lentamente, casi silencio, la paciencia inmutable de esa misma luna que ahora lo
con desesperación. recortaba tranquilo, ignorante de que alguien —ese hombre,
justo ese hombre— lo veía espiar a la muchacha. La muchacha
dormiría destapada, confiando ella también, ahí nomás, a un
Se agachó, entonces, y apretó el hocico del perro, para ta- paso del negro asomado a la ventana abierta. El hombre que ha-
par el ruido de sus dientes. El tero volvió a gritar y ya no supo bía sido despertado por el chajá pisó fuerte y la casa se acercó a él
si era por su presencia o por la otra, la que había descubierto y el mulato, la cara del mulato también.
al ver ese reflejo entre los árboles.
No quiso pensar, como no había querido pensar al desper-
tarse, de qué se trataba. El perro soltaba un leve, cariñoso que- Domingo 16
jido. El hombre le habló; bajito, casi por señas, habló al animal.
Cuando dio el otro paso ya no necesitó mirarlo para saber que (más tarde)
el perro quedaba ahí, detrás suyo, atento, con las orejas paradas
pero quieto, aplastado al suelo mojado por el rocío. El sol bajaba cuando llegaron los indios Moinacos; venían
Lo sorprendió la blancura que rodeaba la casa, la claridad. en fila, trayendo todas sus pertenencias y su familia. Desde la
Primero pensó que la luna se había destapado, pero no hacía barranca del puesto los vi venir en dirección al río; avanzaban
falta levantar los ojos para saber que la luna seguía igual, en el en silencio y las mujeres, ondulantes, mecían en la cabeza las
centro, clavada y enorme, como desde toda la noche. Era la casa cestas de mandioca. Yo miraba, callado, fumando, el grupo
blanca, las paredes blancas y peladas —separadas de la línea de alargado que reptaba hacia el agua; el sol quería vivir, aún, en
árboles por esa otra línea de muñones de árboles cortados dos o el destello cobrizo de los cuerpos que emergían de la selva, en
tres años atrás, muñones uniformes y fantasmales, parejos en la las caderas tirantes de las indias más jóvenes. Había algo ocul-
noche que abolía la complicada arquitectura de sus raíces—, era to, sin embargo, en esa lenta, rítmica marcha: venían encerra-
la casa chata y blanca la que se alumbraba a sí misma. dos en sí mismos, adelantándose al ceremonial de los muertos.
Dio otro paso. Dejó resbalar la vista a lo largo de las pare- En eso pensaba cuando me sorprendió una voz.
des, y a lo ancho. Tanteaba con los ojos desde los treinta me- “Traen a sus muertos a cuestas”, dijo Domingo, a mis es-
tros que lo separaban de la casa. Al principio no vio nada: la paldas, y fue como si lo hubiese dicho yo mismo. Él fumaba;
sombra de una rama, la sombra de los pinos más altos inscrip- su diente de oro, más que su mano, señalaba los cestos que
tos por la luna en los ladrillos encalados. Después —y tal vez subían y bajaban en la cabeza de las indias.
no vio, sintió—, una sombra, que no estaba conforme con “El bejuí —dijo—, lo hacen con mandioca y hace caminar
todo el conjunto, un bulto inmóvil junto a la ventana. Se tocó días.”
el revólver, que llevaba como todos llevaban el cuchillo, atrás “¿Comida?”, pregunté. “Bejuí —insistió, pero asentía con
y a la derecha. La sombra se movió un poco y entonces vio la la cabeza—, bejuí. Si lo hubiéramos tenido, él no se hubiese
cabeza del mulato. quedado allá.”

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Por la noche, en el barranco, mientras se contaban histo- iba a quedar arroz, porque seguían llegando indios para el
rias, antiguas e impresionantes historias del mato, Domingo Kuarup. Pensé pescar entre trazo y trazo, en la canoa. El her-
se escudaba tras el humo y parecía sonreír. Pero todo el tiem- mano de Orlando me consiguió un remo de los Moinacos y
po rehuyó mi mirada. me aconsejó que tomara una canoa liviana, al borde del río. La
vi en la otra orilla y pensé cruzar nadando. Sentí una mano en
el hombro, era Domingo. “La sucurí —me dijo—, la vieron
Tenía el revólver en la mano y seguramente fue lo primero pasar.”
que vio el mulato. No hablaron. La luna estallaba en la cara Creo que si me lo hubiese dicho otro, no habría vacilado en
del mulato, en los ojos chiquitos y la boca ancha del mulato. cruzar, pensando que si la habían visto pasar ya no estaba por
Los separaba un tronco mutilado; el negro, agachado, tenía la los alrededores. Pero, en boca de Domingo, esa simple pala-
misma altura del tronco. Lo veía, desde arriba, y recordaba bra de tres sílabas tomaba un matiz, una calidez extraña, una
que el mulato había caído una tarde, buscando trabajo; dijo cualidad pegajosa que parecía venir del mismo mulato. De la
que venía del Uruguay y que le habían dicho que si se iba de- memoria barrosa del mulato.
recho a la estancia, iban a tomarlo. Primero había andado en La vi a las once. Había tomado una canoa, más grande, lar-
la cosecha; el patrón ya recelaba de estos hombres, y solía de- ga y pesada; intentaba, vanamente, pescar. En el silencio, creo
cir a los de su confianza que los vigilaran. De eso se acordaba. que empecé a sentir su presencia antes de verla. Estaba como
El tero gritó tres veces, ahora. El negro se movió y enton- anclado a propósito en la punta de un islote informe, del que
ces él dijo nacía un árbol retorcido; desde las orillas llegaba ese continuo
—quieto, quieto, negro canto del mato, esa lerda letanía. Salió casi al pie del bote, casi
y al negro le crecieron los ojos. El revólver le daba la segu- entre las ramas del árbol; una princesa extraña, venenosa, na-
ridad y la dureza con que podía usar las palabras y hasta el vegando a flor de agua. Algo me inmovilizó; un miedo
tiempo. Podía hacer que el mulato se estuviera ahí, como el enorme, tal vez. Pero más que el miedo fue el recuerdo del
perro: callado y obedeciendo. Los ojos oscuros brillaron y por mulato, nombrándola. Viendo el cuerpo aceitoso deslizarse al
un momento el hombre que había sido despertado por el cha- alcance de mi mano, mientras la sangre me volvía a medida
já pensó que era eso lo que había visto brillar, desde lejos. que el largo, interminable cuerpo se iba yendo, entendí; desde
Pero entonces el negro movió apenas la mano y él tuvo que ese momento, cada vez que nombrara la serpiente del agua,
decir mis labios tendrían la misma entonación caliente, viscosa, del
—te dije quieto mulato Domingo. Ahora yo también había visto a la sucurí.
otra vez, cortante, porque había visto otra vez el reflejo de
la luna pegando en la corta hoja de la faca que asomaba, des-
nuda como siempre, en la cintura del mulato. El negro lo miraba. Sintió los ojos del negro clavados en su
cara y fue como antes, cuando el viento del mar y el sol del
mar recién empezaban a castigarle la piel, a endurecérsela; fue
Lunes 17 algo que había que aguantar. Por un instante el mulato agaza-
pado, quieto, con esa quietud acerada de los elásticos o de los
Había decidido trabajar. Por la mañana me bañé en el río, tigres, le dio miedo. Le veía brillar los ojos; intuyó algo ani-
como los indios, desnudo, pero recordé que al mediodía sólo mal, más allá, más adentro de ese brillo y de esa piel que la

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luna golpeaba despacio, que la luna modelaba en cortos lati- das las otras caras, todos los otros ruidos. Se acordó, brusca-
dos. El negro lo miraba. Se vio a sí mismo en los ojos del ne- mente, de algo.
gro, por los ojos del negro; se vio la crecida barba ceniza, el —Tirá el cuchillo —le dijo.
color arenoso de las mejillas, las venas tensas que le endure- El negro se palpó el costado, manoteó lentamente el man-
cían la mano del revólver. Va a saltar, pensó, y voy a tener que go, y cuando iba a tirarlo al piso le leyó la cara.
matarlo. El negro habló, y fue como si saltara. —Jarrinton —dijo, apurado, jadeante—, Jarrinton, che in-
—Dejá el chiche, Inglés —dijo. glés, Jarrinton.
La voz: dura como un golpe, susurrante como un cuchillo. El hombre que había sido despertado por el chajá habló
El tero volvió a gritar y un poco de viento silbó en los árboles. casi al mismo tiempo que el percutor golpeaba.
No temió que hubiesen escuchado al mulato; su voz se agregó —Eso —dijo—, Tomás Harrington, para que te acuerdés.
al silencio como los pájaros o el viento. La hoja de la ventana
se fue cerrando, con un chirrido suave. Más allá dormía la
niña que el mulato había estado espiando. Él sabía eso: es- Y la:
piando, nada más que espiando. La hoja terminó de cerrarse,
ya sin ruido. Entonces vio la luna baja, reflejada en el vidrio, y VIDA DE SANTOS SESMEAO
presintió el amanecer total. Pensó que el galpón ya se quebra-
ba con el ruido de los peones y supo que tenía que terminar Llegó primeramente a Ranchos, con una mujer llamada Feli-
rápido. Ya no veía al negro, aunque le vigilara cada movi- sa y con un hijo y una hija. Felisa era curandera. Vivían en un
miento. Ya estaba mirando el cuerpo derrumbado, la cara del rancho de adobe frente a la quinta en esa época del finado Ra-
patrón despertado por el tiro; oía su propia voz, explicando. mos. El negro parado en la puerta de su rancho ponía a sus cos-
Miró el mango del cuchillo del negro, de barato plomo labra- tados una lata de querosén y le tiraba una bala a una y otra para
do. El negro miraba nada más que el revólver. ensayarse y tomar certeza. En el año 1922, cuando todavía no
—Dejá el chiche, che Jarrin —dijo. era policía tenía ciertas diferencias con los Páez que no llegaron
Sintió la fuerza, la dureza de ese cuerpo agachado. a conocerse, éstos lo amenazaron de muerte. En la estación Ale-
—No, negro —dijo. gre el negro se tiroteó con Páez, éste descargó el revólver pero
Y tal vez supo que debía agregar algo más: para él mismo, no lo pudo herir pues el negro era muy ágil y saltaba como un
para el negro, que nunca abriría la boca. elástico. El negro le dijo “ahora me toca a mí y con ésta te
—Harrington —dijo—, negro sucio. Repetí bien eso: Ha- mato”, le tiró un solo tiro pues tenía las balas tajeadas en la pun-
rring-ton. ta en 4 o 6 cascos de manera que al penetrar en las carnes ya
Y adelantó la mano y no quiso ver la cara del negro, que se envenenaban. Páez murió tiempo después por esta razón.
estaba ablandando, desarmado por la sorpresa. Como de lejos, Tiempo después con Poliya Díaz que también andaba mal
oyó ese susurro tímido, algo temblón. y le había dicho que cierto día se las iba a ver con él. Pero el
—Ta bien, che inglés, Ja-rrin-ton. negro dijo que él sólo lo peleaba con la chancleta. Cierto día
El tero gritó. Vio la luna en la mitad de la ventana; supo al salir del boliche de Re se encontró con Díaz y tuvieron unas
que, detrás suyo, la luna ya rozaba los árboles. Apretó el gati- palabras. Díaz le dijo al negro que así lo quería ver y sacó el
llo despacio, hasta llegar a esa zanja, a ese punto intermedio revólver y cada tiro que tiraba el negro le pegaba un chancle-
donde hay que contener la respiración. Después vendrían to- tazo por la cabeza.

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Estaba en la policía en Alegre 1928 cuando a Emilio Lez- taban vestidos de particular rápidamente fueron y se pusieron
cano lo tuvo 2 días atado con esposas a un palo de su casa a las ropas. Pero mientras los otros se disparaban, dos de ellos
razón de que Lezcano era asesino y mató a un hijo suyo y se lo los agarraron, pero el otro alcanzó a herirlo y disparó.
dio a los cerdos. Un vecino suyo le pidió que lo soltara —en Carneiro utilizaba su revólver particular pero para despis-
otra oportunidad el negro le llevó a la comisaría y en el cami- tar esto con el revólver de un compañero (Witilon) tiró a la
no después de que el negro le sacó el revólver de sus ropas le ventana y a la puerta que aún se encuentran.
tiró un tiro y le lastimó la espinilla, pero el negro que no tenía Con la gente que no lo molestaba era bueno. La policía lo
nada de sonso le tomó la muñeca y se la hizo doblar, lo cual le quería por el coraje que tenía y valentía de lo contrario lo
hizo meter el tiro por la boca y salir por la nuca. Lezcano odiaba (dicho por él mismo).
viéndose perdido y sabiendo con quién trataba se hizo el Felisa era curandera de la digestión —mal de ojos—. Anti-
muerto—. guas personas afirman que han sido curadas por ella y que cu-
También para burlarse de sus enemigos solía dispararse y raba con un hilo y unas cruces en la espalda.
paraba en un palo vestido lo que creían y decían “lo matamos
al negro”. El negro era muy capaz y se hacía respetar. —Salía
a cualquier hora de la noche y se lo encontraba recorriendo a Da miedo miedo.
la salida o en la cañada del pueblo—. Que baile y bailo abrir los o. Los tambores nombran al ne-
En unas carreras de caballos, Herrera tenía dos perros gal- gro de la ciudad que está contra el árbol y el sudor, Bentos. El
gos en la pista, Carneiro le dijo que sacara los perros. Herrera sudor cuando.
no le llevó el apunte. Carneiro le mató un perro y cuando ve- Bailás.
nían corriendo Herrera aprovechó para sacar el revólver pero Que baile el negro bailá Kincón.
Carneiro dándose cuenta lo atropelló con el caballo y Herrera Los tambores y las burdunas buscaban al negro de la ciu-
cayó al suelo y fue desarmado. dad dos años antes. Dos años. Dantes. Daños. Dantas. Que
En el año 1923 se casó con Correa, tuvo muchos hijos uno baile el negro.
de los cuales es seguido por la policía por malas andanzas, se Lo buscaban.
dice que muy parecido al padre. Sí, Don Tomás. Vayasé, Don Tomás, abramé los ojos Don
En 1929 la policía lo seguía a Carneiro por malas andanzas Tomás.
llegaron a una casa y le dijeron que se rindiera pero el negro Tenés que correr, Bentos.
tenía un subterráneo y se fue sin que la policía lo viera. Pero Tenés que bailar, Carneiro.
un día llegó a una casa vestido de linyera y como siempre an- Para que no te alcancen para que no te alcancen. Para que
daban siguiéndolo lo reconocieron y lo detuvieron el cabo Del no te. Para que no. Para recostarte contra el árbol negro fugi-
Ateo y el sargento Sosa. Lo agarraron desprevenido. En tivo de la ciudad que has violado ella tendida el polvo los días
Loma Verde tuvo problemas con un candidato a intendente, por el mato ella sonríe.
Climamberro. Que ha violado.
En el almacén de Alonso en Loma Verde junto al oficial Había violado a la hija de un jefe el negro de la ciudad.
Núñez al entrar encontraron tres asaltantes que ya habían te- Sí, Don Tomás. Qué ordenada la pieza, Don Tomás. Es
nido datos de ellos los que tenían la captura recomendada por cierto que ordenó la pieza para suicidarse, Don Tomás.
haber matado a un agente en Brandsen. Núñez y Carneiro es- Es cierto Bentos.

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Que baile el negro de la ciudad un negro puro un negro que tido celeste, corriendo bajo el corpiño de encajes que de vez
había violado a la hija de un cacique dos años an. El duro en cuando, al bajar del coche, o del calesín, se asomaba por el
tronco con todas sus aristas, sus vértices, la espalda empapada escote de aquella mujer que de no ser por eso (por esa idea,
en sudor. por ese murmullo que luego se confirmó) hubiese sido desea-
El mato, Bentos. ble aun a los cuarenticinco, cincuenta años, tan alta y tan páli-
El mato, Don Tomás. da y tan lejana como lo había sido toda la vida, desde que
Hay que correr, correr de nuevo. Pero antes el árbol, Don montó el primer caballo en La Barrancosa y lo cruzó de un
Tomás. Mejor respirar un poco refrescarse contra el árbol fustazo al viejo Anselmi, acuerdensé. Y acuerdensé que el pri-
porque hace un calor y este cajón ya me anda pesando y eso mer rumor que se corrió fue el de sus trece años salvajes, el de
que era chiquito. Y en el polvo ella sonríe y berreaba como sus ojos rencorosos que eran como un eco, como una foto-
usté no sabe cómo, Don Tomás. grafía de los ojos de su abuelo materno, del caudillo aquel
La plaza y el cura dice que mejor no porque vamos a ensu- que durante años rigoreó a los animales y a los peones de La
ciar todo con ese barro del mato y ese sudor, Don Tomás, ese Chumbeada, según cuentan los que alcanzaron a verlo antes
sudor en la espalda ese sudor. de que el inglés Harrington fuera extendiendo La Barrancosa
Cómo era ese lugar de donde me trajo y usté para qué es- hasta taparlo. Más criolla que inglesa, entonces, o inglesa
cribía, Don Tomás. apenas por ese lado taciturno (en lo que viene, venía, a pare-
cerse bastante al mismo Don Tomás), casi mudo, por esa
fuerza que al final había arrinconado al caudillo Dantas, su
—y él amó a esa mujer. Toda su vida amó Don Tomás a abuelo, en el último rincón de La Chumbeada, en el único
la mujer aquella que recién con el tiempo, cuando ya estaba pedazo que La Barrancosa, el monstruo, había respetado
casada con Oliveros, recién con los años dio miedo mirar. al extenderse desde el río hacia adentro, en la larga casa de
Aunque no era miedo, era otra cosa, como decíamos todos muros rosados donde el caudillo Dantas, su abuelo, el abuelo
cuando nos enteramos, acuerdensé. Verla, daba impresión. de ella, murió sin un solo insulto contra el inglés que de todos
Era como mirar un pozo ciego, como caminar por el fondo modos había terminado por ser su yerno y que ni siquiera ne-
de la comisaría, ahí donde está todavía ese pozo ciego en el cesitaba ser su heredero. Porque también le debía ese reducto
que alguno de nosotros (y digo nosotros y esto no es decir donde murió, según dicen. Tal vez en la muerte el viejo Dan-
nada, porque: qué éramos al fin y al cabo nosotros, qué fui- tas quiso olvidarse, aunque dicen que le dijo, al Inglés, al pa-
mos los radicales de este pueblo antes y después, sobre todo dre de ella, le dijo: “Prestame un poco allá abajo, en las
después de esa revolución que fue una cagada de revolución), casuarinas”, y todos supieron que hablaba de la tierra, del
alguno de nosotros, digo, fue a parar, ya muerto, después del hoyo que también le fue negado, porque para eso estaba el
treintitrés. Era, digo, decía, como saber que se miraba a una mármol, la cripta allá en Buenos Aires, en la Recoleta, que
muerta; no el cuerpo tieso, duro, enterrado y carcomido de cuentan que el viejo Dantas le decía “la recolecta”, lugar para
una muerta sino el propio cuerpo de la muerte, la morada de recolectar los podridos cuerpos de la gente distinguida que se
la podredumbre, como hubiese dicho el cura Cafaro antes de muere. Bueno. Le debía cada centímetro de los largos paredo-
que le partieran una silla en la cabeza, allá en el boliche del nes rosados y las arcadas y el museo de armas y las crines de
río. La procesión de los gusanos caminando tranquilamente los caballos sacrificados por la piedad y los aperos de plata y
por las calles del pueblo, los gusanos caminando bajo el ves- los mates labrados y los cuchillos con la grasa endurecida en la

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vaina. De modo que el inglés Harrington, o Harrintong, nun- para volver y encontrarla casada con Oliveros, y nosotros su-
ca supe dónde hay que poner esa maldita g, no tuvo que decir- piésemos (pero eso debe haber sido después, mucho después)
le siquiera a su mujer (la madre de ella) que pasara la por qué compraban la mejor carne para ella cuando Don To-
propiedad que había sido de su padre a nombre de él, que era más volvió, cuando ya se llamaba Adelina Beatriz Harrington
su marido, que la había hecho llamarse para siempre Mariana Dantas de Oliveros. Y desde esos trece años, y en Buenos Ai-
Beatriz Dantas de Harrintong, porque ya era de él, porque ya res, y en Brasil, y en la pieza donde se iba a pegar el tiro, él,
había crecido a lo largo de esa tierra, ya había estirado el lími- Don Tomás, el de El Negrete, el hijo del duro inglés Healy
te posible de La Barrancosa hasta comerse a La Chumbeada, que primero fue administrador de la Corona en El Negrete y
ya había recuperado definitivamente lo perdido aquella lejana después dueño del Negrete, Don Tomás Healy hijo, el pintor,
mañana del negro. Acuerdensé de la historia: un mulato, en el que trajo a este negro de mierda, a Carneiro, el que te trajo,
los campos de Dantas, en esos campos que eran casi tan gran- amó a esa mujer.
des como los de El Negrete cuando El Negrete era del prínci-
pe Jorge, de la Real Corona Inglesa. Un mulato trabajando de
peón de patio. Y ése, Harrington, que llega desde Buenos Ai- Iulapití. Tacumá. Me sé bien de memoria todas esas cosas
res trayendo el mensaje de un capitán de barco, porque era que escribió Don Tomás y que en la terminación o antes
marinero, y se queda. Y que una noche, a los dos meses, se cuentan que me encontró. Claro que mucho no lo entiendo, y
despierta y encuentra al mulato espiando por la ventana de la sé que para entenderlo hay que tener los años de instrucción
hija de Dantas, a Mariana Beatriz, y, a estar con lo que cuen- que Don Tomás tuvo, sobre todo en colegios extranjeros. No
tan, el negro saca un cuchillo y él se ve obligado a matarlo. me voy a poner a decir que lo entiendo, porque nunca fui
Acuerdensé: el caudillo que sale y dice que le debe la vida de hombre que quiera cagar más alto que el culo, como este Mi-
su hija, o el honor, o algo de eso, y que agarre un caballo y randa que ya quiere ser patrón del Negrete y salir para el pue-
corra en dirección al río y al mediodía clave una estaca. Fijen- blo pasando por la tranquerita vieja que yo estoy en derecho
sé que recién amanecía. Pero Dantas sabe. Le dice que corra, de clausurar. En derecho y en deber, la verdá. Porque hacer
pero hace las cosas al revés, le dice que corra en dirección al respetar mi terreno es hacer respetar la memoria de Don To-
río y que todo el campo que quede desde la estaca hasta el río más y a eso estoy bien obligado. Para algo él me enseñó a leer
es de él. O sea lo que digo: que a cada pisada del caballo Ha- y los signos y me dejó el diario ese del Brasil para que me
rrington pierde terreno. Pero sabe que el viejo lo está proban- acordara de él y para que supiera que él siempre se acordó de
do. Entonces pide el caballo más ligero, y la franja va a ser mí. Yo, que supiera yo que él siempre se recordó de mí. Y eso
corta, fue corta. Pero. Por eso digo recuperado lo perdido es lo que hago cuando ya no me quedan ganas de fumar ni de
aquella mañana sudorosa en que corría, correría, me imagino, los fósforos, que al final es un vicio jodido porque me vuelve
sin pensar en el negro muerto que había estado espiando a la en los sueños, que siempre ando soñando con hogueras y con
que iba a ser su mujer, la mujer con la que finalmente se clavó fuego. Los sueños son lo más bravo por eso del recuerdo. Uno
a la tierra para engendrar esa muchacha que ya a los trece está acá, en el campito, aguantandosé lo de no salirle ya al
años, apenas subió al primer caballo, se mostró cruzando de Miranda ese, ahora que ya está como de más no salirle con esa
un fustazo a Anselmi, porque le había rigoreado el animal. Y noticia del diario, de Oliveros. Aguantándole de no salirle y
así arrancó el primer rumor (después el inglés se enloqueció, esquivándole a lo que uno tanto anduvo y se sufrió. Sufrió,
acuerdensé), mucho, mucho antes de que Don Tomás se fuera sufrir. Iba a decir que como un negro pero eso es sudar. Uno

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esquiva eso por nada más que la falta de gollete que tiene an- que radical. Cuenta de muchas cosas. De cómo empezó el
dar acordandosé y lo peor es que lo único que queda es eso, Negrete y cómo era Don Tomás. Yo bajo al pueblo cada vez
porque no pasa más nada, a no ser lo de Miranda y que uno de que me sueño algo que no encaja bien y lo busco a Don Ba-
estos días. Yo digo. Por ejemplo si uno se pone a pensar y rrios y él empieza que es como un libro de hablar.
empieza y sigue. Yo a veces le pregunto a los otros porque ya
me va faltando la memoria, me voy faltando en mi propia me-
moria. Todo esto me lo pienso ahora, que es de noche y ya no —y ella también lo amó. Comida por el cáncer, destruida
me quedan ganas de fumar ni de los fósforos. Y Miranda no lentamente por el cáncer, abandonada de ese hombre (y de los
va a venir porque ya se acostó. Pero me quedo hasta tarde, hombres) por el cáncer, ella también amó al hombre que te
porque por ahí se hace el que se acostó para pasar en cuanto trajo, Carneiro, al hombre que estaba marcado para la muerte
yo me recueste. Yo a veces le pregunto a los otros por qué me desde mucho antes, desde mucho antes. Porque si ser inglés y
voy faltando de la memoria. En los sueños es cuando más me venir al Negrete era entrar al territorio de la muerte, ser hijo
parece acordarme pero ahí sale todo entreverado. Y me des- de ingleses y nacer en medio de ese territorio era un desafío
pierto sin ganas de mate ni nada y sin ganas de mirar si Mi- que la muerte no podría perdonarle a Don Tomás Healy, hijo
randa anda mirando para acá o no anda mirando, Miranda. del duro inglés Healy que de administrador nombrado por la
Entonces en algunos días me bajo al pueblo y pregunto. Si Corona pasó a ser dueño de casi la mitad del campo cuando la
estuviera Don Tomás sería de lo más fácil porque él se acor- Corona quiso vender. Y así fue, así creció, dicen, entre sueños
daba de todos los años que me crió y hasta que no me crió, y fiebres, atravesado tal vez por el sueño y la fiebre de los aho-
cuando se fue al Brasil otra vez, o no sé dónde, y cuando vino gados de El Negrete (acuerdensé de los tres ingleses, de los
yo ya no estaba en el Negrete y estaba por ser policía o ya era. veinte peones que se ahogaron cuando el viejo Healy los hizo
El cabo de la policía de la Provincia Marcos Bentos Sesmeao. cruzar el Salado a la fuerza, una noche en que la crecida ame-
Entonces me bajo al pueblo y hablo con alguno que me saluda nazaba desbandar los animales del otro lado de la orilla), en-
y si me invita acepto y le pregunto. Si no bajo leo un poco el tre perros que nunca lo comprendieron, que quizá él nunca
diario ese de Don Tomás y las palabras que él escribía, dice, quiso comprender, entre caballos de los cuales elegía al más
para olvidarse y para acordarse después. Así que algo lindo arisco, al más bellaco, y lo domaba antes de montarlo, antes
debe haber en eso de acordarse y algo me jode esto de irme de atarlo al palo (nunca quiso saber qué era eso de domar de
perdiendo en mi propia memoria, así que a veces bajo y pre- abajo, nunca ató un caballo o lo vareó antes de subirlo), lo
gunto, y cuantos más son los que hay más pregunto y es mejor subía por primera vez y ya eran una seda, convencidos por su
que leer el diario de Don Tomás que uno sale soñandoseló. voz antes que por su látigo. Un látigo, una fustita con mango
Porque en ese modo son varios los que me acuerdan de cuan- de plata que sonó contra el costado de sus botas hasta el fin de
do vine, con Don Barrios, que es uno de los primeros que me sus días (si es que sus días tuvieron fin, si es que sus días tuvie-
vio cuando me fui con las cuadrillas, tiempo que si no me ayu- ron principio, quiero decir) pero que nunca usó. Y así fue, así
dan no vuelvo y ellos sí, como Don Barrios, que dice que ya llegó a los quince años y se le escapó el tiro que, si no iba a
plantó árboles a paladas y tuvo unos hijos y ahora no sabe qué matarlo, por lo menos iba a empezar a matarlo. Como si el
hacer con sus días, como yo, y entonces yo le pregunto y él tiro se hubiese quedado clavado en algún lugar del aire para
empieza. Les cuenta a los otros cómo llegué y algunos se esperarlo a lo largo de los años y sorprenderlo un día en una
acuerdan y sobre todo es mejor él, un hombre instruido aun- pieza con los dibujos muy ordenados y visitada minutos antes

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por vos, Carneiro, que fue como si lo hubieras visto morir. A que no pudo convencerla nunca de su error), ella, la que amó
los quince años, acuerdensé (los que pueden, los que alcanza- al hombre que se fue al Brasil y que te trajo, se pasaba las ho-
ron a que se los contara algún testigo presencial; quiero decir: ras tendida con ese trozo de carne fresca, sangrante, en el pe-
algún testigo presencial de los acontecimientos que siguieron cho; para que los microbios, los bichos, como ella decía (como
al acontecimiento): estaban jugando con el hijo de los Vivaut, el médico dice que ella decía), comieran esa carne y no su pro-
con las armas y él apuntó y el seguro estaba corrido, o vaya a pio pecho, no el pecho que al final claudicó. Y así claudicó el
saber cómo fue, y el tiro vino, salió, le destrozó la cabeza al hombre que se había apartado de ella porque había sido el pri-
muchacho, al otro, que era más chico, creo, que ahora casi mero en saberlo, casi a los diecisiete años, y creía que él se lo
andaría por nuestra edad, nos llevaría unos años, es decir que había contagiado. Un cáncer imaginario que él nunca tuvo
ya habría muerto pero de viejo, por lo menos. Unos años me- pero del que siempre huyó. Eso dicen; pero a lo mejor no huía
nos de los que hubiese tenido ahora Don Tomás si ese tiro, de su culpa, de una culpa inventada; tal vez huía del horror de
como dije, no hubiese quedado colgando, esperándolo, tapa- saber que amaba a alguien en cuyo cuerpo ya se cavaba la tum-
do, en el porvenir. Marcándolo, esa bala, para toda la vida. ba, de afuera hacia adentro. Por eso, y tal vez por eso, se fue al
Para la muerte, mejor dicho. Porque desde el mismo momen- Brasil, a sepultarse en el horror del Mato Grosso, del Alto
to en que vio el cuerpo del otro, desde el mismo momento en Xingú. Por eso, y tal vez por eso te trajo, para recordar el ho-
que no quiso ver la cabeza del otro, empezó esa carrera que si rror de la selva y olvidarse del horror que amaba y crecía en la
esa vez no terminó en El Salado, en el fondo del río (porque Barrancosa, a vos, Carneiro, te trajo, que muy lindo no sos.
estaban jugando en la orilla), fue de casualidad, nomás, por-
que el agua ya lo estaba tapando cuando llegaron los que ha-
bían oído el estruendo; así que el mismo tiro que había así que mejor me lo bendice mañana, eso le dije, comisario,
matado al otro, lo salvó. Pero lo esperó ahí, el tiro, hasta des- y el negro está muerto y yo lo maté. El maizal puro fuego co-
pués de dos viajes al Brasil, hasta mucho después del casa- misario el maizal el maizal las hojas del árbol donde el negro
miento de la mujer que lo amó y a la que al volver por primera de la ciudad oye los tambores, Bentos, y te buscan, lo buscan,
vez encontró convertida en la señora Adelina Beatriz Ha- los buscaban las largas burdunas que nadan, la sucurí que es
rrington Dantas de Oliveros, y hasta mucho después de la de madera dura y entra en la carne el fuego sobre el cuerpo
muerte de la mujer que lo amó. Lo amó, que lo diga el cáncer en el maizal y ahí está todo largo a largo en el patio, comisario
que la cambió en La Mujer que Daba Miedo Mirar, el Cáncer y el cura no me lo quiere bendecir, Don Tomás por eso bailo
que la fue degradando hasta ese día en que, velados los espejos por eso bailo
para no verse el pelo largo y desteñido (el pelo que en las raí- que baile el negro
ces ya no era del color cenizarrojo, rojo acenizado, rojoceniza que baile el negro de la ciudad que ha violado a la hija
de la juventud), tapados los espejos para no verlo a él, a Don de un jefe, Bentos, hay que correr, correr por el mato
Tomás, el hombre que amaba y tenía el mismo nombre que su era la selva, Don Tomás
padre, ella murió nombrándolo a él, delante del médico que el mato, Bentos.
dijo que había muerto nombrando a su padre, a Don Tomás. cómo eran los animales, Don Tomás, cómo era la selva.
Y ese día, el de su muerte, supimos por qué ellos compraban la Así
mejor carne, cuando no mataban en la estancia; la carne más y el recuadro de la foto baila
tierna, el lomo. Porque, según dijo el médico (y también dijo se quema

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salta
se queman los animales así, Bentos, los animales no las ra-
nas no los grillos no los sapos no los perros
sí las onzas sí las onzas brillantes, Bentos.
Sí la larga larga larga sucurí que me aprieta
abramé los ojos, Don Tomás. Y monos, había monos, Don
Tomás
no monos, Bentos, no los gorilas, no Kincón
no yo, Bentos Márquez Sesmeao, comisario, no yo
y usté qué hacía Don Tomás
yo escribía, Bentos
y el negro de la ciudad corre por la selva y ellos afilaban las
largas burdunas y amasaban el barro para enterrarte y ahora
bailan
bailan
y usté para qué escribía, Don Tomás.
Para olvidarme. Para recordar después.

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