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FICCIÓN

La ficción es una simulación de realidad que presenta un mundo imaginario. El


autor imagina un mundo. Ese mundo puede ser muy parecido al mundo real, o puede
incluir personajes, sucesos, o leyes físicas que consideraríamos imposibles en el mundo
real. En cualquier caso, la ficción no es ni verdadera ni falsa. El lector, al leer ficción,
acepta suspender su juicio de verdad y creer momentáneamente en la “realidad” del
mundo representado en el texto. Acepta así las reglas propias de ese mundo imaginario y
se permite sumergirse en la imaginación de esa “realidad” que le es propuesta.

CARACTERÍSTICAS DEL RELATO REALISTA

El cuento realista es una narración breve, oral o escrita, que relata hechos
presentados como reales y que resultan, para el oyente o lector, perfectamente posibles.
La principal característica de estas historias es la verosimilitud: lo que se cuenta tiene
que ser creíble, tiene que ser parecido a la realidad.

Temática:
En general, el tema es el ser humano y su existencia; la descripción de la realidad en
la que vive como individuo y como parte de la sociedad. Los relatos realistas suelen ser
retratos de la vida, las creencias, el lenguaje y las tradiciones de una determinada
sociedad.
Como ya se ha dicho, todo en el cuento realista debe ser verosímil, es decir,
parecido a la realidad.

Narrador:
El escritor realista trata de mostrarse objetivo al narrar los hechos. Por lo general
utiliza la tercera persona gramatical y adopta la posición de narrador testigo o de
narrador omnisciente.

Espacio y tiempo:
Para darle credibilidad a la historia, el relato realista presenta detalles de la época en
que suceden los hechos. Lo mismo sucede con el lugar, suelen aparecer detalles en la
descripción que generan la ilusión de estar viendo los espacios en que viven los
personajes.
Si se describe un mueble, por ejemplo, se resaltan características que
históricamente ese tipo de mueble tuvo en la época y en el lugar de los hechos del
cuento. La intención a veces es describir una realidad histórica, y otras veces hacer creer
que los personajes y las acciones que se presentan son tan verdaderos como la Historia.
El desarrollo del tiempo de la acción suele ser lineal y cronológico para producir la
ilusión de estar viendo los hechos a medida que ocurren.

Personajes:
Los personajes no suelen ser muy complejos, sino personas comunes y sencillas, con
vidas también comunes y sencillas.

Lenguaje:
Es habitual que los relatos realistas incluyan diálogos en los que se pueda ver cómo
hablan los personajes. El lenguaje utilizado por los personajes refleja el vocabulario y las
formas de expresión propios de la edad, del nivel social, de la época de esos personajes.

TEMA, ARGUMENTO Y TRAMA


El tema es el asunto del que trata la historia, el fondo, que estará presente en todo
su desarrollo. Lo que una madre es capaz de hacer por sus hijos. Las consecuencias
emocionales de las mentiras. La falta de libertad de expresión en un país bajo una
dictadura militar. Las consecuencias psicológicas del incesto. El amor prohibido (Romeo y
Julieta). La envidia y los celos (Blancanieves).

El argumento es el conjunto de acciones que realizan los personajes en el


desarrollo de la historia, dispuestas en orden cronológico (un señor hizo esto, y luego
aquello, y después esto otro, y al final pasó esto), y sin relaciones causales. Por ejemplo:
Dos hermanos son abandonados en el bosque por sus padres. Se pierden, encuentran
una casita de chocolate y se quedan a vivir con su dueña, una anciana que resulta ser
una bruja. La bruja encierra al niño y lo engorda para comérselo, mientras la niña tiene
que hacer tareas de la casa. Los niños logran engañar a la bruja, y consiguen huir y
encontrar el camino para reunirse con el padre. (Hansel y Gretel, Hermanos Grimm.)

La trama es la estructura con que se presenta el argumento, es la forma en que los


hechos son presentados, que puede coincidir o no con el orden cronológico del
argumento, y sus relaciones causales. La trama impone la estructura del relato: puede
empezar por el principio (ab ovo), por el medio (In media res), por el final (In extrema
res), contener retrospecciones (analepsis o flash back, saltos hacia el pasado), o
prospecciones (prolepsis o flash foward, saltos hacia el futuro). La elección de la
estructura no es, de ningún modo, algo poco importante. Por el contrario, en ella se
decide captar o no la atención del lector, y esto debe ocurrir desde las primeras líneas
del relato.

NARRADORES
Las historias no se cuentan solas. Necesitan una voz. El narrador es la voz
ficcional que cuenta la historia, describe personajes y situaciones, opina, y distribuye
la información (eligiendo qué contar y en qué momento).

Persona gramatical. El narrador puede contar la historia en primera persona (yo),


en segunda (tú, vos, usted) o en tercera (él, ella, ellos/as).

Grado de participación en la historia. El narrador puede ser externo y no


formar parte de la historia, no ser uno de los personajes. O puede ser interno y ser el
personaje principal, protagonista, o un personaje secundario que presenció los hechos
o parte de ellos: un testigo.

Grado de conocimiento de la historia. El narrador puede ser omnisciente y


saberlo todo; puede ser equiesciente y saber lo mismo que sabe un personaje y no
mucho más; o puede ser deficiente y saber sólo lo que se ve y oye, como un testigo
invisible.

NARRADOR OMNISCIENTE: Es un narrador externo en tercera persona, que no es


personaje de la historia, pero que conoce todos los detalles de la misma. Sabe lo que
ninguno de los personajes podría saber: sabe qué piensan o sienten todos, qué sucederá
después, qué pasó antes. Puede opinar sobre los hechos y juzgar a los personajes. Por
saber todo, produce una mayor credibilidad: los hechos sucedieron tal cual como él los
cuenta.

NARRADOR EQUIESCIENTE: Conoce básicamente lo que conoce uno de los


personajes de la historia. Puede ser un narrador externo en tercera persona, que sabe lo
que uno de los personajes ve y oye, piensa y siente, pero que también puede a veces
aportar alguna información que ese personaje no conoce, o describir al personaje desde
un punto de vista externo. Sin embargo, lo habitual es que se trate de un narrador en
primera persona, sea protagonista o sea testigo.

NARRADOR DEFICIENTE: Es un narrador externo en tercera persona, que sólo cuenta


lo que se ve y oye, como si fuera una cámara invisible. No sabe lo que no está
sucediendo en el momento, ni lo que los personajes piensan o sienten pero no dicen. No
puede dar explicaciones sobre la historia.

NARRADOR PROTAGONISTA: Es un narrador en primera persona, que no sólo forma


parte de la historia, sino que es su personaje principal. Al contar él mismo la historia,
aparece ante el lector como más real. La manera de expresarse del personaje se
convierte en la manera de expresarse del narrador. Tiene un punto de vista limitado y
subjetivo, sólo sabe y entiende lo que sabe y entiende ese personaje en particular.

NARRADOR TESTIGO: Es un narrador en primera persona, que forma parte de la


historia, pero como personaje secundario, incluso muy secundario. No es el protagonista,
por eso cuanta la historia casi en tercera persona. Su particularidad es que ha
presenciado los hechos. Cuenta desde su punto de vista, no puede estar en todos lados
ni saberlo todo. Su modo de expresión es el modo de expresión del personaje.

NARRADOR EN SEGUNDA PERSONA: Es un narrador que relata en segunda persona


(tú, vos, usted), generando la sensación de que el lector es el protagonista de la historia.
Es un narrador poco común y difícil de utilizar porque tiene que mantener al lector
involucrado en la atmósfera de los sucesos todo el tiempo. No puede, por ejemplo,
decirle al lector “ahora sientes miedo” si no ha logrado que el lector llegue a ese punto
por sí mismo.

En manos del destino


Un gran general había tomado la decisión de atacar al enemigo, a pesar de que sus
tropas fueran ampliamente inferiores en número. Él estaba seguro de que vencerían,
pero sus hombres no lo creían mucho. En el camino, el general se detuvo delante de un
santuario. Declaró a sus guerreros:

-Voy a rezar y a pedir la ayuda de los dioses. Después lanzaré una moneda. Si sale
cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en las manos del destino.

Después de haber rezado unos instantes, salió del templo y arrojó una moneda. Salió
cara. La moral de las tropas se inflamó de golpe. Los guerreros, firmemente convencidos
de salir victoriosos, combatieron con una intrepidez tan extraordinaria que ganaron la
batalla rápidamente.

Después de la victoria, el ayuda de campo del general le dijo:

-Nadie puede cambiar el destino. Esta victoria inesperada es una nueva prueba.

-¿Quién sabe?- respondió el general, al mismo tiempo que le enseñaba una moneda...
una moneda trucada, que tenía cara en ambos lados.

Refutación del horóscopo


Alejandro Dolina

Los dos hombres nacen el mismo día, a la misma hora. Sus vidas no se cruzan hasta
que son enamorados por la misma mujer. Entonces se encuentran y pelean por ella. Uno
de ellos obtiene la victoria y el amor. Al otro le corresponde el dolor, la humillación y
quizá la muerte.
Los astrólogos han previsto ese día el mismo horóscopo para los dos. Tal vez son
erróneos los vaticinios. O tal vez se equivoca uno al pensar que el amor y la muerte son
destinos distintos.

Historia del hombre que sabía que iba a morir un viernes


Alejandro Dolina

Una tarde, el Ángel Gris comunicó al farmacéutico Luciano B. Herrera que su muerte
se produciría un día viernes.
Al principio, el sujeto aprovechó el dato con cierta astucia: arriesgaba la vida sin
temores en sus días de inmortalidad, mientras que los viernes se encerraba bajo siete
llaves.
Muy pronto el miedo comenzó a trastornarlo. Los domingos y lunes mantenía una
relativa calma. Los martes y miércoles lloraba en silencio. Los jueves visitaba a sus
amigos y parientes para despedirse de ellos. Los viernes enloquecía y suplicaba
clemencia a gritos. Los sábados se emborrachaba para festejar su buena suerte.
Las cosas fueron empeorando. Herrera tuvo que cerrar la farmacia, cayó en la
miseria y adquirió una merecida reputación de chiflado.
Se suicidó un martes, ante el beneplácito de quienes sostienen la doctrina del libre
albedrío.
Un mártir
Eduardo Galeano

En el otoño del 98, en pleno centro de Buenos Aires, un transeúnte distraído fue
aplastado por un autobús. La víctima venía cruzando la calle, mientras hablaba por un
teléfono celular. ¿Mientras hablaba? Mientras que hacia como que hablaba: el teléfono
era de juguete.

La burocracia/3
Eduardo Galeano
Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla.
En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado
hacía guardia. Nadie sabía por qué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía
porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en
generación los oficiales transmitían la orden y los soldados la obedecían. Nadie nunca
dudó, nadie nunca preguntó. Si así se hacía, y siempre se había hecho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé qué general o coronel, quiso conocer la
orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se
supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar
guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera
sentarse sobre la pintura fresca.

Punto de vista, 2
Eduardo Galeano

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.


Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.
Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran hamburguesa.
Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno, Maimónides y Paracelso, existía una
enfermedad llamada indigestión, pero no existía una enfermedad llamada hambre.
Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el Toto Zaugg, que
andaba con la misma ropa en verano y en invierno, era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío -decían.
Él no decía nada. Frío tenía: lo que no tenía era un abrigo.

Justicia
Eduardo Galeano

En 1997, un automóvil de chapa oficial venía circulando a velocidad normal por una
avenida de San Pablo. En el automóvil, nuevo, caro, viajaban tres hombres. En un cruce,
los paró un policía. El policía los hizo bajar y durante cerca de una hora los tuvo manos
arriba, y de espaldas, mientras les preguntaba una y otra vez dónde habían robada ese
automóvil. Los tres hombres eran negros. Uno de ellos, Edivaldo Britto, era el Secretario
de Justicia del Gobierno de San Pablo. Los otros dos eran funcionarios de la Secretaría.
Para Britto, esto no tenía nada de nuevo. En menos de un año, le había ocurrido cinco
veces. El policía que los había detenido era, también, negro.

La educación
Eduardo Galeano

En las cercanías de la Universidad de Stanford, pude conocer otra universidad, más


chiquita, que dicta cursos de obediencia. Los alumnos, perros de todas las razas, colores
y tamaños, aprenden a no ser perros. Cuando ladran, la profesora los castiga
apretándoles el hocico con el puño y pegando un doloroso tirón al collar de pinchos de
acero. Cuando callan, la profesora les recompensa el silencio con golosinas. Así se
enseña el olvido de ladrar.

Magia
Eduardo Galeano

En el barrio de Cerro Norte, un suburbio pobre de la ciudad de Montevideo, un mago


ofreció una función callejera. Con un toque de la varita, el mago hacía que un dólar
brotara de su puño o de su sombrero. Cuando terminó la función, la varita mágica
desapareció. Y al día siguiente, los vecinos vieron que un niño descalzo andaba por las
calles, varita mágica en mano: golpeaba con la varita cuantas cosas encontraba, y se
quedaba esperando. Como muchos niños del barrio, ese niño, de nueve años, solía
hundir la nariz en una bolsa de novoprén. Y alguna vez, explicó: -Así, me voy a otro país.
Detrás de la cortina
Mariano Arrieta y Ayelén Rasquetti

Horacio estaba bañándose. El baño quedaba en uno de los de los extremos de la


casa, a un costado del pasillo que daba al oscuro patio del que Horacio nunca arreglaba
la luz. Detrás de la cortina de plástico siempre se sintió un poco encerrado, aun cuando
el cuarto de baño no era precisamente pequeño. En el invierno era un proceso un tanto
desagradable darse una ducha, ya que las puertas de la vieja casa no ofrecían una
efectiva protección contra el frio que buscaba invadir todo. En cambio, la cortina le
brindaba una protección casi hermética; esto lo dejaba frente a la disyuntiva de quedarse
en el fastidioso encierro o salir a enfrentar la helada brisa que se colaba entre las
rendijas de la puerta. Ya enjuagado, se veía obligado a salir al frio que ni la estufa
alógena lograba disimular. Lo detuvo un ruido, provenía del galpón de afuera. El galpón
era un cuartito contiguo al baño, allí se encontraban el calefón y unos viejos muebles
llenos de libros empolvados y demás trastos abarrotados en el diminuto espacio. “Debe
ser el fuego del termo, por el viento”, pensó Horacio. Se tardó un tiempo en volver a
contemplar la idea de salir. Escuchó un ruido más fuerte, se estremeció y sacó las manos
del picaporte. “Debe de estar soplando fuerte, seguro se cayó alguna porquería”. Pero no
creía en sus propias palabras. Se vio asediado por un temor sin nombre, temor a lo que
pudiese haber detrás de la puerta, temor de que la soledad de su casa no fuese tal.
Cuando cerró el agua se dio cuenta de que las temperaturas de la misma y del lugar
habían bajado hasta quedar heladas. Se relajó y volvió a pensar “es el viento”.
Rápidamente logró ponerse su ropa. Luego fue al galpón a encender el termotanque.

Recién ahí lo maté.

La intrusa
Jorge Luis Borges

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de
los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil
ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de
alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a
Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera,
donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de
Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora
porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los
orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación
literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba,
no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras,
con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas.
Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como
todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán
se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron
ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de
los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o
Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El
barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a
hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron
troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de
dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con
uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces
de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir
con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto
que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de
conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía,
con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la
mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido
gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no


sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el
camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el
almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio,
que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los
hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al
palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba
y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usála.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía
qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa,
montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida
unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas,
pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni
siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo.
Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar
la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre
no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión,
pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por
ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie,
delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había
dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó
a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que
tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin
explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje.
Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando
llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una
rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre
hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez,
se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto
justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la
Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al
overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le
dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba
con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían
cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los
Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y
prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros,
con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos
la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián
uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos
la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.

Las putas dignas


Eduardo Galeano
Los peones de los campos de la Patagonia argentina se habían alzado en huelga,
contra los salarios cortísimos y las jornadas larguísimas, y el ejército se ocupó de
restablecer el orden.
Fusilar cansa. En esa noche de 1922, los soldados, exhaustos de tanto matar, fueron
al prostíbulo del puerto San Julián, a recibir su merecida recompensa.
Pero las cinco mujeres que allí trabajaban les cerraron la puerta en las narices y los
corrieron al grito de: - Asesinos, asesinos, fuera de aquí…
Osvaldo Bayer ha guardado sus nombres. Ellas se llamaban Consuelo García, Ángela
Fortunato, Amalia Rodríguez, María Juliache y Maud Foster.
Las putas. Las dignas.

Las vestiduras peligrosas


Silvina Ocampo

Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en
persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como
decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo
de su gracia.
Me decía: —Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso,
hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar
cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba miedo
que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor era dibujar
vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para
estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en
seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que
ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando.
Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije,
de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido.
Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso
al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender
con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña
de veinte años manipular el género del pantalón en la entrepierna para poner los
alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba
su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los
alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no
me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y que la
protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado. Soy una mujer seria y
siempre lo fui.
La señorita Artemia me tomó por el diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida
simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el
nombre, que es Régula.
Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un
cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más
quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me
daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella nunca
me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al
velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo para dejarla
salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había
abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le
tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica
estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo,
una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de sedalina de todos
colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran un amor, brillaban
en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de trabajo no parece nada,
pero es todo en la vida de una mujer honrada. Hay bondades que matan, como dije
anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no
quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el
modelo —rogaba la Artemia.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar. Me tenía
dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos
por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su
estampita en mi bolsillo.
La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que
la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo,
para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo dije, para que
yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier
vestido; pero sacar de un dibujo el vestido es harina de otro costal. Lloré gotas de
sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces
ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de
terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde me explicó
que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé,
después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza, para hacerle la
blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvió,
contra viento y marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos,
que con pezón y todo se le veían como en una compotera, dentro del escote. Mama mía.
La acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella.
No pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo
que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente,
cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de
Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la
dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un
jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente
descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una
amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una
muchacha de Budapest qe no había conocido. ¡Qué sensibilidad!
--Debió de sucederme a mí – me contestó, enjugándose las lágrimas.
--Pero niña, está bien que sea buena –le dije – pero no hasta el punto de querer
sacrificarse por la humanidad.
--Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa
mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto para tomar una tacita
de tilo.

Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que
se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
--¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
--¿Qué tiene de malo? – me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no
contestaba, prosiguió: -- ¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo,
acaso?
Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua
y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar.
Ayúdeme, entonces —me dijo.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa
negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como
el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies
perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al
menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando
terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo,
viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a
través de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está muy
anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no
se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la
santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una
mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un
suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana.
El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies
pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien — exclamó
sacudiendo la cabeza.
—Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése?. No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.
El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de
carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos
esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula
Portinari, metida en ésas; no parecía posible.
Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero
no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir.
Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro
nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos,
piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso.
Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio
salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor
movimiento. Le previne:
—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario,
sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de
tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la
ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido era de
tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse
lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una
vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban. En
mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a
cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó,
porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?
Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no
volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de
la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana,
me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios:
Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una
calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.

Cabecita negra
Germán Rozenmacher

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba
enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía,
temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar
vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y
rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había
lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando
el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras
algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando
turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas
pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las
casas de uno o dos a siete pisos y se perdía entre los pocos letreros luminosos de los
hoteles que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como
un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y
vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el
balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La
noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se
sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo
hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se
cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año
entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país
donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a
costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se
descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si
estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo
remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de
semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la
casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su
padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre
sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía
esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos
meses había comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una
fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la
avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde
pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se
recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que
había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como estos, donde los desórdenes
políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba
el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas
para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había
salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase
más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de
humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia,
que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino
recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en
la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una
ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la
calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño,
donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo
único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla
era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en
calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.

De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que
daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba
a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un
respingo y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía
golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de
noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de
pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y
pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi
un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el
señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio.
Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero
luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las
manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la
pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella
de cerveza bajo el brazo. —Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el
tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha
escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos
negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso
arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió
satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
—¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes de que
se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al
vigilante.
—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y
hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya
era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro
y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo. —Vamos. En cana. El señor
Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al
policía. —Cuidado, señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara.
¿Usted sabe con quién está hablado? —Había dicho eso como quien pega un tiro en el
vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
—Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y
ahora te querés lavar las manos? — dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando
a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada
mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía
que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y
entonces no le creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una
comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un
hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que
la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera
en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.
—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer — dijo señalándola. Sintió
que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley, y esa
negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él y que lo miraba
de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con
grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
—Señor agente —le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no
escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los
brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
—Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo
que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—.
Vivo ahí al lado —gimió, casi manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en
manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo
defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de
embromar. El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari
le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y
casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari
prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama
matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o
cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la
misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo,
un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de
una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la
madrugada, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos
negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado
por la locura en su propia casa.
—Dame café —dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban
humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y
así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de
che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan
inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la
comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había
venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y
años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer
estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le
sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se
cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría
encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca
abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero
estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía
toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín,
tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del
mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero
¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese
hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba
creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo ahora quisiera
hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se
abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las
patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la
misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de
aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para
enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una
persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió
que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al
revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera
sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
—Qué le hiciste —dijo al fin el negro.
—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el
favor de... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la
nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los
ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos
desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no
entendía y todo era un manicomio.
—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como
muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por
delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y
me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica
desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió
durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el
señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando
la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
—Este no es, José —lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva.
Vagamente, el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro, y vio
que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba con pesadez, y por fin,
sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se
quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos,
encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía
terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de
volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a
revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y
jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? Podría ir
a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras?
“Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía
la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta.
Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma”, dijo para tranquilizarse, “hay que
aplastarlos, aplastarlos”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda
la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el
señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

La cultura del terror / 6


Eduardo Galeano

Pedro Algorta, abogado, me mostró el gordo expediente del asesinato de dos


mujeres. El doble crimen había sido a cuchillo, a fines de 1982, en un suburbio de
Montevideo.
La acusada, Alma Di Agosto, había confesado. Llevaba presa más de un año; y
parecía condenada a pudrirse de por vida en la cárcel.
Según es costumbre, los policías la habían violado y la habían torturado. Al cabo de
un mes de continuas palizas, le habían arrancado varias confesiones. Las confesiones de
Alma Di Agosto no se parecían mucho entre sí, como si ella hubiera cometido el
asesinato de muy diversas maneras. En cada confesión había personajes diferentes,
pintorescos fantasmas sin nombre ni domicilio, porque la picana eléctrica convierte a
cualquiera en fecundo novelista; y en todos los casos la autora demostraba tener la
agilidad de una atleta olímpica, los músculos de una forzuda de feria y la destreza de una
matadora profesional. Pero lo que más sorprendía era el lujo de detalles: en cada
confesión, la acusada describía con precisión milimétrica ropas, gestos, escenarios,
situaciones, objetos...

Alma Di Agosto era ciega.

Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era
culpable:
--¿Por qué? --preguntó el abogado.
--Porque lo dicen los diarios.
--Pero los diarios mienten --dijo el abogado.
--Es que también lo dice la radio --explicaron los vecinos--. ¡Y la tele!

Matador
Leonardo Oyola

El 30 de marzo de 1996, una fuga fallida en Sierra Chica derivó en un cruento motín en el que murieron
siete personas. Durante ocho días, los presos más peligrosos del penal "quedaron a cargo", mantiniendo
cautivos a 17 rehenes, entre los que se encontraba una jueza y su secretario. Ese es el punto de partida de
"Matador", el cuento de Leonardo Oyola que fue incluido en la antología In fraganti.

Yo solo era carne fresca cuando entré.


Sabía muy bien que, aunque quisiera, no podía ponerme a llorar. Y que tampoco
tenía que mostrar el cagazo de estar ahí. Que donde olieran mi miedo se me iban a venir
encima de una. Que esos soretes iban a hacer cola para hacerme la cola.
Adentro, no importa si sos puto o no. No te preguntan qué es lo que te gusta. Cero
mimo. Cuando llegás, sos solo eso: un agujero nuevo. Un agujero que se tiene que
conocer. Un agujero más para probar.
La primera noche es la jodida. Se apagan las luces y en la oscuridad los escuchás
llamándote. Gastándote. Desde cualquier lado.
El primer apodo que te ponen es por tu apariencia física. A mí me gritaban
"Narigueta". Al pobre gordo con el que me habían llevado en el celular estuvieron toda la
puta noche hinchándole las pelotas con "chanchito" de acá, "chanchito" de allá. Que
"cómo me voy a morfar esos jamones". Que "chancha, ¡estás en el horno!". Y que
"cuando te cocine, una manzana para ponerte en la jeta no tengo... pero sí flor de
banana". El gordo no aguantó más y se puso a llorar. Los hijos de puta empezaron a
aplaudir.
Ya sabían cuál de nosotros iba a pasar primero por el fierrito. Cuál era el fácil. Ahí
cambió la mano. Las voces anónimas empezaron a consolarlo. A prometerle todo lo que
uno miente cuando quiere llevarse a alguien a la cama.
"Chanchito, yo te voy a cuidar".
"No llores más, gorda. Quedate conmigo. Nadie te va a hacer nada".
"Tranquilo bebé, tranquilo. Papá ya te va a abrazar...".
Uno se acordó de mí.
"¿Y, Narigueta? ¿Sos mudo o ya se la estás mamando a alguien?".
Y otro agregó:
"¡Flor de trola la narigona!".
"¡Rápida esa ñata, eh!".
El gordo lloraba más fuerte todavía. Y yo estaba cagado entre las patas. Y tenía unas
ganas de moquear tremendas. Pero lo que me sobraba era bronca y orgullo.
Porque puto soy. Pero no me regalo.

No habíamos cumplido una semana de estar guardados, cuando se apareció el gordo


con la cara llena de dedos. Flor de paliza se había morfado. Y no era lo único que se
había comido.
Era la hora del almuerzo. Se sabía sentar solo. Hasta ese día. Waldemar le acarició la
espalda y el gordo tembló, dejando caer al piso los cubiertos de plástico.
-Tranquila, cariño -dijo sentándose en la mesa delante de él. A los costados, se le
ubicaron el Negro Sergio y Chiquetete. Los tres tenían tatuados en la derecha los cinco
puntos de un dado-. Me gusta que peleen un poco. Eso está lindo al principio. Después
me aburro. No está bueno que pase siempre lo mismo. Te voy a decir algo, linda. Sabelo:
vos no servís para los guantes. Así que no te cuadres más. Es al pedo. La podemos pasar
mejor, ¿entendés? No te vuelvas a resistir. Y lavate bien la cola para esta noche.
Waldemar se paró y empezó a mirar las demás mesas. No abrió la boca. Pero bien
que estaba gritando algo cuando se fue. Su silencio decía: "este culo es mío y nadie me
lo toca". Y en la tumba con eso no se jode.
-Unos kilitos menos a vos no te vendrían nada mal, ¿eh? -comentó Chiquetete al
gordo, mientras arrastraba la bandeja hasta dejarla delante suyo. Con la mano agarró
algo de puré y se lo mandó al buche. Después hizo lo mismo con todas las albóndigas.
Mientras, el Negro Sergio no dejaba de olerle al gordo las orejas, cuando no lo
verdugueaba repitiendo una y otra vez "¡oink! oink!".
Waldemar, Chiquetete y el Negro Sergio eran miembros de los Once.
Los Once del Chelo.
Todos porongas. Los pesados del pabellón cuatro. Con los que no te tenías que
meter. Con solo mirarlos ya te dabas cuenta lo que eran.
Pero igual me los terminó de marcar el chileno Francisco Vadell. El Matador.
El Matador. Solo dejaba que lo llamaran así cuando jugábamos a la pelota. Lo
tomaba como un piropo. Le gustaba que lo compararan con su compatriota, con Salas,
aunque él se pareciera más a Iván Zamorano. Tenía ese look de indio. La piel oscura.
Unos ojos tan negros. Fran -como le decíamos todos, porque nunca hubiera dejado que
se dirigieran a él llamándolo "Pancho"- era el capo de nuestra ala. La de los invertidos.
Ningún nene de pecho. Robo calificado reiterado y tenencia de arma de guerra en el
prontuario.
Les decía que Fran supo marcarme quiénes eran los Once, además de saber cómo
acercarse. Cómo llegarme. Yo no tenía ningún conocido adentro. Mucho menos un amigo.
Decí que Waldemar se la había agarrado con el gordo. Porque el otro que tenía todos
los números para terminar de gato era yo.

El tiempo en la tumba no pasa más.


Todo es rutina cuando estás guardado. Con muy pocas cosas podés distraerte. Y de
eso te agarrás. Porque ahí está el antídoto para el lento veneno que es cumplir una
condena.
Me gustaba engancharme con algún libro. Pero más disfrutaba de jugar a la pelota.
Todo un tema el fulbito en la tumba. No cualquiera se puede prender en un picado.
Te tienen que dejar entrar "los que saben". Y "los que saben" no necesariamente son los
más habilidosos con el balón. El que te sube o baja el pulgar es un grosso.
Y "...Todo llega. Era mi turno de estar en el centro".
Con esa frase terminaba el cuento que estaba leyendo. No me la olvido más porque
me hace acordar la primera vez que hablé con Fran. Cerré el libro y ahí estaba él.
-Nos hace falta un jugador, ¿te prendés? ¿O el deporte no es lo tuyo?
-Me defiendo en el arco -le respondí.
También esa fue la primera vez que le robé una sonrisa.
No sé si el chileno estaba mirando la tapa del libro o mis manos cuando me retrucó
con su "obvio".
-Gustavo Caiozzi, ¿no?
-Tavo, sí.
-Bueno, Tavo: me imagino que no debe ser lindo que te digan todo el tiempo
"Narigueta". Peor es tener esa nariz.
Ahí él me hizo recordar lo que era sonreír.
Jugamos entre nosotros. Tuve mis momentos. Un par de tapadas y un penal que
atajé hicieron que me pusieran una ficha.
Nos juntábamos a la tarde para patear un poco. Seguí manteniendo mi desempeño
individual, y así me gané la titularidad cuando pintaban los desafíos con los demás
pabellones. Venía con el arco invicto hasta que nos tocó jugar con los del cuarto.
Con los Once del Chelo.
-Gelóu, Fran -le dijo el Negro Sergio cuando vino a arreglar el desafío-. ¿Todo piola?
Mejor así. ¿Quedamos el sábado, entonces?
-Ahí vamos a estar, Negro.
-Ajá. ¿Y el otro partido? ¿También lo van a jugar, chileno?
-Yo estoy haciendo conducta hace rato. Me van a perdonar pero a esa cancha no
pienso entrar.
-No la podés jugar de Feliciano en esta, chileno.
-Estoy por cumplir, Negro. Decile al Chelo que no
quiero hacer ruido.
-¿Y las chicas? ¿Qué van a hacer?
-Yo no los obligo a nada. Van a hacer lo que quieran.
El Negro Sergio se fue. Fran también encaró para su celda.
No te vayas, Matador.
En ese momento supe muy bien que lo poco bueno que había conseguido se nos iba
a terminar.

Adentro, hay cosas que se vuelven familiares. Para bien o para mal.
En la lista de las buenas estaba, por ejemplo, la forma de arquearse en el aire de
Fran para matar una pelota en el pecho. Primero llevando los hombros hacia atrás. Y
cómo los cerraba después. Su aterrizar clavando solo una rodilla.
En las malas, en las que tenía que dejar pasar, estaba el pobre gordo. "El chanchito".
Cada vez más estropeado. Se le notaba en la jeta que seguía resistiéndose al pedo. No
tenía que importarme el culo del gordo hasta que me importó. Eso fue cuando no salió
vivo de la enfermería. Había aguantado más de lo aconsejado.
Eran malas noticias para el número dos en la lista.
Y como un boludo, no me puse en guardia por estar pensando a cada momento en el
Matador.
Para hacerme la paja me acuesto boca abajo, perforando la almohada. Me gusta
apretarme contra algo duro y pensar que aunque no me dejen hacerlo yo sigo, sigo, sigo.
Por mi colchón, por mi cabeza, ya había pasado Fran. Y esa madrugada le tocaba otra
vez.
En eso estaba, cuando sentí la rodilla y el peso de Chiquetete en mi espalda. Puse
los brazos a los costados para intentar levantarme y sacármelo de encima. El guacho
estuvo rápido. Me agarró de las muñecas y me hizo la toma manubrio, la de Mr. Moto.
Así es como te la dan. Así es como te quiebran la primera vez. En cuclillas,
Waldemar me apretó la boca y los cachetes con una mano.
-Tranquila, cariño. No te resistas. La vamos a pasar bien.
Se arrodilló, y ya la estaba por pelar, cuando se apareció el chileno. Ninguno lo
escuchó llegar. Lo que sí se escuchó fue la patada y la paliza que le dio a Chiquetete.
Waldemar se subió la bragueta y se estaba abrochando el pantalón cuando lo taclié. Lo
arrinconé contra una pared y él me dio un cabezazo. Después me refregó la frente por la
herida que me había hecho en el párpado. Aproveché y le mordí una oreja, a lo Tyson. Le
arranqué un pedazo. La marca de mis dientes nunca le cicatrizó. Me iba a matar ahí
nomás, si no era por Fran que le dio un puntinazo en las pelotas.
-¡No se metan más en este pabellón! -les escupió en la cara.
Cuando se fueron, después de lamerse el pulgar, me pasó su saliva en el corte que
tenía en la ceja.
-Tavo, ¿cómo estás?
Nos miramos. Yo le agarré esa mano y la llevé contra mi pecho. En esos ojos tan
negros no me pude encontrar. Me hubiera gustado que otra hubiera sido nuestra historia.
Matador, Matador... si todo estuviera mejor.
Y lo que teníamos era eso. Nada. Pero mi colchón desde ese momento se quedó con
el olor de Fran.
Por lo menos hasta que se prendió fuego.

El sábado, cuando llegó la hora, estábamos nosotros solos en la cancha.


El equipo del Matador. Solo los jugadores y nuestra hinchada: los otros internos con
los que rancheábamos en el pabellón. Violetas, putos y reinas. Nos pareció raro. Al
principio. Después nos cayó la ficha. No solo que no estuvieran los rivales de turno sino
también la ausencia de los otros presos. El único que se apareció fue el Negro Sergio.
-Gelóu, Fran -le dijo al chileno, cabeceando-. Quedate tranquilo que se juega. Pero
ahora estamos en el medio de algo, ¿entendés? Lo que me gustaría saber es si ustedes
se prenden. No lo tendría que preguntar porque, la verdad, todos estamos en la misma,
¿no?
Fran me miró antes de contestarle. Con los ojos le rogué para que le dijera que nos
íbamos a sumar.
-Negro: yo solo hablo por mí. En esta foto no me peino. No pienso salir.
El Sergio arrugó la pera.
-Al Chelo no le va a gustar, Matador.
-Ya hablaremos con el Chelo, entonces.
-El Chelo habla poco... Bueno, Fran. Banquen un toque, ¿sí?
Ese "toque" fueron dos horas.
¿Qué suenan? ¡Son balas!
Los Once obligaron a un grupo de perejiles a intentar fugarse por la entrada
principal. Se dieron masa con los cobani. Y no se sacaron ventajas hasta que los del
Chelo tomaron cartas en el asunto. El Chango, El Gringo y el Deivi se la aguantaban.
Siempre. También Depepi era bueno para dar pongazos. Lo mismo el Melli, ese enano de
mierda. Pablito y el Buda agarraron a uno de los guardias como escudo y lo empezaron a
tajear con puntas y cuchillos. Les ordenaron a los otros que largaran los fierros, si no el
cobani iba a ser boleta. Como no le dieron bola, lo apuñalaron en un pulmón. Dejaron
que se acercara el médico del penal para atenderlo. Cuando lo tuvieron en su terreno, al
tordo lo hincaron en los brazos y en las piernas.
-Se les está muriendo un compañero. Ustedes son responsables de que viva o no. Y
acá el único que lo puede atender es el doctor. Si no bajan las armas, también lo vamos a
estropear al tordo. ¡No va a servir para un carajo!
Los pocos que se habían quedado adelante tuvieron que obedecer. Se entregaron
doce guardias y un jefe penitenciario. Minutos más tarde llegó la jueza en lo Criminal y
Correccional para escuchar las demandas. Cuando se acercó a negociar, no se imaginó la
que le esperaba.
-¿Nombre y ocupación anterior? -le pidió que se identificara a la Vaca Touceda.
-Soy el Doctor Tangalanga, mamita, y vendo lencería erótica. ¡No sabés el conjuntito
que tengo para vos!
Los Once del Chelo ya no manejaban códigos. Estaban jugados. Por eso buscaron
tomar un rehén importante. Le pegaron el tiro de una tumbera en el estómago al
secretario de la jueza, y a ella se la chuparon. Se la trajeron para el patio del penal.
Chillaba tanto que le tuvieron que atar un pañuelo en la boca, mientras dos negros se
ocupaban de cada uno de los brazos de la mina. La Vaca, después de amordazarla, le
manoseó el culo y le dio un beso en el cuello. Ella, como pudo, intentó resistirse.
-¡Dale! ¡No seas arisca! Vení a mirar el partido.

De pronto el día se me hace de noche.


Murmullos, corridas.
Aquel golpe en la puerta, llegó la fuerza policial...
Los demás internos prendieron colchones, papeles, todo lo que se pudiera incendiar
y lo tiraban desde los pisos más altos del penal.
Al otro día iba a ser Domingo de Ramos. Empezaba la Semana Santa. Pero parecía
Pentecostés con las lenguas de fuego escupidas por el cielo. Fueron cayendo al patio la
mayoría de los internos. Entre ellos, recién ascendidos a porongas, traían esposados a los
cobanis con sus propios grillos. El guardia que Pablito y el Buda habían agujereado
terminó desangrándose. Nuestro médico se había hecho torniquetes en las piernas con
las mangas de su camisa. Jugándola de novio cargoso, la Vaca Touceda le daba un beso
en la frente a la jueza antes de entrar a la cancha.
Sí, la Vaca fue el primero en llegar. Y, como yo, atajaba. Después de él, por el pasillo
vimos a los otros diez.
Sus sombras agigantadas por los incendios en las celdas. Después ellos mismos, en
carne y hueso. Waldemar. El Negro Sergio. Chiquetete. El Chango Orellana. El Gringo
Grinóvero. El Deivi Calodolce. Nicasio Depepi. Pablito Cesán. El Buda Machado. El Melli
Rodríguez. Cada uno ocupó su lugar en la cancha. Cuando llegó el Chelo, el resto de los
presos lo ovacionó.
¡Oleeé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Chelooo! ¡Cheloooooo!
¡Oleeé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Chelooo! ¡Cheloooooo!
Sin saludar a la hinchada, el capo de los Once, de una, fue al encuentro del chileno.
Te están buscando, Matador.
-Fran, ¿es como me dijo el Negro?
-Ustedes hagan la suya, yo no me meto.
-¿Y los de tu pabellón?
-Van a hacer lo que tengan que hacer. Yo solo hablo por mí.
El Chelo retrocedió sin dejar de mirarlo, haciéndole caiditas de ojos.
-Yo te respeto, loco. Vine a chamuyar bien. De onda. Si te digo que es carnaval, vos
apretá el pomo. Si no bailás el carioca, sabé muy bien que te vas a quedar afuera de la
fiesta... Maraca... Maracaibo.
-No me la pasé haciendo conducta al pedo, Chelo.
-Cuando entren los pata negra haciéndose los Rambo, ¿te pensás que con solo verte
la trucha van a saber que vos te portás bien? ¡Reparten a troche y moche, chileno!
Parejito. Decide después la Vieja Cosechera a quién se lleva y a quién no. Pero para la
gruesa de llavero: estás vos, estoy yo, estamos todos.
Fran tenía el cassette puesto.
-Ustedes hagan la suya. Yo no me meto.
-'Ta bien. 'Ta bien. Que empiece el partido entonces -ordenó.
Sacaban ellos.
El Chango se la tocó al Gringo. El rubio de un zapatazo colgó la pelota afuera del
penal; donde ya se estaban juntando viejitas, amores, hijas y amigas buscando noticias
de lo que estaba pasando adentro. Los hombres del Chelo no nos dieron tiempo de
ponernos las manos en la cintura. Ni siquiera de pensar: "¿y ahora?".
-¡Gelóu, Fran! -le dijo el Negro Sergio.
Y ahí, el Matador se arqueó en el aire, llevando primero los hombros hacia atrás.
Después los cerró hacia delante y apoyó una rodilla en el suelo. No había pelota cerca de
sus pies o en el arco rival. Lo que tenía el chileno era un punzón clavado donde le nacía
la columna -gentileza de Chiquetete-, y la faca y la zurda de Waldemar revolviéndole los
intestinos. El resto de los Once no dejaba de mantenernos la marca personal. Veían que
nos quedáramos todos en el molde. Mientras, esos dos hijos de puta lo acostaron a Fran.
Ahí se acercó el Chelo. Traía una sierra chica. Le aplastó con una mano la cara al Matador
para mantenerla pegada al piso. Y empezó a serruchar.
Matador: te están matando.
Un hilo de sangre se le escapó de la boca al chileno. Pero lo que salpicó, lo que
baldeó de rojo, fue el corte en el cuello.
Lo último que vieron los ojos de Fran fue mi cara. Mi jeta estúpida haciendo un gesto
estúpido. De asco. De terror. Una mueca estúpida, ¡la concha de mi madre!
El Chelo levantó la cabeza de los pelos. Girando sobre sus talones, hasta dar una
vuelta completa, la exhibió ante todos los presentes. La jueza, histérica, lloraba y gemía
desesperada a través de la mordaza.
-Antes de reanudar el juego: ¿hay alguien más que no se prenda en el motín? -quiso
saber el Chelo.
Nadie dijo nada.
Waldemar se puso de pie. No abrió la boca. Pero bien que me estaba gritando algo
con la mirada. Eso. Sus ojos y su silencio me decían: "¡Tu culo es mío!".
Ahora sé que en cualquier momento me la van a dar.
El Chelo apoyó la cabeza de Fran al costado del cuerpo decapitado.
-Ahí tienen balón nuevo.
El Deivi dio un pase corto. La cabeza de Fran rodó un metro. Depepi a la carrera le
pegó como venía y me la clavó en un ángulo.
¡Goooool! Gritaron los jugadores del Chelo.
¡Goooool! Gritaron las tribunas.
¡Goooool! Me gritó en la cara Waldemar.
El único de ellos que no cantaba el gol era el autor del tanto, el Nicasio Depepi.
Saltando en una pata, se estaba agarrando el pie derecho, llorando sus "¡ay! ¡ay! ¡ay!
¡ay!".
-¡Golazo, Depepi! -lo felicitó Rodríguez, pasándole un brazo sobre los hombros.
-Sí, sí... golazo. ¡Pero creo que me fracturé la pata! ¡Chileno y la puta que te parió!
El Melli le dio un chirlo en el culo.
-¿Y qué querés? ¡Si le diste con tres dedos! Ahora, aguantátela.
Todos los de mi equipo nos quedamos duritos. No se podía creer lo que habían
hecho. No se podía creer lo que estaba pasando.
-Fue gol, cariño -me dijo, face to face, Waldemar-.
-Saquen del medio -me ordenó, pellizcándome un pezón.
Cerré los ojos. Di media vuelta. Ahí estaba Fran.
Mirá, hermano, en qué terminaste.
Lo agarré con las dos manos, tapándole las orejas. Tenía la nariz rota. La cara
desfigurada. Sus ojos, tan negros y ahora bizcos, invadidos por su sangre. La boca, los
labios, todavía intactos para rompérselos de un beso.
-¡Dale, puto! ¡Es para hoy! -me apuró una voz que no pude identificar.
Y yo lo tiré a Fran a la mitad de la cancha para que siguiera el partido.

Tres portugueses bajo un paraguas.(Sin contar el muerto)


Rodolfo Walsh
1
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2
–¿Quién fue? –preguntó el comisario Jiménez.
–Yo no –dijo el primer portugués.
–Yo tampoco –dijo el segundo portugués.
–Ni yo –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4
–¿Qué hacían en esa esquina? –preguntó el comisario Jiménez.
–Esperábamos un taxi –dijo el primer portugués.
–Llovía muchísimo –dijo el segundo portugués.
–¡Cómo llovía! –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5
–¿Quién vio lo que pasó? –preguntó Daniel Hernández.
–Yo miraba hacia el norte –dijo el primer portugués.
–Yo miraba hacia el este –dijo el segundo portugués.
–Yo miraba hacia el sur –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6
–¿Quién tenía el paraguas? –preguntó el comisario Jiménez.
–Yo tampoco –dijo el primer portugués.
–Yo soy bajo y gordo –dijo el segundo portugués.
–El paraguas era chico –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7
–¿Quién oyó el tiro? –preguntó Daniel Hernández.
–Yo soy corto de vista –dijo el primer portugués.
–La noche era oscura –dijo el segundo portugués.–Tronaba y tronaba –dijo el tercer
portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8
–¿Cuándo vieron al muerto? –preguntó el comisario Jiménez.
–Cuando acabó de llover –dijo el primer portugués.
–Cuando acabó de tronar –dijo el segundo portugués.
–Cuando acabó de morir –dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9
–¿Qué hicieron entonces? –preguntó Daniel Hernández.
–Yo me saqué el sombrero –dijo el primer portugués.
–Yo me descubrí –dijo el segundo portugués.
–Mi homenaje al muerto –dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10
–Entonces ¿qué hicieron? –preguntó el comisario Jiménez.
–Uno maldijo la suerte –dijo el primer portugués.
–Uno cerró el paraguas –dijo el segundo portugués.
–Uno nos trajó corriendo –dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11
–Usted lo mató –dijo Daniel Hernández.
–¿Yo señor? –preguntó el primer portugués.
–No, señor –dijo Daniel Hernández.
–¿Yo, señor? –preguntó el segundo portugués.
–Sí, señor –dijo Daniel Hernández.

12
–Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada –dijo Daniel Hernández. Uno
miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en
vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un
taxímetro en una noche tormentosa.
“El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó
la parte delantera del sombrero.”
“El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para
matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un
costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque
estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás
del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir mojado adelante y atrás.
Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños
se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del
muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.”
“El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que
juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se
confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente
intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único
punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el
grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte
chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que
presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.”

El primer portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron.


El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.
La gallina degollada
Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas
del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos,
y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en
los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos
se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre
estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día
sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa
saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.
A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido
y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las
causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento;
pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de
su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero
hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su
joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.


Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero
a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día
siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y
toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no
pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo
como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir,
cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban
contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían
hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían
colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos
de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa;
pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero
pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el
largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en
razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó
afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico
de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto
había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de
tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No
faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te
quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella
toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo
y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como
algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores
de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el
vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde
el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar
del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de
los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y
esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible
negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar
idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo
que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no
ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva
cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las


emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo
abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se
atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la
frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a
los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más
irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a
su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol
había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando
los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada
de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,
miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por
una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de
kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y
buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente
avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a
montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la
pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después
se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda
se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a
la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado
del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,
Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos
sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

El hambre
Manuel Mujica Láinez

Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las


hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten
más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos,
ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras
bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse
en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en
seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el
paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el
lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí;
hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un
demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar
las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios.
Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el
angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una
marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado
de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.

Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda
mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las
flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas,
las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados
yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es
difícil distinguir a los vivos de los muertos.

Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos,
pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras
sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se
adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las
mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.

El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el


rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si
quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías.
Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera
deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la
de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y
las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el
Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no
hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado
eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más
fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para
recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los
tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo
comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron
los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que
fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia
la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el
rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado
escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.

Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda,


sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con
maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre.
Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le
alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su
vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba
al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los
caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no
envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la
Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían
como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños,
entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se
acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le
asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah,
cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos
de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y
hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está
de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las
ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?

El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la


situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne!
Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose
el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha
ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un
bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al
zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una
montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay
más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un
rincón de la tienda.

El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la
lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano
montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no
arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y
entonces…

Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.

Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las
chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con
los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su
camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí
están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan,
sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca.
Unos pasos más…

Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las


hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias
inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de
Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los
Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de
Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo
Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.

Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos
momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de
su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues
ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía
su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el
lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de
nutria que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a
ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una
aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se
refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del
Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos
turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el
gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo
a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle,
cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea
Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi
africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a
Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la
armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura?
También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…

Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus


sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de
Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado
jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos
en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los
aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae
silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.

Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba


apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos
de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a
los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió,
muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se
recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni
el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie.
Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don
Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.

Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo


Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los
cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la
apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la
lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía
ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el
genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en
verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la
ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el
cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto,
saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su
agilidad…

No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que


levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y
cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro,
camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado
por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae
encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de
la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al
cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del
campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un
brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los
dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino
en morder, en saciarse. Solo entonces la pincelada bermeja de las brasas le
muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario
italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos
tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el
rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo
después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como
un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a
correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las
órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más
y más.

Viaje al Río de la Plata


Ulrico Schmidl

Capítulo 5. Llegada a Río de Janeiro y muerte de Osorio

Después navegamos de esta isla a otra que se llama Río Genna (Río Janeiro) a
500 millas de la anterior, dependencia del rey de Portugal: esta es la isla de Río
Genna en Inndia (Indias) y los indios se llaman thopiss (tupís). Allí nos quedamos
unos 14 días. Fue aquí que thonn Pietro Manthossa (don Pedro de Mendoza), nuestro
capitán general, dispuso que Hanss Ossorio (Juan de Osorio), como que era su
hermano adoptivo, nos mandase en calidad de su lugarteniente; porque él seguía
siempre sin acción, tullido y enfermo. Así las cosas él, Hans Ossorio, no tardó en ser
malquistado y calumniado ante thonn Pietro Manthossa, su hermano jurado, y la
acusación era que trataba de sublevarle la gente a thonn Pietro Manthossa, el
capitán general. Con este pretexto él, thonn Pietro Manthossa, ordenó a otros 4
capitanes llamados Joan Eyolas (Ayolas), Hanns Salesser (Juan Salazar), Jerg
Luchllem (Jorge Luján) y Lazarus Sallvaischo que matasen al dicho Hanns Ossorio a
puñaladas, o como mejor pudiesen, y que lo tirasen al medio de la plaza por traidor.
Más aún, hizo publicar por bando que nadie osase compadecerse de Ossorio so
pena de correr la misma suerte, fuere quien fuere. Se le hizo injusticia, como lo
sabe Dios el Todopoderoso, y que Él lo favorezca; porque fue aquel un hombre
piadoso y recto, buen soldado, que sabía mantener el orden y disciplina entre la
gente de pelea.

Capítulo 9. Se fortifica Buenos Aires y se padece hambre

Y cuando volvimos al real se repartió la gente en soldados y trabajadores, así


que no quedase uno sin qué hacer. Y se levantó allí una ciudad con un muro de
tierra como de media lanza de alto a la vuelta, y adentro de ella una casa fuerte
para nuestro general; el muro de la ciudad tenía de ancho unos 3 pies; mas lo que
un día se levantaba se nos venía abajo al otro; a esto la gente no tenía qué comer,
se moría de hambre, y la miseria era grande; por fin llegó a tal grado que ya ni los
caballos servían, ni alcanzaban a prestar servicio alguno. Así aconteció que llegaron
a tal punto la necesidad y la miseria que por razón de la hambruna ya no quedaban
ni ratas, ni ratones, ni culebras, ni sabandija alguna que nos remediase en nuestra
gran necesidad e inaudita miseria; llegamos hasta comernos los zapatos y cueros
todos.

Y aconteció que tres españoles se robaron un rocín y se lo comieron sin ser


sentidos; mas cuando se llegó a saber los mandaron prender e hicieron declarar con
tormento; y luego que confesaron el delito los condenaron a muerte en horca, y los
ajusticiaron a los tres. Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres
colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y
cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre. También un español se
comió al hermano que había muerto en la ciudad de Bonas Ayers.

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