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El cuento realista es una narración breve, oral o escrita, que relata hechos
presentados como reales y que resultan, para el oyente o lector, perfectamente posibles.
La principal característica de estas historias es la verosimilitud: lo que se cuenta tiene
que ser creíble, tiene que ser parecido a la realidad.
Temática:
En general, el tema es el ser humano y su existencia; la descripción de la realidad en
la que vive como individuo y como parte de la sociedad. Los relatos realistas suelen ser
retratos de la vida, las creencias, el lenguaje y las tradiciones de una determinada
sociedad.
Como ya se ha dicho, todo en el cuento realista debe ser verosímil, es decir,
parecido a la realidad.
Narrador:
El escritor realista trata de mostrarse objetivo al narrar los hechos. Por lo general
utiliza la tercera persona gramatical y adopta la posición de narrador testigo o de
narrador omnisciente.
Espacio y tiempo:
Para darle credibilidad a la historia, el relato realista presenta detalles de la época en
que suceden los hechos. Lo mismo sucede con el lugar, suelen aparecer detalles en la
descripción que generan la ilusión de estar viendo los espacios en que viven los
personajes.
Si se describe un mueble, por ejemplo, se resaltan características que
históricamente ese tipo de mueble tuvo en la época y en el lugar de los hechos del
cuento. La intención a veces es describir una realidad histórica, y otras veces hacer creer
que los personajes y las acciones que se presentan son tan verdaderos como la Historia.
El desarrollo del tiempo de la acción suele ser lineal y cronológico para producir la
ilusión de estar viendo los hechos a medida que ocurren.
Personajes:
Los personajes no suelen ser muy complejos, sino personas comunes y sencillas, con
vidas también comunes y sencillas.
Lenguaje:
Es habitual que los relatos realistas incluyan diálogos en los que se pueda ver cómo
hablan los personajes. El lenguaje utilizado por los personajes refleja el vocabulario y las
formas de expresión propios de la edad, del nivel social, de la época de esos personajes.
NARRADORES
Las historias no se cuentan solas. Necesitan una voz. El narrador es la voz
ficcional que cuenta la historia, describe personajes y situaciones, opina, y distribuye
la información (eligiendo qué contar y en qué momento).
-Voy a rezar y a pedir la ayuda de los dioses. Después lanzaré una moneda. Si sale
cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en las manos del destino.
Después de haber rezado unos instantes, salió del templo y arrojó una moneda. Salió
cara. La moral de las tropas se inflamó de golpe. Los guerreros, firmemente convencidos
de salir victoriosos, combatieron con una intrepidez tan extraordinaria que ganaron la
batalla rápidamente.
-Nadie puede cambiar el destino. Esta victoria inesperada es una nueva prueba.
-¿Quién sabe?- respondió el general, al mismo tiempo que le enseñaba una moneda...
una moneda trucada, que tenía cara en ambos lados.
Los dos hombres nacen el mismo día, a la misma hora. Sus vidas no se cruzan hasta
que son enamorados por la misma mujer. Entonces se encuentran y pelean por ella. Uno
de ellos obtiene la victoria y el amor. Al otro le corresponde el dolor, la humillación y
quizá la muerte.
Los astrólogos han previsto ese día el mismo horóscopo para los dos. Tal vez son
erróneos los vaticinios. O tal vez se equivoca uno al pensar que el amor y la muerte son
destinos distintos.
Una tarde, el Ángel Gris comunicó al farmacéutico Luciano B. Herrera que su muerte
se produciría un día viernes.
Al principio, el sujeto aprovechó el dato con cierta astucia: arriesgaba la vida sin
temores en sus días de inmortalidad, mientras que los viernes se encerraba bajo siete
llaves.
Muy pronto el miedo comenzó a trastornarlo. Los domingos y lunes mantenía una
relativa calma. Los martes y miércoles lloraba en silencio. Los jueves visitaba a sus
amigos y parientes para despedirse de ellos. Los viernes enloquecía y suplicaba
clemencia a gritos. Los sábados se emborrachaba para festejar su buena suerte.
Las cosas fueron empeorando. Herrera tuvo que cerrar la farmacia, cayó en la
miseria y adquirió una merecida reputación de chiflado.
Se suicidó un martes, ante el beneplácito de quienes sostienen la doctrina del libre
albedrío.
Un mártir
Eduardo Galeano
En el otoño del 98, en pleno centro de Buenos Aires, un transeúnte distraído fue
aplastado por un autobús. La víctima venía cruzando la calle, mientras hablaba por un
teléfono celular. ¿Mientras hablaba? Mientras que hacia como que hablaba: el teléfono
era de juguete.
La burocracia/3
Eduardo Galeano
Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla.
En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado
hacía guardia. Nadie sabía por qué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía
porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en
generación los oficiales transmitían la orden y los soldados la obedecían. Nadie nunca
dudó, nadie nunca preguntó. Si así se hacía, y siempre se había hecho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé qué general o coronel, quiso conocer la
orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se
supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar
guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera
sentarse sobre la pintura fresca.
Punto de vista, 2
Eduardo Galeano
Justicia
Eduardo Galeano
En 1997, un automóvil de chapa oficial venía circulando a velocidad normal por una
avenida de San Pablo. En el automóvil, nuevo, caro, viajaban tres hombres. En un cruce,
los paró un policía. El policía los hizo bajar y durante cerca de una hora los tuvo manos
arriba, y de espaldas, mientras les preguntaba una y otra vez dónde habían robada ese
automóvil. Los tres hombres eran negros. Uno de ellos, Edivaldo Britto, era el Secretario
de Justicia del Gobierno de San Pablo. Los otros dos eran funcionarios de la Secretaría.
Para Britto, esto no tenía nada de nuevo. En menos de un año, le había ocurrido cinco
veces. El policía que los había detenido era, también, negro.
La educación
Eduardo Galeano
Magia
Eduardo Galeano
La intrusa
Jorge Luis Borges
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de
los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil
ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de
alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a
Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera,
donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de
Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora
porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los
orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación
literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba,
no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras,
con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas.
Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como
todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán
se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron
ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de
los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o
Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El
barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a
hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron
troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de
dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con
uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces
de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir
con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto
que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de
conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía,
con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la
mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido
gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al
palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba
y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usála.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía
qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa,
montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida
unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas,
pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni
siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo.
Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar
la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre
no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión,
pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por
ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie,
delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había
dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó
a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que
tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin
explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje.
Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando
llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una
rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre
hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez,
se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto
justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la
Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al
overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le
dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba
con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían
cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los
Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y
prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros,
con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos
la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián
uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos
la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
Lloro como una Magdalena cuando pienso en la Artemia, que era la sabiduría en
persona cuando charlábamos. Podía ser buenísima, pero hay bondades que matan, como
decía mi tía Lucy. Lo peor es que por más que trate, no puedo describirla sin quitarle algo
de su gracia.
Me decía: —Piluca, haceme un vestido peligroso.
Era ociosa y dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios. A pesar de eso,
hacía cada dibujo que lo dejaba a uno bizco. Caras que parecía que hablaban, sin contar
cualquier perfil del lado derecho que es tan difícil; paisaje con fogatas que daba miedo
que incendiaran la casa cuando uno los miraba. Pero lo que hacía mejor era dibujar
vestidos. Yo tenía que copiarlos después, esa era la macana, porque la niña vivía para
estar bien vestida y arreglada. La vida se resumía para ella en vestirse y perfumarse; en
seguida me decía chau y ni un lebrel la alcanzaba. Cuántas personas menos buenas que
ella hay en el mundo que están todo el día en la iglesia rezando.
Yo había trabajado de pantalonera antes de conocerla y no de modista como le dije,
de modo que estaba en ascuas cada vez que tenía que hacerle un vestido.
Perdí mi empleo de pantalonera, porque no tuve paciencia con un cliente asqueroso
al que le probé un pantalón. Resulta que el pantalón era largo de tiro y había que prender
con alfileres, sobre el cliente, el género que sobraba. Siendo poco delicado para una niña
de veinte años manipular el género del pantalón en la entrepierna para poner los
alfileres, me puse nerviosa. El bigotudo, porque era un bigotudo, frente al espejo miraba
su bragueta y sonreía. Cuando coloqué los alfileres, la primera vez me dijo:
—Tome un poco más, vamos —con aire puerco.
Le obedecí y volvió a decirme con el mismo tono, riéndose:
—Un poco más, niña, ¿no ve que me sobra género?
Mientras hablaba, se le formó una protuberancia que estorbaba el manejo de los
alfileres. Entonces, de rabia, agarré la almohadilla y se la tiré por la cara. La patrona no
me lo perdonó y me despidió en el acto diciendo que yo era una mal pensada y que la
protuberancia se debía al pantalón que estaba mal cortado. Soy una mujer seria y
siempre lo fui.
La señorita Artemia me tomó por el diario. Acudí a su casa con la cédula. En seguida
simpatizamos y le dije que me llamara por el sobrenombre, que es Piluca, y no por el
nombre, que es Régula.
Iba a su casa tres veces por semana, para coser. Siempre me invitaba a tomar un
cafecito o una tacita de té, con medias lunas. Yo perdía horas de trabajo. ¿Qué más
quería? Si yo hubiera sido una cualquiera, qué más quería; pero siendo como soy me
daba no sé qué. A pesar de la repugnancia que siento por algunas ricachonas, ella nunca
me impresionó mal. Dicen que estaba enamorada. Sobre su mesa de luz, pegada al
velador, tenía una fotografía del novio que era un mocoso. Tenía que serlo para dejarla
salir con semejantes vestidos. Pronto me di cuenta de que ese mocoso la había
abandonado, porque los novios vienen siempre de visita y él nunca. El amor es ciego. Le
tomé cariño y bueno, ¿qué hay de malo?
Un enorme ventanal ofrecía el cielo a mis ojos, una regia máquina de coser eléctrica
estaba a mi disposición, un maniquí rosado traído de París, que daba ganas de comerlo,
una tijera grandota, que parecía de plata, un millón de carreteles de sedalina de todos
colores, agujas preciosas, alfileres importados, centímetros que eran un amor, brillaban
en el cuarto de costura. Una habitación con sus utensilios de trabajo no parece nada,
pero es todo en la vida de una mujer honrada. Hay bondades que matan, como dije
anteriormente; son como una pistola al pecho, para obligarle a uno a hacer lo que no
quiere.
—Piluca, hágame este vestido para mañana. Piluquita, aquí está el género y el
modelo —rogaba la Artemia.
—Pero niña, no tengo tiempo.
—Yo sé que lo vas a hacer en un cerrar y abrir de ojos.
—Manos a la obra —yo exclamaba sin saber por qué, y me ponía a trabajar. Me tenía
dominada. A veces yo trabajaba hasta las cinco de la mañana, con los ojos desteñidos
por la luz, para concluir pronto. El lirio de la Patagonia me ayudaba. Llevaba siempre su
estampita en mi bolsillo.
La señorita Artemia era perezosa. No es mal que lo sea el que puede, pero dicen que
la ociosidad es madre de todos los vicios y a mí me atemorizan los vicios. Sin embargo,
para algo no era perezosa. Dibujaba, de su idea propia, sus vestidos, ya lo dije, para que
yo se los copiara. No crean que esto era fácil. Con un molde, yo cortaba cualquier
vestido; pero sacar de un dibujo el vestido es harina de otro costal. Lloré gotas de
sangre. Ahí empezó mi desventura. Los vestidos eran por demás extravagantes. A veces
ella misma pintaba las telas, que en general eran livianas y rosadas. El jumper de
terciopelo, el único de terciopelo que le hice, tenía un gran escote por donde me explicó
que se asomaría una blusa de organza, que cubriría sus pechos. Varias veces le recordé,
después de terminarle el jumper, que tenía que comprar la organza, para hacerle la
blusa. El día que se le antojó estrenar el jumper, no estaba hecha la blusa: resolvió,
contra viento y marea, ponérselo. Parecía una reina, si no hubiera sido por los pechos,
que con pezón y todo se le veían como en una compotera, dentro del escote. Mama mía.
La acompañé hasta la puerta de calle y después hasta la plaza. Allí me despedí de ella.
No pude menos que admirar la silueta envuelta en el hermoso forro negro de terciopelo
que a regañadientes yo le había cortado y cosido. Qué extravagancia. Al día siguiente,
cuando la vi, estaba demacrada. Tomó el diario bruscamente y me leyó una noticia de
Budapest, llorando. Una muchacha había sido violada por una patota de jóvenes que la
dejaron inanimada, tendida y desgarrada en el suelo. La muchacha llevaba puesto un
jumper de terciopelo, con un escote provocativo, que dejaba sus pechos enteramente
descubiertos. La Artemia lloraba como si se hubiera tratado de una parienta o de una
amiguita o de su madre. Yo le pregunté por qué lloraba: qué podía importarle de una
muchacha de Budapest qe no había conocido. ¡Qué sensibilidad!
--Debió de sucederme a mí – me contestó, enjugándose las lágrimas.
--Pero niña, está bien que sea buena –le dije – pero no hasta el punto de querer
sacrificarse por la humanidad.
--Es horrible que esto haya pasado. Comprenda que es mi jumper el que llevaba esa
mujer. El jumper que yo dibujé, el que me quedaba bien a mí.
No comprendí. Me ruboricé y sin decirle nada salí del cuarto para tomar una tacita
de tilo.
Al día siguiente volvió con el dibujo de un vestido no menos extravagante, para que
se lo copiara. Fruncí el ceño y exclamé involuntariamente:
--¡Dios mío! ¡Virgen Santísima!
--¿Qué tiene de malo? – me dijo fulminándome con la mirada. Y como yo no
contestaba, prosiguió: -- ¿Para qué tenemos un hermoso cuerpo? ¿No es para mostrarlo,
acaso?
Le dije que tenía razón, aunque no lo pensara, porque soy educada muy a la antigua
y antes de ponerme un vestido transparente, con todo al aire, me muero.
—Usted es una santulona, pero no hay derecho de imponerle sus ideas a los demás.
—Fui educada así y ya es tarde para cambiarme.
—Yo me eduqué a mí misma y no es tarde para cambiarme, pero no voy a cambiar.
Ayúdeme, entonces —me dijo.
El vestido que había dibujado era más indecente que el anterior. Era todo de gasa
negra, con pinturas hechas a mano: pinturas muy delicadas, que parecían reales, como
el fuego de las fogatas y los perfiles. Las pinturas representaban sólo manos y pies
perfectamente dibujados y en diferentes posturas; manos con anillos y sin anillos. Al
menor movimiento de la gasa, las manos y los pies parecían acariciar el aire. Cuando
terminé el vestido y se lo probó me ruboricé. La Artemia se complacía frente al espejo,
viendo el movimiento de las manos pintadas sobre su cuerpo, que se transparentaba a
través de la gasa. Le pregunté:
—¿Cómo le hago el viso?
—Su abuela —me contestó—. ¿No sabe que se usa sin viso? Usted, vieja, está muy
anticuada.
Esa noche salió a las dos de la mañana. Como era el mes de enero y hacía calor, no
se puso un abrigo ni un chal para cubrirse. Con temor la vi alejarse y no dormí en toda la
santa noche.
Al día siguiente la encontré malhumorada, frente al desayuno. Tomó el diario en una
mano, mientras con la otra bebía el café con leche. Me leyó una noticia: en Tokio, en un
suburbio, una patota de jóvenes había violado a una muchacha a las tres de la mañana.
El vestido provocativo que la muchacha llevaba era transparente y con manos y pies
pintados.
La Artemia se echó a llorar y yo traté de consolarla.
—No puedo hacer nada en el mundo sin que otras mujeres me copien — exclamó
sacudiendo la cabeza.
—Pero, niña, no diga esas cosas.
—Son unas copionas. Y las copionas son las que tienen éxito.
—¿Qué éxito es ése?. No es nada de envidiar.
—No me entiende, Régula.
—Llámeme Piluca y no se enoje.
El siguiente vestido me sacó canas verdes. Era de tul azul, con pinturas de color de
carne, que representaban figuras de hombres y mujeres desnudos. Al moverse todos
esos cuerpos, representaban una orgía que ni en el cine se habrá visto. Yo, Régula
Portinari, metida en ésas; no parecía posible.
Durante una semana cosí temblando la túnica pintada con lúbricas imágenes, pero
no sabía los efectos que sobre el cuerpo de la Artemia podían producir.
Rebajé cinco kilos cosiendo ese dichoso vestido; rompí varias agujas de puro
nerviosa. Aquel cuarto de costura era un tendal de géneros mal aprovechados. Senos,
piernas, brazos, cuellos de tul, llenaban el piso.
Felizmente la noche del estreno del vestido hubo un apagón en la cuadra y nadie vio
salir a la Artemia de casa, cubierta de esa orgía de cuerpos que se agitaban al menor
movimiento. Le previne:
—Va a tener frío, niña. Lleve un abrigo.
—Qué frío puedo tener en el auto con calefacción.
Era pleno invierno, pero la niña no sentía frío.
Al día siguiente, nada nuevo auguraba su rostro. Otra vez leyendo el diario,
sorprendió una noticia que la impresionó a tal punto que tuve que prepararle una taza de
tilo. En Oklahoma, una muchacha salió a la calle con un vestido tan indecente, que la
ciudad entera la repudió y un grupo de jóvenes, para ultrajarla, la violó. El vestido era de
tul y llevaba pintados cuerpos desnudos que en el movimiento parecían abrazarse
lúbricamente. Me dio pena y horror la perversidad del mundo.
Aconsejé a la Artemia que se vistiera con pantalón oscuro y camisa de hombre. Una
vestimenta sobria, que nadie podía copiarle, porque todas las jóvenes la llevaban. En
mala hora me escuchó. Con suma facilidad y rapidez le hice el pantalón y una camisa a
cuadros, que corté y cosí en dos patadas. Verla así, vestida de muchachito, me encantó,
porque con esa figurita ¿a quién no le queda bien el pantalón?
Cuando salió de casa me abrazó como nunca lo había hecho. Tal vez pensó que no
volvería a verme. Cuando fui a mi trabajo, a la mañana siguiente, un coche patrullero de
la policía estaba estacionado frente a la puerta. Ese silencio, esa luz cruel de la mañana,
me anunciaron algo horrible que después supe y leí en los diarios:
Una patota de jóvenes amorales violaron a la Artemia a las tres de la mañana en una
calle oscura y después la acuchillaron por tramposa.
Cabecita negra
Germán Rozenmacher
El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba
enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía,
temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar
vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y
rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había
lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando
el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras
algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando
turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas
pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las
casas de uno o dos a siete pisos y se perdía entre los pocos letreros luminosos de los
hoteles que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como
un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y
vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en el
balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros, angustiado. La
noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a contramano. Solamente él se
sentía despierto en medio del enorme silencio de la ciudad dormida. Un silencio que lo
hacía moverse con cierto sigiloso cuidado, como si pudiera despertar a alguien. Se
cuidaría muy bien de no contárselo a su socio de la ferretería porque lo cargaría un año
entero por esa ocurrencia de lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país
donde uno aprovechaba cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a
costillas ajenas había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se
descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si
estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y santo
remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a pasar el fin de
semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así que estaba solo en la
casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No podía quejarse de la vida. Su
padre había sido un cobrador de la luz, un inmigrante que se había muerto de hambre
sin haber llegado a nada. El señor Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía
esa casa del tercer piso cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos
meses había comprado el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una
fortuna en los hermosos apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la
avenida de Mayo iba muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde
pasaba las vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se
recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida. Claro que
había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como estos, donde los desórdenes
políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba
el escándalo, la ruina, la pérdida de todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas
para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había
salido adelante. Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase
más en el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de
humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su familia,
que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que seguir el camino
recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces todo lo que había hecho en
la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y entonces juntó dinero y puso una
ferretería. Se vivía una sola vez y no le había ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la
calle, podían estar matándose. Pero él tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño,
donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo
único que lo desesperaba era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla
era espesa. Un silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en
calma. Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que
daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina, llamaba
a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El señor Lanari dio un
respingo y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de dolor en la neblina y parecía
golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El señor Lanari quiso hacerla callar, era de
noche, podía despertar a alguien, había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de
pronto gritó de nuevo, reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y
pidiendo socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi
un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces el
señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina. Y allí la vio.
Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel que tenía el letrero
luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y borracha, casi una niña, con las
manos caídas sobre la falda, vencida y sola y perdida, y las piernas abiertas bajo la
pollera sucia de grandes flores chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella
de cerveza bajo el brazo. —Quiero ir a casa, mamá —lloraba—. Quiero cien pesos para el
tren para irme a casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la estrecha
escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran estos
negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se los puso
arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la caridad. Se sintió
satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los bolsillos, despreciándola despacio.
—¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? —la voz era dura y malévola. Antes de que
se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
—A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al
vigilante.
—Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y
hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero ya
era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
—Viejo baboso —dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo, seguro
y sobrador que tenía adelante—. Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo. —Vamos. En cana. El señor
Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y le gritó al
policía. —Cuidado, señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara.
¿Usted sabe con quién está hablado? —Había dicho eso como quien pega un tiro en el
vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
—Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y
ahora te querés lavar las manos? — dijo el vigilante y lo agarró por la solapa levantando
a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada, ausente y callada
mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban todos locos. ¿Qué tenía
que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera a la comisaría y aclarara todo y
entonces no le creyeran y se complicaran más las cosas? Nunca había pisado una
comisaría. Toda su vida había hecho lo posible para no pisar una comisaría. Era un
hombre decente. Ese insomnio había tenido la culpa. Y no había ninguna garantía de que
la policía aclarase todo. Pasaban cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera
en la policía se podía confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.
—Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer — dijo señalándola. Sintió
que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la ley, y esa
negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él y que lo miraba
de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con
grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita negra.
—Señor agente —le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no
escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre los
brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le importaba.
—Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo
que le digo es cierto —y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los mostró—.
Vivo ahí al lado —gimió, casi manso y casi adulón, quejumbroso, sabiendo que estaba en
manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que sacara la cara por él y lo
defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y convencerlo para que lo dejara de
embromar. El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari
le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por otro y
casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el señor Lanari
prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra apenas vio la cama
matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o
cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en la
misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del mundo,
un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado, como culpable de
una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan desusado, ahí a las 4 de la
madrugada, porque la noche se había hecho para dormir y estaba atrapado por esos
negros, él, que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado
por la locura en su propia casa.
—Dame café —dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo estaban
humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo atropellaran y
así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala muerte, lo trataba de
che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus ojos un odio tan frío, tan
inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó que lo mejor sería ir a la
comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino disfrazado de policía que había
venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las cosas que había conseguido en años y
años de duro trabajo, todas sus posesiones, y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer
estaba en toda la trampa como carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le
sirvió café. Después lo llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se
cernía, que se venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría
encima ni cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca
abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero
estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio nacional y tenía
toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no había podido estudiar violín,
tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya, cuando quería, la mejor música del
mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero
¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y ese
hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le iba
creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo ahora quisiera
hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos, tiró por ahí la gorra, se
abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las
patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la
misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de
aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para
enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una
persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió
que deliraba y divagaba y sudaba y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al
revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera
sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
—Qué le hiciste —dijo al fin el negro.
—Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga el
favor de... —el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un puñetazo en la
nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre por el labio. Bajó los
ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué cuentas le pedían? Dos
desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían cuentas por algo que no
entendía y todo era un manicomio.
—Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como
muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden llevársela por
delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste, porquería, apareciste justo y
me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la chica
desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio vuelta y siguió
durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del estómago, mientras el
señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer, anonadado, y entonces fue cuando
la chica despertó y lo miró y le dijo al hermano:
—Este no es, José —lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero definitiva.
Vagamente, el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida, humillada del otro, y vio
que se detenía bruscamente y vio que la mujer se levantaba con pesadez, y por fin,
sintió que algo tontamente le decía adentro “Por fin se me va este maldito insomnio” y se
quedó bien dormido. Cuando despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos,
encegueciéndolo. Todo en la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía
terriblemente la boca del estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de
volverse loco y cerró los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a
revisar los cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y
jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? Podría ir
a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había pasado de veras?
“Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de decirse pero era inútil: le dolía
la boca del estómago y todo estaba patas para arriba y la puerta de calle abierta.
Tragaba saliva. Algo había sido violado. “La chusma”, dijo para tranquilizarse, “hay que
aplastarlos, aplastarlos”, dijo para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda
la fuerza pública y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el
señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.
Sus vecinos, que la conocían y la querían, estaban convencidos de que ella era
culpable:
--¿Por qué? --preguntó el abogado.
--Porque lo dicen los diarios.
--Pero los diarios mienten --dijo el abogado.
--Es que también lo dice la radio --explicaron los vecinos--. ¡Y la tele!
Matador
Leonardo Oyola
El 30 de marzo de 1996, una fuga fallida en Sierra Chica derivó en un cruento motín en el que murieron
siete personas. Durante ocho días, los presos más peligrosos del penal "quedaron a cargo", mantiniendo
cautivos a 17 rehenes, entre los que se encontraba una jueza y su secretario. Ese es el punto de partida de
"Matador", el cuento de Leonardo Oyola que fue incluido en la antología In fraganti.
Adentro, hay cosas que se vuelven familiares. Para bien o para mal.
En la lista de las buenas estaba, por ejemplo, la forma de arquearse en el aire de
Fran para matar una pelota en el pecho. Primero llevando los hombros hacia atrás. Y
cómo los cerraba después. Su aterrizar clavando solo una rodilla.
En las malas, en las que tenía que dejar pasar, estaba el pobre gordo. "El chanchito".
Cada vez más estropeado. Se le notaba en la jeta que seguía resistiéndose al pedo. No
tenía que importarme el culo del gordo hasta que me importó. Eso fue cuando no salió
vivo de la enfermería. Había aguantado más de lo aconsejado.
Eran malas noticias para el número dos en la lista.
Y como un boludo, no me puse en guardia por estar pensando a cada momento en el
Matador.
Para hacerme la paja me acuesto boca abajo, perforando la almohada. Me gusta
apretarme contra algo duro y pensar que aunque no me dejen hacerlo yo sigo, sigo, sigo.
Por mi colchón, por mi cabeza, ya había pasado Fran. Y esa madrugada le tocaba otra
vez.
En eso estaba, cuando sentí la rodilla y el peso de Chiquetete en mi espalda. Puse
los brazos a los costados para intentar levantarme y sacármelo de encima. El guacho
estuvo rápido. Me agarró de las muñecas y me hizo la toma manubrio, la de Mr. Moto.
Así es como te la dan. Así es como te quiebran la primera vez. En cuclillas,
Waldemar me apretó la boca y los cachetes con una mano.
-Tranquila, cariño. No te resistas. La vamos a pasar bien.
Se arrodilló, y ya la estaba por pelar, cuando se apareció el chileno. Ninguno lo
escuchó llegar. Lo que sí se escuchó fue la patada y la paliza que le dio a Chiquetete.
Waldemar se subió la bragueta y se estaba abrochando el pantalón cuando lo taclié. Lo
arrinconé contra una pared y él me dio un cabezazo. Después me refregó la frente por la
herida que me había hecho en el párpado. Aproveché y le mordí una oreja, a lo Tyson. Le
arranqué un pedazo. La marca de mis dientes nunca le cicatrizó. Me iba a matar ahí
nomás, si no era por Fran que le dio un puntinazo en las pelotas.
-¡No se metan más en este pabellón! -les escupió en la cara.
Cuando se fueron, después de lamerse el pulgar, me pasó su saliva en el corte que
tenía en la ceja.
-Tavo, ¿cómo estás?
Nos miramos. Yo le agarré esa mano y la llevé contra mi pecho. En esos ojos tan
negros no me pude encontrar. Me hubiera gustado que otra hubiera sido nuestra historia.
Matador, Matador... si todo estuviera mejor.
Y lo que teníamos era eso. Nada. Pero mi colchón desde ese momento se quedó con
el olor de Fran.
Por lo menos hasta que se prendió fuego.
2
–¿Quién fue? –preguntó el comisario Jiménez.
–Yo no –dijo el primer portugués.
–Yo tampoco –dijo el segundo portugués.
–Ni yo –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.
3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
4
–¿Qué hacían en esa esquina? –preguntó el comisario Jiménez.
–Esperábamos un taxi –dijo el primer portugués.
–Llovía muchísimo –dijo el segundo portugués.
–¡Cómo llovía! –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5
–¿Quién vio lo que pasó? –preguntó Daniel Hernández.
–Yo miraba hacia el norte –dijo el primer portugués.
–Yo miraba hacia el este –dijo el segundo portugués.
–Yo miraba hacia el sur –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.
6
–¿Quién tenía el paraguas? –preguntó el comisario Jiménez.
–Yo tampoco –dijo el primer portugués.
–Yo soy bajo y gordo –dijo el segundo portugués.
–El paraguas era chico –dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7
–¿Quién oyó el tiro? –preguntó Daniel Hernández.
–Yo soy corto de vista –dijo el primer portugués.
–La noche era oscura –dijo el segundo portugués.–Tronaba y tronaba –dijo el tercer
portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8
–¿Cuándo vieron al muerto? –preguntó el comisario Jiménez.
–Cuando acabó de llover –dijo el primer portugués.
–Cuando acabó de tronar –dijo el segundo portugués.
–Cuando acabó de morir –dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9
–¿Qué hicieron entonces? –preguntó Daniel Hernández.
–Yo me saqué el sombrero –dijo el primer portugués.
–Yo me descubrí –dijo el segundo portugués.
–Mi homenaje al muerto –dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10
–Entonces ¿qué hicieron? –preguntó el comisario Jiménez.
–Uno maldijo la suerte –dijo el primer portugués.
–Uno cerró el paraguas –dijo el segundo portugués.
–Uno nos trajó corriendo –dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.
11
–Usted lo mató –dijo Daniel Hernández.
–¿Yo señor? –preguntó el primer portugués.
–No, señor –dijo Daniel Hernández.
–¿Yo, señor? –preguntó el segundo portugués.
–Sí, señor –dijo Daniel Hernández.
12
–Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada –dijo Daniel Hernández. Uno
miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en
vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un
taxímetro en una noche tormentosa.
“El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó
la parte delantera del sombrero.”
“El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para
matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un
costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque
estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás
del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir mojado adelante y atrás.
Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños
se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del
muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.”
“El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que
juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se
confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente
intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único
punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el
grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte
chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que
presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.”
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas
del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos,
y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco
quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en
los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos
se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre
estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día
sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa
saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres.
A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido
y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado
ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante,
hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las
causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento;
pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de
su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero
hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su
joven maternidad.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella
toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo
y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer
Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como
algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado,
pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores
de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el
vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde
el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar
del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de
los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y
esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible
negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar
idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los
fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier
cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo
que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no
ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi
padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva
cuanto infames fueran los agravios.
El hambre
Manuel Mujica Láinez
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda
mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las
flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas,
las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados
yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es
difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos,
pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras
sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se
adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las
mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de
viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la
lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano
montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no
arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y
entonces…
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las
chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con
los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su
camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí
están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan,
sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca.
Unos pasos más…
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos
momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de
su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues
ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía
su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el
lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de
nutria que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a
ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una
aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se
refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del
Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos
turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el
gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo
a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle,
cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea
Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi
africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a
Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la
armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura?
También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…
Después navegamos de esta isla a otra que se llama Río Genna (Río Janeiro) a
500 millas de la anterior, dependencia del rey de Portugal: esta es la isla de Río
Genna en Inndia (Indias) y los indios se llaman thopiss (tupís). Allí nos quedamos
unos 14 días. Fue aquí que thonn Pietro Manthossa (don Pedro de Mendoza), nuestro
capitán general, dispuso que Hanss Ossorio (Juan de Osorio), como que era su
hermano adoptivo, nos mandase en calidad de su lugarteniente; porque él seguía
siempre sin acción, tullido y enfermo. Así las cosas él, Hans Ossorio, no tardó en ser
malquistado y calumniado ante thonn Pietro Manthossa, su hermano jurado, y la
acusación era que trataba de sublevarle la gente a thonn Pietro Manthossa, el
capitán general. Con este pretexto él, thonn Pietro Manthossa, ordenó a otros 4
capitanes llamados Joan Eyolas (Ayolas), Hanns Salesser (Juan Salazar), Jerg
Luchllem (Jorge Luján) y Lazarus Sallvaischo que matasen al dicho Hanns Ossorio a
puñaladas, o como mejor pudiesen, y que lo tirasen al medio de la plaza por traidor.
Más aún, hizo publicar por bando que nadie osase compadecerse de Ossorio so
pena de correr la misma suerte, fuere quien fuere. Se le hizo injusticia, como lo
sabe Dios el Todopoderoso, y que Él lo favorezca; porque fue aquel un hombre
piadoso y recto, buen soldado, que sabía mantener el orden y disciplina entre la
gente de pelea.