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Fentanyl
Crónica de una adicción
Samuel Andrés Arias
REVISTA EL MALPENSANTE |
Esta es la última vez que voy a hablar de esta vaina... Lo he tenido que hacer
varias veces: en las hospitalizaciones, en consulta con mi psiquiatra y en el
proceso de recuperación con el grupo. Esto ya no tiene sentido. Mi vida va por
otro camino y recordarlo es muy doloroso.
Cuando llevaba como ocho meses, una mañana me programaron para cirugía
plástica. Había tenido un seminario temprano y por eso llegué tarde a la sala.
Sobre la mesa me encontré a una niña de unos veinte años que estaban
preparando para una rinoplastia. Cogí la historia clínica y la miré rápidamente
para ver qué decía la valoración preanestésica. Yo no entiendo qué se quería
operar porque era bellísima. ¡Qué niña tan bonita! Era larga, blanquita, los ojos
verdes claros, las cejas pobladas, el cabello no sé, porque lo tenía recogido
debajo del gorro de cirugía; los labios se veían suavecitos, chupones; la bata
de cirugía le cubría hasta la mitad de las piernas que eran también muy
bonitas. ¡Una china chusca! Entonces me acerqué, me presenté y le expliqué
que yo le iba a dar la anestesia. Le conté que iba a sentir sueño, que se
dormiría y que cuando se despertara no tuviera susto porque iba a tener la
nariz tapada y tendría que respirar por la boca. Le puse los electrodos del
visoscopio y empecé la inducción. Primero le puse cuatro centímetros de
fentanyl, que es una dosis apenas, ni grande ni pequeña, y cuando iba a
continuar con el siguiente medicamento entró la auxiliar de enfermería a la
sala y me dijo:
—Doctor, doctor.
—No, nada de eso. Necesito saber qué me puso —se calló un momento y
continuó—: Lo que me puso es mejor que un orgasmo.
Una noche en un bar le conté lo que había visto y leído del fentanyl y le dije
que me parecería interesante descubrir qué es lo que se siente, para ver si es
cierto o no, pero que me daba miedo el rollo del tórax en leño.
—Pues como estaría relajado, no podría respirar y tendrías que ventilarme con
un ambú por unos cuantos minutos.
Nos sentamos. Cada ampolla de fentanyl trae diez centímetros. Embotellé sólo
tres, que equivalen a 150 microgramos, le puse una aguja de insulina a la
jeringa, y miré a Juliana.
El chuzón me lo hice en el pie derecho, y sí, la vaina fue tenaz. Sólo es así de
rico la primera vez. La segunda de pronto, pero nunca más se vuelve a sentir
lo mismo. No se parece al efecto de ninguna otra sustancia, ni al alcohol, ni a
la marihuana, ni a nada. No se pierde el sentido de realidad. Es, por unos
minutos, la sensación más grande y abrumadora de felicidad, de paz interior.
No hay euforia ni alboroto; más que un orgasmo, parece la tranquila emoción
del postcoito. Uno se queda fresco, relajado, todo importa un culo.
—¡No, esto está muy bueno! —le respondí, cerré los ojos y me tendí en la
cama.
A los quince minutos me puse otros tres centímetros... ya... ah, tan rico.
Además, tranquilo. Como la primera vez no hice tórax en leño, ya nunca lo
haría.
—Yo quiero.
—Ojo que eso es adictivo, pilas —le dije. Me miró con cara de “no seas
güevón” y me respondió:
Cada ocho días, todos los viernes nos chutábamos. De ahí en adelante nuestra
vida social se limitó al encuentro del uno con el otro. Ya no salíamos a comer,
ni a rumbear ni a tomar. En cuatro o cinco semanas estábamos completamente
aislados del exterior. Nos encerrábamos a pincharnos y a tirar. Eran unos
polvos eternos de una o dos horas y al final uno llegaba y explotaba en unos
orgasmos los hijueputas. Y otra vez: consumir, tirar, consumir, tirar, y así toda
la noche.
El día del grado de Juliana estábamos vueltos mierda. Todos creían que
estábamos enguayabados, pero mentira. La noche anterior nos habíamos dado
por la cabeza en forma. Nos metimos cuatro ampollas, dos cada uno.
Un día, como al mes del viaje de Juliana, me dio por llevarme una ampolla
para mi casa, donde nunca me había pinchado porque siempre lo hacíamos en
el apartamento de ella. Me chuté encerrado en mi habitación y desde ese
momento comencé a consumir con más frecuencia, prácticamente todos los
días. Me la ponía en la noche después de estudiar y antes de acostarme a
dormir.
Creo que lo máximo que llegó a ponerse fueron cuatro o cinco centímetros, por
eso nunca hizo abstinencia.
En esa época me estaba chuzando tres veces al día, ya no sólo en la casa sino
también en el hospital. Cada día la dosis era mayor y, por lo tanto, necesitaba
un mayor número de ampollas. La pérdida del fentanyl se comenzó a notar; las
auxiliares de enfermería denunciaron que se estaba embolatando el
medicamento y comenzaron a poner controles. En un día normal de cirugía en
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San Juan de Dios se podían gastar más o menos sesenta ampollas; ahora se
estaban gastando setenta u ochenta. Por otra parte, mi comportamiento ya
estaba cambiando. Mis compañeros me echaban indirectas. Cuando iba al baño
y me encerraba, al salir Sanguino me decía: “¿Qué, güevón, ya se chuzó?” y
cosas por el estilo. Sin embargo, no me podían acusar porque siempre me
pinchaba en los pies y no tenía ninguna marca ni cicatriz en los brazos. El
temor de que algún día me pidieran que me quitara los zapatos era tanto que
llegué a pincharme en la vena dorsal del pene. El colmo sería que me hicieran
quitar los calzoncillos.
—¿A usted qué le está pasando? Ya no hace chistes bobos, ya no estudia como
antes, le preguntamos por los pacientes y no tiene idea... ¿qué le pasa?
Para ese entonces me estaba chutando por ahí cinco o seis centímetros y poco
a poco seguí subiendo, ocho y nada, ya no sentía nada. Me chuzaba sólo una
vez en la noche, pero al amanecer despertaba temblando. Estaba comenzando
a hacer síndrome de abstinencia. Después de los seis centímetros no consumía
para sentir placer sino para no sentirme mal. Yo no podía funcionar en
abstinencia. Y cada vez me chutaba más y más. Muchos sospechaban, pero
nadie sabía nada realmente... bueno, Juliana... pero qué. Ella era la única que
sabía que estaba puteado, realmente mal, pero estaba lejos y no me podía
ayudar. Mi familia se enteró luego. Mi papá más tarde porque estaba viviendo
todavía en Tunja. Un día entró mi mamá a la habitación y yo estaba
pinchándome.
—¿Usted qué está haciendo? —me gritó llorando. —¡No me joda! —le respondí
y le tiré la puerta.
A los seis meses de haber empezado, me estaba poniendo entre diez y quince
ampollas diarias. Cada cuarenta minutos tenía que estar chuzándome. Al punto
que decidí dejarme un catéter permanente. Le echaba heparina, lo cuidaba, lo
reemplazaba cada ocho días para que no se infectara. Mejor dicho, ninguna
jefe de enfermería lo hubiese hecho mejor.
Cada día era peor la abstinencia. Primero fueron los temblores y el craving:
“Tengo que meter, tengo que meter, tengo que meter”, era el único
pensamiento que tenía en todo el día. Después comenzaron los espasmos
musculares; aunque asustaban a los demás, a mí me importaba un culo
porque todavía me podía mover. Había una vieja, una enfermera de salas de
cirugía que cuando me veía temblando y con los espasmos me pasaba a
escondidas una ampolla de fentanyl. Nunca hablamos, nunca me dijo nada.
Sólo se acercaba y me la entregaba.
Con todas las precauciones que había en el hospital, y estando en la UCI, era
mucho más difícil conseguir la droga. Además ya no tenía un peso para
comprar. Pasó que en un turno llevaba más de doce horas sin consumir y no
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Como pude bajé a las salas de cirugía, que quedaban en el tercer piso. Me metí
con todo y la ropa manchada que tenía puesta. Por supuesto, las contaminé.
Encontré los restos de dos ampollas que ya habían sido utilizadas. Me pinché
ahí mismo y me largué del hospital.
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A las ocho de la mañana estaba otra vez en las mismas. Entonces pensé que si
la morfina no me servía, la meperidina sí lo haría.
Salí al mes con el cuerpo mejor, pero con la cabeza jodida, llevado todavía del
putas. A los quince días volví a consumir aunque en mi casa nadie sabía. Y
tomé la rutina de hacerlo cada quince días. Entre semana iba a terapia de
grupo o a consulta con el psiquiatra y hacía algo de deporte. Pero los fines de
semana me dedicaba sólo a meter.
Más o menos a los seis meses volví al hospital San Juan de Dios. Cuando
llegué, los profes me recibieron efusivos.
—Qué chévere que hayas regresado, estamos para ayudarte —me decían, pero
la verdad nadie sabía cómo ayudar—. Cualquier cosa que tengas, que sientas,
si te dan ganas o algo nos dices, nos avisas.
Seguí metiendo igual en esos días. Juliana redactó una carta donde yo
renunciaba a la residencia. La verdad, nunca supe qué decía, la firmé a ciegas
y Juliana fue y la entregó en la Universidad. Luego me acompañó a la clínica
Monserrat para que me internara. Esta vez lo hice por voluntad propia. Me
metieron a la unidad psiquiátrica de cuidados intensivos, y ahí supe lo que es
un parto. Viví el peor síndrome de abstinencia. Fue tan espantoso que llegué a
manipular al residente de psiquiatría para que me pusiera algún opioide que
me ayudara a quitar un poquito el malestar. El tipo me puso tres centímetros
de meperidina intramuscular. ¡Eso no me hizo ni mierda! Además me imagino
la vaciada tan hijueputa que le debieron pegar. De nuevo duré diez días
seguidos vomitando, así no tuviera nada en el estómago. Todos los músculos
del cuerpo estaban encalambrados. Me tuvieron que amarrar para que no me
hiciera daño y no lastimara a los demás, porque eran tantas las ganas de
consumir que me puse violento. Empujé a todo el mundo, rompí sillas, mejor
dicho, armé un mierdero el hijueputa en esa UCI. Estaba loco, literalmente
loco. Ni al baño me dejaban ir. Ahí mismo en la cama me quitaban la ropa, me
lavaban, me cambiaban, y a mí no me importaba, sólo quería meter o
morirme.
que se decía era sobre las mentiras, los torcidos que se hacían, y el rol del
psiquiatra era corregir las conductas no adecuadas. “No diga mentiras, no se la
monte al otro, lave su plato, etcétera”... No sé, a mí no me gustaba, pero a la
final servía. Esos mesecitos estuve bien. Pero después me destoché por
completo.
Cuando me sentí mejor, me metí a estudiar medicina familiar en el hospital
San José y estuve allí siete meses. Al poco tiempo de ingresar comencé a
meter en forma, esta vez meperidina porque era más barata. En el hospital
nunca se dieron cuenta, ya que yo la compraba. Sin embargo, esa mierda me
ponía peor que el fentanyl.
Yo estaba muy mal, ya no eran una o dos horitas de traba, era todo el día, las
veinticuatro horas, siete días a la semana.
Pasó lo que tenía que pasar. Un día salí de la Universidad y al llegar a la casa
no había nadie ni nada en el apartamento. ¡Lo habían vendido! Mi familia no
aguanto más, cogieron sus cosas y chao.
La verdad, no tengo conciencia de cuántos meses estuve por ahí. Creo que
fueron dos o tres. La meperidina me hizo perder la noción del tiempo.
A los pocos días que pasó lo de Marly, una noche estaba sentado frente el
apartamento que era de mi familia y pasó un man con su carrito de balineras.
Yo me paré y me le pegué; nos fuimos charlando. Al rato, el tipo, extrañado de
que yo continuara junto a él, me preguntó:
Nos metimos por la calle dieciocho, y cerca del hospital San José me dijo:
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—Espéreme aquí.
—¿Sabe qué? Lo que tenemos que hacer es un negocio aquí —me dijo una
noche que
estábamos en El Cartucho.
—Sí.
—Pille, aquí hay un resto de gente enferma y tal. Usted los ve, los formula y
les cobramos plata, bichas o lo que sea.
—¿Dónde están mis fósforos? Ahí los dejé. ¿Dónde están mis fósforos,
hijueputas!
—¡Deje el azare! No... pues sí... yo los prendí, pero el viento los apagó.
El man dueño de los fósforos sacó una pistola y le metió seis tiros al otro tipo
ahí.
—¡Por hijueputa, por ladrón, por haberme robado mis fósforos, malparida
gonorrea! —le gritaba el tipo con el rostro transfigurado al cadáver.
La traba se me pasmó de una. “¡Mierda, que estoy haciendo aquí! ¡Qué putas
he hecho con mi vida!”, pensé. Comencé a llorar, me levanté de ahí y salí
corriendo hacia el norte, cagado del susto. Cuando llegué a la Caracas con
Diecinueve sentí que no podía más, me tiré de rodillas sobre el andén y
mirando al suelo, con las manos apoyadas en el concreto, en medio del llanto,
le dije a Dios: