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LA INMIGRACIÓN DE MASAS

FERNANDO DEVOTO

FLUJOS MIGRATORIOS, EXPANSIÓN ECONÓMICA Y POLÍTICAS DE PROMOCIÓN


Entre 1881 y 1914, 4.200.000 aprox. de personas arribaron a la argentina. De entre ellos, los italianos
eran alrededor de 2000000, los españoles 1400000, los franceses 170000, los rusos 160000. La curva de
la emigración muestra dos prolongadas fases de expansión cortadas por la crisis de los 90 y sus secuelas
temporales. En las segunda de sus fases, la Argentina llegó a sus máximos históricos antes de la Primera
Guerra Mundial, superando el aluvión de Brasil y Canadá.
Los rasgos de esta emigración predominaban los hombres jóvenes, de origen rural, llegados a través de
mecanismos migratorios principalmente en “cadena”. El porcentaje de retorno, fluctuante mostraba que los
italianos retornaban más que los españoles y éstos a su vez más que sirio-libaneses o rusos; entre 1881 y
1910 retornó el 36% de los inmigrantes.
En un contexto internacional comparativo, la Argentina atrajo mayor porcentaje de grupos familiares que
viajaron en forma conjunta o la mayoría de las veces de manera separada, reuniéndose aquí, cuando mu-
jeres y niños alcanzaban a los hombres emigrados precedentemente. Atrajo también mayor porcentaje de
personas que declaraban ocupación (más agricultores y trabajadores calificados que jornaleros) y tuvo
índice de retorno más bajo que en otros países. La elevada oferta de tierras disponibles es probable que
favoreciese la llegada de familias de agricultores.
La conclusión a que se puede llegar es que el destino argentino entre los migrantes del Mediterráneo
parece haber sido preferido por grupos con un horizonte de migración de más largo plazo, que podía prio-
rizar el tener mejores empleos y vivir en una sociedad que para ellos era menos discriminatoria y/o con
menor distancia lingüística, mientras que los EEUU o Cuba eran escogidos en mayor número por personas
que desarrollaban muchas veces tareas adventicias, esperaban retornar pronto y aspiraban a maximizar
sus ingresos en el menor tiempo posible, por lo que estaban más atraídos por los altos salarios o el menor
costo de la travesía existentes en el Norte.
Irada en su conjunto, la migración de masas a la Argentina coincide con una expansión de la oferta glo-
bal europea que duplica el porcentaje de emigración por habitante de la década de 1870 a la de 1880, vol-
viendo a duplicarla en la primera década del siglo xx.
Desde luego que todo el proceso coincidió y fue alimentado principalmente por una notable expansión
de la economía argentina. A expansión de la frontera agropecuaria permitió la puesta en producción de
millones de hectáreas, que fue acompañada por un crecimiento de la red ferroviaria y que generó un pro-
ceso de actividades conexas (desde el comercio a los servicios) que los inmigrantes ocuparon. Incluso un
consistente número de profesionales, médicos, farmacéuticos, profesores, músicos, maestros, sacerdotes,
personas con un pequeño capital que, con pocas posibilidades en la sociedad de origen, venían para
aprovechar las oportunidades que brindaban las comunidades inmigradas que necesitaban sus servicios.
Todo el sector atrajo inversiones extranjeras en el sector de os transportes, servicios y finanzas, ello a
su vez permitió un significativo aumento de los ingresos y gastos de un Estado que además no dejó de
endeudarse. Así se generaron nuevas fuentes de trabajo en otras actividades.
Si bien las políticas del estado para atraer inmigrantes influyeron en el proceso, era la economía la que
brindaba el principal incentivo para emigrar a la Argentina y no el Estado (Devoto). Por ej. aunque se ofre-
cía a los inmigrantes recién llegados un conjuntos de servicios, en el marco del Hotel de Inmigrantes, más
de la mitad de ellos no se alojaban en él, sino que eran recibidos en el puerto o se dirigían a casas de
amigos y parientes.
Ciertamente algunos habían llegado sin contactos y otros incluso al destino equivocado, pero la mayoría
sí tenía lazos sociales previos en el nuevo país. Nuevamente aquí la distinción debe hacerse entre grupos
con una larga tradición migratoria y aquellos expulsados súbitamente del Viejo Mundo y que se embarca-
ban con noticias menos ciertas y sus contactos. Muchos de éstos últimos eran los que utilizaban el servicio
de la Oficina de Trabajo que existía e el hotel para conseguir empleo o los que eran reclutados en sus por-
tones por mediadores y contratistas. Eran los grupos más antiguos que procedían de Italia, Francia y Es-
paña, los que menos requerían de sus servicios.
La emigración de masas reconoce dos grandes oleadas hasta la primera guerra mundial. La primera en
la década del ochenta. Fueron éstos los años en que emigró mayor número de familias y el porcentaje de
retornos fue menor. Un gran número de ellos eran colonos decididos ahora a aprovechar las posibilidades
que bridaban las tierras disponibles, con la expansión de la frontera y los precios altos de los granos para
los costos de producción argentinos. Sin embargo, hubo reticencias ante el rumbo que seguí el movimiento
migratorio. Para resolver los problemas de la competencia con el Brasil y sus pasajes subsidiados, y el
predominio de italianos, la Argentina se embarcaría entre 1888 y 1890 en un esfuerzo semejante al de
Brasil. Si bien el gobierno esperaba otorgar 200000 pasajes subsidiados, entre comienzos de 1888 y mar-
zo de 1891 concedió sólo 134.000. Esto sirvió para dar impulso al flujo español, que se engrosó con el
mayor número de pasajes: 60000. Otros grupos que recibieron pasajes fueron los franceses con 45000,
los belgas con 12000 y los británicos con 7000. Los italianos estaban excluidos.
La política de pasajes subsidiados se reveló rápidamente como un fracaso. Las tasas de retorno de las
personas llegadas a través de esa vía fueron altas, y la percepción de algunos funcionarios argentinos fue
que era preferible volver a la inmigración espontánea. Las elites de las comunidades inmigrantes consoli-
dadas, como los italianos, y una parte de los dirigentes argentinos remarcarían todas las desventajas de la
inmigración que llamaban “artificial”, sosteniendo que: Mientras la inmigración espontánea seleccionaba a
los más fuertes, la promovida por el Estado reclutaba entre los más débiles. Esparcían sospechas inten-
cionadas de que los reclutadores estaban trayendo mendigos y personas alojadas en las cárceles, el mis-
mo Director de Migraciones Juan Alsina dría que se había traído “el bajo fondo de las ciudades”, no siendo
la mayoría agricultores como habían declarado. En realidad, la experiencia fue bastante negativa ´para los
mismos inmigrantes, independientemente de donde procedieran. La cuantía de número de arribos, suma-
do a la aún mayor de la inmigración espontánea, generó un enorme desorden en la gestión. Más allá de
todo, fue el quiebre de las fianzas del Estado nacional, con la crisis del 90, lo que puso punto final a las
posibilidades de financiar la inmigración.

EL DEBATE SOBRE LA INMIGRACIÓN EN LA DÉCADA DE 1880


La política migratoria que buscaba motivos tan contradictorios como expandir el flujo migratorio y
reorientarlo regionalmente se enmarcaba, en realidad, en un conjunto de preocupaciones de las elites ar-
gentinas ante la inmigración. La idea de reorientar el flujo migratorio tenía que ver con el predominio de los
italianos. Éstos nunca habían sido los inmigrantes preferidos, pese a las buenas relaciones que habían
existido y seguían existiendo entre los personajes de la elite porteña como Mitre y Varela y la elite masóni-
ca de las instituciones italianas.
Los contornos de la crítica a los italianos eran variados y no uniformes. Existían dentro de ellos subgru-
pos regionales considerados mucho más positivamente, como los genoveses y piamonteses. Lo mismo
ocurría con los grupos españoles: los vascos eran siempre los más elogiados. Sin embargo, los italianos
eran para muchos un grupo no preferido no sólo por razones culturales y económicas, sino por el hecho de
que parecían haberse convertido en una amenaza dado su número, su poca disposición a integrarse, la
fortaleza de sus instituciones étnicas y su presencia pública organizada en manifestaciones y mítines para
celebrar sus héroes, Mazzini y Garibaldi.
Al comenzar los años ´80, Sarmiento fue uno de los más enérgicos en manifestar su disgusto ante u
proceso que no seguía el rumbo prefijado. Particularmente irritada fue su reacción contra un progreso pe-
dagógico italiano ¿Qué es eso de querer educar “italianamente” a sus hijos? Los inmigrantes además no
se nacionalizaban y ello les impedía cumplir el rol transformador del sistema político que solo una meso-
cracia podía garantizar. Era la funesta escisión entre “productores” y “ciudadanos” acuñaba Sarmiento. Un
resultado fue que muchos, como Lucio Mancilla y Estanislao Zeballos, comenzaron a pensar en los años
’80 en nacionalizar compulsivamente a los inmigrantes europeos para transformar el sistema político. No
sólo para ello. También para resolver, a través de esa vía, el problema de la lealtad de unos inmigrantes
divididos entre sociedad de origen y la sociedad de recepción. En ello reposaba el problema de la naciona-
lidad en términos jurídicos. Es decir, cómo resolver la inevitable tensión que se generaba entre la idea de
ciudadanía derivada de origen étnico de los ancestros y aquella otra contrapuesta derivada del territorio
donde nace. A las preocupaciones por la identidad y por la reforma del sistema político de parte de los
dirigentes argentinos, se sumaba la fuerte demanda de un sector de las elites de las colectividades extran-
jeras. Ellas derivaban de las amenazas que éstas comenzaron a percibir para el futuro de sus bienes, en
especial con la crisis de 1890, si se dejaba en manos de los nativos la gestión de la política y de la econo-
mía. Claro está que tal iniciativa no gozaba del favor de los gobiernos europeos, para quienes el statu quo
existente era satisfactorio, ni de otra parte de las elites comunitarias, para quienes la condición de “hués-
pedes” era la más ventajosa. Éstas se inclinaban hacia otra solución: la adquisición de los derechos políti-
cos sin la pérdida de la ciudadanía de origen.
El descubrir que ya existía una cuestión nacional será parte de esa reflexión ante las consecuencias im-
previstas de la inmigración, que se completará con las primeras propuestas de ejercer desde la escuela
pública una pedagogía cívica para resolverlos. El programa de reforma de los planes de estudio de los
colegios nacionales elaborado por el ministro Filemón Posse, hacia fines de los ochenta, para imprimir un
carácter nacional a la educación a través del otorgamiento de un fuerte peso a la enseñanza de la historia
argentina, era otro síntoma de aquel malestar. Sin embargo, en los años ´80, la idea de una pedagogía
cívica para resolver los problemas de identidad nacional que podían presentar los inmigrantes no era en
ningún modo mayoritario.
Las pretensiones que generaba la masiva presencia inmigratoria europea no concernían únicamente al
problema de la identidad nacional o a la idea aludida de que las comunidades inmigrantes podían constituir
potenciales quintas columnas en el territorio argentino para operaciones que amenacen su integridad. De-
rivaban también de otra amenaza percibida por las elites sociales. Ésta las afectaba aún más directamen-
te: acerca de su misma supervivencia como elite, imaginariamente asediada por el ascenso social de al-
gunos de entre la muchedumbre de extranjeros recién arribados. Ello llevaba a fortalecer en la retórica de
este grupo social su carácter de antiguos residentes, lo cual se expresará en un término: patriciado.
Otra forma de presentar el problema era colocar el advenimiento de los inmigrantes exitosos como parte
de un movimiento más amplio que incluía la expansión de un mundo mercantil y la europeización de las
costumbres. La elite argentina se estaba cerrando en esos años ´80 a la admisión de nuevos miembros.
La permeabilidad que había existido a mediados del siglo XIX, como lo exhibieron algunos matrimonios
entre hijos de inmigrantes enriquecidos con las familias de notables argentinos, seguiría existiendo pero la
idea de que esas alianzas no eran convenientes reflejaba mucho de los prejuicios de ese “autoinventado”
patriciado argentino.
Los finales de la década de los ´80 resumen entonces algo que podríamos denominar un primer conjun-
to de motivos en torno a la inmigración y la nación, la identidad, la nacionalidad, consagraban además un
primer momento de instauración de una pedagogía de las estatuas, y más en general de los llamados “lu-
gares de memoria” (los símbolos identitarios), a la usanza de lo que ocurre en países europeos como
Francia. Solo que aquí en parte se hacía contra otra pedagogía patriótica: la instaurada por las elites inmi-
grantes. Sin embargo, todas esas iniciativas fecundarían sólo posteriormente, ya que entonces no consti-
tuyeron un movimiento unívoco: las reformas educativas siguieron sin rumbo definido, se discutió sobre la
identidad y la integración de los inmigrantes, pero sin poder orientar acciones concretas. Finalmente, lo
que impulsó esa ambigüedad fue, tal vez, que la tenacidad del mito civilizador y transformador, el cual se
asociaba con la inmigración, continuaba siendo más fuerte o tan fuerte como los prejuicios y las ansieda-
des que provocaba, aunque el tema de la nación era, ahora sí, un punto de la agenda de las elites nativas,
pero todavía compensado por el progreso.
Los inmigrantes, por su parte, tenían desde donde defenderse. Una vasta estructura comunitaria les
brindaba todo tipo de servicios y asistencia, donde periódicos hasta sociedades de socorros mutuos, des-
de las influencias políticas hasta bancos poderosos, algunos de los cuales, como el Banco Español y el de
Italia y Río de la Plata, se encontraba entre los grupos privados más fuertes del país. Por otra parte, no
hay que olvidar que muchos de ellos habían alcanzado una sólida posición económica que no los hacía
fácilmente vulnerables.
Fue en la década de los ´80 cuando en las elites migratorias se hizo particularmente frecuente la utiliza-
ción del darwinismo social en una clave política inversa. Algunos intelectuales italianos, que escribían en la
prensa peninsular de Bs As, insistieron en contraponer la selección de los más fuertes que la inmigración
espontánea produciría a la muelle degeneración de una elite nativa no puramente blanca y al despojos
humano que arribarían a estas playas de la Europa más avanzada traídos por el mecanismo artificial del
subsidio. Esta clave de lectura se sumaría a aquella otra de la virtud regenerativa del trabajo inmigrante
ante la negatividad del ocio feudal de los grandes propietarios rurales. Por otra parte, en la percepción que
las elites inmigrantes tenían de la cuestión de la integración a la sociedad argentina, la imagen avala en
varios puntos las aprensiones que planteaban las elites nativas. La hostilidad a integrarse era retóricamen-
te muy visible, la defensa de los italianos era cerrada, y la idea de considerarse a sí mismos “huéspedes”
en la nueva sociedad, bastante reveladora. Por lo demás, en las influyentes sociedades italianas de soco-
rros mutuos, la adopción de la ciudadanía argentina implicaba en casi todos los casos la pérdida de los
derechos sociales y la exclusión o expulsión de la entidad étnica.

LUEGO DE LA CRISIS DE 1890

La crisis de 1890 significó un duro golpe para los inmigrantes ya instalados y desalentó nuevos despla-
zamientos. El resultado fue inevitable. En 1891 los retornos superaron a los ingresos y el saldo anual del
movimiento migratorio fue negativo en alrededor de 50.000 personas. Muchos inmigrantes empezaron a
dirigirse a otros destinos, en especial Brasil, en el corto plazo, y EEUU, en el mediano.
La recuperación del flujo migratorio europeo en la década del ´90 fue lenta, más aún que el de la eco-
nomía real. Los niveles de 1888 y 1889 no volverán a alcanzarse en esos años y deberá esperarse hasta
1896 para superar los niveles de ingreso de 1886. Con todo, no debe establecerse una correlación tan
estrecha entre oscilaciones de la economía y del flujo de población y se debe incluir también el problema
de las expectativas de los inmigrantes alimentadas por la información que recibían de amigos y parientes
en la Argentina. Una oleada de imágenes negativas sustituía ahora a las positivas de la década preceden-
te. Ello ocurría pese a que la creación de nuevas colonias siguió su marcha inalterada más acá y más allá
de la crisis. Además. La tendencia a subir de los arrendamientos y el empeoramiento de las condiciones
ofrecidas a los colonos en las zonas de colonización más antiguas explican el corrimiento hacia el oeste,
paralelo al del ferrocarril, donde las condiciones de los contratos eran favorables para tantas familias de
agricultores.
En este contexto económico, el nivel de llegadas de los inmigrantes italianos seguirá condicionado por el
flujo general. Dentro de aquél, por otra parte, se estaban produciendo cambios significativos, como la de-
clinación relativa de la inmigración septentrional y la irrupción con fuerza de una corriente meridional y la
de una región central (Las Marcas). En contraposición, la emigración española desplegaba con fuerza y el
destino argentino volvería a competir ventajosamente, desde mediados de la década, con otros alternati-
vos como Cuba o Brasil. También aquí las diferencias regionales según destino eran marcadas. Por ejem-
plo, el componente gallego, la Argentina atraía mayoritariamente a la emigración de la provincia de Ponte-
vedra, Brasil en cambio a la de Orense y Cuba a las de Lugo y La Coruña.
Los cambios en los flujos regionales iban acompañados también por modificaciones en la composición
profesional de los migrantes: decrecía el número de agricultores y subían en cambio tanto el de los jornale-
ros y sin profesión como el de los artesanos. En compensación tenían ahora tanto o más peso relativo las
nuevas oportunidades que surgían en la economía urbana.
Desaparecida la influencia de las políticas de fomento estatal, el boom del “mito argentino” de los años
´80 que era capaz de atraer inmigrantes individuales, estabilizados aunque no detenidos os programas de
colonización, el movimiento vio crecer ulteriormente los mecanismos de cadena y en menor medida los del
llamado “comercio de la emigración”. En opinión de Juan Alsina, las cadenas migratorias (que él denomi-
naba “llamada de amigos y parientes”) eran ampliamente predominantes. Eso le servía para explicar el
escaso éxito de la Oficina del Trabajo. La mayoría de los inmigrantes, sostenía, había sido traída por sus
paisanos, que financiaban la experiencia migratoria y los integraban a través de redes personales en el
mercado de trabajo.
El censo nacional de 1895, momento en que el flujo migratorio comenzaba a recuperarse, nos brinda
otra fotografía de la situación de la inmigración, que muestra cómo pesa cada vez más en la población
argentina en la perspectiva de los últimos 20 años y pese a la crisis del 90. Los inmigrantes son ahora el
25% del total de la población y hay un significativo porcentaje de hijos de inmigrantes entre los argentinos.
Entre los extranjeros, los italianos son algo menos del medio millón (12,5% de la población total), los es-
pañoles alrededor de 200.000 (5%) y los franceses casi 100.000 (2,4%).
En el nivel ocupacional, los inmigrantes estaban presentes en casi todos los sectores. Un rubro en el
que eran muy visibles lo constituía el incipiente tejido industrial. La presencia de los inmigrantes era rele-
vante no sólo en los pequeños talleres que estaban incluidos en el rubro de propietarios industriales sino
también en los establecimientos medianos. Empero, a medida que aumentaba el número de personal em-
pleado, todos los grupos extranjeros (salvo los españoles) disminuyen su porcentual entre los propietarios.
Los inmigrantes estaban muy representados entre los propietarios de bienes inmuebles, en una proporción
global más alta que los argentinos nativos en toda la República.
Un dato más interesante es el de los distintos grupos nacionales entre los propietarios de viviendas.
Dentro de ellos, un rubro destacado es el de los propietarios de aquellas viviendas de la ciudad de Bs As
en las que se alojaban por lo menos diez familias. Es decir, en gran medida, los llamados “conventillos”.
Los italianos eran propietarios del 47% de esas casas, los españoles del 10% y los franceses eran dueños
del 6% de ellas. Dadas las redes sociales premigratorias y posmigratorias y la preferencia étnica, una bue-
na parte de los recién llegados vivía en una casa de propiedad de un connacional y trabajaba en una fábri-
ca de la que era dueño otro de su misma nación.
El problema de cómo lograr la integración de los inmigrantes siguió intermitentemente presente en esta
década. En este terreno, nuevos elementos vinieron a abonarlos. En 1893, por ejemplo, los colonos suizo-
alemanes de Humboldt resistieron el pago de tributos y repelieron a la policía armados con fusiles. Los
episodios revelaban dos cosas: el poderío y la cohesión de los inmigrantes en algunas zonas rurales y la
situación de inconformidad en que se encontraban respecto a un Estado que era visto cocmo un promotor
de un conjunto de arbitrariedades, en especial en la justicia y en la policía, que afectaban la vida cotidiana
de los colonos. Desde luego que descubrían también la debilidad del estado provincial, más allá del autori-
tarismo cotidiano, y el no pagar tributos justos o injustos es siempre una buena causa para aglutinar volun-
tades.
Más allá de estos episodios, otros, menos drásticos pero más visibles, no dejaban de aumentar las
aprensiones. Por ejemplo, las manifestaciones patrióticas de las colectividades de inmigrantes en ocasión
de las fiestas nacionales. Un momento particularmente relevante había sido el año del centenario de la
revolución (1889) cuando, organizados en cuerpos, los miembros de las veintiuna organizaciones france-
sas de Bs As desfilaron por la ciudad.
La creación de la Asociación Patriótica Española, realizaron iniciativas políticas que trajeron como resulta-
dos, por ejemplo, la supresión de las estrofas antiespañolas del Himno Nacional Argentino, la invitación a
prestigiosos intelectuales españoles a dictar conferencias, las relaciones estrechas con Julio A. Roca en
su segunda presidencia y la creación de una Liga Republicana Española en 1903. Una de las múltiples
iniciativas de ésta fue la de lograr elegir un diputado a las cortes españolas que representase los intereses
de los peninsulares en la Argentina.
En el extremo opuesto de ese activismo se encontraban aquellas acciones que veían una creciente impor-
tancia de los extranjeros en las nacientes asociaciones obreras y en la fundación en 1896 del Partido So-
cialista. Esta situación de un país con un extraordinario aporte inmigrante debía generar distintos tipos de
fenómenos nuevos:
 Si lo analizamos desde la perspectiva de las elites argentinas, el activismo obrero de los inmigran-
tes, que era visible en los mítines como los del 1° de mayo, en la fundación de asociaciones obre-
ras y de movimientos políticos socialistas y anarquistas, también era visto como otra amenaza.
 Mirado el problema desde la perspectiva del mismo movimiento obrero o de las nuevas fuerzas po-
líticas de izquierda, el fenómeno era valorado por razones diferentes, también de manera preocu-
pante. La enorme heterogeneidad étnica era percibida aquí más como un obstáculo que como una
ayuda para constituir la cohesión sindical o política.
Las tensiones tenían que ver, en primer lugar, con el marco asociativo. En las entidades étnicas coexistían
todos los estratos sociales de una misma nacionalidad o región. Empero también estaba vinculada con el
clima ideológico patriotero imperante en ellas. De allí procedían las frecuentes quejas que registra, por
ejemplo, el diario La Vanguardia, vocero del socialismo, contra esa identidad étnica que obstaculiza la
identidad de clase. Un punto en especial de crítica del periódico eran esas sociedades de socorros mutuos
que, integradas mayoritariamente por obreros y otros grupos de trabajadores manuales, eran controladas
en sus comisiones directivas por notables comunitarios, entre los que, junto a comerciantes, intelectuales y
profesionales, había un número importante de personas que entre sus múltiples ocupaciones estaba el ser
propietarios de industria o de viviendas.
El problema iba de todos modos más allá. Por un lado se expresaba en el nivel de lo cotidiano: conflictos
no frecuentes tenían lugar entre trabajadores criollos e inmigrantes, en el mismo lugar de trabajo, dado los
prejuicios mutuos y la tendencia de estos últimos a mantener una sociabilidad separada (llegaban y se
reagrupaban en el mismo hotel por nacionalidades). Por otra parte, existían a la vez niveles potenciales de
conflicto entre obreros y propietarios de la misma nacionalidad, o propietarios de casas y sus inquilinos
que se articulan de modo complejo con la enorme retórica que descendía sobre los inmigrantes por parte
de los órganos comunitarios. Éstos trataban de hacer de ellos, desde la prensa étnica o las asociaciones,
fueles cultores de los mitos ligados con la patria de origen. En efecto, muchos inmigrantes habían llegado
aquí sin haber pasado por la escuela pública en sus países de origen ni por otras experiencias “nacionali-
zadoras” y sus vínculos y sus identidades eran más aldeanas que nacionales. La identidad étnica así en-
traba en una tensión constructora con la identidad de clase. Pero otro actor trataba de operar sobre ellos:
el Estado Argentino y sus grupos dirigentes, que intentaban “argentinizarlos”.
Aunque algunas iniciativas generadas por los grupos inmigrantes no eran contradictorias con una situación
de apacible inserción en la sociedad argentina, miradas en conjunto por parte de los grupos dirigentes lo-
cales, exhibían un preocupante activismo. La nacionalización de los inmigrantes no era sólo un argumento
político que intentaba saldar la disociación entre productores y ciudadanos, denunciada por Sarmiento,
sino que ahora se trataba de convertir a aquellos extranjeros en argentinos, no sólo desde el punto de vis-
ta jurídico sino desde el cultural. La propuesta de una legislación que estableciera la obligatoriedad del
idioma nacional en las escuelas contó con tenaces opositores que apelaban a la legitimidad de una educa-
ción abierta a la cultura universal y a las ventajas de la heterogeneidad en la constitución de las naciones.
Ello reflejaba cuánto la tradición liberal clásica seguía sosteniéndose firmemente.

LOS PRIMEROS AÑOS DEL NUEVO SIGLO:


La marea inmigratoria continental no dejaba de crecer y en los primeros años del nuevo siglo llegaba hasta
nuevas cotas, que en el promedio de la primera década del siglo alcanzaban alrededor de 170.000 ingre-
sos anuales. Cambios regionales y nacionales acompañaban la expansión del flujo migratorio. La inmigra-
ción italiana se meridionalizaba ulteriormente y la española se septentrionalizaba; el flujo francés conser-
vaba su componente ampliamente mayoritario del sudeste, pero continuaba declinando. En cambio ascen-
dían sirio-libaneses y otros grupos levantinos, en los que la heterogeneidad religiosa era una nota domi-
nante. La gran mayoría de ellos era englobada bajo la denominación genérica de “turcos”, que pasaba de
2 al 4% del total. A ellos se sumaban un porcentaje similar de rusos. Estos 2 últimos eran llamados “exóti-
cos” por Juan Alsina.
Se produjo un proceso de revalorización de los inmigrantes italianos y españoles, que ya había comenza-
do en la última parte del siglo XIX. Éste era acompañado por iniciativas favorables a la inmigración de tales
grupos que, aunque no cristalizarían en una política concreta, reflejaban los nuevos puntos de vista que se
abrían entre los dirigente argentinos.
Las imágenes de los inmigrantes cambiaban en el nuevo siglo en otro sentido, que tiene que ver con la
continuidad de los temas abiertos en la década del ´80. El lento cambio de percepciones de los inmigran-
tes, de clases laboriosas a clases potencialmente peligrosas, lo reveló, simultáneamente, la discusión so-
bre un nuevo sistema electoral y sobre la permanencia de los extranjeros.
La sanción de la ley de residencia en 1902 reflejaba el nuevo clima imperante. La ley daba discrecionali-
dad al Poder Ejecutivo, de expulsar a cualquier extranjero considerado peligroso y de impedir la entrada de
cualquier inmigrante sin necesidad de orden judicial alguna y como simple medida discrecional del Poder
Ejecutivo. En realidad, la solución propuesta por esa ley era manifiestamente inconstitucional, sobre todo
en lo que concierne a la primera limitación que era la verdaderamente operante, ya que el artículo 14 del
texto de 1853 consagraba iguales derechos para nativos y extranjeros, englobados ambos bajo el rótulo de
habitantes. El problema concernía a la facultad legal de expulsar a un extranjero, de tomar la decisión sin
darle derecho a cualquier defensa legal y también a la posibilidad de evitar su reingreso.
Al problema de cómo reconstruir una identidad nacional, sepultada por la heterogeneidad, venían a su-
mársele otras cuestiones. *Primero, la emergencia de una problemática social con la aparición de una cre-
ciente conflictividad laboral y de una paralela violencia política alternativa, por parte de grupos de activistas
anarquistas que fácilmente eran identificados como otro resultado de la inmigración indiscriminada.
*Paralelamente a la cuestión social emergió también otra más general, los efectos no deseados de esa
urbanización creciente. Se pensaba (Zevallos en un cambio de mirada) y describía muy críticamente la
pérdida de toda disciplina, el materialismo, el mercantilismo y el tono de vida silencioso que, través de la
inmigración, habían corrompido a los ahora redescubiertos buenos tiempos antiguos. Muchos observado-
res pensaban que todo era producto del fracaso de programa de los padres fundadores. La percibida con-
solidación del latifundio habría provocado que el flujo migratorio, en vez de dirigirse al campo hacia donde
estaba destinado, terminaba hacinándose en las ciudades. Ello se vía en cuestiones de salubridad, el con-
ventillo y la prostitución.
*A estos dos temas se sumaba otro heredado de las dos décadas precedentes: el de la identidad nacional.
La cuestión de la nacionalización de los inmigrantes y la de la reconstrucción de una disciplina social de
los inmigrantes y la de la reconstrucción de una disciplina social tuvieron así distintas propuestas resoluti-
vas. Ellas fueron en gran medida eclécticas e independientes de las grandes adscripciones ideológicas
que veían, junto con una extensión de distintas vertientes deterministas, la paulatina pero vigorosa emer-
gencia de una tradición contraria que desde formas idealistas y espiritualistas ponía en discusión las certi-
dumbres y las respuestas de aquellas.

“NACIONALIZAR” Y “CIVILIZAR” A LOS INMIGRANTES (Y A SUS HIJOS)


Las respuestas de los grupos dirigentes argentinos a las “amenazas” fueron bastante heterogéneas. Pri-
mero, operar represivamente sobre los grupos alternativos, a través de instrumentos como las leyes de
residencia y de Defensa Social, expulsando a cualquier extranjero juzgado indeseable; junto con ello ope-
rar una vasta reforma social y política que diera cauce a las nuevas fuerzas emergentes, integrándolas al
sistema. Todo ello podía resolver el problema de la conflictividad social y de la inestabilidad política, pero
no el de la nacionalidad argentina. Para esto último las propuestas no eran ni variadas ni originales; inven-
tar una tradición e imponerla a través de los instrumentos de que disponía el Estado.
Los ejemplos europeos escrutados por las elites locales mostrarán tres vías maestras en la construcción
de la nacionalidad: el servicio militar obligatorio, la educación y la política:
* Cuando en 1901 se discutía en la Cámara de Diputados la ley de implantación del servicio militar obliga-
torio, los defensores del proyecto enviado por el poder ejecutivo insistieron acerca de la necesidad de
construir a los ciudadanos, tratando de “refundir en una sola todas las razas que representan los individuos
que vienen a sentarse al hogar de pueblo argentino”. Esa tarea de formación cívica atribuida a las fuerzas
Armadas, que proyectaba su influencia sobre la sociedad civil, tendrá una larga perdurabilidad en la au-
topercepción del rol que ellas tenían.
* La reforma militar se complementa con la reforma política (la que simbólicamente utilizaría el padrón mili-
tar como instrumento confiable del registro político) en general se ha enfatizado el papel regenerador del
sistema político que la reforma electoral, promovida en 1911 por el presidente Roque Sáenz Peña, conlle-
vaba. Releyendo sus mensajes, al aceptar la nominación como presidente en 1909, se observa que el nú-
cleo principal de su propuesta no era tanto la reforma del juego político para asegurar la pureza del sufra-
gio, sino la instauración del voto obligatorio. Este era visto en una única secuencia argumental con la edu-
cación pública que “argentiniza” y el servicio militar que forma “el amor por la bandera” como una escuela
de ciudadanía. Los tres elementos estaban destinados a resolver el problema de la nacionalidad a través
de la integración de los hijos de inmigrantes.
* La educación era el arma principal para combatir el cosmopolitismo e imponer una cierta visión del mun-
do que sirviera para legitimar un orden social. No se buscó sólo enseñar más horas de materias humanís-
ticas útiles para formar a argentinos dentro de aula, sino de crear una auténtica religión cívica que, según
los moldes de las religiones tradicionales, se basaba en inculcar una fe a través de ritos en los que la pa-
labra ocupara un lugar secundario ante la dimensión ceremonial, que impone una secuencia de actos
reiterada una y otra vez en el mismo orden. En cuanto a la educación patriótica, la propuesta de Ramos
Mejía no era innovadora, ya que muchas de las disposiciones venían de épocas precedentes, pero sí lo
fue en lo atinente a la sistematización de una liturgia pedagógica, que acompañaría masivamente a los
actos escolares de ahí en más (himnos, cantos patrióticos, culto a la bandera, fiestas cívicas).
Todo ello se complementaba ahora con una nueva campaña contra las escuelas de las colectividades ex-
tranjeras, vistas nuevamente como un serio obstáculo para la auspiciada integración. Con todo, esas cam-
pañas contra las escuelas étnicas afectaron a aquellas más visibles y mucho menos a otras en contextos
rurales, como las danesas en el centro y el sudoeste de la provincia de Bs As. Éstas, que estaban fuerte-
mente articuladas con la Iglesia Luterana danesa, llevaban una política mucho más nacionalizadora.
El programa de educación patriótica tenía ahora dentro de los dirigentes y de la opinión pública argentina
muchas menos resistencias que en las dos décadas precedentes. Esa ausencia de resistencia revela has-
ta qué punto la noción de la necesidad de su implementación estaba mucho más arraigada en las elites
argentinas, aunque por distintas vías:
* Ramos Mejía buscaba imponer más horas de instrucción cívica, castellano, historia y geografía argentina
en el currículum. Un papel central le correspondía a la lectura de pasado nacional, encargado de proveer
un espacio de autoidentificación común a los hijos de los inmigrantes. Pero ahora cualquier recuperación
del pasado nacional implicaba, inevitablemente, una revalorización de la cultura hispánica, de la indígena o
de la criolla, o de las tres en una clave de contraposición a la idea del papel civilizatorio preeminente de los
inmigrantes europeos.
* Joaquín V. González se preocupó por el problema de la “invención de una tradición”. Y a principios del
siglo XX, combinaba como solución proyectos de reforma política y social con su antiguo interés por el
papel formativo de la educación, que lo convierten en una figura paradigmática del conjunto de ansiedades
que atenazaban a las elites nativas.
* En González, Ramos Mejía o en Agustín Álvarez, hay una moderada inversión valorativa en la lectura del
pasado argentino con relación a los hombres de la organización nacional que, sin condenar la inmigración,
reduce o anula su papel transformador de la realidad argentina, o al menos requiere educarla fuertemente
en los valores tradicionales del pasado argentino o en el conocimiento de sus intelectuales y sus costum-
bres.
* La recusación de la inmigración y de su papel en la sociedad requiere construcción de una lectura dife-
rente del pasado argentino, en el cual se encuentra un agente positivo alternativo al inmigrante. Ahí es
donde Ricardo Rojas encontrará en las raíces por recuperar en la cultura indoamericana originaria, Mien-
tras que Manuel Gálvez lo hará en la tradición hispano-católica. Al hacerlo ambos inaugurarán dos tradi-
ciones perdurables del nacionalismo argentino.
* La figura más influyente del nuevo clima de ideas será Leopoldo Lugones. El poeta y ensayista argentino
dará a su súbita hostilidad a la inmigración, una formulación en la cual la tradición no entroncará con la
línea hispano-católica, a la que era adverso, ni con la indígena. Lo haría en cambio con la figura del criollo
pero reconvertida en el gaucho.
La actitud de la Iglesia Católica no fue, al menos en BUENOS Aires y quizás en Santa Fe, diferente. A los
tiempos más permisivos hacia la diversidad étnica del arzobispado de Aneiros siguieron, con el cambio de
siglo, los más restrictivos de Monseñor Espinosa, hostil a las órdenes religiosas extranjeras y al surgimien-
to de pastorales específicas para distintos grupos étnicos.
El panorama descripto no debe con todo llamarnos al engaño. Lo que caracteriza a la cultura del Centena-
rio es también sus dimensiones plurales. Para muchos otros autores, como José Ingenieros y Horacio Ri-
varola, pero también para los intelectuales socialistas crecientemente influyentes, la vieja dualidad funda-
dora civilización-barbarie seguía teniendo vigencia y la civilización estaba de lado de la inmigración euro-
pea.
La voluntad nacionalizadora no era, por otra parte, patrimonio sólo de los argentinos viejos o de la elite
dirigente tradicional. Entre los hijos de los inmigrantes, que en muchos casos rompían u olvidaban los la-
zos con su madre patria, perdían la lengua de origen y se argentinizaban aceleradamente, las voces hosti-
les a la inmigración indiscriminada y favorable hacia su “nacionalización” no eran escasas.
Un tema paralelo a los de nacionalizar a los inmigrantes y a sus hijos y de establecer un más férreo control
sociopolítico sobre ellos fue el de “civilizarlos”. En realidad, debajo de la idea de imponer un conjunto de
normas y valores de comportamiento social, se escondía la idea de los más clarividentes en los grupos
dirigentes argentinos de lograr la cohesión social a partir de la imposición de un conjunto de pautas que
descendían de arriba hacia abajo. En términos sociológicos se podría decir que buscaban lograr que la
elite argentina se convirtiese en el grupo de referencia de la sociedad toda y de este modo se asegurase el
proceso de disciplina social. Juan Agustín García y José María Ramos habían insistido desde itinerarios
distintos sobre este punto.
La ropa y los modales eran, con todo, los lugares donde más visiblemente se imponía un canon que era
señalado como una meta que debía ser alcanzada por parte de las clases medias y medio altas de origen
inmigratorio. Los modales no eran ademán un simple ejercicio de la voluntad, argumentaban. Debían
desempeñarse con naturalidad y sin cuidado, lo que implicaba una larga disciplina de ejercitación que lle-
vaba tiempo. En muchos lugares debía construirse ese proceso. Nuevamente Ramos Mejía pensaba en el
ámbito universitario en tanto espacio de sociabilidad era una buena escuela en ese sentido. El tema se
prolongaba en los gustos musicales (por ejemplo la ópera).
En las elites argentinas existían, en realidad, dos posiciones. La mayoritaria era la de aquellos que pensa-
ban que el proceso de civilización concernía a los inmigrantes a los que había que “cepillar”; y la otra, for-
mulada por un grupo que se veía a sí mismo como una elite dentro de la elite, que pensaba que en reali-
dad había que “cepillar” a todos, es decir, a los inmigrantes pero también a la elite nativa misma (por ej,
Groussac, Miguel Cané y Carlos Pellegrini). Desde la perspectiva de los inmigrantes, solo una parte se
dejó atraer hacia esos “modelos” civilizatorios; la otra, la menos asimilable a esos modelos, era aquella
más periférica.

POLÍTICA Y PRÁCTIAS SELECTIVAS HACIA LA INMIGRACIÓN


En ese contexto, las discusiones parlamentarias acerca de una selección migratoria adquirieron nuevo
vigor, junto con los reclamos para modificar la ley de inmigración de 1876. A partir de 1890 la Argentina
había vuelto a una política libre de inmigración y con moderados controles sobre aquel aspecto que era el
que por entonces interesaba más fuertemente: el sanitario.
Con todo, siguieron existiendo debates acerca de os mecanismos de regulación del movimiento inmigrato-
rio. Muchas voces propusieron medidas en sentido contrario de la de los años de 1888. Por otra parte, el
Poder Ejecutivo hacía uso extenso de la Ley de Residencia, a menudo sobre personas que carecían de
toda actividad política. La aplicación de la ley generó varias controversias hasta su derogación e 1958.
En el terreno del control de los arribados, lo más activos fue intentar imponer mecanismos más estrictos en
el plano sanitario. En cualquier caso, más allá de la cuestión sanitaria, nada se hizo en el terreno legislati-
vo o administrativo y los partidarios de la libre emigración continuaron siendo mayoría, y ninguna de las
múltiples iniciativas parlamentarias consiguió suficiente apoyo para convertirse en ley. Ni aquellas que
buscaban impedir el desembarco de los “subversivos”, ni aquellas que aspiraban a excluir a los analfabe-
tos o a los asiáticos. Por el contrario, la Argentina inauguraba en 1912 un nuevo Hotel de Inmigrantes de
enormes dimensiones como señal de que esperaba seguir recibiendo a grandes contingentes de perso-
nas. Todo ello sugiere que, pese a todos los temores, seguía siendo más fuerte la idea de que la inmigra-
ción era la única vía posible por recorrer para asegurar el progreso. Ello reflejaba también, la complejidad
del hecho migratorio, que involucra a demasiados actores con intereses y presupuestos a veces muy dife-
renciados e incluso contrapuestos hacia esta materia particularmente problemática a la hora de la toma de
decisiones.

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