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VIDA DE SAN LEONARDO DE PUERTO MAURICIO[1]

El 17 de marzo de 1923 Pío XI nombraba celestial patrono de los sacerdotes que se


dedican a las misiones populares a San Leonardo de Porto Mauricio, «solícito y valiente
pregonero de la divina palabra, escogidísimo obrero en la viña del Señor». Émulo de San
Vicente Ferrer, protector de sus misiones, fue puesto por la divina Providencia en aquel
siglo XVIII racionalista, frívolo y decadente, «el más bajo de los siglos», para predicar a
Jesús crucificado y renovar la piedad, atenazada por el jansenismo hipócrita y frío.
Nació en Porto Mauricio (hoy Imperia), en la azul Riviera italiana, el 20 de diciembre
de 1676 en un hogar de honrados marinos. Niño serio y piadoso, fue enviado a los trece
años a Roma, cursando los estudios de humanidades, retórica y filosofía en el célebre
Colegio Romano, al mismo tiempo que, como congregante de los oratorios filipino y del
padre Caravita, adquiría una sólida formación espiritual. A los veintiún años, sin titubeo
alguno, siguió la voz del Señor, que le llamaba al estado religioso, vistiendo el hábito
franciscano el 2 de octubre de 1697 en la provincia reformada romana. Ordenado de
sacerdote el 23 de septiembre de 1702 y destinado a la enseñanza de la filosofía, cayó
enfermo de una grave afección pulmonar, cuya curación, cinco años más tarde en su país
natal, atribuyó a la Santísima Virgen, dedicándose inmediatamente de lleno al ministerio
de la predicación. Trasladado en 1709 al convento de San Francisco al Monte de
Florencia, trabajó incansable en el establecimiento y organización de los conventos-
retiros de la Orden, donde una selección de religiosos, observantísimos entre los
observantes, vivía la pureza de la regla franciscana en un intransigente aislamiento del
mundo. Nombrado guardián del retiro de San Francisco al Monte, que gobernó nueve
años, logró fundar en 1717 un «super-retiro» en la cercana colina del Incontro, dotándole
de unos estatutos calcados en el austerísimo espíritu de San Pedro de Alcántara y del
Beato Buenaventura de Barcelona.
En este eremitorio, que llevaba el sugestivo nombre de «la Soledad del Encuentro»,
San Leonardo redactó aquel mismo año sus Propósitos, férreo programa detallado y
razonado de su lucha por la perfección, que define «trato íntimo y comercio interior con
Dios Uno y Trino». Poniendo como fundamento la desconfianza en sí mismo, se crea
una inaccesible zona de seguridad, «una soledad mental llamada por mí País de la Fe,
donde en olvido de todas las criaturas hablaré y conversaré con Dios». Armazón del
edificio espiritual son las tres obras principales del día: la santa misa, precedida de la
confesión y celebrada siempre con cilicio; el oficio divino, meditando la pasión del Señor;
la oración mental, «mi pan cotidiano», que extendía a todas las horas libres de la jornada.
Con el «cuchillo de la mortificación» a la mano, San Leonardo fija el método ascético de
adquisición y ejercicio de las virtudes teologales, votos monásticos y virtudes de religión,
humildad, caridad con el prójimo y modestia; detalla las prácticas piadosas del día y las
especiales de cada semana y mes, y reglamenta sus devociones predilectas: la pasión del
Señor, que «meditaré día y noche»; el ejercicio del vía crucis, «que introduciré sin

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perdonar fatiga y aun lo impondré frecuentemente por penitencia»; la devoción a la
Santísima Virgen, «cuyo sermón predicaré con especial fervor», llevando además por
toda la vida, en memoria de sus siete dolores, una cruz con siete puntas sobre el pecho.
Cada obra ha de llevar la etiqueta de la pureza de intención, la «nata del amor de Dios»;
cada transgresión será castigada con el rezo del «Miserere» o una cruz en tierra con la
lengua. Para la renovación de la pureza de intención y petición de la ayuda divina se
propone la jaculatoria «Jesús mío, misericordia», que repetía millares de veces al día y
recomendaba insistentemente a sus dirigidos y misionados. «El sello de todos estos mis
propósitos –termina– será la presencia continua de Dios», para lo cual se ayudará de la
mencionada jaculatoria y de un ingenioso recurso nemotécnico: a los dedos de la mano.
No se trata del cuaderno de un novicio fervoroso; estos 66 propósitos eran la
experiencia y ejercicio de veinte años de religioso perfecto. Cinco veces los revisó y
copió, poniéndolos a la firma del confesor para tener el mérito de la obediencia. La
última ratificación y copia en 1745, a los sesenta y nueve años de edad, testifican la plena
validez y eficacia de este manualito privado de ascética y mística, cuya observancia,
minuto a minuto, llevó a nuestro Santo a las más altas cumbres de la santidad.
La fórmula de la espiritualidad de San Leonardo consistió en la equilibrada
combinación de contemplación y acción. O como decía él mismo al definir su vocación:
«Misión, estando siempre ocupado por Dios; soledad, estando siempre ocupado en
Dios». Eterno ermitaño en su corazón, abandonaba la paz conventual para «la campaña
contra el infierno», como llamaba a las misiones populares, el género predilecto de su
apostolado, comenzando ya en 1708. Compuestos al principio su Cuaresma y los
Sermones de misión, no se cuidó de renovarlos, y repitiéndolos apenas retocados en los
mismos lugares –en Roma cerca de veinte veces–, los efectos fueron siempre
maravillosos. Con un lenguaje sencillo y directo –una perla rara en aquella época del
ridículo y huero barroquismo oratorio–, exponía los novísimos, la gravedad del pecado,
los males del escándalo, atacando con especial vehemencia e ironía al chichisbeo, el
típico y pecaminoso galanteo de aquel siglo sensual y morboso. Personalmente con los
pecadores era sereno, jovial y benigno, poniendo en una buena confesión el fin principal
de las misiones.
Práctico y organizador, como auténtico genovés, compuso en 1712 el reglamento de
misiones, que substancialmente, y aun en muchos detalles, coincide con el método
corriente de las actuales misiones populares. Cada misión solía durar de quince a
dieciocho días, comenzándose con la entrega del gran crucifijo, que plantaba en el palco
o púlpito y señalaba patéticamente al pueblo: «He aquí el compendio de cuanto os vamos
a predicar en estos santos días: Jesús crucificado». No se desdeñaba de hacer un
moderado uso de piadosos recursos externos para crear y mantener el clima de misión,
como tomar la disciplina interrumpiendo el sermón, la procesión de penitencia con el
impresionante cuadro del «condenado», las procesiones del entierro de Jesús y de
Nuestra Señora del Bello Amor, el lúgubre toque de la «campana del pecador» a las
nueve de la noche. La misión terminaba con la solemne erección del vía crucis, «gran

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batería contra el infierno», de los que erigió 576. En días sucesivos daba pláticas al clero
y ejercicios espirituales a las religiosas, forma de apostolado que, como igualmente la
dirección espiritual, cultivó con abnegación y esmero. Sigilosamente se retiraba después
al retiro más cercano «a predicar la misión a fray Leonardo», es decir, a intensificar su
vida de penitencia y de unión con Dios.
Es imposible seguir el itinerario de sus cuarenta y cuatro años de misionero, en los
que recorrió con los pies descalzos, sin sandalias, todos los caminos de la Italia del Norte
y central, dando 339 misiones, reseñadas en el diario de su inseparable compañero fray
Diego de Florencia con la anotación de los prodigios obrados en ellas. Particularmente
intensas y fructuosas fueron las misiones predicadas en Roma en el jubileo extraordinario
de 1740, y, más tarde, en la preparación del Año Santo de 1750, terminado con la
solemne inauguración de las estaciones del vía crucis en el Coliseo el 27 de diciembre.
Muy curiosas y accidentadas, pero plenamente logradas, las misiones de Córcega en
1744 ante auditorios frecuentemente armados de punta en blanco.
«Deseo morir en misión con la espada en la mano contra el infierno» –dice uno de
sus propósitos–. Y así fue literalmente. Acabó su última misión el 24 de octubre de 1751
en las montañas de Bolonia; el 26 de noviembre, próximo a cumplir setenta y cinco años,
moría en su amado retiro de San Buenaventura de Roma este «gran cazador del
paraíso», como le llamaba su amigo Benedicto XIV. Anticipándose en más de un siglo a
la «lluvia de rosas» de Santa Teresita, había escrito con fuerte estilo misional: «Cuando
muera revolucionaré el paraíso y obligaré a los ángeles, a los apóstoles, a todos los
santos, a que hagan una santa violencia a la Santísima Trinidad para que mande hombres
apostólicos y llueva un diluvio de gracias eficacísimas que conviertan la tierra en cielo».
Fue beatificado el 19 de junio de 1796 y canonizado el 29 de junio de 1867. La
iconografía le muestra con el crucifijo misionero en el pecho o en el acto de mostrarlo al
auditorio, emblema merecidísimo de este gran propagador del vía crucis y predicador
incansable de Jesús crucificado, «principio y fin de toda nuestra obra».

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MÉTODO DE LOS CUATRO FINES DEL SACRIFICIO
Según San Leonardo de Puerto Mauricio.
La Misa es un Sacrificio y un Memorial. — Sacrificio, es para nosotros la
adoración, la expiación y la súplica por excelencia, pues son la adoración, la expiación y
la súplica de un Dios, que se hacen nuestras; — Memorial del drama del Calvario, nos
recuerda el misterio de sufrimientos más capaz de tocar nuestros corazones de pena y de
amor: los sufrimientos y la muerte de un Dios.
En las oraciones litúrgicas, la Iglesia, inspirándose en este doble pensamiento,
condensó ora en la parte fija, ora en la parte variable, todo lo que puede ayudarnos a
aprovechar este doble objeto.
Las oraciones que siguen, consagradas por la autoridad de un santo: san Leonardo de
Puerto Mauricio, religioso de San Francisco, muerto en 1751, se relacionan sobre todo al
primer objeto, que es el Sacrificio.
Los cuatro Fines principales del Sacrificio son: 1° Rendir a Dios el honor y el culto de
adoración que merece, reconociendo su soberano dominio sobre nosotros y sobre toda
criatura. — Para eso, Jesús se aniquila hasta la muerte. — 2° Agradecer a Dios los
beneficios que hemos recibido de él. — Jesús ofrece para eso a su Padre todo lo que
tiene. 3º Satisfacer dignamente por nuestros pecados. — Para esto Jesús sufrió tanto. —
4° Implorar su asistencia y pedir sus gracias, — lo cual es muy especialmente la obra de
Nuestro Señor en el cielo y el altar: Siempre vivo para interceder por nosotros (Hebr. VII,
25).

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ORACIÓN PREPARATORIA
Dios de misericordia y de toda consolación, que nos amaste al punto de darnos tu
Hijo único, y que quieres que el Sacrificio de su Cuerpo y Sangre, que ha ofrecido sobre
el Calvario, sea renovado cada día sobre nuestros altares: dame la gracia de aportar a este
gran misterio el respeto, la atención y la devoción que le debo.
Te ofrezco este Sacrificio adorable, oh mi Dios, para alabar y adorar tu soberana
Majestad y para reconocer tu absoluto dominio sobre mí y sobre toda criatura. Te lo
ofrezco además para agradecerte las tantas misericordias conmovedoras de las que tu
bondad no deja de rodearme. Dígnate aceptar mis débiles acciones de gracias unidas a las
de mi Salvador.
Uno mi voz con la de su Sangre adorable para pedirte perdón de mis pecados y mi
ingratitud.
Mi bienamado Salvador, dame las lágrimas de san Pedro, la contrición de Magdalena,
el dolor del tantos Santos que, de pecadores que eran, se hicieron verdaderos penitentes,
y haz que, por los méritos de este divino Sacrificio, yo consiga el perdón entero de mi
alma.
Concédeme también, Señor, todas las gracias que sabes que son necesarias para mi
salvación y la salvación de quienes amo. Pongo sobre tu altar mis intenciones más caras,
pidiéndote para nosotros todos, antes de toda cosa, el amor de nuestros deberes y el de
tu santa voluntad.

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OFRENDA[1]
Padre eterno, te ofrezco el Sacrificio que te hizo de su persona sobre la Cruz y que
renueva actualmente sobre este altar Jesús, tu Hijo bienamado. Te lo ofrezco en el
nombre de todas las criaturas, con las Misas que se celebraron y que se celebrarán por
todo el universo, en la intención de adorarte, honrarte como mereces, rendirte las
acciones de gracias que te debo por tus innumerables beneficios, apaciguar tu cólera
encendida y provocada por nuestros pecados sin número, satisfacerle dignamente y
suplicarte por mí, por la Iglesia, por el mundo entero y por las almas del Purgatorio.

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I. — Del Introito al Evangelio.
DEBER DE ADORACIÓN
La primera obligación del cristiano es honrar y alabar la divina Majestad, ante la cual
no somos nada, y que nos ha dado todo lo que somos.
Humíllate pues con Jesucristo en el Huerto de los Olivos y en la Cruz; abísmate en el
pensamiento de tu nada, adora la omnipotencia y Majestad divinas, y penetrado de
verdadera humildad, reza así:
Oh Dios eterno y todopoderoso, que me creaste para ser feliz de tu felicidad, te
adoro y te reconozco por el Señor y Amo de mi vida; protesto que todo lo que soy y
tengo, lo tengo de la bondad de tu corazón…
Has creado todo; con una palabra puedes cambiar todo, reducir todo a la nada: — ¡el
amo eres tú, oh mi Dios!
Mi vida… esta tarde quizá me la pidas: — ¡el amo eres tú, oh mi Dios!
Los bienes de mi familia… el mínimo revés puede destruirlos: — ¡el amo eres tú, oh
mi Dios!
Mi inteligencia, mi memoria,… basta con un momento para oscurecerlas: — ¡el amo
eres tú, oh mi Dios!
Todos los que me son caros, todos los que más necesito… me los puedes quitar: —
¡el amo eres tú, oh mi Dios!
Acepta el homenaje que te hago de todo mi ser, oh mi Dios, ofreciéndote en mi lugar
no sólo este pan y este vino que me has dado, sino sobre todo el Cuerpo y Sangre de
Jesucristo, que quieres poner entre mis manos para que sean el rescate de mi alma…
Y, acordándome, Señor, de que todos los méritos de Jesucristo mi Salvador no
aprovecharían en nada para mi salvación si yo no me asociara por mis propios actos y
sacrificios, te ruego dignarte aceptar el sacrificio que te hago por adelantado de mi propia
vida, en el día, a la hora y de la manera que te agradare, y, mientras tanto, el de todas las
pruebas, sufrimientos, desamparos, abandonos, que tu Providencia juzgue bueno
enviarme en su sabiduría…
ORACIÓN DE P ÍO X
DIOS.
PARA OFRECER LA PROPIA MUERTE A

Señor Dios mío, desde hoy acepto de tu mano, de buena gana y de todo corazón, el
género de muerte que te agradare enviarme, con todas sus angustias, todas sus penas y
todos sus dolores.
IND. PLENARIA PARA EL DÍA DE LA MUERTE.
(Pío X, 9 de marzo,1904.)

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II. — Del Evangelio al Sanctus.
DEBER DE ACCIÓN DE GRACIAS
Ve los beneficios inmensos de que has sido llenado: Creación, Redención, Bautismo,
Sacramentos, gracias sin número… Ofrece en intercambio una ofrenda de precio infinito:
la Persona adorable del Dios hecho hombre por ti, con todas sus oraciones, sus acciones
de gracias, sus trabajos y sus sacrificios… Invita a los Ángeles y Santos a agradecer a
Dios contigo, y di:
Aquí estoy, Dios de mi corazón, colmado de los beneficios que te has dignado
prodigarme… Todo lo que soy y tengo, lo tengo de tu corazón…
Mi vida, mi libertad, mi voluntad, mi memoria, mi inteligencia, mi cuerpo, todos mis
sentidos,… la gracia sobre todo, la vida eterna de mi alma, la esperanza del paraíso…
todo lo tengo de tu bondad y misericordia…
En agradecimiento de cuanto te debo, mi Señor y mi Dios, te presento, por las manos
del sacerdote, la más rica ofrenda que hay en el mundo y que tu divino Hijo me ha
querido regalar: su Cuerpo adorable y su Sangre divina con todos los méritos de su
Pasión y Muerte.
Señor, acepta esta ofrenda, cuyo mérito infinito supera por sí solo todos los dones
que he recibido hasta aquí y que espero recibir todavía en el porvenir…
Ángeles del Señor, y vosotros, bienaventurados Habitantes de los cielos, ayudadme a
agradecer a mi Dios, y ofrecedle en acción de gracias, por tantos beneficios, esta Misa a
la que tengo la dicha de asistir, para pagar a su tierna caridad por todas las gracias que me
está concediendo ahora, y por las que se dignará darme por todos los siglos de los siglos.
Pero no olvidemos que Dios no quiere que se lo sirva de la boca para afuera, sino en
verdad y en obra.
Ofrécete pues tu mismo en homenaje de agradecimiento a Dios, uniendo tu ofrenda
con la del Salvador mismo y con el homenaje que los Ángeles y Santos rinden a Dios en
el cielo, y di:
Dios eterno, en agradecimiento de todos los beneficios que he recibido de ti, quiero
hacer hoy todas mis obras con las mismas intenciones que tuvieron en la tierra Jesús,
María, José y todos los Santos que ya están cerca de ti en el cielo.
Quiero que todos mis pensamientos, palabras y acciones de este día sean para tu
gloria y tu amor, para tu alabanza y tu servicio, el alivio de las almas del purgatorio y la
conversión de todos los pecadores…
Me diste todo, Señor, quiero devolverte todo, haciendo que todo sirva a tu gloria…

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III. — Del Sanctus a la Elevación.
DEBER DE REPARACIÓN
Aquí está la santa Víctima que pronto aparecerá en el altar… Y puesto que es sobre
todo para expiar el pecado que Jesús sufrió tanto y murió, echa una mirada a tu vida, y,
viendo la deuda — inmensa quizá — que has contraído con la Justicia divina por el
número y la gravedad de tus pecados, di con un corazón profundamente contrito y
humillado:
He aquí, mi Dios, este traidor, este ingrato que tantas veces se sublevó contra ti…
¡Ay! penetrado de dolor, aborrezco y detesto de todo corazón mis innumerables pecados.
Te presento en pago todos los méritos de Jesús, la Sangre de Jesús, de este mismo Jesús,
Dios y hombre juntamente que, como víctima, se digna renovar una vez más su
sacrificio en mi favor. Jesús se hace, sobre este altar, mi mediador y abogado, y por su
Sangre te pide gracia para mí; uno mi voz con la de su Sangre adorable, y te pido el
perdón de los tantos pecados que he cometido…
¡Oh Dios infinitamente santo e infinitamente justo! Tú que me has llenado de tantos
beneficios, ¿qué empleo he hecho de tus dones… de la vida que me has dado, de mi
ojos, de mi boca, de mi cuerpo, de mis sentidos?…
¡Pequé bajo tus ojos, oh mi Dios! — perdona mi insolencia…
Pequé en el momento mismo en que podías castigarme, — perdona mi temeridad…
Pequé sirviéndome de tus beneficios, — perdona mi ingratitud…
Insensato, abrí bajo mis pasos el abismo del infierno;… pero sobre todo, oh Jesús, lo
sé, lo creo, ¡por mis pecados he sido causa de tu Pasión y Muerte!…
Oh mi Jesús, veo tu cabeza coronada de espinas, cubierta de sangre, manchada por
los escupitajos, magullada por las bofetadas — para expiar mi orgullo, mi vanidad…
Tus ojos velados, bañados en sangre, hartos de oprobios — para expiar mis miradas
imprudentes, mis curiosidades malsanas, mis lecturas peligrosas…
Tu boca toda lívida — para expiar mis sensualidades y glotonerías…
Tus manos y pies abiertos de clavos, fijados por estos clavos a la cruz — para expiar
mis desobediencias y rebeliones…
Tu Madre abismada en un océano de dolores — para expiar mis afectos culpables y
criminales…
¡Oh Bondad infinita! ¡oh Misericordia infinita! ¡oh Amor infinito! oh Dios de mi
alma, pues has tenido a bien entregar por mí a la muerte el objeto más caro a tu corazón,
tu divino Hijo Jesús, te ofrezco el gran Sacrificio que él hizo de sí mismo en la Cruz y
que en este momento renovará en este santo altar; por sus méritos te ruego otorgarme el
perdón de mis pecados, tu santo amor, una buena muerte y la gloria del paraíso.
¡Oh mi Dios! por el amor de Jesucristo, perdóname y sálvame.

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Durante la elevación del Cuerpo y Sangre del Señor, inmolado por tus pecados y
que se ofrece por ti, adora profundamente y repite:
¡Mi Señor y mi Dios!.. (7 años y 7 cuar. — si se mira la Hostia.)
Jesús en el Santísimo Sacramento, ten piedad de nosotros. (300 días)
¡Mi Jesús, misericordia! (300 días)
¡Jesús, hijo de David, ten piedad de mí! (100 días)
¡Mi Dios, antes morir que ofenderte de nuevo!

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IV — Después de la Elevación.
ORACIÓN Y COMUNIÓN
Jesús está en el altar, como en el Calvario, orando por nosotros, intercediendo por
nosotros, ofreciendo por nosotros su Sangre, sus llagas, sus dolores, su muerte, todos
sus méritos.
Representémonos a Jesús crucificado en el Calvario, y digamos del fondo del
corazón:
Oh mi Jesús crucificado, inmolado por mí, dame una de aquellas miradas de amor
que en otro tiempo echaste sobre mi alma desde lo alto de la Cruz, sacrificando tu vida
por mi salvación; mírame y ten piedad de mí: dame el perdón general de todas mis
ofensas contra ti, dame la santa perseverancia, dame tu santo amor, dame una perfecta
conformidad a tu voluntad, dame el Paraíso, para que pueda amarte eternamente. No
merezco nada, pero tus llagas me alientan y me hacen esperar todo de tu bondad. ¡Oh
Salvador de mi alma! por este amor que te hizo morir por mí, concédeme tu amor.
Desátame de las criaturas, hazme resignado en las tribulaciones, y atrae todos mis afectos
a ti tan bien que yo no ame en adelante más nada fuera de ti.
Por las Llagas de tus pies, ¡oh Jesús! dame el ánimo de marchar en adelante en la vía
de tus preceptos, de la devoción, del sacrificio.
Por las Llagas de tus manos, dame hacer dignos frutos de penitencia, y sembrar
valientemente en las lágrimas para segar un día en la gloria.
Por la Sangre que se escapa de tu frente y de todo tu cuerpo, dame el ánimo de
vencerme, de sufrir todo por tu amor, y de servirte, si hace falta, hasta la efusión de la
sangre.
Te recomiendo mis padres, mis bienhechores, lo mismo que las almas del purgatorio.
Te recomiendo de una manera particular todos los que me odian o me hicieron alguna
ofensa, te ruego devolverles en bien el mal que me hicieron o me desean. Te recomiendo
por fin los infieles, los herejes y todos los pobres pecadores: dales la luz y la fuerza que
necesitan para salir del pecado. ¡Oh Dios soberanamente amable! hazte conocer y amar
por todos los hombres, pero particularmente por mí, que te mostré más ingratitud que
todos los demás, para que, por tu bondad, vaya un día a cantar eternamente tus
misericordias al paraíso.
¡Oh mi Jesús! en el día desde el juicio, no me separes de ti. — ¡Oh agonía de Jesús!
por ti espero soportar con resignación mi última agonía. — ¡Oh Llagas de Jesús! me dais
la esperanza de amar a Jesús eternamente. — ¡Oh Sangre de Jesús! por ti espero el
perdón de mis pecados. — ¡Oh látigos de Jesús! preservadme de la desesperación eterna.
— ¡Oh Muerte de Jesús! por ti espero una buena muerte. — ¡Oh lágrimas de María!
obtenedme la gracia de llorar mis pecados. — Oh san José, por tu muerte gloriosa,
procúrame una buena muerte. — ¡Qué tengo yo que desear en esta vida y en la otra,
sino tú solo, oh mi Dios[2]!

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Al Padrenuestro.
El Padrenuestro es la gran Oración de la Misa antes de la Comunión. En esta
Oración el Maestro nos hace pedir el pan supersubstancial, que es el pan del alma.
¿Puede haber mejor preparación a la Comunión que meditar esta divina Oración?…
¡Oh Padre! — lleno de poder, sabiduría y bondad, Dios eterno, Dios todopoderoso
que me has dado el ser, la vida, — sobre todo la vida del alma, por la que soy
verdaderamente de tu raza, tu hijo y el heredero de tu gloria…
Oh Padre, que estás en los cielos, — que reinas allí en tu gloria, en medio de los
Ángeles y Santos, y que allí me esperas y me invitas, tú que me creaste para ser
eternamente feliz contigo… pon, pues, en mi corazón un verdadero deseo de estos
bienes celestes que no pasarán… un ardiente deseo de esta gloria que es tuya, y que será
un día mi propia beatitud…
Santificado sea el tu nombre, — y que sea santo yo también como eres santo tú, ¡oh
Santidad misma!…
Venga a nos el tu reino, — que venga en primer lugar a mi corazón por tu
Sacramento, para que yo goce de él un día en tu cielo…
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, — para que así yo merezca
esta gloria y este reino —
¿Qué son todos los bienes de este mundo comparados a los bienes del cielo… y que
me quedaría de ellos en la muerte? ¡¿Qué son vanos honores, vanas riquezas y estériles
gozos, en comparación con tus magnificencias, tus riquezas, tus alegrías y tus delicias sin
fin?!…
El pan nuestro de cada día dánosle hoy.
Dame el verdadero Pan, el Pan de vida, el Pan supersubstancial que hace vivir el
alma de la vida eterna;… el Pan que es la fuerza, el vigor, la luz, la alegría, el júbilo del
alma, — el trigo de los escogidos y el vino que engendra vírgenes[3].
Dámelo cada día, Señor, porque lo necesito cada día.
Pero, para ser dignos de ello, Señor,
Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Pongo al pie de tu altar mis rencores y antipatías; he renunciado a eso con tu gracia,
renuncio de nuevo por tu amor.
Dame un perdón completo de mis faltas.
Las detesto todas, las lloro, querría borrarlas con mi sangre, — porque te desagradan,
porque entristecieron tu corazón…
¡Antes morir que ofenderte en adelante!
No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal:

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Tal es mi oración, Señor, tal es el voto de mi corazón… Soy débil y frágil, y no
puedo nada sin tu gracia…
Pero Jesús es la fuerza, la salvación y la vida…
¡Que el Cuerpo y Sangre de Jesús, sacrificados por nuestro amor, guarden mi cuerpo
y alma para la vida eterna!
¡Que me preserven del único verdadero mal que es el pecado!
¡Y que me aseguren el verdadero bien que es la vida eterna!

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ORACIÓN DE PETICIÓN
por la preciosa Sangre de Jesucristo.
¡Oh Padre! ¡oh Hijo! ¡oh Espíritu Santo! ¡oh Santísima Trinidad! ¡oh Jesús! ¡oh
María! Ángeles benditos, Santos y Santas del paraíso, obtenedme las siguientes gracias
que pido por la Preciosísima Sangre de Jesucristo:1. Hacer siempre la voluntad de Dios;
2. Estar unido siempre a Dios; 3. Pensar sólo en Dios; 4. Amar a Dios solo; 5. Hacer
todo por Dios; 6. Buscar únicamente la gloria de Dios; 7. Santificarme únicamente por
Dios; 8. Conocer bien mi nada; 9. Conocer siempre más y más la voluntad de Dios. 10.
Se pide aquí una gracia particular, según las propias necesidades.)
Santísima Virgen María, ofrece al Padre eterno la Preciosísima Sangre de Jesucristo
por mi alma, por las santas almas del Purgatorio, por las necesidades de la santa Iglesia,
por la conversión de los pecadores y por el mundo entero.

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ORACIÓN “ANIMA CHRISTI” DE SAN IGNACIO,
EXPANDIDA
ALMA DE CRISTO:
Alma santísima de Cristo, que me conociste ya antes que empezase a existir y que
me conociste para llorarme, para perdonarme, para redimirme y para amarme; alma de
Cristo que me llevaste siempre en tu pensamiento y en tu corazón; alma de Cristo que te
entristeciste en el Huerto de Getsemaní al ver las llagas y miserias de la mía. ¡Oh alma
preciosísima de Cristo!; endereza mi voluntad, ilumina mi entendimiento, purifica mis
sentidos, y lléname de gracia, y así, de este modo, ¡OH ALMA DE CRISTO, SANTIFÍCAME!

16
CUERPO DE CRISTO:
Cuerpo dolorido de mi Señor Jesucristo; cuerpo ensangrentado y llagado por mis
culpas; cuerpo sudoroso, que tantas fatigas y agonías sentiste al ver mi loca tardanza en
escuchar tu voz; cuerpo de Cristo, cuyos ojos santos tantas lágrimas lloraron ante mis
repetidas inmodestias; cuerpo de Cristo, cuyos labios amargados por la hiel de mis
ingratitudes, tantas veces me han repetido palabras dulcísimas de vida eterna; cuerpo de
Cristo, cuyas manos bienhechoras, tantas veces se han levantado para llamarme, para
bendecirme, y sobre todo para sostenerme cuando empezaba a hundirme en el pecado;
¡OH, CUERPO DE CRISTO, SÁLVAME!

17
SANGRE DE CRISTO:
Sangre santísima, sangre preciosísima, sangre inmaculada, sangre redentora, sangre
divina de mi Señor Jesucristo, que tantas veces en la Sagrada Comunión, como rocío
celestial, me has vivificado; sangre que infundes fortaleza a los mártires, fertilizas la
pureza en las vírgenes, y enciendes el celo de los confesores; sangre de Cristo, que tan
generosamente has manado de las llagas de las manos, de los pies y del costado santo ¡oh
sangre de Cristo!; enciéndeme, abrásame, divinízame, y en tu dulzura celestial, ¡OH
SANGRE DE CRISTO, EMBRIÁGAME!.

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AGUA DEL COSTADO DE CRISTO:
Agua cristalina, agua inmaculada, agua santa, agua vivificadora, que manando de las
fuentes del Salvador, saltas hasta la vida eterna; agua refrigeradora de Cristo: mitiga la
sed de placeres que me consume, apaga el volcán de mi corazón que me devora, y
templa la llama de mis muchas pasiones que me abrasan, como abrasan los ardores del
sol a las flores del campo; ¡oh agua limpia y pura del costado de Cristo!; borra las huellas
que en mi ha dejado el pecado; riega la esterilidad de mi corazón egoísta; purifica mis
sentidos y mi imaginación y, sobre todo, ¡OH, AGUA DEL COSTADO DE CRISTO, LÁVAME!

19
PASIÓN DE CRISTO:
Pasión de Cristo, que hiciste llorar a los mismos ángeles del cielo; pasión de Cristo,
que hiciste que se obscureciese el sol y se conmoviera la tierra; pasión de Cristo, que has
abierto el camino seguro que conduce a la región de las dichas eternas, lo has alfombrado
con la sangre redentora y lo has esmaltado con las lágrimas del Salvador, más hermosas y
puras que todas las perlas de los mares; ¡oh pasión de Cristo, pasión de amor, pasión de
dolor infinito y pasión de silencios divinos!; ¡oh pasión de Cristo!; puesto que soy débil,
inconstante y cobarde, ¡OH, PASIÓN DE CRISTO, CONFÓRTAME!

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¡OH BUEN JESÚS!:
¡Oh, Jesús bueno, Jesús bueno!; siempre bueno, y bueno para mí sobre todas las
cosas. En medio de las sugestiones vanas del mundo, en medio de la gritería de mis locas
pasiones, en medio de las voces que en mí de continuo se oyen: voces del pasado que
me remuerden, voces del presente que me turban, y voces del porvenir que sin cesar me
inquietan, ¡oh, buen Jesús!, óyeme; oye ahora mis súplicas, oye mis gemidos, oye mis
llantos, y, sobre todo, cuando mi corazón al sentirse herido y solo, acuda a ti que eres la
dulzura infinita, y te llame, ¡OH, BUEN JESÚS, ÓYEME!

21
DENTRO DE TUS LLAGAS:
¡Oh, llagas resplandecientes como soles!, ¡oh llagas santas!, que abrió el amor para
que en ellas se guareciesen las almas de los niños, las almas de las vírgenes, las almas de
los santos, y las almas de los tentados. ¡Oh, Jesús mío y Redentor mío!: dentro de esas
llagas tuyas, guárdame y escóndeme. Y tú, ¡Oh puerta santa del costado divino!, que
conduces al Corazón que es el cielo de la tierra, en donde resplandece la luz, reina la paz
y abunda la alegría; ¡Oh puerta santa del Costado de Cristo, ábrete y recíbeme, que
vengo huyendo del mar agitado del mundo, y vengo sucio, vencido, triste y hambriento,
cual otro hijo pródigo que ha disipado todos sus bienes; por esto deseo que te abras y por
esto te pido, ¡oh buen Jesús!, que me recibas como a un esclavo, diciéndote con toda mi
alma: DENTRO DE TUS LLAGAS ESCÓNDEME.

22
NO PERMITAS QUE ME APARTE DE TI:
No permitas, ¡oh mi dulce Jesús!, que me aparte de Ti, porque lejos de tu presencia y
de tu luz y de tu calor divino moriría, quedaría sin vida, como el pez sin agua, como la
flor sin sol, y como el ave sin oxígeno. No permitas que me aparte de Ti, porque lejos de
Ti la vida es triste, la vida es estéril, la vida es muerte; y como yo necesito palabras de
vida que me iluminen y que me sostengan, por esto necesito estar contigo, y por esto te
pido con humildad, que no me dejes, que no me desampares nunca, que NO PERMITAS QUE
ME APARTE DE TI.

23
DEL MALIGNO ENEMIGO DEFIÉNDEME:
¡Oh, Señor Jesús!: Tú sabes cuántos son los enemigos que como leones rugientes me
rodean y quieren destrozar mi alma, arrancarme la fe, sumergirme en la lujuria y
vencerme en esta continua lucha que es la vida; ¡oh Jesús bueno!, que ves ese ejército de
inmodestias, de lecturas, de provocaciones, de espectáculos y de sugestiones que quieren
hacerme sucumbir y caer en las garras de Lucifer; ¡oh buen Jesús!, que tanto me quieres,
y que tanto me has querido siempre, guárdame, protégeme, y, sobre todo, DEL MALIGNO
ENEMIGO DEFIÉNDEME.

24
EN LA HORA DE MI MUERTE:
Cuando se acerque el fin de mi existencia, cuando vaya a dejar el mundo para
siempre, cuando mi cuerpo esté fatigado, pálido y sudoroso; cuando me despida de
cuantos me han querido, y me encuentre solo, al borde de la eternidad: una cosa te pido
para entonces, y te la pido ¡oh Jesús!, en estos momentos en que estás dentro de mi
alma, y te oigo y te hablo; te pido que en aquellos instantes supremos, me llames. Tú
sabes mi nombre; tus labios lo han repetido muchas veces cuando me veías en peligro y
cuando me alejaba de Ti; pues, por mi nombre y con tu voz dulcísima, en aquella hora
suprema de mi vida, con tus palabras eficaces y santas, para que no me pierda, te pido
que me llames: si Jesús mío, y Redentor mío: EN LA HORA DE MI MUERTE LLÁMAME.

25
Y MÁNDAME IR A TI:
Cuando mi alma quede desatada del cuerpo; cuando contemple en su realidad todo el
atractivo divino de tu rostro, toda la vileza del pecado, y toda la fealdad que en mi han
dejado mis prevaricaciones; entonces ¡oh Jesús, que tanto me has amado, defendido y
guardado!, mándame que decididamente vaya a Ti, a la Luz, a la Hermosura, al Amor y
a la Dicha sin fin. Yo quiero oírte entonces, yo quiero anegarme en el océano de tu amor
infinito, y por esto te digo una y mil veces: ¡oh Jesús!, que eres la verdad, el camino y la
vida: MÁNDAME IR A TI.

26
PARA QUE CON TUS SANTOS TE ALABE:
Yo sé, Jesús mío, que Tú has hecho todas las cosas buenas, y que todas ellas te
alaban, te glorifican y bendicen; pues yo quiero alabarte con la luz, con el sol, con las
aves, con los peces y con las flores, y quiero entonar eternamente el himno de tu gloria;
quiero cantar tus misericordias infinitas, uniendo mi voz a la de los ángeles, uniendo mi
voz a la de tus escogidos que formarán toda la Iglesia triunfante, que reinará conmigo
para siempre, y por esto te pido mi salvación eterna: PARA QUE CON TUS SANTOS TE ALABE.

27
POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS:
Y como el himno de mi reconocimiento, deseo que no termine nunca, sino que en su
duración sea infinito, por esto quiero que los latidos de mi corazón sean para Ti siempre,
y que mis pensamientos tejan una guirnalda de flores de alabanzas a tu sabiduría, y yo
cante tu poder, tu grandeza, tu majestad, y tu amor eternamente, y que de mi ser brote
un torrente de gratitud, y alabe tus misericordias, POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS.

28
AMÉN:
Así sea; esta es, ¡oh buen Jesús!, mi última súplica; que todo lo que te he pedido se
cumpla en mi vida, en mi muerte, y en mi eternidad; y para ello ahora te pido que me
acompañes en este día. La vida me llama; la tentación me acecha, la ingratitud me
espera, la fatiga me aguarda; por esto te pido que vengas conmigo, porque soy débil,
porque soy inconstante. Ven pues, en mi compañía; que tu presencia en mí, resplandezca
en mis palabras, en mis pensamientos y en mis afectos y trabajos; Jesús ven; ven
conmigo, que no quiero ofenderte; ven conmigo, que te amaré y te bendeciré en todo
cuanto haga; ven, Jesús, ven; sí, así sea, AMÉN.

[1] 3 años. (Pío IX, 1860.)


[2] San Alfonso María de Ligorio.
[3] Zac. 9, 17.

[1] Isidoro de Villapadierna, O.F.M.Cap., San Leonardo de Porto Maurizio, en Año


Cristiano, Tomo IV, Madrid, Ed. Católica (BAC 186), 1960, pp. 471-475.

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