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MATRIMONIOS
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I. EXPOSICIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO
PROCESIÓN DE ENTRADA:
Oremos.
Oh Dios, que en este admirable sacramento nos dejaste el memorial de tú
Pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de
tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente el fruto de tu
redención especialmente en el sacramento del matrimonio, símbolo de tu
alianza con la humanidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Todos : Amén.
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II. LECTURA BÍBLICA
Lectura del Santo Evangelio según San Mateo (1, 18-25)
III. REFLEXIÓN
Un matrimonio cuyos cónyuges jamás discrepan es preocupante. ¿Será que son
iguales en todo o una de las personalidades se está sobreponiendo a la otra,
que a su vez no se revela al otro tal cual es?
Un pasaje bíblico me hizo recordar las falsas relaciones, las que necesitan
madurar, y cuyo crecimiento es a veces muy doloroso: “Subiré contra un pueblo
tranquilo y les quitaré su falsa paz”. Y hay un pasaje en los Escritos de la
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Comunidad Shalom que, creo, completa el ciclo que va de la falsa a la auténtica
paz matrimonial: “La verdadera paz no viene de los hombres, sino de Dios”.
Dependiendo de cómo es vivida, cada crisis, incluso la más penosa, puede llevar
a la profundización del amor entre los esposos y al fortalecimiento cada vez
mayor del matrimonio. Antes que nada, tal vez sea necesario comprender que
el matrimonio no es “cuestión de suerte”, como algunos suelen decir. Es fruto
de una elección libre que cada uno hace.
Es verdad que hay esposos que se escogieron apresuradamente y por razones
poco consistentes, pero nunca podemos olvidar que, a través del sacramento
del matrimonio, Dios nos concedió una gracia de la que podemos echar mano
para que sea ratificada esta elección y “aumente” la semilla del afecto que un
día tuvimos el uno por el otro. Esta semilla, que nos movió a subir al altar,
puede, por la gracia de Dios, brotar y crecer como un gran árbol lleno de frutos
y frondosas ramas capaces de hacer sombra y “abrigar toda especia de
pájaros”, como dice el libro del profeta Isaías.
Esta libre elección no es una “cruz” para llevar durante la vida como una
“carga”. La cruz del matrimonio viene de fuera, del demonio y del pecado de
los hombres, como la cruz que Jesús un día cargó por amor a nosotros. Nuestro
esposo o esposa jamás es “nuestra cruz”. Al demonio le gustaría que
pensáramos así… Pero si Jesús hubiera pensado así nosotros nunca nos
habríamos salvado. La cruz puede venir del pecado del otro, pero este no es el
otro.
El otro es una bendición, un regalo de Dios en mi vida; el otro es un misterio,
un desafío, un instrumento que yo necesito para llegar a Dios, felicidad
suprema. Por eso, en los momentos de crisis de nada sirven las agresiones, los
lamentos o venganzas. También de nada sirve culpar a la famosa
“incompatibilidad de caracteres”, pues no existen personas absolutamente
iguales.
En lugar de apartar, toda diferencia puede ser ajustada, al punto de hacernos
funcionar como ruedas dentadas de una máquina, cuya fuerza consiste
justamente en que se ajusten los puntos desiguales. Si logramos eso, viviremos
un amor victorioso sobre nuestros pecados y sus consecuencias,
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experimentaremos concretamente en el matrimonio la victoria de Cristo, y se
alcanzará la verdadera paz.
Un matrimonio largo puede atravesar muchas crisis. Una de ellas es la crisis en
la adaptación física y/o psicológica, que puede surgir al inicio del matrimonio y
ser superada, mientras tanto puede quedar camuflageada por años, hasta que
un día explota trágicamente. Cada uno de los esposos aporta al matrimonio
modelos a veces muy fuertes de las relaciones entre los padres, de sueños que
por mucho tiempo alimentaron en su imaginación, pero que no corresponden
a la realidad. Pretender adaptar al otro a sus modelos o resistirse a él por ello
es una gran muestra de inmadurez, y razón suficiente para orar por sí mismo
atendiendo a la Palabra de Dios que dice: “Entonces éste exclamó: «Esta vez sí
que es hueso de mis huesos y carne de mi carne… Por eso deja el hombre a su
padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 23.24).
Las crisis económicas, por las que pasan los cónyuges, pueden afectar
seriamente la relación conyugal, si éstos no buscan en Dios la gracia para resistir
sus consecuencias, y conservar la unidad. En este momento, pueden surgir
acusaciones mutuas, sentimientos de inferioridad o superioridad, y la falta de
dinero puede volverse el “chivo expiatorio” de resentimientos antiguos o de
una pereza en el diálogo.
A veces pensamos que la infidelidad comienza cuando una de las dos partes se
entrega a una “pasión”, pero puede comenzar mucho antes, en el corazón,
cuando empezamos a encerrarnos en nosotros mismos, analizando los errores
del otro y desnudándolo frente a terceros. De nada sirve tal actitud que,
además de “envenenar” la relación, puede colocarnos en la mano de falsos
consejeros, que desgraciadamente se alimentan y hasta se alegran de
aumentar la división entre los dos.
Está claro que existen también aquellos que tienen buena voluntad en ayudar,
pero no logran ver que en este tipo de confidencias sólo uno de los dos tuvo el
derecho de hablar y la mayoría de las veces dará solamente sus “razones”, pues
no logra ver las del otro.
Se me ocurre un pasaje del Evangelio que en este momento encaja a la
perfección para prevenir los arañazos diarios que pueden minar el amor de los
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esposos: “¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no
reparas en la viga que hay en tu ojo?” (Mt 7, 3).
Otra crisis muy seria es la del envejecimiento de las relaciones, la famosa
“pérdida de novedad”, que puede acabar en infidelidad. Al olvidar que todo ser
humano será siempre un misterio y una novedad, uno o ambos pueden
proyectar su propio tedio interior en el rostro del otro, y pensar que van a
reencontrar la alegría en otra compañía. No es raro que después de algún
tiempo el cónyuge que buscó una nueva aventura termine cansándose, y quiera
Dios que haya manera de regresar, pues ya habrá involucrado a muchos otros
en su decisión precipitada.
IV. TESTIMONIO:
A continuación una pareja de entre nosotros compartirá su testimonio, de
cuando atravesaba una crisis.
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Permite señor que yo sea la mujer que mi esposo anhela, y que él sea el hombre
que yo anhelo. Señor restaura ese sacramento fuerte por el que estamos
unidos. Sánanos Señor.
Señor que la Sagrada Familia se mude a mi hogar, para que como madre sepa
criar a mis hijos, al estilo de María. Y para que mi esposo tenga la fuerza y la
valentía de San José, y para que nuestros hijos sean como Jesús.
Mándanos a tus Santos Ángeles, a los Arcángeles San Rafael, San Gabriel y San
Miguel, para que nos protejan.
Derrama tu preciosa sangre sobre este matrimonio, sobre el hogar, sobre la
familia. Escóndenos en tus preciosas llagas, Y Madre María, cúbrenos con tu
manto. Amén.
VII. REFLEXIÓN
Hay que comenzar el matrimonio con un buen noviazgo. Así es, la base de un
matrimonio exitoso siempre será un noviazgo sano, santo, donde Dios sea el
personaje principal. Te recuerdo, ¿quién le dio su esposa a Adán?
Gran parte de las crisis que estamos viviendo hoy en día los matrimonios es que
no nos estamos educando para amar, ni siquiera tenemos claro para qué nos
casamos. De hecho, llegamos al altar por “cumplir” y con las ideas al revés:
comenzamos por la luna de miel, nos casamos pensando que el otro tiene la
obligación de hacerme feliz y de ser el cumplidor de mis caprichos.
Y de hijos ni se diga, como en este momento no está en nuestros planes el
tenerlos porque primero hay que establecernos como pareja y cumplir nuestros
mutuos sueños y realizaciones personales, entonces el anticonceptivo a todo lo
que da.
Las parejas no se dan cuenta que ellos mismos están cavando la tumba de su
matrimonio, poco a poco. El egoísmo entra y en automático el amor se sale. ¿Y
luego? Pues que llega la dura realidad, comienzan los conflictos, las crisis y
creemos que la solución es aventar el matrimonio a la basura, total, solo fue
una promesa hecha a Dios y Él todo lo comprende. No se vale; Dios no es
nuestro “títere” y las promesas hechas a Él hay que cumplirlas. Así mismo, las
promesas de Dios son reales y si dijo que estaría con nosotros hasta el fin de los
tiempos significa que está a nuestro lado en cada paso de nuestra vida
sacramental.
Si tu vínculo está pasando por alguna crisis, te comparto a la letra el testimonio
del matrimonio de una mujer católica llamada Maricela:
“Llegamos al altar un 5 de febrero del 2011, yo tenía 27 años y estaba
embarazada de nuestra primera hija concebida en el noviazgo. Desafiando todo
mal pronóstico e ignorando todo riesgo por precipitarnos a ello preparamos
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una boda en menos de 2 meses. Buscamos las pláticas prematrimoniales más
breves posibles porque no teníamos tiempo para esos “trámites tediosos”. Para
nosotros era solo un “requisito por tradición” de la Iglesia y recuerdo cuánto
nos alegramos de haber encontrado unas pláticas de un solo fin de semana. 2
horas y estábamos listos para el matrimonio.
Fui católica de cuna, crecí con una madre apegada a la Iglesia y muy entregada
a la misma. Sin embargo jamás me acerqué lo suficiente a Dios como para
experimentar la riqueza de nuestra fe. Recuerdo cuánta molestia sentimos por
la insistencia de la Iglesia de cumplir con tantos trámites y papeleo. ¿Para qué
tanto show? ¿Para qué tanta investigación? Queríamos casarnos y punto, ¿por
qué nos hacían perder tanto tiempo? Nos casaríamos, tendríamos a nuestro
bebé y seguiríamos nuestras vidas como cualquier otro matrimonio.
Formaríamos una hermosa familia y viviríamos felices para siempre.
Nuestra ignorancia y rebeldía nos cobró factura muy pronto; después de 6
meses de pleitos y gritos, mi esposo se fue de la casa. Me quedé sola con
nuestra hija de apenas unos meses de nacida en nuestro departamento. Con el
corazón roto, entre hormonas y responsabilidades, nuestro matrimonio fue
destruido en un abrir y cerrar de ojos.
Mi esposo no quería saber nada de mí y juró jamás regresar. En la angustia y
desesperación del momento decidí comenzar un proceso de lucha por la
restauración matrimonial. En este proceso que duró un poco más de 5 años, en
donde luché de la mano de Dios por recuperar a mi familia, he aprendido las
más bellas lecciones de fe que quiero compartirles.
Busqué ayuda hasta por debajo de las piedras. Leí libros de auto-superación, fui
a psicólogos, organicé reuniones con mis más queridas amistades para pedir
consejo. Entre tantas opciones no encontré una sola que me diera paz y la
respuesta que necesitaba. Fue entonces que Dios vino a mí. Yo no lo busqué, Él
me llamó. A pesar de mi rebeldía y mi rechazo, tanto me ama que fue Él quien
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me buscó para darme consuelo, ofrecerme su amor y su misericordia. Reconocí
que Dios y solo Dios era la solución a mis problemas y le permití entrar en mi
corazón y en mi vida.
No me di cuenta hasta que Dios me habló con este versículo, de que solo Él
podría hacer el milagro. Para el mundo parecía imposible que mi matrimonio
pudiera salvarse, pero para Dios no solo era posible, si no que era una promesa.
Tomé esta promesa, me aferré a ella con todas mis fuerzas, comencé a trabajar
en mi conversión, a estudiar la Biblia, a orar incansablemente y permití a Dios
moldearme como el alfarero moldea el barro.
“Ya deja de hacerte daño”, “estás muy joven aún, puedes rehacer tu vida”, “los
hombres no cambian, te lo hacen una vez, lo vuelven a hacer”, “Dios quiere que
seas feliz”, “existe el divorcio exprés, ya es muy fácil deslindarte”,…. Una y otra
vez, recibí consejos de los que me rodeaban, incrédulos respecto a la lucha. No
comprendían cómo era posible que a mi “corta edad” yo siguiera aferrada a mi
matrimonio. Para ellos mi fe se reducía a una migaja de pan y me convertí en la
loca, obsesionada, y necia mujer que buscaba una reconciliación con su esposo
por mera baja autoestima.
No me importó y seguí. Lo hice porque Dios me instruyó en este versículo: que
el mundo camina contracorriente a sus mandatos, preceptos, leyes y promesas.
Si yo le creyera al mundo y no a su Palabra, entonces yo deshonraría mi fe. Cabe
mencionar que muchas de estas personas, cuando atestiguaron el gran milagro
de nuestra restauración, quedaron boca abierta. Muchas de estas personas se
convirtieron a través de este testimonio. Dios aprovechó mi lucha para alcanzar
no solo a mi esposo, sino también a todos los que me rodeaban y no creían que
fuese posible.
El día de hoy, por obra de Dios, me he convertido en consejera matrimonial de
muchas de estas personas. Dios nos pone a prueba y nos prepara para cumplir
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sus designios. En aquel tiempo, yo no comprendía por qué estaba viviendo esta
prueba tan dolorosa. Hoy comprendo que ningún mar en calma hace experto a
un marinero.
¡Bendito sea Dios por el sacramento del matrimonio! Di infinitas gracias a Dios
por haber recibido tal gracia. Tenía para mi matrimonio la garantía de
restauración por excelencia. Me arrepentí tanto por no habernos preparado
como era debido… Toda esa preparación antes no significaba nada, pero en ese
momento, representaba TODO. A Dios en su infinita misericordia no le importó
mi condición al llegar al altar. Pasó por encima de mi ignorancia y me obligó a
valorar con todo mi corazón este precioso regalo.
Mi esposo en aquel entonces no tenía la más mínima idea de mi lucha. No hice
nada por tratar de convencerlo de volver a casa, no mandé notitas de amor ni
lo abrumé con llamadas. No fue necesario. Mi esposo fue transformado a través
del poder del sacramento del matrimonio que establece que él y yo somos una
sola carne. Por la fuerza del Espíritu Santo y sin una sola palabra de mi boca, mi
esposo fue convencido por Dios y orillado por Dios a regresar a su hogar.
Si tan solo comprendiéramos el poder de una esposa que ora, si pudiéramos
creer que Dios puede hacer todo aquello que nosotros no podemos, estaríamos
de rodillas en todo momento. Alguna vez pensé que por más que orara, por
más que deseara mi restauración, si mi esposo por voluntad propia no la
deseaba también no sería posible. Me da mucho gusto poder decirles que por
más renuente que fue mi esposo, mis oraciones lo alcanzaron. Hoy me alegra
que fuera así porque eso permitió que yo no me lleve ni un poquito de mérito
y que el nombre de Dios sea exaltado y que el poder manifestado por el
sacramento del matrimonio sea glorificado.
Mateo 7, 5. ¡Hipócrita! Saca primero la viga de tu ojo, y
entonces verás con claridad para sacar la mota del ojo de tu
hermano.
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Cuando mi esposo se fue de casa no podía concebir lo que estaba sucediendo.
Yo era perfecta, sin defecto alguno. ¿Cómo era posible que me abandonara si
yo era buena? Él era tan malo, tan egoísta, tan arrogante, tan cruel, tan…
Buscaba de tal manera una explicación lógica a nuestra ruptura que no me
quedó de otra más que victimizarme escondiéndome detrás de todos los
defectos de mi esposo. Nuestra separación era demasiado dolorosa como para
auto condenarme por lo sucedido. La soberbia nos impide reconocer nuestras
faltas y nos incita a señalar siempre las de los demás. Sin embargo, poco a poco
Dios me fue revelando las faltas que cometí dentro de nuestro matrimonio y
me mostró cómo había sido yo quien orilló a mi esposo a irse de casa.
Muy pronto después de esto, dejé de orar solo por mi esposo y comencé a orar
en plural. Me quedó muy claro que, si Dios iba a restaurar mi matrimonio, iba
que comenzar por mí misma. Mi esposo tenía que regresar para encontrarse
con una nueva y mejorada mujer para que nuestro matrimonio funcionara.
Recuerda que la mujer sabia edifica su casa y la necia con sus manos la destruye
(Proverbios14.1). Mi transformación fue dolorosa, pero entendí que debía
permitir al Señor corregirme, por mi bien y el de nuestro matrimonio. Dejé de
juzgar a mi esposo por sus acciones y dejé en manos de Dios el porvenir. Esto
tuvo un impacto muy fuerte en mi vida espiritual. Después de que mi esposo
volvió también me di cuenta de que muchas de las historias de terror que había
en mi cabeza no eran reales. Hacerme responsable de mis propias faltas y poner
en manos del Creador las de mi esposo me permitió vivir en paz y afianzó mi
confianza en Él. No importaba lo que hiciera o dijera, mi fe estaba puesta en las
promesas de Dios y no en mi esposo”.
VIII. TESTIMONIO:
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Querido (nombre del cónyuge): Tú y yo somos uno. Te prometo que siempre te
amaré y seré fiel a ti, nunca te abandonaré, daría mi vida por ti. Con Dios y
contigo en mi vida lo tengo todo.
Gracias Jesús, Tú eres el gran servidor. Te amamos.
Amén
X. TEXTO BÍBLICO
XI. REFLEXIÓN
XII. TESTIMONIO:
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Se canta una canción relacionada con el m omento que estamos orando.
Luego se guarda silencio de 5 a 10 minutos de oración personal. (Se invita a
las personas a orar de manera personal y en silencio a Dios)
XIV. ORACIÓN
Oremos.
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Envía sobre ellos la gracia del Espíritu Santo, para que tu amor, derramado en
sus corazones, los haga permanecer fieles en la alianza conyugal.
Abunde en tus hijas el don del amor y de la paz, e imiten los ejemplos de las
santas mujeres, cuyas alabanzas proclaman la Escritura.
Confíe en ella el corazón de sus esposos, teniéndolas por partícipes y
coherederas de una misma gracia y una misma vida, la respete y ame siempre
como Cristo ama a su Iglesia.
Y ahora, Señor, te pedimos también que estos hijos tuyos: permanezcan en la
fe y amen tus preceptos; que, unidos en Matrimonio, sean ejemplo por la
integridad de sus costumbres; y, fortalecidos con el poder del Evangelio,
manifiesten a todos el testimonio de Cristo; que su unión sea fecunda,
sean padres de probada virtud, vean ambos los hijos de sus hijos y, después de
una feliz ancianidad, lleguen a la vida de los bienaventurados en el reino
celestial. Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.
Una vez que ha dicho la oración, el sacerdote o el diácono toma el paño de hombros,
hace genuflexión, toma la custodia o el' copón, y sin decir nada, traza con el Sacramento
la señal de la cruz sobre el pueblo. (A continuación se pueden decir las alabanzas de
desagravio)
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Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendita sea su gloriosa Asunción.
Bendito sea el nombre de María Virgen y Madre.
Bendito sea San José, su castísimo esposo.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.
XVII. LA RESERVA
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