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La Primera Guerra Mundial
PALABRAS PRELIMINARES

En la primavera de 1914 estoy en París pasándolo bien con León, es mi Belle


Époque. Tengo 24 años. Por todas partes de alaban los adelantos. A mis amigos y a mí nos
vuelven locos los automóviles. Además, estoy enamorado de Marthe. El siglo comienza y
todo va más rápido. No… nada nos hacía prever semejante barbarie.

Quiero hacer palpable el miedo que experimentamos. Hablar del hedor de los
despojos humanos mezclados con el lodo en ese manto de muertos. Vuelvo a ver las
imágenes... algunas son terribles. La única foto mía que he conservado fue tomada en
Artois tras una noche terrorífica. Yo estoy en la tercera fila, el cuarto contando desde la
izquierda. En qué sueño detrás de esa máscara de soldado modelo, la sonrisa torcida como
una crispación del alma. Sobreviví cuatro años en el Frente. ¿Se lo debo a las plegarias de
mi madre? Quién sabe. No regresé siendo creyente.

Estos hombres están a dos pasos de la tumba. Son 150 y, cada 7 minutos 30
segundos, uno caerá bajo el fuego. ¿Por qué esas cifras absurdas? 10 millones de muertos,
23 millones de heridos, casi la mitad de los 70 millones movilizados. Es la cruda verdad del
14-18, pero es demasiado abstracta. Yo conozco los sufrimientos de esos hombres.

La inmediata posguerra ha fabricado una visión falsa del conflicto. Se ha reescrito


lo que pasó en realidad. Ni León ni yo nos reconocemos en ella. En el seno de todas las
familias y en el país entero el duelo es inmenso. Yo por norma nunca miro atrás. Mi pasado
está enterrado en las trincheras.

Pensamos… ¿De qué sirven esos millones de muertos? Cuando llegan las horas de
las conmemoraciones el sentimiento pacifista nos desborda. “Todo antes que la guerra”,
“Eso nunca más”. Esa idea arrastra todo a su paso. Los días de ceremonia son
desgarradores. Ante los miles de monumentos a los muertos las mujeres de luto se arriman
las unas a las otras. Todas se han casado con la muerte.

Los noticiaros inundan las salas de cine. Los cuerpos mutilados y los gueules
cassées, los caras rotas, comienzan a desfilar por las pantallas. Es el verdadero museo de
los horrores. Todos llevamos una hecatombe en el interior, en el lugar del corazón. Quien
puede olvidar… ¿Quién puede olvidar a los traumatizados de por vida, a las víctimas de la
fatiga de combate, a aquellos que, tras haber escapado a la asfixia, se hunden cada noche en
sus pesadillas, flotando entre el pánico y el terror?

Por supuesto que leo testimonios, escucho a los historiadores contarme mi guerra y
veo cantidad de películas que discuto con los colegas. ¿Y entonces? Entonces describimos
al 14-18 como el conflicto impuesto a la tropa, es decir, padecido. Los amotinados del 17 y
los desertores no querían esta guerra, pero no era muchos. El soldado sólo pudo elegir entre
las balas que llegaban de frente o las que le alcanzaban por la espalda: las del enemigo o las
de su propio bando. Pero la guerra, nuestra guerra, fue libremente consentida ¿Por qué sino
yo y todos los demás habríamos aceptado cuatro años de intensos dolores, las condiciones
de vida innombrables y todo lo demás sin apenas rebelarnos? Nosotros nos entregamos a
esta guerra en cuerpo y alma; y en el 14 consentir es nuestra razón de ser. ¿Por qué dije Sí a
la guerra?

Al hablar entre nosotros usábamos palabras cuyos valores han quedado obsoletos:
patria, deber, palabra, heroísmo, honor, odio. Palabras esenciales que hicieron la guerra a
través de nosotros.

CAPÍTULO PRIMERO: 1914. HONOR Y ODIO

En el año 14 el odio es una virtud patriótica, burlarse de los emplumados


emperadores alemanes austrohúngaros es nuestro deporte nacional. Entre nuestros recientes
aliados, los rusos, todo el mundo lleva guantes blancos, incluso el Zar. Para nosotros, el
presidente de la República es el príncipe de la elegancia mientras que el Rey de Inglaterra
va adornado como todo el mundo. A León y a mí nos decepcionó que sólo usara una simple
gorra en vez de portar una corona.

La Gran Guerra nos cae encima como un chaparrón de verano. El 28 de Junio de


1914, el archiduque de Austria es asesinado en una lejana ciudad de los Balcanes. Este
hecho nos lanza a todos a la guerra. Austria se lanza contra Serbia, la patria del asesino de
Francisco Fernando. Austria cuenta con el apoyo de sus poderosos primos alemanes. El
mundo tiembla. El 28 de Julio de 1914, el imperio Austrohúngaro declara la guerra a
Serbia. Todo se precipita. Rusia, aliada de Serbia, declara la guerra a Austria. Alemania
dice cuatro verdades a Rusia. Francia, aliada de Rusia, llama a la movilización. Alemania
nos declara la guerra y nosotros se la declaramos a ellos. Yo declaro la guerra a mi vida,
después nunca volvería a ser el mismo.

De repente estamos metidos en el conflicto. En aquel momento pienso que sólo Jean
Jaurès, un gran pacifista, puede darle vuelta a la situación. Afirma que los obreros alemanes
nunca harán la guerra a los obreros franceses. Jaurès es asesinado nada más concluir su
discurso y es enterrado el mismo día que estalla la guerra. En el café Du Croissant, donde
fue asesinado, aún se conserva su mesa y su silla.

De un día para otro, los hombres de 20 a 45 años tienen que dejarlo todo. El deber
les hace partir con la esperanza de una guerra rápida. El tiempo de sacar el fusil y volver a
casa. En el momento de la despedida el júbilo esta en los ojos de los que nos aclaman no en
nuestra mirada. Las damas nos aplauden cuando desfilamos por delante de las mesas de los
cafés, algunas se desmayan. La despedida alegre, una flor en el fusil es un chiste. Un dulce
fantasma de la propaganda retomado por el cine de la posguerra. Por supuesto que hubo
vivas, la novedad era verse filmado por los noticiarios. Alisarse es, primero dejar tu
poblacho y ponerte el uniforme, sobre todo para los jóvenes atolondrados ávidos de
aventuras como nosotros y después es la esperanza de una escapada que se convierte en
pesadilla.

Así nos montamos nuestra pequeña película. Soñábamos con comernos la vida
como en un gran banquete. Nos imaginábamos las condiciones de vida del soldado con un
lujo inaudito. Así fue como partimos, poco envidiados, cierto, pero muy admirados.

En Alemania no es la misma historia. Ya antes de la guerra observamos que el


imperio prusiano pangermanista se rompía por las costuras, nuestras colonias nos hacían
fuerte y ellos no tenían colonias. En 1914, Alemania se siente rodeada de naciones hostiles
y cada vez se vuelve más militarista. Ese militarismo alcanza incluso a los niños: en los
patios de recreos y en los campos de entrenamiento los niños llevan armas y no siempre de
madera. Y hay una cuenta pendiente. Francia considera que Prusia le ha amputado Alsacia
y Lorena. Todos somos alsacianos y loreneses. La herida sigue abierta desde 1870. Una
película marca profundamente a los colegiales. En las imágenes, una hermosa muchacha
con una cofia gigantesca dice que cuenta con los estudiantes para liberarla del águila negra
germánica.

Puesto que es la hora de la revancha se sacan la impedimenta y el uniforme. León y


yo nos damos cuenta de que los soldados franceses se visten igual desde la última guerra.
Nuestros pantalones rojos heredados de los dragones de Napoleón se divisan a cien metros
de distancia. No estamos a la última moda. Yo tengo la facha de Anatole Fricotard, mi
preferido de las historietas de los Pied Nickelé: grande, miope y el pelo cortado a cepillo.
Para el viaje los más afortunados tienen bicicletas, pero para el grueso de la tropa es la
canción de siempre, a pie.

Al partir dejamos a nuestras mujeres atrás. Ellas nos reemplazan en los campos. Yo
me había casado con Marthe en 1913, en el umbral de este infierno. Ella es maestra y desde
1914 también es campesina. León no está casado, es un mujeriego. ¡Por ti, Marthe, me
quito el sombrero a falta del casco que no tengo!

Es el 4 de Agosto del 14. Aquel día mi vida se acelera. Para invadir Francia el
ejército Alemán viola la neutralidad de los belgas, a los que les hace poca gracia que pasen
a través de su territorio como quien cruza un jardín. Como en 1940, el alto mando francés
no prevé nada. Como en 1940, los franceses se dejan sorprender. Los alemanes se imaginan
el paso por Bélgica como un paseo campestre, pero el ejército belga, liliputiense quizá pero
sin duda valeroso se enfrenta a ellos. Sin la menor esperanza de éxito, sólo por honor. ¡No
salimos de nuestro asombro, los belgas cierran el paso a los alemanes! Esta solidaridad se
salda con una brutalidad terrorífica.
El pequeño ejército belga, traumatizado, se retira hasta la costa y tras él llega una
avalancha de refugiados. Al otro lado del mar, la invasión de Bélgica precipita la entrada en
la guerra de un país que no quería implicarse: Inglaterra. Londres garantiza entonces la
soberanía de Bélgica. En nombre de la palabra dada, el parlamento y la opinión pública
británica acceden a entrar en la guerra. Inglaterra tiene un ejército pequeño ya que no existe
el servicio militar pero los voluntarios acuden en masa. Allí el “Sí a la guerra” carece de
ambigüedad ya que el suelo inglés no ha sido invadido ni está amenazado. Es cierto que
promete un pequeño peculio sobrevalorado por el soldado padre de familia, algo importante
para los más humildes. La guerra ofrece una aventura radical lejos de los caminos
conocidos. Los voluntarios provienen de todas las clases sociales.

Nos asombra el grado de violencia que la resistencia belga desencadena en las filas
alemanas. Los belgas nos narran los ajustes de cuentas que alcanzan a toda la población con
el pretexto que los francotiradores matan a los alemanes. Hay que decir que la tropa
alemana está formada en esta obsesión, sin embargo, los francotiradores son escasos, pero
el clima general es de odio y relajamiento.

Las armas hablan en lugar de los hombres. Soldados perdidos y borrachos se


disparan entre ellos, yo me temo lo peor y no tarda en pasar, lluvia de exacciones,
bombardeo de ciudades, masacres de poblaciones, ejecución de rehenes, la permisividad de
los Estados Mayores ante la violencia que sufren los civiles es flagrante. Numerosos
refugiados huyen en dirección a Francia donde cuentan con detalle lo que han sufrido.
Tanta violencia alimenta un odio venenoso, para la población impresionada es el Sí a la
guerra.

Es entonces cuando entramos de lleno en el conflicto, tras ocupar Bélgica los


alemanes inician la ocupación programada de Francia. Nuestro Estado Mayor replica con
ofensivas monumentales en Alsacia y Lorena. Todo pasa en terreno descubierto, centenares
de miles de hombres se lanzan al asalto de las posiciones enemigas como en las campañas
napoleónicas. La batalla de Lorena es particularmente sangrienta. El 25 de Agosto, 25 mil
franceses caen en una sola jornada. Los que escapan de los obuses son abatidos por las
ametralladoras que disparan siete balas por segundo. Los que alcanzan sin aliento la
primera línea enemiga viven un infierno.

En las Ardenas belgas, en diez días, son diezmados 150 mil franceses, es decir, 15
mil al día. Se produce la retirada de nuestro ejército en buen orden. Hay que reconocer que,
para la retirada, nuestros mandos son buenos…

Los alemanes se lanzan sobre París, ya rozan la periferia a menos de 28 km.


Nosotros volamos a toda prisa los puentes sobre el río Marne. La consecuencia ya la
conocemos, vamos a tener que hacer muchos sacrificios.
Joffre ya ha encontrado a sus culpables. Toda la responsabilidad de los fracasos
recae en la tropa. ¡Falta de disciplina y de combatividad! Nos grita Joffre. Cuando pienso
que mi calle lleva su nombre…

El gobierno huye de París a Burdeos y desde ese instante la conducción de la guerra


es asunto exclusivo de los militares. Los generales multiplican los juicios sumarios y las
ejecuciones para dar ejemplo y nosotros quedamos atrapados en los engranajes de una
lotería gigante. Nuestro destino depende del azar. Por una tontería puedes morir.

500 soldados son ejecutados durante los primeros meses de la guerra. Imagínense…
500 contra los famosos 50 de los motines del 17. Y no hablo de los pobres desgraciados
escondidos en las balas de paja y fusilados sumariamente por los oficiales durante el
hermoso verano del 14.

Y con este estado de ánimo afrontamos la batalla del Marne, Joffre ordena ocupar el
Marne para no arriesgar la invasión de París, eso nos enardece. Mi amigo León camina
como si tuviera muelles, yo le sigo con dificultad. A los cascos puntiagudos se los aísla de
su afamada retaguardia, agotados por las marchas forzadas. Dejo París por el Marne,
siempre con León, nunca nos separamos; y a pesar de la impedimenta, engullimos los 28
km a gran velocidad, pero apenas llegamos la batalla del Marne nos sorprende, somos presa
de la confusión total. Y cuando todo parece perdido, aparecen los taxis requisados… ¡es
mágico! Traen a miles de soldados de refuerzo.

- ¿A dónde le llevo?

- A la guerra.

Seis días después no sé cómo hicimos retroceder al enemigo. Yo soy el primer


sorprendido. Comienza el repliegue alemán, todos nos frotamos los ojos. El ejército
invencible se retira, la derrota a la que habíamos escapado por un pelo se metamorfosea en
una casi victoria. Nosotros inventamos la palabra, fue León quien tuvo la idea. Sobre todo,
estamos seguros de que no podemos perder y mejor aún, que podemos ganar. Estamos
preparados para hacer muchos sacrificios.

En París nos emborrachamos a golpes de Marseillaise. En un cabaret, Sarah


Bernhardt hace una aparición espectacular y declama: “A las armas, ciudadanos. Formar
nuestros batallones. Es necesario odiar al alemán.” El odio, es terrible decirlo, era el
estribillo de moda.

A fuerza de festejar la retirada de los alemanes, olvidamos su gran sentido


estratégico. De hecho, no se repliegan demasiado, sólo lo suficiente para poner en práctica
una idea genial: enterrarse en un profundo agujero con la firme intención de no moverse y
sorprendernos. Ellos llevan a cabo un avance táctico fingiendo su retirada. Cuando nos
damos cuenta hacemos lo mismo con nuestras pequeñas palas plegables, es una apuesta por
la celada y los agujeros de comadreja. Joffrey ni mucho menos impresionado ordena:
“Cavar trincheras más cerca del enemigo y no perderlo de vista”.

Millones de hombres cavan día y noche durante meses, para entretenernos


imaginamos que vaciamos el mar del norte hasta Suiza. A lo largo de 700km de taludes,
vigilaremos. El 14-18 muestra su verdadero rostro, una inmensa trinchera, como una herida
que atraviesa al país.

Después de tanto observarnos dejamos de insultarnos. Todo cansa. A veces casi se


improvisa un diálogo. Así nacen las fraternizaciones de la navidad del 14. Más adelante se
verán en el cine esas amistades furtivas que florecen sobre el estiércol de la guerra, como
en ¡Oh, qué guerra tan bonita! de Attenborough. En los Estados Mayores se contempla este
acercamiento entre enemigos con cinismo ¿y si el soldado raso decide una tregua u osa
desertar? Joffrey ordena: “Cavar trincheras en la retaguardia y cubrir la tierra de nadie de
alambre de espino”. La faena de defender el alambre de espino es la peor de todas. Nos
desgarra los dedos y lo poco que nos queda de alma. Encima, ellos tienen otra cosa que
hacer aparte de espiar las quejas de los reclutas. Mientras nosotros chapoteamos en el lodo,
ellos ya están preparando la ofensiva de primavera. Un día de permiso le digo a Marthe que
vamos a quejarnos e intentar parar esto. “No te escucharán, es demasiado tarde” me dice
ella, y es verdad.

Comemos barro, dormimos embarrados y vivimos vidas de barro, como si


lleváramos con nosotros desde el principio y ya casi abierto nuestro ataúd. Los pies helados
después amputados es el pan cotidiano del soldado. El barro unido al frio es la lepra, ataca a
todos los miembros y paraliza el sistema nervioso, somos muertos vivientes sepultados que
sueñan con ser expulsados a la superficie terrestre con tal de que pare esto: el barro, la
lluvia, el fuego y el frío por la noche.

Los ingleses nos proyectan una película que apenas exagera nuestras condiciones de
vida. Es verdad que vivimos como ratas y León y yo nos vemos ridiculizados en la pantalla
y eso nos distrae de nosotros mismos, eso nos cambia y nos alivia.

CAPÍTULO SEGUNDO: 1915. LA CRUZADA

Durante el invierno de 1915 los detalles de los crímenes cometidos en Bélgica por el
ejército alemán se difunden a gran velocidad. Los trenes y las bicicletas llevan los rumores
igual que los hombres. En todas partes los predicadores de la guerra lanzan campañas de
prensa muy agresivas. Las gacetas hacen su trabajo de propaganda y no se andan con paños
calientes. Cuentan que los alemanes les cortan las manos a los niños, es la vieja lucha de la
civilización contra la barbarie que vuelve. Para la violación es verdad, la idea de que toquen
a su mujer, traumatiza al hombre que hay dentro del soldado más que ninguna otra
injusticia.

Pero la paz parece no existir ya en ninguna parte, el Papa Benedicto XV multiplica


sus declaraciones por la concordia entre las naciones, algunos esperaban al menos un
replanteamiento. En realidad, renueva su confianza en nuestros muy católicos rivales y se
contenta con repartir bendiciones a los dos bandos.

Respecto a la propaganda, los reclutas estamos muy divididos. El día que vemos una
película yo me siento mal, en un montaje infame descubro lo que escriben los peores
propagandistas. León no está de acuerdo, le parece que no es suficiente, que se necesita más
y más odio. En la película hay estupideces del tipo “los alemanes poseen una cultura
grosera, incluso sus rostros son desagradables.” La prensa es violenta, pero estas líneas
sobre las razas inferiores proclamadas desde los bancos de la asamblea nacional me
producen escalofríos: “…les cito el opúsculo del doctor Bérillon sobre la bromohidrosis
fétida. ‘El alemán tiene un olor específico que no tiene nada que ver con el nuestro, ¡nada
en absoluto!’ Porque, continúa, ‘su sudoración, su defecación, su exhalación, demuestran
que no controla ni sus glándulas secretoras ni sus reacciones vasomotoras’ Por eso el
alemán apesta ¡Apesta como un hurón! ¡Sí, apesta!” Los hombres de un lado, los salvajes
del otro. Es demasiado simple.

Esta guerra es también la oportunidad de hacer la cruzada contra el Anticristo,


quienes arrancan los crucifijos, derriban los cruceros, bombardean las iglesias. Quienes
destruyen las catedrales y profanan la obra maestra gótica de Reims no pueden ser más que
paganos o infieles con sus almas rebosantes de odio. Aún recuerdo el sermón del Arzobispo
de Londres: “Son los verdaderos defensores de la civilización, las fuerzas del bien contra
las fuerzas del mal. Porque esta guerra es, sin duda, una cruzada. En verdad les digo que los
alemanes no actúan como nosotros, ni tampoco piensan como nosotros, ni son como
nosotros: hijos de Dios. ¿Acaso son hijos de Dios quienes bombardean ciudades habitadas
sólo por civiles? ¿Quiénes avanzan armados ocultándose detrás de las mujeres y los niños
son hijos de Dios? Con la ayuda de Dios… deben matar a los alemanes, buenos o malos,
jóvenes o viejos, ¡matarlos a todos!”. Si yo fuera creyente habría llorado de vergüenza por
la iglesia. Yo, que no tengo fe, me contenté con ir a vomitar. La guerra es una historia de
tripas y lágrimas.

En las trincheras, en ambos bandos, robamos el último aliento al moribundo con el


pico de la maza metálica que llevamos en el cinturón. Terminamos con el lanzallamas
quemando todo lo que sigue moviéndose, es lo que se llama ‘limpiar las trincheras’. ¿Qué
si yo lo he hecho? No me jacto de ello, pero sin participar tuve que presenciarlo.

En lo tocante a la guerra, la del 14-18 es una pionera consumada, ella lo inventó


todo. Todo salvo la forma de terminar. El año 1915 es terrible, todos salimos cubiertos de
sangre. En el este las bajas son consideradas en el Cáucaso donde Rusia hace la guerra a
Turquía. Las víctimas de estas ofensivas son los armenios. El exterminio de los armenios
por los turcos es el primer genocidio del siglo, más de 1 millón de víctimas. El año 1915
también es mortífero en el oeste, las operaciones de hostigamiento por un pedazo de terreno
son en vano. Nosotros ya no pensamos, nos hemos convertidos en sombras; nos queda la
vergüenza de ser tomados por cobardes y eso es lo que nos mantiene en pie. Todas las
grandes ofensivas fracasan. Ninguno de los Estados Mayores entiende por qué, y lo que es
peor, ninguno aprende la lección: avanzar es imposible.

¿Por qué? yo tengo la respuesta. Tras la primera trinchera conquistada hay aún otras
trincheras que se suceden, tendríamos que perforar la corteza terrestre hasta el infinito para
llegar al final de esas trincheras que se multiplican. Recurrimos a los artilleros, los nuevos
Deus ex machina de la guerra. Algunos de esos obuses no sobrevivirán en las entrañas de la
tierra. Esta guerra es la feria del obús. Al principio de la guerra la producción es de 13 mil
por día, Joffrey le reclama a la industria 100 mil al día. Después de eso nada nos sorprende.
Tres cuartos de los 10 millones de muertos del 14-18 son desmenuzados y pulverizados sin
ver al enemigo. El hierro asesino siempre llega desde detrás del horizonte. La masacre se
industrializa. Yo que adoraba el progreso técnico me arrepiento. Pero eso no es todo, para
romper el frente de los dos bandos también utilizan minas. Cavamos galerías subterráneas
justo debajo de las trincheras enemigas y las atiborramos de explosivos, ya imaginan el
resultado…Este vulcanismo, cuyo único objetivo es escarbar enormes cráteres en territorio
enemigo no resultó decisivo tampoco.

Después de los explosivos pasamos al gas, un viraje en la guerra. León dice que es
en Bélgica, en Ypres, donde los alemanes usan los gases mortales por primera vez. Para los
gaseados es el apocalipsis. 5 mil hombres mueren a causa del gas en un solo día, sin contar
los gaseados de por vida. El gas es muy especial, es un arma química que no reconoce las
fronteras, sobre todo si sopla el viento. Franceses e ingleses también se ponen manos a la
obra, lanzamos gases igualmente nocivos, devolver al remitente y por obús además. Yo
sabía bien que esta sofisticación de las armas nos llevaría a todos a la tumba. Por eso el día
que repartieron las máscaras de gas, tan grotescas ellas, a León y a mí nos dio la risa tonta.
Ante el gas mostaza que abrasa la piel y los ojos estamos indefensos. Lloras hasta que se te
caen las pupilas y tambien viertes las lágrimas ocultas que guardabas para ti.

La utilización masiva de gas conlleva a un nuevo tipo de angustia. Los síntomas


asociados al gas son evidentes: visibilidad nula, incomunicación total con el compañero,
capacidad de disparar limitada. Los civiles aprenden a vivir con sus máscaras siempre a
mano y el miedo metido en el cuerpo. En 1915 las campanas doblan por 1 millón de
muertos. Si las leyes de la guerra hubieran sido respetadas se habrían salvado un tercio de
los 10 millones de muertos, pero no fue eso lo que pasó. Yo lo he visto con mis propios
ojos. He visto como, cuando la Cruz Roja iza su bandera, los cañones apuntan a sus
ambulancias y los fusiles disparan a sus camilleros. Para nosotros es insoportable tan
ensañamiento con los heridos y los médicos. Ante este cuadro experimentamos un nuevo
sentimiento muy fuerte: la venganza es una obsesión permanente que nos devora por
entero. Antes estábamos llenos de odio, ahora somos vengativos. Yo también caigo herido,
una oreja arrancada. León se queda sordo a causa de un obús y también revise un feo golpe
de pala que le destroza el hombro. En las trincheras peleamos con las palas, la balloneta no
sirve, no hay suficiente distancia. Nadie escapa sin una herida.

Tras la convalecencia volvemos al frente, para librarse es necesario tener una buena
herida: un pie, una mano, quedar impedido ¡qué suerte! Los enfermeros, por lo general,
reconocen de un vistazo a quienes se auto mutilan.

La muerte para nosotros es una presencia constante y normal, nos mira por encima
del hombro mientras enterramos a nuestros camaradas de combate entre dos faenas sin
pensar en otra cosa que en el rancho del mediodía. Ante la hecatombe se recluta como
refuerzo a los hombres de las colonias, carne de cañón fresca. Vemos llegar a los reclutas y
somos conscientes de que entran en los círculos del infierno. No es fácil de aceptar, León
dice que no es asunto mío y que no tengo que sentirme culpable y que además la mayoría
son voluntarios.

Finalmente cinco continentes entran en la guerra. Cuando los manuales de historia


escriben “14-18 la Primera Guerra Mundial” eso quiere decir que el mundo se sienta
alrededor de nuestra mesa.

En 1915, la partida de ajedrez a la que se dedican los combatientes está en pleno


apogeo. Cuando Italia entra en la guerra aún sigue siendo aliada de Alemania, pero cambia
de estrategia y corre en nuestro auxilio. Italia va a acaparar una buena parte de la armada
austriaca ¡vendita ayuda! Estoy convencido de que sin su ayuda habríamos perdido la
guerra. Es entonces cuando León y yo nos separamos por primera vez, es lo peor que me
podía pasar. Me siento como un huérfano. Trasladan a León a otro batallón, en una de sus
cartas me cuenta que ha luchado contra los austriacos en el Tirol y los Dolomitas de 2 mil a
3500 mil metros de altitud con una abrupta bravura y un vértigo disparatado.

En invierno el mercurio desciende a -30 grados, León se helaba. Italianos y


austriacos se empeñan en ocupar los relieves más insignificantes de la montaña. Ni un pico,
ni una aguja son abandonados al enemigo, nada escapa a la guerra de las cumbres. ¿En lo
alto, más cerca del cielo, morimos más de prisa? León se pregunta cosas así. Para silenciar
un nido de ametralladoras sobre un risco vuelan las cuevas del interior, así es como se
borran para siempre del mapa antiguos relieves. A veces pasan tres años congelándose por
encima del mundo de los vivos. León me envía señales de vida con los amigos o por correo,
no imaginamos seguir con la guerra si uno de los dos muere.

Durante una incursión tomamos a los alemanes una bovina de cine sobre las zonas
ocupadas, queremos saberlo todo. La película muestra como los soldados viven
tranquilamente entre los vecinos, vemos a los oficiales tan contentos con las familias
burguesas francesas, no nos gusta nada. En la misma película vi a los mineros presentarse
tan gallardos como voluntarios al servicio del esfuerzo de guerra alemán, voluntarios
refractarios o voluntarios voluntarios, no está claro. En tiempos normales esta propaganda
no engaña a nadie, pero ahora… ¿A quién le quedan fuerzas para darse cuenta?

Es como el trabajo obligatorio en las zonas ocupadas de Bélgica y el norte de


Francia, sabemos que pueblos enteros han sido obligados a trasladarse a Alemania para
trabajar, los llaman deportados y son alojados en los llamados ‘campos de concentración’.
Una cifra y una imagen circulan: 3 mil mujeres son deportadas un Viernes Santo. Han
tocado lo más sagrado. Primero la fecha y después nuestras mujeres.

CAPÍTULO TERCERO: 1916. LA RABIA DE VENCER.

Los noticiarios Pathé son la mejor referencia para comentar la guerra. Lo soldados
ven las batallas a distancia, las mujeres ven a sus hombres, pero son con diferencia las
preferidas de los noticiarios. Mujeres y obuses, es la pareja diabólica creada por la guerra
del 14-18. Gracias a ellas la industria del armamento logra una potencia de fuego inaudita.
Es en las fábricas donde se decide la guerra, solo el número de obuses y cañones determina
la superioridad militar de un país. En Francia, la producción de obuses alcanza, en 1916,
una cifra elocuente: 200 mil obuses al día. En todas partes las mujeres se suman al esfuerzo
de guerra por un pequeño salario, por lo general, tres veces inferior al de sus hombres. ¿Y si
esos conos de hierro que salen de sus manos van a matar a los hijos o los maridos de otras
mujeres? Ellas se esfuerzan en no pensar demasiado. Para estas patriotas, las fábricas abren
guarderías, mientras que aquellas a las que llaman las municionet manejan la pólvora
arriesgándose a quedar estériles. Ellas lo saben, pero ¿realmente lo aceptan? No lo
sabremos jamás.

Las mujeres están en todas partes. Negociando duramente con los empresarios o
haciendo una huelga, pero nunca en las grandes ofensivas. Meriendan con vino tinto y
disfrutan de una libertad completamente nueva, para ellas la guerra es un periodo de
relativa emancipación. En el frente echamos de menos a las mujeres, todo el tiempo y más
que a nada.

Las ratas son un verdadero suplicio se los juro, nos devoran. Intento contarlo con
una sonrisa, a la gente le encanta que le haga reír con mi miedo a las ratas. Todas las
noches nos dormimos aterrorizados por la idea de que nos devoren. También tenemos otros
compañeros muy íntimos, los piojos. Nosotros los llamamos ‘totos’. La comezón te vuelve
loco, es una tortura mental y física. Peludos, rosbif y alemanes, todos estamos ahí
rascándonos. Los lavaderos ambulantes y las duchas nos libran de ellas momentáneamente,
pero los piojos siempre vuelven. Es la guerra de los piojos. Pero aún nos queda lo peor por
conocer: Verdún.

Verdún… yo estuve allí. Cuando Verdún retumba el 21 de febrero de 1916, a las 7


de la mañana, los Peludos sufren el mayor pánico de vida, ya no queda ninguna posición
organizada. Los soldados de infantería se dispersan al azar de los cráteres de los obuses. El
absurdo se ve reflejado en estas imágenes. El azar hace que me encuentre con León en un
talud. De no ser por él no habría aguantado el tiro. Durante ocho horas seguidas, 2000
cañones lanzan 1 millón de obuses, uno cada cinco metros cuadrados. Verdún es el
infierno, el delirio perverso del hierro, el fuego y el gas. Yo, poco a poco, pierdo los
estribos.

Cuando el humo se posa sobre Verdún no se ven ni árboles ni trincheras ni Peludos.


Paradójicamente, es el rechazo al infierno en el que quieren hundirnos los de enfrente lo
que multiplica nuestras fuerzas después de dos años de guerra.

El Káiser Guillermo II está decidido a aplastarnos y quiere quebrar la moral del


ejército francés. Su Estado Mayor decide atravesar nuestras líneas con un ataque masivo
contra el punto simbólico por excelencia: el saliente de Verdún. El Káiser y el gran tonto de
su hijo están seguros de su estrategia, pero no cuentan con nuestro espíritu de resistencia.
Esta vez, ponemos sobre el tapete nuestras últimas fuerzas. Empezamos perdiendo el Fuerte
de Douaumont y resistimos. Los alemanes dan un giro de 180°. Verdún… el cementerio del
ejército francés. Incluso habían encontrado un slogan: “Al ejército francés lo aspiramos en
Verdún, lo detenemos y lo trituramos”. Después de semanas de una barbarie indescriptible,
el Fuerte Vaux cae en manos del enemigo. ¿Caerá Verdún o no caerá Verdún?

Marthe me escribe desde Boulogne-sur-Mer que esta batalla monopoliza la atención


de todos, las calles están vacías. En París se agolpan delante de los carteles que
estigmatizan el águila alemana a punto de clavar sus garras sobre Verdún. En el frente nos
enteramos de que el pueblo se irrita ante el riesgo de la derrota. No hay nada que temamos
más, haber perdido ya tanto para volver a perder.

El presidente Poincaré habla del peligro que corre nuestra raza, por aquél entonces
es una palabra que se usa con frecuencia. Diputados, curas, trabajadores, la población se
alista voluntaria con franca determinación, nadie protesta por el alistamiento a los 19 años y
después a los 18 años. El cine del ejército proyecta películas chauvinistas, la Nación nos da
toda su confianza, todo su amor, sus hombres y sus mujeres. ¿Y los niños? Ellos desfilan a
la cabeza del cortejo…

Afortunadamente, yo dispongo de un jardín secreto: el correo. Pruebas de amor y de


esperanza, las cartas de nuestros seres queridos nos animan a seguir resistiendo. Escribir
nos recuerda que somos humanos. ¡Cuando pienso que tuvimos que aprender de nuevo a
usar los cubiertos, el cuchillo y el tenedor después de la guerra! Los que pueden escriben
como no volverán a escribir nunca más. Marthe recibe una carta mía prácticamente todos
los días y siempre añado algunas palabras para mamá. ¿Qué escribimos? ¡Que todo va bien,
por supuesto! No queremos que el miedo entre en casa. Las mujeres fingen creernos,
intuyen la censura y adivinan el número real de bajas.

Cuando llega mi siguiente permiso corro a París. Allí voy al cine con Marthe, al
Gaumont-Palace, para ver imágenes sobre la vía sagrada de Verdún. Las unidades se
relevan, nadie puede seguir allí sin caer en la locura. El Alto Mando tiene la buena idea de
llamar a todos los combatientes, eso nos une entre nosotros. Los que ya han servido alertan
a los otros con medias palabras, eso no hace gracia a los de arriba. León y yo jamás
hubiéramos osado imaginar que descubriríamos aquello…

No muy lejos de Verdún descubrimos una nueva guerra, la batalla del Somme.
Dicen que sólo fue una distracción… puede ser. Cambiando el teatro de operaciones la
tropa se relaja, pero en realidad este ataque estaba perfectamente preparado. En materia de
artillería es un estreno. Pasamos ocho días seguidos de preparativos… ¡enorme! Un cañón
del 75 puede disparar veinte obuses por minuto; hay que imaginarse millares de esos
cañones colocados cada doce metros a lo largo de un frente de cincuenta kilómetros
lanzando obuses durante ocho días seguidos. En la batalla del Somme despachamos veinte
millones de obuses, una media de diez obuses por cada soldado enemigo situado enfrente.
Así quien puede sobrevivir al otro lado…

El ejército británico rueda el primer gran reportaje de guerra, se proyecta en toda


Inglaterra en camiones que recorren los campos y en las salas de cine. La película cosecha
un éxito increíble y la ven 10 millones de ingleses. ¿Y que ven? A los Tommies en medio
de un gigantesco bombardeo lanzándose el 1 de Julio de 1916 a un asalto que debería
conducirles hasta la victoria. Cruel revés… en la primera hora caen 10 mil británicos, en el
primer día 20 mil pierden la vida. En lugar de constatar el fracaso, el Alto Mando inglés se
obstina más y más… ¡Cinco meses más!

En Gran Bretaña, el famoso reportaje da en el clavo. Un Tommie de regreso de un


permiso nos explica por qué: las escenas de auxilio a los heridos y los rostros agotados de
los soldados inspiran compasión; también nos cuenta que después de la proyección de la
película los voluntarios asaltaron las oficinas de reclutamiento. Charles Chaplin aporta su
contribución al esfuerzo de guerra y pone su humor al servicio de los soldados y, sobre
todo, ha captado muy bien nuestra vida infernal. Si “Charlot” es soldado… entonces
cualquiera puede serlo.

Verdún…yo estuve allí y allí regreso. Tras siete meses de una resistencia
encarnizada pasamos a la contraofensiva. Douaumont es reconquistado. Verdún son 150
mil muertes del lado alemán, 172 mil del lado francés. El Somme: 400 mil muertos.
Durante algunas decenas de kilómetros cuadrados no hay nada que ver, una vez más las
tentativas de avanzar fracasan en esta tierra infestada de cráteres; ni un cañon, ni un
vehículo, ni siquiera un caballo puede seguir combatiendo sobre este gruyère rojo sangre.

Estos desastres fueron celebrados como si fueran victorias, hace falta respirar un
poco y pasar un buen rato antes de que un obús te crucifique. Los oficiales aliados beben
juntos champagne, la tropa brinda con aguardiente; bebemos a la espera de lo que viene.

La vida en las trincheras es una larga agonía, nunca se dice pero la vida del soldado
es un aburrimiento mortal salpicado por innumerables faenas. A veces, un tímido rayo de
sol nos invita a la siesta fuera de las fétidas chabolas. ¿Con qué sueñan los artilleros? León
piensa que sueñan con el silencio. No es ninguna tontería. Él sueña con bombas a las que
desnuda.

Nuestra rutina tambien incluye la entrega de medallas, yo recibí dos. El cine del
ejército propone noticiarios de otro tipo. Es nuestro vínculo con el mundo de los vivos.
Entre las noticias tragicómicas vemos un reportaje sobre los ingenios militares. Por
ejemplo, los carros blindados; es difícil moverse así. El tiempo justo para que te metan una
bala en el trasero. Me habría reído si no hubieran enviado a conejillos de indias al
matadero. En las horas muertas jugamos a las cartas, lanzamos granadas. Por supuesto los
de enfrente nos responden; los más sabios entre nosotros nos piden que paremos, sino habrá
más y más muertos.

León no piensa nada. En la navidad de 1916 me doy cuenta de que no está bien.
Robamos a los alemanes una caja de hierro con nuevas bobinas de cine. ¿Y qué es lo que
vemos en esas imágenes? Es navidad, los soldados distribuyen pan a los civiles en las zonas
ocupadas. Comprendemos claramente que la penuria alimentaria afecta a la población
alemana. El hambre es la consecuencia directa del bloqueo marítimo organizado por los
aliados, porque el envío de provisiones a las tropas es prioritario. Nosotros para ellos nos
convertimos en bárbaros sin humanidad. Los alemanes nos acusan de fomentar el terror
entre sus soldados alistando en nuestras filas a aquellos que ellos consideran salvajes,
degolladores, caníbales. Reprochan a Francia e Inglaterra que, en una guerra de blancos,
carezcan por completo de fair play.

CAPÍTULO CUARTO: 1917. LA ÚLTIMA DE LAS ÚLTIMAS.

El 17 es el año de las damas, el año de las dudas. He dicho “el año de las damas”
por el camino de las damas, un camino de la muerte más bien. El nuevo generalísimo
Nivelle nos enardece ¡Lanzaremos una potente ofensiva, resultará victoriosa y será la
última! Y nosotros, imbéciles, le creímos. Íbamos a una muerte o a una herida segura y lo
sabíamos, y sin embargo, íbamos.
La operación es un fracaso desde el primer día, pero Nivelle se empeña, envía un
regimiento tras otro a la masacre sin avanzar un solo metro. Esta vez los hombres se hacen
oír ¡Aceptamos morir pero no obedecer cualquier orden! Así es como comienzan los
motines del 17. En Francia los Consejos de Guerra juzgan a los cabecillas de 40 mil
amotinados: el 2% de los combatientes. Para nuestros jefes la revuelta está inspirada
forzosamente por las ideas políticas, pero es mucho más simple que eso. Los suboficiales se
acantonan en los castillos lejos del frente y elaboran planes y más planes sin tener en cuenta
el estado físico y sobre todo psíquico de los hombres. Algunos mandos les damos toda
nuestra confianza y a veces nuestra estima. Entre los oficiales superiores hay de todo,
buenos y menos brillantes. Pero por cada tío legal… ¿Cuántos burócratas, galones
preocupados por sus carreras, oportunistas de todo tipo que nos toman por carne de cañón?
Para triunfar en el ejército hay que seguir el manual, demostrar espíritu combativo y que se
tiene valor… En fin, yo me entiendo. Que se tiene el valor de los demás…

En el cine del ejército vemos caer al responsable de esta catástrofe: Nivelle. A


buenas horas. Nivelle es destituido por el gobierno y no lo encaja muy bien… ¡solo 20 mil
hombres más y se habría acabado! El nuevo designado por Poincaré es Pétain, él se
entiende bien con los oficiales en el frente, enseguida sentimos que él nos entiende, se
preocupa por el rancho, es decir, de lo esencial, y cuida su imagen; reparte tabaco delante
de las cámaras y prueba el morapio ¡nuestro morapio, vino tinto corriente! El que parte al
frente. Los noticiarios militares a los que él confiere nuevos bríos son nuestro bar de la
esquina, nuestro salón de juegos. Más importante que el vino son los permisos. Hermosas
escapadas sin las cuales no podemos vivir. Habían sido suspendidas, son reestablecidas.
León viaja a Orleans donde vive su querida.

En el frente, el tiempo de los motines ha pasado y la guerra de desgaste sigue su


curso. Se puede decir que en los dos bandos agotamos nuestras últimas fuerzas. Entonces,
una idea empieza a circular como una fórmula mágica: la derrota es imposible, necesitamos
la victoria. Renunciar a ganar sería una traición y una injuria para los camaradas caídos
¡Los caídos en el Marne o en Verdún no pueden haber muerto por nada! Los nuevos
sufrimientos justifican los precedentes, la victoria es obligatoria. El vencedor será aquel que
no quiera perder.

Llegada de la retaguardia, una convicción de otro tipo invade las trincheras, la del
14-18 será la última de las últimas. Sin saberlo, todos hacemos la guerra a la guerra. Ese
ideal levanta entre la tropa y después en el país entero un entusiasmo guerrero muy
particular, la última de las últimas otorga nobleza al sacrificio de nuestras vidas.

Todos seguimos cumpliendo con nuestro deber, regresamos como voluntarios


después de la primera, incluso de la segunda herida. De esta entrega total conocí casos
terribles, la carta de una madre a su hijo: “Te prefiero muerto con honor antes que viviendo
en el deshonor”. El soldado no las tenía todas consigo cuando leyó eso. O la de un hijo a su
madre: “Si muero en combate ese sería el final más hermoso porque moriría seguro de la
victoria y feliz de dar mi vida por la patria”. La idea de una muerte redentora enloquece los
espíritus, es un sentimiento poderoso y exaltado. Los ultra católicos defienden esta mística
en la que la guerra se presenta como la prueba santificadora por excelencia; esta guerra no
es solamente una cruzada, se ha convertido en una nueva guerra santa. A mí eso no me va,
pero he visto a más de uno perder la cabeza. León sigue sin dar noticias, yo sigo
esperándole. Y entonces me sorprende un hecho notable, el conflicto ha puesto en cuestión
la separación entre la Iglesia y el Estado, como si la espada y la cruz se hubieran
reconciliado.

La guerra favorece la recuperación del fervor religioso. Nunca había visto tanta
gente arrodillada delante de los altares. Entre nosotros, algunos llevan dos medallas, la de la
virgen y la de Juana de Arco a modo de amuletos. Marthe me escribe que León ha
desaparecido, que esta fichado como desertor. Yo sigo esperándole.

Cuando la muerte merodea, el cura ya no hace reír. Muchos se suicidan, una noche
de guardia, una bala en la boca, la culata del fusil apoyada en el suelo, el cañón apuntando
al rostro. Muchos desesperados aprovechan la ocasión de un asalto para ofrecer su torso a
las balas. Yo temo por León, nunca me había dejado sin noticias. Para todos, el
consentimiento a esta guerra es cada vez más difícil de vivir. Estamos desesperados.

Durante tres años, las líneas del frente ruso se han extendido a lo largo de distancias
enormes, provocando pérdidas humanas aún más importantes que las nuestras. Allí el frío
es monstruoso y los rusos, aunque muy curtidos, sufren atrozmente. Nos enteramos de que
el gobierno surgido de la revolución quería demostrar su patriotismo continuando con la
guerra, y lanza una nueva ofensiva contra los alemanes y los austriacos que se salda con un
enésimo baño de sangre. Perfectamente inútil, pero eso ya lo sabíamos. La novedad es que
hay soldados que desertan del frente para participar en la revuelta contra la guerra que agita
la capital rusa. Voy a ser franco, yo lo comprendo. Son esos desertores quienes ayudan a
los bolcheviques a tomar el poder en Octubre del 17; la violencia de tres años en el frente
les ha marcado. Yo los admiro.

Lenin comienza haciendo la paz por separado. Firmada en Marzo de 1918 tendrá
graves consecuencias, porque con el final de la guerra en el frente oriental, el enemigo
dirige todas sus fuerzas contra nosotros. Aquello anticipa la llegada masiva de los
americanos. Dopados por la energía de la desesperación, los alemanes lanzan una serie de
ofensivas a vida o muerte.
CAPÍTULO QUINTO: 1918. LA ENERGÍA DE LA DESESPERACIÓN

¿Cómo pudimos resistir? El miedo… el miedo agudiza la rabia, te hace insensible.


La muerte, cuando la tienes delante, deja de ser temible; quizás sea eso lo que explique el
valor. No quiero dejar que pase en silencio ese trance que también es un goce. La matanza
alivia el odio, destruir a aquel que te ataca, matar antes que te maten.

La guerra no es una historia de tipos que mueren. Es, en primer lugar, una historia
de tipos que matan, y es más soportable matar uniformes que matar hombres. Yo veo al
enemigo de cerca durante los intercambios de heridos, entonces el odio deja de existir;
tenemos el sentimiento no confesado de pertenecer a un orden extraño, el de los
sacrificados. Nuestro territorio exangüe delimita una especie de hermandad del barro con su
propio código de conducta. Me han dicho que León está arrestado, que está escondido en
un almacén de madera, me han dicho que está muerto. Yo no lo quiero saber, estoy
asustado como un niño.

Una vez más los alemanes se acercan a París. Foch da una orden inequívoca: morir
antes que retroceder. Dicho y hecho. Estamos muertos. Los alemanes salen mal parados,
700 mil quedan fuera de combate en cuatro meses. Al final, se fragua un sentimiento de
igualdad ante el sufrimiento, de fraternidad ante la prueba; ahí estábamos, nos apoyábamos
y ahí fuimos todos. Solidarios e iguales bajo los obuses y la metralla. Todos los orígenes y
las clases sociales mezclados. Nuestras virtudes republicanas forman el cimiento de nuestro
aguante, eso es lo que nos ayuda a seguir resistiendo aún, porque sin eso yo estaría perdido.
Marthe lo comprende y me envía cartas llenas de palabras tiernas. Yo estoy muy deprimido,
León no ha vuelto, me ha dejado solo en la guerra.

Aquellos a los que esperábamos tienen un sentido sagrado de la epopeya. En la


primavera de 1918 los americanos desembarcan en masa, 2 millones acuden en nuestro
auxilio mientras que 4 millones más aguardan preparados en la reserva.

El ejército enemigo, desmotivado, comienza a rendirse por estratos. El alivio es


evidente. Ante la apisonadora aliada abandonan las armas en masa. No ocultan las razones
de semejante gesto, en esas condiciones ¿para qué dejarse matar? Para esos combatientes
encarnizados admitir la derrota, después de tanta sangre derramada, supone una infamia.

Al final llega el día con el que ninguno nos atrevíamos ya a soñar: el 11 de


Noviembre de 1918, a las 11 de la mañana. Alemania acepta el armisticio incluso antes de
que su territorio sea invadido y de que su ejército huya en desbandada. El ejército alemán
es recibido en sus propias fronteras, incluso aclamado por una población que no reconoce la
derrota o que no está muy bien enterada. La situación es más que inestable, las revueltas se
multiplican tras la abdicación del Káiser y la caída del régimen imperial. El país se deshace
por el hambre y las huelgas. Socialistas y comunistas muy poderosos llaman a la
revolución. Los soldados alemanes, recién evacuados de Francia, son utilizados para
aplastar las revueltas y aliviar la rabia experimentada ante una derrota mal digerida. Allí no
ha terminado el esfuerzo de guerra. El gobierno alemán inicia las negociaciones con los
vencedores cuando las revueltas han sido reprimidas y el orden reina de nuevo. Pero los
vencedores hemos comprendido tardíamente hasta qué punto el Tratado de Versalles ha
provocado en los alemanes el sentimiento de ser maltratados. Clemenceau considera a
Alemania derrotada. Los Aliados imponen a los alemanes reparaciones tan exorbitantes que
el país arruinado no puede pagar. El ejército francés se cobra en especie con las minas y las
fábricas alemanas. Yo estoy entonces en el avituallamiento de la tropa, he visto algunos de
nuestros soldados comportarse de forma penosa con los civiles alemanes. La humillación
infligida atiza ya el deseo de venganza. ¿Será el armisticio sólo una tregua?

Inglaterra cuenta 1 millón de muertos, experimenta el sentimiento de una derrota


evitada o de una victoria inútil. Esta guerra, para un francés como yo, habría podido poner
en juego la supervivencia de Francia como nación. Recuperamos Alsacia y Lorena. En
Alsacia, los reencuentros nacionales son grandiosos, pero el precio de la reencontrada
cohesiona resultado astronómico: 1 millón 400 mil muertos, 3 millones de heridos. El
desmesurado esfuerzo realizado, luego la sangría y por último el inmenso duelo, extiende
entre los vencedores un muy pujante ideal: el pacifismo. Cuando se presenta el Nazismo,
los pacifistas rechazan la guerra, fieles al funesto recuerdo del 14-18.

Yo recibo la placa de identidad, un reloj de bolsillo y el libro de Rimbaud que León


llevaba siempre encima, todo eso en una caja de cartón. Aparentemente, la vida sigue su
curso; salvo para nosotros los Peludos. Casi no duermo, pero cuando sueño veo campos de
batalla, jinetes a caballo y aún no sé si son pacíficos o no. Me fijo en un hombre entre los
demás, a caballo, y nunca sé si soy yo o un amigo de aquellos tiempos. Me esfuerzo por no
mirarle, pero no puedo dejar de fijarme en su uniforme. Él cabalga erguido sobre su
caballo, como mis remordimientos. Entonces los artilleros lanzan un último obús que cae
sobre él. Es justo después del armisticio. Es peor que una injusticia, es absurdo.

Y es eso, exactamente eso, lo que es para mí la guerra del 14-18.

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