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SAN JUAN CRISÓSTOMO

«EL DOCTOR DE LA EUCARISTÍA»

Cuando el papa Juan XXIII abrió el Concilio Vaticano II lo puso bajo el


patronato de san Juan Crisóstomo. Juan de Antioquía -llamado Crisóstomo, o sea,
«boca de oro», por su capacidad de explicar la fe de un modo claro, elegante y
profético-, nació alrededor del año 349 en Antioquía de Siria (actualmente
Antakya, en el sur de Turquía). En tierna edad queda huérfano de padre, vivió con
su madre que le transmitió una profunda fe cristiana. En sus estudios primarios y
secundarios se destacó por su capacidad de hablar en público. Sin embargo, a la
edad de dieciocho años se enamoró de la doctrina sagrada, decidió dejar a los
profesores de palabrerías y recibir las aguas bautismales (año 368). Dos años
después, el obispo de la Iglesia de Antioquía lo instituyó lector.1
Luego se retiró a una cueva solo, buscando ocultarse. Allí se dedicó a
meditar los testamentos de Cristo, es decir, los Evangelios, y, especialmente, las
cartas de san Pablo, para dejar la ignorancia. Fue ordenado diácono en el 381 y
presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su
ciudad.
Después del período en Antioquía de gran preocupación pastoral, en el año
397 fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de
Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia: austeridad del
palacio episcopal, vida ejemplar del clero, de las viudas, de los monjes, de las
personas de la corte y de los ricos. Pero no fue comprendido por todos.
Efectivamente, por su rectitud tuvo que enfrentar tensiones con otros
obispos y, sobre todo, enfrentar una fuerte polémica causada por sus críticas a la
emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e
insultándolo. Todo esto le valió un destierro en el año 403. Una vez que regresó
quiso continuar con la reforma de la sociedad y del clero, pero esto le costó de
nuevo el destierro en el año 406. Lejos de su diócesis manifestó su cercanía,
preocupación y amor para con su comunidad. Tanto maltrato físico, moral y dolor
espiritual hicieron que, en la capilla del mártir san Basilisco, entregara su alma a
Dios y fuera sepultado como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de
septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Sus restos
descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro,
en Roma.
¿Qué nos enseña para la vivencia de la fe este Padre de la Iglesia? Para san
Juan Crisóstomo la fe se celebra y se fortalece en la celebración de la Eucaristía. De
hecho, a este Padre de la Iglesia se le llama el «Doctor de la Eucaristía». 2Para él, la
Eucaristía une a los creyentes a Cristo y entre sí: «¿Qué es el pan? El cuerpo de

1 Cf. BENEDICTO XVI, 19 de septiembre de 2007, San Juan Crisóstomo (1); 26 de septiembre de 2007, San Juan
Crisóstomo (2).
2 BENEDICTO XVI, Ángelus del 18 de septiembre de 2005. Cf. Carta del Santo Padre Benedicto XVI, con ocasión

del XVI centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo, 10 de agosto de 2007.


Cristo. Y ¿qué llegamos a ser cuando lo comemos? El cuerpo de Cristo; no muchos
cuerpos, sino un solo cuerpo. Del mismo modo que el pan, aunque está hecho de
muchos granos de trigo, llega a ser uno (...), así también nosotros estamos unidos
tanto los unos a los otros como a Cristo. (...) Ahora bien, si nos alimentamos de un
mismo pan y llegamos a ser todos uno, ¿por qué no mostramos el mismo amor,
para llegar a ser uno también bajo este aspecto?» (Comentario a I Cor 24, 2).
Por eso invita al sacerdote a celebrar, con amor reverencial, la Divina
Liturgia: «Allí está de pie el sacerdote (...), el cual hace que el Espíritu Santo
descienda; ora largamente para que la gracia que desciende sobre el sacrificio
ilumine en aquel lugar las mentes de todos y las haga más resplandecientes que la
plata purificada por el fuego. ¿Quién puede menospreciar este misterio digno de
veneración?» (Sobre el Sacerdocio 3, 4). Y a los fieles les recuerda acercarse
dignamente a la Eucaristía, «no con ligereza (...), no por costumbre y formalidad»,
sino con «sinceridad y pureza de espíritu» (Comentario a la carta a los Efesios 3, 4):
«Les suplico a todos que no dejen que nos mate la irreverencia de ustedes, sino
acérquense a él con devoción y pureza, y cuando lo vean delante de ustedes,
díganse a ustedes mismos: “en virtud de este cuerpo yo ya no soy tierra y ceniza,
ya no soy prisionero, sino libre; en virtud de este cuerpo espero el paraíso, y espero
recibir los bienes, la herencia de los ángeles, y conversar con Cristo”» (Comentario a
I Cor 24, 4).
Finalmente, la Eucaristía y el ejercicio de la caridad y de la justicia no pueden
nunca separarse:

No pensemos que basta para nuestra salvación presentar


al altar un cáliz de oro y pedrería después de haber
despojado a viudas y huérfanos. ¿Quieren ustedes de
verdad honrar el Cuerpo de Cristo? No consientan que
esté desnudo. No le honren en el templo con vestidos de
seda y fuera le dejen perecer de frío y desnudez. Porque
el mismo que dijo: Éste es mi cuerpo, dijo también: Me
vistieron hambriento y no me dieron de comer. Y:
Cuando no lo hicieron con uno de esos más pequeños,
tampoco conmigo lo hicieron. Cristo anda errante y
peregrino, necesitado de techo; y tú te entretienes en
adornar el pavimento, las paredes y los capiteles de las
columnas, y en colgar lámparas con cadenas de oro. Al
hablar así no es que prohíba que también se ponga
empeño en el ornato de la Iglesia; a lo que exhorta es a
que juntamente con eso, o, más bien, antes que eso, se
procure el socorro de los pobres. A nadie se culpó jamás
por no haber hecho lo primero; pero por no hacer lo otro
se nos amenaza con la condenación eterna (Homilía 62,
3. 5).
Dr. Leonel Miranda Miranda, presbítero

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