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Así sabían contar

El trabajo de Victoria Castro y Varinia Varela, gira en torno a la idea de la idolatría como
concepto complejo en la relación entre religión y sociedad, dentro del contexto de la conquista de
América, desde siglo XVI hasta nuestros días. La colonización religiosa, en manos de la Iglesia y la
Corona españolas, trajo como consecuencia la rápida desaparición y –por qué no decirlo- el
borramiento de una serie de manifestaciones de los cultos sagrados del hombre andino. De este
modo, el credo católico se insertó en las comunidades del mundo indígena de todo el continente,
por medio de un proceso de limpieza religiosa, siendo una de las evidencias más claras de este
proceso, la destrucción de ídolos.

Sin embargo, y en un acto de resistencia y preservación cultural (una treta del débil, como
diría Ludmer), las sociedades andinas comienzan a reemplazar y resemantizar todos sus
esquemas de fe, para enmarcarlos en los parámetros que se les permitía, a saber, los de la fe
católica. En este contexto, la cultura originaria logra su continuidad en la actualización de sus
paradigmas y simbolismos. Sin embargo, esto traerá como consecuencia, una complejización de
estas manifestaciones, siendo la labor de los investigadores buscar fuentes nuevas para poder dar
cuenta de este sincretismo. Por lo tanto, se hace imprescindible la recopilación de testimonios,
puesto que son estos las puertas de entrada más fidedignas para el estudio de estos procesos. La
memoria colectiva: “(…) es parte de una historia activa que reinterpreta sus contenidos religiosos
según el contexto social en el que se desarrolla, siempre impregnada de sacralidad en todos los
ámbitos de su quehacer cotidiano” (16). Por consiguiente, el conocimiento de la experiencia del
hombre andino supone, además de una evidencia muy potente, la preservación de aristas de la
cultura religiosa e histórica, hasta ahora, muy poco conocidas.

Desde esta óptica, surge una sensibilidad, una visión del mundo, que se conecta directa y
estrechamente con el entorno natural, siendo este el constituyente simbólico más claro de la vida y
la fe de las sociedades andinas. Es así que el espacio natural se traduce como un extenso espacio
ceremonial, donde la vida se ve cruzada permanentemente por la esfera de la divinidad. Las
autoras puntualizan este fenómeno en los cerros, constituyéndose como centros ceremoniales
donde la adoración, la ofrenda y la actividad vital se mezclan para dar coherencia a la perspectiva
religiosa del hombre andino.

El espacio natural viene a ser una suerte de concretización de la filosofía de las sociedades
andinas. De este modo, el cerro estará ligado, tanto a la profesión de la fe como, a partir de ello, a
las actividades diversas de la vida de la zona. En ese sentido, como ya dijimos, el testimonio
permite evidenciar esta relación entre vida y espacio: “Como la totalidad de las costumbres de un
grupo étnico siempre forman parte de un sistema, en este trabajo quisimos acercarnos un poco a
un pensamiento a través de sus propios modelos reales, porque aunque esta percepción haya
surgido del mito, la magia y el saber empírico, no por ello dejan de ser historia” (24).

Los Cerros

El cerro, como espacio, se constituye como símbolo de la fe. Al igual que en la mayoría de
los elementos de la vida religiosa de los Andes, la ofrenda y el tributo han sido el permanente
motor de las actividades cotidianas. Por ello los cerros serán no sólo serán una especie de altares
al aire libre, sino también un discurso, en tanto comunicación y preservación de una multiplicidad
de elementos de la cultura ancestral y presente. De este modo, habrán designaciones especiales
para cada cerro, asignándole una identidad personificada, la que se traduce en una perspectiva de
la vida y por lo mismo, de la fe. El espacio se diviniza y adquiere un valor que trasciende la
experiencia vital desde el plano físico. Será entonces un plano de comunicación con lo ancestral,
con el diálogo entre estados del tiempo, entre generaciones, entre hombre y naturaleza, entre
existencia y trascendencia. Habrá en ello una construcción comunitaria que adquiere incluso un
tono místico, asumiendo una perspectiva totalitaria de la vida. Cada elemento del mundo se unirá
en esta consagración:

Estos cerros todos eran personas estos. Estos cerros negros son hombres. Este
cerro de Cupo es mujer. Estos cerros estaban yendo a escapar; el Inka es que
leda hondonazos. El cerro Echao le decimos, sacó la cabeza, era el más
capacitado. Estaba viniendo de Bolivia el Inka. Le pidió laplata y el cerro Echao no
quizo dársela y ¡Echao! ¡lo dejó todo Echao!. Así saben contar (Citando a un yatiri
de Toconce, 1984. 20)” .

La humanización que se establece entre hombre y espacio permite dar cuenta de una
experiencia amoroso-comunitaria de notable valor. El hombre andino ama el espacio en que vive y
se relaciona de manera sagrada con él, puesto que este le retribuye permitiéndole una existencia
feliz y provechosa. La construcción de identidad está centrada en el respeto y valoración del
entorno como único sistema coherente de existencia.

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